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Cuadernos Bicentenario
presidencia de la república
Historiadores chilenos
frente al bicentenario
Fotografías portada:
Palacio de La Moneda. Archivo particular de Francisco de la Maza.
Premios Nacionales de Historia en el encuentro.???????.
Archivo fotográfico de El Mercurio, gentileza de Daniel Swinburg.
Casa de Moneda de Santiago y presos de la policía.
Claudio Gay, Atlas de la historia física y política de Chile, 2ª edición,
6 Santiago, Ediciones de la Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos,
Centro de Investigaciones Diego Barros Arana, Lom Ediciones
y Consejo Nacional del Libro y Lectura, 2004, tomo i.
Impresión:
índice
Historiadores chilenos
Prólogo
el porvenir que a cada uno nos toca, deberá pasar por estas páginas en
orden a tener conciencia de la historia que carga sobre sus hombros. La
mirada que aquí se condensa, amplia, heterogénea y diversa, servirá de
prisma para observar la realidad de las futuras generaciones. Para que de
una vez por todas seamos capaces de cruzar el río y vernos a nosotros
mismos desde la otra orilla.
Santiago de Chile,
18 de septiembre de 2007
17
PRESENTACIÓN
Comisión Bicentenario
Presentación
23
Presentación
26
Presentación
Álvaro Góngora Escobedo
Director
Escuela de Historia
Universidad Finis Terrae
libro.
Hace más o menos cien años, un conjunto de intelectuales espontá-
neamente elaboraron ensayos interpretativos de la realidad que experi-
mentaba el país en los años próximos al “centenario de la república”. No
eran, profesionalmente, lo que se designa en la actualidad con la palabra
‘historiadores’, pero todos elaboraron sus interpretaciones o ensayos, re-
curriendo a la perspectiva histórica y no podía ser de otra forma. En to-
do caso, eran tiempos donde existía mucho más cultura histórica entre
los chilenos pensantes. Pertenecían a segmentos sociales diversos y eran
portadores de ideologías muy diferentes. Sin embargo, casi todos estu-
vieron motivados por las mismas preocupaciones: ¿cuánto y en qué había
cambiado el país en un siglo de vida republicana? ¿Qué identificaba a los
chilenos de entonces? ¿De haber existido progreso, en cuál aspecto de la
realidad nacional se podía apreciar? Hubo en ellos un común denomi-
nador: Chile estaba afectado por una crisis y existían carencias sociales y
culturales.
Estamos ad portas de conmemorar el segundo centenario de vida re-
publicana y durante el segundo siglo el país ha experimentado profundos
procesos de cambios en varios sentidos y la crisis más dramática de su his-
toria. Se cuenta con más medios para conocer el pasado y para difundir
los conocimientos adquiridos. De seguro, las condiciones de hoy son muy
diferentes a las del primer centenario. Sabemos más sobre nuestro pasado,
Presentación
tinto, verá cómo la Historia es una ciencia a la que se puede arribar desde
los más variados ángulos y concluirá, finalmente, que no aprendió nada y
que lo aprendió todo.
Como comprenderán los que lean esta presentación, quien la suscribe
no leyó todos los artículos, pero conoció muchos de ellos, tal vez los más
y de los que leí, doy fe que aportan a la reflexión historiográfica los más
de ellos.
Naturalmente, como era de esperarse, los escritos por los viejos y con-
sagrados cultores de la historia constituyen un valioso aporte, pero lo que
sorprende, gratamente al lector, son los escritos por jóvenes historiadores
porque ello presagia un futuro de la ciencia histórica que nos enorgullece
a los que servimos como profesores y guías de tesis.
La iniciativa que inició Luis Parentini y secundaron las universidades
que firman este libro, entre ellas la nuestra, ha llegado a su fin y se entrega
al conocimiento del público una obra que contiene el pensar de los culto-
res de la Historia que actualmente ejercen en las universidades chilenas.
Los resultados de estas entregas, a los que el lector accederá con ma-
yores o menores reparos, son una muestra de lo que somos, pensamos y
sentimos los historiadores chilenos, independientemente de cual sea el
camino que tomó para exponer sus ideas.
Vaya para todos los que participaron en este libro mis personales agra-
decimientos y los de mi universidad, por su entrega. A los que profundi-
zaron en un tema de su especialidad, gracias; a los que ensayaron sobre el
cómo será la historia del futuro, gracias; a los que abordaron temas histó-
30 ricos desde sus particulares ópticas, gracias.
Ricardo Krebs
1982
Innovación y continuidad
Sergio Villalobos
1992
ejercitando su pobre pluma. Pero en ello había mucho más que una ha-
bilidad: estaba la identificación con la nación y el deseo de unirse a su
epopeya.
Desde la elite se ejercía una influencia que iba mucho más allá de la
educación. Había una ética y un estilo de vida que se transmitían de mane-
ra inconsciente y traspasaban a la clase media en su desarrollo. Y alcanzaba
también al bajo pueblo. Los ideales cívicos, la conducta moral pública y
privada, la manera de comportarse y aun la vestimenta, eran imitados en
el afán de mejorar de condición y parecer dignificados. Todo ello hasta que
los movimientos políticos y sociales de la primera mitad del siglo xx crea-
ron paradigmas propios del sector medio y del bajo pueblo.
La imitación había sido poderosa y quizá nunca ha desaparecido por
completo.
Durante el siglo xix, la separación sicológica de los de arriba y los de
abajo, aunque era pronunciada, no se manifestó en la vida pública hasta
la última década de aquella centuria. Y llama la atención la iconografía
de la época, en las fotos y los grabados, cómo se producía un encuentro
espontáneo que superaba las diferencias. Damas y caballeros, hombres y
mujeres pobres, aparecen confundidos en las celebraciones, en la Alame-
da de Santiago y en el Campo de Marte. Posteriormente, en las salitreras,
los obreros, con su mejor arreglo, en ropas de ciudad, bailan con las es-
posas de los jefes.
Existe una fotografía del gremio de la construcción Fermín Vivace-
ta, donde su directorio aparece correctamente sentado y de pie, con sus
miembros en traje de calle, zapatos y corbata, imitando el estilo del alto 59
grupo social.
La iconografía muestra acercamiento y una convivencia, que la docu-
mentación escrita suele ignorar poniendo el énfasis en lo conflictivo. Na-
die podría ignorar la injusticia del sistema social y las tensiones existentes
en él, que tuvieron manifestaciones trágicas, pero al mismo tiempo debe
tenerse en cuenta la convivencia y la comprensión, que una historiografía
tenebrosa ignora de manera absoluta.
Los aspectos negativos y dramáticos, basados en los “archivos de la re-
presión”, dominan toda la escena en las décadas de contacto de los siglos
xix y xx.
Pese a la conflictividad social, un aire de comprensión y entendimiento
recorre toda la historia del país, dándole un carácter evolutivo en términos
generales, que es efecto y causa a la vez, de una gran unidad nacional. En
ello han intervenido muchos factores, como la movilidad social, la forma-
ción de una clase media, la política social del Estado, el desenvolvimiento
económico, la conciencia de una historia exitosa y la vivencia de una tarea
en común.
Deseo, por último, plantear una paradoja: Chile ha sido un país pobre.
Ha habido una digna pobreza, que ha sido fuente de virtudes, considerado
el asunto en forma global.
En los siglos de la dominación española fue una pobre colonia, esca-
samente productiva y que debía ser mantenida con el aporte de la Coro-
na. El “real situado” enviado para la subsistencia del Ejército, constituyó
Mario Orellana
1994
Mateo Martinic
2000
experiencia que debe ser recogida. Sabemos que hay desigualdades de gé-
nero que tenemos que superar; que tenemos inequidad en la distribución
del ingreso, situación que debemos cambiar obligatoriamente, en tanto
sea posible, lo que, por cierto, no es una tarea fácil. Sabemos que hay ta-
reas pendientes en el orden de la salud y de la educación pública, no obs-
tante, todo lo que se ha adelantado estos últimos años, como la hay en la
indispensable reforma de la previsión social, para hacerla más justa y favo-
rable para cuantos han vivido prácticamente de sus remuneraciones. Hay,
además, deudas pendientes que afectan a la nación chilena y entre ellas
ciertamente la más importante es la que se refiere a la desigualdad que se
ha dado y se da en la evolución y desarrollo de las diferentes regiones de
la república, que es la consecuencia directa de la concentración de poder
y de recursos en el centro metropolitano del país.
Lo acontecido en Chile en la materia que interesa, deriva del suceso his-
tórico ocurrido hace tres siglos, como fue el cambio de la dinastía de los Aus-
trias a los Borbones en el gobierno del imperio español. Con los Borbones
se inició en España, en sus colonias o reinos indianos americanos el desarro-
llo fuerte y sostenido del centralismo gubernativo y administrativo que, en
el caso de Chile, marcaría fuertemente nuestra evolución y nuestra vida re-
publicana. Constituimos al independizarnos un Estado unitario, pero al mis-
mo tiempo tremendamente centralizado, una república donde se aprecia la
macrocefalia de su capital, Santiago, que no deja crecer demográficamente,
así como en riqueza, poder e influencia. Basta venir acá de tanto en tanto
para maravillarse con los cambios que se producen y para comparar cómo
70 es de diferente en el resto del territorio nacional, con distintos matices.
No es justo que eso suceda, no es justo que eso sea así y pienso que ca-
mino al bicentenario tenemos que reflexionar acerca de cómo enmendar
esa inequidad. La historia nos muestra cómo en diferentes momentos se
intentó reaccionar contra ese mal, contra esa práctica equivocada y viciosa:
así el intento federalista de 1826, la ley de la comuna autónoma de 1891,
que no pasó de mera declaración, como fue la propuesta de creación de
asambleas provinciales en la Constitución de 1925. Pero, bien se sabe,
todas resultaron fallidas como experiencias debido a diferentes razones,
principalmente por falta de decisión para eliminar ese mal desde la raíz.
Afortunadamente, en tiempos más recientes, de veinticinco años a esta
parte, se ha ido desarrollando la regionalización. Se ha adelantado en eso,
aunque desde mi punto de vista ni tan rápido ni tan intensamente como se
debiera, incluso hasta con retrocesos puntuales, como sucedió con la dis-
posición constitucional de 1980, que asignó numerales a las regiones chi-
lenas, para los efectos de su identificación siguiendo el régimen castrense
que entonces nos regía, inspirado, al parecer, en las legiones romanas, y
que condujo al fin a una preterición de los antiguos y queridos nombres
histórico-geográficos, contribuyendo a la progresiva pérdida de la indivi-
dualidad de las regiones nacionales. Afortunadamente, y de ello nos ale-
gramos, de manera especial, la reciente enmienda constitucional de 2005
eliminó la asignación numeral de marras.
La gran tarea inconclusa de cara al bicentenario de la república es la
de saldar la deuda que se mantiene con las regiones chilenas. Creo que
Lautaro Núñez
2002
En verdad, la sociedad del desierto logró crear sus propios logros civi-
lizatorios a través del desafío de ganarse el afecto de la Reina de los Desier-
tos, ese paisaje magro, áspero, pero lleno de recursos ocultos y difíciles,
apto para pioneros y soñadores profesionales, capaces de culturizarla con
delicadeza, hasta hacerla su única tierra posible. De ellos recibimos esta
tierra mansa y culta, completamente poblada de cordillera a mar. Del sen-
dero a la pirca, de la pirca a la aldea, de la aldea a la ciudadela, de allí a las
ciudades y aldeas de hoy, hay sólo un paso, y que después de tantos miles
de años, sea la insensatez de una modernidad mal entendida la que ponga
en riesgo toda esta tierra por una explotación irracional de sus recursos.
Se trata de proteger sus gentes y sus obras patrimoniales, aquellos mate-
riales como las viejas arquitecturas urbanas que nos ampararon, las ruinas
de tantos pueblos en el medio de la nada, aquéllas del espíritu intangible,
entre tantos cuentos vividos y recogidos por los escritores y cantores que
saben escuchar las voces anónimas de nuestros pueblos.
Sabemos cada vez más que las tierras del norte se tornan más desér-
ticas; no conocemos bien el origen de nuestras aguas subterráneas y, por
lo tanto, el incremento a gran escala de su consumo nos conduce a una
crisis de relativo corto plazo. Las nuevas tecnologías permiten, ahora, lo-
grar más aguas subterráneas, pero el costo ambiental es desconocido. La
legislación pensada en los ríos del Chile central ha puesto el agua a precio
de mercado, se vende como si fuera cualquier producto. En consecuen-
cia, el recurso de agua utilizado hoy y en los próximos cuarenta años en
los megaproyectos mineros, involucra una cuestión ética más que eco-
nómica. Las grandes interrogantes son: ¿cuánta agua será necesaria para 79
la gran minería?, ¿cuánta para las ciudades que crecen cada vez más? y
¿cuánta para las culturas campesinas y étnicas del desierto más estéril del
planeta, hacia aquella agricultura y ganadería que perdurará después de
los impactos mineros? Que nunca más se saquen tuberías con agua de los
débiles ríos del desierto. Por cierto, los indígenas fueron los primeros en
humanizar este paisaje y como tal sostienen un derecho ancestral sobre
sus aguas. A la hora de abordar este problema en serio, los que creen de
verdad en la equidad y el respeto por las sociedades étnicas, preexistentes
a la industrialización del desierto, deberían reflexionar cual será el papel
“modernizador” del Estado. El agua para los andinos es el equivalente
a la tierra con sus bosques de las etnias del sur: ambos enraizados en la
tierra donde más se acentúa el impacto a través de una modernidad ex-
cluyente.
Los sucesos precoloniales de exclusiva naturaleza indígena perdura-
ron desde los once mil quinientos años antes de Cristo al siglo xvi, consti-
tuyendo con su permanencia actual la más larga trayectoria histórica des-
conocida o mal escrita por ser ajena a las elites enclavadas en las urbes
“civilizatorias”. El proyecto colonial durante tres siglos creó la dicotomía:
integración o extinción, mientras que la propuesta republicana en sus dos
siglos incrementó la reservación y “pacificación” (sic) para una misma so-
lución final: integración o marginación y de paso el exterminio hasta don-
de sea posible. Hoy, la apertura democrática y los tiempos de reconoci-
miento de la alteridad nos acercan a un nuevo orden, cuyo camino inédito
Jorge Hidalgo
2004
relación con lo que está pasando en este continente; la mayoría de los his-
toriadores siguen haciendo la historia de Francia, Italia, España. Cuando
hay que pensar en una historia europea, los políticos y los pueblos nos han
superado. Hay que pensar en los grandes procesos que afectan al conjunto
de estos países; uno puede estudiar la historia de España, pero pensando
en los procesos generales, lo que está ocurriendo allí y en qué se dife-
rencia de otros países. Comparto estos juicios historiográficos de Serge
Gruzinski. Adoptar esa perspectiva renovadora, menos descriptiva y más
analítica, menos chauvinista y más integradora, sería, creo, mucho más in-
formativa y nos permitiría entender mejor los procesos de globalización,
así como las realidades locales. Aprenderíamos mucho percatándonos que
los problemas de derechos humanos, por ejemplo, aun cuando afecten a
un pequeño grupo son hoy problemas universales. Así como la explota-
ción de la naturaleza y la defensa del ambiente, son, asimismo, temas glo-
bales, también ayudaría una toma de conciencia, de que lo que viene en el
futuro es una defensa corporativa de recursos de los países latinoamerica-
nos. Es probable que en el futuro si hay conflictos de intereses no vaya a
ser por el petróleo, sino por el agua. En una visión planetaria esto implica
deberes con el ambiente que cada día se tornan más apremiantes en un
mundo que sigue creciendo demográficamente, y aun cuando hay países
ricos que casi han detenido su crecimiento interno vegetativo, no pueden
evitar que la pobreza de otros atraiga inmigrantes, generándose en el ám-
bito mundial sociedades multiculturales. La interdependencia es cada día
mayor y es bueno que sea así, sin embargo, esto conlleva el respeto por
las minorías. No es legítimo, aun que pueda ser legal, que las mayorías 87
puedan avasallar los puntos de vista ajenos. Tales conductas nos alejarían
de la democracia que hemos aprendido a valorar como el espacio para el
desarrollo de la ciudadanía.
En esta perspectiva, también se pueden mirar las diversidades internas
del país. Hay discursos que enfatizan la alteridad y la exclusión abierta,
así como otros que la minimizan y que, a lo más, reconocen a mestizos.
Hay sectores sociales que miran mal a los “otros internos” y se expresan
de ellos con desdén, bordeando el racismo o cayendo abiertamente en él.
Otros, sin que se les pida, pretenden hablar a nombre de los subalternos
cuando son ellos, los grupos indígenas, los que deben hablar a nombre
de sí mismos. Los descendientes de poblaciones originarias han levantado
en las últimas décadas un discurso que defiende su alteridad y han pro-
movido verdaderos procesos de etnogénesis o de redescubrimiento de
sus identidades originarias. Es un fenómeno nuevo, en este sentido, aun
cuando sus bases culturales sean muy antiguas. En los mismos grupos ori-
ginarios hay discursos diversos que no es el caso tratar acá.
En el norte de Chile, por ejemplo, hay aimaras urbanos y rurales don-
de es más frecuente encontrar un discurso étnico explícito entre los habi-
tantes de las ciudades que han sufrido de la discriminación en las escuelas
y que les ha permitido descubrir sus diferencias, defenderlas y sentirse
orgulloso de ellas. Por otra parte, al visitar un pueblo de la precordillera,
superficialmente, se podría tener la impresión que la impronta cultural
andina hubiese desaparecido, al menos en lo religioso. Sin embargo, si se
generación, así como de los tratados suscritos por los Estados y que favo-
recen esos reconocimientos. Todo esto sería, además, impensable sin una
herramienta como Internet.
Aparecen discursos en los cuales algunos de estos pueblos se identi-
fican con el concepto de nación y sus reivindicaciones adoptan un giro
donde se enfatizan temas como la autonomía y la independencia del Es-
tado-nación chileno. Hay semillas de conflictos profundos que se ven ali-
mentados por la falta de atención y la postergación de sus problemas por
parte de los gobiernos y la incomprensión de sectores ciudadanos. Tam-
bién existe el riesgo que algunos dirigentes no evalúen adecuadamente
sus fuerzas y no aprecien las posibilidades de diálogo que ofrece la demo-
cracia y la posibilidad de llegar a acuerdos. Es un tema delicado que debe
resolverse en un proceso de diálogo y con mucha altura de miras. El país
nunca ha tenido un solo componente sociocultural como tampoco una so-
la clase social, al menos desde períodos muy antiguos en la prehistoria; en
tiempos muy recientes ha superado crisis dramáticas y ha venido amplian-
do su democracia e incorporando un mayor número de ciudadanos, de
sectores postergados y marginados al diálogo y a la participación política.
El diálogo intercultural requiere una mayor reflexión de la clase política y
de los movimientos indígenas contemporáneos.
Las identidades, como hemos señalado, no son esencias permanen-
tes, son fluidas y esencialmente históricas. En consecuencia, la identidad
nacional es un fenómeno de hoy; el día de mañana no sabemos cómo va
a ser. Como todos los que están aquí, evidentemente me identifico con
algunas de las ideologías y representaciones de mi tiempo y experimento 89
las emociones asociadas a los símbolos y valores unitarios de esta patria
diversa y desigual: como la bandera, la canción nacional, el respeto por
la Constitución y las leyes, la memoria del paisaje, las canciones y sones
de la infancia, la fiestas populares y los grandes ritos y mitos nacionales.
Sin embargo, todo ello es histórico, cambiante. Fuera de los fenómenos
geológicos profundos que cambian muy lentamente, que se expresan en
la orografía; el resto: la vegetación, la fauna, el cauce de los ríos, todo ha
sido modificado por nuestros antepasados y contemporáneos que traje-
ron nuevas especies o modificaron los espacios de los árboles nativos o
las disposiciones paisajísticas. Hasta la atmósfera ha sido modificada. Del
mismo modo, la construcción de una nacionalidad es un gesto histórico y
no un fenómeno natural. Tiene, por cierto, una realidad absoluta en nues-
tras conciencias, quién lo puede negar, pero, ¿quién nos puede asegurar si
nuestros descendientes van a tener el mismo tipo de nacionalidad o ésta
habrá evolucionado en formas culturalmente distintas? ¿Quién nos podría
asegurar que nuestros antepasados pensaran Chile como lo estamos pen-
sando hoy? Como decía un historiador francés, somos más parecidos a
nuestros contemporáneos que a nuestros antepasados.
Ahora, mirando un aspecto de la realidad histórica, como es la cons-
trucción del Estado, coincido con mucho de lo que acá se ha dicho. En Chi-
le ha habido una construcción de un Estado excesivamente centralizado,
ordenado y fuerte. Hubiese sido deseable una mayor descentralización,
una mayor participación del Estado para corregir desigualdades aberran-
tes y para construir una sociedad más equitativa y participativa, sin que
ello signifique proponer una igualdad mítica y populista carente de las je-
rarquías basadas en la meritocracia. No obstante, creo que la construcción
de la república es un fenómeno positivo que ha permitido que se creen los
caminos para la inclusión de sectores que fueron marginados por nume-
rosos procesos. Pero esta inclusión no es una regalía desde arriba, desde
la elite ilustrada; es el producto de luchas políticas, de esfuerzos organiza-
tivos de sectores que han ido cada vez adquiriendo más conciencia de sus
derechos y que en algunos casos discuten con el tejo pasado. ¿Quién no lo
haría, enfrentado a la insensibilidad, a la falta de diálogo, de participación,
a la disminución de los recursos, al aumento de la inequidad? En este sen-
tido, la aparición de conflictos, es inevitable y necesaria.
Los movimientos sociales no son fenómenos recientes, han estado lar-
vados o manifiestos por siglos en distintas instancias históricas. He podi-
do apreciar, por ejemplo, en documentación colonial del norte de Chile,
que en pequeños pueblos andinos, los pacíficos aimaras, en el siglo xviii,
se planteaban programas políticos de conquista de derechos, limitados
a las condiciones de su tiempo, para defender sus tierras y aguas. En las
condiciones coloniales se permitieron estructuras de organización de los
pueblos indígenas que les permitieron mejorar sus formas de gobierno y
sus relaciones con los grupos dominantes y el Estado. Es el caso de Pica,
donde los indígenas fueron capaces de derrocar a sus caciques, acusándo-
los de borrachos, analfabetos y de favorecer los intereses de los españoles
antes que aquéllos de la comunidad indígena. Este tipo de episodio lo po-
90 demos descubrir en la historia de todos los pueblos pasados y presentes, y
se van a seguir produciendo en el futuro. Si no deseamos comprarnos con-
flictos endémicos, debemos ser lo suficientemente razonables para crear
mecanismos que permitan resolver estos conflictos, para escuchar a los
que no han tenido voz, para atender y entender las visiones de otros y para
respetar que sean los sujetos históricos los que decidan cuál es el futuro
que le corresponde a este Chile diverso que tanto queremos.
Gabriel Salazar
2006
¿Orgullo de qué?
José Albuccó
Universidad Católica Silva Henríquez
Patricia Arancibia
Universidad Finis Terrae
N o es necesario haber leído a Carlos Gustavo Jung para saber que tam-
bién los símbolos integran la realidad. En ciertas imágenes colectivas
hay, en efecto, un poder de sugestión capaz de trasformar lo que en sí 103
mismo es un concepto en un elemento de la existencia real. No es otra la
naturaleza del próximo bicentenario. Para mí es un símbolo que ordena
el decurso ordinario del tiempo y nos invita a repasar la trayectoria de la
nación chilena.
Por supuesto, el tiempo es un continuo cuya división en períodos más
o menos homogéneos, dotados de un sentido propio, es convencional.
El bicentenario, como realidad simbólica, sirve a ese propósito racional
de orden. Seguramente el 18 de septiembre de 1810 no fue percibido de
inmediato como un punto de inflexión definitiva. Muy distinta pudo ser la
suerte del movimiento independentista que, tras muchas vicisitudes, cul-
minó en la emancipación de Chile. Un proceso, cabe señalar, que forma
parte de otro más amplio: la disolución del imperio español. La decisión
adoptada aquel día por el cabildo de Santiago, esto es, crear una junta de
gobierno que resguardara en esta lejana posesión los derechos del Rey,
cautivo de Napoleón Bonaparte, sólo al ser considerada retrospectivamen-
te por el grupo rector de la sociedad chilena, fue aceptada como el punto
de partida de una etapa histórica diferente y superior a la anterior. Con
esto quiero indicar que perfectamente pudo haberse fijado el hito inicial
de nuestra república en la victoria alcanzada en Maipú o, incluso, en un
acontecimiento posterior, como Lircay. Reitero así que el bicentenario es
una realidad simbólica y, sin embargo, o por lo mismo, plena de validez.
Preocupada, más bien, de investigar y divulgar la historia reciente de
nuestro país, no me siento competente para esclarecer el punto vinculado,
como está, a cuestiones del siguiente tipo: ¿fueron los dos siglos y medio
de la capitanía general una preparación de la república o tuvieron enti-
dad propia?, ¿qué desafíos o tareas colectivas siguieron siendo constantes?,
¿cuáles virtudes y defectos de la capa dirigente y de la masa popular per-
manecieron más o menos inalterables hasta muy avanzado el siglo xix?, ¿en
qué momento pasó a ser la nación chilena la protagonista de su historia?
Sobre el particular sólo puedo aventurar opiniones; mi campo de estudio
se inicia con el centenario. Baste lo dicho para justificar que mi comentario
se ciña a la última centuria.
Se ha debatido si la celebración del centenario fue obra exclusiva del
grupo social que hasta ese momento había dirigido a la república o impli-
có a la nación entera. Mi impresión es la última. Me parece esencial señalar
que el centenario convocó espontáneamente a todas las clases sociales en
torno a un sentimiento común que, ciertamente, no existía cien años atrás.
En 1910 el sentimiento nacional era ya una realidad poderosa, quizá el más
eficaz elemento de unidad –si no el único– entre todos los individuos que
componían Chile. Cosa distinta es estimar si se trató o no de un momento
de plenitud. Por el contrario, había demasiados indicios que apuntaban
al crepúsculo de un período por demás notable, cargado de glorias y de
progreso. La cuestión social, sin ir más lejos, o la crisis en que se debatía
un orden político paralizado porque sus fuentes se habían secado. Hubo,
pues, luces y sombras en el centenario, tal como ocurre hoy.
¿Qué celebraremos en 2010? Ante todo, cierta continuidad vital. Parece
obvio, pero no lo es. El siglo xx, en el ámbito mundial, fue una catástrofe,
104 una explosión de odio racial, religioso e ideológico que cobró millones de
víctimas inocentes. Nada similar ocurrió aquí. Luego, si observamos la tra-
yectoria de otros pueblos, salta a la vista hasta qué punto se alteraron sus
condiciones en el último siglo. Argentina, por ejemplo, parecía destinada
a contarse entre las diez potencias del mundo. Por el contrario, algunas re-
giones asiáticas parecían condenadas a ser meros apéndices coloniales de
alguna metrópoli. Las posibilidades de Chile, en cambio, se han conserva-
do constantes. Por supuesto, no siempre se aprovecharon, pero a la larga
primó el buen sentido y es lo que en definitiva cuenta.
Pasando una rápida mirada sobre estos últimos cien años, destacaría
que el cambio más intenso que ha tenido la sociedad chilena, estuvo mar-
cado por el ascenso de las capas medias de la población, que se llevó a ca-
bo de manera civilizada, sin exclusiones arbitrarias ni llamativos arrebatos.
Arturo Alessandri y Carlos Ibáñez, artífices de esa transformación, están
siendo reconocidos por la historiografía en tal carácter. En el debe, sin du-
da el papel exagerado que en tal proceso se asignó al Estado, en perjuicio
de la libertad de las personas y del reconocimiento al mérito individual,
se tradujo en la aceptación de cierto grado de mediocridad. El punto más
bajo lo constituye la década revolucionaria (1964-1973), que desintegró
la unidad nacional y se saldó inevitablemente con una intervención mi-
litar de carácter institucional. Quienes tienen por misión defender la in-
tegridad nacional cumplieron con su deber y evitaron –con costos, claro
está– una guerra fratricida de alcances inimaginados. Durante la década
siguiente se volvieron a levantar las bases de la convivencia y, rectificando
lo que había sido un error, una vez más se puso a la persona por sobre el
Estado, limitando a este último a un papel subsidiario. No fue necesario
hacer más para dar paso a una fase de inigualado desarrollo. Yo diría que
en los años de tutela militar la sociedad aprendió de sus errores y horro-
res volviendo a reencontrarse consigo misma. Salvo una ínfima minoría,
anclados en la odiosidad y el ideologismo, los chilenos se asoman hoy al
porvenir con renovada confianza, apoyados en una institucionalidad reco-
nocida como legítima.
Mi visión del futuro es optimista. Apoyados en nuestras propias fuer-
zas los chilenos hemos sido capaces de resolver nuestros asuntos internos
y de salvaguardar nuestra soberanía, incluso, frente a potenciales adversa-
rios bien armados. Las condiciones de vida de la población son netamen-
te superiores a lo que eran para el centenario; la mentalidad del hombre
común ha cambiado, dejando de creer que la política puede resolverle
sus problemas; miramos al mundo como el mercado natural de nuestra
producción... Pero advierto síntomas preocupantes. Los resabios de cons-
tructivismo social que todavía permanecen en algunos círculos del poder
han frenado una marcha que pudo ser más exitosa. Las comunidades ma-
puches segregadas por ley, la incógnita energética, la corrupción guberna-
mental y el insólito Transantiago son signos del fracaso de una mentalidad.
Peores obstáculos hemos superado. Está abierta la posibilidad de un siglo
liberal y en él confío. El bicentenario es un símbolo de esperanza.
105
DESAFÍOS Y RESPONSABILIDADES.
Reflexiones inacabadas sobre una conmemoración
“de todos” y “de nadie” al mismo tiempo
(advertencia: quedan tres años...)
107
H oy más que nunca, cuando Chile se apresta a cumplir doscientos años
de vida republicana, la historia y la disciplina histórica que estudia
los hechos del pasado, desde una perspectiva comprensiva más que des-
criptiva, son capaces de otorgar sentido a un pasado que, para la gran ma-
yoría de los chilenos, sino para toda, aparece deslucido, petrificado en la
amalgama narcisista de personalidades públicas –nos referimos a jefes de
Estado, ministros y parlamentarios– de las cuales alguna vez se escuchó
hablar, especialmente en las lecciones escolares, pero de las cuales no te-
nemos conocimientos más allá de una circunscrita figuración política de
carácter más bien tibia e insípida. Pasado que, por lo demás, una y otra vez
requiere de un proceso de reelaboración de su significado político, social
y cultural en vistas a otorgar identidad a una nación que majaderamente se
rehusa todavía a dejar de ser un país del mal llamado Tercer Mundo, para
así, luego de un trabajo de introspección profundo, entrar de lleno en las
responsabilidades que demanda una nación moderna, pujante económica-
mente, comprometida con la historia, en perspectiva con el pasado, pero
también con el presente y, sobre todo, con un futuro que, para sorpresa de
todos nosotros, no está nada de lejos y que nos viene pisando los talones
desde algún tiempo, para desgracia de muchos y felicidad de pocos, de
muy pocos para ser exactos.
Pasado, tendríamos que agregar, además, siempre en tensión con un
presente a la vez esquivo y molesto para los individuos, incómodo y ajeno
para quienes no están acostumbrados a tratar con él de manera continua,
que tanto en 1810 y 1910, como en cuatro años más, él también fue y será
parte importante de las celebraciones que demarcan en primer lugar la
independencia de Chile respecto de la península Ibérica y la monarquía
española. Y luego la supuesta creencia enraizada de que Chile adquirió las
credenciales republicanas, con los derechos y deberes correspondientes
de un momento para otro, como casi sin quererlo, aunque deseándolo,
y hoy, en cambio, la plena convicción de que Chile es un país moderno
que puede llegar a ser parte –muchos lo sostienen, pero pocos lo cuestio-
nan– de las naciones más pujantes del planeta. En este podemos radica, a
mi entender, el trasfondo principal de la discusión sobre el tema, pues nos
confronta ante un escenario que muchas veces preferimos soslayar, pero
al cual necesariamente debemos recurrir de manera inexorable, si es que
aspiramos preguntarnos realmente cuáles son los significados del bicente-
nario y cuáles sus alcances.
Pues bien, ¿queremos en realidad ser un país desarrollado? ¿O prefe
rimos, en cambio, contentarnos con ser sólo los “jaguares” de América
Latina? Estas interrogantes encierran gran parte de las inquietudes que flo-
recen durante estas instancias, aunque están lejos de pretender resumir la
totalidad de las inquietudes de todos los chilenos, si es que podemos atri-
buirle dicho calificativo. Pues si hay algo que caracteriza a los individuos
que han vivido o nacido en Chile es su displicencia respecto de cuáles son
los deberes y los derechos que poseemos como ciudadanos y, a la vez, de
qué manera debemos posicionarnos cuando nos encontramos ante con-
memoraciones de trascendencia relativa, como es el bicentenario, según
110 sea el enfoque que se le dé. Pareciera ser que nos asustamos con mucha
facilidad, a la primera, que preferimos esquivar el tema o, bien, dar por
sabido qué estamos conmemorando, pero que en realidad no es sino una
muestra más, burda y brutal, de nuestra incultura que, lamentablemente,
es el elemento que aflora con mayor ahínco durante estos días.
No lo sabemos, puesto que esta incertidumbre es parte de la escasa
capacidad que tenemos los chilenos de identificar con exactitud qué cele-
braremos en 2010. De la misma manera como tampoco poseemos la sufi-
ciente información de los alcances culturales que se desprenden de esta
conmemoración, que tiene su origen, por cierto, en el centenario, donde
confluyeron una multiplicidad de percepciones tendientes a detectar un
ambiente de “crisis” unida a un sentimiento de inexplicable jolgorio. ¿Vol-
veremos a lo mismo? Puede ser, depende del prisma que se utilice para
analizar la situación.
Pues bien, ¿qué celebraremos en 2010? Tengo que partir primero con
la siguiente interrogante: ¿hay algo que celebrar? Seguramente una actitud
así genera de inmediato que a quien la pronuncia se le acuse de “aguafies-
tas” o de pesimista irremediable; en el mejor de los casos de crítico e ira-
cundo. Sólo algunos, muy pocos seguramente, valorarán el hecho de que
un historiador –que hoy abundan en el país, pero que lamentablemente
casi no escriben ni leen entre ellos– emita ácidos comentarios en contra de
una siempre deslucida autocomplacencia del chileno, que es incapaz de
mirar para el lado y percatarse de la realidad de naciones, como Argentina,
Perú o Bolivia, que, querámoslo o no, constituyen parte de nuestra propia
no. A nadie le importa la historia hoy en día, para qué vamos a decir una
cosa por otra. Menos aún, reflexionar de verdad sobre las implicancias del
bicentenario, desafíos y responsabilidades de por medio.
Son los llamados “temas pendientes” de la agenda presidencial los que
de manera majadera aún subsisten en echarle a perder todo tipo de acto
conmemorativo a Chile en su, a esta altura, eterno camino hacia la celebra-
ción del bicentenario, y que, de acuerdo con esa sensación generalizada
que cunde entre arquitectos, urbanistas e historiadores, se ha instalado
más como un problema del cual no queremos hacernos cargo todavía,
pese a que sólo quedan cuatro años para tal ocasión. ¿Temor? ¿Descon-
fianza? Todo esto y muchos más. Aunque, por cierto, también cautela por
no querer hacer las cosas apresuradamente, se dirá como excusa, aunque
2010 esté a la vuelta de la esquina. No nos vamos a dar cuenta cuando el
país se encuentre en aquella fecha, y ya será muy tarde y no sabremos qué
hacer. No podremos, pese a todo el empeño posible, puesto que esto no
se trata de una efímera voluntad pasajera, sino de una acción participativa
en conjunto entre el Estado y la ciudadanía, de manera sistemática y per-
sistente.
Intentaremos asumir una actitud de “compromiso”, pero ya es muy
tarde, lamentablemente. Festejaremos, pero no sabremos por qué ni bajo
qué consecuencias. Criticaremos, como es nuestra congénita costumbre
chilensis, y ahí todos se sumarán a una práctica habitual del chileno, con-
sistente en disentir de lo que no conoce y apoyar aquello que le es más
favorable a sus intereses, no importándole en lo absoluto qué se trae entre
112 manos cuando decide criticar, es decir, emitir una opinión fundamentada
sobre la base de conocimientos sobre un determinado tema. Participare-
mos en asambleas públicas, pero rehusaremos a dar una opinión, para
no caer en vergüenza cuando nos pregunten, ¿qué opina usted de esto?,
¿qué opina usted de esto otro? Y, de esta manera, no hacer una vez más el
ridículo ante escenarios que, francamente, no llevan años, sino siglos de
adelanto. Pero de lo que sí estamos seguros es de que al momento de asu-
mir una postura decidida sobre el acontecer histórico nacional, ahí se verá
complicado, y no sabrá qué decir. No será por falta de oportunidades, sino
por exceso de conformismo y, por qué no decirlo, por la latencia mono-
corde con que los chilenos solemos observar la realidad europea, dando
a entender que nada nos preocupa más que la situación de nosotros mis-
mos, y eso con suerte.
Es que, a decir verdad, Chile ya se encuentra en una situación clara-
mente desfavorable. “Se le pasó la vieja “, como se dice popularmente. No
lo digo yo solamente, ni muchos menos es una opinión elitista. Miguel
Laborde, en una crónica dominical de reciente aparición, también expresó
algo así como una especie de abulia de parte de las autoridades chilenas
para asumir con presteza la celebración del bicentenario, que se está con-
virtiendo más en una tara institucional para las autoridades de gobierno
que en un desafío nacional, que nos permita proyectarnos como nación
hacia un desarrollo económico equitativo y solvente, resaltando la nece-
sidad de ahondar en la educación humanista en los colegios e incentivar
la autoestima, la reflexión crítica, el análisis, la generosidad, el individua-
Alejandro Bancalari
Universidad de Concepción
Reflexiones
en torno al bicentenario
Marciano Barrios
Universidad Católica Silva Henríquez
pasado. Todos los sueños se realizan si existe voluntad para encauzar las
energías de la juventud en pro del bien común.
Varias instituciones forjaron la patria que hoy tenemos. Pero solamen-
te deseo evocar tres que no han contado últimamente con estudios siste-
máticos de carácter histórico: la familia, la escuela y la Iglesia. Ojalá en la
alborada de un nuevo centenario recordemos estas tres instituciones y las
personas que hicieron de su vida una entrega amorosa y permanente en
bien de quienes son el futuro de Chile.
Nuestra fe cristiana nos dice que todo pasa y que el amor permanece y
engendra nueva vida. Esta afirmación debe destacarse al celebrar el bicen-
tenario, pues en momentos que la familia parece desmoronarse, es conve-
niente recordar que lo más importante de una sociedad son sus hombres,
y que crecen y se forman en un entorno hogareño. La familia se integra
con un varón, una mujer y los hijos. Pareciera que en siglos anteriores, la
subordinación de la mujer al marido no satisfizo plenamente a la primera.
Hoy ha logrado la equidad, pero inquieta la suerte de los niños en los pri-
meros años de su vida. Si éstos carecen del cuidado amoroso de quienes
dan prioridad al trabajo que permite acceder a los bienes que ofrece el
mercado, el fruto del amor queda postergado.
Durante las celebraciones del primer centenario todos recordaron la
libertad política, conseguida tras duro bregar contra la realidad o el miste-
rio del Infinito. Uno de ellos nos reveló que Dios es amor; que envió a su
Hijo quien se anonadó para salvar a todos sus hermanos, quien nos dejó
el mensaje de que para ganar la vida es necesario perderla, que para imitar
120 a su Padre es indispensable buscar el reino de la justicia y caridad, pues lo
demás vendrá por añadidura.
Muchos seguidores del maestro han insistido en que somos criaturas
dependientes, que se nos pedirá cuenta de lo que hemos hecho para per-
feccionar este mundo en que nos ha tocado vivir. La escuela debe insistir
en el potencial creador que posee todo ser que nos toca formar. Los méto-
dos y técnicas mejoran la educación, pero sin la fuerza de una motivación
que surja de una idea que impulse a la entrega entusiasta por una causa
noble y elevada, la apatía, el egoísmo se pueden imponer en el nuevo siglo
que iniciaremos en el año 2010.
Es indispensable forjar un mundo mejor con responsabilidad de hom-
bre maduro, con amor de novio enamorado que inicia una nueva etapa y
con la sabiduría que entrega la experiencia y el estudio. Todos estos ingre-
dientes pueden integrarse para conseguir la formación de un Chile nuevo,
donde familias estables, centros educacionales y las iglesias conjuguen la
innovación con el respeto a las tradiciones y comprendan la parcialidad de
nuestras interpretaciones limitadas.
Las tres instituciones fundamentales de la nación debieran contar con
el apoyo del Estado para imponer, a quienes manejan los medios de co-
municación social, un mínimo de exigencias. Falta actualmente en muchos
de ellos un grado elevado de honestidad, competencia y decencia del len-
guaje. Ellos ejercen casi sin control una influencia, a veces funesta, sobre
quienes por las injusticias sociales del pasado carecen de criticidad para
valorar sus informaciones.
121
Álvaro Bello
Universidad Católica de Temuco
De la historia oficial
a una memoria de la nación
en una historia inclusiva que sea el fiel reflejo de una nación de ciudada-
nos diversos. Pero no se trata sólo de reescribir la historia sino que sobre
todo articular el gran texto de la historia escrita con el entramado de las
múltiples memorias que conviven en este país. En todo caso, es claro que
“los combates por la historia” van más allá de los buenos deseos o las bue-
nas intenciones. Una revisión del pasado implica una hegemonía distinta
que sea capaz de articular la filigrana del pasado diverso, del pasado su-
bordinado y excluido frente a un pasado oficial, naturalizado a través de la
historia oficial hegemónica.
127
Algunas tendencias
del Catolicismo Social en Chile:
reflexiones desde la Historia
Andrea Botto
Pontificia Universidad Católica de Chile
P arece existir un lugar común en la historiografía que trata sobre el cato- 129
licismo chileno, que consiste en contraponer conservadores y liberales,
colocando a un lado las posturas tradicionalistas o integristas y, al otro, las
más progresistas. Según esta misma tendencia, los primeros habrían sido de-
rrotados al desintegrarse los paradigmas en los cuales se sustentaban, mien-
tras que los segundos, habrían triunfado con la adaptación del catolicismo
a los nuevos tiempos. Sin embargo, estos estereotipos pueden llevarnos a
errores de interpretación y a pasar por alto la gran cantidad de matices que
existen al interior del espectro católico chileno. Aquí proponemos descubrir
a un sector de católicos chilenos que han sido tachados de tradicionalistas
e, incluso, de retrógrados, pero que nos sorprenderán por sus novedosos
proyectos en el terreno del catolicismo social.
Las diferencias entre católicos progresistas y católicos tradicionalistas
están presentes en Chile ya en el siglo xix, pero se acentúan después de la
publicación de la encíclica Rerum Novarum (1891) y del llamado del Papa
a los católicos a hacerse cargo de la “cuestión social”. Sin embargo, cree-
mos que la división entre los católicos se profundizó en la década de 1930,
convirtiéndose en un problema complejo, lleno de matices aún no pro-
fundizados por los historiadores. Creemos, también, que la historiografía
ha puesto demasiado énfasis en el aspecto político de esta problemática,
dejando de lado el plano de las ideas. En este sentido, queremos afirmar
que las pugnas al interior del catolicismo se dieron, más bien, porque las
nuevas exigencias del social-cristianismo hicieron surgir una variedad de
posiciones en torno a lo que cada cual entendía por cristianismo social. Pa-
ra algunos, era necesario vincular el social-cristianismo con el poder polí
tico, único vehículo para lograr resultados concretos. Para otros, se trataba
de desvincularse de la política para abocarse a la acción concreta en el pla-
no social. Estos últimos pensaban que la transformación de las conciencias
podía lograr un auténtico compromiso del hombre con los problemas de
su entorno. Las posiciones irán cambiando a lo largo de las décadas y, sin
duda, dependerán del contexto y de las circunstancias por las que atravie-
se el país a lo largo del siglo xx. Pensamos que una breve reflexión sobre
el significado de la “generación del 30” puede darnos algunas sorpresas
sobre lo que se ha entendido por catolicismo social y sobre quienes han
sido sus representantes.
Esta generación nacida en la primera década del siglo xx, educada en los
principios socialcristianos de la Rerum Novarum, formada en la Asocia-
ción Nacional de Estudiantes Católicos, en los Círculos de Estudios, en
la Liga Social y en la Acción Católica, era portadora de un nuevo espíritu
de preocupación social que se vería respaldado y fortalecido por la pu-
blicación de la encíclica Quadragesimo Anno, en 1931. Predominaba en
estos jóvenes un tipo de formación y de acción social al margen de toda
actividad política. Esta prescindencia de la política se debía no sólo al des-
crédito en que habían caído los partidos políticos en la década del veinte
sino, también, al hecho de que muchos de los sacerdotes asesores de esta
juventud no estaban de acuerdo con la manera en que el Partido Conser-
vador estaba haciendo gala de su catolicidad.
El problema era que los conservadores exigían el ingreso de estos jóve-
nes a las filas del partido, única militancia posible para un católico en aque-
llos tiempos. Ante la negativa de sacerdotes y de jóvenes que clamaban por la
libertad de militancia, se interrogó a la Santa Sede y se obtuvo la famosa carta
del cardenal Eugenio Pacelli, de 1934, que dio la razón a los jóvenes y que
significó para siempre la pérdida de la exclusividad conservadora para los ca-
tólicos chilenos. De ahí en adelante, la juventud tomaría rumbos propios.
Hacia 1935, entonces, comenzaron a aparecer distintas tendencias al
interior de esta generación, una más espiritual, debido a su aproximación
más filosófica a la cuestión social: Armando Roa, Julio Phillipi, Jaime Eyza-
guirre, Clarence Finlayson, etc.; y otra más proclive a la acción: Bernardo 131
Leighton, Eduardo Frei Montalva, Radomiro Tomic, Francisco Bulnes, etc.
Por ende, podemos identificar dos grupos: uno, que pese a la oposición
de sus líderes espirituales, ingresará a la política formando parte de la Ju-
ventud Conservadora y luego se transformará en la Falange; y un segundo
grupo, férreamente apolítico, al cual llamaremos “ligueros” –el término fue
sugerido por Gonzalo Vial– porque creemos que son los más fieles defen-
sores del ideario de la Liga Social del padre Fernando Vives, a pesar de que
ésta se desintegró con la muerte del sacerdote, en 1935. La historia de los
“políticos”, formadores de la Falange y luego de la Democracia Cristiana en
1957, ha sido ampliamente tratada por la historiografía, al igual que su ses-
go progresista en lo social. Sin embargo, creemos que los apolíticos “ligue-
ros” han sido menos conocidos y que su influencia ha sido menospreciada
al calificarlos simplemente de integristas, tradicionalistas o retrógrados.
¿Quiénes son los “ligueros”? Se trata de aquellos jóvenes que habiendo
integrado la Liga Social al igual que los futuros falangistas, prefirieron no
involucrarse en la política contingente, según la línea establecida por los
sacerdotes Fernando Vives y Oscar Larson. Su postura era crítica de los po-
líticos conservadores, a quienes acusaban de mostrar una gran indiferen-
cia ante los problemas sociales; también pensaban que había que actuar en
forma más profunda, en el alma de la clase dirigente chilena, para abrirles
los ojos ante los reales problemas de gran parte de los chilenos.
El espíritu de la Liga Social y de Fernando Vives siguió vivo a través
de este grupo de hombres que se encargaron de dar a conocer la doctri-
Para los “ligueros” no bastaban las normas abstractas o las leyes gene-
rales, sino que se hacía imperioso conocer la realidad concreta de Chile.
Así, varios artículos de especialistas nos entregan datos sobre vivienda,
salud, mortalidad higiene pública, salario, alimentación, educación, etc.,
de los chilenos. 133
Por motivos de espacio, no podemos hacer aquí un análisis del con-
tenido de Estudios ni del pensamiento de este grupo, sino simplemente
constatar su profunda cercanía –tradicionalmente catalogado de integrista
y conservador– al ideario social-cristiano.
Gonzalo Vial habla de “malabarismos dialécticos” para referirse a estas
etiquetas erróneas que sirven para encasillar a grupos e ideas. Lo cierto es
que estos encasillamientos no ayudan en nada a la comprensión de nues-
tro pasado histórico.
El grupo de los “ligueros” fue poco comprendido en su época, se les
criticó su abstencionismo político en momentos en que la derecha (a la
cual pertenecían por lo menos en cuanto a sus vinculaciones sociales)
perdía terreno. Con posterioridad, también se les calificó de retrógrados
y sectarios. Sin embargo, ninguno de esos calificativos tiene que ver con
lo que realmente eran: una generación de visionarios profundamente vin-
culados con un sincero sentimiento social-cristiano. Su independencia de
la política y –por ende– su reticencia a apoyar a las filas conservadoras;
sus propuestas atrevidas y controvertidas, sobre todo para los sectores de
derecha y su alejamiento de las posturas oficiales de la Iglesia después de
los cincuenta, nos hablan de un sector que quiso mantenerse al margen de
los factores de poder. Es interesante constatar esto, pues pareciera ser que
estamos frente a un laicado que optó por tomar sus propios rumbos.
El grupo liguero es también representativo de las rupturas en torno a
la forma de interpretar la doctrina social de la Iglesia. Los proyectos que
134
Andrés Brange
Pontificia Universidad Católica de Chile
H abitualmente cuando se pide pensar una visión sobre 2010 lo prime- 135
ro que se viene a la mente es una crítica del mismo, es decir, hacer
un juicio de valor sobre esta situación –¡no podría ser de otra manera!,
sostendría más de alguno–. El procedimiento es bastante fácil, aunque no
menos sutil: nos situamos en el presente y analizamos si éste está bien
guiado hacia un futuro que, de antemano, idealizamos.
Estas visiones, a su vez, presentan el tópico común de ser general-
mente sombrías, siendo habitualmente ácidas, sarcásticas o melancólicas,
como cuando se dice junto a Horacio que no estamos a la altura de los
tiempos. Y es que el percibirse en una situación insuficiente –nuestro pre-
sente– para llegar a un estado mejor, que frecuentemente es arropado co-
mo ‘propuesta’, es la base de estos razonamientos. Sólo así entendemos la
insistencia de exponer 2010 como el tiempo de superación de las caren-
cias nacionales. El bicentenario sería el plazo de nuestros desafíos.
Ahora bien, si el tono negativo es el aglutinante de todas estas visiones,
no significa que éstas carezcan de diferencias. Claro que las hay, pero son
más bien doctrinales. Así, distinguiremos dos grupos de reacciones que,
creemos, abarcan gran parte de los discursos actualmente presentes, cuya
diferencia sustancial es, como decíamos, doctrinal. Veámoslas.
La primera reacción –es primera por orden de difusión cultural, ¡qué
no se crea, por favor, que es por adhesión personal!– es la que podríamos
llamar de los ‘afrancesados’ que, al igual que a comienzos del siglo xx,
existen en demasía en nuestro medio, pero son menos ingenuos y saben
Universidad y escuela:
una tarea aún pendiente
para la historiografía del siglo xxi
Camilo Bustos
Pontificia Universidad Católica de Chile
139
(que dicho sea de paso lleva casi cien años de existencia) que no llegan
a un público masivo debido tanto a los escasos espacios de divulgación
como a los propios códigos en los que sus trabajos están escritos. Cree-
mos que es tarea del historiador plantear sus ideas en un lenguaje más
“profano”, sin tantos giros técnicos, pero no por ello que eso signifique
que deba rebajar el nivel y el rigor de sus investigaciones. Creemos que
la masificación y la divulgación no deben porqué implicar el concepto de
vanalizar y vulgarizar el tema. El historiador debe hacer uso de la didáctica
para entregar su mensaje.
De esta forma, creemos, que no sólo se hace un bien a la divulgación
de nuestra disciplina sino, también, al propio esfuerzo de los historiadores,
para no mencionar el gran aporte comunitario que aquello depararía.
A las puertas de esta celebración del bicentenario, no está demás el
tratar de solucionar uno de los grandes problemas pendientes que, en el
ámbito de la cultura, posee el país: fomentar la divulgación de los trabajos
historiográficos y la relación con los espacios de las escuelas.
142
El índice infinito
o Chile frente al Segundo Centenario
Azun Candina P.
Universidad de Chile
puede decir de los chilenos del siglo xx, es que les faltó pasión. Pasión
romántica, creyente, altruista y hasta ingenua, en algunos casos, pero tam-
bién pasión destructiva, fanática, aterrada, en otros. Y no me estoy refi-
riendo sólo a los años más famosos, al cataclismo político del golpe de
Estado de 1973. Estoy pensando en ello, sí, pero también en la bella furia
de Vicente Huidobro, en Nicómedes Guzmán y Manuel Rojas, en la rabia
del Doctor Valdés Canje, en la masacre del Seguro Obrero, en la dignidad
combatiente de los pobladores que crearon La Victoria o La Legua, en los
encendidos discursos, incluso, de esa primera senadora y equívoca diri-
gente del Partido Femenino que fue María de la Cruz. En todos los que
dijeron alguna vez Patria o Muerte. El siglo xx se vivió y se peleó con la
camisa desabotonada. Como ha dicho el historiador Alan Angell, práctica-
mente todos los que llegaron al poder en el siglo xx, todos los que fueron
o quisieron ‘ser gobierno’, llegaron a la palestra con un proyecto colectivo,
con algo que iba a transformar el país, que nos iba a sacar definitivamente
de la miseria, la desigualdad, el subdesarrollo, la injusticia.
Cabe preguntarse, entonces, qué queda hoy de esa pasión, o en qué
se ha convertido. Da la impresión, a ratos, que nos agotamos un poco en
ella y por ella. Si algo pesa en este segundo centenario, es cierta cautela,
la falta de torrentes brutales y mortíferos de la palabra, la disolución de
una fe total y de los discursos unanimistas. Muchos de esos apasionados
del siglo xx miran su propio pasado con distancia y humor, y prefieren ad-
herir al discreto encanto del ‘por favor, no dramatizar’, ni en la política,
ni en los proyectos, ni en la vida cotidiana. Ya no está la pasión, o si está,
hay que moderarla, ocultarla o combatirla. El estilo políticamente correcto 145
–al menos entre los políticos profesionales– es hablar en tono suave, con
un dejo casi maternal, como para calmar a la fieras. Lo ‘comunitario’, la
‘ciudadanía’ es remitida a imágenes de amistad, casi puramente recrea-
cionales, artísticas; nada de combatientes ni militantes, nada de términos
como lucha o radicalización. No se habla ni de pueblo, ni de chusma: se
dice gente. Casi todos los días, en tono amable y cortés, nuestros políticos
nos llaman a construir un país mejor, más justo, más solidario, que sería
(como lo fue antes) tarea de todos. Pero cada día, también, parece estar
menos claro qué país sería ése. Parece definirse más por la negación que
por la afirmación. Un país sin campamentos, por ejemplo. Un país sin los
odios del pasado, también. Pero, ¿un país con qué?, ¿con amor por qué?,
¿unidos a partir de qué? Si las mediaguas de 2000 se promocionaron como
algo que no era una solución, sino un comienzo, ¿el comienzo de qué?
Por supuesto, la respuesta seudorromántica y demagógica sería decir
que el siglo xx pasó en vano. Que estamos como en 1910: no somos ni
fuimos plenamente socialistas, ni desarrollados, ni nos volvimos un tigre
del hemisferio Sur. Como en 1910, no somos el país más pobre del mun-
do, pero tampoco entramos al fino club de los más ricos. Ya no soñamos
con parecernos a París, pero tal vez sí: hay cantidad de gente que aún cree
que el parque Forestal es el barrio más lindo de Santiago. No somos los de
1910, es un hecho: nuestros niños ya no mueren a millares y el cólera no
asola los barrios pobres, por mencionar solamente dos importantes ejem-
plos. Lo raro es que parecemos sentirnos como en 1910.
Daniel Cano
Pontificia Universidad Católica de Chile
Exclusión y prejuicio.
La formación del Estado nacional
Luis Carreño
Universidad de Los Lagos
154
“Santiago no es Chile”.
Regionalismo versus centralismo
en Tarapacá
(reflexiones en torno al bicentenario)
Luis Castro
Centro de Estudios Interculturales y del Patrimonio
155
Historia y bicentenario:
¿ilusiones o realidades?
La necesidad de considerar la historia
Eduardo Cavieres
Pontificia Universidad Católica de Valparaíso
166
La memoria colonizadora:
encubrimiento e historia
Patricio Cisterna
Universidad Bolivariana
174
A propósito
de una traducción chilena de la Eneida
Nicolás Cruz
Pontificia Universidad Católica de Chile
Recuerdos y proyecciones
en torno al bicentenario
Emma De Ramón
Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos
Archivo Nacional de Chile
183
José De Toro
Universidad Católica de la Santísima Concepción
Consolidando mitos
Carlos Donoso
Universidad Andrés Bello
195
Lucrecia Enríquez
Pontificia Universidad Católica de Chile
del mismo Simón Bolívar. Por lo tanto a partir de 1816 quedó en Chile y
en Sudamérica un solo obispo separado del gobierno efectivo de la dióce-
sis, José Santiago Rodríguez Zorrilla, a quien acudían desde los territorios
vecinos de Salta, Río de la Plata, Córdoba y Lima a recibir el sacramento
del orden sagrado.
Un análisis verdadero de la posición política del clero en la revolución
debería contemplar, por último, la relación de las diferentes instituciones
eclesiásticas con los gobiernos surgidos a partir de 1810. Los estudios sobre
el clero y la revolución americana de la época en otros países se centran so-
bre todo en los curas revolucionarios o en algunos obispos marcadamente
reaccionarios en lo político. Nada sabemos sobre los cabildos eclesiásticos.
Su tarea fue en realidad fundamental, ya que se convirtieron en la cabeza de
muchas diócesis ante la falta de los prelados que fueron exiliados o murie-
ron y no eran reemplazados por la vigencia del real patronato.
¿Hubo una toma de posición oficial romana ante la independencia de
América? La pregunta es pertinente y remite a la relación entre la Iglesia
americana y el Santo Padre. Era una relación mediada por el rey de España
y el Consejo de Indias, las consultas eran sencillamente imposibles por la
distancia y porque la comunicación directa era escasa. El Papa durante la
época colonial americana había intervenido en América en cuestiones doc-
trinales, litúrgicas y relativas al sacramento del orden.
Curiosamente el proceso independentista le permitió al Papa cono-
cer más directamente la situación americana e intervenir. Muchos obispos
exiliados por defender la causa del Rey acudieron a Roma para informar
directamente sobre su situación y la de sus diócesis. Los clérigos patriotas 201
también se comunicaron directamente con el Papa para denunciar los abu-
sos de los españoles a raíz de la restauración del Rey a partir de 1814 y la
reconquista de algunos territorios.
El papa Pío VII intervino condenando la revolución americana por me-
dio de una encíclica en 1816, cuando el rey Fernando VII estaba restaura-
do en su trono e instauraba nuevamente el absolutismo en España, con-
tando con el apoyo de la Santa Alianza. La rebelión americana, así era vista,
no podía poner en duda la alianza entre el papado y la corona española,
renovada en América durante el descubrimiento y la conquista del nuevo
continente. Desde la óptica europea era imposible que el Papa asumiera
otra actitud.
Pese a la explícita condena papal de la causa americana, los nuevos
gobiernos republicanos intentaron establecer una relación directa con la
Santa Sede. Una serie de delegaciones oficiales fueron enviadas a partir de
1818 desde América: del Río de la Plata, Chile, México, Colombia. Los emi-
sarios fueron escuchados y recibidos por el Papa no como representantes
diplomáticos de Estados independientes, sino como particulares. La razón
era muy simple: el Papa no quería indisponerse con el Rey. Estas delegacio-
nes abrieron la puerta de entrada de la Santa Sede a América: por primera
vez el Papa fue consultado en forma directa para resolver los problemas de
la Iglesia americana. Pero la nueva relación no fue tan fácil de entablar: la
misión del vicario apostólico Juan Muzi a Chile fue considerada un fracaso
tanto por el gobierno chileno como por Roma.
Civilización y desarrollo
Joaquín Fermandois
Pontificia Universidad Católica de Chile
Punto de fuga
¿Qué expresaba aquella “generación de la crisis”? Era claro que tenían co-
mo metro de comparación no sólo a Argentina, país que mostraba la diná-
mica que podría haber hecho de ella la Australia del cono sur. Con todo,
la referencia esencial estaba dada por Europa. La famosa expresión pays
de sauvages, con la que algún chileno de clase alta habría espetado desde
su balcón al país popular, se pensaba siempre en relación con el metro, la
“civilización”, centrada en torno a París, pero que implicaba a los países de
Europa occidental. A lo largo del siglo xx, la referencia europea como para-
digma no ha cedido casi nada como fuente de las ideas para la sociedad chi-
lena. Es cierto que la percepción de la sociedad de masas ha provenido de
Estados Unidos, como ha sido una contraparte económica que a veces ha
eclipsado a Europa, además de su importancia como potencia planetaria.
Y la llegada de las potencias asiáticas para la economía chilena ha sido en
las últimas décadas otro elemento del horizonte del país austral. Todo esto
ha hecho más complejo aquello de la “civilización” de la que dependemos
como horizonte de un “deber ser”, en orden a apreciar el tipo de sociedad
que tenemos. El triángulo París-Londres-Nueva York sigue siendo la “fábrica
La idea de “civilización”
La cultura política
y las relaciones de género
a doscientos años
de la independencia de Chile
María Fernández
Universidad de Chile
207
que era “de ellos,” era muy importante. Para retener dominio sobre su pro-
piedad, la mujer tenía que establecer legalmente lo que poseía antes del
matrimonio. De esta forma, su propiedad quedaba descrita y “separada”
de la comunidad conyugal. Además, no podían participar en una acción
legal, ni asumir o abandonar un contrato, vender o hipotecar su propiedad
así se haya casado con “separación de bienes” o no, a menos que contara
con una autorización de su marido, o bajo las pocas condiciones excepcio-
nales establecidas por el Código.
Otro tema de crucial importancia, era el control sobre los hijos. Ambos
padres eran responsables por criarlos y educarlos, pero la representación
legal era privilegio del padre. La patria potestad, es decir, los derechos
que la ley confiere al padre sobre la persona y propiedades de sus hijos
menores, sólo se le cedía a la madre en la ausencia del padre, por muerte,
abandono, abandono de deberes paternales, o cuando una mujer era el
único padre reconocido –madre de niños nacidos fuera del matrimonio.
Esta situación nos permitiría concluir que la pérdida de control sobre sus
personas y sobre sus hijos, sus propiedades y la habilidad de ejercer sus
propias decisiones, serían, principalmente, las fuentes de descontento de
las mujeres casadas al final del siglo xix. Por lo tanto, el sexo y el estado
civil, y no la clase social, colocaría a todas las mujeres bajo las mismas cir-
cunstancias. Ya sean obreras fabriles o profesionales universitarias, las mu-
jeres casadas se veían igualmente restringidas por la ley. Las discusiones y
debates en relación con lo que debían ser las reformas del Código Civil ga-
naron importancia en la primera década del siglo xx. Muchos argumentos
teóricos fueron discutidos en tesis de Derecho. Estos trabajos académicos 209
ilustran la dirección del pensamiento legal en los hombres más jóvenes.
Todos estaban en desacuerdo con el estatus legal que se le asignaba a la
mujer, y acordaban que como las mujeres habían logrado niveles más altos
de educación y eran una fuerza laboral importante en el país, debía poner-
se fin a su sometimiento legal. Estos postulados pareciera que provinieran
de representantes de diversas tendencias políticas; tanto así que socialistas
y liberales parecen haber compartido su interés por las reformas legales y
sociales. Cabe preguntarse aquí, ¿por qué hay tal apoyo entre grupos polí-
ticos tan disímiles? ¿Cuál es la verdadera agenda política que estaba en dis-
cusión, entonces? Probablemente, los hombres llevaron el estandarte de
las reformas legales porque ellos eran los únicos con el poder político para
hacerlo, sin embargo, a las mujeres no les faltaron opiniones en relación
con su condición. En 1910, en el primer Congreso Femenino Internacio-
nal en Buenos Aires, Ernestina López discutió el tema sobre subordinación
legal de la mujer al definir justicia. Si bien su postura buscaba cambios, su
propuesta es menos radical que la de las argentinas y brasileras, quienes
no dudaban ya de hablar de divorcio y aborto.
La ascensión de Arturo Alessandri a la presidencia de la nación en 1920
señaló el advenimiento de un populismo político y con él la intervención
del Ejecutivo en relación con reformas sociales. Éstas llegaron en 1925,
1934 y 1952. En la primera se concede a la mujer el derecho de actuar
como guardián, ejecutora y testigo, y concederle a la casada la libertad de
ejercer cualquier ocupación y administrar sus ingresos, a menos que su
podrían desafiar que lo que se buscaba con la reforma del Código Civil era
lo que ellas planteaban. Sería interesante preguntarse, de todas maneras,
¿hasta qué punto las feministas manipularon estos conceptos que sabían
con certeza que serían aceptados y reconocidos por toda la sociedad –y no
sólo por los hombres– para lograr sus objetivos máximos?, que podrían
haber sido abrir el camino a la integración de la mujer en política y, en
este sentido, alcanzar los derechos plenos de todo ciudadano de Chile. Se
podría especular, por otro lado, que la mayoría de las feministas querían
la igualdad ante la ley para terminar con la situación de subordinación in-
telectual y económica en que la mujer se encontraba; y no necesariamente
para desasirse de los deberes de maternidad, ni para desafiar a los hom-
bres en aquellos papeles en que se sentían cómodos.
La última mitad del siglo xx, en cambio, podría ser caracterizada por
tres momentos históricos que explican las reformas al Código Civil. Estos
momentos son: la experiencia socialista de la Unidad Popular con el go-
bierno de Salvador Allende, donde se dan altas expectativas de progreso
en lo referente a derechos sociales; un segundo momento es el golpe mi-
litar de 1973, el cual provoca desilusión y pérdida de esperanzas de lograr
las expectativas de tiempos anteriores y el retorno a la democracia marca
otro hito que re-define, de alguna manera, nuestra percepción de la “de-
mocracia.” Las expectativas son aún mayores y el disgusto por los diecisie-
te años de gobierno militar parece dar fuerzas para exigir cambios.
Curiosamente, las últimas reformas al Código Civil se dan a fines de
siglo, entre 1989 y 2004. Sin embargo, no podemos obviar que en 1970 se
presenta un proyecto de ley que pretendía entregar plena capacidad a la 211
mujer casada. Pero ninguno de los cónyuges tenía derecho de enajenar vo-
luntariamente, ni gravar los bienes raíces adquiridos en el matrimonio. La
ley definitiva –después de muchos otros proyectos de ley– será promulga-
da en 1989, bajo el gobierno militar. Sus objetivos se pueden definir como:
dar plena capacidad a la mujer casada en sociedad conyugal; mantener el
régimen de sociedad conyugal como régimen legal; validar los actos de la
mujer casada, esto es, que ya no requieren autorización del marido, ni de
la justicia en subsidio, es decir, ahora sus actos no engendrarían obligacio-
nes, sino que siempre produciría obligaciones civiles; busca también man-
tener el derecho natural, donde la autoridad última en la familia la tendría
el marido. Claramente, si bien esta ley le da derechos a la mujer y deja de
lado el concepto de que tiene “obligación de seguir a su marido”, se reco-
noce que el que posee la autoridad en la familia es el padre. Por lo tanto,
se desconoce la igualdad de género, aspecto fundamental para demostrar
un avance propio de la modernización y la globalización. Sin embargo,
no hay nada inesperado en esta ley. Por un lado, se validan los actos de
la mujer casada para así favorecer al importante número de mujeres que
apoyaban la dictadura de Augusto Pinochet. Y, por otro, no se quiebra con
el concepto de familia paternalista que fervientemente compartían estas
mujeres. La posibilidad de una ruptura familiar es una de las razones que
las había llevado a tomar las calles en 1972 –la llamada movilización de la
ollas vacías– llamando a un golpe de Estado para salvar al país del “marxis-
mo comedor de hijos”.
humana, si se tiene edad para ello y dice que las materias de familia regula-
das por esta ley deberán ser resueltas cuidando proteger siempre el interés
superior de los hijos y del cónyuge más débil. Asimismo, es el juez quien
resolverá las cuestiones atinentes a la nulidad, la separación o el divorcio,
conciliándolas con los derechos y deberes provenientes de las relaciones
de filiación y con la subsistencia de una vida familiar compatible con la
ruptura o la vida separada de los cónyuges.
Si bien aprobar el divorcio es una medida progresista para un país
mayoritariamente católico, no lo es tanto si ponemos el caso chileno en el
contexto mundial. La mayoría de los países católicos en la actualidad, salvo
Malta –hasta 2004 se debe considerar Chile como la otra excepción– existe
el divorcio legal. Prácticamente la totalidad de los países occidentales han
adoptado el divorcio desvincular hace más de treinta años y sus mecanis-
mos para lograrlo son menos complicados y más breves en tiempo que lo
que ha plateado la ley chilena hoy.
Sabemos que en la práctica en Chile el divorcio desvincular viene apli-
cándose desde el año 1925 a través de la nulidad de matrimonio por in-
competencia del oficial del Registro Civil, que no es más que un divorcio
bilateral no regulado. De esta forma, nuestra jurisprudencia aceptó el di-
vorcio bilateral a través de la nulidad del matrimonio como una manera
de adaptar una legislación anacrónica a las necesidades de los ciudadanos.
Así y todo, dicho esfuerzo, que en su época era insuficiente lo era más aún
hasta el 2004, ya que colocaba a la parte que desea rehacer su vida en una
situación negociadora muy desmejorada. Así, la parte que no tenía ningún
interés en disolver el vínculo exigía una compensación superior a lo que 213
le correspondía recibir por sus probables derechos hereditarios. Este sis-
tema afectaba también a los más pobres, pues no contaban con los medios
para realizar este trámite, pagar a un abogado o, simplemente, subsidiar
las necesidades que el cónyuge –mayoritariamente, la mujer– exigía para
acordar una nulidad. Por lo tanto, la necesidad de legalizar este asunto no
surge con el regreso a la democracia, pues existía desde mucho antes, pero
hasta 2004 no hubo acuerdo para legislar sobre ello. Mas, es sólo en los
sesenta que hay débiles discusiones respecto a la necesidad de considerar
el divorcio como una alternativa en caso de ruptura matrimonial.
Esta última reforma, por lo tanto, demuestra que a pesar del disgusto
que pueda haber expresado la Iglesia Católica y el Partido Demócrata Cris-
tiano –uno de los más importantes miembros de la Concertación, es de-
cir, un partido de gobierno– Chile, a través de sus congresales aprueba la
reforma. Es decir, abiertamente el Estado y la Iglesia están en desacuerdo,
y el gobierno no hace nada por evitar el cambio. Aunque sí, se preocupa
por elaborar una ley bastante engorrosa que casi más por perseverancia
que por eficiencia se logra el divorcio matrimonial. Por otro lado, esta ley
plantea la igualdad entre hombres y mujeres casados. En otras palabras,
formalmente dentro del matrimonio la mujer y el hombre tienen los mis-
mos derechos y deberes, y el más “débil”, según plantea la ley, puede ser
cualquiera de ellos, y será a aquél el que se protegerá. El valor de esta ley
no se encuentra sólo en el tema de la igualdad en términos de protección
sino, también, en el derecho a pedir el divorcio y a considerar y tratar en
Rafael Gaune
Pontificia Universidad Católica de Chile
Ahora bien, pensar el bicentenario desde la historiografía, tendría que ser, 217
inevitable o majaderamente a esta altura, el acercamiento de la historia a
la ciudadanía. Si se trata de proporcionar al bicentenario un sentido his-
tórico y, más aún, que ese sentido se difunda en la sociedad, nuestra disci-
plina debería salir de los muros académicos, dejar el “gremio” y no seguir
circulando sólo entre historiadores y estudiantes. No obstante, creo que
este puede ser uno de los párrafos más escuchados, escritos y repetidos,
pero por algo será. El problema es que no lo hacemos e, incluso, nos con-
tradecimos constantemente. Seguimos refrendando esto hasta la saciedad,
pero sin cumplir lo que proponemos.
La historiografía también es parte de la narrativa, ya que el historiador
no sólo investiga, también escribe, siendo ambos los pilares fundamenta-
les en los que sustenta su obra y oficio. No obstante, la escritura no se pue-
de quedar solamente con el acercamiento hacia la gente no especialista a
través de una narrativa estilística, pulcra y sencilla, además debe ser crítica
y cuestionadora. Con dosis de narrativa y rigurosidad se puede entregar al
presente, de manera sutil y lúcida, los claroscuros del pasado. Se debe de-
jar el hermetismo de seguir reproduciendo la historiografía solamente en-
tre historiadores y abrirse más allá de los muros universitarios, sobre todo
para dar a conocer temas e investigaciones de vital importancia. Pero por
favor, no de forma paternalista; no subestimemos la capacidad de asombro
de las personas. No creamos que todo debe concentrarse en que es un “es-
fuerzo” por acercar la historia a la gente, a las masas, ni nos conformemos
con esto. Basta de héroes estereotipados, epopeyas chauvinistas, visiones
219
Cristián Gazmuri
Pontificia Universidad Católica de Chile
pañoles que el virrey de Perú había nombrado para dirigir Chile, especial-
mente Marcó del Pont. Con todo, Chile no fue, de hecho, independiente,
sino hasta la llegada del Ejército de Los Andes y la batalla de Chacabuco
(12 de febrero de 1817) o, si se quiere, después de la batalla de Maipú (5
de abril de 1818), que marcó la derrota definitiva en Chile central de los
realistas.
Más todavía, formalmente Chile no se declaró independiente hasta el
12 de febrero de 1818. Y aún así, partes no pequeñas del territorio de Chi-
le (como Chiloé) continuaron en manos realistas por varios años. ¿Enton-
ces, por qué celebrar el año 2010 el bicentenario de la independencia de
Chile? Creo que hay varias razones.
La primera no es de fondo, pero tiene gran importancia. El centenario
se celebró en 1910 y sería muy raro, incluso absurdo, que el bicentena-
rio se celebre en el año 2011, 2017 o 2018, si el centenario se celebró en
1910.
La segunda, si bien el Cabildo Abierto de 1810, no declaró la independen
cia, sino la fidelidad al legítimo rey de España Fernando VII, no hay duda
que fue un acto de soberanía popular o en todo caso un acto de soberanía
oligárquico-popular, idea que tenía posiblemente varios orígenes, abrien-
do las posibilidades de una futura democracia a largo plazo.
¿Qué orígenes tenía? Como dice Jaime Eyzaguirre, entre otros, pudo
venir de los escolásticos españoles tardíos del siglo xvi, Francisco de Suá-
rez, Francisco de Vitoria, Juan de Mariana, y otros en el sentido de que la
soberanía retornaba al pueblo en caso de faltar el Rey legítimo.
222 También pueden haber influido las ideas de la Revolución Francesa,
aunque fue ampliamente rechazada en Chile; con posterioridad sus ideas
centrales se conocieron en el país y fueron aceptadas por algunos. Y no
sólo las surgidas al debate público, después de 1789, sino, también, las
ideas políticas de Las Luces, que estaban “socializadas” en Francia a partir
de 1770, aproximadamente, y que constituirían el ideario básico que se
implementaría institucionalmente después de 1789.
También pudo influir el ideario de la Revolución de la Independencia
de Estados Unidos. Los orígenes de ambos procesos fueron, en lo esen-
cial, diferentes (aunque quizá no tanto en materia de doctrinas políticas
en ellos involucradas), sin embargo, sus manifestaciones: constituciones,
declaraciones, leyes, etc., fueron bastante similares. Aunque distanciados
en el tiempo, el proceso estadounidense y el francés se retroalimentaron
como lo deja ver, entre otros Albert Mathiéz en La Revolución Francesa.
Por otra parte, que las ideas de la independencia estadounidense influye-
ron en la chilena parece fuera de duda. La Constitución chilena de 1812,
fue más que inspirada, elaborada, por el cónsul de Estados Unidos en Chi-
le Robert Joel Poinsett.
Se ha dicho también que parte del ideario de la independencia de Chi-
le se tomó de la Ilustración española, línea de pensamiento que creemos
pesó menos que la francesa o estadounidense. De los ilustrados españoles
sólo encontramos (aunque repetidamente) a fray Benito Feijoo en las bi-
bliotecas coloniales chilenas según Tomás Thayer Ojeda en “Las bibliote-
cas coloniales chilenas”; Walter Hanisch en “En torno a la filosofía en Chi-
223
El bicentenario
y las fiestas nacionales en Chile
Milton Godoy
Universidad de La Serena
Francis Goicovich
Universidad de Chile
previas aparezcan en los manuales con que se educan las nuevas gene-
raciones, la tradición pesa más que los hechos concretos. El dogma que
sustenta al hábito se impone a la evidencia de los hechos, y es que en el
subconsciente del colectivo nacional resulta más atractivo homologar un
concepto tan caro al espíritu humano como es el de “libertad” con el peso
histórico de una celebración fuertemente arraigada en la costumbre.
El mito de la independencia como un acontecimiento ocurrido ad por-
tas de la estación primaveral comenzó a tejerse en 1823, cuando el gene-
ral Ramón Freire, sucesor y rival del saliente director supremo Bernardo
O’Higgins, se abocó a fomentar la celebración del 18 de septiembre como
día nacional en recuerdo de la Primera Junta de Gobierno. Hasta antes de
eso, en 1818 el Padre de la Patria había proclamado al 12 de febrero como el
día nacional, en recuerdo de la victoria obtenida el año anterior en la cuesta
de Chacabuco. Indudablemente que las reyertas personales que distancia-
ban a ambos próceres indujeron a Ramón Freire a borrar de la memoria his-
tórica al primer día nacional, omisión que terminó por consolidarse cuando
Diego Portales instauró la práctica de que los presidentes de Chile asumieran
el gobierno los 18 de septiembre (así fue entre los gobiernos de José Joaquín
Prieto en 1831 y José Manuel Balmaceda en 1886). Al asociarse este día con
la adopción del mando supremo de la nación por parte de las autoridades
civiles, no resulta extraño que esta fecha terminase por imponerse a la del
mes estival. Un rito, una celebración, un acto solemne selló definitivamente
el significado de un día como cualquier otro: la consolidación del mito sólo
fue una cuestión de tiempo.
El manejo de la memoria histórica, en tanto estrategia de poder, tam- 233
bién encuentra hitos recientes. Lugares, objetos, personajes y aconteci-
mientos pueden ser cubiertos de una determinada carga valórica e, inclu-
so, ser despojados de sus significados originales para sufrir una verdadera
resemantización acorde con los intereses que entren en juego, lo que,
sin embargo, no impide el surgimiento de tensiones, de resistencias y en-
frentamientos con otros actores sociales definidos por valores e intereses
irreconciliables con el modelo hegemónico que se pretende implantar.
Así, por ejemplo, el que en sus inicios fuera el edificio Gabriela Mistral,
posteriormente fue rebautizado como salón de convenciones Diego Por-
tales. Sus originales funciones culturales dieron paso a la administración
nacional por el lapso de dieciséis años. En la retina de todos los chilenos
que vivimos esa época quedó impregnada la imagen de dos fechas forjadas
en bronce una de las cuales, valiéndose de su par alterno, pretendía alu-
dir al ideario de la libertad (1810 y 1973), y quien dirigió los destinos de
la nación buscó representarse a sí mismo como la verdadera encarnación
del libertador Bernardo O’Higgins. De esta manera, el mito de la indepen-
dencia, sustentado en los pilares de su fecha de gestación así como de su
principal gestor, fue nuevamente objeto de una resignificación que pre-
tendió actualizar en torno a un acontecimiento (el golpe de Estado), una
datación (el 11 de septiembre de 1973) y un personaje (un comandante
en jefe), los sentimientos que tradicionalmente han estado enraizados en
torno al decimoctavo día del noveno mes. En suma, se procuró construir
un nuevo mito.
234
Re-pensando la democracia
en el bicentenario
Juan Gómez
Universidad Arcis
Chile,
una democracia con problemas pendientes
magras condiciones de vida que debían soportar cerca del 70% de los
ciudadanos nacionales que vivían en la extrema pobreza. Los recien-
tes informes del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo,
acerca del desarrollo humano, nos señalan que el país sigue tenien-
do niveles de pobreza significativos agravados por la fuerte desigual-
dad social y económica, ampliamente reconocido en diversos estu-
dios. La pobreza y la desigualdad social no son sólo productos de las
actuales políticas económicas y sociales, han sido problemas o reali-
dades históricas que han configurado a la sociedad nacional desde su
constitución como Estado independiente. Tanto la pobreza como la
desigualdad social continúan sin solución efectiva y eficiente.
b) En materia económica, la sociedad chilena no ha logrado dar con
un modelo económico, ya sea capitalista u otro alternativo, que le
permita desarrollarse en forma sustentable y equitativa en el tiempo.
Grosso modo, tres han sido los modelos de desarrollo económicos
implementados en el país a lo largo de estos dos siglos de vida in-
dependiente, a saber: en el siglo xix, el modelo primario exportador
(crecimiento hacia afuera, como lo denominara Aníbal Pinto); en el
siglo xx, 1930-1975, la industrialización sustitutiva de importaciones
(crecimiento hacia adentro) y desde 1975 hasta hoy, el modelo eco-
nómico neoliberal. Los tres han sido concebidos con la expectativa
de lograr que la sociedad chilena alcance su desarrollo económico.
Como es sabido, ninguno ha logrado dicha meta. Sus éxitos han sido
relativos y coyunturales. En cierta forma han fracasado. Por esa razón,
236 el desarrollo económico sigue siendo una problemática pendiente.
c) En materia cultural, Chile mantiene serios y profundos problemas.
Tal vez, el más importante y relevante de todos sea la marcada ten-
dencia entre los chilenos y chilenas a negar nuestra diversidad cultu-
ral y étnica sobre la cual se constituye la sociedad nacional. La pro-
funda internalización cultural y social, en gran parte de la población
nacional, de la tradicional de la tesis, levantada durante el siglo xix
por las elites dirigentes a cargo de la construcción de la República,
de que “Chile es un país de blancos... y donde lo indígena es sólo
reconocible al ojo del experto”, tiende a negar la existencia cultural
de los pueblos originarios. Si bien, en los últimos años se han rea-
lizado esfuerzos por cambiar dicha postura, los chilenos y chilenas
independientemente de sus condiciones socioculturales son reacios
a aceptar la diversidad cultural. La segregación, la exclusión y la dis-
criminación han sido las formas históricas practicadas en la sociedad
nacional al momento de enfrentar la diversidad y la pluralidad cul-
tural.
d) En materia política, el principal problema no resuelto que arrastra
desde el siglo xix la sociedad chilena –que por su carácter, importan-
cia y duración constituye un megaproblema o una megatendencia
histórica– es la errática construcción de un sistema político demo-
crático o de una república democrática plena. Hacer la historia de
la democracia en Chile es, también, hacer la historia del autoritaris-
mo. En efecto, en el Chile actual como en el Chile del centenario,
entre 1948 y 1958, uno autoritario electoral. Hasta 1949 no existía sufragio
universal, las mujeres estaban excluidas de la ciudadanía política; estaban,
también, excluidos de la participación política y social los campesinos, cu-
yo voto era manipulado por los dueños de la tierra. Si bien, es cierto, que
existían periódicamente las elecciones, estaban dominadas por el cohecho
y el fraude electoral. Por último, durante diez años se puso fuera de ley y
de la participación política al Partido Comunista de Chile. Durante el go-
bierno de Gabriel González Videla se hizo aprobar en el Parlamento la Ley
de Defensa Permanente de la Democracia, lo que dio lugar a la instalación
de un campo de concentración en la nortina localidad de Pisagua donde se
recluían a los ciudadanos acusados de infringir la citada ley.
Tan sólo a partir de las reformas electorales de 1958 y la anulación de la
Ley de Defensa Permanente de la Democracia se instauró un régimen polí-
tico, de semidemocracia plena. Éste alcanzó su plenitud cuando las fuerzas
democráticas lograron impulsar la Reforma Constitucional al Derecho de
Propiedad, en enero de 1967; Ley de Sindicalización Campesina ese mismo
año y el sufragio se volvió verdaderamente universal con las reformas cons-
titucionales de 1970, cuando se otorgó el derecho a voto a los mayores de
dieciocho años, analfabetos e incapacitados. Todo eso fue destruido por el
golpe militar de 1973 y la instauración de la dictadura militar del general Au-
gusto Pinochet (1973-1990).
Luego de diecisiete años de régimen autoritario se ha transitado a la de-
mocracia protegida, que los propios autoritarios diseñaron y que las fuerzas
democráticas no han podido aún desmontar. A pesar de la reformas consti-
tucionales impulsadas y establecidas por el gobierno de Ricardo Lagos en el 239
año 2005, el régimen democrático actual posee aún un conjunto de restric-
ciones que le impiden constituirse como un régimen político democrático
pleno.
Si bien, la sociedad chilena no ha tenido una república democrática a lo
largo de su historia, y cuando lo logró las fuerzas políticas autoritarias rápi-
damente se encargaron de situarlo en el orden social y político tradicional,
que no es otro que las formas democráticas restringidas o incompletas. Ése
ha sido el estado normal del sistema político nacional.
Entre los diversos factores que explican la deficiente historia democrá-
tica nacional, se encuentra el hecho de que la sociedad chilena no ha gene-
rado ninguna de las cartas fundamentales que han normado su vida política
en estos doscientos años a partir de una asamblea nacional constituyente,
democrática, con la participación activa de todos los sectores políticos y so-
ciales del país. Siempre ha sido un acto autoritario del Ejecutivo, o sea, del
gobierno de turno o de los poderes fácticos militares o civiles. Así fueron
formuladas las constituciones políticas de 1833, de 1925 y de 1980.
En fin, por todas estas razones expuestas puedo sostener que en Chile
la instauración de una democrática plena sigue siendo un problema histó-
rico-político no resuelto. Cabe, entonces preguntarse, ¿es posible alcanzar
esa condición en la sociedad chilena actual?
La utopía democrática
para el siglo xxi
Antes de responder esta pregunta, creo que sería útil referirme a una cues-
tión que caracteriza a la historia de la sociedad chilena: la permanente dia-
léctica entre el mito y la utopía. Tal como algunos autores han afirmado,
los chilenos son dados a construir mitos; uno de ellos es, por cierto, el
haber desarrollado una democracia ejemplar, que somos una excepción,
etcétera. Pero, también, hemos sido constructores permanente de utopías.
Ejemplo de ello fue la utopía democrática como la utopía socialista. Si
bien, actualmente, como cantó Joan Manuel Serrat, “la utopía se echó al
monte perseguida por lebreles que se criaron en sus rodillas y que al no
poder seguir su paso, la traicionaron”. Pienso que el pensamiento críti-
co debe replantearse la utopía democrática y socialista en forma integral,
pues considero que la primera llevada hasta las últimas consecuencias es
sinónimo de socialismo.
Ésa es la fuerza que tiene la noción democrática cuando ella es con-
cebida, no como régimen político, sino como una forma de sociedad y de
Estado. Un punto que debemos tener presente es que esa noción de de-
mocracia es la que tuvo y desarrolló un importante segmento de la ciuda-
danía nacional, especialmente, los sectores populares ligados a la izquier-
da nacional, a lo largo del siglo xx chileno. Insisto, la utopía democrática
fue asociada con la construcción de una sociedad socialista. Por eso, el so-
cialismo era, en el proyecto político histórico popular, una forma superior
240 de democracia. En esta asociación, pienso, radicaba la fuerza del socialis-
mo chileno. Ello explica que un sector importante de la izquierda nacional
fuera crítica de los “socialismos reales” existentes, especialmente, porque
para construir socialismo habían abolido la democracia.
Tengo la impresión de que la noción democrática, a lo largo de estos
doscientos años de vida independiente ha sido vista a la luz de la utopía.
De manera, entonces, que ser democrático es, también, ser utópico. En ese
sentido, la problemática central de la República ha sido y sigue siendo la
compatibilidad entre la utopía democrática y su práctica histórica concreta.
La democracia plena en Chile siempre ha sido tratada como algo “im-
posible”. En los distintos momentos decisivos para la democracia, resultó
evidente la insuficiencia de la ideología en su labor legitimadora; de la
misma manera que el modelo utópico ya había adquirido la forma de una
sólida alternativa al poder existente. En ambos casos es posible, entonces,
comprobar, una vez más, que la utopía puede ser una alternativa al poder
o una forma alternativa de poder. Los proyectos democráticos al igual que
todas las utopías, escritas o realizadas, han mostrado su intención de ejer-
cer el poder de una manera diferente a la concebida.
Ahora bien, en la búsqueda del fundamento de tal construcción, el
horizonte utópico se perfila como el ambiente más propicio para los movi-
mientos sociales y políticos que pretenden lograr una democracia cada vez
más profunda, o sea, socialista. Esta cuestión tendría que partir no sólo de
las exigencias económico-políticas sino, también, de una nueva ética polí-
tica revolucionaria democrática y socialista.
242
Chile en el bicentenario
Álvaro Góngora
Universidad Finis Terrae
mano de obra y tampoco fue asiento de una gran civilización etc., como
sucedió en otras regiones de América. Por el contrario, a lo largo de su
geografía vivían tribus nómades y sedentarias sin un nivel destacable de
desarrollo.
Por eso, desde el Chile aborigen no surgen rasgos esenciales de nues-
tra identidad, porque no hubo en Chile una cultura originaria poderosa.
No se puede desconocer la importancia de la etnia mapuche, en cuanto
pueblo guerrero que le aportó a la conquista un carácter especial. ¿Pero
de la cultura que portaba entonces, cuánto quedó de ella? ¿Tenemos arte
que provenga de los ancestros; cierta riqueza culinaria; ruinas indiscutible-
mente importantes? Cierto que existe toda una toponimia de origen ma-
puche y aun otras manifestaciones, pero ellas son de carácter secundario
y diría marginal.
Una segunda reflexión, es que la línea gruesa de los rasgos que cons-
tituyen la identidad chilena proviene, más bien, del Chile hispano y repu-
blicano.
En este sentido, lo que destaca es el mestizaje. Somos un país mestizo
en todos los grupos sociales. Desde el momento que el conquistador es-
pañol entró en escena, comenzó el mestizaje; consolidándose en la zona
central durante el siglo xviii. Fueron los grupos aborígenes de más al norte,
más pacíficos, quienes aportaron su sangre. El mapuche se agregó a ese
proceso en el siglo xx podíamos decir; profundizándolo desde entonces,
sobre todo en el ámbito popular.
Todo Chile es mestizo, se puede afirmar, porque no sólo estoy pen-
244 sando en un mestizaje producto de la fusión hispano-indígena, sino en la
presencia de otros grupos raciales que se instalaron y se integraron a la
sociedad a lo largo de los siglos xix y xx. Aquí creo que no es necesario dar
ejemplos.
Otro rasgo que me parece fundamental y obvio, en cuanto a nuestra
identidad, es el de Chile como país católico. Es evidente que la Iglesia y la
fe católica se identifican con la historia de Chile. Recuerdo en este minuto
el famoso discurso “El alma de Chile”, del cardenal Raúl Silva Henríquez,
y demás está decir lo qué significó haber tenido hasta 1925, en lo formal,
un Estado confesional. O, bien, que la Iglesia jerárquica tuviera una fuer-
te presencia en la política contingente, mediante distintas formas. Entre
otros, a través de partidos políticos de gran gravitación. Primero, el Partido
Conservador y luego La Falange o la Democracia Cristiana. O, bien, ténga-
se en cuenta lo que ha sido la devoción popular de esta fe. Es cierto que
esta presencia se ha ido diluyendo. Sin embargo, todavía la Iglesia Católica
es predominante. No cabe duda que la práctica de esta fe va en retirada y
el clero, en general, va en disminución. Otras iglesias, como contrapartida,
han experimentado un crecimiento o se ha difundido una posición más
agnóstica en Chile. Pero, con todo, el pueblo chileno se reconoce y declara
católico mayoritariamente.
Por otra parte, Chile es un país de clase media. Y lo interesante en este
punto es que es una clase media original, propia, que se configuró a partir
del desarrollo educacional implementado en el siglo xix, reforzado en el
siglo xx. Se ha dicho, en este sentido, que el Estado y la clase dirigente for-
Cristián Guerrero
Universidad de Chile
una introspección relativa a los hechos y procesos que han dado forma a
la historia republicana del país, y también para plantear políticas condu-
centes, en lo material y espiritual, a la conformación de un nuevo tipo de
sociedad con una mayor cantidad de adelantos materiales y una serie, bas-
tante completa, de valores que deberían estar logrados para esa fecha. Es,
entonces, y desde el punto de vista desde el que se le mire, un verdadero
hito que, al parecer, para algunos, tiene algo de mágico.
Esta segunda línea parece prevalecer sobre la primera. Es común oír
una mayor cantidad de referencias respecto de las metas y obras que debe-
rán estar logradas y construidas para el año 2010, que del sentido histórico
de lo que ese año se conmemorará. Dentro de esto último, es también más
frecuente el análisis de los procesos sociales, políticos, económicos y cultu-
rales producidos en la etapa posterior a la independencia. Pareciera que el
país, es decir, la comunidad conformada por los chilenos, hubiese nacido
en 1810 y que solamente a partir de esa fecha tuviese existencia legal, por
decirlo de algún modo. Se olvidan, no sabemos si en forma consciente o
no, los doscientos setenta y cuatro años transcurridos entre 1536 y 1810.
Y también la existencia, con una fecha difícil de determinar con exactitud,
pues depende de autores distintos, de aquellos grupos humanos a los que
en el último tiempo se ha dado en llamar “pueblos originarios”.
Dentro de este cuadro, también se advierte, en general y al menos
por ahora, cuando aún faltan cerca de tres años, la preterición del mismo
O en el chileno:
En Perú se canta
En Bolivia es:
253
Carlos Gutiérrez
Centro de Estudios Estratégicos (CEE-Chile)
María Huidobro
Universidad de Santiago de Chile
mación del orden social actual. Y así, lo más antiguo, se percibe cada vez
más distante y extraño, casi carente de utilidad o de sentido. Basta notar
cómo en ocasiones los debates públicos acaban por distinguir lo moderno
y progresista como positivo, mientras relegan al campo de lo negativo a
lo pasado que, por su simple calidad de tal, recibe los apelativos de anti-
cuado o retrógrado, sino de conservador y tradicionalista con un cierto
carácter desdeñoso.
No obstante, el quiebre entre los tiempos recientes y los pretéritos pare-
ce radicalizarse aun más cuando se piensa en términos de historia universal
a partir de su periodización clásica. La historia antigua y medieval son, por
lo general, abordadas con poco interés y así, son escasos los estudiantes
que optan por especializarse en el estudio de tales épocas, pues se perciben
prácticamente como simples “curiosidades arqueológicas”, cuya incidencia
en los procesos históricos del mundo actual es prácticamente nula.
Y ello se hace patente si comparamos las publicaciones del siglo xix
con las temáticas que hoy abordan las editoriales nacionales; o si revi-
samos las mallas curriculares de las carreras del ámbito humanista, que
solían, en tiempos decimonónicos –y algunas hasta hace menos de una dé-
cada– impartir latín y griego como conocimientos básicos y fundamentales
para la comprensión del mundo occidental.
Aun cuando no se trata de realizar una crítica a se a las reformas educa-
cionales aplicadas en el último tiempo –que lógicamente buscan adaptarse
a las necesidades del mundo contemporáneo–, la ausencia de estudios
humanísticos centrados en el mundo antiguo podría constituir una caren-
260 cia lamentable para la educación de hoy, más habituada, da la impresión,
a orientar sus intereses de acuerdo con aquello que parece a primera vista
útil, cercano y práctico. ¿Para qué leer griego si ya nadie lo lee? ¿Para qué
saber latín si muy pocos lo manejan y prácticamente nadie lo habla?
Por supuesto, no puede negarse que el estudio de pueblos, realidades
y mundos distantes –no sólo temporal sino, también, espacialmente– re-
sulta más arduo y complejo que el conocimiento de lo que parece más
propio y más físicamente cercano. Las dificultades idiomáticas se suman,
en este sentido, a la carencia de fuentes y vestigios directos, así como a la
ausencia parcial de bibliografía actualizada relativa a estos temas. Pero la
orientación que pueda otorgarse a estos estudios puede quizá ofrecer la
clave resolutiva frente al desinterés y a los conflictos prácticos.
Cabe aquí rescatar el concepto de lo clásico, pero no en el sentido
de perpetuar formas pretéritas sólo en la medida en que trascienden la
temporalidad, sino, más bien, de retomar ciertos valores, aportes y pro-
blemáticas que, de una u otra manera, tratan conflictos y situaciones que,
en su esencia, se viven también en los tiempos actuales. Después de to-
do, no puede negarse que en la historia subyacen categorías universales,
que, si bien nunca se hallan del todo desencarnadas –como señala Paul
Ricoeur– ni por lo mismo, desprovistas de las formas dadas por el tiempo
o la cultura que les dan vida, subyace en la discontinuidad de la trayectoria
histórica una cierta invariabilidad temática. Ciertamente, si hablamos hoy
de democracia no lo hacemos en los mismos términos que lo hacían los
atenienses del siglo v a.C.; pero su alusión, finalmente, se orientará en un
sentido similar que permite entender en dos contextos muy distintos, una
misma idea fundamental.
Aunque la historia de Chile resulta ser bastante reciente en relación
con los tiempos pasados del mundo mediterráneo, y, por lo mismo, su
vinculación pudiera parecer tan distante, es imposible negar que, de una u
otra forma, las principales problemáticas que en una condición inaugural
cimentó el mundo grecorromano para occidente formaron parte, también,
de la conformación de la identidad e idiosincrasia chilenas. Costumbres,
modos, valores y lengua, entre otros, son comprensibles en mayor medida
si se aprehenden en su esencia los fundamentos y raíces de sus formas,
para advertir en ellas un proceso de apropiación y adaptación cultural
que, inspirándose en los modelos preexistentes, forjó para Chile su propio
modo de ser.
La consideración de lo “antiguo” nunca responderá, en este sentido, a
una curiosidad arqueológica, a una pretensión de erudición o al temor a los
cambios que el tiempo exija, pues no se trata de admirar el pasado en el afán
de no avanzar. Antes bien, consiste en el imperativo de comprender a caba-
lidad lo que se es, para corregir, analizar, potenciar y orientar creativamente
un futuro en absoluto conocimiento de lo que queremos y podemos llegar
a ser. Es lo que parecía ya entender Federico Nietzsche cuando apelaba al
servicio de la historia en función de la vida.
261
Margarita Iglesias
Universidad de Chile
263
Si Latinoamérica mantiene el mismo ritmo de avance 1995-2003,
recién en la segunda mitad del siglo xxi se podría lograr la equidad de género.
Programa de la Naciones Unidad para el Desarrollo
2 010 inaugura una nueva era de Chile: el período se inicia sobre el tér-
mino del primer gobierno del país presidido por una mujer: Michelle
Bachelet Jeria.
No es que las mujeres no existieran en la Historia de Chile, el hecho es
que cuando nos contaron la historia, éstas sólo aparecían en relación con
los hombres, sin presencia propia, a pesar de ser más o menos la mitad
de la sociedad chilena desde antes de la llegada de los conquistadores a
estas tierras.
y salir de ella, así como las reglas del estar. Desde estas primeras ordena-
ciones la administración política, estatal y religiosa de la ciudad buscaba
regular el espacio y las formas de comportarse de los diferentes sectores
sociales y étnicos que la habitaban y diferenciarlos por las categorías im-
puestas por los conquistadores: vecinos, indios, esclavos y forasteros.
Vemos así que ya desde los inicios del siglo xvii la estratificación social,
étnica y sexual comienza a instalarse desde la normativa en Chile colo-
nial.
Según diversos historiadores, y especificado por las Leyes de Indias,
tendrán calidad de vecinos sólo los hombres propietarios y: “que no pue-
den ser elegidos para los oficios de Cabildo o otros consejiles ninguna
persona que no sean vecinos y el que tuviere casa poblada, aunque no
sea encomendero de indios, se entienda ser vecino”, es decir, se buscaba
asegurar las primeras orientaciones de la Corona que se hiciera prevalecer
la repartición de tierras, solares y cargos públicos en aquellos fundado-
res-conquistadores de las ciudades. Las mujeres, así como las poblaciones
indígenas y esclavas africanas, estaban bajo la tutela masculina del con-
quistador y colonizador y durante toda la época colonial, la representación
política, así como la responsabilidad legal de los comportamientos de mu-
jeres, indígenas y esclavos estará bajo el mandato de los hombres, quienes,
además, estaban autorizados a ejercer castigos de corrección, incluidos los
maltratos, para mantener el orden.
264 De la educación
al sufragio universal
Las mujeres del siglo xix debieron librar duros combates, primero par-
ticipando directamente en la luchas por la independencia y luego para ser
ciudadanas en igualdad de condiciones.
Desde el siglo xix, las chilenas conocen las teorías de emancipación
y comienzan a organizarse por la educación y su derecho a decidir por sí
mismas. Martina Barros Borgoña, tradujo y publicó el libro de John Stuart
Mill, The Subjection of Women, con el título La esclavitud de la mujer
(1873), en La Revista Chilena, fundada y dirigida por quien sería su espo-
so, Augusto Orrego Luco. La publicación del libro abrió la polémica públi-
ca sobre los derechos de las mujeres en plenas discusiones sobre el tipo
de Estado y república que buscaba darse Chile.
Es en 1875 que las chilenas intentan votar en la Junta Electoral de San
Felipe. Según la Constitución de 1833 nada les impedía hacerlo si cum-
plían con los requisitos de ser chilena, saber leer y escribir. Cientos de mu-
jeres se inscribieron. En 1884 se explicita la prohibición del derecho a voto
a las mujeres. La batalla por la educación de las mujeres también significó
debates en la sociedad chilena de la época, a pesar de que el derecho a la
educación para todos se encontraba estipulado en la Constitución y exis-
tían colegios para mujeres instalados en la convulsionada nación chilena.
La incorporación de las alumnas de los colegios de señoritas a la uni-
versidad fue, durante mucho tiempo, el sueño de las educadoras Antonia
Tarragó e Isabel Lebrun. Su entrada a la universidad se sanciona con un
decreto en 1877. La primera mujer en ingresar a la Universidad de Chile
fue Eloísa Díaz. Ella se matriculó en la Escuela de Medicina y junto a Er-
nestina Pérez fueron las primeras profesionales de América Latina. Ambas 265
tuvieron que derribar y luchar contra los prejuicios de profesores y compa-
ñeros. Ernestina, al ingresar a Medicina, era menor de edad, por lo que era
acompañada a todas las clases por su madre. Además, debía permanecer
tras de un biombo durante el curso de anatomía, con todos los problemas
que esto provocaba en sus estudios.
Contradiciendo estas limitaciones, sin embargo, las mujeres se incor-
poraron al mundo del trabajo asalariado, ya fuera a través de las primeras
organizaciones artesanales de talleres laborales o haciendo de su saber
hacer doméstico en el hogar, un comercio que no era reconocido en la
valoración social del trabajo formal, cuestión que impera en un gran por-
centaje hasta en el Chile del bicentenario, donde se reconoce sólo un 38%
de las mujeres como mano de obra asalariada.
Durante todo el siglo xx, las mujeres se organizaron en sus lugares de tra-
bajo, realizaron trabajos no reconocidos socialmente, como el de los hoga-
res, el cuidado de los hijos y de los hombres; participaron de las asociacio-
nes de protecciones sociales y en los diversos partidos, llegando a crear el
Partido Femenino en la primera mitad del siglo xx, aunque no podían ejer-
cer el derecho a voto; crearon sus propios movimientos por sus derechos,
De la defensa de la vida
a las propuestas de género
Retorno
a doscientos años de la partida
podríamos aspirar a ser europeos. Que el tren, nos dijo, era el emblema de
la nueva era y no el caballo.
Civilización o barbarie (Domingo Faustino Sarmiento): that was the
question.
En vista de esas promesas republicanas y civilizadas, pudimos inge-
rir de buena gana el trago amargo de la expulsión/partida de la tierra: el
abandono de nuestra casa en el pueblo de indios luego de su parcelación
y subasta; nuestra partida del rancho de los viejos cuando ya no había más
lugar en la hacienda o cuando no quisimos asumir el destino de “allega-
dos/obligados”; nuestro triste errar por caminos de patria ajena ocurrida
nuestra derrota y muerte del cacique Quilapán, el emocionado viaje de
nuestra hermana Carmela y su arribo a la ciudad “con su cara sonriente, ay
que felicidad” ante el rumor de que “allá en Santiago, se trabaja poco y ná”;
nuestra migración masiva campo-ciudad tras la moderna industrialización;
el envío de nuestros hijos a los internados y liceos a prepararse para su
prominente futuro profesional...
Esta “partida” de los otrora afincados en la tierra, ha sido, sin duda, el fe-
nómeno más decisivo de la historia latinoamericana y chilena, especialmen-
te desde hace doscientos años. Así, mientras en el 1800, el 80% de la pobla-
ción chilena vivía enraizada a la tierra de su comunidad y de sus padres, en
el 2001 casi el 90% vive ahora en las ciudades; aún más, el 40% del total de
la población chilena vive actualmente en una sola ciudad, la capital transan-
tiaguina. El mandato de la patria se ha cumplido: es ciudad y no tierra natal;
es Chile-Europa-Estados Unidos y no América; civilización y no barbarie.
272 Entonces ya cabe preguntarse: ¿cómo y qué ha sido de nuestra vida co-
mo civilización a 200 años de su promesa? ¿Qué tendrían hoy que contarle
lo/as tataranieta/os, bisnieto/as, nieta/os e hijo/as a sus tatarabuela/os, bis-
abuela/os, abuelo/as, padres e hija/os de su experiencia fuera-de-casa?
Como tataranieto/as, tendremos que reconocer que fue dura la vida
de peón de minas luego de nuestra partida de casa el día de la subasta
del pueblo de indios: pega dura, poco charqui, mala paga, mucha multa;
que poco se sacaba del pirquén. Que andando el siglo rumbeamos más
al norte, cateando minerales o enganchados como soldados en la Guerra
del Pacífico donde derramamos la sangre por la patria; que luego fuimos
llevados al sur, no para regresar sino para expulsar al pueblo mapuche,
con el que finalmente nos unimos en el camino de regreso, engrosando
su marcha errante y cargada de la ira de su des-tierro/a; que nuestra meta
era El Dorado del salitre. Que allí conocimos en carne propia el “modelo
de desarrollo hacia afuera”: la aridez de la pampa, la tensión de los múscu-
los ante la dinamita, la avaricia en la paga y la pulpería, los accidentes en
las tinas ardientes, el frío en la barraca, la nostalgia. Que finalmente hace
justamente doscientos años, a causa de nuestra protesta y marcha desde la
pampa a la ciudad, fuimos muertos en la escuela Santa María de Iquique y
lanzados nuestros cuerpos a la fosa común.
Como nieto/as tendríamos que narrar el emocionante viaje en el fe-
rrocarril del sur a la capital, con la sonrisa en el rostro enmarcado con las
trenzas negras de la Carmela, portando en la falda el cocaví, aún caliente,
de pan amasado y huevo fresco. Que las primeras cartas narraron la felici-
275
Pequeños protagonistas
Ximena Illanes
Pontificia Universidad Católica de Chile
“Piececitos de niño,
Dos joyitas sufrientes,
¡Cómo pasan sin veros las gentes!”
Gabriela Mistral. 277
La Antártica chilena:
entre el primer y segundo centenario
de la independencia nacional
Mauricio Jara
Universidad de Playa Ancha
283
Historiografía y bicentenario
Issa Kort
Universidad Andrés Bello
Feliú Cruz, Sergio Villalobos, Julio Retamal Ávila, Rafael Sagredo, Luis Car-
los Parentini. También formaron escuelas, en otras áreas: Héctor Herrera
Cajas, Mario Góngora del Campo y Gonzalo Vial Correa, entre otros de
igual importancia.
Un motor vital de la investigación histórica es el Estado. Desde los
albores de la República, el Estado ha debido asumir el papel dirigente de
la investigación, a través de las universidades, la administración y man-
tención de los fondos, las leyes relativas a los documentos, publicación,
becas, premios, etc. Sin embargo, y situación que ha sido general en todos
los gobiernos, independiente de la posición política que ostenten, el Esta-
do chileno, creo, está en deuda con la historia, con la ciencia. Siempre los
recursos pueden ser considerados escasos, pero ha faltado el desarrollo de
una política general que apoye la investigación de los más amplios temas
y metodologías que permitan tener un conocimiento más acabado del pa-
sado. Lamentablemente, cuando un estudiante que sale del colegio cuenta
que quiere estudiar Historia, la mayoría de las personas le cuestiona el có-
mo va a vivir, provocando una desazón en el interesado. Éste es el primer
filtro que enfrenta un historiador. Una vez vencida esta etapa, e inscrito en
la carrera de Licenciatura en Historia, no es menor el porcentaje de alum-
nos que emigran a otras profesiones por falta de proyección. Finalmente,
y lo que es más penoso, una vez graduados no se dedican al ejercicio pro-
fesional para el cual fueron preparados, ya que terminan trabajando en
otras áreas muy lejanas a la Historia. Si contáramos con una buena política
de apoyo a esta disciplina, se podrían conseguir mejores resultados de los
288 que tenemos. La historia no es un producto de demanda diaria, es decir,
no todos los días alguien quiere comprar historia, por lo que en la mayoría
de los casos se debe gastar mucho tiempo en la búsqueda de fondos cultu-
rales con empresas privadas o instituciones filantrópicas y ofrecer proyec-
tos que vayan de la mano de intereses particulares.
Un último factor que me gustaría resaltar sobre el desarrollo históri-
co del bicentenario es el escenario actual. Académicamente han surgido,
a partir de la década del ochenta, universidades privadas, las cuales han
sido un tremendo apoyo a la historia de la Historia, pues han abierto la
posibilidad de que más personas puedan acceder al estudio histórico. Han
surgido de allí excelentes historiadores que se destacan académica e in-
vestigativamente, y han posibilitado la fundación de calificados centros de
investigación y han dado trabajo, en buenas condiciones, a destacados aca-
démicos nacionales y extranjeros. Como reza el dicho popular: “con plata
se compran huevos”, y creo que si se inyectaran recursos bien administra-
dos se podrían obtener, nuevamente, buenos resultados.
Por último, la historiografía chilena, gracias a sus historiadores, no se
ha quedado atrás, al contrario, va considerablemente a la vanguardia inter-
nacional. Se desarrollan en Chile investigaciones con nuevas e interesan-
tes técnicas metodológicas que van desde lo tradicional hasta la historia
oral, historia del tiempo presente, etnohistoria, microhistoria, etc. A mo-
do de ejemplo, desde un tiempo a la fecha, el Centro de Investigaciones
Diego Barros Arana de la Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos, ha
apoyado la publicación de fuentes históricas, lo que permite un acceso
289
Pablo Lacoste
Universidad de Talca
Bases socioeconómicas
del modelo chileno 291
La emergencia de la memoria
a través de una categoría histórica
Martín Lara
Pontificia Universidad Católica de Chile
Los resultados del oficio hoy, tienden al servicio del aplauso de nues-
tros pares sobre las investigaciones realizadas y no necesariamente a la
memoria colectiva, algo complejo, si consideramos la importancia que la
historia tiene para la formación de las sociedades y, más hoy, ad portas de
la simbólica festividad dos veces centenaria de la natividad republicana.
La cuestión es la siguiente. Son varios los factores que interrumpen
el fluir natural del conocimiento histórico en la sociedad que, para este
caso, utilizaremos el pedestre y manoseado concepto de memoria, como
la lejanía de las temáticas; teorizaciones excesivas, en la que muchas veces
termina la investigación siendo eso y no algo concreto; que todo lo creado,
producido y divulgado en la academia llega demasiado tarde a los planes
mínimos obligatorios de la escuela; una aristocratización del lenguaje en
cuanto, a la casi imposibilidad de lectura del chileno medio que, ¡por fa-
vor, no es ignorante ni disléxico por no entender!, sino el resultado de un
conjunto de factores y agentes entre los que se cuentan la mediocridad
patológica del sistema educacional primario y secundario, si es que, claro,
alcanzó a estudiar dicha persona; los medios de comunicación y, por cier-
to, la familia, entre otros.
Pensamos que el aterrizar la producción historiográfica a temas cercanos
a la gente, como es la historia regional y local, por sólo citar un caso entre
tantos otros, permitirá un cultivo de la memoria, que acarreará no sólo re-
afirmar o corregir los datos y discursos proporcionados vía oral de genera-
ción en generación, desconfigurando así muchos mitos urbanos; potenciar
el sentido de pertenencia ya no sólo a la nación, sino al territorio inmediato
300 donde las personas habitan; entender problemáticas de largo aliento en zo-
nas geográficamente delimitadas; dar a conocer las tradiciones folclóricas y
culturales de una región aislada, entre otras. La historia regional y local, por
una razón muy especial, aunque no novedosa, se debería desarrollar con
más ahínco en nuestro país. Las particularidades étnicas, culturales y con-
traculturales, la diversidad geográfica y climática, hacen que la sociedad de
nuestro país sea heterogénea. Y si a ello agregamos los espacios continenta-
les e insulares que en el transcurso de los siglos xix y xx se han agregado a la
república, fomenta que la aplicabilidad de dicha categoría histórica adquiera
un real significado no sólo en términos prácticos sino, también, desde un
punto de vista social. Pero, sin lugar a dudas, la gran ventaja de dicha temáti-
ca radica en su aporte a la descentralización geoespacial de la memoria.
Desde las batallas metodológicas que inauguraron la historiografía na-
cional a mediados del siglo xix, hasta por lo menos 1960, gran parte de la
producción se abocó a lo que sucedió en Santiago y sus alrededores, salvo
algunas excepciones, cuando se hacía referencia a hechos como la inde-
pendencia nacional y aspectos económicos que afectaban globalmente al
país. Pero fuera de ello, casi nada se desarrolló al servicio de las regiones y
de espacios locales definidos. Sin embargo, no podemos olvidar los meri-
torios esfuerzos realizados por literatos costumbristas y notables vecinos,
que estos últimos, imbuidos por la inquietud de conocer el pasado de su
ciudad o región, hicieron algunos trabajos amateur, sin una clara estruc-
tura teórica y metodológica, pero que lograron de un modo u otro, dejar
las bases para las siguientes generaciones.
Chile, 1810:
las revoluciones de julio y septiembre
Leonardo León
Universidad de Chile
Y luego proseguía:
Poco falta añadir para interpretar, desde otro ángulo, la crisis que pre-
cedió al derrocamiento del último gobernador español en Chile. Las cau-
sas de esta crisis, no se vinculaban a los acontecimientos de la Península,
sino a un paulatino proceso de quiebre de la gobernabilidad interior y
de distanciamiento entre el Gobernador y la elite. La plebe santiaguina,
porfiadamente excluida de la narración histórica, emerge en este relato
como un protagonista crucial que, posicionada al lado de Antonio García
Carrasco, aparecía dispuesta a llevar a cabo una profunda y sangrienta re-
volución social.
¿Cómo se produjo la revolución de septiembre de 1810? En gran parte,
como una consecuencia directa de los acontecimientos que se van deta-
llando. En otras palabras, como efectos del conato que tuvo lugar en ju- 309
lio, época en que el liderazgo revolucionario adquirió conciencia de sus
habilidades políticas y logró apreciar el poder que poseía. Por sobre todo,
los eventos de julio demostraron que el aparato colonial monárquico era
incapaz de neutralizar el poder de la aristocracia subversiva. En ese senti-
do, lo acontecido en septiembre simplemente fue el corolario de un pro-
ceso histórico que adquirió su fuerza arrolladora en los meses previos. En
efecto, en septiembre, el reino ya era gobernado por un español-criollo,
la Junta Nacional agrupaba a lo más granado y políticamente activo del
patriciado y su elección se produjo de modo más o menos unánime. En
el entretanto, se había estabilizado la relación política entre las clases y se
había eliminado el peligro de un alzamiento de la plebe. Tan sólo restaba a
la elite ponerse de acuerdo sobre el camino que seguirían para asegurar el
dominio que se habían asegurado con el derrocamiento del último gober-
nador español. Los partidos o banderías que se formaron en el seno de la
elite con motivo de los pasos que debían darse para estabilizar al país no
cesaron ni se esfumaron con la mera derrota de la plebe; por el contrario,
habiendo subsanado un problema fundamental correspondía consolidar
la gobernabilidad.
Nos hemos preguntado si se vivía en Santiago un clima de efervescen-
cia social plebeya –por qué no decir, revolucionaria– durante el período
previo a la instalación de la Primera Junta Nacional de Gobierno. La efer-
vescencia plebeya se produjo y llegó a su clímax en julio de 1810. Lo que
se reconoció en septiembre fue solamente el recuerdo de una realidad que
310
Leonardo Mazzei
Universidad de Concepción
vo, esto es, incluyendo los programas especiales de empleo público que
reclutaban trabajadores con pagos muy reducidos, alcanzó en 1983 a más
del 30%. Ello en el contexto de una crisis internacional que azotó, una vez
más, muy fuertemente a la economía chilena.
Con el retorno a la democracia, sólo se han revertido parcialmente los
indicadores económicos desfavorables al mundo del trabajo. Algunos en
forma acentuada, como es el caso del desempleo que en 1997 descendió a
6,6%, pero siempre con la amenaza latente y efectiva de nuevos incremen-
tos de los desocupados; de ahí que se haya planteado la tesis del “desem-
pleo estructural”, es decir, que el modelo conlleva necesariamente un mar-
gen de cesantía que se estima aceptable. En cuanto al número de pobres
que bordeaba los cinco millones de personas al término del régimen mili-
tar, descendió a 3.300.000 en 1996; pero cerca de un 25% de la población
continuaba en condiciones de pobreza. Uno de los indicadores negativos
más pertinaces ha sido el de la distribución del ingreso, ubicándose Chile
entre los países del mundo con peor registro en esta materia.
Aunque la rueda de la historia no se detiene, pareciera que es muy
difícil que los asalariados y sus organizaciones recuperen protagonismo.
El peso del actor empresarial se ha instalado como un pedestal cada vez
más vigoroso. En tal circunstancia sólo es dable esperar que en los inters-
ticios que deja la economía triunfante, se encuentren vías para paliar la
iniquidad. Pudiera ser una de éstas la del modelo de flexiseguridad danés,
pero debe considerarse que en Dinamarca existe una fuerte carga impositi-
va, que es la que nuestros empresarios quieren evitar. Puede preguntarse,
además, ¿a qué nivel se consideraría adecuado que se situaran los salarios? 313
Ya Adam Smith planteaba el concepto de la “tasa natural del trabajo”, que
significaba que los patronos no podían pagar salarios por debajo de cier-
to nivel que permitiera la subsistencia del trabajador y de su familia. En
las condiciones socioeconómicas de América Latina y también, dentro de
ella, en nuestro país, mucha gente está más abajo del límite smithiano; son
aquéllos que viven en la indigencia.
En ocasiones, los empresarios manifiestan que estarían dispuestos a
subir el precio del trabajo, siempre que contaran con mano de obra capa-
citada. Ello conecta el problema de las relaciones capital-trabajo con el de
la educación, tema que excede el marco de estas breves páginas. Sólo se-
ñalaré, como referencia ilustrativa, que en conversaciones con profesores
de enseñanza básica y media, al preguntarles sobre qué materias estaban
tratando, me han respondido que dada la masividad de los cursos y el
consiguiente alboroto, más que preocuparse de qué materias tenían que
enseñar debían afanarse en tratar de mantener tranquilos a los inquietos
alumnos. La referencia puede parecer exagerada, pero no deja de ser un
reflejo de las difíciles condiciones en que se lleva el proceso educativo.
En síntesis, creo que desde la perspectiva de análisis por la que he op-
tado en este escrito, el panorama para el bicentenario no resulta alentador.
Pero cabe la esperanza en la voluntad del cambio, para que, parafraseando
a Gabriel García Márquez, “las estirpes condenadas a cien años de soledad
‘los pobres’ tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre
la tierra”.
314
Chile 1810-2010
entre la ilusión y la frustración
René Millar
Pontificia Universidad Católica de Chile
los poderes del Estado, lo cual podía producirse con cierta facilidad de-
bido a que no coincidían las elecciones de aquéllos y había una gran frag-
mentación en los partidos, que hacía casi imposible que uno llegara a con-
trolar las cámaras. A lo anterior se agregaba una gran polarización entre las
fuerzas de izquierda y de derecha, que durante bastante tiempo logró ser
atemperada por la acción del Partido Radical, que tenía alrededor del 20%
del electorado, y actúo como centro político, evitando las tensiones. El pa-
norama se complicó cuando los radicales perdieron protagonismo ante la
irrupción del Partido Demócrata Cristiano, el que se negó a desempeñar
el papel de centro político y se definió como de izquierda, con propuestas
que pretendían quitarle banderas a los partidos marxistas. La consecuen-
cia fue una extrema polarización de la vida política, pues los partidos de
izquierda, para diferenciarse de la Democracia Cristiana, acentuaron sus
postulados, y la derecha hizo lo propio con los suyos al sentirse amenaza-
da. Estas tensiones, que no pudieron zanjarse institucionalmente por falta
de mecanismos apropiados, culminaron en la crisis de 1973.
Pero los primeros dos tercios del siglo xx tuvieron también varios as-
pectos positivos. Quizá el de mayor relevancia tuvo que ver con la conso-
lidación, fortaleza y protagonismo de los sectores medios, que desde la
segunda década del siglo controlaron el poder y se instalaron en la admi-
nistración de un Estado, cada vez más poderoso, que era, a su vez, una
fuente de empleos y factor de desarrollo de los mismos grupos. Asociado
al protagonismo de ese sector social está la educación pública, de gran ni-
vel para la época, que formará los cuadros de empleados y profesionales.
El desarrollo de sectores medios también tuvo una contrapartida, pues los 321
radicales, que se identificaban con ella y que tenían en la burocracia estatal
su clientela electoral, se preocuparon de favorecerla mediante reajustes
específicos de remuneraciones y la creación de sistemas previsionales pro-
pios, en desmedro de los obreros y campesinos. Sólo los trabajadores de
las grandes empresas del cobre y en general los agrupados en sindicatos
poderosos fueron los que lograron obtener redes protectoras ante las ini-
quidades del sistema.
Desde la década de 1980 hasta ahora se ha logrado romper esa evolu-
ción cíclica que tenía el país, que pasaba de períodos cortos de prosperi-
dad y optimismo a otros de decadencia y frustración. Nunca en la historia
del Chile independiente el país había gozado de tantos años de crecimien-
to económico casi ininterrumpido. Posiblemente nunca se habían dado,
como ahora, las condiciones para salir efectivamente del subdesarrollo.
Y hacía mucho tiempo que Chile no era visto con admiración en muchas
partes de América y del resto del mundo. Desde mediados del siglo xix que
no ocupaba los primeros lugares entre los países de América en el ámbito
del desarrollo. Todo esto ha sido posible en la medida que se alcanzaron
diversos consensos en la clase dirigente y en los partidos políticos. Dramá-
ticamente, se tomó conciencia de las terribles consecuencias que pueden
provocar las posturas extremistas y los afanes por imponer a la sociedad en
contra de la mayoría, recetas utópicas. El aprendizaje fue duro y a un costo
social y humano demasiado elevado, cuyas heridas costará mucho cerrar.
El gobierno militar y Augusto Pinochet realizaron una revolución muy im-
322
Cristina Moyano
Universidad de Santiago de Chile
vierte en pieza clave como objeto y sujeto de los procesos históricos res-
catados. Estos procesos implicaron repensar la categoría de conocimiento
histórico, así como nuestra propia concepción de tiempo histórico.
En Chile, la aparición de historias generales y contemporáneas, don-
de los análisis se adensan desde la década del cincuenta hasta los noven-
ta, también dan cuenta de ese proceso. Por ello es posible distinguir que
esta necesidad de repensar las últimas décadas de nuestra vida reciente
como nación, surge no sólo como necesidad disciplinaria sino, también,
como necesidad desde la propia generación de historiadores que fueron
actores de dichos procesos, y para quienes escribir era una cuestión vital,
una forma de posibilitar la propia autocomprensión individual y colectiva
en tiempos de crisis. El anhelo de objetividad, de distanciamiento de los
hechos que pregonaran los positivistas, ha dado paso a historiografías ca-
da vez más analíticas y que han vuelto a reponer la necesidad de generar
visiones holísticas de lo social y lo político.
Sin embargo, el reencuentro con el presente ha implicado repensar
la antigua relación entre memoria e historia. A sugerencia de María Inés
Mudrovic (2005), la relación epistemológica entre estas dos categorías de
trabajo con el pasado, pueden agruparse bajo la nominación de tesis clá-
sica y tesis ilustrada. La “tesis ilustrada” corresponde a aquélla que define
la posición de la historia con respecto a la memoria como ruptura. Aquélla
que enfatiza una clara distinción entre el componente del recuerdo como
memoria de los sujetos y el carácter científico con que el historiador se nu-
tre de esos recuerdos para articular reflexiones comprensivas del pasado
historiado. 325
Por otro lado, la “tesis clásica”, es aquélla que establece una continui-
dad entre la memoria y la historia, la que supone que la materia esencial
de la historiografía son los recuerdos y sus usos sociales, una especie de
trabajo objetivo con la subjetividad propia del recuerdo. Para quienes per-
tenecen a esta tesis, como Paul Ricoeur y Hans Georg Gadamer, la posición
crítica del historiador frente a esos recuerdos, posibilita la constitución del
objeto histórico como algo distinto del historiador, aun cuando el discurso
histórico resultante se prefigure de las subjetividades del actor y del pro-
pio historiador, que hace inteligible el discurso social de una época.
En ambas tesis subyace, simultáneamente, la misma concepción de
una historia como actividad cognitiva, donde el historiador es actor en
la reconstrucción del conocimiento del pasado, pero no actor de los pro-
cesos estudiados. Sin embargo, esto implicaría la imposibilidad de abor-
dar los procesos y actores con quienes convivimos cotidianamente y con
quienes nos vinculan procesos históricos compartidos. Esos sujetos y esos
procesos, ¿no podrían, acaso, conocerse o estudiarse? Si la respuesta es
afirmativa, ¿debemos renunciar a la propia necesidad actual de compren-
der nuestro presente en función del pasado más reciente?
Según María I. Mudrovic:
327
Revisión histórica
de los movimientos migratorios
en Chile
Carmen Norambuena
Universidad de Santiago de Chile
S e ha afirmado con frecuencia que Chile nunca ha tenido una política 329
de migración definida y clara. Sostengo lo contrario. Estimo que desde
las postrimerías de la época colonial, desde comienzos del tiempo repu-
blicano Chile definió claramente su política migratoria, y creo, que se ha
mantenido hasta hoy. Esta política ha sido invariablemente selectiva.
Desde los albores de la República, los próceres José Miguel Carrera y
Bernardo O’Higgins postularon la idea de traer a Chile inmigrantes, pre-
ferentemente aquéllos que “profesasen algún ejercicio o industria útil al
país”. Particularmente en el caso de José M. Carrera expresaba su predi-
lección por inmigrantes de religión católica y, en ambos, una clara inclina-
ción y preferencia por inmigrantes del norte de Europa. Estas exigencias
destacan características que se van a transformar en una constante hasta
hoy. Ya entrado el siglo xix, tanto la intelectualidad chilena como las auto-
ridades de gobierno sostuvieron un ideario y, consecuentemente con ello,
una política migratoria definida. Vicente Pérez Rosales, Ignacio Domeyko,
Benjamín Vicuña Mackenna y el propio Presidente de la República, Manuel
Bulnes, sostuvieron similares opiniones frente a la necesidad del país de
aumentar su población con la venida de extranjeros. El hilo conductor de
este ideario estuvo centrado alrededor de aspectos como el civilizatorio, el
del progreso y el de la utopía agraria. ¿Qué significa esto?
Respecto del primero, se argumentaba en el sentido de que el pue-
blo chileno en general, y el indígena en particular, al estar en contacto
con gente venida de la Europa civilizada podrían corregir radicalmente
Francia, donde pasan a constituir las filas del llamado “exilio permanente”.
Alrededor de ciento cuarenta mil personas, muchos de los cuales, luego de
una breve estancia, partieron rumbo a América, a República Dominicana,
a México y a Chile. Estos inmigrados sufrieron dos procesos de selección.
Uno por parte del famoso Servicio de Evacuación de los Republicanos Es-
pañoles, en el que, por cierto, influyó el tema ideológico, pues fueron
seleccionados en la práctica por cuoteo político. Y otro por parte, del go-
bierno de Chile, que dio claras instrucciones a su ministro plenipotencia-
rio Pablo Neruda, respecto de las preferencias. El propio presidente Pedro
Aguirre Cerda, indicó claramente:
336
apariencias “peligrosas”
encargadas de una historia
Mauricio Onetto
École des Hautes Études en Sciences Sociales (EHESS)
por sucesos que no consideran más que ciertos espacios temporales, ha-
ciéndonos creer que se trata de un todo complejo y uniforme. Como diría
Candeau, con esta celebración se busca observar “la totalidad de su pasa-
do, para reapropiárselo y, al mismo tiempo, recomponerlo en una rapso-
dia cada vez más original”. Lo interesante que trae consigo este “cumplea-
ños”, es que de alguna manera se forja con él una “mimesis” de la historia
de Chile, es decir, una lectura que actúa como una pintura, que sintetiza
los momentos gloriosos y desastrosos, las continuidades y discontinuida-
des tanto temporales como culturales, en un todo uniforme y conciso, lo
que lleva a crear –y ahí está el peligro– una mirada cerrada, rápida, sideral
y casi sin matices, renovada tras cada conmemoración.
Es cierto, los olvidos y las síntesis son necesarias, ya que se actúan co-
mo una censura indispensable para la estabilidad y coherencia de la repre-
sentación que un individuo o que los miembros de un grupo se hacen de
sí mismos. No obstante, pensamos que las alegrías, fiestas y sentimientos
de momento se pueden convertir en una trampa, al desposeer a los acto-
res sociales de su poder originario de narrarse a sí mismos.
Esta posible “trampa” de la cual debemos estar atentos, se daría desde
el “ente” más importante del país, el Estado. Éste es quien se encarga final-
mente de organizar y pensar la celebración creando una atmósfera propi-
cia para el disfrute y unión de la comunidad, pero a la vez, utilizando este
momento para revalidar y reordenar temporalmente a sus miembros. En
el fondo lo que se provoca con esto, es que la memoria privada y colectiva
quede desposeída de la saludable crisis de identidad que permite la re-
338 apropiación lúcida del pasado y de su carga traumática, lo que deviene en
una memoria olvidadiza y no en una compuesta por la “pugna” necesaria
entre olvido y lo vivido.
Desde el punto de vista práctico, la festividad debe actuar como un
medio que permita establecer una conexión directa con la reflexión histó-
rica. Para ello, la conmemoración no debe sólo traer a colación el recuer-
do-imagen de los hechos que se piensan gloriosos de nuestra historia sino,
más bien, poner sobre la mesa los “pro” y los “contra” de esas rememoran-
zas Sólo así se podrá hacer el importante ejercicio de verificación y discu-
sión sobre lo que hemos sido o hemos dejado de ser a lo largo del tiempo.
Ahora bien, para poder desprenderse de tantos obstáculos y ser realmente
críticos, la celebración debe establecer un modo de actuar dialéctico con
la verificación, pero no tomando como origen a la independencia en los
análisis globales, sino, más bien, al último punto de referencia temporal, o
sea, al centenario. Si no es así, se estaría haciendo un ejercicio de rememo-
ración nostálgico hacia un pasado u origen que se piensa como una pana-
cea, y no un análisis proactivo que busca encontrar mejoras comparativas
en la lectura de los sucesos históricos, ni menos ayudar a forjar un futuro
con mejores réditos.
Pese a lo anterior, de igual forma esto no se cumple hoy, a casi dos
años del bicentenario, ya que se siguen rememorando aquellas situacio-
nes y personajes de hace doscientos años de manera casi devota, aunque
ahora con la singularidad de buscarles el lado humano para justificar cier-
tos mitos y creencias que se tienen de ellos. Lo preocupante es que al no
Imaginario mapuche
Luis Parentini
Universidad Católica Silva Henríquez
344
Alberto Paschuán
Universidad Católica Silva Henríquez
eso signifique). ¿Nos hemos convertido en una sociedad más eficiente, eco-
lógica, más humana, más informada y más culta?
El crecimiento de la economía ha generado una expansión en los ni-
veles de consumo de ciertos bienes y servicios, tanto básicos como sun-
tuarios, situación que va a plantear un importante desafío ambiental a la
sociedad en las próximas décadas. Esta tendencia se comienza a vislum-
brar a inicios de los noventa y se manifiesta en el aumento de la demanda
de transportes (especialmente el automóvil), el agua potable, sitios para
la localización final de residuos, espacios e infraestructura para el esparci-
miento y el tiempo libre, combustibles, energía, etcétera.
Esta tendencia al aumento del consumo afecta a todos los sectores de
la sociedad. El acceso al crédito permite desarrollar estrategias de mejo-
ramiento de las condiciones de vida, ensayar diferentes modalidades de
conquista del confort. Pero no son estrategias de movilidad social, puesto
que el efecto de su despliegue no es el cambio de estrato. Se trata de un
acceso a la “modernidad” de los bienes que antes estaban al alcance sólo
de los sectores más pudientes del país. La posibilidad de adquirir más y
“mejores” bienes se convierte en un factor decisivo para la construcción de
la subjetividad y en la relación con la sociedad.
Nuestro país se encuentra abierto al mundo, se globaliza, es otro Chi-
le y son otros estilos de vida. La cotidianidad está regida por la lógica del
consumo. El placer actual es el paseo por el centro comercial, donde las
familias viven la emoción de poder realizar, sin consumarlo, sus deseos
mercantiles, éstos proporcionan las condiciones ideales para el rito del “vi-
346 trineo”, acoplado necesario del consumo, protegidos del frío y del calor en
ambientes artificializados alejando a los sujetos de la naturaleza... es la fa-
randulización de la sociedad, la mercantilización y alienación de Chile.
¿Qué puede decir la Historia frente a todo esto?
La historia de Chile es sólo la historia de la triste dependencia de un
lejano país subdesarrollado que, para poder sustentar a su población, bien
o mal, ha debido hipotecar gran parte de estos recursos naturales y huma-
nos, muchos de los cuales han pertenecido o pertenecen a capitales e in-
tereses extranjeros (Inglaterra, España, Estados Unidos, Alemania, etc.). A
pesar de esto, es evidente que algunos aspectos de las condiciones de vida
de nuestra población fueron lentamente mejorando a través del tiempo.
Pero este mismo proceso ha traído consecuencia fuertes sobre el ambien-
te como: la desforestación, la erosión del suelo y la contaminación de las
matrices ambientales, a diferentes ritmos, pero que finalmente han dado
por resultado una profunda transformación y degradación del paisaje. Es-
ta presión sobre los recursos se ha hecho durante gran parte de nuestra
historia sin una conciencia del desastre que se ejerce sobre la naturaleza,
pensando en que estos recursos son infinitos y que simplemente brotan
de la tierra para el enriquecimiento de unos pocos.
En realidad, un balance de estos cien años o doscientos años de vida
republicana está lejos de ser auspicioso a pesar de lo expuesto. No sólo
el ambiente se encuentra en entredicho sino que la nación misma. Soste-
nemos que la sociedad chilena siempre ha estado fracturada, segmentada,
atomizada, escindida. El 11 de septiembre de 1973 no quiebra al país, pues
somos un pueblo que nació dividido, y en eso la historia nos aporta con
una serie de conceptos que dan fe de ello (mestizo, inquilino, encomende-
ro, criollo, aristócrata, señor, huacho, gañán, chino, siútico, momio, upe-
liento, cuico, flaite, entre otros) y que son la demostración empírica de
este quiebre.
En el seno de la sociedad se está encubando, ya desde hace muchos
años, un gran descontento y desencantamiento de las instituciones repu-
blicanas que no han podido satisfacer, a pesar de todo, las grandes aspira-
ciones y necesidades sociales. Hoy el tema país no es la delincuencia como
la prensa interesada, los políticos y algunos sociólogos nos quieren hacer
creer. El principal problema que, aún vivimos, es el de la pobreza: el de
la desigualdad en la distribución de la riqueza, el abismo entre ricos y po-
bres; la pobreza, en grado excesivo sobre todo, impide todo progreso. Es
exclusión social que se traduce en marginalidad, descontento social, de-
lincuencia, drogadicción, deserción escolar, alcoholismo, violencia intra-
familiar, segmentación de la familia, toda una serie de patologías sociales
que nos toca acarrear como pueblo transformando a un gran número de
chilenos en lastre. Hace un siglo fueron el conventillo y los suburbios la
escuela del crimen, hoy son las cárceles y algunos sectores en las poblacio-
nes populares. Éste es el Chile real, el Chile que no aparece en los libros
de texto.
La historia de nuestro país, o mejor dicho, la historiografía, ha dedi
cado poco al análisis y tratamiento de este tema (y mucho menos a la bús-
queda de posibles soluciones). Cuando lo ha abordado, lo ha remitido a
un pasado remoto sin proyectarlo al presente, como si la miseria hubiese 347
terminado con la muerte de aquellos hombres y mujeres que en su mo-
mento la sufrieron.
Entonces, y como consecuencia de ello, no hace falta tener un punto
de vista muy crítico para caer en la cuenta de los agudos problemas que
tiene la enseñanza de la disciplina, tal como suele ser practicada. Podemos
fijarnos en sus resultados en cuanto a los aprendizajes generados a media-
no y largo plazo: escasos en cantidad, pobres si nos fijamos en su calidad
(memorísticos, y que se desvanecen casi totalmente en cuanto el examen
pasa), distorsionados ideológicamente (según el pensamiento hegemóni-
co), irrelevantes en lo personal. El escaso interés del alumnado por los
aprendizajes sociales que le suele ofrecer la escuela, en general, viene a
ser causa y consecuencia y elemento constituyente de esta misma reali-
dad. Desde un punto de vista externo, hemos de fijarnos en la atención
que recibe el área social por parte de las autoridades políticas: atención
en cuanto a fijar los contenidos que refuercen tanto la opción ideológica
como nacional de dichas autoridades (otra cosa es que reciba atención en
cuanto a recursos, pues se considera que estos aprendizajes sólo necesi-
tan un libro que hay que memorizar). Puede que estemos simplificando la
realidad, pero no la estamos inventando ni distorsionando excesivamente.
Cierto es que en los últimos años se ha introducido más “práctica”, por
ejemplo, en torno al aprendizaje de contenidos procedimentales, pero es-
to no ha cambiado ni el peso dominante de los contenidos conceptuales
ni tampoco se han integrado dentro de una concepción diferente del área,
ni han servido para que el alumnado perciba una mayor “utilidad” o tenga
mucho más interés.
En fin, porque cien años no es nada, de esta manera los chilenos he-
mos hecho nuestra historia y sólo vivimos la consecuencia de ello.
348
Historiar la música
hacia el bicentenario
Sergio Pastene
Pontificia Universidad Católica de Chile
del decorado de las fiestas sino, con todo derecho, como parte importante
de los homenajeados en estas fechas.
De este modo, con el sonar permanente de distintas consignas, rui-
dos y melodías que nos llevan instantáneamente a crear relaciones entre
el sonido y el recuerdo de alguna situación de nuestras vidas o de la de
otros, resulta relevante agudizar los sentidos a la hora de revisar la historia
y sacar conclusiones al respecto, sobre todo si de esa revisión del pasado,
nos interesa descubrir lo más humano y conocer cómo fue la vida en Chile
en tiempos donde otros habitaron este mismo espacio. El hombre a tra-
vés del tiempo, se ha comunicado y desenvuelto con la totalidad de sus
sentidos, relacionándose con el ambiente en forma activa, dejando, a su
vez, una gran cantidad y variedad de huellas que nos hablan de su historia.
Evidentemente esta historia debe ser estudiada en forma crítica y para ello,
es conveniente tomar contacto con las nociones del pasado, no sólo por
medio de la vista, revisión o ambas de las fuentes tradicionales utilizadas
por nuestra historiografía sino, también, mediante la ampliación de las
metodologías propias de la disciplina histórica que conviven junto a los
variados registros que el tiempo nos ha legado en todas sus formas, siendo
los sonidos parte de ellos. Al respecto, no es en vano escuchar muchas ve-
ces de los mismos historiadores e inquisidores del tiempo, que las fuentes
nos permiten escuchar las voces del pasado.
Es por esto, que el estudio de la música es un hecho necesario a desa-
rrollar en Chile para sensibilizarnos frente a esas voces del pasado, sobre
todo si queremos concretar reales avances en momentos en que el bi-
350 centenario nos invita a sacar cuentas de nuestro recorrido histórico como
nación. Para ello, resulta fundamental tener en cuenta el cómo hemos es-
tudiado esa misma historia de la cual queremos hacer balances, notando
que en ella subsisten ciertos puntos que requieren urgentemente mejoras.
Ya sea desde la natural revisión de los sonidos en sí mismos, que nos trans-
portan de manera casi inmediata a un pasado social y sonoro fascinante, o
mediante la investigación de la dimensión social de la música en nuestro
país, el estudio de ella es un hecho que debe ser considerado como parte
fundamental en el pensamiento de la historia. A esas músicas, se puede
acceder desde diferentes posiciones y formas, como, por ejemplo, es el es-
tudio de las mentalidades de los participantes del fenómeno, que nos lleva
a un mundo variado de sujetos que han escuchado y reaccionado frente
a los cambios que las canciones han tenido durante la historia. Además,
nuestra tradición de una u otra forma, ha estado plagada de estas mani-
festaciones músico-sociales las cuales merecen ser revisadas, pensadas y
comentadas en lo que es la permanente tarea de promover la conciencia
histórica en la ciudadanía, pretendiendo con ello conocer más sobre el
pasado y cómo éste subsiste en el presente.
Sin embargo, frente a estas intenciones que no son nuevas en nuestra
historiografía gracias a los trabajos de algunos visionarios, surge inmedia-
tamente la pregunta del, ¿cómo hacer de la música y la audición una for-
ma fiel para acceder al conocimiento histórico de la nación? Además, está
también la duda del, ¿cómo ocuparlas y de qué modo les podemos sacar
un mejor provecho en la búsqueda del conocimiento de nosotros mismos?
353
Abraham Paulsen
Universidad Católica Silva Henríquez
Espejos urbanos:
centenario y bicentenario
Fernando Pérez
Pontificia Universidad Católica de Chile
segundo vicepresidente Emiliano Figueroa. Por una parte, los planes para
la celebración y los diversos proyectos asociados a ella son ampliamente
cubiertos por la revista, reconociendo su importancia. Por la otra, la cróni-
ca de los problemas técnicos derivados de la iluminación urbana planeada
para la ocasión –supuestamente implementada con materiales utilizados
en las celebraciones argentinas– muestra el lado más sarcástico de los cro-
nistas sociales y resta mucha de su supuesta solemnidad a la ocasión.
Sin embargo, y mirándolos con atención, los años que rodean la cele-
bración del centenario son más que expresivos de una serie de tensiones
que experimenta la sociedad chilena en esos años, así como de diversos
esfuerzos de modernización que ocurren tras la fachada de operaciones
frecuentemente juzgadas como tradicionales o decimonónicas. Tales ten-
siones aparecen con particular fuerza en el terreno urbano. Muchas de las
discusiones que tienen lugar en esos años, muchos de sus logros, y tam-
bién muchos de sus limitaciones encuentran una expresión en el dominio
de lo urbano. La ciudad del centenario nos habla así con claridad y con
fuerza de lo que fueron los comienzos del siglo xx.
Las visiones contrapuestas a propósito de la ciudad del centenario se
corresponden con apreciaciones más globales respecto del siglo xix. Esos
primeros años del siglo xx pueden verse como culminación de los ideales
del siglo anterior. Hay quienes miran con nostalgia al siglo xix como el últi-
mo momento en que fue posible consolidar esa ciudad monumental que,
comenzando a gestarse en la Roma barroca, encontrará una expresión tan
privilegiada como imitada en el París que, con agudeza, Benjamín denomi-
360 nó capital del siglo xix. Para quienes miran tal siglo con ojo más crítico, los
años y aun las obras del centenario no constituyen más que el canto del
cisne de un “fachadismo” arquitectónico y urbano que oculta las miserias
sociales de una ciudad con los recursos agotados del academicismo.
Considerar el fenómeno del centenario en la ciudad exige examinar
con un criterio más amplio lo que ocurre algunos años antes y después
de 1910. Las celebraciones comenzaron a prepararse con gran antelación
y más de alguno de los proyectos asociados al centenario no alcanzó a
ser concluido en las fechas previstas. Pero más allá de ello, resulta más
productivo para comprender los ideales y las tensiones de esos años, exa-
minar en su conjunto los acontecimientos que, relacionados o no con las
celebraciones, se articulan en dichos años.
El Santiago
del parque Forestal
Si haciendo una reducción radical, uno tuviese que escoger un área carac-
terística de las transformaciones urbanas del centenario, ésta debería ser la
del parque Forestal, entendida en un sentido amplio, esto es, la ribera sur
del río Mapocho desde la estación del mismo nombre hasta la actual plaza
Baquedano (ex plaza Italia), que a comienzos de siglo incluía la estación Pir-
que. Cerca de un siglo después de haberse consolidado, éste es uno de los
sectores más memorables de la ciudad de Santiago. Lo que resulta menos
evidente es cómo, para que llegase a serlo, se debieron articular allí una se-
rie de operaciones e intereses de naturaleza muy diversa a lo largo de varias
décadas. Este espacio urbano no sólo es en sí mismo un resultado visible de
los años del centenario sino que concentró, por decisión de las autoridades
políticas, tres edificios fundamentales diseñados por el mismo arquitecto,
Emilio Jecquier: las dos estaciones de ferrocarril y el museo-escuela de Be-
llas Artes. En el parque fueron localizados también los monumentos que con
ocasión del centenario donaron los gobiernos de Francia, Alemania e Italia.
Las primeras ideas conducentes a hacer de las abandonadas riberas
del Mapocho un nuevo desarrollo urbano se remontan, a lo menos, al go-
bierno de Federico Errázuriz Zañartu, durante la intendencia de Benjamín
Vicuña Mackenna. Este último expuso con claridad meridiana en La Trans-
formación de Santiago, que canalizar y ganar terrenos al río, permitiría
una mejoría significativa en la higiene de la ciudad, transformado en un
parque lo que hasta entonces había sido un basural. Adicionalmente, las
ganancias económicas derivadas de lotear parte de dichos terrenos, permi-
tirían financiar la operación y aun obtener ganancias de ella.
Un proyecto de esta envergadura no logró ser concretado en los bre-
ves años que duró la intendencia de Benjamín Vicuña Mackenna. Quedó,
sin embargo, incorporado a la agenda pública y se fue completando en los
años siguientes para culminar durante las festividades del centenario. La
canalización del Mapocho se lleva a cabo hacia el final del gobierno de Jo-
sé Manuel Balmaceda, de acuerdo con el proyecto del ingeniero Martínez,
involucrando la plantación de árboles en las márgenes del río canalizado.
Éstas prepararon la posterior intervención de Dubois y su proyecto para el 361
parque Forestal. En definitiva, los resultados del espacio urbano alrededor
del actual parque, completados durante los años del centenario y asocia-
dos a su celebración, evidencian, al menos, dos características fundamen-
tales: el esfuerzo continuo, mantenido por varias décadas, por concretar
una idea de ciudad y una cierta permeabilidad de la frontera entre infra-
estructura y operación urbana. La primitiva idea de Benjamín Vicuña Mac-
kenna no fue abandonada por las autoridades que se ocuparon del asunto
en los años siguientes. Ellas, por el contrario, persistieron en la empresa,
con criterios más modestos o si se quiere más realistas, pero finalmente
la alcanzaron. Por otra parte, la canalización del río, una operación funda-
mentalmente técnica, que habitualmente asociamos al terreno de la infra-
estructura y, por tanto, al dominio de la ingeniería, no se consuma en esta
ocasión a sí misma, sino que se asocia a la generación de nuevos espacios
públicos por medio del paisajismo y de una operación inmobiliaria. Sería
difícil encontrar criterios más contemporáneos para abordar una opera-
ción urbana de esta envergadura.
Otras dimensiones
y consecuencias del centenario
Por más importancia que le asignemos, la consolidación del área del parque
Forestal no agota los proyectos impulsados en los años del centenario. Otra
algunos políticos ilustrados sino que ayuda a entender algunas de las fan-
tasías haussmanianas, como el plan de Coxhead y el de la Sociedad Central
de Arquitectos, propuestas entre 1910 y 1920, sin llegar a concretarse. Una
iniciativa, aparentemente modesta, aunque no exenta de polémica, como
la expropiación del cerro San Cristóbal, en 1917, a fin de destinarlo a par-
que público, evitó que este hito geográfico continuase siendo destruido
por la explotación de numerosas canteras, teniendo consecuencias signifi-
cativas para el desarrollo de Santiago.
Este variado conjunto de proyectos e iniciativas urbanas, que marcan
los años del centenario, presenta un panorama complejo, y no exento de
interés, que resiste cualquier interpretación simplificadora. Más allá de las
críticas, muchas veces justificadas, a las clases dirigentes y a las elites eco-
nómicas de comienzos de siglo, los años del centenario aparecen como un
momento de inflexión que dejaron una huella duradera en la historia de
la ciudad y de su modernización.
Centenario y bicentenario
Jorge Pinto
Universidad de La Frontera
367
C uando Luis Carlos Parentini me invitó a colaborar en esta iniciativa
recordé algunas reflexiones que hice hace un par de años en torno
a nuestra identidad, a propósito de dos proyectos de investigación finan-
ciados por el Fondo Nacional de Desarrollo Científico y Tecnológico que
se referían a la población de la Araucanía en el siglo xx y a la participación
de Chile en las grandes exposiciones universales organizadas por diferen-
tes países entre 1850 y 1930. El punto de partida fue una expresión del
periodista argentino Jorge Lanata sobre los rasgos que conceden mayor
identidad a sus compatriotas. Recuerdo que terminaba de leer el libro de
Nicolás Shunway, La invención de Argentina, cuando Graciela Facchinet-
ti me sugirió la lectura de Los argentinos de Jorge Lanata. Su argumento
fue muy convincente: la mayoría de los libros que manejamos en círculos
académicos, incuestionables desde el punto de vista teórico, metodológi-
co y rigor científico, difícilmente sobrepasan los recintos universitarios; el
grueso de la población, incluidos profesionales y, sobre todo, los políticos,
tienen la visión de nuestro pasado que proyectan ensayos de fácil lectura
que tienen, además, el mérito de recoger apreciaciones de sentido común
que arrancan de la sabiduría vulgar. Curiosamente, Jorge Lanata recogía,
tal vez sin saberlo, una interesante conclusión de Nicolás Shunway que
sintetizó en su expresión “soy argentino porque espero”. El autor plantea
dos observaciones muy interesantes que se pueden hacer extensivas a va-
rios países latinoamericanos: en primer lugar, que Argentina es un país de
opositores y, en segundo lugar, que la generación de 1837, con Echeverría,
que nuestras elites expíen sus pecados, justifiquen sus fracasos y oculten
sus errores, en un país que se convirtió en el limbo de sus sueños.
Ha tenido, además, otro costo. En un país de opositores, desencanta-
dos por los escasos logros en virtud de las metas que nos han fijado, no
hemos valorado los avances reales que ha conseguido el país. Nadie duda
que en Chile hoy se vive mejor que hace doscientos o cien años. Que en
los últimos cincuenta los avances han sido más acelerados. Que a pesar
del interregno que nos separó hace treinta y tres años, hemos logrado
construir un país que brinda a su población beneficios que para nuestros
abuelos eran impensables. Sin embargo, a pesar de los avances, vamos
por la vida rumiando nuestros desengaños e irradiando un desaliento que
nos mantiene siempre a la espera de que ocurra algo mágico para salir del
atolladero. Ronda entre nosotros un cierto pesimismo que la literatura y el
ensayo recuerda con reiterada frecuencia. Aun, en los tiempos de bonan-
za, buscamos los detalles para dudar de ella. Los éxitos parecen no formar
parte del inventario de Chile.
Ha provocado también el alejamiento de los jóvenes de la política y
la cosa pública. Hoy, los medios de comunicación han cerrado el paso a
la demagogia o, más bien, la han desnudado frente a una comunidad que
a través de registros antes inexistentes (la televisión, por ejemplo) pue-
de constatar cuánto hay de realismo y cuánto de promesa incumplida en
quienes manipulan o aspiran a manipular el poder. La distancia entre am-
bos ha generado ese rechazo hacia una actividad que pudo ser seria, pero
que dejó de serla desde que se sostuvo en ofrecimientos irresponsables
372 que la gente descubre más temprano que tarde.
En fin, en medio del aparente pesimismo que pudieran transmitir estas
líneas, quisiera ratificar mi condición de chileno, vale decir, de un chileno
que espera que a partir del bicentenario acortemos la distancia entre lo
que prometemos y lo que realmente podemos lograr, con una juventud
más ávida de saber, más consciente de sus derechos y menos dispuesta a
dejarse engañar. Con ellos, no tengo dudas, Chile construirá una sociedad
más justa y, en las palabras de los hombres del siglo xix, más feliz. Por cier-
to, con todos nosotros incluidos.
BICEnTENARIO E HISTORICIDAD
DE LOS GRUPOS MEDIOS
Gonzalo Piwonka
Universidad de Chile
1964. Sin embargo, este trabajo toca este estrato social de manera estruc
tural; y otras publicaciones de historia social le restan la importancia de-
bida. Tales concepciones ideologizantes han intervenido en contra de la
historicidad de este grupo social. Tal vez su misma naturaleza fluctuante
haya sido un factor que ha desfavorecido el interés por un real análisis
científico desde la óptica de la Historia. Su indefinición puede surgir des-
de la bruma de las ideas preconcebidas, rompiendo los esquemas sacra-
mentales gracias a lo difuso y recoleto de su presencia, desde el siglo xviii
o antes. No se han realizado investigaciones sistemáticas y de visión glo-
bal, que intenten dilucidar el problema de los orígenes, establecimiento,
desarrollo y evolución de un sector que ha tenido una participación clave
en nuestro perfeccionamiento nacional. Profusamente se discurre sobre la
importancia de nuestra mesocracia, pero carecemos de Una Historia de la
Clase Media Chilena.
Es innegable la importancia que ha tenido este grupo como actor so-
cial, definido o no, en la historia del país, por lo que no es dable someterse
al cuasi abandono en que ha quedado respecto de las historiografías, las
que colocan –preferentemente– como ejes motores a las llamadas “elites”
y al “bajo pueblo”. En suma, las ciencias históricas, al calor de la valiosa
trascendencia del bicentenario, deben ponerse al día, junto con el resto de
las disciplinas de las Ciencias Sociales, profundizando en un problema que
no es menor y que presenta muchas dificultades, pero del que es difícil ne-
Vale decir, una batería de artesanos urbanos, aparte de los rurales y mine-
ros, que no venden su fuerza de trabajo sino el producto final, por lo que
no son “asalariados”, ni el coreado “bajo pueblo”.
374 Del mismo modo, contemporáneamente el historiador de la clase terra
teniente, Francisco Antonio Encina, que puede ser criticado en muchos tó-
picos (en particular con su engendro de la “aristocracia castellano‑vasca”,
que no es sino la formación en Chile dieciochesco de una burguesía con
valores aristocratizantes), es más claro que historiadores “izquierdistas”,
al afirmar que en el siglo xviii el grueso del elemento hispano-meridional
pasa a formar la clase media. Para él,
Y concluye Francisco Encina con una aseveración que parece del todo
acertada: “Esta clase social y la que en el siglo xix se llamó clase media en
Europa, psicológicamente [o más bien en escala de valores], nada tienen
de común”. Ello porque el rasgo saliente de la clase media europea es la
estabilidad. La inmensa mayoría de las familias que la forman, han perma-
necido y tienen la conciencia de que permanecerán en ella durante siglos.
Hacia arriba, les cierra el paso la dureza del medio y la alta burguesía, de
superiores condiciones económicas; y sus hábitos hereditarios de trabajo,
economía y previsión, las preservan de caer en la miseria y de retornar a la
masa. Las aspiraciones de la mesocracia europea se polarizan en mejorar
ligeramente la condición recibida de los antepasados. Tienen costumbres
y hábitos propios, que son la expresión de su ideal y de sus gustos, que no
desean cambiar. Por el contrario, la clase media chilena a contar del siglo
xviii, está formada por “individuos que viven espiritualmente del recuerdo
de la posición más alta que, real o imaginariamente, ocuparon sus antepa-
sados en la sociedad”.
Para nosotros esta especificidad valórica, que llamamos “arribismo”,
permea a toda la clase media chilena hasta hoy; incluso, si estiramos un
poco la cuerda, a sectores de la “aristocracia obrera”; y a otros ámbitos
populares atraídos por el fárrago del mercado y su “efecto demostración”
producido por el control oligopólico de los medios de comunicación.
Retomando el hilo metodológico, pareciere que la actividad econó-
mica que se desempeñe no es un aspecto muy fidedigno para inscribirse
definitivamente o no dentro de una capa media, pues en la experiencia
chilena del siglo xix, y posterior, cada capa dentro de su estrato social tuvo 375
particular evolución. Los artesanos, por ejemplo, fueron empobreciéndo-
se cada vez más llegando, en muchos casos, a la ruina; mientras que otras
capas que se iniciaron como comerciantes al menudeo, ascendieron cada
vez más en importancia social y poder económico. Llegamos así a un as-
pecto básico del análisis: la movilidad social dentro de la clase y fuera
de ella.
Para el caso de las capas medias rurales, el hecho de la posesión de tie-
rras de mediana o pequeña cabida puede conducir –asimismo– a engaño,
pues durante la segunda mitad del siglo xix se acentúa la pauperización
del elemento campestre, así como de los inquilinos. Éstos en puridad son
componentes mesocráticos, pues el “inquilino” era dueño del producido,
agrícola o ganadero, dentro del paño de tierra dado en usufructo por el
terrateniente como contraprestación de su trabajo, o del “obligado” por
él, al interior de la hacienda. Pauperización debida a la creciente necesi-
dad de los grandes hacendados de ejercer presión sobre estas capas para
acaparar su producción e, incluso, sus tierras, en razón de la presencia del
gran capital extranjero mercantil, la crisis internacional de los precios agrí-
colas, la pérdida de mercados extranjeros tradicionales de las exportacio
nes agrícolas nacionales, la exacerbada política librecambista implantada
por Jean Gustave Courcelle‑Seneuil y sus epígonos criollos que resultaron
–al igual que los Chicago Boys de fines del siglo xxser más papistas que el
Papa, y otros factores que hacen que la renta de la tierra sea cada vez me-
nor a medida del avance del siglo xix.
Por otra parte, tenemos que el ámbito cultural dentro del cual se des-
envuelve el sujeto de análisis mesocrático puede resultar de cierta conna-
tural ambigüedad. Ello se desprende de la progresiva falta de identidad
de las capas medias chilenas, puesto que, al no pertenecer a las clases
altas ni a las clases populares, se mueven entre ambas, fundiendo imper-
fectamente costumbres y actitudes de unos u otros, pero con tendencia a
privilegiar a las primeras. Tanto los sectores medios, sean trabajadores o
intelectuales, tienen gran dificultad para adquirir fisonomía propia y con-
solidar su singularidad. ¿Puede haber un mejor ejemplo que el siútico? Y
este apodo acuñado por José Victorino Lastarria difiere fundamentalmente
del cursi o rebuscado, pues éste es todo un estilo auténtico y estable de
vida y valores (bien dilucidado por André Gide); en cambio, el siútico es
esencialmente inestable en su escala axiológica y un mero copista de mo-
das y estilos culturales de las capas altas nacionales y dado a privilegiar lo
extranjerizante.
De allí que puedan existir sectores e individuos mesocráticos, material
o espiritualmente siúticos, y en los que es dable adscribir a ciertos intelec-
tuales. Por lo anteriormente expuesto, pareciere que el parámetro básico
y de primer orden para establecer la pertenencia o no a las capas medias,
al menos durante los siglos xix y xx, debería ser el de los ingresos de cada
sujeto, sin prescindir en lo absoluto de la “escala axiológica” propia de la
clase media chilena decimonónica, anteriormente citada y valorada. No
se trata de establecer un parámetro idéntico al sistema cuántico actual de
los quintiles (C1‑ C2‑ etc.), sino que el investigador histórico en esta área
376 centre su quehacer en escudriñar todo tipo de fuentes para aproximarse a
los ingresos económicos del grupo o sujeto estudiado. Lo precedente con-
jugado –desde luego– con la propiedad de un medio de producción, pero
siempre fusionado con el elemento ingresos. Puede existir un terratenien-
te, pero su ingreso ser bajo o nulo, como, muchas veces, estar los bienes
en posesión de las llamadas “manos muertas”, sin rédito económico y so-
cial alguno. Por ejemplo, en la urbe un artesano por sus ingresos, más que
por su independencia laboral, es miembro de la capa media respectiva;
en el agro lo será cuando sus ingresos sean superiores al del peón, pero
menor al de un mercader establecido de la localidad. Un comerciante am-
bulante en el campo, o buhonero, por lo general es mesocrático, más por
sus ingresos que por el estatus social de viajante que le permite conocer
variados estilos de vida y estar más al corriente de la situación, desde la
política hasta el nivel de los precios.
Otros factores a considerar como elementos diferenciadores de capas
medias –mucho más relevantes que los rasgos físicos– pueden ser las ca-
racterísticas de su propiedad o posesión de un inmueble, ubicación y di-
mensiones de la casa habitación, la calidad del mobiliario y condiciones
sanitarias, la naturaleza de la ropa que viste, el número y condición de los
empleados y servidumbre, la índole del trabajo u oficio que desempeñan,
la posesión de ciertos medios de transportes, de instrumentos musicales o
ambos, la celebración de tertulias y la existencia de manifestaciones cultu-
rales, el número y cohesión de las personas de la familia que cohabitan o
forman parte de la familia agnaticia, la cultura del ahorro, etc. Para todo
crescendo, desde mediados del siglo xix, con la formación de los ya men-
cionados gremios y sociedades de artesanos y artífices. Desde una óptica
diferente resulta complicado aplicar la teoría de Max Weber y de otros
autores exógenos a las capas medias chilenas para definirlas, puesto que
en dicho sector se entremezclan las relaciones de producción, consumo,
y participación en el mercado; en suma: el interés económico. Y, por otro
lado, la del honor estamental, categoría axiológica prevalente para Max
Weber, puesto que los distintos grupos o capas mesocráticas chilenas po-
seen concepciones de la realidad diferentes y singulares, y algunas veces
escala de valores diferenciada, que puede estar en sintonía o no con los
otros grupos dentro del mismo estrato.
De allí que para establecer de manera medianamente entendible el
concepto de Capas Medias articularé –siendo únicamente válido para el si-
glo xix y buena parte del siglo xx, y enunciándolo como una mera hipótesis
de trabajo– que Capas Medias serían aquellos grupos humanos que se es-
tablecen dentro del espectro social existente entre la burguesía y las clases
populares; son, a su vez, producto de la evolución social y económica chi-
lena, y que se autodistinguen de las dos anteriores, aunque pueden poseer
connotaciones de ambas; tienen conciencia de no pertenecer a otra clase,
pero sin tener una conciencia definitoria de clase para sí misma. Quizá si
a lo largo del siglo xx podríamos hablar de una clase media chilensis, pues-
to que su desarrollo cuántico llevó al salto cualitativo de la adquisición
de una conciencia de clase para sí, llegando a establecer una cierta ideo-
logía o cognición valórica de clase, sean estos valores estampados bajo la
378 impronta cristiana pos Rerum Novarum o de una raíz racionalista y laica,
propia del positivismo y de las logias masónicas.
Sabemos que en el último siglo de la Colonia –situación que se mantu-
vo con escasa diferencia incólume hasta las “reformas agrarias” a partir de
la década del sesenta del siglo xx– dentro de las haciendas y estancias se
desarrollan múltiples actividades fruto de las características de producción
agroganaderas. Actividades como la de los artesanos que fabrican aperos y
monturas, zapateros, boneteros, capataces de cuadrillas y otros empleados
de confianza que comienzan a diferenciarse del resto de la clientela, in-
quilinos y empleados de la hacienda; tanto por el prestigio que confieren
sus labores como, por contar progresivamente con condiciones de vida
mejores, ya sea una casa cerca de la del patrón, un salario preferencial o
un terreno más grande, que le permite generar un mayor excedente co-
merciable y acumulable. Tales personas que ejercen una labor o trabajo
más especializado o de mayor prestigio, merecen ser incluidas dentro de
un estrato medio, puesto que comienzan a diferenciarse del resto de los
trabajadores agroganaderos en los ingresos, condiciones de vida y otros
parámetros materiales; aunque no así en las costumbres, muchas de las
cuales perduran hasta hoy.
Interesante de analizar son también aquellos sectores de propietarios
medios de la zona de la Araucanía y de la actual Región de Los Lagos, a lo
largo de los siglos xix y xx. En la primera, su número de colonos provenien-
tes de otras regiones de Chile no es menor, contándose entre ellos mes-
tizos, inmigrantes y quizá si algunos mapuches, pues, a través del comer-
Del mismo modo, a mediados del siglo xix, entran en escena los profeso-
res formados en las Escuelas Normales de Preceptores. Estos elementos
–hombres y mujeres– pasan a conformar una clase media intelectual, de
preferencia dedicada a la pedagogía. A la Universidad de Chile asisten en
un comienzo –mayoritariamente– los hijos de la clase rica, para revertirse
en favor de las capas medias pasada la medianía del siglo xix. Por lo tanto,
universidad y liceo, más que elementos formadores de grupos medios,
son elementos de reproducción y retroalimentación intelectual de este
estrato, pero que contribuyen a dinamizar la movilidad social en Chile.
Con la conformación de los partidos Demócrata (1887) y Radical (1888),
los grupos medios comienzan a hacer sentir su voz política, pero parece
que siempre están sujetos a la asimilación de los ideales de otros grupos,
producto de su misma falta de conciencia clara que los identifique como
una clase para sí. Entonces parecería “comenzar” la existencia de una cla-
se media, cual adolescente en sus primeros balbuceos políticos, particu-
larmente en provincias. Pero es la fundación del Partido Democrático el
momentum crucial, puesto que está conformado por elementos eminen-
temente de estratos medios y obreros. Que el partido esté conformado
también por obreros, no me parece una cuestión menor, ya que se debería
analizar si dentro de la conformación de la conciencia y el imaginario de
clase media, se vio ésta influenciada o no por la creciente pauperización
que sufrió aquel estrato, lo que podría haberla llevado a identificarse de
manera notable con la ideología e imaginario de las clases populares, ple-
beyas, del estado llano de la época.
380 Visto lo que implican las capas medias, podemos notar la carencia de es-
tudios sistemáticos que hablen de su desarrollo; de cómo fueron adquirien-
do conciencia política y de cómo intervinieron como clase autoconsciente
en la política nacional, superando la participación local, regional o gre-
mial.
Tal dinámica plantea –aunque parezca impenitente repetirlo– la exis-
tencia de un sector interclases que se desenvuelve entre ambas antagóni-
cas: la burguesía dirigente y los llamados pobres del campo y la ciudad,
o eufemísticamente “bajo pueblo”. La mesocracia chilena pervive de ma-
nera aislada o sitiada, aunque pueda subir o bajar económicamente; pe-
ro siempre la guiará, una intencionalidad ascendente. Esto último explica
una característica singular de estas capas: la sensación de transitoriedad
de su situación, por lo que los compromisos adquiridos con su sector son
efímeros y están determinados con las reales posibilidades tanto de as-
censo como descenso. De esta “sensación de transitoriedad” emanaría su
aparente ambigüedad, que las ubica en posiciones mixtas a la hora de los
grandes conflictos estructurales de la sociedad. Capas medias apoyaron a
Salvador Allende y a la Unidad Popular; idénticos sectores adhieren años
después a la Unión Demócrata Independiente y al modelo neoliberal a
ultranza.
La “mutación intrasector”, no es otra cosa que el “cambio de ropaje en
la escala de valores”, tan significativa para Max Weber, de las capas medias
chilenas, más que en su efectiva posición económica. De allí su diferen-
cia radical con la homogeneidad –con mayor o menor intensidad según
382
Michelle Prain
Universidad Adolfo Ibáñez
383
tió alcanzar prestigio social y relacionarse con las elites locales, a quienes
hicieron partícipes de sus costumbres y de sus instancias de sociabilidad.
El aprecio por la vida al aire libre, los clubes y las agrupaciones deportivas
son un buen ejemplo de esto, perfectamente visible en la actualidad.
Tal vez el más importante, para ver cómo las costumbres británicas
fueron penetrando en los criollos, fue el Valparaíso Sporting Club. La hípi-
ca nacional, comparsa del rodeo y las carreras a la chilena, encuentra sus
orígenes en los británicos asentados en Valparaíso y luego en Viña del Mar.
El Valparaíso Sporting Club, que tiene sus raíces en el Valparaíso Cricket
Club fundado en 1860 en Quebrada Verde, nació en Viña del Mar en 1882,
a partir de una iniciativa mancomunada de ingleses y chilenos, destacando
la de A.L.S. Jackson, quien debiese ser reconocido como un precursor del
deporte en Chile. El tradicional Derby, la mayor fiesta de la hípica nacional
y que se desarrolla con transversalidad social hasta hoy, se corrió por pri-
mera vez en 1885, siguiendo el ejemplo de la carrera inglesa.
Muchos deportes surgieron en Chile por iniciativa de ciudadanos bri-
tánicos y sus descendientes anglo-chilenos arraigados en Chile. Ahora que
nuestro país cumple doscientos años de vida independiente, vemos que
entre los deportes más practicados o, al menos, más vistos, están el fútbol
y el tenis, que realmente han llegado a convertirse en espectáculos masi-
vos, cuyos máximos exponentes se configuran hoy como modelos para
niños y jóvenes. En la última década hemos visto cómo Marcelo Ríos, Ni-
colás Massú o Fernando González han representado dignamente a Chile
frente al mundo.
El club de tenis más antiguo de Chile e, incluso, de Latinoamérica, el 385
Viña del Mar Lawn Tennis Club o Club de Tenis Inglés, surgió en Valparaí-
so, en el sector de Las Zorras, hacia 1864, por iniciativa de la comunidad
británica residente. Cuando nació el Valparaíso Sporting Club en Viña del
Mar, éste se trasladó a sus terrenos, donde se inauguró formalmente en
1885. Por su parte, Los Leones Tennis Club, en Providencia, fue fundado
en 1913 por miembros de la comunidad británica de Santiago.
En lo que respecta al golf, el primer club también nació entre los “grin-
gos” del cosmopolita Valparaíso del siglo xix: el Playa Ancha Golf Club.
Posteriormente, en 1897, surgió el Valparaíso Golf Club, también en los
terrenos del Valparaíso Sporting Club. Con el tiempo éste se transformó
en el actual Granadillas Country Club, cuyas actuales dependencias se inau
guraron en 1922. Santiago no quiso quedarse atrás y, en medio de las cele-
braciones del centenario de la República, en 1910, se fundó el primer club
de golf de la ciudad: el Club de Golf Los Leones, también por iniciativa de
anglo-chilenos. No se puede dejar de mencionar la fundación del Maga-
llanes Golf Club en 1917 en Punta Arenas, el más austral del mundo. Por
su parte, cuando el príncipe de Gales, Edward of Windsor, visitó Chile en
1925, puso la primera piedra del Prince of Wales Country Club, el segundo
de la capital.
En su novela Hijo del salitre, Volodia Teitelboim cuenta la anécdota
de un ingeniero en minas de origen inglés que jugaba polo en la pampa.
Un deporte entonces considerado excéntrico, sin embargo, penetró en
nuestro país como un deporte de elite que hasta hoy conserva un marcado
Patrick Puigmal
Universidad de Los Lagos
391
Historiografía “nacional”
y los desafíos del bicentenario
Fernando Purcell
Pontificia Universidad Católica de Chile
394
¿A dónde vamos?
Un ensayo sobre el bicentenario
desde la perspectiva
de la historia ecológica
Fernando Ramírez
Universidad de Chile
395
Casi cien años después, el eco de estas palabras resuena con fuer-
za. Hacia donde observo aparecen los símbolos de una “modernización”
desbocada con empresas mineras que arrebatan las escasas aguas del sa
lar de Huasco a la comunidad de Pica; o la construcción de un tranque
para la minería que altera por completo la vida de los agricultores del
valle de Pupio en el curso superior del río Choapa y que como un agre-
gado dramático inundara cientos de lugares con valor arqueológico; o
veo antenas de telefonía en la cima del cerro Santa Inés, el último bosque
relicto de Pichidangui; o llegando a Viña del Mar asoman unas lánguidas
palmas chilenas arrinconadas por una carretera que nos las consideró en
su trazado; o una expansión urbana que hace sucumbir el otrora enhies-
to cerro Manquehue alguna vez cubierto de tupidos bosques; o ingreso
a ese país cubierto de pinos que se nos vienen encima apenas cruzamos
el Maule; o me encuentro con una central hidroeléctrica que arrasó con
el bosque de alerce en Canutillar; o un sin fin de jaulas salmoneras que
pintan de negro el antiguo verdoso mar de Chiloé; o un camino austral
que no respetó las peculiaridades ambientales de Palena y Aysén. ¿Hay
algún chileno de mi generación que no podría agregar otro ejemplo a
esta interminable lista de estropicios? Es posible sostener que cien años
después de las palabras de Federico Albert, seguimos despilfarrando el
territorio.
Estas palabras surgen del desasosiego que he sentido al recorrer mi
país y observar cada vez menos paisajes naturales, cada vez menos bosques
nativos; de haber caminado meses por aquellos lugares donde antes veía
huemules y cóndores, y comprobar que ahora sólo son ocupados por el
silencio; de visitar restos de antiguas actividades económicas que hoy no
son más que ruinas, como en: Contao, Quintay, Humberstone, Guafo, Me-
linka, Calbuco, Sewell, Lota, El Volcán, Juan Fernández, Naltagua, Carrizal,
396 Chaihuín, Quillagua, Lonquimay, Paposo y tantos otros.
Tengo la percepción que en un tiempo mucho más corto que sus pro-
pias vidas, mis hijos y sus hijos recorrerán un país diametralmente distin-
to al que he visto... verán un territorio con sus paisajes originales trans-
formados, artificializados, especializados y degradados para abastecer no
necesariamente a las comunidades locales sino a un puñado de gigantes-
cas empresas (no obligatoriamente nacionales) que están consumiendo la
despensa del patrimonio natural.
Treinta años atrás, cualquiera de nosotros y por cualquier lugar subía-
mos a las cordilleras; en el lugar escogido nos bañábamos libremente en
ríos, lagos y termas; hoy los niños miran los cerros en los que nosotros ju-
gábamos como un paisaje dibujado en el telón de una opereta. Hasta para
mirar el atardecer playero, debemos pagar. Mientras el gobierno prepara la
fiesta del bicentenario, los chilenos comunes y corrientes, los estrictamen-
te desconocidos, los que mañana nadie visitará en sus tumbas, recorremos
un país de alambradas, de modernas autopistas cercadas que cortan fami-
lias, vecindades, comunicaciones.
Caminando por el país se advierte como decía Enrique Mac-Iver en
1900, “que no somos felices”, se nota un malestar en las comunidades
afectadas por los megaproyectos mineros que les privan del agua de rega-
dío, por las centrales hidroeléctricas que los expulsan de las tierras ances-
trales, o por las compañías forestales y de celulosa que les contaminan sus
cultivos o por una expansión urbana descontrolada en Santiago y capitales
regionales que arrinconan a pequeñas comunidades campesinas que no
¿Estamos pensando celebrar las formas, los medios y los motivos por
los cuales –en este siglo– hemos transformado y degradado la naturaleza y
los paisajes nacionales hasta el punto que ya nos cuesta reconocer el país
de nuestros abuelos?
Como si fuera un funeral, en la tarea escolar, en la reunión familiar, en
programas culturales de televisión, en separatas de diarios adornadas con
viejas fotografías vamos rescatando la memoria ambiental. Relatamos a los
pequeños que ayer hubo horizontes con arreboles, pájaros que nos can-
taban en la ventana, ríos no contaminados, pesca abundante, que desde
la plaza de Armas de Santiago se podía ver la cordillera de los Andes, que
frente a la ciudad alcanza una altura de dos mil metros.
Nuestros bosques eran el lugar de inspiración de poetas; Pablo Neruda
escribió “quien no conoce el bosque chileno, no conoce este planeta”. El
otrora significativo escudo nacional se cae a pedazos: huemules y cóndo-
res en vías de extinción y la frase representativa podría ser “por la propie-
dad privada o las concesiones”.
Es que en nombre del “crecimiento económico” estamos mutando
nuestro rostro natural, pareciera que cada oleada modernizadora la asen-
tamos en el mito fundante de poseer un territorio inagotable en recursos,
pensando que la naturaleza se recuperará sola de cada nueva agresión a la 399
que la sometamos.
Al preguntar por estos cambios al ciudadano cercano –exclusivamente
ilustrado por los medios de comunicación– responde sin gran convicción
que ha escuchado que éstos son los costos a pagar para llegar al “desarro-
llo” o para continuar “creciendo”. Respuesta del todo tranquilizadora si
pudiéramos realmente saber que ahora somos más desarrollados y creci-
dos. Este modelo económico, ¿nos ha hecho más felices a la mayoría? ¿So-
mos más dueños de nuestro país?
Pareciera que vivimos como una sensación colectiva de ser arrastrados
por una ola gigantesca (llamada modernización), de la cual no podemos
escapar y que ni siquiera nos deja tiempo para secarnos cuando ya nos re-
vuelca nuevamente. Cada nueva “idea” de la “modernización económica”
ha significado menos territorios para todos, más suelos para los dueños
de las grandes plantaciones de pinos, más privilegios para las compañías
pesqueras, más propiedad sobre las aguas y accesos a las montañas para
las compañías mineras extranjeras y ahora nos informan que cada curso
de agua austral será para las compañías de electricidad. ¿Dónde vamos a
parar?
El Chile “oficial” parece hipnotizado por una corriente avasalladora
de “modernización”. Durante las últimas décadas, los medios de comuni-
cación de masas, los dirigentes empresariales y principalmente los gober-
nantes han proclamado profusamente las bondades y proyecciones que
representan para el país el proceso de apertura económica, la inserción en
Pensando la historiografía
del mañana
Julio Retamal A.
Universidad Andrés Bello
Gonzalo Rojas
Pontificia Universidad Católica de Chile
Pedro Rosas
Universidad ARCIS
En el horizonte
411
Desde la proa
“el nudo gordiano de los monopolios” y a cambio del tejido solidario que
cobija su potencial histórico se describió “el paisaje amurallado de la clase
dominante”.
La afirmación establece claramente las fronteras y los contras en lo que
a la nueva historia social, y más de ella, en lo que a las ciencias sociales
se refiere. A las preguntas diferenciadoras: ¿qué?, ¿quién?, ¿cómo?, de las
Ciencias Sociales en general, y al tradicional, ¿cuándo y dónde? de la his-
toria se ha venido a sumar la inquietante pregunta por el sentido el ¿para
qué? y ¿desde dónde? se mira, se piensa, se escribe y como se decía en la
prehistoria del presente, desde dónde se hace ciencia.
La afirmación de Gabriel Salazar, sin embargo, no quiere dejar de mi-
rar e impedir un balance crítico de procesos de identificación mecánica,
conceptuales e históricos, que flanqueaban la mirada entre el catalejo y su
horizonte. Fenómenos atmosféricos complejos indujeron constelaciones
y nebulosas entre la historia materia y la materia objeto de la Historia.
Así, desde la Historia se propuso la unidad “necesaria” entre pueblo, cla-
se y movimiento obrero y de éste, con ciertos partidos y organizaciones;
además de una marcada interpretación ideológica dogmática y lineal del
proceso histórico.
Sin duda –como lo señaló Marc Bloch–, el oficio del historiador no se
somete al puro arbitrio y pulsión de sus deseos; pensar la historia desde
la historia hoy, obliga a no sólo ir más allá de emitir juicios demoledores
y de “éxito” asegurado sobre la historiografía tradicional de las elites sino,
además, no caer en el vacío de arremeter con posmodernos arrebatos,
contra el metarrelato de las centralidades estructuralistas de la historio- 413
grafía marxista chilena –o más ampliamente– de sensibilidad social; que
ha buscado identificar y definir con rigor y urgencia un sujeto histórico
del cambio.
La experiencia desde el mundo popular muestra que no sólo nos aco-
sa el espectro del limbo ideográfico e historiográfico dominante, pues los
marginales tenemos también nuestros limbos y fantasmas, de los cuales da-
mos siempre cuenta y nos visitan periódicamente en costosas y sangrientas
pesadillas: empirismo y desacumulación paradojal de la experiencia, pro-
fetismo y sacrificio, delegación lateral de soberanía, ruptura entre la histo-
ricidad y la historización y entre la intervención política y la construcción
estructural y formal de poder. En síntesis, dificultad para transformar la
hermenéutica y la facticidad popular en una epistemología discursivamen-
te transmisible. Cada historia, como vivencia y relato, es hija de su tiempo
y, en ella, cierta racionalidad instrumental regida por fines y necesidades
legítimas, ha fijado límites y fronteras a la historiografía, estableciendo la
ausencia y presencia de la subjetividad y proyectos populares. La historia
transita el desafío de develar y superar aquello.
Evidentemente, el movimiento social popular y su estudio no se res-
tringen (como mínimo desde los últimos veinte años) exclusivamente al
proletariado o al movimiento obrero, nítidamente estructurado y del cual
se pensó tenía que brotar a caudales, la no menos perfecta conciencia re-
volucionaria. En un plano aparentemente paralelo, en la dimensión del
cuerpo y lejos de la racionalidad progresista, se ha hecho visible para los
Motín en el timón
A puerto
La modernización
de la sociedad chilena.
Un panorama de los siglos xix y xx
Pablo Rubio
Universidad de Santiago de Chile
veces su producto interno bruto per cápita. Entre 1850 y 1875 el produc-
to interno bruto de los seis países más industrializados (Alemania, Bélgi-
ca, Dinamarca, Francia, Gran Bretaña y Estados Unidos) creció a una tasa
anual que significó que casi duplicara su valor.
Sobre la base de ésas y otras cifras disponibles, es posible sostener que
en el tercer cuarto del siglo xix Chile se ubicaba en una inmejorable coyuntu-
ra externa. Quizá, se ofrecía una oportunidad para el pleno desarrollo y para
la tan anhelada modernización.
Y con razón. Ya que si se revisan las cifras para el período en su totali-
dad, puede apreciarse una notable expansión económica, que se verificó,
por ejemplo, en las exportaciones y sus múltiples rubros. Las exportacio-
nes totales crecieron a una tasa anual promedio de 3,7% en el extenso
período 1844-1930: la producción triguera en un 2,9% (1860-1908), la
producción de vinos y mostos en un 3,9% (1862-1914) y las toneladas
transportadas por ferrocarril en un 4,2% anual. Un dato que no debe esca-
par al respecto: el gasto público aumentó a una tasa anual de 4,9%, en un
extenso período que se extiende entre el año 1835 y 1930.
Analizando las cifras globales del crecimiento económico sólo para el
cuarto de siglo 1850-1875, en términos de la variación anual del producto
interno bruto, cabe señalar que el país experimentó un permanente cre-
cimiento durante aquel lapso de quince años. Éste se vio sometido a algu-
nos períodos específicos de caídas leves: -1,55% en 1853, un breve bienio
entre 1861-1862 de bajo crecimiento (0,64% y 0,25%), explicable por la
crisis 1857-1861, y, en los años 1867 (-3,38%) y 1874 (-4,15%), preludio de
la crisis venidera. 421
Con todo, en el mismo período se produjeron índices de crecimiento
espectaculares: 10,61% en 1869 y 7,54% en 1872, con un promedio anual
para todo el período de alrededor de un 3%, un crecimiento aceptable y
óptimo para un país desarrollado hoy. Estas cifras se repiten más o menos
durante el siglo xx, en especial durante la fase salitrera (1880-1930) y du-
rante la primera etapa del modelo de industrialización, entre 1940 y 1955.
En el Chile contemporáneo, los que afirman la exclusividad del vertiginoso
crecimiento del decenio 1987-1997, se equivocan rotundamente y olvidan
importantes tendencias de la historia económica, las que enseñan que no
basta el crecimiento para alcanzar el desarrollo.
Los resultados del siglo xix denotan cambios importantes. Hacia 1850,
Chile se insertó plena y decididamente en la gran corriente de la economía
internacional en un momento de expansión productiva y comercial y de
transformaciones sociales sin precedentes. Al amparo y simultáneamente
con esta expansión económica, comenzó a forjarse una etapa de transfor-
maciones sociales y de infraestructura material inéditas en la historia de
Chile, preludio de una supuesta modernización y del desarrollo.
Fueron los llamados efectos colaterales de la expansión, las que ame-
nazaron con quebrar la propia economía de “antiguo régimen”. Labrousse
la definió como aquella estructura que está hegemonizada por una agri-
cultura de subsistencia, sin la presencia de un mercado de consumo. Una
primera manifestación de estos efectos internos se dejó sentir en las comu-
nicaciones; por ejemplo, el ferrocarril –medio de transporte típicamente
Ricardo Rubio
Universidad Católica Silva Henríquez
1. Preliminares 425
enseñanza de las ciencias sociales en todos los niveles del sistema educa-
cional formal.
Lo que ha ocurrido es que por esta vía se ha obviado un hecho funda-
mental: tiempo y espacio son dimensiones de análisis imprescindibles, al
tiempo que inseparables, en la comprensión de los procesos sociales. La
organización del territorio (y la consecuente necesidad de administrarlo)
es el proceso social que destaco en este escrito.
Durante el último tiempo he denominado a esta recurrente separación
entre ambas dimensiones de análisis como una verdadera paradoja (con la
intención de destacar lo absurdo); la paradoja de la moneda de una cara.
La metáfora es muy simple. Una moneda que tiene sólo una de sus caras
acuñadas seguramente no será aceptada en el comercio: un comprador
mínimamente sensato irá con temor a usarla y un vendedor precavido sin
duda la rechazará, apelando a una fundada desconfianza. El artefacto en
cuestión se hace disfuncional, inútil. De la misma forma, aquellos análisis
de los procesos sociales que prescindan del tiempo (la historia) o del espa-
cio (la geografía) serán, en el mejor de los casos, deficientes. Sugiero des-
confiar abiertamente de ellos. Lamentablemente, no es difícil encontrar
(¡todavía!) geógrafos, profesores de Historia y Geografía, licenciados en
Historia o historiadores, que renuncian a esta imprescindible integración
o, incluso, reniegan del valor del quehacer científico aquéllos que están en
la vereda de enfrente.
Sin exagerar, me atrevo a calificar esta situación como grave, ya que
se desconoce que el territorio es un complejo producto sociohistórico.
426 Pero, además, se olvida peligrosamente que es precisamente en el espacio
donde el tiempo se hace materia. Los territorios son complejas manifes-
taciones de diversos ámbitos de la sociedad en un momento dado, entre
los que cabría destacar la organización jurídica y política (basada en ideo-
logías concretas), las capacidades tecnológicas (que permiten acciones de
control y ocupación del espacio), los modos de organización de la pro-
ducción (que definen la matriz de recursos disponibles y que tienen una
profunda incidencia en la organización del espacio) y las creencias de las
personas. Lo importante es que un modo de organización del territorio
comporta una importante materialidad, que es precisamente la que con
frecuencia alimenta los análisis basados en el estudio del paisaje.
2. El territorio chileno
a comienzos del siglo xxi
Componentes espaciales
del territorio chileno
1. Componente insular
2. Componente sudamericano componentes soberanos
3. Componente marítimo
Mar territorial
427
Zona económica exclusiva componentes no soberanos
Mar presencial
4. Componente antártico
Carlos Ruiz
Universidad de Santiago de Chile
tos de los súbditos se medían en los siglos coloniales a partir de los éxitos
–o la mera participación– en esa guerra, real o virtual: hubo conquistador
que basó su petición de recompensa en la cuantificación de las muertes
logradas por su propia mano. Eterno toque de queda, bandos que prohi-
bían a los no españoles (aunque fuesen criados o yanaconas) el andar a ca-
ballo, o les imponía penas humillantes, aumentadas o disminuidas según
la calidad social, la casta de la persona. Todo ello a partir de la sicosis de
guerra que alguien había iniciado, pero a todos afectaba. Hábitos como el
capitalino cañonazo del mediodía, la reunión en la plaza de Armas. Verba-
lizaciones como el obedecer “al tiro”, giro que no se halla en otra parte del
mundo. Y hasta los que buscaban medios políticos y pacíficos para lograr
relaciones justas, como los jesuitas, que estaban estructurados en compa-
ñía, en celestial milicia. Hasta Venus y Amor aquí no alcanzan parte, solo
domina el iracundo Marte.
Y así llegamos hasta el presente, en un país marcializado por jerar-
quías, constructoras de hábitos y conductas, que van produciendo proce-
sos mentales que llegan más allá de la construcción consciente y se instalan
en lo subconsciente, desde donde se va aprehendiendo e interpretando la
realidad. No pocas patologías individuales y colectivas, creemos, se ori-
ginan en esta dañosa construcción de ethos al precio de marcar el sub-
consciente. Las modernas ciencias van descubriendo que algunos estigmas
se van instalando profundamente, volviéndose hereditarios. Más allá de
los estereotipos de tarjeta postal, el chileno no es un pueblo pacífico: las
guerras externas han evitado los enfrentamientos internos, éstos cuando
436 han tenido lugar han sido feroces, y hasta hace poco no se evidenciaba la
violencia intrafamiliar, sorda y solapada, que tiene que ver con la crisis de
armonía y la falta de paz. Hasta podemos postular que la violencia depor-
tiva y la lumpenificación creciente de las juventudes populares han sido
inoculadas conscientemente por los operadores de los aparatos de cultura
e ideología, con el fin de quitar espacio no sólo a la violencia política sino,
más bien, a la conciencia política. De todas formas, pese a tantas restric-
ciones, hay una agresividad cada vez más manifiesta, y que se vuelve en
contra de los propios miembros del cuerpo social, y no a los poderes que
mantienen estos fundamentos.
En el plano político, la excepcionalidad de Chile se manifiesta en la
condición de ser uno de los países que imponen más restricciones a los
derechos que en otras sociedades y Estados encuentran acogida. Junto
con Uruguay, son los únicos países que no ratifican el convenio 169 de
la Organización Internacional del Trabajo, sobre derechos de los pueblos
indígenas. Uruguay, porque la autopercepción de sus elites cree innecesa-
rio aprobar una legislación que favorece a gentes que ya no existen en sus
fronteras. Chile, porque la derecha chilena sabe que sus derechos termi-
nan donde empiezan los de los demás. Por lo mismo, tampoco se aprueba
una constitución que dé cuenta de la diversidad con la que otros Estados
nacionales se sentirían enriquecidos. En América Latina, sólo Chile, Nica-
ragua y El Salvador son los países donde el aborto está penalizado en todas
sus formas, existiendo varios otros que lo permiten bajo ciertas condicio-
nes y algunos en que está permitido bajo cualquier circunstancia; legislar
el aborto no significa provocarlo. Asimismo, este país hasta hace muy poco
carecía de una ley que permitiese el derecho al divorcio, pero admitía la
burla al cuerpo legal. Chile “es uno de los rarísimos países del mundo don-
de persiste la anacrónica distinción de obreros y empleados. Se basa en un
criterio de clasificación sin base racional”.
¿De dónde emanarán éstas y tantas otras particularidades que configu-
ran un Estado retrógrado y una sociedad no muy feliz? Ya lo dijeron Mario
Góngora y Rolando Mellafe: hay una construcción de Estado a partir de
la realidad ubicua de la guerra y de la eventualidad de lo trágico. Hoy, en
que vemos cómo a cualquier tragedia –natural o de origen humano– se
da un uso político, con ribetes de belicosidad, se prueba que lo trágico y
lo bélico construyen realidad y ésta se cristaliza en un tipo de estado y de
nación.
¿Por qué tanta competencia en estos dominios de Marte? ¿Será por el
escenario natural? ¿Por qué en estas latitudes se desenvuelven mejor los
hijos del hemisferio Norte? ¿Por qué esta parte del continente –que com-
partimos con Argentina– pueden salir mejor de alguna hecatombe global?
Algo intuían los conquistadores, que dieron origen a esta guerra fundacio-
nal. Algo más saben los beneficiarios de la llamada sociedad del conoci-
miento, que en realidad se basa en la masividad del desconocimiento.
Difícil escenario para llegar a un bicentenario sin exclusiones. Ante
una realidad aplastante, ante el peso de una noche de siglos, sólo nos po-
demos elevar en sueños. Pero si muchos ensueñan, algo puede cambiar,
alguna palabra o sonido puede poner en juego transformaciones que –se
dice– suelen producirse en serie, en sincronía y saltando la espacialidad. 437
Augusto Salinas
Universidad del Desarrollo
Juan I. Molina es un fijista convencido, que sólo explica para una audiencia
hispanoparlante las ideas de los “filósofos ilustrados” que adhirieron con
entusiasmo a la idea aristotélica de la Escala de la Naturaleza, una con-
cepción que propone un modelo estático de la naturaleza animada. En su
Ensayo sobre la historia natural de Chile (1782), parece ignorar a Linneo,
y su precaria geología no registra la polémica entre neptunistas y vulcanis-
tas, que por esa misma época estaba dividiendo a los europeos.
En 1843, Andrés Bello expone un ambicioso y bien pensado programa
de acción para la Universidad de Chile. Es allí donde por vez primera la
ciencia tiene cabida en la vida cultural de Chile. Son varios los historiado-
res contemporáneos que han estudiado la tarea cumplida en Chile por los
sabios europeos y estadounidenses avecindados en el país en esta época:
Claudio Gay, Ignacio Domeyko, Rodolfo Philippi, Carlos Guillermo Moes-
ta, Gillis, Pedro José Amado Pissis, Andrés Antonio Gorbea, etc., aparte de
las contribuciones señeras de Diego Barros Arana y Miguel Luis Amunáte-
gui sobre el mismo tema. Sus obras, además de los trabajos dejados por
estos sabios, nos revelan que no son propiamente hombres de ciencia,
sino naturalistas que observan, cuantifican, clasifican y describen de acuer-
do con las teorías ilustradas del siglo xviii. Todos son hombres honestos
e inteligentes, celosos cumplidores de sus deberes, bien explicitados en
sus contratos con el gobierno chileno. En este sentido, son un admirable
modelo de funcionario público altamente calificado, cuyo objetivo, que
cumplen a cabalidad, es contribuir al mejor conocimiento del territorio
nacional, sus recursos naturales y sus posibilidades económicas, pero es-
tán lejos de representar la ciencia europea de la época. No poseen el ethos 441
que caracteriza a los hombres de ciencia, porque, prioritario al publish or
perish está el estricto cumplimiento de sus contratos y de las instruccio-
nes impartidas por el Ejecutivo, y tampoco podría decirse que su labor es
propiamente científica porque no conforma sus métodos y resultados a las
teorías físicas, biológicas y geológicas preponderantes en el siglo xix.
¿Quiere decir esto que Chile, país rector en la región, desconoció por
completo el progreso científico contemporáneo? En realidad, la lectura
atenta de periódicos y revistas de la época, así como el examen de la obra
de los grandes “agitadores de la cultura” (al decir de Miguel de Unamuno)
de la segunda mitad del siglo xix, nos permite conocer la gradual intro-
ducción de los principios y teorías científicas del período en la cultura de
nuestras elites intelectuales. Andrés Bello, Domingo Faustino Sarmiento,
Diego Barros Arana, Valentín Letelier y Abdón Cifuentes, entre otros, tra-
ducen y comentan con inteligencia las novedades de la ciencia europea y
critican el atraso chileno en este tema. Así lo hace Diego Barros Arana, con
alguna exageración propia de su acendrado secularismo, en carta a Bar-
tolomé Mitre de 1873: “Yo enseñaba la historia sin milagros... la física sin
demostrar que el arco iris era el símbolo de la alianza y la historia natural
sin mencionar la ballena que se tragó a Jonás”. Es así como la teoría dar
winiana de la evolución por selección natural, lo mismo que las ideas de
Haeckel, Schwann y Faraday, son tópicos de conversación y polémica entre
los académicos, políticos e intelectuales chilenos, y un tema importante en
el conflicto entre catolicismo y laicismo.
Augusto Samaniego
Universidad de Santiago de Chile
Cada vez que los sujetos populares creyeron y actuaron por la ‘trans-
formación de las estructuras’, lo hicieron como sujetos del mundo con-
creto del trabajo; reivindicaron derechos laborales, cuestionaron las rela-
ciones sociales en las empresas, llegando a reclamar su participación en la
gestión de las mismas, asumiendo como propia la realización de la refor-
ma agraria. Igualmente, actuaron desde los territorios donde reproducen
la vida y terminan de realizar sus derechos de ‘ciudadanos’: luchas por la
vivienda, el costo de la vida, la educación, el tiempo libre, derechos de aso
ciación y de sufragio.
1952-1962: mientras en la conducción de la Central Única de Trabaja-
dores prevaleció el método de ‘la huelga general’, la tasa de sindicalización
permaneció estancada en cerca del 12,5% de la fuerza de trabajo. Luego
del Tercer Congreso (agosto de 1962), los partidos Comunista y Socialista
–entonces a la cabeza de la Central Única de Trabajadores–, vincularon la
estrategia sindical con el proyecto político de transformación ‘socialista’.
Pero, el sindicalismo influyó, también, afirmando el proyecto ‘socialista‑co-
munitarista’ presente en los programas del Partido Demócrata Cristiano.
1963-1970: en el contexto de la ‘revolución en libertad’, la estrategia
de la Central Única de Trabajadores se basa en la defensa de la ‘unidad
sindical’ (desde el sindicato único por empresa hasta la Central nacional).
Esa estrategia resulta exitosa y portadora de objetivos del cambio estruc-
tural: nacionalizaciones; apoyo a la reforma agraria y a la sindicalización
campesina; las propuestas de reformas bancaria, tributaria; el apoyo a los
movimientos poblacionales, de reforma universitaria, etc. Hacia mediados
448 de 1970, la tasa de sindicalización superó el 34%. La Central Única de Tra-
bajadores optó por comprometerse con el proyecto político de la izquier-
da: el programa de la Unidad Popular.
1970-1973: la aguda movilización popular y la polarización en torno a
la aplicación del programa de la Unidad Popular, desafiaron el devenir del
sindicalismo, su relación con los partidos, el gobierno y, a la vez, su capa-
cidad para responder a las nuevas actitudes e identidades de los sujetos
populares que se incorporaban al proceso sociopolítico y su crisis. Con
todo, los sindicatos legales crecieron en 3,4% en 1971 y en 18,8% durante
el primer semestre de 1972. La tasa de sindicalización llegaba al 38% en
agosto de 1972. La coyuntura del ‘paro empresarial’ (conocido como ‘de
los camioneros’) de octubre de ese año y la contraofensiva sindical, lle-
varon la tasa de organización, legal y espontánea, por sobre el 40% de la
fuerza de trabajo.
El concepto y la práctica de la ‘unidad sindical de los trabajadores’
vivió la crisis y, al fragor de la misma, no fue posible evaluar el camino re-
corrido.
Desde los sesenta, nuevas formas de organización del trabajo en la
gran empresa se habían derivado de las modernizaciones: la transición
desde los métodos pretayloristas a los tayloristas elevaron la productivi-
dad donde se aplicaban tecnologías avanzadas, al tiempo que produjeron
fluctuaciones serias de la tasa de desempleo o cesantía. Creció la disper-
sión de la pequeña y mediana industria, implicando también la atomiza-
ción del sindicalismo. Desafío mayor para la Central Única de Trabajado-
454
Karin Sánchez
Pontificia Universidad Católica de Chile
acción. Ya casi listos para conmemorar la gran fiesta de 2010, ¿hay resulta-
dos de todos estos esfuerzos?
Lo que me interesa destacar en este ensayo es la necesidad de repen-
sar el tema de la formación de ciudadanos a la luz de los que tenemos hoy
en nuestra sociedad. ¿Los ciudadanos que tenemos hoy pueden conside-
rarse fruto de lo hecho a lo largo de nuestra vida republicana? ¿Un buen
fruto o un mal fruto? ¿Faltó o sobró abono y riego para alimentar el árbol
de la ciudadanía? Al comienzo de este proceso, cuando en el siglo xix se
trabajaba arduamente en la construcción de la nación, se entendía que la
instrucción era segmentada: para las clases populares, instrucción prima-
ria, integrarlos a la cultura escrita; para las clases superiores, instrucción
secundaria y títulos universitarios. En una primera y superficial lectura, el
enseñar sólo a leer y escribir, pero no promover una participación real en
el espacio público de algunos sectores de la sociedad, puede ser motivo de
justa queja. Todos, se supone, merecemos participar en el espacio públi-
co, pero aún así, creo que es válida la pregunta, ¿de verdad merecen todos
participar en el espacio público? Así como está la educación hoy, creo que
no. Votar, hacer una raya en un papel por un candidato X, no debería ser
derecho de todos, si la educación que recibimos es derechamente mala.
Diego Portales tenía razón, creo yo:
cuando les preguntan a los estudiantes que marchan, por qué están recla-
mando o qué es la famosa Ley Orgánica Constitucional de Enseñanza. Ob-
viamente, como en todo proceso, hay una cúpula que lleva la batuta. Sí, es
una elite, aunque no quería usar esa palabra, me provoca cierta repulsión,
debo reconocer. Esta situación me hace recordar las palabras de Claudio
Orrego Vicuña, destacado político democratacristiano (en realidad, fue
muchas cosas más, periodista, sociólogo, pero, sobre todo, un hombre
bueno), prematuramente fallecido en 1982. En 1963 se encontraba en Lo-
vaina, finalizando sus estudios de Sociología, comenzados en la Pontificia
Universidad Católica de Chile, donde fue presidente de la Federación de
Estudiantes de la Universidad Católica entre 1960 y 1962. Desde la ciudad
belga, escribe a sus compañeros de la Democracia Cristiana que ese año
fueron elegidos para la organización estudiantil de esta universidad. En
una década marcada por los idealismos, Claudio Orrego Vicuña escribe
con los pies bien puestos en la tierra:
avanzar con gradualidad, como tan bien defendían en el siglo xix. Pero,
¿se podrá encontrar en estos noveles manifestantes esa fibra en el alma
que los haga reaccionar si se les estimula? No saben qué es la Ley Orgánica
Constitucional de Enseñanza. Así, parece que Diego Portales vuelve: ¿por
qué el estudiante que no tiene idea por qué está marchando debe tener
los mismos derechos políticos que el vocero de la Asamblea Coordinadora
de Estudiantes Secundarios, que tiene un vocabulario más amplio que el
periodista que lo entrevista?
Toda reflexión histórica parte desde el presente, como dije al comien-
zo. Pero también parte desde el propio historiador. Y en este caso, tal vez
demasiado cerca. Creo que con este tema sangro por la herida, porque
siento que –no siendo un genio, por cierto–, “sé para dónde va la micro”
gracias a la educación e instrucción que he recibido, aunque por origen,
debiera tal vez no haber llegado a la universidad y menos haber estudiado
Historia. Soy la primera de mi familia que llega a la universidad y eso me
enorgullece demasiado. Claro que sólo me enorgullece decirlo en público
hace unos meses, cuando estando en un seminario sobre voluntariado y
pobreza, realizado en la Universidad Católica, la ministra de Planificación
Social, pidió que levantáramos la mano quiénes éramos los primeros de
nuestras familias en tener estudios universitarios. De ochocientas perso-
nas aproximadamente en el lugar (90% estudiantes de la Universidad Cató-
lica), habremos levantado la mano unas cincuenta. Luego preguntó quié-
nes, aparte de ellos, eran hijos de profesionales universitarios. Muchísimos
más levantaron la mano. Cuando preguntó por quiénes, además, tenían
abuelos que habían ido a la universidad, hubo una mayoría casi abrumado- 459
ra. En ese momento, cuando me di cuenta de que tengo una riqueza que
ellos no tienen, porque para ellos entrar a la universidad es como doblar
la esquina, me sentí igual o, incluso, superior a ellos, me dejé yo misma
de discriminar. Tal vez por eso me interesa la historia de la educación y
tratar de descubrir, como discutía con un amigo historiador, cuándo “nos
chingamos”. Porque en el siglo xix lo hicimos bien, fuimos la excepción en
América Latina, vivíamos dentro del orden, sin grandes conflictos, cons-
truyendo el edificio educacional –a cuyo alero se formó la clase media–,
estábamos formando ciudadanos, pero en algún recodo del camino, per-
dimos el rumbo y empezaron a aparecer las señoras que quieren caminar
por el túnel del metro y las parejas de pololos que creen que Perú es como
Suiza (si es que saben que existe Suiza). ¿Cuándo? ¿Cuándo dejamos de
formar ciudadanos? No descarto que haya gente estúpida por naturaleza,
pero creo que es válido preguntarse cuándo dejamos de entregar las he-
rramientas para usar nuestra razón. En Chile, hay aproximadamente ocho
millones de personas capacitadas por ley para votar. ¿Realmente están ca-
pacitados? Votar se supone que es la máxima expresión de la ciudadanía
en una democracia. Pero en vez de preocuparnos por tener la misma can-
tidad de ciudadanos –verdaderos ciudadanos– que de posibles electores,
nos admiramos de quiénes son primera generación de su familia en ir a la
universidad, nos admiramos de los Martín Rivas del siglo xxi. ¡¿Por qué si
vamos a cumplir doscientos años en los cuales se supone que se ha traba-
jado al respecto?!
Qué nación somos, qué nación queremos ser, palabras bonitas, pero
que si efectivamente no se integran a todos quienes formamos parte de
este territorio a través de la educación y la instrucción, no pasarán de ser
simple retórica. Parece una aberración postular que el derecho a voto no
debiera ser para todos los habitantes de nuestro país, no querer “ser más
democráticos”, pero mientras no haya una mayor democracia educacional
y una mejor calidad en la educación, ¿por qué pisar el segundo escalón si
el primero no existe?
Con ese mismo amigo historiador con quien discutía cuándo nos chin-
gamos, he tenido algunas diferencias de opinión sobre la función social
de la Historia. Según él, ésta no existe. Es cierto que los historiadores no
salvan vidas en una sala de hospital, pero creo que sí tienen una función
social, claro que no inmediata. Los trabajos e investigaciones históricas
pueden servir de inspiración o ser una luz de alerta para las autoridades
que sí tienen las herramientas para “hacer avanzar este país”. Un interesan-
te camino a recorrer por los historiadores es ver qué es lo que se ha hecho
en nuestro país formando ciudadanos, más allá de la época formativa de
los primeros años de nuestra República, ver qué se ha hecho al respecto
en todos estos doscientos años. ¿Lo hemos hecho bien? ¿Hemos hecho la
tarea completa? O tal vez, la pregunta deba ser otra: ¿siempre nos ha inte-
resado formar ciudadanos o en algún momento renunciamos a esa idea y
volvimos a querer solamente integrar gente a la cultura escrita? El camino
está abierto.
460
La trinidad patrimonial:
Patrimonio, historia y memoria
en la formación de la identidad
Olaya Sanfuentes
Pontificia Universidad Católica de Chile
E l tema del patrimonio suena como algo reservado a los museos, a los 461
que trabajan en la Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos o qui-
zá a aquellos dones familiares que todavía no nos llegan. Pero la realidad
es que el patrimonio nos importa a todos y es más que un tema de moda
y circunscrito al mes de mayo, definido también como el de las “glorias
navales”. No es pura coincidencia que un hecho histórico tan significativo
como aquél de un 21 de mayo de 1879, queramos seguir recordándolo a
través de la enseñanza y a través de los ritos conmemorativos, como un
hecho clave en nuestra historia y un elemento aglutinador de los chilenos.
Un elemento configurador de identidad. Y volvemos nuevamente a esa tri-
logía de patrimonio, historia y memoria que comencé citando y que creo
debiera pensarse como una trinidad de tres conceptos diferentes, pero
que apuntan a un objetivo común, cual es el de ayudar en la creación de
una identidad compartida y formar mejores ciudadanos.
Trataré de caracterizar esta trinidad desde el punto de vista de la His-
toria, que es el que más conozco.
La Historia es la ciencia que estudia a los hombres a través del tiempo.
Como disciplina se interesa tanto en el pasado como en el presente para
poder proyectar sobre el futuro. Pasado, presente y futuro. El ser se des
arrolla en el tiempo, “siendo”, como diría Martin Heidegger. Este fenóme-
no vuelve a incluir a los llamados tres tiempos históricos, lo que nos lleva
a concluir la dimensión histórica total del hombre. El ser humano es un ser
histórico porque el tiempo se conjuga en su propio ser. Si esto es así, sólo
ción más grande que jamás se haya proyectado. “...un fichero que recoja y
ordene todo lo que hoy se sabe de cada persona, animal y cosa, con vistas a
un inventario general de todo contemporáneamente o mejor un catálogo,
momento por momento”.
La memoria de la historia no es la del archivero, sino la del que bus-
ca el sentido, una memoria con conciencia. No es tampoco la de Funes,
aquel personaje de Jorge Luis Borges que pretendía hacer un inútil catá-
logo mental de todas las imágenes del recuerdo. Pero Funes era incapaz
de razonar porque se perdía en el dato duro, veía las hojas de los árboles,
pero no el bosque.
Es ésta una actividad que no debe ser estática sino dinámica en el tiem-
po. Por el mismo hecho que el ser es en el tiempo, la memoria de este ser
se va gestando a través de los continuos presentes y, por lo tanto, es sujeta
a constantes revisiones.
Porque el pasado aún está involucrado en el presente. Por esta razón
es que es importante iluminarlo, “ponerlo en valor”: porque nos aclara el
presente. Del pasado no logramos separarnos, viene incorporado en nues-
tro ser, en nuestra genética, en nuestros recuerdos, en nuestros objetos
heredados, por lo que debemos construirnos y construir una sociedad con
aguda conciencia sobre este hecho. Una sociedad que solamente vive el
minuto y se proyecta hacia el futuro, es insostenible. La sociedad demanda
recobrar sus recuerdos, sus objetos perdidos y la historia, unida a otras
disciplinas, debe recibir este encargo de recobrar el escenario, el paisaje,
el ambiente y sus protagonistas.
La Historia es una disciplina que ayuda en la reconstrucción de la me- 463
moria, pero no es lo mismo que la memoria. La memoria es la vida, siem-
pre acarreada por grupos vivos y, por esta razón, en constante evolución.
La historia, en cambio, es una reconstrucción problemática. La memoria
es emocional, mientras que la Historia es un ejercicio intelectual. En so-
ciedades muy traumatizadas, la Historia trata de borrar algunas fracciones
de la memoria. Pero nuestra sociedad contemporánea ya no teme quedar
sumergida en el pasado, sino que, al contrario, teme a perderlo. Síntomas:
éxito del tema del patrimonio, surgimiento de nuevos museos, el posicio-
namiento del museo como un lugar de entretención, la conservación fami-
liar de objetos antiguos, la búsqueda de las raíces. La gente quiere hoy una
historia vinculada a la memoria y a la identidad. El historiador debe saber
responder a esta demanda y no encerrarse en un gueto académico.
Memoria,
historia e identidad
Carlos Sanhueza
Universidad de Talca
467
Sol Serrano, los ilustrados buscaron “forjar una nación con una identidad
común a todos los habitantes de un territorio, es decir, forjar una ideología
nacional como fuente de legitimación política”.
De modo que la idea del Estado-nación en Chile, concepto probable-
mente adoptado desde su versión francesa, ha constituido la base explica-
tiva para definir el siglo xix. Es probable, en este sentido, que el influyente
trabajo de Mario Góngora Ensayo histórico sobre la noción del Estado en
Chile en los siglos xix y xx, sentara ciertas bases teóricas al respecto.
Alfredo Jocelyn-Holt en El peso de la noche. Nuestra frágil fortaleza
histórica ha criticado tales perspectivas, cuestionando el excesivo prota-
gonismo que se le ha asignado al Estado en Chile. Este autor duda del real
poder de dicha institución: ¿en qué medida el Estado logró imponer un
orden supremo, respetado ciegamente por todos? Al respecto, dicho es-
tudioso inserta otro elemento de análisis: la negociación. Según éste, tal
institución siempre se vio obligada a explicar y justificar su poder. De mo-
do que su tarea constituyó, más que un asunto de autoritarismo, todo un
esfuerzo de persuasión política. La política, desde este punto de vista, an-
tes que imponer desde arriba su poder: “...se orienta a la comunidad con
criterios publicitarios tendientes a explicar, difundir y legitimar el nuevo
orden. En resumidas cuentas, se trata de persuadir. Resulta evidente, por
tanto, que el prurito aquí se ha vuelto eminentemente político-cultural”.
Sin embargo, en el mismo texto, a la hora de definir el nacimiento de la na-
ción chilena y a pesar de su crítica al orden estatal como constructor de la
nación, Alfredo Jocelyn-Holt –un poco reforzando la idea de la persistencia
468 del Estado-nación como elemento explicativo– opta por darle primacía a
tal institución:
¿Por qué se ha pasado por alto aspectos tales como los temores, los este-
reotipos, en tanto formas de construcción de lo propio? ¿Han representa-
do un papel en la identidad nacional chilena el miedo a la barbarie o al
desorden, las prácticas xenófobas, las segregaciones? ¿Dónde entran en el
discurso historiográfico sobre la nación chilena la irracionalidad o el azar?
¿Podemos, en definitiva, abrirnos hacia otras posibilidades de visualizar la
nación chilena?
470
Gonzalo Serrano
Universidad Adolfo Ibáñez
A fines del siglo xix Heinrich Schliemann recorría las costas de Turquía 471
en busca de cualquier vestigio que le permitiera confirmar la existencia
del mundo descrito por Homero en La Ilíada y La Odisea; una apuesta en
la que los historiadores y arqueólogos especializados en el descubrimiento
del mundo antiguo pueden estar toda su vida sin mayores resultados. La
realidad que les tocará enfrentar a los investigadores del siglo xxi es diame-
tralmente diferente y estará marcada por la superabundancia de fuentes,
específicamente dos que han transformado nuestra vida: las páginas web y
los correos electrónicos.
Las páginas web han sido una oportunidad única para que cualquiera que
tenga acceso a Internet pueda publicar al mundo lo que desee, un aliciente
para que la gente pueda expresarse libremente, un triunfo de la democracia,
pero también un mercado sin control en el cual los investigadores se tendrán
que sumergir para poder identificar aquellas piezas verdaderamente valiosas
que den cuenta de algún personaje o hecho relevante del siglo xxi.
A esta primera dificultad se suman otras dos: su levedad y mutabili-
dad. La facilidad con que aparecen y desaparecen impide cotejar algunas
informaciones que le han sido extraídas, lo cual transforma algunas de sus
referencias en un asunto de fe.
La principal dificultad está en que no existen respaldos materiales –pá-
ginas impresas– que permitan asegurar su permanencia en el tiempo. Los
esfuerzos por imprimirlas son particulares y están relegados a intereses
personales. No existe un requerimiento al respecto de parte de ninguna
Bicentenario
centro, para fundarla en otra parte, pasa mucho tiempo antes de echar
raíces”. El creador del Facundo se refería obviamente al paso de una sobe-
ranía tradicional a una contractual.
En ese contexto de urgencia por la reconfiguración de las estructu-
ras de legitimidad política, evidentemente el “nosotros” de los chilenos,
la nación chilena moderna que debía emerger simultáneamente con el
Estado chileno moderno, quedaba relegada como prioridad para los gru-
pos organizadores del Estado. En ese sentido, apoyamos la afirmación de
Mario Góngora que el Estado chileno antecede a la nación. Sin embargo,
si consideramos que habitaba Chile una nación de tipo antiguo, como se
ha definido, en ese caso entendemos que el Estado sólo antecede a una
nación moderna. Y ése es el sentido que debemos darle a la afirmación de
José Victorino Lastarria cuando en 1842 dice que en Chile no hay nación,
o cuando recogió en sus Memorias que: “Creíamos que nuestra república
necesitaba un pueblo; pero para tenerlo no bastaba... una educación in-
dustrial, sino que era indispensable rehacer nuestra civilización”. Ello re-
quería, en palabras de Domingo Faustino Sarmiento, “considerar nuestras
cuestiones con relación al tiempo... Punto esencial y aún vital en nuestro
objeto, porque de otro modo no podemos comprender la ley del progreso
y aplicarla. Nada hay completo todavía. Todo se desarrolla. El desarrollo
se hace en el tiempo”. Esta digresión es importante para comprender, que
quienes crearon el Estado chileno eran ya una comunidad, una nación de
tipo antiguo, que aspiraba a crear en el tiempo, en clave republicana, las
formas de autoridad modernas. Conceptos como soberanía popular, ciu-
dadanía, sufragio y representación eran totalmente ajenos a su imaginario 475
político, lo cual no es menor para comprender las dificultades que ha te-
nido, no sólo Chile sino la mayoría de los Estados latinoamericanos, con
la posibilidad de la democracia. La famosa y repetida afirmación de Diego
Portales respecto de la virtud republicana como requisito para la demo-
cracia no hace sino confirmar las dificultades que tuvo esa nación de tipo
antiguo para adecuarse a las formas políticas modernas.
Otro aspecto que me parece necesario destacar como explicación de
la labor fundante del siglo xix es su sentido de futuro, que se apoya en la
ideología del progreso que crea un espacio de transición, que es también
tiempo para la realización de las promesas de la modernidad republicana.
El presente es un momento pedagógico, que se consumará cuando la cul-
tura haya creado al habitante de la sociedad civil moderna, capaz de transi-
tar hacia su incorporación de pleno derecho en la sociedad política. En ese
sentido, la república tiene una dimensión de utopía que es administrada
y regulada desde el Estado, y que involucra tanto a los llamados liberales
como a los llamados conservadores. En la década del cuarenta, José Victo-
rino Lastarria, inaugurando la Sociedad Literaria, reconoció esta necesidad
de cautela: “la reforma no puede ser súbita”, sostuvo, “resignémonos al
pausado curso de la severa experiencia, y día vendrá en que los chilenos
tengan una sociedad que forme su ventura...”.
El largo siglo xix, fundacional y decisivo para la fecha que se aproxima,
fue el teatro en el cual se desplegaron ambos tránsitos: hacia un Estado re-
publicano y hacia una nación de individuos libres. El espíritu nacional de
los chilenos se fue dando paso –recurro de nuevo a Mario Góngora– entre
guerras, y a través de la construcción de una narrativa que permitió en el
tiempo plasmar una identidad reconocible de país, para lo cual los histo-
riadores han representado un papel protagónico. La obra historiográfica,
especialmente aquella del siglo xix y comienzos del siglo xx, ha otorgado
sentido, a través de su narrativa histórica, a quienes somos, a partir de sus
visiones de cómo hemos llegado a ser. Su relato, no necesariamente ho-
mogéneo, ha privilegiado el proceso a través del cual, especialmente la po-
lítica como procedimiento, fue tornando al pueblo en sujeto real, dando
forma a la sociedad chilena y a sus marcos referenciales.
Los historiadores y “publicistas” del siglo xix constituyen lo que Ángel
Rama llama una ciudad letrada, la cual produce modelos culturales desti-
nados a la conformación de ideologías públicas, y que es pronunciada por
los habitantes de esa esfera público-privada, donde los privados interac-
túan con lo público: la opinión pública. En el siglo xix, se trató de servi-
dores del poder y también de sus dueños. Ambos coinciden, en la medida
que manejan y crean los lenguajes simbólicos de la cultura. Por lo tanto,
evidentemente estamos describiendo un universo de clase dirigente que,
a través de la ley y la educación, asumió la conducción cultural de la so-
ciedad, prescribiendo un orden. Como intelectuales orgánicos, al servicio
del Estado, permitieron que fluyera un diálogo entre ambas esferas y que
se constituyera un espacio donde la diversidad propia de la modernidad
se fue incorporando a la sociedad sin desatar los miedos propios de todo
nuevo proceso. La confianza en la vigencia de ese orden era la garantía,
476 como decía Bernardo O’Higgins, contra la “impotencia de la autoridad”,
y contra el “despotismo”. Era el sentimiento que regulaba los actos de la
autoridad y definía el espacio donde podían expresarse los anhelos de
libertad. Estado republicano y sociedad civil encontrados a través de la
polémica que va definiendo la ciudadanía y sus cualidades; la igualdad y la
libertad reposando sobre la virtud cívica que sobrepone el interés público
al particular; el individuo a la Patria; la felicidad individual a la participa-
ción pública.
Es fundamental rescatar la construcción y fortificación del Estado y la
nación a través de la discusión intelectual como un espacio mayor donde
se debatieron las certezas dentro de los límites fijados por las lógicas prag-
máticas y los equilibrios de poder, y donde se conjuraba el temor a lo nue-
vo, es decir, al otro. En ese sentido, rescato la política, como instancia de
representación de las ideas y expectativas de un grupo que fue formando
la nación moderna en su diálogo interno y con el Estado como su crea-
ción. Rescato lo político como expresión de la idea que en una sociedad
libre la diversidad puede incluirse en un común, cuando a través de la de-
liberación pública el poder colectivo promueve o protege los intereses de
esa colectividad. En el caso del siglo xix, éste dialoga con ella a través de
un poder que apela más que a la racionalidad política al sentimentalismo
ético, distinguiendo la voluntad racional de la nacional a fin de controlar
las pasiones que pondrían en riesgo el tránsito hacia la república, y con-
trolando, como llama Natalio Botana, el paso de la república de la virtud
a la república del interés. Insistiendo en este punto, desde lo político se
479
Freddy Timmermann
Universidad Católica Silva Henríquez
El bicentenario
desde el tiempo viejo
Leopoldo Tobar
Universidad Católica Silva Henríquez
esferas del poder. El proceso descrito antes dio origen a la oligarquía, que
pasó a controlar la situación política, económica y social de Chile, sin nin-
gún contrapeso, hasta la crisis política, económica y social que sobrevino
sobre Chile a partir de 1924 y que se cierra con la segunda administración
de Arturo Alessandri Palma. Después de este período de inestabilidad en
que se vio envuelto nuestro país, no se utilizó en la historiografía aquel
concepto, pero de una u otra forma los grupos de poder, herederos de la
oligarquía, se mantuvieron en éste, y pasaron a identificarse con la derecha
política y económica, aunque se debe tener presente que lo importante es
la capacidad de mutación que ha presentado a través de la historia la elite
nacional.
En síntesis, se puede afirmar que los elementos de cambios y de conti-
nuidad se relacionan en forma directa con el concepto de matriz de creci-
miento histórico, cuando los cambios y las continuidades se conciben co-
mo un proceso de larga duración. Esto nos explicaría que los modelos de
crecimiento no han variado en los últimos quinientos años, por lo tanto,
pensar en el desarrollo político, económico y social desde una perspectiva
de doscientos años le quita vitalidad a la construcción histórica y, además,
no permite aquilatar lo lento de los cambios de las estructuras en nuestro
país.
Como colofón se puede señalar que el Chile de 2010 no se explicará
sólo por los hechos que se iniciaron en la independencia sino que por la
herencia del tiempo viejo.
493
Pablo Toro
Universidad Alberto Hurtado
E n medio de las celebraciones que se avecinan por los doscientos años 495
de vida republicana (de acuerdo con el mandato de las efemérides,
no siempre preciso en su sentido histórico), resultará inevitable dirigir un
juicio evaluativo al estado actual de la educación, teniendo como prolegó-
meno crítico a las movilizaciones estudiantiles acontecidas durante los me-
ses recientes y a las que probablemente se generen conforme se acerque
2010. Semejante ejercicio de análisis, menos poblado de agitación social
en torno al problema, ya tuvo lugar en torno a 1910 y generó un amplio
contingente de ensayos que hicieron una descarnada lectura de las deudas
y carencias que el sistema educacional manifestaba a inicios del siglo xx.
La polémica educacional que se generó en torno al centenario dio lu-
gar a varios planteamientos críticos. Uno de los que se levantó con fuerza,
a través de la pluma de Luis Galdames en 1912 en su libro El nacionalismo
en la educación, fue el concerniente a uno de los aspectos deficitarios más
preocupantes que tenía el sistema educacional chileno, de acuerdo con el
diagnóstico del destacado educador: la ausencia de una orientación nacio-
nalista. En un contexto que estaba atravesado por dos grandes grietas, una
en el plano externo y otra en el interno, Luis Galdames observaba la nece-
sidad de orientar la educación hacia el fortalecimiento de un sentimiento
nacional y de integración social. La primera amenaza era la de un mundo
en las puertas del conflicto, que se aproximaba a pasos agigantados y se
expresaría pocos años después en la Gran Guerra de 1914. La mundializa-
ción del capitalismo; los choques imperialistas; las crudas realidades socia-
Isabel Torres
Universidad de Chile
Verónica Undurraga
Pontificia Universidad Católica de Chile
503
y las prácticas del grupo respecto de los demás. Se configura así una dua-
lidad necesaria para el sustento identitario de algunos, pero que puede
transformarse en absoluta, entre lo noble y lo vulgar, lo puro y lo macula-
do, entre lo honrado y lo deshonrado. Las imágenes visuales y discursivas
que periódicos y noticiarios cotidianamente trazan respecto de los sujetos
populares, contribuyen, asimismo, a reforzar los estereotipos, asociando
sus rostros a la criminalidad o la violencia. El que con ello se soslayen las
múltiples facetas en las que ésta puede encarnarse, desde la fuerza física a
la violencia simbólica que en todos sus grados y formas son susceptibles
de encontrarse en todos los sectores sociales, se explica por el papel mar-
ginal que representan las argumentaciones racionales en tales discursos.
Y es que los mecanismos de exclusión funcionan a partir de prejuicios y
visiones generales que no distinguen matices ni dejan espacio a las contra-
dicciones y ambigüedades que caracterizan la vida en sociedad.
En el mundo colonial, la llamada sociedad de castas, entendida co-
mo sistema de discriminación social y legal que definía el estatus de los
individuos según la raza, fue el andamiaje cultural que sustentó ideológi-
camente la dominación política, económica y social de la elite. Definien-
do jerarquías de limpieza de sangre, que a su vez precisarían patrones
de conducta moral, dicha construcción materializaba las necesidades de
orden luego de la mixtura de las tres naciones originales –indígenas, his-
panos y negros– que representaban el cuerpo social. Mulatos, pardos o
zambos, entre muchas otras calidades consignadas como castas, simboli-
zaban, desde un imaginario elitista, las ideas de desenvoltura, volubilidad,
sensualidad e impureza que algunas sociedades han necesitado identificar 505
como agentes de peligro.
Conocemos las falacias y las falencias de aquellas fotografías retoca-
das, cuyas máscaras han sido descubiertas por algunos historiadores. Res-
ta aún, creo, dejar de lado las miradas esencialistas que ocultan las jerar-
quías, matices y dinámicas internas de cada uno de los sectores sociales,
particularmente de los grupos medios y populares. Una aproximación de
este tipo nos llevará a indagar en torno a las coordenadas identitarias de
estos últimos y sobre la posibilidad que éstas se relacionen con nociones
como el honor.
Lejos de ser un atributo exclusivo de las elites, el honor ha sido uno
de los mecanismos identitarios utilizados por los sujetos populares para
definirse a sí mismos y para relacionarse con individuos de otros grupos
sociales, tal como ha venido mostrando la Antropología durante los últi-
mos cuarenta años. Entendido como el sistema de valores socioculturales
que todo grupo humano construye para evaluar, premiar o sancionar los
patrones de acción y de posesión –material o simbólica– de sus integran-
tes, el honor se muestra como una ventana abierta para la observación de
los referentes culturales de las sociedades del presente y del pasado.
En contradicción absoluta al modelo conceptual tradicional –que con-
cibe un honor consustancial a las elites y que observa sus expresiones
alternativas como derivaciones de esa matriz–, diversas investigaciones an-
tropológicas e históricas han destacado la naturaleza polifacética del ho-
nor. Su representación se articula en un marco diferente según cada lugar
507
Eliana Urrutia
Universidad Católica Silva Henríquez
saba: “les propongo realizar una gran reforma de las ciudades para mejo-
rar la integración y la convivencia de las mismas. Estoy seguro que, juntos,
podremos sacar adelante las reformas que debemos emprender para entrar
con la fuerza indispensable a este nuevo siglo, ampliando los derechos de
todos y cada uno de nuestros compatriotas”, de esto quedan los cercos que
impiden vivir la ciudad, sólo nos queda habitar la ciudad.
Por otra parte, mientras Chile de 1910 comenzaba la conquista de los
espacios aéreos en las alas de aeroplano Voisin de 50 caballos de fuerza, el
mundo era asolado por vientos de guerra. Asimismo, cien años después,
dominamos los espacios, cruzamos las fronteras a diario a través de Inter-
net, somos una sociedad conectada mundialmente por redes comunica-
cionales, pero separados físicamente por las barreras virtuales. Al mismo
tiempo, se redefinen las identidades, se buscan puntos de encuentro, pero
nos resguardamos tras el anonimato que nos ofrece la web. De igual mane-
ra, las rencillas de siempre prolongan la belicosidad de entonces. Cambian
los escenarios, se mantiene la ira.
Esperamos 2010, con el inocente ánimo de construir un mundo me-
jor, pero sin percatarnos lo vamos aniquilando no sólo ambientalmente
sino, también, culturalmente. En pocos años le hemos dado la espalda a lo
más esencial de ésta: su lengua. Se advierte la pauperización de su uso, en
muchos sentidos la red ha representado un papel gravitante, así como la
necesidad de buscar nuevos códigos de entendimiento y la economía del
verbo. Las cifras son lapidarias al respecto, tenemos un récord muy poco
alentador en este sentido, pues mientras las tasas de alfabetización indican
que más de un 95% de nuestra población sabe leer y escribir, de ese índice 511
el 60% no entiende lo que lee. Pareciera una paradoja pensar que en 1910
nacen cuatro grandes de las letras chilenas (María Luisa Bombal, Julio Ba-
rrenechea, Oscar Castro y Francisco Coloane) y que a la luz de los antece-
dentes, sus obras quedarán en la memoria de los que alguna vez gozaron
de ellas o, bien, en el escaparate de alguna biblioteca que de tanto en tanto
se abrirá para rendirles un homenaje.
Cercanos a 2010, construimos y abrimos espacios dedicados a la cul-
tura y sus diversas manifestaciones. En términos formales se han institu-
cionalizado estas expresiones, sin embargo, no hemos logrado generar el
apetito por ella. Esto me lleva a pensar en la performance (para utilizar
un concepto de actualidad) del grupo C.A.D.A. a fines de la década de los
setenta para no morir de hambre en el arte, acción que bajo este juego
de palabras ponía de manifiesto, en una época de censura, la necesidad y
avidez de ella. ¿Será, entonces, que ya estamos satisfechos?, ¿será, acaso,
que la saciedad viene de la mano de la televisión y su parrilla programática
definida por el gusto morboso del consumidor y de auspiciadores poco
escrupulosos?
Asimismo, las escuelas ya no son espacios de transmisión del saber
acumulado por la humanidad, son, más bien, el campo de batalla donde
decantan todas las frustraciones de una generación que vive para el trabajo
y no trabaja para vivir. Niños solos, padres ausentes. Jóvenes sin expecta-
tivas ni proyectos, padres culpables. Profesionales sin motivación, aulas
llenas, pero corazones vacíos.
pueden darse ese lujo, el resto debe sobrevivir yendo de institución en ins-
titución. ¿Qué pasará cuando el tiempo inexorable se lleve a aquéllos que
han cubierto de sapiencia el siglo xx y los primeros años de éste? ¿En qué
momento los maestros forman a las generaciones que les sucederán? Entre
cafés y recreos, esos viejos sabios nos regalan algo de esa sabiduría letrada
y vivida, pero es sólo una pátina, un suspiro, pues el tiempo es verdugo
como el espacio de estas páginas que algún editor recortará. Todos debié-
ramos tener al menos un maestro, yo he sido de esos pocos afortunados,
he tenido dos: mi querido viejo y mi buen amigo Luis Carlos Parentini.
Hace un año, reunidos en un gran salón de lectura del Archivo Na-
cional, el hogar de nuestra memoria nacional, se reunieron seis premios
nacionales de Historia, para pensar a Chile, desde el pasado, en el presen-
te, pero hacia el futuro. Desde diversas perspectivas miraron a Chile en el
tiempo con sus aciertos y contradicciones. Pensaron a Chile, impulsados
por la responsabilidad que su quehacer intelectual y académico les ha con-
signado, misma exigencia que debiéramos asumir quienes desde nuestra
cotidianidad vamos construyendo este Chile que camina al bicentenario,
no para lavar su rostro, sino para advertirlo desde sus cimientos, deve-
lando sus debilidades, y fortaleciendo sus potencialidades. Un imperativo
que trasciende el espectro de aquellos que siempre han tenido las posibili-
dades de pensar y crear a nuestro Chile. Una oportunidad para recordar y
revisar críticamente lo que fuimos, lo que somos y lo que queremos ser.
513
Jaime Valenzuela
Pontificia Universidad Católica de Chile
515
Una identidad forjada, desde sus inicios, sobre la base de espejos ex-
ternos. O, quizá, convendría mejor hablar de “espejismos”. En efecto, ya
con los primeros hispanos que arribaron a las costas americanas inmigra-
ba también el afán por disfrazar la verdadera identidad, por aparentar ser
otro, por levantar falsos referentes y borrar los orígenes. Los modelos aris-
tocráticos del “Viejo Mundo” sirvieron para iluminar las formas y canalizar
los deseos. La invasión de los territorios y la dominación colonial sobre las
etnias locales, unidas a la distancia de los referentes metropolitanos, pro-
dujeron sistemas de convivencia y de explotación que ayudaron a consoli-
dar las prácticas “feudales” de los neoseñores; aunque, al mismo tiempo,
determinando adaptaciones regionales y deformaciones híbridas propias
de los procesos de reconfiguración mestiza de las geografías, de los hom-
bres y de las mentalidades.
En la periferia del imperio, limitada en recursos y desangrándose en
una eterna “guerra” –a veces real; en general, imaginaria– la sui generis oli-
garquía chilena se encargará de diseñar un velo ennoblecedor que cubrirá
sus modestas carnes. Lima y su aristocracia se levantarán como un paradig-
ma de las apariencias y de los comportamientos. Desde la importación de
arte hasta la de carruajes, pasando por vestimentas y libros, el espej[ism]o
limeño funcionará en forma permanente a lo largo de los siglos coloniales,
tanto en la cultura material como en el universo simbólico.
Para los hispanocriollos más modestos, por su parte, esta circulación
y copia de modelos culturales exógenos va a permitirles participar de una
lógica similar. Esta vez, serán las propias elites locales, mediatizadoras del
516 modelo, las que servirán como espej[ism]o, considerando que en una so-
ciedad que basaba los privilegios y posición social no sólo en el nivel de
riqueza sino, también, en la capacidad de aparentar una realidad, los “en-
gaños” de la apariencia podían funcionar como mecanismos de movilidad
social. Disfraces que, necesariamente, conllevaban una mutación de la au-
topercepción, así como de la relación con los otros, negación de los oríge-
nes y actitudes “arribistas” que, a estas alturas, se develaban transversales a
la sociedad colonial y, por ende, constitutivas de una identidad colectiva.
Esto último se confirma al observar comportamientos similares en in-
dividuos que no formaban parte de los segmentos hispanocriollos, no po-
seían su color de piel y, por lo tanto, no podían compartir automáticamen-
te las pretensiones de hacerse pasar por alguien superior. Indios, morenos
y, sobre todo, mestizos articulan su particular “juego de espej[ism]os” en
torno a la comunidad hispana pobre con la que comparten barrios y tra-
bajos, imitando vestimentas, falsificando su categoría étnica, aprendiendo
a hablar como los europeos, participando de sus espacios religiosos... Sin
ir más lejos, la piel oscura del mestizo podría quizá asimilarse a los pig-
mentos árabes que circulaban genéticamente por la epidermis del “bajo
pueblo” español.
Las “identidades chilenas” –así, en plural– se constituyen, entonces,
desde sus orígenes, sobre la base de al menos dos grandes ejes simbó-
licos: por un lado, el referente de modelos exógenos, que actúan como
espej[ism]os constructores de realidad, y, por otro, la capacidad de “enga-
ñar” con la apariencia externa, disfrazando el “yo” y, en consecuencia –co-
Bicentenario y memoria
Patricio Zamora
Universidad Alberto Hurtado
Daniel Cano.
Licenciado en Historia (Pontificia Universidad Católica de Chile, 2008).
Líneas de investigación: etnohistoria africana.
Eduardo Cavieres.
Profesor de Historia y Geografía (Pontificia Universidad Católica de Valpa-
raíso, 1974), doctor en Historia (Universidad de Essex, Inglaterra, 1987).
Líneas de investigación: historia económica, historia de las menta-
lidades, historia de Chile.
Patricio Cisterna.
Profesor Historia y Geografía (Universidad Católica Silva Henríquez).
Líneas de investigación: arqueología y etnohistoria americana.
Álvaro Góngora E.
Doctor en Historia (Pontificia Universidad Católica de Chile, 1992).
Líneas de investigación: historia de Chile, siglos xix y xx, historia
económica.
Carlos Gutiérrez.
Licenciado en Historia, magíster en Ciencias Militares. Actualmente di-
rector del Centro de Estudios Estratégicos.
Líneas de investigación: estudios de seguridad, defensa y fuerzas
armadas
Ximena Illanes.
Profesora de historia de la Universidad Católica, Universidad Diego Por
tales y Universidad Alberto Hurtado.
Líneas de investigación: historia medieval (baja Edad Media), so-
ciedad e infancia abandonada.
Martín Lara.
Licenciado en Historia (Pontificia Universidad Católica de Chile, 2008).
Fernando Pérez.
Licenciado en Historia (Pontificia Universidad Católica de Chile).
Ricardo Rubio
Licenciado en Geografía. Doctor © en Geografía Humana (Universidad
Complutense, Madrid).
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