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33 y 1/tercio eXt r as
Samuel Beckett
Molloy
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los textos que aparecen en la revista son propiedad de autores o fuentes citadas
(cualquier reproducción indicar fuente.)
más o menos
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rafa saavedra
(tijuana, del ´67. extra de toma 3 (2006))
replay
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Bruce me dice que las cosas han ido mal desde que Robert dejó el
apartamento que compartían en la esquina de la Cincuenta y seis con
Park y se fue con su padrastro a hacer un viaje en balsa por aguas
bravas, por el río Colorado, dejando a Lauren, su novia, que también
vive en el apartamento de la Cincuenta y seis esquina con Park, sola
con Bruce, juntos los dos durante un mes. Yo no conozco a Lauren
pero sé que tipo de chicas atrae a Robert y tengo muy claro que
aspecto debe de tener, y luego pienso en las chicas a quienes puede
gustarles Robert, guapas, de esas que hacen como que ignoran el
hecho de que Robert, a los veintidós años, tiene unos trescientos
millones de dólares, e imagino a esa chica, Lauren, tumbada en el
futón de Robert, con la cabeza echada hacia atrás, y a Bruce
moviéndose lentamente encima de ella, mientras cierra los ojos con
fuerza.
Bruce me dice que no se enfadó por culpa de eso. Pero que se sentía
“ligeramente molesto” el fin de semana en que se presentó Marshall,
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Eso fue durante el período en que Lauren trasladó todos sus muebles
(y algunos de los de Robert) a la casa que tenía en la Trump Tower el
magnate de la inmobiliaria, el de veintitrés años. Durante ese período
fue también cuando los dos carísimos lagartos egipcios de Robert
aparentemente comieron unas cucarachas envenenadas y los
encontraron muertos, uno debajo del sofá del cuarto de estar, sin
cola, el otro despatarrado encima del Betamax de Robert. El grande
costó cinco mil dólares; el pequeño había sido un regalo. Pero como
Robert se encontraba en alguna parte del Gran Cañón, no había modo
de ponerse en contacto con él. Bruce me cuenta que por eso dejó el
apartamento de la Cincuenta y seis esquina con Park y se fue a casa
de Reynolds, en Los Angeles, en la parte alta de Mulholland, mientras
Reynolds, que más o menos tiene, según Bruce, lo que valen un par
de falafels en PizzaHut, sin incluir la bebida, está en Las Cruces.
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chuck palahniuk
(burbank, en un desierto de washington, 1964, extra de el laberinto (2005 –
2006))
"Lo que vas a encontrar aquí es una historia estúpida sobre un muchachito
estúpido. Una estúpida historia real sobre alguien con quien nunca te
querrías cruzar". Así parte Asfixia, novela de Palahniuk, el "niño terrible" de
las letras norteamericanas. Es la historia de Víctor Mancini, un hombre
criado en orfanatos, con una madre anarquista y que se gana la vida en un
parque temático, donde simula vivir en un pueblo colonial. Además, asiste a
un grupo de ayuda para superar su adicción al sexo y, para pagar el hospital
en que está recluida su desquiciada progenitora, inventa una efectiva
estrategia: ahogarse con un trozo de carne en lujosos restaurantes hasta
que alguien le salve la vida, le tome sus datos, lo llame para su cumpleaños
y le deposite, de vez en cuando, una buena suma de dinero. "La gente te
comerá en la mano si los haces sentir como dioses", dice el protagonista.
Con una prosa dura y mordaz, este escritor con ascendencia francesa y
rusa, que estudió Periodismo pero que se desempeñó como mecánico y
obrero en una fábrica de contenedores, se ha encaramado en los rankings
de ventas norteamericanos desde que publicó El club de la lucha, llevada al
cine por David Fincher, con Brad Pitt y Edward Norton. La novela la escribió
en tres meses, cuando estaba furioso porque todos los editores le
rechazaron Invisible Monsters, ópera prima en la que contaba la historia de
una ex modelo con el rostro desfigurado, que va al matrimonio de su mejor
amiga con un transexual.
Palahniuk, quien está obsesionado con los labios de Brad Pitt, al punto que
usa un cosmético para realzar su boca, también fue cantante de rap (le
gusta que le digan Chucky P). En la época de El club... frecuentaba el mundo
de las peleas callejeras y varias veces terminó sangrando y con moretones.
álvaro matus
monstruos invisibles
Flash.
“No me dejes morir sobre el piso”, dice Brandy y sus manazas me
agarran. “Mi pelo”, dice, “Mi pelo va a quedar aplastado por detrás.”
Mi idea es que yo sé que quizás Brandy probablemente vaya a morir
pero yo no puedo meterme en eso.
Evie solloza aún más alto. Encima de eso las sirenas de los bomberos
que se escuchan afuera me están coronando como la reina de
Migrañalandia.
El fusil todavía está girando en el piso, pero cada vez más y más
lentamente.
Brandy dice:
“No es así como Brandy Alexander quería que terminara su vida. Se
suponía que primero ella fuese famosa. Sabes, se suponía que
apareciera en la televisión durante el descanso de un Super Bowl,
tomando una cola de dieta, desnuda, en cámara lenta, antes de que
muriera.”
El fusil deja de dar vueltas y no apunta a nadie.
Evie solloza y Brandy le grita:
“¡Cállate!”
“¡Cállate tú!”, le responde Evie. Detrás de ella el fuego está
devorando la alfombra escaleras abajo.
Las sirenas, una las puede oír merodeando y chillando por todo West
Hills. La gente llegará a golpearse unos a otros con tal de marcar el 9-
1-1 y ser el gran héroe. Nadie parece listo para el nutrido equipo de
televisión que debe llegar en cualquier momento.
“Esta es tu última oportunidad, cariño”, dice Brandy y su sangre está
llegando a todas partes. Dice: “¿Me quieres?”
Cuando la gente te hace preguntas así es cuando dejas de ser el
centro de atención.
Así es como la gente te entrampa en el papel de mejor actriz
secundaria.
Incluso mayor que el incendio de la casa es la inmensa esperanza que
tengo de decir las dos palabras más gastadas que uno puede
encontrar en cualquier guión. Justo esas palabras me hacen sentir
como si me estuviera metiendo el dedo. Son sólo palabras.
Impotencia. Vocabulario. Diálogo.
“Dime”, dice Brandy, “¿Me quieres? ¿Me quieres de veras?”
Ese es el modo ridículo en que Brandy ha actuado toda su vida. La
continua e incansable teatralidad en la vida de Brandy Alexander,
cada vez menos viva.
Sólo por cumplir con mi parte en la escena tomo la mano de Brandy
en la mía. Es un gesto amable pero entonces me quedo aterrada por
toda la amenaza de patógenos de la sangre y entonces, bum, el techo
del comedor se derrumba y las chispas y ascuas se abalanzan sobre
nosotras desde la entrada del comedor.
“Incluso si no puedes quererme cuéntame mi vida”, dice Brandy. “Una
chica no puede morir sin que su vida pase delante de sus ojos.”
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2
Me levanto del sofá con una idea en la mente
Al muchacho con nombre de muchacha
No se le ocurre ninguna idea
Pero mi mente es un teléfono público
Mi mente está pintada con un óleo verde claro
En mi mente un arquitecto diseñó dos torres góticas
Al muchacho con nombre de muchacha
Le sorprenden mis ideas y mi nombre de revista
Y mi pubis de revista
Pero no me levanto del sofá
Hasta que mi mente se desune del tapón
Un arquitecto empotró mis tapones en la pared de su alcoba
Y las patas del sofá me preguntan por un brillo
Y son cuadradas
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De madera y cuadradas
Verde claro y cuadradas
La idea en mi mente capta una bella escena de cine
Últimamente voy mucho al cine
Voy mucho al taller de crítica cinematográfica
Hablo de cine
Me como al cine que sabe a manteca cinematográfica
Me levanto del sofá con una idea en la mente
Mato al primero que pasa
Cómo te llamas, le digo
Aristóteles, me dice.
3
Hay un número singular de objetos
Que pudieran darme placer
Pero el placer no es cosa de darse
El placer les pertenece
A las estatuas del parque de los impropios
Y a las mujeres que van al cine con una flor en la oreja
Y a los hombres que van al cine del brazo de un hombre joven
El placer también le pertenece al pájaro
La mandíbula de tu cara pudiera darme placer
Y los verdes aguacates
Y las frutas con forma de corazón
Y las frutas con forma de palabra étnica
Esa joya de bismuto pudiera darme placer
Nos acostamos unidos bajo la sombra de las estatuas
Una manta cubre su pecho
Y otra manta cubre mi pecho
Y la brisa convierte algodones en júbilo
Cómo te llamas, le digo
Aristóteles, me dice.
●●●
pastel y sangre
El día 22 de abril del año en tránsito
Algunos agapornis vinieron a quitarme las gamarras
Y como mi espíritu estaba moribundo
Todo resultó accesible
Perfectamente ingenuo
Lo que sí no estaba planeado
Era que los agapornis se enamoraran de mi
El amor no estaba ni por asomo planeado
Y como mi espíritu seguía moribundo
Dejé que los agapornis me hicieran
Un acto que solo ellos
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Necesitaban hacerme
Ese día yo nombré a los agapornis
A uno le puse Juan Pablo Sartre
Y a otro le puse Jessica Vera
Y al tercero Madame Constipación
Un cuarto se llamó Julius Cortázar
Con Julius fui al cinema
Aunque jamás entendimos la película
Creo que hablaba de dos límites absurdos
Y de unas varillas para inseminar
Con los agapornis soy culpable
De las líneas que suceden
Somos muchos y estamos enamorados
Cabemos en un albergue de 34 colchones
Pero aún estamos enamorados.
●●●
la dulce vida
Durante el año 1507
Alguien llamado Alberto Durero me pintó
La obra se llama Retrato de Muchacha (o Muchacho)
Y es un pergamino aplicado sobre tela
Él también pintó a los cuatro jinetes del Apocalipsis
Hace poco los cuatro jinetes y yo nos hicimos amigos
Después de cinco siglos exactos
Me pasa que me enamoro de uno de los jinetes
Pero el jinete ya tiene novia
Pero yo estoy tan arrinconada
Tan arrinconada tan arrinconada
Y tomo el auricular y le digo a Alberto Durero:
Voy a picarme el muslo
Con la misma cuchilla que afilabas tus carbones
●●●
aseo personal
Las dos ganas de arrimar y abrevar
No me dejan poseer al precipicio
Mi pubis me pide laca
Y yo le doy laca al pubis
Corto mechones
Trenzo collares
Quito un poco de cabellos húmedos
Espero sentada en la piedra solar
Que las dos ganas juntas se me diseminen
Mi pubis me pide canto
Y yo le doy canto al pubis
Uno volutas
Separo hilachas
Muevo los labios cuidadosamente
Al final del día sigo impeorable
Poseer al precipicio no aparece en mi leyenda
Mi pubis me pide pez
Y yo le doy pez al pubis
Lavo residuos
Echo colonia
Humedezco las ideas.
●●●
monólogo de misako
Comúnmente al tokonoma
Le introducen crisantemos
O camelias
O narcisos
Hoy he puesto diminutas ramas de manzanilla
Para cambiar
Para pensar con nitidez
En los cálculos de Euclides
Y el teorema de Pitágoras
Y la fórmula física del movimiento
Tan antipoética
Mañana pondré en el tokonoma
Cuatro gajos de apasote
Al igual que el apasote
Yo me considero un cáliz
Dividido en tres fracciones
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chupar la piedra
Estando abierta
Todos ven que me cabe un escritorio
Un ventilador de pie
Y otros objetos desconocidos
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caballo muerto
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la noticia
●●●
papel alba
●●●
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replay
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gilles deleuze
(parís 25 – parís 95. extra de firma cacharro(s) (2006))
de crítica y clínica, 1993
balbució...
1
Mandelstam, Le bruit du temps, L’Age d’homme, pág. 77.
2
Vid. Gustave Guillaume, Langage et science du langage, Québec. No son
sólo los artículos en general, ni los verbos en general, los que disponen de
dinamismos como las zonas de variación, sino cada verbo, cada sustantivo
en particular, por su cuenta.
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3
Pierre Blanchaud es uno de los escasos traductores de Kleist que han
sabido plantear el problema del estilo: vid. Le duel, Presse–Pocket. Este
problema puede hacerse extensivo a cualquier traducción de un gran
escritor: resulta evidente que la traducción es una traición si adopta como
modelo las normas de equilibrio de la lengua traductora estándar.
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4
Estos comentarios remiten al famoso poema de Luca, «Passionnément» (Le
chant de la carpe.)
5
Beckett, «Comment diré», Poémes, Minuit.
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(contenido y expresión). Decir las cosas tan bien dichas nunca ha sido
lo propio ni la tarea de los grandes escritores.
(…)
Se trata, pues, de una variación ramificada de la lengua. Cada estado
de variable es una posición en una línea de cresta que bifurca y se
prolonga en otras líneas. Se trata de una línea sintáctica, pues la
sintaxis está constituida por las curvaturas, los anillos, los giros, las
desviaciones de esta línea dinámica en tanto que pasa por unas
posiciones desde el doble punto de vista de las disyunciones y de las
conexiones. La sintaxis formal o superficial ya no regula los equilibrios
de la lengua sino una sintaxis en devenir, una creación de sintaxis
que hace que nazca la lengua extranjera dentro de la lengua, una
gramática del desequilibrio. Pero en este sentido es inseparable de un
fin, tiende hacia un límite que ya no es en sí mismo sintáctico o
gramatical, ni siquiera cuando parece todavía serlo formalmente: así
la fórmula de Luca, «je t’aime passionnément.», que estalla como un
grito al final de largas series balbucientes (o bien el «preferiría no» de
Bartleby, que incluso ha absorbido todas las variaciones previas, o el
«he danced his did.» en Cummings, que se desprende de variaciones
presuntamente sólo virtuales). Expresiones de esta índole son
tomadas como palabras inarticuladas, bloques de una única
exhalación. Y ocurre a veces que este límite final abandona toda
apariencia gramatical y surge en estado bruto, precisamente en las
palabras-exhalación de Artaud: la sintaxis desviante de Artaud, en
tanto que se propone forzar la lengua francesa, encuentra el destino
de su tensión propia en esas exhalaciones o en esas meras
intensidades que marcan un límite del lenguaje. O a veces no en el
propio libro: en Céline, el Viaje pone la lengua natal en desequilibrio,
Muerte a crédito desarrolla la nueva sintaxis en variaciones afectivas,
mientras que Guignol’s band encuentra el objetivo último, frases
exclamativas y puestas en suspensión que deponen toda sintaxis en
beneficio de un mero baile de las palabras. No por ello ambos
aspectos son menos correlativos: el tensor y el límite, la tensión en la
lengua y el límite del idioma.
Ambos aspectos se efectúan siguiendo una infinidad de tonalidades,
pero siempre juntos: un límite del idioma que tensa toda la lengua,
una línea de variación o de modulación tensada que lleva la lengua a
ese límite. Y así como la nueva lengua no es exterior a la lengua, el
límite asintáctico tampoco es exterior al lenguaje: es lo exterior del
lenguaje, no está en el exterior. Es una pintura o una música, pero
una música de palabras, una pintura con palabras, un silencio dentro
de las palabras, como si las palabras ahora vertieran su contenido,
grandiosa visión o audición sublime. Lo que es específico en los
dibujos o pinturas de los grandes escritores (Hugo, Michaux...) no es
que esas obras sean literarias, pues no lo son en absoluto; acceden a
meras visiones, pero que todavía se refieren al lenguaje en tanto que
constituyen su finalidad última, un exterior, un envés, un debajo,
mancha de tinta o escritura ilegible. Las palabras pintan y cantan,
pero en el límite del camino que trazan dividiéndose y
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6
Andrei Biely, Carnets d’un toqué, L’Age d’homme, pág. 50. Y Kotik Letaiev.
El lector se remitirá en esos dos libros a los comentarios de Georges Nivat
(particularmente sobre la lengua y el procedimiento de «variación sobre una
raíz semántica», vid. Kotik Letaiev, pág. 284).
7
Lyotard llama precisamente «infancia» a ese movimiento que arrastra la
lengua y traza un límite siempre diferido del lenguaje: «Infantia, lo que no
se habla. Una infancia que no es una época de la vida y que no pasa. Está
siempre presente en el discurso... Lo que no se deja escribir, en la escritura,
tal vez exija un lector que ya no sabe o todavía no sabe leer» (Lectura
d’enfance, Éd. Galilée, pág. 9).
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ahmel echevarría
(la habana, del ´74. extra de toma 3 y toma 14 (2006))
sentaría bien. Orlando L tragó una gran bocanada a pesar del catarro
que tenía, tosió, me dio unas palmadas en el hombro y dijo Ahmel
Ahmel, tu buena idea terminará matándome.
Sonreí.
—Tranquilo, hay un policlínico cerca —dije.
Pero Orlando no parecía convencido y pensé en cinco detalles que
quizá lo harían cambiar de opinión. Le dije Imagina una bella
enfermera de guardia. Y seguí enumerando: balón de oxígeno,
policlínico desierto, aburrimiento, un bello cuerpo. Le puse entonces
una mano en el hombro y al oído le dije Imagina ahora que esa mujer
esté dispuesta a compartir todo eso con nosotros.
Orlando L arqueó las cejas. Sonrió.
—Parece ser una buena propuesta, morenito de malas intenciones.
Tragué una gran bocanada a pesar de mi asma.
Luego de inhalar toda aquella mezcla Orlando me pidió el trípode y
dijo Cojones, quédate como estás, no te muevas. La Canon, apoyada
en el trípode, quedó en equilibrio sobre el separador. Detrás del único
ojo de la cámara Orlando L ajustaba el encuadre:
—No te muevas, ya tenemos la primera foto.
Orlando quería que toda la bruma y la luz amarilla y sucia de la
avenida Independencia se derramaran dentro del encuadre. Apuntó
hacia mí el cañón de la Canon, gritó que no me moviera hasta
escuchar el sonido del disparo y se dispuso a hacer la foto.
Fue una toma muy lenta.
A pesar de haber escuchado el chasquido del mecanismo no pude
moverme. Quedé aletargado quizá cinco, diez o veinte minutos —
Orlando L me confesó que tampoco pudo moverse una vez
guillotinado aquel pedazo de Altahabana conmigo dentro. ¿Yo?: con
las manos en los bolsillos del pantalón, las pupilas varadas en el
punto donde se unen la cadeneta de farolas y el asfalto. ¿Yo?: como
un pedazo de arrecife tierra adentro. ¿Orlando L?: se cruzó de brazos
luego de accionar el disparador.
Sentí sobre mi cuerpo el disparo de la Canon, o tal vez fue un golpe
de aire y polvo que nos embistió, al pasar frente a nosotros un
autobús de turismo, segundos después de que Orlando L pusiera en
marcha el mecanismo.
Pero lo cierto fue aquel chasquido final.
Sentí el golpe.
Luego caí en un letargo.
—No me creas si te digo que tengo basura en los ojos —dije.
—¿En los dos? Creo que estás llorando.
Me encogí de hombros.
Orlando dijo que tampoco le creyera si por alguna casualidad veía en
su cara un par de lagrimones, Tal vez sea culpa del polvo, muñeco,
pero no quiero perder esta foto, ¿te atreves a repetirla?, I think I will
like so much this picture.
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Me decidí por una Bucanero. Necesitaba beber algo bien frío. Orlando
llamó a la camarera, pidió mi cerveza y sacó su libreta de apuntes. Él
no apetecía nada.
Tomaba mi Bucanero mientras lo veía anotar. A ratos lo miraba
directamente o me volvía hacia un gran espejo colgado en la pared
opuesta a nuestra mesa —reflejaba la imagen de Orlando.
—Vienen por la cuenta, parece que ya es la hora de cerrar —dije.
No quería interrumpirlo, pero éramos los únicos clientes y la camarera
se moría de sueño y aburrimiento. Le pregunté si se había fijado en
ella.
—No.
—Deja todo y mírala.
De mala gana dejó de anotar.
Era joven, trigueña —o de un leve tono café—, pelo largo y recogido
en una trenza. ¿Sus ojos?: dos canicas de color ámbar. Carnes duras y
pantalón negro muy ceñido. Alta, ojeras. Y un gran bostezo. En
resumen: bella y desenvuelta. Demasiado bella y desenvuelta para
una pequeña cafetería en las afueras de la ciudad.
Llegó a la mesa. Intentó sonreír. Y pudo hacerlo y parecía no fingir.
Dominaba cada detalle del arte del servicio. Al menos yo lo pensaba y
le dije a Orlando ¿No te parece que hoy es nuestro día de suerte?
Arqueó los ojos y sonrió. La camarera dejó una bandejita con la paleta
donde anotó la cuenta. Antes de que la chica se marchara hacia la
barra Orlando le dijo que esperara, le íbamos a pagar.
Estábamos en sintonía. Queríamos tenerla cerca, mirarla. A pesar de
que la camarera estaba agotada irradiaba algo y yo no sabía qué. Le
pregunté a Orlando L qué podía ser y se encogió de hombros. Luego
dijo Ahmel Ahmel, debemos tener cuidado con estas mujercitas, son
radiactivas y podrían hacernos daño.
—¿No van a tomar nada más?
—No, gracias —dije, de mi billetera saqué un peso convertible.
—Enseguida regreso con el vuelto.
La vimos caminar hacia la barra. Era un bello y grácil animal, un gran
felino. La vimos tomar el cambio y depositarlo en la bandejita. Venía
hacia nosotros. Nos miraba. La vimos llegar a nuestra mesa, poner la
bandejita con el recibo de la cuenta, un par de monedas de cinco
centavos convertibles y despedirse. Pero antes de que se marchara le
pedí que aceptara quedarse con el cambio. Con un gesto lo
agradeció.
Miré la hora. Faltaban apenas unos minutos para el cierre de la
cafetería y se lo dije a Orlando. Entonces la camarera dijo una breve
frase que nos tomó por sorpresa:
—No se preocupen. Y tú —con el bolígrafo que utilizaba para anotar
los pedidos señaló hacia Orlando—, puedes seguir con tu novela.
La miré extrañado.
Sonrió.
Me hizo un guiño y la vi alejarse.
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Apenas dijimos algo antes de que nos fuéramos a las camas, solo un
breve comentario acerca de las dos tomas en la avenida. Orlando
debía levantarse temprano, le esperaba un viaje largo y difícil.
Le preparé una de las habitaciones y fui a la mía.
—¿Verdad que no nos fue tan mal, mi pequeño Warhol? —dijo desde
su cuarto—. Tenemos un par de buenas fotos y conocimos a una
camarera bella y lista.
—¿Te parece?
—Yep, baby, habrá más fotos y más Bucaneros.
Le di las buenas noches.
Orlando apagó la luz de su habitación, demoré en apagar la mía. Tras
la ventana se veía el cielo, estaba bastante despejado, había pocas
estrellas y en una esquina del ventanal la luna brillaba tras un cerco
de pequeñas nubes. Encendí el radio, cerca de los 94 MHz está una
de las dos emisoras que escucho. Radio Ciudad. Al final de su
cartelera hay un largo programa nocturno con dos pésimos locutores
al volante, pero la música es variada y quien hace la selección sabe
que también debe complacer a miles de almas en pena.
Temperatura agradable gracias al ventilador y a la brisa de la
madrugada, la penumbra del cuarto, buena música. Todo aquello era
una buena combinación, sin embargo no lograba dormir.
No tenía sentido dar vueltas en la cama.
Tomé el radio y fui al patio.
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tokionoma
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wunderkammer
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les choristes
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césar aira
(buenos aires, del ´49. extra de aquí en tres (2005 – 2006))
Para venir al Petit Maroc, todas las mañanas, debo cruzar un puente
mecánico que sube y baja, no en mi beneficio por supuesto sino en el
de los barcos que han decidido entrar a un rectángulo de agua que se
llama “bassin”; pero no bien estoy en esta especie de isla encuentro
una cadena de cafés, uno de los cuales se llama El Puente Levadizo,
que podría concluir la minúscula travesía iniciada con el cruce del
puente, o cerrar el paréntesis con un uso de la lengua que parecería
al fin adecuado. Salvo que nunca he entrado al Puente Levadizo; voy
más allá, al Café de La Loire, que es el último de la serie, el más
próximo al borde externo de la isla, y me siento junto a los ventanales
laterales desde donde tengo una vista al río, al Loire, por donde pasan
grandes barcos lentos sin que suba o baje ningún puente.
Lenta. Rápida, la velocidad de los barcos es de las que se resisten a la
clasificación. Es cierto que parecen lentos, como el transcurso de un
astro, pero eso puede ser una ilusión de la distancia; por lo pronto,
usan una medida diferente y esotérica, los “nudos” para crear su
cuenta propia, no relativa a nada, además uno sabe que dentro de
ellos sucede una vida planetaria, sujeta a su propia gravedad, y sus
habitantes bien lo pueden considerar, a cualquier efecto práctico,
inmóviles; un barco tiende a ser “ciudad flotante”, como una isla. Al
observador desde tierra firme nunca se le ocurriría detenerlos con un
gesto del pensamiento, porque se sabe que tienen prisa, una prisa
lenta propia de ellos que se ha moralizado en fábulas de la eficacia:
es que nunca hacen rodeos ni curvas, salvo las elípticas
sobrenaturales más breves que la recta, porque siempre van a alguna
parte, a un punto de alguna costa que ellos saben y nadie más podría
adivinar. Es como si pensaran.
La coincidencia de espacio y pensamiento es una especie peculiar de
tiempo. Durante un instante a cierta hora del día, resulta que todos
los barcos del mundo están quietos en su lugar, clavados al mar. Si
fuéramos testigos de ese prodigio no tendría por qué parecernos un
azar, porque es el resultado justo de la enmarañada mecánica de las
causas náuticas, una constelación razonable. Esto tiene su analogía:
estoy en un café, a la misma hora que ayer, sentado a la misma mesa
y de pronto advierto que ha llegado alguien que estaba ayer y se ha
sentado a la misma mesa que ayer (y ha pedido lo mismo: una
menta) y a un costado está almorzando, a la misma hora absurda, la
misma señora que estaba ayer en ese sitio… y ahí vienen los dos
señores que tomaban cerveza frente a mí y seguramente lo harán hoy
también… Una repetición empieza a construirse, o mejor dicho se ha
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33 y 1/tercio eXt r as
stephen king
(maine, del ´47. extra de 33 y un tercio (2005))
—¿Es un chiste?
—Tómeselo como quiera —replicó Joe—. No pasa nada.
—Haga callar a ese imbécil, ¿quiere? —ordenó el funcionario de
sanidad del condado.
Estaba observando al tonto a través de la calzada de entrada. El
hombre estaba apoyado contra el buzón, llorando a lágrima viva.
Gruesas lágrimas le rodaban por las rechonchas y sucias mejillas. De
vez en cuando, se contenía y se daba un buen sopapo, como si él
tuviera la culpa de todo cuanto había sucedido.
—A él tampoco le pasa nada.
—A mí me parece que aquí pasa de todo —contravino el funcionario
de sanidad—, y lo de menos son esas dieciséis vacas muertas, con las
patas tiesas para arriba como si fueran postes. Si las veo desde
aquí...
—Pues me alegro —terció Joe—, porque no va a acercarse más.
El funcionario de sanidad del condado tiró el certificado del
veterinario de Gates Falls al suelo y lo pisoteó con la bota al tiempo
que contemplaba a Joe Newall con el rostro tan ruborizado que las
venitas de los lados de la nariz sobresalían casi violetas.
—Quiero ver esas vacas. Llevarme una, si hace al caso.
—No.
—Oiga, usted no es el dueño del mundo... Conseguiré una orden del
juez.
—Eso ya lo veremos.
El funcionario de sanidad se marchó mientras Joe lo observaba. En el
extremo más alejado de la calzada de entrada, el subnormal,
enfundado en su mono de trabajo manchado de estiércol y comprado
a través del catálogo de Sears y Roebuck, siguió apoyado en el buzón
de los Newall, llorando a lágrima viva. Ahí se quedó todo aquel
caluroso día de agosto, llorando tan fuerte como se lo permitían sus
pulmones, con el rostro plano y mongoloide vuelto hacia el cielo
amarillo.
—Berreando como una ternera a la luz de la luna —fueron las
palabras del joven Gary Paulson.
El funcionario de sanidad del condado era Clem Upshaw, de Sirois Hill.
Tal vez habría renunciado al asunto en cuanto las aguas se calmaron
un poco, pero Brownie McKissick, que le había apoyado para que
pasara a ocupar el cargo y que le fiaba una cantidad de cerveza
respetable, le acució para que continuara. El padre de Harley
McKissick no era la clase de hombre que sacara las garras por norma,
y además, por lo general no lo necesitaba, pero hacía tiempo que
quería dejar las cosas claras con Joe Newall respecto a la cuestión de
la propiedad privada. Quería hacer entender a Joe que la propiedad
privada era algo estupendo, por supuesto, algo realmente americano,
pero que, pese a ello, la propiedad privada va unida a la comunidad, y
en Castle Rock, la gente todavía creía que la comunidad ocupaba el
primer lugar, incluso en el caso de tipos ricos que podían construir un
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trozo de casa sobre su propia casa cada vez que les entraba el
capricho.
Así pues, Clem Upshaw bajó a Lakery, la capital del condado por
aquel entonces, y obtuvo la orden del juez.
En el mismo momento en que la obtenía, un gran furgón pasó junto al
imbécil, que seguía aullando, y se dirigió al granero. Cuando Clem
Upshaw regresó, ya sólo quedaba una vaca, que le miraba con
grandes ojos negros, ojos que habían perdido el brillo y se habían
tornado distantes bajo la capa de ahechaduras de heno. Clem
determinó que al menos aquella vaca había muerto de meningitis
bovina y se marchó. En cuanto se perdió de vista, el furgón regresó a
recoger la última vaca.
En 1928, Joe inició la construcción de otra ala en la casa. Fue
entonces cuando los hombres que se reunían en la tienda de Brownie
concluyeron que el hombre estaba loco. Era inteligente, eso sí, pero
estaba loco de atar. Benny Ellis afirmó que Joe le había sacado un ojo
a su hija y lo guardaba en un frasco de lo que Benny denominaba
«flomaldelido» sobre la mesa de la cocina, junto con los dedos
amputados que sobresalían de la otra cuenca al nacer la niña. Benny
era un apasionado lector de revistas de terror, publicaciones que
mostraban mujeres desnudas raptadas por hormigas gigantes y
pesadillas similares en las portadas, y, sin lugar a dudas, su historia
sobre el frasco de Joe Newall se inspiraba en sus lecturas habituales.
Como consecuencia de ello, muchos habitantes de Castle Rock, y no
sólo del Recodo, no tardaron en afirmar a ultranza que aquello era del
todo cierto. Muchos afirmaron que Joe incluso guardaba otras cosas
en el frasco, cosas de las que no se podía siquiera hablar.
La segunda ala de la casa quedó terminada en agosto de 1929, y dos
noches más tarde, un cacharro rápido que tenía grandes círculos de
sodio por ojos se abalanzó entre chirridos sobre la calzada de entrada
de la casa de Joe Newall, y el cadáver hediondo y descompuesto de
una gran mofeta salió despedido y colisionó contra la nueva ala. El
animal estalló por encima de una de las ventanas, dejando un
abanico de sangre en los marcos que casi parecía un ideograma
chino.
En septiembre de aquel mismo año, un incendio devoró la sala de
cardas de la serrería más importante que Newall poseía en Gates
Falls, y ocasionó pérdidas valoradas en cincuenta mil dólares. En
octubre, la bolsa se desmoronó. En noviembre, Joe Newall se ahorcó
de una viga de una de las habitaciones inacabadas, probablemente
un dormitorio, del ala más nueva de la casa.
Lo encontró Cleveland Torburt, el subdirector de las serrerías de Gates
Falls y socio de Joe, o al menos eso se rumoreaba, en toda una serie
de negocios de Wall Street que ahora tenían más o menos el mismo
valor que el vómito de un chucho tuberculoso. El cadáver fue
levantado por el funcionario de justicia del condado, que resultó ser el
hermano de Clem Upshaw, Noble.
Joe fue enterrado junto a su mujer y a su hija el último día de
noviembre. Era un día claro y brillante, y la única persona que asistió
33 y 1/tercio eXt r as
al servicio fue Alvin Coy, conductor del coche fúnebre de Hay &
Peabody. Alvin informó de que uno de los espectadores era una mujer
joven y de buena figura, que llevaba un abrigo de mapache y un
elegante sombrero negro. Sentado en la tienda de Brownie mientras
comía un pepinillo directamente del barril, Alvin esbozaba una sonrisa
mordaz y contaba a sus compadres que aquella mujer era una
preciosidad donde las hubiera. No guardaba similitud alguna con Cora
Leonard Newall ni con nadie de su familia, y no había cerrado los ojos
durante las plegarias.
Gary Paulson entra en la tienda con exquisita lentitud, y a
continuación cierra la puerta tras de sí con todo cuidado.
—Buenas —saluda Harley McKissick en tono neutro.
—He oído que anoche ganaste un pavo en La Grange —comenta el
viejo Clut mientras se prepara la pipa.
—Aja —responde Gary.
Ha cumplido los ochenta y cuatro años y, al igual que los demás,
recuerda los tiempos en que el Recodo era un lugar mucho más lleno
de vida que ahora. Ha perdido dos hijos en dos guerras, ambos antes
del desastre de Vietnam, y eso le ha resultado muy duro. El tercero,
un buen muchacho, murió en una colisión con un camión que
transportaba madera en 1973. En cierto modo, aquella pérdida le
resultó más fácil de asimilar, Dios sabe por qué. A veces, Gary babea
y, con frecuencia, emite ruidosos chasquidos con la boca cuando
intenta succionar la saliva para evitar que se salga con la suya y le
baje por la barbilla. No se entera de gran cosa últimamente, pero
sabe que envejecer es una manera asquerosa de pasar los últimos
años de vida.
—¿Café? —pregunta Harley.
—No, creo que no.
Lenny Partridge, que seguramente no se recuperará de las costillas
que se rompió en un extraño accidente de coche hace dos otoños,
dobla las piernas para que el más viejo pueda pasar y dejarse caer
con todo cuidado en la silla del rincón, que él mismo tapizó en 1982.
Paulson emite un chasquido con los labios, succiona la saliva que
amenaza con escapársele y entrelaza las manos sobre el puño del
bastón. Ofrece un aspecto cansado y macilento.
—Va a llover a cántaros —anuncia por fin—. Me duelen todos los
huesos.
—Es un mal otoño —contesta Paul Corliss.
Se produce un silencio. El calor de la estufa llena la tienda, que
cerrará en cuanto Harley muera o tal vez incluso antes si su hija
menor se sale con la suya, llena la tienda, protege los huesos de los
ancianos, al menos lo intenta, y sube por los sucios cristales del
escaparate, cubierto de viejos carteles que miran hacia el patio, en el
que hubo surtidores de gasolina hasta 1977. Son ancianos, y la mayor
parte de ellos han visto a sus hijos partir hacia lugares más prósperos.
La tienda no obtiene beneficios dignos de mencionar en la actualidad,
no tiene más clientes que unos pocos habitantes del pueblo y algunos
33 y 1/tercio eXt r as
turistas de paso que creen que viejos como éstos, ancianos que se
sientan junto a la estufa enfundados en camisetas de termolactil
incluso en pleno julio, son pintorescos. El viejo Clut siempre ha
afirmado que van a llegar nuevas gentes a esta parte del condado de
Rock, pero los últimos dos años, las cosas han ido peor que nunca, y
da la sensación de que todo el maldito pueblo se muere.
—¿Quién está construyendo un ala nueva en la maldita casa de
Newall? —inquiere Paulson por fin.
Los demás se vuelven hacia él. Por un instante, la cerilla de cocina
que el viejo Clut acaba de encender permanece suspendida sobre la
pipa como una llama mística, quemando la madera y tornándola
negra. El fósforo se vuelve grisáceo y se riza. Por fin, el viejo Clut
hunde la cerilla en la pipa y aspira.
—¿Un ala nueva? —pregunta Harley.
—Aja.
Una cortina de humo azulado procedente de la pipa del viejo Clut se
eleva sobre la estufa y allí se extiende como una delicada red de
pescador. Lenny alza el mentón para desentumecer los músculos del
cuello y, a continuación, se pasa la mano por él, lo que produce un
sonido áspero.
—Nadie, que yo sepa —dice Harley en un tono que indica que eso
incluye, como consecuencia, a todo el mundo, al menos en esta parte
del mundo.
—No han tenido un comprador para la casa desde el ochenta y uno —
comenta el viejo Clut.
Al decir «no han tenido», el viejo Clut se refiere tanto a la Tejeduría
del Sur de Maine como al Banco del Sur de Maine, pero también se
refiere a otra cosa, concretamente a los Espaguetti de Massachusetts.
La Tejeduría del Sur de Maine se apropió de las tres serrerías de Joe,
así como de su casa de la colina, alrededor de un año después de que
Joe se quitara la vida, pero, por lo que respecta a los hombres
congregados en torno a la estufa de la tienda de Brownie, ese nombre
no es más que una cortina de humo... o lo que a veces denominan El
Legal, como en La mujer obtuvo una, orden de protección contra él y
ahora él no puede ver a sus propios hijos a causa del Legal. Estos
hombres odian El Legal por cuanto usurpa sus vidas y las de sus
amigos, pero les fascina lo indecible el modo en que ciertas personas
lo ponen al servicio de sus infames planes para ganar dinero.
La Tejeduría del Sur de Maine, es decir, el Banco del Sur de Maine, es
decir, los Espaguetti de Massachusetts, vivieron una larga época de
gran prosperidad tras salvar las serrerías de Joe Newall de la ruina,
pero el hecho de que hayan sido incapaces de deshacerse de la casa
fascina a los ancianos que pasan los días en la tienda de Brownie.
—Es como un moco que no puedes arrancarte de la punta del dedo —
comentó Lenny Partridge en cierta ocasión, y los demás asintieron—.
Ni siquiera esos Espaguetti de Malden y Revere pueden librarse de
esa piedra de molino.
33 y 1/tercio eXt r as
Ouelette, a la que sedujo bajo el puente Tim en el 26, y cada vez que
se acercaba al orgasmo, cada vez, sin excepción, veía a Cora Leonard
de pie junto al buzón, bajo el cielo caluroso y acerado; la veía
levantarse el vestido y revelar un matojo casi inexistente de vello
rojizo que se abría bajo el monte pálido de su vientre; veía el signo de
exclamación con sus labios rojos que se teñían de un color que, como
sabía, sería el más delicado rosa coral
(Cora)
Sin embargo, no es la visión de su vagina con la promiscua hinchazón
de entraña lo que le ha perseguido todos estos años, haciendo que
todas las mujeres se convirtieran en Cora en el instante del orgasmo.
Lo que siempre lo ha vuelto loco de placer cuando recordaba la
escena, algo que, de todas formas, no podía evitar cuando hacía el
amor, era el modo en que había arrojado las caderas hacia delante,
hacia su rostro... una, dos, tres veces. Eso y la falta de expresión en
su rostro, una impavidez tan profunda que parecía fruto de un
trastorno mental, como si la mujer representara la suma de la
limitada comprensión y el deseo de todo muchacho, una oscuridad
angosta y anhelosa, nada más, un Edén limitado que relucía en tono
rosado coral.
Su vida sexual ha quedado marcada y delimitada por aquella
experiencia, una experiencia seminal donde las haya, pero nunca ha
hablado de ella con nadie, aunque en más de una ocasión se ha visto
tentado a ello después de tomarse unas copas. Siempre ha guardado
el secreto. Y esto es lo que está soñando, con el pene perfectamente
erecto por primera vez en casi nueve años, cuando de repente, un
pequeño vaso sanguíneo estalla en su cerebro y forma un coágulo
que acaba con su vida con rapidez, ahorrándole cuatro semanas o
cuatro meses de parálisis, de tubos en los brazos, de catéter, de
enfermeras silenciosas con el cabello recogido en redecillas y pechos
erguidos. Muere mientras duerme, con el pene apuntando al cielo, y
el sueño se desvanece como el eco de una imagen televisiva tras
apagar el aparato en una habitación oscura. No obstante, sus
compadres quedarían confundidos si estuvieran junto a él para
escuchar las dos últimas palabras que pronuncia jadeante, pero con
claridad:
«¡La luna!»
El día después de ser enterrado en el cementerio de Homeland, una
nueva cúpula empieza a surgir de la nueva ala de la casa de Newall.
●●●
llamaban Crown Vic, que los llevaba rumbo a unas vacaciones de diez
días en un lugar donde la factura ascendería a... Bueno, no quería ni
saberlo.
«¿Floyd? Mierda.»
–¿Y ahora qué pasa, Carol?
–Nada –respondió ella.
Un poco más adelante, junto a la carretera, había una casita pintada
de rosa, con el porche flanqueado de palmeras (ver esos árboles con
flecos recortarse contra el cielo azul le recordaba los cazas japoneses
volando bajo mientras disparaban sus ametralladoras, una asociación
debida a toda una juventud malgastada delante del televisor), y
cuando pasaran ante ella saldría una mujer. Se estaría secando las
manos con una toalla rosa y los miraría con el rostro impasible, unos
ricachones en un Crown Victoria camino de Captiva, y no tendría ni
idea de que Carol Shelton había pasado muchas noches en vela en un
piso cuyo alquiler costaba noventa dólares al mes, oyendo los discos
y los gritos de los camellos del piso de arriba, sintiendo algo vivo en
su interior, algo que le hacía pensar en un cigarrillo caído tras las
cortinas en una fiesta, una colilla pequeña e invisible, que, pese a
ello, seguía ardiendo junto a la tela.
–¿Cariño?
–He dicho que no me pasa nada.
Pasaron ante la casa. No había ninguna mujer. Un anciano blanco, no
negro, estaba sentado en una mecedora y los siguió con la mirada.
Llevaba gafas con montura al aire y tenía una toalla del mismo tono
rosa que la casa sobre el regazo.
–Estoy bien, solo impaciente por llegar y ponerme pantalones cortos.
Bill le posó la mano sobre la cadera, el lugar donde tantas veces la
había apoyado en los viejos tiempos, y la deslizó hacia regiones más
íntimas. Carol estuvo a punto de retirársela, pero no lo hizo. A fin de
cuentas, estaban de segunda luna de miel, y además, quizá así se
borraría aquella expresión de su cara.
–Podríamos hacer un inciso –sugirió Bill–. Quiero decir entre que te
quites el vestido y te pongas los pantalones cortos.
–Me parece una idea estupenda –aseguró Carol al tiempo que cubría
la mano de su esposo con la suya y presionaba ambas sobre su
cuerpo.
Un poco más adelante había un rótulo en el que leerían PALM HOUSE
A 4 KM IZQUIERDA cuando se acercaran lo suficiente.
De hecho, el rótulo decía PALM HOUSE A 3 KM IZQUIERDA. Más allá
otra valla publicitaria con la Virgen María de las manos extendidas y
una iluminación eléctrica en forma de halo alrededor de la cabeza.
Aquella versión decía: LA OBRA BENÉFICA MADRE MISERICORDIOSA
AYUDA AL ENFERMO DE FLORIDA. ¿QUIERES AYUDARNOS A
NOSOTROS?
–El siguiente debería decir «Burma Shave» –comentó Bill.
33 y 1/tercio eXt r as
–Allí, ¿lo ves? Creo que es Palm House. No, no donde está la valla
publicitaria, sino al otro lado. ¿Por qué permitirán poner esos trastos
en esta zona?
–No lo sé.
Le picaba otra vez la cabeza. Al rascarse vio que copos de caspa
negra flotaban ante sus ojos. Se miró los dedos y quedó horrorizada al
comprobar que los tenía manchados de negro, como si acabaran de
tomarle las huellas dactilares.
–Bill...
Se mesó el cabello rubio y esta vez sacó copos más grandes. Advirtió
que no eran fragmentos de piel, sino de papel. En uno de ellos se veía
una cara asomada entre el papel carbonizado como si de un negativo
echado a perder se tratara.
–¡Bill!
–¿Qué? ¿Qu...?
Y entonces su tono de voz cambió por completo, lo que la asustó más
aún que el brusco vaivén del coche.
–Madre mía, cariño, ¿qué tienes en el pelo?
Parecía el rostro de la madre Teresa. ¿O se lo parecía solo porque
había estado pensando en Nuestra Señora de los Ángeles? Carol se lo
separó del vestido con la intención de mostrárselo a Bill, pero el rostro
se desintegró sin darle ocasión de hacerlo. Se volvió hacia él y vio que
las gafas se le habían fundido con las mejillas. Uno de los ojos se le
había salido de la órbita para estallar como una uva repleta de
sangre.
«Y yo lo sabía –pensó Carol–. Lo sabía antes de volverme. Porque
tenía esa sensación.»
En los árboles chilló un pájaro. En la valla publicitaria, María extendía
las manos. Carol intentó gritar. Intentó gritar.
–¿Carol?
Era la voz de Bill que le llegaba desde muy lejos. Luego su mano, pero
no entre los pliegues de su vestido en la entrepierna, sino sobre el
hombro.
–¿Estás bien, cielo?
Carol abrió los ojos al sol cegador y los oídos al zumbido constante de
los motores del Learjet. Y otra cosa, una presión en los tímpanos.
Apartó la mirada de la expresión levemente preocupada de Bill para
fijarse en el dial situado bajo el indicador de temperatura y vio que
habían descendido a ocho mil metros.
–¿Vamos a aterrizar? –preguntó con voz confusa–. ¿Tan pronto?
–Sí, qué rápido, ¿eh? –repuso él en tono complacido, como si hubiera
pilotado personalmente en lugar de limitarse a pagar el viaje–. El
piloto dice que llegaremos a Fort Myers dentro de veinte minutos. Has
dado un respingo de mil demonios, cariño.
–He tenido una pesadilla.
33 y 1/tercio eXt r as
Bill lanzó aquella carcajada modelo «mira que eres tontita» que Carol
había llegado a detestar con todas sus fuerzas.
–Prohibido tener pesadillas en tu segunda luna de miel, tesoro. ¿Qué
has soñado?
–No me acuerdo –repuso ella.
Y era cierto. Solo recordaba fragmentos, a Bill con las gafas derretidas
sobre el rostro, y una de las tres o cuatro rimas prohibidas que
cantaban cuando saltaban a la comba en quinto y sexto. «Eh, María,
qué pasa», empezaba, y luego no sé qué, no sé qué, no sé qué. Lo
había olvidado. Recordaba aquella de «Pito pito colorito, a mi padre le
he visto el pito», pero no la de María.
«María ayuda al enfermo de Florida», pensó sin tener idea de lo que
significaba, y en ese momento se oyó un pitido al encender el piloto
la señal de abrocharse los cinturones. Habían iniciado la maniobra de
aproximación. «Que empiece el espectáculo», se dijo al abrocharse el
cinturón.
–¿De verdad no te acuerdas? –insistió Bill mientras se abrochaba el
suyo.
El pequeño avión atravesó una masa de nubes cargada de
turbulencias, uno de los pilotos realizó un pequeño ajuste, y el
aparato volvió a estabilizarse.
–Porque por lo general, al despertar uno recuerda los sueños, incluso
las pesadillas.
–Recuerdo que salía la hermana Annunciata, de Nuestra Señora de los
Ángeles. Era en hora de castigo.
–Eso sí que es una pesadilla.
Diez minutos más tarde, el tren de aterrizaje se desplegó con un
chirrido y un golpe sordo, y al cabo de otros cinco habían aterrizado.
–Quedamos en que traerían el coche a pie de avión –resopló Bill, ya
en tono de bronca, algo que Carol detestaba, pero no tanto como la
risa condescendiente y el repertorio de miraditas paternalistas–.
Espero que no haya ningún problema.
«No hay ningún problema –pensó Carol con una sensación de déjà vu
más fuerte que nunca–. Lo veré por mi ventanilla dentro de un par de
segundos. Es el coche ideal para unas vacaciones en Florida, un
enorme Cadillac blanco, o puede que un Lincoln...»
Y en efecto, apareció, pero ¿qué demostraba eso? Bueno, se dijo
Carol, demostraba que a veces, cuando tenías un déjà vu, lo que
pensabas que iba a suceder sucedía. No era un Cadillac ni un Lincoln,
sino un Crown Victoria, lo que los gángsteres de las películas de
Martin Scorsese llamaban un Crown Vic.
–Uf –suspiró mientras Bill la ayudaba a bajar por la escalera del avión,
mareada por el calor del sol.
–¿Qué pasa?
–Nada, es que he tenido un déjà vu. Supongo que debe de ser un
vestigio del sueño. Como si ya hubiéramos estado aquí antes.
33 y 1/tercio eXt r as
–¿Carol?
Era la voz de Bill, que le llegaba de muy lejos. La estaba tocando,
pero no con lujuria, sino con preocupación.
Abrió los ojos y paseó la mirada por la soleada cabina del Lear 35. Por
un instante lo comprendió todo, del modo en que uno entiende la
inmensa importancia de un sueño al despertar de él. Recordó haberle
preguntado qué creía que había más allá, y él le respondió que creía
que, seguramente, te tocaba lo que siempre habías creído que te
tocaría, que si Jerry Lee Lewis creía que iría al infierno por tocar
boogie-woogie, allí acabaría. Cielo, infierno o Grand Rapids, tú
elegías... o bien los que te dictaban qué debías creer. Era el truco
definitivo de la mente humana, la percepción de la eternidad en el
lugar donde siempre habías esperado pasarla.
–¿Carol? ¿Estás bien, cielo?
33 y 1/tercio eXt r as
replay
33 y 1/tercio eXt r as
demis menéndez
(la habana, del ´80. extra de aquí en 3 (2005 – 2006))
arquitectura urbana
Miro en cualquier dirección y veo el mar. Todas las calles terminan allí.
Algunas incluso, ya sobornaron a los que hacen los mapas. Miro en
cualquier dirección...
Vivir tiene sus precios.
Baje la cabeza y afirme. Repito: baje la cabeza.
●●●
From: Dmis
To: dmisrock@yahoo.es
Sent: Tuesday, January 29, 2008 9:07 AM
Subject: si del silencio, los ojos se callan...
replay
33 y 1/tercio eXt r as
roberto bolaño
(chile, 1953 – barcelona, 2003. extra de el laberinto (2006) y vi (2006
– 2007))
Hace unos días, con Juan Villoro nos pusimos a recordar a aquellos
autores que habían sido importantes en nuestra juventud y que hoy
han caído en una suerte de olvido, aquellos autores que gozaron en
su momento de muchos lectores y que hoy sufren la ingratitud de
esos mismos lectores y que para colmo de males no han conseguido
interesar a los lectores de una nueva generación.
Pensamos, por supuesto, en Henry Miller, que en su día tuvo una gran
difusión en España, y cuyo nombre estaba en boca de todos, pero
cuya fama tal vez obedecía a un equívoco: es probable que más de la
mitad de los que compraron sus libros lo hicieran esperando
encontrar a un pornógrafo, algo que en cierta manera se justificaba y
era una necesidad en la España que emergía después de cuarenta
años de censura frailuna y franquista.
En el otro extremo recordamos a Artaud, puro nervio ascético, que en
su día también tuvo buenas ventas, y no pocos admiradores
españoles y mexicanos, y que si uno comete hoy el error de
preguntarle a una persona menor de treinta años por su nombre
seguramente recibirá una respuesta desoladora. Ya ni siquiera
aquellos que están interesados por el cine saben quién era Antonin
Artaud, lo que es igual de grave.
Lo mismo sucede con Macedonio Fernández: sus libros, salvo en
Argentina, supongo, no se encuentran en las librerías. Y con Felisberto
Hernández, que en los setenta tuvo un pequeño boom, pero cuyos
relatos hoy sólo es posible encontrarlos tras mucho buscar en librerías
de viejo. Doy por descontado que la suerte de Felisberto en Uruguay y
Argentina debe ser diferente, lo que nos lleva a un problema aún peor
que el olvido: el provincianismo en que el mercado del libro concentra
y encarcela a la literatura de nuestra lengua, y que explicado de
forma sencilla viene a decir que los autores chilenos sólo interesan en
Chile, los mexicanos en México y los colombianos en Colombia, como
si cada país hispanoamericano hablara una lengua distinta o como si
el placer estético de cada lector hispanoamericano obedeciera, antes
que nada, a unos referentes nacionales, es decir, provincianos, algo
que no sucedía en la década del sesenta, por ejemplo, cuando surgió
el boom, ni, pese a la mala distribución, en la década de los cincuenta
o cuarenta.
Pero, en fin, de esto no hablábamos con Villoro, sino de otros
escritores, escritores como Henry Miller o Artaud o B. Traven o Tristan
Tzara, escritores que contribuyeron a nuestra educación sentimental
33 y 1/tercio eXt r as
16 de mayo de 2001
●●●
Jim
9 de septiembre de 2002
●●●
14 de octubre de 2002
33 y 1/tercio eXt r as
●●●
replay
33 y 1/tercio eXt r as
leymen pérez
(matanzas, del ´76. extra de okupas (2006 - 2007))
marcas de campo
a Lien y Rey
irrespirable
todavía para los gusanos: las marcas/ el ruido mortuorio
de las marcas históricas que han sobrevivido más de cuatro décadas/
más de cuatro generaciones/ más de cuatro centímetros
campo adentro/boca adentro/
irrespirable
todavía para los gusanos que cruzan el estrecho y ancho de La
Florida/
con el hígado enfermo/ raspando la húmeda madera/ dejándose
tragar
de un lado y otro/ como un vencido animal.
●●●
cuando la pulsación
hojas.
digo: verdes…
hojas verdes me primaveran.
estoy
en la imagen sin imagen
cuando la pulsación me arritmia.
altos muros me acompañan
en los ciclos ¿qué fluyen?
equivocado estaba Heráclito
●●●
33 y 1/tercio eXt r as
11 mm
replay
33 y 1/tercio eXt r as
replay
33 y 1/tercio eXt r as
rubén rodríguez
(holguín, del ´69. extra de 300 dólares (2007))
los treinta o a los cuarenta? Tal vez a los cincuenta. Todo se disolvía
en una nebulosa. Era definitivamente, poco tiempo. ¿Cuánto le
quedaba? ¿Cuánto a este muchacho que tragaba sin parar
cucharadas de helado? Las crisis de pánico nocturno habían vuelto.
Por eso tenía ojeras y un leve temblor en las manos. Acarició el
bolsillo del pantalón bajo la mesa. Palpó los bulticos redondos de las
pastillas que le ayudarían a dormir de nuevo. Hacía poco había
soñado con su primer amor. Despertó llorando, mientras frotaba
desesperadamente su sexo.
–Los instrumentos de cuerda frotada... –comenzó a decir.
El muchacho levantó las orejas.
–Dicen que son más difíciles... –tartamudeó el gordo.
El otro asintió.
–Aunque el chelo es más sensual, prefiero las emociones que me
provoca el violín.
El muchacho bebió un sorbo de refresco y partió un pedacito de torta
untada de merengue. Lo miró intensamente.
–¿Está buena?
Contestó con un leve gruñido, sin dejar de mascar. Combinaba el
dulce con el helado y comía casi obscenamente. Clavaba los dientes
como un pequeño felino en la ubre materna. Otra vez el vértigo. El
gordo empujó su platillo con el dulce intacto.
–¿No quieres? –preguntó el joven.
Lo tuteaba descaradamente.
–El dulce engorda.
El muchacho lo miró perplejo, pero no dijo nada. Agradeció con un
gesto.
–¿Se sufre mucho? –dijo, más que preguntó, el mayor. Aclaró: El
violín.
El otro lamió la cucharita colmada de merengue.
–Mucho.
Sonrió, incrédulo. Aquella bestia joven no parecía hecha para el
dolor. Dudaba que alguna vez hubiera sufrido. El muchacho lo miró,
curioso, al sentirse observado. Llevaba una barbita corta de filósofo.
Seguramente acariciaba todo el tiempo aquella tímida muestra de
virilidad, donde había una gota de helado rosa, como una perla. Se
limpió con la mano y se arrancó un pelo prendido en el anillo liso.
Contrajo el rostro por el dolor, y murmuró una palabrota.
–Cojones.
Lo miró, avergonzado, y el gordo hizo como que no había oído.
Esquivó los ojos. Tras sus pupilas dormía un par de dragones de jade.
Un fuego dulce, frío como el helado. Helado de menta, de orégano,
de algas. Batiría leche condensada con unas gotas de licor de menta
y lo pondría a congelar en moldes en el refrigerador, para cuando el
muchacho le visitara. Entonces le pediría que tocara el violín.
Cualquier cosa: Debussy, Saint Saëns. El violín le dejaría aquel
estigma rojo en el cuello.
33 y 1/tercio eXt r as
replay
33 y 1/tercio eXt r as
come together
breve antología de poesía norteamericana
(extra de glam! (2007))
joshua beckman
(connecticut, 1971)
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david berman
(virginia, 1967)
vistas democráticas
El narrador fue abatido por el francotirador a quien describía
y yo rápidamente recogí su pluma.
●●●
mark bibbins
(albany, 1968)
groupie
33 y 1/tercio eXt r as
otro pintó de dorado todas sus habitaciones. Nosotras, las chicas y yo,
le sacamos las alas a los botes de cine, seguimos a nuestro favorito
●●●
oni buchanan
(pennsylvania, 1975)
el período
Mi reloj es rápido. No sé cuán rápido. Quería
estar con él en el glaciar, solo nosotros dos
congelándonos y apartándonos uno del otro en nuestro lecho de hielo
33 y 1/tercio eXt r as
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33 y 1/tercio eXt r as
mónica de la torre
(mexico d.f., 1969)
●●●
arielle greenberg
(ohio, 1972)
series de Berlin
I. sótano
Si no conoces a los chicos, no puedes seguirlos. Siempre ha sido así.
Cuando yo era más pequeña, los chicos eran grandes. Tienen círculos
en vez de cabezas, y en los animados, todo es hacia atrás y
constituido por puntos. En sueños, los chicos rezan o crean
problemas. Siempre ha sido así. Este es un poema sobre una guerra.
IV. casual
Y aquí volvemos otra vez a la música y a las felonías.
Siempre donde hay un radio hay el deseo de compañía,
y el deseo de relajarse, y también el deseo, tal vez, de contacto.
Cuando era pequeña tuve muchas posiciones, y algunas de ellas
requerían que me inclinara y algunas me hacían exponer mi cuerpo.
De esta forma hice amistades.
VI. esto
Hacemos marcas y, de esta forma somos como los tipos de peces que
sueltan tinta cuando son asustados. Los artistas son mucho como el
terror, peces asustados. Al menos, ese es el lado médico del asunto.
Podrías decir que mi hermano me dio este consejo, pero no es del
todo así.
VII. murió
No confiamos en nosotros mismos. La cadena de ser es transmitida
de
padre a hijo. A mi me fue transmitida en un campo con una lata de
spray. Todo está en los juguetes, la memoria, y esto muestra que no
estoy lista para ceder el juguete. Esto muestra que toda la memoria
es falsa. Como se puede ver, esto es sobre un perro perdido.
33 y 1/tercio eXt r as
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thomas heise
(michigan, 1971)
correcciones
Estábamos equivocados. La Reina nunca
amó a un caballo. Todo el misterio
saldrá a la superficie cuando recuperemos
la libreta desaparecida del
naufragio. “En verano, ella
vagaba por el prado en su túnica blanca,
la luz en su cabello” es una cita equivocada.
Disculpa. Llena el espacio en blanco
con tu trompeta. En la página nueve todos
los nombres son falsos. Estábamos
equivocados. El hombre huyendo de
la escena del crimen permanece sin identificar.
Mi paradero: desconocido. Estoy
perdido en Newfoundland. Estábamos
equivocados. El borrón en
la quinta enmienda de tu corazón debería decir: Nadie
durmió aquí. Apréndetelo–
suéñalo permanentemente. Incluso
el gorrión que levantaste muerto
de la cesta fue un error.
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33 y 1/tercio eXt r as
kathy lederer
(new hampshire, 1972)
en Las Vegas
I.
Cuando escribo una novela en Las Vegas, me pregunto que pensarán
los demás.
Cuando escribo una novela, pienso mucho en comer.
Cuando llamo a mi amigo, él se excita mucho.
Fuera de mi ventana, veo una gran montaña.
Sus estrías la hacen parecer como si la lluvia cayera sobre ella de
lado. Veo un cielo
donde las nubes flotan lenta e interminablemente.
Los pistones suben y bajan. Los péndulos van hacia uno y otro lado.
Si alguna persona enamorada de mi lee esto, le importará.
Si alguien que me odia lo lee, me tomará por una impostora.
II.
Los árboles son como montículos funerarios. El patio está limpio. La
puerta está abierta
para que entre aire. He conducido largas distancias y he escuchado
montón de música.
He leído cosas que me hacen celosa. Sola.
He leído sobre gente que conozco. Todas las mujeres quieren ser
hermosas.
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matthew rohrer
(michigan, 1970)
mi gobierno
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brenda shaughnessy
(okinawa, 1970)
panóptico
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g. c. waldrep
(virginia, 1968)
Él no piensa gorrión.
Pinta a una mujer del cuello para arriba. Pinta a una mujer del cuello
para abajo. Pinta a tres mujeres que se pasan una pera de mano en
33 y 1/tercio eXt r as
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joe wenderoth
(baltimore, 1966)
poema narrativo
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rebecca wolff
(new york, 1967)
sibila
5. incomprendidos.
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33 y 1/tercio eXt r as
mark wunderlich
(minnesota, 1968)
servidumbre voluntaria
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rachel zucker
(new york, 1971)
replay
rodrigo fresán
(buenos aires, del ´63. extra de 33 y un tercio (2005))
algo va a pasar
Lo que se ha venido filtrando (un extra que habló demasiado,
violando un pacto de silencio firmado y classified, alguien que se robó
unos diseños top-secret, todo muy Indy y nada indie) de la inminente
Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal –que antes tuvo
títulos como Indiana Jones y los hombres de los platillos voladores de
Marte y que, para despistar, fue varias veces registrada como Indiana
Jones y el Destructor de Mundos o Indiana Jones y las cuatro esquinas
del mundo– anuncia cosas buenas y partes mejores.
Hace un par de meses, Vanity Fair fotografió todo lo que se permitía
fotografiar y dijo todo lo que se autorizaba a decir: los ya comentados
efectos no digitalizados para mantener el espíritu original, otra vez
John Williams sosteniendo la batuta, vuelve Karen Allen como Marian
Ravenwood (lástima que, por fallecimiento, no pueda volver Denhom
Elliott y lástima que, dicen, Sean Connery haya pedido demasiado
dinero por romper su retiro para un cameo revisitando al Dr. Jones
Sr.), Shia LaBeouf (el actor teen más simpático desde John Cusack, y
quien será, se rumorea, no es seguro, el hijo hasta entonces
desconocido de Jones), Cate Blanchett como la malvada espía rusa
Irina Spalko en 1957, año en que comienza a calentarse mucho la
Guerra Fría (la SS da paso a la KGB, las siglas cambian, pero los
malvados se parecen), maleficios de culturas precolombinas, posibles
incursiones en los supuestos misterios alienígenas de Roswell, guiños
a los delirios de Erich von Däniken, un guión calibrado al milímetro
por David Koepp (luego de que pasaran por allí nombres como de M.
Night Shyamalan, Kevin Smith, Tom Stoppard y Frank Darabont) y un
Jones maduro y con canas y a quien los golpes le pegan más duro
(¿no es hora ya de una nominación para Ford por su Indiana?) hacen
pensar que todo está dispuesto para que el látigo y la sonrisa torcida
vuelvan a reclamar –durante 123 minutos y con 185 millones de
dólares de presupuesto– lo que siempre fue suyo, lo que no
tendremos ningún problema en devolverle. Las colas y avances –que
colapsaron el tránsito en Internet cuando se colgaron allí– son, por
supuesto, buenísimos, y Spielberg se refirió a todo el asunto como “el
33 y 1/tercio eXt r as
dulce y sabroso postre que les debía a todos aquellos a quienes les
hice tragar las amargas hierbas de Munich”.
Hoy, mientras ustedes leen esto, Indiana Jones y el reino de la
calavera de cristal se abre en el Festival de Cannes. Y ya sé que está
mal decirlo, que no corresponde, que es un pensamiento infantil y
adolescente, pero exactamente de eso se trata: en lo que a quien
firma todo esto respecta, después de proyectada Indiana Jones y el
reino de la calavera de cristal, por mí que cierren el festival y que
tiren la llave. Y saludos a todos los que acusan a Spielberg de firmar
para el Mercado mientras a Indiana Jones vuelven a pasarle todas
esas cosas que sólo le pasan a Indiana Jones para que así, de algún
modo, las pasemos junto a él y nos pasen a nosotros.
replay