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ISBN: 978-0-557-89837-4 4
DAC Daniel
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A los hombres y mujeres de esta Tierra;
en especial, a los afligidos, empobrecidos y
derrumbados, que nunca cumplieron sus sueños.
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“¿Y qué ve usted en esta mancha…?”
Hermann Rorschach.
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“Porque de tal manera amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito, para que todo
aquel que cree en Él, no se pierda, mas tenga vida eterna.”
Juan 3:16
Nuevo Testamento
La Biblia
"La libertad es uno de los más preciados dones que a los hombres dieran los cielos."
Miguel de Cervantes Saavedra
El Quijote.
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Tendrían que pasar exactos treinta años para que, como me lo había
prometido, cumpliese con exponer las emociones, las actitudes y los
pensamientos de aquellos a quienes llamo “los pequeños mundos”. Los
seres que cuentan sus vidas tal cual son, sin miramientos ni miedos. Los
seres que, llegado el momento de relatar sus experiencias, no se esconden en
caretas, y se sientan en mi diván a mostrarle al mundo lo que fueron y lo que
son.
Mi nombre es Dante del Solar, y, desde hace más de tres décadas,
me dedico a la psicología forense. Aunque, si soy más exacto, debo decir
que me dedicaba. He decidido dejar la profesión que tantas ganancias me ha
otorgado para abocarme al retiro. Un retiro que se hacía necesario después
de mis innumerables casos alrededor del mundo. Lo cierto es que no he
querido desaparecer de esta Tierra sin dejar de dedicar el resto de mis días al
registro de los principales casos criminales en los que me tocó participar.
Antes deseo dejar en claro que un psicólogo forense no se dedica a
esclarecer quién es el autor de tal o cual crimen, o si una víctima se
convierte en victimario, o viceversa. Un psicólogo forense cumple el mismo
rol de un psicólogo tradicional; es decir, le indica al o los inculpados –que
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CHILE 1975
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EL HIJO
Victorio
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religioso, yo pienso que soy ateo o agnóstico, aunque igual pienso que debe
haber un cielo y un infierno. ¿Me entiende o no me entiende?
Le hablo del asesinato de mi madre porque ahí empezó todo. Ahí me
tuve que transformar, me tuve que volver “bueno”, como dicen en el campo.
Pero esa era la pura apariencia. Yo siempre había sido malo, a mí me
encantaba doblar las hojas y retorcerlas, me imaginaba el cuello de las
víctimas, quebrajándose de a poco. Eso lo hice hasta después de haber
matado a mi madre, cuando iba por una calle vacía del pueblo, y encontraba
un poco de plantas sueltas, antes de que me diera por llorar. Es que a los
asesinos nos gusta matar, pero, al final, terminamos llorando igual que
Magdalenas. Somos llorones los asesinos, y lloramos harto. Lloramos
porque quienes matamos son parte de la vida de uno, y se nos vienen a la
cabeza todas las cuestiones vividas con el muerto. Si yo le contara todas las
imágenes que me hicieron acordar de mi madre, ese atardecer. Me acordé
hasta de cuando me mecía en la cuna. Bueno, es un decir, no crea que me
acordé de tanto, pero más o menos así fue no más.
Yo pienso que hubiese estado llorando toda la tarde de no ser por el
cura del pueblo, que pasaba por el pasaje donde se me había ocurrido llorar,
y me preguntó qué me pasaba. A los curitas yo les tengo miedo. Pienso que
son como los jueces de Dios. Si tú le cuentas tus pecados a un cura, te
puedes dar por liberado, pero hay que saber hacerlo. Yo me sequé las
lágrimas, e hice lo que siempre hago cuando veo que no tengo otro remedio:
mentir. Le dije que me había golpeado en el pie, y que me dolía mucho. El
curita se lo tragó todo, cayó redondo, y me dijo que podía acompañarlo a la
parroquia para que me pusiera alcohol y una venda. Yo le tuve que
obedecer, y caminamos por la calle de tierra del pueblo.
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tapada. Por supuesto que era extraño ver a un cura hablando con un hombre
de ese tipo. Lo peor de todo es que el cura sólo me había dicho que debía
seguir las instrucciones que aparecían en un libro adentro de la maleta.
El tren estaba vacío cuando me subí. Sólo estaba el maquinista, y
una que otra persona. Yo no sabía que seguía funcionando el tren a esas
horas. Como nunca había salido del pueblo, no conocía los horarios, pero
tenía una idea de que el servicio sólo funcionaba hasta cierta hora. El tren
estaba helado, y me senté en un vagón solo. No tenía ni la menor idea de
adónde iba, supuse que eso lo diría el maquinista, o el típico inspector del
tren.
Si usted me lo pregunta así, de forma directa, yo me sentía más libre
que antes, por eso no se me ocurrió descubrir si todo lo que pasaba estaba
planeado, o si todo era por bondad del cura. Un cura es un cura, por lo
menos, eso deja ver la sotana. Las cosas que supe después de él las conocí
cuando ya había pasado todo esto, y era muy tarde para arrepentirme. Un
amigo me dijo que el cura me había utilizado, que había sacado
conclusiones de mi personalidad, con esas manchas que me mostró, y que
yo calzaba con el perfil que él andaba buscando. Pero ¿usted cree que yo
estaba para pensar en cosas malas del cura en ese momento? Yo había
cometido un crimen, había matado a mi propia madre, y no me quedaba más
que obedecer al religioso, que me estaba haciendo hasta un favor con
sacarme del pueblo.
No sé cómo me quedé dormido tanto rato. Porque, cuando desperté,
ya era de día. El inspector del tren me había dicho que debía bajarme, que el
tren sólo llegaba hasta esa estación. Mi cabeza daba vueltas, y estaba muy
mareado. Se supone que tenía que bajarme del tren, aunque la pregunta era
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tumulto, porque las mujeres me daban golpes en los costados, que los tenía
apolillados de tantas patadas que me dieron en su tiempo esos animales.
Ya lejos del tumulto, el hombre abrió la puerta de su casa, una choza
más chica que la porquería de casa que yo tenía. En el interior, casi no había
muebles. El hombre tenía una mesa antigua, con unas simples sillas de
madera, y unos cuantos cuadros mal pintados. Yo miraba la casa y ya me
daba asco de nuevo. Sé que suena como si todo me diera asco, pero es así.
Esa casucha, además, olía pésimo. Parece que el hombre no había limpiado
en años. Él se sentó a la mesa y se cruzó de brazos. Y si lo que vi me dio
asco, lo que hizo ahora el hombre me dio mucho más. Se escupió las manos,
se las frotó, y me dijo:
- ¡Bueno!, ¿te vas a sentar o no? ¡Quiero ver lo que hay dentro de
esa maleta, y quiero verte en bolas!
El hombre estaba loco, o estaba drogado o estaba borracho. Quería
que me sacara la ropa delante de él. Yo no le quise hacer caso, y le tiré la
maleta encima de la mesa. Yo no iba a estar dispuesto a sacarme la ropa
delante de un tipo que ni conocía. El hombre, eso sí, no se inmutó. Abrió la
maleta, y empezó a verificar lo que había dentro. A cada rato, decía “Bien”,
“bien”, “bien”. Parecía que estuviese comprobando que todo estaba en
orden. Hasta que pasó lo que me obligó a sacarme la ropa. El hombre sacó
del interior una pistola bastante grande, la apuntó hacia mí y gritó:
- ¡Sácate toda la ropa, mierda!
El hombre estaba decidido a meterme las balas por el pescuezo, así
que tuve que sacarme toda la ropa. Quedé desnudo, o pilucho, como me
gusta decir, mientras él me seguía apuntando con la pistola. Me ordenó que
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fuera al baño que tenía en su casa, y que me diera una ducha, porque decía
que yo olía horrible.
Cuando salí del baño, el hombre seguía sentado en la mesa, y me
dijo que sacara toda la ropa que había dentro de la maleta. Era un traje de
dos piezas, de tela negra y bastante bien cuidado. También había una
corbata roja y uno zapatos de charol que brillaban. Yo miraba con mucha
rabia toda esa ropa; me enfurecía tener que obedecer las órdenes de un
desconocido. Iba a negarme una vez más a seguir sus palabras, cuando, de
improviso, gritó:
- ¡Ahora sí; amárrenlo!
Sin saber de dónde ni cómo, dos hombres aparecieron por detrás de
mi espalda, y me cogieron de los brazos y las piernas. Eran hombres mucho
más grandes y corpulentos que yo, por lo que no me podía soltar de ellos.
Me pusieron boca abajo, en la mesa donde estaba sentado El Bautista. Los
hombres vestían el mismo traje negro que había en la maleta, y, por lo poco
que pude ver de sus caras, mantenían la cerviz arrugada, como si fuesen
mafiosos. Pensé que me daría de latigazos o que me maltratarían con algún
otro elemento; eran hombres que podrían haber partido en dos a quien
quisiese, pero no fue así: lo único que hicieron fue amarrarme en la mesa, y
dejar mi espalda al descubierto. Mientras, yo veía que El Bautista sacaba
una caja con varios utensilios; parecía armar una máquina pequeña, que no
podía saber para qué era. Eso me hacía poner más inquieto, y les gritaba a
los hombres que no me siguieran amarrando, porque no iban a salirse con la
suya. El rostro de risa irónica que tenía el Bautista me hacía sentir más rabia
y más deseos de golpearlos a todos. Actuaban como verdaderos cobardes,
que contra un hombre para que se les facilitara las cosas.
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morado, y hasta negro. Intentaba hablar, pero no podía, y movía las manos
para todos lados, como si estuviera aleteando. No sé qué me pasó en ese
momento, sólo puedo decirle que me dio compasión. Tenía ganas de matar
al hombre, y tenía ganas de soltarlo. Pensaba en mi cabeza: lo suelo, no lo
suelto, lo suelto, no lo suelto. Donde terminara, ahí se iba a quedar. Lo
suelto, no lo suelto, ¡lo suelto!
El Bautista casi no podía ni respirar cuando lo solté. Tosía muy
fuerte y seguía moviendo las manos de un lado a otro. Yo me sacudí y me
arreglé el traje, y retrocedí un poco. Tenía ganas de tomar la pistola y darle
sus buenos balazos, y arrancarme. Me contuve sólo porque, con el tumulto
de afuera, iba a ser muy difícil correr, menos en un pueblo desconocido.
Quise esperar algunos minutos, hasta que el hombre pudiera hablar
bien:
- Sabía que ibas a reaccionar así, animal. Las bestias del campo son
todas iguales, se arrepienten de atacar cuando les entra miedo a la sangre.
- Sólo quiero que me digas luego para qué estoy aquí. No estoy para
perder mi tiempo.
Pienso que el Bautista se enojó con esas palabras, porque se
incorporó en dos segundos, y empezó a dar vueltas alrededor de mí. Había
agarrado la pistola, y daba vueltas alrededor de mí. Sus ojos eran igual que
brazas. Se notaba que estaba ardiendo de rabia por lo que había hecho. Pero
a mí me daba lo mismo. El hombre era más bajo de estatura que yo, por lo
que, si se ponía muy bravo, iba a reaccionar para quitarle la pistola. No hubo
necesidad, eso sí. El hombre me encañonó con la pistola, y me dijo que
agarrara la maleta. Abrió la puerta de la casa, y me dijo que saliera, que él
ya había cumplido su parte, y que podía ir a la estación del pueblo, que ahí
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dice “tienes que robar, tienes que asesinar, tienes que odiar”. A mí me gusta
ser malo porque saco toda la rabia que llevo dentro, y me siento bien. Me
sentí bien matando a mi madre; me sentí bien doblando las hojas del campo;
me sentí bien dándole golpes al niño de la sala de clases. Y ya voy para allá,
antes, tengo que explicarle lo que le respondí al cura.
Dejé la maleta en el suelo un rato, para no cansarme. No quería gritar
porquerías con el cuello a dos manos. Respiré un poco, y miré a todo el
gentío que estaba a mi alrededor; las caras de estupidez, de asco y de
ignorancia se repetían. Viejos con las narices sucias, con pelos en las orejas,
con arrugas, con sudor, con un olor a fierro fundido. Carraspeé un poco, y le
grité al cura:
- ¿Por qué no se fija en las ovejas descarriadas de su rebaño, y deja
tranquilo a los que no molestamos? Si soy una oveja descarriada,
lo soy, y a mucha honra. Y tenga cuidado, porque esta oveja
descarriada se puede acriminar con usted, curita.
Uno de los hombres, viejo tenía que ser, reaccionó con total enojo
por mis palabras hacia el cura, que me dio hasta un poco de miedo. El viejo
gritaba mucho, me decía improperios, me decía que yo era un pecador, me
decía que yo debiera desaparecer del pueblo, me decía que yo era un
imbécil. La turba empezó a enardecer; los ánimos empezaron a enardecer, el
murmullo se transformo en barrullo, y ya casi todos estaban gritando que
saliera de la procesión. Se supone que yo tenía que salir del pueblo sí o sí,
por lo que me daba lo mismo si los tipos gritaban, lloraban o se retorcían de
rabia. Di un fuerte grito para acabar con el asunto:
- ¡No se preocupen, yo no soy de este lugar, y me voy ahora
mismo, pero ay de él que me dé la espalda cuando me retire de
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LA MADRE
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muy exaltada, porque grité del dolor unos minutos después de que me sacará la
cuchilla. Ahí, yo intenté moverme de la cama, y le grité algo, no me acuerdo muy
bien, pero parece que le dije “Esta es mi casa, y no te quedarás con ella”. Él salió
corriendo, y yo me caí al piso. De lo demás, supe cuando uno de los vecinos me
habló a la mañana siguiente, y me contó que lo habían visto hablar con el cura del
pueblo. Ese hijo mío debió haberse puesto más malo de lo que era. Lástima que
supe de sus crímenes después del tiempo. Algunos me habían dicho que a él lo
conocían en otros pueblos, con otro nombre, y que había matado a algunas
personas, o a unos perros.
Quiero aclararle de partida que yo no soy una puta. Victorio creyó que yo
era una puta, pero no lo soy. Él se llevó esa impresión cuando un día me vio
encamada con tres hombres en la misma semana. A mí los hombres me salen al
camino sin que yo se los pida. Soy una mujer que se ha sabido mantener pese al
paso de la edad, y a los jóvenes les gusta la experiencia, les gusta que los acaricien
y que una se sacuda lo mejor posible en la cama. Yo pienso que el sexo no es
pecado; si, al final, todos llegamos a este mundo gracias el sexo. Por lo demás, ese
hijo que tuve era malo, y no tenía por qué alarmarse si veía a su madre con
hombres en la cama. Yo soy viuda, y puedo hacer lo que quiera, no engaño a nadie
haciendo lo que hago.
Ayer, por ejemplo, me acosté con cuatro jóvenes al mismo tiempo. Ellos
me lo propusieron; me agarraron en una esquina, me empezaron a decir palabras
bonitas, me dieron algunos besos debajo de la oreja, que me gusta tanto, y me
dijeron que fuéramos para la casa. Esto se lo voy a decir despacio, entre nosotros,
así que acérquese un poco, porque me da algo de vergüenza decirlo fuerte: me sentí
como una muchacha de 17 cuando estaba desnuda con ellos. Y me trataron muy
bien, y se reían mucho conmigo.
El cura, que después me habló de los últimos minutos que estuvo con
Victorio, me dice que yo debo dejar esas prácticas, que parezco una mujer
cualquiera. Pero el curita es un religioso, y, aunque yo sé que él se acuesta con
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Con el tiempo, supe que esas láminas sirven para saber si alguien tiene un
trastorno de personalidad. Por eso yo le digo que sí le voy a contestar lo que veo en
esas manchas, pero quiero que sepa que yo no estoy loca. Mi forma de ser es así:
resuelta, directa, sin pelos en la lengua. Si estuviera loca, hace tiempo que estaría
en un manicomio. Mi hijo intentó cometer crímenes por su cuenta; yo no lo obligué
a nada.
Yo estoy enojada con mi hijo. Sé que el anda diciendo que yo huelo
horrible y que digo palabras feas. Yo nunca fui al colegio, por eso soy poco
letreada, y lo acepto, no sé hablar muy bien. Lo que sí estoy segura es que no soy
hedionda. Huélame, usted; ando olorocita, recién me bañé y me embetuné en
perfume para venir acá. A mí no me gusta que anden mintiendo, menos que digan
tonteras de mí. Esa fue la mayor rabia que me dio cuando pasaron unos días de la
desaparición del Victorio. Porque ese hijo mío hizo que mis encuentros con los
jóvenes se divulgasen por todo el pueblo, más aún cuando a todos les dio una
enfermedad de no sé qué.
La cuestión empezó con la Coliflor. Yo a esa vieja le tengo unas ganas,
que, mejor, ni le explico. Esa vieja me echó la culpa de que yo le había pegado la
sífilis a su hijo, el Pancho. Él, como todos los jóvenes, no se pudo estar callado, y
le dijo que yo había estado con él y sus amigos en un encuentro en mi casa. Los
amigos también se habían pegado la sífilis, y también les habían dicho a sus
madres que habían estado conmigo. Las viejas se fueron como un tropel de
caballos a mi casa, y empezaron a golpear la puerta y a gritar. Estaban hechas unas
yeguas que sólo buscan venganza, y gritaban fuerte:
-¡Sal, vieja Luna, que tú tienes la culpa que nuestros hijos estén enfermos!
¡Por eso tu hijo casi te mata, porque eres una vieja caliente y cochina!
-¡Yo no salgo a ninguna parte; esta es mi casa, y yo no aguanto que unas
viejas gordas y feas vengan a amenazarme! – Les dije desde la ventana del segundo
piso.
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Fue en ese momento cuando apareció la Pascuala, la yegua más yegua que
yo he visto en toda mi vida. Era igual a mí, pero con cuarenta años menos. Grande,
alta, de pelo rubio y largo, casi que le llegaba al suelo. No sé por qué le dio por
aparecer en frente de mi casa, pero las perras del campo olemos a distancia los
lugares que nos interesan. A la Pascuala yo la terminé queriendo como una hija, la
hija que nunca tuve. Al principio, cuando la vi por unos cuantos días, me daba
envidia. Es que, si a mí los hombres se me acercaban, a ella la perseguían, pero ella
se hacía de rogar. No le gustaba que los hombres la tuvieran a su antojo. Nadie más
que ella podría haber domesticado al bruto de mi hijo. Aunque ella tampoco hizo
méritos para no buscarlo. Mi hijo era bien malo, eso lo sé yo, que soy su madre. Lo
que sí nunca supe es que fuese mujeriego. Es más, supe que algunas mujeres lo
forcejeaban, y él no se dejaba. Hay que decir que mi hijo no era feo. Algo de bueno
habrá tenido el haberme juntado con su padre, que en paz descanse. La Pascuala
andaba detrás de mi hijo, y eso yo no lo sabía, hasta que me lo dijo. No sabía que a
ella le interesaran los hombres mayores, porque mi hijo ya tenía 25 años, y ella
sólo 16. Ella venía a proponerme algo y yo la tuve que escuchar. Antes, pude ver
cómo me sacó a las viejas gordas del frente de mi casa:
-¡Esos hijos que ustedes han parido, que se hacen los angelitos, anduvieron
detrás de mí como perros falderos! ¡Yo les di la pasada, y se contagiaron de la
sífilis que yo tenía! ¡Pero aquí les traigo un remedio para que vayan y se los den a
sus vástagos! ¡Yo me lo tomé, y aquí me ven, más feliz que perro con pulgas!
¡Váyanse a sus casas, y dejen tranquila a esta señora!
La Pascuala golpeó la puerta, y yo le dije que le esperara, y que le abría
luego. Le dije que se sentara en la mesa del comedor, y que soltara todo lo que
tenía que decirme. Ella aseguró que sabía dónde estaba el Victorio, dijo que lo
había visto montado en un caballo, con un hombre desconocido, y que lo había
visto tomarse un tren a otro pueblo. Ella pensó que yo iba a sentirme agradecida de
que me diera esa información, pero, yo ya le dije, a mí me daba lo mismo qué
suerte había corrido. Una madre, después de que el hijo la intenta matar, siente
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como un resquemor dentro, como una desconfianza y una rabia de darle unas
patadas en el lomo, que lo hagan recapacitar. La Pascuala me decía “Pero si es su
hijo, usted debe estar interesada de saber dónde está”, y yo le repetía que, si fuese
por mí, no deseaba verlo nunca más. Era la pura verdad. La Pascuala no tenía nada
más que hacer ahí, y se paró de la mesa y me dijo con una voz fuerte:
-Yo me voy a buscar a su hijo. Pero quiero que sepa algo: si él se fue del
pueblo es porque estaba harto de tener una madre como usted. Es de esperar que,
en la ciudad, le deparen tiempos mejores.
A nosotras, las madres, nos pueden decir que somos ladronas, asesinas,
perras, yeguas y todo lo que usted quiera. Pero, cuando nos dicen que somos malas
madres es como si tuviéramos un trabajo y el jefe nos dijera “Usted trabaja mal”.
Ahí se nos enciende la brasa interna de pura rabia, y esa rabia se convierte en
comprensión y en entender que estábamos actuando equivocados. La Pascuala
tenía razón, yo había dejado de lado mi labor de madre, y me había preocupado de
hacer mi vida. Empecé a ceder en las peticiones de la muchacha, sobre todo por su
forma de llamarme. Ella me decía “Patrona”. Nunca me dijo señora Eva o señora
Luna o señora Eva Luna. No. Yo, para ella, era su Patrona. A lo mejor, lo hacía
para ganarse mi cariño, y que yo consistiese que la dejase estar con mi hijo.
Aunque, pensándolo bien, no creo. Mi hijo ya tenía 25 años, y no tenía ninguna
necesidad de preguntarme si podía salir con tal o cual mujer. Quizás con cuantas
yeguas había salido en el pasado, y yo no tenía idea. Lo cierto es que, de pie, me
hizo una pregunta extraña, que la hizo con una suavidad, que yo no me pude
resistir:
-¿Quiere que le tiña las canas del pelo mientras usted me cuenta la historia
de su hijo?
-Bueno, pero quiero que me quede bien teñido. – Le dije yo.
Con el Lucho, mi marido, que en paz descanse, habíamos cumplido un año
de matrimonio, cuando decidimos irnos al pueblo de Chillán. Yo estaba gorda
como un globo, con el embarazo del Victorio. El crío me había hecho sufrir la gota
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gorda con sus antojos, y los problemas que tuve. Si hasta una vez, en la casa de los
padres del Lucho, me había caído guarda bajo de la escalera, y casi creí que lo
perdía. La espalda ya no me daba más de dolor, y yo estaba que me reventaba,
porque sentía que, en cualquier momento, nacía. Mi marido fue a preguntar por
todas a las personas del pueblo, a ver si había alguna matrona, y sólo se encontró
con una mujer que, por lo que le habían dicho, se encargaba de sacar a las criaturas
del vientre. La mujer trajo una cuchara de madera, por si era necesario hacer
palanca, hasta que el Victorio salió muy rápido, y como no lloró, sólo le dio el
palmazo de siempre a los recién nacidos.
El pueblo de Chillán había sufrido una gran transformación después del
terremoto del 1939. Ya no era el pueblo de siempre. Le habían puesto Chillán
Viejo, y el nuevo Chillán se había convertido en una ciudad más grande, que se
había trasladado más hacía el norte, y donde había incluso una catedral católica
muy grande y bonita. Pero los hombres del pueblo seguían llamando Chillán a
Chillan Viejo, porque, según decían, ellos habían nacido en Chillán y se iban a
morir en Chillán.
A mí nunca me interesó la historia del pueblo. Es más, pienso que los
pueblos debieran olvidarse de su pasado y hablar del futuro, así se dejan de ser tan
anticuados, y se fijan en las novedades. Yo pienso que eso fue lo que causó
sensación en el pueblo, cuando llegamos, porque, cuando tuve al Victorio, yo no
grité ni gemí ni me dolió nada. Por eso digo que soy una perra, y bien perra. Hasta
se me ocurre que estoy lista para una guerra cuerpo a cuerpo. Lo malo es que esta
situación, para las viejas del pueblo, fue la novedad del año. Todas le preguntaban
a la matrona si había sido cierto que no me había dolido las entrañas cuando nació
el crío. Yo les respondía con la verdad. Les decía que el niño había nacido con toda
la naturalidad del mundo, que casi se me había deslizado por las verijas, y que yo
no había sentido nada. Mejor ni le digo lo que pasaba con el crío. Las viejas lo
tocaban y lo mimaban, igual que si fuera un Jesús Nazareno; esas ridiculeces
siempre las he odiado. Las leyendas, los refranes, los días de fiesta a los santos
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católicos, las fiestas deportivas. Pareciera que las viejas y los viejos del pueblo
estaban creados para hacer caso a seguir esas tonterías. Lo único que yo no quería
era que no me ojearan al Victorio. No creo en todo lo demás, menos en lo del mal
del ojo. Yo he sabido que las brujas andan sueltas en los rostros más cándidos y
alegres, y una de esas gordas podía ser muy bien una de esas mujeres. Al Lucho
tampoco le gustaban esas mujeres, y debo decirle que fue por eso que yo consideré
siempre a mi esposo el mejor hombre del mundo, porque, ante cualquier petición
que yo tenía, él acudía con total prestancia, y cumplía lo que yo le pedía. Yo, en
ese día, le dije que me sacara a todas esas viejas de ahí, y le dije que las asustara
con algo con lo cual nunca volviesen a molestarme. Así fue que el inteligente de mi
marido las asustó con algo que ni a mí se me hubiese ocurrido:
-¡A ver, señoras! ¡Aparten la vista y sus manos de este niño, porque él es la
quinta reencarnación de Jesús en la Tierra, él es alguien santo!
Por más que a las viejas se les hizo callar, no fue posible. Se asustaron de
una forma descomunal, aunque hubo otras que gritaban alabanzas al cielo. El
Lucho les abrió la puerta a las escandalosas, y, de a poco, las que gritaban
alabanzas se pusieron en pie, y se fueron retirando. Lo que pasó después, eso sí, fue
tal vez, la peor de las consecuencias. Usted sabe que, a veces, el remedio es más
malo que la enfermedad. El Obispo de la diócesis venía junto con el sacerdote que,
en ese entonces, estaba en el pueblo, para saber si era verdad lo del niño
reencarnado. Los curas no son igual que los pueblerinos. A los curas les enoja que
se anden inventando historias, porque eso después causa confusión en los
creyentes, y porque tampoco se puede andar divulgando así como así que alguien
viene de un linaje divino cuando se ve a claras luces que es más humano que la
misma humanidad. Así que los religiosos golpearon la puerta de la casa, y se
lanzaron sin miramientos en dirección al Lucho:
-¡Hombre hereje!, ¿acaso no te da vergüenza estar sembrando el pánico y
las mentiras en el pueblo? ¡Nuestro Señor Jesucristo es único, nadie puede
reencarnarse en él! ¿Dónde está tu mujer, que también es una hereje?
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para qué? Yo había querido ser una perra, y perra me iba a quedar. No quise
hacerle caso a ninguna idea, y se me metió el instinto asesino no sé de dónde. Tenía
ganas de matar a todas esas yeguas que se habían atrevido a tildarme de enferma;
tenía ganas de que esas mujeres sufrieran lo mismo que yo había sufrido. En ese
minuto, en ese maldito minuto, se me ocurrió la idea de matar a los jóvenes hijos
de esas viejas gordas. Tenía miles de ideas de planes en mi mente, muchas ideas de
cómo atrapar a esos muchachos, y bañarlos de sangre; todas esas ideas pasaron por
mi mente como una lluvia de opciones, hasta que se me ocurrió la que más causaría
pena a las mujerzuelas.
Cerca de la salida del pueblo vivía una mujer que se dedicaba a vender
infusiones. Una vez había pasado por ahí, y me ofreció unas hierbas aromatizadas,
y se las compré, para ver cómo eran. Ese mismo día le hablé sobre mis andanzas
con los hombres del pueblo. Yo no soy de contar esto con todos, pero la vieja me
dio algo de confianza, y me distendí un buen rato. La mujer, la Sinforosa, me dijo
sobre una infusión que ella llamaba “yumbina”. La yumbina era la cura de los
campesinos de las siembres cuando los toros no querían juntarse con las vacas. Les
daban un poco de esa infusión, y los animales se ponían como leones feroces, que
sólo deseaban tener a una vaca a su lado para concluir el acto sexual de la mejor
forma posible. La Sinforosa me aclaró que la yumbina también era para los
humanos, y que quizás en éstos era donde mejor se conseguía resultados. Los
hombres sentían deseos de estar con una mujer y con otra, y su potencia no se
disminuía por muchas horas, incluso después de sufrir un colapso. Yo le pregunté,
cómo qué tipo de colapso, y ella me respondió:
-Esta infusión supera a la misma muerte; hasta un muerto podría acostarse
con una mujer, y sentir el placer de los cuerpos…
Dejé pasar unos cuantos meses, para que el pueblo dejara de vociferar de
mí y los muchachos se sanaran de la sífilis. Debo decir que hasta se me había
olvidado lo que pasó con el Victorio. El tiempo lo cura todo, dicen. Aunque, de
todas formas, yo estaba segura de que esas mujeres todavía sentían dentro de sí el
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funcionando, y sus miembros erectos impedían cerrar el ataúd. Además, las madres
no querían seguir viendo esa imagen, que les causaba repugnancia.
Ellas llegaron rápido hacia mí. Yo era la única sospechosa del pueblo. Los
médicos forenses habían entrado al cuerpo de los jóvenes, y les habían encontrado
la yumbina. Pronto llegaron donde la Sinforosa, y ellas les contó que yo le había
comprado la infusión. Ninguna tuvo piedad la hora en que, a palos y patados,
rompieron la puerta de mi casa, y me sacaron a rastras, mientras yo les gritaba que
eran unas inmundas y unas viejas feas. Una me salió al encuentro, y me agarró de
las mechas; me zamarreó fuerte y me gritó:
-¡Muérete con tu yumbina! ¡Me mataste lo que más quería en el mundo,
vieja puta!
Desde ese momento, lo de muérete con tu yumbina se transformó en la de
la yumbina, hasta que quedé por La Yumbina. En veinte pueblos a la redonda se
enteraron de mis crímenes, y parece que salí en las noticias del diario. A mí no me
daba nada de nada. Estaba feliz, contenta. Me había metido a las viejas por el saco,
y les había quitado todo lo que tenían, y les había demostrado lo mal que se siente
estar sin hijo. El Victorio no estaba muerto, pero, para mí, era como si se hubiera
muerto. Yo se los grité en la cara cuando la policía me sacó engrillada de la casa.
Les dije a esas viejas gordas que habían cosechado tempestades, y que tenían que
asumir las consecuencias de sus actos.
Lo bueno de este país es que la justicia funciona lenta, muy lenta. Han
pasado cinco años desde que cometí esos crímenes, y todavía no hay sentencia.
Pensé ver a mi hijo durante este tiempo, pero no he tenido noticias de él. Yo me
sigo considerando una perra de campo. Lo que me da rabia es no haber podido
aclararle todas las verdades. Él se quedó con una imagen errada de mí, con un
rostro amargo y enojado, casi al borde considerarme su enemiga. Yo, su propia
madre, era su enemiga. La que lo vi nacer, la que le dio sus primeros alimentos, la
que lo llevó de la mano algunas veces por el campo que estaba por fuera del
pueblo. El tiempo pasa muy rápido, y ya es irrecuperable. A lo mejor, por eso me
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quiero quedar con las palabras de aquellos años, los primeros años de la vida del
Victorio, que, algunas veces, me escribía algunas cartas, sobre todo cuando estaba
recién aprendiendo a usar las letras. Le quiero leer esas palabras que mi hijo
escribió a los diez años, una carta que me entregó cuando venía de llegar de la
escuela del pueblo cercano:
Yo un día imaginé que mi madre se había muerto, y pensaba dentro de mí,
¿dónde se habrá ido mi madre?, ¿se habrá ido al Cielo o al Infierno? Los
compañeros del colegio me habían dicho que no era bueno imaginar adónde se
iban los muertos, pero yo, al ver el cajón de mi madre muerta andar sobre un
pequeño carruaje por el pueblo, miraba su rostro y me decía que mi madre estaba
en los Cielos, porque se veía con una cara de ángel muy grande y fuerte. Aunque
yo no quería creer en que existía un Cielo y un Infierno, quería creer que mi madre
estaba en el Cielo. Porque mi madre era mi madre. Era la que me había enseñado
a leer, a escribir, a jugar, a caminar por el campo. Me decía que, si un día, la
ocasión lo permitiese, yo buscaría la forma de morir junto con ella, y así le
hablaba a su ataúd: No te preocupes, madre, que no permitiré que te mueras antes
que yo. Yo buscaré los métodos que sean necesarios para que ambos muramos al
mismo tiempo, para que nuestras almas, unidas aún más por la ausencia del padre
y marido, no se abandonen al viento, y juntos viajemos al lugar que sea: el
Infierno, el Cielo o donde fuere. Así que debes estar tranquila, madre, que siempre
estarás conmigo, y yo siempre estaré contigo.
Eva Luna Sánchez Carril no se arrepiente de nada. Eso es lo que quiero que
deje muy en claro, y que lo escriba con todas sus letras en su porquería de informe
psicológico. Para que todos esos jueces y abogaduchos que están a la espera de mi
condena no digan que estoy loca, y vean que estoy muy sana, de mente y de
espíritu. Ellos quieren quedar bien ante el público, y no con la idea de que
condenaron a un inocente, pero no será así. Yo admito mis crímenes, mis muertes y
mis errores. Yo no cometí pecado, porque en este mundo no hay dios. Si fuese así,
todos seríamos santos y estaríamos llenos de felicidad. Esa misma felicidad que un
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día mi hijo me dio cuando me entregó esa pequeña carta, y me sonreía y me decía
“Madre, esto es para ti”. Esa sí que es una mentira, que la felicidad dure tan poco, y
el alma se carcoma por dentro cuando la ve perdida.
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EL ACADÉMICO DE LA UNIVERSIDAD
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El rostro del niño, radiante de luces y con una fuerza sobrenatural, miraba a
su alrededor con la misma fuerza del Jesucristo recién nacido. Mientras, esa mujer,
con los senos al aire, casi desnuda y con la mirada de una santa, se regocijaba de
haber parido a su primogénito. Toda la noche podría haberse convertido en una
misma noche repetida, pero esos senos, los más grandes que yo había visto en mi
vida, me cautivaron, y me hacían quedar en una especie de éxtasis, a mis cortos
diez años. Así fue como conocí a Victorio de Lorca, en su propio nacimiento, al
lado de mi madre, la matrona del pueblo. No sé si la señora Eva Luna se acordará
de mí, pero yo sí muy bien de ella, y por supuesto de su hijo Victorio, a quien yo,
para mis adentros, con la timidez que me caracteriza, siempre le decía “El
Nazareno”. Yo, y más bien nosotros, lo admitimos: elegimos mal. Quisimos traer a
la ciudad a un pueblerino con la frase que decíamos en nuestros encuentros, “Para
que un chancho deje de ser chancho, tiene que salir del corral”, aunque eso no fue
suficiente. Teníamos la más fuerte de las convicciones de darle una oportunidad a
quien no la había podido conseguir a pesar de sus esfuerzos de salir de la pobreza y
la desdicha. Porque Victorio siempre fue uno de nuestros amigos de infancia,
siempre nos acompañaba para todos lados; era como nuestro hermano. No
podíamos abandonarlo a la suerte; olvidarlo para toda la vida.
La vida de pueblerino a mí se me acabó rápido. Mi madre decidió dejar
Chillán Viejo y venirse a la ciudad con viento fresco, después de las peleas con
padre. Aquí nos asentamos, me eduqué y pude llegar a un puesto de académico en
la Universidad. Todo eso después de vivir durante diez años en el pueblo, y de
conocer muy bien a Victorio, quien tenía unas grandes dotes artísticas y de
entendimiento. Esa misma vida tuvo tres de los de aquel grupo de infancia. Ahora
estábamos adultos, hombres hechos y derechos, y no podíamos confiar en nadie
más que en alguien que había compartido con nosotros por mucho tiempo, y que se
quedó triste el día que nos separamos.
No era una promesa; se lo repito, no era ni una promesa ni un sueño ni un
objetivo; era sólo cumplir con nosotros mismos y con nuestras vidas. No creo que
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seamos los únicos hombres del mundo que deseamos ayudar a un amigo que no ha
tenido muchas oportunidades. Por ese motivo, hicimos gestiones con el sacerdote
del pueblo, para que lo buscara, y lo trajese a la ciudad. Yo lo fui a buscar a la
estación de San Ignacio, y luego lo llevé a Concepción. Ahí tomamos un bus hacia
Santiago. Antes de llegar, en el tren rumbo a Concepción, él se notaba muy
nervioso; movía un poco el labio en señal de parecer amable, casi como una
sonrisa, y yo se la respondía. Está de más decir que él no se acordaba para nada de
mí; ya a esas alturas habían pasado más de quince años desde que nos habíamos
separado. Yo tampoco le quise decir quién era, para evitar preguntas más preguntas
menos, y llegar a la Universidad con la mejor de las disposiciones.
Lo trajimos en un pequeño auto antiguo hasta la puerta de la Institución.
Victorio se veía imponente; el hombre era alto, de tez blanca, rubio, con algo de
barba y unos profundos ojos azules. Yo pienso que era la envidia de muchas
mujeres. Aunque nosotros no lo habíamos traído por su cara bonita, lo habíamos
traído para cumplir una misión, y esa misión era recorrer las ciudades del país, en
busca de un mejor futuro para nuestra educación, como lo había ordenado su
excelencia, el Presidente de la República. De todos modos, el rostro de sentirse en
otro mundo al hombre no se lo sacaba nadie.
Entró conmigo al despacho del Decano de la Facultad de Educación; en ese
tiempo, estaba el Señor Guerra. Él le habló con el tono corajudo de siempre:
-¡Así que usted es el nuevo buscador de profesores! ¡No se quede parado
ahí, y salúdeme, como Dios manda!
Victorio estaba estupefacto, muy asombrado con todo ese ir y venir del
campo a la ciudad. Encontrarse de un momento a otro con un mundo grande, con
instituciones, con edificios, y, encima de todo, con un señor de voz potente, lo
descolocaba aún más; yo lo encomié a que saludase; y después, en el pasillo, el fui
contando de a poco cuál iba a ser su objetivo, pero antes:
-¡Oiga, Lizardo, no se quede ahí tanto tiempo, y venga a conversar
conmigo, ahora!
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ellos. Yo miraba el rostro del señor Guerra, y más sentía que sacaría alguna de sus
frases célebres para causar impacto y azuzar a los secretarios y directores. La
puerta del despacho se había quedado entreabierta, y veía a Victorio pasearse con
los brazos cruzados de un lado a otro, y mirar a veces al interior. No había salido
de mirarlo, cuando el señor Guerra ya había eliminado el silencio, y hablaba con
una voz potente y rabiosa:
- Tengo en mis manos el último informe realizado por el Ministerio de
Educación acerca de los resultados de las pruebas estandarizadas para la enseñanza,
y las noticias no son de las mejores…
Las pruebas eran irrefutables: más del 65% de los alumnos 4° de
Humanidades no dominaban conceptos generales de Castellano, y 70% de los
alumnos carecían de los conocimientos necesarios de Matemáticas. Era un horror
para la Universidad que formaba profesores. Ninguno de los directores y
secretarios se atrevió a hablar por mucho rato, sólo miraban cabizbajos, y releían
las copias del informe que el decano le había entregado a cada uno. Lo peor de
todo es que ninguno quería decir ni media palabra; se miraban entre ellos, discutían
un poco en voz baja, y movían los labios de un lado a otro en señal de
incomodidad. El decano quería verlos hablar, para eso los había citado, y no para
que estuvieran leyendo las hojas del informe. Se notaba que estaba muy
exasperado, hasta que dio una orden directa:
-¡Quiero que alguien me proponga ahora mismo una solución para esta
debacle, y quiero algo concreto, no deseo inventos que no funcionen!
Nadie se atrevió a hablar. Parecía que ni los mismos directores y
secretarios estaban enterados de la situación, y no tenían nada preparado. Era el
momento oportuno para actuar con todo lo que mis camaradas y yo habíamos
preparado hace un buen tiempo. Las crisis son las oportunidades de quienes
siempre habían estado a la espera, y nosotros habíamos estado a la espera hace
mucho tiempo.
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-No estoy de acuerdo. Los niños deben ser libres como pájaros, o, como
decía mi mamita, como pajaritos… No debemos impulsar la represión…
La última voz optó por los directores:
-Los directores y los jefes técnicos deben ser más fuertes en sus cargos,
más exigentes.
La secretaria vuelve a la carga:
-¡Uy, tengo un amigo director, y tiene tanto trabajo el pobre…! ¡Debemos
dejar que descansen un poco! ¡Sí, ellos debieran irse de vacaciones un ratito…!
¡Lari-lari-lará! Eso también lo decía mi mamita…
Y la intervención final:
-Hay que erradicar la pobreza, ese es el mal de todo esto:
Y la secretaria de nuevo:
-¡Eso sí que no! Señor Guerra, usted sabe lo que nos dijo el otro día el
señor Ministro, que por nada del mundo tocáramos el índice de pobreza, porque
después los políticos se quedan sin pobres para las campañas, ¿y así quién vota por
ellos? ¡No, no, no; hay que hacer algo diferente…!
Cuando todos habían dejado de exponer sus opiniones, yo me instalé con
las láminas con las que usted me quiere examinar, las manchas de Rorschach, al
lado de la testera del decano, y les dije que, a través de esas manchas, íbamos a
seleccionar a los mejores profesionales, para que la educación tuviera un nuevo
rumbo. Les dije que ese test estaba rindiendo muy buenos resultados en Europa,
por lo que era muy importante aplicar algo de eso en nuestro ambiente. Eso
significaba nuevos profesionales, sacar a los ya existentes que habían rendido mal,
e instalar un nuevo esquema, conforme el nuevo Sistema Educativo que había
instaurado desde hace unos años su Excelencia, el Presidente de la República.
Salí un momento al pasillo, y le pedí a Victorio que golpeara una de las
puertas de las oficinas contiguas. Adentro estaban los profesionales que habían
elaborado la estrategia. Era muy importante que no quedara ninguna duda de que
esto había sido un trabajo de mucha prolijidad, porque así lo había sido. Bernardo
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-Sí, pero yo no meto las manos al fuego por nadie, o me las quemaría
vivas. Ustedes se quedan a cargo de todo; y si les va mal, ustedes asumen las
consecuencias, no nosotros.
Ya me había aburrido. Les hice un gesto a los psicólogos a cargo, para que
se quedaran en la sala, y ellos dieran por finalizada la reunión. No quería seguir
escuchando el bla-bla-bla de esa mujer. Victorio seguía esperando afuera, y no
quería se sintiera desplazado. Lo invité a caminar por los pasillos del campus. Él se
sentía entre emocionado y desconcertado. Emocionado porque era la primera vez
que estaba en la ciudad y veía construcciones sólidas. Y desconcertado…
desconcertado… ¿por qué estás desconcertado?
-Porque ni siquiera sé qué hago aquí. – Me respondió.
Victorio estaba hecho todo un hombre. Era más alto que yo en estatura.
Mínimo unos diez centímetros. Era flaco como un palillo. Con un color de piel
muy blanca, que me daba un poco de susto, por su exceso de palidez. No era fácil
explicarle todo lo que teníamos en mente al tener los recuerdos de las jugarretas de
niños y los tiempos de la vida del pueblo. Yo pienso que si yo no le hubiese dicho
quién era yo, nunca me hubiese reconocido. Es que yo estaba bien cambiado. En el
pueblo era conocido por “El Grasa”, por mi obesidad. Pero, al parecer, la vida de
trabajo y estudio de la ciudad me haría cambiar el apodo, y ahora era casi tan
delgado como Victorio. Le fui mostrando las facultades de la Universidad. Le
indicaba con el dedo que ese edificio era tal facultad, que ese otro edificio era la
biblioteca. Era divertido ver el rostro de Victorio. El Jesús Nazareno convertido en
el nuevo Encargado de Asesoría Laboral y Educativa.
-¿¡Qué!? ¿Y qué es eso?
Como respondió tan asombrado, le quise explicar con las palabras más
sencillas y claras: era la persona encargada de acudir a diferentes instituciones para
seleccionar a los nuevos profesionales de la educación y del comercio. Esa
selección se basaba en un test psicológico, para lo que él sería capacitado para
llevar esta labor con total eficiencia. Le dije que este era un proyecto de largo
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aliento, y que tenía trabajo asegurado, por lo menos, durante los siguientes cinco
años. La Universidad estaba comprometida con tener buenos profesionales en el
mercado, y si eso no se cumplía, la Universidad corría el riesgo de ser considerada
una institución que no se preocupaba de la calidad de sus egresados.
Sin embargo, ese es el principio de lo que se fue formando en mi mente sin
saber cómo. Todo por haber traído a un bicho raro, porque Victorio era un bicho
raro por donde se le mirase. Aunque, bicho raro y todo, comenzó a colarse por los
recovecos del decano al primer minuto que se le presentó. Se colaba, se colaba y se
colaba. Bastante callado, como si no estuviera haciendo nada, pero se colaba de
una forma impresionante. A mí eso me dio envidia. La amistad que nos unía en ese
primer recorrido por los pasillos de la Universidad nos separó cuando él se
convirtió en el favorito del decano. Ahí comencé a odiarlo por completo. Empecé
con cosas pequeñas: su forma de hablar. El miserable hablaba pésimo, pero tenía
una manera de persuasión muy grande. Ni yo podía creer todo lo que conseguía. A
veces le fallaban las cosas, aunque pronto revertía la situación.
Así, si un día era la mala forma de hablar, al otro día, era el color de sus
ojos –unos celestes que me daban rabia –; luego, su llegada con las mujeres; para
terminar en su manera de caminar. Era el perfecto pueblerino con suerte, mientras,
yo, un académico de renombre, no conseguía ningún resultado, y pronto recibía los
retos del decano y de los directores, cuando salían mal las cosas.
Desde ese minuto, se me metió por dentro el deseo de matar a Victorio.
Cada vez que lo veía era ver a un monstruo que se burlaba de mí en mis narices,
que me decía por dentro “Mira cómo yo consigo todo, y tú sigues en lo mismo.
Gracias por traerme a la ciudad”. Nunca quise analizar mi actitud, a lo mejor ese
fue mi error. No quise analizarme, no quise entender que yo era un académico,
alguien de la alta escuela. ¿Sabe cuántas personas habían conseguido entrar a la
Universidad por sus méritos? Muy pocos. Toda esa educación ganada por años se
estaba convirtiendo en nada con mi instinto asesino. Estaba tan perdido, que fui a
meterme a los lugares donde nunca había ido. Quise desbandarme, salir de las
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estructuras del profesional culto y siempre correcto, y me metí a los bajos mundos
igual que una abeja que busca su panal.
Había recibido unos datos de unos muchachos que se dedicaban a
comerciar unos productos que no se conseguían con facilidad. Así que me hice
pasar por un asistente social, y averigüé todo lo posible para acceder después al
secreto que tenían mejor guardado: el floreciente mercado de la droga. Viajé lejos,
muy lejos para acceder a ese nuevo mercado. Las desoladas pampas del norte del
país. Y no se llegaba fácil a esas desoladas pampas. Había que recorrer los caminos
de tierra en carretas y burros. Corría un viento helado esos lugares, también. Yo me
tenía que cubrir el rostro muchas veces, porque el viento me golpeaba la cara. Mi
idea era conseguir lo más lejos de la ciudad a mi sicario. Ese hombre sería el
encargado de matar por mí a Victorio. Yo era un académico importante. Yo no
tenía que mancharme las manos con un mequetrefe que había llegado desde una
cuna de analfabetos a los importante y prestigiosos caminos de la educación. Le iba
a enseñar quién era yo.
El Burro era un tipo grandote, de cabeza grande también. Era ese típico
muchacho con cara de hombre que se había dejado llevar el tráfico de las drogas, y,
a pesar de su estatura, era muy manejable, por su falta de educación. Yo no le quise
mentir a él. Yo le decía que le podía dar mucho más dinero y una buena reputación
si cumplía mis encargos. Muchas veces recorrimos la pre-cordillera, muy fría en
algunos sectores y muy cálidas en otros, en busca de la droga. Aparecían los
peruanos y los bolivianos, con sus guanacos y sus llamas, entre la lana de esos
animales, para no despertar dudas, le entregaban la droga al grupo de El Burro. A
veces se ponían a discutir, a darse de golpes, porque los peruanos, que actuaban
peor que las mismas mulas, no sabían ser cautelosos, y se ponían a jugar con lo de
la droga. Algunos de ellos gritaban:
-¡Ese Burro! ¡Aquí tenemos la mejor droga del mundo, la que nos preparó
nuestra mamita mamá! ¿A quién se la vas a vender primero? ¿A esos viejos gordos
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de las empresas de pesca? ¡Acuérdate que somos tus patrones y que nos debes
guardar respeto!
-¡Cállate, indio de mierda! ¿No sabes que nos pueden pillar en esto si no te
callas la boca? ¡Pásame luego la droga, y ándate con tus llamas y tus guanacos a tu
choza!
Si El Burro hubiese sido el único “manejable” de esas pampas, yo lo
hubiera elegido para ser mi sicario. Con El Burro nos llevábamos bien. Nos
fumábamos unos buenos porros, y nos reíamos bastante. Él, a veces, me contaba
que sus padres eran la Luna y el Sol. La Luna de noche, que lo custodiaba cuando
tenía que ir a buscar o dejar la droga a lugares apartados; y el Sol, de día, que lo
orientaba con más luz.
Pero, como había dicho, El Burro no fue mi sicario, porque mi sicario fue
el hombre con la mayor fuerza verbal que nunca antes había pisado las pampas del
norte. Por eso, La Pampa del Tamarugal, y yo, y todos los hombres de esta tierra –
se lo digo muy en serio– tienen que ponerse de pie y luego hacer una reverencia
para recibir al majestuoso Señor Académico de la Lengua. Nada ni nadie se parecía
a él en fuerza de expresión, en uso del lenguaje –pulcro, como me gusta– y con un
orden de palabras que dejaba asombrado a cualquiera. El hombre ya venía
entonando sus enseñanzas desde las heladas tierras del sur, y se había preocupado
mucho de hacer su cometido de la mejor forma posible. Él sacaba su libro de
gramática, y decía:
-¿Alguien puede decirme si acaso existe una palabra más bella y más
completa que el sexo? Con el sexo nos desprendemos de la orina, ese líquido
amarillo que causa daño en nuestro interior; con el sexo, podemos indicar que hay
placer, la palabra que usaba Aristóteles para indicar que había fuerza. Con el sexo,
podemos dar a luz a un niño, que llega a este mundo a dar más vida. Con el sexo,
tenemos las ideas de que somos macho o somos hembra, y no tenemos que
preguntarnos qué somos. ¿Quién está conmigo?
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pensado tener. Eso mismo es lo que ha ocurrido aquí, señor Victorio, usted ha
creído obtener el placer de los placeres, pero se ha encontrado con una seria de
espinas que será imposible sacar. Es por eso que es la hora de matar al iniciador de
aquel placer. El placer del poder mal obtenido”.
Sin más palabras que esas, el Académico entró al despacho del decano, dio
un gran grito de rabia, y se escucharon dos disparos, unos disparos que resonaron
en toda la Facultad. Corrí de inmediato al interior del despacho, y ahí estaban los
dos académicos, muertos: uno sobre su despacho, y el otro, en el suelo, con una
bala propinada a sí mismo en la sien. Victorio se acercó a mí corriendo, y estaba
muy asombrado, casi al borde del llanto. Yo, en cambio, estaba calmado, y muy
sereno, le dije, sin ningún deseo de minimizar las acciones:
-Estas son las consecuencias de haberte sacado del corral de los chanchos
antes de tiempo.
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EL PERDIDO
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que su esposo la viese desnuda, tenía que decir algo que causara un impacto tal que
sacudiera los gritos de Je-su-cris-to y los transformara en un ¡Corre por tu vida! Sí,
mi madre, a pesar de las órdenes celestiales, que también dicen actuar con rectitud
ante todo momento, tuvo que repasar en su mente los Diez Mandamientos, y, como
en ninguno de ellos encontró el esperado “No mentiras”, se dio por complacida, e
inicio su plan de evacuación, ante la mirada atenta y siempre diligente de la estatua
de la Santa Patrona de la Divina Providencia, que le decía, con unos ojos muy
furibundos “A mí no me digas nada, que yo traje a mi Hijo al mundo sin dolores y
ropas blancas”. La fuerza de la voz de mi madre no se hizo esperar más y gritó a
todo pulmón:
-¡Tengo la lepra, que alguien me ayude!
Los creyentes de la procesión serían muy devotos de la Virgen, a ella le
pedían todos sus favores y sus sueños, pero los creyentes son humanos, y los
humanos son cobardes, así que arrancaron todos, igual que caballos de hípica. Ante
esas reacciones tan humanas y tan desprovistas de reflexión, mi madre no tuvo
excusa alguna para sacar lo que traía dentro, y aportar con su grano de arena a la
tasa de nacimientos anuales del país. Su cría –que soy yo– se deslizó por el bajo-
vientre, y, con un llanto breve y conciso, porque así siempre he sido para mis
cosas, anunció su llegada al planeta llamado Tierra.
La naturaleza de la vida no siempre cumple todos los sueños y los
designios que una madre quiere para con su hijo, y, aunque en este punto, debo
decir que mi madre tuvo algo de culpa, por no haber salido de su egoísmo, y
olvidarse de sus ropas interiores blancas, también es cierto que hay que
comprender los tiempos aquellos, y manifestar que las consecuencias de haber
esperado tanto tiempo para sacarme de su estómago hicieron que, desde la zona
donde se piensa, llamada por todos “cabeza” y por lo científicos “cerebro”,
comenzara a formarse la distinción que por toda la vida habría de tener como
recuerdo de que un día 16 de mayo de 1935, en el miserable pueblo de Patronio, mi
cuerpo había deseado mirar lo que había fuera. Así fue como se me formó, en la
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frente, la parte superior de las cejas, una marca que tenía un parecido a la letra “P”,
aunque más ondulada; y que esa marca me acompañase hasta el momento en que
yo, después de haber escuchado la manera de mi nacimiento sólo a través de
rumores, el día en que visité el pueblo con ya más de 30 años a cuestas, terminara
por confirmar la forma de nacer, por la boca del sacerdote a cargo de la procesión,
único hombre que se había quedado al pie de la estatua de la virgen y me había
visto nacer, para quedarse siempre con su mente grabada en el famoso símbolo de
la casi “P”.
Los 30 años son siempre de importancia, y yo había deseado estar en el
pueblo de Patronio para agradecerle a la Virgen los buenos resultados de mi vida
anterior. Esa era la principal razón para sentirme muy contento de estar en la mitad
de la muchedumbre, que, con su ferviente ¡Je-su-cris-to!, refrescaba mi memoria, y
me llevaba a consolidar los rumores. El barullo me atraía mucho; era estar
escuchando la profundidad de los cuerpos y de las voces. Todo hubiese sido muy
recogedor, hasta que el cura alzó la voz, para que todos viésemos a alguien que se
mezclaba entre nosotros:
- ¡Mirad, hermanos, a esa oveja descarriada que arranca con una
maleta llena de desesperanzas y de dolor! ¡Mirad a ese que ha cometido
pecado y arranca por el mundo!
Todos nos apostamos a mirar quién era ese sujeto que, como había dicho el
cura, llevaba una maleta sobre su cabeza, y que parecía ir en contra de la procesión,
casi arrancando. El hombre parecía tener muy malas pulgas, y, después de lanzarle
unos improperios al religioso, terminó con unas palabras mucho más potentes:
-¡No se preocupen, yo no soy de este lugar, y me voy ahora mismo,
pero ay de él que me dé la espalda cuando me retire de este lugar, porque se
convertirá en una estatua de sal, como la esposa de Lot, en Sodoma y
Gomorra!
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Sin duda que nadie quiso mirarlo, por miedo a que se cumpliera el castigo
que Dios un día había aplicado a los pecadores de esas ciudades inmundas. Pero el
cura, sin conmoverse ni considerar los dichos del hombre, me apuntó a mí, y dijo:
-¡Tú, que te vi nacer en estas tierras hace 30 años, y que el Señor te ha
marcado con la letra “P” en tu frente para que todos supiéramos que eres un
“Perdido”, ve y sigue a ese hombre, y no lo dejes escapar de ti, así sea que se te
vaya la vida en ello; las prendas blancas de tu madre lo han querido!
No quise cuestionarme lo que podría o no podría ocurrir. Toda mi vida
había pasado, y ahora estaba ahí para comenzar una nueva. Así que, si las órdenes
de la divinidad eran esas, yo, sin pensarlo otra vez, me dispuse a seguir a aquel
hombre que, muchos años después, se transformaría en mi referente y mi máximo
guía: el Señor Victorio de Lorca, por quien usted me ha preguntado cómo lo
conocí, y ésta es la respuesta.
Después de correr cerca de tres minutos detrás del Señor Victorio, lo había
perdido; no estaba por ninguna parte; el Señor Victorio, mi máximo objetivo, se
escapaba de mis manos, y yo no lo podía encontrar. Preguntaba por aquí;
preguntaba por allá; preguntaba por acullá; y nadie sabía dónde estaba este
personaje que traía una maleta a cuestas. Me senté un buen rato en una de las
bancas de la plaza del pueblo, hasta que se me encendió la ampolleta de la cabeza.
Si el Señor Victorio traía consigo una maleta, era evidente que eso significaba un
viaje y que sólo podía dirigirse a un único sitio: la estación del pueblo. Lo malo es
que esta ocurrencia se me vino a la mente cuatro horas después, por lo que debía
darme prisa para alcanzarlo antes de que el tren partiese. Eso me sirvió para
comprobar que nuestros caminos estaban conectados, porque, al mismo minuto de
haber llegado a la estación, lo vi subir, junto con un señor de traje almidonado, al
tren que, de seguro, se había demorado mucho en llegar.
Mi nueva y ferviente vida debía empezar de una buena manera. ¿Se
imagina si yo hubiese aparecido delante del Señor Victorio con una frase de tan
baja validez como “Ahora debemos estar unidos, para cualquier tipo de trabajo que
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rectitud del budismo, y gritaban improperios detrás de mí, en mi corrida por las
calles de la ciudad. Los no gritos eran los de los transeúntes, quienes, llenos de su
indiferencia, no hacían ningún caso de las palabras de estos señores, que pedían
que les devolviese su traje a la brevedad, y sólo se contentaban con verme correr
por las calles y sin siquiera preguntarme por qué corría.
Lejos de la vista de Don Calisto y Doña Melibea, pude descansar un poco
de tanto ajetreo. No todos los días se corre tan aprisa; además, yo ahora era un
señor de cuello y corbata, y debía guardar la compostura. Mi siguiente misión era
completar el círculo de la apariencia. Porque el rey no sólo debe parecer rey, sino
que además serlo. Yo, hasta el momento, parecía ser el rey, y lo que me faltaba era
estar al día de las situaciones de actualidad, de la ciencia y de los nuevos avances,
para registrarlos en mi currículum. Así que acudí, con un pequeño maletín y mi
mejor garbo, al Instituto de Ciencias, y, al presentarme delante de la secretaria, le
dije la siguiente mentira:
-Buenas tardes, señorita. Soy Virgilio Alcántara de la Luz. Vengo en
representación del Instituto de Ciencias de París, y deseo entrevistarme con el
Director en Jefe del Instituto.
-¿Del Instituto de Ciencias de París? Pero, señor, tome asiento, y espere un
poco, que llamaré de inmediato al Señor Director. – Respondió, como supuse, la
estúpida secretaria.
En dos minutos, estaba sentado delante del Director del Instituto, y podía
entrevistarlo para recoger, y guardar para mí, todos los últimos avances en
Tecnología, Ciencias Humanas y Sociales; las ideas que vendrían a futuro; y los
últimos gritos de la moda, ya que los científicos también se visten en la sastrería
“De punta en blanco”. Ese robo de ideas era suficiente para registrarlas en mi
currículum, y presentarme cuanto antes en las puertas de la Universidad.
Si Dios Padre se atenía a los niveles de uso del libre albedrío de la
humanidad, pactado cuando Adán se había atragantando con una manzana y Eva ya
la tenía por completo en su intestino; es decir, y conforme a las estadísticas del
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Las Manchas de Rorschach DAC Daniel
Vaticano, un 35% –ya que el resto de las personas se contentaban con seguir una
tendencia existente–; yo, un vil pecador, no podía adulterar los porcentajes
oficiales, y hacer que el libre albedrío del Señor Victorio se aplicase hacía mí por
obra y magia de “mis tendencias”; pero sí podía registrar las ideas recopiladas; y
debía hacerlo de una manera que nadie tuviese un mínimo de dudas de mis
conocimientos y experiencia.
Para que todo resultase a la par de los porcentajes, había que usar algo que
no se quiso llamar ni Carta de Apoyo ni Carta de Felicitaciones ni Carta de Buenos
Deseos. Algo que se quiso llamar Carta de Recomendación. La Carta de
Recomendación no es una carta cualquiera, es una carta donde se expresa todo el
aprecio y disposición que un ex empleador puede estar dispuesto a dar a un ex
empleado, y, así, hacérselo saber a un futuro y potencial nuevo empleador. Lo dice
el diccionario de la Real Academia Española, además de recordarnos que es un
complemento del nombre. Este diccionario, muy respetado por muchos, y que yo
también respeto, en su versión extendida para filólogos, añade que la Carta de
Recomendación se escribe con la disposición de respaldar a alguien a quien se
aprecia mucho, y que se merece tener el puesto de trabajo que busca. Lo cierto es
que, en la edición N° 435 del semanario de Código Laboral, se indica, con mucha
claridad y dirección, que había que comprobar con mucha diligencia de dónde
provenían las cartas, ya que se había descubierto a algunas personas en la creación
de cartas fraudulentas, sólo con el fin de aparentar buena estampa, cuando, en sus
empleos anteriores, habían sido unos auténticos holgazanes.
Con el diccionario de la RAE a dos manos y el ejemplar de la revista
laboral mostrándoselos en la cara, yo le rebatía cada uno de los puntos al hombre
que se hacía llamar el Rey de la Carta de Recomendación –o, para sus amigos, Don
Moncho– a quien lo amparaba una gran defensa: nunca haber tenido el tiempo de
comprar ni el diccionario de la RAE ni el ejemplar de la revista laboral, por cuanto
expendía cartas de recomendación a diestra y siniestra, por la módica suma de tres
monedas de plata, y un café, si era necesario, con o sin la veracidad de dichos
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Las Manchas de Rorschach DAC Daniel
que, luego de mirarme por todos los rincones de la cara, se demoró exactos tres
minutos en responder, por fin:
-¡Hijo mío, eres tú! Pero ¿qué haces aquí?
Sin darme tiempo para contra-responderle, de la noche a la mañana, como
si quisiese eliminar toda la indiferencia de siete años, yo me encontraba en el Salón
de Ceremonias de la Universidad, en la noche en que se celebraba un año más del
afamado centro educativo superior. El Rey, mi padre, había buscado la estrategia
más directa y útil para incorporarme al mundo académico: presentarme como un
auténtico bachiller delante de la presencia del Señor Victorio. Él, junto al rector de
la Universidad y el decano de la Facultad de Educación, estaban con sus trajes de
gala, tal cual el que me habían confeccionado en la sastrería, y escuchaban de la
voz de mi padre la mejor Carta de Recomendación que cualquiera hubiese deseado.
El momento que estreché por primera vez la mano del Señor Victorio fue el minuto
del antes y el después. Por fin había conseguido estar cara a cara de aquel que
debía obedecer a todo tipo de mandatos, y que, por orden del sacerdote de Patronio,
yo tenía obligación de asesorar. Su voz, cuando la escuché, era igual a la voz que
se había escuchado en medio de lo procesión, aunque con algo más de suavidad:
-Es un placer para mí saber que un bachiller tan afamado tenga interés en
pertenecer a la Universidad.
-El honor es para mí, y estoy dispuesto a desarrollar la labor que usted y su
grupo académico requieren al pie de la letra, y con aportes muy valiosos.
Dicho y hecho, tuve que comerme las palabras de admiración, y soportar
las inclemencias del viento y las alturas, cuando, a más de dos mil kilómetros de
distancia de la ceremonia y dos mil de altura, una semana después de la ceremonia,
nos encontrábamos, con el Señor Victorio, en uno de los centros educativos de la
Puna de Atacama, en el norte del país, lugar elegido para iniciar la aplicación del
famoso Test de Rorschach. Como habíamos nacido para sentir las mismas
sensaciones y los mismos desánimos, yo percibí con mucha claridad la rabia
interna y el desprecio que el Señor Victorio sentía en su corazón con el sólo hecho
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Las Manchas de Rorschach DAC Daniel
de ver las filas de los alumnos de uno de los colegios de la zona. Los rostros de
esos niños, que nunca habían conocido el significado de la palabra limpieza, nos
miraban como si fuésemos seres extraordinarios, que veníamos de otros mundos, y
que llevábamos la modernidad a esas tierras tan lejanas. Esos rostros y sus narices
y sus ropas sólo reflejaban suciedad e inmundicia, y griterío, mucho griterío.
Nuestra misión era saber cuál había sido el origen de tan malos resultados
educativos, y de inmediato, nos pudimos dar cuenta que ahí estaba todo, en la
despreocupación total de las autoridades por entregar una educación eficiente. No
era fácil hacer ese trabajo: había que sacar de la sala al profesor jefe, sin hacer
mucho barrullo ni incomodidad al alumnado. Por lo tanto, para que ninguno de los
niños se sintiese extrañado por la ausencia de su profesor jefe, mi labor era poner
un retroproyector, y llevarlos al mundo del asombro de una película de humor,
mientras, afuera, en una de las salas habituadas para la ocasión, el Señor Victorio
sacaba las mismas manchas de Rorschach que usted me ha mostrado, y comenzaba
el interrogatorio:
-¿Qué ve usted aquí?
-Una mancha negra…
-¿Sólo ve eso…? ¿Ve algo más?
-No, no distingo nada más…
Esas palabras eran la sentencia de muerte para el profesor o el profesional.
Porque el entrevistado podía decir cualquier cosa: podía decir que veía una figura
colosal, podía decir que veía un elefante, podía decir que veía un ogro, pero no
podía decir que sólo veía una mancha. Así que, conforme a la plenipotencia que se
le había otorgado a la Universidad, el profesor tenía que agarrar sus pilchas e irse
del establecimiento lo antes posible. Y ahí venía la parte del sufrimiento humano,
esa sensación que tanto a mí como al Señor Victorio nos fastidiaba: los niños se
amontonaban alrededor del que había sido su guía durante dos o tres años, y, con
lágrimas en los ojos, se despedían de su querido maestro, acto que, para algunos
profesores no era sinónimo de “no quedaste seleccionado y te vas”, sino que era el
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Las Manchas de Rorschach DAC Daniel
inicio de un alegato en contra de una decisión tan drástica, que dejaba muchas
heridas entre las autoridades del establecimiento, que debían ceñirse a las reglas, y
aceptar sin más la llegada del nuevo profesor.
Fueron muchos colegios, empresas y centros de formación de empleo los
que conocieron de nuestras labores de selección, despido y reclutamiento. Yo, cada
día, me levantaba con más ánimos que el anterior, y estaba dispuesto a ser el mejor
empleado que el Señor Victorio podía tener. Eso, hasta que apareció quien siempre
desune la complicidad y compañerismo que dos colegas pueden tener: una mujer.
Su nombre era Pascuala, la mujer con el peor comportamiento que sus ojos
pudieran imaginar. La hermosura de sus cabellos, rubios a más no dar, y la de sus
ojos, unos celestes de alto brillo, no le quitaban la repugnancia que se podía sentir
hacia ella, con su brusquedad y deseos de obtenerlo todo. Yo no podía consentir
verla y ella no me podía ver a mí. Nos odiábamos al punto de estallar en
discusiones técnicas, y en la aplicación de las entrevistas. Nunca supe cómo ella
pudo haber entrado al mundo del Señor Victorio mucho más rápido que yo
inclusive. Es por eso que yo tomé la decisión que tomé, y no fue por otro motivo.
Yo había sestado perdido, y el Señor Victorio me había encontrado. ¿Por qué una
mujer tan asquerosa podía tener más atribuciones que yo al momento de decidir
una labor netamente profesional? Ni siquiera sirvió la estrategia del triángulo
amoroso. Porque, de la mejor casa de académicos, un día le presenté a ella, a la
hermosa Jerusalén, abogada con un máster en Defensa Empresarial, quien distaba
demasiado de la señora Pascuala. Ella sí tenía clase y hermosura. Hablaba de
corrido, y hasta dominaba el inglés. Lástima que las fuerzas de la Pascuala eran
mayores, eran un veneno que recorría el cuerpo de los hombres de origen brusco, y
los hacía perder el juicio y la razón. Es por eso que el Señor Victorio hizo tantas
tonterías, a pesar de mis consejos y los de la hermosa Jerusalén.
La única solución para poner fin a tanto descalabro, que no me atrevo a
contar en detalle por respeto al Señor Victorio, era terminar con quien había
iniciado ese proceso. No quedaba otra que matar a la Pascuala. Ella le había metido
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Las Manchas de Rorschach DAC Daniel
todos los errores del pasado, y convertirme en un nuevo hombre. Esa luz me haría
mirar un horizonte diferente cada día, y mi horizonte con el Señor Victorio había
tocado techo. Por lo que pensé “si un día decidí dejarlo todo, y volcarme a lo
desconocido, hoy lo dejo todo también y afronto las consecuencias de lo que
viniere”.
Como si de un cálculo exquisito se tratase, la Pascuala, intrusa como ella
sola y deseosa de controlarlo todo, se apareció en la puerta del decanato para saber
qué había pasado. Era el momento preciso para finalizar la triste serie de penurias y
descontentos que tanto nos había ocasionado. Si un día yo habría de recordar cuál
sería el inicio de mis futuros errores, quería hacerlo con la sensación de haber
consumado todo, sin dejar rastros de la maldad sobre la faz de la Tierra. Por eso es
que, desde lo profundo de mi alma, y con el cuello anudado de rabia, apunté directo
al corazón de la mujer, y grité a todo pulmón:
-¡En el nombre de Nuestro Señor Jesucristo!
Dentro de mi mente, aquel que había decidido dejarme nacer en medio de
una multitud que gritaba su nombre, me dejaba tranquilo, y me regocijaba con las
palabras de un padre que encuentra a su hijo, y que aseguraba que ni el cuerpo más
duro podría haber resistido un disparo tan cercano y tan directo. Así fue como me
arrodillé al lado del ensangrentado cuerpo fallecido de la Pascuala, y, lleno de
lágrimas en mis mejillas, me acerqué a su oído derecho, para repetirle tres veces
aquella hermosa palabra, pero, esta vez, muy, muy despacio, como para que sólo
ella y yo la escuchásemos, porque así lo había deseado Él:
-Je-su-cris-to. Je-su-cris-to. Je-su-cris-to.
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EL BAUTISTA
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una segunda oportunidad en sus vidas, a través del baño en las renovadas aguas del
Río Loa, el Jordán de esas tierras calurosas. La diferencia entre el antiguo Bautista
y yo recaía en mis creencias, que se negaban a aceptar que existía un Creador que
ordenaba hacerlo todo. Yo, con la vitalidad de un muchacho de veintidós años, y
veinte centímetros más de estatura –porque me encorvé al volverme viejo–,
recorría las calles polvorientas, con mi banjo y mi cantar alegre, y a pecho
descubierto, les cantaba las buenas nuevas a los habitantes, para que, de una vez, se
sacaran la mugre del cuerpo, y vieran lo bien que se sentía darse un baño en las
aguas del río.
No era menos cierto que las mujeres del pueblo, al ver que se paseaba sólo
con un taparrabo un hombre musculoso y de pelo en pecho, se entusiasmaban más
con mi cuerpo que con las palabras de buena crianza; y, de diez hombres que tenía
por seguidores, las mujeres se multiplicaban por tres, con el fin de tocar algo de los
pelos de mi pecho, no sin antes decirme que buscaban la renovación de sus vidas, y
que sólo me tocaban para saber qué se sentía. Yo no tengo culpa de haber sido tan
atractivo cuando joven.
Lejos de estas anécdotas de la atracción femenina, debo confesar que tuve
el agrado de bautizar a mil novecientos noventa y nueve personas, hasta el
momento en que se presentó delante de mí la dos mil, y que acabaría con mi
periplo por los ríos del desierto atacameño. Aquel día me había dispuesto a gritarle
a todos los que me escucharan la gran oportunidad de convertirse en la persona dos
mil en expurgar su vida anterior y convertirse al bien. Pero aquel que se convertiría
en la persona dos mil no sólo sería eso, sino que también el único que tendría la
capacidad de doblegarme y encontrar mi punto débil. Porque, si hasta ahora yo era
inmune al fuego y a las frías aguas, no había probado con lo que a terminó siendo
mi vicio y mi obsesión, y que es capaz de encausar a la perdición a cualquier
hombre: las hojas de cocaína. Esas pequeñas sustancias fueron ofrecidas de la
mano del Pequeño Gigante, quien, después de afirmar que llevaba veinte largos
años en mi búsqueda, me dijo que mi siguiente destino sería obligarme a volver a
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Las Manchas de Rorschach DAC Daniel
La Tirana, para convertirme en el Cachudo del Norte, con máscara y toga blanca
incluidas, así fuera lo último que pudiese lograr en su vida.
Después de negarme cinco veces y de fumar las mismas cinco veces un
caño de cocaína, no tuve más remedio y más opción que dejar las aguas del río, y
seguir los pasos del Pequeño Gigante, quien, recién después de haber caminado
más de dos mil doscientos metros, me entregó las ropa y se despidió de mí como si
nunca hubiese sentido interés en verme, aunque con la indicación pertinente de
decirme cuál era el camino para llegar a La Tirana, porque, de tantos años que no
pasaba por ahí, ya se me había olvidado cómo llegar.
La Fiesta de la Virgen del Carmen de La Tirana es lo más fabuloso que yo
había podido ver en mi vida, a mis cortos veinte años: mucho sonido de trompetas,
bailes por todos lados, y, lo principal, los demonios y santos enmascarados que me
transportaban al mundo de las deidades mágicas, a aquel sitio donde nadie sabe si
esos personajes eran de carne y hueso o eran parte de otros mundos. Luego de
veinte años, con cuarenta y tres de vida, yo volvía a entremezclarme por la
muchedumbre alborotada de esos lugares, pero para convertirme en parte del
espectáculo.
A las puertas de la Santísima Iglesia de Nuestra Señora del Carmen de La
Tirana –término que me demoré en memorizar exactos treinta años–, estaba para
recibirme el Sacerdote Jesuita Norberto Corominas, otro personaje más relacionado
con el mundo del Cristianismo al que yo me negaba pertenecer por considerarlo
parte de las mentiras del mundo. Lleno de desconfianza y desagrado escuché cada
una de sus palabras, las instrucciones de cómo representar mi personaje y la forma
de contonearme y danzar en medio del gentío, en unas pocas horas más.
Pero, como el sacerdote no era el dueño de mi vida, yo me decidí a caminar
por las calles de La Tirana, y burlarme un poco de los lugareños del lugar, con mi
contorneada figura varonil, mientras me fumaba un porro de los buenos, igual que
si fuera una golosina; a ese punto había llegado mi adicción. Aunque yo debo
reconocer que me llevé una ingrata sorpresa cuando quise visitar a las mujeres que
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un día, con sus pechos al aire y todas muy grotescas y sueltas de boca me incitaban
a entrar a sus casas para que yo les hiciese un hijo. Por eso es que yo, cuando la vi,
quise pedirles explicaciones a los familiares de estas señoras, quienes, se
contentaban con responderme:
-El tiempo pasa para todos. ¿O quería ver a una modelo curvilínea?
Por eso, cuando me acerqué a las sendas sillas donde se sentaban las dos
ancianas, que estaban muy arrugadas y con un rostro demasiado senil, y yo le
mostré mis bíceps fibrosos y musculosos, una de ellas, con la punta de sus dedos
arrugados y casi tiritando, lo tocó y saltó con un grito desde su asiento para
aferrarse a mí por casi dos minutos, y no querer soltarme. La abuela estaba
trastornada o desquiciada, tanto así, que tuve que agarrarla de uno de los brazos
para sacármela de encima, pero sin la necesidad de moverla demasiado, porque, yo
no sé cómo ni por qué se había quedado tiesa y sin movimientos. En pocas
palabras, estaba muerta.
La conmoción recorrió toda la casa al punto de que todos los hombres que
se habían apostado a dormir comenzaron a despertar de a poco. Eso me sirvió para
descubrir que las abuelas habían convertido su casa en un auténtico hotel del
desierto, donde llegaban personas de los más diferentes lugares y países, porque
muchos de ellos empezaron a hablar fuerte en idiomas que yo nunca había
escuchado, todo para pedir explicaciones del revuelo armado por la muerte súbita
de la anciana mujer.
Había pasado sólo una temporada en La Tirana, por lo que yo desconocía
cuáles eran las consecuencias de tener a un muerto en la víspera de las
celebraciones. Yo me exculpaba de la situación con decirle que yo no tenía la culpa
de tener la musculatura que tenía, y que eso ocasionara la muerte de viejas
arrugadas. Aunque, de todas formas, mis palabras estaban de más, porque las
personas de la pensión sabían que la muerte de una anciana de más de sesenta años
podía suceder varias veces, pero nunca podría ser lo mismo con el caso de la
muerte de la madre del iniciador de la Fiesta de La Tirana. Eso ameritaba luto y
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pecado de la humanidad. Aunque más se notaba que creaba toda una atmósfera de
asombro, con el fin de mantener la fiesta, y no perder las sucias monedas.
De cualquier forma, el cura avanzó hacia mí, y con una voz muy gruesa me
gritó:
-¡Sin duda que el Cielo ha deseado mostrarme a mí y a todo los habitantes
de este pueblo la clase de persona que eres, para detener tu participación en tan
importante evento religioso! ¡Vamos, tráiganlo a la plaza, y no se hable más!
Los hombres grandotes me agarraron de los brazos, y me llevaron a rastras
a la plaza del pueblo. Eso lo hacían porque ahí, delante de todos, se tendría que
decidir entre el cumplimiento del testamento o el sacrificio del culpable, que era
yo.
Gracias a los instrumentos más hermosos y más sonoros que el desierto
pudiera haber escuchado –porque, a pesar de que ahora servían para iniciar mi
condena, siempre me gustaron–, las trompetas, tocadas por los hombres grandotes,
hacían que las vacías calles de tierra de La Tirana comenzaran a llenarse con sus
habitantes, quienes, por tratarse de la hora de la siesta, salían de sus casas con cara
de sueño, extrañados por escuchar a los instrumentos de metal antes del tiempo
que habían pensado. Lo digo porque, nueve de cada diez de ellos, y no era para
menos, se preguntaban entre murmullos cómo había podido morir a tan temprana
edad la Madre Mayor si hasta ayer se había paseado en su carriola, y le había
repartido dulces a los niños, con su eterno traje blanco, que, por usar casi siempre
en sus salidas, y por su parecido con un hábito, le habían hecho tener el segundo
apodo de la Monja Blanca. Yo pienso que la Madre Mayor, cuyo nombre real era
Anófeles Valles del Río, se había convertido en una especie de mujer santa para
todos ellos, o de mujer ultra-terrena y perfecta; así se podía comprobar cuando me
gritaban con mucha rabia, mientras me apostaba a subir al promontorio de la plaza
del pueblo, un potente ¡A-se-si-no!, ¡a-se-si-no! Se había llegado a decir que la
mujer los había embobado a todos con su carisma y gratitud, al punto de que los
llantos por su muerte se mezclaban con los gritos en contra de mí.
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Desde el primer minuto que sus palabras comenzaban a ser la típica orden
impuesta y obligatoria, lo contuve y le exigí que, en esta oportunidad, me dejara
actuar a mi modo, porque no era necesario acudir a la religión para sacar a un burro
de un pantano. Le pedí que me informara en detalle de todo lo que había sucedido
y le pedí condiciones. Porque con condiciones se consiguen las cosas, y no con
seguir todo lo que a uno le dicen. Las condiciones eran simples: uno, que me
presentase como uno de los más grandes profesionales de la educación de Europa –
que, por supuesto, era también la mentira más grande–; dos, que preparase una
entrada triunfal de mi persona y de Victorio en una ceremonia; y tres, que me diera
un poco de whisky, porque ya se me estaba secando la boca.
En menos de una semana, luego de que la justicia decidiera quitarle los
cargos de autor intelectual de la muerte de la Pascuala, nos preparamos para entrar
por la puerta ancha de la Universidad. Ahí nos esperaba el nuevo decano de la
Facultad de Educación, Jerusalén y Virgilio Alcántara de la Luz. Entre los cuatro,
decidimos prestarle toda la ropa posible al renacido Victorio, quien, en la tarde, ya
daba un discurso en frente de las principales autoridades, mostrando el nuevo plan
estratégico de selección de profesionales, todo basado en un profundo re-análisis
del Test de Rorschach.
Como algunos académicos tenían serias dudas de si nuestro desempeño iba
a ser el correcto, algunos de los presentes comenzaron a lanzar sus dardos en contra
de las propuestas del plan. Hubo uno que se levantó de su asiento sólo para gritar:
-¡Ustedes están locos, y son unos miserables! ¡Yo no soportaría ser elegido
para un cargo profesional en base a unas estúpidas manchas! ¡Eso no tiene ningún
sustento ni psicológico ni laboral ni académico! ¡No soporto estar más aquí; me
retiro indignado!
Yo tenía la facultad de manejar la vida de Virgilio, pero no tenía la facultad
de manejar las acciones de un académico viejo y acartonado. Por lo que –mientras
hablaba con murmullos con Jerusalén para decirle que no se preocupara, ya que
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todo iba a salir bien, así se acabara el mundo–, dejé que se fuera, no sin antes
responderle con un poderoso:
-¡Acuérdese de cerrar la puerta por fuera!
Habría sido todo mucho más fácil si el viejo académico me hubiese hecho
caso. Porque yo le dije que cerrase la puerta por fuera, y no me hizo caso. Eso
permitió que se colasen los intrusos, los personajes que no estaban invitados a la
ceremonia. El más peligroso de todos los intrusos poseía todo lo que se necesita
tener para triunfar: juventud, belleza e inteligencia. Le estoy hablando de El
Hippie, la nueva raza social que había nacido al alero de la década de 1970. Él, con
sus ideas de revolución social, de paz y de amor, accedió a nuestra ceremonia –
¿me escucha bien?, ¡nuestra ceremonia!–, para terminar con todo nuestro plan. Sus
oídos fueron los oídos de la lucha permanente, y de lo que nosotros no previmos
jamás: la competencia, lo más peligroso que nos podía pasar.
Jerusalén habrá tenido un nombre muy santo, pero Jerusalén era una
mujer, y las mujeres que son bien mujeres se enamoran de los hombres. Si Victorio
no había querido considerarla, yo tampoco podía hacer más. Yo tenía la facultad de
manejar el cerebro de Victorio, pero no tenía la facultad de manejar su corazón.
Ahí yo no me metía. Y el que se metió fue El Hippie. El que estaba esperando
encontrar el punto débil de nuestro grupo de trabajo, para salirse con la suya, y
tener a su antojo las armas necesarias para desbancarnos.
La competencia tenía un nombre potente: El Test de Coeficiente Intelectual
de Stern. El Hippie había investigado mucho acerca de la aplicación de los tests
para medir la inteligencia y la personalidad de las personas, y, un buen día, se
acercó a la Rectoría de la Universidad y promovió sus ideas de este nuevo test con
el nivel máximo. Fue de esa forma que, desde El Olimpo de la Universidad, el Dios
Rector bajó a conversar con los humanos por unos momentos, para saber cuál era
el criterio que se estaba aplicando al momento de seleccionar a los profesionales de
la educación, y, Jerusalén, la única capaz de hablarle a un dios de tú a tú, le dijo
con una amplia sonrisa: El Test de Rorschach.
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espectáculo que estaban haciendo los estudiantes; sacrilegio máximo ante los ojos
de una autoridad religiosa.
Los rayos de divinidad molestaron en todos los ojos de los jóvenes cuando,
embestido de su traje púrpura y su bastón, Su Eminencia hizo la entrada a la
Universidad sin saber que quien se había comunicado con él por teléfono no era el
rector, sino una Jerusalén fingiendo la voz más gruesa de su vida. Su potente voz se
hizo sentirá hasta en el rincón más pequeño. Para él, no era posible que una
Universidad con fuertes raíces cristianas se convirtiera en el escenario de una
música infernal, por lo que pidió que, de inmediato, todo ese sonido desapareciera,
al mismo tiempo de patear con todas su fuerzas a los vendedores del pequeño
mercadillo que se había formado. Imagen que, para los que han leído la Biblia, se
parece bastante a la escena de Jesucristo en la entrada del Templo de Herodes,
conforme El Evangelio según Lucas, Capítulo 1, versículo 23.
En la Hora 12 de las 24 de plazo, y tras el abandono del recinto por parte
Su Eminencia, los nervios estaban más de punta que en ningún otro momento,
sobre todo porque El Hippie había reunido a las mentes sesudas que necesitaba, y
elaboraba un documento de extrema fiabilidad, que le diera el carácter de fortaleza
que el Dios Rector deseaba.
No quedaba de otra. Había que persuadir a la competencia. Había que
detener todo intento de caída de nuestra propuesta profesional, y eso sólo se
conseguía llamando a El Hippie al salón de reuniones, y ofrecerle algo a cambio de
desistir de sus intenciones.
Vestidos con nuestros trajes de sacerdotes franciscanos, y a modo de
amedrentamiento, hicimos pasar a la sala a aquel pecador que se había atrevido a
llegar a El Olimpo antes que nosotros; le hicimos poner la mano sobre la Santa
Biblia, y le hicimos la pregunta de rigor:
- ¿Juras decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad?
- ¡No, no juro! ¡Esto es una estupidez!
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mantenerlo amarrado por 1000 años, así que lanzamos una moneda al aire, y así
saber cuánto tiempo permanecería dentro. Si salía “cara”, se quedaría encerrado en
el cuarto durante las doce horas que quedaban de las 24. Si salía “cruz”, se
quedaría hasta dos días más. Tanta suerte tenía el bendito, que salió con “cara”.
Pero eso ya sería suficiente para que no soportara estar sin el preciado líquido que
los científicos llaman con cariño H2O.
A la hora 10 de las 12 que se le habían asignado, los gritos de El Hippie
eran descomunales. El siempre joven y lozano opositor pedía clemencia para salir
de la sala, y poder tomar un pequeño sorbo de agua. Yo, por mientras, en la cocina
del edificio de la Facultad, ponía manos a la obra, y seguía al pie de la letra la
receta enseñada por El Correo de las Brujas: un transparente vaso de agua, una
pizca de veneno de ajonjolí y cantar una linda melodía mientras se llevaba el
alimento de la vida a quien tanto rogaba por él.
Cuando abrí la puerta del pequeño cuarto, y le dije a El Hippie que sus
sueños se habían hecho realidad, porque aquí ya tenía su vaso, fue tanta su
desesperación, que me lo arrebató de las manos, y se lo zampó en cinco segundos;
los mismos que se demoró en caer al suelo y revolcarse de dolor delante de
nuestros ojos –lo que sirvió para poner en uso el medidor de frecuencias sonoras, y
darme cuenta de que los gritos de dolor eran más grandes que los proferidos dentro
del cuarto–, y verlo morir en exactos diez minutos. Así se ponía fin a la primera
competencia que se atrevía a luchar por sacarnos del camino. Si El Hippie había
sido capaz de llegar al Dios Rector, y estar a punto de eliminarnos, nosotros
teníamos la obligación de acudir a instancias superiores, para, por lo menos,
mantenernos en el ambiente durante los siguientes cinco años. Sin embargo, mi
boca se atrevería a señalar lo que sería el principio del fin:
- No se diga más. Hay que hablar con El Pequeño Gigante, el Ministro
de Educación. Tenemos que ser sus protegidos.
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LA PACIENTE
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Como nadie era capaz de darme una miserable atención médica, luego de
haber derramado dos litros de sangre por el recto, no tuve más remedio que alterar
la tranquilidad de la sala de espera del hospital, y fingir que caía en el más
profundo de los desmayos. De reojo, veía cómo los demás pacientes, los guardias y
algunos paramédicos acudían con la mayor de las prestancias a salvar mi vida, la
vida de aquella que se había convertido en “el eterno paciente” sólo a base de la
calma y la tensa espera. Era increíble ver la rapidez para traspasar la barrera entre
la sala de espera y las habitaciones para los enfermos. Sin hacer ningún tipo de
solicitud por escrito, ni realizar una fila, ni tener la paciencia de un santo para
esperar un mes después la preciada consulta médica, ya estaba ahí dentro, en la
cama de sábanas almidonadas, con el correspondiente olor a alcohol oxigenado en
el ambiente. Así, recostada con la boca hacia arriba, me daba cuenta que el techo
de la sala estaba lleno de hongos, causado por la humedad reinante. Los mismos
hongos que la Monja Blanca de La Tirana me había dicho que encontraría un día,
poco antes de mi muerte. Porque ella, con todo su poder y toda su gloria, se había
convertido en uno de los baluartes de mi vida. Ella fue quien me dijo: “Deja de ser
lo que no puedes ser y vete a recorrer el mundo sin fijarte en nada más”. Me saqué
de inmediato el hábito blanco, me quedé en calzones, y se lo entregué a la Monja.
Ambas sabíamos muy bien que yo no había nacido para ser religiosa. No todos los
días se podía tener el atrevimiento de gritarle a la madre superiora que era una
mentirosa, una malvada y una boquiabierta. Yo la había visto besarse con uno de
los curas. Y ella lo negaba, lo negaba todo. No quedaba otra que desaparecer. Por
lo que, cuando veía una y otra vez los hongos en el techo de la sala, yo estaba
segura de que las palabras de la Monja Blanca se iban a cumplir, pero eso no
significaba que yo iba a ser tan seguidora de sus declaraciones, y dejar escapar una
oportunidad inigualable: la de morir como Dios manda, con las botas puestas, y
sacando partido de mi nuevo estatus de paciente especial. Con toda mi fuerza y
toda mi voz interior, grité a los cuatro vientos de la habitación: “¡Me muero, me
muero!”, hasta que los médicos llegaron corriendo, y yo les tuve que aclarar que
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de que mis senos estaban caídos.) La parte que no tenía contemplada es que los
médicos también estaban esperando recibir una revisión corporal. Lo digo porque
ellos también se desnudaron de los pies a la cabeza, y se quedaron sin ningún tipo
de ropa que les cubriese. Uno de ellos me dijo que debía comprobar si mi garganta
reaccionaba ante el contacto de elementos corporales. Así fue como me pidió que,
con mucho cuidado, me bajara de la cama, y me agachase un poco, porque debía
introducir dentro de mi boca la parte central de su cuerpo, que, después de
investigar en muchos libros y diccionarios, pude saber que se trataba del miembro
viril.
El segundo médico dijo que, en honor de la buena medicina, tenía el deber
de verificar si otra de las zonas de mi cuerpo funcionaban de forma correcta, ya que
el cuerpo humano es un reloj que debe lubricarse cada cierto tiempo, y no se puede
dejar al desamparo. Él me indicó que utilizaría la misma zona de su cuerpo que el
otro médico, pero que, en esta oportunidad, yo debía ser muy colaborativa, y
recostarme otra vez en la cama, abrir mis piernas, y dejar que la parte media de su
cuerpo se introdujese en mi parte media del cuerpo, y que, a cada movimiento de
inserción y extracción, yo debía soltar unos pequeños gemidos, para saber si existía
correcta sincronización entre las reaccionas somáticas y las cuerdas vocales; no sin
antes recordar que, al mismo tiempo, debía seguir recibiendo en mi boca la zona
central del primer médico; cuestiones de la medicina.
Desde las profundidades de mi entrepierna, y a la mitad de la auscultación
somática, surgió la habilidad de maniobrar el músculo ejecutor de una forma que
nunca antes había podido experimentar. Fue en ese momento cuando recordé que
era la primera vez que tenía la capacidad de realizar dicho movimiento porque
también era la primera vez que alguien se había atrevido a entrar a esas, mis zonas
más íntimas. La vida en el convento me había traído a la vida sedentaria, y una
actividad muy básica. Lo favorable es que estaba siendo examinada por
profesionales que sabían lo que hacían. Ellos, cada cierto tiempo, y de una forma
muy acompasada, me preguntaban si me gustaba la sensación, a lo que yo, por
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herida. Además, algunas de las personas gritaban que un asesino había intentado
matarla. Pero yo siempre supe, dentro de mí, que ella resistiría ese horrendo
crimen, más aún cuando, llevada en una pequeña camilla por los médicos, pasó a
mi lado, y pude tocarle su mano, que dobló sus dedos como si supiese que, gracias
a mí, se podría aferrar a la vida.
La Dama estuvo cinco horas consecutivas luchando por salir de su
aflicción y sus dolores adentro de la sala de tratamientos intensivos. Se supo que
los doctores sudaban como locos, por lo menos, eso fue lo que pude ver cuando
salían cada media hora a dar un respiro de aire, y a informar a las mujeres y
hombres que estaban apostados en el pasillo, y que preguntaban cómo estaba, y si
tenía salvación. De a poco, por las preguntas que les hice, me fui enterando quién
era ella, y de dónde venía. Lo extraño es que todos coincidían en que, si no hubiese
estado en tal situación de gravedad, la hubieran dejado morir, porque su forma de
ser causaba muchos desencuentros, y algunas mujeres habían tenido peleas y
arrebatos.
Dentro de mi cabecita, yo pensaba si seguir o no seguir las opiniones de
esas personas. Sus rostros eran muy decidores, y todos coincidían en la necesidad
obligada de estar ahí, y no por un deseo propio y de afecto. Pero yo no quise creer
esas voces. Si las hubiera seguido, me hubiese llenado de ideas negativas. Lo que
se necesitaba era comprobar cuán malvada era La Dama. O si no era malvada.
Como mejor pude, me metí por la rendija de la puerta de la sala de cuidados
intensivos. Los médicos ya se habían ido, y La Dama estaba sola, con los ojos
cerrados y recostada en la cama. Su cabello estaba largo, y con algunas canas. Se
veía bien cuidado, al igual que su rostro, que no reflejaba tener un poco más de
cuarenta años. Puse mis manos sobre su abdomen, que estaba cubierto por la
sábana de la cama, y, de inmediato, con un poco de malestar en su rostro, dijo:
-Te dije que no me moriría tan fácil, Victorio. No me claves de nuevo esa
cuchilla, porque volveré a resistirla…
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Con esas palabras, se podía entender que la ayuda médica estaba surtiendo
efecto. Su inconsciente comenzó a reaccionar de a poco, con las palabras que había
dicho poco antes de quedar herida. Desde ahí supe que yo tendría que ayudarla en
su recuperación. No podía dejarla sola, a mansalva de esas personas que esperaban
verla con vitalidad y brillo, para lanzarse sobre ella, y exigirle respuestas. La única
manera era prolongar su estancia en el hospital. Así, las personas terminarían por
olvidarse de la situación al volver a sus faenas de siempre. Yo tenía que
transformarme en enfermera, y salir a encararlos, para que se fueran s sus casas, y
me dejaran sola con La Dama.
Lo que haría a continuación, aunque le parezca muy simple y sin sentido,
marcaría el resto de mi vida de una forma que no se la puedo describir bien, y que
la tengo en la punta de la lengua, pero que no sé cómo expresarla. Porque yo no
sólo me transformaría en enfermera para salir afuera de la habitación y gritarles a
todos que se fueran a su sitio, y no volviesen jamás. Yo me vestiría con los trajes
blancos de la medicina de por vida (que sería corta, pero sería vida al fin y al cabo)
con la idea de pasar de paciente a profesional de la salud. Así que, antes de saber
quién era Victorio, quién era La Dama y quiénes eran los señores que tanto
deseaban matarla; debía saber quién iba a ser yo durante las siguientes dos
semanas.
La amplia bodega del subterráneo del hospital –a la cual pude acceder
después de recorrerlo tres veces– era una verdadera pequeña tienda del buen vestir
y de la buena ocasión de ataviarse con los trajes de la pureza y la impureza. Pureza
porque los trajes de enfermera son siempre blancos, límpidos y parecen estar recién
lavados con el mejor de los detergentes. Impureza porque, dentro de ellos, se
esconden muchos misterios médicos, que indican prácticas profesionales de extraña
reputación, y que terminaría por conocer dentro de las siguientes horas. Yo, por
supuesto, tenía la obligación de utilizar un traje que no me marcara demasiado en
el lado de la impureza. Venía saliendo de un convento, y no era la idea rondar los
caminos de Don Satán.
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faltando dos minutos para las dos de la tarde, las puertas de la Sala de Cuidados de
Intensivos se abrieron de par en par, y un hombre de edad avanzada, que se hacía
llamar “El Pequeño Gigante”, entró con un grandioso traje negro de etiqueta, un
sombrero y una capa, la cual desplegó hacia sus costados, así todos los presentes
pudieran darse cuenta de su esplendor y habilidosos poderes curativos.
Ante tanta fuerza corporal, el Diccionario Merck se cayó al suelo, y la
cama y las cortinas de la sala se estremecieron desafiando las leyes de la inercia,
creadas por la Física. El Pequeño Gigante hizo desaparecer el silencio reinante de
la habitación, apuntó con su dedo índice hacia mi cara, y me preguntó:
- ¿Quién eres tú, extraña mujer? ¿Cuál es tu nombre y procedencia?
- Soy Catrina de los Pies Descalzos, y vengo de la mismísima ciudad de
La Tirana. – Le respondí.
- Tú eres de las mías, hermosa virgen. ¿Cómo se te ocurre entrar aquí, a
este mundo tan oscuro? ¿Ya te han hecho la “auscultación somática” y
los “ejercicios físicos”?
- Así es, y la vida me ha dicho que debo dejar de ser paciente, para
convertirme en enfermera y tener un paciente propio.
- Eso ya lo conversaremos. Ahora, hazte a un lado, y déjame sanar a esta
mujer.
El Pequeño Gigante abrió un poco el ojo derecho de La Dama, y le mostró
la misma lámina de la mancha que usted me mostró hace poco. La pregunta fue
directa y decidora:
- Dime, mujer, ¿qué ves en esta lámina?, ¿qué ves en esta mancha?
- ¡Victorio! ¡Hijo mío! ¡Eres tú! ¡Has comprendido que tu madre es una
buena mujer! – Respondió La Dama.
En menos de dos segundos, el cuerpo y el estado de mi primer paciente
había pasado del adormecimiento absoluto a la mayor de las mejoras. Los ojos de
La Dama estaban muy abiertos y notaban un gran enojo por haberla sacado de su
estado de adormecimiento sin tener a su lado a su hijo Victorio, para poder
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devolverle la cuchillada que le había propinado hace algunas horas. Yo, poniéndole
unos cataplasmas en su abdomen, le decía que se mantuviera tranquila, ya que la
medicina estaba surtiendo el efecto de sanación de la herida; pero ella estaba muy
colerizada y pedía explicaciones para todos los efectos necesarios. La pobre Dama
estaba en su razón: un hijo no puede llegar al punto de atreverse a matar a su propia
madre, o, por lo menos, intentar hacerlo, así que preferí dejar que sacara su rabia
por unos instantes.
Por mientras, El Pequeño Gigante se acomodaba su sombrero y su capa, y
me decía que saliese afuera de la habitación, porque tenía un trabajo para mí, antes
de quedarme de forma definitiva en el Hospital. Él sabía que yo había llegado a
este mundo para dedicarme a los cuidados especiales de las personas. Vio cómo
apoyaba la mejora de La Dama, mi atuendo y mi forma de hablar. Aunque, lo que
él deseaba era que yo saliese de ese hospital, y colaborase en otro, ubicado en un
lugar que él llamaba Villa Rorschach, un pequeño villorrio creado con fines del
cuidado mental, y que se encontraba cinco kilómetros al sur de mi querida ciudad
de La Tirana. Me dijo que hasta allá debíamos llevar a La Dama, para el cuidado de
su mente, después de dejarla partir a su pueblo, en busca de sus pertenencias.
La Dama, mi querida Dama, era una mujer muy aguerrida, y no supo
controlar sus impulsos cuando la dejaron partir al pueblo. Allí mató a quemarropa a
siete muchachos. Lo hizo a sangre fría, en la noche de la celebración del
aniversario del pueblo. Se cuenta que las madres lloraron lágrimas de sangre, y el
pueblo quedó sumido en una tristeza que se recuerda hasta el día de hoy. Fue por
eso que yo tuve que matar. No fue por otro motivo. Con El Pequeño Gigante,
sacamos como mejor pudimos a La Dama del pueblo, y la metimos en un remolque
arrendado para la ocasión. Ella estaba muy abatida, sin norte, con los ojos idos, y
sólo tenía en sus manos una pequeña carta escrita por Victorio a los siete años, lo
único que pudo guardar de él. Lo cierto es que, sin saber cómo –ya que la distancia
entre el pueblo de Chillan Viejo y La Tirana es de más de 2500 kilómetros–, una de
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las madres nos siguió hasta las tierras desérticas del norte, con el fin de cobrar
venganza por la muerte de su hijo.
El Pequeño Gigante, genio y figura hasta la sepultura, me dijo que
teníamos que bajarnos del remolque, y exigirle a esa mujer que desistiese de matar
a La Dama. Pero ella no entendió. La mujer estaba consternada por la muerte de su
hijo, y sólo deseaba ver sangre en el cuerpo del asesino. No quedo otra que
desenfundar el arma, y dispararle en la mitad de la frente, directo al cerebro, para
que dejara de pensar en tonterías y arrebatos de mujer vengativa.
La soledad del amanecer del desierto se sentía más fuerte cuando una tenía
que armarse de valor, y acabar con la vida de alguien. Muy pronto, las pocas
moscas y los pájaros carroñeros llegaban para alimentarse del cuerpo putrefacto de
la mujer. Nosotros, eso sí, debíamos emprender la marcha hacia la villa. Allí sería
el lugar donde La Dama volvería a recuperar sus fuerzas, aunque no así cambiar su
carácter, que siempre fue transgresor y furibundo.
Mi cercanía con La Dama sirvió para conocerla más, aprender sus
modismos, las ideas de su vida, los sueños que ella tenía, y todo lo que yo nunca
comprendía. Ella, yo no sé por qué, se reía cuando yo le hablaba de la auscultación
somática y los ejercicios que me habían aplicado en el Hospital. Ella decía que yo
era una pequeña virgen, y que si se reía, era porque sabía que en mí existía la más
grande las purezas, por lo que “nunca-nunca” iba a atreverse a explicarme qué eran
en realidad esa auscultación y esos ejercicios. Me decía que el mundo se merecía
que existiesen algunas personas limpias de corazón, con un rostro y una mente
abiertos a la sencillez, y que sólo las viejas zorras, como ella, debían hablar de las
palabras “sexo”, “vagina” y “pene”, las cuales nunca me quiso explicar, y que yo
tampoco me esforcé en buscar.
La recuperación de su estampa me permitió escuchar su hermoso nombre
completo: “Eva Luna Sánchez Carril”. Eran las primeras palabras que le enseñé a
decir cuando su estado de atrofio mental era tan grande, que hasta la lengua se le
había recogido. Yo, a veces, lo repetía para mis adentros o en los momentos de
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soledad: “Eva Luna Sánchez Carril”, “Eva Luna Sánchez Carril”, y era como estar
diciendo un nombre angelical, de música. Eso se lo contaba casi siempre en los
días de su completa recuperación, y que a ella le sirvieron para convertirse en mi
más ferviente colaboradora en la atención de los pacientes de la villa. Tal vez, toda
esa imponencia y garbo que se notaban por fuera se los tragaba por completo a la
hora de atender a los enfermos. O quizás pudo haber sido el hecho de haber pasado
por lo mismo, y comprender el dolor ajeno. Pero yo creo que soy la única persona
que puedo decir con total certeza el verdadero motivo de su entrega: Victorio, su
hijo. Es que gran parte de los pacientes bordeaban la edad que él tenía en la noche
que intentó matarla. No cabía duda de que ella veía en los ojos de cada uno de los
pacientes a su hijo, y se preguntaba “dónde estará”, “qué habrá sido de él”. Era lo
que preguntaba algunas veces en los primeros días de su mejora. Después, al ir
mejorando, se lo fue guardando para sus adentros, y, aunque, cuando yo le
preguntaba por Victorio, ella respondía con algo de rabia, estoy segura de que
todavía guardaba aquel amor de madre que todas las que han parido alguna vez
conservan aunque el hijo sea el diablo más diablo de este mundo.
El Pequeño Gigante estaba muy contento de ver que sus esfuerzos por
salvar a La Dama habían surtido efecto. Él, a veces, me decía:
-Cuídamela bien, que ésta es mujer brava, y a las mujeres bravas hay que
vigilarlas con cuatro ojos.
Nunca sabría, hasta el día del gran incendio de la villa, que La Dama era su
nieta. Sólo ahí comprendí su abnegación por tenerla a resguardo de las autoridades,
sobre todo en un lugar tan apartado como Villa Rorschach, que muy pocos
conocían.
Lo que nunca pude entender es por qué prefirió mantener a raya el
encuentro de Victorio con su madre. El Pequeño Gigante no era una persona
cualquiera, era un Ministro, y los ministros tienen influencias. Él podría haber
hablado con sus contactos; con todo el reconocimiento que tenía, supongo que las
muertes no se hubieran conocido tan en detalle. Pero el país estaba sumido en una
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especie de inicio de guerra interna, y la villa había servido para ocultar mucha de la
información de aquella guerra interna: se dice que ése es el motivo del incendio, y
de la desaparición de las famosas láminas de las manchas.
Lo único que le puedo decir ahora es que el día del incendio, cuando
pudimos correr hacia las afuera de la villa con algunos enfermos, y nosotras
sabíamos que El Pequeño Gigante estaba adentro, La Dama me dijo:
- ¿Qué va a pasar ahora con nosotras? ¡Nos hemos quedado guachitas,
nos hemos quedado sin padre, solas en el mundo!
Y yo le digo a usted: ¿por qué tendríamos que dejarnos vencer ante un
incendio si nuestras manos y nuestros pies estaban sanos, y teníamos la fortaleza
para reconstruir lo derrumbado? ¿Cómo acabar de un minuto a otro con todo el
legado de bondad de El Pequeño Gigante, aunque muchos dijesen que sus prácticas
eran oscuras e interesadas? Por supuesto que no podía quedarme de brazos
cruzados; así que, después de mirar alrededor de mí, y de ver los rostros de los
pocos enfermos que habían podido escapar, y ver, también, el rostro de La Dama,
que era mi todo, mi fuerza y mi razón de ser, le respondí algo que nunca se me va a
borrar de la memoria:
- No, mi Dama. Nos tenemos a nosotras mismas, y así como la villa se
incendia hoy, mañana tendrá que levantarse otra vez. Eso se lo doy
firmado.
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LA MATRONA
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mundo. Porque yo, con todo ese conflicto mental de si aguantarme el dolor, de si
sacar al niño que traía dentro, de si buscar un pedazo de tela que me cubriese parte
de mis zonas íntimas, sin medios médicos ni palancas, solté fuera a la persona que
estaba dentro de mí, y envolviéndolo en unos trozos de papel de diario, tuve a mi
sietemesino con toda naturalidad y sin problemas.
Nadie –ni yo misma, por supuesto– supuso que tendría que hacerme cargo,
en uno de mis primeros trabajos, de traer al mundo al mismísimo Victorio de la
Lorca Sánchez, y que, después de treinta años, tendría que sacar del estómago al
hijo del mismo Victorio.
La primera experiencia fue, debo decirlo con todas sus letras, celestial. La
madre de Victorio no emitió ni el menor de los dolores ni los típicos ruidos que
hacemos todas las mujeres que traemos un niño al mundo. Ella se recostó en una
especie de camastro de su pequeña choza, y echó a su cría por el bajo-vientre como
quien orina o hace sus necesidades básicas: sin muestras de padecimiento alguno.
Mi papel, en ese momento, fue más bien de darle los consejos post-parto, y decirle
que reposara mucho, y que no hiciera fuerzas. Supe que las mujeres del pueblo
consideraron que había llegado a la tierra la reencarnación de Jesucristo, y que se
habían vuelto locas por la noticia, y lo tocaban y lo tocaban. Yo no tenía mucho
tiempo para mirar espectáculos de adoración. Al siguiente día debía partir a un
nuevo trabajo, en las heladas tierras del sur, en una isla llamada Chiloé, y mi
máxima preocupación era cuidar de mi reciente hijo y de mi misma, porque una
madre soltera siempre tiene que saber luchar con dientes y uñas para conseguir el
sustento diario.
El pequeño carromato que nos había facilitado el municipio a todas
aquellas personas afectadas por el terremoto, y que nos venía ayudando desde hace
dos meses para trasladar nuestros enseres, por falta de mayor presupuesto, sirvió
para trasladarme desde el nuevo Chillán hasta Chiloé, la tierra de las leyendas, la
bruma en altamar y las comidas al aire libre. En esas frías localidades conocí a los
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dos hombres que marcaron mi vida, uno de los cuales, me llevó al altar, y me hizo
cambiar la idea que tenía del sexo masculino.
Antes de establecer el contacto con aquella gran raza masculina, yo, que no
soy ninguna tonta ni perezosa, me quise asegurar cómo ellos nos perciben a
nosotras, y acepté el gran mandato que, proveniente del más alto de los cielos
olímpicos, vino del gran personaje que detuvo el carromato camino al sur, en la
mitad de la lluvia nocturna, y que, con su dedo índice apuntando directo hacia mi
frente, me dijo:
-¡Tú, sabia mujer que dedicas tu vida entera a traer niños al mundo, sal de
ese vehículo, y, antes de entrar a tu nuevo trabajo, ayúdame a conocer el hablar de
los hombres de estas tierras!
El gran amo y señor de las voces, “El Académico de la Lengua”, se había
presentado delante de mí, para encomendarme una importante labor humana:
vestirme de hombre por algunas semanas, y verificar en carne viva, lo que
significaba tener el sexo contrario. Él necesitaba estar al día con las nuevas
expresiones de la comunicación, para poder expresárselas al mundo ignorante de
las palabras del futuro. Él nos decía que el mundo estaba al borde del precipicio
mental si dejaba de considerar las nuevas tendencias como parte de su vida. Y esas
nuevas tendencias estaban presentes en los lugares desolados e inhóspitos, no en
los hospitales ni las grandes empresas. Lo cierto es que, de la misma forma que él
me lo planteó, yo le respondí:
- ¿Qué más puede hacer una simple matrona en el mundo de la
comunicación si no es más que atender niños recién nacidos y madres
parturientas?
Pero mi pregunta había sido tan estúpida como mi ignorancia, porque “El
Académico de la Lengua”, que lo sabía todo –y lo que no, lo inventaba–, me
apuntó una vez más a la frente, para recordarme que estaba en el más profundo de
los errores, ya que, así como las matronas traíamos al mundo a los recién nacidos,
teníamos el control de ordenarles a las nuevas y florecientes madres, cuáles eran las
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palabras que marcaban el nuevo territorio del lenguaje, y cuáles eran su real
significado.
Una mujer de mi estampa era una mujer incrédula y vacilante, que se
negaba, aunque todos los dioses lo indicasen, en seguir las órdenes del Académico
tan de inmediato. Para eso, él sabía que yo sólo podía reaccionar ante una amenaza
de un calibre tal, que ni siquiera la mujer más ruda del planeta pudiera atreverse a
mantener su tozudez. Con sus rápidos movimientos, me quitó al hijo que había
parido hace dos meses, y lo levantó desnudo ante la lluvia nocturna, para, acto
seguido, desenfundar su daga y amenazarme de quitarle la vida al recién nacido si
yo seguía porfiando obedecer sus palabras.
Como las estadísticas médicas indican que el 97% de los recién nacidos
que son infligidos con un cuchillo de alto filo no sobreviven para contarlo, tuve que
agachar la cabeza, y seguir las peticiones de mi nuevo mentor. Él, con la
experiencia de las negaciones anteriores, había elaborado un plan estratégico que
no podía fallar. Así fue como, con un gran chiflido, llamó a su más ferviente
colaborador: el capitán de nave aérea de Los Cóndores, Aristóteles Garmendia. El
mejor domador de las aves que vuelan más grandes del mundo. Los amplios tres
metros de envergadura eran suficientes para montarse sobre una de ellas, los
hermosos y potentes cóndores.
Desde la amplia espalda de uno de los cóndores, podía ver con mis propios
ojos la realidad que el Académico deseaba que yo conociese: la de las madres que
no se atrevían a hablar con las palabras que la Real Academia ya había dado por
aceptadas, e inculcaban en sus vástagos el uso de las palabras equivocadas e
inexactas. La esencia de las palabras radica en el entendimiento de todos los
términos tal cual son, sin ningún tipo de expresiones ocultas o miedos al hablar. No
era posible aceptar que las abnegadas madres se negasen a expresar que les dolía
mucha “la parte media de las piernas”, porque, si nosotros acudíamos al Real
Diccionario, no encontrábamos en ninguno de sus artículos “la parte media de las
piernas”, pero sí nos encontrábamos, con todas sus letras y definiciones, la palabra
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“vagina” que significa el genital femenino. Por otra parte, tampoco podíamos
encontrar la palabra “globo” como sinónimo de “teta” y “seno”, que sí estaban en
el diccionario, y que servían para dar nombre a la parte superior de los genitales
masculinos, parte del sistema endocrino de toda mujer que se dice ser mujer.
No sólo eso pude ver en las mujeres parturientas, sino que también el
extremo cuidado con el que, al tomar a sus nuevas crías, llamaban “cosa” al
miembro viril masculino, en lugar de decirle, con toda propiedad y cuidado,
“pene”, que era el verdadero registro del Diccionario. Las aves nos llevaban por
muchas zonas del sur del país, y nos permitían ver desde los aires, los miles de
rostros de mujeres esmeradas y preocupadas por no aplicar palabras que eran el
común de otras sociedades, cuya fortaleza ya estaba aplicada, y en las que el
Académico podía dar fe de haberlas conocido y mirado de cerca.
Mis ojos estaban abiertos de par en par, mi cabeza estaba conectada con mi
tronco, y mis pies aferrados a las alas de un amplísimo cóndor. Pero todavía me
faltaba lo más importante: mi transformación en hombre, en un macho de tomo y
lomo, que me permitiese encaminar a las mujeres en las exactas palabras
registradas por los entendidos, y así estar a cargo de un grupo de matronas.
Con el Académico de la Lengua gritándoles a los cóndores que dejasen de
defecar en las cabezas de los transeúntes, nos dirigimos a la Secretaría Regional
Ministerial de Salud, y desarrollamos el conducto regular para conseguir nuestro
puesto de trabajo: matar a un viejo apernado al cargo de Jefe del Departamento de
Neonatología durante cuarenta años, publicar el aviso de vacante de trabajo, y
acudir a la entrevista en menos de cinco minutos. Antes, por supuesto, teníamos
que acudir al lugar de la transformación.
Por fuera del Gran Salón de la Transformación Humana, que abreviado se
llamaba Tienda de Estilismo, no se podía saber con claridad cuál era el tipo de
empresa porque, en la puerta, como si los humanos tuviesen la obligación de leer
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palabras se hicieran parte de las nuevas generaciones. Una mujer, con nueve meses
de gestación, se levantó de su silla, y me espetó con furia:
- Usted debiera morirse ahora mismo, e irse a lo más profundo del
infierno. Su lengua sólo sirve causar más daño a nuestra sociedad.
¡Renuncie y déjenos criar a nuestros hijos como se nos plazca la
gana…!
Fue tanta la rabia que tenía esa mujer contenida en sus mentes y en su
corazón, que se descontroló por completo, y perdió la tranquilidad de su ser. Lo
que traía dentro también se descompensó, y no hubo forma de decirle que esperara
diez minutos para llevarlo al hospital más cercano, y así tenerlo de buena forma. Él
era un crío que estaba pidiendo ver la luz del día en ese momento, no mañana ni
pasado. Por lo que la mujer comenzó a dar gritos de dolor y de parto que
estremecieron el lugar, al punto de crear una reacción en cadena, que provocó el
parto de más de diez mujeres de las cien que estaban presentes.
Mi afán por ver nacer a esos niños, y traerlos al mundo con mis propias
manos de matrona, me jugó una mala pasada, ya que, de tanto descontrol, el traje
hecho a la medida se me enganchó en una silla, y eso ocasionó que la cinta
adhesiva que llevaba por dentro se rompiera en dos, para mostrar ante todos y todas
que el Jefe de Neonatología pertenecía al flamante sexo femenino, de tanto que se
me vieron las tetas (tan grandes las tenía, se lo dije).
Todos y cada uno de los asistentes, cuando ya los niños dejado de ser el
centro de atracción y habían salido al mundo, se fijaron en mí, y en lo que
significaba descubrir que una mujer había sido la causante de esas palabras tan
horrendas y oscuras. Lo cierto es que para El Pequeño Gigante, mis senos fueron la
fuente de la eterna juventud esperada por años. Sus ojos se clavaron directos en mis
grandiosas tetas, y no se soltaron de ellas hasta que, como si se tratase de un fiel
colaborador, me llevó por detrás de la trastienda del edificio del Ministerio, y se
incrustó en ellos para lamérmelos y chupármelos igual que caramelo, cuestión que
a mí se me estaba olvidando un poco, de tanto estar vuelto un hombre.
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estaban muy felices y se besaron con mucho amor en ese discurso. Victorio se
había convertido en el protegido de mi esposo por razones naturales: él quería
reparar todo el daño causado a su familia no reconocida, y, si no había podido
encontrar con vida a su hija, acudió a las instancias de su descendencia, algo que
yo nunca se lo reproché, y más bien se lo alabé.
Su experiencia me sirvió para poner en marcha el primer sistema
anticonceptivo que apareció en el país. Es que yo había sido afortunada de no tener
un crío tras otro sólo por el hecho de que me aboqué a mi trabajo. Pero esas
mujeres que pasaban todo el día en su casa, tenían hijos igual que conejo, y ese era
el motivo por el que, en menos de treinta años, la fallecida hija natural de El
Pequeño Gigante se había convertido en abuela de Victorio, porque las niñas tenían
a sus hijos antes de cumplir los 15 años, sobre todo en los lugares apartados, en el
campo y los sembradíos. Si la madre de Victorio, la señora Eva Luna, sólo tenía 14
años cuando lo tuvo, se lo digo yo, que la vi cuando parió, y tenía pura cara de niña
chica. La misma cara de niña chica que tenía Jerusalén, aunque ella tenía 25 años el
día que fue madre, y aparentaba ser más joven sólo porque se había aplicado
mucha crema “Lechuga” en la cara, para aprovechar la oferta a mitad de precio en
mujeres embarazadas.
Todavía con la sensación de tener al hijo de Victorio entre mis brazos,
igual que una eterna madre que se esmera por arrullar a su niño, liquidé a aquel
bastardo que me había quitado toda opción de reencontrarme y solucionar el
problema pendiente. Porque si yo había hecho un bien por la sociedad, por mi
esposo y por su trabajo, me había olvidado de lo más grande y lo más valioso que
una mujer puede darse el lujo de decir: tener un hijo. Y a mí hijo yo no lo tuve
entre mis brazos. A mi hijo yo lo relegué a un segundo plano. Prioricé las labores
de mujer revolucionaria, de nuevas ideas en la educación, mientras ese hijo de mi
sangre crecía al alero de mujeres ajenas, y siempre con la idea de ser el desplazado,
aquel que no podía compartir el apellido de su padrastro; y ver cómo existían más
oportunidades para el “hijo completo” en lugar del “medio hijo”.
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Ese ser oscuro, que se coló por las rendijas de la mente de mi hijo, y lo
llevó por lugares de maldad, había aparecido en la vida de El Pequeño Gigante sólo
para causarle daño. Él añoraba el poder, él deseaba alcanzar lo que nunca había
podido obtener en su infancia, y en El Pequeño Gigante vio la oportunidad
perfecta. No sé cómo pudo captar tanto los detalles más mínimos de nuestro
entorno familiar, hasta dar con el punto débil. Pero lo hizo.
El día que me lo presentaron, como toda mujer que saca a relucir su sexto
sentido, percibí en su mirada inquietante y esquiva todo lo negro que después llegó
a ser:
- Querida, te presento a Rosamel Julio, el nuevo Encargado de Asuntos
Públicos del Ministerio. Y no te preocupes. Las apariencias engañan.
Aunque se vea joven, tiene una amplia experiencia en Educación.
- Un gusto conocerla, estimada señora…
- …Marina Conde. O la señora de El Pequeño Gigante, como me
conocen todos…
- En ese caso, un gusto conocerla, señora Marina Conde. O la señora de
El Pequeño Gigante, como la conocen todos…
Sus intentos por sacar la risa de nuestras bocas fue el primer indicio que
tuve para percibir que ese hombre algo se traía entre manos. Todo se confirmó
cuando comencé a sentir un olor a quemado en el pasillo de las dependencias del
Ministerio. Primero me asusté, porque creía que significaba un inicio de incendio.
Recorrí como loca todos los pasillos, y no veía nada de humo ni algo que se
estuviera quemando. Tampoco se notaba alguna filtración de gas. Pero el olor se
hacía más grande al acercarse a la oficina de Rosamel. No quise entrar de
inmediato, algo me decía que debía ser cautelosa, y poner el oído en la puerta, para
escuchar qué estaba pasando.
Él, con todo su atrevimiento y deshonra, se había atrevido a robarle las
láminas de Las Manchas de Rorschach que una de las integrantes de El Correo de
las Brujas le había regalado para su cumpleaños N° 20, y que, según me contó,
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tenía sustancias químicas que hacían reaccionar incluso a los muertos. Las estaba
quemando en uno de los tachos de basura de su oficina, y se estaba comunicando
por teléfono con mi hijo para saber si su cometido de matar a El Pequeño Gigante
se había conseguido.
Yo me llené de una gran rabia en mi mente y en mi cuerpo. Quise volver a
mi oficina y pensar mejor, pero estaba descontrolada por dentro; no sabía cómo
reaccionar. Hasta que la noticia vino de su propia boca, como si pensase que
creería en su inocencia. Me golpeó la puerta y me pidió permiso para entrar, con
esa voz de niño santo que nunca acepté. Yo fingí estar con la silla de espaldas,
como buscando unos documentos, y escuché sus palabras:
- Disculpe, señora Marina, tengo que comunicarle una noticia…
- ¡Sí, dime!; estoy con unos asuntos, pero te puedo tomar atención…
- Se trata del Ministro… Es una noticia que he recibido por telegrama de
forma urgente… Y no es una buena noticia… Es algo muy grave, que
no sé cómo decírselo…
No quise girar la silla en ningún segundo, y le seguía respondiendo con
desinterés. El muy canalla soltó la noticia del asesinato de El Pequeño Gigante sin
ningún rasgo de miedo o descontrol. Me dijo que su cuerpo había sido encontrado
en medio del desierto, calcinado, en las cercanías de la ciudad de La Tirana. Dijo
que los militares habían descubierto su apoyo al Comunismo, y que lo habían
emboscado, para darle muerte sin piedad, dejándolo encerrado dentro de un Centro
de Apoyo Mental. Miserable. En ese mismo minuto, giré la silla del escritorio, y,
sin darle tiempo para reaccionar, le disparé exactas treinta veces, una bala por cada
año que mi hijo cumplía ese mismo día, casi los mismos que Victorio.
El cuerpo de Rosamel cayó en secó al suelo. No pudo ni siquiera dar su
último aliento de vida. Tenía un físico muy débil, ya que, de los treinta disparos
que le di, sólo tres fueron con él en pie, los otros veintisiete se los disparé en el
suelo, para que sintiera toda la rabia que tenía guardada dentro.
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EL HIPPIE
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Fuego, quien, después de haber estado muy calmado en la parte trasera de la larga
fila, pidió que nadie se interpusiera en su paso, y así caminar directamente hacia el
centro de la amplia mesa, sin importarle que ahí estuviesen los más exquisitos
manjares harinosos de la cocaína. De inmediato, los representantes de las
principales esquinas del mundo reconocieron en él el mandato y la orden
universales, para lo cual, como siempre ameritaba al hacer aparición, los palmadas
y los sonidos típicos del Altiplano cobraban vida, y la música y los cánticos no se
hacían esperar. Fue así como El Señor del Fuego creó una gran llamarada en
círculo alrededor de la amplia mesa, y dio la señal para que el comienzo de su
baile, los cánticos y la música ase fundiesen en uno solo, en las alturas de las
cimas de la Cordillera.
El Señor del Fuego danzaba para todos los presentes con toda la
disposición de profundizar en el excelentísimo arte del baile bien ejecutado, pero,
El Señor del Fuego, que no había leído las últimas publicaciones, que señalaban
que 90% de los bailes, para que salgan como Dios manda, deben desarrollarse con
zapatillas de ballet profesional, ignoró que un jurado lo estaría evaluando punto por
punto, y, al momento de acabar su instante danzarín, tendría que conformarse con
recibir 5 de los 10 puntos existentes, que los presentes al espectáculo mostraron en
sus respectivos carteles, lo cual demostraba que ni siquiera El Señor del Fuego era
capaz de establecer el orden de la muchachada, que siguió gritando porque el
catamiento se aplicase sí o sí.
La única alternativa que quedaba era aplicar un método de catamiento
rápido y sencillo, que nos permitiese salir del Altiplano, y llegar al puerto de
Blanco lo antes posible. La Suegra sacó de la guantera de su carromato algo que
ninguno de los presentes podía objetar: su Título de Farmacología y Química,
facultativo para darle crédito de tomar mi lugar en el arte del catamiento sólo con
el acercamiento de la cocaína a las fosas nasales, y así dar el veredicto de
aceptación o rechazo de los productos de la amplia mesa.
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mostraban los papeles más motivadores que la existencia humana ha podido crear:
los billetes de apuesta.
Por el otro lado del cuadrilátero, estaba La Contrincante, quien, por más
que se lo pregunté, nunca quiso darme su nombre, y sólo se resignaba a persignarse
cinco veces seguidas, en pos de conseguir el Título, y que sólo saludaba a quienes
también mostraban los billetes de apuesta desde sus alzadas manos, que eran más
que los de La Suegra, todo gracias a que su maquillaje le había permitido
rejuvenecer en cinco años, y se veía más joven y lozana.
El hombre delgado y anciano que sostenía la trompeta cambió su
instrumento por una pequeña campana, y dio inicio al primer round.
Los rostros sudorosos demostraban que ninguna sería capaz de soltar el
Título tan fácil. Giraban en torno a sí una, dos, tres y hasta diez veces; se miraban a
los ojos con los deseos más firmes de soltar un puñetazo que dejara knock-out al
oponente. Los apostadores no paraban de gritar por sus mujeres, y sólo esperaban
que pronto una diera el primero de los golpes. Las estadísticas indicaban que el
24% consideraba que La Suegra ganaría la pelea, mientras que el 76% restante se
inclinaba por La Contrincante. Estas cifras fueron auditadas y verificadas por “El
Burro”, que para eso había acudido a la Escuela de Contadores, y sabía muy bien
de cálculos matemáticos, los cuales me enseñaría en mi vida de adolescente.
Cinco minutos después de empezada la pelea, y para asombro de todos, La
Suegra dio el primer puñetazo, dejando turulata a La Contrincante, al punto de
hacerla marear por muchos segundos. “El Burro” me decía al oído que las leyes de
la economía y las finanzas son únicas en todo el mundo, por lo que presagió lo que
era evidente: las acciones de La Suegra subieron en un 40%, y así pasaron de un
24% a un 70% de apuestas. Por lo tanto, ahora era La Contrincante quien se
quedaba con el 30% restante.
Si la naturaleza de la vida permitiese que los árboles crecieran en cualquier
parte, y así sirvieran de refugio para poder realizar las necesidades básicas que todo
ser humano necesita sacar fuera de sí, la pelea podría haber continuado por mucho
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recorriendo el Altiplano por un largo tiempo, junto con sus gentes de chompas y
guitarras. La Suegra le gritó que tarde o temprano tendría que asumir su paternidad,
y que por nada del mundo se le ocurriese volver con la cola entre las piernas a
pedirle dinero o ayuda, porque ella no se la prestaría.
Dicho y hecho, me dirigí en el carromato hacia el afamado puerto de
Blanco, donde, de la noche a la mañana, sin darme cuenta cómo, dejé de ser un
niño y pasé a ser un joven de diecisiete años, que recorría desnudo las playas de la
costa, al lado de un grupo de amigos. Ahí conocí la música rock, los deseos de
amor y paz, las tocatas hasta la madrugada y el amor por la marihuana y el LSD,
que fueron una gran pasión.
Sin embargo, lo más grande que pude haber vivido en el puerto fue el
hecho de hacerle honor al nombre, y crear mi grupo de seguidores de la vida en
armonía con la naturaleza, a través de nuestras vestimentas: las togas blancas, el
vínculo máximo de mi gusto por todo lo que significara blanco. Las togas blancas
fueron idea de Malvina, mi amante y futura esposa. Ella, un día de luna llena,
cuando estábamos reunidos en la orilla de la playa a base de marihuana, sintió un
fuerte llamado del Cosmos y nos hizo guardar silencio. Así pudimos ver cómo
descendía desde las alturas del estrellado firmamento una nave con extraños seres,
quienes, al ver nuestra conexión con el Universo, decidieron abrir sus vehículos
aéreos, y regalarnos un modelo de diseño de estos hermosos trajes. Malvina, que
estaba muy extrañada por el obsequio, le preguntó a uno de los seres:
- Dinos, señor, ¿por qué nos regalas estos diseños a nosotros, pobres y
miserable seres terrestres?
- ¿Quién les habló de regalar? Se los cambio por algo de marihuana, que
en mi planeta se acabó, y me mandaron a buscar un poco por las
galaxias vecinas.
Así fue como Malvina, después de entregarle algo de marihuana al ser
extraterrestre, se encargó de realizar los trajes a la medida de cada uno de nosotros,
a partir del modelo. Ella le puso el nombre de togas blancas, y nos afianzó en la
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sentir que las manchas cobraban vida al son de la música rock y la diversión
juvenil.
Yo me convertí en “El Hippie” otra vez, mientras, cada día, aumentábamos
nuestros seguidores, llevando las presentaciones de música por diferentes ciudades
del país: por las costas de Blanco, Chillán Viejo, las tierras del sur, la Pampa del
Tamarugal, hasta llegar al gran país del norte, en el Festival de Woodstock.
Nuestra misión era mostrar los tatuajes de la mancha de las dos personas
unidas por una mariposa, dibujada en nuestras espaldas, y gritarle al público:
- ¡Hey, amigos!, ¿qué ven en estas manchas?
- ¡Paz-y-a-mor! ¡Paz-y-a-mor! ¡Paz-y-a-mor!
Las ideas de libertad y de pasión por romper todo lo que significaba
esclavitud me llevó al lado del Comunismo. Porque yo deseaba una lucha más
autoritaria, más comprometida con el pueblo. Con el grupo, creamos las melodías
de protesta que esos tiempos necesitaban, y nos alegramos cuando, por fin, aquel
año de 1970, El Doctor se convirtió en Presidente de la República. Nuestros
corazones vibraban de emoción con los cánticos y las pancartas de emoción y de
buena voluntad. El Pequeño Gigante, que, si bien nunca estuvo presente en alguno
de nuestros recitales, siempre nos apoyó de forma moral en los viajes por el
desierto del norte y las heladas tierras del sur, estaba a mi lado el día de la llegada
del Socialismo a la máxima Magistratura del país. Habíamos esperado mucho para
esto, y había que celebrarlo.
Con Malvina, decidimos dejar de lado la música, y abocarnos por completo
a la implementación del nuevo Gobierno. El Pequeño Gigante nos dio un lugar en
el Ministerio, mientras yo ya estaba en el segundo año de Ciencias Educativas, en
la Universidad. Fue el mejor tiempo de mi vida, con el conocimiento pleno de estar
aportando mis ideas, y de poder estar en la plataforma que tanto había deseado. Mis
sueños de juventud se veían transformados en hechos concretos, y en algo que
estaba en mis venas, en mi alma, en todo mi cuerpo.
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ejecutivo del Ejército si hablábamos todo lo que sabíamos. Todos los que
conocíamos a El Pequeño Gigante sabíamos de sus segundas nupcias con Marina, y
que Robinson, su hijastro, había acumulado toda esa rabia interna de aquel hijo que
es desplazado por su padre a costa de los privilegios del hijo completo, natural y
verdadero, que era Victorio. Por eso le pedimos un tiempo de reflexión, unos días,
una semana. Lo que nos pedía era algo muy difícil, y nos complicaba demasiado.
Yo pienso que sin Malvina no me hubiese atrevido a seguir la idea.
Los dos llegamos a las oficinas de la Escuela Militar, y le pedimos, le
exigimos, que nos mostrara una prueba concreta de que sus palabras eran reales. Él
nos hizo caminar por muchos pasillos, traspasar muchas barreras, y llegar hasta el
más profundo de los subterráneos de la Escuela. Ahí nos mostró el documento
indesmentible e irrenunciable “11-09-1973: La última Operación de El Doctor”,
donde se explicaba con lujo de detalles todo aquello que estaba contemplado
realizar en pocos días más, luego de los acuerdos entre civiles y militares, para
terminar con el mandato de El Doctor.
Al ver que las pruebas eran concretas y reales, le dimos toda la información
que ni siquiera su propio hijastro conocía: el ocultamiento de armas que El
Pequeño Gigante tenía en Villa Rorschach. Él nos había querido tapar la boca con
sus palabras de un mejor mundo si ese mundo estaba protegido y en guardia. Pero
ese tiempo ya había pasado, y nosotros no queríamos tener ningún vínculo con los
odios y las armas.
Antes de salir de la habitación subterránea, le pedimos una pequeña
condición a Robinson: iniciar el ataque incendiario a la villa con nuestras propias
manos. Es que necesitábamos sentirnos seguros de que todo se realizaba de la
forma que nos habían dicho. Y yo fui quien prendió el fósforo que puso fin a la
vida de El Pequeño Gigante. La Villa ardía por todos lados, y muy pocos se
salvaron, sólo diez personas, de las 150 que estaban dentro.
Yo le pregunto, ahora, que el tiempo ha pasado, y usted ve que las cosas
han tornado a su sitio. ¿Dónde estaba la paz y el amor? Estaba en cualquier lado,
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menos en nuestros corazones. Nos habíamos dejado llevar por la envidia, por la
idea de mantener nuestras ideas a costa de cambiarle la vida al resto. La Suegra me
había visitado tres veces en el Ministerio para que yo influyera en las filas
interminables de Blanco para poder conseguir sólo un miserable kilo de pan o de
margarina. ¿Ese era el país que yo había soñado, con mercado negro por todos
lados, con miedo, con tensión? Lo peor es que un Ministerio de Educación no tenía
influencia en la Economía del país. Y las mejoras en Educación estaban estancadas
por otros temas.
Tal vez ese fue el motivo que ocasionó mi arrepentimiento y mi
descontrol, cuando estábamos a pocos metros de la Villa Rorschach, y nos
decidíamos a volver a la ciudad, donde se decía que ya estaba ocurriendo la
Operación. Yo miraba por la ventana trasera del viejo automóvil cómo el humo del
incendio seguía esparciéndose a lo lejos, mientras en mi mente aparecían todos
aquellos recuerdos de El Pequeño Gigante, a quien había llegado a conocer mucho,
y que se podía decir que era parte de los emblemas nacionales, porque él andaba de
ciudad en ciudad con sus queridas manchas, dando solución a los desvalidos. Su
único error había sido el de apoyar el resguardo de las armas. Un error que debiera
haberse pagado con cárcel y no con su muerte. La muerte que yo había ocasionado,
y que también me ponía del lado del odio y la venganza.
Con una de las pocas fuerzas que me quedaban después de iniciar el gran
desastre de la villa, le di un golpe en la cabeza a Robinson, quien manejaba el
automóvil, y que, con el golpe, perdió el control de vehículo, e hizo que
trastabilláramos de un lado a otro. Tuve que tomar el volante, para que no
perdiéramos el rumbo, hasta poder detener el auto. Malvina, que también estaba
ahí, me miraba asustada, pero en ningún momento me preguntó ninguna palabra ni
se quejó de mis actos. Es más, cuando le pedí que me ayudara a sacar a Robinson
del auto y me entregase el arma que tenía en su bolsillo, lo hizo muy tranquila y
con nervios de acero. Yo pienso que ella también quería verlo muerto.
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JERUSALÉN
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ocupar cargos de alto poder. Y no por mentir, sino que porque en sus
ojos aparecerá el máximo de los deseos de los hombres: en el día,
tenerla a una como una figura linda y llamativa; y, en la noche, usarla
para zamarrear la entrepierna.
Las palabras de El Académico de la Lengua las utilicé al pie de la letra. Él
me dijo que decir “Soy yo” en el momento preciso y justo me abriría las puertas del
cielo. Las palabras, el me decía, son, para los hombres, igual que los signos de la
naturaleza que usan los animales. Los animales siguen los cambios climáticos, la
luz solar y el viento que circunda por todos lados. Esa es la ley natural. Pero la ley
del hombre son las palabras, y esas palabras se deben usar en el momento más
adecuado, ya que las palabras son el código del lenguaje. Así que, cuando yo llegué
al Puerto de Valparaíso, y vi todas esas casitas en los cerros, y las calles más
empinadas de toda mi vida, sabía que yo debía irme derecho-derecho hacia la
Universidad del Puerto, y llegar en el mismo momento en que la Secretaria
Académica preguntaba por teléfono a su colega:
- ¿Y quién es la siguiente postulante para el puesto de Profesora Básica
del colegio Granaderos?
Para, así, responderle firme y claro:
- Soy yo. Yo vengo para el cargo.
Ahí conocí a Victorio, el hombre que me llevaría a los altos cargos igual
que una bengala que sube y sube por los aires sin que nadie la pueda detener. Él
estaba sentado en la oficina de selección, con sus clásicas láminas de las manchas,
esas manchas que marcarían mi existencia para siempre, y se disponía a
contratarme de Profesora Básica.
Pero el Académico de la Lengua seguía vivo dentro de mí, y me hacía
repetir en mi mente: “¿Cómo puedo ser una simple Profesora Básica si he recorrido
el planeta entero para llegar a este país del sur del mundo?”. No, yo no podía ser
una miserable educadora que se dedicase todos los días a hacer un trabajo menor.
Mi falso currículum decía que yo me había graduado en la Universidad de La
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Sorbona, en la Francia que un día sostuvo los pies de Luis XIV y de Napoleón; y
que tenía un Doctorado de Psicología en Harvard. Yo debía estar arriba, muy
arriba. Por eso, cuando Victorio me pregunto:
- ¿Qué ves en esta mancha?
Yo le respondí:
- Lo veo a usted, siendo un hombre grande, y me veo a mí, como una
gran mujer; y los dos nos miramos a la cara, porque nos
complementaremos. Y para ser ambos grandes, ambos tenemos que
estar donde seremos llamados.
Las Manchas de Rorschach habían sido el método para establecer que yo
jamás ocupara un cargo de Profesora Básica, y sí de Encargada del Proyecto de
Selección de Docentes de las Universidad. En menos de dos horas, ya estábamos
los dos, Victorio y yo, en la capital, pero no en la Universidad, sino que en un
cuarto de motel, desnudos y descubriendo el placer de la entrepierna.
Pero yo no podía quedarme en la entrepierna de Victorio por mucho más
tiempo. Yo tenía que llegar a la Universidad. Desde ahí comenzaría a escalar mi
reinado de dama, de ama y de señora. Yo tomé de la mano a Victorio, y le dije que
me llevara cuanto antes a la Universidad, porque ahí yo lo ayudaría a ser un
hombre grande y fuerte; un hombre con todas las de la ley. Yo sería su escudo, su
bastón, su fortaleza, su amor y su vida entera. Así, cuando llegué a las puertas de la
grandiosa Universidad, yo me dije para mis adentros que ahí me moriría. Si el
Académico de la Lengua me lo había anunciado, yo tenía que cumplir con sus
palabras y conmigo mismo.
La Universidad era el centro del saber, era el lugar donde se formaban las
grandes mentes; no era lo que es ahora, un centro de revueltas de estudiantes, que
han dejado de lado los modales y los trajes de camisa y corbata, y se visten igual
que mamarrachos y hablan igual que obreros de faena. Por eso yo tenía la
obligación moral, personal y social de estar ahí dentro. Y o importaba quién
estuviese ahí. La primera persona que saqué del camino fue a esa estúpida mujer
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¿Y por qué aplicar un método tan extremo para encontrar a esa persona que
nos ayudaría a salir de las críticas a Victorio y a mí? Porque los hombres del barco
me lo habían dicho con todas sus letras:
- Aquel hombre que supere una prueba de fuego tan carnal y tan potente,
será capaz de conseguir cualquier cosa que tú le ordenes.
Por lo tanto, no quedaba más tiempo que perder, y recorrer los pueblos del
norte, fomentando la lucha incondicional del ser humano por sobrevivir y superar
los problemas más extremos. El símbolo de la cruz, cual Jerusalén que soy,
significaba el deseo de todo hombre por alcanzar la gloria máxima y el encuentro
con su espiritualidad interna. La Cruz nunca la vi como un símbolo de muerte; sino
que de vida. Muchos no quisieron entender eso; y recibimos muchas amenazas en
nuestro cometido. Pero El Académico de la Lengua, a quien sus propias balas le
habían traspasado el pecho pocos días antes de mi arribo, habitaba en mí como un
fuego intenso, y hacía que cada una de las palabras de crecimiento que los
campesinos, obreros y gentes del cálido desierto del país del sur se sintiera tocado
con los discursos de renovación mental. Ellos comprendieron que un crucificado
otorga el implacable deseo de superar a la misma muerte, con sus oraciones, con la
comunicación desde la Cruz, con ese deseo de no agotar el aliento de vida hasta el
último minuto. El hecho de acompañarlos por su recorrido con la cruz a cuestas,
desde el centro de los pequeños pueblos, hasta el sitio donde teníamos preparada la
ejecución del desafío de la sobrevivencia acaparó más y más personas. Cada uno de
los presentes llevaba sus propios símbolos, efigies, diademas; eso nos vivificaba
como organizadores de este fabuloso espectáculo; y a mí, en lo particular, me hacía
sentir que mi nombre no se había escogido al azar.
Mis dientes rechinaban de tanta tensión y tantos deseos por ver morir uno a
uno a esos hombres que se habían atrevido a sacrificar sus vidas en busca de una
gran causa. Yo no deseaba que ninguno de ellos sobreviviera; yo deseaba gritarle al
mundo que nadie había podido resistir el mismo sufrimiento y el mismo dolor que
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el Hombre Santo un día recibió, y que ni siquiera Él, con todo su poder y gloria,
pudo resistir.
Las palabras del Académico de la Lengua habían sido muy claras: “Nadie
puede estar a la altura de las divinidades; las divinidades son únicas y no se pueden
igualar de un día para otro. Hubo un ser que trató de igualarse a las divinidades, y
ese ser es el máximo enemigo de las divinidades: aquel que se había ganado el
apodo de El Innombrable, el mismísimo Demonio. Ese ser tuvo que sacarse las alas
de Ángel que un día El Creador le había entregado, y tuvo que conformarse por
deambular por el mundo de la oscuridad para satisfacer sus menesteres”.
Fue así como yo, sin pedirlo ni pensarlo demasiado, vi invadida mi
completa tranquilidad, cuando, desde lo profundo de la tierra, y con un movimiento
que estremeció el terreno, vi –o, más bien, vimos– aparecer la figura colosal de El
Innombrable, quien, como pensamos, venía a tentarnos con la fruta prohibida, o
con alguna manera de hacernos salir de las ideas celestiales. Su estampa era la de
un señor oscuro, con una gran capa y unos cuernos tan enrollados como los de un
carnero. Su lengua salía cada dos segundos por su boca, para secarse los labios, y
nosotros sólo pensábamos cuándo iba a pedir algo a cambio por hacernos caer a las
cavernas de la Tierra, y formar parte del Infierno.
La máxima de las sorpresas que nos llevamos fue que, el muy gran señor
de las cavernas, después de recorrer cada una de las cruces y observar con unos
grandes ojos de sapo quiénes estaban colgadas en ellas, mientras les tocaba algunas
de las zonas marcadas por los latigazos y las clavijas, reflexionaba y reflexionaba;
arrugaba su frente y arrugaba su frente; y se tocaba la punta del mentón con los
dedos índice y pulgar. Era evidente que ninguno de los hombres, por miedo de ver
a este ser que medía más de tres metros de estatura –nunca pensé que El Demonio
fuese tan alto– no emitía ni el más mínimo de los sonidos ni palabras, y mantenían
sus cabeza agachada en señal de sometimiento pleno.
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Satanás, con su gran tono de penumbra, caminó con mucha rapidez hacia
donde estábamos nosotros, y alzó la voz, para hacernos una preguntar certera y
clara:
- ¿Sois vosotros los hombres que buscan suicidarse en masa, utilizando
la Cruz del Calvario?
Así nos fuimos en una calidad conversación:
- No, señor. Estos hombres están pasando una prueba de fuego, para
saber si son capaces de soportar los dolores que un día El Salvador del
Mundo aguantó como un macho.
- Entonces, otra vez me he equivocado de lugar. Con razón comenzaba a
tener tanto calor. Este es un desierto, y mis coordenadas hablaban de
las gélidas tierras isleñas del sur de este país.
- Usted ya lo ha dicho, pero le podemos ofrecer un poco de agua del
pueblo cercano; si tiene mucha sed.
- No te preocupes, mujer. Sigue con tus menesteres, que yo seguiré con
los míos.
Cubriendo su cuerpo con su amplia capa, El Innombrable giró en torno a sí
siete veces, y se metió a lo profundo de las tierras, de donde había salido y a donde
debía volver. Él debía llegar a las tierras del sur, a cumplir con el reto de las
mujeres que se ocultaban bajo el título de El Correo de las Brujas, eso lo supimos
todos después de algunos meses. Por mientras, Virgilio se paseaba por todas la
cruces para verificar quién era el que resistía de la mejor forma a tamaño
sufrimiento.
Ninguno de los dos supondría que, a cientos de kilómetros, en la ciudad
que ahora acogía su mente como un Ministro de Educación que era, El Pequeño
Gigante, quien había olvidado por algunos meses que una de sus misiones de esta
vida era darle la luz de vida a quien la mereciese, a través de sus gloriosas manchas
de Rorschach. Porque él, en su juventud, las había buscado por todas partes, y El
Correo de las Brujas había sido su norte y su fuente de inspiración. Pero él, con
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mucho lamento, se había dejado llevar por las ocupaciones de la política, y había
olvidado sus obligaciones. Era por eso que la Madre de El Salvador tendría que
cruzarse nuevamente en el camino de El Pequeño Gigante, para remecerlo y
hacerle llegar hasta el mismo punto donde estábamos, conocerme cara a cara y
enamorarse de mí a sabiendas de que tenía una esposa llamada Marina y comenzar
una vida de amantes que muy pocos pudieron pensar que terminaría de forma
abrupta y desalentada.
La gran figura de la Virgen del Carmen de la Tirana se apareció en medio
de la oficina del Ministro, para dejarlo ciego por exactos tres minutos, tiempo
suficiente para que él pidiera clemencia por su vida, y le pidiese sacarlo de dicho
tormento. La Gran Señora, que era misericordiosa como ella sola, no sólo le dio la
vista luego de finalizar los exactos tres minutos, sino que también, le entregó la
facultad de mayores fuerzas de resurrección a aquellas manchas que todos
consideraban unas simples láminas, pero que eran más allá que ello. Aunque, como
nada se da gratis en esta vida, la figura divina le recordó con lujo de detalles las
andanzas de su juventud, y los grandes deseos de despertar muertos. Le enrostró su
dejamiento por desarrollar las funciones que estaban bajo su mandato, y le obligó a
retomar sus actividades en las olvidadas instalaciones de la Villa Rorschach, donde
la esperaba La Matrona desde hace más de dos años.
El último suspiro de vida del último de los 33 crucificados llenó de
silencio las áridas tierras desérticas. Ninguno de los dos, ni Virgilio ni yo,
queríamos pronunciar ni la más mínima palabra, a la espera de que alguno todavía
pudiera resistir la inclemencia del calor, las clavijas y la sangre derramada por sus
cuerpos. Lo cierto es que ninguno se movía, todos estaban con sus rostros
agachados. Todos habían decidido morir, y sin consultarnos ni avisarnos con
anticipación, conforme lo habíamos establecido en un contrato previo.
La maravilla de las respuestas se hizo carne y voz ante nuestros ojos
cuando El Pequeño Gigante apareció por uno de los costados del cerro que servía
de asidero de las Cruces. Su rostro, para Victorio, quien lo había conocido en los
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Ese nombre se veía con todas sus letras en el Globo, y me hicieron recoger en un
grito de guerra que, según sus habitantes, todavía se sigue escuchando en las
norteñas tierras desérticas:
- ¡Chiiiiiiii-leeeeeeee! ¡Vi-va, Chi-le! ¡Vi-va, Chile!
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EL EUNUCO
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Como nuestra vivienda estaba en el centro del país, tuvimos que subirnos a
los carromatos, andar a grupa de caballo y cruzar en embarcaciones por los helados
estrechos, para poder llegar al sur, y alcanzar las pequeñas casitas que
salvaguardaban a las mujeres que habían decidido habitar en ellas. Al llegar, mi
madre, con la lengua afuera de tanto cansancio, golpeó la puerta de la casa, y, antes
de escuchar respuesta, entró muy decidida a preguntarles a las mujeres cuál era la
solución para que su hijo –que era yo– naciese como una niña, porque ese había
sido el plan al quedar embarazada.
Cada una de las mujeres, sin excepción, se miró a los ojos, movieron un
poco la cabeza, y de inmediato expresaron la típica frase que la experiencia les
había dejado pronunciar:
- ¡Otra vez, lo mismo de siempre!
El acostumbramiento a escuchar las mismas peticiones durante más de
cincuenta años, les había dado el derecho de increpar a las personas que acudían a
pedir este mundo y el otro, no sin antes preguntarles quién les había dado el dato de
la dirección, de dónde venían y cómo habían hecho para llegar hasta ahí. Mientras
más lejos fuese el lugar, las mujeres más se esforzaban en colaborar con el
cumplimiento de la petición. Así que mi madre, que no era ninguna tonta, les
mintió, y, en lugar de decirle que venía desde el centro del país, les dijo que había
cruzado la mitad del mundo, para llegar hasta las tierras más australes del planeta.
Ya en esos tiempos las cosas comenzaban a costar caro, y como el correo
convenido hacia el extranjero les salía una fortuna, El Correo de las Brujas accedió
a salirse del protocolo de enviar la respuesta a través de una carta certificado, y le
indicaron a mi madre cada uno de los productos que debían acompañar su especial
brebaje, para que yo saliese convertido en todo un hombre.
Una por una, las mujeres se sentaron en sus aposentos de mimbre, y les
fueron dictando los elementos que debía aplicar el codiciado brebaje. Todas estaba
concentradas en dar lo mejor de sí, porque ellas eran una institución, y las
instituciones deben responder como deben responder; es decir, debían responder
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muy bien. La comunicación con los astros y los cielos era vital en sus palabras,
aunque, para mi madre, lo único que importaba era anotar al pie de la letra, y con
toda claridad, los elementos, en un trozo de papel que las mujeres habían facilitado,
y que se convertiría en un verdadero hueso de santo.
Pero, como todas las cosas que tienen que resultar mal, resultan mal; y
como las mentiras se castigan; en el retorno a la ciudad, mi madre se vería envuelta
en una tormenta de proporciones, las típicas y grandes tormentas del sur del país.
Ella, que además de tonta, era testaruda, siguió su camino por los senderos llenos
de barro y lodo, sin hacer caso de los consejos de los lugareños. De esa forma, la
carreta que la llevaba por las cercanías del pueblo de Patronio, volcó de una forma
tal, que todo lo que traía consigo se vino al suelo, sin preguntar qué cosa debía
mojarse y qué cosa no.
Era evidente que una embarazada de siete meses no podía salir de esa gran
caída sin percibir los dolores y magulladuras a los que cualquier otro ser humano
puede salir bien parado, pero que, en el caso de una parturienta, es muy difícil, ya
que, con el peso de un crío en su estómago, le es muy complicado afirmarse de
algo y salvarse de no recibir un golpe seco.
Por lo tanto, mi madre quedó tirada en el suelo, sin poder hacer nada más
que, de pronto, y con una voz muy baja, decir:
-¡Auxilio! ¡Auxilio!
Usted va a pensar que le estoy mintiendo, pero le aseguro que le hablo con
la más pura de las verdades cuando le digo que, en ese preciso momento, el médico
del pueblo iba pasando por el lugar, y vio tirada a mi madre, con todo su cuerpo,
con los siete meses de embarazo, y con su bolso con ropas también lanzado por los
suelos. Un médico siempre es un médico, aunque venga muy cansado luego de
haber estado con tres mujeres en la cama del pueblo cercano (ya que los médicos
son siempre médicos, pero también son siempre humanos), así que lo primero que
hizo al ver a mi madre fue verificar si seguía viva, y como era así, se la subió a la
grupa de su caballo, para poder cuidarla mejor en su domicilio.
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Con sus cinco sentidos despertados a través de las oraciones de las mujeres
de El Correo de las Brujas, de mi madre y de todos los que lo conocían, mi padre
había vuelto a nacer, y ya podía cumplir con su nuevo objetivo: cobrar venganza
por la indiferencia de El Pequeño Gigante, y, por sobre todo, con Jerusalén, la
mujer que quiso quitarle la vida. Gracias a que yo lo había salvado de la muerte, la
deuda con El Pequeño Gigante había finalizado. Por lo tanto, él tenía plena
potestad para encausar mi infiltración en los asuntos de Gobierno y del Ministerio
de Educación. La buena hora se había acabado para todos los que estaban en el
Gobierno Socialista, y ahora sería más fácil perseguir a todos aquellos que
quisieron desbancar a quienes consideraban sus enemigos, por una simple y
sencilla razón: ahora ellos eran los enemigos.
Una Junta Militar se había hecho con el poder del país, después de derrocar
al Doctor, a aquel que las gentes llamaban Salvador Allende, y que se había
inmolado adentro de Palacio. Eso quería decir que la petición solicitada al Correo
de las Brujas hace exactos tres años había dado resultado. Porque aquel hombre
que todos llamarían, de ahora en adelante, General Presidente Augusto Pinochet,
haciendo uso de sus facultades de recorrer el país entero, había llegado hasta los
confines australes para solicitar el cumplimiento de sus peticiones a las afamadas
mujeres. Yo, estando ahí de cuerpo presente, vi cómo su gran figura apareció por
entre la bruma de los fiordos, una noche tan lluviosa como la que mi madre había
visto el día de su desmayo camino al pueblo de Patronio.
La gran voz del General se sintió en toda la casa aquella noche. Él venía
con una petición específica, y no quería perder el tiempo en brebajes ni infusiones.
Las mujeres comprendieron a la brevedad, y le indicaron todo lo que ellas podían
decir: acudir a los altos contactos de los Estados Unidos de América, y esperar,
como mínimo, tres años, para poder cumplir con el cometido. El calderero era muy
preciso y nunca se equivocaba: en esos momentos, los EUA estaban muy atentos a
los hechos del sur del mundo; ellos no podían permitir que el Socialismo se
apoderara de todo un continente, por lo que prestarían toda la colaboración posible
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primera opción era Rusia, un país que siempre recibía al mundo socialista. La otra
opción era Yugoslavia, un país también comunista. Las siguientes tres opciones
eran India, Ecuador y los EUA. A mí me parecía que el ramillete de opciones tenía
de todo para elegir. Aunque los miraba con mucho nerviosismo, porque, como
debía hacerlo, mis pies se encaminaban hacia el interior de Palacio, y yo accedía
así por la puerta lateral de la Calle Morandé, número 80. El humo seguía
invadiendo todo el interior y exterior del edificio de Gobierno. Adentro, estaba
todo en un silencio sepulcral. A pesar de lo que pensaba, todos los funcionarios
habían abandonado las oficinas, y sólo quedaba el Doctor con sus siete médicos.
Algunos de ellos estaban saliendo cuando llegué a su despacho. Él estaba mirando
por la ventana, como si ninguna de las bombas que habían sido disparadas dentro
de su propio Palacio lo llegase a inmutar. Sus brazos estaban cruzados por la
espalda, con los dedos pasando uno entre otro cada segundo, a la manera de un
hombre que sólo espera que pasen los minutos para tomar una decisión.
El nerviosismo que tenía dentro de mi cuerpo hizo que la carpeta que traía
con todas las opciones de exilio se me cayera al suelo. El Doctor sintió el ruido de
la caída, y se giró de inmediato. No lo hizo para arrojarse sobre mí ni para pedirme
que saliese de su despacho, porque, al fin de cuentas, El Doctor era Su Excelencia
El Presidente de la República, y tenía la facultad de ordenar lo que quisiera. Pero
fue todo lo contrario: él mismo recogió la carpeta del suelo, leyó los documentos
que estaban en su interior, y me dijo que bajara hacia el primer piso, y que subiera
en veinte minutos más, ya que en ese tiempo iba a elegir el lugar.
De tanto estar a cargo de las actividades de El Correo de las Brujas, mi
mente se había adaptado para conocer el futuro, o más bien, la intuición, esa
intuición esencial de los seres humanos que pueden alcanzarla. Por lo tanto, supuse
que ese hombre que llamaban por El Doctor, que era muy querido y muy odiado al
mismo tiempo, nunca iba a salir de Palacio. Siempre mi padre me había dicho que
un capitán se hunde con su barco. Y el barco del Socialismo se estaba hundiendo
segundo a segundo aquella helada mañana. Fue por eso que, antes de que se
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Las Manchas de Rorschach DAC Daniel
cumplieran los veinte minutos, subí a preguntarle cuál era su decisión. El Doctor
arrojó la carpeta al suelo, y me indicó que él no se movía a ninguna otra parte que
no fuese Cuba, porque allá estaba su destino como participante activo del
Socialismo. Lo cierto es que lo que él pedía era imposible, porque Cuba era el país
odiado por las Fuerzas Armadas. Desde ahí se había generado la ideología de
ingreso de contrabando de armas, junto con buena parte de las ideas Socialistas del
Gobierno. A pesar de todo esto, yo tuve que salir de Palacio para buscar una última
instancia de diálogo. Los militares se comunicaron por radiotransmisores con el
General, y cuando le informaron que El Doctor no quería ir a ninguna parte más
que a Cuba, su voz de mando fue fuerte y clara:
- Díganle a ese señor que la orden es que salga de Palacio, que se
entregue y que obedezca acogerse a exilio con las opciones indicadas.
Cambio.
- Mi General, El Doctor Allende no quiere seguir opciones indicadas, y
solicita exilio a Cuba. Sólo así aceptará. Cambio.
- Entonces, díganle a ese señor que se vaya a la misma mierda. Cambio.
No quedaba más que regresar, e insistir en que eligiese alguno de los
destinos de la carpeta. Pero ya era muy tarde, porque, cuando ingresé a su
despacho, su cuerpo estaba sentado en el sillón del escritorio, sin cabeza y en un
estado de quietud inamovible: El Doctor se había dado un tiro por debajo del
mentón con una fuerza tal que la bala había logrado que su cráneo saliese de cuajo
del cuerpo y volase hasta el techo de la habitación, para, luego de dejar una marca
de sangre, caer al suelo, por detrás del sillón. Su Excelencia se había quitado la
vida.
Las palabras de mi padre se habían cumplido al pie de la letra y mi
intuición resultó ser efectiva. Aunque ninguna de las dos situaciones eran
agradables de reconocer cuando un Presidente había llegado al punto de
desaparecer del mundo, y eliminar todo rastro de su existencia, a la luz de las
circunstancias. Esto, sin duda, se había salido de todo los planes de El Correo.
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Las Manchas de Rorschach DAC Daniel
¿Cómo iba a seguir siendo una institución creíble y valorable, si ahora formaba
parte de la instigación de un magnicidio? En el minuto que las mujeres supieran de
esta situación, yo tendría que salir de mi pasividad y apoyo con este nuevo
Gobierno, y hacerlos responder por no controlar la muerte de El Doctor.
Salí por la puerta lateral con la carpeta debajo del brazo. No tenía ni el más
mínimo deseo de comunicarles la situación a los soldados, pero lo tuve que hacer.
Algunos de los pocos asesores de El Doctor que aún daban vueltas por los pasillos
salían consternados de Palacio. Hubo algunos que no soportaron la situación, y se
lanzaron en contra de los soldados. Ellos, muy rápido, los apresaban de inmediato,
y los llevaban a las furgonetas estacionadas en las esquinas del edificio
presidencial, para llevárselos. A algunos, para siempre; y otros, por algunos meses
u horas.
No hubo necesidad de llegar a una oficina secreta o caminar junto a los
soldados hacia su despacho, porque, a segundos de saber el suicidio de El Doctor,
hizo su entrada triunfal, aquel hombre que tenía por derecho adjudicarse el título de
Salvador del país. Así, el General Augusto Pinochet, revestido con todos los
honores que la Operación le otorgaba, ingresó por la puerta principal de Palacio, en
medio de la bruma, para hacer el reconocimiento de lo que había pasado, y ver con
sus propios ojos lo que Allende se había atrevido a hacer.
Fue en ese momento cuando me detuve delante de él, y yo, como era
incluso más alto que él, le demostré que, con mi gran corporalidad, le mostraba mi
enojo por llegar al punto de que El Doctor se matase a sí mismo. Pero él evadió mis
palabras, y dijo que ya llegaría el momento de analizar las situaciones, y que lo que
importaba ahora era verificar el cuerpo muerto del Presidente.
Tendrían que pasar exactas siete horas para que todo volviese a la
normalidad, o, por lo menos, a la limpieza del humo del ambiente. Ese era el
tiempo suficiente para que el país se olvidase de la muerte de un Presidente y
asumiese que un nuevo Gobierno había llegado. Porque las noticias malas pasan al
olvido con mucha rapidez en un país sediento de hambre y de tranquilidad. ¿A
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quién le podría interesar que un Presidente había muerto, si ahora se podría acceder
a la compra libre de alimentos, salir del poder de las armas del Socialismo y las
ideas de estatismo, sumado con: expropiación de las empresas y los empresarios,
represión de ideas, inflación al 1000%, aumento de la pobreza y el desempleo,
aumento de la delincuencia, etcétera, etcétera? A nadie. O, por lo que se vio, a muy
pocos: muchos habitantes salieron con sus banderas flameantes por las calles de la
ciudad; casi todos recibieron con alegría el fin de aquel Gobierno que buscaba
abarcarlo todo y aplaudieron en masa que todo se acabase de un día para otro,
como pocos lo imaginaron.
Mientras las voces de alegría pasaban por las calles, yo entré a Palacio para
mirar por última vez las murallas y las oficinas que dejarían de ser utilizadas por
muchos meses, debido al rompimiento de las murallas y el frontis. La soledad del
edificio era sobrecogedora; ya todo había pasado, pero se sentía como si todavía las
voces de El Doctor sonasen en las murallas. Fue en ese momento cuando pude ver
la figura más extraña que pudiese haber creído: una lámina de las manchas de
Rorschach, la lámina de la mariposa. Esa lámina no podía ser de nadie más que de
Victorio. Él estaba dentro de Palacio; no sé cómo se había introducido, aunque eso
era lo de menos, lo que me interesaba saber era dónde estaba.
Corrí por los principales pasillos que tenían accesible el paso, y, a veces,
gritaba el nombre de Victorio. Era muy extraño saber que él estaba ahí dentro.
¿Qué tenía que hacer en Palacio? No podía comprender nada de lo que estaba
pasando, pero sí intuía. Él estaba buscando la manera de detener la situación de
cualquier forma. Al fin y al cabo, él era funcionario público del Ministerio de
Educación. De seguro estaba intentando mantener su puesto de trabajo. Porque, con
el fin de Allende, no sólo se terminaba un Presidente, sino que todo un Gobierno;
y, por lo tanto, todos los funcionarios saldrían despedidos. Lo cierto es que mis
pensamientos no tenían ninguna relación con lo que en verdad estaba ocurriendo:
Victorio estaba en una de las oficinas interiores, y, en específico, en la mismísima
oficina de El Doctor, y en la mismísima chaqueta del cuerpo que estaba guardado
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Las Manchas de Rorschach DAC Daniel
en una bolsa para muertos. Por supuesto que eso era algo muy extraño, algo que
estaba fuera de lo que se podía aceptar. Él era un asesor del desaparecido Gobierno,
pero no tenía la potestad para revisar el cuerpo de un Presidente suicida. Por lo
tanto, yo me acerqué a él, y le pregunté de forma directa:
- ¿Qué hace usted aquí, señor Victorio, asesino, usurpador,
endemoniado, intruso, comunista, malvado, esposo de Jerusalén que,
con sus famosas Manchas de Rorschach, intentó matar a mi padre, y
que yo, en respuesta a eso puedo cobrar venganza ahora mismo, y
matarlo aquí mismo de un balazo?
Con los ojos más abiertos con un sapo asustado, Victorio –que, lo que
menos tenía apariencia era de señor, porque su rostro aparentaba una juventud muy
grande, a pesar de sus más de 35 años– no supo qué responder por exactos dos
minutos, hasta que sacó de uno de los bolsillos de la chaqueta de Allende una
lámina que estaba muy doblaba-muy doblada, y que tenía la mancha del
murciélago como si ahí hubiese estado toda la vida, a la espera de que Victorio
viniese y la sacase.
Nunca pude comprender por qué esas Manchas aparecían en todas partes.
Porque, aunque yo no se lo había contado, siempre estuve en contacto con las
Manchas de Rorschach. El Pequeño Gigante, para cuidar lo que tenía por deuda,
acudía cada verano a visitar a mi padre, El Bautista. Él sacaba a relucir sus láminas,
para explicarme qué significaba cada una de ellas. Me hacía las preguntas que
siempre se hacen con esas láminas: ¿Qué ves aquí? ¿Aprecias alguna figura
especial? ¿Algún color? A lo mejor lo hacía sólo para complacer su aburrimiento.
Pero El Bautista me decía que, gracias a una de esas láminas, su vida había sido
salvada hace algunos años, en las Fiestas de La Tirana, y que esas Manchas
provenían de El Correo de las Brujas, por lo que había que tenerles respeto, y no
subestimarlas. En ese caso, yo me preguntaba, ¿qué hacían una de estas manchas
en la chaqueta de un Presidente de la República?
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Las Manchas de Rorschach DAC Daniel
Tener una relación directa con El Pequeño Gigante. Sólo eso podía ser, y
nada más que eso.
Victorio estaba en un silencio absoluto. Parecía que desconocía que yo era
capaz de entregarlo a los militares o matarlo ahí mismo (como le había dicho). Así
que le aclaré punto por punto quién era yo y cuáles eran mis facultades como
nuevo asesor del Ministerio de Educación.
Pero Victorio tendría una nueva oportunidad para salvarse, ya que uno de
los altos asesores de civil haría su entrada a la oficina, y me indicaría –sin ver la
presencia de Victorio– que tenía que abandonar el despacho, porque pronto vendría
la Morgue a recoger el cuerpo de Allende. Tenía la oportunidad precisa para
entregar a este hombre, que había atentado contra mi familia y mi integridad. Algo,
en cambio, me decía, de forma interna, que era preferible mantenerlo a resguardo,
para poder utilizarlo en el futuro. Mi intuición había estado muy acertada este día;
por lo tanto, había que seguirla otra vez. Le dije al asesor que pronto saldría, y le
dije a Victorio que podía ayudarle a conseguir asilo, si seguía mis indicaciones al
pie de la letra, o, de lo contrario, tendría que atenerse a las consecuencias.
Salí de Palacio con Victorio al lado mío, brazo con brazo. No quería
perderlo de vista porque, mal que mal, éramos de frentes contrarios. Además,
estábamos siendo mirados muy de cerca por los militares, que estaban custodiando
cada esquina de las calles cercanas. Pensé que, con todo el revuelo en que estaba
envuelto el país, las comunicaciones estaban rotas. Lo cierto es que estaba
equivocado. Un joven asesor se acercó a mi lado, y me entregó un sobre, una carta.
Yo ya podía suponer quién escribía esa carta, que, más bien, ahora, era un
telegrama. Diez horas después de la situación era un tiempo suficiente para hacer
llegar un telegrama desde las heladas tierras del sur a la ciudad, y, cuando abrí el
sobre, lo pude comprobar: El Correo de las Brujas estaba anunciándome su llegada
a los cuarteles centrales de El General, para pedirle explicaciones. La carta se
comprendía muy bien; ellas estaban en su derecho de reclamar aquello que se había
salido de sus planes, lo que rompía con todos los esquemas era lo que me
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Las Manchas de Rorschach DAC Daniel
anunciaban con letras mayúsculas: ellas, por primera vez en toda la historia de la
agrupación, se apersonarían delante de la presencia de aquel que les había
solicitado el cumplimiento de una acción. El Correo de las Brujas, con esto,
acababa con 300 años de alejamiento de la sociedad masiva, y se acercaba al resto
del mundo con decisión y presencia.
Si los militares habían buscado obtener el país para ellos, y, para eso,
habían acudido a todas las instancias posibles, ellos tendrían que aceptar la entrada
de las personas que sirvieron para conseguir esas acciones a sus oficinas, para una
conversación de entendimiento y de explicación. Yo pienso que las mujeres de El
Correo nunca imaginaron que sus consejos desencadenarían la muerte de un
Presidente, y las imaginaba asustadas, preocupadas y consternadas por la situación
del país. Debo aceptar que el corazón se me estremecía un poco. Después de todo,
ellas habían sido parte de mi vida durante tres años, y si yo estaba donde estoy
ahora, es porque ellas me habían ayudado a llegar ahí. No sólo sentía estremecer mi
corazón, sino que también me imaginaba a las mujeres mirando su calderero, y
viendo cómo cada una de las acciones deliberadas de los militares y el suicidio
presidencial eran mostrados en directo para ellas, delante de sus caras. Algo que no
se podía entender, y que me angustiaba demasiado.
Nos metimos en medio de los militares y los civiles que debíamos estar
presentes en una reunión interna, previa a la aparición para la televisión de la Junta
Militar, la idea que El General Pinochet tenía para aplacar el odio internacional,
ante el magnicidio ocurrido. Él sabía que, de alzarse como nuevo Presidente, le
causaría muchos más enemigos de los que ya comenzaban a verse. En ese mismo
minuto fue que las primeras voces que se deseaban alzar en contra de este nuevo y
poderoso hombre de la nación fueron acalladas para siempre, delante de nuestros
ojos. Uno de los hombres de civil que nos acompañaba se atrevió a ponerse por
delante de la comitiva que encabezaba El General, y que se dirigía al Edificio
Diego Portales, y le encaró toda la rabia que sentía por la muerte de El Doctor:
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- ¡Usted nos está llevando por el camino que usted quiere, pero yo le
quiero decir que no nos vamos a dejar encausar por un hombre que
permite que un Presidente se mate dentro de su propio Palacio! ¡Usted
tiene que responder por qué El Doctor Allende ya no está con nosotros!
¡Yo pienso que sus hombres lo mataron! ¡Ustedes son unos asesinos!
¡Asesinos!
Tan rápido como el hombre había osado levantar la mano y alzar la voz a
un dios, el Dios Pinochet, fue tomado por detrás de la espalda, de los brazos, y
acribillado en el mismo lugar por uno de los militares. Ya comenzaba a
comprender por qué las mujeres de El Correo deseaban llegar a la ciudad lo antes
posible, porque, así como yo lo estaba presenciando, se podía notar toda la
omnipotencia y ultranza a las que estaría dispuesto a llegar El General, por
mantener sus nuevas ideas.
Pero era muy difícil imaginar que El General pudiese ser detenido en sus
ideales. Era tan difícil como pretender que todo volviese atrás, y nada de lo que
había ocurrido hubiese ocurrido. Aunque eso quitaba ni ponía impedimentos para
establecer una comunicación directa, un conocimiento de cuáles eran los siguientes
planes y una advertencia. Porque lo que empieza mal, termina mal. Ya había
comenzado mal con la muerte de un Mandatario, ¿qué se puede esperar para los
siguientes años? Todavía estamos envueltos en esta guerra sin cuartel de rojos y no
rojos; de momios y no momios. Eso me causa mucha rabia, y a las mujeres de El
Correo mucho más. Tal vez por eso las obedecí. Esto no quiere decir que las culpe,
pero ellas influyeron mucho en lo que hice.
Nunca pensé que, antes de pensar cuándo estarían las mujeres en las
tierras de la ciudad, ellas se presentarían detrás de nosotros, y me llamarían de
inmediato:
- ¡Eunuco, ya estamos aquí! ¡Necesitamos hablar con El General! ¡No
estamos aquí para perder el tiempo!
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Las Manchas de Rorschach DAC Daniel
Era evidente que ellas habían hecho un gran esfuerzo por llegar a la ciudad
tan pronto como pudieran. De cualquier forma, era imposible que yo fuese un
intermediario para conversar con Pinochet. Como le dije, Pinochet estaba delante
de toda la comitiva, y en pocos minutos se debía dirigir al país entero. Si pedíamos
una reunión en ese minuto, jamás nos darían un sí. Eso no quitaba ni ponía la
oportunidad de caminar por delante de todos y mostrarse desde una de las esquinas,
para que El General las mirara de reojo, y supiese que, después de hablar para
todos, las siguientes palabras debían estar dirigidas a las mujeres.
Las palabras debían ser de mucha fuerza y de mucha cercanía para con el
pueblo, ese pueblo que ansiaba que la inestabilidad económica y social se
terminase, aunque ninguno de ellos imaginaba que el Golpe de Estado era sólo el
principio de la serie de matanzas y persecuciones que las Fuerzas Armadas
iniciarían. Muchos de quienes caminaban a nuestros costados iban tensos; otros
miraban con mucha seriedad; éramos pocos civiles, no más de quince. Los
militares y la policía eran mayoría. Caminaban con mucha obediencia, con mucha
diligencia. Ninguno de ellos pretendía hablar más allá de la cuenta, porque, por lo
demás, ninguno de ellos podía hacerlo. Había mucha prensa y reporteros, del país y
de otros países. Lo que El Correo de las Brujas había anunciado se estaba
cumpliendo a cabalidad: Chile dejaba de ser un país desconocido. Los ojos del
mundo estaban puestos en estas tierras, en nosotros, en todos nosotros.
Victorio estaba inquieto; él no deseaba seguir aparentando formar parte del
grupo de seguidores de Pinochet. Él decía que tenía una petición de mucha
importancia, y que debía exponer su demanda en la cara de aquel que se hacía decir
el nuevo amo y señor del país. Por supuesto que su petitorio tenía relación con
mantener su labor de la selección de profesionales a través de las Manchas de
Rorschach. Esas malditas Manchas seguían rondando la mente y la vida de todos
nosotros. No sé cómo nacieron en las cabezas de las mujeres de El Correo, y bien
ellas podrían acabar con las pretensiones de Victorio. Las Manchas no eran una
creación de El Correo, pero ellas eran las responsables de haber traído esa
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no supieron mirar más allá de sus narices, y vislumbrar que el país estaba envuelto
en un caos total, del que sólo podía salir si un grupo sólido, con amor a la Patria,
irrumpía con decisión para detener lo malo, y establecer un nuevo modelo de país.
Por lo tanto, la Junta Militar, desde hoy mismo, asegura la equidad, la libertad, el
libre mercado y el restablecimiento del comercio y las empresas. Los experimentos
socialistas no pueden tener cabida en un país con una tradición republicana, que
aspira a la libre expresión profesional y social. Chile es un país próspero, grande,
con un pueblo vigoroso. Hoy, ese pueblo estará más unido, más en paz. Quienes
intentaron arrancarla de la Patria ya responderán por ello. Por ahora, la Junta
Militar se establece, hasta una duración de un año, tiempo en el que se tomará la
decisión de una nueva jefatura y normativa. Buenas tardes, y ¡viva, Chile!”
Todo podría haber quedado en un perfecto término de discurso. Todo,
hasta que Victorio decidió salir de su silencio sepulcral, y proclamar lo que venía
guardando desde hace mucho tiempo. Yo sólo pensaba dentro de mí, ¡Maldito
Victorio! Era increíble que, después de prestarle protección como un
guardaespaldas, él desaprovechara el escudo que le brindaba, y atacase igual que
un perro atado con una cadena. A veces me pongo a pensar cómo se podría haber
evitado lo que vino después, pero ya es tarde. Ya es muy tarde, porque, cuando
Victorio gritó:
- ¡El pueblo no puede estar con una tropa de militares que arranca del
poder a un Presidente y lo mata! ¡El Socialismo sigue vivo, el Pueblo
sigue vive! ¡Por la verdad, por la verdad, por la verdad! ¡Allende,
ahora y siempre! ¡Que se mueran los militares!
Diez militares se abalanzaron sobre su cuerpo, y lo llevaron a un lugar
desconocido, del que nunca pudimos saber cómo sacarlo. Nuestras vidas, debo
decirlo, se unieron algunas veces en los siguientes dos años, pero en circunstancias
muy extrañas, y por muy pocos momentos. Victorio debió haberse vuelto a la
clandestinidad, o habrá viajado a otro país de refugiado. No lo sé muy bien. En
esos momentos, El Correo me exigía que las acompañase desde muy cerca, hasta
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Las Manchas de Rorschach DAC Daniel
llegar a los cuarteles centrales de la Escuela Militar, lugar que había elegido
Pinochet como su siguiente destino.
Si mi labor estaba destinada a seguir las líneas políticas del Nuevo
Gobierno, con la presión de las mujeres todo se hacía más difícil. Cada uno de
nosotros tenía un objetivo específico. Unos buscábamos pertenecer a las filas
aliadas, y otros deseaban pedir explicaciones y denostar. Estaba en un verdadero
dilema. ¿A quién seguir cuando a las puertas del futuro se puede encontrar la
muerte segura, la muerte que ronda alrededor de todos, pero que para algunos da
verdaderos giros, y asecha con mucha diligencia? Todos sabíamos que los militares
se estaban esparciendo por las cuatro esquinas del país para acabar con aquellos
que, en el Gobierno Socialista, se habían atrevido a alzar la voz, y quebrantar la
palabra que las Fuerzas Armadas no tranzaban: la Patria. La Patria era una palabra
sagrada, era una palabra inquebrantable. Aunque también había mucho odio en los
corazones. Los corazones no deseaban amistad a esas horas de la tarde, sobre todo
cuando la tarde se estaba transformando en noche, y las luces aparecían para
conjugarse con la oscuridad enmascarada de las entrañas de la Milicia y la
verdadera oscuridad nocturna.
El final del día ya había llegado, y la puerta del despacho de El General
estaba preparada para dejar pasar a las mujeres de las tierras del sur. Una a una
fueron entrando, con el rostro muy altivo y muy decididas a decir que lo que tenían
que decir. Yo las secundaba por detrás, ante la atenta mirada de dos soldados que
custodiaban el acceso. Todavía ninguna de las integrantes de El Correo me había
anunciado cuál sería el contenido ni el objetivo de la conversación. Esta reunión
podía ser una verdadera Caja de Pandora para mí. Ellas podían plantearme seguir
cierta acción, pero yo no podría estar de acuerdo con seguirlas. Las indecisiones
cruzaban mi mente igual que una cabalgata de caballos pasando por delante de mis
ojos.
Pinochet, aunque muchos piensan lo contrario, en el ámbito del diálogo, no
era represivo ni autoritario; tampoco faltaba el respeto ni actuaba con enojo. Es
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más, a las mujeres les ofreció té y galletas, que ellas no quisieron recibir, ya que
venían a algo puntual. Las mujeres eran cinco, por lo tanto, El General había
solicitado cinco sillas para que ellas se sentaran frente a él, además de la que ya
existían, donde estaba sentado yo. Su rostro se notaba cansado por razones
entendibles: el día había comenzado desde muy temprano, y él había sido el
coordinador máximo de la irrupción en contra del Gobierno saliente. Él no tenía
muchas nociones de lo que estaba pasando; miraba con su clásico rostro un poco
cabizbajo, con su frente arrugada y sus labios un poco doblados, como mostrando
descontento, aunque tal vez sólo de apariencia. El despacho seguía igual que aquel
día que me tocó visitarlo, salvo por un pequeño detalle: unas láminas de las
Manchas de Rorschach que estaban sobre su escritorio. Debo reconocer que eso me
pareció el colmo de los colmos. Esas esquelas aparecían hasta en la sopa. Además,
no entendía por qué estaban ahí. Era ilógico, inconcebible. Tenía ganas de
preguntarle cuál era el motivo de tener las láminas ahí, pero preferí guardar
silencio. Esa reunión sólo me tenía de acompañante y no de protagonista. Si había
alguien que sí tenía la plena facultad de preguntar lo que pasaba eran las cinco
mujeres y no yo.
Lo primero que las mujeres expresaron fue su felicitación por obedecer las
indicaciones de la Operación de toma del Poder. Ellas le habían indicado una fecha
específica, y El General las había obedecido. También había buscado los lazos con
los Estados Unidos de América, y había avanzado muy bien en las conversaciones
con los partidos políticos opositores. Una de ellas le dijo que todo lo que se hace
con paciencia tiene sus frutos. Pero la tensión comenzó cuando le pidieron una
explicación formal y sensata de por qué había dejado que el Presidente se quitase la
vida al interior de Palacio. Hay que admitir que el tema no era menor: era la
primera vez que un Presidente del país se suicidaba en el mismo edificio de
Gobierno. Había existido uno antes, el Presidente Balmaceda, pero él había optado
por quitarse la vida fuera de estas tierras. Pinochet lo sabía muy bien: sabía que el
mundo podía comprender que las Fuerzas Armadas de un país decidiesen acabar
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con las irregularidades de una Democracia, y también sabía muy bien que el mundo
no estaba para soportar que esa mismas Fuerzas Armadas ocasionaran un charco de
sangre en la máxima autoridad. Fuer por eso que respondió, sin pelos en la lengua:
- Si el Señor Allende se quitó la vida, eso lo convierte en un cobarde. Un
capitán se debe morir con su barco, pero no morir antes de que el barco
se hunda. Nosotros le dimos todas las opciones para que saliese del
país con la frente en alto. Él debía aceptar que su Gobierno lo había
hecho mal, y el hombre que acepta las equivocaciones no es menos
hombre, es todo lo contrario, más hombre y más patriota. Él hablaba y
defendía mucho al pueblo y los trabajadores, pero, al matarse, sólo
pensó en el mismo y en sus ideas socialistas. En eso, las Fuerzas
Armadas no tenemos ninguna responsabilidad.
El Correo de las Brujas no estaba de acuerdo con esa explicación. Una
muerte es una muerte aquí y en todas partes. Ellas le habían solicitado cuidar la
integridad de las personas, y la extrema represión que ya se estaba viendo con, por
ejemplo, Victorio. Su extrema intuición les hacía sentir que estas acciones
seguirían, y que eso las involucraría en crímenes que ellas no estaban dispuestas a
seguir. La recomendación de terminar con todo no implicaba asesinaron a diestra y
siniestra, ni pretender que la represión sería el siguiente modelo a seguir. Las
mujeres le dijeron que él debía asegurar la seguridad de la nación, y con más
sangre eso no se solucionaba. La mayor de ellas, que era una señora de mucha
decisión, le golpeó la mesa y le exigió que ninguna de ellas apareciese en sus
planes, si sus siguientes ideas eran seguir acabando con personas. La larga
tradición de pulcritud y limpieza mental de El Correo les hacía sentir mucha
preocupación porque su prestigio se viniese debajo de la noche a la mañana. Ellas
no se podían dar el lujo de quedarse calladas y sin opinar. Por eso habían decidido
salir de sus cubiles centenarios por vez primera y llegar hasta donde estaban.
Aunque para Pinochet eso no significaba. El General podría haberlas atendido muy
bien, pero todo tenía su límite, y a él le causaba mucha rabia que alguien se
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de los brazos, y obedecieron la orden de sacarme del despacho cuanto antes. Sólo
recuerdo que, cuando caminaba por la salida de la Escuela, con la cabeza algo
agachada, todavía me parecía ver la lámina de la mariposa en la mesa de El
General. Y la mariposa volaba, volaba muy alto, y me hacía libre, libre de toda
culpa, libre de todo rencor.
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EL MILITAR
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odio por los comunistas, o porque les cae mal alguna cara. Yo no soy así. Yo soy
un militar con el sentido de la patria y de cuidar la vida de los patriotas. No me
gusta matar por matar. Yo he estado en una guerra, una guerra de verdad, no un
juego de niños, como el que tienen armado aquí. Ahí tú atacas porque sabes que el
enemigo está armado. En cambio, aquí es distinto. ¿Cómo voy a dispararle a un
muchacho de veinte años, que se ve tan flaco y desnutrido, incapaz de poder
defenderse, y que podría ser mi hijo? Esa era la rabia que tenía en contra del hijo de
El Pequeño Gigante. Porque él nunca comprobó si su padre en realidad almacenaba
las armas en la Villa, y actuó sólo por rabia interna, por creer que su padre nunca lo
había querido. Yo lo veía reírse con unas grandes carcajadas cuando, desde lejos,
veía que todo se quemaba. Parecía disfrutar con la desaparición de las pequeñas
casitas y los lugares de atención de enfermos. Él nunca pudo entender que no sólo
estaba matando a su padre (que, en realidad, era su padrastro), sino que a muchas
personas que albergaba la Villa.
De cualquier forma, debo reconocer que, gracias a ese incendio –que
consumió toda la Villa, y que, para muchos, todavía sigue fresco en la mente, por
las manchas de Rorschach desplegadas en el humo visto desde lejos–, yo me
acerqué a este extraño y diverso mundo de las Manchas. Todavía no tengo la
certeza del porqué, pero algo me decía en mi interior que, en medio todo ese humo
y fuego, yo debía entrar a la Villa, para buscar algo, algo de mucha importancia.
Cuando quise entrar, el hijo de El Pequeño Gigante gritaba desde afuera que él no
se responsabilizaba por mi muerte, y que yo debía ser obediente de la Fuerzas
Armadas, y no aliarme con el enemigo. Yo no quería escuchar mucho, porque sabía
que mis pensamientos no estaban equivocados.
Afuera de la pieza donde después supe que estaba durmiendo El Pequeño
Gigante estaba una caja que, hasta ese momento, no había sido tocada ni por la más
mínima de las llamas. Me parecía muy extraño; ver un elemento que podría haberse
consumido de inmediato, al estar hecho de cartón. Aunque no seguí pensando los
motivos, y cogí la caja de inmediato. Después, corrí en dirección contraria al fuego,
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y salí por uno de los costados de la Villa, contrario a donde estaban mis
autoridades.
Robinson nunca se imaginó que a quien hierro mata, a hierro muere: El
Hippie y su esposa, Malvina, lo matarían a pocos metros de la Villa, cuando
estábamos regresando a la ciudad. Eso a mí me dejó perplejo, pero también me
agradó. Nunca me ha gustado defender lo indefendible. Si Robinson había
planeado una muerte, él también debía estar preparado para que su plan saliese en
su contra. Nosotros, como comitiva de la milicia, sólo teníamos que hacer lo que
debíamos hacer: tomar detenidos a El Hippie y su esposa, y llevarlos a una
comisaría. Ellos habían prestado información confidencial que iba en apoyo del
nuevo Gobierno. No podíamos torturarlos de inmediato, como a los detenidos
cualquiera.
El Hippie, cuando vio que yo tenía la pequeña caja, me dijo de inmediato
que, en su interior, estaban las láminas de Las Manchas de Rorschach, capaces de
revivir muertos, y con mucha fuerza interna. Por supuesto que él no me lo decía
con la intensión de revivir a Robinson, que ya estaba bien muerto, sino que con el
fin de que esa caja retornase a quien debía ser, por línea sucesiva de
consanguineidad, el legítimo receptor: Victorio, bisnieto de El Pequeño Gigante. Él
me dijo que, si yo había escuchado una voz interior que me decía entrar a la Villa
para rescatarlas del fuego, yo estaba en la obligación de encontrar a Victorio, y
entregárselas en sus propias manos.
Ni yo ni ninguno de nosotros se enteró de que, a pocos metros, Jerusalén,
la esposa de Victorio, lloraba la muerte de El Pequeño Gigante, por razones que
nunca llegaron a esclarecerse, aunque muchos decían que ella era su amante, y,
como toda viuda, se sentía llamada por la fuerza interna de este gran hombre. A
nosotros, eso no nos interesaba, aunque tampoco nos tendría por qué interesar la
búsqueda de un hombre que, a las luces de muchos, estaba vinculado de forma
directa con el Socialismo, el cual debía ser perseguido en lugar de buscado.
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Victorio era un hombre alto y delgado, con unos cabellos rubios y unos
ojos celestes muy fuertes. Supe, por muchos de sus amigos, que, en su juventud,
era muy apetecido por las mujeres. Aunque yo debo decir que, a pesar de sus
cuarenta años, se veía joven. De hecho, la barba de algunos días que el
apresamiento le había generado, no tenía canas, y lo hacía ver con un aspecto
incluso aún más joven.
Cuando estábamos a varios metros de Villa Grimaldi, le dije que todo era
una mentira, y que él no debía acudir a ningún destacamento. Sólo le quise entregar
la caja con las Manchas, y le dije que yo había estado presente en el momento de la
muerte de El Pequeño Gigante. A mí me dio una punzada en el corazón, porque él
no sabía de la muerte de su bisabuelo, y, al escuchar la noticia, se hincó en el suelo,
y lloró igual que un niño. Él sabía que, de alguna forma, con la muerte de él, un
gran ciclo de su vida desaparecía para siempre, y la protección que un día recibió
se acababa de forma definitiva.
En el suelo, y secándose un poco las lágrimas, miraba las láminas de las
manchas con mucho detenimiento, las contemplaba como si fuesen parte del último
respiro de El Pequeño Gigante. Lo único que le había quedado de recuerdo eran
esas Manchas. Tal vez las sentía como una llamada del Más Allá de su bisabuelo,
pero no eran suficientes para mitigar el dolor y la pérdida.
Poco después de guardar las láminas en la caja, me consultó por Jerusalén
y por su hijo, Rojo. Yo le dije la verdad: que no sabía dónde estaban. Aunque le
dije lo que sospechaba, que podían estar en el norte, porque ahí había sido el último
de los lugares donde los habían visto con vida. La otra posibilidad era que hubiesen
arrancado del país, al conocer todo el quiebre político y la llegada de los militares.
Todo podía ser. Nunca creí que Jerusalén se mantuviera en el país por más años, y
que me la topase en una de las celdas de este reclusorio. No sé qué hará con su vida
esa mujer, y tampoco sé cómo se va a acabar todo esto. Yo en realidad no me
arrepiento de lo que hice, porque lo que hice salió de mi interior, de lo que soy yo
en realidad, y no de lo que me imponía la Milicia. ¿Por qué tendría la necesidad de
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aumentar el dolor de toda una familia y de una gran historia de vida, con matar a
Victorio o apresarlo? Yo no podía hacer eso, yo lo liberé y punto. Le dije que, en el
mismo minuto que había dejado de llorar por la muerte de El Pequeño Gigante, él
tenía la facultad de ir donde quisiera, de escapar, de irse en contra de los militares,
de andar en la clandestinidad. Yo no tenía moral para apresarlo.
Caminamos un buen rato, antes de despedirnos. Íbamos a rostro
descubierto, y yo pienso que ese fue el motivo por el que se dieron cuenta de mi
mentira. Aunque me parece muy extraño que, después de dos años, esto haya salido
a la luz. Y me parece muy extraño que los militares armen este juicio como si todos
hubiésemos cometido pecados. Aquí todos hemos matado a alguien, pero muchas
de esas personas estaban desquiciadas, o no tenían mayor importancia para la
sociedad. ¿A quién le puede importar la muerte de un hombre que dice palabras
estúpidas, y que se hace llamar El Académico de la Lengua? A mí tal vez me
pueden tener aquí por traición a la Bandera, pero no por matar a nadie. Yo sólo
maté en mis tiempos de guerra, no en estas guerras falsas.
Lo único que siento de haber liberado a Victorio es lo que él hizo después.
Porque él no tenía ningún derecho de atentar contra un niño que deseaba conocer el
mundo a través de la educación. Si él tenía rabia por la vida que la había tocado
tener, esa rabia debía ser descargada en otras personas, no en un niño pequeño.
Aunque, si fue capaz de matar a su madre, qué más se puede se puede esperar de
esa situación, era algo pequeño. Yo, por supuesto, no quiero hablar de eso, no en
detalle, por lo menos. Se lo comento para que sepa que tengo rabia por eso, porque
yo lo ayudé a escapar de la represión, y él escogió caminos equivocados.
Quiero confesarle algo, eso sí. Uno de estos días él vino a conversar
conmigo a la celda. Me saludó, me abrazó y hasta se le soltaron unas lágrimas.
Recordó que yo lo había ayudado a salir de la prisión. Me anunció que no pretendía
seguir entre rejas, y que estaba pensando escapar con El Bautista y con El Hippie, y
mantener la lucha opositora desde la clandestinidad. Yo, por supuesto, le dije que
eso era muy peligroso, y que podía darse por muerto desde ya, porque si yo estaba
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muerto. No quiero que busque esa lucha tan fuerte. No quiero ver desaparecer su
propia lámina de la Mariposa delante de la mirada del mundo.
Disculpe. Me emociono.
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Presente:
muy bien que los hombres y mujeres que están detrás de las rejas por este caso de
las Manchas están ahí porque un militar está involucrado. ¿Qué pasaría si nuestras
cartas salieran al mundo, y contasen que los juicios militares siguen existiendo en
desmedro de los juicios civiles? ¿Quién de todos esos hombres y mujeres que
fueron eliminados con la rapidez de un balazo también merecían un juicio como
corresponde, con derechos, defensa y deberes? Todos. Es nuestra opinión, pero
consideramos que todos. En cambio, el Chile de hoy es un Chile que está jodido si
piensa diferente. A ellos, que han llegado a las puertas de nuestra casa para pedir
alojamiento y el favor de ocultarlos –y usted sabe muy bien que con ellos nos
referimos a los perseguidos políticos–, porque saben que nuestro lugar es tan
alejado, que pocos militares se les ocurriría llegar hasta acá, les hemos tenido que
negar la ayuda; aunque, a cambio de eso, le hemos indicado los lugares específicos
donde pueden ocultarse y salvaguardar sus vidas. Si Allende ya está muerto, es
como si un padre muriera sin descendencia: él no dejó un legado directo, y, si
existen seguidores subversivos, es porque las ideas siguen existiendo. Para ellos, en
caso de que el peligro sea muy inminente, creemos en los juicios civiles, nunca en
la muerte. Lo repetimos con fuerza: Nunca en la muerte.
El tercer y último tema sí se relaciona con nosotras, por eso nos
extenderemos más, y sí nos haremos responsables de lo que pasó y de lo que pase
con ellas: las láminas de las Manchas. Esas láminas nunca fueron regaladas, sino
que fueron robadas. El Pequeño Gigante no siempre fue un hombre respetable y
responsable. Su juventud estuvo llena de excesos, a pesar de los tiempos tranquilos
que les tocó vivir. Aunque, tal vez, eso le sirvió para causar estragos donde no los
había. Sabemos que tuvo un hijo natural, y que, sólo cuando ya había sentado
cabeza, a los 50 años, recién se preocupó de buscar a sus hijos perdidos, de los que
no encontró a ninguno más que a la tercera generación, encarnada en Victorio.
Nosotras conocimos a El Pequeño Gigante cuando tenía cortos 20 años, y
se las daba de joven intranquilo por conocer todo lo que estaba a su alrededor. Él
llegó hasta nuestra casa, y dijo estar muy interesado en todo lo que en ella había.
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dijimos que acudiese a los lugares precisos, en los momentos precisos. Nosotras
somos unas brujas viejas, que nos sabemos mover por este mundo y por el otro. Así
que sabemos de lo que hablamos, y sabemos a lo que vamos. Pero ese hombre
pretende que con disparar a mansalva puede solucionarlo todo. Él piensa que las
persecuciones y las torturas no se escuchan en ninguna parte, cuando las aplica en
sitios alejados de la civilización. Y ese es su principal error. Porque desde donde
quiera que esos hombres y mujeres estén dando gritos de dolor, y luchando por
sobrevivir, hay ojos que miran desde lejos, y que tienen la voluntad de expresar al
mundo lo que ocurre en las alejadas tierras del sur.
Victorio, que hoy camina por el sendero de la clandestinidad, después de
haberse escapado del reclusorio es sólo un mínimo ejemplo de lo que muchos otros
están emprendiendo día a día. Ellos llevan una pesada mochila tras sus espaldas.
Ellos han dejado sus casas y sus familias, para continuar con las ideas que
consideran justas, mientras otros, los dueños del Poder, se esmeran en acallar sus
bocas y liquidarlos a como dé lugar. Es por eso que nosotras nos negamos
definitivamente a dar datos específicos. Dígales a los militares que lo contrataron
que, si quieren asesinarnos por complicidad, que ellos saben muy bien dónde
estamos, y que nuestros pechos están listos para recibir los balazos más fuertes y
poderosos. Pero dígales también que, si no matan, también matarán a todos los que
nos siguen en el mundo, y ese mundo se volcará con toda su rabia y todo su enojo
hasta estas tierras, y les pedirá de inmediato que dejen sus cargos, y que devuelvan
lo que han tomado prestado.
El Correo de las Brujas es una institución con más de trescientos años de
vida. Tenemos en nuestras venas la experiencia que a muchos les hace falta. A
nosotras nadie nos viene a contar cuentos. Sabemos cada uno de los pasos que esos
soldados tienen en mente, aunque lamentamos no poder detenerlos, porque no
tenemos todo lo necesario para hacerlo. De lo que estamos seguras es que nosotras
no somos las únicas que tenemos estos pensamientos. Muchos otros también
empiezan a darse cuenta de que El Salvador de Chile, como le dicen algunos a El
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Con atención,
Sur de Chile.
Mayo de 1975.
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EL TELEVIDENTE
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cámaras por todos lados. Eso me serviría para conocer, de a poco, cómo estaba
hecho y de qué forma se creaba la expectación por atraer a las masas y al público
en general.
Victorio y El Pequeño Gigante se bajaron de un auto muy moderno,
saludaron a todos lados, y hablaron con mucho desplante ante las cámaras. La
transmisión se estaba viendo el mismo tiempo al interior del bar, y todos se sentían
un poco protagonistas de la historia. Es que no todos los días se recibe a figuras de
tanta importancia, y con tanto alboroto. Yo estaba entre la puerta de entrada y la
calle, y podía ver cómo, además de los clientes, afuera, los vecinos del barrio
habían salido a mirar qué pasaba.
Jamás se me pasó por la mente que esa invitación que había sido gestada
por mi padre en una reunión de amigos se convertiría en un antes y un después para
mí. Yo, hasta ese día, era un joven de 22 años muy apegado a la ayuda del local,
muy dedicado a estar dentro de mi pequeño mundo, mi familia y nada más. Pero,
cuando Victorio y El Pequeño Gigante hablaron de su proyecto social, y nos
invitaron a participar, yo me sentí tocado por sus palabras, sentí que la idea del
Socialismo no era una idea descabellada, y que, si en el mundo se estaban
aplicando Gobiernos parecidos, en Chile también era muy posible conseguir logros
y un apoyo del pueblo. Mi padre nunca estuvo de acuerdo con esas ideas políticas.
Debo ser sincero y decírselo. Es más, después de saber que yo me enrolaría en las
Juventudes Comunistas, se arrepintió de haber invitado a Virgilio. Aunque yo quise
seguir la invitación de todas formas, y actué porque sabía que era lo que más
deseaba.
El día en que el Parlamento declaró como Presidente a El Doctor, en el
comando, saltamos de alegría. Era la primera vez en el mundo que un socialista
accedía al Poder con el apoyo democrático. Casi pensamos que perderíamos, pero
ganamos, y eso anunciaba un nuevo horizonte para el país. Nuestras ideas por fin
podrían desarrollarse con total libertad. Virgilio y El Pequeño Gigante estaban a mi
lado, y yo me sentí parte de una gran revolución. Lo más emocionante de todo fue
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EL GREGORIANO
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Dios padre, que en su misericordia hace que cada una de las lucecitas de
las casas de los seres humanos brille hasta el último segundo de energía, me tenía
preparada una gran sorpresa el día que conocí a Victorio, porque no quiso le
conociera de una forma cualquiera, sino que se presentara a unos cuantos metros de
la puerta de entrada de la Iglesia, como me lo había anunciado la noche anterior la
Divina Providencia, cuando, de sopetón, me despertó a la mitad de la noche, y me
dijo “Levántate de donde estás, mal hombre, que mañana tienes que vestir el traje
de gregoriano que siempre has querido tener, para recibir, en pocas horas más, a
aquel que necesita ayuda”, por lo cual me levanté de inmediato, aunque sin darme
cuenta de que estaba en un camarote, y me caí desnudo guarda abajo.
Fue así como, ya más repuesto, durante la mañana, acudí a la investidura
de sacerdote principal del pueblo, y ahí estaba, al lado mío, mi hermano, El
Pequeño Gigante, quien me mostró el traje de gregoriano mayor que brillaba como
la luz del Señor en las tinieblas; y yo lo cogí, y ya supe que era mío, y que él y yo
estaríamos unidos hasta el fin de mi vida.
Pero el Señor, después de premiar a sus hijos, no les da un camino lleno de
alegría y de libertades. Él me tenía la gran responsabilidad de buscar y encontrar al
nieto perdido de mi hermano, quien había obedecido las órdenes establecidas por la
Ley Terrenal, y le había entregado diez mil pesos al obispo de la ciudad, para que,
con la mayor diligencia posible, me hiciese Sacerdote Mayor Gregoriano. Por lo
tanto, yo, después de enterarme de que Eva Luna Sánchez Carril era la madre de
Victorio, y de escuchar el grito de dolor que la mujer dio cuando éste le enterró el
cuchillo, quise correr, muy escondido, detrás de él, para encontrármelo en las
cercanías de la Iglesia, para así darle una sorpresa a El Pequeño Gigante, y no sólo
decirle que su nieta estaba en el pueblo, sino que también su nieto.
Todo hubiese sido de la forma que yo creí, hasta que Victorio me terminó
confesando que había matado a su propia madre, por lo que la segunda orden que
mi hermano me había encomendado, la de enviar a su nieta a la ciudad, para darle
todo lo que un día no le dio, tenía que aplicarse, con justa medida y descendencia,
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en su bisnieto, quien, luego de confesar su crimen –y, de paso, darse cuenta de que
una buena hermana me acompañaba esa noche– se vio en la obligación de salir del
pueblo, un poco azuzado por mis palabras.
Tengo que afirmar que, después de obedecer la orden, guardé el silencio
más absoluto, y no dije el paradero de Victorio a su madre porque sabía de su
descontrol mental, y de la rabia que tenía guardada para con él, y con los jóvenes
del pueblo, a quienes tuve que enterrar con el pesar de mi alma, al mismo tiempo,
en el funeral más triste que el pueblo tenga recuerdo. Eran diez muchachos que
tenían toda una vida por delante, y que se vieron envueltos en las garras de Eva
Luna, sólo por satisfacer el deseo sexual de sus cortas edades.
En mi calidad de religioso gregoriano no me quedaba otra más que rezar
por la paz de los muchachos fallecidos, sobre todo cuando se supo que Eva Luna
había arrancado a las desérticas tierras del norte, a pesar de que una de las madres
la persiguió, sólo para encontrar su propia muerte.
Pero el clamor era tan grande y tan poderoso, y las madres lloraban tanto a
sus hijos que yo tuve que sacarme las cadenas de la religiosidad, y utilizar lo que
un día El Pequeño Gigante me había anunciado: el poder resucitador de las
Manchas de Rorschach. Si ya las había utilizado con Victorio y con Eva Luna para
saber si ellos respondían a las preguntas de la misma forma que se me había
anunciado, las afirmaciones de mi hermano no debían ser falsas. Por lo que puse en
práctica de inmediato el método que a muchos los dejó inquietos y a otros
extrañados. Les pedí uno por uno que abriesen los ataúdes, y, con la lámina de la
mancha de la mariposa por sobre todos, grité con mucha fuerza:
- ¡Oh, Señor, mi Dios, por la sangre con la que tu Hijo salvó la perdición
de este mundo, le ordenó a todos estos muchacho que, si me escuchan,
se levanten de esos ataúdes, y me digan qué ven en estas mancha!
Y aquí tengo que confesarle mi más grande error. Porque no sólo obedecí
el clamor de unas madres en apuros, sino que me atreví a desafiar las acciones del
Creador, al solicitarle, mediante unos elementos que no tienen ninguna relación
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Dios había dicho que la Iglesia estaba para recibir toda la ayuda posible de sus
hijos.
Desde ese momento, no todo sería miel sobre hojuelas para mí. Porque,
como era su costumbre, mi hermano no salvaba gratis, y me exigió mantenerme en
el pueblo, e informarle de todo lo que sucedía en él. Él pensaba que, tarde o
temprano, su nieta aparecería, porque ya se había enterado que había sobrevivido al
intento de asesinato propinado por Victorio. Aunque eso no fue necesario, porque
la mujer se quedó en Villa Rorschach, y mi hermano la pudo controlar ahí.
Yo no debiera decirle todo esto, porque se trata de mi propio hermano,
pero él ya está muerto, así que tengo la facilidad de decirlo. Mi hermano era el
poder en las sombras de muchas cosas. Él tenía potestad por sobre colegios,
hospitales, centros de servicios. Él era como una mano grande que llegaba a
cualquiera de estos sitios, o se comunicaba a cualquiera de estos sitios, y su voz era
un mandato divino. Muchos acudían a él para solicitar una cama, un acceso a un
colegio importante, una atención especializada. Eso aumentó más cuando llegó a
ser Ministro. Yo pienso que ahí él tenía el triple de poder. Por eso pudo
implementar sus apreciadas manchas en la Educación y su sistema de elección de
los profesores. Victorio tenía que estar ahí porque se había convertido en su
máximo colaborador y porque también era sangre de su sangre. A mí eso nunca me
gustó. Nunca le pedí algo a cambio, después de la colaboración que me prestó en
ese momento de trance ante El Arzobispo. Sólo debo confesar la cantidad de dinero
mensual que recibía la parroquia, el cual, como buen gregoriano, lo utilizaba para
fortalecer el pequeño coro gregoriano que habíamos formado con niños y jóvenes,
y con los que recorríamos el país.
Lo que mi hermano olvidó es que, si existe un Poder que está por sobre
todos los poderes, ese es el poder de las armas. El poder de las armas es fuerte,
corrompe y hace sucumbir a las personas por un único motivo: el ser humano le
tiene miedo a muchas cosas, pero, por sobre todo, le tiene miedo a la muerte. A
cualquiera de nosotros se nos podría preguntar: “¿Usted le tiene miedo a morir?”, y
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muchos contestan que no. Pero eso es falso. A todos, sin excepción, cuando se nos
pone una punta de metralleta en el cabeza o en el cuello, nos da unos escalofríos, y
unos deseos de pedir clemencia que superan cualquier negación del miedo a la
muerte. Yo pienso que lo que hizo El Doctor Allende –si es que es cierto lo de su
suicidio– es algo único en el mundo. Quitarse la vida no es algo fácil. A los
religiosos como yo se nos tiene dicho que sólo Dios da y quita la vida, y que, si el
hombre se auto-elimina, comete pecado, y tiene cerradas las puertas del Cielo. Yo
no tengo certeza de eso, y sólo le puedo decir que la mayoría de los hombres sí le
temen a la muerte. Victorio, por ejemplo, llegó en medio de un ensayo del coro en
medio de un miedo terrible a ser muerto por uno de los soldados de la Milicia.
Venía jadeando, y me confesó de inmediato que se había escapado de un
reclusorio, y que luego se había alojado en un colegio rural; y que lo único que
había recordado era lo escondido de su pueblo natal. Me pidió alojamiento y
colaboración para ocultarlo. Yo, en realidad, tuve mucha compasión de él porque
me acordaba de mi hermano, que es su bisabuelo, quien había muerto hace unos
cuantos años a manos de esos asesinos militares y de su propio hijo; y no dudé un
minuto en darle asilo. Esa es la verdad.
Me gustaría saber cuál es el motivo por el que Victorio no quiso seguir en
la parroquia. Lo habíamos incorporado incluso al coro gregoriano; él tenía una muy
buena voz, y entonaba muy bien. Yo pienso que sus ideales políticos eran mayores,
aunque también debo decir que estaba un poco confundido. Él muchas veces me
decía “Padre, no sé si esté haciendo lo correcto”. Yo lo apoyaba. Lo apoyaba
siempre. Incluso aquella vez en que los militares llegaron al pueblo buscando a los
rojos, como les decían a los comunistas. En la parroquia no se metieron, y, aunque
así hubiese sido, Victorio estaba siempre con el traje de gregoriano, por lo que
nunca lo hubiesen descubierto.
Un buen día, me levanté, y vi una luz muy poderosa que provenía desde el
interior de la parroquia. Me asusté un poco; pensé que era un incendio, pero,
cuando llegué, vi algo muy diferente: muchas velas, más de cien, estaban puestas
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EL MÚSICO
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notaba muy arrepentido, tan arrepentido, que lloró muchas veces. Dijo que él se
hacía el duro para sus cosas, porque se sentía mejor así que mostrándose como una
víctima más. Aunque también me dijo que sentía mucha rabia con todos los que lo
habían llevado a eso. Sentía rabia con su madre, con los académicos de la
Universidad y con la vida misma.
Afuera, el cortejo de la procesión seguía su curso, por lo que tuve que
decirle que me esperase, mientras acudía al entierro de La Monja Blanca. Él, a lo
mejor, sentía que ella era parte de la historia de El Pequeño Gigante, y quiso
acompañarme. Yo pensaba que había escuchado todo lo que tenía que escuchar,
pero estaba equivocado. Cuando íbamos al cortejo me lo dijo sin miedos:
- Violé a un niño, Amaro. Por eso me metieron a la cárcel.
- Me habías dicho que te habían metido preso por ser comunista…
- No sólo fue por eso… Pero también estoy arrepentido…
- No sirve de nada que te arrepientas a estas alturas. Ya hiciste el daño…
- No lo hice solo… También estuvo implicado un militar…
- ¿Un militar…?
- Sí, por eso tengo rabia. Ya te explicaré…
No pude preguntarle más. El funeral estaba pronto a empezar, y toda la
ceremonia que se había preparado debía tener el más absoluto silencio. Todos los
habitantes del pueblo estaban apostados en la puerta de entrada de la Iglesia, y
veían el especial ataúd que se había preparado para La Monja. No todos los días
moría alguien de tal importancia, por lo que se había construido un ataúd de cristal,
con vidrios de primera clase, para que todos pudieran ver desde lejos la figura de la
gran mujer.
Había muchas mujeres que lloraban con fuerza. Algunas se arrodillaban en
el suelo, para pedir una plegaria por el fallecimiento. Por lo que se decía en La
Tirana, a la anciana la consideraban una santa, una diosa en la Tierra. Nueve de las
mujeres que estaba arrodilladas pedían algo para ellas mismas o para sus
familiares. Pedían que se les sanase un hijo, una hija, un tío. La mujer estaba recién
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Como el mundo ha podido saber en estos últimos años, las personas que
fueron apresadas durante el Gobierno Militar –o Dictadura– de Augusto Pinochet
(1973-1990) no vivieron en condiciones de humanidad ni del debido respeto que se
merecían. Mi trabajo como psicólogo forense durante este caso de Las Manchas de
Rorschach me permitió no sólo escuchar los relatos de vida de los apresados, sino
que también mirar –una veces, de reojo; otras, de forma directa– cómo estos
mismos personajes que acaban de exponer sus historias en las páginas anteriores
eran torturados de las formas más horrendas que se pueda imaginar. La mayor parte
de ellos eran llevados a cámaras o cuartos especiales, donde estaban dos o tres
militares; ahí, los hacían desnudarse, y les aplicaban corriente eléctrica –con
máquinas– en los brazos, las piernas, el pecho, los testículos, la vagina, los pechos
e incluso la cabeza, con el fin de confesar dónde se encontraban las supuestas
armas o los seguidores del Socialismo del desaparecido Gobierno de Salvador
Allende.
Según lo que pude saber, algunos de dichos personajes anteriores fueron
acribillados a los pocos meses o semanas de los días en que demoré en realizar las
entrevistas psicológicas (las cuales fueron expuestas sin las opiniones de las
torturas, porque mi objetivo era narrar sus relatos de vida más que su encierro). De
esta forma, estos seres asesinados, cuando sus familiares no se enteraban de si
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mecanismo que para otros sí–, la forma en que buscó llegar a aquel pasado, y el
descubrimiento de que algunos “Detenidos Desaparecidos” tienen una particular
manera de aplicar dicho concepto.
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2005
ESTADOS UNIDOS/ARGENTINA/CHILE
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ROJO
El Hijo del Hijo
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muchos otros no tenía más tiempo, al morir en medio de las llamas y del colapso
que vino después. Sólo puedo decir que, como un niño, me abracé a ese rescatista,
y lloré sin miedo a los que estaban viendo. Él también me dio un poco de aliento, y
me dijo que aquellas pérdidas materiales eran mucho más importantes que las
pérdidas de las vidas de los hombres y mujeres que estaban dentro de las Torres.
Yo no quería saber de cifras ni de nada, y cuando escuché que había más de 1200
personas atrapadas, y que, de seguro, luego de la caída, estaban muertas, sentí que
mi vida no valía nada, y que hubiese dado todo para que los demás se hubiesen
salvado igual que yo.
Ese fue el punto de encuentro entre Roberto y yo. Él, un rescatista de tomo
y lomo, me daba fuerzas para superar la tensión, y me decía que si yo había sido un
sobreviviente, era porque algo me tenía deparada aún la vida. Y ese algo debía
buscarlo y encontrarlo sí o sí. Como si se tratase de algo que había esperado
mostrar toda la vida, se puso de espaldas hacia mí, y se levantó la chaqueta que
llevaba puesta: una gran mancha de Rorschach, tatuada en toda su espalda, era el
símbolo irrefutable de que él y yo nos habíamos conocido de niños. Pero, ¿cómo
nos habíamos separado? ¿Por qué, después de 20 años, nos veníamos a encontrar
en una ciudad tan universal, sin nunca antes habernos topado? Para eso, tenía que
retroceder a esos 20 años, y reencontrarme con el origen de esas manchas.
Roberto me indicó que su padre había sido contactado por el Juez Juan
Guzmán, uno de los jueces que estaba a cargo de las pesquisas para encontrar los
restos de los Detenidos Desaparecidos del Gobierno Militar de Pinochet. Él le
había pedido que me buscase, y que me llevara hasta el norte de la Argentina, el
lugar donde yo había pasado un año de mi vida de niño, en una amplia parcela,
cuando mi madre vagaba conmigo de un lugar a otro, mientras escapaba de los
militares. Por supuesto que esto yo nunca lo supe. Para mí, esos viajes eran viajes
de trabajo. Así me lo hacía saber ella. Mi madre tenía un buen currículum, y tenía
la forma de moverse por el mundo. Ella sabía hablar inglés y noruego, y no tardó
en encontrar un trabajo en los Estados Unidos, salir de la Argentina, y desarrollar
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una buena carrera como diplomática. Gracias a ella pude ser lo que llegué a ser: un
psicólogo de renombre, a mis cortos 28 años. Gané todo lo que podía ganar, y mi
oficina de las Torres era mi máximo premio. Pero mi vida personal estaba
incompleta. Mi madre nunca me habló de Victorio. Él no existía en sus planes; ella
–me lo aclararía Roberto– lo consideraba parte de sus errores. Por eso me lo había
ocultado. Ni siquiera me lo dijo el día en que se murió. Y yo no podía seguir con
las dudas para siempre.
Tenía que esperar cuatro meses para poder viajar a Chile. A causa de los
atentados a las Torres, las aerolíneas se vieron forzadas a detener sus vuelos
internacionales, por miedo a que alguno de los sospechosos se fugase del país, y
por precaución de nuevos atentados. Pero las ansias por llegar a las desérticas
tierras del norte de aquel país perdido en el sur del mundo eran tan grandes y me
hacían sentir tan inestable, que busqué la forma de salir por tierra de EUA, a la
forma antigua, a grupa de caballo, por la frontera con México. Me sentía muy
extraño, convirtiéndome en una especie de extranjero ilegal, que cruza de un país a
otro sin la debida documentación. Aunque no me sentía del todo mal: Roberto se
había esmerado en buscarme, así que era mi colaborador más ferviente. Él quería
que llegásemos a la Argentina, para hablar con su padre. Era algo muy esperado.
Roberto y yo teníamos la misma edad: 28 años. Eso daba pie para que nos
sintiésemos identificados en nuestro pensamiento, y, si se daba la oportunidad, no
nos diera vergüenza, y actuásemos como jóvenes que aún éramos. Apenas
pudimos, nos sacamos toda la ropa, y nos lanzamos a uno de los ríos de la zona de
Tijuana. Parecíamos niños de seis años, la misma edad que teníamos cuando nos
conocimos. Al estar desnudo, podíamos ver en ambos a dos el tatuaje de la mancha
de la mariposa que estaba en nuestras espaldas. Roberto se asombraba de saber que
aquel niño travieso ahora era todo un hombre, y tenía un puesto de prestigio. Él se
sentía un poco desilusionado de su vida. Con un poco de pena, me confesó que
tenía muchos sueños que nunca se pudieron cumplir. Me contó que su existencia
había tenido muchos obstáculos, y que, recién a esa edad estaba retomando el
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rumbo que un día dejó. Le quise preguntar más, pero no quiso responder, porque
me dijo que yo tendría que ver con mis propios ojos la vida que le había tocado
tener.
Lo que no sabía y lo que nunca se me hubiese ocurrido es que Roberto
tenía preparado todo un arsenal de personajes que harían su aparición uno por uno,
hasta que yo me reencontrase con mi pasado. Así fue como, después de recorrer a
caballo todos los países americanos, los Hermanos Rorschach, con sus trajes
negros y blancos, se mostraron a la llegada de una parcela de la ciudad de Torrijos,
en el norte de Argentina. Ellos habían seguido los estudios de las manchas, y se
habían aferrado mucho a las enseñanzas de la psicología. Tenían las costumbres
más estrafalarias del mundo. Sus trajes, de partida, estaban confeccionados del
mismo modo que las manchas. También tenían tatuajes en sus brazos y espalda, y
mantenían criaderos de mariposas negras y murciélagos. Su manera de vivir giraba
y se basaba en las manchas.
En medio de la caminata, los Hermanos hablaban muy emocionados, y con
mucha adulación hacia mí. Les parecía insólito que un hombre tan famoso llegara a
esas alejadas tierras, y los estuviese mirando cara a cara. Yo siempre he hablado
español. Fue una de las enseñanzas que me dejó mi madre, así que podía entender
muy bien sus palabras. Pero, mientras yo les respondía, también me daba cuenta de
las rarezas que aparecían en la parcela: vacas con marcas negras igual que las
manchas de Rorschach; enrejados con los colores negros y blancos; niños que
tenían en sus rostros las marcas de las manchas. Parecía estar en un pequeño
mundo imaginario, donde todo lo que parecía extraño para ellos era de lo más
normal, tan así, que jamás me hacían alusión a lo que yo veía, y que, por respeto y
por no ser considerado un loco, no se los quise preguntar.
Habríamos de llegar a una gran casona, construida con maderos, y que se
notaba vieja por el desgaste de la construcción. Yo no sabía para qué estábamos
ahí. Me había dejado llevar por las palabras de Roberto; las palabras más creíbles
para mí, hasta ese entonces. Y, por el rostro que él puso cuando estábamos en la
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puerta de la casona, lo que se vería después no era del todo agradable. Era parte de
la ley de la vida, y parte de la muerte.
Uno de los Hermanos abrió la puerta con mucho cuidado, como si en
aquella casa hubiese alguien que dormía un profundo sueño y que no debía ser
despertado. Los dos me invitaron a pasar; me pidieron que lo hiciese sin caminar
rápido, y que por ningún motivo me atreviese a hablar, porque todo debía hacerse
en un silencio absoluto. Esa casa, ese ambiente, esas murallas, todo me hacía sentir
dentro de un pasado del que no podía recordarlo con precisión. Había pasado
mucho tiempo, y mi mente estaba dividida entre llegar hasta los restos de mi padre
y saber qué había en esa casa.
Avanzamos hasta el final de la casa, en una habitación mucho más vieja y
antigua que el exterior. El mayor de los Hermanos tuvo que empujar la puerta,
porque estaba trabada. Cuando el aire entró a la habitación, vi que estaba lleno de
polvo y de telarañas el techo y las paredes. No alcancé a cerrar bien los ojos y ya
estaba enterándome de quién estaba ahí dentro. Era el padre de Roberto, aquel
hombre que había albergado a mi madre y a mí hace más de veinte años, y que
estaba debatiéndose entre la vida y la muerte. Estaba agonizante en una cama
desordenada y vieja, tanto o más que él. Quise decir algunas palabras, preguntar
por qué ese hombre estaba en ese estado, por qué estaba en la más absoluta de las
pobrezas, y qué había sido de su vida. Pero los hombres de las Manchas me lo
prohibieron: de inmediato, uno de ellos puso su mano en alto, y me indicó que
mantuviera mi silencio.
Lo que vendría era aún más extraño: el mismo hombre que me pedía estar
callado, se acercó a mí, y con gran fuerza y violencia –aunque siempre
manteniendo su estado de silencio– me rasgó la playera que llevaba puesta, y la
rompió a la mitad. Era como si supiera que yo tenía detrás de mí, en la espalda, el
tatuaje de la mancha de la mariposa, ya que, sin pedirme ni tener el menor de los
cuidados, me hizo ponerme de espaldas al cuerpo del anciano, y me indicaba estar
quieto, sin hacer ruido alguno.
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cuando el hombre mayor, que no paraba de mirarme con mucho enojo, salió de la
habitación, y me exigió que me quitase toda la ropa, y me pusiera ese traje cuanto
antes.
Todo esto era observado por Roberto, quien, al contrario de lo que yo
pensaba, nunca se opuso al trato que me daban los hombres de las manchas; sino
que más bien contemplaba cada paso con una aceptación total. Yo deseaba que él
me dijera algo, y le pedí que me explicase por qué esos hombres querían que usara
tales ropas. Él no quería responder, y movía sus manos y su boca como queriendo
decir que no reclamara y que obedeciera las órdenes. No tuve más opción que
quitarme la ropa y ponerme el traje.
Ya con el traje puesto, y al son de un coro, los Hermanos gritaron un
extraño llamado, lo que me hizo pensar que mi llegada se había conocido desde
hace mucho, y se había calculado todo con mucha precisión:
- ¡Ahora sí, Señor Bautista, ya puede salir de su habitación! ¡Él ya está
aquí!
De una habitación contigua, un hombre casi tan anciano como el que
estaba postrado en la cama, y que se apoyaba en un bastón, salió a mirar quién era
el que había llegado. Su cuerpo era muy delgado, y caminaba con una joroba en la
espalda; no tenía más allá de 1 metro y 50 de estatura; y parecía tener todo el
control por quienes estaban ahí, porque, apenas me vio, les dijo a los Hermanos
que trajeran el espejo, y me hicieran posar ante él. Yo, como no tenía más
alternativa, me miré y seguí las indicaciones de este nuevo anciano, que me pedía,
con sus arrugados y delgados dedos, que girara un poco, posando para el espejo. El
anciano comenzó a reír con una especie de carcajada que, debido a sus años, no le
salía muy bien del todo, pero que me hacía sentir descompensado, y hasta enojado.
Le pregunté por qué se reía de mí, y me respondió:
- Te responderé lo mismo que le dije a tu padre hace más de cuarenta
años: me asombra verte vestido como la gente, y eso me causa risa.
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tierras, y aparecía en ocasiones cuando sabía que alguien debía cruzar la Cordillera.
Esas extrañas y locales costumbres de creer en situaciones mágicas nunca han sido
de mi devoción. Así que preferí no seguir ahondando en el tema, e iniciar la subida
a esas altas cumbres. El camino se veía difícil, pero, tomando en cuenta que otros
hombres lo habían podido superar, yo me propuse conseguirlo como fuera.
Debo declarar que la subida fue mucho más rápida de lo que había
pensado: el paso que Roberto había elegido era especial para no demorarse
demasiado, y los caballos no parecían tener mayores problemas en deslizarse por
las laderas. Roberto me dijo que esos caminos eran milenarios, y que los usaban los
antiguos incas, en tramos de lo que se llamaba El Camino del Inca. Era una zona
menos cubierta por las nieves eternas del Altiplano, y Roberto me dijo que él había
cruzado más de cinco veces, con un grupo de amigos de juventud, y siempre había
sentido que se encontraba en un camino de viejos y antiguos dioses, que facilitaban
el viaje para quienes lo recorrían por buenos motivos.
No tardamos más de dos días en cruzar la Cordillera. Un viaje que se veía
inalcanzable, se demoró menos de lo que había pensado. Durante las noches,
buscábamos algún sitio especial entre los escarpados de los montes, y nos
dormíamos junto a los caballos. Por eso, cuando por fin estábamos al lado de Chile,
sentí una nueva fuerza, sentí como un retorno al país donde había nacido, donde mi
nombre se había escuchado por primera vez, aunque, en realidad, nunca haya
tenido conciencia de aquello.
La carta que guardé en uno de los bolsillos de la chaqueta, que indicaba,
por parte del Juez Juan Guzmán, que las pericias de reconocimiento de osamentas
para los familiares comenzarían en tres horas más, hacía sentir esa mañana de
octubre más completa y más llena de vida. No era fácil enfrentarse con el pasado
que nunca se pudo sentir, pero, dentro de mí, todo era reconfortante, al saber que
aunque fuese por breves segundos, estaría cerca del cuerpo de mi padre.
Bajamos por unos pequeños caminos hacia el pueblo más cercano. El
pueblo se llamaba “Esperanza”, un nombre que venía como anillo al dedo, después
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dolor era el dolor de muchos, no sólo de quienes estábamos ahí, sino de todo un
pueblo que todavía no puede cerrar las heridas de las pérdidas humanas.
Todo hubiese llegado hasta ahí, hasta las pericias forenses, de no haber
sido por lo que, con asombro, vimos aparecer a dos figuras de trajes blancos, que
estaban apoyadas en unas de las formaciones rocosas de esa zona del desierto. Las
figuras eran por supuesto dos humanos, que parecían sacados de una escena de
pastores bíblicos, sobre todo por los bastones de madera que llevaban en sus
manos. Uno de ellos habló con una voz muy fuerte y segura, y nos dijo:
- ¿Y ustedes, por qué buscan a los vivos de entre los muertos? Han de
saber que Victorio de Lorca no está en esas osamentas. Él sigue vivo.
Tomen esto, y encuéntrenlo.
El hombre hablaba con tanta fuerza y tanta seguridad, que no quise ni
siquiera preguntarle cómo era posible que dijese esas palabras, y cómo sabía que
mi padre seguía vivo. Sólo atiné a coger el trozo de papel que me estaba pasando, y
leerlo de inmediato. El escrito era corto y directo, pero muy decidor: “Si quieres
saber dónde está tu padre, ven a La Tirana, y trae las Manchas que andas trayendo.
Es algo de vida o muerte.”.
Yo me quedé mirando a Roberto, y le pasé el papel para que también lo
leyese. Me parecía muy extraño que, a pocos minutos de estar en contacto con el
supuesto cuerpo fenecido de mi padre, aparecieran unos desconocidos diciendo que
estaba vivo, y con mensajes encriptados. Roberto leía el mensaje sin poder
comprender mucho. Sentía un poco de inquietud por lo que decía, y, sin poder
controlar sus reflejos, soltó el papel, que voló con la fuerza del viento desértico.
Eso permitió que, después de ir detrás del papel, para que no se escapara, cuando
quisimos volver a donde estaban los hombres, ellos ya no estuvieran, que
desaparecieran igual que fantasmas en el desierto, lo que aumentaba mi
incertidumbre por saber si me encontraba ante algo real o imaginario. Lo único que
me pudo dejar tranquilo fue escuchar la voz de Roberto:
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Manchas, algo podían tener de verdad. Por eso, al suponer que los habitantes del
pueblo esperaban de nosotros el despertar de esa mujer, tomé esa posición de
súper-hombre, y quise llevar la iniciativa como si se tratase de una labor eterna y
de gran valor. Así se lo expliqué, en voz baja, a Roberto, quien de a poco fue
aceptando mi decisión de “seguir el juego de las ideas” de La Tirana.
Le exigí al sacerdote que abriera la cubierta del ataúd de cristal cuanto
antes, porque no estaba dispuesto a esperar más tiempo, y porque la enfermedad
del sueño eterno tenía una etapa que ni siquiera las Manchas eran capaces de
superar. El hombre actuó con sumo cuidado y rapidez, y, cuando abrió el ataúd, el
silencio de la muchedumbre no se hizo esperar. Todos se volvieron asombrados y
respetuosos por el momento que habían estado esperando.
El rostro demacrado por el tiempo de aquella mujer que yacía muerta en el
ataúd mostraba mucho sufrimiento y dolor. Parecía que los años de injusticia, de
desastres y de malos tratos que toda una casta de hombres había sufrido se hubiese
aglutinado en su piel, para mostrarles a todos los que estaban presentes que las
desgracias también se reflejan en el cuerpo. ¿Y quién era esta mujer? Lo sabría más
adelante, pero ahora se lo cuento, porque la ocasión lo amerita: ella era nada más y
nada menos que Artemisa, la hermana menor de aquel legendario hombre llamado
El Pequeño Gigante. Por lo tanto, no estábamos delante de una mujer cualquiera,
sino que estábamos al lado de una mujer que podría contarnos una vida entera, una
representante de las generaciones del pasado, que vivió en carne propia las
persecuciones y los maltratos. Yo puse mi mirada muy seria y muy penetradora en
esos ojos cerrados, que denotaban el paso de los años, la angustia y el dolor. Mal
que mal, su hermano había muerto a manos de los militares de Pinochet, y había
tenido que soportar ese karma toda su vida. Por eso quise actuar sin demorarme
mucho, y levanté la lámina de la mariposa, seguido de un potente grito:
- ¡Mujer, que todavía estás entre el trance de la vida y la muerte, abre los
ojos, y dime qué ves en esta mancha! ¡Dímelo aunque te cueste hablar!
¡Dímelo aunque sea en una voz muy baja!
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ninguna duda de que yo era su hijo, sobre todo por el color del cabello, muy rubio
y por el color blanco del rostro, fuera de mis mejillas rojas.
Luego de la escena de la mujer, tuvimos que esperar tres días para que se
repusiese, y pudiera contestar todas las preguntas que tenía pendientes acerca de mi
padre. Ella seguía recostada en su cama, aunque podía comunicarse con más
fluidez. Lo primero que le consulté era dónde estaba mi padre, y si era verdad que
él seguía vivo:
- ¡Ay, muchacho! Tu padre podría derrotar hasta la propia muerte si
fuese necesario. Es que un hombre tan decidido y fuerte como él puede
con todo y con todos. Eso lo supe cuando llegó escondido adentro del
ataúd de La Monja Blanca, cuando yo vivía en la Argentina. Ahí me
enteré que yo debía suceder el legado que ella había dejado en esta
linda ciudad de La Tirana, y ayudé a que tu padre reuniese aliados para
volver a Chile, y consiguiera sus deseos. El Gobierno Militar, o la
Dictadura de Pinochet, como le digo yo, lo tenía entre ceja y ceja no
sólo porque era comunista, sino que también porque sabía que un
militar de alto grado había participado con él en el abuso de menores
de edad de un colegio, en el sur del país. Por eso lo metieron preso con
ciertas regalías, porque él tenía información muy comprometedora para
el Gobierno, y, de alguna forma, los podía manejar. ¡Imagínate, que un
militar haya abusado de unos niños; eso era muy grave! Tu padre
estaba muy desesperado, y, por lo que me contó, él había tocado a esos
niños por toda la confusión que había en su mente. Yo no lo justifico,
pero lo comprendo. Eran tiempos muy tensos, muy oscuros, nadie vivía
en paz, sobre todo si eras del otro bando… Hubo cientos a quienes los
torturaron muchísimo… Esa época… Ya no me quiero ni acordar…
- Le comprendo, pero ¿dónde está él ahora…? ¿Está en La Tirana…?
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- No, no, no… Él no está aquí… Yo la última vez que supe de él fue en
mi visita a Villa Rorschach, hace unos cuatro o cinco años… Ahí vive
La Paciente… Ella debe saber dónde está ahora…
- ¿Y quién es La Paciente…?
- Es la Doctora Mayor de Villa Rorschach… Una señora de tantos años
como yo, pero muy jovial. A veces, la envidio por eso…
- ¿Y dónde está esa villa?
- Que te lo diga Roberto. Él conoce el Desierto de Atacama tanto como
yo…
- ¿Roberto…?
Miré con mucha extrañeza a Roberto. Me parecía muy extraño que
Artemisa asegurase que él sabía dónde estaba esa villa, y, lo que más me parecía
extraño, es que ella lo nombrase como si lo conociera de toda la vida. Roberto,
como si presintiese que con mi mirada lo estaba inculpando, de inmediato salió al
paso, y me dijo que Artemisa lo conocía desde aquella vez que había presenciado
una de las Fiestas de la ciudad, y que ella era muy fisonomista, y siempre se
recordaba de los rostros.
Hubiese seguido interrogando a Roberto de no haber sido por la potente
irrupción de dos personajes que jamás hubiese pensado haber visto en medio de la
conversación con Artemisa. Los dos derribaron la puerta de su casa como si fuesen
parte de un batallón de guerra, y como si fuesen dueños de todo lo que había a su
paso. Llevaban en sus rostros las mismas máscaras que utilizan los bailarines de la
Fiesta de La Tirana. Uno tenía la máscara de un diablo cornudo; y el otro, una
máscara de negro marañón. Artemisa se puso muy nerviosa cuando los vio, y se
cubrió el rostro con la sábana de la cama como si se tratase de seres malvados.
El que llevaba la máscara de diablo no demoró en hablar, y apuntándome
con el dedo, me dijo:
- ¿Tú eres Rojo Del Solar, el psicólogo famoso que viene del país del
norte?
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- Sí, soy yo. ¿Quién eres tú? ¿Qué quieres de mí? – Le respondí.
- Formo parte de la famosa Caravana de la Muerte, y La Paciente me ha
ordenado buscarte para ir a Villa Rorschach. Deja lo que estás
haciendo, y sube a la grupa de mi caballo. ¡Y tú, Roberto, también has
lo mismo, de inmediato! – Respondió el enmascarado.
Por un momento pensé que nos darían tiempo para despedirnos de
Artemisa, pero el otro enmascarado me cogió del hombro, y me hizo subir con
rapidez al caballo. Roberto hizo lo mismo, aunque sin la necesidad de ser
arrastrado. Yo debo aceptar que no opuse resistencia porque, si de todas formas
teníamos que ir a Villar Rorschach, llegar cuanto antes era mucho mejor. Lo único
que me mantenía inquieto es que todos se dirigían a Roberto como alguien
conocido. Era cierto que ya me había aclarado de su visita a La Tirana años atrás,
lo cierto es que ¿por qué ahora estos enmascarados también parecían conocerlo?
Por lo demás, ¿quiénes se ocultaban detrás de esas máscaras? Los dos tenían unas
pistolas atadas a la cintura, y eso me intimidaba de preguntarles cuáles eran sus
intensiones y quiénes eran. En cualquier momento, podían reaccionar mal, y
disparar contra nosotros. Ya estábamos fuera de la casa de Artemisa y de La
Tirana, y cabalgábamos por el desierto. Sólo quedaba esperar a llegar a Villa
Rorschach, para salir de todas las dudas.
Pensé que sólo esos dos hombres nos llevarían por el desierto, pero, a
medida que avanzábamos, otros más, también montados a caballos, se unían detrás
de ellos. La mayoría de ellos estaban vestidos con trajes oscuros, parecidos a los
que usan los monjes gregorianos, por lo que era casi imposible verles el rostro.
Llevaban en sus manos unas lanzas de madera, y hacían un gesto de saludo cuando
veían que se añadía alguien más. Ahora podía comprender por qué se hacían llamar
la Caravana de la Muerte. Roberto me miraba de reojo, y yo también hacía lo
mismo. La desconfianza hacia él seguía creciendo, y sólo deseaba que el viaje se
acabara pronto.
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Desde ese momento supe que había llegado mi hora. Todo había sido parte
de una maraña de mentiras y de situaciones creadas para llegar hasta el desierto, y
acabar conmigo sin más trámites. Era evidente que Roberto estaba detrás de este
viaje, y era evidente que yo había caído como un imbécil. La vida entera pasaba
por mi mente en pocos segundos, y ya me sentía más muerto que vivo. El silencio
del desierto me hacía pensar en la forma en que esos cientos de hombres, como mi
padre, fueron acribillados durante la Dictadura, en medio de la soledad de la nada
misma. Iba a lanzar un grito de furia y de despedida de este mundo, cuando, una
potente voz gritó:
- ¡Ahora! ¡Disparen!
Un fuerte estruendo de disparos acabó con el silencio, y yo, como instinto
humano, cerré los ojos y me agaché un poco, pensando que podría esquivar los
disparos que, pensé, se dirigían a mí. Pero nada de lo que imaginaba sucedió. Yo
seguía vivo, y no sentía en ningún momento estar en otro sitio. Me tocaba el cuerpo
para saber si tenía alguna herida que no sentía, y no sentía nada. De improviso,
volví a escuchar en el oído la voz del enmascarado, que me dijo:
- Agradece al Cielo, porque hoy te has salvado. ¡Pero ten cuidado!, que
nos podemos encontrar de nuevo, en cualquier parte del mundo.
Sin darme tiempo para responderle ni para perder su tiempo, el
enmascarado le gritó a toda la Caravana que el trabajo se había realizado por hoy, y
que ya debían partir. Escuché cómo los caballos iniciaban su trote, y parecían
desaparecer de ese punto del desierto. Me sentía muy extraño siguiendo en esa
posición, hincado, y sin saber con certeza qué pasaba a mi alrededor. Hasta que
sentí que alguien me quitaba la venda de los ojos. Al frente de mí se presentaba una
mujer no demasiado alta, con un cuerpo delgado y con un largo cabello
encanecido. No parecía tener más allá de 50 años, y me miraba con un rostro de
alegría, como si estuviese mirando a alguien a quien apreciaba demasiado. La
mujer se agachó un poco, para estar a la misma altura que yo, y me abrazó muy
despacio. Yo todavía no podía reaccionar de todo lo que había pasado, y sólo insté
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a devolver su abrazo con duda e inseguridad. No sabía quién era esa mujer, y no
sabía qué es lo que estaba pasando. Ella salió del silencio con una voz muy
conciliadora:
- No te preocupes, ellos ya se fueron, y no volverán. Ahora es tiempo de
que vayamos a Villa Rorschach. Estamos a pocos pasos. Ponte la chaqueta y la
camisa, y caminemos.
- ¿Y quién es usted? – Le pregunté.
- Me dicen La Paciente, soy la Doctora Mayor de la Villa.
- ¡Ah, es usted…! ¿Y Roberto dónde está?
- ¿Roberto…? Yo no veo a nadie más aquí… Sólo estamos nosotros…
- ¡Pero si Roberto venía conmigo! ¡Es imposible…! ¿Y dónde están los
enmascarados y la Caravana…?
- Te dije que ya se fueron y no volverán… Caminemos… Tengo algo
importante que hablar contigo…
Avanzamos unos cuantos metros en línea recta, golpeados por el viento del
desierto. A veces miraba hacia atrás, pensando que Roberto aparecería en alguna
parte, pero no veía a nadie. Pensar en su desaparición me hacía tener mayores
dudas, y completaba todas mis sospechas de que él estaba coludido con la
Caravana. Aunque también pensaba por qué los hombres no me habían matado, y
si él estaba con ellos para buscar mi muerte, por qué no concretar lo que podrían
haber logrado con mucha facilidad.
Mis dudas se acabaron cuando estuve en la puerta de entrada de Villa
Rorschach. Se notaba un sitio apacible, una especie de oasis en medio del desierto.
Me parecía extraño que un centro de tratamiento de trastornos mentales estuviese
instalado ahí, en la mitad de la nada. La Paciente me respondió que así lo había
establecido, hace más de cincuenta años, El Pequeño Gigante, y, mientras me
hablaba de todo esto, me paseaba por todos los caminitos de tierra pedregosa de la
Villa, y me contaba lo bien que le hacía atender a pacientes que no podrían tener un
mejor futuro si no fuese por los cuidados de los especialistas. Me mostró una
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estatua en honor a El Pequeño Gigante, que ella misma había mandado construir en
el centro del recinto. La figura estaba hecha con granito negro, y, en las manos,
llevaba una lámina de las Manchas de Rorschach, la de la Mariposa. La Paciente
suspiró un poco, y me dijo:
- Esas Manchas… Tantas historias que se han vivido con esas
Manchas… A veces me gustaría que las cosas hubiesen sido distintas,
y que esas Manchas significasen sólo un test de ayuda psicológica, y
no el símbolo de hombres que vieron truncadas sus vidas y sus sueños,
y que ni siquiera pudieron tener un debido funeral…
- ¿Usted conoció a El Pequeño Gigante y a mi padre, cierto…? – Le
espeté.
- ¡Por supuesto que los conocí! ¡O de lo contrario no estaría aquí!–
Respondió.
- ¿Mi padre está vivo, cierto…? ¿Dónde está, usted lo sabe?
- Sí, yo lo sé…
Dimos un par de vueltas por otros sectores de la Villa. A veces aparecían
algunos especialistas, que le hacían preguntas a La Paciente. Ella les respondía, y
les firmaba unos documentos que traían. Nos paramos al frente de una casita
apartada del resto de la Villa. Ahí, La Paciente siguió el discurso que había dejado
inconcluso antes:
- La Dictadura de Pinochet no es del color negro que todos pintan. Así
como esa Caravana que te acaba de perdonar la vida, hubo muchos
militares que accedieron a concesiones, sobre todo si había situaciones
que comprometían a esos mismos militares de por medio. En esa
pequeña casita que está en frente de nosotros tu padre fingió que era un
Detenido Desaparecido hace poco más de diez años. Él no es el único.
Hay muchos supuestos Detenidos Desaparecidos que hoy viven
enclaustrados en lugares apartados del mundo. Ellos quisieron seguir
una vida en el anonimato, al ver que sus pretensiones de revolución se
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eso. Debo confesarle que lo hice por la memoria de mi padre. Tal vez en realidad él
estaría más seguro si yo me abstenía de acercarme a su lado. Así fue como me subí
al helicóptero, y, en el ascenso, veía más pequeña la figura de La Paciente, que se
despedía de mí con un saludo.
Ahora, que han pasado cuatro años desde esa despedida, y tengo una nueva
oficina en Nueva York, pienso en ese viaje como una visita al mundo del pasado
que nunca pensé vivir. No sé si Roberto era un fantasma que venía de ese pasado;
tampoco sé si la Caravana era parte de imaginaciones mías, o si en realidad estuve
al lado de mi padre en Torrijos. Sólo sé que sigo usando las láminas de las
Manchas de Rorschach cuando examino a mis pacientes, o cuando debo
seleccionar a un postulante para cierto trabajo. Y las siento como parte de mí
mucho más de lo que pudiera. Las siento como parte de mi vida, de todo lo que un
día quise ser y lo que ahora soy. Así salgo a mirar por la ventana, en las noches de
luna llena, y, pienso dónde podrá estar mi padre; en qué lugar del mundo estará
caminando; dónde estará viviendo sus últimos días; y, al mismo tiempo, llevo la
carta que me escribió en mis manos, y leo la frase final que, como si supiese dónde
estoy, como si supiese la forma en la que se cura la aflicción y el tormento de todos
los hombres, me dice desde alguna parte: “No se aflijan por mí ni sientan que sus
dificultades son insuperables, porque recuerden que, después de la noche, siempre
viene el día”.
FIN.
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POST SCRIPTUM
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los demás –la madre de la víctima y Victorio–, se pretendía sellar con dinero y con
regalías. Uno de los sargentos encargados del recinto me citó un día a una reunión,
y me indicó cuánto valía quedarme callado. Yo fui directo, y le respondí que no se
preocupara, porque los psicólogos forenses no necesitamos de pagos, ya que ese es
nuestro trabajo, y actuamos a conciencia de saber que hay muchos casos, y que
todos y cada uno tiene particularidades. Tal vez por eso hoy sigo vivo, porque
hablé son sinceridad. Esos militares bien podrían haber obtenido mi silencio sólo
con haberme disparado un balazo.
Durante la entrevista que tuve con el niño, pretendía realizar las preguntas
de rigor que estaban preestablecidas, pero pude darme cuenta de que, en la
habitación, no había ningún de resguardo militar, y tampoco estaba la madre. En
ese año –1975–, no existían cámaras de vigilancia ni vidrios polarizados ni gran
tecnología, por lo que, después de verificar alrededor del cuarto, me decidí a ir más
allá de la rutina y ahondar en los pensamientos de aquel niño abusado por Victorio
y el militar. Esas preguntas estaban muy bien guardadas en una de mis estanterías,
y hoy, treinta años después, a modo de epílogo de esta historia, las expongo, para
que cada cual saque sus conclusiones.
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LA VÍCTIMA
Extracto de Informe
Entrevista
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La sala que nos habían dispuesto tenía sólo dos sillas, y estaban separadas
una de la otra, por lo que me acerqué al niño con un tono de paternidad y de
compañerismo, para hacerle las consultas de rigor, y lograr un clima más amable.
Él se notaba, en general, sereno, parecía no tener un gran sufrimiento en su mente o
en su cuerpo. No quise ser alguien alejado de su entorno y de su vida, por lo que,
desde el primer minuto, lo traté como a un conocido de siempre:
- Hola. ¿Cómo estás? ¿Te sientes tranquilo?
- Sí… Sólo tenía un poco de hambre, pero ya me dieron algo de comer…
- ¿Sabes para qué estamos aquí, cierto?
- Sí, me dijeron que usted iba a hacerme unos exámenes a la cabeza…
- Algo así. Pero no sólo eso, me gustaría que no tengas miedo, y me
expreses cada uno de los momentos en que esos hombres grandes tocaron tu
cuerpo. Yo sé que es algo muy tremendo y horrible; me dijeron que no podía
hacerte estas ocultas; pero deseo saber tu impresión de todo esto.
- No es algo muy agradable… No tengo ganas de hablar del tema… No
quiero recordarlo…
- Te prometo que esto quedará entre tú y yo; esto no estará en el informe
oficial… Tú sabes que ahí afuera están los inculpados, y esto podría ayudar
mucho…
- No lo sé… No estoy seguro…
- Bueno, antes dime, ¿qué ves en esta mancha…?
- ¿Qué veo ahí…? Una mariposa…
- ¿Ves algo más…?
- También puede ser una araña grande…
- ¿Y dónde ves la mariposa?
- En toda la lámina…
- ¿Y la araña?
- También.
- ¿Te gustan estas láminas de las manchas? Mira, tengo varias…
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razones para hablar con mi tío, y siempre me respondía que era para conocer
información del Gobierno Militar. Mis padres no querían mucho a mi tío. Ellos
pensaban que era alguien oscuro y de malas costumbres. Ellos hablan sobre
muchas palabras que yo no entiendo; palabras de política. Pero yo no veía tan así a
mi tío, porque, a veces, cuando salía temprano del colegio, me escapaba a su casa,
y hablaba con él varias horas. Mi tío vive en una parcela grande, mucho más
grande que mi casa, y varias veces, cuando llegaba, estaba con sus compañeros
militares. Él prestaba su casa para hacer maniobras de disparos, y eso a mí me
gustaba, me sentía bien cuando me enseñaba a empuñar el arma y otras cosas.
Algunas personas, como mis padres, me decían que los militares eran personas
malas, que usaban las armas para derribar al enemigo. Yo no quería escuchar esas
palabras, nunca me gustaron.
Había pasado casi un mes que no iba a la casa de mi tío, y, para no estar tan
aburrido, se me ocurrió ir. Ya era el mes de agosto, eran días de lluvia y de frío,
pero ese día estaba despejado. Quería darle una sorpresa al tío, y me di la vuelta a
su parcela, para entrar por la cocina, y, cuando estaba dentro, me pareció escuchar
varias voces que se reían, y una de ellas me pareció muy conocida. Era la voz de
ese señor Victorio. Se reía a carcajadas con mi tío y unos militares que habían ido a
visitarlos. Todos estaban tomando cerveza, y parecían estar borrachos. Me extrañó
ver a quien era el profesor de la escuela celebrando de esa forma. Yo no puedo
decir que era un pecado tomar y disfrutar, pero se veía muy raro en una persona
calmada y sencilla como él.
Escuché algo de sus conversaciones; no me acuerdo muy bien, pero entre
mi tío y el señor Victorio decían:
- ¿No te parece que ha pasado mucho tiempo…? ¿Cuándo nos vas a
decir dónde esconden las armas tus amigos…?
- ¡Cuando ustedes me ayuden a cruzar el país…!
- ¿No te parece que estás pidiendo mucho…? ¡Nosotros te estamos
perdonando la vida! ¡Hace tiempo que podríamos haberte matado…!
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Esa palabra, matado, me asustó mucho, y boté uno de los frascos con
mermelada que el tío guardaba en el desván. El sonido alertó a todos, por lo que
tuve que salir de la cocina, y mostrarme ante todos. El tío parecía estar algo
eufórico, y se mostraba muy contento de verme. Hacía gala de que yo seguiría el
camino de la milicia, por mi gusto por las armas, y se reía mucho. De a poco fue
agotándose por el efecto del alcohol, y se quedó dormido en la mesa. Uno de los
otros militares hablaba conmigo y con Victorio con mucha amenidad. Se veía un
militar joven; yo pienso que tenía la mitad de la edad de mi tío. Él, en un momento,
me dijo:
- ¿Sabías que tu tío guarda un arma muy grande y poderosa en el cuarto
de herramientas que está ahí afuera? ¿Qué te parece si vamos para allá,
y practicamos?
- Sí, sería agradable. – Le respondí.
- ¡Vamos, Victorio, acompáñanos…!
El militar y el señor Victorio caminaban algo mareados hacia el cuarto de
herramientas. Los dos se veían alegres, y se lanzaban miradas cómplices. Antes de
entrar al cuarto, el militar se sacó la polera y se quedó a torso desnudo. Dijo que
antes de mostrar las armas, debía hacer un calentamiento de rutina militar. Le dijo
al señor Victorio que hiciera lo mismo, y él me pidió que también los acompañase.
A mí me agradaba la rutina militar, así que opté por seguirlos. Cuando entramos al
cuarto, el militar comenzó a tocar mi cuerpo. Me decía que tenía buenos brazos,
musculados y definidos, para ser tan joven. También tocaba, por fuera del pantalón,
mis piernas, mi trasero y mi pene. Él me decía que en esas zonas faltaba condición
física, y me pidió que me sacara el pantalón y la ropa interior, para analizarla. Yo
seguía con la idea de la rutina militar, pero hubo un momento en que él también se
quitó el pantalón y la ropa, y me giraba el cuerpo, mientras pasaba su pene por mi
trasero y la entrepierna. Me decía al mismo tiempo:
- ¿Viste que esta arma sí que era grande y poderosa? Ésta es arma de
militar...
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Le dije al niño –que empezaba a llorar– que no siguiera, que ya había sido
todo por ese día. Le di las láminas de las Manchas, y le pedí que se retirase. Sin
duda que la entrevista había finalizado.
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VALE. EBEN-EZER.
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