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Desde el punto de vista histórico, el primer tercio del siglo XX se caracterizó por grandes tensiones y enfrentamientos
entre las potencias europeas. Por su parte, la Primera Guerra Mundial (entre 1914 y 1918) y la Revolución Soviética (en
octubre de 1917) fomentaron las esperanzas en un régimen económico diferente para el proletariado. Tras los felices años
1920, época de desarrollo y prosperidad económica conocida como los años locos, vendría el gran desastre de la bolsa de
Wall Street (1929) y volvería una época de recesión y conflictos que, unidos a las difíciles condiciones impuestas a los
vencidos de la Gran Guerra, provocarían la gestación de los sistemas totalitarios (fascismo y nazismo) que conducirán a la
Segunda Guerra Mundial. Desde el punto de vista cultural, fue una época dominada por las transformaciones y el
progreso científico y tecnológico (la aparición del automóvil y del avión, el cinematógrafo, el gramófono, etc.). El
principal valor fue, pues, el de la modernidad (o sustitución de lo viejo y caduco por lo nuevo, original y mediado
tecnológicamente). Por su parte, en el ámbito literario era precisa una profunda renovación. De esta voluntad de ruptura
con lo anterior, de lucha contra el sentimentalismo, de la exaltación del inconsciente, de lo racional, de la libertad, de la
pasión y del individualismo nacerían las vanguardias en las primeras décadas del siglo XX. Muchos artistas de este
período participaron en la Primera Guerra Mundial. Europa vivía, al momento de surgir las vanguardias artísticas, una
profunda crisis. Crisis que desencadenó la Primera Guerra Mundial, y luego, en la evidencia de los límites del sistema
capitalista. Si bien «hasta 1914 los socialistas son los únicos que hablan del hundimiento del capitalismo», como señala
Arnold Hauser, también otros sectores habían percibido desde antes los límites de un modelo de vida que privilegiaba el
dinero, la producción y los valores de cambio frente al individuo. Resultado de esto fue la chatura intelectual, la pobreza y
el encasillamiento artístico contra los que reaccionaron en 1905: Pablo Picasso y Georges Braque con sus exposiciones
cubistas, y el futurismo que, en 1909, deslumbrado por los avances de la modernidad científica y tecnológica, lanzó su
primer manifiesto de apuesta al futuro y rechazo a todo lo anterior. Así se dieron los primeros pasos de la vanguardia,
aunque el momento de explosión definitiva coincidió, lógicamente, con la Primera Guerra Mundial, con la conciencia del
absurdo sacrificio que ésta significaba, y con la promesa de una vida diferente alentada por el triunfo de la revolución
socialista en Rusia. En 1916, en Zúrich (territorio neutral durante la guerra), Tristan Tzara, poeta y filósofo rumano,
prófugo de sus obligaciones militares, decidió fundar el Cabaret Voltaire. Esta acta de fundación del dadaísmo, explosión
nihilista, proponía el rechazo total: El sistema DD os hará libres, romped todo. Sois los amos de todo lo que rompáis. Las
leyes, las morales, las estéticas se han hecho para que respetéis las cosas frágiles. Lo que es frágil está destinado a ser
roto. Probad vuestra fuerza una sola vez: os desafío a que después no continuéis. Lo que no rompáis os romperá, será
vuestro amo. Ese deseo de destrucción de todo lo establecido llevó a los dadaístas, para ser coherentes, a rechazarse a sí
mismos: la propia destrucción. Muchos autores vanguardistas ven en el poeta Arthur Rimbaud a un padre intelectual.
Algunos de los partidarios de Dadá, encabezados por André Breton, pensaron que las circunstancias exigían no sólo la
anarquía y la destrucción, sino también la propuesta; es así como se apartaron de Tzara (lo que dio punto final al
movimiento dadaísta) e iniciaron la aventura surrealista. La furia Dadá había sido el paso primero e indispensable, pero
había llegado a sus límites. Breton y los surrealistas (es decir: superrealistas) unieron la sentencia de Arthur Rimbaud
(que, junto con Charles Baudelaire, el Conde de Lautréamont, Alfred Jarry, Vincent van Gogh y otros artistas del siglo
XIX, sería reconocido por los surrealistas como uno de sus «padres»): «Hay que cambiar la vida» se unió a la sentencia
de Carlos Marx: «Hay que transformar el mundo». Surgió así el surrealismo al servicio de la revolución que pretendía
recuperar aquello del hombre que la sociedad, sus condicionamientos y represiones le habían hecho ocultar: su más pura
esencia, su Yo básico y auténtico. A través de la recuperación del inconsciente, de los sueños (son los días de Sigmund
Freud y los orígenes del psicoanálisis), de dejarle libre el paso a las pasiones y a los deseos, de la escritura automática
(que más tarde cuestionaron como técnica), del humor negro, los surrealistas intentarían marchar hacia una sociedad
nueva en donde el individuo pudiese vivir en plenitud (la utopía surrealista). En este pleno ejercicio de la libertad que
significó la actitud surrealista, tres palabras se unieron en un sólo significado: amor, poesía y libertad.
Efectivamente, el Creacionismo es una de las vanguardias más interesantes aparecidas en Latinoamérica, aunque lo
cierto es que, exportada por el propio Huidobro, tuvo grandes representantes en la península, como Gerardo Diego y Juan
Larrea. Además, en este caso, venía a simultanearse la existencia de una estética y una poética formuladas desde el plano
teórico con las altísimas cotas literarias logradas en el plano de la escritura poética. Quizá el lugar donde Vicente
Huidobro recopile de una manera más detallada y sistemática todos los principios de este movimiento sea en su
manifiesto «El Creacionismo», aparecido por vez primera en francés en su libro Manifestes (1925). Allí, en primer lugar,
justifica la existencia del Creacionismo antes de su llegada a París: «El creacionismo no es una escuela que yo haya
querido imponer a alguien; el creacionismo es una teoría estética general que empecé a elaborar hacia 1912, y cuyos
tanteos y primeros pasos los hallaréis en mis libros y artículos escritos mucho antes de mi primer viaje a París». Pero,
después de esa justificación, no tarda en presentar su receta particular de lo que ha de ser un poema creacionista: «El
poema creacionista se compone de imágenes creadas, de conceptos creados; no escatima ningún elemento de la poesía
tradicional, salvo que en él dichos elementos son íntegramente inventados, sin preocuparse en absoluto de la realidad ni
de la veracidad anteriores al acto de realización». Sin embargo, lo que más interesa de la formulación teórica de Huidobro
es su propuesta de poesía universal, y, por tanto, traducible, lo que nos permite comparar esta concepción poética con la
defendida por Ezra Pound, quien, al igual que Huidobro, aunaba la aportación teórica con la producción poética: «Si para
los poetas creacionistas lo que importa es presentar un hecho nuevo, la poesía creacionista se hace traducible y universal,
pues los hechos nuevos permanecen idénticos en todas las lenguas». De todas maneras, es al final de este manifiesto
donde Huidobro se ratifica en su idea del poeta como creador -equiparable, por tanto, a Dios-, de ahí que tome las
palabras que ya había publicado en Horizon carré: «Hacer un poema como la naturaleza hace un árbol».
Sin duda, el poema que mejor puede justificar toda la formulación teórica del Creacionismo es Altazor o el viaje en
paracaídas, reconocido unánimemente como la obra maestra de Vicente Huidobro. Aunque publicado en 1931, este
extenso poema-libro comenzó a gestarse en la temprana fecha de 1919, poco tiempo después de que el poeta chileno
entrara en contacto con la intelectualidad madrileña tras haber pasado previamente por París. Altazor está dividido en
siete cantos precedidos por un «Prefacio» en prosa. Lo cierto es que, aunque se reconoce su importancia intrínseca, la
crítica ha trazado líneas de interpretación de carácter divergente, una de las cuales aborda la lectura del poema como un
camino hacia la invención de un nuevo lenguaje poético. Así, el canto I -que consta de 684 versos- supone una
identificación de Altazor con Dios; el canto II -de 170 versos- está dedicado a la mujer amada y es, en realidad, un largo
poema amoroso; en el canto III -160 versos- Huidobro nos abre el camino para la desarticulación del lenguaje; el canto IV
-339 versos- se basa especialmente en el uso de la sintaxis, llegando a un lugar de ruptura total con el significado; en el
canto V se desarrolla, a lo largo de 637 versos, la idea de poesía como juego; el canto VI -175 versos- ya supone la
ausencia de significación, aunque el léxico es todavía familiar; y, por último, el canto VII -67 versos- llega al lugar donde
el lenguaje se inventa y lo único que se respeta es el sistema fónico, pero liberado de toda significación, radicalizando
algunos de los presupuestos del Cubismo literario y llegando hasta el descalabro significativo, esto es, hasta un lenguaje
poético abstracto, para lo cual ha empleado el plazo establecido por esos siete cantos que pueden recordar sin violencia
los siete días de la Creación enunciados en el Génesis.
Y es que, no en vano, Altazor ha sido, de todas las obras de Huidobro, la que ha despertado mayor interés para la
crítica. Junto a su faceta como poeta y teórico del arte, en general, y de la poesía, en particular, se pueden destacar las
diferentes aportaciones de Vicente Huidobro al campo de la novela, género que también intentó renovar (Mío Cid
Campeador, 1929; Papá o el diario de Alicia Mir, La próxima, y Cagliostro, todas de 1934; Tres novelas ejemplares,
1935, en colaboración con Hans Arp), y, del mismo modo, no deben olvidarse sus diferentes incursiones en la
dramaturgia (Gilles de Raiz, 1932, y En la luna, 1934). Huidobro, en definitiva, dedicó toda su vida a la literatura, lo que
le permitió moverse con soltura dentro de los distintos géneros, aunque bien es verdad que alcanzaría su epicentro
creativo durante la gestación y posterior publicación de Altazor, esto es, durante el período que va de 1919 hasta 1931,
coincidiendo con los años más brillantes de las diferentes vanguardias, a las cuales contribuyó con su imprescindible
Creacionismo, de factura propia, aunque heredero, sobre todo, del Cubismo literario y del Futurismo.