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33 y 1/tercio eXt r as

33 y 1/tercio eXt r as

¿Había uno siquiera capaz de ponerse en mi lugar, de sentir hasta


qué punto, en aquel momento, yo era distinto de lo que parecía, y
que poder había en mí, que amarras tensas a punto de estallar? Es
posible que lo hubiera. Sí, yo me orienté hacia esa falsa profundidad,
hacia las falsas apariencias de paz y gravedad, me precipité en ellas
con todos mis antiguos venenos, sabiendo que no arriesgaba nada.
Bajo el cielo azul, ante la mirada de mi guardián. Olvidándome de mi
madre, liberado de la acción, fundido en la hora ajena, diciéndome
pausa, pausa. Llegados a la comisaría, se me introdujo a presencia de
un funcionario sorprendente. Vestido de paisano, en mangas de
camisa, estaba hundido en un sillón, con los pies sobre la mesa del
despacho, tocado con un sombrero de paja y pendiente de sus labios
un objeto delgado y flexible que no llegué a identificar. Antes de que
me largara tuve tiempo de constatar todos estos detalles. Escuchó el
informe de su subordinado, a continuación pasó a interrogarme en un
tono que, desde el punto de vista de la urbanidad, dejaba a mi juicio
cada vez más que desear. Entre sus preguntas y mis respuestas
(cuando valía la pena tomar aquellas en consideración) mediaban
intervalos más o menos largos y sonoros. Estoy tan acostumbrado a
que no me pregunten nada que cuando me preguntan algo tardo un
buen rato en comprender que me preguntan. Y cometo la
equivocación de que, en vez de reflexionar tranquilamente sobre lo
que acabo de oír, y que he oído perfectamente, porque soy bastante
fino de oído, pese a mi ancianidad, me apresuro a responder
cualquier cosa, probablemente por temor a que mi silencio haga
estallar la ira de mi interlocutor. Soy muy miedoso, toda mi vida he
tenido miedo a que me peguen. Soporto fácilmente insultos e
invectivas, pero a los golpes no he podido acostumbrarme nunca. Es
curioso. Hasta los escupitajos me molestan. Pero si se me trata con
un poco de dulzura, quiero decir, si se deja de tratarme a patadas,
suelo dejar finalmente satisfecho a mi interlocutor. Pero el comisario
se contentaba con amenazarme con una regla cilíndrica, de modo
que tuvo la ventaja de irse enterando de que yo no tenía papeles en
el sentido que él daba a este término, ni ocupación, ni domicilio, que
por el momento se le escapaba mi apellido y que yo me dirigía a casa
de mi madre, a cuyas expensas yo agonizaba. por lo que respecta a
las señas de la susodicha, las ignoraba, pero sabía encontrar
perfectamente la casa, incluso a oscuras. ¿El barrio? El de los
mataderos, alteza, pues desde el cuarto de mi madre, a través de las
ventanas cerradas, por encima de su cháchara, yo había oído rugir a
los bovinos, este mugido violento, trémulo y ronco que no proviene
de los pastos, sino de las ciudades, de los mataderos y mercados de
animales.

Samuel Beckett
Molloy
33 y 1/tercio eXt r as

equipo de redacción ……………… 33 y 1/tercio

los textos que aparecen en la revista son propiedad de autores o fuentes citadas
(cualquier reproducción indicar fuente.)

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la publicación no se hace responsable de las opiniones expresadas por los autores.

diseño de portada ………….. raúl flores iriarte &


kmilo valdés fortes

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set up (paperback writing)

rafa saavedra ……….. just come back


bret easton ellis …………. Bruce llama desde
Mullholland
rocío silva santisteban …………. la novela joven :
una propuesta
chuck palahniuk ………….. monstruos invisibles
legna rodríguez iglesias …………….. de chupar la
piedra
raúl flores iriarte ……………… de revólver
gilles deleuze .................. balbuceó
ahmel echevarría ................ día de
entrenamiento
orlando luis pardo …………….. edición para radio
césar aira ……………….. nuevas impresiones de
Petit Maroc
stephen king …………….. es algo que llega a
gustarte / esa sensación que sólo puede
expresarse en francés
demis menéndez ……………… arquitectura urbana
roberto bolaño …………….. escrituras
leymen pérez ……………. 3 poemas
eloy fernández porta ………….. la naturaleza : sus
métodos, sus cosas
rubén rodríguez …………….. las flores rojas abren
el cuarto chakra
come together: breve antología de poesía
norteamericana
bonus track: rodrigo fresán ……….. Mr. Jones o el
encontrador de tesoros
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en anticipación de un live DVD de pronta salida, hacemos


primero público el capítulo de los extras.

también vemos este LP como el capítulo de los extras para


una próxima recopilación de nuestras Obras Completas en
edición, una vez más, de DVD.

en extras, revisited esperar materiales de:


lizabel mónica / ernesto santana / jorge enrique lage / daniel
díaz mantilla / elena v. molina / livio conesa / michel encinosa
/ yordanka almaguer / philip k. dick / david sedaris / oscar
cruz / woody allen / elvira rodríguez puerto / luis eligio pérez /
ricardo alberto pérez / rodrigo fresán /

más o menos
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rafa saavedra
(tijuana, del ´67. extra de toma 3 (2006))

just come back

El tiempo, afirmaba el viejo profesor erudito en metafísica, somos


nosotros. No me costó trabajo entenderlo como punto de partida de
algo que se había convertido demasiado pronto en tópico de
sobremesa. En situaciones así, mi única salida era la abstracción. Una
vez iniciado el proceso, no importaban ya gran cosa los ruidos –ese
sonsonete de la música norteña, sus letras anodinas, el white noise
del televisor, los lamentos vecinos, los murmullos inquietantes– o la
nula posibilidad de hacer cualquier nimiedad que forma parte de
nuestra vida cotidiana. Si bien es cierto que esto no era un escape
lógico, al menos ofrecía la posibilidad de desmarcarme de una
realidad fracturada por el destino y de asirme a otra mucho más
plausible.
En un instante determinado, aquello fue cercano a la transfiguración.
Un torrente: lo wi fi, la inercia fiestera de las It Girls, el freno católico
al progreso de la clase media, la fatalidad implícita en el underground,
los asuntos no resueltos que obligaron a Kafka a escribirle una carta a
su padre, la crítica recurrente a una malograda política internacional,
el ecocidio del que ya hablaba Rius en los sixties, el pragmatismo del
análisis psico-histórico, una declaración de principios de corte
ambivalente, los haircuts imposibles que reciclan lo mejor y lo peor de
los 80, las prebendas heredadas de los años de dictadura perfecta, la
falta de buen sexo sin amarres ni lástima, eso que explica la soledad
sin palabras, una lista de sitcoms televisivas, las personas que nunca
se abren, las perversas intenciones de un duopolio omnipresente, la
envidia de hombres diminutos y el daño que le hacen a su sistema
digestivo. Cosas así de vitales que discutiría en mi bar favorito una
vez resuelto este pequeño impasse.
Ahí estaba yo, sedado como paciente a punto de operación, con una
presencia determinada por el tiempo de otros. Sin embargo, algo en
mí me obligaba a darme cuenta que había perdido el sentido de
orientación, un poco de sangre, eso que llaman pomposamente
“libertad”. Estaba tan fuera de mi zona de comfort que aun, vaya
cosa, mi habitual calentura se apagó en un tris. Es penoso ver como
se desintegra la personalidad de alguien y que su dispersión se torna
irremediable. Por eso, el no ver/sentir la tragedia propia era legítimo,
algo que se agradecía. Ya no pertenecía a mi tiempo, estaba inmerso
en esa extraña sensación de lejanía (de todo: el ruido, los sentidos, un
ideal de tercera mano, el esfuerzo fantasmático y sus lazos familiares,
las cadenas de e-mails, la brisa matinal, las campañas en pro de la
honestidad,). Algo así era tan triste como la dialéctica aplicada a
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cuestiones baladíes que lo único que importa es continuar y dar el


tipo. La ceguera emocional evitaba que observara de frente la
crueldad en su presentación más (in)humana.
Ante ese estado de indefensión, mi autismo actuaba como práctico
salvavidas. Lidiar conmigo era too much hasta para la gente
acostumbrada a hacer lo que se tiene que hacer. Con el riesgo de ser
enteipado y abandonado en cualquier sitio o incrementar esa
estadística sangrienta de cabezas cercenadas que incita al miedo
ciudadano recordaba, cosas de la narrativa, como se fraguó el
desenlace de una historia particular entretejida por el devenir
nacional y la lucha de contrarios (ese eco marxista que no termina
por diluirse). La posibilidad de terminar siendo el encabezado
principal o una nota perdida en las páginas interiores se reducía a una
cuestión de humor de aquellos que, al quebrantar de golpe toda
disposición de convivencia social, trabajaban bajo un esquema de
superioridad impuesta. No más lamentos, tiempo de escapar.
Yo, sin saberlo, quería desligarme de un vacío del que todos hablan,
de la anomia como paradoja del mercado de valores, de una discusión
apática ante lo estúpido e innecesario del espectáculo, del déficit que
se intenta cubrir con una póliza de embute y fantasía, de la enorme
capa de abstencionismo que sacudía un sistema que se devoraba a sí
mismo. Esto, pensaba mientras corría, ha sido un fragmento de una
(mala) película que, tras acabarse, sería una foot note en una historia
de alcance mayor. Por eso ante la pregunta recurrente de “¿en donde
te habías metido, Higelin?”, contesto con un simple “Por ahí, ya
regresé a la vida social.”
“Damn yeah! I just come back”, agrego con mi usual desenfado y sigo
de frente pensando en el ahora. El tiempo sigue siendo tan nuestro
como esos minutos en los que deseamos no ser uno más en la lista de
los amparos por consignar, las horas muertas en que desconocemos a
donde nos dirigimos, esos tres días en los que nuestra voluntad
estuvo a la deriva como en el último partido que jugamos en las
canchas del Y.M.C.A. local, aquel frustrado weekend con una chica
llamada La´porshe cuya risa corporal nos rejuvenecía sin motivo, el
largo verano del que hablan decenas de canciones o la libertad tras
un secuestro que nunca se notificó.

(de el perro, Año 1, No. 4)

replay
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bret easton ellis


(los angeles, del ´68, extra de toma 14 (2006))

Bruce llama desde Mullholand

Bruce, colocado y bronceado por el sol, llama desde Los Angeles y me


dice que lo siente. Me dice que siente no estar conmigo aquí, en el
campus. Me dice que tenía razón yo, que debería haber venido al
curso intensivo de este verano y me dice que siente no estar en New
Hampshire y que siente no haberme llamado desde hace una semana
y yo le pregunto que anda haciendo por Los Angeles y no menciono
que han pasado dos meses.

Bruce me dice que las cosas han ido mal desde que Robert dejó el
apartamento que compartían en la esquina de la Cincuenta y seis con
Park y se fue con su padrastro a hacer un viaje en balsa por aguas
bravas, por el río Colorado, dejando a Lauren, su novia, que también
vive en el apartamento de la Cincuenta y seis esquina con Park, sola
con Bruce, juntos los dos durante un mes. Yo no conozco a Lauren
pero sé que tipo de chicas atrae a Robert y tengo muy claro que
aspecto debe de tener, y luego pienso en las chicas a quienes puede
gustarles Robert, guapas, de esas que hacen como que ignoran el
hecho de que Robert, a los veintidós años, tiene unos trescientos
millones de dólares, e imagino a esa chica, Lauren, tumbada en el
futón de Robert, con la cabeza echada hacia atrás, y a Bruce
moviéndose lentamente encima de ella, mientras cierra los ojos con
fuerza.

Bruce me dice que la cosa empezó una semana después de que se


fuera Robert. Bruce y Lauren habían ido al Café Central y después de
devolver lo que habían pedido de comer y de decidir tomar sólo unas
copas, estuvieron de acuerdo en que lo suyo sería sólo cuestión de
sexo. Que aquello pasaba únicamente porque Robert se había ido al
Oeste. Se dijeron uno al otro que, de hecho, no existía atracción
mutua aparte de la física, y luego volvieron al apartamento de Robert
y se acostaron. El asunto siguió así, me dijo Bruce, durante una
semana, hasta que Lauren empezó a salir con un magnate de la
propiedad inmobiliaria, de veintitrés años, que tiene unos dos mil
millones de dólares.

Bruce me dice que no se enfadó por culpa de eso. Pero que se sentía
“ligeramente molesto” el fin de semana en que se presentó Marshall,
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el hermano de Lauren, que acababa de graduarse, y se quedó en el


apartamento de Robert, de la esquina de la Cincuenta y seis con Park.
Bruce me dice que la cosa entre él y Marshall se prolongó
sencillamente porque Marshall se quedó más tiempo. Marshall se
quedó semana y media. Y luego Marshall volvió al piso que tenía su
exnovio en el SoHo, un joven marchante de arte que tiene de unos
dos a tres millones, dijo que quería que Marshall pintara tres
columnas de adorno en el piso que compartían en Grand Street.
Marshall tiene unos cuatro mil dólares y algo suelto.

Eso fue durante el período en que Lauren trasladó todos sus muebles
(y algunos de los de Robert) a la casa que tenía en la Trump Tower el
magnate de la inmobiliaria, el de veintitrés años. Durante ese período
fue también cuando los dos carísimos lagartos egipcios de Robert
aparentemente comieron unas cucarachas envenenadas y los
encontraron muertos, uno debajo del sofá del cuarto de estar, sin
cola, el otro despatarrado encima del Betamax de Robert. El grande
costó cinco mil dólares; el pequeño había sido un regalo. Pero como
Robert se encontraba en alguna parte del Gran Cañón, no había modo
de ponerse en contacto con él. Bruce me cuenta que por eso dejó el
apartamento de la Cincuenta y seis esquina con Park y se fue a casa
de Reynolds, en Los Angeles, en la parte alta de Mulholland, mientras
Reynolds, que más o menos tiene, según Bruce, lo que valen un par
de falafels en PizzaHut, sin incluir la bebida, está en Las Cruces.

Mientras enciende un canuto, Bruce me pregunta qué he andado


haciendo, qué ha pasado por aquí, y me dice otra vez que lo siente.
Le hablo de las clases, las recepciones, le cuento que Sam se acuesta
con un redactor de la Paris Review que vino desde New York el fin de
semana dedicado a los editores, que Madison se afeitó la cabeza y
Cloris creyó que le estaban dando quimioterapia y mandó todos los
relatos que su amiga había escrito a unos redactores que conocía del
Esquire, The New Yorker´s, Harper´s, y que eso dejó a todo el mundo
impresionado. Bruce dice que le diga a Craig que quiere que le
devuelva la funda de su guitarra. Pregunta si voy a ir a East Hampton
a ver a mis padres. Le digo que, como el curso intensivo está a punto
de terminar y casi es septiembre, no veo para qué voy a ir.

El verano pasado Bruce estuvo conmigo en Camden y seguimos


juntos el curso intensivo y ése fue el verano en que Bruce y yo nos
bañamos de noche en el lago Parrin y el verano en que él escribió la
letra de la canción de Petticoat Junction por toda mi puerta porque yo
me reía cada vez que él cantaba la canción y no porque la canción
fuera graciosa, sólo era por el modo en que la cantaba: con la cara
rígida pero completamente inexpresiva. Fue el verano en que fuimos
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a Saratoga y vimos a los Cars y, en ese mismo agosto, más adelante,


a Bryan Metro. El verano fueron borracheras y noches y calor y el
lago. Una imagen que no vi jamás: mis manos frías deslizándose por
su espalda suave y mojada.

Bruce me dice que me toquetee, ahora mismo, en la cabina


telefónica. La residencia en la que estoy se encuentra en silencio.
Aparto un mosquito de un manotazo.
–No me puedo toquetear –digo yo. Me dejo resbalar poco a poco hasta
el suelo, todavía con el teléfono en la mano.
–Ser rico es lo mejor –dice Bruce.
–Bruce –estoy diciendo yo–. Bruce.
Me habla del verano pasado. Menciona Saratoga, el lago, una noche
de la que no me acuerdo en un bar de Pittsfield.
Yo no digo nada.
–¿Me estás escuchando? –pregunta.
–Sí –susurro yo.
–Oye, ¿no hay interferencias? –pregunta.
Yo estoy mirando fijamente un dibujo: una taza de capuccino
rebosante de espuma y debajo de ella dos palabras garabateadas en
negro: el futuro.
–Cálmate –dice Bruce, finalmente, con un suspiro.

Después de colgar vuelvo a mi habitación y me cambio. Reynolds me


recoge a las siete y mientras vamos en coche a un pequeño
restaurante chino de las afueras de Camden, baja el volumen de la
radio después de que yo le diga que ha llamado Bruce; Reynolds
pregunta:
–¿Se lo contaste?
Yo no digo nada. Hoy mientras comíamos me enteré de que Reynolds
anda enredado con una de la ciudad que se llama Brandy. En lo único
en que puedo pensar es en Robert que todavía sigue en una balsa, en
algún sitio de Arizona, mirando una pequeña foto de Lauren, aunque
es probable que no. Reynolds vuelve a subir el volumen de la radio
después de que yo niegue con la cabeza. Miro por la ventanilla.
Termina el verano, 1982.

replay
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rocío silva santisteban


(lima, 1963)

la novela joven: una propuesta

En un trabajo extenso sobre algunos libros de jóvenes escritores,


propongo el término de novela joven para englobar las diferentes
novelas que han surgido desde los años 90 con características
similares en diferentes lugares del mundo occidental. Se trata de un
fenómeno reciente que cobra fuerza con el paso del tiempo y que se
organiza a partir de diferentes elementos que conformarían su aura
estética.
En primer lugar se trata de novelas escritas por jóvenes,
prioritariamente sobre temas de jóvenes -aunque no necesariamente
se trata del eje medular- y dirigidas a potenciales lectores jóvenes
que normalmente no leen literatura (entendiendo al término juventud
más que como una simple etapa categorizada por la edad, como una
zona reformulada desde procesos históricos y sociales que vincula a
distintas personas a partir de una sensación de cercanía o proxemia).
La forma como estos escritores enganchan con lectores poco
acostumbrados a la lectura es a partir de las referencias
massmediáticas y de la cultura popular (la música rock, el cine, la
televisión, los restaurantes de comida basura, los comics), así como la
manera de tocar temas juveniles desde sus propios puntos de vista
pero no centrarse sólo en ellos e incorporar como eje dinamizador de
sus actitudes un elemento antes sólo visible en las literaturas de
outsiders: la droga. Los postulados de la mayoría de estas novelas
están estructurados a partir de una forma de vivir y de pensar: el
consumismo. En muchas de ellas el consumismo es lo que mueve a
los personajes: el motor de la acción. En otras sucede lo contrario: los
héroes (o mejor, antihéroes) se rebelan contra el consumismo,
aunque no necesariamente luchan contra él.
Por ejemplo los tres amigos protagonistas de Generación X, la novela
pionera de Douglas Coupland, son anticonsumistas, anticompetitivos
y no creen en la moral del yuppie, buscan una nueva forma de sentir
y de vivir, más allá de los límites del mundo globalizado, de la cultura
basura, de la corrupción moral y de la incredulidad política. Pero esto
no significa que luchen contra el consumismo.
En otras de estas novelas simplemente se plantea el tema como un
malestar sin proponer nada. Digamos que se le nombra, pero no para
no olvidarlo, sino porque es indispensable nombrar antes de tomar
una actitud (aun cuando sea esta actitud la propia indiferencia).
La mayoría de los personajes de estas novelas adolecen de una
inestabilidad afectiva que los empuja a experimentar la vida como si
se tratara de un road movie: mantenerse en permanente movimiento
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engarzados por un afán de sentir emociones violentas. Estas


emociones pueden variar desde la búsqueda de placer sexual sin
ningún tipo de control arriesgándose al SIDA (los kamikases del amor
en las riberas del Sena) hasta la puesta en juego del instinto de
muerte más desatado (los más repugnantes asesinatos en serie en
las calles de Nueva York).
Sin duda lo que une a estos jóvenes escritores, aunque algunos ya no
lo son tanto, de distintos lugares del mundo, es un aura estética. Me
refiero a Estados Unidos con Brett Easton Ellis (Menos que Cero y
American Psycho) y Douglas Coupland (Generación X), a Escocia con
Irvine Welsh (Trainspotting), a España con José Angel Mañas (Historia
de Kronen) o con Ray Loriga (Héroes), a Francia con Cyrill Collar (Las
Noches Salvajes) o Marie Darrieusseqc (Marranadas) pero también a
Chile con Alberto Fuguet (Por favor, rebobinar), a Argentina con
Rodrigo Fresán y al Japón con Banana Yoshimoto, es un aura estética.
No se trata de un lazo unívoco a partir de la vivencia apasionada de
una propuesta ideológica o política, sino simplemente de un
sentimiento banal, fugaz, trágicamente superficial y dionisíaco.
Este sentimiento sería el sustrato subterráneo de una forma diferente
de organización: lo que Michell Maffesolli denomina la socialidad.
Porque a diferencia del ethos político de la modernidad (culto a la
racionalidad), el mundo actual está imbuido de un ethos estético,
cuyo eje no es la razón sino el sentimiento (feeling). Maffesoli
sostiene que sólo a partir de esta nueva forma de representar la
socialidad, se pueden entender las redes del mundo actual que van
más allá del narcisismo e individualismo con el que, desde una miopía
moderna, se intenta explicar los diferentes fenómenos culturales.
Por otro lado, básicamente se trata de historias sobre lo que Flaubert
denominaría “educación sentimental” pero estarían centradas
realmente en la adquisición del desencanto y/o la lucha contra él. El
desencanto porque se nace, en tanto grupo, de una serie de
frustraciones colectivas acumuladas que fragmentan el sentir,
dispersan la fuerza, deshilachan las ganas de plantearse propuestas y
que ironizan sobre toda posibilidad de utopía.
Como resultado de este desencanto, muchas de las novelas jóvenes
estarían trabajadas desde un lenguaje marcado por la ironía (en su
lado más cáustico) o por la ternura (desde su visión más optimista).
La idea es enfrentar la ironía y la ternura a la desesperanza, a la
frustración, a la falta de sensibilidad, a la frialdad y al cálculo.
En estas novelas se presenta también un escepticismo básico frente
al pasado y el futuro: el pasado no sirve como elemento de
articulación de la realidad perversa del presente, el futuro no es
ninguna pista de despegue contra la ansiedad. Tanto los autores,
como sus protagonistas, no quieren comprometerse porque «para
ellos es una incógnita el concepto de compromiso», según lo apunta
el periodista español Vicente Verdú. Pero incógnita no por
desconocimiento, sino porque en la praxis concreta de estos años,
este concepto se ha devaluado una tras otra vez y por lo tanto su
significado ha perdido sentido.
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Desde el punto de vista del enunciado, estas novelas implantan


elementos de oralidad juvenil al texto escrito (jerga, lisuras,
anglicismos en el caso de textos escritos en castellano, el sublenguaje
de la droga, el lenguaje técnico de las computadoras, las «malas
palabras») que le otorgan un genuino carácter transgresor. Incluso
hay algunos autores que retoman la ruptura con la ortografía (el
reemplazo de la k por la c y la q; de la z por la s o la c) que reivindicó
el movimiento punk y los movimientos de música subte en América
Latina de principios de los 80 (por ejemplo Mañas en su última novela
Ciudad Rayada).
Muchos de estos escritores también muestran un gusto por la
estructura fragmentada; se trata de incorporar a la textualidad una
sensibilidad también fragmentada que sienta sus bases en la
desestructuración de la familia y de las posibilidades del sentir.
Considero justamente que esta propuesta de un mundo fragmentado
dirigida a lectores jóvenes y de universos fragmentados, acerca estos
libros a la experiencia del lector actual. Los lectores de estas novelas,
jóvenes universitarios o parasitarios, enganchan con ellas a partir de
la lectura como canciones de un cd, o como videoclips, con su lógica
incierta, pero lógica al fin, con su condicionamiento de rupturas y con
un hilo subterráneo que las une precariamente de la misma forma
como están unidas las sensaciones, los sentimientos y los
conocimientos en la actualidad.
Por supuesto que todo intento de homogeneización para caracterizar
a la juventud es inválido, en el sentido que no existe ni siquiera en
una misma ciudad una sola juventud sino muchas maneras de vivirla.
No sólo cada época, sino que cada sector social postula maneras
diferentes de ser joven. Por eso con esta categoría no pretendo
establecer un rasero para encasillar la producción intelectual de los
jóvenes -¡vade retro!- sino sólo para entender ciertas formas de
textualización.
El término «Generación X» y la forma de sentirlo como propio,
apropiado o incluso como impropio, rechazándolo, se deslizó de tal
manera entre los jóvenes norteamericanos, europeos y
latinoamericanos, que estableció formas de asumir una crisis y
presupuestos morales para combatirla, puso en duda las versiones
light del consumismo neoliberal y apostó por una ruptura, aunque no
radical como la de los hippies o los punks ingleses. Justamente por
esto último fue desde el primer momento reciclado por el mismo
sistema.
En todo caso, considero que existen convergencias en diferentes
textos surgidos de esta aura estética que posibilitan la organización
de una categoría aparte: la novela joven. Literariamente sólo se
trataría de otra subdivisión más de los géneros; vitalmente es una
propuesta que arranca del protagonismo actual de la juventud, pero
sobre todo de una reflexión desde sus propias trincheras, y nos
conduce por un laberinto intenso que permite afirmar, finalmente,
que la juventud es mucho más que una palabra.
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replay
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chuck palahniuk
(burbank, en un desierto de washington, 1964, extra de el laberinto (2005 –
2006))

"Lo que vas a encontrar aquí es una historia estúpida sobre un muchachito
estúpido. Una estúpida historia real sobre alguien con quien nunca te
querrías cruzar". Así parte Asfixia, novela de Palahniuk, el "niño terrible" de
las letras norteamericanas. Es la historia de Víctor Mancini, un hombre
criado en orfanatos, con una madre anarquista y que se gana la vida en un
parque temático, donde simula vivir en un pueblo colonial. Además, asiste a
un grupo de ayuda para superar su adicción al sexo y, para pagar el hospital
en que está recluida su desquiciada progenitora, inventa una efectiva
estrategia: ahogarse con un trozo de carne en lujosos restaurantes hasta
que alguien le salve la vida, le tome sus datos, lo llame para su cumpleaños
y le deposite, de vez en cuando, una buena suma de dinero. "La gente te
comerá en la mano si los haces sentir como dioses", dice el protagonista.
Con una prosa dura y mordaz, este escritor con ascendencia francesa y
rusa, que estudió Periodismo pero que se desempeñó como mecánico y
obrero en una fábrica de contenedores, se ha encaramado en los rankings
de ventas norteamericanos desde que publicó El club de la lucha, llevada al
cine por David Fincher, con Brad Pitt y Edward Norton. La novela la escribió
en tres meses, cuando estaba furioso porque todos los editores le
rechazaron Invisible Monsters, ópera prima en la que contaba la historia de
una ex modelo con el rostro desfigurado, que va al matrimonio de su mejor
amiga con un transexual.
Palahniuk, quien está obsesionado con los labios de Brad Pitt, al punto que
usa un cosmético para realzar su boca, también fue cantante de rap (le
gusta que le digan Chucky P). En la época de El club... frecuentaba el mundo
de las peleas callejeras y varias veces terminó sangrando y con moretones.
álvaro matus

monstruos invisibles

Donde se supone que estés es en alguna gran recepción de boda en


West Hill, en una gran mansión con arreglos florales y champiñones
ornamentales embutidos por toda la casa. Esto es lo que se llama el
escenario: donde está todo el mundo, los que están vivos y los que
están muertos. Este es el gran momento de la boda de Evie Cottrell.
Evie está parada en mitad de la gran escalinata del vestíbulo de la
mansión, desnuda dentro de lo que queda de su vestido de bodas,
sosteniendo aún su fusil.
Yo: yo estoy parada al final de la escalera pero sólo en un sentido
físico. Mi mente no sé donde está.
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Nadie ha muerto todavía en toda la extensión de la palabra, pero


digamos que el tiempo está corriendo.
Tampoco es que en este gran drama haya una persona realmente
viva. Uno puede rastrear el aspecto de Evie Cottrell hacia atrás hasta
dar con un comercial de televisión de un shampoo orgánico excepto
que ahora mismo el vestido de Evie está quemado y sólo quedan los
alambres del miriñaque orbitando sus caderas y los esqueletitos de
las flores de seda que llevaba en el pelo. Y el pelo rubio de Evie, su
gran peinado hacia atrás, su arcoiris con todos los tonos del rubio,
espesado con el atomizador, bien, el pelo de Evie también se ha
quemado.
El otro personaje aquí es Brandy Alexander que yace, con un agujero
de bala, al final de la escalera, desangrándose.
Lo que me digo a mí misma es que el chorro de sangre que está
bombeando el agujero de bala de Brandy es menos sangre que un
instrumento sociopolítico. El asunto ese de ser clonado de todos esos
anuncios de shampoo, bueno eso vale para mí y también para Brandy
Alexander. Dispararle a cualquiera en esta habitación sería el
equivalente moral de matar un coche, una aspiradora, una muñeca
Barbie. Borrar un disco de computadora. Quemar un libro.
Probablemente eso también vale para matar a cualquiera en el
mundo. Todos somos ese tipo de productos.
Brandy Alexander, la suprema reina codiciada y sofisticada de las
grandes fiestas, Brandy está chorreando sus entrañas a través del
agujero de bala en su increíble chaqueta. El vestido es ese Bob
Mackie blanco rebajado que Brandy compró en Seattle con una falda
que le apretaba el culo en forma de un perfecto gran corazón. No
creerían lo que le costó ese vestido. El precio normal es más o menos
un millón de veces mayor. La chaqueta tiene un diseño retro y
solapas y hombros anchos. El corte de la chaqueta de botonadura
sencilla es simétrico, excepto por el hueco del que sale la sangre.
Entonces Evie empieza a sollozar, parada allí en medio de la
escalinata. Evie, ese virus mortal del momento. Esa es la señal para
que miremos a la pobre Evie, pobre, triste Evie, sin pelo y vestida sólo
de cenizas y rodeada por la jaula de alambre de su miriñaque
quemado. Entonces Evie deja caer el fusil. Con su cara sucia y sus
manos sucias, Evie se sienta y empieza su wah-wah, como si llorar
fuera a solucionar algo. El fusil, ese fusil cargado de calibre
treintaipico, resuena mientras rebota escaleras abajo y se desliza
hasta el medio del suelo del vestíbulo, girando de lado, apuntándome
a mí, apuntando a Brandy, apuntando a Evie, que llora.
No es que yo sea algún indiferente animal de laboratorio
condicionado para ignorar la violencia, pero mi primer instinto es
aplicar, quizás no sea demasiado tarde, club soda en la mancha de
sangre.
La mayor parte de mi vida adulta la he pasado parada sobre papel
inconsútil por un montón de billetes la hora, llevando ropas y zapatos,
mi pelo arreglado y algún famoso fotógrafo de modas diciéndome qué
debo sentir.
33 y 1/tercio eXt r as

Él grita, Dame lascivia, nena.


Flash.
Dame malicia.
Flash.
Dame tedio existencialista indiferente.
Flash.
Dame intelectualismo desenfrenado como una fotocopiadora.
Flash.
Probablemente es por el impacto de ver una de mis peores enemigas
baleada por mi otra peor enemiga es por lo que estoy así. ¡Bum! y
estamos ante una situación de ganancia total. Eso y estar junto a
Brandy me ha desarrollado grandes dotes para el drama.
Pareciera que estoy llorando cuando pongo un pañuelo debajo de mi
velo para respirar a través de él. Para filtrar el aire porque casi no se
puede respirar a causa del humo que produce la gran mansión de
Evie quemándose alrededor de nosotras.
Yo, arrodillada junto a Brandy pudiera meter las manos en cualquier
parte de mi ropa y encontrar calmantes Darvon, Demerol y Darvocet
de 100 miligramos. Esa es la señal para que me miren a mí. Mi
vestido tiene estampado el Sudario de Turín, la mayor parte en
marrón y blanco, colgado y cortado de modo que los brillantes
botones rojos se abotonen a través de las cinco llagas de Cristo.
Luego llevo metros y metros de un velo de organza negra enrollado
alrededor de la cara y tachonado con estrellitas de cristal austriaco
cortadas a mano. No podrías decir como luce mi cara pero esa es la
idea de conjunto. Mi aspecto es elegante y sacrílego y me hace sentir
sagrada e inmoral.
Alta costura volviéndose aún más alta.
El fuego hace caer lentamente el papel de las paredes del vestíbulo.
Yo, para añadir ambientación, fui quien provocó el fuego. Los efectos
especiales pueden ser de gran ayuda para mejorar el ánimo. Lo que
se está quemando es la recreación de mansión de época diseñada
según la copia de la copia de la copia de la imitación de una mansión
Tudor. Son cientos de generaciones separadas de cualquier cosa
original pero, ¿no es cierto que así estamos todos?
Justo antes de que Evie venga gritando escaleras abajo y le dispare a
Brandy Alexander, lo que hice fue derramar cerca de un galón de
Channel No. Five y añadirle una invitación de bodas en llamas y
¡bom!, estoy reciclando.
Es cómico, pero cuando piensas incluso sobre el incendio más trágico,
este es sólo una reacción química sostenida. La oxidación de Juana de
Arco.
Girando todavía en el suelo el fusil me apunta a mí, apunta a Brandy.
Otra cosa es que no importa cuánto pienses que amas a alguien, te
echarás para atrás cuando el charco de su sangre se acerque
demasiado.
33 y 1/tercio eXt r as

Excepto por todo este drama de altura, es realmente un día


agradable. Es un día cálido y soleado y la puerta de frente está
abierta al porche y al césped de afuera. El fuego de allá arriba atrae
el olor cálido del césped recién cortado hacia el vestíbulo y se puede
oír a todos los invitados a la boda afuera. Los invitados cogieron los
regalos que quisieron, de cristal o de plata y fueron a esperar en el
césped a que los bomberos y los paramédicos hicieran su entrada.
Brandy abre una de sus inmensas manos llenas de anillos y toca el
hueco que derrama la sangre sobre el piso de mármol.
Brandy dice: “Mierda. No habrá manera de que el Bon Marché acepte
que le devuelvan el vestido.”
Evie levanta la cara, su cara que es un revoltijo de pintura dactilar
hecha con hollín y mocos, de sus manos y grita: “¡Odio que mi vida
sea tan aburrida!”
Evie le grita a Brandy Alexander: “Cuando llegues al infierno
resérvame una mesa junto a la ventana.”
Las lágrimas enjuagan las mejillas de Evie y ella grita: “¡Querida, tú
también tienes que gritarme!”
Como si ya esto no fuera drama, drama, drama, Brandy me mira
arrodillada junto a ella. Los ojos castaños de Brandy se dilatan al
máximo y ella dice: “¿Brandy Alexander va a morir ahora?”
Evie, Brandy y yo, todo esto es sólo una lucha de poder por ser el
centro de la atención. Cada cual quisiera ser yo, yo, yo primero. La
asesina, la víctima, la testigo, cada una de nosotras piensa que
nuestro papel es el protagónico.
Probablemente eso vale para cualquiera en este mundo.
Todo es espejos, espejos en la pared, porque la belleza es poder de la
misma manera que el dinero es poder, de la misma manera que una
pistola es poder. Es más, cuando veo en el periódico la foto de una
veinteañera que ha sido secuestrada, sodomizada, robada y después
asesinada y hay una foto de ella en primera plana con ella joven y
sonriente, en lugar de detenerme en lo terrible que es un asesinato,
mi reacción instintiva es, wow, ella sería realmente sexy si no tuviera
ese pedazo de nariz. Mi segunda reacción es que más me valdría
ofrecer buenos ángulos de la cabeza y los hombros, en caso de que
fuera, ustedes saben, secuestrada y sodomizada hasta morir. Mi
tercera reacción es, bien, al menos eso la saca de la competencia.
Por si eso no fuera suficiente la loción humectante que uso es una
suspensión de sólidos fetales inertes en aceite mineral hidrogenado.
Mi idea es que si soy honesta, mi vida gira sobre mí misma, y es lo
único que me importa.
Esa es mi idea, a menos que el fotómetro esté funcionando y algún
fotógrafo ande gritando: Dame empatía.
Entonces el resplandor del flash.
Dame simpatía.
Flash.
Dame honestidad brutal.
33 y 1/tercio eXt r as

Flash.
“No me dejes morir sobre el piso”, dice Brandy y sus manazas me
agarran. “Mi pelo”, dice, “Mi pelo va a quedar aplastado por detrás.”
Mi idea es que yo sé que quizás Brandy probablemente vaya a morir
pero yo no puedo meterme en eso.
Evie solloza aún más alto. Encima de eso las sirenas de los bomberos
que se escuchan afuera me están coronando como la reina de
Migrañalandia.
El fusil todavía está girando en el piso, pero cada vez más y más
lentamente.
Brandy dice:
“No es así como Brandy Alexander quería que terminara su vida. Se
suponía que primero ella fuese famosa. Sabes, se suponía que
apareciera en la televisión durante el descanso de un Super Bowl,
tomando una cola de dieta, desnuda, en cámara lenta, antes de que
muriera.”
El fusil deja de dar vueltas y no apunta a nadie.
Evie solloza y Brandy le grita:
“¡Cállate!”
“¡Cállate tú!”, le responde Evie. Detrás de ella el fuego está
devorando la alfombra escaleras abajo.
Las sirenas, una las puede oír merodeando y chillando por todo West
Hills. La gente llegará a golpearse unos a otros con tal de marcar el 9-
1-1 y ser el gran héroe. Nadie parece listo para el nutrido equipo de
televisión que debe llegar en cualquier momento.
“Esta es tu última oportunidad, cariño”, dice Brandy y su sangre está
llegando a todas partes. Dice: “¿Me quieres?”
Cuando la gente te hace preguntas así es cuando dejas de ser el
centro de atención.
Así es como la gente te entrampa en el papel de mejor actriz
secundaria.
Incluso mayor que el incendio de la casa es la inmensa esperanza que
tengo de decir las dos palabras más gastadas que uno puede
encontrar en cualquier guión. Justo esas palabras me hacen sentir
como si me estuviera metiendo el dedo. Son sólo palabras.
Impotencia. Vocabulario. Diálogo.
“Dime”, dice Brandy, “¿Me quieres? ¿Me quieres de veras?”
Ese es el modo ridículo en que Brandy ha actuado toda su vida. La
continua e incansable teatralidad en la vida de Brandy Alexander,
cada vez menos viva.
Sólo por cumplir con mi parte en la escena tomo la mano de Brandy
en la mía. Es un gesto amable pero entonces me quedo aterrada por
toda la amenaza de patógenos de la sangre y entonces, bum, el techo
del comedor se derrumba y las chispas y ascuas se abalanzan sobre
nosotras desde la entrada del comedor.
“Incluso si no puedes quererme cuéntame mi vida”, dice Brandy. “Una
chica no puede morir sin que su vida pase delante de sus ojos.”
33 y 1/tercio eXt r as

Casi nadie logra ver sus necesidades emocionales satisfechas.


Es entonces que el fuego devora la alfombra hasta el culo desnudo de
Evie y Evie les grita a sus pies y golpea los escalones con sus
quemados tacones altos y blancos. Desnuda y sin pelo, vistiendo
alambres y cenizas, Evie Cottrell sale corriendo por la puerta
delantera hacia un público más amplio, los invitados a su boda, la
platería y el cristal y los carros de bomberos que llegan. Ese es el
mundo en el que vivimos. Las condiciones cambian y nosotros
mutamos.
Así por supuesto, esto será todo sobre Brandy, conmigo de anfitriona,
con apariciones especiales de Evie Cottrell y el mortal virus del SIDA.
Brandy, Brandy, Brandy. Pobre y triste Brandy bocarriba, Brandy toca
el hueco que derrama su vida sobre el piso de mármol y dice:
“Por favor. Cuéntame mi vida. Cuéntame cómo llegamos a esto.”
Así yo, yo estoy aquí tragando humo sólo para documentar este
momento de Brandy Alexander.
Dame atención.
Flash.
Dame adoración.
Flash.
Dame un descanso.
Flash.
33 y 1/tercio eXt r as

replay
33 y 1/tercio eXt r as

legna rodríguez iglesias


(camagüey, 1984, extra de 300 dólares (2007))

el mundo de los sentidos


1
Mi pubis está servido
Mis labios están servidos
Mi interior está servido
Yo soy una servidora de esas que ya no quedan
Y tú eres la antepenúltima carta de la baraja
Siempre hay algo peor
Lo dejo todo servido porque para comensales
Se han hecho mis interiores
Lo sirvo todo
Abro mi sombrilla
Abro los objetos que se pueden abrir
Y tú cierras el cuarzo rosado porque el día luce
De manera incandescente
Y tú cierras los objetos que se pueden cerrar
Y yo pienso en Aristóteles
Nunca tuve el placer de conocerlo pero pienso en él con ánimo
Con el mismo ánimo con que pienso en las anáforas
Nada más cuando paso por la tienda de las joyas
Me privo de pensar en Aristóteles
Mi pensamiento es un solo de fagot
Para los árboles del centro de la ciudad
Los árboles tienen el tronco de yeso
En la tienda de las joyas una mujer vende árboles
Cómo te llamas, le digo
Aristóteles, me dice.

2
Me levanto del sofá con una idea en la mente
Al muchacho con nombre de muchacha
No se le ocurre ninguna idea
Pero mi mente es un teléfono público
Mi mente está pintada con un óleo verde claro
En mi mente un arquitecto diseñó dos torres góticas
Al muchacho con nombre de muchacha
Le sorprenden mis ideas y mi nombre de revista
Y mi pubis de revista
Pero no me levanto del sofá
Hasta que mi mente se desune del tapón
Un arquitecto empotró mis tapones en la pared de su alcoba
Y las patas del sofá me preguntan por un brillo
Y son cuadradas
33 y 1/tercio eXt r as

De madera y cuadradas
Verde claro y cuadradas
La idea en mi mente capta una bella escena de cine
Últimamente voy mucho al cine
Voy mucho al taller de crítica cinematográfica
Hablo de cine
Me como al cine que sabe a manteca cinematográfica
Me levanto del sofá con una idea en la mente
Mato al primero que pasa
Cómo te llamas, le digo
Aristóteles, me dice.

3
Hay un número singular de objetos
Que pudieran darme placer
Pero el placer no es cosa de darse
El placer les pertenece
A las estatuas del parque de los impropios
Y a las mujeres que van al cine con una flor en la oreja
Y a los hombres que van al cine del brazo de un hombre joven
El placer también le pertenece al pájaro
La mandíbula de tu cara pudiera darme placer
Y los verdes aguacates
Y las frutas con forma de corazón
Y las frutas con forma de palabra étnica
Esa joya de bismuto pudiera darme placer
Nos acostamos unidos bajo la sombra de las estatuas
Una manta cubre su pecho
Y otra manta cubre mi pecho
Y la brisa convierte algodones en júbilo
Cómo te llamas, le digo
Aristóteles, me dice.

●●●

pastel y sangre
El día 22 de abril del año en tránsito
Algunos agapornis vinieron a quitarme las gamarras
Y como mi espíritu estaba moribundo
Todo resultó accesible
Perfectamente ingenuo
Lo que sí no estaba planeado
Era que los agapornis se enamoraran de mi
El amor no estaba ni por asomo planeado
Y como mi espíritu seguía moribundo
Dejé que los agapornis me hicieran
Un acto que solo ellos
33 y 1/tercio eXt r as

Necesitaban hacerme
Ese día yo nombré a los agapornis
A uno le puse Juan Pablo Sartre
Y a otro le puse Jessica Vera
Y al tercero Madame Constipación
Un cuarto se llamó Julius Cortázar
Con Julius fui al cinema
Aunque jamás entendimos la película
Creo que hablaba de dos límites absurdos
Y de unas varillas para inseminar
Con los agapornis soy culpable
De las líneas que suceden
Somos muchos y estamos enamorados
Cabemos en un albergue de 34 colchones
Pero aún estamos enamorados.

●●●

la dulce vida
Durante el año 1507
Alguien llamado Alberto Durero me pintó
La obra se llama Retrato de Muchacha (o Muchacho)
Y es un pergamino aplicado sobre tela
Él también pintó a los cuatro jinetes del Apocalipsis
Hace poco los cuatro jinetes y yo nos hicimos amigos
Después de cinco siglos exactos
Me pasa que me enamoro de uno de los jinetes
Pero el jinete ya tiene novia
Pero yo estoy tan arrinconada
Tan arrinconada tan arrinconada
Y tomo el auricular y le digo a Alberto Durero:
Voy a picarme el muslo
Con la misma cuchilla que afilabas tus carbones

Con la sangre de mi muslo


Alberto Durero pinta una obra llamada El Jinete y la Muchacha
Donde aparecemos el jinete y yo
Conversando seriamente sobre la dulce vida
El jinete engulle frutas y a mí se me salen los leucocitos
Alberto Durero piensa:
Esta muchacha parece tonta
Ni a mí se me ocurriría llorar
Frente a uno de los jinetes del Apocalipsis
Definitivamente no se me ocurriría

Y tomo el auricular y le digo a Alberto Durero:


La dulce vida y yo no tenemos parecido.
33 y 1/tercio eXt r as

●●●

aseo personal
Las dos ganas de arrimar y abrevar
No me dejan poseer al precipicio
Mi pubis me pide laca
Y yo le doy laca al pubis
Corto mechones
Trenzo collares
Quito un poco de cabellos húmedos
Espero sentada en la piedra solar
Que las dos ganas juntas se me diseminen
Mi pubis me pide canto
Y yo le doy canto al pubis
Uno volutas
Separo hilachas
Muevo los labios cuidadosamente
Al final del día sigo impeorable
Poseer al precipicio no aparece en mi leyenda
Mi pubis me pide pez
Y yo le doy pez al pubis
Lavo residuos
Echo colonia
Humedezco las ideas.

●●●

monólogo de misako
Comúnmente al tokonoma
Le introducen crisantemos
O camelias
O narcisos
Hoy he puesto diminutas ramas de manzanilla
Para cambiar
Para pensar con nitidez
En los cálculos de Euclides
Y el teorema de Pitágoras
Y la fórmula física del movimiento
Tan antipoética
Mañana pondré en el tokonoma
Cuatro gajos de apasote
Al igual que el apasote
Yo me considero un cáliz
Dividido en tres fracciones
33 y 1/tercio eXt r as

Que envuelve totalmente al fruto


Tú eres el fruto
Tú maduras entre 30 y 40 días
Después de iniciada la floración
Luego caes al precipicio
Y germinas sin dificultades
(Pitágoras y Euclides se tapan con franela)
Por supuesto que al día siguiente
Pondré en el tokonoma
Un tallo de cordován
Esta planta es natural de México
América Central, Antillas y Bahamas
Tú eres natural de mí
Y la fórmula física del movimiento
Es natural de ti
Todos pertenecemos a la palabra Desorden
(Pitágoras y Euclides se tapan como novios
Tú y yo nos destapamos)
Otro día pondré chamico
Una flor solitaria de chamico
De colora acampanada
Y cinco lóbulos blancos
Y cinco maromas verdes
Y sin raíz
Ese día seré un samurai
O tal vez una muchacha triste
Rígida y triste
Gentil y triste
Al chamico le seguirá la caléndula,
La escoba amarga, el mastuerzo,
Y algunos guisazos de caballo

Con el guisazo renaceré


Para esa hora los componentes
Volverán a serme útiles
Para esa hora mis hemorragias
Serán falsificaciones
Entonces coronaré al tokonoma
Con tu ítamo real.

●●●

chupar la piedra
Estando abierta
Todos ven que me cabe un escritorio
Un ventilador de pie
Y otros objetos desconocidos
33 y 1/tercio eXt r as

Estando abierta creo en la palabra.


Como la mayoría de los creyentes
Adoro la palabra
Y lleno la habitación de cruces:
Objetos donde apreciamos a la palabra crucificada
Luego utilizo la escofina
Para hacer incontables palabras de piedra
Estando abierta tú también me cabes
Cerrada no.
Cerrada es un conflicto y los actores se esfuman
Esta noche no podré representar
Esta noche me sacaré los dientes
Con unos alicates de jardín
Compro alicates de jardín
Compro un escritorio y un ventilador de pie.
Estando cerrada
Mi lengua se vuelve un gancho
Cuya primera función es chupar la piedra
En la piedra escribí palabras
Las palabras han formado el concepto de erotismo
Mis palabras han formado un erotismo verbal.
Estando cerrada mato diez pájaros.
Abierta no.

replay
33 y 1/tercio eXt r as

raúl flores iriarte


(havana, del ´77. extra de 33 y un tercio (2005) y firma cacharro(s)
(2006))

caballo muerto

Fuime a vivir a un caballo muerto. Hallé que había bastante espacio


allá dentro, nada de ruido, ningún otro tipo de molestias. Sin corazón
bombeando rítmico como canción de rock, sin pulmones. Sin riñones
funcionales, sin hígado. Nada. Todo tranquilo y muerto.
Entré por rígidas mandíbulas e instalé muebles. Mi mujer y yo recién
nos habíamos separado. Ella había retenido nuestro apartamento en
Alamar, y allá estaba con las cuatro criaturas. Pero yo, contento con
mi caballo muerto. Cuando creía estar a punto de dormir en parques
públicos, y almorzar y cenar en espantosas cafeterías estatales, he
aquí que se me habían abierto las puertas del cielo.
Había espacio de sobra para todos mis discos y mis libros y ropas
colgadas en percheros de metal dentro de mi ropero. La comida no
faltaba. Podía ir devorando los órganos putrefactos del caballo muerto
y, a medida que avanzaba el proceso de descomposición, iban
penetrando en el cadáver gusanos, larvas, insectos y otros animalejos
que me ayudaban a mantener una dieta balanceada.
Con el paso del tiempo, el cuerpo del caballo se fue hinchando cada
vez más, con lo que aumentó el espacio inconmensurablemente. Al
cabo de semana y media hubo tanto espacio libre que pude hacer
una fiesta para mis compañeros de trabajo.
Aquello fue un éxito total. Mis compañeros se pasearon asombrados
por las amplias cavidades interiores, comieron hígado putrefacto y
trozos escogidos de las partes blandas de pulmones. Terminaron
felicitándome por mi inmejorable adquisición.
Pude hasta ligar con mi secretaria. Hicimos el amor después que
todos se hubieran marchado, allí mismo, en el caballo muerto.
Ella me había dicho, “Esto es maravilloso; una vez viví dentro del
cadáver de un perro pero, por supuesto, no se compara con esto. Para
nada se compara con esto”.
Comentó la amplitud de los techos, se alegró por la sobreabundancia
de alimentos, por la disponibilidad de las cosas y, sobre todo, “¡Tan
céntrico! ¡En el mismo corazón de la ciudad!”
Me preguntó si podía quedarse a vivir conmigo; le dije que no. Me dio
un poco de lástima, pero no deseaba echar a perder unas relaciones
que, hasta el día de ayer, habían sido netamente laborales.
El cuerpo del caballo apestaba. Un día pasó el concejal por ahí cerca,
y el mal olor le golpeó las narices con la fuerza de una explosión
atómica. Vino hasta mi, caballo muerto, y dijo, “¡Tiren esta basura a la
fosa común!”
33 y 1/tercio eXt r as

Así que, después de un mes a la intemperie, llevaron el caballo a la


fosa común. Esto me fue bastante conveniente, porque ya no
quedaba mucho de carne y músculos originales. Solo piel y huesos.
Estaba a punto de quedarme otra vez en la calle.
Aquella fosa común fue una verdadera bendición. Estaba llena de
otros caballos muertos, en diferentes estados de descomposición.
Mudé mi casa y dejé atrás finalmente la gastada osamenta de mi
caballo original.
De nuevo había espacio de sobra y abundante alimento. Hice otra
fiesta en el nuevo sitio y todos mis compañeros exclamaron “¡Pero si
esto es un palacete!”. Se trajeron a sus esposas y sus niños y vinieron
a vivir conmigo en la fosa común.
Yo no pude convencer a mi esposa para que viniera, pero a las cuatro
criaturas sí que las traje y les di un caballo propio para cada una.
Había que ver a las tres hembritas y al varoncito dando gritos y
saltitos de felicidad, como si les hubiera puesto lo mejor de la vida en
sus pequeñas manos.
La vida continuó su curso normal. Los niños iban por la mañana a la
escuela, y los adultos al trabajo. Por las tardes, las criaturas jugaban a
los escondidos o a los pistoleros, o a lo que les diera la gana jugar, y
los adultos nos sentábamos en torno a una botella de ron, para hablar
de política y jugar dominó, rodeados por viejas osamentas y
enjambres de moscas multicolores; todo un laberinto de vida y
muerte para ser admirado en silencio.
De vez en cuando se nos unían otras familias, otras personas y, si en
algún momento nos habíamos preocupado por la eventual falta de
espacio y escasez de alimentos, ya lo habíamos olvidado. Rellenaban
la fosa un día sí y otro no con nuevos cadáveres. Suficiente espacio y
suficiente comida. No nos preocupaba ningún Período Especial
tercermundista. Por eso dábamos la bienvenida a todos los que se nos
quisieran unir.
Un día el concejal pasó cerca, y el mal olor de tantos cadáveres
putrefactos le llenó la nariz de lágrimas. “¡¿Qué ocurre?!”, gritó
furioso, “¡Incineren toda esta porquería!”
“Vive gente aquí”, le dijimos, pero él no quiso creernos. Lo invitamos
a visitar nuestras moradas, y él se rehusó aduciendo motivos
políticos. “Somos felices en este sitio”, le dijimos. Él arrugó la nariz,
murmuró algo sobre focos infecciosos, y se marchó.
Vinieron entonces los soldados con latas de gasolina y yo los observé
mientras rociaban el líquido sobre los cadáveres descompuestos de
los animales, sobre los huesos y las larvas de las moscas multicolores,
sobre las pieles secas y los gusanos gordos como antebrazos, sobre
mis compañeros de trabajo y personas afines que se resistían a dejar
sus hogares. Les gustaba allí.
Los vi arder cuando los soldados arrojaron fósforos sobre toda esa
gasolina. Mis cuatro criaturas también estaban allí; igual se habían
negado a abandonar su hogar. Las tres hembras y el varoncito
33 y 1/tercio eXt r as

agitando sus miembros inflamados, gritando porque les dolía, y sus


cabellos se incendiaban, y sus ojos y sus pequeños vientres también.
Lanzaron después un par de granadas al hoyo humeante, y todos
aquellos pedazos de carne chamuscada saltaron por los aires, como
confetti de cumpleaños.
Yo no ardí. No me gustaba la idea. Preferí quedarme sin casa.
Fui entonces para Alamar, hasta el apartamento de mi mujer. Fui a
explicarle el asunto, y a pedirle que me dejara dormir un par de
noches bajo techo, pero ella estaba viviendo con otro tipo y no quiso
saber nada de mí. Me sacó de la casa a empujones y me dio con la
puerta en la cara. No me dio oportunidad para decirle nada, tal vez
contarle lo de las criaturitas. Nada de nada.
Fuime entonces a una cafetería estatal para cenar, y después me fui
con mis cosas a un parque público, para pasar la noche durmiendo en
algún banco. Creía no tener otro remedio.
Pero, por el camino, me encontré con un perro muerto en la acera y
me acordé que quizás allí podría estar mi secretaria. Así que me
asomé y, en efecto, allí estaba ella. Le pregunté si podría pasar allí la
noche, porque no me gustaba la idea de dormir en el parque y ella,
por suerte, me dijo que sí, que podía quedarme.

●●●

la noticia

A pesar de haber tan solo un televisor en toda la ciudad, la noticia se


divulgó bastante rápido. A las diez de la mañana se comentaba en
centros escolares y laborales, a las doce se comentaba en fábricas y
terrenos deportivos. A las tres, era totalmente de público dominio.
(¿qué estabas haciendo cuando la noticia?, sería la frase que marcaría
a nuestra generación.)
De todas formas, hubo muchos incrédulos. El hecho de que solo
existiera un televisor y tres aparatos de radio también ayudaba. El
grupo de incrédulos creció con el paso de las horas. La gente deseaba
lanzarse a la calle a celebrar, pero triunfaba la cautela. De ser cierta
la noticia, la represión policial sería brutal. Se cuestionó la validez de
las fuentes de información. Se inquirió sobre horarios, fidelidades,
pasiones, y posiciones políticas. Como siempre, la prensa nacional
obviaba el asunto.
Cuando salió a la luz el hecho de que el único televisor de la ciudad
estaba roto, los ánimos se enfriaron. Se volvieron a cuestionar las
fuentes, esta vez más fehacientemente, y nadie estaba seguro de
nada. Las frases de moda eran Puede ser que… y Pero no estoy tan
seguro…
33 y 1/tercio eXt r as

Nos olvidamos de la noticia. La dimos por falsa, y ya. Meses más


tarde, al ser arreglado el televisor roto, nos enteramos de que todo
era cierto, pero ya la información estaba teñida con la pátina que le
transfiere el olvido a ciertas cosas. Ahora se comentaba de nuevo la
noticia que no era noticia, pero esta vez con frialdad, y
desapasionadamente.

●●●

papel alba

K. ha escrito esa noche: “La ciudad amanece llena de carteles,


pegados por todas partes.”
La ciudad amanece, efectivamente, llena de carteles. Sobre las
columnas de las paradas urbanas, sobre las paredes de los edificios,
sobre los postes de alumbrado público. Pero dichos carteles no son
tal, sino solo hojas de papel alba, completamente en blanco, nada
escrito sobre ellas.
K. ha escrito después: “Se moviliza la policía. Allanan los barrios.
Derriban puertas. Buscan culpables.”
Tal vez sea así. El poder se siente amenazado. Es preferible poner
mensajes en hoja de papel a dejar estos completamente en blanco.
Poner, por ejemplo, “Te llamó Carlos”, o “Fiesta en casa de RD” o, tal
vez, “Abajo la dinastía del proletariado”. El eterno temor a la página
en blanco, multiplicado por un factor cercano a las mil unidades.
K. piensa que el culpable podría ser él. Entonces viene la policía y lo
apresan, entre ruidos de sirenas y patrullas chirriando frenos. Hallan
que redacta sus textos sobre hojas de papel alba y es enjuiciado,
tomando esto como principal evidencia.
El fiscal lee en voz alta fragmentos de las obras de K., todas
francamente inculpatorias.
K., sin posibilidad alguna de defensa, es condenado a muerte.
Podría retractarme, murmura K., y sale al día siguiente por la
televisión nacional manifestando que solo usará de ahora en adelante
papel gaceta para sus escritos.
“Es barato, menos pretencioso, y más cercano a las necesidades del
pueblo.” Pronuncia con expresión compungida frente a las cámaras.
Enjuician entonces a un vendedor de maní, procesado por el hecho de
vender cucuruchos manufacturados con papel alba. K. continúa
escribiendo a medianoche sus historias sobre los márgenes de viejas
libretas escolares, y el vendedor de maní es fusilado al día siguiente,
por no haber sabido establecer diferencia alguna entre resma de
papel gaceta y resma de papel alba.
33 y 1/tercio eXt r as

●●●
33 y 1/tercio eXt r as

el orden del discurso

A. y B. escriben casi la misma historia. La historia de A. se diferencia


solo en pequeños detalles de la historia de B. El título, por ejemplo, y
algunas palabras del final. Pero, aparte de eso, es fácil percatarse que
las dos historias son asombrosamente iguales. Idénticas entre sí.
Se habla de plagio. A. y B., cada uno por su lado, demuestran que
sendas historias son totalmente de sus autorías. Revelan sus fuentes
de inspiración, así como las técnicas y recursos utilizados para llevar
los hilos narrativos a buen término. Es de notar que, supuestamente,
ambos habían llegado a lo mismo partiendo de fuentes disímiles entre
sí. A. había escrito su historia partiendo de una idea de Stephen King
y una canción de Tom Waits, y B., por su parte, se había inspirado en
un informe del Secretariado Nacional al Comité Central del Partido. No
obstante, logran convencer. Se toma el caso como una de esas
rarísimas casualidades que solo se dan una vez en la vida, y varias
veces en las novelas de Paul Auster.
Podría decirse que A. y B. quedarían satisfechos, pero no es así.
Casualidad o no, a partir de ese momento A. y B. empiezan a coincidir
constantemente en lecturas y conferencias. Estos eventos se
convierten, gracias a rencores acumulados, en carreras olímpicas
para determinar cual de los dos leerá primero la historia en cuestión.
A veces gana A., a veces B. El público también gusta de apostar.
A. y B. dejan de escribir narrativa y comienzan a hacer crítica y
reseña, pero ya nadie les hace caso. La atención está ahora centrada
en C., que ha escrito una historia totalmente irreproducible y original,
basada en la canción de Tom Waits, la idea de Stephen King, y el
informe del Secretariado Nacional al Comité Central del Partido. A. y
B. escriben sendas reseñas críticas y ensayísticas sobre esta historia
irreproducible y original, pero se halla que sus trabajos críticos y
ensayísticos se parecen extraordinariamente entre sí. Solo hay
diferencias en el título, y en algunas palabras de la introducción. Se
vuelve a hablar de plagio, aunque no por mucho tiempo. Ya la gente
está cansada del asunto.

●●●

hasta el fin del mundo

Estaban transmitiendo el fin del mundo cuando prendimos el


televisor. Por H o por B, la situación había llegado a un límite
insostenible, y ya era el fin de todo. Nosotros en esta pequeña isla
mientras en la pantalla del televisor se sucedían tsunamis
gigantescos, erupciones volcánicas incontenibles, terribles
terremotos, devastadores huracanes, líderes políticos histéricos por la
33 y 1/tercio eXt r as

situación concedían alocados discursos sobre medidas de última hora


que deberían haber sido tomadas en cuenta y decisiones que nunca
deberían de haberse tomado. Las masas se reunían en torno a las
iglesias y los patios de las escuelas, elevando plegarias a un cielo
negro y gris, del color de las peores pesadillas que un moribundo
podría disponer. Los locutores se excedían en discursos apocalípticos
y las locutoras lloraban en la pantalla, pupilas rojas, mechones de
pelo entre manos sudorosas.
Ella y yo lo mirábamos todo con ojos incrédulos. “¿No será una vieja
cinta?”, me preguntó, “¿Una retransmisión de la película del sábado?”
“Todo parece muy real, y son todos los canales a la vez.”, dije, aunque
igual seguía sin creérmelo mucho.
Salí afuera, y el cielo se veía precioso. Pasaban nubes blancas y el sol
tenía el leve fulgor que presagiaba un atardecer sin prisas.
Volví adentro. En la pantalla continuaban los tsunamis y los
terremotos y las explosiones de arsenales nucleares a lo largo de todo
el mundo. Ella estaba envuelta en una frazada, a pesar del calor, y
temblaba.
“Voy al baño”, dijo, “No quiero que el fin del mundo me coja sin
haberme lavado los dientes.”
Cuando salió del baño todo seguía igual. Histeria colectiva, grandes
desastres naturales. Exterminación en masa de la humanidad en
pleno.
“Ve afuera a ver como van las cosas”, me pidió. “Espera”, dijo. Vino y
me besó en los labios. “Por si acaso, por si no nos volvemos a ver.”
Pero afuera todo continuaba igual. El mar idílico golpeando contra las
rocas de la costa; las nubes desfilando sobre el sepia del atardecer.
En la tv continuaba toda esa situación incontrolable. En la cocina
preparamos rositas de maíz y jugo de naranja. Nos sentamos frente al
televisor para ver el fin del mundo. De vez en cuando yo salía afuera
para ver el estado de las cosas, pero en esta maldita isla nunca
pasaba nada. Vivir aquí era como vivir en el fin del mundo. Minuto a
minuto, nuestra hecatombe nacional.
Hubo un momento, en medio de los gritos agónicos de una locutora
embarazada, en que se interrumpió la señal. Ella y yo nos quedamos
como dos tontos frente a la pantalla vacía, llena de ruido blanco,
devorando rositas de maíz. Nieve en el televisor y cero transmisiones
en todos los canales disponibles. Nada de nada. Todo muerto, todo
cadáver.
Volví a salir afuera y, mientras miraba el mar azul golpeando
lánguidamente contra la costa y una bandada de gaviotas circulando
el horizonte, la idea aterrizó por fin en mi pensamiento. La idea de
que era realmente era el fin, y sólo quedábamos ella y yo sobre la faz
de la tierra. Lástima.
Regresé adentro a tiempo para verla golpear el televisor.
Furia en su mirada.
Instintos asesinos.
“Ya no se puede ver ni el televisor”, gritaba.
33 y 1/tercio eXt r as

Como una posesa.

replay
33 y 1/tercio eXt r as

gilles deleuze
(parís 25 – parís 95. extra de firma cacharro(s) (2006))
de crítica y clínica, 1993

balbució...

Se dice que los malos novelistas sienten la necesidad de variar sus


indicativos de diálogos sustituyendo «dijo» por expresiones como
«susurró», «balbució», «sollozó», «se carcajeó», «gritó», «farfulló»...
que indican las entonaciones. Y en realidad parece como si respecto a
estas entonaciones el escritor no dispusiera más que de dos
posibilidades: o bien hacerlo (como Balzac, que efectivamente hacía
farfullar al tío Grandet cuando éste trataba un asunto, o hacía hablar
a Nucingen en un dialecto deformante, y en cada caso se percibe el
goce de Balzac), o bien decirlo sin hacerlo, limitarse a una mera
indicación que se deja al cuidado del lector para que éste la lleve a
cabo: como los héroes de Masoch que no paran de susurrar, y su voz
ha de ser un susurro apenas audible; Isabel, de Melville, tiene una voz
que no ha de pasar del susurro, y el angelical Billy Budd no se
emociona sin que el lector tenga que restituirle su «balbuceo o peor
aún»; el Gregorio de Kafka pía más que habla, pero eso según el
testimonio de un tercero.
Parece no obstante que existe una tercera posibilidad: cuando decir
es hacer... Eso es lo que ocurre cuando el balbuceo ya no se ejerce
sobre unas palabras preexistentes, sino que él mismo introduce las
palabras a las que afecta; éstas ya no existen independientemente
del balbuceo que las selecciona y las vincula por sí mismo. Ya no es el
personaje el que es un tartamudo de palabra, sino el escritor el que
se vuelve tartamudo de la lengua.: hace tartamudear la lengua como
tal.
Un lenguaje afectivo, intensivo, y ya no una afección de aquel que
habla. Una operación poética de esta índole parece muy alejada de
los casos anteriores; aunque tal vez no lo esté tanto del segundo caso
como parece. Pues cuando el autor se limita a una indicación externa
que deja intacta la forma de expresión («balbució...»), costaría
comprender su eficacia si una forma de contenido correspondiente,
una cualidad atmosférica, un medio conductor de palabras no
recogiera por su cuenta lo tembloroso, lo susurrado, lo balbucido, el
trémolo, el vibrato, y no reverberara sobre las palabras el afecto
indicado. Eso es por lo menos lo que ocurre con los grandes escritores
como Melville, con quien el rumor de los bosques y de las cavernas, el
silencio de la casa, la presencia de la guitarra dan fe del susurro de
Isabel y de sus suaves entonaciones extranjeras; o con Kafka, que
confirma el piar de Gregorio mediante el temblor de sus patas y las
oscilaciones de su cuerpo; o incluso con Masoch, que reitera el
balbuceo de sus personajes con los pesados silencios de un tocador,
los ruidos de la aldea o las vibraciones de la estepa. Los afectos de la
33 y 1/tercio eXt r as

lengua son objeto aquí de una efectuación indirecta, pero próxima a


lo que ocurre directamente, cuando ya no quedan más personajes
que las propias palabras. «¿Qué quería decir mi familia? No lo sé. Era
tartamuda de nacimiento, y aun así tenía algo que decir. Sobre mí y
sobre muchos de mis contemporáneos pesa el tartamudeo de
nacimiento. Hemos aprendido no a hablar, sino a balbucir, y
únicamente prestando oído al ruido creciente del mundo, y, una vez
blanqueados por la espuma de su cresta, hemos adquirido una
lengua.»1
¿Es posible hacer balbucir la lengua sin confundirla con el habla? Todo
depende más bien de la manera de considerar la lengua: si se la toma
como un sistema homogéneo en equilibrio, o próxima al equilibrio,
definida por unos términos y unas relaciones constantes, resulta
evidente que los desequilibrios o las variaciones sólo afectarán a las
palabras (variaciones no pertinentes del tipo entonación...). Pero si el
sistema se presenta en desequilibrio perpetuo, en bifurcación, en
unos términos en los que cada uno recorre a su vez una zona de
variación continua, entonces la propia lengua se pone a vibrar, a
balbucir, sin confundirse no obstante con el habla, que tan sólo
asume una posición variable entre otras o toma una única dirección.
Si la lengua se confunde con el habla es tan sólo con un habla muy
especial, un habla poética que efectúa toda la potencia de bifurcación
y de variación, de heterogénesis y de modulación propia de la lengua.
Por ejemplo, el lingüista Guillaume considera cada término de la
lengua no como una constante en relación con otras, sino como una
serie de posiciones diferenciales o puntos de vista tomados sobre un
dinamismo asignable: el artículo indefinido «un» recorrerá toda la
zona de variación comprendida en un movimiento de
particularización, y el artículo definido «el», toda la zona comprendida
en un movimiento de generalización.2
Se trata de un balbuceo, pues cada posición de «un» o de «el»
constituye una vibración. La lengua se estremece de arriba abajo. Hay
aquí el principio de una comprensión poética de la propia lengua: es
como si la lengua tendiera una línea abstracta infinitamente variada.
La cuestión se plantea así, incluso en función de la pura ciencia:
¿cabe progresar sin entrar en regiones alejadas del equilibrio.? La
física da fe de ello. Keynes hace progresar la economía política, pero
porque la somete a una situación de «boom» y no ya de equilibrio. Es
la única manera de introducir el deseo en el campo correspondiente.
Entonces, ¿poner la lengua en estado de boom, cerca del crac.?
Admiramos a Dante por haber «escuchado a los tartamudos»,
estudiado todos los «defectos de elocución», no sólo para conseguir

1
Mandelstam, Le bruit du temps, L’Age d’homme, pág. 77.
2
Vid. Gustave Guillaume, Langage et science du langage, Québec. No son
sólo los artículos en general, ni los verbos en general, los que disponen de
dinamismos como las zonas de variación, sino cada verbo, cada sustantivo
en particular, por su cuenta.
33 y 1/tercio eXt r as

efectos de habla, sino para emprender una amplia creación fonética,


léxica y hasta sintáctica.
No se trata de una situación de bilingüismo o de multilingüismo. Cabe
concebir que dos lenguas se mezclen, con pasos incesantes de una a
otra: aun así cada una sigue siendo un sistema homogéneo en
equilibrio, y la mezcla se hace en palabras. Pero no es así como
proceden los grandes escritores, pese a que Kafka sea un checo que
escribe en alemán, y Beckett, un irlandés que escribe (a menudo) en
francés, etc. No mezclan dos lenguas, ni siquiera una lengua menor y
una lengua mayor, pese a que muchos de ellos estén vinculados a
unas minorías como al signo de su vocación. Lo que hacen es más
bien inventar una utilización menor de la lengua mayor en la que se
expresan por completo: minoran esa lengua, como en música, donde
el modo menor designa combinaciones dinámicas en perpetuo
desequilibrio. Son grandes a fuerza de minorar: hacen huir la lengua,
hacen que se enfile sobre una línea mágica, que se desequilibre
continuamente, que se bifurque y varíe en cada uno de sus términos,
siguiendo una incesante modulación. Cosa que excede las
posibilidades del habla y accede al poder de la lengua e incluso del
idioma. Lo que equivale a decir que un gran escritor se encuentra
siempre como un extranjero en la lengua en la que se expresa,
incluso cuando es su lengua materna. Llevando las cosas al límite,
toma sus fuerzas en una minoría muda desconocida, que sólo le
pertenece a él. Es un extranjero en su propia lengua: no mezcla otra
lengua con su lengua, talla en su lengua una lengua extranjera y que
no preexiste. Hacer gritar, hacer balbucir, farfullar, susurrar la lengua
en sí misma. Qué cumplido más bello que el de un crítico diciendo de
Los siete pilares de la sabiduría: eso no es inglés. Lawrence hacía
trastabillar el inglés para extraer de él músicas y visiones de Arabia. Y
Kleist, qué lengua despertaba en el fondo del alemán, a fuerza de
rictus, lapsus, chirridos, sonidos inarticulados, enlaces alargados,
brutales precipitaciones y frenazos en la elocución con el peligro de
suscitar el horror de Goethe, el mayor representante de la lengua
mayor, y para alcanzar unos fines extraños en verdad, visiones
petrificadas, músicas vertiginosas.3
La lengua está sometida a un doble proceso, el de las elecciones que
hay que hacer y el de las consecuencias que hay que establecer: la
disyunción o selección de los semejantes, la conexión o consecución
de los combinables. Mientras la lengua es considerada como un
sistema en equilibrio, las disyunciones son necesariamente exclusivas
(no se dice a la vez «passion» [pasión], «ration» [ración], «nation»
[nación], hay que escoger), y las conexiones, progresivas (no se
combina una palabra con sus elementos en una especie de

3
Pierre Blanchaud es uno de los escasos traductores de Kleist que han
sabido plantear el problema del estilo: vid. Le duel, Presse–Pocket. Este
problema puede hacerse extensivo a cualquier traducción de un gran
escritor: resulta evidente que la traducción es una traición si adopta como
modelo las normas de equilibrio de la lengua traductora estándar.
33 y 1/tercio eXt r as

inmovilidad o de movimiento adelante-atrás). Pero hete aquí que,


lejos del equilibrio, las disyunciones se vuelven inclusas, inclusivas, y
las conexiones reflexivas, siguiendo un proceso de cabeceo que
concierne al proceso de la lengua y no ya al curso de la palabra. Cada
palabra se divide, pero en sí misma («pas-rats», «passions-rations»
[pasos-ratas, pasiones-raciones]). Es como si toda la lengua se
pusiera a bandear, a derecha y a izquierda, y a cabecear, hacia
adelante y hacia atrás: los dos balbuceos. Si el habla de Gherasim
Luca es así eminentemente poética, es porque convierte el balbuceo
en un afecto de la lengua, no en una afección del habla. Toda la
lengua se enhebra y varía y acaba extrayendo un bloque sonoro
último, un único aliento al límite del grito JE T’AIME PASSIONNÉ-MENT
[te amo apasionadamente].

Passionné nez passionnem je


je t’ai je t’aime je
je je jet je t’ai jetez
je t’aime passionnem t’aime.4

Luca el rumano, Beckett el irlandés. Beckett ha llevado a su punto


más alto el arte de las disyunciones inclusas, que ya no selecciona,
sino que afirma los términos disyuntados a través de su distancia, sin
limitar el uno por medio del otro y sin excluir el otro del uno,
cuadriculando y recorriendo el conjunto de toda posibilidad. Así, en
Watt, la forma que tiene M. Knott de calzarse, de desplazarse dentro
de su habitación, o de cambiar su mobiliario. Bien es verdad que
estas disyunciones afirmativas se refieren las más de las veces en
Beckett al aspecto o al andar de los personajes: la inefable manera de
caminar, dando bandazos y cabeceos como un bote sin gobierno. Y es
que la transferencia se ha efectuado de la forma de expresión a una
forma de contenido, con lo que cabe la posibilidad de restituir el paso
inverso, suponiendo que hablan como caminan o trastabillan: uno no
es menos movimiento que el otro, y uno supera el habla hacia la
lengua tanto como el otro el organismo hacia un cuerpo sin órganos.
Cosa que encontramos confirmada en un poema de Beckett que se
refiere en este caso a las conexiones de la lengua, y convierte el
balbuceo en la potencia poética o lingüística por excelencia.5
Diferente de los de Luca, el proceso de Beckett es el siguiente: se
instala en la mitad de la frase, hace crecer la frase por la mitad,
añadiendo una partícula tras otra (que de ce, ce ceci-ci, loin là là-bas
à peine quoi...) para pilotar un bloque de una única exhalación
(voulais croire entrevoir quoi...). El balbuceo creador es lo que hace
que la lengua crezca por en medio, como si fuera hierba, lo que le
convierte en rizoma en vez de árbol, lo que pone la lengua en
perpetuo desequilibrio: Mal vu mal dit [mal visto mal dicho]

4
Estos comentarios remiten al famoso poema de Luca, «Passionnément» (Le
chant de la carpe.)
5
Beckett, «Comment diré», Poémes, Minuit.
33 y 1/tercio eXt r as

(contenido y expresión). Decir las cosas tan bien dichas nunca ha sido
lo propio ni la tarea de los grandes escritores.
(…)
Se trata, pues, de una variación ramificada de la lengua. Cada estado
de variable es una posición en una línea de cresta que bifurca y se
prolonga en otras líneas. Se trata de una línea sintáctica, pues la
sintaxis está constituida por las curvaturas, los anillos, los giros, las
desviaciones de esta línea dinámica en tanto que pasa por unas
posiciones desde el doble punto de vista de las disyunciones y de las
conexiones. La sintaxis formal o superficial ya no regula los equilibrios
de la lengua sino una sintaxis en devenir, una creación de sintaxis
que hace que nazca la lengua extranjera dentro de la lengua, una
gramática del desequilibrio. Pero en este sentido es inseparable de un
fin, tiende hacia un límite que ya no es en sí mismo sintáctico o
gramatical, ni siquiera cuando parece todavía serlo formalmente: así
la fórmula de Luca, «je t’aime passionnément.», que estalla como un
grito al final de largas series balbucientes (o bien el «preferiría no» de
Bartleby, que incluso ha absorbido todas las variaciones previas, o el
«he danced his did.» en Cummings, que se desprende de variaciones
presuntamente sólo virtuales). Expresiones de esta índole son
tomadas como palabras inarticuladas, bloques de una única
exhalación. Y ocurre a veces que este límite final abandona toda
apariencia gramatical y surge en estado bruto, precisamente en las
palabras-exhalación de Artaud: la sintaxis desviante de Artaud, en
tanto que se propone forzar la lengua francesa, encuentra el destino
de su tensión propia en esas exhalaciones o en esas meras
intensidades que marcan un límite del lenguaje. O a veces no en el
propio libro: en Céline, el Viaje pone la lengua natal en desequilibrio,
Muerte a crédito desarrolla la nueva sintaxis en variaciones afectivas,
mientras que Guignol’s band encuentra el objetivo último, frases
exclamativas y puestas en suspensión que deponen toda sintaxis en
beneficio de un mero baile de las palabras. No por ello ambos
aspectos son menos correlativos: el tensor y el límite, la tensión en la
lengua y el límite del idioma.
Ambos aspectos se efectúan siguiendo una infinidad de tonalidades,
pero siempre juntos: un límite del idioma que tensa toda la lengua,
una línea de variación o de modulación tensada que lleva la lengua a
ese límite. Y así como la nueva lengua no es exterior a la lengua, el
límite asintáctico tampoco es exterior al lenguaje: es lo exterior del
lenguaje, no está en el exterior. Es una pintura o una música, pero
una música de palabras, una pintura con palabras, un silencio dentro
de las palabras, como si las palabras ahora vertieran su contenido,
grandiosa visión o audición sublime. Lo que es específico en los
dibujos o pinturas de los grandes escritores (Hugo, Michaux...) no es
que esas obras sean literarias, pues no lo son en absoluto; acceden a
meras visiones, pero que todavía se refieren al lenguaje en tanto que
constituyen su finalidad última, un exterior, un envés, un debajo,
mancha de tinta o escritura ilegible. Las palabras pintan y cantan,
pero en el límite del camino que trazan dividiéndose y
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componiéndose. Las palabras enmudecen. El violín de la hermana


toma el relevo del piar de Gregorio, y la guitarra refleja el susurro de
Isabel; una melodía de pájaro cantor agonizando supera el balbuceo
de Billy Budd, el dulce «bárbaro». Cuando la lengua está tan tensada
que se pone a balbucir, o a susurrar, farfullar..., todo el lenguaje
alcanza el límite que dibuja su exterior y se confronta al silencio.
Cuando la lengua está tensada de este modo, el lenguaje soporta una
presión que lo remite al silencio. El estilo –la lengua extranjera dentro
de la lengua– se compone de estas dos operaciones, o entonces tal
vez haya que hablar de no-estilo, como Proust, de los «elementos de
un estilo venidero que no existe». El estilo es la economía de la
lengua. Cara a cara, o cara contra espalda, hacer balbucir la lengua, y
al mismo tiempo llevar el lenguaje a su límite, a su exterior, a su
silencio. Sería como el boom y el crac.
Cada uno en su lengua puede exponer recuerdos, inventar cuentos,
emitir opiniones; a veces incluso adquiere un estilo hermoso, que le
proporciona los medios adecuados y le convierte en un escritor
valorado. Pero cuando se trata de hurgar por debajo de los cuentos,
de hacer mella en las opiniones y de alcanzar las regiones sin
memorias, cuando hay que destruir el yo, no basta ciertamente con
ser un «gran» escritor, y los medios deben resultar siempre
inadecuados, el estilo deviene no estilo, la lengua libera una
extranjera desconocida, para que uno alcance los límites del lenguaje
y devenga otra cosa que escritor, conquistando visiones
fragmentadas que pasan por las palabras del poeta, por los colores
del pintor o los sonidos del músico.
«El lector sólo verá desfilar los medios inadecuados.: fragmentos,
alusiones, esfuerzos, búsquedas, que no trate de encontrar una frase
bien relamida o una imagen perfectamente coherente, lo que se
imprimirá en las páginas será un discurso turbado, un balbuceo...»6
La obra balbuciente de Biely, Kotik Letaiev, lanzada en un devenir-
niño que no es yo, sino cosmos, explosión del mundo: una infancia
que no es la mía, que no es un recuerdo, sino un bloque, un
fragmento anónimo infinito, un devenir siempre contemporáneo.7
Biely, Mandelstam, Khlebnikov, trinidad rusa tres veces tartamuda y
tres veces crucificada.

6
Andrei Biely, Carnets d’un toqué, L’Age d’homme, pág. 50. Y Kotik Letaiev.
El lector se remitirá en esos dos libros a los comentarios de Georges Nivat
(particularmente sobre la lengua y el procedimiento de «variación sobre una
raíz semántica», vid. Kotik Letaiev, pág. 284).
7
Lyotard llama precisamente «infancia» a ese movimiento que arrastra la
lengua y traza un límite siempre diferido del lenguaje: «Infantia, lo que no
se habla. Una infancia que no es una época de la vida y que no pasa. Está
siempre presente en el discurso... Lo que no se deja escribir, en la escritura,
tal vez exija un lector que ya no sabe o todavía no sabe leer» (Lectura
d’enfance, Éd. Galilée, pág. 9).
33 y 1/tercio eXt r as

replay
33 y 1/tercio eXt r as

ahmel echevarría
(la habana, del ´74. extra de toma 3 y toma 14 (2006))

día de entrenamiento (fragmento de novela)

Podría parecer que estoy solo, en la foto aparezco muy cerca de un


semáforo, parado en el paso peatonal del separador de una avenida,
con las manos en los bolsillos del pantalón. El fondo del encuadre es
oscuro. Muy oscuro. Era medianoche. De los autos solo se ven largas
estelas de luz, apenas reducían la velocidad al aproximarse a la
intersección de la avenida Independencia y Vento, o avenida Rancho
Boyeros y Vento, o simplemente Boyeros y Vento. El semáforo estaba
en amarillo. Parpadeaba. No cambiaría a otro color hasta el amanecer.
Pero no estoy solo, conmigo estaba Orlando L y cuesta adivinarlo.
¿Él?: cruzado de brazos. ¿Yo?: con mis manos en los bolsillos del
pantalón. ¿Los dos?: en mitad de la avenida Independencia.
Tragábamos el humo de la combustión del carburante, demasiado
polvo y trazas de luz mientras veíamos pasar los automóviles.
Pero no estábamos solos, nos acompañaba una vieja Canon EOS
Rebel montada sobre un trípode: la cámara de Orlando. Cuesta
adivinarlo porque solo yo aparezco en la foto. Éramos tres siluetas
varadas en el asfalto, bajo el haz amarillo y sucio del alumbrado
público, con las pupilas y el lente queriendo guillotinar un pedazo de
aquella madrugada en Altahabana.
Andábamos dando tumbos por mi barrio con la cámara, un trípode y
dinero —varios billetes grandes en moneda nacional y algo en
moneda convertible—. Teníamos la sospecha de que daríamos de cara
contra una buena foto, o con un bar abierto, o una cafetería donde
pudiéramos comer y tomar y dejar propina a una camarera, o
simplemente porque cargar con la Canon, el trípode y dinero nos
permitiría improvisar un sencillo malabar con el que quizá podríamos
acercarnos a eso que llamamos libertad o a algún remedo parecido.
Trapecio sin red y salto al vacío. Luego debíamos esperar a que
nuestras alas se desentumecieran en mitad de la caída. Abrirlas o
reventarnos contra el duro asfalto. Pero ninguno de los dos deseaba
que aquel acto de malabarismo terminara en un montón de tripas,
huesos astillados, sangre y mierda sobre el pavimento. Sin embargo
lo supe después. Lo supe en la intersección de Vento y la avenida
Independencia. Teníamos la misma cantidad de dinero que habíamos
contado al salir de mi apartamento y un carrete de fotos sin usar:
trescientos cincuenta pesos en moneda nacional, treinta y seis pesos
convertibles y treinta y seis fotos justo en mitad de una avenida, a
media noche. Lo supe después de decirle a Orlando L Nos vendría
bien quedarnos un par de minutos aquí en el separador.
Tuve que convencerlo de que el parpadeo del semáforo, tragar
carburante quemado y polvo bajo la luz del alumbrado público nos
33 y 1/tercio eXt r as

sentaría bien. Orlando L tragó una gran bocanada a pesar del catarro
que tenía, tosió, me dio unas palmadas en el hombro y dijo Ahmel
Ahmel, tu buena idea terminará matándome.
Sonreí.
—Tranquilo, hay un policlínico cerca —dije.
Pero Orlando no parecía convencido y pensé en cinco detalles que
quizá lo harían cambiar de opinión. Le dije Imagina una bella
enfermera de guardia. Y seguí enumerando: balón de oxígeno,
policlínico desierto, aburrimiento, un bello cuerpo. Le puse entonces
una mano en el hombro y al oído le dije Imagina ahora que esa mujer
esté dispuesta a compartir todo eso con nosotros.
Orlando L arqueó las cejas. Sonrió.
—Parece ser una buena propuesta, morenito de malas intenciones.
Tragué una gran bocanada a pesar de mi asma.
Luego de inhalar toda aquella mezcla Orlando me pidió el trípode y
dijo Cojones, quédate como estás, no te muevas. La Canon, apoyada
en el trípode, quedó en equilibrio sobre el separador. Detrás del único
ojo de la cámara Orlando L ajustaba el encuadre:
—No te muevas, ya tenemos la primera foto.
Orlando quería que toda la bruma y la luz amarilla y sucia de la
avenida Independencia se derramaran dentro del encuadre. Apuntó
hacia mí el cañón de la Canon, gritó que no me moviera hasta
escuchar el sonido del disparo y se dispuso a hacer la foto.
Fue una toma muy lenta.
A pesar de haber escuchado el chasquido del mecanismo no pude
moverme. Quedé aletargado quizá cinco, diez o veinte minutos —
Orlando L me confesó que tampoco pudo moverse una vez
guillotinado aquel pedazo de Altahabana conmigo dentro. ¿Yo?: con
las manos en los bolsillos del pantalón, las pupilas varadas en el
punto donde se unen la cadeneta de farolas y el asfalto. ¿Yo?: como
un pedazo de arrecife tierra adentro. ¿Orlando L?: se cruzó de brazos
luego de accionar el disparador.
Sentí sobre mi cuerpo el disparo de la Canon, o tal vez fue un golpe
de aire y polvo que nos embistió, al pasar frente a nosotros un
autobús de turismo, segundos después de que Orlando L pusiera en
marcha el mecanismo.
Pero lo cierto fue aquel chasquido final.
Sentí el golpe.
Luego caí en un letargo.
—No me creas si te digo que tengo basura en los ojos —dije.
—¿En los dos? Creo que estás llorando.
Me encogí de hombros.
Orlando dijo que tampoco le creyera si por alguna casualidad veía en
su cara un par de lagrimones, Tal vez sea culpa del polvo, muñeco,
pero no quiero perder esta foto, ¿te atreves a repetirla?, I think I will
like so much this picture.
33 y 1/tercio eXt r as

Saqué mi pañuelo después del segundo disparo. Se lo ofrecí. Orlando


L se acercó a mí, yo no podía moverme.
—Te hará bien llorar, créeme —dije—. A veces lloro cuando escucho
mis discos o en los días de lluvia.
—No exageres.
Sin embargo, en aquel momento no le confesé que si también usé el
pañuelo no fue por el polvo. Esta vez fui quien dio las palmadas en la
espalda y dije No estamos tan mal, no importa que llores o que yo
suelte mis lagrimones.
Orlando L sonrió.
Mientras miraba cómo se limpiaba la nariz con mi pañuelo recordé
que una vez me había dicho Somos demasiado sensibles o muy
tontos, ese es nuestro gran problema, Ahmel Ahmel, y para colmo
eres asmático.
¿Una terrible combinación? Sé que me emociono al punto de perder el
aliento. ¿Una terrible combinación? ¿Soy un tipejo sin nada de
entrenamiento caminando en medio de la ciudad?
—¿Somos demasiado sensibles o muy tontos? —decidí preguntarle.
—Ambas. Creo —dijo y se sentó en el separador de la avenida—. Ojalá
mi respuesta no te haya dejado sin aire.
Aquella combinación nos ponía en desventaja, sin embargo solo le
dije A pesar de todo podemos sobrevivir, pero tenemos que hacer
algo y no me preguntes qué, no se me ocurre nada que valga la pena.
—Ahmel Ahmel, ya comenzamos el ciclo de entrenamiento. ¿No te
diste cuenta? Tenemos una foto y eso es algo, eso es ese algo que tu
boquita y tu cerebro no se atreven a nombrar.
—¿Te parece?
—Yep, dear baby, we have begun our working out cycles.
—What do you think if we say días de entrenamiento instead? —dije
yo.
Orlando L me propuso desmontar todo, irnos al Reloj Club y dejar el
policlínico y la bella enfermera para otro día, Después de esta larga
sesión de polvo y humo nada mejor para nuestros pulmones que una
cerveza y aire acondicionado.
Guardó la cámara en el estuche.
Plegué las patas del trípode.
Cruzamos la avenida en la misma dirección hacia la que íbamos
mientras dábamos tumbos por mi barrio. El viejo bar rediseñado y
convertido en una cafetería estaba cerrado. Crucé los dedos y le dije
a Orlando L Nos queda la cafetería de la gasolinera, puede que
todavía esté abierta.
Subimos por la rampa de los surtidores de gasolina y diesel. La
pequeña cafetería estaba abierta.
Entramos.
—¿Qué vas a tomar? —dijo.
33 y 1/tercio eXt r as

Me decidí por una Bucanero. Necesitaba beber algo bien frío. Orlando
llamó a la camarera, pidió mi cerveza y sacó su libreta de apuntes. Él
no apetecía nada.
Tomaba mi Bucanero mientras lo veía anotar. A ratos lo miraba
directamente o me volvía hacia un gran espejo colgado en la pared
opuesta a nuestra mesa —reflejaba la imagen de Orlando.
—Vienen por la cuenta, parece que ya es la hora de cerrar —dije.
No quería interrumpirlo, pero éramos los únicos clientes y la camarera
se moría de sueño y aburrimiento. Le pregunté si se había fijado en
ella.
—No.
—Deja todo y mírala.
De mala gana dejó de anotar.
Era joven, trigueña —o de un leve tono café—, pelo largo y recogido
en una trenza. ¿Sus ojos?: dos canicas de color ámbar. Carnes duras y
pantalón negro muy ceñido. Alta, ojeras. Y un gran bostezo. En
resumen: bella y desenvuelta. Demasiado bella y desenvuelta para
una pequeña cafetería en las afueras de la ciudad.
Llegó a la mesa. Intentó sonreír. Y pudo hacerlo y parecía no fingir.
Dominaba cada detalle del arte del servicio. Al menos yo lo pensaba y
le dije a Orlando ¿No te parece que hoy es nuestro día de suerte?
Arqueó los ojos y sonrió. La camarera dejó una bandejita con la paleta
donde anotó la cuenta. Antes de que la chica se marchara hacia la
barra Orlando le dijo que esperara, le íbamos a pagar.
Estábamos en sintonía. Queríamos tenerla cerca, mirarla. A pesar de
que la camarera estaba agotada irradiaba algo y yo no sabía qué. Le
pregunté a Orlando L qué podía ser y se encogió de hombros. Luego
dijo Ahmel Ahmel, debemos tener cuidado con estas mujercitas, son
radiactivas y podrían hacernos daño.
—¿No van a tomar nada más?
—No, gracias —dije, de mi billetera saqué un peso convertible.
—Enseguida regreso con el vuelto.
La vimos caminar hacia la barra. Era un bello y grácil animal, un gran
felino. La vimos tomar el cambio y depositarlo en la bandejita. Venía
hacia nosotros. Nos miraba. La vimos llegar a nuestra mesa, poner la
bandejita con el recibo de la cuenta, un par de monedas de cinco
centavos convertibles y despedirse. Pero antes de que se marchara le
pedí que aceptara quedarse con el cambio. Con un gesto lo
agradeció.
Miré la hora. Faltaban apenas unos minutos para el cierre de la
cafetería y se lo dije a Orlando. Entonces la camarera dijo una breve
frase que nos tomó por sorpresa:
—No se preocupen. Y tú —con el bolígrafo que utilizaba para anotar
los pedidos señaló hacia Orlando—, puedes seguir con tu novela.
La miré extrañado.
Sonrió.
Me hizo un guiño y la vi alejarse.
33 y 1/tercio eXt r as

La camarera había intentado bromear y yo lo sabía, sin embargo


Orlando L sí estaba tomando notas para un proyecto de novela. Aquel
comentario me había desconcertado. Miré a Orlando. Le sucedía lo
mismo. Incluso supuse que también se preguntaba si el comentario y
el guiño eran la confirmación de que podíamos permanecer en la
cafetería después de la hora de cierre, o para corresponder a la
pequeña propina, o una manera de decirnos Sigan, mientras
consuman, paguen y no molesten no habrá problemas. ¿Yo?:
desconcertado por la propuesta de la camarera. ¿Orlando L?:
escondiendo su asombro tras un comentario:
—Esta mujercita es en verdad radiactiva.
Orlando volvió a sus apuntes.
Valía la pena pedir otra cerveza solamente para ver cómo aquella
mujer caminaba entre las mesas. Ella emitía algo y no estaba seguro
qué podía ser. Tenía un buen cuerpo y su pantalón tan ajustado
funcionaba como un cartel lumínico, pero no era eso. Era en verdad
bella, una mujer bella sin artificios. No llevaba pintura en los ojos ni
creyón labial, apenas un discreto par de aretes. Ella parecía natural,
salvaje. Un gran felino. Pero no era simplemente eso lo que llamaba la
atención. Orlando tenía razón, ella irradiaba algo, sin embargo solo
alcancé a imaginar que su corazón bombeaba a chorros una mezcla
de cuidado. Y pensé en el uranio. Y ese uranio llegaba por irradiación
a mi cuerpo, incluso creí sentir una ligera falta de aire cuando cobró
la primera cerveza.
El cajero hizo un comentario y señaló hacia nosotros. Sin discreción.
Parecía molesto. Ella le contestó en voz baja, le tomó una mano.
Entonces él asintió e hizo silencio.
Decidí llamarla.
Pedí otra Bucanero:
—Toma el dinero, así das un solo viaje. ¿Me disculpas?
—No —sonrió.
La camarera trajo la cerveza y el vuelto. Le pedí que aceptara
quedarse con el cambio. Mientras Orlando L terminaba de anotar la vi
alejarse hacia la barra. Habló con el cajero. Y cruzó el pequeño salón
rumbo a la puerta de entrada.
Volteó un cartel.
La cafetería estaba cerrada.
Le avisé a Orlando. Ya se disponía a guardar el bolígrafo y la libreta de
apuntes cuando la camarera se acercó a nuestra mesa:
—No se levanten. Puse el cartel para que no entrara más nadie.
Al tipo de la caja registradora no le gustaría tenernos en la cafetería
después de la hora del cierre y se lo dije a la camarera, Además, te
ves cansada, no te preocupes, en mi apartamento él podrá seguir con
su novela, vivo cerca.
—El cajero tiene mal genio pero es un buen muchacho. Ya lo convencí.
Puedes tomarte la cerveza, así das tiempo a que tu amigo termine.
—¿Seguro? —dijo Orlando y tosió—, entonces estamos a mano.
33 y 1/tercio eXt r as

—No, a partir de ahora estás en deuda con mi sindicato.


El felino sonrió. Hizo un guiño. Volvió a cruzar el salón y fue hasta la
nevera. Eligió una bebida, buscó un vaso. A dos mesas de nosotros
bebía una gaseosa de limón y a ratos nos miraba.
Mi Bucanero estaba por la mitad. Nuevamente llené mi vaso y lo alcé
proponiéndole un brindis. La camarera respondió a la invitación y nos
dimos un trago.
Orlando L parecía estar poseído. Por mi cuenta llevaba cuatro
cuartillas escritas por ambas caras y su letra es pequeña. Mientras
bebía mi Bucanero lo veía trabajar, pero también me volvía para ver
su imagen reflejada en el espejo.
Acabé mi cerveza. Sobre la mesa estaba la huella húmeda y circular
del vaso y la lata. Torcí la Bucanero. Dentro del vaso metí la lata
torcida y lo puse justo sobre uno de esos dos anillos. Comencé a
trazar hilos de agua a su alrededor.
—Ya casi termino —dijo Orlando y tosió.
—Si es por mí no te apures.
—No, lo hago por ella y también por mí —y volvió a toser.
La camarera bostezaba. Se tapó la boca con descuido y al terminar
sonrió.
—Es bella y radiactiva esa mujercita —dijo Orlando L.
—Sentí mareos cuando vino a llevarse la cuenta. Me faltaba el aire.
—¿Te parece? ¿No será el asma?
—No, esa mujer tiene uranio en las venas.
—Estás mal, Ahmel Ahmel, estás de ingreso. Pero es verdad que esa
mujercita le saca el aire a cualquiera.
Orlando cerró su libreta de notas y con el dedo hizo varios trazos
junto a los que yo había hecho alrededor del vaso. Me miró, pidió
disculpas y dijo No pude resistir la tentación, ¿no te parece que
hicimos una bella instalación?
—Llámalo arte efímero.
—Eres brillante, muñequito moreno —y levantó el vaso cuidando no
cayera la lata de cerveza—, el más puro concepto de lo efímero.
Tienes un don natural para las artes. Tan pronto salgamos de aquí tu
obra desaparecerá y nadie se acordará de ella.
—Llámame Basquiat, cabroncito.
Orlando L se levantó e hizo un gesto de negación, Perdón, muñeco
moreno, estás equivocado, eres algo así como una versión cubana de
Warhol. Por cierto, ¿alguien hablará de nosotros cuando hayamos
muerto?
Nos despedimos del hermoso felino, o bella camarera sin afeites, o la
muerte.
Miré mi reloj. Era demasiado tarde para que Orlando regresara a su
casa. Le propuse que se quedara a dormir en mi apartamento.
Aceptó.
33 y 1/tercio eXt r as

En silencio hicimos el camino de regreso a mi edificio. Orlando L tal


vez estaba pensando en sus apuntes, yo recordaba las fotos que
habíamos tomado, también pensaba en la camarera y el húmedo
calor de la madrugada. Mis pulmones podrían darme una mala noche,
me sentía el pecho apretado.
¿Debía tener a mano el salbutamol?
La avenida Independencia iba quedando atrás, subíamos por Vento. A
ratos me volvía para ver el escenario de nuestra primera toma: la luz
sucia del alumbrado público, el parpadeo del semáforo, dos avenidas
apenas surcadas por automóviles, un enorme y despintado graffiti
que recordaba el nuevo aniversario de la Revolución de 1959, las
cafeterías y la gasolinera cerradas, una enorme valla en la que se
pedía saldar una vieja cuenta pendiente con un terrorista
internacional, detrás un bosque de almendros, el cajero y la camarera
caminando en dirección opuesta a nosotros.
Calor.
Humedad.
Silencio.
¿Debía tener a mano el salbutamol?
Decidí no volverme más. Necesitaba caminar. Simplemente caminar.
Necesitaba hacer el camino de regreso a mi apartamento. Y miré a
Orlando L. Lo envidiaba, estaba absorto en sus notas, de su bolso
sacó la libreta de apuntes y escribía.

Apenas dijimos algo antes de que nos fuéramos a las camas, solo un
breve comentario acerca de las dos tomas en la avenida. Orlando
debía levantarse temprano, le esperaba un viaje largo y difícil.
Le preparé una de las habitaciones y fui a la mía.
—¿Verdad que no nos fue tan mal, mi pequeño Warhol? —dijo desde
su cuarto—. Tenemos un par de buenas fotos y conocimos a una
camarera bella y lista.
—¿Te parece?
—Yep, baby, habrá más fotos y más Bucaneros.
Le di las buenas noches.
Orlando apagó la luz de su habitación, demoré en apagar la mía. Tras
la ventana se veía el cielo, estaba bastante despejado, había pocas
estrellas y en una esquina del ventanal la luna brillaba tras un cerco
de pequeñas nubes. Encendí el radio, cerca de los 94 MHz está una
de las dos emisoras que escucho. Radio Ciudad. Al final de su
cartelera hay un largo programa nocturno con dos pésimos locutores
al volante, pero la música es variada y quien hace la selección sabe
que también debe complacer a miles de almas en pena.
Temperatura agradable gracias al ventilador y a la brisa de la
madrugada, la penumbra del cuarto, buena música. Todo aquello era
una buena combinación, sin embargo no lograba dormir.
No tenía sentido dar vueltas en la cama.
Tomé el radio y fui al patio.
33 y 1/tercio eXt r as

Lo puse sobre el muro. Trepé de un salto.


Los locutores dieron un adelanto de la programación, el especial era
un bloque de varios hits de Lenny Kravitz, harían un resumen de su
discografía, también de su vida. Mientras hablaban del músico
recordé la estancia en la cafetería. Era una rara sucesión de imágenes
cuanto alcanzaba a recordar: la camarera, el pequeño salón vacío, la
imagen de Orlando L reflejada en el espejo, la lata de Bucanero, el
rostro pálido de Warhol.
Y comenzaron a escucharse los primeros acordes de uno de los
grandes éxitos de Lenny Kravitz. Fly away. Volví a mirar al cielo, luego
hacia abajo. Estaba sentado sobre el muro del patio, a cinco pisos
sobre Altahabana. Volar. Fly away. Desearía poder volar al cielo, volar
muy alto, como una libélula, volaría sobre los árboles, los mares,
volaría muy cerca del follaje, a ras del mar, o vería todo desde una
gran altura. Me gustaría volar a cualquier parte. Volar. Y saqué un pie
al vacío. Fly, fly away. Pero no tenía sentido seguir traduciendo la
canción. Perdía la belleza, el ritmo. I want to get away. Simplemente
eso. Y recordé la reproducción de la lata de sopa de tomate Campbell
hecha por Andy Warhol, sus retratos de Marilyn Monroe, el gran Elvis
o Elizabeth Taylor, la serie de animales que Warhol también dibujó
con colores duros y planos, entonces pensé que sería una gran idea
apropiarme de su imaginario e intentar algo con mis pinceles y mis
viejos potes de tempera, recordé a la camarera y la imaginé parada
frente a mí, de perfil y desnuda, pero solo hasta el busto, tal vez
podría atreverme a pintarla, podría hacer lo mismo con la lata de
Bucanero torcida dentro del vaso, la dibujaría tal como Andy Warhol
hizo con las botellas de Coca Cola, podía intentarlo también con una
lata de leche condensada Nela a la manera de la Campbell´s
condensed. I want to fly away. ¿Me atrevería a dibujarlos?, ¿me
atrevería a dibujar el perfil de Fidel?, debía utilizar colores duros y
planos, me gustaría dibujar alguna estrella de cine cubana. I want to
fly. I want to fly away. Una, una estrella, una estrella de cine local
inmortalizada en un viejo y bello fotograma: el close-up del rostro de
Eslinda Núñez en la película Lucía. Eslinda, una mujer de más de
sesenta años, he visto casi todas sus películas, creo que toda mi vida
he estado enamorado de esta bella mujer, o enamorado de ese rostro
que me mira desde el bello y viejo fotograma.
Sentí un ruido.
Me volví.
Era Orlando.
—¿De veras no te parece que tuvimos un buena noche? —dijo, me di
cuenta de que se acercaba lentamente—. Yo sí lo creo, regresamos
con treinta y cuatro pesos convertibles y treinta y cuatro fotos.
Supongo que debes poner la fecha de hoy en tu almanaque perpetuo.
Lo miré. ¿Orlando tenía razón? Mi almanaque perpetuo no cambiaba
con el transcurso de los días. No. Solo cambiaba las piezas de mi
almanaque para tener frente a mí y recordar algo que me hubiera
sucedido y que por ninguna razón debía olvidar. Y volví a mirar a
Orlando. Ya estaba junto a mí, sin moverse, con una mano puesta en
33 y 1/tercio eXt r as

mi hombro, su rostro desdibujado por las trazas de una luna llena


varada en el cielo de Altahabana.
¿Debía mover las piezas de mi almanaque perpetuo?
—¿Nunca escuchaste a Lenny Kravitz? —Dije.
—Algo —mencionó un par de títulos.
—Let’s go and see the stars, the Milky Way or even Mars —canté al
compás del hit.
Di unas palmadas sobre el muro, hice un guiño y Orlando subió.
Let’s fade into the sun.
Se acomodó. Sus dos pies hacia afuera.
Let your spirit fly.
Hice entonces lo mismo.
—¿Alguien hablará de nosotros cuando hayamos muerto? —dije.
—¿Tu pregunta debería quitarme el sueño?
Del rostro de Orlando L, desdibujado por las trazas de la luna, solo
pude distinguir una parte de su perfil y el brillo de los espejuelos.
Estábamos en el patio de mi apartamento. Eran las 2:30 de la
madrugada.
Moldeó las palabras de aquella pregunta sin volverse hacia mí. Lo hizo
despacio. Estábamos sentados en el muro del patio, a cinco pisos
sobre el suelo, con los pies colgando en el vacío.
La ciudad —o mi barrio— en silencio.
No pude responderle.
Altahabana en silencio.
Orlando L puso una mano en mi hombro. Sonrió.
33 y 1/tercio eXt r as

replay
33 y 1/tercio eXt r as

orlando luis pardo


(la habana, 1971. extra de el laberinto (2005 – 2006))

edición para radio (respuestas sin preguntas)

Bombardeo toda noción de nación, por supuesto no solo en términos


político-administrativos (allá nuestro periodismo «in the pendiente»: y
es un chiste de Mafalda), sino como territorio pautado en general,
como combustible poco rentable para lo nuevo que se ha crear (en
tanto escritura, también miente al respecto el eclesiastés, que se
aburre de viejo bajo el demasiado sol). Y no es diatriba, sino diálisis.
Disolver el óxido de toda lectura preferencial de lo histórico (ya
canonizada como verosímil) y evidenciar que lo historiado es apenas
un género literario más, de paso pasándole por arriba con la
aplanadora de lo ficcional funcional.
Todo pudo haber sido contrario de como se leyó y/o escribió,
empezando por los evangelios y terminando por lo que interpretarás
ahora de mis palabras, con las que, por cierto, si bien no juego de
manos (esa tradición del infantilismo conceptual quedó atrás,
supongo, con Wichy Nogueras) tampoco les juego cabeza (de ser un
político, eso sería demagogia; de ser un literato, otro sucio suicidio).
Antes bien, me dedico a narrar apocrifostasías.
(…)
Bien podría ser que mi concientización radical con el discurso se deba
justo a eso: a que tal vez yo sea un escritor anglófono atrapado en un
software de captions (mal) traducidos al español. En principio, todo
me parece afectado y raro. «Ser un buen escritor finlandés» era el
nombre de una entrevista que, tras tres tristes meses sobre una
mesa, el director de Bohemia tuvo el tino de declinar publicar a su
autora (Azucena Plasencia): al parecer no era el marco apropiado.
Pero yo con gusto la hubiera retitulado como «Ser un buen escritor de
Bohemia». O de Esfaján [sic]. O de Saskatoon (capital de
Saskatchewan). La cuestión es que para parir algo hay que partir de
cierta tensión nata con la lengua natal: desviarla, contaminarla con
más deseo y menos carencia, que vibre al menos en VHF. No me
tienta en absoluto escribir en inglés, no. Resulta que en cada texto lo
hago. Y también en checo. Y en farsic [sic]. Y en finés. En fin...
(…)
Un autor, o sus restos post-estructurales, es justo esa capacidad de
libre asociación. Eso es saber leer primero y saber escribir después.
La violencia de leer realísticamente el realismo, casi siempre emitida
para saciar la sed de las instancias institusinuosas, a estas alturas me
resulta un oprobio. No hablo del panfleto comprometido y
ejemplarizante, que se delata a sí mismo en tanto pésima ficción. Ni
siquiera de la llamada literatura de tesis. Eso no me interesa. Al
33 y 1/tercio eXt r as

menos, no más que una columna de difusión científica en algún


periódico de provincia. Cuando reclamo un coto de autonomía para la
ficción, me refiero a esa siempre sorpresiva y revitalizante libertad
asociativa de un autor en particular: su autoromía. A ese delirio que
alimenta sus máquinas deseantes y que lo convierte en un ser
creativo de obras ambiguas en todo sentido y sinsentido: desde la
pregenómica hasta la posteyaculación. Al respecto, una literatura
adjetivada como gay, feminista, racial, cívica, sucia, minimal, beat,
socialista o surrealista, me parece un impedimento para la creación:
un corsé o camisa de fuerza, lo mismo que los géneros. Ahora, si bien
tenemos que buscar la ficción en la realidad, eso sería sólo una
primera etapa medio defensiva del creador. Después, incluso,
tenemos las manos libres para buscar al revés: la realidad en la
ficción. Porque se supone que no lo haremos policiacamente,
apegados a una u otra línea férrea de una u otra maniquea dicotomía,
sino que será siempre una aproximación transitoria, funcional y
pragmática, a sabiendas de que sólo estamos ejerciendo nuestra
independencia en tanto lectores. Y lo hacemos para conseguir
expresar algo que, de otra manera, tal vez nunca hubiéramos
descubierto que ya éramos capaces de expresar. Léase: en esta
segunda etapa, que ciertamente parece ser más agresiva, se trata de
usar la ficción propia o la del otro para ficcionalizar, sin necesidad ni
necedad de delimitar genéricamente lo que es y lo que no es la
"realidad".

●●●

tokionoma

Violento suspiro de un japonés. Todas las noches lo veo. Viejo. Senil.


Habitante de isla. La mayor de las antiguas. Un ser que exhala su aire
como quien expira.
Casi cien años. Tiene. Nació a mediados del XIX. Y sólo a mediados
del siglo XX lo consigue expulsar. Su aire. Se llama enfisema y no
tiene cura. Ni siquiera en Japón. Mucho menos en pleno agosto de
1945. Un verano del mundo no más infernal que el resto de la
realidad.
En los suburbios de Tokio. Desde allí escucha sus noticias en japonés.
Literalmente. Porque son suyas. Él las reinventa. El locutor comenta
sobre otra ciudad de isla enteramente borrada. Él suspira. Ya va
quedando menos del mapa. Falta sólo el borrón atómico de la capital
imperial. Y luego llegaría por fin el turno del japonés, una última
oportunidad de tachar ese idioma no tan retórico como reiterativo.
Una lengua que enfatiza a tiempo. Al principio muy complicada pero,
con la práctica de años, tan sencilla como el arte de respirar.
33 y 1/tercio eXt r as

Lo veo exhalar como quien expira. Violentamente. De alivio. Anhela el


fin de su historia. Literalmente. Porque es la suya. Ansía el vacío del
mapa. Y teme que no le alcance el tiempo para enterarse de la
noticia, de ese comunicado por radio en la locución eterna de un
vocero imperial.
—Ojalá que Tokio no tarde –pronuncia con los ojos cerrados, aunque
sus retinas hace décadas que ya no ven. Nada.
Yo sí. Yo veo.
Veo aquella frase y suspiro violentamente. Me falta el aire. Me
parezco a un japonés. Viejo. Senil. Habitante de otra isla. La menor de
las antiguas. Casi cien años. Tengo. Nací a mediados del siglo XX y
aún suspiro a mediados del XXI. A estas alturas de la historia apenas
me queda tiempo para escuchar mis noticias. Literalmente. Porque
son mías. Yo me las reinventé.
Sólo que el idioma español es demasiado retórico para reiterar. Y eso
es lo más peligroso. Habitamos una lengua que a nadie le avisa a
tiempo. Ni siquiera el locutor muestra algún síntoma de preocupación.
Ahora todo mapa parece eterno, mientras sea narrado en español. La
historia traducida a este idioma es una estera sin fin. La memoria se
hace tan imborrable que provoca dolor.
—Ojalá que Tokio no tarde –me escucho doblando la misma frase del
japonés.
Ojalá que Tokio no tarde, pronunciado en la capital de ningún imperio.
Ojalá que Tokio no tarde, en un amnésico español que no anestesia ni
media palabra. Ojalá que Tokio no tarde, con mis dos ojos tan abiertos
como ceros atómicos, las retinas tragándose y a la vez borrando
hasta la última frase de luz. Ojalá que Tokio no tarde, en pleno agosto
de 2045: un verano del mundo no más infernal que los restos de la
realidad.

●●●

wunderkammer

Cuando mi padre murió, después de una imperiosa agonía que


desvarió todo el tiempo entre el sentimentalismo y el miedo, Ipatria y
yo pudimos entrar por fin a su habitación. Hacía medio siglo que mi
padre gentilmente nos lo impedía.
Por supuesto, allí dentro no encontramos tesoro alguno, como
secretamente hubiera sido nuestra ilusión. Tan sólo vimos papel
periódico. Cajas. Cajones. Contenedores. Mi padre, también en
secreto, en las últimas cinco décadas se dedicó a recopilarlos.
Titulares de la prensa plana, recortados de su nicho de texto original.
Ése había sido su hobby, redescubríamos ahora: su manera de
33 y 1/tercio eXt r as

hibernar cuando se aburría de sobrevivir en familia, en una realidad


no tan doméstica como domesticada a los ojos de él.
Por supuesto, todo esto lo sospechábamos desde mucho antes de su
enfermedad, por el cada vez más intenso tráfico en uno y otro
sentido: papá importaba publicaciones hacia su habitación, mientras
hacia afuera exportaba los residuos de tanta tonta recortería. En los
últimos tiempos, no podía ser más evidente su clandestinaje.
Ipatria y yo decidimos quemarlos. A los titulares de la prensa plana,
combustionando uno a uno en la azotea del edificio. Aquellos ripios ya
no tenían, para nuestra generación, ni siquiera un valor documental.
Esas líneas discontinuas eran la prehistoria analfabeta del mundo.
Tedium vitae reconcentrado, mímesis mala: una parodia no tan
simpática como patética, cuyo mejor destino sería su conversión en
ceniza, peste y vapor de agua.
De vez en cuando leíamos alguna tira en voz alta, antes de echarla a
la pequeña fogata. Lo hacíamos como quien se empeña en descubrir
una joya de diamante o al menos de amianto: alguna frase que se
resistiera a nuestra pulsión de pasarla por el fuego, pirómanos
improvisados. Pero nada. Dentro de aquella hojarasca era imposible
salvar nada. De hecho, los recortes no eran más que tópicos típicos al
peor estilo periodístico de:
—La Habana es la mayor galería –Ipatria.
—Atraso pudiera beneficiar –yo.
—Construcción y voluntad ahora se parecen –Ipatria.
—Combustible para avanzar hacia el futuro –yo.
—La Habana habla alemán –Ipatria.
—Vuelo terrestre nacional –yo.
—Crean un programa audiovisual de lenguaje de señas –Ipatria.
—Estrellas saldrán por el día –yo.
—Tres F cosechan papa –Ipatria.
—Isla perfecta para el arte –yo.
—Un país enteramente pedagógico –Ipatria.
—Aprender con monedas –yo.
—No existe un país que haya dejado una huella tan grande –Ipatria.
—Remeros con buenos planes –yo.
—¿Debe Cuba bombardear a Estados Unidos? –Ipatria.
—Presentará Cuba Resolución para determinación de la muerte –yo.
—Pólipos del endometrio –Ipatria.
—Inseminarán vaquitas en miniatura –yo.
—Los cuenteros mentirosos son gente de bien –Ipatria.
—¿Y los cubanos dónde están? –yo.
—Una ciudad para ciegos –Ipatria.
—La Habana contada por sus fotos –yo.
—En Cuba la mayor manada de leones en cautiverio del mundo –
Ipatria.
—Llueve menos en Cuba que 46 años atrás –yo.
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—El difícil arte de convencer –Ipatria.


—Un pelotero, una científica y un trovador tuvieron algo en común –
yo.
—Socióloga, karateca y campeona –Ipatria.
—¿Cuba Postcastro? –yo.
—Inclinación positiva de la Copa Cuba –Ipatria.
—El récord de lo absurdo está vencido –yo.
—Un monumento para el rascacielos pinareño –Ipatria.
—Cuba, firme y de completo uniforme –yo.
—Teatro para todos los tiempos –Ipatria.
—El protagonismo para los protagonistas –yo.
—Tiempo de receso –Ipatria.
Y así, entre otras menudencias por el estilo. Por el hastío. Todas
tranquilamente trocables en dióxido de carbono y vapor de agua:
titulares transparentes, ingrávidos, más gaseosos que graciosos,
como el supuesto sentido de aquella galería curada por mi padre
durante cincuenta años.
En cualquier caso, Ipatria y yo no supimos hallar ni media joya
atesorada en su medieval cámara de las maravillas.
O cualquiera sea el nombre del acto paterno de narrar por corte y
compilación.
Acaso también ahora por cremación.

●●●

les choristes

En el edificio de enfrente, a las tres o tres y media de la madrugada,


cada noche se ponía a cantar. Yo la oía:
—Debout, les damnés de la terre... Debout, les forçats de la faim...
Es Madam Gaceñiga, la soprano políglota del barrio. Probablemente,
la única soprano loca de la ciudad: un privilegio, un lujo, una
exquisitez.
Madam Gaceñiga tiene más o menos cien años, nadie lo sabe bien. Y
vive, por supuesto, en la más absoluta soledad. Su contacto con el
resto del planeta se realiza a través de los gatos. Decenas, cientos,
acaso miles de gatos. Políglotas en su mayoría también, como ella. Y
como ella, insomnes y operáticos hasta la enfermedad. Es decir,
Madam Gaceñiga no vive sola en absoluto. Al contrario: tal vez sea el
ser más acompañado del barrio, la ciudad, y hasta de nuestra
desvelada nación.
—Arise, you workers from your slumbers... Arise, you prisoners of
want...
33 y 1/tercio eXt r as

Hace años que a Madam Gaceñiga le ha dado por perfeccionar las


notas iniciales de "La Internacional". Como es sabido, se trata de un
arreglo musical de Pierre Degeyter (su compositor favorito, por lo
demás), quien al parecer llegó a ser incluso su amante, en 1930 o
1932, siendo él mismo ya un anciano y ella una solterona republicana
de paso por París para estudiar el belchant.
Hace décadas que, según dicen, con un fémur humano (acaso del
propio Pierre Degeyter), la madam dirige a su coro de felices felinos
(todos machos, pero castrados) desde la medianoche hasta el
amanecer. Hace décadas que (y esto nos consta a cada uno de sus
vecinos) la madam sacrifica a uno de sus vocales tras la velada: tal
vez al que peor desafine. Al parecer, de eso se alimenta ella en su
ostracismo. Y también el resto de su tropita coral. Los huesos
remanentes son lanzados entonces desde una ventana hacia el
tambuche plástico de la esquina, aunque casi ninguno acierta, y así
se va creando un cementerio fósil que nadie se atreve a limpiar por
miedo a que Madam Gaceñiga sea bruja.
—De pé, ó vítimas da fome... De pé, famélicos da terra...
Este holocausto, por supuesto, implica forzosamente cierta
reposición. De ahí que los vecinos ya no dejen salir nunca a sus gatos
machos sobrevivientes. Aunque en los consejillos de vecinos se ha
valorado denunciarla a alguna instancia paramédica o parapolicial, la
naturaleza ideológica de la canción ensayada por la madam, así como
su relación afectiva con un ícono de la izquierda internacional de la
talla de Pierre Degeyter, han votado a favor de Gaceñiga. De hecho,
todas las escuelas y empresas del barrio se llaman desde hace
décadas "Pierre Degeyter", y en sus respectivos murales florecen la
biografía del músico plagiada de una enciclopedia digital.
—Ontwaakt, verworpenen der Aarde... Ontwaakt, verdoemd in
hong'ren sfeer...
En lo personal, he preferido aliarme a nuestra soprano loca local.
Supongo que no sea muy elegante hacerle una guerrita fría a quien
tiene más o menos cien años. Así que, noche tras noche, a las tres o
tres y media de la madrugada, cuando desde el edificio de enfrente
ella y sus pupilos se ponen a ensayar otra vez, en la penumbra muda
de mi apartamento yo comienzo, también, y sin la menor ironía o
parodia, a tararear las notas iniciales de "La Internacional".
Sé que no afino especialmente y que Madam Gaceñiga enloquecería
de rabia si me escuchara entonar: imagino incluso su fémur humano
chocando toc-toc-toc contra mi occipital. Sé que mis amigos dicen
que yo lo hago para paliar mis persistentes temporadas de insomnio.
Pero no es así. En absoluto.
Resulta que siempre me han fascinado las posibilidades creativas y
clandestinas de los idiomas extraños. Creo que en cualquier otra
lengua, que no sea la natal, es posible narrar ciertas sutilezas
secretas que, en este caso, se escapan del universo físico de nuestro
idioma español. Asumo que esto no tiene mucho que ver con la tan
manoseada libertad de expresión, sino en todo caso con la de
inexpresión. Sé que no puedo transmitir del todo mi idea. En fin, no
33 y 1/tercio eXt r as

sé. Mejor óiganme interpretar estos floreos de Madam Gaceñiga a ver


si, mal que bien, me ayudan a mostrar lo que les quisiera
directamente decir:
—Debout, les damnés de la terre... Debout, les forçats de la faim...
—Arise, you workers from your slumbers... Arise, you prisoners of
want...
—De pé, ó vítimas da fome... De pé, famélicos da terra...
—Ontwaakt, verworpenen der Aarde... Ontwaakt, verdoemd in
hong'ren sfeer...

replay
33 y 1/tercio eXt r as

césar aira
(buenos aires, del ´49. extra de aquí en tres (2005 – 2006))

nuevas impresiones de Petit Maroc

Para venir al Petit Maroc, todas las mañanas, debo cruzar un puente
mecánico que sube y baja, no en mi beneficio por supuesto sino en el
de los barcos que han decidido entrar a un rectángulo de agua que se
llama “bassin”; pero no bien estoy en esta especie de isla encuentro
una cadena de cafés, uno de los cuales se llama El Puente Levadizo,
que podría concluir la minúscula travesía iniciada con el cruce del
puente, o cerrar el paréntesis con un uso de la lengua que parecería
al fin adecuado. Salvo que nunca he entrado al Puente Levadizo; voy
más allá, al Café de La Loire, que es el último de la serie, el más
próximo al borde externo de la isla, y me siento junto a los ventanales
laterales desde donde tengo una vista al río, al Loire, por donde pasan
grandes barcos lentos sin que suba o baje ningún puente.
Lenta. Rápida, la velocidad de los barcos es de las que se resisten a la
clasificación. Es cierto que parecen lentos, como el transcurso de un
astro, pero eso puede ser una ilusión de la distancia; por lo pronto,
usan una medida diferente y esotérica, los “nudos” para crear su
cuenta propia, no relativa a nada, además uno sabe que dentro de
ellos sucede una vida planetaria, sujeta a su propia gravedad, y sus
habitantes bien lo pueden considerar, a cualquier efecto práctico,
inmóviles; un barco tiende a ser “ciudad flotante”, como una isla. Al
observador desde tierra firme nunca se le ocurriría detenerlos con un
gesto del pensamiento, porque se sabe que tienen prisa, una prisa
lenta propia de ellos que se ha moralizado en fábulas de la eficacia:
es que nunca hacen rodeos ni curvas, salvo las elípticas
sobrenaturales más breves que la recta, porque siempre van a alguna
parte, a un punto de alguna costa que ellos saben y nadie más podría
adivinar. Es como si pensaran.
La coincidencia de espacio y pensamiento es una especie peculiar de
tiempo. Durante un instante a cierta hora del día, resulta que todos
los barcos del mundo están quietos en su lugar, clavados al mar. Si
fuéramos testigos de ese prodigio no tendría por qué parecernos un
azar, porque es el resultado justo de la enmarañada mecánica de las
causas náuticas, una constelación razonable. Esto tiene su analogía:
estoy en un café, a la misma hora que ayer, sentado a la misma mesa
y de pronto advierto que ha llegado alguien que estaba ayer y se ha
sentado a la misma mesa que ayer (y ha pedido lo mismo: una
menta) y a un costado está almorzando, a la misma hora absurda, la
misma señora que estaba ayer en ese sitio… y ahí vienen los dos
señores que tomaban cerveza frente a mí y seguramente lo harán hoy
también… Una repetición empieza a construirse, o mejor dicho se ha
33 y 1/tercio eXt r as

construido (el tiempo está dado vuelta) inesperada y ajena a mis


intenciones, a cualquiera de ellas, incluida la intención de esperar,
que de cualquier modo no tengo. Justamente es la intención lo
excluido aquí.
Cuando una repetición exterior e inexplicable nos arroja fuera de toda
intención posible, caemos inevitablemente en la literatura. Eso es la
literatura entonces: una especie de efecto feliz que no tuvo causa.
Pues bien, de eso me ocupo en el Café de la Loire por las mañanas:
de hacer teorías sobre la coincidencia final de la literatura consigo
misma. Llego a ella con un ejemplo cualquiera y cuando ya no sé que
más pensar vuelvo atrás diciendo “eso es la literatura entonces.”
El escritor es una proliferación de teorías. De teorías falsas, por lo
mismo que su trabajo es inventar ejemplos que también son falsos,
ya que la literatura es el método de hacer mitos de las
particularidades, crear la imposible repetición de lo único. Como solo
importa multiplicar su calidad de único, la repetición es falsa también.
El estilo propio de la teoría es no olvidar lo que uno ha dicho: retener
en la memoria las proposiciones avanzadas y construir el discurso
teniéndolas siempre a la vista. Todo el saber es combate contra el
olvido, y no sólo interpersonal sino, antes, dentro del sujeto. La
literatura en cambio está hecha toda de olvido, o de simulacros de
memoria. Cuando una literatura se ocupa menos de hechos que de
ideas, se hace necesario aceptar una cierta irresponsabilidad del
discurso.
Aquí lo falso no se remite a una moral de lo auténtico, sino más bien a
la ficción, en la que conviven lo verdadero y lo falso, valen lo mismo
al mismo tiempo y se transforman uno en el otro. De hecho, si uno se
decide por la literatura es con ese fin: salir de una lógica de exclusión
de los contrarios que califica de falso a uno solo de los miembros del
par. No para hacerlos falsos o verdaderos a los dos sino para ponerlos
en una teoría falsa que hace irrelevante la clasificación. Por eso
debemos hacer teorías.
Claro que las hacemos para hacer literatura, lo que no es necesario
en absoluto ¿Por qué empezar entonces? Por nada. Por una especie
de locura benévola al alcance de todos; por pasar el rato. Porque
“mientras tanto” uno está viviendo y debe ocuparse de algo. Esa es la
parte de realismo, la única parte de realismo, que tiene nuestro oficio:
se hacen teorías con la vida (o viceversa) mientras se hace literatura
con el pensamiento (o viceversa también).
Como mi teoría postula un continuo entre vida y pensamiento, creo
que puedo plantearme la pregunta: ¿qué estoy haciendo aquí, en el
Café de la Loire, en el Petit Maroc… (siguen las inclusiones en una
serie por derecho infinita de paréntesis encajonados)? ¿Por qué me
trajeron aquí? ¿Por qué a mí justamente? La cortesía un tanto irónica
de Christian me recuerda que soy el escritor de turno, nada más.
Siempre hay uno, y esta vez me tocó a mí. Eso es todo. Alguien que
piense en términos normales, poniendo el recuerdo en su lugar y el
olvido en el suyo, tiene necesidad de que piensen los otros, para
hacer con las diferencias y exclusiones su idioma razonante. Por eso
33 y 1/tercio eXt r as

existe una comunidad de científicos o de filósofos. Un escritor, en


cambio, está solo, cumpliendo su turno, inventando y sosteniendo
todas las teorías a su vez, todas las teorías opuestas y disparatadas.
Lo gratificante de las teorías es que cada una parece provenir de una
idea, de un parto feliz del pensamiento. El peligro de ese pequeño
placer mezquino es que uno puede terminar haciendo esos libros que
encuentro los más detestables de todos, los “cuadernos de notas”.
Voy a hacer la lista, no jerárquica, de los motivos de mi aversión por
este género:
1. Si uno toma notas, no es sino por el temor de olvidar lo que se
le ha ocurrido. Por temor de que la vida nunca vuelva a
ofrecerla la configuración que despierta ese pensamiento.
Actuar contra el olvido, desconfiar de la repetición, es lo
contrario de la literatura. si uno toma nota de un pensamiento,
es por creer que podrá serle útil en algún momento del futuro.
Pero a ese momento lo despojamos, por nuestra cobarde falta
de fe, de su poder generador de repetición. Todo el mecanismo
de las notas se basa en una avaricia de mal agüero.
2. Más que eso, se basa en una ambición ilusoria. Si uno quiere
tener abundancia de buenas ideas a bajo costo, no tiene más
que dejarlas venir, sueltas. Es sólo cuando se pretende hacer
venir una idea encadenada a un discurso o a una ocasión o a
una utilidad, que las ideas declaran su precio exorbitante y su
poca o ninguna disposición a manifestarse.
3. Lo definitivamente grave de los fragmentos es que obligan al
lector a hacer la continuidad en su espíritu, lo que es
lamentable porque de ese modo el mundo no puede
reconstruirse sino en su forma más convencional. Los
fragmentos promueven una reconstrucción psicológica, que se
hace en el mismo impulso reconstrucción del mundo, con todo
lo que ello implica de aceptación de las convenciones,
empezando por la que dice que el mundo debe de ser
reconstruido.
4. Las notas sueltas son un mecanismo privado. Lo público es el
hilo que las une en un discurso. Publicar notas es fraudulento,
entonces, por mezclar dos registros y querer hacer pasar uno
por el otro. Doblemente fraudulento, por cuanto la novela,
género al que los “libros de notas” aluden de un modo u otro,
se basa en el mismo pasaje pero en dirección inversa: la ficción
es principio la ficción de una continuidad, vale decir el registro
público envolviendo hechos privados: al darla a publicidad se
promueve una ilusión de privacidad en la que el discurso se
atomiza, de donde el recuerdo de una novela que guarda el
lector está hecho de fragmentos, es decir, vuelve al registro de
lo privado bajo la forma de la memoria imperfecta.
El género “cuaderno de notas” propone un buen problema sobre el
cual valdría la pena hacer una teoría: si uno toma notas de todo lo
que le pasa o se le ocurre o le sugieren sus experiencias y lecturas,
¿puede hacer con ellas un texto continuo? ¿Cuáles son las
33 y 1/tercio eXt r as

condiciones de posibilidad o de existencia de ese discurso? ¿Hasta


que punto pueden hacerse sólidas las transiciones o, al revés, hasta
que punto persisten los hiatos entre los que fueron originalmente
pensamientos aislados y autónomos? O, visto desde otra perspectiva,
¿no habría en todo discurso, aún en el más firmemente encadenado,
una fragmentación irreductible, reflejo de lo irreductible del
pensamiento al tiempo? Si es así, y parece lo más probable, toda
transición sería un simulacro, una invención sometida al arte, con lo
que podría haberlas tan buenas y eficaces como para conectar los
pensamientos más incongruentes. (Aquí la eficacia no se define por
su calidad: una transición muy torpe puede lograr su efecto mejor que
la más sutil. También podría tratarse de una eficacia apenas
mecánica: con un buen juego de paréntesis encajonados, cualquier
conjunto de aforismos puede transformarse en un discurso continuo.)
Lograr o percibir una transición en el discurso es un trabajo afín al de
la traducción. Pasar de un fragmento a otro es como pasar de una
lengua a otra. No tanto porque se trate de distintas lenguas, aunque
también es eso, como porque se trata de distinta gente; puede
imaginarse la siguiente situación: se plantea un problema y varios
expertos plantean sus ideas sobre él. Esas ideas son necesariamente
inconexas, responden a distintos sistemas de referencia. Con todas
ellas, sin excluir ninguna, hay que hacer un discurso único (esa es la
solución al problema).
(…)
Se forma así un círculo aberrante del que no se sale sino con una
historia. El narrador es el creador por excelencia de continuo y, en
este sentido, el antifilósofo.
El paso de una nota a otra tiene algo de traducción, dije antes. La
traducción no debería ser nunca una reconstrucción. Tal como son las
cosas, empero, le es difícil evitarlo.
A una lengua se la entiende con analogías. Este es un hecho que los
lingüistas no terminan por aceptar, llevados por la comprensible
necesidad psicológica de tratar su objeto literalmente, como lo que
es. El uso de la analogía puede parecer un rodeo incómodo y
descalificador; no lo es en este caso, por la índole del objeto que es la
lengua.
Una analogía del mecanismo de la traducción es el pasaje del verso a
la prosa. De este pasaje dieron prueba muchos textos muy hermosos
de poetas rusos de las primeras décadas del siglo.
La prosificación que parece la más natural es el comentario. El
inconveniente es que del comentario no se vuelve al poema; para que
el pasaje sea en las dos direcciones es preciso recurrir al relato. Los
poetas rusos supieron crear un tipo de relato hecho a medida para
extender el poema en el tiempo de la vida, en la memoria pero
también en las felicidades del olvido. Hubo en el comienzo un
episodio, con algunas notas del cual, tomadas aquí y allá al azar de la
sensibilidad o el capricho, se escribió un poema. La poesía es la
transformación mediante el comentario; habrá errores que serán
considerados traiciones por los celosos amigos del poeta. Porque
33 y 1/tercio eXt r as

todos estos poetas murieron jóvenes en circunstancias adversas, y


sus amigos poetas sobrevivientes, en el breve lapso paradójico en
que sobrevivían, se sentían obligados a hacer rectificaciones, a hacer
lo que uno de ellos llamó la “defensa del pasado”. Pero no se trata de
rectificar la memoria; no es eso en absoluto y lo prueba el hecho de
que ninguno de ellos haya escrito sus Memorias. Porque el relato que
hacen para rectificar el comentario sigue desde el comienzo el mismo
camino que el poema y se expone al mismo género de olvido o
malentendido. De la experiencia, el relato ruso toma algunas notas,
no las que pueden conformar una melodía sino más bien las de un
trozo atonal suspendido en el tiempo. Hay una condición virtual de la
escritura aquí; no una irrealidad, porque el pasaje, que explicitan
defectuosamente el poema y el relato, da cuenta plena de la vida de
estos poetas, sus errancias, su pobreza, su precariedad. La Historia de
los años en que vivieron contribuyó al panorama, pero no es
excluyente: en el Japón la transmutación del haiku y el haibun, el libro
de excursiones y sus poemas, se dio bajo otras condiciones.
Una buena historia escrita, se diría que es siempre la “historia de un
poema”, antes que la de los hechos que cuenta. Este pasaje del verso
a la prosa, del poema a la historia, es un trabajo. Aunque ninguno de
los dos estadios, el inicial y el final, sea visto como un trabajo, el
pasaje sí lo es. (Y debe recordarse que una buena parte de las
desdichas de estos poetas rusos estuvo representada en su necesidad
de hacer traducciones para sobrevivir, traducciones de poesía, para
más datos). De un trabajo lo primero y último que uno se pregunta es
si vale la pena. ¿Y vale la pena, si no hay una buena historia que
contar? La guerra es la mejor, y casi siempre la única. Hoy día la
guerra ha sido reemplazada en buena medida por el turismo, por lo
que no debería extrañar que ya no haya tan buenos escritores como
hubo.
Si la vida pierde su precariedad, como en los períodos prolongados de
paz y prosperidad, parecen desvanecerse las buenas historias. En el
corazón de las más opaca prosperidad, el turismo ha recreado un
simulacro de impermanencia, pero no ha dado muy buenos
resultados, salvo alguna excepción aquí y allá.
Si la frivolidad es el arte de hacer que efectos insignificantes
provoquen grandes causas, la literatura tiene un potencial cuantioso
en ella. Si se necesita una guerra para producir un puñado de buenos
libros… Pero la literatura es frívola aún sin inversiones de la
causalidad. “Después de Auschwitz, no hay relato posible”, dijo
Adorno. Qué error. Basta pensar en las novelas de Marguerite Duras
para ver que ese relato que ya es imposible es apenas el relato en el
viejo estilo, al que puede reemplazar perfectamente un relato según
técnicas nuevas. Una guerra o un genocidio pueden ser, desde cierto
punto de vista, sólo la ocasión de una modificación en la técnica de la
novela. Es una inversión de las prioridades corrientes, como en la
famosa frase de Joyce: “Que pena que esta guerra distraerá a la
gente de lo realmente importante que sucede ahora, que es la
publicación de mi Finnegan´s Wake.”
33 y 1/tercio eXt r as

Es curioso, pero las extravagancias de este tipo no pueden


entenderse sino sacándolas de su status de excepciones y
haciéndolas normas generales, algo así como teorías.
Estos días los paso formulando teorías. Ayer en el liceo un alumno
lleno de pavor, trémulo y ruborizado, me preguntó si un escritor nace
o se hace. Antes de esa, hay otra pregunta: si un escritor es, o cree
ser. Hay una paradoja: para ser escritor, basta, y es necesario, creer
que uno lo es. Pero el que se cree escritor, el que se ha convencido,
no lo es nunca. Lo necesario parece ser la creencia en proceso. Es
como si todo estuviera en el momento juvenil en que se formula la
vocación: yo seré escritor. En adelante se vive siempre sobre ese
momento original, sin llegar nunca a lo que en otros casos sería la
realización.
Claro que “escritor” es un término cualitativo, un escritor nunca lo es
a secas sino mejor o peor, por lo que el deseo se formula “seré un
gran escritor” (si no, no vale la pena). La paradoja aquí está en que
“escritor” es algo que nunca tiene confirmación, es una creencia en
suspenso. Mientras que la realidad siempre está confirmando a los
“grandes escritores” con premios, fama, dinero.
Lo anterior es una teoría. También habría podido responder con una
historia. Nací en Pringles, la misma noche y en la misma clínica en
que nacía mi mejor amigo, Arturo Carrera, un gran poeta. Es posible,
y lo hemos pensado, que nos hayan cambiado; los dos vimos la luz en
la misma sala de parto, entre las once y doce de la noche. Mi
vocación y la suya se definieron en la adolescencia, en el contacto de
nuestra amistad; ya entonces noté que había una diferencia entre
nosotros dos: yo no tenía el “don” y él sí. Él había nacido escritor…
salvo que tuvimos la prudencia de poner en duda cuál de los dos
había nacido. De ahí surge una conclusión, que vuelve a ser una
teoría: en materia de escritores, nacen los otros.
¿Será cierto? ¿Siempre, en todas las ocasiones? Sí, en tanto cedo a la
manía blanda de la generalización sin objeto. Si lo único que pido,
ahora que soy un turista del Petit Maroc, es que me dejen aquí
sentado en el Café de la Loire, escribiendo, no tengo más remedio
que inventar teorías, como simulacros portátiles de eternidad.
Inofensiva en tanto no crea en mi inteligencia (y no puedo hacerlo)
esta manía es algo inherente a la literatura, porque escribir es hacer
los universales de lo particular. El escritor hace un universal mítico de
lo individual irrepetible, mediante una historia; no hay otro modo de
hacerlo, pues lo que no es relato está condenado al gris de una
generalización de sentido común.
Cuando me preguntan algo, debo responder con una teoría, no tanto
para desviar el interés de mí, donde no podría estar el interés salvo
que yo me volviera un ejemplo, sino para concentrarlo en mí, para
volverme tema y espectáculo. Después de todo, ¿para qué componen
sistemas los filósofos? Para poder hablar “en sus propios términos”,
para redefinir todo su vocabulario como una lengua extranjera y no
poder ser refutados. Lo mismo hace un escritor, tomando a la filosofía
33 y 1/tercio eXt r as

como modelo y dándole a la filosofía esta función de modelo. Y


entonces se ve llevado a hacer teorías con sus historias.
A los escritores se les interroga con cierta liviandad sobre su obra,
dando por sentado que están dispuestos a revelar sus secretos. Y casi
siempre están dispuestos, demasiado dispuestos. Salvo que ellos no
conocen sus propios secretos, que no son tan suyos porque son los
secretos inmemoriales de la literatura. pero si los supieran los dirían.
De hecho, muchos escritores han tenido visiones muy amplias y
profundas que no han vacilado en revelar. En ese sentido, un escritor
inteligente revela más que uno idiota. Yo me he esforzado, en la
escasa medida de mis posibilidades, en preservar toda mi idiotez
natural, para que la literatura actúe sin trabas en mí. Aunque ahí
aparece otra paradoja: pues se necesita cierta inteligencia, o mucha
para escribir. De donde resulta que mi idiotez es un simulacro
levantado por mi inteligencia, que a su vez es un simulacro utilitario
que levanta mi idiotez astuta.
(…)
Antes de venir a Francia yo creía saber francés, pero una vez aquí
descubrí que no entendía nada. Eso me dio que pensar, me resultó
inclusive asombroso. Porque yo sé francés, lo leo desde la infancia, lo
escribo pasablemente, lo hablo con cierta fluidez. Me llevé una
verdadera sorpresa aquí cuando alguien me decía algo y yo no
entendía… Habría entendido si hubiera sido una réplica leída en una
novela u oída en una película, pero me lo decían a mí, desde el otro
lado de una mesa de café, y en la ocasión debía decir: me está
hablando en una lengua extranjera, que no entiendo…
Me lo expliqué así: Hay dos lenguas, no una, en un idioma. Una es la
conformada por sus reglas, incluidas las de la emisión, su vocabulario,
pronunciación, estilo. Perfectamente. Pero hay otra también. Porque
la lengua, por ejemplo, el francés que yo conozco y entiendo, es una
posibilidad. Y después de la posibilidad viene otra cosa: el acto. La
gente se decide a usar esa lengua sólo cuando tiene algo que decir,
algo que considera que vale la pena decir, algo que parece inteligente
o a propósito. Y esto es distinto de lo que dice la lengua, muy distinto,
casi podría decirse que es lo contrario. La primera lengua está hecha
para lo obvio, para lo que ya está dicho en ella en la analítica de los
posibles. Y el hablante quiere decir otra cosa, casi siempre quiere
decir lo contrario o, por lo menos, algo que está en una relación de
tortuosa ambigüedad con el posible general de la lengua.
¿Cómo entender en esas condiciones? Yo estoy con toda mi atención
puesta en la primera lengua, ¿cómo podría desplazarla a la segunda
sin provocarme un colapso total de la comprensión? La lengua
materna es lengua segunda de un lado a otro, es pura lengua de la
inteligencia y la ocasión, vale decir pura traición al idioma en que
tiene lugar.
Todos nos creemos inteligentes y no sin motivo: si hay algo en que
podemos creer es eso. Todos, menos el extranjero. El idiota. El
hombre verdaderamente civilizado, el que quiera tender un puente
entre civilizaciones debería renunciar a la inteligencia, que queda
33 y 1/tercio eXt r as

para el tráfico interno. Este dechado de cortesía se parece


prodigiosamente al Escritor, pero a un escritor en estado puro, en sí,
un escritor sin obra, pues esta requiere, ay, mucha inteligencia. Y no
sólo la obra la exige, también lo hace el público que enfrenta el
escritor en reportajes, en conferencias, en la televisión, en todas
partes. Para huir de la madre-inteligencia que hace imposibles las
articulaciones en un mar de notas inconexas, para recuperar la
cortesía inherente a su trabajo, el escritor debe dar un salto fuera de
su obra y de su persona y crear su mito personal. Esta, al fin, es la
construcción por excelencia de la teoría, que siempre se formula en
una lengua extranjera.
Dicho de otro modo: inventar una teoría es relativamente fácil, pero
exponerla no lo es tanto. El obstáculo principal es el ejemplo, que
prolifera interrumpiendo la fluidez del discurso. Para hacerse entender
hay que dar ejemplos, cada vez más elaborados, y los ejemplos van
ganando terreno, hasta que uno termina escribiendo sobre esto o
aquello, ya no sobre su teoría, que retrocede más y más en una
asíntota de la abstracción. El ejemplo prolifera en otra forma también,
como análogo, y las historias que uno escribe se postulan
insensiblemente como ejemplos, y más todavía, el mito personal que
uno quiere ser se vuelve un ejemplo, algo provisorio que el discurso
dejará caer cuando tenga la oportunidad.
Yo mismo sentado aquí escribiendo en el Café de la Loire puedo creer
por un instante aterrador estar ofreciéndome como un ejemplo. Eso
se debe en parte a que escribo estas Nuevas Impresiones en francés
y me resulta tan incómodo (es como si tratara de dibujar con la mano
izquierda) que me transporta la deliciosa ensoñación de estar
escribiendo “mal”.
“Cómo escribir mal” es una lección que nunca se da, al menos
deliberadamente, pero sería útil. Porque hay una curiosa infatuación,
de la que debería librarse a toda costa un escritor, con la lengua
materna, en la que uno cree tocar la perfección. Por su esencia
misma, ésta es una creencia fuerte, de contigüidad total, mientras
que los escritores prosperan con las creencias dudosas y relativas. Lo
mismo pasa con el amor materno, perfecto e irreversible. Lo
irreversible, por otro nombre el destino, es lo que nos ha hecho
escritores en el pasado absoluto de nuestro mito personal; pero no es
lo que nos hace escritores en el presente, cuando más lo
necesitamos. Es preciso dejar el destino atrás, como un nacimiento.
“Pienso como un genio, escribo como un escritor distinguido, hablo
como un niño…” Habría que ir más lejos todavía, antes de que ese
niño nazca, a otra lengua, ser el Fénix de nuestra propia idiotez. Y
más todavía, hasta poner la muerte misma en pasado.
“Je perds mon vocabulaire a chercher ma langue étrangére”, dice
Christian. El uso que hago aquí de mi lengua extranjera me justifica
en una forma continua, lejos de las deplorables “notas” que debería
estar escribiendo. Es cuando se usa la lengua materna que se hacen
“notas” y no se puede hacer otra cosa, porque el pensamiento, en su
medio natural de inteligencia, hace pequeños blancos intercalares,
33 y 1/tercio eXt r as

blancos de saciedad. Con todo, a esta altura de mi esfuerzo, advierto


que escribir en otra lengua no es un juego tan inofensivo como había
creído; tiene algo de angustiante, porque es una maniobra nihilista,
aniquiladora. La torpeza paralizante que se levanta ante el escritor,
se revela inherente a su trabajo, a su vocación, sólo que hasta aquí
había permanecido velada tras las ensoñaciones encantadas de su
lengua materna.
Y quizás es un desperdicio de trabajo, si es cierto que “todos los libros
que amamos nos parecen escritos en una lengua extranjera” (Proust).
El encanto del estilo de Schwob, al que he estado leyendo estos días,
reside en que sugiere un estilo inglés, igual que Borges. Es posible
que uno busque en ciertos autores, en los que ha elegido para amar,
un acento extranjero; una norma que se funda en una lengua ajena,
aún sin saber de que lengua se trata. Es posible que ahí esté el
secreto del estilo: en una coincidencia prodigiosa con alguna lengua
lejana. Marguerite Duras no habría hecho otra cosa que redescubrir
sin saberlo el tono de los narradores de la Edad Media australiana, o
Faulkner el de los shamanes urálicos, o Macedonio Fernández el de
alguna raza de irónicos profetas paleolíticos. Eso son entonces las
“vidas imaginarias”: lo que debe escribirse en un estilo imaginario; y
no hay ninguno que no lo sea, o que lo sea del todo.
(…)
Si falta la literatura mala, falta todo. Si la literatura se postula como
buena, es nada. Por recomendación de X y de Y tuve que leer al
execrable Julien Gracq, epítome del escritor de calidad, al que todos
veneran por aquí. Le Rivage des Syrtes es la pesadilla de la literatura.
odio tener que leer esas interminables extensiones de prosa de alta
calidad hasta alcanzar la novela… Pasar por lo bueno para llegar a la
literatura. ¡Y pensar que a ese preliminar intolerable nos obliga la
buena literatura! Me gustaría poder escribir alguna vez una novela
que se diera inmediatamente, sin anteponer su calidad. ¿Para qué
leer una novela si no es para encontrar algo nuevo? Y Julien Gracq, y
todos los Julien Gracqs del mundo son apenas una confirmación de su
propio viejo lema: “Escribo bien.” La calidad nunca puede ser una
novedad, es más bien un recuerdo, el nacarado nostálgico de la
experiencia. De Francia, de Europa, de toda esta vieja civilización,
podría decir lo mismo que de Julien Gracq. A este mundo senil no le
queda más que la calidad.
Si hay una diferencia general y abarcadora entre la literatura europea
y la nuestra, es que la europea se apoya masivamente en la calidad,
en la exigencia de calidad a que está sometido el producto del
escritor. Mientras que la nuestra puede permitirse todo. La estupidez,
o sea, todo. El mérito revierte sobre la literatura, nunca sobre los
efectos de su práctica.
La calidad es un efecto, en buena medida un resultado. Pero entre
escribir bien y escribir mal, entre una prosa buena y una mala, hay
una diferencia que va más allá de lo que resulta. Escribir mal, sin
correcciones, en una lengua vuelta extranjera, es un ejercicio de
libertad que se parece a la literatura misma. De pronto, descubrimos
33 y 1/tercio eXt r as

que todo nos está permitido. Si Dios no existiera, yo podría escribir


mal. El territorio que se abre ante nosotros es inmenso, tan grande
que nuestra mirada no alcanza a abarcarlo por entero, y el cuerpo se
desenfrena, en una velocidad superior a sus posibilidades… Los
pensamientos huyen muy rápido en todas direcciones… El vértigo nos
arrastra, la calidad queda atrás, todo efecto o resultado queda atrás…
La prosa se disuelve, cuanto peor se escribe, más grande es todo, en
una inmensidad ya sin angustia, exaltante… Hasta un umbral en que
la exaltación se revela como calidad, como lo “bueno” de una
escritura que debe volver a su fijeza paralítica para hacerse real.
Nunca debería corregirse lo escrito para hacerlo mejor. Corregir es
invocar a un fantasma. Yo escribo como quien soy, pero si lo escrito
estuviera mejor escrito sería como si lo hubiera escrito otro, algún
gran escritor… Y lo peligroso que tienen los fantasmas es que suelen
parecerse a Julien Gracq.
Un argumento contra las correcciones es el siguiente: cuando un
escritor corrige lo que ha escrito, lo hace con una mirada (y una
estética y una moral) de lector, no de escritor; se está rebajando a
hacerle el gusto al lector, con lo que, además de renunciar a su
función específica, inhibe la sorpresa, que es el goce primero y último
de la lectura. Para que algo sea verdaderamente escrito, el escritor
debe ser sólo escritor; una gota del elemento “lector” puede echarlo
todo a perder. Una corrección de veras exhaustiva (¿y para qué
corregir si no es para hacerlo bien, es decir, para hacerlo del todo?)
debería dar por resultado un texto que el lector ya conozca.
Siendo así, es preferible escribir mal. Cuando se escribe mal, el
producto no es el texto, sino el autor. El verdadero escritor es el que
efectúa la transmutación de lo malo en bueno mediante su mito
personal, sin prestar demasiada atención a lo que escribe en
definitiva. La traducción es una práctica tan horrible y denigrante
porque ella sí está sometida a la calidad, condenada a ser mejor o
peor antes que todo lo demás.
(…)
33 y 1/tercio eXt r as

replay
33 y 1/tercio eXt r as

stephen king
(maine, del ´47. extra de 33 y un tercio (2005))

es algo que llega a gustarte

El otoño de Nueva Inglaterra y la delgada tierra se muestran en


algunos fragmentos entre los dientes de león y la ambrosía, a la
espera de las primeras nevadas, que aún tardarán al menos un mes
en caer. Las alcantarillas están sembradas de hojas muertas, el cielo
aparece siempre gris, y las cañas del maíz se alinean en ordenadas
hileras cual soldados que han encontrado un fantástico modo de
morir de pie. Las calabazas, hundidas por la podredumbre, se
amontonan apoyadas contra cobertizos anodinos, y despiden un olor
que recuerda el aliento de una vieja. En esta época del año, no hace
frío ni calor, tan sólo se percibe una brisa pálida que nunca cesa, que
sopla sobre los desnudos campos, bajo el cielo blanco que surcan, de
camino al sur, bandadas de pájaros en forma de cheurones. El viento
levanta polvo de los suaves hombros de los caminos y lo convierte en
derviches danzantes; divide los campos exhaustos del modo en que
un peine divide el cabello, y se abre paso hasta los coches
desguazados que se agolpan en los jardines traseros.
La casa de los Newall, situada en Town Road, no. 3, goza de una
espléndida vista sobre lo que en Castle Rock se conoce como el
Recodo. De algún modo, resulta imposible experimentar cualquier
sensación positiva al ver esta casa. Ofrece un aspecto de muerte que
la falta de pintura no logra explicar del todo. El jardín delantero
consiste en un amasijo de morones a los que las primeras heladas
conferirán una silueta aún más grotesca. Una delgada columna de
humo surge de la tienda de Brownie, situada al pie de la colina.
Antaño, el Recodo constituía una parte bastante importante de Castle
Rock, pero eso se acabó con la guerra de Corea. En el viejo escenario
de la banda municipal que hay frente a la tienda de Brownie, dos
niños pequeños se pasan un camión rojo de bomberos. Tienen rostros
cansados y gastados, rostros de viejos, casi. Sus manos parecen
cortar el aire cuando se pasan el camión de juguete, y sólo se
detienen de vez en cuando para limpiarse las narices que no cesan de
gotear.
En la tienda, Harley McKissick, un hombre corpulento y de rostro
colorado, preside la sesión, mientras que el viejo John Clutterbuck y
Lenny Partridge permanecen sentados junto a la estufa con las
piernas apoyadas en ella. Paul Corliss está apoyado en el mostrador.
La tienda despide un olor antiguo, olor a salami, papel matamoscas,
café, tabaco, sudor, Coca-Cola pasada, pimienta, clavo y loción
capilar O'Dell, que parece semen y transforma el cabello en escultura.
Un cartel salpicado de moscas muertas, que anuncia una cena a base
33 y 1/tercio eXt r as

de alubias celebrada en 1986, todavía aparece apoyado contra el


escaparate, junto a otro cartel que anuncia la actuación de Ken
Corriveau, el cantante de country, en la feria del condado de Castle
de 1984. La luz y el sol de casi diez veranos han caído implacables
sobre este último cartel, y ahora, Ken Corriveau, que lleva más de
cinco años apartado del mundo de la música y actualmente se dedica
a vender Fords en Chamberlain, presenta un aspecto desvaído y a un
tiempo tostado. En la parte trasera de la tienda se ve un inmenso
congelador de vidrio, traído de Nueva York en 1933, y en cada rincón
se percibe el vago pero persistente aroma de los granos de café.
Los viejos observan a los niños y hablan en tono bajo y confuso. John
Clutterbuck, cuyo nieto, Andy, está muy ocupado emborrachándose a
muerte este otoño, ha estado hablando del vertedero del pueblo. El
vertedero apesta a rayos en verano, dice. Nadie discute este punto,
porque es cierto, pero tampoco están demasiado interesados en el
tema, porque no es verano, es otoño, y la enorme estufa de gasóleo
despide una aplastante oleada de calor. El termómetro de Winston,
colgado tras el mostrador, marca veinticinco grados. La frente de
Clutterbuck muestra una inmensa hendidura justo encima de la ceja
izquierda, producto de un golpe que se dio en un accidente de coche
en 1963. A veces, los niños le preguntan si pueden tocarla. De hecho,
el viejo Clut ha sacado un buen puñado de dinero a muchos
veraneantes, que no se creen que la hendidura de la frente de Clut
pueda albergar el contenido de un vaso de tamaño mediano.
—Paulson —murmura Harley McKissick.
Un viejo Chevrolet se ha detenido detrás del cacharro de Lenny
Partridge. En el costado hay un cartel de cartón sujeto con cinta de
embalaje. REPARACIÓN DE SILLAS DE MIMBRE GARY PAULSON
COMPRAVENTA DE ANTIGÜEDADES, pone el cartel, además de indicar
el número de teléfono. Gary Paulson se apea del coche con lentitud,
un anciano enfundado en pantalones verdes desvaídos con un gran
parche de pana en el trasero. Extrae un nudoso bastón del coche, y se
aferra con firmeza al marco de la portezuela hasta que coloca el
bastón ante él en la posición que le gusta. El mango del bastón
aparece envuelto en la funda de un manillar de bicicleta de niño,
como un condón. El bastón deja pequeñas marcas circulares en el
polvo cuando Paulson emprende su cuidadosa excursión en dirección
a la puerta de la tienda de Brownie.
Los niños del escenario alzan la vista para mirarlo, a continuación
siguen su mirada, atemorizados, al parecer, hasta el bulto algo
ladeado y crepitante de la casa de Newall, allá en la colina, y después
vuelven a concentrarse en su coche de bomberos.
Joe Newall se instaló en Castle Rock en 1904 y allí permaneció hasta
1929, pero amasó su fortuna en las serrerías de un pueblo cercano,
Gates Falls. Era un hombre flacucho, de rostro enojado y ojos de
córneas amarillentas. Compró al Banco Nacional de Oxford una gran
parcela de terreno en el Recodo, cuando aquel sector era próspero y
contaba con serrerías e incluso una fábrica de muebles. El banco se lo
había arrebatado a Phil Budreau en un embargo de hipoteca a la que
33 y 1/tercio eXt r as

contribuyó el sheriff del condado, Nickerson Campbell. Phil Budreau,


un tipo popular, pero al que la mayoría de sus vecinos consideraba un
poco tonto, se trasladó a Kittery y pasó los diez o doce años
siguientes haciendo chapuzas con coches y motos. A continuación,
partió hacia Francia para luchar contra los teutones, cayó de un avión
durante una misión de reconocimiento, o al menos eso es lo que
cuenta la historia, y se mató.
La parcela de Budreau permaneció abandonada durante la mayor
parte de aquellos años, pues a la sazón, Joe Newall vivía en una casa
de alquiler en Gates Falls y se ocupaba de amasar una fortuna. Era
más famoso por sus severas medidas empresariales que por el modo
en que había salvado una serrería que había estado al borde de la
ruina en 1902, el año en que él la había comprado. Los trabajadores
lo llamaban Joe de los Despidos, porque si alguien dejaba de acudir a
un solo turno, lo ponía de patitas en la calle sin aceptar ni siquiera
escuchar disculpa alguna.
Se casó con Cora Leonard, sobrina de Cari Stowe, en 1914. El
matrimonio tenía gran valor a los ojos de Joe Newall, por supuesto,
pues Cora era la única pariente viva de Cari, y, sin duda, recibiría una
buena tajada en cuanto Cari pasara a mejor vida, siempre y cuando,
claro está, Joe mantuviera buenas relaciones con él, y Joe, por
supuesto, no tenía otra intención que estar a buenas con el viejo,
quien, en sus buenos tiempos, había sido Muy Listo, pero en los
últimos años de su vida, se había vuelto Bastante Blando. Había otras
serrerías en la zona que podían comprarse por cuatro chavos y
reformarse..., siempre y cuando uno tuviera un pequeño capital de
arranque. Joe no tardó en disponer de dicho capital, pues el adinerado
tío de su mujer falleció un año después de la boda.
Así pues, el matrimonio tenía gran valor, sin duda alguna. Cora, por
su parte, no tenía ninguno. Era una especie de saco de papas,
increíblemente ancha de caderas, con un trasero increíblemente
grande, pero de pecho casi tan plano como un chico y dotada de un
cuello ridículamente corto, sobre el que su desproporcionada cabeza
se asemejaba a un extraño girasol pálido. Las mejillas le colgaban,
fláccidas; sus labios eran tiras de hígado; tenía un rostro tan
inexpresivo como la luna llena de una noche invernal. Sudaba tanto
que sus vestidos mostraban grandes manchas oscuras bajo los
sobacos incluso en febrero, y un fétido olor a sudor la acompañaba
dondequiera que fuese.
En 1915, Joe empezó a construir una casa para su mujer en la parcela
de Budreau, y al cabo de un año dio la impresión de estar terminada.
Era una construcción pintada de blanco y dotada de doce
habitaciones que surgían de los ángulos más inverosímiles. Joe Newall
no era nada popular en Castle Rock, en parte porque había amasado
su fortuna fuera del pueblo, en parte porque Budreau, su predecesor,
había sido un encanto de hombre, aunque un estúpido, no cesaban de
recordarse, y su estupidez y amabilidad iban siempre de la mano, y
eso no podía olvidarse jamás; pero Joe era impopular sobre todo
porque su maldita casa no había sido construida con mano de obra
33 y 1/tercio eXt r as

del pueblo. Antes de que se colgaran los canalones y los alerones,


alguien garabateó con tiza amarilla un dibujo obsceno y una palabra
anglosajona monosílaba sobre la entrada de montante en abanico.
En 1920, Joe Newall se había convertido en un hombre rico. Sus tres
serrerías de Gates Falls marchaban viento en popa, repletas de los
beneficios producidos por una guerra mundial y alimentadas
regularmente con los pedidos de la nueva o incipiente clase media.
Empezó a construir una nueva ala en su casa. La mayoría de la gente
del pueblo lo consideraba innecesario, pues al fin y al cabo, vivían los
dos solos, y casi todos opinaban que el añadido no hacía sino afear
una construcción que la mayoría consideraban ya de por sí de una
fealdad inconmensurable. La nueva ala añadía un piso a la casa y
contemplaba ciega la colina, que en aquellos tiempos aparecía
cubierta de pinos dispersos.
La noticia de que la familia iba a incorporar un nuevo miembro llegó
desde Gates Falls, y la fuente de información más probable era Doris
Gingercroft, a la sazón enfermera del doctor Robertson. Así pues, el
ala nueva de la casa constituía una suerte de celebración, al parecer.
Tras seis años de gozo conyugal y cuatro años en el Recodo, durante
los cuales la gente sólo la había visto a distancia, cuando cruzaba el
jardín o cogía flores (azafrán, rosas silvestres, margaritas salvajes,
escarpines de dama, amapolas) en el prado que se extendía tras el
edificio, después de todos aquellos años, Cora Leonard Newall había
florecido.
Cora nunca hacía la compra en la tienda de Brownie. Cada jueves por
la tarde, acudía a la tienda de Kitty Korner, en el centro comercial de
Gates Falls.
En enero de 1921, Cora dio a luz un monstruo sin brazos y, según se
rumoreaba, con un pequeño racimo de dedos perfectos saliéndole de
una de las cuencas oculares. La criatura murió después de que seis
horas de contracciones arrojaran su carita roja e inconsciente a la luz
de este mundo. Joe añadió una cúpula a la casa diecisiete meses más
tarde, a finales de primavera de 1922, pues en Maine occidental no
hay principios de primavera, sólo finales de primavera y antes de eso,
invierno. Siguió comprando sus provisiones fuera del pueblo, y no
quería saber nada de la tienda de Bill Brownie McKissick. Asimismo,
nunca puso los pies en la Iglesia Metodista del Recodo. El bebé
deforme que había salido del vientre de su mujer fue enterrado en el
panteón que los Newall poseían en Gates Falls, y no en Homeland, el
cementerio local. La inscripción de la pequeña lápida rezaba:

SARAH TAMSON TABITHA FRANCINE NEWALL


14 DE ENERO DE 1921
QUE DIOS LA ACOJA EN SU SENO

En la tienda hablaban de Joe Newall, de la mujer de Joe y de la casa


de Joe mientras el hijo de Brownie, Harley, demasiado joven para
afeitarse (pero, pese a ello, con la senectud enterrada en lo más
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profundo de su ser, hibernando, esperando, tal vez soñando), aunque


lo suficientemente mayor como para apilar verduras y colocar
montones de patatas en los estantes de la calle cuando se lo
ordenaban, permanecía cerca y escuchaba. Sobre todo cuando
hablaban de la casa, pues consideraban que era una afrenta a la
sensibilidad y a la vista.
—Pero llega a gustarte —afirmaba de vez en cuando Clayton
Clutterbuck, el padre de John.
Nunca obtenía respuesta a su comentario. Era una afirmación que
carecía de significado alguno... pero, al mismo tiempo, constituía un
hecho patente. Si uno estaba ante la tienda de Brownie, mirando las
frutas del bosque para escoger la mejor caja durante la estación de
las frutas del bosque, tarde o temprano volvía la mirada hacia la casa
de la colina, del mismo modo que la veleta se vuelve hacia el
nordeste antes de una ventisca de marzo. Tarde o temprano, uno
sentía la necesidad de mirar, y con el paso del tiempo, más temprano
que tarde en el caso de la mayoría de la gente. Porque, como decía
Clayton Clutterbuck, la casa de los Newall atraía.
En 1924, Cora se cayó por la escalera que había entre la cúpula y el
ala nueva de la casa, y se rompió el cuello y la espalda. Por el pueblo
circulaba el rumor, procedente sin duda de un Comité Femenino de
Asistencia, de que en el momento del accidente, Cora estaba
completamente desnuda. Recibió sepultura junto a la hija deforme
que tan sólo había vivido unas horas.
Joe Newall, quien, tal como convenía casi toda la gente del pueblo,
tenía algo de sangre judía, siguió ganando dinero a espuertas.
Construyó dos cobertizos y un granero en la cima de la colina, todos
ellos conectados a la casa principal a través de la nueva ala. El
granero quedó terminado en 1927, y su propósito se puso de
manifiesto de inmediato; por lo visto, Joe había decidido convertirse
en un granjero acomodado. Compró dieciséis vacas a un tipo de
Mechanic Falls. Compró una ordeñadora pequeña y brillante al mismo
tipo. El aparato se antojaba un pulpo de metal a aquellos que echaron
un vistazo al camión de reparto y lo vieron cuando el conductor se
detuvo en la tienda de Brownie para tomarse una cerveza fría antes
de subir la colina.
Una vez instaladas las vacas y la ordeñadora, Joe contrató a un
imbécil de Motton para que se hiciera cargo de su inversión. La razón
por la que un propietario de serrerías tan duro y frío como él habría
hecho tal cosa asombraba a todos, que se decían que la única causa
posible era que Joe estaba perdiendo la cabeza, pero lo cierto es que
lo hizo y que, por supuesto, todas las vacas murieron.
El funcionario de sanidad del condado apareció en la colina para
echar un vistazo a las vacas, y Joe le mostró un certificado firmado
por un veterinario, un veterinario de Gates Falls, se dijeron más tarde
los del pueblo, enarcando las cejas del modo más significativo,
certificado según el cual las vacas habían muerto de meningitis
bovina.
—Eso significa mala suerte en inglés —comentó Joe.
33 y 1/tercio eXt r as

—¿Es un chiste?
—Tómeselo como quiera —replicó Joe—. No pasa nada.
—Haga callar a ese imbécil, ¿quiere? —ordenó el funcionario de
sanidad del condado.
Estaba observando al tonto a través de la calzada de entrada. El
hombre estaba apoyado contra el buzón, llorando a lágrima viva.
Gruesas lágrimas le rodaban por las rechonchas y sucias mejillas. De
vez en cuando, se contenía y se daba un buen sopapo, como si él
tuviera la culpa de todo cuanto había sucedido.
—A él tampoco le pasa nada.
—A mí me parece que aquí pasa de todo —contravino el funcionario
de sanidad—, y lo de menos son esas dieciséis vacas muertas, con las
patas tiesas para arriba como si fueran postes. Si las veo desde
aquí...
—Pues me alegro —terció Joe—, porque no va a acercarse más.
El funcionario de sanidad del condado tiró el certificado del
veterinario de Gates Falls al suelo y lo pisoteó con la bota al tiempo
que contemplaba a Joe Newall con el rostro tan ruborizado que las
venitas de los lados de la nariz sobresalían casi violetas.
—Quiero ver esas vacas. Llevarme una, si hace al caso.
—No.
—Oiga, usted no es el dueño del mundo... Conseguiré una orden del
juez.
—Eso ya lo veremos.
El funcionario de sanidad se marchó mientras Joe lo observaba. En el
extremo más alejado de la calzada de entrada, el subnormal,
enfundado en su mono de trabajo manchado de estiércol y comprado
a través del catálogo de Sears y Roebuck, siguió apoyado en el buzón
de los Newall, llorando a lágrima viva. Ahí se quedó todo aquel
caluroso día de agosto, llorando tan fuerte como se lo permitían sus
pulmones, con el rostro plano y mongoloide vuelto hacia el cielo
amarillo.
—Berreando como una ternera a la luz de la luna —fueron las
palabras del joven Gary Paulson.
El funcionario de sanidad del condado era Clem Upshaw, de Sirois Hill.
Tal vez habría renunciado al asunto en cuanto las aguas se calmaron
un poco, pero Brownie McKissick, que le había apoyado para que
pasara a ocupar el cargo y que le fiaba una cantidad de cerveza
respetable, le acució para que continuara. El padre de Harley
McKissick no era la clase de hombre que sacara las garras por norma,
y además, por lo general no lo necesitaba, pero hacía tiempo que
quería dejar las cosas claras con Joe Newall respecto a la cuestión de
la propiedad privada. Quería hacer entender a Joe que la propiedad
privada era algo estupendo, por supuesto, algo realmente americano,
pero que, pese a ello, la propiedad privada va unida a la comunidad, y
en Castle Rock, la gente todavía creía que la comunidad ocupaba el
primer lugar, incluso en el caso de tipos ricos que podían construir un
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trozo de casa sobre su propia casa cada vez que les entraba el
capricho.
Así pues, Clem Upshaw bajó a Lakery, la capital del condado por
aquel entonces, y obtuvo la orden del juez.
En el mismo momento en que la obtenía, un gran furgón pasó junto al
imbécil, que seguía aullando, y se dirigió al granero. Cuando Clem
Upshaw regresó, ya sólo quedaba una vaca, que le miraba con
grandes ojos negros, ojos que habían perdido el brillo y se habían
tornado distantes bajo la capa de ahechaduras de heno. Clem
determinó que al menos aquella vaca había muerto de meningitis
bovina y se marchó. En cuanto se perdió de vista, el furgón regresó a
recoger la última vaca.
En 1928, Joe inició la construcción de otra ala en la casa. Fue
entonces cuando los hombres que se reunían en la tienda de Brownie
concluyeron que el hombre estaba loco. Era inteligente, eso sí, pero
estaba loco de atar. Benny Ellis afirmó que Joe le había sacado un ojo
a su hija y lo guardaba en un frasco de lo que Benny denominaba
«flomaldelido» sobre la mesa de la cocina, junto con los dedos
amputados que sobresalían de la otra cuenca al nacer la niña. Benny
era un apasionado lector de revistas de terror, publicaciones que
mostraban mujeres desnudas raptadas por hormigas gigantes y
pesadillas similares en las portadas, y, sin lugar a dudas, su historia
sobre el frasco de Joe Newall se inspiraba en sus lecturas habituales.
Como consecuencia de ello, muchos habitantes de Castle Rock, y no
sólo del Recodo, no tardaron en afirmar a ultranza que aquello era del
todo cierto. Muchos afirmaron que Joe incluso guardaba otras cosas
en el frasco, cosas de las que no se podía siquiera hablar.
La segunda ala de la casa quedó terminada en agosto de 1929, y dos
noches más tarde, un cacharro rápido que tenía grandes círculos de
sodio por ojos se abalanzó entre chirridos sobre la calzada de entrada
de la casa de Joe Newall, y el cadáver hediondo y descompuesto de
una gran mofeta salió despedido y colisionó contra la nueva ala. El
animal estalló por encima de una de las ventanas, dejando un
abanico de sangre en los marcos que casi parecía un ideograma
chino.
En septiembre de aquel mismo año, un incendio devoró la sala de
cardas de la serrería más importante que Newall poseía en Gates
Falls, y ocasionó pérdidas valoradas en cincuenta mil dólares. En
octubre, la bolsa se desmoronó. En noviembre, Joe Newall se ahorcó
de una viga de una de las habitaciones inacabadas, probablemente
un dormitorio, del ala más nueva de la casa.
Lo encontró Cleveland Torburt, el subdirector de las serrerías de Gates
Falls y socio de Joe, o al menos eso se rumoreaba, en toda una serie
de negocios de Wall Street que ahora tenían más o menos el mismo
valor que el vómito de un chucho tuberculoso. El cadáver fue
levantado por el funcionario de justicia del condado, que resultó ser el
hermano de Clem Upshaw, Noble.
Joe fue enterrado junto a su mujer y a su hija el último día de
noviembre. Era un día claro y brillante, y la única persona que asistió
33 y 1/tercio eXt r as

al servicio fue Alvin Coy, conductor del coche fúnebre de Hay &
Peabody. Alvin informó de que uno de los espectadores era una mujer
joven y de buena figura, que llevaba un abrigo de mapache y un
elegante sombrero negro. Sentado en la tienda de Brownie mientras
comía un pepinillo directamente del barril, Alvin esbozaba una sonrisa
mordaz y contaba a sus compadres que aquella mujer era una
preciosidad donde las hubiera. No guardaba similitud alguna con Cora
Leonard Newall ni con nadie de su familia, y no había cerrado los ojos
durante las plegarias.
Gary Paulson entra en la tienda con exquisita lentitud, y a
continuación cierra la puerta tras de sí con todo cuidado.
—Buenas —saluda Harley McKissick en tono neutro.
—He oído que anoche ganaste un pavo en La Grange —comenta el
viejo Clut mientras se prepara la pipa.
—Aja —responde Gary.
Ha cumplido los ochenta y cuatro años y, al igual que los demás,
recuerda los tiempos en que el Recodo era un lugar mucho más lleno
de vida que ahora. Ha perdido dos hijos en dos guerras, ambos antes
del desastre de Vietnam, y eso le ha resultado muy duro. El tercero,
un buen muchacho, murió en una colisión con un camión que
transportaba madera en 1973. En cierto modo, aquella pérdida le
resultó más fácil de asimilar, Dios sabe por qué. A veces, Gary babea
y, con frecuencia, emite ruidosos chasquidos con la boca cuando
intenta succionar la saliva para evitar que se salga con la suya y le
baje por la barbilla. No se entera de gran cosa últimamente, pero
sabe que envejecer es una manera asquerosa de pasar los últimos
años de vida.
—¿Café? —pregunta Harley.
—No, creo que no.
Lenny Partridge, que seguramente no se recuperará de las costillas
que se rompió en un extraño accidente de coche hace dos otoños,
dobla las piernas para que el más viejo pueda pasar y dejarse caer
con todo cuidado en la silla del rincón, que él mismo tapizó en 1982.
Paulson emite un chasquido con los labios, succiona la saliva que
amenaza con escapársele y entrelaza las manos sobre el puño del
bastón. Ofrece un aspecto cansado y macilento.
—Va a llover a cántaros —anuncia por fin—. Me duelen todos los
huesos.
—Es un mal otoño —contesta Paul Corliss.
Se produce un silencio. El calor de la estufa llena la tienda, que
cerrará en cuanto Harley muera o tal vez incluso antes si su hija
menor se sale con la suya, llena la tienda, protege los huesos de los
ancianos, al menos lo intenta, y sube por los sucios cristales del
escaparate, cubierto de viejos carteles que miran hacia el patio, en el
que hubo surtidores de gasolina hasta 1977. Son ancianos, y la mayor
parte de ellos han visto a sus hijos partir hacia lugares más prósperos.
La tienda no obtiene beneficios dignos de mencionar en la actualidad,
no tiene más clientes que unos pocos habitantes del pueblo y algunos
33 y 1/tercio eXt r as

turistas de paso que creen que viejos como éstos, ancianos que se
sientan junto a la estufa enfundados en camisetas de termolactil
incluso en pleno julio, son pintorescos. El viejo Clut siempre ha
afirmado que van a llegar nuevas gentes a esta parte del condado de
Rock, pero los últimos dos años, las cosas han ido peor que nunca, y
da la sensación de que todo el maldito pueblo se muere.
—¿Quién está construyendo un ala nueva en la maldita casa de
Newall? —inquiere Paulson por fin.
Los demás se vuelven hacia él. Por un instante, la cerilla de cocina
que el viejo Clut acaba de encender permanece suspendida sobre la
pipa como una llama mística, quemando la madera y tornándola
negra. El fósforo se vuelve grisáceo y se riza. Por fin, el viejo Clut
hunde la cerilla en la pipa y aspira.
—¿Un ala nueva? —pregunta Harley.
—Aja.
Una cortina de humo azulado procedente de la pipa del viejo Clut se
eleva sobre la estufa y allí se extiende como una delicada red de
pescador. Lenny alza el mentón para desentumecer los músculos del
cuello y, a continuación, se pasa la mano por él, lo que produce un
sonido áspero.
—Nadie, que yo sepa —dice Harley en un tono que indica que eso
incluye, como consecuencia, a todo el mundo, al menos en esta parte
del mundo.
—No han tenido un comprador para la casa desde el ochenta y uno —
comenta el viejo Clut.
Al decir «no han tenido», el viejo Clut se refiere tanto a la Tejeduría
del Sur de Maine como al Banco del Sur de Maine, pero también se
refiere a otra cosa, concretamente a los Espaguetti de Massachusetts.
La Tejeduría del Sur de Maine se apropió de las tres serrerías de Joe,
así como de su casa de la colina, alrededor de un año después de que
Joe se quitara la vida, pero, por lo que respecta a los hombres
congregados en torno a la estufa de la tienda de Brownie, ese nombre
no es más que una cortina de humo... o lo que a veces denominan El
Legal, como en La mujer obtuvo una, orden de protección contra él y
ahora él no puede ver a sus propios hijos a causa del Legal. Estos
hombres odian El Legal por cuanto usurpa sus vidas y las de sus
amigos, pero les fascina lo indecible el modo en que ciertas personas
lo ponen al servicio de sus infames planes para ganar dinero.
La Tejeduría del Sur de Maine, es decir, el Banco del Sur de Maine, es
decir, los Espaguetti de Massachusetts, vivieron una larga época de
gran prosperidad tras salvar las serrerías de Joe Newall de la ruina,
pero el hecho de que hayan sido incapaces de deshacerse de la casa
fascina a los ancianos que pasan los días en la tienda de Brownie.
—Es como un moco que no puedes arrancarte de la punta del dedo —
comentó Lenny Partridge en cierta ocasión, y los demás asintieron—.
Ni siquiera esos Espaguetti de Malden y Revere pueden librarse de
esa piedra de molino.
33 y 1/tercio eXt r as

El viejo Clut y su nieto, Andy, no se hablan, y la propiedad de la fea


casa de Joe Newall fue la causa de ello... aunque otros motivos más
personales flotan justo debajo de la superficie, sin duda, como casi
siempre ocurre. El tema surgió cierta noche después de que abuelo y
nieto, ambos viudos, disfrutaran de una sabrosa cena a base de
espaguetti en casa del joven Clut.
El joven Andy, que todavía no había perdido su empleo en la policía
local, intentaba, de un modo bastante condescendiente, por cierto,
explicar a su abuelo que la Tejeduría del Sur de Maine no había tenido
nada que ver con ninguna de las antiguas propiedades de Newall
durante años, que el verdadero propietario de la casa del Recodo era
el Banco del Sur de Maine, y que las dos empresas no guardaban
ninguna relación en absoluto. El viejo John dijo a Andy que estaba
loco si se tragaba eso. Todo el mundo sabía, afirmó, que tanto el
banco como la empresa textil eran tapaderas de los Espaguetti de
Massachusetts, y que la única diferencia entre ellos residía en un par
de palabras. Estas empresas se limitaban a camuflar las conexiones
más obvias con una densa burocracia, explicó el viejo Clut, El Legal,
en otras palabras.
El joven Clut había tenido el mal gusto de reírse de su abuelo. El viejo
Clut se puso colorado, tiró la servilleta sobre el plato y se levantó. «Tú
ríete —exclamó—. ¿Por qué no? La única cosa que un borracho hace
mejor que reírse de lo que no entiende es llorar sin saber por qué.»
Aquellas palabras enojaron a Andy, el cual dijo algo respecto a que
Melissa era la razón por la que bebía, y John preguntó a su nieto
cuánto tiempo iba a seguir culpando a su esposa muerta de su
problema con la bebida. Andy palideció cuando su abuelo dijo eso, le
ordenó que saliera de su casa, John se fue y desde entonces no ha
vuelto. No es que quiera. Acusaciones aparte, no puede soportar ver
cómo Andy se va derechito al infierno.
Especulaciones o no, no puede negarse lo siguiente: la casa de la
colina lleva once años vacía, nadie ha vivido en ella en todo este
tiempo y, por lo general, es el Banco del Sur de Maine el que intenta
venderla a través de una de las inmobiliarias locales.
—Las últimas personas que la compraron eran del estado de Nueva
York, ¿verdad? —pregunta Paul Corliss.
Por lo general, habla tan poco que todos se vuelven hacia él, incluso
Gary.
—Sí señor —asiente Lenny—. Un matrimonio muy simpático. El
hombre iba a pintar el granero de rojo y convertirlo en una especie de
tienda de antigüedades, ¿no?
—Aja —corrobora el viejo Clut—. Y entonces su chico cogió el arma
que guard...
—La gente es muy descuidada —tercia Harley.
—¿Se murió? —pregunta Lenny—. El chico. ¿Se murió?
El silencio se hace eco de la pregunta. Por lo visto, ninguno de ellos lo
sabe. Por fin, Gary habla, casi a regañadientes.
—No, pero se quedó ciego. Se mudaron a Auburn. O tal vez a Leeds.
33 y 1/tercio eXt r as

—Eran gente como Dios manda —comenta Lenny—. Realmente creí


que iban a quedarse. Les encantaba la casa. Creían que todo el
mundo les tomaba el pelo al decirles que traía mala suerte porque
eran forasteros. —Hace una pausa—. Tal vez ahora hayan cambiado
de opinión... estén donde estén.
Se hace el silencio mientras los ancianos piensan en aquella gente de
Nueva York, o tal vez en sus órganos y sentidos maltrechos. En la
penumbra que reina tras la estufa, se oyen los gorgoteos del aceite.
Más allá, un postigo golpea una y otra vez, movido por el inquieto aire
otoñal.
—Están construyendo un ala nueva allá arriba, sí señor —insiste Gary.
Habla en voz baja pero vehemente, como si uno de los otros hubiera
contradicho su afirmación.
—Lo he visto cuando bajaba por River Road. Ya tienen casi toda la
estructura hecha. Parece que esa maldita cosa va a medir treinta
metros de largo por diez de ancho. No lo había visto antes. Parece
buena madera de arce. ¿Dónde conseguirán buena madera de arce
en estos días?
Nadie responde. Nadie lo sabe.
—¿Estás seguro de que no es otra casa, Gary? —pregunta por fin Paul
Corliss en tono cauteloso—. Tal vez te...
—Y una mierda —interrumpe Gary en el mismo tono bajo, pero con
mayor vehemencia—. Es la casa de Newall, un ala nueva en la casa
de Newall, con la estructura acabada, y si todavía tienen dudas,
salgan y echen un vistazo ustedes mismos.
Una vez dicho esto, no queda nada más que añadir. Todos le creen. Ni
Paul ni ninguno de los demás se apresura a ir a ver el ala nueva de la
casa de Newall. Consideran que se trata de una cuestión de cierta
importancia y, por tanto, no deben precipitarse en modo alguno. Pasa
el tiempo... En más de una ocasión, Harley McKissick ha pensado que
si el tiempo fuera madera, todos ellos serían ricos. Paul se dirige a la
vieja nevera de refrescos y saca uno de naranja. Entrega sesenta
centavos a Harley, el cual los registra en la caja. Al cerrar de un golpe
el cajón, se da cuenta de que el ambiente de la tienda ha cambiado.
Hay otros temas que discutir.
Lenny Partridge tose, hace una mueca, se oprime con las manos el
lugar en que se encuentran las costillas rotas que nunca han llegado
a curarse, y pregunta a Gary cuándo es el funeral de Dana Roy.
—Mañana —responde Gary—. En Gorham. Ahí es donde está
enterrada su mujer.
Lucy Roy murió en 1968; Dana, quien hasta 1979 fue electricista en la
sucursal de Gates Falls de la empresa U.S. Gypsum, que los ancianos
suelen llamar U.S. Gyp Em, murió de cáncer de colon hace dos días.
Vivió en Castle Rock toda su vida, y le gustaba contar a la gente que
en sus ochenta años de vida sólo había salido de Maine tres veces;
una para visitar a una tía suya en Connecticut, otra para ver un
partido de los Red Sox de Boston («y perdieron, los muy
desgraciados») y la última para asistir a una convención de
33 y 1/tercio eXt r as

electricistas en Portsmouth, New Hampshire. «Una maldita pérdida de


tiempo», decía siempre acerca de la convención. «No había más que
alcohol y mujeres, y las mujeres no valían un centavo, desde luego.»
Era un compadre de estos hombres, que han acogido su fallecimiento
con una extraña mezcla de dolor y triunfo.
—Le sacaron dos metros de intestinos —explica Gary a los demás—.
Pero no sirvió de nada. Lo tenía extendido por todas partes.
—Él sí conocía a Joe Newall —interviene Lenny de pronto—. Estaba ahí
arriba con su padre cuando su padre estaba instalando la electricidad
en casa de Joe... No tendría más de seis u ocho años, creo yo.
Recuerdo que dijo que una vez Joe le dio un caramelo, pero que lo tiró
por la ventana de camino a casa. Dijo que tenía un sabor agrio y raro.
Después, cuando volvieron a poner en marcha las serrerías, a finales
de los años treinta, creo que fue, se encargó de cambiar la instalación
eléctrica. ¿Te acuerdas, Harley?
—Aja.
Ahora que la conversación ha vuelto a centrarse en Joe Newall a
través de Dana Roy, los hombres permanecen sentados en silencio,
hurgando en sus recuerdos en busca de anécdotas. Pero cuando el
viejo Clut rompe el silencio, lo hace con una afirmación de lo más
asombroso.
—Fue el hermano mayor de Dana, Will, quien tiró la mofeta contra la
pared de la casa. Estoy casi seguro de que fue él.
—¿Will? —exclama Lenny con las cejas enarcadas—. Will Roy era
demasiado estable para hacer algo así, me parece a mí.
—Sí señor, fue Will —tercia Gary Paulson en voz baja. Todos se
vuelven hacia él.
—Y fue la mujer quien le dio un caramelo a Dana el día que fue allá
con su padre —prosigue Gary—. Fue Cora, no Joe. Y Dana no tenía
seis u ocho años. La mofeta aterrizó en la casa más o menos cuando
el crack, y Cora ya estaba muerta por entonces. No, tal vez Dana se
acordara de algo, pero no podía tener más que dos años por
entonces. Fue alrededor de 1916 cuando le dieron aquel caramelo,
porque fue en el 16 cuando Eddy Roy instaló la electricidad en la
casa. Nunca volvió a ir allá arriba. Frank, el mediano, que lleva unos
diez o doce años muerto, él sí que tendría unos seis u ocho años en
aquella época. Frank vio lo que Cora le hizo al pequeño, eso lo sé,
pero no cuando se lo contó a Will. No importa. Por fin, Will decidió
hacer algo. La mujer ya estaba muerta, así que se desahogó con la
casa que Joe había construido para ella.
—Eso da igual —interviene Harley fascinado—. ¿Qué es lo que le hizo
a Dana? Eso es lo que yo quiero saber.
Gary prosigue con voz calmosa, casi sentenciosa.
—Lo que Frank me contó una noche que había bebido unas cuantas
copas fue que aquella mujer le dio el caramelo con una mano y con la
otra le tocó el paquete. Delante de las narices del hermano mayor.
—¡Eso es imposible! —rechaza el viejo Clut, escandalizado a pesar
suyo.
33 y 1/tercio eXt r as

Gary se limita a mirarle con sus ojos amarillentos y desvaídos, pero


no dice nada.
De nuevo se hace el silencio, roto tan sólo por el golpeteo del postigo.
Los niños del escenario de la banda han cogido el coche de bomberos
y se han marchado a otro sitio, y la tarde eterna sigue y sigue, bajo la
luz de un cuadro de Andrew Wyeth, blanca, quieta y llena de
significados dementes. La tierra ha cesado de dar sus escuálidos
frutos y espera yerma la caída de las primeras nieves.
A Gary le gustaría hablarles de la habitación del hospital de
Cumberland en la que Dana Roy yacía moribundo, con mocos negros
pegados en torno a las fosas nasales, y un olor idéntico al de un
pescado abandonado al sol. Le gustaría hablar de los fríos azulejos
azules y de las enfermeras con el cabello recogido en redecillas,
criaturas jóvenes, dotadas en su mayoría de bonitas piernas y pechos
firmes, sin conocimiento de que 1923 fue un año real, tan real como
los dolores que atenazan los huesos de los viejos. Tiene la sensación
de que le gustaría pronunciar un discurso sobre la maldad del tiempo
y tal vez incluso sobre la maldad de determinados lugares, así como
explicar por qué Castle Rock es ahora como un diente podrido, a
punto de desprenderse. Sobre todo, le gustaría contarles que Dana
Roy sonaba como si le hubieran atestado el pecho de heno y
estuviera intentando respirar a través de él, y que tenía el aspecto de
haber empezado ya a pudrirse. Sin embargo, no puede decir ninguna
de estas cosas porque no sabe cómo decirlas, de modo que se limita
a succionarse la saliva y permanecer en silencio.
—A nadie le caía bien Joe —comenta el viejo Clut. De repente, se le
ilumina el rostro.
—¡Pero, desde luego..., acababa por gustarte!
Los demás no responden.
Diecinueve días más tarde, una semana antes de que la primera
nevada cubra la tierra yerma, Gary Paulson tiene un sueño
sorprendentemente erótico... aunque, en realidad trata más bien de
un recuerdo.
El 14 de agosto de 1923, cuando pasaba junto a la casa de los Newall
en la camioneta de su padre, Gary Martin Paulson, que por entonces
contaba trece años, vio cómo Cora Leonard Newall se apartaba del
buzón. En una mano sostenía el periódico. Al ver a Gary, alargó la
otra para cogerse el dobladillo del vestido de estar por casa que
llevaba. No sonreía. La inmensa luna que tenía por rostro aparecía
pálida y vacua mientras se alzaba el vestido y le mostraba el sexo...
Era la primera vez que veía aquel misterio del que todos los niños a
los que conocía hablaban con tal avidez. Sin sonreír, mirándole con
expresión grave, la mujer adelantó las caderas y se las colocó delante
del rostro perplejo y asombrado cuando la camioneta pasó a su lado.
De pronto, Gary dejó caer una mano sobre el regazo y al cabo de un
instante eyaculó en los pantalones de franela.
Fue su primer orgasmo. En los años que han pasado desde entonces,
ha hecho el amor con muchas mujeres, empezando por Sally
33 y 1/tercio eXt r as

Ouelette, a la que sedujo bajo el puente Tim en el 26, y cada vez que
se acercaba al orgasmo, cada vez, sin excepción, veía a Cora Leonard
de pie junto al buzón, bajo el cielo caluroso y acerado; la veía
levantarse el vestido y revelar un matojo casi inexistente de vello
rojizo que se abría bajo el monte pálido de su vientre; veía el signo de
exclamación con sus labios rojos que se teñían de un color que, como
sabía, sería el más delicado rosa coral
(Cora)
Sin embargo, no es la visión de su vagina con la promiscua hinchazón
de entraña lo que le ha perseguido todos estos años, haciendo que
todas las mujeres se convirtieran en Cora en el instante del orgasmo.
Lo que siempre lo ha vuelto loco de placer cuando recordaba la
escena, algo que, de todas formas, no podía evitar cuando hacía el
amor, era el modo en que había arrojado las caderas hacia delante,
hacia su rostro... una, dos, tres veces. Eso y la falta de expresión en
su rostro, una impavidez tan profunda que parecía fruto de un
trastorno mental, como si la mujer representara la suma de la
limitada comprensión y el deseo de todo muchacho, una oscuridad
angosta y anhelosa, nada más, un Edén limitado que relucía en tono
rosado coral.
Su vida sexual ha quedado marcada y delimitada por aquella
experiencia, una experiencia seminal donde las haya, pero nunca ha
hablado de ella con nadie, aunque en más de una ocasión se ha visto
tentado a ello después de tomarse unas copas. Siempre ha guardado
el secreto. Y esto es lo que está soñando, con el pene perfectamente
erecto por primera vez en casi nueve años, cuando de repente, un
pequeño vaso sanguíneo estalla en su cerebro y forma un coágulo
que acaba con su vida con rapidez, ahorrándole cuatro semanas o
cuatro meses de parálisis, de tubos en los brazos, de catéter, de
enfermeras silenciosas con el cabello recogido en redecillas y pechos
erguidos. Muere mientras duerme, con el pene apuntando al cielo, y
el sueño se desvanece como el eco de una imagen televisiva tras
apagar el aparato en una habitación oscura. No obstante, sus
compadres quedarían confundidos si estuvieran junto a él para
escuchar las dos últimas palabras que pronuncia jadeante, pero con
claridad:
«¡La luna!»
El día después de ser enterrado en el cementerio de Homeland, una
nueva cúpula empieza a surgir de la nueva ala de la casa de Newall.

●●●

esa sensación que solo puede expresarse en francés

«¿Qué es eso de ahí, Floyd? Mierda.»


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La voz del hombre que había pronunciado esas palabras me resultaba


familiar, pero las palabras en sí no eran más que un retazo de diálogo
inconexo, la clase de cosa que oyes cuando haces zapping. En su vida
no existía nadie llamado Floyd. Pese a ello, así empezó. Aun antes de
ver a la niña del pichi rojo, oyó esas palabras inconexas.
Pero fue la niña quien contribuyó a intensificar la sensación.
–Oh, oh, me está viniendo esa sensación –dijo Carol.
La niña del pichi rojo estaba delante de una tienda llamada Carson's,
CERVEZA, VINO, ALIMENTACIÓN, CEBOS VIVOS, LOTERÍA, en cuclillas,
con el trasero entre los tobillos y la falda rojo brillante del pichi
encajada entre los muslos mientras jugaba con una muñeca sucia de
pelo amarillo, de esas flácidas de trapo rellenas de serrín.
–¿Qué sensación? –preguntó Bill.
–Ya sabes, esa que solo se puede expresar en francés. ¿Cómo se dice?
–Déjà vu –repuso él.
–Eso.
Carol se volvió para mirar una vez más a la niña. «La estará sujetando
por una pierna –pensó–, sujetándola boca abajo por una pierna, con el
mugriento pelo amarillo colgando hacia abajo.»
Pero la niña había abandonado la muñeca en los resquebrajados
escalones grises de la tienda para ir a ver un perro enjaulado en el
maletero de un coche familiar. En ese momento, Bill y Carol Shelton
tomaron una curva en la carretera, y la tienda se perdió de vista.
–¿Cuánto falta? –inquirió Carol.
Bill la miró con una ceja levantada y un hoyuelo en la mejilla... Ceja
izquierda, mejilla derecha, como siempre, la mirada que decía: «Crees
que me hace gracia, pero en realidad estoy mosqueado. Por
trillonésima vez en nuestro matrimonio, estoy mosqueado de verdad,
pero no lo sabes, porque no tienes ni idea de lo que me pasa por la
cabeza».
Sin embargo, Carol tenía más idea de la que él creía; era uno de los
secretos que guardaba. Con toda probabilidad, Bill también tenía los
suyos, y por supuesto, estaban los que guardaban juntos.
–No lo sé, nunca he estado allí.
–Pero estás seguro de que vamos bien.
–Una vez pasada la carretera elevada que lleva a Sanibel Island, solo
queda un camino –explicó Bill–. La carretera se acaba en Captiva,
pero antes pasa por Palm House, te lo juro.
El arco de su ceja empezó a aplanarse, y el hoyuelo se despidió de su
rostro. Bill estaba regresando a lo que Carol denominaba el Nivel
Genial. Había llegado a detestar el Nivel Genial, pero no tanto como la
ceja enarcada y el hoyuelo, o su forma sarcástica de decir
«¿perdona?» cuando decías algo que consideraba estúpido, o su
costumbre de adelantar el labio inferior cuando quería parecer
pensativo y meditabundo.
–Bill...
–¿Hummm?
33 y 1/tercio eXt r as

–¿Conoces a alguien llamado Floyd?


–Bueno, conozco a Floyd Denning. Él y yo llevábamos la cafetería en
la planta baja de la iglesia de Cristo Redentor durante el último año
de instituto. Te he hablado de él, ¿no? Un viernes robó el dinero de la
caja y se fue a pasar el fin de semana en Nueva York con su novia. A
él lo suspendieron y a ella la expulsaron. ¿Qué te ha hecho pensar en
él?
–No lo sé –repuso ella.
Era más fácil que contarle que el Floyd con quien Bill había ido al
instituto no era el Floyd con el que hablaba la voz que había oído. Al
menos, no lo creía.
«Una segunda luna de miel, así llamas a esto», pensó mientras
contemplaba las palmeras que flanqueaban la carretera 867, un
pájaro blanco que caminaba por la cuneta como un predicador
enojado y un cartel que decía RESERVA NATURAL DE LOS SEMÍNOLAS.
10 DÓLARES POR VEHÍCULO. «Florida, el estado del sol. Florida, el
estado de la hospitalidad. Por no hablar de Florida, el estado de las
segundas lunas de miel. Florida, el estado donde Bill Shelton y Carol
Shelton, de soltera Carol O'Neill, de Lynn, Massachusetts, habían
pasado su primera luna de miel veinticinco años antes. Solo que en
aquella ocasión habían ido al otro lado, a la costa atlántica, a una
pequeña urbanización de cabañas con cucarachas en los cajones de
la cómoda. Bill no podía quitarme las manos de encima. Pero por
entonces no me importaba, por entonces quería que me tocaran, que
me incendiaran como Atlanta en Lo que el viento se llevó, y él me
incendiaba, me reconstruía y volvía a incendiarme. A los veinticinco
años de matrimonio se cumplen las bodas de plata, y a veces solo es
plata lo que percibo.»
Se acercaban a una curva. «Esas cruces a la derecha de la carretera –
pensó–. Dos pequeñas a ambos lados de una más grande. Las
pequeñas son dos tablones cruzados y clavados. La del centro es de
abedul blanco con una fotografía diminuta prendida a ella, la foto del
chico de diecisiete años que perdió el control del coche en esta curva
una noche que conducía borracho, la última noche que conduciría
borracho, y este es el lugar que su novia y las amigas de esta
marcaron para...»
Bill tomó la curva. Una pareja de cuervos negros, rollizos y
relucientes, levantaron el vuelo desde algo aplastado sobre el asfalto
en medio de un charquito de sangre. Los pájaros se habían dado tal
festín que Carol no supo si se apartarían hasta el instante en que
echaron a volar. Allí no había ninguna cruz, ni a la derecha ni a la
izquierda. Solo un animal atropellado en el centro, un pájaro
carpintero o algo parecido que ahora desaparecía bajo las ruedas de
un coche de lujo que nunca había estado al norte de la línea Mason-
Dixon.
«¿Qué es eso de ahí, Floyd?»
–¿Qué te pasa?
33 y 1/tercio eXt r as

–¿Eh? –farfulló Carol, volviéndose hacia él con expresión


desconcertada y cierta sensación de haber perdido el juicio.
–Estás tiesa como un palo de escoba. ¿Te ha dado un calambre en la
espalda?
–Uno pequeño –mintió al tiempo que volvía a reclinarse muy
despacio–. He vuelto a tener esa sensación de déjà vu.
–¿Ya se te ha pasado?
–Sí –volvió a mentir.
Lo cierto era que la sensación había remitido un poco, pero nada más.
Le había sucedido otras veces, pero no de un modo tan persistente.
Alcanzó un punto culminante y volvió a descender, pero sin
desaparecer del todo. Era consciente de ella desde que la asaltara
esa idea sobre Floyd y viera a la niña del pichi rojo.
Bueno, a decir verdad, ¿no había sentido nada antes de esos dos
episodios? ¿No había empezado todo cuando bajaron la escalera del
Lear 35 para sumergirse en el calor abrasador de Fort Myers? ¿O
incluso antes? ¿Durante el trayecto desde Boston?
Se aproximaban a un cruce. Sobre él parpadeaba un semáforo ámbar
de advertencia. «A la derecha hay un concesionario de coches usados
y un rótulo del teatro municipal de Sanibel», pensó.
Allí estaba el cruce... Y a la derecha, en efecto, un concesionario de
coches usados, Palmdale Motors. Carol sufrió un sobresalto, una
punzada de algo más fuerte que la inquietud. Se reprendió por ser tan
tonta. Sin duda Florida entera estaba llena de concesionarios de
coches usados, y si vaticinabas uno en cada cruce, tarde o temprano
la ley de las probabilidades te convertía en profeta. Era un truco que
los médiums utilizaban desde hacía siglos.
«Además, no hay ningún rótulo de ningún teatro.»
Pero sí una valla publicitaria. Mostraba a la Madre de Dios, el
fantasma de todos los días de su infancia, con las manos extendidas
como en la medalla que su abuela le había regalado al cumplir diez
años. Su abuela se la había puesto en la mano antes de enrollarle la
cadena alrededor de los dedos y decir:
–Llévala siempre, porque están por llegar malos tiempos.
Y Carol la había llevado, sí señor. La había llevado durante toda la
escuela primaria, que cursó en Nuestra Señora de los Ángeles, y en el
instituto de San Vicente de Paul. Llevó la medalla hasta que los
pechos empezaron a crecerle alrededor como dos milagros y
entonces, probablemente durante una excursión escolar a Hampton
Beach, la perdió. Durante el trayecto de regreso en autocar había
dado su primer beso con lengua. El afortunado fue Butch Soucy, y
Carol saboreó el algodón de azúcar que había comido.
La María de aquella medalla perdida y la María de la valla publicitaria
exhibían la misma expresión, esa que te hacía sentir culpable por
albergar sentimientos impuros aunque solo estuvieras pensando en
un bocadillo de crema de cacahuete. Debajo de María, la valla decía
LA OBRA BENÉFICA MADRE MISERICORDIOSA AYUDA AL INDIGENTE
DE FLORIDA. ¿QUIERES AYUDARNOS A NOSOTROS?
33 y 1/tercio eXt r as

«Eh, María, qué pasa...»


Esta vez oyó más de una voz; muchas voces, voces de chicas, voces
fantasmales entonando un canto. Pequeños milagros. También
existían los fantasmas pequeños, eso lo descubría una al hacerse
mayor.
–¿Se puede saber qué te pasa?
Carol conocía esa voz tan bien como la ceja enarcada y el hoyuelo.
Era el tono que Bill empleaba cuando quería hacerte creer que solo
fingía estar enfadado, cuando en realidad lo estaba, al menos un
poco.
–Nada –aseguró ella con la mejor sonrisa que fue capaz de esbozar.
–Estás muy rara. Quizá no deberías haber dormido en el avión.
–Seguro que tienes razón –convino ella, y no solo para mostrarse
conciliadora.
A fin de cuentas, ¿cuántas mujeres conseguían pasar la segunda luna
de miel en Captiva Island para celebrar las bodas de plata? Diez días
en uno de esos sitios donde el dinero no tenía importancia alguna (al
menos hasta que MasterCard te escupía la factura a final de mes), y
si querías un masaje una mujerona sueca venía y te lo hacía en tu
casa de seis habitaciones a pie de playa.

Las cosas eran distintas al principio. Bill, al que conoció en un baile


organizado por varios institutos y con quien volvió a coincidir en la
universidad tres años más tarde (otro pequeño milagro), había
empezado su vida matrimonial trabajando de empleado de la limpieza
porque no encontró nada en el sector informático. Corría el año 1973,
y los ordenadores no progresaban. Vivían en un tugurio en Revere, no
junto a la playa, pero sí cerca, y la noche entera era un desfile de
gente que subía la escalera para comprar drogas a las dos criaturas
cetrinas que vivían en el piso de arriba y se pasaban las horas
escuchando discos psicodélicos de los sesenta. Carol permanecía
despierta a la espera de que empezaran los gritos, pensando: «Nunca
saldremos de aquí, envejeceremos y moriremos oyendo a Cream,
Blue Cheer y los autos de choque en la playa».
Bill, exhausto al acabar su turno, dormía como un lirón a pesar del
estruendo, tendido de costado, a veces con una mano apoyada sobre
la cadera de Carol. Y si no la apoyaba, Carol se la ponía allí, sobre
todo si las criaturas del piso de arriba se estaban peleando con sus
clientes. Bill era lo único que tenía. Sus padres prácticamente la
habían repudiado cuando se casó con él. Era católico, pero de la clase
equivocada. Su abuela le había preguntado por qué quería liarse con
ese muchacho si se veía a la legua que era un don nadie, que cómo
podía creerse las sandeces que decía, que por qué se empeñaba en
destrozarle el corazón a su padre. ¿Y qué podía responder ella a todo
eso?
Había un largo trecho del tugurio de Revere al avión privado volando
a trece mil metros de altitud, a aquel coche de alquiler, un Crown
Victoria, esos que los mafiosos de las películas de gángsteres siempre
33 y 1/tercio eXt r as

llamaban Crown Vic, que los llevaba rumbo a unas vacaciones de diez
días en un lugar donde la factura ascendería a... Bueno, no quería ni
saberlo.
«¿Floyd? Mierda.»
–¿Y ahora qué pasa, Carol?
–Nada –respondió ella.
Un poco más adelante, junto a la carretera, había una casita pintada
de rosa, con el porche flanqueado de palmeras (ver esos árboles con
flecos recortarse contra el cielo azul le recordaba los cazas japoneses
volando bajo mientras disparaban sus ametralladoras, una asociación
debida a toda una juventud malgastada delante del televisor), y
cuando pasaran ante ella saldría una mujer. Se estaría secando las
manos con una toalla rosa y los miraría con el rostro impasible, unos
ricachones en un Crown Victoria camino de Captiva, y no tendría ni
idea de que Carol Shelton había pasado muchas noches en vela en un
piso cuyo alquiler costaba noventa dólares al mes, oyendo los discos
y los gritos de los camellos del piso de arriba, sintiendo algo vivo en
su interior, algo que le hacía pensar en un cigarrillo caído tras las
cortinas en una fiesta, una colilla pequeña e invisible, que, pese a
ello, seguía ardiendo junto a la tela.
–¿Cariño?
–He dicho que no me pasa nada.
Pasaron ante la casa. No había ninguna mujer. Un anciano blanco, no
negro, estaba sentado en una mecedora y los siguió con la mirada.
Llevaba gafas con montura al aire y tenía una toalla del mismo tono
rosa que la casa sobre el regazo.
–Estoy bien, solo impaciente por llegar y ponerme pantalones cortos.
Bill le posó la mano sobre la cadera, el lugar donde tantas veces la
había apoyado en los viejos tiempos, y la deslizó hacia regiones más
íntimas. Carol estuvo a punto de retirársela, pero no lo hizo. A fin de
cuentas, estaban de segunda luna de miel, y además, quizá así se
borraría aquella expresión de su cara.
–Podríamos hacer un inciso –sugirió Bill–. Quiero decir entre que te
quites el vestido y te pongas los pantalones cortos.
–Me parece una idea estupenda –aseguró Carol al tiempo que cubría
la mano de su esposo con la suya y presionaba ambas sobre su
cuerpo.
Un poco más adelante había un rótulo en el que leerían PALM HOUSE
A 4 KM IZQUIERDA cuando se acercaran lo suficiente.
De hecho, el rótulo decía PALM HOUSE A 3 KM IZQUIERDA. Más allá
otra valla publicitaria con la Virgen María de las manos extendidas y
una iluminación eléctrica en forma de halo alrededor de la cabeza.
Aquella versión decía: LA OBRA BENÉFICA MADRE MISERICORDIOSA
AYUDA AL ENFERMO DE FLORIDA. ¿QUIERES AYUDARNOS A
NOSOTROS?
–El siguiente debería decir «Burma Shave» –comentó Bill.
33 y 1/tercio eXt r as

Carol no comprendía a qué se refería, pero a todas luces era un


chiste, de modo que sonrió. De hecho, el siguiente diría «La obra
benéfica Madre Misericordiosa ayuda al hambriento de Florida», pero
eso no podía decírselo. Su querido Bill. Querido a pesar de sus
expresiones a veces estúpidas y sus alusiones a veces crípticas. «Lo
más probable es que te deje, ¿y sabes una cosa? Si lo superas te
darás cuenta de que es lo mejor que podía pasarte.» Palabras de su
padre. El querido Bill, que había demostrado por una vez, por una sola
y crucial vez, que Carol tenía mucho mejor criterio que su padre.
Seguía casada con el hombre al que su abuela había llamado «ese
fanfarrón». Había pagado un precio, cierto, pero ¿qué decía aquel
viejo axioma? Ah, sí, Dios dice que cojas lo que quieras... y pagues
por ello.
Le picaba la cabeza. Se la rascó con ademán ausente mientras seguía
buscando con la mirada la siguiente valla publicitaria de Madre
Misericordiosa.
Por espantoso que sonara, las cosas empezaron a torcerse cuando
perdió el bebé. Fue justo antes de que a Bill le dieran el empleo en
Beach Computers, en la carretera 128; soplaban los primeros vientos
de cambio en el sector.
Perdió el bebé, sufrió un aborto espontáneo... Todos se lo habían
creído salvo tal vez Bill. Desde luego, su familia se lo había creído,
papá, mamá, la abuela... Hablaban de «aborto espontáneo», término
católico donde los haya. «Eh, María, qué pasa», cantaban a veces
cuando saltaban a la comba, sintiéndose osadas, pecaminosas, con
las faldas del uniforme subiendo y bajando sobre las rodillas
arañadas. Era en Nuestra Señora de los Ángeles, donde la hermana
Annunciata te daba en los nudillos con la regla si te pillaba mirando
por la ventana durante la hora del castigo, donde la hermana
Dormatilla te decía que un millón de años no es más que el primer tic
del reloj infinito de la eternidad, y que podías pasarte dicha eternidad
en el Infierno, no era difícil. En el Infierno morarías para siempre con
la piel en llamas y los huesos asándose. Y ahora Carol estaba en
Florida, sentada en un Crown Vic junto a su esposo, cuya mano seguía
explorándole la entrepierna. Se le arrugaría el vestido, pero no
importaba si con ello conseguía borrar aquella expresión de su rostro,
¿y por qué demonios no desaparecía aquella sensación?
Pensó en un buzón con el nombre RAGLAN escrito en el costado y un
adhesivo de la bandera norteamericana en la parte delantera, y
aunque el nombre resultó ser REAGAN y el adhesivo, de los Grateful
Dead, lo cierto era que el buzón estaba allí. Pensó en un perrito negro
trotando con paso resuelto al otro lado de la carretera, husmeando el
suelo con la cabeza gacha, y el perrito negro estaba allí. Pensé de
nuevo en la valla publicitaria, y en efecto, ahí estaba: LA OBRA
BENÉFICA MADRE MISERICORDIOSA AYUDA AL HAMBRIENTO DE
FLORIDA. ¿QUIERES AYUDARNOS A NOSOTROS?
Bill estaba señalando algo.
33 y 1/tercio eXt r as

–Allí, ¿lo ves? Creo que es Palm House. No, no donde está la valla
publicitaria, sino al otro lado. ¿Por qué permitirán poner esos trastos
en esta zona?
–No lo sé.
Le picaba otra vez la cabeza. Al rascarse vio que copos de caspa
negra flotaban ante sus ojos. Se miró los dedos y quedó horrorizada al
comprobar que los tenía manchados de negro, como si acabaran de
tomarle las huellas dactilares.
–Bill...
Se mesó el cabello rubio y esta vez sacó copos más grandes. Advirtió
que no eran fragmentos de piel, sino de papel. En uno de ellos se veía
una cara asomada entre el papel carbonizado como si de un negativo
echado a perder se tratara.
–¡Bill!
–¿Qué? ¿Qu...?
Y entonces su tono de voz cambió por completo, lo que la asustó más
aún que el brusco vaivén del coche.
–Madre mía, cariño, ¿qué tienes en el pelo?
Parecía el rostro de la madre Teresa. ¿O se lo parecía solo porque
había estado pensando en Nuestra Señora de los Ángeles? Carol se lo
separó del vestido con la intención de mostrárselo a Bill, pero el rostro
se desintegró sin darle ocasión de hacerlo. Se volvió hacia él y vio que
las gafas se le habían fundido con las mejillas. Uno de los ojos se le
había salido de la órbita para estallar como una uva repleta de
sangre.
«Y yo lo sabía –pensó Carol–. Lo sabía antes de volverme. Porque
tenía esa sensación.»
En los árboles chilló un pájaro. En la valla publicitaria, María extendía
las manos. Carol intentó gritar. Intentó gritar.

–¿Carol?
Era la voz de Bill que le llegaba desde muy lejos. Luego su mano, pero
no entre los pliegues de su vestido en la entrepierna, sino sobre el
hombro.
–¿Estás bien, cielo?
Carol abrió los ojos al sol cegador y los oídos al zumbido constante de
los motores del Learjet. Y otra cosa, una presión en los tímpanos.
Apartó la mirada de la expresión levemente preocupada de Bill para
fijarse en el dial situado bajo el indicador de temperatura y vio que
habían descendido a ocho mil metros.
–¿Vamos a aterrizar? –preguntó con voz confusa–. ¿Tan pronto?
–Sí, qué rápido, ¿eh? –repuso él en tono complacido, como si hubiera
pilotado personalmente en lugar de limitarse a pagar el viaje–. El
piloto dice que llegaremos a Fort Myers dentro de veinte minutos. Has
dado un respingo de mil demonios, cariño.
–He tenido una pesadilla.
33 y 1/tercio eXt r as

Bill lanzó aquella carcajada modelo «mira que eres tontita» que Carol
había llegado a detestar con todas sus fuerzas.
–Prohibido tener pesadillas en tu segunda luna de miel, tesoro. ¿Qué
has soñado?
–No me acuerdo –repuso ella.
Y era cierto. Solo recordaba fragmentos, a Bill con las gafas derretidas
sobre el rostro, y una de las tres o cuatro rimas prohibidas que
cantaban cuando saltaban a la comba en quinto y sexto. «Eh, María,
qué pasa», empezaba, y luego no sé qué, no sé qué, no sé qué. Lo
había olvidado. Recordaba aquella de «Pito pito colorito, a mi padre le
he visto el pito», pero no la de María.
«María ayuda al enfermo de Florida», pensó sin tener idea de lo que
significaba, y en ese momento se oyó un pitido al encender el piloto
la señal de abrocharse los cinturones. Habían iniciado la maniobra de
aproximación. «Que empiece el espectáculo», se dijo al abrocharse el
cinturón.
–¿De verdad no te acuerdas? –insistió Bill mientras se abrochaba el
suyo.
El pequeño avión atravesó una masa de nubes cargada de
turbulencias, uno de los pilotos realizó un pequeño ajuste, y el
aparato volvió a estabilizarse.
–Porque por lo general, al despertar uno recuerda los sueños, incluso
las pesadillas.
–Recuerdo que salía la hermana Annunciata, de Nuestra Señora de los
Ángeles. Era en hora de castigo.
–Eso sí que es una pesadilla.
Diez minutos más tarde, el tren de aterrizaje se desplegó con un
chirrido y un golpe sordo, y al cabo de otros cinco habían aterrizado.
–Quedamos en que traerían el coche a pie de avión –resopló Bill, ya
en tono de bronca, algo que Carol detestaba, pero no tanto como la
risa condescendiente y el repertorio de miraditas paternalistas–.
Espero que no haya ningún problema.
«No hay ningún problema –pensó Carol con una sensación de déjà vu
más fuerte que nunca–. Lo veré por mi ventanilla dentro de un par de
segundos. Es el coche ideal para unas vacaciones en Florida, un
enorme Cadillac blanco, o puede que un Lincoln...»
Y en efecto, apareció, pero ¿qué demostraba eso? Bueno, se dijo
Carol, demostraba que a veces, cuando tenías un déjà vu, lo que
pensabas que iba a suceder sucedía. No era un Cadillac ni un Lincoln,
sino un Crown Victoria, lo que los gángsteres de las películas de
Martin Scorsese llamaban un Crown Vic.
–Uf –suspiró mientras Bill la ayudaba a bajar por la escalera del avión,
mareada por el calor del sol.
–¿Qué pasa?
–Nada, es que he tenido un déjà vu. Supongo que debe de ser un
vestigio del sueño. Como si ya hubiéramos estado aquí antes.
33 y 1/tercio eXt r as

–Es por estar en un lugar desconocido –aseguró él, besándola en la


mejilla–. Vamos, que empiece el espectáculo.
Se dirigieron hacia el coche. Bill mostró su carnet de conducir a la
joven que lo había llevado hasta allí. Carol vio cómo le miraba el
dobladillo de la falda antes de firmar el impreso.
«Se le va a caer», pensó Carol.
La sensación era tan intensa como si se hallara montada en una
atracción demasiado rápida; de repente te das cuenta de que estás a
punto de abandonar el País de la Diversión para adentrarte en el
Reino de la Náusea. «Se le va a caer, y Bill dirá "Patapum", lo
recogerá y echará un buen vistazo a sus piernas.»
Pero la mujer de Hertz no dejó caer el impreso. Había aparecido una
furgoneta blanca para llevarla de regreso a la terminal de Butler
Aviation. La joven dedicó una última sonrisa a Bill (en ningún
momento prestó atención a Carol) y abrió la portezuela derecha. Al
subir resbaló.
–Patapum –dijo Bill al tiempo que la asía del codo para sujetarla.
La joven le dirigió una sonrisa de agradecimiento, él se despidió de
sus piernas bien torneadas, y Carol permaneció junto a la pila cada
vez más grande de su equipaje, pensando: «Eh, Mary, qué pasa...».
–¿Señora Shelton?
Era el copiloto. Llevaba la última bolsa, la que contenía el ordenador
portátil de Bill, y en su rostro se pintaba una expresión preocupada.
–¿Se encuentra bien? Está muy pálida.
Bill oyó el comentario y dio la espalda a la furgoneta que se alejaba
con expresión igualmente preocupada. Si los sentimientos más
intensos que albergaba hacia Bill fueran los únicos sentimientos que
albergara hacia Bill, lo habría abandonado al descubrir lo de la
secretaría, una rubia de bote demasiado joven para recordar aquel
anuncio de Clairol que empezaba «Ya que solo tengo una vida...».
Pero también albergaba otros sentimientos hacia él. Amor, por
ejemplo. Aún lo amaba con una clase de amor que las niñas ataviadas
con uniforme de colegio de monjas no sospechaban, una especie dura
y correosa de mala hierba que nunca muere.
Además, no solo el amor mantenía unidas a las personas. También
estaban los secretos y el precio que pagabas por guardarlos.
–Carol, ¿estás bien? –le preguntó Bill.
Pensó en decirle que no, que no estaba bien, que se estaba
ahogando, pero logró forzar una sonrisa.
–Es el calor, estoy un poco aturdida –explicó–. Subamos al coche y
pongamos el aire acondicionado a tope. Enseguida estaré bien.
Bill la asió por el codo (pero a mí no me miras las piernas, pensó
Carol, porque ya sabes adónde conducen, ¿verdad?) y la llevó hacia el
Crown Vic como si fuera una anciana. Cuando la puerta se hubo
cerrado y el aire acondicionado empezó a azotarle el rostro, Carol ya
se encontraba algo mejor.
33 y 1/tercio eXt r as

«Si la sensación reaparece, se lo diré –se prometió Carol– No me


quedará otro remedio; es demasiado fuerte, anormal.»
Bueno, el déjà vu nunca era normal, suponía. Era en parte sueño, en
parte química y (estaba segura de haberlo leído en alguna parte, tal
vez en la consulta de algún médico mientras esperaba a que el
ginecólogo le metiera mano en el coño cincuentón) en parte
consecuencia de un fallo eléctrico en el cerebro, que procesaba las
nuevas experiencias como datos ya existentes. Una fuga en las
cañerías que mezclaba el agua caliente con el agua fría. Cerró los ojos
y rezó por que desapareciera.
«Ave María purísima, sin pecado concebida, ruega por nosotros
pecadores.»
Por favor, oh, por favor, de vuelta a la escuela parroquial no. Estaba
de vacaciones, no...
«¿Qué es eso de ahí, Floyd? Mierda. ¡Oh, mierda!»
¿Quién era Floyd? El único Floyd al que Bill conocía era Floyd
Dorning... o Darling, el chico con el que llevaba la cafetería, el que se
había fugado a Nueva York con su novia. Carol no recordaba cuándo
Bill le había hablado de él, pero sabía que se lo había contado.
«Basta, muchacha. No sigas por este camino. Dale puerta a esos
pensamientos.»
Y funcionó. Oyó un último susurro, «qué pasa», y luego volvió a ser la
Carol Shelton de siempre, que se dirigía a Captiva Island, a Palm
House con su esposo, el prestigioso diseñador de software, a las
playas y los cubalibres, al sonido del grupo tocando «Margaritaville».

Pasaron delante de un supermercado Publix. Pasaron delante de un


anciano negro que vendía fruta en un tenderete junto a la carretera y
que le recordó a los actores de las películas de los años treinta que
ponían en el canal de clásicos, de esos que siempre llevaban pantalón
de peto y sombrero de paja. Bill charlaba de cosas intrascendentes, y
ella respondía de forma adecuada. Aún la asombraba que la niña que
había llevado la medalla de la Virgen cada día desde los diez hasta los
dieciséis años se hubiera convertido en esa mujer ataviada con un
vestido de Donna Karan, que la pareja desesperada que malvivía en
el piso de Revere se hubiera transformado en ese matrimonio rico de
mediana edad que viajaba por un corredor flanqueado de frondosas
palmeras, pero así era. Una vez, durante la época de Revere, Bill
había vuelto a casa borracho, ella le había pegado y le había hecho
sangre en el pómulo. Una vez, tendida con los pies metidos en unos
estribos de acero y medio drogada, había temido el Infierno,
pensando que estaba condenada, perdida para siempre. Un millón de
años, y este no es más que el primer tic del reloj.
Pararon en el peaje de la carretera elevada, y Carol pensó: «El
empleado tiene una marca de nacimiento en forma de fresa en el lado
izquierdo de la frente que se confunde con la ceja».
Pero no había ninguna marca. El empleado no era más que un tipo
normal y corriente de cuarenta y muchos o cincuenta y pocos años,
33 y 1/tercio eXt r as

de cabello gris cortado al cepillo y gafas con montura de concha, la


clase de tipo que dice: «Que lo pasen bien, ¿eh?», pero la sensación
empezaba a apoderarse otra vez de ella, y Carol comprendió que las
cosas que creía saber las sabía en realidad, al principio no todas ellas,
pero cuando se acercaron a la tienda situada a la derecha de la
carretera 41, casi todas.
«La tienda se llama Corson's y delante hay una niña pequeña –pensó
Carol–. Lleva un pichi rojo y una muñeca sucia de pelo amarillo que ha
dejado en la escalinata para ir a ver a un perro que está en el
maletero de un coche familiar.»
La tienda resultó llamarse Carson's, no Corson's, pero todo lo demás
era cierto. Cuando el Crown Vic pasó por delante de ella, la niña del
vestido rojo volvió su rostro solemne hacia Carol. Era el rostro de una
niña de campo, aunque Carol no sabía qué hacía una niña de su
condición y su muñeca sucia de cabeza amarilla en aquellos parajes
para turistas ricos.
«Aquí es donde le pregunto a Bill cuánto falta, solo que no voy a
hacerlo, porque tengo que romper el círculo. Tengo que hacerlo.»
–¿Cuánto falta? –le preguntó.
«Dirá que solo hay una carretera, que no podemos perdernos. Dirá
que me jura que llegaremos a Palm House sin contratiempos. Y por
cierto, ¿quién es Floyd?»
Bill enarcó la ceja, y junto a su boca apareció el hoyuelo.
–Una vez pasada la carretera elevada que lleva a Sanibel Island, solo
queda un camino –repuso.
Carol apenas lo oyó.
Bill seguía hablando de la carretera, su marido, que dos años atrás
había pasado un fin de semana guarro en la cama con su secretaria,
poniendo en peligro todo lo que tenían, Bill con su otra cara, el Bill
que, según la madre de Carol, le rompería el corazón. Y más tarde,
Bill diciéndole que no había podido contenerse, y ella con ganas de
gritar. «Una vez asesiné a un niño por ti, el proyecto de un niño, al
menos. ¿No te parece un precio lo bastante alto? ¿Y es esto lo que
recibo a cambio? ¿Llegar a los cincuenta y descubrir que mi marido
no ha podido evitar irse a la cama con una rubia teñida?»
«¡Díselo! –chilló–. Haz que pare el coche, que haga todo lo que
acabará liberándote, cambia una cosa, cámbialo todo. Puedes
hacerlo. Si pudiste apoyar los pies en esos estribos, puedes hacer
cualquier cosa.»
Pero no pudo hacer nada, y los acontecimientos empezaron a
precipitarse. Los dos cuervos sobrealimentados levantaron el vuelo de
su cruento festín. Su marido le preguntó por qué estaba sentada de
aquella manera, que sí tenía un calambre, y ella le respondió que sí,
que tenía un calambre en la espalda, pero que ya se le estaba
pasando. De sus labios brotaron las palabras déjà vu como si no se
estuviera ahogado en la sensación, y el Crown Vic siguió avanzando
como uno de esos sádicos Dodgem en Revere Beach. Palmdale Motors
33 y 1/tercio eXt r as

a la derecha. ¿Y a la izquierda? Un rótulo del teatro municipal,


anunciando la representación de Marieta la traviesa.
No, es María, no Marieta. María, madre de Jesús, María, madre de
Dios, con las manos extendidas.
Carol intentó concentrar toda su fuerza de voluntad para decirle a su
marido lo que le sucedía, porque el Bill que necesitaba estaba
sentado al volante y aún podía oírla. La esencia del amor matrimonial
consistía en ser escuchado.
Pero no logró articular palabra.
«Están por llegar malos tiempos», advirtió la abuela en su mente.
Otra voz preguntó a Floyd qué era eso antes de añadir un «mierda» y
un «¡oh, mierda!».
Carol miró el indicador de la velocidad y vio que no mostraba
kilómetros por hora, sino metros de altitud. Se encontraban a ocho
mil metros y bajando. Bill le decía que no debería haber dormido en el
avión, y ella se mostraba de acuerdo.
Se acercaban a una casa de color rosa, poco más que un bungalow
flanqueado de palmeras, que recordaba a los que se veían en las
películas de la Segunda Guerra Mundial, frondas encuadrando
Learjets que se aproximaban disparando sus ametralladoras...
«Destellos cegadores, ardientes. De repente, la revista que sostiene
en la mano es pasto de las llamas. Santa María, madre de Dios, eh,
María, qué pasa...»
Pasaron ante la casa. El anciano sentado en el porche los siguió con la
mirada. Los cristales de sus gafas con montura al aire centelleaban al
sol. La mano de Bill atracó en su cadera. Dijo algo de que deberían
hacer una parada técnica entre vestido y pantalones cortos, y ella
asintió pese a que nunca llegarían a Palm House. Seguirían por
aquella carretera, ellos con el Crown Vic, el Crown Vic con ellos, por
los siglos de los siglos, amén.
El siguiente cartel diría PALM HOUSE 3 KM. Más allá encontrarían el
que explicaba que la obra benéfica Madre Misericordiosa ayudaba al
enfermo de Florida. ¿La ayudaría a ella?
Ahora era demasiado tarde, empezaba a comprender. Empezaba a
ver la luz como veía el sol subtropical reflejado en el agua a su
izquierda. Se preguntó cuánto mal habría hecho en su vida, cuántos
pecados habría cometido, si uno prefería ese término. Dios conocía a
sus padres, y su abuela, por descontado, pecado por ahí, pecado por
allá, lleva la medalla entre esas cosas cada vez más grandes que los
chicos no pueden dejar de mirar. Y años más tarde, tumbada en la
cama con su flamante marido las calurosas noches de verano,
sabiendo que se imponía tomar una decisión, sabiendo que el reloj
avanzaba inexorable, que la colilla se consumía, y recordó el
momento en que tomó la decisión, sin decírselo a él en voz alta
porque en algunos casos se podía guardar silencio.
Le picaba la cabeza. Se la rascó. Unos copos negros flotaron ante su
rostro. En el salpicadero del Crown Vic, el altímetro se paró a cinco mil
metros y se apagó, pero Bill no pareció darse cuenta.
33 y 1/tercio eXt r as

Pasaron ante un buzón con un adhesivo de los Grateful Dead pegado


a él, un perrito negro con la cabeza baja, trotando ensimismado, y
cómo le picaba la cabeza, Dios mío, copos negros volando por el aire
como nieve en negativo, la madre Teresa en uno de ellos.
LA OBRA BENÉFICA MADRE MISERICORDIOSA AYUDA AL HAMBRIENTO
DE FLORIDA. ¿QUIERES AYUDARNOS A NOSOTROS?
«Floyd, ¿qué es eso? Oh mierda.»
Le da tiempo a ver algo grande y a leer la palabra DELTA.
–Bill... ¡Bill!
Su respuesta clara, pero como llegada de los flecos del universo.
–Madre mía, cariño, ¿qué tienes en el pelo?
Carol cogió la cara carbonizada de la madre Teresa de su regazo y se
la alargó a la versión envejecida del hombre con el que se había
casado, el follasecretarias con el que se había casado, el hombre que
pese a todo la había rescatado de unas personas convencidas de que
una podía vivir para siempre en el paraíso si encendía suficientes
velas y llevaba la chaqueta azul y se ceñía a las rimas oficiales.
Tumbada en la cama con ese hombre una calurosa noche de verano,
mientras en el piso de arriba vendían drogas al son de «In-A-Gadda-
Da-Vida», de Iron Butterfly, por enésima vez, le había preguntado qué
creía que había más allá... pues eso, cuando se acababa tu papel en
el espectáculo. Bill la había estrechado entre sus brazos, y de la playa
le había llegado música country, los choques de los autos de choque,
y Bill...
Bill tenía las gafas derretidas sobre la cara y un ojo fuera de su órbita.
Su boca se había convertido en un agujero ensangrentado. En los
árboles cantó un pájaro... chilló un pájaro, y Carol empezó a chillar
con él, sosteniendo el fragmento carbonizado con el rostro de la
madre Teresa, chillando mientras veía sus mejillas tornarse negras, su
frente abultada, el cuello abriéndose como un cadáver descompuesto,
chillando, estaba chillando sobre el telón de fondo de «In-A-Gadda-Da-
Vida», y siguió chillando.

–¿Carol?
Era la voz de Bill, que le llegaba de muy lejos. La estaba tocando,
pero no con lujuria, sino con preocupación.
Abrió los ojos y paseó la mirada por la soleada cabina del Lear 35. Por
un instante lo comprendió todo, del modo en que uno entiende la
inmensa importancia de un sueño al despertar de él. Recordó haberle
preguntado qué creía que había más allá, y él le respondió que creía
que, seguramente, te tocaba lo que siempre habías creído que te
tocaría, que si Jerry Lee Lewis creía que iría al infierno por tocar
boogie-woogie, allí acabaría. Cielo, infierno o Grand Rapids, tú
elegías... o bien los que te dictaban qué debías creer. Era el truco
definitivo de la mente humana, la percepción de la eternidad en el
lugar donde siempre habías esperado pasarla.
–¿Carol? ¿Estás bien, cielo?
33 y 1/tercio eXt r as

En una mano sostenía la revista que había estado leyendo, un número


de Newsweek con el rostro de la madre Teresa en la portada,
¿SANTIDAD AHORA?, decía en letras blancas.
Paseando la mirada enloquecida por la cabina, Carol pensó: «Sucede
a cinco mil pies, tengo que avisarlos».
Pero la sensación empezaba a disiparse, como siempre sucedía con
esa clase de sensaciones. Desaparecían como los sueños o como el
algodón de azúcar al derretirse sobre tu lengua.
–¿Ya vamos a aterrizar? –preguntó.
Se sentía despejada, pero su voz sonaba pastosa y confusa.
–Sí, qué rápido, ¿eh? –repuso él en tono complacido, como si hubiera
pilotado personalmente en lugar de limitarse a pagar el viaje–. Floyd
dice que llegaremos a...
–¿Quién? –lo atajó ella.
En la cabina del pequeño avión hacía calor, pero Carol tenía los dedos
helados.
–¿Quién? –repitió.
–Floyd, el piloto, mujer –explicó él, señalando el asiento izquierdo de
la cabina con el pulgar.
Estaban descendiendo hacia una masa de nubes; el avión empezó a
temblar.
–Dice que llegaremos a Fort Myers dentro de veinte minutos. Has
dado un respingo de mil demonios, tesoro. Y antes estabas gimiendo.
Carol abrió la boca para hablarle de la sensación, esa sensación que
solo puede expresarse en francés, algo así como vu or vous, pero la
sensación se esfumaba a pasos agigantados, y lo único que dijo era
que había tenido una pesadilla.
Se oyó un pitido cuando Floyd, el piloto, encendió la señal de
abrocharse los cinturones. Carol volvió la cabeza. Allá abajo, en tierra,
esperándolos ahora y para siempre, había un coche blanco de Hertz,
un coche de mafiosos, de esos que los personajes de las películas de
Scorsese llaman Crown Vic. Miró de nuevo la portada de la revista, el
rostro de la madre Teresa, y de repente se recordó a sí misma
saltando a la comba detrás de Nuestra Señora de los Ángeles,
saltando al son de una de las rimas prohibidas, esa que decía «Eh,
María, qué pasa, resérvame el Purgatorio y para casa».
«Están por llegar malos tiempos», había augurado su abuela al
ponerle la medalla en la mano y enrollarle la cadena alrededor de los
dedos. «Están por llegar malos tiempos.»
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replay
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demis menéndez
(la habana, del ´80. extra de aquí en 3 (2005 – 2006))

arquitectura urbana

Estará el mar para delimitarlo todo. Esa agonía no podrán sacársela


de la cabeza. Vendrá a buscar el territorio que le pertenece y en las
tormentas saltará para devorarlos vivos. No hay juicios medios. En la
práctica lo veremos hacerse cargo de las zonas bajas y de algunas
vidas inocentes.
Siempre los osados y el hambre cambiarán la altura en las mareas.
Marea baja, muerte segura bajo fauces escuálidas. Barquito de papel
y goma. Barquito de deseo y sueño.
Americanos por desgracia geográfica.
La cercana siempre, mientras tanto, única forma de sobrevivir en la
Historia. Hacer de lo maldito un juego tenebroso para los hijos.
Salvarlos de perder la cabeza, porque no hay otro y no habrá camino
a salvarse.
Mientras tanto los edificios. El mar como sea vendrá a cobrar las
deudas.
Las catedrales y las escuelas como si no hubiese diferencias. Colegas
y colegios. Instructores del dogma a plena capacidad máxima.
Reglamento uniformado para cada uno de los ciudadanos.
Vivir en la ciudad tiene sus precios. Repito: vivir en la ciudad tiene sus
precios.
Baje la cabeza y afirme. Dególlese y sin cabeza, afirme. No habrá
palabra con prefijos negativos. Rehusarse a creer que existen los
contrarios o periódicos que circulen por la izquierda.
Los edificios. Se necesitan constructores, albañiles de poca monta y
bajo nivel cultural. Materia prima importada desde el hambre. Graffiti
de tiza. Poesía libre de las calles. Arte pop y de vanguardia.
La Historia. Los conquistadores acabaron con la tradición nativa en
tiempos ya memoriosos. Sincretismo como posibilidad a la
supervivencia. Blanco y negra da mulato. Viceversa, malformación
congénita. Causas probables de discriminación en años posteriores a
la conquista y durante esta reactivación del fin de milenio.
Construcciones fastfoward alrededor de la bahía. La muralla rodea la
manzana podrida. Y el mar a la muralla. Abre y cierra con el cañonazo
y la hora exacta del meridiano Greenwich. Traducción disponible en
close caption solo en aparatos de nueva tecnología.
No preguntes la manera de entenderlo todo: recuerda, el mar está
cerca y no habrá alternativas.
Los edificios. Alrededor avenidas y paseos. Los héroes nombran con
su pellejo el pavimento bajo los pies y las sombras. La mayoría de
33 y 1/tercio eXt r as

ellos se dejó alcanzar por la metralla el día de su muerte. O falsificó el


acta de defunción. Transó dinero al sospechoso encargado del
cementerio. «Yo me paso en esta» gritó alarmado Juan Pérez Pérez y
lo sepultaron en las márgenes de un río fósil. No pasó a la historia. «Y
no lo hará por tacaño» se jactará el sub-alcalde Floro de Marques.
Repoblación de moradores de la principal villa de la isla. Sexo abierto
en los bares y los montes. La iglesia aprueba manifiesto para
perdonar a los pecadores. El suicidio se mantiene fuera de la
amnistía. Pero el mar no se retira ni un poquito.
Los war-heroes toman occidente. La coincidencia de este hecho les
inculcará sospechas posteriores a los historiadores. Un tal Eusebio
nacerá pronto para el bien de la memoria. Y para el de los edificios.
Empiecen a sufrir los que habitan los realengos y las subculturas.
Los edificios. Ecólogos avezados a los ciclos destructivos de la
naturaleza reconocerán que el mar es un agente peligroso. Difícil
sacárselo de la cabeza. Imposible. Los muros en Holanda funcionan a
la perfección en ese arte de contener la muerte por inundaciones. Y
además da la sensación de estar seguros.
Ese es el precio justo de vivir en una metrópoli.
Baje la cabeza y afirme. Siga la línea y ponga una cruz.
El muro. Construcción colindante. Mediador tierra y mar. Ciudadano o
emigrante. Fronteras tangibles para personas que no reconocen a la
muerte. O no les interesa permanecer como parásitos.
No se sabrá exactamente en términos temporales cuándo echarle
mano a la parte virgen y a las playas. Un río interminable amenaza
ser contaminado, mientras tanto «tomad el Vedado para las familias
acomodadas» gritará convencido Don Omar de la Vanguardia. Habrá
mangos y guayabas y cocos y bananas. Construir portales y balcones
como evidencia latina del confort de mediados de siglo y de la
República. Escuela de bailarinas del Ballet. Escuela de tenistas del
Yacht Club. Escuela de policías de la Dictadura. Nuevamente los
historiadores sospecharán de las coincidencias. Y de la Historia.
El gran Eusebio estará haciendo de las suyas. La infamia habrá sido
recogida magistralmente en un pequeño, pero certero volumen de
relatos, por un argentino llamado Jorge Luis. Algunos artistas de lo
malévolo, según el propio autor, quedarán fueran por causas
editoriales.
Algunas precarias leyes permitirán a los escritores conocer otros
amaneceres. Otros no serán beneficiados aunque el mar persista en
su intento de cobrar más vidas y exista el muro, a pesar de la
inminencia de la muerte.
Pero estarán las calles atestadas de gente y de anuncios lumínicos.
Famosas prostitutas francesas llorando por una esquina en el
boulevard. Pregón de mediodía anunciando vísceras importadas de
Tailandia. Viajes de ida y vuelta a cualquier isla limítrofe. «Somos lo
mejor» y a vendernos como pan caliente. La Mafia se hará cargo de la
propaganda a cambio de las playas y los hoteles.
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Otra vez los historiadores y los ecólogos sospecharán de la Historia. Y


de las coincidencias. Del mar asediándonos constantemente.
Los edificios. Barrios para gente de poca habla. Gente hecha para el
desafío de la escucha. Miles de pájaros en dirección del verano. «No
podemos parar» refiere al final del acta del sindicato de ingenieros
civiles. Civilización para personas civilizadas.
Baje la cabeza y afirme. Cercene sus derechos en pos de la ciudad.
Barrios endebles. Putrefactos. Reciclables. Barrios europeos. Barrocos.
Marítimos. Santificados. Artísticos.
Los comentarios. «Alguien llegó, dicen que mandó a parar» susurrará
Mama Inés a su nieto Elpidio. Los historiadores sospecharon.
Mientras tanto los cambios. El triunfo de la evolución. Equidad
manifestada en cartas y correos electrónicos. Avance y
retroalimentación. Todos a favor aunque el mar cobre deudas y
territorios ocupados. «Aquí no hay miedo» gritará desde el muro
Vladimiro Smirnov.
Los edificios. La igualdad impregna consecuencias. Extraños
laberintos para lograr una finalidad confortable. Proyecto de
manicomio a gran escala en las afueras. Lado Este. Del otro lado de la
bahía, bien lejos. Acceso escabroso a través del desierto y la tundra.
Los libros. Prioridad gubernamental aumenta calidad de producción y
variedad temática. Estadísticas oscuras en momentos de claridad en
las decisiones. Voltearse y llorar por la impaciencia y la censura. Y por
los exilios.
Baje la cabeza y afirme. Preferencia por la página en blanco.
«Somos un país libre» se reivindica Juan Pérez Pérez en su manifiesto.
Los historiadores desentierran su obra inédita en las márgenes de un
río fósil. Los ecólogos protestan por el tratamiento de las cuencas
hidrográficas y la contaminación marítima.
El mar. Nostálgico presente para futuro agónico. Límite necesario para
la existencia terrestre. Humanos por autodefinición y destructores por
naturaleza.
Personas expertas en el tratado de los campos vendrán buscando la
verdad acerca de las construcciones citadinas. Migración este/oeste.
Sur/norte. El boom del arte será el encargado de impulsarlos en el
aprendizaje de las culturas ibéricas, indostanas y mesoamericanas.
La ciudad. Supervivencia a pesar de su incómoda adaptación a los
cambios. Podredumbre de bajo costo en el mercado negro. Deflación
del espíritu y de la conciencia. «No puedo más con esto» escrito con
creyones en una anónima esquina del Centro.
El cuerpo. Camino entre los fantasmas de la calle. Personas que
visten como otras personas. Se disfrazan el rostro con mascarillas y
silencio. Ofrezco mi alma. Soy una puta francesa en una esquina del
boulevard. Un héroe sin dinero para el privilegio de los libros. Un
amanecer nublado de este mes de invierno. Una piedra que sobró en
la construcción del muro.
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Miro en cualquier dirección y veo el mar. Todas las calles terminan allí.
Algunas incluso, ya sobornaron a los que hacen los mapas. Miro en
cualquier dirección...
Vivir tiene sus precios.
Baje la cabeza y afirme. Repito: baje la cabeza.

●●●

From: Dmis
To: dmisrock@yahoo.es
Sent: Tuesday, January 29, 2008 9:07 AM
Subject: si del silencio, los ojos se callan...

en un terremoto, un día, sentimos todos el piso moverse, descolocarse los


muebles que tanto trabajo nos costó ordenar, las fotos viejas encuadradas
torpemente en la pared de enfrente donde pega el sol de la tarde, y las
sombras rápidas de las palomas, los buitres, todos esos animalejos del
espacio pasaban con un susto por el cristal alargado... sin cortinas, casi todo
se ve, digo el sexo que se practica en las mañanas, digo el desayuno pobre
antes de las largas horas de trabajo, el filme hipócrita sobre este propio
terremoto filmado unos cuantos años, antes o después, donde a veces nos
entrevistábamos a nosotros mismos con preguntas evidentes y sin sentido,
lo mismo con lo mismo, nada diferente, comunes, pedestres, hambrientos
de sentido común... recuerdo que los cristales (para no alejarnos de las
sensaciones del terremoto) saltaban alegres por el piso, buscando un pie o
una lengua para ensartarnos una cortadita mínima, nada grave, solo el
pinchazo necesario para una duda hermosa: será que aún estoy vivo? y de
paso, esos mismos cristalitos (discúlpenme el diminutivo, así me siento hoy
yo) viajaban acompañados de recuerdos anteriores al terremoto (y al
filme) recordándome que inevitablemente, nada grave, tenía una certeza
irónica: carajo, aún estoy vivo! ... después quedaba una sed como de
nostalgia, porque de veras las personas, luego de un terremoto y de ver sus
muebles dando brincos por el techo y las fotos de la pared y las sombras,
quedábamos como simplemente tendidos al destino (esto precisa de una
interpretación personal de cada uno de ustedes, se los suplico) y casi sin
una esperanza (experanza, así quedaría mejor) de contar nuevamente con
nosotros mismos. Incluso después de aquel estruendo, que ahora confieso:
fue un terremoto mío y sólo mío, me sorprendí de que si agarraba cada
pedazo de vidrio podía ver/conectar/revivir un pedacito (otra vez así
diminutivo) de mi propio filme. La mayoría de las veces, en vez de sucesos,
actos heroicos o conquistas aparecían sonrisas, conversaciones extrañas,
orgasmos, golpes bajos pero necesarios, lugares que para algunos no
tendrían mucha importancia, ríos o atardeceres (y la vieja pregunta mía de
porqué el sol solo es significante en el alba o el crepúsculo), mis padres y mi
hermana claro, mis amigos y amores todos, los fracasos y los escritos.
Milagrosamente, jajajjajajajja, la luz no habría cesado, ni el agua, ni el fuego,
ni la tierra aunque quebrada, ni el aire, ni el amor... había sí una distancia,
un punto donde estaba, mi yo observador mirándome allá en mi yo
sobreviviente viviéndome y tenía extremidades (con ellas aún mi yo éste
33 y 1/tercio eXt r as

que escribo) y los pequeñísimos cristales y en ellos, la totalidad de ustedes,


por ahí, con sus terremotos y sus propios filmes....

replay
33 y 1/tercio eXt r as

roberto bolaño
(chile, 1953 – barcelona, 2003. extra de el laberinto (2006) y vi (2006
– 2007))

autores que se alejan

Hace unos días, con Juan Villoro nos pusimos a recordar a aquellos
autores que habían sido importantes en nuestra juventud y que hoy
han caído en una suerte de olvido, aquellos autores que gozaron en
su momento de muchos lectores y que hoy sufren la ingratitud de
esos mismos lectores y que para colmo de males no han conseguido
interesar a los lectores de una nueva generación.
Pensamos, por supuesto, en Henry Miller, que en su día tuvo una gran
difusión en España, y cuyo nombre estaba en boca de todos, pero
cuya fama tal vez obedecía a un equívoco: es probable que más de la
mitad de los que compraron sus libros lo hicieran esperando
encontrar a un pornógrafo, algo que en cierta manera se justificaba y
era una necesidad en la España que emergía después de cuarenta
años de censura frailuna y franquista.
En el otro extremo recordamos a Artaud, puro nervio ascético, que en
su día también tuvo buenas ventas, y no pocos admiradores
españoles y mexicanos, y que si uno comete hoy el error de
preguntarle a una persona menor de treinta años por su nombre
seguramente recibirá una respuesta desoladora. Ya ni siquiera
aquellos que están interesados por el cine saben quién era Antonin
Artaud, lo que es igual de grave.
Lo mismo sucede con Macedonio Fernández: sus libros, salvo en
Argentina, supongo, no se encuentran en las librerías. Y con Felisberto
Hernández, que en los setenta tuvo un pequeño boom, pero cuyos
relatos hoy sólo es posible encontrarlos tras mucho buscar en librerías
de viejo. Doy por descontado que la suerte de Felisberto en Uruguay y
Argentina debe ser diferente, lo que nos lleva a un problema aún peor
que el olvido: el provincianismo en que el mercado del libro concentra
y encarcela a la literatura de nuestra lengua, y que explicado de
forma sencilla viene a decir que los autores chilenos sólo interesan en
Chile, los mexicanos en México y los colombianos en Colombia, como
si cada país hispanoamericano hablara una lengua distinta o como si
el placer estético de cada lector hispanoamericano obedeciera, antes
que nada, a unos referentes nacionales, es decir, provincianos, algo
que no sucedía en la década del sesenta, por ejemplo, cuando surgió
el boom, ni, pese a la mala distribución, en la década de los cincuenta
o cuarenta.
Pero, en fin, de esto no hablábamos con Villoro, sino de otros
escritores, escritores como Henry Miller o Artaud o B. Traven o Tristan
Tzara, escritores que contribuyeron a nuestra educación sentimental
33 y 1/tercio eXt r as

y que ahora ya no es posible encontrarlos en los fondos de las


librerías por la sencilla razón de que casi no tienen nuevos lectores. Y
también de aquellos más jóvenes, escritores de nuestra generación,
como Sophie Podolski o como Mathieu Messagier, que fueron unos
jóvenes absolutamente maravillosos y de gran talento y a quienes ya
no sólo no es posible encontrar en las librerías sino que tampoco en
los buscadores de internet, lo que ya es mucho decir, como si nunca
hubieran existido o como si los hubiéramos imaginado nosotros.
La respuesta a este reflujo de escritores, sin embargo, es muy
sencilla. Así como el amor se mueve con una mecánica similar a la del
mar, como decía el poeta nicaragüense Martínez Rivas, así también
se mueven los escritores, y un día aparecen y luego desaparecen y
luego, quién sabe, vuelven a aparecer. Y si no vuelven a aparecer
tampoco importa tanto porque ellos, de alguna manera secreta, ya
son nosotros.

16 de mayo de 2001

●●●

Jim

Tuve, como todo el mundo, un amigo que se llamaba Jim. Nunca vi a


un norteamericano más triste. Una vez se marchó a Perú, en un viaje
que tenía que durar más de medio año, pero al cabo de dos meses
volví a verlo. ¿En qué consiste la poesía, Jim?, le preguntaban los
niños mendigos de México. Jim los escuchaba y luego se ponía a
vomitar. Léxico, elocuencia, búsqueda de la verdad. En Centroamérica
lo asaltaron varias veces. Lo que resultaba extraordinario para alguien
que había sido marine y antiguo combatiente en Vietnam. Su mujer
era una poeta chicana que amenazaba, cada cierto tiempo, con
abandonarlo.
Una vez lo vi contemplando a los tragafuegos de las calles del DF. Lo
vi de espaldas y no lo saludé, pero evidentemente era Jim. El pelo mal
cortado, la camisa blanca y sucia, la espalda cargada como si aún
sintiera el peso de la mochila y del miedo. El cuello rojo, un cuello que
evocaba, de alguna manera, un linchamiento en el campo, un campo
en blanco y negro, sin anuncios ni luces de estaciones de gasolina, un
campo tal como es o como debería ser el campo: baldíos sin solución
de continuidad, habitaciones de ladrillo o blindadas de donde hemos
escapado y que esperan nuestro regreso.
Durante un buen rato lo estuve mirando. Yo entonces tenía dieciocho
o diecinueve años y creía que era inmortal. Si hubiera sabido que no
lo era, habría dado media vuelta y me hubiera alejado de allí.
33 y 1/tercio eXt r as

Jim tenía las manos en los bolsillos. El tragafuegos agitaba su


antorcha y se reía de forma feroz. Su rostro, ennegrecido, decía que
podía tener treintaicinco años o quince. No llevaba camisa y una
cicatriz vertical le subía desde el ombligo hasta el pecho. Cada cierto
tiempo se llenaba la boca de líquido inflamable y escupía una larga
culebra de fuego. La gente lo miraba y luego seguía su camino,
menos Jim, que permanecía en el borde de la acera, inmóvil, como si
esperara algo más del tragafuegos, una décima señal después de
haber descifrado las nueve de rigor, o como si en el rostro tiznado
hubiera descubierto el rostro de un antiguo amigo o de alguien que
había matado.
Durante un buen rato lo estuve mirando. Yo entonces tenía dieciocho
o diecinueve años y creía que era inmortal. Si hubiera sabido que no
lo era, habría dado media vuelta y me hubiera alejado de allí. Tal vez
me cansé de mirar la espalda de Jim y los visajes del tragafuegos. Lo
cierto es que me acerqué y lo llamé. Jim pareció no oírme. Cuando por
fin se giró observé que tenía la cara mojada de sudor. Parecía
afiebrado y le costó reconocerme: me saludó con un movimiento de
cabeza y luego siguió mirando al tragafuegos. Cuando me puse a su
lado me di cuenta de que estaba llorando. Probablemente también
tenía fiebre. Asimismo descubrí, con menos asombro con el que ahora
lo escribo, que el tragafuegos estaba trabajando exclusivamente para
él. Las llamaradas, en ocasiones, iban a morir a menos de un metro
de donde estábamos.
¿Qué quieres, le dije, que te asen en la calle? Una broma tonta, dicha
sin pensar, pero de golpe me di cuenta de que eso, precisamente,
esperaba Jim. “Chingado, hechizado/ chingado, hechizado”, era el
estribillo, creo recordar, de una canción de moda aquel año en
algunos hoyos funkis. Chingado y hechizado parecía Jim. Vámonos de
aquí, le dije. También le pregunté si estaba drogado, si se sentía mal.
Dijo que no con la cabeza. El tragafuegos nos miró. Luego, con los
carrillos hinchados, como Eolo, el dios del viento, se acercó a
nosotros. Supe, en una fracción de segundo, que no era precisamente
viento lo que nos iba a caer encima. Vámonos, dije, y de un golpe lo
despegué del funesto borde de la acera.
Nos perdimos calle abajo, en dirección a Reforma, y a las pocas calles
nos separamos. Jim no abrió la boca en todo el tiempo. Nunca más lo
volví a ver.

9 de septiembre de 2002

●●●

recuerdos de Los Ángeles


33 y 1/tercio eXt r as

Hace unos meses venía en avión desde Madrid a Barcelona y me tocó


sentarme junto a un joven chileno. El joven resultó ser de Los
Ángeles, Bío-Bío, el sitio donde más tiempo viví en Chile. Él iba a El
Cairo, en viaje de negocios, vaya Dios a saber lo que vendía, y la
conversación fue breve y más bien discreta. Dijo que Los Ángeles
había crecido mucho pero que seguía siendo un pueblo, mencionó dos
o tres fábricas, habló de un fundo que producía no sé qué cosa. Era
un joven discreto y profundamente ignorante, pero que sabía viajar
en primera.
Cuando el avión despegó le cambié el asiento a una mujer que quería
estar junto a sus hijos y me fui a sentar al lado de un fotógrafo que no
paraba de sudar. El fotógrafo tenía pinta de pakistaní, por lo que
pensé que tal vez al cabo de un rato iba a sacar un cútex y secuestrar
el avión. Puestos a morir, me dije, prefiero hacerlo mordiéndole los
tobillos a un pakistaní que sentado junto a un chileno de Los Ángeles.
Después me puse a recordar mi infancia y parte de mi adolescencia
en aquella ciudad o pueblo.
En aquella ciudad o pueblo de Bío-Bío comprendí que la práctica de
cualquier deporte era un acto aberrante y que sin salir del umbral de
mi casa podía conocer el mundo entero.
Para mi sorpresa, me di cuenta de que recordaba muchas cosas. Me
acordaba, por ejemplo, de las paredes de mi casa, que eran de
madera. Y de cómo se mojaban los tablones (y los listones) cuando
caían esas lluvias interminables del sur. También recordaba a una
enana que vivía unas cinco casas más allá. Una enana de origen
alemán, profesora de algo en alguna escuela, que parecía la viva
imagen del exilio, al menos la imagen decimonónica, la imagen
póntica. Durante un tiempo pensé que esta mujer era, en realidad,
una extraterrestre.
Y más recuerdos. Una chica llamada Loreto, otra llamada Verónica, las
hermanas Saldivia, una cuyo nombre he olvidado pero a la que besé
el último día que estuve allí. Los campeonatos de taca-taca. El rostro
de mi amigo Fernando Fernández. Los ataques de asma de mi madre.
Una tarde en que creí que me estaba volviendo loco. Otra tarde en
que bebí sangre de cordero.
En Los Ángeles comprendí que la práctica de cualquier deporte era un
acto aberrante, que entre O’Higgins y Guiraut de Bornelh yo me
quedaba con Guiraut, que sin salir del umbral de mi casa podía
conocer el mundo entero.
Por supuesto, hice más cosas que aún recuerdo: batí mi propio récord
de masturbaciones, batí mi propio récord de páginas leídas en un día,
batí mi propio récord de cimarras, batí mi propio récord de felices
horas perdidas sin hacer absolutamente nada.
Fui feliz allí, pero menos mal que mis padres decidieron irse.

14 de octubre de 2002
33 y 1/tercio eXt r as

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un paseo por el abismo

“Mantra es una novela caleidoscópica, recorrida por un humor feroz,


en ocasiones excesiva, escrita con una prosa de rarísima precisión
que se permite oscilar entre el documento antropológico y el delirio
de las madrugadas de una ciudad”
De las muchas novelas que se han escrito sobre México, las mejores
probablemente sean las inglesas y alguna que otra norteamericana.
D.H. Lawrence prueba la novela agonista, Graham Greene la novela
moral y Malcolm Lowry la novela total, es decir la novela que se
sumerge en el caos (que es la materia misma de la novela ideal) y
que trata de ordenarlo y hacerlo legible. Pocos escritores mexicanos
contemporáneos, con la posible excepción de Carlos Fuentes y
Fernando del Paso, han emprendido semejante empresa, como si tal
esfuerzo les estuviera vedado de antemano o como si aquello que
llamamos México y que también es una selva o un desierto o una
abigarrada muchedumbre sin rostro, fuera un territorio reservado
únicamente para el extranjero.
Rodrigo Fresán cumple con creces éste y otros requisitos para escribir
sobre México. Mantra es una novela caleidoscópica, recorrida por un
humor feroz, en ocasiones excesiva, escrita con una prosa de rarísima
precisión que se permite oscilar entre el documento antropológico y el
delirio de las madrugadas de una ciudad, el Distrito Federal, que se
superpone a otras ciudades de su subsuelo como si se tratara de una
serpiente que se traga a sí misma.
La novela, aparentemente (y digo aparentemente pues todo en esta
novela puede llegar a ser aparente, aunque sus partes estén
ensambladas con exactitud matemática), está dividida en tres
grandes capítulos. El primero está narrado por un niño argentino y
transcurre en Argentina, tras la llegada al colegio de un nuevo
alumno, un niño mexicano que pasa, en menos de un minuto, de
posible víctima a líder del grupo mediante el ingenioso (y
peligrosísimo) truco de jugar, cuando el profesor lo deja solo, a la
ruleta rusa, con una pistola de verdad, delante de sus nuevos
compañeros.
El niño, Martín Mantra, es la encarnación del niño terrible por
excelencia: hijo de dos actores de telenovelas, acude al colegio
acompañado por un guardaespaldas ex luchador enmascarado, y
piensa revolucionar el mundo del cine y de la televisión. La visión de
México, del lugar de donde viene ese niño increíble, está mediatizada
por el niño y por los recuerdos de la propia infancia del narrador
argentino y por algo que nunca se dice claramente pero que en
ocasiones se asemeja a una enfermedad o a un desplome social y que
tal vez sólo sea la ausencia definitiva de la infancia.
33 y 1/tercio eXt r as

La figura simbólica que preside esta primera parte es la de un héroe


del pasado, el general (posmortem) Gervasio Vicario Cabrera,
mexicano despistado que luchó en la guerra de Independencia de
Argentina, víctima de un fusilamiento a todas luces apresurado, de
igual forma que la figura simbólica que preside la tercera parte es la
de un robot cuya sombra se discierne confundida con las primeras
palabras de Pedro Páramo.
El segundo capítulo, a mi juicio el mejor, está construido
alfabéticamente, como un diccionario del DF o como un diccionario
del abismo. Es, también, la parte más extensa de la novela, de la
página 144 a la página 510. Su lectura es abierta: se puede leer
linealmente o bien el lector puede entrar por la letra que prefiera. El
narrador esta vez es un francés, un francés que sólo ha oído hablar
de Martín Mantra y que viaja a México para matar y morir. E incluso
para seguir matando después de muerto. Entre las múltiples líneas
argumentales que se cruzan como relámpagos, está la vida de Joan
Vollmer, muerta en el DF mientras jugaba a Guillermo Tell con
Burroughs, su marido, en el papel de Guillermo; y la historia de los
luchadores enmascarados mexicanos y la historia de la película
nouvelle vague que quiso hacer en Francia uno de estos luchadores
enmascarados; y la historia del LIM, el lenguaje internacional de los
muertos; y la historia de los monstruos mexicanos y de la pornografía
mexicana; y la historia del grupo de rock femenino Anorexia &
susFlaquitas; y la historia de Martín Mantra como guerrillero
milenarista y mediático; sin que falte incluso una historia de amor,
pero en París, entre el narrador francés y una joven mexicana.
Palabras de Mantra extraídas al azar: En el apartado “Telenovelas” el
lector puede leer: “Las telenovelas son como noticieros mutantes”. En
el apartado “Televisores”: “Y me preguntarás cuál es la marca de
estos televisores muertos que miran los muertos y te responderé (...)
que estas pantallas zombis donde los zombis dan de comer a sus ojos
zombis son marca Sonby”. En el apartado “Vómito”: “Así me habla
Joan Vollmer, esto es lo que me dice mientras fuma varios cigarrillos
invisibles. Me dice que son cigarrillos de marca diferente: unos la
hacen hablar en primera persona, otros en tercera persona, en ese
entrecortado y espasmódico idioma sísmico que es el Lenguaje
Internacional de los Muertos”.
Así pues, los muertos hablan un lenguaje cuya cadencia se asemeja a
un temblor. Y Mantra, eso lo descubrimos a medida que nos vamos
internando en las distintas capas superpuestas de la novela, se va
llenando de muertos, de todos los muertos de México, desde los
muertos ilustres hasta los muertos anónimos. Y el temblor que el
lector percibe es el temblor del LIM, un lenguaje que también sirve
para hacer novelas siempre y cuando éstas se escriban en orden
alfabético.
La tercera y última parte de la novela es una fábula futurista. La
Ciudad de México ya no existe, aplastada por terremotos
permanentes, y entre esas ruinas se alza una nueva ciudad llamada
Nueva Tenochtitlán del Temblor. Un robot vuelve al corazón de esa
33 y 1/tercio eXt r as

ciudad extraña a buscar a su padre creador, un tal Mantrax. Así se lo


ha prometido a su madrecita computadora. Evidentemente, nos
hallamos ante una nueva versión de Pedro Páramo o ante el
encuentro azaroso, al pie de una piedra de sacrificios, de Pedro
Páramo de Rulfo y 2001 de Kubrick, con un final sorprendente.
Pocas novelas tan apasionantes he leído en los últimos años. Con
Mantra es con la que más me he reído, la que me ha parecido más
virtuosa y al mismo tiempo más gamberra; su carga de melancolía es
inagotable, pero siempre está asociada al fenómeno estético, nunca a
la cursilería ni al sentimentalismo siempre en boga en la literatura en
lengua española. Es una novela sobre México, pero en realidad, como
toda gran novela, de lo que verdaderamente trata es sobre el paso
del tiempo, sobre la posibilidad e imposibilidad de los sueños. Y
también trata, en un plano casi secreto, sobre el arte de hacer
literatura, aunque muy pocos se den cuenta de eso.

replay
33 y 1/tercio eXt r as

leymen pérez
(matanzas, del ´76. extra de okupas (2006 - 2007))

marcas de campo
a Lien y Rey

irrespirable
todavía para los gusanos: las marcas/ el ruido mortuorio
de las marcas históricas que han sobrevivido más de cuatro décadas/
más de cuatro generaciones/ más de cuatro centímetros
campo adentro/boca adentro/

irrespirable
todavía para los gusanos que cruzan el estrecho y ancho de La
Florida/
con el hígado enfermo/ raspando la húmeda madera/ dejándose
tragar
de un lado y otro/ como un vencido animal.

●●●

cuando la pulsación

hojas.
digo: verdes…
hojas verdes me primaveran.

la tierra que tengo en mi ojo atrae


lo que hay de tierra en lo que veo.

estoy
en la imagen sin imagen
cuando la pulsación me arritmia.
altos muros me acompañan
en los ciclos ¿qué fluyen?
equivocado estaba Heráclito

viscerales/ minerales/ viscerales/ vegetales/


ignoro la cantidad de tierra que tengo en mi ojo
lo que hay de tierra cuando creo
ver.

●●●
33 y 1/tercio eXt r as

11 mm

de cabeza o inclinados no importa 11 mm no es una proporción


golpe
o reflejo del golpe el padre es estéril es inútil y no ve la
compuerta
abriéndose cerrándose en el hueso occipital poco
poético
o mejor enfermizo se debe arrancar la pared de abajo
hacia arriba
con fuerza para que no haya restos ni estremecimientos
los 11mm
no duermen no respiran son un color primario/secundario
son lentos
átomos transformándose/ transformándote
11 mm
no es una proporción no hay que hacerle misa no tiene cuerpo
intensidad
aritmética o armónica de cabeza o inclinados ellos buscan
un poco
de luz una línea vertical donde asirse 11mm no son suficientes
para decir
que hay un ser atrapado en un campo de fuerza en un campo
de silencio
en un campo de sombras luchando por
resucitarse

replay
33 y 1/tercio eXt r as

eloy fernández porta


(barcelona, del ´74. extra de 33 y un tercio (2005))

la naturaleza: sus métodos, sus cosas

El primer elemento es el neón. De él proceden, según dicen los


antiguos, las lámparas, los anuncios, la luz. El neón es usado para
iluminar y para decorar. En cuanto a la naturaleza®, hay que
preguntar a John G. Mitchell.
En su trabajo para National Geographic, Mitchell fabrica decorados
que sirvan de trasfondo a las fotografías y vídeos de animales. Los
decorados tienen que ser relajantes y hermosos juntamente, y deben
dar la impresión de que el mundo es feral y remoto y apenas si
sabemos a qué atenernos. Su modesta solución a este problema
estético es la naturaleza®. Como otros elementos de atrezzo y
merchandising alquilados por National Geographic, la naturaleza® es
producida en cadena; en su compleja fabricación intervienen un buen
número de tubos, sensores y silicios, así como obreros especializados.
El software que sirve de base a este proceso ocupa tres disquetes de
gran capacidad, que son usados de forma diversa.
El primero de los disquetes debe ser formateado y abierto, de forma
tal que al hacer click en su tercera carpeta se deja oír un pitido militar
que va sonando durante tres segundos: uno, dos, tres; y se apaga: ha
quedado activado el virus cascada. Instantáneamente, la pantalla,
abigarrada con prospecciones de terreno, cortes transversales de la
corteza terráquea y síntesis holográficas de las especies en
expansión, empieza a perder consistencia. Finísimos puntos
blanquecinos menudean aquí y allá, cada vez más abundantes; van
emborronando el espacio, difuminan el color y en progresión
geométrica van diseminando hasta la última de sus formas, hasta que
un último dibujo de la sabana acaba de perder su volumen y con él
tiembla el diseño entero y las letras que conforman la ilustración caen
rendidas al fondo de la pantalla, donde quedan formando un exánime
montón. Al término del proceso, el programador, que ha observado la
pantalla con los ojos fuera de las cuencas, cae hacia atrás cuan largo
es y golpea el suelo con la espalda en horizontal y los pies hacia
arriba, formando una ele perfecta: CROCK. El programador abandona
entonces su trabajo, abjura de esta sociedad tecnocrática e inhumana
y se refugia en el cine, donde devora películas iraníes sobre la pureza
moral y el amor de los niños en los villorrios de las montañas. El
cineasta iraní, encumbrado por miles de programadores y otros
ciberescépticos y floristas, obtiene el Premio a la Mejor Obra Sobre la
Entereza Ética y los Arrumacos de los Ancianos en la Aldea donde
Cristo Dio las 3 Voces. Se hace muy famoso, es encumbrado; hasta
aquí, la primera parte del proceso.
33 y 1/tercio eXt r as

El segundo de los tres disquetes debe ser introducido en un


Commodore 64, para lo cual se hace preciso armarse con un
Black&Decker y una broca y abrir un boquete rectilíneo en la pantalla.
Una vez abierta la ranura, de diez centímetros de largo por dos de
alto, se instala el disco. Como es natural, el Commodore 64 lo
escupirá, por la boca recién abierta, y prorrumpirá en grandes
aspavientos, gritando en muy alta voz: "¡Follones, impíos, mal rayo
me parta: tráeme el acero, mi niño, pues no podré llamarme cristiano
viejo si agora mismo no doy escarmiento a estos felones!" Los gritos
del Commodore, cuya voz es rugosa y como de ultratumba, asustan a
un conejo, que está posado sobre un carrete; el conejo empieza a
correr y el carrete gira, poniendo en movimiento una cinta rodante
que con su impulso hace entrechocar dos piedras de sílex,
encendiendo una pequeña chispa; la chispa pone en funcionamiento
una turbina, que bombea y bombea litros de agua a lo largo de una
extensa cañería. La cañería gira a lo largo del edificio, dobla una
esquina, sigue subiendo pared arriba, se introduce bajo el suelo y,
tras reptar bajo una mesa, sube en vertical y va a desembocar en la
parte inferior de la taza de té de Walter Benjamin, quien en ese
momento hace una pausa en su trabajo y se lleva la taza a los labios.
Un chorro de agua helada sube zumbando desde el fondo de la taza y
anega el rostro de Benjamin, de quien sólo pueden verse, por un
momento, los ojos iluminados en una ola que asciende y salpica hasta
el último rincón de su despacho. El pensador, con el pelo empapado y
el bigote goteante, deja temblorosamente la taza vacía en la mesa y
se da vuelta hacia la derecha, diciendo: "¿No te parece, amigo,
¡whatchís! (perdón), que esta época nuestra de la técnica endiosada
es la era del fin del espíritu?" Su interlocutor se aparta de la cara un
mechón empapado y deja ver así su rostro, el de Walter Benjamin,
quien responde: "Completamente, completamente, querido colega: la
reproductibilidad técnica mata el arte, mata el aura del arte, mata
todo, y si no, pues que me digan a mí, porque es que la verdad no sé,
¿no?" Un tercer interlocutor toma la palabra y, pasándose la mano por
el bigote, añade: "Como me llamo Walter, amigos, que esta dinámica
en que andamos metidos... esta dinámica... ¡ah! esta dinámica,
pardiez, non eu trigo limpio." Un cuarto Walter Benjamin se suma a la
discusión, y con él un quinto, y pronto la habitación entera es un bullir
de Benjamines iluminados, descorchados, departiendo enfáticamente
sobre la dinámica, la dinámica que nos lleva. ¡La dinámica! Hasta
aquí, la segunda parte del proceso.
Para la tercera y definitiva parte son imprescindibles unos guantes de
goma y una PlayStation último modelo. Se toma la PlayStation y se
agita ante los ojos de un adolescente, por más señas adicto a los
juegos de rol, ciberonanista y consumidor de drogas inteligentes®.
Cuando el joven está ya boqueando ante el cacharro y extendiendo
los brazos en pos del mismo, se le bajan rápidamente los pantalones
y, con la mano convenientemente enguantada, se le introduce el
tercer disquete de un golpe seco hasta una profundidad de 15 cm de
esfínter. Este tercer disquete va cargado con un juego de estrategia.
33 y 1/tercio eXt r as

En cuestión de segundos, el adolescente empezará a descargar el


juego: sus ojos girarán sobre sí mismos, y en sus retinas se quedarán
proyectadas las jugadas de una partida de ajedrez, con un jugador
por retina; de su boca empezará a brotar una ristra de papel
milimetrado; empezando por el cuello y de izquierda a derecha, una
luz de neón surgirá de su interior e irá redactando como un tatuaje la
historia de la fundación de Neo-Tokio. Breves explosiones sacudirán
sus orejas, y la piel se volverá transparente para mostrar el fluido
amarillo de sus venas. Presa de convulsiones, expelerá, por la nariz,
líquido de frenos, y un hilillo blanquecino y corrosivo manará de sus
pezones en mágico surtidor. Al éxtasis cyborg del adolescente
acudirán los vecinos, movidos por la piedad; acudirán los policías,
movidos por el jaco; finalmente, atraídos por la conciencia social y por
la relevancia cívica del drama, acudirán el cineasta iraní
(encumbrado) y los Benjamines (mojados).
Los Benjamines, no tan húmedos como aterrados por el androide
semihumano que se agita ante ellos, tratarán de iluminarlo: "¡Sé tú
mismo!" -dirá uno-; "Sé natural" -dirá el otro- "No te reproduzcas"
-apuntará un tercero, extrayendo con disimulo un preservativo de la
cartera. Pero el androide sigue convulsionándose y deglutiendo. "¡No
podemos hacer nada!", se lamenta uno; y sollozando: "¿Por qué nos
convocan, entonces? ¿Por qué nos citan?" "Porque les han dicho que
si os citan quedan bien", responde el cineasta, y con la mejor de las
intenciones bondadosas™ exclama: "¡Dejadme a mí!" El cineasta se
abre entonces el khmer (traje típico iraní), y con un movimiento de
jhlad (ostentoso) extrae un garrote de madera con pinchos en la
punta que lo flipas. "Esto es un jalahad " -explica, sopesándolo-, "en
mi país se usa para dormir a los bebés e infundirles la rectitud moral".
Y lo enarbola y lo levanta y arqueándose en el aire cuan infiel es
propina tal papirotazo en la cabeza del androide que éste cae de culo
y queda sentado, y el murmullo de la máquina parece remitir. Y
entonces, ¡oh sorpresa!, entonces, la cabeza del androide, con su
chichón enorme, queda quieta, y a su alrededor empieza a silbar, a
trinar y a pitpitear una alegre bandada de pajaritos, que jovialmente
cantan y revolotean como un anillo del planeta que girara. Cantan,
trinan: corren en un aire limpísimo de pradera, y traen consigo el
sabor de las frutas y del olmo. "Hela aquí" -dice Benjamin-; "la
naturaleza®".

replay
33 y 1/tercio eXt r as

rubén rodríguez
(holguín, del ´69. extra de 300 dólares (2007))

las flores rojas abren el cuarto chakra

El muchacho pidió varias combinaciones de helado: fresa, vainilla,


almendra; con bizcochos, galletitas, sirope, crema, alguna fruta
confitada. “Tiene hambre”, pensó el gordo y rectificó: “Apetito. Las
bellas criaturas no sienten hambre. El hambre queda para los viejos
patéticos, las mujeres escuálidas y los niños panzones de los países
pobres”.
El sol doraba los pelillos de los brazos y las pantorrillas del joven,
daba tintes bermejos a la gran marca rojiza debajo de la oreja
izquierda.
–Es del violín –dijo el muchacho, ante la mirada curiosa. Palmeó el
estuche apoyado en otra de las sillas, y se tocó el cardenal.
–No llegará a papa –comentó el gordo, jocoso.
–¿Cómo?
–El cardenal –explicó la broma.
Tampoco fue comprendido
–Parece una flor roja.
El muchacho no contestó. El gordo lo miró de hito en hito. Los caninos
apiñados daban un aire infantil a la sonrisa. El mar verde de los ojos.
El vello de las mejillas.
El mediodía era cálido. Los insectos zumbaban alrededor de las
mesas y las copas de helado. El sol latía tras el follaje de los árboles y
transparentaba los toldos. Llegaban ecos de las conversaciones,
tintineos metálicos, el bramido ahogado de un ómnibus. Había
pasado un siglo desde que el joven pidiera permiso para sentarse a la
mesa, con su estuche negro y la bolsa de colorines.
El empleado se acercó bajo el peso de una bandeja con demasiadas
copas, y las depositó sobre la mesa. Anunció el importe y el
muchacho miró al gordo, con aire indefenso. Éste sacó un billete y
dijo: “Cobre todo”. El empleado se retiró como una sombra.
–Gracias –susurró el joven, y comenzó a comer.
El gordo evocó las siestas de la infancia. La casa se paralizaba
después del almuerzo. Todos se arrastraban hasta sus cuartos,
aletargados ya; apartaban las colchas, entornaban las persianas y
dormitaban hasta pasadas las cuatro de la tarde. A mano tenían la
penca de yarey, que se agitaba como una mariposa agonizante hasta
caer muerta sobre las sábanas. Del patio llegaba el trino de un
sinsonte. Entonces venían los sueños, provocados por la digestión y
el calor. En ocasiones, una pesadilla lo hacía saltar sobre la cama.
Permanecía unos minutos asustado antes de dormirse de nuevo.
33 y 1/tercio eXt r as

A veces le asaltaba la idea de la muerte. Le acometían tembleques y


sudores e imágenes de un final que habría de llegar alguna vez.
Sacudió la cabeza para espantar la súbita conciencia de su
mortalidad. “Tú también”, pensó al mirar al otro. Según los antiguos
griegos, los amados de los dioses mueren jóvenes. Luego se
convierten en flor, árbol o estrella. Tal vez éste sería raptado pronto
por un águila bugarrón. Soltó una carcajada.
–¿Qué pasa?
–Cosas de viejo.
Bostezó discreto y el muchacho levantó las cejas.
–¿Estás aburrido?
–Es la hora.
El otro cantó una carcajada.
–Mi abuela duerme a esta hora.
–Todos los viejos...
Sonrió.
–Mal que me pese, soy un viejo.
–La siesta del fauno.
El gordo reaccionó como si le hubieran abofeteado. Su rostro cambió
perceptiblemente con el latigazo del ridículo. El más joven se percató
y tiró una tabla se salvación entre los restos del naufragio.
–Debussy.
Reafirmó:
–Me gusta Debussy.
Y por si fuera poco, añadió:
–Y Saint Saëns.
Lo pronunció mal. Dijo “sansán”, pero no importó.
–¿Estudias música?
Negó, batiendo la crema con el helado.
–¿Ya terminaste de estudiar?
Sorbió la mezcla espumosa de un rosa tenue.
–Más o menos.
–Siempre quise ser músico –confesó el gordo.
El muchacho gruñó sin mirarlo.
–Pero no tengo oído.
Otra cucharada de crema, coronada por una cereza almibarada.
–Disfruto la música muchísimo.
El otro mascó la frutilla.
–Pero no puedo hacer música. No estoy dotado.
Como toda respuesta, el joven sacó el hueso con los dedos y lo puso
en el borde del plato.
–No sé si me entiendes.
Dijo que sí, que entendía.
¿Qué hacía él cuando tenía esa edad? Se vio muy flaco, con pelos
largos y pantalones ceñidos. ¿Cuándo comenzó a engordar? ¿Fue a
33 y 1/tercio eXt r as

los treinta o a los cuarenta? Tal vez a los cincuenta. Todo se disolvía
en una nebulosa. Era definitivamente, poco tiempo. ¿Cuánto le
quedaba? ¿Cuánto a este muchacho que tragaba sin parar
cucharadas de helado? Las crisis de pánico nocturno habían vuelto.
Por eso tenía ojeras y un leve temblor en las manos. Acarició el
bolsillo del pantalón bajo la mesa. Palpó los bulticos redondos de las
pastillas que le ayudarían a dormir de nuevo. Hacía poco había
soñado con su primer amor. Despertó llorando, mientras frotaba
desesperadamente su sexo.
–Los instrumentos de cuerda frotada... –comenzó a decir.
El muchacho levantó las orejas.
–Dicen que son más difíciles... –tartamudeó el gordo.
El otro asintió.
–Aunque el chelo es más sensual, prefiero las emociones que me
provoca el violín.
El muchacho bebió un sorbo de refresco y partió un pedacito de torta
untada de merengue. Lo miró intensamente.
–¿Está buena?
Contestó con un leve gruñido, sin dejar de mascar. Combinaba el
dulce con el helado y comía casi obscenamente. Clavaba los dientes
como un pequeño felino en la ubre materna. Otra vez el vértigo. El
gordo empujó su platillo con el dulce intacto.
–¿No quieres? –preguntó el joven.
Lo tuteaba descaradamente.
–El dulce engorda.
El muchacho lo miró perplejo, pero no dijo nada. Agradeció con un
gesto.
–¿Se sufre mucho? –dijo, más que preguntó, el mayor. Aclaró: El
violín.
El otro lamió la cucharita colmada de merengue.
–Mucho.
Sonrió, incrédulo. Aquella bestia joven no parecía hecha para el
dolor. Dudaba que alguna vez hubiera sufrido. El muchacho lo miró,
curioso, al sentirse observado. Llevaba una barbita corta de filósofo.
Seguramente acariciaba todo el tiempo aquella tímida muestra de
virilidad, donde había una gota de helado rosa, como una perla. Se
limpió con la mano y se arrancó un pelo prendido en el anillo liso.
Contrajo el rostro por el dolor, y murmuró una palabrota.
–Cojones.
Lo miró, avergonzado, y el gordo hizo como que no había oído.
Esquivó los ojos. Tras sus pupilas dormía un par de dragones de jade.
Un fuego dulce, frío como el helado. Helado de menta, de orégano,
de algas. Batiría leche condensada con unas gotas de licor de menta
y lo pondría a congelar en moldes en el refrigerador, para cuando el
muchacho le visitara. Entonces le pediría que tocara el violín.
Cualquier cosa: Debussy, Saint Saëns. El violín le dejaría aquel
estigma rojo en el cuello.
33 y 1/tercio eXt r as

El empleado recogió ruidosamente las copas vacías y el gordo se


turbó, inexplicablemente. El joven siguió imperturbable. Echó una
bola de helado en el vaso del refresco y este se desbordó en espuma.
Se puso colorado y dijo “sorry”. Lo dijo bien. Barrió la catarata hacia
el suelo y sacudió la mano. El gordo le tendió el pañuelo. Más bien,
pensó hacerlo pero se detuvo. Otro acto fallido ante el rechazo
potencial o la potencial aceptación. El muchacho secó la mano en el
pantalón y siguió como si nada.
–Al revés –le dijo–. Primero el helado, luego el refresco.
El joven agitó la mezcla con la cuchara y bebió ávidamente, con una
sed de animal pequeño. Vio su lengua a través del vaso, al apurar el
último sorbo. Tomó el resto directamente de la botella y eructó sin
excusarse. Se apretó el plexo solar...
El gordo preguntó cortésmente y el muchacho respondió, sin dejar de
apretarse.
–Una punzada.
–¿En el cuarto chakra?
El joven lo miró, completamente azorado.
–¿Dónde?
–Ahí tienes un chakra.
El otro sonrió, revisó la camisa.
–No...
–Un punto de energía.
–No entiendo.
–Vamos por pasos.
El joven lamió la cucharita embarrada de sirope y puso expresión de
interés.
–Tu cuerpo está lleno de energía. Todos somos energía.
Dijo que sí.
–Como la electricidad. ¿Cómo enciendes y apagas la luz?
La respuesta vibró a través de la cucharita metálica.
–Botones.
Le aplaudió mentalmente.
–Los chakras.
–Ya entiendo –sonrió el otro, sin demasiado entusiasmo.
El gordo adivinó la sombra del aburrimiento en el golpeteo nervioso
de la cucharita contra la copa. Salpicaduras rosas sobre el mantel. El
repique seguía un patrón melódico. Miraba algo más allá de las
mesas y las sillas descascaradas, de los empleados y los niños
ruidosos de las mesas vecinas. Incluso más allá.
–Debían estar durmiendo todos.
El muchacho no respondió. Sacó el bizcocho clavado en una de las
bolas de helado y lo mordisqueó como una rata.
–¿Para qué sirven?
Lo miró sorprendido.
–Los botones.
33 y 1/tercio eXt r as

Le explicó y fue escuchado pacientemente, pero era obvio que no


había comprendido nada.
–Debo irme.
Apuró su copa.
–Me esperan.
Adivinó la sombra de una novia de piel de trigo, y sin saber porqué,
trenzas y sandalias. ¿O sería un novio? Una desnudez de alabastro. Le
dolió. A medida que pasaba el tiempo, le producía mayor dolor la
belleza, incluso su simple evocación. “Eres un viejo ridículo”, se
decía, sin aceptar la idea totalmente. Pesaba veinte kilos más de lo
habitual, tenía pelos en las orejas y una tonsura monacal. ¿Cuándo se
había convertido en este viejo patético del espejo y las fotografías,
con las carnes blandas y surcos en el rostro? Contempló el rostro del
muchacho, los músculos de los brazos, la lisura del cuello. La piel
tensa como parche de tambor y debajo, glándulas bien engrasadas.
La máquina perfecta.
–No te demoro.
El muchacho se justificó.
–Quisiera quedarme, pero me están esperando.
Nada más para la curiosidad aguijoneada. El gordo bebió un sorbo de
agua. Volvía a doler. Ni siquiera sabía qué iba a hacer el resto del día,
después de que el otro se marchara para siempre. Nadie lo esperaba
en aquella casa tan grande donde ya sólo él dormía la siesta. Tuvo la
idea fugaz de invitarlo a comer, a ver la televisión, a tumbar las
guayabas que se pudrían en el patio; pero no se atrevió. Luego le
pesaría como el resto de sus actos fallidos, detenidos en un perenne
tiempo potencial. Cocinaría arroz con pollo, con aceitunas y un
chorrito de cerveza, acompañado con plátanos maduros fritos.
Comida caliente, como el ponche de leche tibio en las mañanas de
invierno, con el ardor de la canela en la garganta, el dulce aroma del
azúcar, el olor del huevo. También el helado olía a canela pero no era
especia fragante de Las Indias, sino algún aroma sintético. La mentira
de la química. No dijo nada.
El muchacho anunció su partida y condescendió:
–Gracias por el helado... y por lo demás.
Se terció sobre el pecho su bolso de colorines andinos.
–Ponte algo.
–¿Cómo?
–En el cuello.
El otro sonrió.
–Me saldrá de nuevo.
Se rozó el cardenal.
–El violín.
El muchacho le extendió la mano, nervioso, y él se la apretó
flojamente.
–De verdad, muchas gracias.
Y se perdió entre la gente.
33 y 1/tercio eXt r as

El gordo permaneció sentado, pensando. Miró su helado intacto. Una


abeja zumbó sobre el mar rosa de la copa niquelada.
Tal vez no había sido más que un sueño húmedo de la siesta. Un
sueño también el estuche sobre la silla. Buscó con la mirada, pero ya
el joven se había perdido de vista. Miró el estuche un rato, sin
atreverse a tomarlo. Lo puso sobre la mesa, desplazando las copas y
los vasos. Lo abrió, sin poder reprimir su ansiedad. Los cierres
chasquearon. Estaba vacío.

replay
33 y 1/tercio eXt r as

come together
breve antología de poesía norteamericana
(extra de glam! (2007))

joshua beckman
(connecticut, 1971)

La sed de la multitud. Acostamos al surfeador.


El chico y el chico. Ven a ver lo que he hallado.
Nuestro país pasa por tiempos ominosos y tú traes
esto. La sed de la multitud. Otra cosa muerta
en el suelo. Un cuerpo. La oscuridad y la madera rota.
La exhibición de un cuerpo. El chico y el chico.
Ven a ver lo que he hallado. Acuesta al surfeador.
Otra cosa muerta en el suelo, y tú
trajiste eso. El chico y el chico.
Ven a ver lo que he hallado. Un surfeador allí sobre
el suelo. El chico y el chico. Desde lejos un pequeño
sonido. Ven a ver lo que he hallado. La multitud
y la multitud. El surfeador acostado sobre el suelo.
En la oscuridad ominosa de nuestro país, tu cuerpo.

●●●

david berman
(virginia, 1967)

vistas democráticas
El narrador fue abatido por el francotirador a quien describía
y yo rápidamente recogí su pluma.

Que suerte, pensé, estar sentado aquí en la torre del


narrador donde los parqueos parecen pizarrones y los personajes
pasean o caen y mueren como yo los diseño.

Entonces comencé a leer la novela que había heredado y no me gustó


lo que descubrí.

La mayor parte de los personajes eran implacablemente malos,


salidos directamente
de las calles malas de la Biblia.
33 y 1/tercio eXt r as

El narrador interrumpía la historia en los sitios equivocados, como una


tercera persona
en una cita de dos, y propinaba endebles opiniones como “La gente
que
usa cuellos de tortuga debe tener cuellos bastante jodidos.”

Se perdía en investigaciones sin sentido, por ejemplo, si Pac-Man era


un
animal, así que cuando retornábamos a los personajes después de
muchas
páginas, el cabello les había crecido hasta los hombros y las uñas
medían pulgadas.

A favor de la novela, debo decir que estaba bien diseñada. Las


escenas
eran como casitas contiguas. Tenían paredes comunes, a través de las
cuales
se podía oír las débiles voces y pasos de lo que vendría a
continuación.

He vivido esas largas escenas de conducción. Todos saben cuán duro


es,
después de haber estado todo el día en la carretera, dejar de
conducir. Vas a dormir
y la carretera corre bajo la cama como una cinta cinematográfica.

También me gustaba la secuencia de sueño ansioso del sheriff, donde


se la pasa
encarcelando a un hombre de dos pulgadas de alto, y el hombre
diminuto
se escapa, por entre los barrotes.

Después de una noche de insomnio lo despierta el teléfono. Hay un


francotirador en
la torre de la Universidad. El sheriff está frente al espejo del baño.
Le corren gotas de Visine por la cara.

Son frías y cristalinas


y puedo contarlas a través de la mirilla de mi rifle.

●●●

mark bibbins
(albany, 1968)

groupie
33 y 1/tercio eXt r as

Toda la plata sobre la que mentí, el bombeo


temporal de estómago –olvídenlo todo

y el camino hacia donde ocurrió. El dios


de la guitarra me desea / me tiene / me bota / me llama

desde la carretera y si puedo mandarle algo de dinero, está


en una situación: un refrigerador vacío de autobús en gira

así que puedo encontrarlo en Trenton y traer una bolsa.


El próximo desnudo la revela

y está delgada tal como lo demanda su edad–


no convencionalmente bonita, no convencionalmente depilada,

pero contra un poste si hay tiempo y lo hay.


Estoy trabajando en una nueva línea de pintura labial –Foie Gras,

Primordial Soup, Contusion –todas las que lo prueban


embellecen.

Las chicas y yo queríamos ser famosas,


En vez de eso amamos a un astronauta que derrama

brillo de sol en nuestros traseros desde la mitad hasta su centro. Que


se joda.
Nuestras líneas de suministro han quebrado –no más K, no más X,

no más. Me gusta cotorrear, el cotorreo


usual, pero distinto: este tejió una manta de polillas

otro pintó de dorado todas sus habitaciones. Nosotras, las chicas y yo,
le sacamos las alas a los botes de cine, seguimos a nuestro favorito

a las estrellas y la cápsula donde guardamos


las recetas para nuestras sucesoras para que no pasen hambre.

●●●

oni buchanan
(pennsylvania, 1975)

el período
Mi reloj es rápido. No sé cuán rápido. Quería
estar con él en el glaciar, solo nosotros dos
congelándonos y apartándonos uno del otro en nuestro lecho de hielo
33 y 1/tercio eXt r as

mientras el témpano flotaba hacia el sur, inexorable. Mi ciclo de


hincharme

con la luna, mi giboso. No es


una luz lisonjera. Alguien debió de haber estado
mejor afuera, y estoy segura que soy yo, pero ya
nos hemos dirigido hacia tierra firme con un remo, todos los colores

guardados. A seis pies de profundidad. Caminé sobre ellos


la primera vez, pura suerte –háganme sitio. Una puerta
a los escombros. Como para no interrumpir el oscuro pulso, sin
diferencia, sin diferencia. Como para no interrumpir el reguero

floreciente, sus diminutos dígitos. A veces los abismales puentes


desarraigados–
esquirlas de encima arrebatadas por los vientos antárticos,
apostadas, arrojadas
como varitas chinas –no pueden ser distinguidos
de la superficie, no pueden aguantar el peso.

Incluso los perros cadáveres de delicadas patas… han


aprendido de alguien que no soy yo
a no flaquear. A no dejar ir los recuerdos en las fauces heladas.
Un rastro en el matorral de hielo que conduce. Su garabato:

Momentáneo; lo bulboso abrió hoy, un halo de bebés.


Vi un mapa de mi, el terreno no estaba a escala. Luz atada en la
cabeza
donde abriría el tercer ojo. Justo para que estuvieran
sincronizados, su aliento grabado en hielo, su voz un pigmento

en los zarcillos de las algas del hielo. No escribí la nota necrológica


y para ese momento se me había olvidado. Aves de vidrio soplado en
la ventana
enviando arcoiris en diseños fragmentados por la cocina
temporal, nuestra choza para la observación. Otras mujeres

crecen para ser concubinas. Él podía congelarlo,


o congelarlo. Sin lupa para ver más de cerca a los bebés.
Los bebés derramándose del lado afilado del desgarrón. Creí
una ruptura de la hinchazón, creí que me haría

estallar por favor. Si solo los otros viejos estuvieran aquí, si


los otros. Los perros de trineos unidos a la cadena
clavada con una estaca en el hielo. Vergüenza, diría él.
Y la tengo. En cuatro, estoy totalmente dispuesta.

●●●
33 y 1/tercio eXt r as

mónica de la torre
(mexico d.f., 1969)

como ver las carreteras mexicanas


1. No estás yendo a ninguna parte.
1.1. Nadie te espera.
1.2. En caso de que alguien te espere, siempre puedes explicar
más tarde la demora.
1.3. Échale la culpa al tráfico, nadie más sabe que elegiste
caminar.

2. No mires al pavimento, mira a las cosas que no ves cuando estás


puertas adentro.
2.1. Depósitos de agua.
2.2. Cables.
2.2.1. Cables que traen voces y caras de otras personas a
los monitores de TV.
2.2.2. Cables que conducen electricidad a bombillos y
refrigeradores.
2.3. Ropa lavada en tendederas.
2.4. Latas vacías de comida.
2.4.1. Con flores creciendo en ellas.
2.4.2. Con cactus creciendo en ellas.

3. Siente las ondas rodeándote.


3.1. Ondas que traen las voces de otras personas a los
altavoces de tu sistema de sonido.
3.2. Ondas de sonidos callejeros.

4. Comprueba cuán rápido puedes subir y bajar escaleras; compara


eso con la velocidad de los autos que pasan.

5. Cuando te canses, párate en el medio del elevado.


5.1. Mira hacia abajo.
5.2. Trata de mirar hacia delante, intenta delinear el horizonte
citadino.
5.2.1. Si no hay demasiada polución, vuelve a mirar hacia
abajo.
5.2.2. Aguántate fuerte a la baranda.
5.2.3. Quédate un rato más; recuerda que nadie te
espera.
5.2.4. No estás yendo a ninguna parte.

6. A través de las barandas verás historias desarrollándose en la calle.


6.1. Préstales atención.
6.2. Tú no eres ellos.
33 y 1/tercio eXt r as

6.3. Ellos no son ellos.


6.3.1. Ellos son uno más uno más uno, indefinidamente.

7. Estás rodeado por mónadas que van hacia alguna parte.

8. Hay un propósito en su movimiento.

9. El deseo es una confederación.

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arielle greenberg
(ohio, 1972)

series de Berlin

I. sótano
Si no conoces a los chicos, no puedes seguirlos. Siempre ha sido así.
Cuando yo era más pequeña, los chicos eran grandes. Tienen círculos
en vez de cabezas, y en los animados, todo es hacia atrás y
constituido por puntos. En sueños, los chicos rezan o crean
problemas. Siempre ha sido así. Este es un poema sobre una guerra.

IV. casual
Y aquí volvemos otra vez a la música y a las felonías.
Siempre donde hay un radio hay el deseo de compañía,
y el deseo de relajarse, y también el deseo, tal vez, de contacto.
Cuando era pequeña tuve muchas posiciones, y algunas de ellas
requerían que me inclinara y algunas me hacían exponer mi cuerpo.
De esta forma hice amistades.

VI. esto
Hacemos marcas y, de esta forma somos como los tipos de peces que
sueltan tinta cuando son asustados. Los artistas son mucho como el
terror, peces asustados. Al menos, ese es el lado médico del asunto.
Podrías decir que mi hermano me dio este consejo, pero no es del
todo así.

VII. murió
No confiamos en nosotros mismos. La cadena de ser es transmitida
de
padre a hijo. A mi me fue transmitida en un campo con una lata de
spray. Todo está en los juguetes, la memoria, y esto muestra que no
estoy lista para ceder el juguete. Esto muestra que toda la memoria
es falsa. Como se puede ver, esto es sobre un perro perdido.
33 y 1/tercio eXt r as

●●●

thomas heise
(michigan, 1971)

correcciones
Estábamos equivocados. La Reina nunca
amó a un caballo. Todo el misterio
saldrá a la superficie cuando recuperemos
la libreta desaparecida del
naufragio. “En verano, ella
vagaba por el prado en su túnica blanca,
la luz en su cabello” es una cita equivocada.
Disculpa. Llena el espacio en blanco
con tu trompeta. En la página nueve todos
los nombres son falsos. Estábamos
equivocados. El hombre huyendo de
la escena del crimen permanece sin identificar.
Mi paradero: desconocido. Estoy
perdido en Newfoundland. Estábamos
equivocados. El borrón en
la quinta enmienda de tu corazón debería decir: Nadie
durmió aquí. Apréndetelo–
suéñalo permanentemente. Incluso
el gorrión que levantaste muerto
de la cesta fue un error.

●●●
33 y 1/tercio eXt r as

kathy lederer
(new hampshire, 1972)

en Las Vegas

I.
Cuando escribo una novela en Las Vegas, me pregunto que pensarán
los demás.
Cuando escribo una novela, pienso mucho en comer.
Cuando llamo a mi amigo, él se excita mucho.
Fuera de mi ventana, veo una gran montaña.
Sus estrías la hacen parecer como si la lluvia cayera sobre ella de
lado. Veo un cielo
donde las nubes flotan lenta e interminablemente.
Los pistones suben y bajan. Los péndulos van hacia uno y otro lado.
Si alguna persona enamorada de mi lee esto, le importará.
Si alguien que me odia lo lee, me tomará por una impostora.

II.
Los árboles son como montículos funerarios. El patio está limpio. La
puerta está abierta
para que entre aire. He conducido largas distancias y he escuchado
montón de música.
He leído cosas que me hacen celosa. Sola.
He leído sobre gente que conozco. Todas las mujeres quieren ser
hermosas.

●●●

matthew rohrer
(michigan, 1970)

mi gobierno

La historia del mundo


es la historia de descontentos rurales
levantándose contra la capital.

Cada noche oigo algo arañando


para entrar en mi fortaleza
que no puede aguantar mucho.

El gato cree que algo vive en el radiador


Y pone su boca en la abertura –su aliento.
33 y 1/tercio eXt r as

Ningún hombre es una isla. Además, nadie está interesado


en excesiva indeterminación. Los franceses
se comerán el caballo debajo de ti. Eso,
y mucho más, me has enseñado, Mundo.

Tus productos colapsarán tras corto tiempo


y tendremos que ir a por más a las calles.

Es posible vivir solo de lo que cosechas


si comes poco y no te mueves demasiado.

●●●

brenda shaughnessy
(okinawa, 1970)

panóptico

Mi ventana de dormitorio puede ser vista desde el mirador


del World Trade Center. La he visto.
¿Qué vi?

Mi compañera de cuarto experimentando con mi vibrador.


Lucía adorable a través de las tenues cortinas
en mi cama cremosa. ¿Pensará en mi?

Yo pienso en ella y dejé migajas de pan en el telépata.


Ella puede sentirlo, mi observación, aún a través de un trance de
niebla.
La he alumbrado con esto.

Es su ceguera, su dulce maldición, su ración


de privacidad derramada como harina mientras ella imagina
que el pan milagroso se hace.

Decidí tres reacciones posibles:

Continuar observándola y, al llegar a casa, mencionar


la extraña visión que he tenido, describiendo
en detalle lo que vi.

Alimentar el telescopio moneda


tras moneda, y leer un libro mientras pasa el tiempo.
He sido bendecida con la vista, como un tercer ojo,
sin la mimesis compulsiva de la apariencia. El lujo
33 y 1/tercio eXt r as

de un pulpo es nunca tener que usar piernas para caminar.

O, quedarme en casa con mi propio


par de binoculares, en lo oscuro, observando a quien quiera
me esté observando, mientras me observa.

●●●

g. c. waldrep
(virginia, 1968)

los milagros de San Sebastián

Agachándose en el patio el chico santo levanta el cuerpo. Está


curioso, comienza a masajear el tejido alrededor de los ojos;
comienza a pellizcar, pluma a pluma, después la piel –un masaje más
profundo– que sale del cráneo. No es su firme presión la que logra
algo, él es solo parte de un proceso mayor que se demoraría más de
no ser por su ayuda.

Él no piensa gorrión.

Él piensa, vagamente, pájaro. Piensa, más específicamente, cráneo:


es el hueso que quiere, cerca del brillo, su pálida multitud.

Su propia mano es un esqueleto tocando un esqueleto. Esta es la


primera lección del deseo: gustar a gustar. El fruto llega después.

Pasa el tiempo. Él cree que es malo reírse de los payasos porque su


abuela le dice que ellos nacieron así, sacados del hospital con narices
bulbosas y pelo naranja. Más tarde él pinta payasos, caras copiadas
de revistas financieras, Guía de la TV. Las adorna en su mente, aplica
maquillaje, las prótesis atroces. Se dice a sí mismo que elige esas
caras porque son caras fuertes. Todas son masculinas.

También pinta mujeres, muchas mujeres, primero desnudas, después


desolladas, después como esqueletos. Pinta homínidos, pinta simios.
Pinta pintura homínida. Pinta simios que pintan. Pinta a un chimpancé
inclinado sobre su atril y paleta, dibujando un desnudo femenino.

No piensa en pintar a una chimpancé dibujando un desnudo


masculino.

Pinta a una mujer del cuello para arriba. Pinta a una mujer del cuello
para abajo. Pinta a tres mujeres que se pasan una pera de mano en
33 y 1/tercio eXt r as

mano. Bosqueja a una mujer tirada bocarriba en la nieve: sexo,


ombligo, ojos, senos.

Se convierte en profesor. Manifiesta que todo el arte es figurativo;


que la figura deja de importar solo cuando dejamos de ser humanos.
Está muy seguro de eso. Cree que todo el arte transcurre en su
momento. Memoriza: fossae y tibia, cóccix y acetabulum, calcáneo y
teres.

Pinta a su esposa saliendo de la musculatura de su espalda como si


de un vestido se tratara. Se pinta a sí mismo sosteniendo su propia
piel.

Pinta una pitón, enroscada en una rama, esforzándose por sacarse la


flecha de un cazador de su cuerpo con su propia boca ensangrentada.

●●●

joe wenderoth
(baltimore, 1966)

poema narrativo

Gradualmente me llegó a doler tanto


que no podía estar tranquilo.
Tuve fiebre todos los días durante unos cuantos años.
Obtuve préstamos escolares.
Vi un poco de televisión en un pequeño cuarto.
Tropecé con algunas pastillas–
los amigos tenían problemas en la espalda, trabajos dentales.
Moví mi televisorcito de ciudad en ciudad,
mirando con deleite, con odio.
Gradualmente el dolor disminuyó
en la fundación, golpeando más suavemente
mis huesos.
Mi novia y yo nos mudamos a Canadá
y compramos codeína.
Vimos una película en la tv
en un motel fuera de temporada.
Regresamos y compramos una casa en Baltimore.
Obtuvimos crédito.
Compramos una tv de 32 pulgadas y un sofá nuevo–
dos mil dólares, por todo.
Pateé la ventanilla de nuestro auto
en un parqueo en Denny.
Reclamé a la agencia de seguros;
33 y 1/tercio eXt r as

demasiados objetos valiosos habían sido robados del auto.


Se nos acabó la codeína.
No había dinero para arreglar la ventanilla.
Conducimos todo el invierno sin ventanilla.
Nuestro vecino nos dio una pecera de diez galones
y yo compré dos pirañas.
Las alimento con goldfish todas las mañanas.
A veces, se arrancan la cabeza y la cola;
aún así, nadan un rato por el tanque.

●●●

rebecca wolff
(new york, 1967)

sibila

1. estas son las demandas indefinidas que me haces

2. (que me) recoja


(yo) recolectar
(yo) decodificar
( ) asociar

3. que admita, tensa con dificultad, reintegración


no es un día en la playa con tintas de cáscara de huevo
“los ocupantes empiezan a envalentonarse y se hacen los
locos”
cuando oyen esa voz amistosa –la matrona.

4. (Pero esa es también mi mente, perdida)


Su poema épico perdido en las restricciones que la sociedad
pone en los

5. incomprendidos.

6. Todo no puede ser… un producto de la imaginación


Las razones para hacer esto son muchas y variables
Y estoy lista para mi close-up

7. Sabes que las figuras talladas han sido proscritas


Finalmente, me dieron un antisicótico
Esto tuvo un inesperado efecto positivo
En la población general, la desdisimulación,
La opresión
33 y 1/tercio eXt r as

8. el débil aroma de focas que actúan.


Con la misma mirada arrogante en su cara,
un hombre emparentado contigo se suicida
en una habitación oscura, esta noche. Soy “de poderes
síquicos”
pero ella es de poderes síquicos
El sarcasmo no está en su repertorio.

9. Si eres transparente es por la trascendencia.


Una buena amiga, se oye a sí misma diciéndome
“hay más para mi carácter esencial,
más que soy esencialmente yo.”

10.No pienses en cuanto tiempo has desperdiciado


Sangre en tu labio inferior
las horas muertas está realmente muertas
(incoadas)
(insensatas)

11.Con tanta buena voluntad y sex


appeal chicas jóvenes descienden
las escaleras. Mis oídos zumban
y mi visión me falla. Debo
estar diciendo la verdad

12.…el gato regresó.


Arrastrándose noventa millas sobre patas lastimadas
al viejo hogar,
destruido por el fuego

13.el alce suelta un mugido.


Creando la música por la que soy famosa.
La indulgencia de la soga cede

14.…el vacío se abalanza.


¿es eso un mosquete plantado
en la ancha pared?
¿O un arado?

15.Algo descerebrado cerca de la mitad


del paréntesis.
El registro
de sonido en mi cerebro.

16.era como si ella lo hubiera puesto ahí para que yo lo viera.


Soy solo una foto en un extremo
–esto es probablemente más de lo que deseaste saber
sobre mi. Hombres afuera.
Soy una mujer
en un campo pastel.
33 y 1/tercio eXt r as

Lo que quiero de una


escena de sexo: continuidad. Por
temor a ti.

●●●
33 y 1/tercio eXt r as

mark wunderlich
(minnesota, 1968)

servidumbre voluntaria

En un valle de Wisconsin hay un cementerio donde las tumbas


se inundan con un arroyo.
Tú dices, No me rompas, y yo digo que no lo haré, pero ¿cómo
puedo saberlo?
Ver un hombre encadenado, como te hace sentir, depende si la
servidumbre es voluntaria.
Los cuerpos están intactos en sus tumbas, empapados en un
baño de hielo. El cabello una red alrededor de ellos.
La música no me consuela. Las palabras en los libros se
levantan y se esparcen.
Una amiga me contó sobre una serpiente que entró a su
habitación una noche.
La casa estaba en Pennsylvania. Ella vivía allí sola.
En la oscuridad la podía oír –seca, deslizándose sobre las tablas
como una media enrollada en la pierna,
Se retiraba cuando ella encendía las luces. Había un agujero
oscuro en el suelo.
Los residentes no están de acuerdo sobre el cementerio.
Algunos piensan que es equivocado decir que los cuerpos están
intactos.
Sugerir que hay algo anormal es pensamiento inadecuado.
Tengo una nueva historia para contarte.
En ella, hay una chica. Es una historia que una amiga una vez
me contó.
Algunas formas de servidumbre son voluntarias. Algunas
cadenas también–
Algunas te las puedes quitar. Pero esta historia–
Comienzas en la mitad, en la parte buena y tuétano de esta.
Creo que te gustará. Déjame contártela.
Yaciendo lado a lado. En la oscuridad.
33 y 1/tercio eXt r as

●●●

rachel zucker
(new york, 1971)

en tu versión del cielo yo soy más joven

En tu versión del cielo yo soy rubia, más delgada,


pero no tan avispada. En la versión cinematográfica de tu
versión
del cielo tú peleas con Dios para regresar a mi.
Es un éxito de taquilla porque eres un personaje increíble.
Nada es real excepto el cronometrado accidente de tráfico
que cuesta 226 mil dólares.

En la vida real, estoy en un puente pequeño sobre un pequeña


cañada.
Entonces no es un puente sino un estadio. Entonces una mesa
baja.
Un sentido de conocer el futuro.
No hay localización clara de temor.
Quiero que digas que abandonarás tu disertación.
Quiero que le preguntes al hombre de uniforme verde si yo
estaba embarazada.

¡Pónganse los preservativos!, anuncian, ¡Están bajo sus


asientos!
Hora de contarle a tu esposa unas últimas cositas. La gente
vomita
En las filas alrededor de nosotros. Las chaquetas sudadas y
grandes.
Somos, en esta versión, una imagen de esperanza.
Los transmisores recién nos están sacando.
Estoy embarazada pero no lo sé y no puedo saber
Si el feto sería, de cualquier modo, no viable.
Nadie sobrevive. Nadie sale con cáncer.
El fade-out deja una pantalla en blanco sobre el sonido del
agua.

Las críticas dicen que es un film noir. La carta al editor


dice que el crítico debería regresar a la escuela. El crítico
está en la escuela de graduados escribiendo una tesis sobre
películas
que nunca se hicieron. Si se hicieran él no obtendrá tenencia.
33 y 1/tercio eXt r as

Si morimos él tiene una pequeña oportunidad de éxito. Una


joven
escribe: debería, más propiamente, haber sido llamado un
embrión.

replay

rodrigo fresán
(buenos aires, del ´63. extra de 33 y un tercio (2005))

Mr. Jones o el encontrador de tesoros

Ya lo sé, de acuerdo, es cronológicamente imposible, las fechas no


cierran y el cofre no se abre... ¿Pero no cabe pensar que cuando –en
“Ballad of a Thin Man”, último track del primer lado de Highway 61
Revisited, año 1965– Bob Dylan canta y se pregunta aquello de “Pero
tú sabes que algo está pasando aquí, aunque no sepas lo que es, ¿no
es verdad, Mr. Jones?” se esté refiriendo al habitual e hiperkinético
desconcierto del un tanto nerd profesor universitario Henry Walton
Jones Jr., mejor conocido por su alias y doble personalidad pública del
arqueólogo corsario y encontrador de tesoros Indiana Jones?
Porque ahí está ese hombre más fornido que flaco al que no dejan de
pasarle cosas porque algo está pasando. Siempre. Todo el tiempo. Sin
parar. Teniendo perfectamente claro que el verdadero hallazgo reside
en la búsqueda, en ir acumulando experiencia y peripecias para que
el tan deseado momento del encuentro con el tesoro tenga la
cualidad extática y la calidad orgásmica de, sí, acabar sabiendo que
todo volverá a empezar con el próximo desafío. Con las instrucciones
de un nuevo pergamino o instrucciones en el último aliento de alguien
indicándole cuál será el siguiente sitio al que llegar y la situación
precisa de su próximo y nuevo lugar en el mundo. Corriendo,
perseguido y persiguiendo, consumiendo millas y paisajes,
enfrentándose a malos y a serpientes, y pagando el precio y ganando
el premio de traer poderosos y míticos y místicos artefactos del
pasado a un presente (el suyo) por siempre retro y felizmente
abducido por la estética y la ética pulp. Tiempos en que la aventura lo
era todo, donde los otros planetas todavía estaban en éste y donde
las nociones del Bien y del Mal se encontraban (o al menos eso
parecía) perfectamente delimitados.
Ahora, tanto tiempo después –diecinueve años luego de que lo
viésemos por última vez cabalgando hacia un atardecer de fuego
luego de haber retornado el Santo Grial a las profundidades de la
33 y 1/tercio eXt r as

tierra–, Indiana Jones regresa a las pantallas de nuestra felicidad en


Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal.
Y allí, seguro, algo va a pasar, a pasarle.

algo estaba pasando


Los cazadores del Arca perdida –luego rebautizada como Indiana
Jones y los cazadores del Arca perdida por necesidades del marketing
del VHS/DVD, esos formatos que trafican felizmente con la nostalgia
instantánea y la alegría de ya no tener que salir de casa– fue la
película que más veces he visto en mi vida en un cine. Es decir: la
película que más veces fui a ver al cine. Paré de contar, creo, en la
sesión número 25, todas en el cine Metro de la calle Cerrito o de la
avenida 9 de Julio, da igual. Todas y cada una de ellas en el cine Metro
porque Los cazadores del Arca perdida es, también, la película que
más veces vi en menos tiempo y siempre en el mismo lugar. Consulto
fechas, hago memoria y no termino de decidirme –entonces las
películas demoraban más en estrenarse al sur del Río Grande, las del
verano de allá recién descendían y llegaban hacia el verano de acá– si
fue en diciembre de 1981 o de 1982. No importa. Estoy casi seguro
de que fue el del recién inaugurado 1982, apenas pasadas las
Navidades. De lo que sí no hay dudas es que yo me movía lento y
poco (mucho menos –voy a permitirme el diminutivo– que Indy) por
esos años en los que la adolescencia comienza a transformarse en
otra cosa y en otra época. Una dimensión desconocida. Algo cuyo
nombre es tan impreciso como esos mapas con una X marcando el
sitio exacto donde se esconde aquello que no se sabe exactamente
qué es y para qué sirve y, sin embargo, todos están más que
dispuestos a matar y morir por lo que allí se esconde y espera.
Recuerdo que yo hacía poca cosa: mi vida estudiantil estaba en ruinas
y mi futuro profesional era más bien difuso. Me pasaron muchas cosas
un poco feas a principios de los ’80; pero la culpa no era de los ’80.
Tampoco de los ’70 o de los ’60. Posiblemente la culpa fuera de los
’90, aunque todavía no hubieran llegado. Porque ya se sabe que, en la
Argentina –en Indiana Jones y la década diabólica–, los ’90 tienen la
culpa de absolutamente todo lo malo que sucedió y que sucede y que
sucederá.
Por entonces el mañana –el mío– era un misterio insondable cuyas
incógnitas se disolvían un poco, apenas, en la oscuridad de un cine o
en las luces de un libro. Así que me dedicaba casi exclusivamente a
leer, a intentar escribir, y a robar libros en las librerías de la avenida
Corrientes. Y recuerdo una matinée de calor cuando la promesa de
“una nueva de Spielberg” más la bendición del aire acondicionado
resultaron una tentación irresistible. Así que entré y pagué y me senté
y abrí los ojos –la montaña de la Paramount mutando a montaña en
jungla sudamericana, año 1936– y a veces pienso que todavía sigo
allí, que aún no he cerrado los ojos.

algo sigue pasando


33 y 1/tercio eXt r as

Mi reincidencia serial con Los cazadores del Arca perdida a muchos


les parecerá hoy un tanto patológica, pero está claro que yo no
estaba solo y que el film produjo efectos más radicales y fiebres más
altas en otros. Y como muestra del poderío del virus vaya este
ejemplo: en 1981, tres amigos de doce años filmaron en los patios
traseros de sus casas en Mississippi y a lo largo de siete años –tenían
veinte cuando la terminaron– una adaptación casera, escena a
escena, de Los cazadores del Arca perdida. El resultado adquirió
instantáneo status de leyenda, de tanto en tanto se exhibe en
festivales de cine indie con el título de Raiders of the Lost Ark: The
Adaptation, y el comic-escritor Daniel Clowes prepara hoy un guión
sobre toda la aventura de la aventura en cuestión. Una copia llegó a
Spielberg y a Spielberg le encantó.
Lo que me pasó entonces a mí por primera vez –y en las sucesivas
visiones hasta memorizar la película fotograma a fotograma– fue
mucho más humilde, pero igualmente encandilador. Fue intuir primero
y comprender después que Los cazadores del Arca perdida era una
legítima e incontestable obra maestra del cine. En Los cazadores del
Arca perdida, Spielberg consigue –con el entusiasmo de quien
necesitaba reponerse del fracaso que había sido la no tan mala como
dicen 1941– para el cine de aventuras lo mismo que logra Casablanca
para el cine romántico: un perfecto destilado de clichés y lugares
comunes, un cuidadoso repaso de gestos históricos e histéricos, un
tan cerebral como apasionado ejercicio de apropiación de referencias
pasadas para así conseguir un producto final fresco que acaba
abduciendo a todo lo que vino antes, produciendo la curiosa y
magistral sensación de que todo aquello que lo inspiró existió nada
más, como piezas sueltas de un rompecabezas, para ir a dar a este
insuperable y por fin modelo terminado. La parodia que acaba siendo
original, el homenaje dionisíaco que acaba resultando apolíneo Big
Bang.
Los modelos de Indiana Jones han sido debidamente reconocidos por
sus creadores George Lucas y Steven Spielberg y –a la hora de la
dirección de arte y story-boards– por el dibujante de comics Jim
Steranko y la vestuarista Deborah Nadoolman Landis: Doc Savage, los
seriales por entregas de la Republic Pictures que precedían al
largometraje en los años ’30 y ’40 y ’50, un imprevisible casi suicida
perro de Lucas llamado Indiana, James Bond (Spielberg por entonces
se moría por dirigir una de 007, Lucas le dijo que podía hacer algo
mucho mejor y le contó su idea durante unas vacaciones en la playa
durante 1977), el sombrero modelo fedora de Humphrey Bogart en El
tesoro de la Sierra Madre, la ropa de Charlton Heston en El secreto de
los incas y el látigo de El Zorro. Se sabe también que al principio se
llamaba Indiana Smith (apellido que Spielberg consideró demasiado
común), que se le presume algún parentesco más o menos lejano con
héroes auténticos y verídicos de la edad dorada de la arqueología
como Giovanni Battista Belzoni o Irma Bingham III y que en la mezcla
se incluye una pizca del extranjerismo profesional y mutable de T.E.
Lawrence.
33 y 1/tercio eXt r as

Y es hecho conocido que, en principio y antes de Harrison Ford


(primera elección de Spielberg; Lucas no estaba seguro porque temía
que el público lo asociara automáticamente con el Han Solo de Star
Wars), se barajaron los nombres de Peter Coyote, Craig T. Nelson (el
padre de familia en Poltergeist) y, muy especialmente y hasta la recta
final, el de Tom Selleck, quien no pudo zafarse de su contrato
televisivo para la serie Magnum y todavía debe estar llorando.
(Selleck, con la exitosa High Road to China de 1983, quiso mostrarle
al mundo cómo hubiera sido su Indiana Jones. No estaba tan mal,
pero...)
Así que, por suerte, Ford.
Y, al menos en mi caso, ya nunca pensé en Han Solo viendo a Indiana
Jones; porque la saga Star Wars (compararla con la tanto más
inteligente y dark nueva encarnación de Battlestar Galactica para
comprender todo lo buena que puede llegar a ser una space-opera)
siempre me pareció un hueco agujero negro donde sacudir el plumero
láser luego de limpiar tanto polvo de estrellas. Ford fue, es y seguirá
siendo Indiana Jones y –por encima del nombre, el apodo y el
apellido– el triunfo incuestionable de un concepto que ha marcado a
fuego el celuloide hasta nuestros días: la apología extática y
orgásmica de la sucesión ininterrumpida de good parts. Las hasta
entonces “partes buenas” de una película –esas introducciones
autoconcluyentes y esos finales catárticos de las de 007– elevadas a
la millonésima potencia hasta dominar toda la película convirtiéndola
en una good part de dos horas. Lo bueno y lo noble de Los cazadores
del Arca perdida es que fue hecha en un tiempo en el que todavía
existía –y se exigía– un cierto equilibrio armónico entre el especial
guión (gracias, Philip Kaufman; y gracias, Lawrence Kasdan) y el
efecto especial y lo que se decía era tan importante como lo que se
hacía. Ahora no. Para ponerlo más claro: basta con ojear lo que podría
haber sido y finalmente es la flamante y un tanto oxidada Iron Man y
lo poco que quiere ser de salida y lo aún menos que resulta ser al
llegar a la meta la acelerada Meteoro de los Wachowski Brothers. Y es
que el maestro Henry Walton Jones Jr. –es la lucha, su vida y su
elemento– lucha con el látigo, con la pistola y con la palabra. Y
paradoja espacio-temporal interesante: en el momento de su debut,
Los cazadores del Arca perdida funcionaba como una variación
glorificada, high tech y state of the art de los viejos seriales de los
años ’40. Aquí y ahora, Indiana Jones y el reino de la calavera de
cristal aspira en cambio, y según declaró Spielberg, a parecer algo
antiguo y venerable, sin efectos digitales, apoyándose en la tarea de
dobles de riesgo y trucos ya casi artesanales. Así, Los cazadores del
Arca perdida –y esta nueva entrega de Indiana Jones– tienen y
tendrán para nosotros la misma textura de un viejo serial... de los
años ’80.
Lo que no me impide recordar con cierto dolor la inmensa decepción
que sentí al ver la prequel desganada y casi en piloto automático –si
descontamos el deslumbrante prólogo musical en el club Obi Wan de
Shanghai, 1935– que fue Indiana Jones y el Templo de la Perdición
33 y 1/tercio eXt r as

(1984), con ese insoportable niñito oriental y la insufrible pero


inminente Mrs. Spielberg Kate Capshaw suplantando a la adorable
Karen Allen de la primera parte como “interés romántico”, así como el
poco interés que me despertó la serie de TV.
Lo que tampoco me impide evocar la alegría recuperada con la
graciosa y emocionante Indiana Jones y la última cruzada (1989),
donde se abría con la historia de cómo el joven Indiana (River
Phoenix) se hacía con su primer sombrero y luego –sobre un telón
padre/hijo, año 1938– todo estaba de nuevo en su sitio y las páginas
más misteriosas del Viejo Testamento volvían a embrujar un mundo
en el que los nazis (y, a no olvidarlo, también los monitos nazis) no
sólo querían dominar al mundo sino, además, convertirse en los
dueños de la Historia.

algo va a pasar
Lo que se ha venido filtrando (un extra que habló demasiado,
violando un pacto de silencio firmado y classified, alguien que se robó
unos diseños top-secret, todo muy Indy y nada indie) de la inminente
Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal –que antes tuvo
títulos como Indiana Jones y los hombres de los platillos voladores de
Marte y que, para despistar, fue varias veces registrada como Indiana
Jones y el Destructor de Mundos o Indiana Jones y las cuatro esquinas
del mundo– anuncia cosas buenas y partes mejores.
Hace un par de meses, Vanity Fair fotografió todo lo que se permitía
fotografiar y dijo todo lo que se autorizaba a decir: los ya comentados
efectos no digitalizados para mantener el espíritu original, otra vez
John Williams sosteniendo la batuta, vuelve Karen Allen como Marian
Ravenwood (lástima que, por fallecimiento, no pueda volver Denhom
Elliott y lástima que, dicen, Sean Connery haya pedido demasiado
dinero por romper su retiro para un cameo revisitando al Dr. Jones
Sr.), Shia LaBeouf (el actor teen más simpático desde John Cusack, y
quien será, se rumorea, no es seguro, el hijo hasta entonces
desconocido de Jones), Cate Blanchett como la malvada espía rusa
Irina Spalko en 1957, año en que comienza a calentarse mucho la
Guerra Fría (la SS da paso a la KGB, las siglas cambian, pero los
malvados se parecen), maleficios de culturas precolombinas, posibles
incursiones en los supuestos misterios alienígenas de Roswell, guiños
a los delirios de Erich von Däniken, un guión calibrado al milímetro
por David Koepp (luego de que pasaran por allí nombres como de M.
Night Shyamalan, Kevin Smith, Tom Stoppard y Frank Darabont) y un
Jones maduro y con canas y a quien los golpes le pegan más duro
(¿no es hora ya de una nominación para Ford por su Indiana?) hacen
pensar que todo está dispuesto para que el látigo y la sonrisa torcida
vuelvan a reclamar –durante 123 minutos y con 185 millones de
dólares de presupuesto– lo que siempre fue suyo, lo que no
tendremos ningún problema en devolverle. Las colas y avances –que
colapsaron el tránsito en Internet cuando se colgaron allí– son, por
supuesto, buenísimos, y Spielberg se refirió a todo el asunto como “el
33 y 1/tercio eXt r as

dulce y sabroso postre que les debía a todos aquellos a quienes les
hice tragar las amargas hierbas de Munich”.
Hoy, mientras ustedes leen esto, Indiana Jones y el reino de la
calavera de cristal se abre en el Festival de Cannes. Y ya sé que está
mal decirlo, que no corresponde, que es un pensamiento infantil y
adolescente, pero exactamente de eso se trata: en lo que a quien
firma todo esto respecta, después de proyectada Indiana Jones y el
reino de la calavera de cristal, por mí que cierren el festival y que
tiren la llave. Y saludos a todos los que acusan a Spielberg de firmar
para el Mercado mientras a Indiana Jones vuelven a pasarle todas
esas cosas que sólo le pasan a Indiana Jones para que así, de algún
modo, las pasemos junto a él y nos pasen a nosotros.

algo pasará siempre


Porque ya lo dije: en la esencia de Indiana Jones –el desenterrador y
desentrañador de mitos que, finalmente, se convierte en un mito en sí
mismo– siempre están pasando cosas. Nosotros pasamos, pero
Indiana Jones permanece y permanecerá, y ese gag de Los cazadores
del Arca perdida –ese momento improvisado en el set porque Ford
estaba enfermo con disentería y exhausto por los rigores del rodaje
en Túnez en que un Jones agotado de golpear turbantes desenfunda
su pistola y baja de un tiro al eximio espadachín vestido de negro–
sigue y seguirá causando gracia por más que alguien hoy, seguro, no
dude en condenarlo por políticamente incorrecto.
En lo personal, yo corro mucho menos de lo que podía correr cuando
me crucé por primera vez con Indiana Jones, sigo leyendo y sigo
intentando escribir y ya no robo libros.
Y la otra noche –luego de enterarme de que Spielberg se preparaba
para el lanzamiento del primer Wii game diseñado por él: Boom Blox,
con el que espera devolver a sus seguidores otro placer primal y
primario: el de destrozar juguetes virtualmente–, yo estrené una
pantalla de plasma de 40 y pico de pulgadas. Afuera llovía, tormenta
eléctrica, no paraba de caer agua, dos días mojados como hacía años
que no se sentían en esta desventurada tierra con sed y sequía de
desierto exótico. Y presioné play –acaba de editarse una nueva
edición de la trilogía en DVD, para el formato Blu-Ray habrá que
esperar hasta noviembre, cuando se lance la versión doméstica de
Indy IV– y ahí estaba otra vez Los cazadores del Arca perdida.
Y volvieron a pasar cosas, volvieron a pasarme cosas.
Y estaba bien que así fuera y sea.
Indiana Jones volvía a correr –en uno de los mejores principios jamás
filmados– perseguido por una enorme bola de piedra, y yo me acordé
que una de las más de veinticinco veces que entré a ver todo eso lo
hice porque me perseguía un librero de una librería cuyo nombre no
recuerdo. No importa. Seguro que ya no está allí. En cualquier caso, el
librero me descubrió robando (no recuerdo qué pero, para potenciar la
peripecia, digamos que era algo del Corto Maltés, otro afortunado
caballero de fortuna) y yo bajé corriendo por Corrientes con el “malo”
33 y 1/tercio eXt r as

pisándome los talones. Yo corría aferrando mi botín debajo de mi –


poco apropiada para los calores, pero tan práctica para el hurto–
chaqueta de cuero. Yo doblando por Cerrito y yo cruzando Lavalle y
ahí estaba el cine Metro y yo zambulléndome ahí de cabeza y
sacando una entrada. Y la película estaba empezada, pero no me
importaba porque me la sabía de memoria, fotograma a fotograma y
línea a línea y la aventura comenzaba cuando uno llegaba y afuera,
muy lejos, por suerte, por un par de horas, quedaba la Argentina
militar y derecha y humana, donde el silencio era salud, los ruidosos
desaparecían y qué podía hacerse salvo ver películas en esa república
perdida de las arcas vacías, tierra de última más tachada que
cruzada, reino del caracú de plástico.
Así que pongamos que me perdí esa primera escena que le hace un
guiño travieso al Yojimbo de Akira Kurosawa y que entré justo en esa
parte en que un tímido profesor Jones da clase a un puñado de
alumnas en celo. O ésa en que un rayo de sol atravesaba la
empuñadura preciosa de un cetro y (observar con atención en las
paredes del templo los hieroglifos que retratan a los robots C-3PO y
R2-D2) marcaba el sitio exacto en el que descansaba un Arca de la
Alianza con mucho de caja de Pandora. O aquella otra en que la bella
Marion Ravenwood vencía en un duelo alcohólico a unas bestias
bebedoras y nepalesas. O aquel otro gag perfecto en que el
torturador ensambla sádicamente un instrumento que acaba siendo
una percha para colgar su abrigo. O la pelea con ese ruso –que
lucharía con el héroe en la segunda y tercera parte en otros roles
musculosos– al pie del avión con hélices. O el instante justo en que se
levanta la tapa y surgen los espíritus sedientos de justicia bíblica. O el
momento sacro en que Indiana Jones y Marion Ravenwood se salvan –
o son perdonados– porque deciden cerrar los ojos y no mirar lo que
sale del Arca y así respetar su poderío sabiendo que no son dignos de
ver lo que allí se revela. O en esa coda à la Citizen Kane con cajas y
cajas almacenadas en un hangar secreto que, dicen, vuelve a
aparecer en Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal.
Daba y da igual.
Todas las partes son buenas y esperemos que también lo sean todas
las partes de Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal.
Mientras tanto y hasta entonces –falta poco, falta cada vez menos–
leo que el sombrero y chaqueta y látigo que usó mi héroe en Indiana
Jones y la última cruzada se exhiben hoy, como si se trataran de
reliquias sacras, en una vitrina del Smithsonian American History
Museum de Washington DC.
Tarde o temprano, estoy seguro, alguien les adjudicará poderes
mágicos.
Temprano o tarde, no lo dudo, alguien intentará robárselos.
Para que algo pase, para que algo vuelva a pasar.
¿No es verdad, Mr. Jones?
33 y 1/tercio eXt r as

replay

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