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Historiadores chilenos frente al bicentenario

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

Cuadernos Bicentenario
presidencia de la república

Historiadores chilenos
frente al bicentenario

Luis Carlos Parentini


Compilador

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historiadores chilenos frente al bicentenario

Primera edición: mayo de 2008


ISBN
Registro Propiedad Intelectual Nº

Editor: Marcelo Rojas Vásquez

Fotografías portada:
Palacio de La Moneda. Archivo particular de Francisco de la Maza.
Premios Nacionales de Historia en el encuentro.???????.
Archivo fotográfico de El Mercurio, gentileza de Daniel Swinburg.
Casa de Moneda de Santiago y presos de la policía.
Claudio Gay, Atlas de la historia física y política de Chile, 2ª edición,
6 Santiago, Ediciones de la Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos,
Centro de Investigaciones Diego Barros Arana, Lom Ediciones
y Consejo Nacional del Libro y Lectura, 2004, tomo i.

Impresión:

Esta publicación no puede ser reproducida,


en todo o en parte, ni registrada o transmitida
por sistema alguno de recuperación de información
en ninguna forma o medio, sea mecánico, fotoquímico,
electroóptico, por fotocopia o por cualquier otro, sin permiso
previo, por escrito de la Secretaría Ejecutiva de la Comisión Bicentenario

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Correo electrónico: comision@bicentenario.gov.cl
www.bicentenario.gov.cl
Santiago de Chile

impreso en chile/printed in chile

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

índice

Prólogo, Luis Parentini 13


Presentación, Comisión bicentenario 19
Presentación, Isabel Torres 21
Presentación, José Albuccó 25
Presentación, Álvaro Góngora 27
Presentación, Julio Retamal 29 7

Premios Nacionales de Historia

Pensamos nuestro Chile.


Ricardo Krebs. 1982 33
Innovación y continuidad.
Gabriel Guarda O.S.B. 1984 45
Nuestro pasado desde la reflexión.
Sergio Villalobos. 1992 51
Reflexiones de un prehistoriador sobre algunos
desafíos históricos de la nación.
El tema de la identidad multicultural.
Mario Orellana. 1994 61
En la senda del centralismo.
Mateo Martinic. 2000 69
Reflexiones sobre el bicentenario
desde una visión antropológica.
Lautaro Núñez. 2002 73
Chile profundo y latinoamericano.
Jorge Hidalgo. 2004 85

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historiadores chilenos frente al bicentenario

Fiestas centenarias en Chile: ¿ritos del eterno retorno?


Gabriel Salazar. 2006 91

Historiadores chilenos

Historia para la paz. La osadía de cambiar de rumbo.


José Albuccó 99
Reflexiones frente al bicentenario.
Patricia Arancibia 103
Desafíos y responsabilidades. Reflexiones inacabadas
sobre una conmemoración “de todos” y “de nadie”
al mismo tiempo (advertencia: quedan tres años...).
Santiago Aránguiz 107
Una mirada a la regionalización desde el mundo clásico.
Alejandro Bancalari 115
Reflexiones en torno al bicentenario.
Marciano Barrios 119
Historia y memoria de la nación: los pueblos indígenas
y la historiografía en el bicentenario.
Álvaro Bello 123
Algunas tendencias del catolicismo social en Chile:
reflexiones desde la Historia.
8 Andrea Botto 129
¿Crisis del bicentenario? Comentario a unas simples
y perennes críticas doctrinarias.
Andrés Brange 135
Universidad y escuela: una tarea aún pendiente para
la historiografía del siglo xxi.
Camilo Bustos 139
El índice infinito o Chile frente al segundo centenario.
Azun Candina 143
Doscientos años del cuerpo en Chile: deuda histórica
y metamorfosis frente a los nuevos tiempos.
Daniel Cano 147
Exclusión y prejuicio. La formación del Estado nacional.
Luis Carreño 151
“Santiago no es Chile”. Regionalismo versus centralismo
en Tarapacá (reflexiones en torno al bicentenario).
Luis Castro 155
Historia y bicentenario: ¿ilusiones o realidades?
La necesidad de considerar la historia.
Eduardo Cavieres 159
La memoria colonizadora: encubrimiento e historia.
Patricio Cisterna 167

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

A propósito de una traducción chilena de la Eneida.


Nicolás Cruz 175
Recuerdos y proyecciones en torno al bicentenario.
Emma De Ramón 179
Quo vadis, Chile?
José De Toro 185
Chile visto desde afuera: la nueva visión del país
en los últimos cuarenta años.
José Del Pozo 189
Consolidando mitos.
Carlos Donoso 193
Redescubrir el pasado hacia el bicentenario:
antiguas visiones y nuevas perspectivas.
Lucrecia Enríquez 197
Civilización y desarrollo.
Joaquín Fermandois 203
La cultura política y las relaciones de género
a doscientos años de la independencia de Chile.
María Fernández 207
Tres puntos de fuga al bicentenario.
Rafael Gaune 215
Bicentenario real o simbólico.
9
Cristián Gazmuri 221
El bicentenario y las fiestas nacionales en Chile.
Milton Godoy 225
A las puertas del bicentenario:
el proceso de (re)creación de un referente.
Francis Goicovich 231
Re-pensando la democracia en el bicentenario.
Juan Gómez 235
Chile en el bicentenario.
Álvaro Góngora 243
Reflexiones en torno al bicentenario
de la independencia de Chile.
Cristián Guerrero 247
Chile ante Perú y Bolivia. Cambiar la lógica del vencedor.
Carlos Gutiérrez 255
Rescatando el valor de lo antiguo.
María Huidobro 259
Las mujeres del bicentenario: del “queremos educarnos
y votar en las próximas elecciones” a la primera Presidenta
en Chile.
Margarita Iglesias 263

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Retorno a doscientos años de la partida.


María Angélica Illanes 271
Pequeños protagonistas.
Ximena Illanes 277
La Antártica Chilena: entre el primer y segundo centenario
de la independencia nacional.
Mauricio Jara 281
Historiografía y bicentenario.
Issa Kort 285
Tinajas y “peso de la noche”
para que las instituciones funcionen.
Pablo Lacoste 291
La emergencia de la memoria
a través de una categoría histórica.
Martín Lara 299
Chile, 1810: las revoluciones de julio y septiembre.
Leonardo León 303
En torno a las relaciones laborales hacia el bicentenario.
Leonardo Mazzei 311
Chile 1810-2010. Entre la ilusión y la frustración.
René Millar 315
Historia del tiempo presente: tiempo histórico,
10 memoria y política como desafíos disciplinarios.
Cristina Moyano 323
Revisión histórica de los movimientos migratorios en Chile.
Carmen Norambuena 329
Apariencias “peligrosas” encargadas de una historia.
Mauricio Onetto 337
Imaginario mapuche.
Luis Parentini 341
El sistema o cómo un país ha cambiado
para que todo siga como era antes.
Alberto Paschuán 345
Historiar la música hacia el bicentenario.
Sergio Pastene 349
El Chile que nos espera: una mirada desde el territorio.
Abraham Paulsen 355
Espejos urbanos: centenario y bicentenario.
Fernando Pérez 359
Soy chileno porque espero.
Algunas reflexiones en torno al bicentenario.
Jorge Pinto 367
Bicentenario e historicidad de los grupos medios.
Gonzalo Piwonka 373

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Algunas huellas británicas presentes


en la identidad chilena: una mirada desde Valparaíso,
a propósito del bicentenario.
Michelle Prain 383
Carácter de una independencia:
¿mito; símbolo, realidad o ambos?
Patrick Puigmal 387
Historiografía “nacional” y los desafíos del bicentenario.
Fernando Purcell 393
¿A dónde vamos? Un ensayo sobre el bicentenario
desde la perspectiva de la historia ecológica.
Fernando Ramírez 395
Pensando la historiografía del mañana.
Julio Retamal A. 403
Nueve tendencias, nueve cambios.
Gonzalo Rojas 407
Para mirar la historia que nos mira.
¿Cómo enfocar el catalejo?
Pedro Rosas 411
La modernización de la sociedad chilena.
Un panorama de los siglos xix y xx.
Pablo Rubio 419
Reflexiones sobre el territorio de los chilenos
de cara al bicentenario. 11
Ricardo Rubio 425
Por un bicentenario sin exclusiones.
Carlos Ruiz 431
La ciencia en la historia de Chile.
Augusto Salinas 439
Asalariados, sindicatos y política.
Trayectoria del segundo centenario.
Augusto Samaniego 447
Portales tiene razón... aún hoy.
Karin Sánchez 455
La trinidad patrimonial: patrimonio, historia y memoria
en la formación de la identidad.
Olaya Sanfuentes 461
La identidad nacional chilena hacia el bicentenario:
¿el peso de la noche o el peso de una interpretación?
Carlos Sanhueza 467
La revolución digital del siglo xxi, el nuevo desafío para
los historiadores del futuro.
Gonzalo Serrano 471
Bicentenario.
Ana María Stuven 473

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historiadores chilenos frente al bicentenario

Doscientos años de democracia.


Freddy Timmermann 481
El bicentenario desde el tiempo viejo.
Leopoldo Tobar 489
Historia de la educación chilena:
buscando un sitio de cara al bicentenario.
Pablo Toro 495
La obstinación de las primaveras.
Isabel Torres 499
Las fronteras que nos separan
y los caminos que nos acercan: honor y mecanismos
de exclusión en la sociedad chilena.
Verónica Undurraga 503
Apostillas del bicentenario.
Eliana Urrutia 509
Distorsiones de nuestra identidad:
sobre espej[ism]os culturales, acumulación protésica
y olvidos etnocéntricos.
Jaime Valenzuela 515
Bicentenario y memoria.
Patricio Zamora 521
Referencia de los autores 523
12

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

Prólogo

E s cierto. Para mí, no todo comenzó “en aquel lugar de la Mancha de


cu­yo nombre no quiero acordarme”. Ni siquiera en aquel lejano 1810.
Tampoco comienza en alguna ruca sureña, ni en un palacio europeo, ni en
un campo verde de ésos que en primavera se llenan de flores amarillas. Y,
sin embargo, soy todo eso. ¡Cuántas sangres corren en mi sangre! Y en su
bullir transcurre la vida, ésa que de vez en cuando nos obliga a detenernos
un momento a pensar. A pensar sobre nosotros mismos, sobre los demás, 13
sobre el destino o los acontecimientos que se han ido desenvolviendo a lo
largo de nuestro caminar por este mundo. Incluso, algunos esclarecidos,
aprovechan con grandeza esos momentos para trascender, y tal como si
pudieran planear livianamente por encima del tiempo y los sucesos, son
capaces de levantar su pluma y dejar constancia de lo que es, de lo que fue
y lo que vendrá.
Y exactamente eso fue lo que hicieron numerosos ciudadanos france-
ses en 1989, cuando se dieron cuenta que ya llevaban doscientos años bajo
aquella primera declaración de principios: libertad, igualdad, fraternidad.
El debate fue amplio y acalorado y, en él, el papel que le cupo a los histo-
riadores fue clave. Lo mismo sucedió con España, cuando celebró cinco
centurias de haber llegado a este multicultural continente. Volvieron –al-
gunos por primera vez– a preguntarse sobre el papel que representaron
en la conquista de América. Historiadores lideraron las opiniones, pusie-
ron en los diarios y las noticias los hechos pasados y obligaron al público,
en general, a reflexionar sobre el tema y, por consiguiente, también a pre-
ocuparse por ellos mismos como personas, como país, como parte de una
historia mucho más grande que los incluía.
Esa capacidad de sacar una discusión de alto vuelo intelectual desde
las universidades a la calle, para ponerla al alcance de todos y así otor-
gar voz a quienes componen un país para que también puedan decir su
pensar sobre el devenir de la nación, nos pareció un ejemplo a seguir.
Aquello fue posible no sólo por la inteligencia de quienes dirigieron estos

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movimientos sino porque, fundamentalmente, el momento histórico se


los impuso. Es por eso que en Chile los historiadores, entre los cuales me
cuento, conscientes de que ese momentum ha llegado y la vida nos está
diciendo que aquí y ahora debemos parar, se levantan como pioneros en
América Latina en celebrar por todo lo alto sus dos siglos de vida indepen-
diente. Por ser los primeros seguramente cometeremos errores, pero sin
importar cuántos sean, ello no desmerecerá el esfuerzo que se refleja en
estas páginas y a través de las cuales queremos invitar a nuestros colegas
americanos a realizar este ejercicio de pensar y dialogar desde nuestra dis-
ciplina el papel y misión que nos compete en la formación de las naciones
de América.
Claro que este tipo de cosas tienen su pequeño gran tinte de hazaña
heroica. Porque este libro que hoy, querido lector, sostienes en tus ma-
nos, es poseedor de una muy noble y curiosa gestación. Todo comenzó
cuando, hacia mediados del año 2005, José Albuccó, director del Depar­
tamento de Humanidades y Educación Media de la Universidad Cató-
lica Silva Henríquez me propuso la idea de reunir a reflexionar sobre
el bicentenario, en torno a una mesa, en el Archivo Nacional, a todos
los premios nacionales de Historia. De inmediato me rehusé frente a
la difícil y titánica labor que eso significaba, pero José, con la sabidu-
ría que lo caracteriza, hizo despertar en mí ese pequeño Quijote que
todos llevamos dentro. Y ese despertar trajo como consecuencia final
una reunión que parecía imposible: juntos, en la misma mesa, todos los
premios nacionales de Historia: Ricardo Krebs, Sergio Villalobos, Mario
14 Orellana, Mateo Martinic, Lautaro Núñez y Jorge Hidalgo. El hecho es
aún más singular, pues Historia se constituyó en la única disciplina que
ha logrado un suceso de tal magnitud. Ello fue posible gracias a varios
amigos que también creyeron en tan noble proyecto, y que con su apoyo
y entusiasmo lo hicieron posible, como: Emma de Ramón, Julio Retamal,
Álvaro Góngora, Nicolás Cruz, Horacio Aránguiz, Leonardo León, Elia-
na Urrutia, Daniel Swinburn, Martín Lara, Daniel Cano y muchos otros.
Una vez concluido aquel evento, habló de nuevo el Quijote a través de
José Albuccó y propuso algo todavía más vasto: un libro que reuniera lo
que los maestros reflexionaron sobre lo que es Chile y, junto con ellos,
muchos otros historiadores que también se atrevieran a meditar sobre el
mismo tema.
El resultado está en tus manos y nuevamente ha sido posible gracias
a la confianza y amistad de quienes creyeron desde el primer momento
en esta apuesta. Nuestros más sinceros agradecimientos a la Comisión
Bicentenario y, en especial, a su directora de estudios, Isabel Torres Du-
jisin, quien hizo posible la publicación de este libro; a la Universidad
Católica Silva Henríquez, y, en particular, a José Albuccó, director del De-
partamento de Humanidades de dicha casa de estudios; a Julio Retamal,
director de Historia de la Universidad Andrés Bello y a Álvaro Góngora,
director de Historia de la Universidad Finis Terrae, quienes con gene-
rosidad y rigor académico auspiciaron y patrocinaron la obra. A Freddy
Timmermann, Ricardo Rubio y Amalia Castro quienes ayudaron desinte-
resadamente en la edición. A Martín Lara y Daniel Cano quienes duran-

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te meses con paciencia y esmero contactaron a los historiadores de las


diferentes universidades chilenas recolectando sus ensayos. A Patricio
Bernedo, director del Instituto de Historia de la Pontificia Universidad
Católica de Chile. A Marcelo Rojas Vásquez, por su infatigable labor de
editor y sus acertados aportes. Muy especialmente quiero agradecer el
entusiasmo y fundamental apoyo prestado, desde un comienzo y a lo
largo del proyecto, al profesor y amigo Cristián Gazmuri. No puedo ter-
minar estas líneas sin agradecer a Sergio Villalobos, quien con sus sabios
comentarios en largas conversaciones, propios de un maestro, inspiró
y le dio forma a este proyecto. Finalmente, agradecer a los autores que
se hicieron un espacio entre sus múltiples actividades para entregar su
aporte a este libro, que estamos ciertos, será un documento histórico en
el futuro para que otros, más adelante, perciban en estas páginas el pen-
sar y el sentir de los historiadores de comienzos del siglo xxi. Henos aquí,
ante las voces de más de ochenta historiadores que aceptaron el desafío
que nos impone la disciplina histórica, colaborando en el desarrollo de
la sociedad para formar comunidad.
Nuestra labor nos obliga a cultivar la memoria, siendo ella la base
fundamental de la unidad e identidad de los pueblos. Por sobre todas las
cosas, de nuestro pueblo, para que no dejemos caer en el olvido tantos
pequeños y grandes hechos significativos que se han sucedido a lo largo
de nuestra historia. Las lágrimas que alguna vez se vertieron, las risas que
nunca se han apagado, los abrazos, el almuerzo familiar de los domingos,
el caminar de los humildes y de los grandes, los que no dejaron huellas
y los que dejaron una demasiado grande... Todos los relatos caben aquí. 15
No importa si se habla de acontecimientos conocidos o desconocidos, si
figuran en los libros de Historia con nombres ilustres o sólo es el recuer-
do del dueño de la carnicería de tu barrio que te regalaba una galleta
cuando, de niño, acompañabas a tu mamá a hacer las compras.
Ésa es, precisamente, la gran riqueza de este libro: poder presentar
una multiplicidad de enfoques, perspectivas, especialidades y, sobre to-
do, reflexiones desde la propia experticia de los historiadores que escri-
ben en las siguientes páginas.
Lo maravilloso viene junto con esto, pues cada uno de los ensayos
que componen este texto tiene vocación de meditación y diálogo conti-
go, lector. No verás la rigurosidad histórica a la que parece hemos acos-
tumbrado al público en general. Más bien, pretende ser una narración
suavemente contada de historias compartidas entre amigos. Porque, de
momento, preferimos bajarnos de esa atalaya en la que, a veces, debe-
mos subirnos para mirar el entorno con menos interferencias. Hoy, el
tema no es objetivo ni imparcial. Hoy, podemos decir lo que pensamos
desde la Historia, pero también desde nuestro corazón, desde nuestra
propia historia –la que tantas veces debemos suprimir en orden a respe-
tar la objetividad e imparcialidad que la disciplina nos exige–.
Por otra parte, la publicación de este libro representa la oportuni-
dad, para los historiadores, de hacer una especie de mea culpa en cuanto
a las voluntarias omisiones, tergiversaciones y exageraciones en la que
muchas veces se cayó para satisfacer ciertas necesidades de Estado o gru-

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pos de interés a lo largo de doscientos años. Por lo mismo, para escribir


las siguientes páginas se invitó a todos los historiadores, sin importar su
tendencia historiográfica, política, edad o currículum. Por el número y la
diversidad de historiadores, atendiendo particularmente a su formación
y tendencias, se pensó que la mejor forma para que fuesen incluidos es-
tos nuevos trabajos era con la contribución de un ensayo sobre el tema,
sin citas ni pie de página, desde la especialidad de cada uno de ellos,
tomando como referencia sus últimas investigaciones o reflexiones. Las
únicas restricciones que se hicieron, fue que sus escritos no cayeran des-
medidamente en essais d’ ego-historie, ya que no era ésta la finalidad.
Por lo dicho anteriormente, el lector no encontrará un trabajo unitario o
una sistematización taxonómica de ideas, menos una férrea rigurosidad
de investigación. Ahí, precisamente, pensamos que también radica su
riqueza; por cuanto el texto cuenta y presenta un multiplicidad de enfo-
ques, perspectivas, especialidades y, sobre todo, reflexiones. Este libro
tiene vocación de pensamiento y diálogo con los lectores y, finalmente
con la sociedad.
En su aspecto novedoso, el libro es pionero en agrupar una gran can-
tidad de historiadores con la finalidad de poner en la palestra la cuestión
de la independencia o, si se quiere, la celebración del transcurrir de un
camino, aunque el trasfondo temporal es el mismo. Por ello, todo trabajo
que signa de inicio, asume el riesgo de cometer errores en cuanto a en-
foques y resultados. Pero como en todo acto iniciático, son riesgos que
hay que asumir. De esta forma, cada uno, al compás de su interés y de su
16 voluntad por pensar en Chile y por Chile, aceptó la convocatoria. La ofer-
ta fue abierta a todos, quien no quiso tomarla, fue por decisión propia.
Decisión que, por supuesto, respetamos desde estas páginas.
A veces, parece que no comprendiéramos, como país, que somos
producto de lo que ya pasó. Y que lo que hoy está ocurriendo le da forma
al futuro. En el presente relativo, en el cual vivimos, aparece este estudio,
que es una invitación a pensar. No solamente para los historiadores si-
no, también, para la comunidad entera, mostrándonos como somos, con
nuestros defectos y virtudes, con nuestras grandes victorias y nuestros
pequeños fracasos, con los errores y los aciertos, con todo, como si nos
enfrentáramos desnudos al ojo público. Por eso, este libro es, por sobre
todas las cosas, un homenaje a Chile, a su pasado y a su porvenir.
Todavía más. Esta obra pretende ser un homenaje a los maestros, a
los grandes historiadores que ya no están y a quienes les cupo la tarea
de formar a los que hoy escriben en este texto. Por eso, forman parte del
espíritu de estas páginas, como las de quienes ayudaron a formar nuestra
identidad, la que constantemente –y a veces, pareciera, de forma capri-
chosa– se hace y rehace.
Así que, por recordar a quienes ya no están con nosotros, es pasado.
Por sus autores, es presente. Y es futuro porque cada ensayo está escrito
pensando también en el mañana, en dejar un documento que muestre a
futuro la reflexión histórica de comienzos del siglo xxi. Por eso, se cons-
tituye en uno de esos raros puntos que concentran todos los tiempos
en uno. Y por ello, quien desee transitar desde aquí en adelante hacia

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el porvenir que a cada uno nos toca, deberá pasar por estas páginas en
orden a tener conciencia de la historia que carga sobre sus hombros. La
mirada que aquí se condensa, amplia, heterogénea y diversa, servirá de
prisma para observar la realidad de las futuras generaciones. Para que de
una vez por todas seamos capaces de cruzar el río y vernos a nosotros
mismos desde la otra orilla.

Luis Carlos Parentini Gayani


compilador

Santiago de Chile,
18 de septiembre de 2007

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PRESENTACIÓN

D esde sus inicios, la Comisión Bicentenario –creada por el presidente


Ricardo Lagos a través del decreto supremo Nº 176 del año 2000– ha
basado su trabajo en el convencimiento de que cumplir doscientos años
de vida republicana no sólo es una ocasión digna de conmemoración sino,
también, una gran oportunidad para revisar nuestras historias e identida-
des.
Es en este sentido que junto al historiador Luis Carlos Parentini, y a los 19
directores de las carreras de Historia de la Universidad Andrés Bello, Uni-
versidad Católica Silva Henríquez y Universidad Finis Terrae, presentamos
el libro Historiadores chilenos frente al bicentenario, un texto en el cual
han participado con sus interesantes reflexiones ocho premios nacionales
de Historia y más de setenta historiadores de diversas tendencias y gene-
raciones.
Esperamos que estas reflexiones, que desde distintas perspectivas teó-
ricas, metodológicas, generacionales y locales, que se plantean en el mar-
co del bicentenario, sean un balance histórico, tanto desde la larga dura-
ción como desde la historia reciente, que permita a futuras generaciones
recuperar principalmente un sentimiento, un estado anímico vivido frente
a este fecha simbólica. Y a la vez que sea un estimulo para que la ciudada-
nía examine su propia historia, una suerte de retrospectiva de cada uno de
nosotros y de cómo se visualiza el futuro.
Para alcanzar esto se debe partir por comprender lo que hemos vivido
durante el convulsionado y complejo siglo xx, que ha exigido revisar nues-
tra percepción como sociedad, reconocer nuestra diversidad y que en esta
diversidad está nuestra riqueza. Sostenemos que son los temas culturales
los que permanecen en la identidad de una nación y quizá hacernos cargo
de aquello es lo que nos permitirá enfrentar los desafíos en los próximos
cien años.

Comisión Bicentenario

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Presentación

Isabel Torres Dujisin


Directora de Estudios
Comisión Bicentenario

C uando Luis Carlos Parentini nos propuso publicar una compilación


que recogía las miradas de los historiadores chilenos frente al bicen-
tenario, nos pareció interesante, porque sin lugar a dudas, la conmemo-
21

ración del bicentenario es un buen momento para revisar la conciencia


histórica de los ciudadanos como, asimismo, los múltiples estudios e inter­
pretaciones existentes. En tal sentido, era importante dejar testimonio de
cómo pensó el país este gremio tan diverso y complejo en las proximida-
des de esta fecha.
Admitiendo que cada país es un invento en sí mismo, una idea, una
historia que se piensa siempre desde algún lugar y desde una perspecti-
va, que es un espacio territorial, en que una población comparte un sen-
timiento de pertenencia a una nación, como también es una manera de
representarse a sí mismo, la perspectiva de los que trabajan en investigar
el acontecer histórico, forman parte de aquella construcción nacional, que
puede estar cargada de mitos y silencios, pero que es parte de lo que se va
constituyendo en nuestra historia.
Un relato de Carlos Fuentes, que resulta muy ilustrativo de nuestra
condición, señala que la historia de Latinoamérica es la de un desenmasca-
ramiento gradual de identidades falsas, a fin de revelar nuestras verdade-
ras facciones en el espejo de una diversidad múltiple, generosa y exigente,
comparable al de las tropas de Emiliano Zapata que, al ocupar la ciudad
de México en 1915, fueron acantonados en las mansiones de la aristocracia
fugitiva, viéndose, allí, por primera vez, en espejos de cuerpo entero.
En tal sentido, podríamos decir que nuestra memoria como nación
está constituida por una superposición de capas geológicas de memorias,

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pero a la vez, y como señala Norbert Lechner: “la memoria es la herramien-


ta con la cual la sociedad se representa los materiales, a veces fructíferos a
veces estériles, que el pasado le aporta para construir su futuro”.
Podemos recordar porque tenemos un pasado y podemos proyectar-
nos porque tenemos un futuro, las sociedades se ven irradiadas por los
sentidos y construcciones del pasado y es a partir de aquello que constru-
yen las perspectivas de futuro, es decir, no hay creación sin tradición que
la alimente como tampoco ninguna tradición puede sobrevivir si no es
enriquecida por una nueva creación.
Latinoamérica nació de una aniquilación histórica, una conquista y co-
lonización de las tierras de los aborígenes por el imperio español; una
catástrofe que se tradujo en la destrucción física y cultural de gran parte
de las civilizaciones existentes, sin embargo, como dice la filósofa españo-
la María Zambrano, una catástrofe sólo es catástrofe si de ella nada nace.
De la catástrofe que representó la conquista de América descendimos nos­
otros. Tal es nuestra fuerza.
En ese sentido, la mirada histórica puede y debe constituirse incesan-
temente como una aproximación problemática, cargada tanto de peligros
como de oportunidades. El peligro consiste en considerarla como simple
relato de hechos y olvidar que es, sobre todo, un horizonte de posibilida-
des.
Por tal razón, entender el pasado y las lecciones de la historia, significa
volver al pasado no en búsqueda de formulas que nos impidan equivocar-
nos, sino asumir que para poder aprender de la historia, se requiere en-
22 frentar y no silenciar ni reprimir las preguntas y problemas no resueltos.
Planteado esto, se puede observar cómo, en las relecturas de un pasa-
do quizá lejano, surgen o adquieren significado algunas situaciones y he-
chos que pudieron estar ocultos bajo el manto de una mirada consagrada
por el tiempo.
La Comisión Bicentenario ha apoyado la publicación de esta compi-
lación tanto de los reconocidos con el Premio Nacional como del amplio
universo de los historiadoras e historiadores, porque creemos que es im-
portante reflexionar sobre aquello que nos relaciona con lo que somos.
No queremos, ni creemos razonable, que la conmemoración del bi-
centenario sea a lo Pirro –citando un poco a Carlos Fuentes–; debemos ser
capaces de plantearnos el para qué, preguntarnos acerca de aquello que le
da sentido a los proyectos que planteamos, y desde esta perspectiva, quie-
re decir que, si no sabemos lo que somos, quizá los esfuerzos que estamos
haciendo frente al bicentenario, se podrían quedar en el vacío
Las pregunta hecha a las historiadoras y los historiadores de cómo vi-
sualizan el bicentenario, no tiene que ver con una pregunta instrumental,
respecto de cómo ven la fecha misma, las conmemoración, la fiesta, entre
otras cosas, sino que es una pregunta que apunta a pensar acerca de nos­
otros como nación independiente.
Pensar el país, no es pensarlo a partir de los indicadores estadísticos,
producto interno bruto, etc., sino que es pensarlo simultáneamente des-
de la perspectiva económica, política, cultural, democrática y cívica, de lo
contrario se corre el riesgo de tener una visión precaria e incierta.

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

Para historiadoras e historiadores, lo importante es la experiencia del


individuo en un determinado momento y en determinadas circunstancias,
entender por qué se dieron de determinada manera las cosas, entender el
contexto en que están integrados los hechos, las respuestas y acciones; tie-
ne relación con las particularidades y circunstancias del momento.
José Ortega y Gasset ha señalado que la vida es ante todo un conjunto
de problemas a los que damos respuesta con una galaxia de soluciones a
las que llamamos cultura.

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

Presentación

José Nicolás Albuccó Henríquez


Director
Departamento de Humanidades y Educación Media
Universidad Cardenal Raúl Silva Henríquez.

E n noviembre de 2005 a cinco años de los doscientos años de vida re-


publicana, el Departamento de Humanidades y Educación Media pro-
pició uno de los espacios académicos más interesantes de la historiografía
25

chilena que existirán en esta década. La generosa aceptación de los pre-


mios nacionales de Historia a la fecha para compartir con la ciudadanía
sus miradas sobre el bicentenario fue la oportunidad de argumentar desde
sus distintas miradas la importancia de este acontecimiento y dejar como
legado hacia el año 2110 sus palabras en este libro.
Este texto se abre con las palabras de los premios nacionales y se com-
plementa con una diversidad de artículos sobre el pensamiento y el estado
del arte en la historiografía chilena presente. Si en cien años más alguna
persona abre estas páginas encontrará las principales temáticas que inte-
resaban a los académicos en el inicio del siglo xxi. La divulgación de estas
ideas en cada rincón del país y en las principales ciudades del mundo sig-
nificará un aporte para la relectura y reconfigurar a nuestro país.
La ciudadanía y su responsabilidad en dicho ejercicio, necesita la com-
prensión de los procesos pasados y presentes, la construcción de un pro-
yecto de país se realiza desde sus orígenes y con todos los involucrados,
sólo así los desafíos y los proyectos se hacen realidad. Este libro ha sido
uno de esos proyectos que contó con la confianza y responsabilidad de
instituciones académicas, gubernamentales, pero, sobre todo, con cada
uno de los que escriben y presentan en estas líneas.
La perseverancia por un mejor país era una de las cualidades que nos
enseñó el cardenal Raúl Silva Henríquez. Esta iniciativa académica ha sido

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historiadores chilenos frente al bicentenario

la perseverancia de unos soñadores con la voluntad de llevar a cabo esta


obra, que tiene como beneficiario al futuro ciudadano que tendrá mejores
herramientas para soñarlo y recrear el alma de nuestra patria.
Estas páginas pasan a ser parte de nuestra historia y del devenir que
cada uno construye al inicio de cada día. Desde mañana todos comenza-
remos a escribir la historia de cara al tercer centenario y en algún lugar
de nuestra existencia leeremos lo que se escriba en aquellos años sobre
nosotros.

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

Presentación
Álvaro Góngora Escobedo
Director
Escuela de Historia
Universidad Finis Terrae

P ensar sobre Chile en el bicentenario. Ofrecer la oportunidad de ex-


presar libremente lo que sugiere o evoca una conmemoración tan sig-
nificativa, ha sido la tarea que se propusieron los organizadores de este
27

libro.
Hace más o menos cien años, un conjunto de intelectuales espontá-
neamente elaboraron ensayos interpretativos de la realidad que experi-
mentaba el país en los años próximos al “centenario de la república”. No
eran, profesionalmente, lo que se designa en la actualidad con la palabra
‘historiadores’, pero todos elaboraron sus interpretaciones o ensayos, re-
curriendo a la perspectiva histórica y no podía ser de otra forma. En to-
do caso, eran tiempos donde existía mucho más cultura histórica entre
los chilenos pensantes. Pertenecían a segmentos sociales diversos y eran
portadores de ideologías muy diferentes. Sin embargo, casi todos estu-
vieron motivados por las mismas preocupaciones: ¿cuánto y en qué había
cambiado el país en un siglo de vida republicana? ¿Qué identificaba a los
chilenos de entonces? ¿De haber existido progreso, en cuál aspecto de la
realidad nacional se podía apreciar? Hubo en ellos un común denomi-
nador: Chile estaba afectado por una crisis y existían carencias sociales y
culturales.
Estamos ad portas de conmemorar el segundo centenario de vida re-
publicana y durante el segundo siglo el país ha experimentado profundos
procesos de cambios en varios sentidos y la crisis más dramática de su his-
toria. Se cuenta con más medios para conocer el pasado y para difundir
los conocimientos adquiridos. De seguro, las condiciones de hoy son muy
diferentes a las del primer centenario. Sabemos más sobre nuestro pasado,

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historiadores chilenos frente al bicentenario

y el número de cultores de este conocimiento son muy superiores. Hoy ser


“historiador” es considerado una profesión y se enseña en una gama muy
amplia de centros de estudios.
Se ha convocado a historiadores a pensar sobre Chile de cara al bicen-
tenario de la república. Convocatoria que ha sido respondida masivamen-
te según lo testimonia esta obra. Los autores más destacados nos ofrecen
agudas visiones generales sobre la historia chilena, tanto desde la investi-
gación como de la experiencia personal y se refieren también a la identi-
dad, pero esta vez penetrando el tiempo hasta épocas que son accesibles
desde la Arqueología y considerando espacios que superan la geografía
propiamente nacional. Ciertamente, alguna de estas “miradas” reflexionan
críticamente sobre carencias, desigualdades e inequidades de la realidad
chilena actual y más críticamente todavía sobre la forma cómo se ha enten-
dido y construido el discurso historiográfico en Chile. La obra contiene,
además, una gama muy amplia de reflexiones, análisis y comentarios –en
casos con notable hondura y calidad–, sobre una variedad de aspectos de
diferente índole, como reflejo de todas las preocupaciones que existen en
el medio historiográfico nacional sobre nuestra historia, sobre la forma
como se escribe, advirtiendo los progresos alcanzados y los vacíos aún
existentes. Y así como se destacan rasgos de la nacionalidad, entendida
de muy diferentes modos, se cuestiona la falta de investigaciones sobre
problemas.
Se podría llegar a aceptar como un balance participativo y pluralista
acerca del “estado de la cuestión historiográfica nacional”. Más limitada-
28 mente – con excepciones importantes, por cierto–, como un balance crí-
tico de la historia de Chile durante el siglo que concluyó, como aquélla
que identificó los años del centenario. Es una obra muy significativa por
lo señalado y corresponde felicitar y agradecer a quienes tuvieron la ini-
ciativa y acogieron su publicación. Por todo, la Universidad Finis Terrae
estuvo dispuesta a apoyarla desde el momento que le fue propuesta y no
hizo otra cosa que actuar de acuerdo a una vocación que cultiva desde su
fundación.

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

Presentación

Julio Retamal Ávila


Director
Programa Licenciatura en Historia
Universidad Andrés Bello

P resentar un libro siempre tiene dificultades, más aún cuando el libro


en cuestión es un megalibro, que contiene una inmensa cantidad de
artículos, ensayos y reflexiones escritas por una gran cantidad de autores.
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Sin embargo, de las dificultades que se enfrentan no podíamos que-


darnos al margen de una obra que vimos nacer cuando por iniciativa de
Luis Carlos Parentini se reunieron en el salón de lecturas del Archivo Na-
cional los premios nacionales de Historia. Esa reunión tenía como susten-
to el poder homenajear, en conjunto, a quienes las autoridades del Minis-
terio de Educación y los jurados escogidos ad hoc, habían nominado con
ese importante rótulo.
Los discursos que entonces pronunciaron los premios nacionales se pen-
só en ponerlos en papel y hacerlos libro, y Luis Carlos, con su pasión de
siempre, fue más allá, convocó a los que escriben y hablan de Historia en las
universidades chilenas a poner en papel lo que les sugería el bicentenario del
país y el cómo se haría historia en el futuro.
Al proyecto editorial se sumó la Universidad Andrés Bello con entusias-
mo, porque la convocatoria era abierta, pluralista y diversa, no se excluía a
nadie por sus ideas ni se le negaba el acceso al papel a quienes pensa­ban
de manera distinta a los más importantes conductores de la ciencia histó-
rica.
El resultado de esa gestión es este megalibro que presentamos. Los
artículos son muchos y deberá el lector, paciente y resignado, empeñar
en su lectura un gran esfuerzo intelectual porque se paseará por visiones
distintas, se enfrentará a los que piensan como él y a los que piensan dis-

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historiadores chilenos frente al bicentenario

tinto, verá cómo la Historia es una ciencia a la que se puede arribar desde
los más variados ángulos y concluirá, finalmente, que no aprendió nada y
que lo aprendió todo.
Como comprenderán los que lean esta presentación, quien la suscribe
no leyó todos los artículos, pero conoció muchos de ellos, tal vez los más
y de los que leí, doy fe que aportan a la reflexión historiográfica los más
de ellos.
Naturalmente, como era de esperarse, los escritos por los viejos y con-
sagrados cultores de la historia constituyen un valioso aporte, pero lo que
sorprende, gratamente al lector, son los escritos por jóvenes historiadores
porque ello presagia un futuro de la ciencia histórica que nos enorgullece
a los que servimos como profesores y guías de tesis.
La iniciativa que inició Luis Parentini y secundaron las universidades
que firman este libro, entre ellas la nuestra, ha llegado a su fin y se entrega
al conocimiento del público una obra que contiene el pensar de los culto-
res de la Historia que actualmente ejercen en las universidades chilenas.
Los resultados de estas entregas, a los que el lector accederá con ma-
yores o menores reparos, son una muestra de lo que somos, pensamos y
sentimos los historiadores chilenos, independientemente de cual sea el
camino que tomó para exponer sus ideas.
Vaya para todos los que participaron en este libro mis personales agra-
decimientos y los de mi universidad, por su entrega. A los que profundi-
zaron en un tema de su especialidad, gracias; a los que ensayaron sobre el
cómo será la historia del futuro, gracias; a los que abordaron temas histó-
30 ricos desde sus particulares ópticas, gracias.

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Premios Nacionales
de
Historia

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

Pensamos nuestro Chile

Ricardo Krebs
1982

S e nos ha pedido pensar nuestro Chile. No es fácil formular sobre Chile


un pensamiento fríamente racional.
Es inevitable que en nuestro pensamiento sobre Chile influyan sen- 33
timientos, emociones y pasiones. Nosotros vivimos Chile, lo sufrimos, lo
gozamos, los criticamos, los alabamos, lo amamos. Nosotros no podemos
pensar a Chile sólo con la cabeza, también lo pensamos con nuestro cora-
zón. Por eso no quiero hacer un análisis fríamente racional de lo que ha
sido Chile o lo que Chile es hoy en vísperas de la celebración de su bicen-
tenario, sino, en forma muy personal, quiero relatar cómo he descubierto
a Chile, cómo se me ha revelado Chile y qué ha significado Chile para mí.
Empecé a descubrir a Chile en su geografía. Nací en Valparaíso donde
teníamos una casa en el cerro La Cárcel, en el Camino Cintura, la actual
avenida Alemania. Desde nuestra casa había una maravillosa vista sobre
la bahía y la cordillera. Sobre todo en un día de invierno, después de ha-
ber llovido y haber salido el Sol, se veían la bahía, con un mar de intenso
azul, la cordillera de la Costa, con sus dos cerros más altos, la Campana
y el Roble, cubiertos de nieve y en lontananza el majestuoso macizo del
Aconcagua.
En mi juventud pude conocer el centro y algunas partes del sur de
Chile. Posteriormente recorrí Chile de norte a sur, desde los desiertos de
Atacama hasta los hielos del sur. Y también tuve la oportunidad de cono-
cer una gran parte del resto del mundo y pude conocer lugares maravillo-
sos, como los glaciares de Canadá, los hermosos valles y las imponentes
cumbres de los Alpes o un lugar de tan inefable belleza como Taormina
en Sicilia. Pero siempre llegaba a la misma conclusión: Chile, con su loca
geografía, es el país más hermoso y fascinante del mundo.

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historiadores chilenos frente al bicentenario

Ya los españoles sintieron la especial belleza de Chile. Pedro de Valdi-


via en su conocida carta a Carlos V ponderó las bondades de las tierras y
del clima de Chile. Por algo un cronista calificó a Chile de “copia feliz del
Edén”. Y por algo Eusebio Lillo incluyó estas palabras en nuestra canción
nacional.
No cabe duda que la geografía de Chile forma un elemento constituti-
vo de su identidad. En todo momento tenemos la oportunidad de disfrutar
de sus hermosas playas, de sus monumentales montañas, de sus hermosos
e imponentes volcanes y de sus espectaculares glaciares. Es un privilegio
poder vivir en Chile. Es un don que Dios nos ha dado.
Pero todo privilegio impone deberes.
Al mismo tiempo de gozar de la belleza de Chile debemos saber que
tenemos que cuidar esa belleza. Debemos tomar conciencia de que en la
actualidad esta belleza corre peligro. Santiago se ve afectado por graves
problemas. Hay días en que el smog no permite ver la cordillera. Se están
contaminando nuestros ríos y nuestros lagos y están desapareciendo nues-
tros bosques nativos. Si queremos que Chile conserve su belleza debemos
cuidar nuestro país. Ésta es una de las grandes tareas para el nuevo siglo
de nuestra existencia como país independiente. La obligación de cuidar la
belleza de nuestro país no debe constituir el programa de un partido po-
lítico ni una consigna ideológica, sino que debe ser una responsabilidad
ante Dios que nos ha dado esta copia feliz del Edén.
Una segunda experiencia fundamental en mi vida es el hecho de que,
siendo nieto de inmigrantes alemanes, me haya podido integrar a la socie-
34 dad chilena y que ésta me haya aceptado plenamente. Tengo la satisfacción
de haber hecho el servicio militar en el ejército de Chile, de haber sido
nombrado profesor ordinario de la Pontificia Universidad Católica de Chi-
le y de la Universidad de Chile, de haber sido elegido como miembro de
número de la Academia Chilena de la Historia y de haber sido distinguido
con el Premio Nacional de Historia, la máxima distinción que pueda reci-
bir un hombre de ciencias en Chile. A través de mis actividades me he iden-
tificado plenamente con Chile. No soy solamente chileno de nacimiento,
sino que soy también chileno por convicción.
Me he permitido referirme a mi persona porque mi caso es uno típico
que se ha repetido a lo largo de la historia de Chile. Nuestro país ha sido
desde sus orígenes de inmigración. En los lejanos tiempos prehistóricos
hicieron su arribo de afuera los primeros habitantes que se avecindaron
en Chile. Siglos después llegaron del norte los incas, que establecieron su
dominio sobre el norte y parte del centro de Chile. Luego, se produjo la
llegada de los españoles, hecho histórico decisivo que marcó todo el de-
sarrollo posterior. Con la llegada de los españoles se produjo el choque
y encuentro entre pueblos y civilizaciones entre los cuales hasta entonces
no había existido ningún contacto y entre los cuales había radicales dife-
rencias.
Los españoles se encontraron en Chile con la feroz resistencia de los
araucanos que, con altos y bajos y con largas interrupciones, se prolonga-
ría hasta el siglo xix. Pero los demás pueblos indígenas, después de pre-
sentar una resistencia inicial, se sometieron luego al dominio español y,

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

convirtiéndose en “indios de paz”, se incorporaron o fueron incorporados


al nuevo orden creado por los españoles.
En relativamente poco tiempo los españoles pudieron consolidar su
dominio, introducir la religión cristiana y los valores de la cultura greco-
latina, estableciendo las formas de su organización social y de su sistema
económico. Si bien se erigieron en clase dirigente, no se constituyeron
como una casta cerrada rígidamente separada de la población indígena.
Desde el comienzo se mezclaron con los indios y se inició un proceso de
mestizaje donde se formó una sociedad relativamente homogénea dentro
de la cual existía una cierta movilidad social, aunque se mantuvieron, cier-
tamente, marcadas diferencias y jerarquías sociales.
Los españoles no se sintieron en Chile como en tierras exóticas, sino
que se identificaron muy luego con su nuevo país. Junto con sus descen-
dientes echaron raíces en el país y lo sintieron como propio. Ellos habían
conquistado a Chile, pero Chile también los conquistó a ellos. Muy tem-
prano nace en la sociedad chilena un cierto sentimiento patriótico y el
convencimiento de que Chile se destaca por sus condiciones naturales y
las virtudes y grandes cualidades de sus habitantes. Manuel de Salas de-
clara:

“El reino de Chile (es) sin contradicción el más fértil de


América y el más adecuado para la humana felicidad... Los
chilenos son moderados, sencillos, sobrios, quietos, leales
y virtuosos. Sus únicos defectos son su pereza y desidia. Pe-
ro éstos quedan compensados con creces por su valor he- 35
roico, su sentido del equilibrio, su generosidad y hospitali-
dad y su espíritu de orden y moderación... Es un disparate
buscar la felicidad en este mundo. Pero si se puede buscar
algo semejante a la felicidad, está en Chile”.

Las tierras de América pertenecían a la corona de Castilla y en un co-


mienzo sólo los súbditos de los reinos de Castilla y León recibían autoriza-
ción para pasar a América. Sólo posteriormente se amplió la autorización
a los súbditos de toda España y también fueron autorizados súbditos de
otras monarquías católicas. Para Chile resultó particularmente importante
la llegada de los vascos. El gobierno republicano chileno estaba conven-
cido de que en Chile mismo no había suficiente gente competente para
promover el desarrollo de la joven república y se preocupó sistemática-
mente de contratar a personajes de gran talento y alta preparación como
Andrés Bello, Ignacio Domeyko, Rodolfo Amando Philippi y Claudio Gay.
Sin embargo, no bastaba con contratar a figuras prominentes, era necesa-
rio poblar y colonizar el país. Por este motivo abrió las fronteras y fijó una
política sistemática de inmigración. Dada la gran distancia entre Chile y el
Viejo Mundo y dado el alto precio de los pasajes la inmigración fue muy
inferior a la gran cantidad de inmigrantes europeos que llegaron a Brasil o
Argentina. No obstante, el alto prestigio de que gozaba Chile por su buen
gobierno atrajo a inmigrantes de alta calidad. Recibió a ingleses, franceses,
alemanes, italianos, españoles, suizos, polacos, yugoslavos, sirios y judíos.

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historiadores chilenos frente al bicentenario

Recibió a estos inmigrantes con gran generosidad. Les permitió con-


servar su lengua y sus costumbres y les permitió crear sus iglesias, sus
escuelas, sus hospitales, sus clubes sociales y deportivos y cualquiera otra
institución que le permitiera conservar y cultivar sus tradiciones culturales.
Los inmigrantes participaron plenamente en el desarrollo económico del
país e hicieron importantes aportes a su crecimiento. Luego, empezaron
a participar en las actividades políticas. Pero sus “colonias” mantuvieron a
través de las generaciones sus tradiciones culturales. Justamente la amplia
libertad de que gozaron los inmigrantes y sus descendientes hizo que ellos
sintieran gratitud y amor por el país que los trataba tan generosamente y
se identificaran como ciudadanos con la nación.
Este fenómeno nos parece natural y lógico. Empero, en la historia na-
da es natural. Las formas de convivencia que se han desarrollado en Chile
no son, de ninguna manera, naturales y podrían haber sido distintas.
Si pensamos en los problemas de las minorías étnicas y culturales de la
Europa centro-oriental, si pensamos en los problemas que produce la dis-
criminación en Estados Unidos, si pensamos en los problemas que afron-
tan España, Francia e Italia a raíz de la inmigración de los africanos, nos
damos cuenta de que la inmigración y la existencia de minorías y colonias
constituyen grandes desafíos con respecto a los cuales muchos pueblos no
han podido dar respuestas satisfactorias.
Chile, en cambio, ha sabido resolver con mucha sabiduría el problema
que planteaba la llegada de nuevos elementos étnicos y culturales y los
ha incorporado orgánicamente al cuerpo nacional. Ha sabido desarrollar
36 formas de convivencia que han permitido reconciliar la libertad de las per-
sonas y de los grupos con los intereses de la nación. En Chile no importa
ser negro, amarillo o blanco. En Chile no se discrimina por razones confe-
sionales. En Chile, los italianos pueden tener su Scuola Italiana, los des-
cendientes de los alemanes su Deutsche Schule, los hijos de los franceses
su Alliance Française. El Ministerio de Educación exige que estos colegios
cumplan con el programa oficial de contenidos mínimos, pero les permite
desarrollar sus propios programas pedagógicos con el fin de enriquecer
con sus experiencias el sistema nacional.
Estas formas de convivencia no han sido el resultado de un proceso
natural, sino que constituyen un logro que ha requerido de esfuerzos y
sacrificios. Este proceso tampoco se ha completado del todo. La “pacifica-
ción” de la Araucanía ha puesto fin a los conflictos violentos con los arau-
canos, pero no ha significado la integración de éstos a la sociedad chilena.
La solución satisfactoria de este problema constituye una de las grandes
tareas que debemos abordar en el presente y en el futuro. Pero el hecho de
que en el curso de nuestra historia hemos sabido integrar orgánicamente
a los grupos más heterogéneos en el cuerpo nacional nos permite tener
la certeza que también lograremos dar una solución satisfactoria a este
problema.
Me he permitido partir de mis experiencias personales para pensar
nuestro Chile. Otra experiencia fundamental que me permitió descubrir
rasgos esenciales del ser de Chile fue el servicio militar. En los tres meses
de verano del año 1937 hice el servicio como estudiante en el Regimien-

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

to de Infantería Nº 3 de Playa Ancha en Valparaíso. Para mis compañeros,


mis suboficiales y oficiales siempre fui el gringo y se reían un poco de mi
acento germánico. Pero me respetaban y me aceptaban. Por mi parte, tuve
en un comienzo grandes dificultades para entender el lenguaje de los sub-
oficiales. Usaban palabras soeces que nunca había escuchado. Pero rápida-
mente enriquecí mi vocabulario y me integré al mundo militar.
El servicio era exigente y sumamente duro, pero llegué a sentir respeto
por los suboficiales, los oficiales y la institución. Tomé conciencia de la alta
calidad del ejército chileno. A raíz de mi experiencia empecé a estudiar el
papel que las fuerzas militares y la guerra han desempeñado en la historia
de Chile.
En el conjunto de los dominios españoles en América, Chile ocupó un
lugar especial, fue “tierra de guerra”. Este hecho fue destacado muy pron-
to por los contemporáneos. Alonso de Ercilla dedicó a este tema su gran
poema. El padre Diego de Rosales, en el siglo xvii, llamó a Chile “Flandes
In­diano”. Los cronistas dedicaron la mayor parte de su obra a la guerra de
Arauco.
Historiadores posteriores han destacado la importancia fundamental
de este hecho. Jaime Eyzaguirre ha idealizado sus aspectos heroicos y ca-
ballerescos. Álvaro Jara ha analizado el problema de la guerra desde el
punto de vista de la historia económica y social. Mario Góngora, en su
importante Ensayo histórico sobre la noción de Estado en Chile en los
siglo xix y xx señala que: “la imagen fundamental y primera que de Chile
se tiene es que constituye, dentro del Imperio Español en las Indias, una
frontera de guerra”. Por otra parte, no se detiene en el período colonial y 37
no se limita a la Guerra de Arauco, sino que hace ver que Chile indepen-
diente siguió siendo “tierra de guerra” y que en el curso del siglo xix cada
generación tuvo su guerra. Chile independiente aceptó la guerra como
una realidad histórica que, por dura, costosa y trágica que pudiera ser,
debía ser enfrentada.
Los patriotas recurrieron a las armas para conquistar la independencia.
Diego Portales no vaciló en movilizar las fuerzas militares y navales del
país para deshacer los planes de Andrés Santa Cruz. Claramente sostiene
la legitimidad del uso de las armas en la conocida carta a Manuel Blanco
Encalada con ocasión de la designación de éste como comandante del
ejército que se debía dirigir a Perú: “Va Usted, en realidad, a conseguir con
el triunfo de las armas, la segunda independencia de Chile”.
Posteriormente Chile recurrió a las armas para dirimir el conflicto que
se produjo con Bolivia y Perú por las provincias nortinas.
La guerra forma, pues, parte integrante de la historia chilena y el chile-
no no rehusó emplearla, en ciertos momentos, para afrontar determinados
problemas. Al respecto se podría decir que ello, en sí, no constituye nada
peculiar, ya que la guerra ha sido un fenómeno constante en la historia y
que no hay pueblo que no se haya visto involucrado en hechos bélicos.
Sin embargo, lo importante es la actitud que Chile ha asumido frente
a la guerra. El chileno recuerda, ciertamente, los triunfos de sus fuerzas
armadas y conmemora con orgullo las victorias de Maipú, Yungay y Mira-
flores. No obstante, en la memoria colectiva se han grabado más profunda-

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historiadores chilenos frente al bicentenario

mente las derrotas y los desastres. Se recuerda el desastre de Rancagua, la


muerte de Arturo Prat, la batalla de la Concepción.
Ello no significa quitar méritos al triunfador, pero, sí, se reconoce que
el heroísmo máximo se produce al vencer, no al adversario, sino la propia
pequeñez humana, al vencer el miedo, al sacrificar la propia felicidad y la
vida en bien de la patria.
Si se ha formado la imagen de Chile como un país guerrero cabe agre-
gar que el guerrero aparece fundamentalmente como una figura moral.
No se rinde culto a la fuerza, sino que se destaca el heroísmo como virtud.
Chile, si bien se puede sentir orgulloso de los hechos de guerra, no puede
ser calificado de país belicista. Nunca ha incurrido irresponsablemente en
aventuras militares. Ha aceptado la guerra como un hecho ineludible, ha
sabido hacer la guerra y ha sabido hacerla bien, pero nunca ha empleado
la guerra como una acción salvaje, como medio para satisfacer ambiciones
personales o anhelos irracionales de expansión imperialista o de domina-
ción de otros pueblos. La nación chilena aceptó la guerra, pero la subordi-
nó a fines y principios superiores, le confirió un sentido ético y es por eso
que recuerda con orgullo a aquéllos que han luchado con dignidad y que
han muerto con valor.
Las fuerzas militares han cumplido con las funciones que el Estado les
ha asignado: estar preparadas para asumir la defensa del país. Han tenido
una importancia fundamental para la formación de la nación. Han desa-
rrollado una importante labor educativa entre amplios sectores de la so-
ciedad. La racionalidad que caracteriza la institución militar ha contribuido
38 a que en nuestro desarrollo político y social se hayan impuesto normas
racionales que constituyen una característica del desarrollo constitucional
e institucional de Chile.
Sólo en contadas ocasiones, como en 1973, las fuerzas militares han
desempeñado actividades políticas y han asumido la dirección del país. El
prolongado gobierno de las fuerzas militares y los excesos cometidos du-
rante esos años han dejado profundas heridas. Se cometieron violaciones
de los derechos humanos. Muchos murieron y muchos tuvieron que huir
y exilarse. Pero espero que el dolor y el deseo de castigo no se traduzcan
en una condenación general del ejército como institución. Chile puede
y debe sentirse orgulloso de sus fuerzas militares. El presidente Ricardo
Lagos en los momentos de dejar su cargo y la nueva Presidenta, Michelle
Bachelet, han formulado palabras conciliatorias y han celebrado el hecho
de que las relaciones entre el poder civil y el poder militar se están nor-
malizando. Me parece que la reconciliación definitiva es otra de las tareas
importantes para el futuro. Puede ser que la celebración del bicentenario
y la conmemoración de José Miguel Carrera y Bernardo O’Higgins y de las
batallas de Rancagua y Maipú contribuyan a renovar la confianza en nues-
tras fuerzas militares y a reforzar los vínculos entre la dirigencia política y
la dirigencia militar.
Otra experiencia personal que me permitió descubrir y conocer as-
pectos fundamentales del ser y del desarrollo de Chile fue la actividad que
realicé en el campo educacional. Muy joven, a los veinticuatro años, fui
nombrado profesor de Historia Universal de la Escuela de Educación de la

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

Universidad Católica, fue fundada en el año 1942. En 1945 di mi examen


de profesor extraordinario de Historia Universal Moderna de la Universi-
dad de Chile. En 1966 fui nombrado jefe del Departamento de Historia
y de Ciencias Sociales del Centro de Perfeccionamiento del Magisterio y
en 1985 fui designado presidente del Fondo Nacional de Investigaciones
Científicas y Tecnológicas. A través de la cátedra y del Fondo Nacional de
Desarrollo Científico y Tecnológico pude conocer bien el sistema universi-
tario chileno. Nunca ejercí la enseñanza en la educación primaria o secun-
daria, pero mi actividad en el Centro de Perfeccionamiento me permitió
conocer los problemas fundamentales de la educación escolar.
Con la fundación de la Escuela Normal de Preceptores por el presi-
dente Manuel Bulnes en el año 1841, de la Escuela Normal de Preceptoras
por el presidente Manuel Montt en 1854 y del Instituto Pedagógico bajo
la presidencia de José Manuel Balmaceda en 1889, Chile creó un sistema
educacional que fue en muchos aspectos ejemplar. El profesor normalista
fue un verdadero maestro que no sólo supo instruir a sus alumnos sino
que los supo educar y formar. El liceo contó con excelentes profesores
que, al mismo tiempo de ser eruditos en su especialidad, también fueron
grandes educadores. La carrera tanto del profesor primario como del se-
cundario gozó de prestigio social. Del Instituto Nacional emergieron mu-
chos alumnos que después desempeñaron un papel destacado en la histo-
ria nacional. El liceo fue la gran institución en que se pudieron formar los
hijos de la clase media que empezó a surgir en el siglo xix. Gracias al liceo
se formó en Chile una clase media culta que dio al país grandes poetas
y escritores, competentes profesionales y destacados dirigentes políticos. 39
Esta clase media se identificó con la tradición republicana y con los valores
fundamentales de la tradición intelectual de la antigua clase dirigente y, a
la vez, supo introducir las reformas necesarias al sistema político y renovar
y enriquecer la vida intelectual con nuevos elementos. Podemos sentirnos
orgullosos de la labor realizada por el maestro normalista y por el profesor
de liceo, podemos sentirnos orgullosos de nuestras instituciones educa-
cionales.
Sin embargo, al mismo tiempo debemos tomar conciencia de que hoy
la educación en Chile se encuentra en crisis.
La reforma educacional realizada bajo la presidencia de Eduardo Frei
Montalva fue un intento de renovar la educación conforme a las exigen-
cias planteadas por la civilización contemporánea. Tuvo el mérito de pro-
longar la educación básica, de ofrecer posibilidades educacionales a toda
la juventud, de erradicar casi totalmente el analfabetismo y de introducir
importantes modificaciones curriculares. Empero, en la mirada retrospec-
tiva, a casi medio siglo de distancia, debemos constatar que la reforma,
con todos sus beneficios innegables, también adoleció de graves defectos.
La masificación de la educación tuvo un carácter fundamentalmente cuan-
titativo, pero bajó la calidad. Se perdió el liceo con su gran tradición. Se
modificó la estructura creando los ochos años de educación básica y los
cuatro años de educación media, pero no se estudió a tiempo un sistema
de formación de profesores correspondiente a esta nueva realidad escolar.
La sabia medida de descentralizar la educación y entregar responsabili-

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historiadores chilenos frente al bicentenario

dades educacionales a las municipalidades no ha producido los efectos


deseados, porque no se ha dotado a los municipios de los instrumentos
necesarios para que pudieran cumplir con su nueva responsabilidad. Se
liquidó la prestigiosa Escuela Normal y se entregó la formación del profe-
sor de básica a la universidad. Se dictó un estatuto docente que ha hecho
muy difícil la renovación del profesorado. Los promotores de la reforma
educacional procedieron con un gran entusiasmo y una verdadera mística
y se propusieron objetivos ambiciosos. Sin embargo, debe reconocerse
que muchas medidas se tomaron en forma precipitada y que muchas refor-
mas quedaron en el papel sin llegar a las aulas. Desde entonces el sistema
educacional ha vivido un proceso de permanentes reformas. El currículum
ha sido modificado innumerables veces. Se han cambiado los textos de
enseñanza.
Se debe reconocer que en los últimos años también se han tomado
muchas medidas positivas. Se han construido numerosos edificios nuevos
de buena calidad. Se han aumentado los sueldos de los profesores. Se ha
establecido la jornada escolar completa. Chile se ha sometido a medicio-
nes internacionales. Se ha fomentado la investigación en educación.
Pero hay consenso de que la educación actual en Chile sigue adole-
ciendo de graves defectos. Y los sistemas de medición demuestran con
datos objetivos que los niveles son bajos, que muchos alumnos son inca-
paces de comprender los textos que leen y que no dominan las más sim-
ples operaciones matemáticas. En los últimos cincuenta años todos los
gobiernos han prometido resolver los problemas de la educación, se han
40 dictado numerosas medidas y se han invertido sumas considerables. Pero
los resultados no han sido satisfactorios.
Quizá el principal defecto ha consistido en dictar las reformas desde
arriba, en dar preferencia a las reformas estructurales y en creer que las
innovaciones curriculares podían modificar la realidad en las aulas.
La buena calidad que tuvo la educación chilena en el siglo xix se debe
en gran parte al hecho de que se crearon excelentes establecimientos para
la formación de los profesores. La figura central en un sistema educacional
es el profesor. No bastan las medidas tomadas por las autoridades educa-
cionales. Toda reforma educacional debe centrarse en el profesor y debe
realizarse con el profesor.
El problema es extraordinariamente complejo. Es fácil detectar los ma-
les y es difícil encontrar soluciones. Se sabe que la educación escolar inci-
de solamente en un 40 % en la formación del niño. El 60 % se compone de
factores extraescolares, principalmente de los factores socioeconómicos.
Pero los factores negativos no eximen de la obligación de perfeccionar
la educación. Nunca en la historia la educación ha sido tan importante co-
mo ahora. La civilización científico-técnica contemporánea requiere de un
alto nivel de preparación intelectual. La sociedad que no es capaz de dar a
su juventud una educación adecuada está condenada a mantenerse en el
subdesarrollo y la miseria.
Sólo podemos celebrar el bicentenario con la conciencia tranquila si
hacemos un máximo esfuerzo para elevar el nivel educacional de nuestra
juventud.

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

Mis experiencias personales se vinculan ante todo con la enseñanza


superior. Durante mi larga carrera académica he podido participar acti-
vamente en el desarrollo del sistema universitario chileno. En los años
en que inicié mi actividad en la universidad, la universidad chilena era
un conjunto de escuelas profesionales. Y se debe reconocer que cumplía
en forma plenamente satisfactoria con su función de proporcionar a la
sociedad profesionales bien formados en los cuales se podía tener plena
confianza. Los abogados, ingenieros, arquitectos y agrónomos que egresa-
ban de las universidades chilenas eran excelentes profesionales que tenían
estatus internacional.
En los años cincuenta se inició un cambio importante. En algunas uni-
dades académicas algunos profesores no se limitaron a la docencia, sino
que empezaron a dedicarse a la investigación. En medio de las turbulen-
cias que se produjeron en los años de la reforma universitaria se impuso
el criterio de que la universidad debía ser pensada desde la ciencia y para
la ciencia. Debía mantener su función tradicional y formar a profesionales
competentes, pero tenía que asumir como nueva función la investigación.
Como toda investigación demanda fuertes recursos y como las universida-
des no disponían de los medios para financiar la investigación, el gobierno
decidió hacer los aportes necesarios y creó instituciones especiales para
subvencionar la investigación como Comisión Nacional de Investigación
en Ciencia y Tecnología y Fondo Nacional de Investigaciones Científicas y
Tecnológicas. Muchos profesores chilenos siguieron cursos de posgrado y
se doctoraron en las mejores universidades de Estados Unidos y de Euro-
pa. Los investigadores chilenos empezaron a asistir a los congresos cientí- 41
ficos internacionales y a publicar los resultados de sus investigaciones en
las mejores revistas científicas internacionales.
Hoy podemos constatar con satisfacción que la investigación univer-
sitaria chilena está en un buen pie y que goza de prestigio internacio-
nal. Chile, país pequeño y con escasos recursos, ocupa después de Brasil,
México y Argentina el cuarto lugar en la producción científica de América
Latina. Y si se establece una relación entre el número de investigadores y
los recursos disponibles, el investigador chileno es el que tiene el mejor
rendimiento.
A pesar de estos resultados satisfactorios no nos podemos dar por sa-
tisfechos. En el mundo científico, América Latina ocupa un lugar insigni-
ficante. Todos los países latinoamericanos juntos aportan sólo el 1 % a la
investigación científica y tecnológica. En un 99 % dependemos de lo que
se descubre e inventa en Estados Unidos, Europa y Asia.
El proceso del desarrollo de la investigación es lento y no se puede
esperar que nosotros revolucionemos la ciencia y la técnica de un día para
otro. Pero debemos seguir intensificando la investigación, debemos seguir
desarrollando los centros de investigación en nuestras universidades y de-
bemos lograr que nuestras grandes empresas estatales y privadas partici-
pen activamente en su desarrollo. Si queremos salir del subdesarrollo y de
la dependencia debemos fortalecer nuestra propia capacidad creadora.
Una última reflexión. Mi ya larga vida se ha desarrollado en una épo-
ca de la historia caracterizada por rápidos y radicales cambios. Recuerdo

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que en mi niñez teníamos una caballeriza y caballos en nuestra casa en el


cerro. Mi padre montaba a caballo acompañado por un mozo para dirigir-
se a su oficina en la avenida Brasil en el plano de Valparaíso y para volver
a casa. Recuerdo la revolución que significó la compra del primer auto o
la compra de la primera radio. Desde entonces se han producido los más
espectaculares cambios. Hemos entrado a la época del computador, quizá
el invento más trascendental desde la imprenta de Johannes Gutenberg.
Juntamente con los revolucionarios descubrimientos e inventos científicos
y tecnológicos se han producido profundos cambios económicos, sociales
y políticos. Se ha producido la explosión demográfica. Se ha formado la so-
ciedad de masas. Se han formado las gigantescas metrópolis. Para grandes
sectores de la población ha mejorado la calidad de la vida. Pero también
subsisten la miseria y el hambre para millones de seres humanos. El siglo
xx se inició en un ambiente de optimismo. Los hombres creyeron en el
progreso y estuvieron convencidos de que sería posible crear un mundo
de paz y justicia. El desarrollo político interno de los pueblos estaría carac-
terizado por una progresiva democratización y por la afirmación definitiva
del Estado constitucional de derecho. La progresiva globalización garanti-
zaría una paz internacional permanente. Pero la realidad histórica resultó
muy distinta. Se produjeron violentas y sangrientas revoluciones. Se es-
tablecieron funestos regímenes totalitarios. La brutal dictadura de Josef
Stalin, la forzosa colectivización, los campos de concentración y la masiva
hambruna hicieron morir a unos veinte millones de personas en Rusia. El
holocausto del régimen nacista de Adolfo Hitler produjo seis millones de
42 víctimas. A raíz de la Primera Guerra Mundial murieron veinte millones; a
raíz de la Segunda Guerra Mundial, sesenta millones.
El siglo xx, que prometía ser una época de felicidad y bienestar, ha sido
una de las épocas más trágicas de la historia.
Nuestro Chile se libró en el siglo xx de las grandes tragedias. Cierto
que amplios sectores de la población vivían en condiciones miserables que
producían graves males. Lo mortalidad y, en particular la mortalidad infan-
til, seguían siendo espantosas. Hacia 1920 la mortalidad en Valparaíso era
peor que en Calcuta. En 1934 la mortalidad infantil alcanzaba a un 24%. El
13% de la población adulta sufría de sífilis. El 85% de la población mascu-
lina había sufrido de gonorrea. En Santiago había más prostitutas que en
París. El 30% de los niños que nacían en Chile eran ilegítimos. Pero estos
males quedaban compensados por el hecho de que Chile experimentaba
un desarrollo político que tenía carácter ejemplar, que podía llenar de
orgullo al chileno y que causaba admiración en el resto del mundo. Chile
había logrado establecer una democracia que funcionaba efectivamente de
acuerdo con las normas establecidas por la Constitución y las leyes com-
plementarias.
Cito palabras de Gonzalo Vial:

“Piénsese que en Chile todas las elecciones generales, or-


dinarias y extraordinarias celebradas entre 1932 y 1973 se
efectuaron el mismo día que correspondía según la Cons-
titución. No un día antes ni un día después. Es un récord

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que muy pocos países en el mundo pueden hacer valer. Ni


Italia, ni Francia, ni España, ni Alemania podrían decir: sí,
tuvimos una Constitución que rigió durante 41 años y, en
este lapso, cada elección, de cualquier especie, de la más
grande, como la del Presidente de la República, hasta la más
pequeña, como la efectuada para reemplazar a un regidor
fallecido en cualquier pueblecito perdido en el sur, todas se
efectuaron el día señalado por la Carta Fundamental”.

Sí, teníamos pleno motivo para sentirnos orgullosos de nuestro régi-


men político y pensábamos que nuestra democracia estaba tan firmemente
consolidada que la podríamos mantener y seguir perfeccionando en me-
dio de las conmociones y las tragedias que estaban azotando el mundo.
Pero en la agitada época contemporánea Chile también quedó sumido
en una profunda crisis. La “Revolución en Libertad” no alcanzó sus obje-
tivos. El experimento socialista fracasó. El régimen militar suprimió los
elementos básicos de un régimen democrático.
Hoy, hemos entrado en una nueva fase. Los regímenes totalitarios ya
sean fascistas, nacistas o socialistas se han derrumbado, han fracasado y
han demostrado que no son capaces de resolver los problemas de la socie-
dad contemporánea. El único sistema político que ha aprobado el examen
ante la historia es la democracia representativa. La experiencia internacio-
nal y la propia nuestra nos han demostrado que debemos resolver nues-
tros problemas sociales y políticos en forma democrática. Podemos contar
con la ventaja de que tenemos una gran tradición democrática. Con oca- 43
sión del bicentenario vamos a celebrar el nacimiento del Estado chileno.
Recordemos que el Estado es la obra más grande que ha creado la nación
chilena en el curso de su historia. Según nuestro gran historiador Mario
Góngora, es el Estado que ha creado la nación. Basándonos en nuestra
gran tradición democrática, sigamos creando la nación.
Termino diciendo: mientras más pienso Chile, más amo a Chile.

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Innovación y continuidad

Gabriel Guarda O.S.B.


1984

L a celebración del bicentenario de la constitución de nuestra primera


junta de gobierno no tiene sentido sin la debida valoración del período
anterior. La madurez cívica que hayan demostrado quienes la hicieron po- 45
sible es deudora de ese período, de una larga gestación que parte desde el
siglo xvi y que, con altos y bajos, llega a su maduración a fines del siglo xviii,
floreciendo en las manifestaciones políticas que culminan en septiembre
de 1810. Todos los actores de nuestra independencia se formaron cultural
y políticamente en el período español.
Superada la visión simplista de gran parte de la historiografía del siglo
xix, marcada por un encendido patriotismo, los numerosos estudios elabo-
rados con más amplitud de criterio a lo largo del siglo xx, hasta el presente,
junto con esclarecer diversos aspectos de la realidad, explican aquella ma-
duración que se concreta en la efeméride que celebramos.
Mi incursión preferente en diversos aspectos del período llamado virrei-
nal o colonial, me fuerzan a detenerme en aquellos antecedentes que, desde
esta perspectiva, invitan a no olvidarlos, pues, en último término, constitu-
yen su explicación. Enseguida, pasamos revista a los aspectos más visibles en
cuyo estudio nos ha tocado incursionar.
Extinguida la guerra de Arauco, que desde dos siglos paralizaba casi
del todo su crecimiento, desde mediados del siglo xviii se verifica en Chile
un notable proceso de avance en los planos económico, político, social y,
sobre todo cultural, del que no está ajena la Ilustración como agente inno-
vador y aglutinante.
La población venía experimentando desde 1760 un aumento soste-
nido, arrojando los censos medio millón de almas; al fin del período, se
cuentan setecientos setenta y dos núcleos urbanos, doscientos sesenta de

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origen español –veintisiete ciudades, cuarenta y cuatro villas, treinta y cua-


tro “plazas” y sesenta y cuatro “lugares”–, siendo los restantes agrupacio-
nes aborígenes preexistentes; a ellas se agregan noventa y una reducciones
de indígenas, configurando estas cifras un proceso urbanizador sorpren-
dente dentro del continente, determinando, especialmente el desarrollo
del comercio, la minería y la agricultura, un aumento de la circulación
de bienes. El uso de la ruta del Cabo, con las medidas liberalizadoras de
Carlos III, sobre todo el decreto de libre comercio, de 1788, benefician
nuestros puertos, los primeros que encuentran los navíos al ingresar al
mar del Sur; junto con el comercio, reciben los últimos aportes culturales
de Europa.
La capital ofrece las notas más sobresalientes: en 1802 se le asignan
treinta mil almas y dos mil novecientas doce casas; cuenta con buenos edi-
ficios públicos, plazas y paseos, seis parroquias, veintiocho conventos y mo-
nasterios; diez hospitales; catorce capillas en edificios reales; nueve ermitas
y ciento cuarenta y un oratorios privados; en total ciento noventa y nueve
iglesias y capillas lo que, fuera de su incidencia en el plano espiritual o esté-
tico, constituye un índice de riqueza; calles empedradas, redes de agua po-
table y riego, una veintena de fuentes, servicios de aseo, alumbrado, abastos,
estanco de carne, pescado y nieve, guardias para el comercio, y bomberos;
fuera de hospitales para hombres y mujeres, farmacias, cementerio fuera
de poblado, cárceles de hombres y mujeres, asilos para “recogidas”, huér-
fanos, ancianos e inválidos, y desde 1803, un hospicio suponen, dentro de
los cánones de la época, la cobertura de todas las necesidades de una gran
46 ciudad. Además, exhibe tres alamedas, plaza de toros, reñideros de gallos,
juego de pelota vasca, de bolas y “casas de trucos”, lotería, y baños públicos;
sobresale el Puente Nuevo, inaugurado en 1778, a juicio del marqués de
Lozoya, el más bello de América del Sur. La impresión que Santiago ofrece a
los viajeros es óptima.
En la esfera de la administración, dentro de la política general de la
monarquía ilustrada, las época coincide con la reforma de las instituciones
de gobierno y la creación de otras nuevas, se aplican en forma segura y ar-
mónica, con notorio efecto en el plano económico.
A la vez, se renueva la judicatura, se reorganizan el ejército y las mili-
cias, implantándose en 1784 el régimen de intendencias; aparte de la Real
Audiencia, hay tribunales de Minería, de Cuentas, Consulado y juzgado de
rematados; una prestigiosa burocracia atiende las oficinas de la contadu-
ría, correos, tabacos, aduana y casa de moneda; surge un auténtico ethos
administrativo, que se manifiesta desde la dignidad de sus oficinas a los
uniformes de los funcionarios; servir a la monarquía no sólo constituye un
prestigio sino asimila en algún grado a la majestad real.
En lo económico, los rubros citados entonan la hacienda pública y
las fortunas privadas, elevando el nivel de las clases populares y generan-
do obras públicas, comunicaciones, puentes y caminos. La exportación
de trigo se duplica entre 1778 y 1799, determinando el abaratamiento del
pan y de otros alimentos básicos, produciendo la rebaja de los productos
importados; el aumento del tonelaje de los barcos incide en la baja de los
fletes, estimándose que las aspiraciones por la total libertad de comercio

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no constituyen en 1810 un antecedente para luchar por la independencia,


puesto que el comercio exterior no sólo no tiene barreras sino que llega a
saturar el mercado; el resultado fue el abaratamiento, no sólo de los artí-
culos de primera necesidad “sino de los objetos de lujo, trajes, carruajes y
hasta los embelecos de la moda”. El fin del siglo xviii ve surgir actividades
diversificadas, expendiéndose gran parte de los artículos usuales en esta-
blecimientos especializados.
Las exportaciones aumentan el ramo “de balanza”, cedido por el Rey
para obras públicas, con lo que éstas toman gran desarrollo. El mejora-
miento urbano produce plusvalía, y el traspaso de algunos bienes fiscales
a particulares, casi en la categoría de gracia, les produce fáciles ganan-
cias, motivándolos a invertir en construcciones, iniciativas de bien público,
obras asistenciales y de servicio u ornato.
En la esfera de la educación y la cultura, el Rey dota escuelas de primeras
letras, estableciendo, además, institutos superiores, en La Serena, Valparaíso,
San Felipe, Concepción y Valdivia, sosteniendo otras las órdenes mendican-
tes. A fines del período hay en la capital cincuenta y seis escuelas y colegios
y veintinueve establecimientos de estudios superiores: en 1779 se funda la
Academia de Leyes y Práctica Forense, con la de Santa Bárbara, de Madrid,
como modelo; antes había sido creada una Academia de Matemáticas, a la
manera de las de Barcelona, Ceuta y Cádiz; en 1797 abre sus puertas la de
San Luis, aunque la más importante sigue siendo la Universidad Real, erigida
en 1738, con Salamanca y Alcalá como modelos; con diecinueve cátedras,
certámenes públicos y brillantes funciones académicas, la frecuentan no sólo
habitantes del país sino de Paraguay, Tucumán y Río de la Plata, reconocién- 47
dose en pleno siglo xix que fue “un foco de luz que despertó muchos talen-
tos, que excitó un saludable calor por las distinciones y polémicas literarias y
contribuyó poderosamente a disipar la oscuridad de la ignorancia”.
Las bibliotecas del seminario, los conventos y de la universidad, permi-
tían la consulta del público; la Audiencia, el Consulado, el Protomedicato,
los tribunales, la Presidencia, las cajas reales y los cabildos tienen librerías,
mereciendo especial mención las de los oidores y vecinos ilustrados, con
ejemplares de reciente edición en Europa, al día con los autores y títulos
más en boga; hay un fácil flujo de escritos ilustrados y aun de teólogos
protestantes, al extremo de poder afirmarse que en muchos sentidos la
Ilustración prende más en Sudamérica que en la propia España.
En la esfera de las ciencias se cuenta desde mediados del siglo xviii con
un laboratorio y un gabinete de Física donde se experimenta con electri-
cidad; en 1785 se recibe el primer diseño de telégrafo y al antiguo obser-
vatorio astronómico de los jesuitas se agrega desde 1790 otro privado; el
obispo Francisco José Marán tiene el suyo en Concepción, siendo el gabi-
nete de Historia Natural, de la Academia de San Luis, el primer museo; la
universidad cuenta desde 1808 con un anfiteatro anatómico, y dos años
después, con un laboratorio químico-mineralógico; en el cultivo de las
Matemáticas destacan a lo menos veintiún ingenieros militares, autores de
obras públicas, arquitectura civil y religiosa.
Después de siglos de estrecheces y limitaciones, el auge señalado, así
como encuentra la expresión de su pensamiento en la Ilustración, su mar-

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co formal lo halla en la arquitectura neoclásica, militando sus más desta-


cados representantes en una elite a la vez funcionaria, intelectual y social;
el estamento eclesiástico, las autoridades de gobierno, los ministros de la
Audiencia y del Cabildo, la burocracia real y la “nobleza”, constituyen su
nervio.
Varios de los postreros presidentes son apreciados por su cultura y
saber, con virtudes reconocidas, aun, por la primera historiografía repu-
blicana; de los oidores, algunos dirigen la Academia de Leyes, otros son
escritores, reuniendo en sus salones cultas tertulias: independientemente
de sus funciones, la audiencia constituye un senado de notabilidades que
otorgan la mayor jerarquía al grupo social y al mundo de la cultura. Dentro
de la burocracia regia, resplandecen por sus luces diversas personalidades,
al igual que en el mundo eclesiástico, donde el obispo Manuel de Alday
funda en 1788 la primera biblioteca pública, detentando varios canónigos
el rectorado de la universidad o del convictorio.
La gran autoridad en el plano científico, aunque no está en Chile, es
Juan Ignacio Molina; aparte de sus trabajos en ciencias naturales, sus cono-
cimientos en Geografía, Historia, Cartografía, Filosofía, Crítica y Lenguas,
lo hicieron merecedor de aprecio por parte de célebres academias euro-
peas. En la esfera de las ciencias exactas destaca Miguel de Lastarria, rector
del convictorio, colaborador de Félix de Azara y de Alejandro Malaspina;
Lázaro de Rivera es autor de un certamen o tesis matemáticas y de la Car-
tilla Real, impresa en Madrid en 1796; Antonio Martínez de Mata lo fue
de una Cosmografía y Trigonometría esférica, y un Tratado de geometría
48 especulativa; Manuel Chaparro y Domingo de Soria, son notables médicos
que ensayan la vacuna antivariólica desde 1778, antes de la venida a Amé-
rica, en 1803, de la expedición oficial de Balmis. Los adelantos experimen-
tados en Europa, llegan con sorprendente rapidez, renovándose terapias
para la locura, el alcoholismo y diversas epidemias.
En Filosofía un cronista sintetiza que “se encuentran en Chile hom-
bres que poseen el sistema newtoniano, otros el de Cartesio y no pocos
que discurran fundadamente lo que en uno y en otro sistema se debe
corregir”. Dentro de la época están activos los autores del Catecismo Po-
lítico-Cristiano, del Diálogo de los Porteros y de El Chileno consolado,
importantes obras publicadas después de 1810, que presentan la idea de
la monarquía plural y la dependencia de los reyes, y no de España, tesis
sostenida por los filósofos de la llamada segunda escolástica.
En los temas teológicos destacan los ex jesuitas expatriados en Italia: en
sagradas escrituras y, aun más allá, Manuel Lacunza, junto con el abate Juan
Ignacio Molina, la personalidad más sobresaliente de su época, a la vez que
el autor más citado. La enseñanza teológica tiene como principal tribuna la
universidad y los colegios de las órdenes. En el área humanística hay poetas
y autores puramente literarios, correspondiendo a la historia el puesto de
honor, estando activa la tríada de los más reputados de todo el período, Vi-
cente Carvallo Goyeneche, José Pérez García y Felipe Gómez de Vidaurre.
En el estudio de las lenguas destacan Bernardo Havestadt y Andrés Fe-
brés, fallecidos en 1781 y 1790, respectivamente; habían sido cultores de
la lengua aborigen, especialidad que continúa Antonio Hernández Calza-

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da; el dominico Sebastián Díaz es un notable políglota, autor de una nueva


Ortografía y Fonética chilena, mientras Ramón Olaguer Feliú publica en
1806, su Uso de la lengua vulgar en el estudio de las ciencias, en que pos-
tula la sustitución del latín, hasta entonces reservado en exclusividad para
el lenguaje académico. Pedro Nolasco de Toro regenta en Alcalá la cátedra
de Hebreo, y Antonio Fernández de Palazuelos, es un fecundo traductor,
con media docena de obras publicadas y otras inéditas, incluida una his-
toria de la China, en doce volúmenes; Felipe Gómez de Vidaurre revelará
que: “no pocos chilenos se han aplicado a las bellas letras de la poesía,
tanto latina como española, a la retórica, al conocimiento de las lenguas
de Europa [...], en fin, un sabio y erudito europeo encontrará muchos en
aquel rincón del mundo con quien conversar sabiamente”.
Los ilustrados más prominentes son José Antonio de Rojas –dueño de
un gabinete de Física y de la principal biblioteca privada y uno de los pri-
meros próceres de la independencia–, Juan Egaña, Juan Martínez de Ro-
zas, igualmente líder del movimiento independentista, o José Ignacio de
Andía y Varela, multifacético coleccionista.
En lo que se refiere a la elite social, el abate Juan I. Molina dirá que:
“hasta los títulos de condes, marqueses, etc., han pasado allá con todas las
demás modas europeas”; en ello ha sido vista una característica propia de
los criollos, en quienes, “su aspiración no se dirigía sólo a conseguir los
cargos de la administración, sino también a alcanzar los altos estratos de
la jerarquía social”, aspecto que debe tenerse en cuenta a partir de los su-
cesos de 1810. Las vías por las que se materializa esta pasión son cursar en
los institutos en que se necesitaba probar nobleza, y los títulos de Castilla; 49
entre 1780 y el final del período español, ciento diecisiete sujetos cursan
en los primeros, o se alistan en las órdenes militares; los títulos, entre na-
cidos y activos en el reino ascienden a cuarenta y nueve; esta nobleza pro-
mueve iniciativas culturales y construye mansiones ricamente alhajadas,
pero, aunque abierta a las luces, con honrosas excepciones, representará
en 1810 un frente más cauteloso y conservador.
Papel importante desempeñan las expediciones científicas: en medio
siglo incursionan en Chile sobre sesenta y ocho, con óptimos resultados
en los más diversos campos; las de Hipólito Ruiz y José Pavón, de los her-
manos Christian y Konrad Heuland o de Alejandro Malaspina; las de extran­
jeros como Jean François Galaup La Pérouse o Louis Antoine Bougainville,
constituyen hitos en el panorama científico universal. Se ha dicho que la
Ilustración entra aquí por la vía de estas misiones; sus componentes com-
parten con las elites intelectuales que en las tardes, al suspenderse las ob-
servaciones de la naturaleza, ofrecen su hospitalidad en salones y tertulias;
gracias a estas expediciones se introducen cambios en las explotaciones
mineras y agrícolas, se configura con precisión la realidad geográfica del
país y los interesados se familiarizan con los últimos inventos traídos del
viejo mundo; se ha observado que las expediciones también influyeron en
el proceso de la independencia.
Muy relacionado con las expediciones aflora la pasión por las colec-
ciones; estimulada por el ejemplo del propio Monarca: el gabinete de Mi-
neralogía y muchas de las bibliotecas citadas se entienden a la luz de esta

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modalidad, en que entran obispos como Francisco José Marán, magistra-


dos como Benito de la Mata Linares –cuya colección de ochenta y cinco
volúmenes de manuscritos conserva la Real Academia de la Historia de
Madrid–, o magnates como el conde de Maule, que en 1796 va juntando
“pinturas exquisitas” y esculturas romanas.
En cuanto a las bellas artes, en el momento tratado coinciden por lo
menos veinticuatro pintores; en escultura persisten los imagineros ligados
a la tradición llamada quiteña, y a la de los jesuitas bávaros; en música, la
catedral, con su capilla de música, desempeña un papel relevante, imita-
do en otras iglesias y tertulias; en 1796 se crea una academia particular,
interpretándose en algunos salones conciertos de cámara y teatro, que
culminan en el teatro de palacio, durante el gobierno de Luis Muñoz de
Guzmán; la audiencia tiene su propio “Salón de Comedias”, datando de
1792 el teatro de Valparaíso, y de 1802 el de Santiago.
La arquitectura militar está representada por robustas construcciones
de fortificación abaluartada, en que su funcionalidad no impidió alardes
de sensibilidad. La arquitectura religiosa, hasta 1780 en la esfera del barro-
co, es severamente enjuiciada por el academismo; y cambia definitivamen-
te con el arribo, en 1780, del arquitecto romano Joaquín Toesca; egresado
de las academias de San Lucas de Roma, y de la Real de San Fernando, de
Madrid; discípulo de Francisco Sabatini, fue llamado para la terminación
de la catedral de Santiago, construyendo además el cabildo, el hospital, va-
rias mansiones, y los nuevos tajamares; su obra cumbre fue la casa real de
Moneda, significativamente, más tarde sede del gobierno republicano.
50 El impacto de su producción frente a todo lo precedente tiene el carác-
ter de una verdadera epifanía del clasicismo, creando un digno escenario
para las celebraciones oficiales, sociales o eclesiásticas; con su obra y las de
sus sucesores cambia el rostro de Chile; sus edificios, todos emblemáticos,
manifiestan el espíritu de una nueva época, manifestado en el plano de las
ideas por sus principales gobernantes, funcionarios públicos y actores so-
ciales. Interrumpido este proceso por los sucesos de la emancipación cuyo
bicentenario celebramos, ya estabilizada la república, en un sorprendente
proceso de continuidad, a partir de 1830 se recuperará todo lo rescatable
del período estudiado.

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

Nuestro pasado desde la reflexión

Sergio Villalobos
1992

E n primer lugar, quiero agradecer a Luis Carlos Parentini que ha teni-


do esta interesante iniciativa y a Julio Retamal Ávila, que la ha apoya-
do. Deseo agradecer también a la directora del Archivo Nacional, señora 51
María Eugenia Barrientos, por la recepción y haber facilitado esta sala,
donde hemos vivido tantas horas silenciosas en el placer de la investiga-
ción.
Se nos ha convocado a raíz de la próxima conmemoración del bicente-
nario, que es un motivo para reflexionar sobre el país desde el ángulo del
pasado. He entendido esta tarea como un acto responsable; no como una
disertación ligera y de paso.
Me parece que se trata de interpretar la gran historia del país, consi-
derada globalmente en las tendencias dignas de destacarse. Antes que to-
do, debe ser una meditación selectiva de lo esencial, como corresponde a
quienes han sido galardoneados con el Premio Nacional. Esas tendencias
mayores no pueden ser la microhistoria de pequeños conglomerados, per-
didos en los siglos, sino los temas esenciales de la transformación nacio-
nal, dinámica y creadora. Fuera debe quedar aquello que no ha significado
un aporte verdadero al trayecto de la nación.
Cuando se interpreta la historia, necesariamente se aplica un criterio
selectivo, dejando fuera aspectos de interés más reducido, que no por cu-
riosos y pintorescos tengan que ser incluidos.
Un criterio relativo también debe estar presente. Cuando se habla de
algún fenómeno, está implícita la comparación con fenómenos parecidos
o similares en realidades cercanas a la nuestra. Si digo, por ejemplo, que
las fortunas en Chile nunca han sido realmente grandes, no es porque
dentro del ámbito nacional no hayan ofrecido un contraste notorio, si-

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historiadores chilenos frente al bicentenario

no porque en comparación con otras realidades nacionales parecidas a la


nuestra, son más bien moderadas.
Quiero hacer un esfuerzo personal en busca de la objetividad, aunque
ella es difícil de lograr. Deseo hacer un recuento de la historia sin mitos,
sin falsificaciones, que suelen ser tan frecuentes.
Vivimos en un mundo en que la realidad histórica es deformada por
corrientes conceptuales provenientes del pensamiento filosófico, las doc-
trinas y la política. Se trata de utilizar la historia para cimentar posiciones
y, por qué no decirlo, para obtener algún objetivo personal. Esas posicio-
nes se propagan, se transforman en frases hechas y consignas y aparecen
públicamente como verdades indiscutibles. Aun los intelectuales caen en
esa ligereza.
Voy a comenzar con un hecho singular, pero altamente significativo.
Estamos en Colton, un lugarejo cerca de Chillán, año 1879. Dos cam-
pesinos, pobrísimos y de la misma edad, acaso calzando sólo ojotas, se di-
rigen a la ciudad a ofrecer sus servicios al regimiento, porque ha estallado
la Guerra del Pacífico. Son mestizos, seguramente con acentuados rasgos
indígenas, que son impulsados por un principio moral: dicen que van a
ayudar al gobierno por el asunto del norte. No tienen idea exacta de nada.
Cuando hablan del gobierno están pensando quizá en el Estado, la patria,
el país o la comunidad.
Son personajes del bajo pueblo que, al decir de muchos, era manejado
por los grupos superiores sin que tuviesen conciencia; pero ellos tienen
iniciativa propia, no hay coerción. Van a hablar con el comandante del
52 regimiento, que para ellos debió ser una figura muy superior y están deci-
didos porque reconocen su chilenidad, su pertenencia a una comunidad
que tiene historia.
El país está en un momento difícil y ellos están alertas para defenderlo.
Para mí, ésta es la mejor expresión de la calidad humana del tipo chileno,
que se había formado desde los años de la Conquista y que perdura hasta
nuestros días. Uno de ellos era Hipólito Gutiérrez, al parecer un payador,
por la forma en que escribe. Sabe leer y escribir a pesar de la humildad de
su posición; es decir, ha disfrutado de uno de los bienes culturales esen-
ciales que el grupo dominante del país ha otorgado a todos los sectores
sociales.
Hipólito Gutiérrez escribe las memorias de sus campañas, en una acti-
tud que cabe destacar porque representa la categoría alcanzada por nues-
tro pueblo. Existen cinco o seis relatos sobre la Guerra del Pacífico, escri-
tos por hombres de extracción modesta, mientras en Perú no hay ni uno y
temo que en Bolivia tampoco.
Nuestro hombre redacta su escrito una vez concluida la lucha, dándole
inicio a la manera de los payadores: “En el nombre sea Dios y del Carmen
soberana voy a narrar mis campañas por mar, por tierra y quebradas, por
desiertos y arenales”.
El relato rebosa entusiasmo y vitalidad. Está lleno de vivas a Chile,
desprecio por el peligro, “porque nadie se muere el día antes” y el autor
siempre yendo adelante, contento y lanzando epítetos terribles contra los
peruanos, que la dignidad académica me impide recordar.

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

Si pensamos que un hombre escribe sus recuerdos porque tiene con-


ciencia de haber participado en hechos importantes y haber contribuido a
las tareas de su sociedad, evidente que Hipólito Gutiérrez está expresando
una ética superior y que se identifica con su país. En él confluyen la reli-
giosidad, el patriotismo y un sentido poético.
Esa calidad humana es el resultado de una historia creativa y dinámi-
ca. Pienso que el pueblo chileno tiene una unidad acrisolada, tanto en lo
físico como en las actitudes mentales, en la manera de ser y sentir. Es un
mestizaje orientado por la cultura dominante.
La nación se formó en el mestizaje. No tengamos la menor duda de
que casi todos los chilenos son mestizos, incluso los de las familias más
aristocráticas. Los Lisperguer, esa familia tan orgullosa de la Colonia en el
siglo xvii, tenía no sólo sangre indígena sino, también, negra.
En esa forma se creó el arquetipo físico del chileno y también unas
formas culturales propias. El mestizaje es un fenómeno de la mayor impor-
tancia que une el aspecto físico con el espiritual. Desde luego, el aspecto
físico significa una fusión que ayuda a la integración y unidad de un pue-
blo. Además, el aspecto físico lleva improntas culturales, que ayudan a la
comprensión, pese a los roces y las actitudes anímicas. Pero cuanto más
intenso y uniformador es el mestizaje, como en el caso de Chile, mayor es
la identidad nacional y la eficacia creadora de un destino propio.
También hay que incluir a los extranjeros que llegaron en el siglo xix,
aunque su número no ha sido muy crecido. La integración de los inmi-
grantes a la sociedad chilena ha sido variable según la nacionalidad. Ale-
manes, ingleses y franceses se mantuvieron segregados, en un comienzo, 53
mediante una endogamia, escuelas, asociaciones y clubes, y también el
cultivo de su lengua y sus costumbres. En cambio, los españoles, que fue-
ron los más numerosos, y los italianos, se adaptaron con rapidez.
Los miembros de las naciones más prestigiosas y exitosas, fueron los
que más demoraron en incorporarse; en cambio, los provenientes de na-
ciones menos importantes, como españoles e italianos, no tuvieron reti-
cencia para mezclarse con los hijos del país y participar en sus formas de
vida. En el caso de los españoles ayudaron las similitudes y en el de los ita-
lianos, el parecido cultural, al extremo de que los descendientes de ellos
llegaron a ignorar el idioma originario.
Parecida ha sido la situación de los croatas, sirios y palestinos, que a
pesar de la diferencia idiomática, se han mezclado con la sociedad chile-
na, a causa de la pobreza inicial y el nivel modesto de sus costumbres y
cultura.
Finalmente, todas las nacionalidades, cual más, cual menos, se han in-
tegrado a la comunidad chilena, de modo que las antiguamente llamadas
“colonias” carecen de real significación.
Por otra parte, las etnias del pasado se han diluido en el mestizaje, fun-
diéndose en el bajo pueblo, aunque subsisten pequeñas agrupaciones en
algunos distritos, y los descendientes de los araucanos con una presencia
algo más extensa.
El mestizaje físico y cultural recorre toda la escala, pero se marca más
notoriamente en los primeros peldaños. El grado de integración de los

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araucanos es muy grande. La mayoría vive en las ciudades, mientras los


más ancianos y rutinarios permanecen en las tierras ancestrales. En gene-
ral, han recibido una educación sistemática, hay profesionales y parlamen-
tarios y ha habido ministros de Estado. Pocos son los que hablan su idioma
y entre los jóvenes hay un desapego de su vieja cultura, mostrando interés
por las cosas del mundo moderno. Inquietos y ambiciosos, procuran tener
los mismos bienes que el resto de los chilenos y el mismo nivel de vida.
La existencia nacional, orientada por la cultura dominante, con todas
sus relaciones e intercambios ha incorporado a los descendientes de arau-
canos al ser nacional.
Esa realidad ha sido tergiversada por los indigenistas, los antropólo-
gos, los políticos, los periodistas y las influencias llegadas del extranjero.
Tenemos una unidad cultural dada por una cultura dominante, la cris-
tiana occidental, con sus viejas y nuevas raíces, iniciada en Grecia con sus
aportes fundamentales.
De allí vinieron la dignidad del individuo, su participación en la políti-
ca, el razonar filosófico, la inquietud científica, el conocimiento de la siquis
y de la conducta, la armonía del espíritu y el arte equilibrado. Basta pensar
en la cantidad de palabras y raíces griegas que conforman nuestra habla
corriente, para comprender lo que es el aporte de una gran cultura. No se
trata de tal o cual término curioso sumido en el folclore, como ocurre con
expresiones indígenas, sino de la esencia del gran espíritu creador.
Después de la alborada griega la cultura occidental se nutrió de apor-
tes constantes y renovados, a impulsos del cristianismo, el racionalismo, el
54 llamado “espíritu fáustico”, el desarrollo de la ciencia y la técnica, que en
su carácter universal han conformado el gran trayecto del hombre.
Ésa es la cultura que nos envuelve y ha trazado nuestro destino histó-
rico.
La unidad cultural de Chile se palpa en todos los aspectos y se expresa
en el uso casi exclusivo del idioma castellano. Puede recorrerse el país de
norte a sur y en todas partes se escucha el castellano. Sólo por excepción en
el vericueto de las quebradas cordilleranas de Tarapacá o Antofagasta o en
los lugares apartados de la Araucanía se escucha hablar retazos de las len-
guas autóctonas. Más aún, quienes pueden hacerlo rehúsan hacerlo, porque
no quieren reconocer su origen y desean parecerse al chileno común.
Hace algunos años, en el gobierno de Eduardo Frei Ruiz-Tagle se hizo
una encuesta en todas las comunidades de antiguo origen araucano sobre
sus aspiraciones de sentido económico, social, cultural y político, y el re-
sultado fue sorprendente: sólo algo más del 2% señaló interés en el cultivo
del mapudungún. En otra encuesta quedó especificado que únicamente el
16% habla esta lengua.
Estos hechos deben interpretarse como efecto de la gran incorpora-
ción a la cultura dominante y el deseo de pertenecer a ella. Queda en
claro, a la vez, que las voces que se escuchan en defensa de la lengua
araucana, su enseñanza y un bilingüismo, provienen de personas y grupos
indigenistas movidos por actitudes personales, a veces interesadas, y que
presionan a descendientes de araucanos. En menor medida ocurre el fe-
nómeno en otras áreas, como la aymará y pascuense.

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

Los indigenistas son antropólogos, etnohistoriadores, sociólogos, polí-


ticos en busca de éxito y periodistas impulsadores de escándalos.
También debe considerarse como elemento unitario a la religión ca-
tólica, traída por los conquistadores y difundida a todos los ámbitos de la
sociedad, desde los niveles más elevados a los más modestos.
Debe entenderse a la religión como una gran categoría conceptual,
que da sentido al ser social, aunque sus principios sean violados de ma-
nera desaprensiva en todos los trajines de la vida. Los códigos éticos son
una referencia permanente en las acciones colectivas e individuales y no
pierden vigencia por las trasgresiones.
Nuestra historia tiene también una orientación geográfica que ha en-
marcado al hombre en espacios sucesivos de dominio a través de epopeyas
colectivas que lo enorgullecen.
La cuna fue la región central desde el valle de Aconcagua hasta el río
Biobío. Fue el primer núcleo de dominación, donde se forjó el arquetipo
del chileno en medio de las tareas agroganaderas del campo y la molicie
de la vida. Clima privilegiado, llanos, ríos, cerros y el marco poderoso de la
cordillera, formaron a un hombre de tierra adentro que consolidó a la na-
ción. La colectividad, segura de sí misma, ordenada y con una prosperidad
dinámica, amplió luego su presencia a los ámbitos con ocupación precaria,
pero que le correspondían por viejos títulos.
Cronológicamente, la Región de Magallanes y la Antártica Chilena fue
in­corporada mediante un esfuerzo valiente y sufrido y con una significati­
va participación de inmigrantes, que terminó incorporándose al ser nacio-
nal. 55
La Araucanía, recia, arisca y orgullosa, al cabo de tres siglos aparece so-
metida a las armas, el comercio, la cultura dominante, y las formas de vida
de campesinos, hacendados y aventureros.
En la Región de los Lagos, la colonización alemana, junto con chilotes
y gente llegada de la región central, forjan otro segmento del país.
Hacia los desiertos del Norte Grande se desborda la pujanza de la eco-
nomía de la región central, con su caravana de pioneros, obreros, empre-
sarios, técnicos y comerciantes, derivando al fin al conflicto con Bolivia y
Perú. El territorio pasa a ser chileno y ahí campean la bandera, la cueca y
el lenguaje del roto.
Por último, ya en el siglo xx las tierras de Aysén ven estrecharse los la-
zos con el centro de Chile.
Todo ha sido una tarea larga, una verdadera epopeya nacional, marca-
da por el éxito, el entusiasmo, y no carente de sufrimiento.
En el sentido espacial es necesario aclarar un mito que han cultivado
los círculos navales, los escritores y los poetas: la gran presencia de Chile
en el mar. Ésa es una leyenda hermosa y atractiva; pero si se analizan los
hechos resulta que jamás la vida nacional se ha volcado realmente a los
horizontes marítimos. Existen episodios que recuerdan tal o cual tarea
mercantil en el gran océano, aventuras en los archipiélagos australes y
la actuación heroica y audaz de la Marina. Sin embargo, la verdad es que
difícilmente nos hemos separado del litoral inmediato y que nunca parti-
cipamos de manera continua y sostenida en el tráfico del Gran Pacífico.

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Es sorprendente que menos del 1% de nuestro comercio en el siglo xix


correspondiese a ese movimiento, incluyendo el Asia, la Oceanía y la Poli­
nesia.
Desde el punto de vista de las empresas navales, la falta de dominio tu-
vo momentos desesperantes. Durante los años de la Independencia hubo
que improvisar todo, desde la adquisición de naves a la contratación de la
marinería y la oficialidad. No fue mejor la situación al enfrentar a la Confe-
deración Perú-Boliviana en 1836 y la situación no había mejorado cuando
España manifestó su poder y su arrogancia en 1865. Sólo con posteriori-
dad fue notorio el robustecimiento del poder naval.
Dentro del país las diferencias regionales son de carácter natural más
que humanas. Creo que hay carencia de regionalismos reales, aunque no
deja de haber connotaciones propias de las distintas localidades, que no
nos diferencian profundamente ni crean antagonismos graves como los
existentes en países de las cercanías.
Son muy claras, también, la unidad cultural del país y su identidad, que
puede palparse de norte a sur. Existe una comunidad humana que involucra
a la gente desde el plano consciente hasta las actitudes espontá­neas y aními-
cas. Frente a una contingencia que amenace al país, sea de orden físico o hu-
mano, interna o internacional, el chileno vibra como uno solo. Así ocurrió
en los conflictos bélicos del siglo xix y ello explica el éxito obtenido.
El patriotismo es una tendencia que caracteriza al chileno en los asun-
tos grandes y pequeños y que lo lleva a actuar de manera unitaria y com-
prensiva. En los tiempos más recientes, el embate de las corrientes univer-
56 sales y los conflictos internos de carácter político y social parecieran haber
debilitado al sentimiento patrio. Dígase lo que se diga, el chileno sigue
siendo patriota, y pese a doctrinas antagónicas, pasada la mayor conflicti-
vidad y restablecida la convivencia, la conciencia de una tarea en común
ha vuelto a abrirse paso.
Un problema: ¿universalismo o nacionalismo?
La disyuntiva se la plantearon tempranamente los organizadores de la
república en su esfuerzo por orientar todo el quehacer nacional. Se desea-
ba encontrar el camino propio, pero sin desechar las luces que iluminaban
al mundo y señalaban horizontes promisorios.
En los comienzos hubo una intención universalista muy marcada, por-
que las luces de la razón habían superado al “súbdito” de tal o cual país,
y habían exaltado al “hombre abstracto”, que debía ser el nuevo “ciudada-
no”. Ya no era tanto la comunidad de tal o cual nación la que interesaba,
sino la humanidad.
Para el caso de Chile, las nuevas intenciones llegaban profundamente
renovadoras y se despreció lo colonial, lo español y cuanta cosa venía del
pasado tradicional.
La admiración por lo nuevo, que llegaba tan sugerente desde Europa,
planteado de manera tajante. En un comienzo, tenía que ceder a una ma-
yor reflexión y muy luego se buscó el equilibrio mediante la valoración del
sentido de lo propio.
Andrés Bello, con la enorme sabiduría que tenía, planteó el tema con
toda claridad desde su alto sitial en la Universidad de Chile. Creía que

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existía un pensamiento universal, filosofía, ciencia y técnica, que debía ser


tomado en cuenta y debía guiar los pasos del país; pero a la vez había que
tener en cuenta la realidad natural y humana de Chile, que era distinta y
obligaba a estudiar lo nacional adaptando el saber universal a ese objeto,
que al fin es lo concreto e insoslayable.
El Código Civil representa de manera adecuada la fusión de lo uni-
versal y lo nacional. Andrés Bello y las comisiones redactoras unieron en
forma equilibrada la tradición del Derecho Romano, la impronta de las ins-
tituciones y costumbres castellanas, la realidad jurídica y social del período
colonial y el espíritu racional de la modernidad, todo en consonancia con
el estado de la sociedad chilena, aún marcada por un fuerte sentido con-
servador. Tal amasijo de tendencias es considerado en Latinoamérica como
un éxito por el aglutinamiento de todos esos factores.
El cultivo de la historia empleando métodos modernos se inició en la
década de 1840, representando un debate entre la especulación abstracta y
la precisión de los hechos concretos. Es bien conocido el planteamiento de
José Victorino Lastarria sobre la interpretación del pasado desde las catego-
rías filosóficas, y la posición de Andrés Bello que prescribía la investigación
de los hechos para llegar a un conocimiento exacto antes de entrar en espe-
culaciones. Este último criterio, que se impuso en la primera generación de
historiadores chilenos, fue expresión de un sentido nacional que buscaba en
el pasado, sin distorsiones, la imagen verdadera de la comunidad chilena.
La formación de la nación fue un proceso nítido de hechos reales en
muchas esferas.
Mario Góngora en su célebre Ensayo histórico sobre la noción de Es- 57
tado en Chile en los siglos xix y xx, planteó que en el siglo xix el Estado
había formado a la nación, una opinión desconcertante, en cuanto se ha
estimado que la nación es anterior al Estado y que éste es la expresión de
la nación jurídicamente constituida. Con todo, no podemos desentender-
nos del papel consolidador del Estado.
Creo que nosotros nos constituimos como nación antes que el Estado
republicano, aunque en forma paralela a la institucionalidad colonial y la
respectiva cultura. Con la llegada de Pedro de Valdivia y la simbología del
palo de la picota clavado en medio de la plaza de Armas –símbolo del orden
y la justicia– comenzó a actuar el Estado junto con los primeros pasos de
la nación. Ya los conquistadores tenían hijos mestizos, los hijos de los cris-
tianos a que alude Pedro de Valdivia en sus cartas, que luego formaron una
masa que creció sin límite, formando el elemento humano de la nación.
Al mismo tiempo el Estado desarrolla su papel formativo, que es decisivo
y dará, luego, paso al Estado republicano, con todas las variaciones que se
quiera.
En el trayecto republicano y nacional las elites fueron los grupos orien-
tadores esenciales. Su papel ha sido denostado por tendencias ideológi-
cas extremas, que tienen representantes entre los investigadores, sin com-
prender la orientación superior de los procesos históricos y tal como ellos
fueron en las distintas épocas. No hay sociedad que no tenga sus elites,
de cualquier color que sean, porque ellas representan un ordenamiento
y una eficacia.

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Las elites chilenas moldearon el Estado republicano y señalaron rum-


bos a la nación. Ellas tenían el poder, la riqueza y la cultura superior, sien-
do el único sector con capacidad gubernativa.
El destino unitario del país se formó desde el comienzo: poder cen-
tralizado y fuerte, una sola ley, una sola voluntad. Todo gravitaba hacia el
centro: la concentración de la población, la prosperidad agrícola, la mejor
tierra y hasta las condiciones climáticas.
Cuando surgieron los regionalismo, ellos no prosperaron. El supuesto
antagonismo entre Concepción y Santiago se resolvió en nada y es curioso
que algunos movimientos penquistas fuesen estimulados por los políticos
de la capital. Movimientos surgidos en Copiapó y La Serena carecieron de
una dinámica poderosa.
Cuando en 1826, debido a la influencia conceptual foránea se procuró
constituir un sistema federal y se señalaron siete provincias con sus res-
pectivas asambleas y autoridades, pasado el entusiasmo y desvarío inicial,
surgieron problemas irremediables. Dos de ellas comenzaron una dispu-
ta por sus límites y aprestaron sus milicias, había gente verdaderamente
preparada para llenar las asambleas, la elección de autoridades, incluidos
jueces y curas, provocaba tensiones y, lo peor de todo, algunas provincias
del sur no tenían riqueza para financiar nada. El gobierno del centro era el
gran redistribuidor geográfico de la riqueza nacional.
El sistema se derrumbó por sí mismo y desde las provincias sureñas se
pidió su término.
Desde entonces, el regionalismo ha tenido poco desarrollo. La Constitu-
58 ción de 1825, entre sus disposiciones programáticas dispuso la creación de
asambleas provinciales, con escaso poder resolutivo, y jamás se establecie-
ron porque no se dictó la ley correspondiente. Durante el gobierno militar
se dieron algunos pasos hacia la regionalización, tal como existe hoy día.
Pero el hecho esencial es que ha predominado la tendencia centralista.
Las elites, dentro de su intención orientadora de la nación, tuvieron
gran interés por la educación en todos sus niveles. Hubo una etapa fun-
dacional durante los gobiernos de Manuel Bulnes y Manuel Montt y lue-
go continuó el impulso incluyendo áreas especializadas y la formación de
maestros y profesores, a la vez que se perfeccionó el marco institucional.
El Estado docente fue el marco propulsor y orientador dentro de un espí-
ritu nacional modernizador. La educación privada también se desarrolló
notablemente, a pesar del estrecho margen de libertad de que disfrutaba.
Por sobre todo, me interesa señalar el profundo interés de los altos
sectores por entender la educación como elemento del perfeccionamiento
intelectual, moral y social, que debía llegar hasta la gente más humilde.
Es realmente conmovedor encontrar en los papeles que se resguardan en
este Archivo, la correspondencia de las autoridades luchando por implantar la
educación en todos los rincones. El intendente de Atacama, en oficio dirigido
al gobierno, solicita con empeño que se asigne un maestro para establecer
una escuelita en Freirina, porque los vecinos la solicitan y están dispuestos a
asignar dos salitas, en una vieja casa, para que funcione.
Se comprende, de esta manera, que Hipólito Gutiérrez, aquel pobre
campesino de Colton, escribiese sus recuerdos de la Guerra del Pacífico

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ejercitando su pobre pluma. Pero en ello había mucho más que una ha-
bilidad: estaba la identificación con la nación y el deseo de unirse a su
epopeya.
Desde la elite se ejercía una influencia que iba mucho más allá de la
educación. Había una ética y un estilo de vida que se transmitían de mane-
ra inconsciente y traspasaban a la clase media en su desarrollo. Y alcanzaba
también al bajo pueblo. Los ideales cívicos, la conducta moral pública y
privada, la manera de comportarse y aun la vestimenta, eran imitados en
el afán de mejorar de condición y parecer dignificados. Todo ello hasta que
los movimientos políticos y sociales de la primera mitad del siglo xx crea-
ron paradigmas propios del sector medio y del bajo pueblo.
La imitación había sido poderosa y quizá nunca ha desaparecido por
completo.
Durante el siglo xix, la separación sicológica de los de arriba y los de
abajo, aunque era pronunciada, no se manifestó en la vida pública hasta
la última década de aquella centuria. Y llama la atención la iconografía
de la época, en las fotos y los grabados, cómo se producía un encuentro
espontáneo que superaba las diferencias. Damas y caballeros, hombres y
mujeres pobres, aparecen confundidos en las celebraciones, en la Alame-
da de Santiago y en el Campo de Marte. Posteriormente, en las salitreras,
los obreros, con su mejor arreglo, en ropas de ciudad, bailan con las es-
posas de los jefes.
Existe una fotografía del gremio de la construcción Fermín Vivace-
ta, donde su directorio aparece correctamente sentado y de pie, con sus
miembros en traje de calle, zapatos y corbata, imitando el estilo del alto 59
grupo social.
La iconografía muestra acercamiento y una convivencia, que la docu-
mentación escrita suele ignorar poniendo el énfasis en lo conflictivo. Na-
die podría ignorar la injusticia del sistema social y las tensiones existentes
en él, que tuvieron manifestaciones trágicas, pero al mismo tiempo debe
tenerse en cuenta la convivencia y la comprensión, que una historiografía
tenebrosa ignora de manera absoluta.
Los aspectos negativos y dramáticos, basados en los “archivos de la re-
presión”, dominan toda la escena en las décadas de contacto de los siglos
xix y xx.
Pese a la conflictividad social, un aire de comprensión y entendimiento
recorre toda la historia del país, dándole un carácter evolutivo en términos
generales, que es efecto y causa a la vez, de una gran unidad nacional. En
ello han intervenido muchos factores, como la movilidad social, la forma-
ción de una clase media, la política social del Estado, el desenvolvimiento
económico, la conciencia de una historia exitosa y la vivencia de una tarea
en común.
Deseo, por último, plantear una paradoja: Chile ha sido un país pobre.
Ha habido una digna pobreza, que ha sido fuente de virtudes, considerado
el asunto en forma global.
En los siglos de la dominación española fue una pobre colonia, esca-
samente productiva y que debía ser mantenida con el aporte de la Coro-
na. El “real situado” enviado para la subsistencia del Ejército, constituyó

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una columna esencial de financiamiento. Sin embargo, esa pobre colonia,


llegados los días de la Independencia, pudo afianzar su destino y llevar la
emancipación al todopoderoso virreinato peruano. Para ello fue necesario
esquilmar al país apurando la miseria al extremo. Pero se había ganado li-
bertad, prestigio y confianza en el futuro.
Una vez en el trayecto republicano, hubo que echar las bases de una
economía moderna, avanzando con esfuerzo y lentitud, porque no hubo
ninguna riqueza esplendorosa deparada por la diosa Fortuna, contraria-
mente a lo que afirman los mitos. Hubo una expansión, trabajosamente
obtenida, en que se empeñaron pioneros y empresarios, a veces con mu-
cha audacia, y en que el campesino y el obrero trabajaron con sacrificio y
en situación dura e injusta.
En todo caso, se había obtenido un primer desenvolvimiento, que ase-
guraba un mejor futuro.
Luego vino la riqueza del salitre, que trajo holgura y dio mayor pro-
yección a todo el quehacer nacional. El país se apartaba un tanto de su
tradicional modestia y los viejos valores de sobriedad experimentaron un
ablandamiento. La vida de la elite se hizo relajada y dispendiosa, mientras
la “cuestión social” golpeaba con violencia.
Concluida la riqueza del salitre, hubo que volver al trabajo esforzado
y sistemático de toda la colectividad para obtener un pasar nada deslum-
brante.
La pobreza histórica debe ser entendida como fenómeno general del
país, sin atender a los desniveles internos. Debería ser una consideración
60 del ingreso per cápita o del producto interno bruto.
También hay que relacionarla de manera comparativa con otros países,
como Argentina, Perú y México.
En Chile ha existido y sigue existiendo una concentración de la riqueza
en los sectores superiores, pero nunca ha alcanzado el grado de acumu-
lación como en los países señalados. Es decir, la distribución ha sido más
pareja. Nunca ha habido sectores plutocráticos tan realzados como los ar-
gentinos, peruanos y mexicanos. Ello se ha debido a la carencia de una
riqueza espectacular y a cierto sentido de prudencia.
El Estado y la relación con él también estuvieron dentro de una ética
aceptable. La hacienda pública fue manejada de manera equilibrada y den-
tro del más estricto cumplimiento de las obligaciones. Los contratos con el
Estado no traspasaron los límites de la honestidad, y el desempeño de las
autoridades fiscales fue honesto hasta hace algunas décadas.
Esta revisión somera de nuestra historia ha pretendido exhibir los ras-
gos esenciales de una construcción exitosa, caracterizada por la unidad y
el esfuerzo, con una identidad clara en la conciencia, que me lleva a pensar
en Chile con una sola bandera y lanzado al futuro.

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

Reflexiones de un prehistoriador sobre


algunos desafíos históricos de la nación.
El tema de la identidad multicultural

Mario Orellana
1994

“Acaso el pasado, visto de cierta manera, no es transformable en futuro. 61


P. Teilhard de Chardin, Cartas de viaje

N uestra perspectiva para observar y reflexionar sobre los acontecimien-


tos pasados, presentes e, incluso, para imaginar y a lo sumo conje-
turar el futuro más próximo de nuestra nación, corresponde a la de un
prehistoriador. Es decir, a un investigador del pasado humano que trabaja
principalmente con el registro arqueológico y sus múltiples asociaciones,
haciendo uso de técnicas, métodos y teorías propias tanto de su disciplina
como de otras ciencias sociales y naturales.
Si nuestro interés científico es lo que ocurrió, cómo y por qué en el
pasado más antiguo de los hombres, sería legítimo preguntar qué nos au-
toriza para meditar sobre el desarrollo histórico presente y el de los años
venideros.
Expongamos en forma sucinta cuáles son nuestras razones epistemo-
lógicas. El primer criterio que usaremos es el binomio conceptual “tiem-
po-conocimiento”. Pensamos que, no sólo el tiempo personal dedicado al
estudio del pasado sino todo lo logrado por la disciplina, hacen posible
alcanzar información científica e interpretarla. Pero, además, el conoci-
miento permite lograr una visión profunda no sólo del pasado sino, tam-
bién, de nuestro presente, en cuanto éste es, en parte, consecuencia de lo
ocurrido con anterioridad.
Es el saber logrado a través de la vida dedicada a la investigación de un
tiempo prehistórico el que permite “ver” más allá de los hechos singulares

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historiadores chilenos frente al bicentenario

pasados y así lograr la inteligibilidad buscada que nos permitirá conocer


los grandes desarrollos que llegan al presente y que, incluso, pueden bos-
quejar el porvenir.
Son muchos los ejemplos que se pueden dar sobre las instituciones or-
ganizadas en el pasado, que continúan actuando en el presente con cam-
bios indudables que se han producido; por ejemplo, los antiguos cabildos
del siglo xvi que, transformados en municipios, siguen haciendo muchas
labores: de salud, de educación, económicas, de aseo, etc. Relacionado
con el papel que cumplían estos “cabildos” cuando eran “abiertos” o re-
uniones de todos los miembros de la ciudad, continúa el espíritu de par-
ticipación de los habitantes en los asuntos públicos que hoy día llamamos
comportamiento “democrático”.
Basten estos dos ejemplos para mostrar como no sólo las instituciones
continúan a través del tiempo sino el espíritu de ellas, su objetivo social y
comunitario, de participación en los asuntos de la “res-pública”.
Un segundo criterio es el siguiente: algunos sucesos, algunos hechos
del pasado, producen repercusiones, consecuencias, creando a través del
tiempo nuevas realidades, nuevos cambios sociales y culturales. Cierta-
mente los hechos del pasado que ayudan a generar instituciones, ideolo-
gías, acciones políticas, etc., son para más de un pensador los verdaderos
“acontecimientos” que deben ser seleccionados y estudiados por los histo-
riadores entre tantos miles de hechos pasados (Eduard Meyer).
Pero, ¿cómo saber entre miles y miles de acciones de hechos ocurri-
dos, cuáles son históricos y deben ser estudiados por los especialistas del
62 pasado? Aunque hay muchas respuestas, ahora nos interesa recordar la afir-
mación del historiador alemán Eduard Meyer quien escribió “es histórico
aquello que produce o ha producido efectos”.
Pero como él mismo reconoce, el número de acontecimientos concre-
tos sigue siendo infinito. Lo que nos permite conocer los acontecimientos
del pasado que producen efectos, consecuencias en el presente, es el inte-
rés histórico de los estudiosos que viven en un tiempo determinado.
Por ejemplo, nuestra preocupación por la situación de las diferentes
etnias y culturas que viven en nuestro país, nos hace preguntarnos cuáles
son los hechos que explican cómo se originaron los actuales problemas de
“convivencia” entre ellos y nosotros los chilenos. Esto demostraría que la
investigación del pasado histórico siempre tiene como base la deducción
de “efecto a causa”. Al reconocer estos hechos como históricos (como cau-
sa de otros) los aceptamos como sucesos perdurables en sus consecuen-
cias, así lo manifiesta Eduard Meyer en La teoría y la metodología de la
Historia: “la premisa es siempre la misma: el apreciar la realidad de un
efecto, para investigar partiendo de él, sus causas”.
El uso de esta premisa cognitiva nos lleva a pensar que nuestros cam-
bios presentes, producto de las creaciones de sus hombres, han recibido
algunos aportes del pasado. Si, como lo referiremos a continuación, existe
una estrecha vinculación entre los tres tiempos históricos, es posible pen-
sar que el futuro próximo se está gestando en parte en la contemporanei-
dad y que los problemas que ahora nos preocupan, si no son soluciona-
dos, van a contribuir posiblemente a “un mañana” inestable.

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

Un tercer y último criterio es el recién mencionado y que postula la es-


trecha relación entre los tiempos pasado, presente y futuro. Aquí de lo que
se trata es de usar el binomio conceptual “tiempo-cambio”, que permite
reconocer los tiempos por el devenir de los acontecimientos humanos.
El constante hacer del hombre hace posible la identificación de los
tres tiempos, los que se suceden en una invariable continuidad. Todo en el
tiempo se realiza sobre la base de hechos que fueron nuevos en el pasado
y que crearon otras acciones sobre las cuales, a su vez, se construirá el fu-
turo humano. Así, según san Agustín en Confesiones, los acontecimientos
en un tiempo pasado, van creando una trama de nuevos sucesos, en un
tiempo presente, algunos de los cuales formarán parte de los próximos
años.
A partir de los criterios epistemológicos expuestos avanzamos en nues-
tras reflexiones.
Como arqueólogo dedicado a la prehistoria de Chile, intento bosque-
jar y, si es posible, precisar los procesos culturales de las sociedades que
habitaron nuestro territorio antes de la llegada de los conquistadores espa-
ñoles. Pero también, como precisaremos más adelante, nos ha interesado
estudiar los contactos de todo tipo que se produjeron entre los conquis-
tadores y los “habitantes de la tierra” (aborígenes), especialmente en el
siglo xvi.
Los arqueólogos, como se sabe, estudian los artefactos, los instrumen-
tos y todo tipo de cultura material, obtenida en las excavaciones y en las
recolecciones. Pero cuando se presenta la oportunidad de aproximarnos a
las ideas, a los pensamientos, a las creencias, a los valores de los hombres 63
de la sociedad autora de esta cultura material, no vacilamos en hacerlo.
Incluso, no ha faltado el prehistoriador que ha afirmado que descubre un
mundo de pensamientos en los materiales arqueológicos que estudia, co-
mo Vere Gordon Childe en Reconstruyendo el pasado. Sin lugar a dudas
la cultura material no es muda; hay que saber interrogarla para que nos
hable, para que nos cuente su “historia”. Y las preguntas las hacemos no-
sotros, en nuestro presente, de acuerdo con los temas que nos interesan y
a los problemas que aspiramos resolver.
Pensamos que así como los historiadores identifican redes de aconteci-
mientos de diferentes clases, también los prehistoriadores pueden usar el
concepto de acontecimiento (hecho del pasado que produce consecuen-
cias tanto en su presente como en su futuro), en sus esfuerzos por conocer
lo que sucedió y la relevancia de algunas acciones ocurridas.
Por ejemplo, cuando se iniciaron los primeros experimentos para fa-
bricar tiestos de barro, ¿no se estaba abriendo una corriente de consecuen-
cias que transformarían parte de la vida de las comunidades prehistóricas?
¿Y qué decir de los primeros experimentos de cultivos y de selección de
plantas, y de sus efectos económicos y sociales?
Pues bien, las relaciones entre el prehistoriador y el historiador son
múltiples. Tanto el uno como el otro, cuando estudian el período del “Des-
cubrimiento y Conquista de Chile” no pueden dejar de conocer los pue-
blos y culturas que ocupaban el territorio que fue invadido por los con-
quistadores españoles.

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historiadores chilenos frente al bicentenario

Se trata de un “período-puente” entre el último desarrollo agro-alfa-


rero, que se había desenvuelto desde aproximadamente el 1100 d.C. y los
primeros poblamientos españoles que se hicieron desde 1541 en adelan-
te. En el siglo xvi se produjo un contacto, violento la mayoría de las veces,
entre conquistadores y aborígenes, imponiéndose en algunas regiones los
rasgos culturales europeos. Esta imposición cultural y biológica (asimila-
ción) inició un proceso de mestizaje especialmente en el valle central y
una disminución de la población indígena que continuó en los siglos pos-
teriores. En cambio, en los valles y quebradas del Norte Grande (Tarapacá
y Antofagasta) se conservaron algunos grupos nativos, ocurriendo lo mis-
mo en los territorios al sur del río Biobío.
Entonces, en el estudio del siglo xvi el prehistoriador combina los
estudios arqueológicos y etnológicos con la investigación de las fuentes
escritas y de los cronistas; de la misma manera como el historiador, de-
berá trabajar con la información entregada por las disciplinas antropo-
lógicas.
Si al pasar de los siglos el proceso de mestizaje biológico y cultural
entre chilenos y aborígenes se acrecentó, sin dejar de tener presente otros
mestizajes que ocurrieron entre chilenos y europeos, podemos preguntar-
nos, ¿cuántos de los pueblos aborígenes, aunque mezclados, continúan en
sus usos y costumbres, en su lengua, en sus ceremonias, etc.? En algunos
casos hay poblaciones indígenas muy debilitadas y prácticamente desapa-
recidas; otras se han incorporado en muchos aspectos al estilo de vida
urbana, pero otras insisten en mantener y defender sus costumbres y, en
64 general, su “cultura tradicional”.
Esta realidad verificada por antropólogos, sociólogos e historiadores
nos lleva a averiguar si existe una identidad cultural y biológica en nuestro
país, ¿qué es lo propio de nosotros?
Participamos de un espacio geográfico, de un territorio nacional, de
un paisaje que reúne características especiales; tenemos una educación
donde el conocimiento de nuestro pasado histórico es muy importante;
reconocemos como nuestras algunas tradiciones folclóricas y “fiestas” re-
ligiosas (música, baile, religiosidad popular) y algunos símbolos como la
bandera, el himno nacional; y nos gobierna una constitución, que pode-
mos modificar si mayoritariamente lo decide la nación.
Ahora bien, recorriendo nuestro país también se comprueba que hay
costumbres, tradiciones, fiestas, folclore, tipos antropológicos físicos, que
caracterizan las diferentes regiones de Chile. En algunos casos las ciuda-
des, los pueblos y sus habitantes se han adaptado no sólo a un paisaje
natural haciéndolos distintos entre sí sino, también, se diferencian por su
pasado histórico.
Por todo lo expuesto, que ha sido contrastado empíricamente, defi-
nimos nuestra “identidad” como una multiidentidad caracterizada por
costumbres y usos, lenguajes, creencias, tradiciones, poblaciones, que
matizan y enriquecen nuestra realidad mayor que llamamos, por razones
históricas, Chile, nombre que se conoce y usa desde el siglo xvi.
Y lo afirmado por nosotros (esta variación de rasgos de la realidad na-
cional) ocurre también en muchos otros países del mundo donde se viven

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

problemas de convivencia, algunos por conflictos entre sus etnias; otros,


por enfrentamientos religiosos, etcétera.
Afinando nuestro pensamiento con mayor precisión, definimos, a nues­
tra nación como multicultural, con presencia de un mestizaje, que tiene
distintos orígenes y con diferencias sociales y económicas importantes. El
problema que se nos presenta entonces es, ¿cómo alcanzar una interac-
ción más enriquecedora entre realidades culturales, sociales, económicas
y biológicas diversas?
Sin duda que este problema es uno de los muchos desafíos relevantes
que tiene nuestra nación. ¿Cómo contribuir a la solución de él? Como no
somos políticos ni legisladores sólo podemos ofrecer nuestras reflexio-
nes.
Esperamos que las políticas que se apliquen estén alejadas de solucio­
nes de fuerza, donde se pretenda integrar por medios coercitivos en nues-
tra sociedad nacional a grupos étnicos y poblacionales que se resisten a
perder sus tradiciones, costumbres, creencias, lenguaje, etcétera.
Alguna vez, en nuestro Antropología e historia de la isla de la Laja,
recomendamos que para estrechar la relación entre nuestra sociedad na-
cional y algunas sociedades tradicionales aborígenes, debe darse por parte
de las autoridades un trato cuidadoso, respetuoso e informado. Refirién-
donos a algunas comunidades pehuenches (de Cauñicú, de Callaqui, de
Pitril, etc.) escribimos:

“Esta sociedad tradicional no se opone a trabajar junto a


los chilenos, en las orillas del Biobío (en las represas hidro­ 65
eléctricas), pero pide no perder contacto con sus familia-
res, con sus comunidades. Quieren mantener sus tradi-
ciones y costumbres; saben que su futuro los conduce a
vincularse cada vez más con los chilenos, con sus leyes,
con sus instituciones, pero quieren hacerlo desde su rea-
lidad pehuenche, aportando su saber, sus creencias, sus
formas de vida; que obviamente no son las mismas que
nos dieron a conocer los cronistas y viajeros de los siglos
xvi y xvii, pero que se mantienen en parte importante, in-
corporando en los últimos siglos rasgos de otras culturas
aborígenes y de la chilena”.

Baste lo expuesto para concluir que una interpretación correcta de lo


que hemos denominado identidad multicultural, obliga a los chilenos a
reconocer que nuestro ser nacional es múltiple en rasgos culturales, bio-
lógicos y sociales. A partir de esta evidencia debemos construir soluciones
y políticas justas sin perder la visión de un futuro común, de un “proyecto
país”, donde se respeten las costumbres y creencias de los grupos cultura-
les minoritarios.
No hay que temer a esta compleja realidad; todo lo contrario. Ella debe
alentarnos a buscar procedimientos adecuados y argumentos racionales pa-
ra lograr en lo posible una inclusión de los grupos culturales tradicionales
a nuestra sociedad nacional. Tal vez estas políticas de integración no siem-

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historiadores chilenos frente al bicentenario

pre tengan éxito; lo importante, sin embargo, es que se muestre un rostro


generoso hacia los otros y se comprenda por ambas partes que la defensa
de lo propio no es contradictorio con el enriquecimiento e incorporación
de nuevos rasgos culturales exógenos. Recordemos a Hernán Godoy en
su libro La cultura chilena donde escribe: “es la cultura lo que convierte
a una pluralidad de personas en una comunidad específica, con identidad
propia, con un universo mental, moral y simbólico compartido”.
Entonces, no es imposible pensar que nuestra nación debe sustentar-
se, entre otras realidades, en una pluralidad de comunidades que, sin du-
da, enriquecen nuestro universo cultural y hacen más solidaria a nuestra
sociedad nacional.
Es probable que algunas personas duden de lo expuesto por nosotros.
¿Acaso no es una contradicción afirmar, por una parte, que somos una
“nación” y, por otra, que debemos reconocer que somos una pluralidad de
pueblos y culturas?
Si entendemos por “nación” al país compuesto por una población que
tiene un mismo origen, que habla un idioma, que tiene una tradición cul-
tural común y que se rige por una constitución y un mismo gobierno, no
deberíamos dudar en incorporar a nuestro ser nacional las culturas abo-
rígenes, que están en nuestro origen nacional, y que aún continúan parti-
cipando creativamente en nuestra vida de país. En Chile hay etnias de di-
ferentes orígenes, que deben incorporarse a nuestra nación. No debemos
olvidar que el concepto de etnia define a una población humana que tiene
afinidad de origen biológico, de lengua, de historia y es poseedora de una
66 cultura material y espiritual.
En nuestro territorio, nadie puede dudarlo seriamente, hay etnias abo-
rígenes y también etnias provenientes del Viejo Mundo, algunas de ellas
muy mezcladas, viviendo intensos procesos de aculturación; muchas de
ellas se reconocen como pueblos aborígenes. Nuestra “historia” explica su
sobrevivencia; entonces debemos reconocer e incorporarlas a nuestra rea-
lidad actual nacional. Un reconocimiento constitucional de estas culturas
y pueblos puede, en el futuro, enriquecer a nuestro Chile y hacerlo más
solidario.
Pensamos que el estudio del pasado más antiguo y también del más
reciente, invita a nuestros gobernantes a reconocer la pluralidad cultural
de nuestro país. Sólo esta actitud impedirá problemas étnicos en el futuro
próximo, que nadie debería querer para nuestra nación chilena.
Nuestro país se caracteriza por ser rico en expresiones culturales, en-
tre ellas se encuentran las de las “colonias” extranjeras y las de los “abo-
rígenes”. ¿Por qué aceptar unas y no las otras? ¿Dónde está la razón que
explica el rechazo a lo aborigen, por parte de algunas personas? ¿Por qué
son pueblos indígenas?, ¿por qué no desarrollaron una “alta cultura”?, ¿por
el color de su piel?
Si reflexionamos alrededor de este tema, observaremos que lo “na-
tivo”, lo “indígena”, lo “aborigen” son conceptos que provocan rechazo
en algunos. Sin embargo, nuestra historia nos muestra que lo “chileno”
proviene de la mezcla biológica y cultural de muchos pueblos. Bastaría
recordar que los primeros grupos de españoles, jóvenes y solteros, en el

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

siglo xvi, estaban compuesto en una mayoría abrumadora por hombres.


Por esta razón las mujeres indígenas fueron las compañeras de estos con-
quistadores –Sergio Villalobos, para fines del siglo xvi, en el tomo 2 de su
Historia del pueblo chileno da siete mil quinientos veinticinco hispanos y
criollos; veinte mil mestizos; tres mil negros y sus mezclas; ciento sesenta
mil indios sometidos y libres–.
Por supuesto que a través de los siglos el mestizaje fue adquiriendo
mayor cantidad de genes europeos. Por esto es que nuestro historiador
Diego Barros Arana, en 1875, en “Apuntes sobre etnografía de Chile” pu-
blicado en el tomo xlvii de los Anales de la Universidad de Chile, creía en
la unidad racial de los chilenos; una población blanca donde predominaba
“el elemento europeo más o menos puro”.
Sin negar que la composición genética de los chilenos tiene una ma-
yoría de genes provenientes de muchos pueblos europeos, se descubre en
parte de nuestra población campesina y en algunos estratos sociales urba-
nos denominados pobres, la presencia de algunos rasgos físicos propios
de poblaciones aborígenes.
Incluso, algunos de aquellos estudiosos que desconocen el pasado in-
dígena, que caracterizó a Chile en su tiempo más antiguo y también en
los períodos de la Conquista y de la Colonia, no deben olvidar que tienen
antepasados que debieron vincularse con esta realidad biológica y cultural
aborigen.
No nos parece una conclusión científica el desconocer el aporte abori-
gen prehistórico en nuestro territorio: la configuración del ambiente natu-
ral que hicieron los diferentes grupos de cazadores, recolectores, pescado- 67
res y agricultores; el uso de nuevas tecnologías descubiertas y aplicadas a
través de los milenios y siglos; la elaboración de bienes culturales y artísti-
cos en el seno de las comunidades aldeanas y agroalfareras.
Algunos especialistas sólo reconocen el papel histórico de los espa-
ñoles, que nadie duda que fue muy importante, en la organización de la
nación chilena. Sin embargo, no debe olvidarse que el nombre mismo de
nuestro país, y de tantos lugares de él, es aborigen; igualmente en nuestro
idioma español, en el lenguaje común, hay muchas palabras de induda-
ble origen nativo. También muchas costumbres, creencias, fiestas, conoci-
mientos medicinales, son de herencia de culturas anteriores a la conquista
española y contemporáneas a ella.
Por todo lo anterior, la contribución cultural de los diferentes pueblos
aborígenes debe ser estudiada científicamente por los prehistoriadores e
historiadores.
Además, la educación en nuestro país debe formar a los niños y jóve-
nes en su pasado histórico, sin desconocer nuestro pretérito aborigen y
los procesos de aculturación que se produjeron en los períodos de la Con-
quista y de la Colonia.
Nuestra nación, que es mayoritariamente blanca y con una tradición
cultural europea, no debe desconocer que parte de su pasado, que aún
perdura por el efecto de sus acciones, está constituido por pueblos y cul-
turas originarios, que desde los comienzos de la historia de nuestro país
fueron parte de los acontecimientos más significativos de nuestro pasado.

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historiadores chilenos frente al bicentenario

Creemos que no se es menos chileno ni menos científico si se recono-


ce esta valiosa herencia aborigen.
Si esto es así, entonces deberemos asumir esta realidad antropológica
y cultural sin prejuicios; reconociéndonos como producto de una larga
historia, de encuentros y desencuentros de pueblos, que nos ha hecho
fuertes y algo sabios.
Sería hermoso pensar que cuando se cumplan doscientos años de la
instauración de la Primera Junta Nacional de Gobierno, en 2010, nuestro
país se definirá como una gran nación, compuesta de muchas culturas y
pueblos, que pueden en la diversidad lograr la unidad ciudadana.
Para terminar, reconozcamos que dejando a un lado problemas de in-
tegración cultural y, en algunos casos, sociales, los chilenos somos una
nación que vivimos en un país que es una realidad unitaria, sobre todo
cuando se mira en su pasado histórico. Este pasado nos muestra, a veces,
conflictos políticos, sociales y económicos. Pero cada vez, el país, con su
gente, se estrecha más, intentando vivir en relativa armonía. Siempre, sin
embargo, habrá pequeños grupos que aprovechándose de las injusticias
existentes, o aspirando a cambios estructurales extremos, intentarán per-
turbar nuestra sociedad nacional.
Una mirada hacia adelante, hecha por un estudioso del pasado, debe-
ría mostrar los caminos a seguir. El respeto de unos a otros; la aceptación
de que siendo diferentes, podemos dialogar e intentar resolver nuestros
problemas, nuestras injusticias. Son senderos de la razón que nunca de-
bieron ser abandonados; sólo así, el año 2010 y los siguientes, serán tiem-
68 pos de “adviento”, de esperanza y de amor para nuestra nación.

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

En la senda del centralismo

Mateo Martinic
2000

D eseo agradecer en primer lugar a las instituciones que han organiza-


do este encuentro, al Archivo Nacional, a la Universidad de Chile y a
la Universidad Andrés Bello, también a la Academia Chilena de la Historia y 69
al diario El Mercurio, que nos han invitado a una reflexión conjunta acerca
del bicentenario, a pensar en nuestro Chile en vísperas de ese aconteci-
miento.
Mi reflexión deseo hacerla en representación de cuantos viven en la
periferia geográfica del país, de las regiones distantes del centro. Como
hombre de la Patagonia soy porfiadamente regionalista, pero chileno ade-
más y primero, reivindicando para ello la chilenidad originaria de la tierra
magallánica, pues por allí fue descubierto Chile, por allí este país ingresó
a la Geografía y a la Historia. Esto me da una inspiración particular para
desarrollar la reflexión.
Hay muchas razones para sentirnos satisfechos de cómo va Chile cami-
no al bicentenario de la república. El presidente Ricardo Lagos dijo hace
algunos días con entera propiedad, que cuanto ocurría en materia de go-
bierno era como una carrera de postas. Es cierto, así ha sido nuestro desa-
rrollo histórico desde los inicios de la República hasta ahora; una carrera
de postas donde, claro, cada carrera depende del vigor del corredor y de
las circunstancias en que la misma se desarrolla, pero finalmente una ca-
rrera de postas donde hemos ido de menos a más. Soy de los que miran el
estado actual del país con tranquilidad y con optimismo; creo que hemos
adelantado mucho, sobre todo en los últimos lustros y vamos camino a
seguir mejor. Esta complacencia en la reflexión no impide que tengamos
claridad como para ver dónde tenemos todavía algunas carencias, dónde
podemos enmendar y revisar lo acontecido en nuestra historia, a modo de

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experiencia que debe ser recogida. Sabemos que hay desigualdades de gé-
nero que tenemos que superar; que tenemos inequidad en la distribución
del ingreso, situación que debemos cambiar obligatoriamente, en tanto
sea posible, lo que, por cierto, no es una tarea fácil. Sabemos que hay ta-
reas pendientes en el orden de la salud y de la educación pública, no obs-
tante, todo lo que se ha adelantado estos últimos años, como la hay en la
indispensable reforma de la previsión social, para hacerla más justa y favo-
rable para cuantos han vivido prácticamente de sus remuneraciones. Hay,
además, deudas pendientes que afectan a la nación chilena y entre ellas
ciertamente la más importante es la que se refiere a la desigualdad que se
ha dado y se da en la evolución y desarrollo de las diferentes regiones de
la república, que es la consecuencia directa de la concentración de poder
y de recursos en el centro metropolitano del país.
Lo acontecido en Chile en la materia que interesa, deriva del suceso his-
tórico ocurrido hace tres siglos, como fue el cambio de la dinastía de los Aus-
trias a los Borbones en el gobierno del imperio español. Con los Borbones
se inició en España, en sus colonias o reinos indianos americanos el desarro-
llo fuerte y sostenido del centralismo gubernativo y administrativo que, en
el caso de Chile, marcaría fuertemente nuestra evolución y nuestra vida re-
publicana. Constituimos al independizarnos un Estado unitario, pero al mis-
mo tiempo tremendamente centralizado, una república donde se aprecia la
macrocefalia de su capital, Santiago, que no deja crecer demográficamente,
así como en riqueza, poder e influencia. Basta venir acá de tanto en tanto
para maravillarse con los cambios que se producen y para comparar cómo
70 es de diferente en el resto del territorio nacional, con distintos matices.
No es justo que eso suceda, no es justo que eso sea así y pienso que ca-
mino al bicentenario tenemos que reflexionar acerca de cómo enmendar
esa inequidad. La historia nos muestra cómo en diferentes momentos se
intentó reaccionar contra ese mal, contra esa práctica equivocada y viciosa:
así el intento federalista de 1826, la ley de la comuna autónoma de 1891,
que no pasó de mera declaración, como fue la propuesta de creación de
asambleas provinciales en la Constitución de 1925. Pero, bien se sabe,
todas resultaron fallidas como experiencias debido a diferentes razones,
principalmente por falta de decisión para eliminar ese mal desde la raíz.
Afortunadamente, en tiempos más recientes, de veinticinco años a esta
parte, se ha ido desarrollando la regionalización. Se ha adelantado en eso,
aunque desde mi punto de vista ni tan rápido ni tan intensamente como se
debiera, incluso hasta con retrocesos puntuales, como sucedió con la dis-
posición constitucional de 1980, que asignó numerales a las regiones chi-
lenas, para los efectos de su identificación siguiendo el régimen castrense
que entonces nos regía, inspirado, al parecer, en las legiones romanas, y
que condujo al fin a una preterición de los antiguos y queridos nombres
histórico-geográficos, contribuyendo a la progresiva pérdida de la indivi-
dualidad de las regiones nacionales. Afortunadamente, y de ello nos ale-
gramos, de manera especial, la reciente enmienda constitucional de 2005
eliminó la asignación numeral de marras.
La gran tarea inconclusa de cara al bicentenario de la república es la
de saldar la deuda que se mantiene con las regiones chilenas. Creo que

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

es la tarea trascendente que se impone a partir de ese acontecimiento.


Repensar la regionalización y avanzar decididamente sobre nuevos esque-
mas, claros y eficaces como para conseguir los objetivos de un desarrollo
equilibrado, o más equilibrado y armónico para el país, según se viene re-
clamando desde distintas regiones con planteamientos constructivos que
deben ser valorados y recorregidos. Debemos superar los viejos temores
que nos vienen del pasado a propósito del federalismo. La modernidad
constitucional nos ofrece alternativas dignas de consideración y, por qué
no, de imitación. Europa, que es tan sabia en esta materia, ya nos está
dando lecciones con lo acontecido en países unitarios. Veamos así el caso
de España, con sus autonomías regionales y que no han llevado al quie-
bre del Estado español; también los casos de Italia y Francia, países en los
que se está imponiendo una razonable autonomía regional. Es decir, en
el concepto inamovible del Estado unitario pueden introducirse reformas
profundas, incorporando –y haciendo efectivamente eficaces– los propios
de la desconcentración, la descentralización en la gestión administrativa y
económica para llegar a tener una razonable vida autonómica.
Desarrollar las autonomías regionales significa la posibilidad de desa-
rrollar con vigor sus propias personalidades que se han venido formando
sobre marcos geográficos, pero respondiendo a seres históricos diferen-
ciados. Y entonces vamos a recuperar y reafirmar las distintas individua-
lidades culturales de cada región y este país al fin siempre será unitario,
pero con una rica diversidad regional, nunca con la uniformidad impuesta
desde el centro. Ése es el Chile que queremos mirando desde la periferia.
Esperamos que así el esfuerzo concentrador de la macrocefalia de hoy 71
se diluya progresivamente y se transforme en el vigor que se transmita a
las regiones para superar definitivamente su anémica evolución histórica.
Queremos que el caminar de esta república hacia su tercer centenario sea
diferente, señalado por la armonía en el desarrollo, por la valoración de
la diversidad de sus formas culturales y de sus tradiciones históricas, por
la gestión gubernativa, administrativa y económica con una razonable, pe-
ro eficaz autonomía, para romper la desigualdad que existe hasta hoy en
nuestro país.

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

Reflexiones sobre el bicentenario


desde una visión antropológica

Lautaro Núñez
2002

“Patria, naciste de los leñadores,


de hijos sin bautizar, de carpinteros,
73
de los que dieron como una ave extraña
una gota de sangre voladora...”

Pablo Neruda, “Dulce Patria”, 1949

S e comprenderá que como arqueólogo mis reflexiones están impregna-


das de una cronología larga, donde el bicentenario es sólo un segmen-
to que involucra al desarrollo del Estado nacional, sin considerar al país
como un proceso cruzado por la herencia indígena y colonial, al interior
de una historia de trece mil años, construida por indígenas, afroameri-
canos, españoles, mestizos, criollos e inmigrantes. Desde esta pluralidad
de sujetos que constituyen la chilenidad, surge un país multicultural y
pluriétnico, con paisajes culturales e históricos-regionales, marginados de
las así llamadas historias generales e ignorados por la homogenización de-
cimonónica al servicio de las elites y su poder asociado. Se esperaría que
dos siglos de vida independiente fueran suficientes para percibir nuestras
relaciones internas y externas de un modo más descolonizador y tolerante
a la vez, en lo concerniente a las entidades diferenciales localizadas a lo lar-
go del país a través de paisajes culturales tan contrastados como el mundo
huaso, chilote, salitrero, patagónico y tantos otros.
Quisiéramos seguir aportando con los métodos arqueológicos los tes-
timonios desde los materiales prehistóricos a los basurales de las salitre-
ras, incluyendo, por qué no, el registro del holocausto revelado en las
fosas de la dictadura. Es cierto, no son textos escritos, pero junto con las

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memorias orales y los restos patrimoniales, establecen una integración ho-


lística que nos acerca a aquéllos que decidieron no escribir sus historias,
y otros que sabiéndolo hacer fueron marginados de las historias oficiales
por ser indígenas y en tanto no respondían a los intereses hegemónicos
del Estado y sus idearios clasistas.
Se podría aceptar que los cronistas españoles no reconocieron bien
desde los inicios los logros indígenas, porque no estaban calificados pa-
ra comprender la complejidad de los pensamientos y tecnologías de se-
res diferentes. Desde aquí proviene esa cierta simplicidad “salvaje” con
que se debería asociar a gentes que vivían en la “barbarie”. Es decir, los
así llamados “nativos” por el colonialismo mundial, avasallados por el ré-
gimen “civilizador”, no deberían competir con los ingenios tecnológicos
europeos. Se vieron acequias, plantas, chacras, huellas, trueques, minas,
pucaras, ranchos, dioses del demonio y carneros de la tierra, donde hoy
sabemos que se habían desarrollado prácticas hidráulicas, control gené-
tico-botánico, agricultura, sistemas viales, operaciones de intercambio a
larga distancia, procesos minero-metalúrgicos, ciudades, aldeas, escultura
y ganadería, respectivamente.
Para trastocar el estigma de la inferioridad sociocultural nos interesa
un modelo explicativo más antropológico en torno a la reconstitución y
comprensión de nuestros pueblos, donde el documento que emerge al
interior de la arqueología prehistórica en su tránsito hacia la industrial
y contemporánea, a través de un proceso de continuidades y cambios,
nos acerque a los estudios etnohistóricos, antropológicos-sociales e his-
74 tóricos, etnológicos, sociológicos y “patrimoneológicos”. Esta integración
ideal de documentos escritos, artefactuales, monumentales y orales, uni-
dos, afianzarían un nuevo paradigma académico en cuyas propuestas, los
más desposeídos ya están alcanzando también su espacio como sujetos de
la historia, con suficiente contrastación empírica. Los testimonios escritos
y no escritos en cuanto reflejan conductas humanas, no están exentos de
ser sometidos a la crítica interna antes de constituirse en hechos debida-
mente legitimados. Al respecto, las sabias intuiciones de los poetas que se
han liberado de las historias cortas y que recogieron las epopeyas indíge-
nas anteriores a la invasión europea, dan cuenta como Pablo Neruda, de
su preocupación por concebir la noción de patria desde sus orígenes más
remotos para revelar: “los contenidos de nuestra propia tierra”. En este
sentido, nadie sobra en este país para reconocerse así mismo como cons-
tructor del país, independientemente de la escala de sus aportes.
En los inicios éramos cazadores-recolectores-pescadores que hacia el
fin de la edad glacial penetramos en la finis terrae sudamericana en sucesi-
vos viajes sin retorno, descubriendo aquello que sería Chile antes de Chile.
No eran cavernícolas ni trogloditas. Crearon distintos modos estacionales
de apropiación de recursos, con campamentos multifuncionales bajo una
intensa ritualidad, estableciendo vínculos inteligentes con la explotación
de la flora y fauna, cuando el paisaje se estabilizaba desde el desierto a
los espacios subantárticos. Domesticaron plantas, animales y sus propios
lugares, construyendo sus asentamientos semisedentarios asociados a las
expresiones de ritos rupestres y escenarios sacralizados. Sus respuestas fue-

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

ron fundacionales y sus restos cubren al país a lo largo y ancho de lo que


hoy somos. Pudieron creer que nadie más los reemplazaría en sus domi-
nios, pero desde ellos mismos surgió una nueva sociedad que asumió otras
preocupaciones, aspiraciones y liderazgo, esta vez desde los nuevos logros
agrarios, hortícolas y ganaderos, entre esa delicada complementariedad con
los aportes de los pioneros que los antecedieron. Ocurrió que fueron estos
pueblos sedentarios, los que en este mismo territorio decidieron continuar
con los idearios de arraigo, en un marco de interacción más estrecho con la
diversidad ambiental y sus más amplias y ricas fuentes subsistenciales. Fue
entonces que a lo largo del país emergieron pueblos, al margen de las ex-
plicaciones difusionistas, porque la sociedad cazadora-recolectora, aquella
fundacional, había logrado expresiones culturales y socioeconómicas de
alta complejidad, dando lugar a un poblamiento arcaico singular junto al
litoral, en los lagos interiores, a lo largo de valles transversales y longitu-
dinales, aun al pie de los Andes. Se podría decir que nuestro territorio
era como un largo tren donde muchos se subían, pero pocos se bajaban,
“amontonándose” los pueblos en el decir de Benjamín Subercaseaux, esto
es, con movimientos de gentes en un ir y venir por prácticas trashumánti-
cas, caravaneras y, aun, migracionales cuando otros pueblos alcanzaron a
esta tierra, desde los inicios de la era, cohabitando con quienes ya lo habían
hecho suyo junto a los primeros logros civilizatorios creados y compartidos
por los pueblos andinos del sur: cultivos, recolección y caza especializada,
incluyendo los avances en la crianza de camélidos y las artesanías comple-
jas. Sabían que sus territorios, incluso, escasamente demarcados entre et-
nicidades embrionarias, eran definitivamente suyos y seguirían siendo sus 75
pertenencias apretadas entre los Andes y el Pacífico.
Cuando los pueblos así llamados “formativos”, al interior del proceso
de neolitización, creían que nadie más los reemplazaría de sus espacios
legitimizados por sus cementerios, aldeas y lugares de cultos, estables y
duraderos, desde el desierto al centro-sur, surgieron otras poblaciones
que acotaron sus límites territoriales en torno a elites y subordinados, aso-
ciados a nuevas identidades regionales. Durante estos primeros siglos de
nuestra era, estas comarcas autónomas y sus logros agropecuarios los ha-
cían más comunitarios, entre autoridades capaces de conducir sus pueblos
hacia la constitución de un mundo indígena mayor, a través de alianzas y
del reconocimiento del otro. Así lo creían, pero el mundo indígena estaba
cruzado por rumores de la llegada de otras gentes provenientes de Esta-
dos e imperios lejanos por el norte y de traslados migracionales por el sur,
que hacían temblar esta historia antes de la “historia”. Sin embargo, aqué-
llos que desde los trece mil años antes de nosotros decidieron radicarse
dando lugar a esta breve y larga historia, dejaron sus descendientes aquí
y no fueron reemplazados ni marginados por el estado Tiwanaku ni por
el imperio inka. Pactaron por el norte y lucharon en el sur frente a estas
expansiones panandinas, coexistiendo con los inkas en ese alongado es-
pacio donde vivían aquéllos reconocidos como los de “Chile”, con las cer-
tezas que por sus discursos y acciones habían sobrevivido con dignidad y
que sus idearios estaban intactos hasta ese otro rumor desde el norte que
anunciaba esta vez la invasión europea.

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La militarización del conflicto colonial a lo largo del centro-sur del


país, con fronteras más o menos amigables, sumado a todos los parlamen-
tos de la resistencia, no fue suficiente para reconocer el proceso social
preexistente ni menos aceptar sus arengas que aspiraban a legitimar sus
historias autónomas asociadas a sus vocaciones de independencia. Cuan-
do sucedió la liberación colonial, a comienzos del siglo xix, se pensó que
el nuevo ideario republicano debería recoger ese espíritu indio, libertario
y arraigado a la tierra. Sin embargo, otra vez la militarización a través de la
“pacificación” (sic) no sólo creó el síndrome de la “reducción” de la socie-
dad indígena sino, derechamente, las matanzas de exterminio, quedando
claro que la voces de los que debían morir jamás serían reconocidas por
las elites que desde la capital aplicaron un modelo estatal homogéneo y
racista.
Ahora, en los inicios del siglo xix, junto con la modernización sociopo-
lítica del Estado, cuando los abusivos regímenes autoritarios se han cues-
tionado en todo el mundo: ¿se aceptará que las mayorías étnicas del país,
hoy minorías, puedan por fin explicar y decidir sobre la naturaleza de sus
propias historias? ¿No creen que entre los 10.500 a.C. a los 2.006 d.C., no
ha pasado ya un tiempo suficiente para que ellos junto a nosotros poda-
mos reencontrar las viejas alianzas? Aquéllas que nos permitan entender
los procesos históricos y socioculturales, y acercarnos a las visiones inte-
grativas con el reconocimiento del uno y del otro.
Permítanme enfatizar esa porfiada voluntad por la construcción social
del áspero y sobrio territorio chileno a través de trece mil años de fracasos
76 y éxitos en términos de hacerlo habitable desde su impresionante y loca
diversidad “insular”, del desierto al polo... entre dos murallas blancas y
azules que nos han mantenido de pie en una larga cohabitación modelada,
como los herreros, con talento y sudor, apegados a una naturaleza a veces
sólida, a veces apenas prendida en el aire de las ciudades muertas, como
las salitreras del desierto. Sí, somos en verdad una sociedad constructora
de asentamientos en los ambientes más gratos e ingratos del hemisferio;
con los hijos y los pies derechos siempre listos para la erección de la lu-
garización del paisaje, en tantos actos fundacionales anónimos y formales,
que terminaron así por amansarlo a la medida de nuestras necesidades. Es
esa vocación de arraigo y la notable redundancia habitacional heredada de
los indígenas fundacionales que hacen de estos doscientos años republi-
canos el casi nada, no más allá de la vida de tres ancianos sucesivos, en la
interfase mercantilismo-capitalismo-neoliberalismo, con algunos intentos
opcionales de nuevos estilos de vida y desarrollo. Pero es un cumpleaños
memorable y Chile es un país de brindis y buena mesa. Quien sea el anfi-
trión de la fiesta, recuerde siempre que los comensales a lo largo del país:
comen, beben, visten, aman, hablan, sueñan, riñen, caminan, cantan y se
saludan de maneras distintas, y que sus rostros demuestran con certeza la
diversidad de los orígenes de todos los hacedores del país.
En este sentido, la búsqueda de unidad es una cuestión política y tam-
bién social, pero no debería olvidarse que tanto en ciencia, cultura y arte
el exceso de unidad puede conducir a la impotencia. Queremos decir que
al interior de la unidad en la diversidad, es la pluralidad la que ilumina

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el reconocimiento de la alteridad como derivado del retorno de la de-


mocracia. Los indígenas herederos de la larga historia patria, no en vano
han sido valorados jurídicamente en estos tiempos. Nadie sobra desde el
interior de los procesos históricos, nadie es inferior ni superior desde las
diferenciaciones y papeles protagónicos como sujetos o comunidades hu-
manas constructoras del país, independientes de los “big man”, aquéllos
poderosos que se desarrollan desde la exaltación de la desigualdad. Claro
está, nadie con o sin pasados epopéyicos podría legitimarse incendiando
con combustible fundamentalista la cohabitación milenaria heredada des-
de los orígenes. Las acciones étnicas derivadas de la exclusión no podrían
justificar el incendio de esta casa antigua, pero quien no haya vivido la
desesperanza heredada durante cinco siglos, no le será fácil comprender
la estrecha y sinuosa separación entre la vida y la sobrevivencia.
Hay que reconocer que en todo el mundo hay una cuota de fundamen-
talismo étnico y Chile no está exento de esto, sobre todo por el siniestro
hábito de arrinconar a los indígenas en el patio trasero del país. En con-
secuencia, toda resistencia, toda voz frenética que surja de los hermanos
indígenas tiene relación con su no reconocimiento constitucional y mar-
ginación histórica. Por eso creo, firmemente, en cualquier esfuerzo que se
haga para dignificar, y generar desde el Estado y desde las comunidades y
familias étnicas, condiciones favorables de desarrollo cultural, político, ri-
tualístico y socioeconómico. Aun así, no debe olvidarse que otras minorías
pobres, descendientes del heroico proletariado chileno, con humillacio-
nes y matanzas, aquél que levantó y sustentó el capitalismo decimonónico,
por ejemplo, también requieren de protección y dignidad. Ciertamente, 77
hay que saber separar aquellas conductas que surgen de la desesperación,
donde todo el mundo o es indígena o no es nada. Pienso que en la medida
que las relaciones entre la sociedad indígena y no indígena no se eduquen
y comprendan, al margen de la pigmentocracia tan chilena, no se atenua-
rán las tensiones y ni se comprenderán las reivindicaciones de todos los
desposeídos del país.
Este proceso de valoración del ideario indígena es relativamente nue-
vo. Tiene que ver, por una parte con el retorno de la democracia y el res-
peto por el otro, por el repudio al racismo y su aliada la segregación. A
partir de las comisiones indigenistas, y la propia Corporación Nacional de
Desarrollo Indígena, hay toda una sucesión de hechos –incluyendo la Co-
misión de Nuevo Trato– orientada a cómo el Estado en el marco de mutua
tolerancia podrá reconocer al indígena con sus propias percepciones.
Debería aceptarse que la sociedad indígena originaria es la creadora
de trece mil años de patrimonio cultural y natural, entre bienes tangibles
e intangibles, muebles e inmuebles, constituyendo la más larga y frágil ca-
dena de testimonios no escritos, conformando con los ancianos sabios el
patrimonio etnológico más vivo del país. Esta herencia cultural no ha sido
debidamente socializada y muy parcialmente incorporada al proceso edu-
cacional, de modo que los valores indigenistas no se han difundido como
se esperaría, dificultándose su inserción en la sociedad nacional.
Es muy importante observar en nuestros programas educacionales, có-
mo se han tratado a las sociedades que constituyen los pueblos urbanos,

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rurales y étnicos, desde una perspectiva diacrónica, plena de vacíos, in-


coherencias, despropósitos y carencias de rigor, ignorados de la historia.
Por cierto, no se han considerado sus propias percepciones del proceso
sociocultural y político, sin siquiera reconocer sus prácticas etnoecológi-
cas donde, por ejemplo, la valoración de la madre tierra pudo, desde mu-
cho antes, ser parte sustantiva de la cultura y religiosidad, esta vez al inte-
rior del proyecto país. Fuera de dudas, el desconocimiento de las minorías
étnicas es el resultado de un modelo educativo enajenante que por largo
tiempo nos introdujo en un país imaginado por las elites y sus frondas aris-
tocráticas, cuyas genealogías pervivientes aún aspiran a normar cómo debe
pensarse este país desde la cúspide de la pirámide social. No fuimos bien
ilustrados y llegamos a creer que nos habían descubierto los españoles,
aunque estábamos aquí varios miles de años, y que fue invasión y guerra y
que, en términos de dominio hegemónico, fueron los ejércitos de la Nueva
República los que terminaron la sucia tarea colonialista frente al extermi-
nio y reducción indígena. Tampoco supimos que la “limpieza” civil y étnica
de las “ligas patrióticas”, sobre lo que hoy es el norte de Chile, atormenta-
ron a sus habitantes peruanos y bolivianos sometidos al dilema: expulsión
o integración, durante las campañas protofacistas de la “chilenización” del
desierto. Por supuesto, sabíamos más de Alejandro Magno que del inka
Pachacutec, más de guerreros españoles y chilenos, siempre vencedores,
sin que nadie nos leyera el Cautiverio feliz para conocer al otro. Los ataca-
meños recién hoy saben que a lo menos ganaron en la primera batalla del
pukara de Quitor. Claro está, no fuimos educados para comprender que
78 con la muerte de cada anciano étnico a lo largo del país, entre aquellos
“amautas” sabios, se siguen quemando las “bibliotecas” que jamás podre-
mos “leer” por esa intolerancia tan nacionalista conducente al desprecio
de los seres diferentes. Bienaventurados aquellos miles de mapuches, ay-
maras, quechuas y kawésqar que recién se les reconoce su bilingüismo, pe-
ro ya es tarde para los atacameños y diaguitas castigados a olvidar el kunza
y el kakán, respectivamente; y más tarde aún para los changos, selk’nam y
aónikenk, cuyos cementerios constituyen hoy sus últimos testimonios de
vida olvidada de toda memoria.
Los arqueólogos del desierto hemos logrado probar que las actuales
sociedades étnicas son herederas directa o indirectamente de procesos ci-
vilizatorios muy importantes. Lograron domesticar sus paisajes, a través de
prácticas agrícolas, ganaderas, metalúrgicas, artesanales y asentamientos
eficientes entre tantos otros logros. Ha sido favorable para la sociedad in-
dígena de hoy saber que sus ancestros, en este mismo desierto, constituye-
ron procesos culturales complejos. Eso les ha servido para mirar el mundo
con mayor dignidad, con mayor certeza que ellos no son una historia ni
marginal ni agregada, sino que se inserta en un largo historial regional. Y
eso, por supuesto, los sitúa frente al desafío de cómo hoy podrían incre-
mentar el proceso de domesticación, creando más cultura, tecnología y
sabiduría ancestral en todos sus actos. Más respuestas constructivas aso-
ciadas a sus iniciativas de reindigenización, se esperarían para buscar y for-
talecer identidades perdidas, ocultas, inventadas, perseguidas o recreadas,
al servicio de una mejor calidad de vida étnica.

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En verdad, la sociedad del desierto logró crear sus propios logros civi-
lizatorios a través del desafío de ganarse el afecto de la Reina de los Desier-
tos, ese paisaje magro, áspero, pero lleno de recursos ocultos y difíciles,
apto para pioneros y soñadores profesionales, capaces de culturizarla con
delicadeza, hasta hacerla su única tierra posible. De ellos recibimos esta
tierra mansa y culta, completamente poblada de cordillera a mar. Del sen-
dero a la pirca, de la pirca a la aldea, de la aldea a la ciudadela, de allí a las
ciudades y aldeas de hoy, hay sólo un paso, y que después de tantos miles
de años, sea la insensatez de una modernidad mal entendida la que ponga
en riesgo toda esta tierra por una explotación irracional de sus recursos.
Se trata de proteger sus gentes y sus obras patrimoniales, aquellos mate-
riales como las viejas arquitecturas urbanas que nos ampararon, las ruinas
de tantos pueblos en el medio de la nada, aquéllas del espíritu intangible,
entre tantos cuentos vividos y recogidos por los escritores y cantores que
saben escuchar las voces anónimas de nuestros pueblos.
Sabemos cada vez más que las tierras del norte se tornan más desér-
ticas; no conocemos bien el origen de nuestras aguas subterráneas y, por
lo tanto, el incremento a gran escala de su consumo nos conduce a una
crisis de relativo corto plazo. Las nuevas tecnologías permiten, ahora, lo-
grar más aguas subterráneas, pero el costo ambiental es desconocido. La
legislación pensada en los ríos del Chile central ha puesto el agua a precio
de mercado, se vende como si fuera cualquier producto. En consecuen-
cia, el recurso de agua utilizado hoy y en los próximos cuarenta años en
los megaproyectos mineros, involucra una cuestión ética más que eco-
nómica. Las grandes interrogantes son: ¿cuánta agua será necesaria para 79
la gran minería?, ¿cuánta para las ciudades que crecen cada vez más? y
¿cuánta para las culturas campesinas y étnicas del desierto más estéril del
planeta, hacia aquella agricultura y ganadería que perdurará después de
los impactos mineros? Que nunca más se saquen tuberías con agua de los
débiles ríos del desierto. Por cierto, los indígenas fueron los primeros en
humanizar este paisaje y como tal sostienen un derecho ancestral sobre
sus aguas. A la hora de abordar este problema en serio, los que creen de
verdad en la equidad y el respeto por las sociedades étnicas, preexistentes
a la industrialización del desierto, deberían reflexionar cual será el papel
“modernizador” del Estado. El agua para los andinos es el equivalente
a la tierra con sus bosques de las etnias del sur: ambos enraizados en la
tierra donde más se acentúa el impacto a través de una modernidad ex-
cluyente.
Los sucesos precoloniales de exclusiva naturaleza indígena perdura-
ron desde los once mil quinientos años antes de Cristo al siglo xvi, consti-
tuyendo con su permanencia actual la más larga trayectoria histórica des-
conocida o mal escrita por ser ajena a las elites enclavadas en las urbes
“civilizatorias”. El proyecto colonial durante tres siglos creó la dicotomía:
integración o extinción, mientras que la propuesta republicana en sus dos
siglos incrementó la reservación y “pacificación” (sic) para una misma so-
lución final: integración o marginación y de paso el exterminio hasta don-
de sea posible. Hoy, la apertura democrática y los tiempos de reconoci-
miento de la alteridad nos acercan a un nuevo orden, cuyo camino inédito

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nos acerca gradualmente –entre el riesgo al error– a los acuerdos en un


marco de interacciones de tolerancia y cohabitación.
Ya es la hora de reconocer que primero fuimos admitidos como “sal-
vajes” americanos, después súbditos o “vasallos” del proyecto colonial en
calidad de “contemporáneos primitivos”, para luego en esta república no
más que “subdesarrollados” y económicamente “inferiores” en un mundo
de tercera categoría. ¿No será ya el tiempo de rupturar los sometimientos
a los resabios del actual espíritu neocolonial interno y externo, con sus
modelos foráneos de desarrollo y estilos enajenantes de vida? Si efectiva-
mente creemos en la autoestima histórica y antropológica en el contexto
de un pensamiento identitario latinoamericano, al interior de procesos
socioculturales comunes, entonces, ¿por qué esperar ser aceptado por
el primer mundo, una vez que sólo seamos parecidos a ellos? ¿Es que la
mitad del país: urbana, rural y étnica, tiene espacio en el modelo neoli-
beral como para creer que ahora las desigualdades serán a lo menos ate-
nuadas?
Sin duda, este país se ha conducido por un espíritu republicano sólido,
pero varias veces interrumpido por la intolerancia y casi siempre controla-
do por las elites que han percibido este hábitat-país, construido por todos,
como una prolongación de sus propiedades particulares, disponiéndolos
como ocultos en aras de la homogenización racial y cultural de esta “Ingla-
terra de Sudamérica” (sic). Extraña y oportunística receta sostenida por las
elites: continuidad para el poder y los cambios, los menos posibles, para
los estamentos emergentes. Si el espíritu republicano es el respeto por la
80 institucionalidad, obviamente que tal dedicación es compatible con aper-
turas reformistas que coloquen la noción republicana en un contexto del
mundo de hoy y del futuro, al margen de la torpe reproducción del poder
por el poder. Si las frondas feudalistas y aristocráticas dominaron las eli-
tes decimonónicas, las frondas y linajes derivados ahora de la revolución
industrial y tecnológica, del más pleno neocapitalismo, están en el medio
del debate sobre los nuevos escenarios de equidad y humanización que
exige la sociedad civil. La evolución social es lenta, pero alcanza su clímax
en paz o rebeldía cuando nadie lo espera.
En verdad, los chilenos somos una fauna esencialmente política y ad-
vertimos a tiempo cuando ingresa a nuestra selva un encantador de ser-
pientes. Se necesitan líderes políticos que separen el talento de la frivo-
lidad y ayuden a construir progresivamente un nuevo país que desde la
revolución neolítica, industrial, tecnológica e informática ha sobrevivido
con cierta dignidad en el centro de la desigualdad. A más democracia per-
feccionada, más cercanía a soluciones vitales. Éstas no llegan en paracaí-
das, los arqueólogos lo sabemos, suben desde la tierra y sus gentes, donde
la economía política se percibe desde las culturas y el civismo participativo
al margen del mesianismo político. El progreso y la evolución social existe,
que duda cabe, desde la revolución neolítica a la informática... la cuestión
es que bajo este ideario aquellos pueblos marginados de sus logros se
segregan como inferiores. No basta una generación para ver los cambios
deseados, pero sí la certeza que la trayectoria va en esa dirección correcta,
en contextos valóricos, educacionales y culturales estimulantes.

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El pasado indígena hoy está lejos de representar lo que los eurocen-


tristas e investigadores trasnochados han querido propagar bajo los térmi-
nos del buen o mal salvaje. Claro, la historia antigua debía comenzar con
el montaje de Grecia y Roma, ocultando sus orígenes civilizatorios desde
el África septentrional y del Medio Oriente, del mismo modo como había
que ocultar los logros civilizatorios de nuestros pueblos multiplicados y
culturizados al margen de la xenofobia “occidental”.
Así, se entiende que moleste la ausencia de pobreza extrema en las
sociedades prehistóricas del país, a pesar de que el desarrollo de elites,
estratificación y desigualdad ya estaban presentes desde antes de los espa-
ñoles. Decir que el Estado está en deuda con la pervivencia de la pobreza
–y doblemente cuando es étnica– y por el crecimiento irracional de la ri-
queza, sería una frase común. La gran deuda ética es no haber reconocido
a tiempo en cada pobre su potencial cultural, religioso, creativo, su deli-
cada laboralidad, aquella riquísima oralidad, civismo innato y orgullo esta-
mentario, aspectos útiles para construir un país sin exclusiones, con ellos
al interior de los procesos históricos, donde la historia se enriquece junto
a las miradas antropológicas y sociológicas.
Observado el país desde un prisma social, la herencia indígena no sólo
dio lugar a la colonización prehistórica total del territorio sino a la emer-
gencia de logros civilizatorios sorprendentes como el aldeanismo, prácti-
cas agropecuarias, lingüísticas, hidráulicas, tecnologías alimentarias y arte-
sanales, ritualísticas, complejas redes de intercambio, y otros avances que
en suma entregan a los invasores españoles un territorio manso. Quién
podría dudar de la otra identidad del régimen colonial capaz de constituir 81
un reyno que transitará a sangre y resistencia entre vencedores y vencidos,
hasta tocar la epopeya de la liberación. Cómo no recordar las repercusio-
nes del talento de la revolución industrial inglesa y de los tempranos focos
del capitalismo inserto en economías feudales, dando lugar a los nuevos
estamentos proletarios al servicio de las elites y de las viejas desigualdades
que marcarán el destino contradictorio de un país tironeado por intereses
opuestos al límite del conflicto y de la martiriología intermitente. Si hemos
logrado, en suma, sobrevivir al imperio inca, español, británico y estado-
unidense, incluyendo las frondas propietarias del país, con tanta dignidad
y cohesión social, cómo no sentir orgullo por decidir hace milenios que
esta tierra debía ser la única posible y que sus habitantes desde la más ín-
tima lealtad territorial asuman ahora un bicentenario como un derecho a
la vida plena.
En verdad, los arqueólogos observamos la evolución de la sociedad
en su totalidad, sus vidas y cosmovisiones cotidianas además de aquéllos
que la representan y conducen. Por esto que aquí no enfatizamos exclu-
sivamente los papeles legítimos o no de la secuencia de distintos tipos de
elites, recurrentes en la historia del proceso social. Como se complejiza
la sociedad en todos los sentidos y los eventos transicionales son nues-
tras tesis de mayor tratamiento, allí hurgamos, entre cambios deseados e
indeseados y, por cierto, más que atributos catastróficos los cambios son
dialécticamente aquéllos opuestos que permiten la superación de las con-
tradicciones de cada tiempo. Las respuestas a las transformaciones, como

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historiadores chilenos frente al bicentenario

semillas latentes en las sequías, pueden germinar en cualquier momento,


abriendo nuevos espacios para la sociedad subordinada y sus aspiraciones:
la democracia no fue un regalo del Olimpo. Si las ciencias sociales tuvie-
ran cierta capacidad predictiva, quizá se podría imaginar el futuro, pero la
sociedad es más ancha que el mar y que sus islas, decía Pablo Neruda... y
no estaremos exentos de vivir entre la paz y el conflicto, como torrentes
intermitentes, a veces con instituciones al borde del naufragio, con idea-
rios obsoletos, entre modelos socioeconómicos epigonales e innovativos
emergentes, al tira y afloja, con más o menos suspicacia frente a la globali-
dad, entre los cortoplacistas depredadores de ambientes y gentes y, los lar-
goplacistas, incomprendidos, propiciando desde la inteligencia cambios
trascendentales como la revolución de la acuicultura o la neolitización del
mar, junto a propuestas autónomas surgidas de la madre tierra andina o
de los dioses que viven en los bosques del sur. No es fácil leer el futuro
desde el pasado y presente, pero si logramos ser una sociedad culta, habrá
continuidades que cambiarán y cambios que continuarán, en esa exquisita
visión de la esperanza cervantina en torno a lo posible de lo imposible.
Esa porfiada naturaleza chilena de reponerse ante las tragedias y volver a
reconstruir los actos amados, como si fuéramos membrillos que mientras
más nos apalean somos más sabrosos. La mitad más desvalida de Chile es-
tá atenta a estas transformaciones como sujetos y objetos de la esperanza.
Los arqueólogos sabemos que cuando los pueblos se tornan en ruinas y
los pájaros de la soledad anidan sobre las sepulturas, ya es demasiado tar-
de para anunciar la buena nueva de los inicios de un nuevo orden.
82 Para nadie es un misterio que cruzamos por visiones de país donde el
desconocimiento de los procesos sociales, y el debilitamiento de las cien-
cias sociales, históricas y antropológicas, no se han recuperado de su estig-
matización derivada de la dictadura. La globalización versus las identida-
des y voluntades locales con tradiciones territoriales y culturales propias,
conducen a preguntarnos de qué equidad e igualdad estamos hablando
como para asumir que los cambios a escala humana serán aquéllos que la
sociedad aspira. En verdad, el modelo neocapitalista y liberal vigente: ¿está
en condiciones de resolver las contradicciones sociales y culturales de los
desposeídos de los inicios del siglo xxi? ¿Son los principios filosóficos y éti-
cos de este tiempo los que iluminarán las relaciones con los desposeídos
y sus percepciones sobre aquellos cambios deseados? ¿Cuáles serán los
principios que permitirán acercarnos a las minorías étnicas con un estado
que marque diferencias con sus antecesores? Desde nuestras disciplinas
no sólo deberíamos evaluar la naturaleza de estas nuevas relaciones do-
blemente críticas, a juzgar por la pobreza en un contexto de segregación
étnica, sino, también, comprender a cabalidad cuál es y cómo se encuen-
tran los testimonios patrimoniales materiales e intangibles que deberían
sustentar a la sociedad indígena actual. En relación con estos testigos vi-
sibles, esta vez de todos los segmentos societarios que construyeron este
país: ¿cómo aquellos descendientes del mundo indígena y no indígena lo
harán suyo, orientado a fortalecer sus conciencias sociales e históricas? Sin
duda que esos objetos insertos en sus obras son también archivos consti-
tutivos de historias sustanciosas. En efecto, ha ocurrido una selección de

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ciertos eventos históricos “oficiales” que han permitido justificar que en


estos dos siglos el país se haya construido sólo por visiones jerárquicas y
excluyentes. Por lo mismo, nos interesa definir y comprender el proceso
societario largo, con una base crítica de explicación para captar el curso de
nuestra trayectoria, identificando aquellas instituciones que las sociedades
complejas han creado para fijar las desigualdades sociales y, por supuesto,
la emergencia de movimientos orientados a superarlas.
No estamos tan seguros de pertenecer a un nuevo mundo americano
tutelado por el supuesto de uno viejo y occidental. Sí, en verdad, cuando
España era habitada por cazadores, lo mismo ocurría en el cono sur ameri-
cano. La neolitización afectó magníficamente a ambos mundos y el feuda-
lismo no fue tan diferente a los reinos preespañoles andinos. Sin embargo,
nos quisieron ver como “menores de edad” para que ellos sean nuestros
“hermanos mayores”, conduciéndonos hasta discernir y decidir por noso-
tros. Si de este proceso, la praxis americana única e irrepetible, pudiera
recoger de las memorias del pasado la suspicacia para segregar entre los
cambios deseados y denegados, presionados desde el primer mundo que
nos envuelve, entonces, bien sabemos por nuestra carga colonialista, que
no todo lo que brilla es oro y que sólo al interior de nuestras propias res-
puestas derivadas del viejo proceso social, nos sentiremos unidos a los
hermanos latinoamericanos, en el sentido de modelar nuestra patria-ha-
bitación de acuerdo con las expectativas creadas a lo largo de estos trece
milenios.
Está bien, no existe el hoy sin su pasado y tampoco identidad sin dis-
tintas pertenencias donde la suma de lo local es el todo patrio. Por supues- 83
to, tantas identidades como distintos fundadores y tradiciones entre los va-
riados paisajes culturales conducen al multiculturalismo, interculturalidad
y cohabitación. En esta búsqueda de actores y movimientos sociales para
aprehender un modelo de vida más armónico, que nos aleje de la lujuria
neocapitalista, no quisiéramos ser atrapados en esa morbosa categoría de
ciudadanos del mundo, como si aceptáramos, de buenas a primera, vernos
perdidos en la noche posmoderna de la historia. ¿Cómo separarnos de esa
racionalidad inventada por aquéllos que imaginaron una Europa superior
sin el otro, más lejos aún de aquellos neocolonialistas trasnochados y, por
cierto, más cerca de la esperanza de un nuevo trato inventado por noso-
tros? ¿Cómo transitar desde el centro de la desigualdad hacia las más gran-
des transformaciones sociales y políticas, sin martiriología... con idearios
posibles y necesarios que desde la revolución francesa están por ahí giran-
do bajo el cráter de aquellos marginados de los procesos históricos.
Para lograr una relativa cohesión social desde los distintos ethos enrai-
zados en la diversidad regional, es necesario sostener el proceso de cons-
trucción identitaria con “la suma de las partes” que se expliquen al inte-
rior de propuestas cargadas de sabiduría. Ahora se les llama sueños, antes
eran doctrinas, por qué no llamarlos el Arco Político de las Alianzas entre
las elites y sus subordinados, para que la memoria del país, de naturaleza
fragmentada, dinámica, siempre haciéndose y olvidándose, variables en
espacio, tiempo y culturas, sea reconocida y compartida. En este marco se
debe destacar ese carácter nacionalista medio oculto entre lo perverso y lo

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tutelar, como un instrumento del bien y del mal, imposible de predecirlo,


como si estuviera latente y vigilante entre nosotros para que nadie nos
destruya ni humille este hábitat patrio, hecho a punta de sacrificio, coraje y
milenios. Tal sobredimensión de chilenidad heredada de los intelectuales
decimonónicos, cercanos al culto de las razas superiores, estimulados por
el eurocentrismo, se desahogó brutalmente frente a las “razas inferiores”.
No es fácil diluir los estigmas sobre los desposeídos étnicos. Así, la legisla-
ción indígena tiene que perfeccionarse mucho más y también las normas
relacionadas con respecto al patrimonio cultural. ¿Cómo es posible que
empresas del Estado, todavía cometan errores frente a la conservación del
patrimonio? Yo diría más, hay un desconocimiento de la existencia de un
patrimonio cultural indígena porque nunca nos educaron sobre este tema
y, por otra parte, la legislación ambiental es de reciente data. De la misma
manera como no se deben instalar antenas en la cumbre de un cerro sa-
grado donde los incas dejaron sus vestigios, es de esperar que tampoco se
acepte transformar una fortaleza prehispánica en una feria... ignorancia y
lucro son aliados del desconocimiento y el resultado suele ser, más que
una falta de respeto, la ausencia de educación patrimonial frente a la valo-
ración del patrimonio de todos y de todo el país.
La gran patria latinoamericana, con identidades fundacionales com-
partidas, fue descubierta y poblada hace miles de años por emigrantes pro-
toasiáticos. Otros después tropezaron con ella, pero retornaron o se extin-
guieron en el anonimato. Otros antepasados del mundo indígena, criados
aquí, la caminaron hasta el arraigo, amansándola a su medida. Después,
84 se sabe que otros diferentes la conquistaron y dominaron al servicio de la
civilización occidental. Por fin, un puñado de jóvenes idealistas de aquí la
liberaron, para que otros parientes más cercanos y modernos la hicieran
suya como si fueran los únicos herederos de un patrimonio legado por to-
dos los que la antecedieron en esta larga canción de gestos y gestas cuyas
letras no deberían olvidarse jamás.
Hemos llegado al final y quisiera decirles que escuchamos con tanta
atención las palabras del profesor Ricardo Krebs. Cómo no sentirme orgu-
lloso de estar a su lado, después de “sentir” su visión sobre esa decisión
sin retorno, cuando los emigrantes de su patria originaria hacían del sur
su tierra prometida. Estoy seguro que él también estará orgulloso que un
mestizo asumido y comprometido con la valoración indígena, como yo,
juntos, desde su amor a esta tierra, y desde nuestra vocación por intro-
ducir a todos los actores en la construcción de una historia en plural, po-
damos compartir hoy en plena armonía el gran cumpleaños de la Madre
Patria...

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

Chile profundo y latinoamericano

Jorge Hidalgo
2004

Q uisiera agradecer esta invitación a participar en esta mesa a los orga-


nizadores de esta reunión. También mi reconocimiento a los anterio-
res expositores. La verdad es que no he tenido el tiempo necesario para 85
pre­parar una exposición formal, sin embargo, tengo algunas notas y me
voy a permitir consultarlas, porque de alguna manera, allí se plantea una
po­sición coincidente y al mismo tiempo divergente con algunos de los
planteamientos que se han hecho.
Pienso que la construcción y la invención de Chile se inician muy lejos
en el tiempo, con las primeras familias paleoindias que pisaron este suelo,
aquéllas que iniciaron su reconocimiento y domesticación cultural. Luego,
hay numerosos hitos que van marcando la delimitación territorial y cultural
del país, donde surgen historias paralelas, lenguas, culturas, etnicidades y
naciones. Chile hoy, es un país diverso y centralizado. Sin duda este último
proceso se inicia con el control de Chile central y la fundación de Santiago
por la colonización hispana y el sometimiento de los pueblos indígenas al
estado colonial hispano, pero esto no autoriza a afirmar que entonces nace
Chile, que es la interpretación clásica que pertenece a Jaime Eyzaguirre, ol-
vidando el aporte prehispánico y el valor de esas historias en sí mismas.
Por otra parte, la reunión de hoy, con ocasión del bicentenario no ten-
dría sentido, pues deberíamos celebrar los cuatrocientos sesenta y tantos
años desde esa fecha. Más aún, creo que pensar que Chile nace con Pedro
de Valdivia implica saltarse todo el proceso colonial, es olvidar que en ese
período en Chile se formaron sociedades muy distintas a la prehispánica y
muy distintas a las sociedades republicanas. La colonial fue una sociedad
de castas con fuertes diferenciaciones sociales, con diferenciaciones más
profundas incluso que las que existen hoy entre los diversos grupos, pues

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estaban reguladas legalmente, con espacios geográficos donde la sociedad


indígena mapuche conservaba su autonomía. Por ello, sugerir en medios
de prensa, como se ha hecho recientemente, que los indígenas que enfren-
taron a los conquistadores estaban luchando contra Chile, constituye un
absurdo histórico inaceptable.
Entre las preguntas que nos formularon los organizadores estaba refe-
rirnos a la idea de identidad nacional. Una de las metodologías para defi-
nir la identidad es una visión relacional. Uno se identifica con quienes se
siente más cercano y se separa de aquéllos que aprecia como distintos, y
en este sentido tenemos una identidad nacional que nos distingue de los
países vecinos, pero aún nos separa más de otros conjuntos sociales que
integran otras realidades culturales continentales. Dentro de ellas hay al-
gunas más o menos afines según sean los criterios culturales, económicos
o políticos que se apliquen. Entonces, desde una perspectiva macroscópi-
ca, creo que tenemos una identidad latinoamericana. Los chilenos, a mi
juicio, somos un tipo especial de latinoamericanos, y esto se siente muy
claramente cuando nos encontramos con latinoamericanos en otros conti-
nentes. Rápidamente se descubre el sentimiento enorme de identidad que
existe. Allí nuestros mejores amigos son peruanos, bolivianos, mexicanos,
brasileños, hondureños, u otros que comparten las mismas raíces milena-
rias en este espacio indoamericano, incluidos los procesos de occidentali-
zación, cristianización y, recientemente, los mismos intentos o modelos de
desarrollo así como las mismas dependencias.
De esa oralidad y de compartir costumbres y culturas similares, origi-
86 nadas en procesos históricos compartidos, surge que los problemas actua-
les en otros países son muy parecidos a los nuestros, dado que comparti-
mos rasgos comunes en muchos temas, aun cuando hay diferencias. Por
ello, por ejemplo –coincidiendo con Ricardo Krebs, cuando mencionaba
los índices bajos de la investigación científica en América Latina–, se pue-
den reconocer, además, otros aspectos comunes tales como que en nues-
tros países quien invierte mayoritariamente en investigación es el Estado.
En cambio, los privados tienen una escasa presencia que no supera el 20%
de la inversión total. Esto pasa en México, Brasil y en Chile. Situación
inversa a lo que sucede en los llamados países desarrollados donde los
privados aportan el 80% de los recursos para la investigación y desarro-
llo. Si pensamos en los sectores segregados por la pobreza y la desigual
distribución del ingreso entre los más ricos y los más pobres, veremos
situaciones similares en toda América Latina, y si analizamos los orígenes
raciales y el mestizaje, encontraremos las reiteraciones de las mismas vo-
ces raciales de origen colonial, en buena parte de América Latina, porque
no son sólo procesos propios. Creo que es importante pensar en términos
de estos grandes temas cuando tratamos de entender la nacionalidad y la
identidad. Es necesario pensar cómo debiéramos entender las historias
nacionales. ¿Podemos seguir pensando que somos una isla en el continen-
te? ¿Debiéramos mirar sólo lo que nos separa y no lo que nos une? ¿Cómo
debemos concebir nuestro futuro, aislados o integrados?
Es indispensable replantear nuestra historiografía. Serge Gruzinski,
historiador francés, me decía que los historiadores estamos atrasados en

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relación con lo que está pasando en este continente; la mayoría de los his-
toriadores siguen haciendo la historia de Francia, Italia, España. Cuando
hay que pensar en una historia europea, los políticos y los pueblos nos han
superado. Hay que pensar en los grandes procesos que afectan al conjunto
de estos países; uno puede estudiar la historia de España, pero pensando
en los procesos generales, lo que está ocurriendo allí y en qué se dife-
rencia de otros países. Comparto estos juicios historiográficos de Serge
Gruzinski. Adoptar esa perspectiva renovadora, menos descriptiva y más
analítica, menos chauvinista y más integradora, sería, creo, mucho más in-
formativa y nos permitiría entender mejor los procesos de globalización,
así como las realidades locales. Aprenderíamos mucho percatándonos que
los problemas de derechos humanos, por ejemplo, aun cuando afecten a
un pequeño grupo son hoy problemas universales. Así como la explota-
ción de la naturaleza y la defensa del ambiente, son, asimismo, temas glo-
bales, también ayudaría una toma de conciencia, de que lo que viene en el
futuro es una defensa corporativa de recursos de los países latinoamerica-
nos. Es probable que en el futuro si hay conflictos de intereses no vaya a
ser por el petróleo, sino por el agua. En una visión planetaria esto implica
deberes con el ambiente que cada día se tornan más apremiantes en un
mundo que sigue creciendo demográficamente, y aun cuando hay países
ricos que casi han detenido su crecimiento interno vegetativo, no pueden
evitar que la pobreza de otros atraiga inmigrantes, generándose en el ám-
bito mundial sociedades multiculturales. La interdependencia es cada día
mayor y es bueno que sea así, sin embargo, esto conlleva el respeto por
las minorías. No es legítimo, aun que pueda ser legal, que las mayorías 87
puedan avasallar los puntos de vista ajenos. Tales conductas nos alejarían
de la democracia que hemos aprendido a valorar como el espacio para el
desarrollo de la ciudadanía.
En esta perspectiva, también se pueden mirar las diversidades internas
del país. Hay discursos que enfatizan la alteridad y la exclusión abierta,
así como otros que la minimizan y que, a lo más, reconocen a mestizos.
Hay sectores sociales que miran mal a los “otros internos” y se expresan
de ellos con desdén, bordeando el racismo o cayendo abiertamente en él.
Otros, sin que se les pida, pretenden hablar a nombre de los subalternos
cuando son ellos, los grupos indígenas, los que deben hablar a nombre
de sí mismos. Los descendientes de poblaciones originarias han levantado
en las últimas décadas un discurso que defiende su alteridad y han pro-
movido verdaderos procesos de etnogénesis o de redescubrimiento de
sus identidades originarias. Es un fenómeno nuevo, en este sentido, aun
cuando sus bases culturales sean muy antiguas. En los mismos grupos ori-
ginarios hay discursos diversos que no es el caso tratar acá.
En el norte de Chile, por ejemplo, hay aimaras urbanos y rurales don-
de es más frecuente encontrar un discurso étnico explícito entre los habi-
tantes de las ciudades que han sufrido de la discriminación en las escuelas
y que les ha permitido descubrir sus diferencias, defenderlas y sentirse
orgulloso de ellas. Por otra parte, al visitar un pueblo de la precordillera,
superficialmente, se podría tener la impresión que la impronta cultural
andina hubiese desaparecido, al menos en lo religioso. Sin embargo, si se

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conversa con el fabriquero o sacristán de la iglesia, con mayor confianza,


podrían salir los temas de las divinidades tradicionales, sin que dejen de
sentirse profundamente católicos, como el culto a los cerros o los “apus”,
o los ritos vinculados con el “sireno”, entidad, mitad hombre y mitad pez,
que consagra los instrumentos musicales. Este tipo de aimara tradicional
convive diariamente con un imaginario cristiano y andino. Puede que to-
dos los días esté limpiando las imágenes de los santos y barriendo la igle-
sia, pero a la vez participe en algún tipo de “tradición” o culto a una serie
de divinidades regionales, a pesar de trabajar en la iglesia católica, o sea, la
diversidad cultural no es un concepto que sea contradictorio con el mes-
tizaje biológico o con la participación en instituciones nacionales públicas
o privadas.
Hay que tener presente, además, que las identidades cambian y así
como se pueden distinguir aimaras tradicionales, también los hay protes-
tantes y de otras orientaciones. Lo importante es el tipo de construcción
simbólica que se estructura en el lenguaje social e histórico, que constitu-
ye una identidad dentro de una sociedad mayor o dominante, sin que esta
última tampoco tenga que ser una sociedad homogénea. Rara vez lo son.
Esto hace que las sociedades contemporáneas modernas no resultaran en
un puré étnico o cultura única sincrética y mestiza, como se pensó que
sería el resultado de la modernidad y de la escuela en particular; lo que ha
resultado es una ensalada donde los elementos que la componen, en este
plato nacional, son aún reconocibles y como hemos visto, algunos desean
mantener esa diferencia.
88 Una muestra de lo señalado en el párrafo anterior son los procesos
sociales de reetnificación, que son contemporáneos e igualmente respe-
tables. Hay una variedad de situaciones e historias diversas que deben ser
investigadas y valoradas en sus méritos. Es también un fenómeno de la
globalización, y en este sentido para algunos estudiosos no están necesa-
riamente vinculados en una continuidad con las historias prehispánicas,
aun cuando algunos actores deseen volver a fórmulas religiosas o de pen-
samiento que ya desaparecieron hace mucho tiempo. En esta orientación
a veces se escuchan discursos cercanos al fundamentalismo. Lo que surge
es contemporáneo, pues, en primer lugar, tiene que ver con problemas de
la modernidad y del cotidiano vivir, de la relación con el Estado. Hay pro-
blemas urgentes como el del acceso a la tierra, en el caso de los mapuches,
y al agua, en el caso de aimaras y atacameños; problemas vinculados con
reivindicaciones históricas donde la memoria representa un papel central.
Pero también hay demandas de educación de mejor calidad y con respeto
a aquellas tradiciones que hoy se desean rescatar o conservar. La lucha por
las lenguas autónomas parece caso perdido en algunos lugares y en otros
se trata de revivir las lenguas ya desaparecidas hace más de un siglo. Otros
pretenden rescatar los saberes étnicos, como su conocimiento del ambien-
te, de la botánica medicinal, de los relatos de los viejos, etc. También exis-
te la aspiración de reconocimiento constitucional y a mejorar la relación
con el poder político, a mantener contactos internacionales, participando
en encuentros con otros movimientos del continente o de organizaciones
donde aportan y aprenden del uso de los derechos de segunda y tercera

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generación, así como de los tratados suscritos por los Estados y que favo-
recen esos reconocimientos. Todo esto sería, además, impensable sin una
herramienta como Internet.
Aparecen discursos en los cuales algunos de estos pueblos se identi-
fican con el concepto de nación y sus reivindicaciones adoptan un giro
donde se enfatizan temas como la autonomía y la independencia del Es-
tado-nación chileno. Hay semillas de conflictos profundos que se ven ali-
mentados por la falta de atención y la postergación de sus problemas por
parte de los gobiernos y la incomprensión de sectores ciudadanos. Tam-
bién existe el riesgo que algunos dirigentes no evalúen adecuadamente
sus fuerzas y no aprecien las posibilidades de diálogo que ofrece la demo-
cracia y la posibilidad de llegar a acuerdos. Es un tema delicado que debe
resolverse en un proceso de diálogo y con mucha altura de miras. El país
nunca ha tenido un solo componente sociocultural como tampoco una so-
la clase social, al menos desde períodos muy antiguos en la prehistoria; en
tiempos muy recientes ha superado crisis dramáticas y ha venido amplian-
do su democracia e incorporando un mayor número de ciudadanos, de
sectores postergados y marginados al diálogo y a la participación política.
El diálogo intercultural requiere una mayor reflexión de la clase política y
de los movimientos indígenas contemporáneos.
Las identidades, como hemos señalado, no son esencias permanen-
tes, son fluidas y esencialmente históricas. En consecuencia, la identidad
nacional es un fenómeno de hoy; el día de mañana no sabemos cómo va
a ser. Como todos los que están aquí, evidentemente me identifico con
algunas de las ideologías y representaciones de mi tiempo y experimento 89
las emociones asociadas a los símbolos y valores unitarios de esta patria
diversa y desigual: como la bandera, la canción nacional, el respeto por
la Constitución y las leyes, la memoria del paisaje, las canciones y sones
de la infancia, la fiestas populares y los grandes ritos y mitos nacionales.
Sin embargo, todo ello es histórico, cambiante. Fuera de los fenómenos
geológicos profundos que cambian muy lentamente, que se expresan en
la orografía; el resto: la vegetación, la fauna, el cauce de los ríos, todo ha
sido modificado por nuestros antepasados y contemporáneos que traje-
ron nuevas especies o modificaron los espacios de los árboles nativos o
las disposiciones paisajísticas. Hasta la atmósfera ha sido modificada. Del
mismo modo, la construcción de una nacionalidad es un gesto histórico y
no un fenómeno natural. Tiene, por cierto, una realidad absoluta en nues-
tras conciencias, quién lo puede negar, pero, ¿quién nos puede asegurar si
nuestros descendientes van a tener el mismo tipo de nacionalidad o ésta
habrá evolucionado en formas culturalmente distintas? ¿Quién nos podría
asegurar que nuestros antepasados pensaran Chile como lo estamos pen-
sando hoy? Como decía un historiador francés, somos más parecidos a
nuestros contemporáneos que a nuestros antepasados.
Ahora, mirando un aspecto de la realidad histórica, como es la cons-
trucción del Estado, coincido con mucho de lo que acá se ha dicho. En Chi-
le ha habido una construcción de un Estado excesivamente centralizado,
ordenado y fuerte. Hubiese sido deseable una mayor descentralización,
una mayor participación del Estado para corregir desigualdades aberran-

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tes y para construir una sociedad más equitativa y participativa, sin que
ello signifique proponer una igualdad mítica y populista carente de las je-
rarquías basadas en la meritocracia. No obstante, creo que la construcción
de la república es un fenómeno positivo que ha permitido que se creen los
caminos para la inclusión de sectores que fueron marginados por nume-
rosos procesos. Pero esta inclusión no es una regalía desde arriba, desde
la elite ilustrada; es el producto de luchas políticas, de esfuerzos organiza-
tivos de sectores que han ido cada vez adquiriendo más conciencia de sus
derechos y que en algunos casos discuten con el tejo pasado. ¿Quién no lo
haría, enfrentado a la insensibilidad, a la falta de diálogo, de participación,
a la disminución de los recursos, al aumento de la inequidad? En este sen-
tido, la aparición de conflictos, es inevitable y necesaria.
Los movimientos sociales no son fenómenos recientes, han estado lar-
vados o manifiestos por siglos en distintas instancias históricas. He podi-
do apreciar, por ejemplo, en documentación colonial del norte de Chile,
que en pequeños pueblos andinos, los pacíficos aimaras, en el siglo xviii,
se planteaban programas políticos de conquista de derechos, limitados
a las condiciones de su tiempo, para defender sus tierras y aguas. En las
condiciones coloniales se permitieron estructuras de organización de los
pueblos indígenas que les permitieron mejorar sus formas de gobierno y
sus relaciones con los grupos dominantes y el Estado. Es el caso de Pica,
donde los indígenas fueron capaces de derrocar a sus caciques, acusándo-
los de borrachos, analfabetos y de favorecer los intereses de los españoles
antes que aquéllos de la comunidad indígena. Este tipo de episodio lo po-
90 demos descubrir en la historia de todos los pueblos pasados y presentes, y
se van a seguir produciendo en el futuro. Si no deseamos comprarnos con-
flictos endémicos, debemos ser lo suficientemente razonables para crear
mecanismos que permitan resolver estos conflictos, para escuchar a los
que no han tenido voz, para atender y entender las visiones de otros y para
respetar que sean los sujetos históricos los que decidan cuál es el futuro
que le corresponde a este Chile diverso que tanto queremos.

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FIESTAS CENTENARIAS EN CHILE:


¿RITOS DEL ETERNO RETORNO?

Gabriel Salazar
2006

E n 1910, al cumplirse cien años de la instauración de la Primera Junta


de Gobierno, las máximas autoridades del país, aglutinadas entonces
en una abigarrada oligarquía parlamentarista, organizaron grandes fiestas
91

cívicas y publicaron múltiples, elegantes y voluminosos libros (de canto


dorado, editados principalmente en París y Londres) para dar cuenta de
la notable modernización alcanzada por Chile tras un siglo de vida inde-
pendiente. Pues, estimaron que, transcurrida una centuria, era el tiempo
adecuado para desencadenar a todos los vientos el hasta allí retenido or-
gullo nacional.

¿Orgullo de qué?

De lo que fuera. Lo importante era exhibir lo que habíamos logrado. Por


tanto, se pensó que era la ocasión precisa para fotografiar los ferrocarriles
(importados del hemisferio Norte) que recorrían estrepitosamente el país
a lo largo y a lo ancho (para desencanto de las fundiciones nacionales, que
no hallaban mercado para las locomotoras que fabricaban); o los impo-
nentes edificios públicos (escuelas, ministerios, tribunales, etc.) que ates-
tiguaban la majestad suprema del Estado (sin destacar el hecho de que tal
imponencia derivaba del impuesto a las exportaciones salitreras que, en to-
das sus fases, controlaban compañías extranjeras); o la belleza clásica de las
mujeres del patriciado local (sin resaltar, junto con ellas, el rostro famélico
de las mujeres que atiborraban con sus hijos los conventillos de la capital);
o las grandes industrias que jalonaban los bordes de las principales ciuda-

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des (levantadas por extranjeros empeñosos, sin proteccionismo estatal al-


guno) e, incluso, en un gesto condescendiente con la realidad, fotografiar
también (con ademán científico, antropológico y folclórico, por supuesto)
algunos de los personajes típicos del “bajo pueblo” (en representación de
los millones de chilenos que habitaban los conventillos urbanos, los ran-
chos de los suburbios y las rucas indígenas de tierra adentro, todos los cua-
les constituían los dos tercios de la sociedad nacional), etcétera.
¿Orgullo de qué? Pues, de haber adoptado e imitado (no ‘creado’),
hasta donde se pudo, la modernización industrial y cultural que llegó a
nuestras costas provenientes del hemisferio Norte, con un resultado ‘final’
que, en la perspectiva de la minoría que gobernaba el país, era altamente
satisfactorio. Satisfactorio, sin duda, para ella misma, que necesitaba sentir-
se parte natural de la sociedad parisina, londinense o bostoniana, en grado
de hermandad modernista, no como subproducto mestizo de una coloni-
zación expoliadora. Porque la elite nacional necesitaba ser miembro del
contingente imperial colonizador, no de la masa nacional colonizada. Es
que, después de todo, su identidad había nacido y crecido colgada –hasta
1820– de las hidalguías castellano-vascas, y después de 1850, de la opulen-
cia financiera de las burguesías anglosajonas del Tercer Imperio Francés y
de la muy británica Era Victoriana. Al principio, tramitando con esmero sus
‘hojas de servicios’ en la corte del rey católico, más tarde, gastando a manos
llenas los gloriosos pesos de cuarenta y cinco peniques (ganados en las ex-
portaciones de trigo y cobre) en la bohemia parisina y –contrapunteando–
en el recogimiento papal de las plazas de Roma. ¿Por qué, en consecuen-
92 cia, tenía ella, la orgullosa elite nacional, que construir su orgullo imperial
resolviendo los endémicos problemas que corroían al “bajo pueblo” (que
sumaba los dos tercios de la población)? ¿Por qué, si ella, convocada por el
orgullo universalizante de Occidente, no tenía razón para nacionalizarse
al extremo de anular su identidad? La “cuestión social’, por grave que fuera,
no podía criollizar las elites locales al extremo de romper el cordón umbi-
lical que las unía al hemisferio Norte, ni podía abolir de una plumada el
orgullo cosmopolita de la civilización, toda vez que la tal cuestión social no
formaba parte de la gran cruzada civilizadora y modernizadora que llevaba
a cabo la Cristiandad, sino de ese rezago bárbaro que necesitaba, todavía
–persistentemente– ser civilizado, cristianizado y re-colonizado. Como fue-
ra. Aunque fuera como al principio: a sangre y fuego.
El contraste entre el orgullo internacionalizado de las elites y la crio-
llista “cuestión social” – que no era orgullo de nadie– ¿implicaba la existen-
cia de una “crisis moral de la república”, como anunció Enrique Mac-Iver
en 1901? ¿O se trataba, por el contrario, de la falsa conciencia y el absurdo
desdoblamiento indentitario, ético y político de nuestra clase dirigente de
entonces? Se sabe que ésta nunca se sintió en crisis, pues consideró siem-
pre que la tal crisis era de ‘la nación’, de la “raza chilena” y, sobre todo, por
su inmoralidad congénita, de los “rotos” mismos (véanse las denuncias de
Francisco Antonio Encina y Nicolás Palacios o las pastorales del arzobispo
de Santiago). Sin embargo, los sectores más lúcidos y más afectados de la
sociedad civil (los estudiantes, los trabajadores, los profesores, los indus-
triales, los arrendatarios, los ingenieros y hasta los oficiales jóvenes del

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

ejército) pensaron exactamente al revés: era la oligarquía mercantil-porta-


liana la que se había sumido en una crisis de impotencia, desorientación y
corrupción. Y que, por lo mismo, era necesario sustituirla y cambiar, en el
mismo trámite, el centenario, pero antidemocrático Estado de 1833. Pero
entonces, y como siempre, no importó lo que pensaba y quería la mayo-
ría de la sociedad civil, sino los caudillos que asumieron, a nombre de las
elites, los poderes fácticos: el autócrata-liberal Arturo Alessandri Palma y
el democrático-dictatorial Carlos Ibáñez del Campo, quienes, en postas, y
haciendo uso de distintos, pero convergentes poderes dictatoriales, insta-
laron, entre 1920 y 1938, a contrapelo de todos los movimientos sociales,
un sistema político que restauraba, en lo esencial, el caduco Estado Porta-
liano de 1833.
De modo que, hacia 1932, pudo afirmarse, como en el tango: ‘que
cien años no es nada’. Pues 1932 no era sino 1833. Y Arturo Alessandri era
Diego Portales revivido y los derrotados “sociócratas” del período 1919-
1925 no eran sino los aplastados “pipiolos” del período 1823-1829. Y así
como los derrotados en Lircay, en 1829, reaccionaron con fuerza en 1837
(mataron a Diego Portales), en 1851-1852 (se amotinaron contra el auto-
ritarismo portaliano de Manuel Montt) y en 1859 (lo mismo), hasta lograr
liberalizar el sistema político. Los movimientos sociales derrotados por
los poderes fácticos en 1920 y 1932 salieron a las calles después de 1936
(Frente Popular) y, luego de treinta años de lucha, obligaron al Estado de
1925 a implementar políticas desarrollistas y populistas, a pesar de que
eran contradictorias con su naturaleza constitucionalmente ‘liberal’. Po-
dría decirse que consiguieron democratizarlo, sólo que sin cambiar la 93
Constitución que lo estructuraba (‘clon’, a su vez, de la de 1833). Y se
hizo evidente que tal Estado no era el que se requería para implementar
ese tipo de políticas, razón por la que debía ser cambiado según lo exigían
las necesidades y la voluntad de la mayoría ciudadana. De modo que lo
que correspondía hacer en tales circunstancias, como imperativo histórico
ineludible, era un cambio revolucionario. Entre 1964 y 1973, los nuevos
“pipiolos” y los nuevos “sociócratas” se jugaron por ese cambio, pero cayó
entonces sobre ellos el tercer Lircay (en 1973), el tercer Portales (Augusto
Pinochet), y en 1980 se dictó, sobre lo que quedaba de ellos, la tercera
Constitución Portaliana tipo 1833.
Y así, de cien en cien, hemos llegado a las proximidades del año 2010,
con la creciente repetida doble sensación de que, por una parte, estamos
(ya) modernizados y, por otra, que la historia ha girado en círculos, fagoci-
tando en cada vuelta un siglo de vida inútil. Y de nuevo las elites dirigentes
preparan la celebración para el nuevo centenario. Y se perciben, en la su-
perestructura, las palpitaciones nerviosas del nuevo orgullo. Y ya se están
publicando libros señeros del nuevo período (sólo que sin cantos dorados
y sin sello editorial europeo). Y se están regalando a los niños pobres pa-
quetes de libros, para que lean –si se les antoja– sobre lo que (siempre) he-
mos sido y sobre lo que (siempre) seremos. Mientras se acicalan las calles
sombreándolas de verde y se taladra con gran estrépito la infalibidad de
las carreteras que dan vía libre a la velocidad automovilística. Cuando, en
dirección al Este, se construyen más y más torres faraónicas (que ya no son

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historiadores chilenos frente al bicentenario

escuelas y tribunales para majestad de los niños e imponencia del Estado,


sino malls y rascacielos para la perpetuación mercantil y financiera del
Mercado Global). Cuando la nueva elite invierte sus millonarios exceden-
tes (compuestos de cotizaciones expropiadas a los trabajadores a través de
las asociaciones de fondo de pensiones y las instituciones de salud previ-
sional, y de las ventas extraordinarias que le producen las quince millones
de tarjetas de crédito de consumo repartidas en los quintiles 1, 2 y 3, los
más pobres de la población) en paraísos tributarios extranjeros y en otros
países del hemisferio Sur. Cuando las elites disfrutan, en grado de éxtasis,
por fin, esa vieja aspiración aristocrática de ser parte orgánica, en herman-
dad modernista, del frenético e incontrolable circular del capital financie­
ro global, dueño absoluto, en el día de hoy, del viejo capitalismo y del
nue­vo mercado mundial. Esa golondrina volátil que ya no tiene alma pa-
risina ni londinense, ni birrete papal, sino superfluidad de resort tropical
(Cancún), de shopping mercachifle (Miami), de tour transatlántico (Costa
Azul), etc. Pues, ya no se trata de estirpes hidalgas, ni de culturas imperia-
les, ni de Occidente ni de Cristiandad, sino del universalizado exhibicio-
nismo consumista. Ni se trata, por supuesto, de criollismo o nacionalismo,
sino de globalismo desatado. Ni siquiera de la futurista modernidad, sino
de la presentista post-modernidad. Ni tampoco de pueblo o desarrollo,
sino de competitividad, de individuo contra individuo. Ni de proyectos
decenales de futuro, sino de small projects quemándose en el presente.
Las elites, una vez más –cien años después– están de nuevo satisfechas
(de sí mismas). Y ya lo estuvieron –¡y cómo!– en el siglo xix. Y lo estuvie-
94 ron, con sobresaltos, en el siglo xx. Y siguen estándolo, orgásmicamente,
en el xxi. ¿Cómo no habían de estarlo? Si tienen al bajo pueblo subjeti-
vando su derrota, puertas adentro, y endeudánse con la gran pulpería
del Mercado, puertas afuera. Ocupado, obsesivamente, en el consumis-
mo simbólico individual y en la violencia doméstica familiar. Si tienen,
además, la Constitución Política perfecta, hecha a mano en el laboratorio
profiláctico de la dictadura, sin tacha, exactamente a la medida de sus am-
biciones máximas. Si tienen a la mismísima coalición ‘democrática’ admi-
nistrando con eficiencia el sistema antidemocrático que la dictadura dejó
en herencia. Y si tienen, por añadidura, unas fuerzas armadas que, luego
de dejar en absoluta evidencia la enfermedad antidemocrática que las co-
rroe desde hace casi doscientos años, siguen allí, como si nada, o como si
todo, garantizando la permanencia del ‘eterno retorno’.

¿Y existe hoy, como en 1910, una “cuestión social”?

Según los anuncios oficiales, la pobreza ha caído desde el 45% registrado


en 1990 al 14% registrado en 2007. A tal extremo –lo que es digno de sos-
pecha–, que los mayores índices de pobreza, según la más reciente encues-
ta CASEN, se registran en las comunas más ricas (Las Condes, Providencia,
Vitacura), y que tenemos menos pobreza que España, por ejemplo. Razón
por la que, señoras y señores, ya no hay conventillos, ni callampas, sino
uno que otro campamento. Por eso, todos los pobres andan con zapatillas

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

de marca y celulares en el bolsillo. Los automóviles se amontonan en las


calles y los buses-oruga no dan abasto para trasladar las masas de frenéti-
cos trabajadores. Somos los primeros en América Latina, en todo lo que
huela a Mercado. En todo lo que suene a dictadura eficiente. En todo lo
que suene a extremismo liberal (¡hemos firmado tratados de libre-comer-
cio con sesenta y ocho países del mundo!). ¿No es esto motivo de orgullo?
¿No hemos realizado en los últimos quince años las aspiraciones máximas
(algo frustradas) de los primeros cien? ¿No hemos llegado a la cima, no es-
tamos ingresando al codiciado G-8? ¿No somos ya Occidente puro?

Pero, ¿existe o no, actualmente, una “cuestión social”?

Paradójicamente –como concluyó el Programa de las Naciones Unidas para


el Desarrollo en 1998– tanta belleza tiene su lado oscuro: ese incómodo
“malestar interior” de los chilenos. Esa ‘revoltura mental’ que los induce
–según las frecuentes encuestas de El Mercurio Opina S.A.– a no tener
ninguna credibilidad en el Congreso Nacional (sólo 17% de los chilenos
piensa que ese poder del Estado tiene ‘algo’ de confiabilidad), ni en los
Tribunales de Justicia (sólo 12% cree en ellos), ni en los partidos políticos
(menos del 9% de los chilenos confía de ellos). Y si piensan eso del Esta-
do es porque están sintiendo que, sobre él, domina sin contratiempos el
mercado, ya que éste, en lugar de resolver los problemas de los pobres,
los crea y los agudiza. No rechazan al Estado y a los políticos per se, sino
porque están demostrando ser meros títeres de un monstruo (el Mercado) 95
que hace más daño que el que restaña. Pues, por ejemplo, el 80% de los
chilenos trabaja para las Pequeñas y Medianas Empresas, razón por la que
el 48% de ellos tiene trabajo precario (temporal, sin contrato o sin previ-
sión) o terciario (servicios varios). Razón misma por la que sólo la mitad
de la población hábil está activa (o sea, buscando trabajo), por la que el
31% de los ocupados gana menos de $113.000 al mes, y 68% menos de
$200.000. Y es por la fuerza de esa realidad que los chilenos evitan el ma-
trimonio (desde 1990 la tasa de nupcialidad ha caído en 66%, mientras el
porcentaje de niños huachos ha aumentado a 56% de los nacidos, que es
récord histórico). No es extraño que la violencia familiar cobre víctimas se-
mana a semana. Que muchas familias pobres, para pagar el endeudamien-
to en que incurren debido a las (generosas) ofertas de crédito de consumo
(deuda que, gravada por una tasa de 48% de interés anual, copa más del
50% de su ingreso anual), se integran a cualquier red de tráfico mercantil
ilegal (de drogas, comercio pirata, delincuencia, etc.), donde resuelven
autónomamente sus problemas, al paso que desarrollan identidades “cho-
ras” (agresivas, no pasivas, como las del trabajador asalariado actual), la
que se enfrenta sin tapujos, incluso a balazos, con la autoridad pública. Ni
es extraño que, ante la imposibilidad de integrarse laboral y valóricamente
a la sociedad moderna, debido a la descarada mercantilización de la edu-
cación y la salud –sin contar la expropiación de sus cotizaciones previsio-
nales por parte del capital financiero–, los sectores populares sientan que
no tienen otro camino que vivir desafiando la institucionalidad, las leyes

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historiadores chilenos frente al bicentenario

y la policía, creando al mismo tiempo mercados negros a su medida y ne-


cesidad, pese a que no tienen (aún) un proyecto político alternativo. En
este contexto, los niños y los jóvenes no sólo no están convencidos de que
tienen que portarse bien según las reglas del mercado y las evaluaciones
competitivas que se derivan del mismo, sino que, además, parecen más
motivados para hacer por sí mismos otra cosa. Cualquier otra cosa que
demuestre su descontento y exprese su verdadero sentimiento de identi-
dad. ¿Cómo explicarse de otro modo la sorprendente, inédita e inesperada
“revolución pingüina”?
¿Es esto, o no, una “cuestión social”? ¿Estamo viviendo, o no, lo mismo
que vivía el profesor Alejandro Venegas a comienzos del siglo xx, cuando se
decidió a escribirle al Presidente su demoledor Sinceridad. Chile Íntimo de
1910? Si existe hoy, como hace un siglo, una grave “cuestión social” ignora-
da o encubierta por las elites neoliberales que rigen el país, ¿existe también
una “crisis moral” en nuestra clase dirigente? De ser así, ¿no será tiempo de
levantar diversos movimientos “sociocráticos” como en 1919 y promover
el poder constituyente de la ciudadanía, como hicieron por entonces Luis
Emilio Recabarren, los estudiantes de la Federación de Estudiantes de la
Universidad de Chile, los trabajadores de la Federación Obrera de Chile, y
los profesores de la Asociación Gremial de Profesores de Chile.
Con todo, la cuestión central es: ¿debemos permanecer como meros
espectadores de la escenificación ritual de las fiestas centenarias? ¿Debe-
mos dejar pasar ante nuestros ojos los ciclos rituales del ‘eterno retorno’?
¿Qué, una vez más, cien años no sean nada en el recuento histórico de
96 la ciudadanía? ¿Debe continuar adomercido el orgullo ciudadano? ¿Debe
suicidarse de nuevo Luis Emilio Recabarren y quedar el campo libre para
que nuevos y nuevos caudillejos oportunistas –ésos que, en casos de apu-
ro, utilizan las ‘elites de siempre’– reconstruyan el fantasma constitucional
de 1833? ¿Estamos dispuestos a resucitar, por tercera vez, la misma estéril
politiquería parlamentarista? ¿De nuevo la juventud contestaria terminará,
al envejecer, integrándose al establishment y rindiendo pleitesía profesio-
nal y política a la ley dictatorial?
Si la historia se repite o gira en círculos maniáticos u obsesivos, no es
porque la soberanía popular y ciudadana esté ejerciendo su poder, sino
porque, al contrario, adormecida en su drama subjetivo, ha dejado el te-
rreno libre para la acción fáctica de las oligarquías. Es el autoritarismo y la
injusticia social los que tienen que repetir sus acciones abusivas, porque
ningún abuso se sostiene en el tiempo. Si los siglos, a la larga, son nada
para la ciudadanía, es porque han sido todo para las minorías abusivas. Es
porque éstas han repetido obsesivamente su mismo sketch histórico. Sólo
la injusticia retorna, maniáticamente, una y otra vez.
Es preciso cortar, de una vez, el nudo gordiano del ‘eterno retorno’.
Acabar con las sospechosas fiestas del centenario. Introducir, a como dé
lugar, el goce social y colectivo de la ‘fiesta cotidiana’. Aquélla que se en-
orgullece de cada día pasado, de cada día presente y de cada día por venir.
Pues ésa es la fiesta de todos.
Es necesario ajusticiar, por tanto, de una vez y para siempre, el fantas-
ma de Portales.

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chilenos

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

Historia para la paz.


La osadía de cambiar de rumbo

José Albuccó
Universidad Católica Silva Henríquez

L a mirada del término de los doscientos años de vida republicana no


está exenta de los tradicionales debates en los ámbitos políticos, eco-
nómicos, con una presencia muy escasa de temas tales como tener un de-
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sarrollo sustentable y a escala humana para nuestro país, conceptos que


serán de curiosidad para los ciudadanos de 2010 en la preparación del rito
de celebración para ese momento.
La historiografía de mayor desarrollo en Chile en los últimos cien años
ha partido de relevar los principales conflictos en la construcción y divul-
gación en nuestra república y, sobre todo, en la educación de sus ciuda-
danos. Pero los primeros diez años del siglo xxi debieran ser el momento
propicio para dar inicio a una nueva forma de vivir y hacer la historia.
Muy poco conocida, pero no por eso menos valiosa en la construcción del
Chile del bicentenario es la historia de y para la paz, una nueva mirada de
nuestra nación.
El desafío es pensar la patria desde los códigos de los acuerdos, del
diálogo confluyente, desde la fraternidad, la resolución pacífica de los
conflictos y desde el desarrollo con rostro humano. El encuentro en la
diversidad de nuestra historia, resulta más relevante en la medida que
los procesos históricos pueden identificarse en términos de su resigni-
ficación, así como de la identificación de los elementos de permanencia
y cambio. En tal sentido, la resignificación debiera traducirse en releer
los símbolos que han sido utilizados por la cultura dominante de estos
doscientos años, los cuales han generado imaginarios (idearios menta-
les) proclives a la construcción de la realidad actual de nuestro país, que
tiene desafíos urgentes e impostergables sobre las zonas de exclusión

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historiadores chilenos frente al bicentenario

o integración que se han implementado en nuestros espacios físicos y


mentales.
Es necesario reconocer que esta lectura es un campo mínimamente
abordado por las responsabilidades universitarias y políticas. El aporte a
un país que se articula desde la construcción de la paz y del diálogo con-
fluyente y emprendedor enriquece nuestra vida comunitaria y, sobre todo,
el debate académico, pues requiere de un trabajo riguroso en la desarticu-
lación de los códigos y discursos de la violencia y un trabajo interdiscipli-
nario que aborde la complejidad de los procesos históricos y sus actores
hacia una construcción de comunidades de mujeres y hombres más hu-
manas.
Los actores de nuestra historia actual han tenido la experiencia de lar-
gos años de animosidad política cuya máxima expresión se vivió con la
institucionalización de la violencia, la tortura, el asesinato como forma de
resolución de conflictos, la exclusión y marginación física, emocional y
cultural de muchos de nuestros habitantes.
La vuelta a la democracia a veinte años del bicentenario representó la
irrupción de nuevas imágenes y percepciones en la construcción de nues-
tra patria y el ejercicio de la ciudadanía, no exenta en absoluto de los con-
flictos en la configuración y la aceptación de nuestra identidad mestiza y
cambiante, que desafía al Chile de los próximos cien años en la integración
y en la multiculturalidad de su construcción.
Sin embargo, construir la paz no puede ni debe ser alcanzada olvidan-
do lo suce­dido, por el contrario, la reflexión y el análisis de los códigos y
100 causas de la violencia, las que lamentablemente no son tan recientes como
el período al que hacemos mención, sino muy antiguas en nuestra historia
humana, resultan indispensables para su futura erradicación y desarticula-
ción. La constatación de esta experiencia vívida no puede sino plantearnos
frente a opciones muy distintas a las antes mencionadas, siendo ésta el
punto de partida para una relectura de nuestro pasado y una posibilidad
de escribir el futuro.
No obstante, existe siempre la tentación de seguir el camino más recu-
rrente que es considerar la violencia como algo inherente al ser humano
y característico de su evolución como especie. Cuando lo real es que la
violencia y sus diversas manifestaciones es un proceso adquirido cultu-
ralmente. De tal manera que la posibilidad de convivencia pacífica estaría
supeditada innegablemente a cambiar estos patrones de formación por
aquéllos totalmente opuestos a los consignados históricamente. Esto últi-
mo, supone no sólo un cambio de paradigma sino, también, una renuncia
a los privilegios ganados bajo estas formas.
La historia de la paz explora una visión distinta y esperanzadora, que
debiera basarse en rescatar a una gran cantidad de individuos y movimien-
tos que han basado su accionar en ideas pacíficas para la resolución de
conflictos, los que muchas veces han sido obviados por la historiografía
tradicional.
De cara a la construcción del tercer centenario, el rescate de aquellos
ciudadanos que han trabajado por la convicción de la resolución de con-
flictos con instrumentos pacíficos debiera significar una alternativa no sólo

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

académica del problema sino una nueva forma de relacionarnos al interior


de nuestro territorio y con los vecinos, marcando un antes y un después
en las relaciones geopolíticas y culturales del siglo xxi.
La condición humana no es bélica ni pacífica en su origen, es a lo largo
de su historia que tiene la posibilidad de soluciones pacíficas o violentas. Es
en ese momento que opta por una u otra alternativa dependiendo de las va-
riables de la experiencia previa, conocimiento de sus opciones y conciencia
de su desarrollo. Es la posibilidad de construir una historia sin fragmentos,
distanciada de la noción individualista imperante en nuestra sociedad y que
enfrenta la imitación e implantación de modelos exógenos en la construc-
ción de la historia de las culturas hegemónicas occidentales del siglo xx.
Para cerrar esta reflexión uno de nuestros principales líderes morales
del siglo xx chileno, el cardenal Raúl Silva Henríquez señalaba que la paz
permite la convivencia real y es la única capaz de permitir el entendimien-
to en pos de disminuir sistemáticamente hasta eliminar las tan detestables
estructuras de la violencia, suerte de maldición que atenta contra el ser
humano, su dignidad y el desarrollo de un país con rostro humano. Todo
aquello que siendo evitable, obstaculiza la realización de las potencialida-
des humanas, y que se manifiesta o se revela en múltiples aspectos como la
violencia de los ejércitos, la desigualdad, el subdesarrollo, la degradación
ambiental, el control de la información; esto no permite el desarrollo de
una historia para todos y con todos como merece Chile.
Siguiendo el trazado que marcara don Raúl, por qué no relevamos en
nuestra historia y en la toma de decisiones las opciones que juegan a favor
de una real democracia que avanza y construye una sociedad que promue- 101
ve la integridad del bienestar humano, el desarrollo de los espacios para la
convivencia, la economía de la solidaridad, la valoración de nuestro patri-
monio material y simbólico. Cimentando, finalmente, el ejercicio de una
ciudadanía en el valor y respeto a la diversidad y la multiculturalidad.
Ésta es la historia que hay que escribir para los trescientos años y que
hoy es una deuda pendiente con nuestro bicentenario.

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Reflexiones frente al bicentenario

Patricia Arancibia
Universidad Finis Terrae

N o es necesario haber leído a Carlos Gustavo Jung para saber que tam-
bién los símbolos integran la realidad. En ciertas imágenes colectivas
hay, en efecto, un poder de sugestión capaz de trasformar lo que en sí 103
mismo es un concepto en un elemento de la existencia real. No es otra la
naturaleza del próximo bicentenario. Para mí es un símbolo que ordena
el decurso ordinario del tiempo y nos invita a repasar la trayectoria de la
nación chilena.
Por supuesto, el tiempo es un continuo cuya división en períodos más
o menos homogéneos, dotados de un sentido propio, es convencional.
El bicentenario, como realidad simbólica, sirve a ese propósito racional
de orden. Seguramente el 18 de septiembre de 1810 no fue percibido de
inmediato como un punto de inflexión definitiva. Muy distinta pudo ser la
suerte del movimiento independentista que, tras muchas vicisitudes, cul-
minó en la emancipación de Chile. Un proceso, cabe señalar, que forma
parte de otro más amplio: la disolución del imperio español. La decisión
adoptada aquel día por el cabildo de Santiago, esto es, crear una junta de
gobierno que resguardara en esta lejana posesión los derechos del Rey,
cautivo de Napoleón Bonaparte, sólo al ser considerada retrospectivamen-
te por el grupo rector de la sociedad chilena, fue aceptada como el punto
de partida de una etapa histórica diferente y superior a la anterior. Con
esto quiero indicar que perfectamente pudo haberse fijado el hito inicial
de nuestra república en la victoria alcanzada en Maipú o, incluso, en un
acontecimiento posterior, como Lircay. Reitero así que el bicentenario es
una realidad simbólica y, sin embargo, o por lo mismo, plena de validez.
Preocupada, más bien, de investigar y divulgar la historia reciente de
nuestro país, no me siento competente para esclarecer el punto vinculado,

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como está, a cuestiones del siguiente tipo: ¿fueron los dos siglos y medio
de la capitanía general una preparación de la república o tuvieron enti-
dad propia?, ¿qué desafíos o tareas colectivas siguieron siendo constantes?,
¿cuáles virtudes y defectos de la capa dirigente y de la masa popular per-
manecieron más o menos inalterables hasta muy avanzado el siglo xix?, ¿en
qué momento pasó a ser la nación chilena la protagonista de su historia?
Sobre el particular sólo puedo aventurar opiniones; mi campo de estudio
se inicia con el centenario. Baste lo dicho para justificar que mi comentario
se ciña a la última centuria.
Se ha debatido si la celebración del centenario fue obra exclusiva del
grupo social que hasta ese momento había dirigido a la república o impli-
có a la nación entera. Mi impresión es la última. Me parece esencial señalar
que el centenario convocó espontáneamente a todas las clases sociales en
torno a un sentimiento común que, ciertamente, no existía cien años atrás.
En 1910 el sentimiento nacional era ya una realidad poderosa, quizá el más
eficaz elemento de unidad –si no el único– entre todos los individuos que
componían Chile. Cosa distinta es estimar si se trató o no de un momento
de plenitud. Por el contrario, había demasiados indicios que apuntaban
al crepúsculo de un período por demás notable, cargado de glorias y de
progreso. La cuestión social, sin ir más lejos, o la crisis en que se debatía
un orden político paralizado porque sus fuentes se habían secado. Hubo,
pues, luces y sombras en el centenario, tal como ocurre hoy.
¿Qué celebraremos en 2010? Ante todo, cierta continuidad vital. Parece
obvio, pero no lo es. El siglo xx, en el ámbito mundial, fue una catástrofe,
104 una explosión de odio racial, religioso e ideológico que cobró millones de
víctimas inocentes. Nada similar ocurrió aquí. Luego, si observamos la tra-
yectoria de otros pueblos, salta a la vista hasta qué punto se alteraron sus
condiciones en el último siglo. Argentina, por ejemplo, parecía destinada
a contarse entre las diez potencias del mundo. Por el contrario, algunas re-
giones asiáticas parecían condenadas a ser meros apéndices coloniales de
alguna metrópoli. Las posibilidades de Chile, en cambio, se han conserva-
do constantes. Por supuesto, no siempre se aprovecharon, pero a la larga
primó el buen sentido y es lo que en definitiva cuenta.
Pasando una rápida mirada sobre estos últimos cien años, destacaría
que el cambio más intenso que ha tenido la sociedad chilena, estuvo mar-
cado por el ascenso de las capas medias de la población, que se llevó a ca-
bo de manera civilizada, sin exclusiones arbitrarias ni llamativos arrebatos.
Arturo Alessandri y Carlos Ibáñez, artífices de esa transformación, están
siendo reconocidos por la historiografía en tal carácter. En el debe, sin du-
da el papel exagerado que en tal proceso se asignó al Estado, en perjuicio
de la libertad de las personas y del reconocimiento al mérito individual,
se tradujo en la aceptación de cierto grado de mediocridad. El punto más
bajo lo constituye la década revolucionaria (1964-1973), que desintegró
la unidad nacional y se saldó inevitablemente con una intervención mi-
litar de carácter institucional. Quienes tienen por misión defender la in-
tegridad nacional cumplieron con su deber y evitaron –con costos, claro
está– una guerra fratricida de alcances inimaginados. Durante la década
siguiente se volvieron a levantar las bases de la convivencia y, rectificando

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lo que había sido un error, una vez más se puso a la persona por sobre el
Estado, limitando a este último a un papel subsidiario. No fue necesario
hacer más para dar paso a una fase de inigualado desarrollo. Yo diría que
en los años de tutela militar la sociedad aprendió de sus errores y horro-
res volviendo a reencontrarse consigo misma. Salvo una ínfima minoría,
anclados en la odiosidad y el ideologismo, los chilenos se asoman hoy al
porvenir con renovada confianza, apoyados en una institucionalidad reco-
nocida como legítima.
Mi visión del futuro es optimista. Apoyados en nuestras propias fuer-
zas los chilenos hemos sido capaces de resolver nuestros asuntos internos
y de salvaguardar nuestra soberanía, incluso, frente a potenciales adversa-
rios bien armados. Las condiciones de vida de la población son netamen-
te superiores a lo que eran para el centenario; la mentalidad del hombre
común ha cambiado, dejando de creer que la política puede resolverle
sus problemas; miramos al mundo como el mercado natural de nuestra
producción... Pero advierto síntomas preocupantes. Los resabios de cons-
tructivismo social que todavía permanecen en algunos círculos del poder
han frenado una marcha que pudo ser más exitosa. Las comunidades ma-
puches segregadas por ley, la incógnita energética, la corrupción guberna-
mental y el insólito Transantiago son signos del fracaso de una mentalidad.
Peores obstáculos hemos superado. Está abierta la posibilidad de un siglo
liberal y en él confío. El bicentenario es un símbolo de esperanza.

105

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

DESAFÍOS Y RESPONSABILIDADES.
Reflexiones inacabadas sobre una conmemoración
“de todos” y “de nadie” al mismo tiempo
(advertencia: quedan tres años...)

Santiago Aránguiz Pinto


Universidad Diego Portales

107
H oy más que nunca, cuando Chile se apresta a cumplir doscientos años
de vida republicana, la historia y la disciplina histórica que estudia
los hechos del pasado, desde una perspectiva comprensiva más que des-
criptiva, son capaces de otorgar sentido a un pasado que, para la gran ma-
yoría de los chilenos, sino para toda, aparece deslucido, petrificado en la
amalgama narcisista de personalidades públicas –nos refe­rimos a jefes de
Estado, ministros y parlamentarios– de las cuales alguna vez se escuchó
hablar, especialmente en las lecciones escolares, pero de las cuales no te-
nemos conocimientos más allá de una circunscrita figuración política de
carácter más bien tibia e insípida. Pasado que, por lo demás, una y otra vez
requiere de un proceso de reelaboración de su significado político, social
y cultural en vistas a otorgar identidad a una nación que majaderamente se
rehusa todavía a dejar de ser un país del mal llamado Tercer Mundo, para
así, luego de un trabajo de introspección profundo, entrar de lleno en las
responsabilidades que demanda una nación moderna, pujante económica-
mente, comprometida con la historia, en perspectiva con el pasado, pero
también con el presente y, sobre todo, con un futuro que, para sorpresa de
todos nosotros, no está nada de lejos y que nos viene pisando los talones
desde algún tiempo, para desgracia de muchos y felicidad de pocos, de
muy pocos para ser exactos.
Pasado, tendríamos que agregar, además, siempre en tensión con un
presente a la vez esquivo y molesto para los individuos, incómodo y ajeno
para quienes no están acostumbrados a tratar con él de manera continua,

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historiadores chilenos frente al bicentenario

que actúa a veces como un aguijón de efectividad permanente, de la mis-


ma manera que la historia nos atemoriza de forma permanente, como si
quisiésemos huir de ella, pero no podemos, por más que se instauren “po-
líticas de la memoria” –que más parecen del “olvido”–, en un país donde
recordar equivale a desentrañar remisiones ocultas de las cuales no quere-
mos, por ningún motivo, hacernos cargo como país en su totalidad. Hoy,
por cierto, tiempo presente, que hace referencia a un tiempo pretérito,
pero, a su vez, a un presente sospechoso y a un futuro que nada sabemos
de él. Futuro, por lo demás, que se avecina en la medida que transcurren
los años, sin embargo, se aleja al mismo tiempo en la medida que los chi-
lenos no queremos pensar realmente en el bicentenario, en tanto nos pro-
voca una especie de temor solapado el saber (o el no saber) que ocurrirá
de nosotros en pocos años más. Por lo anterior, nos espanta todo aquello
que tiene el más mínimo asomo de mirar el pasado con responsabilidad
histórica, reconociendo los aspectos negativos y también los puntos bene-
ficiosos que, ya sea de una u otra manera, han implicado que los chilenos
asumamos una actitud de distanciamiento con respecto a la historia, como
si ésta nos fuera a morder o, en el peor de los casos, volviera a repetirse, y
se convirtiera en un karma, en una pesadilla insufrible, de la cual quere-
mos escapar, pero no podemos, pese a todos los esfuerzos desplegados.
Todos sabemos, o al menos así lo creemos, que lo anterior es impo-
sible de realizarse, al menos que el historiador realice el correspondiente
ejercicio intelectual, con la peligrosidad que ello conlleva. La historia, sa-
bemos también, acontece sólo una vez de manera única e irrepetible, aun-
108 que ocurren procesos históricos similares con características semejantes
que puedan extrapolarse a otras realidades, contextos y épocas, pero que
no confirman la aseveración generalizada de que la historia nos condena,
tanto por el hecho de su labor ejemplar como también por su repetición
en el futuro. Es ahí, creo, donde radica una de las motivaciones que pro-
vocan en el chileno el hecho de querer rehusar de un acercamiento hacia
la historia republicana del país, como si temiera un salto repentino de los
próceres o, ya bien, se sintiera amenazado por la impronta autoritaria de
Diego Portales, por la resurrección de los muertos en la matanza de Santa
María de Iquique en 1907, por la ineficiencia pasmosa de los parlamenta-
rios durante el llamado período parlamentario, que se pareció más a un
regateo político y económico que a una representación democrática de
los intereses de la población chilena en su totalidad. En fin, podríamos se-
guir enumerando largamente los “fantasmas” que sofocan la cotidianidad
del chileno, el cual es incapaz de expandir su conciencia depositando en
la historia su desinformación y desidia cultural. Así, la historia, en tanto
“bien” consumible y comprable a la vez, aparece como un monumento
que se puede recurrir a él de manera antojadiza cuando sienta necesidad
de un “baño cultural” que, contrariamente a la necesidad de quien la “uti-
liza”, sólo hace generar más hediondez en un ambiente saturado ya de
pesadumbre, cargado de rencillas y odios paridos.
¿Qué tenemos que decir los historiadores al respecto? Mucho y nada a
la vez, dependiendo de la perspectiva analítica que empleemos para exa-
minar la serie de problemáticas que nos presenta un tema tan delicado y

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peligrado, como es el de saber que pronto se nos avecina la celebración


de otro cumpleaños de nuestra república, pero no cualquier cumpleaños
ni menos cualquier tipo de celebración. ¿Estamos en condiciones de cele-
brar? ¿Queremos celebrar?, parecieran ser las preguntas pertinentes en es-
tos momentos de congestión vehicular, que nos ha impedido ver más allá
del Transantiago, el actual dolor de cabeza del gobierno,más aún cuando
actualmente las cosas no andan de lo mejor durante el primer año de go-
bierno de la cuarta administración concertacionista. ¿Preferimos, en cam-
bio, escabullirnos en la ignorancia y hacer como si nada ha pasado ni nada
va a pasar, pese a que se nos achaque –bien merecida, por lo demás– la
calificación de país inculto, poco apegado a nuestra historia? Mucho po-
demos decir los historiadores, en la medida en que seamos capaces de
remitirnos dialógicamente con una ciudadanía inactiva y sumisa frente a
la masificación del consumo de la tarjeta de crédito, que ha provocado es-
tragos desastrosos para quienes desean consumir a toda costa aquello que
no han podido gozar, hasta la aparición de las grandes casas comerciales
que otorgan esta posibilidad a prácticamente toda persona. Las diferencias
sociales ya no se expresan en cuánto y dónde comprar, sino en el acceso
de una educación de calidad y a niveles de crecimiento espiritual y cultural
sólidos.
Nada, a su vez, si no tenemos, precisamente, nada que ofrecer, lo que
equivale en breves palabras a darle la espalda a la misma historia que se
niega a olvidarse de nosotros, a una historia que persiste en recorrer los
siempre frágiles intersticios de la memoria y el olvido; a una historia, en
buenas cuentas, que si no es sistematizada, deja de ser historia y se trans- 109
forma en un pasado carente de sentido. Los historiadores no trabajamos
con el pasado sino que con la historia. No es ningún misterio, por lo de-
más, afirmar que la historia es el sustrato existencial de cada ser humano
y es, al mismo tiempo, la “materia prima” con la cual trabajamos los histo-
riadores, pero sí es necesario enfatizar el hecho de que la historia es capaz
de suministrar a las personas el insumo necesario para que éstas puedan
reconocerse a sí mismas en el flujo continuo de la historia y, al mismo
tiempo, reconocer que existe un depósito cultural ancestral que ha permi-
tido el nacimiento de civilizaciones y el asentamiento de formas expresivas
que reflejan las inquietudes religiosas y espirituales de cada individuo en
su esencia más profunda.
Creer que la conformación de una nación en términos identitarios se
establece de una sola vez y para siempre es un error que se comete reite-
radamente en perjuicio de impedir que se realicen debates públicos para
fortalecer la discusión entre los chilenos sobre cómo perciben el pasado
en relación con la importancia que tiene actualmente la celebración del
bicentenario. No es que la fecha misma sea decisiva en este asunto, sino
que ésta permite establecer un punto de demarcación para, ojalá así fuese,
estimular el interés de los chilenos en conocer con mayor profundidad los
procesos históricos que se han desarrollado durante las dos últimas centu-
rias; con la finalidad de establecer una efectiva participación del ciudadano
común con su nación y su patria, que se sienta identificado con las políti-
cas emanadas desde las instituciones estatales. Para afirmar, en definitiva,

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que tanto en 1810 y 1910, como en cuatro años más, él también fue y será
parte importante de las celebraciones que demarcan en primer lugar la
independencia de Chile respecto de la península Ibérica y la monarquía
española. Y luego la supuesta creencia enraizada de que Chile adquirió las
credenciales republicanas, con los derechos y deberes correspondientes
de un momento para otro, como casi sin quererlo, aunque deseándolo,
y hoy, en cambio, la plena convicción de que Chile es un país moderno
que puede llegar a ser parte –muchos lo sostienen, pero pocos lo cuestio-
nan– de las naciones más pujantes del planeta. En este podemos radica, a
mi entender, el trasfondo principal de la discusión sobre el tema, pues nos
confronta ante un escenario que muchas veces preferimos soslayar, pero
al cual necesariamente debemos recurrir de manera inexorable, si es que
aspiramos preguntarnos realmente cuáles son los significados del bicente-
nario y cuáles sus alcances.
Pues bien, ¿queremos en realidad ser un país desarrollado? ¿O prefe­­
rimos, en cambio, contentarnos con ser sólo los “jaguares” de América
Latina? Estas interrogantes encierran gran parte de las inquietudes que flo-
recen durante estas instancias, aunque están lejos de pretender resumir la
totalidad de las inquietudes de todos los chilenos, si es que podemos atri-
buirle dicho calificativo. Pues si hay algo que caracteriza a los individuos
que han vivido o nacido en Chile es su displicencia respecto de cuáles son
los deberes y los derechos que poseemos como ciudadanos y, a la vez, de
qué manera debemos posicionarnos cuando nos encontramos ante con-
memoraciones de trascendencia relativa, como es el bicentenario, según
110 sea el enfoque que se le dé. Pareciera ser que nos asustamos con mucha
facilidad, a la primera, que preferimos esquivar el tema o, bien, dar por
sabido qué estamos conmemorando, pero que en realidad no es sino una
muestra más, burda y brutal, de nuestra incultura que, lamentablemente,
es el elemento que aflora con mayor ahínco durante estos días.
No lo sabemos, puesto que esta incertidumbre es parte de la escasa
capacidad que tenemos los chilenos de identificar con exactitud qué cele-
braremos en 2010. De la misma manera como tampoco poseemos la sufi-
ciente información de los alcances culturales que se desprenden de esta
conmemoración, que tiene su origen, por cierto, en el centenario, donde
confluyeron una multiplicidad de percepciones tendientes a detectar un
ambiente de “crisis” unida a un sentimiento de inexplicable jolgorio. ¿Vol-
veremos a lo mismo? Puede ser, depende del prisma que se utilice para
analizar la situación.
Pues bien, ¿qué celebraremos en 2010? Tengo que partir primero con
la siguiente interrogante: ¿hay algo que celebrar? Seguramente una actitud
así genera de inmediato que a quien la pronuncia se le acuse de “aguafies-
tas” o de pesimista irremediable; en el mejor de los casos de crítico e ira-
cundo. Sólo algunos, muy pocos seguramente, valorarán el hecho de que
un historiador –que hoy abundan en el país, pero que lamentablemente
casi no escriben ni leen entre ellos– emita ácidos comentarios en contra de
una siempre deslucida autocomplacencia del chileno, que es incapaz de
mirar para el lado y percatarse de la realidad de naciones, como Argentina,
Perú o Bolivia, que, querámoslo o no, constituyen parte de nuestra propia

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realidad, la de ayer y la de hoy y, por supuesto, la del futuro, en tanto nos


remite a una historia común y a un pasado compartido, por más que algu-
nos se empeñen infructuosamente en hacernos creer que, afirman, “nada
tuvimos que ver con esos cholos de mierda, atrasados e incultos”. O bien,
ya para rematar aún más la grandilocuencia injustificada del chileno, “ti-
rar pinta”, aduciendo que Chile no se puede comparar con estas naciones
atrasadas que aún viven en la época neolítica. ¡Vaya a saber uno qué pien-
san (si es que piensan) al respecto!
En esta ocasión, sólo dejo constancia de un estado anímico compar-
tido entre la mayoría de los chilenos y, en forma precisa, de una primera
aproximación al tema de parte de un historiador que, pese a ser proclive
a las conmemoraciones, poco y nada ha hecho al respecto. Al menos hasta
el momento, aunque, en realidad, tampoco sé –para qué vamos a estar con
cosas– de qué manera puedo aportar al debate académico, historiográfi-
co o de políticas públicas, puesto que no existen instancias de discusión
sobre la materia ni tampoco el ánimo de parte de organismos estatales o
privados de invitar a los historiadores a participar activamente en la ela-
boración de un programa académico y cultural con vistas al bicentenario,
que corresponde a la fecha que oficialmente dicha se ha asignado a sí mis-
ma –y también a los chilenos– para celebrarse y aclamar al mismo tiempo
los doscientos años de vida nacional independiente, momento a partir del
cual Chile dejó (entrecomillas) de ser una colonia de la corona española
(aunque no lo logró realmente) y pasó a ser una república, si bien dejó
tras de sí algunos lazos que aún la amarraban a un pasado monárquico
en muchos aspectos, aunque en otros asumiría, en cambio, una actitud 111
emancipadora propia de quien todavía necesita de cobijo institucional, no
obstante su atávica condición de país insular y regido por naciones euro-
peas que harán de Chile una “angosta y delgada faja de tierra” que quiso
parecerse a una nación con altos estándares de estabilidad política y res-
guardo del orden público.
Y es que, sin duda, los historiadores también debemos asumir parte de
la responsabilidad en el hecho de que la sociedad chilena en su totalidad
sea incapaz de reflexionar críticamente y de manera constante sobre la
valoración que tiene la reflexión histórica responsable en la construcción
de la identidad nacional y de una sociedad democrática, dotada de ade-
cuados índices de calidad en materia educacional, en la eliminación de la
pobreza material endémica, en la creación de plazas de trabajo dignas y
permanentes, y así sigue y suma. Para qué decir de lo ocurrido en materia
cultural, donde sólo han brillado patéticos “carnavales culturales” tendien-
tes a degradar las manifestaciones culturales, a falta de políticas editoria-
les con perspectiva de trabajo a largo plazo, fomento a la investigación,
al trabajo académico, a la creación de revistas y periódicos, en fin, podría
seguir enumerando por largo rato más, pero con los ejemplos anteriores
queda explicitada la referencia a la cual queremos enfatizar. Lo central es
lo siguiente: la cada vez mayor alarmante situación en la cual se encuen-
tra el profesional-intelectual, especialmente el historiador, respecto de la
castración progresiva de instancias de reflexión, debate y exposición de
ideas relativas a la discusión histórica y al quehacer historiográfico chile-

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no. A nadie le importa la historia hoy en día, para qué vamos a decir una
cosa por otra. Menos aún, reflexionar de verdad sobre las implicancias del
bicentenario, desafíos y responsabilidades de por medio.
Son los llamados “temas pendientes” de la agenda presidencial los que
de manera majadera aún subsisten en echarle a perder todo tipo de acto
conmemorativo a Chile en su, a esta altura, eterno camino hacia la celebra-
ción del bicentenario, y que, de acuerdo con esa sensación generalizada
que cunde entre arquitectos, urbanistas e historiadores, se ha instalado
más como un problema del cual no queremos hacernos cargo todavía,
pese a que sólo quedan cuatro años para tal ocasión. ¿Temor? ¿Descon-
fianza? Todo esto y muchos más. Aunque, por cierto, también cautela por
no querer hacer las cosas apresuradamente, se dirá como excusa, aunque
2010 esté a la vuelta de la esquina. No nos vamos a dar cuenta cuando el
país se encuentre en aquella fecha, y ya será muy tarde y no sabremos qué
hacer. No podremos, pese a todo el empeño posible, puesto que esto no
se trata de una efímera voluntad pasajera, sino de una acción participativa
en conjunto entre el Estado y la ciudadanía, de manera sistemática y per-
sistente.
Intentaremos asumir una actitud de “compromiso”, pero ya es muy
tarde, lamentablemente. Festejaremos, pero no sabremos por qué ni bajo
qué consecuencias. Criticaremos, como es nuestra congénita costumbre
chilensis, y ahí todos se sumarán a una práctica habitual del chileno, con-
sistente en disentir de lo que no conoce y apoyar aquello que le es más
favorable a sus intereses, no importándole en lo absoluto qué se trae entre
112 manos cuando decide criticar, es decir, emitir una opinión fundamentada
sobre la base de conocimientos sobre un determinado tema. Participare-
mos en asambleas públicas, pero rehusaremos a dar una opinión, para
no caer en vergüenza cuando nos pregunten, ¿qué opina usted de esto?,
¿qué opina usted de esto otro? Y, de esta manera, no hacer una vez más el
ridículo ante escenarios que, francamente, no llevan años, sino siglos de
adelanto. Pero de lo que sí estamos seguros es de que al momento de asu-
mir una postura decidida sobre el acontecer histórico nacional, ahí se verá
complicado, y no sabrá qué decir. No será por falta de oportunidades, sino
por exceso de conformismo y, por qué no decirlo, por la latencia mono-
corde con que los chilenos solemos observar la realidad europea, dando
a entender que nada nos preocupa más que la situación de nosotros mis-
mos, y eso con suerte.
Es que, a decir verdad, Chile ya se encuentra en una situación clara-
mente desfavorable. “Se le pasó la vieja “, como se dice popularmente. No
lo digo yo solamente, ni muchos menos es una opinión elitista. Miguel
Laborde, en una crónica dominical de reciente aparición, también expresó
algo así como una especie de abulia de parte de las autoridades chilenas
para asumir con presteza la celebración del bicentenario, que se está con-
virtiendo más en una tara institucional para las autoridades de gobierno
que en un desafío nacional, que nos permita proyectarnos como nación
hacia un desarrollo económico equitativo y solvente, resaltando la nece-
sidad de ahondar en la educación humanista en los colegios e incentivar
la autoestima, la reflexión crítica, el análisis, la generosidad, el individua-

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lismo comunitario (pese a que pueda sonar como una incongruencia), el


interés por las manifestaciones culturales y espirituales. Por sobre todo, no
ceder ante la domesticación a la cual se nos acostumbra desde adolescen-
tes, apelando a eso de que todos tenemos que parecernos a todos, donde
nadie puede ser distinto al de al lado, como queriendo decir que en Chile
no se aceptan personas distintas a las que se permiten en un territorio
donde, paradójicamente, convivimos mapuches y aimaras.
¿Qué se ha hecho al respecto en materia de urbanismo y arquitectura?
No me detendré en esta ocasión a examinar este aspecto, tanto por mi
desinformación al respecto como por la magnitud del tema, que, de segu-
ro, será un aspecto de esencial relevancia durante los próximos años de
la administración de la presidenta Michelle Bachelet, considerando que el
proyecto “estrella” de los últimos años, el puente del Callao, que uniría
Chiloé con Chile peninsular, quedó en lo que quedan muchas cosas que
se planifican a la rápida, a la orden del día, como si estuviéramos en una
estación de servicio, y solicitamos un refresco y algo para comer, muy en
la línea del “pronto”, pero que en realidad no sacia el hambre, sino, más
bien, morigera en algo nuestra voracidad.
Me parece que en el aire se respira, al menos en las bibliotecas y ar-
chivos, como así también en las universidades –lugares donde se encuen-
tra depositado el “saber”, especialmente algunas más preocupadas de las
próximas admisiones que de fomentar el debate académico– un dejo de
insatisfacción y apatía, como queriendo decir que muchos no están “ni
ahí” con celebraciones anticipadas ni menos con algarabías de patriotismo
trasnochado. Hoy, en cambio, el ciudadano común y corriente quiere ver 113
arriba de su mesa de comedor los excedentes generados por la produc-
ción de cobre, que viene a ser, como lo fue el salitre hacia fines del siglo
xix y principios del siglo xx, algo así como el “sueldo de Chile”. ¿Alcanza-
rá para todos esta vez? ¿O tendremos, en su defecto, que conformarnos
nuevamente, como ocurrió en 1910, con que sólo unos pocos puedan be-
neficiarse de las ganancias obtenidas por las bondades de una economía
pujante? Como siempre, son los pobres los perjudicados, quienes sienten
que la celebración del bicentenario está muy lejos de representarlos,
La iniciativa académica dentro de la cual se inserta este ensayo, que se
establece como una instancia de reflexiones de parte de historiadores y
antropólogos sobre una temática de enorme importancia, como la que nos
convoca en esta ocasión, es, qué duda cabe, una excelente oportunidad
para seguir profundizando, desde el conocimiento histórico y la disciplina
historiográfica, en establecer vínculos con las autoridades de gobierno, po-
líticos, artistas, intelectuales, escritores y profesionales de todas las áreas,
con el objetivo de debatir en torno a un tema de enorme trascendencia
nacional, aunque no del todo asumido. Ésta tuvo su punto de arranque
en un seminario realizado en el Archivo Nacional de la capital donde se
reunieron varios premios nacionales de Historia para debatir y reflexio-
nar en torno a las implicancias culturales y sociales de la historia chilena
tomando como referencia tres fechas claves, unidas por cien años de di-
ferencia entre cada una de ellas: 1810-1910-2010, siguiendo un ejercicio
realizado por Marcos García de la Huerta.

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historiadores chilenos frente al bicentenario

Desde luego, este breve ensayo no pretende más que suministrar al


lector un enfoque adicional a los muchos que, seguramente, circularán de
un tiempo a esta parte, en el entendido de que, tal como lo expusimos en
los párrafos anteriores, los historiadores debemos asumir necesariamente
una predisposición distinta respecto de la enseñanza y difusión de la dis-
ciplina histórica. Darnos cuenta, además, de que es un deber asumir que
somos los historiadores los encargados de investigar, narrar y darle valor a
la historia, y, de esta manera, sustituir la falta de un relato histórico escrito
que dé sentido y significado a un pasado brumoso, que se nos aparece cer-
ca, pero que en realidad está cada vez más lejos oculto en la neblina de la
historia. Motivos no faltan, para qué vamos a decir una cosa por otra, pero
lo que escasea es una disposición franca y verdadera de encarar los desa-
fíos del desarrollo cultural del país como Dios manda, es decir, de frente
y con acciones concretas y efectivas, solicitando la opinión de quienes son
parte de las instancias culturales más relevantes del país, ya sea de univer-
sidades, centro de estudios o medios de comunicación.
Propongo en esta ocasión la necesidad de que sean los historiadores
los que asuman una disposición de apertura ciudadana efectiva hacia la
comunidad civil y política chilena, tendiente a establecer puentes comuni-
cativos entre el trabajo académico y la población en general, con especial
énfasis en el trabajo divulgativo que le corresponde realizar al historiador
por intermedio de la cátedra universitaria, la reflexión analítica, la colum-
na de opinión en diarios o revistas y, por último, a través de la televisión,
del cine y de otros medios de soporte que, al contrario de los anteriores,
114 a excepción quizá de los periódicos de mayor divulgación, están dirigidos
hacia un público más amplio, pero no por ello menos dispuesto para ab-
sorber una fuerte dosis de cultura y conocimientos. La importancia de los
historiadores en estos momentos salta a la vista con una asombrosa facili-
dad. Las humanidades y las ciencias sociales así lo requieren, en beneficio,
por supuesto, de un mayor espesor cultural de los individuos y, además,
de la creación de instancias de debate y diálogo
¿Desafíos? Muchos, pero inciertos. ¿Perspectivas? Algunas pocas, pero
igualmente inciertas, debido a la falta de un programa de trabajo de parte
de las autoridades estatales que, a estas alturas, puede ocasionar más pro-
blemas que enmendar la desidia hasta ahora prevaleciente. Sin embargo,
nunca es tarde para revertir las situaciones, más aún si está en juego nues-
tro propio crecimiento cultural e intelectual. Parece ser que tendremos
que conformarnos con algo más que buenas intenciones, aunque éstas
sean las más de las veces meras excusas para esquivar el bulto, hacer que si
nada ha pasado ni pasará, práctica muy común entre los chilenos, quienes
tenemos la costumbre de hacer vista gorda frente a los problemas centra-
les de la sociedad en su conjunto. Será para la próxima... si es que nos
acordamos que tenemos historia y un significativo capital cultural aún por
descubrir. ¿Cuándo? Quién sabe.

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

Una mirada a la regionalización


desde el mundo clásico

Alejandro Bancalari
Universidad de Concepción

E l mundo clásico grecorromano, en su calidad de cultura primigenia y


en sus múltiples manifestaciones, ha legado al occidente modelos y
paradigmas que sirven de antecedente para la sociedad actual. Los griegos
115

tuvieron el mérito de concebir un sistema y forma de vida, basado en la


ciudad-Estado (polis, poleis), caracterizados por el respeto, la tolerancia,
la crítica y una sana convivencia y competencia donde se crearon las dife-
rentes formas de gobiernos, y donde el hombre desarrolló sus capacidades
reflexivas y racionales. En ellas, la vida se realizaba pública y abiertamente
y los hombres utilizaron su principal fortaleza: la “palabra” como instru-
mento efectivo de comunicación, de poder y desarrollo comunitario. Los
miembros de las poleis poseían mesura, equilibrio y un exacto término
medio, moderación (sophrosyne).
Así, el pensamiento racional y el uso de la palabra hizo de los griegos
una especie de “laboratorio histórico” que representa la conciencia mis-
ma de la realidad, es decir, los helenos experimentaron, hicieron su pro-
pia historia, la inventaron y perfeccionaron, fueron construyéndola y re-
construyéndola de acuerdo con sus propios intereses. Las ciudades-Estado
presentaron, además, cierta unidad y diversidad, sus antiguos habitantes
sentían que esta unidad estaba basada, sobre todo, en el plano cultural.
Sin embargo, al estudiarlos apreciamos su multiplicidad y variedad, par-
tiendo del hecho de que cada polis es una particularidad. En el fondo, hay
un respeto y una fuerte convicción a lo local y a sus propias costumbres y
tradiciones.
De esta forma, la diversidad de las ciudades-Estado helénicas, sus con-
federaciones y ligas (symmaquía) sirvieron de modelo en 1776 a la crea-
ción de Estados Unidos de Norteamérica. Sus padres fundadores y líderes

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estudiaron y se guiaron por estos ideales federados, al emanciparse las co-


lonias de la metrópoli de Gran Bretaña; Estado que nace descentralizado.
Roma, por su parte, ejemplo paradigmático de una “aldea global”, de
cómo la ciudad se convirtió en un mundo (orbis), nos ayuda también a
enfrentar el bicentenario desde una óptica descentralizada y regionalista.
Una vez construido el imperio –en el período republicano– producto de
enfrentamientos bélicos, le corresponderá al primer emperador Octavio
Augusto (27 a.C-14 d.C.) el mérito de realizar una primera gran división
regional de Italia. La península se subdividió en once regiones, utilizando
entre otros criterios, los antiguos pueblos, accidentes geográficos y diver-
sidades culturales y lingüísticas. Han pasado más de dos mil años de la
reforma de Augusto y hoy se mantiene casi íntegramente con la misma no-
menclatura, divisiones y cambios menores. Regiones que en la antigüedad,
como ahora, presentan para el caso itálico identidades propias y ciertas
autonomías que, sin ser contradictorio, sirvieron como elementos unifica-
dores y de identidad romano-itálica.
Nuestro país a lo largo de su historia experimentó variados sistemas
políticos y administrativos a través de su propio laboratorio histórico hasta
alcanzar el más “útil” y “mejor”. Recordemos el fallido intento del federa-
lismo (1826-1827), la obra y acción reformadora y reconstructora de Diego
Portales, los decenios conservadores, los gobiernos liberales, parlamen-
tarios, presidenciales y muchos otros hasta la actualidad. De todos estos
sistemas se obtuvieron experiencias amargas y otras valiosas que perduran
en el tiempo. Sin ir más lejos, el gobierno militar creó en diciembre de
116 1973 la Comisión Nacional de la Reforma Administrativa y al año siguien-
te implementó, a través de los decretos-leyes Nºs 573-575, el sistema de
regionalización, cuyo principal objetivo era una gradual descentralización
política-administrativa, un mayor progreso económico y con el tiempo una
participación ciudadana, autonomía regional y las posibilidades de desa-
rrollo de cada una de las doce regiones más la Metropolitana. Iniciativa
loable y de futuro, conservada por los cuatro gobiernos de la Concerta-
ción e incrementada en 1992 con la creación de los gobiernos regionales,
y a partir de 2007 con la puesta en marcha de dos nuevas regiones (la de
Los Ríos y Arica y Parinacota), pero que en la práctica, después de treinta y
cuatro años de su implementación, no ha generado una verdadera política
efectiva de regionalismo. Más bien son intentos de grupos de personas re-
gionalistas que visualizan el país con otros parámetros.
Hoy y hacia el bicentenario encontramos cada vez más sólo discursos
retóricos por parte de las cúpulas de poder y de muchos políticos, un
agudo crecimiento del centralismo, decisiones medulares para las regio-
nes tomadas en la capital y la ausencia real y práctica de una verdadera
descentralización. Qué mejor imagen que la que nos hemos grabado en
estos días, a propósito de la aguda crisis del Transantiago, donde para los
medios informativos capitalinos era la “gran noticia”. Más aún, las voces
apelando a que las regiones deberían ser “solidarias” con los habitantes de
Santiago, ilustran vivamente este centralismo exacerbado.
Otro ejemplo concreto de lo señalado es que en todo el período desde
el surgimiento de la regionalización hasta abril de 2007 se ha celebrado un

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

sólo congreso: el de Concepción en 1988, siendo el primero de carácter


histórico. Todas las propuestas y tomas de decisiones se canalizaron por
los medios de gobierno. ¿Cuántos de aquellos compromisos se cumplie-
ron en forma cabal? Ahora mismo, recientemente entre el 12 y 13 de abril
del año 2007 se realizó en el salón de honor del Congreso Nacional de Val-
paraíso el segundo encuentro nacional de regionalización. Han transcu-
rrido diecinueve años desde el evento en Concepción y es de esperar que
los nuevos acuerdos tomados –como la elección directa de los gobiernos
regionales– no queden, una vez más, como falsas ilusiones, utopías y una
panacea que permanece en el tiempo. Es hora de que las autoridades res-
pectivas no sólo escuchen las demandas y propuestas de las regiones sino
que puedan materializarlas coherente y concretamente para lograr un de-
sarrollo armónico e integral. De hecho, la segunda cumbre de Valparaíso
tendió a revertir en forma sustancial la expresión antojadiza y centralista
de que “Santiago es Chile” por el nuevo lema: “todo Chile es Chile”.
Estamos de acuerdo con lo que expresa uno de los más reconocidos
exponentes nacionales del regionalismo, Claudio Lapostól, presidente de
la Corporación para la Regionalización del Biobío, al considerar que uno
de sus grandes problemas, es que “la descentralización no gusta a los par-
tidos políticos”, salvo pequeñas excepciones, de algunos parlamentarios
comprometidos realmente con sus regiones.
Podríamos seguir con muchos otros casos como uno de los problemas
transversales de nuestra historia e identidad. El Chile del centenario tenía
un poco más de tres millones doscientos cuarenta y nueve mil doscien-
tos setenta y nueve habitantes (según consta en el censo de 1907) y en 117
Santiago se concentraba el 10% de los habitantes del país; hoy, la Región
Metropolitana tiene más del 40% de la población –pensando en una mejor
calidad de vida y desarrollo profesional– un crecimiento desmesurado en
desmedro de las regiones.
Es de esperar que el Chile ad portas de su bicentenario pueda todavía
madurar y cimentar una sociedad más justa, menos individualista, una ver-
dadera equidad, una política local eficaz, valedera y con una activa participa-
ción ciudadana y comunitaria (como en las antiguas poleis), y una toma de
decisiones basada en la cosmovisión regional. ¿No sería factible proponer
que el presupuesto de cada una de las regiones sea definido por ellas, au-
mentando el poder de decisión y competencias de las mismas en diversas
materias de índole político (elección de intendentes), económico, social y
cultural? ¿Cuántas obras prometidas en las regiones como el teatro Penco-
politano que debería estar situado en la costanera del río Biobío quedaron
excluidas para 2010? Muchas otras fueron sólo promesas y proyectos no ma-
terializados y tristemente olvidados. Por último, terminar con la escandalosa
cifra, que el 73% de la inversión pública está decidida para Santiago o mejor
dicho sólo el 17% del gasto fiscal del país se destina a las regiones.
Debido a estas y otras desigualdades es imperativo que los objetivos
y propósitos de la regionalización puedan concretarse. Así, el proceso de
descentralización y su consecuente desarrollo regional dejarán de ser un
mito para convertirse en forma definitiva, en una realidad histórica concre-
ta. Por ahora estamos lejos de ello.

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

Reflexiones
en torno al bicentenario

Marciano Barrios
Universidad Católica Silva Henríquez

E stas líneas solamente se proponen desgranar algunas ideas sueltas,


surgidas ante la invitación que hicieron los responsables de esta publi-
cación colectiva a un grupo de académicos dedicados al culto de Clío. No
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sé si responder a las exigencias de quienes la extendieron o a las expectati-


vas de quienes la lean. El hombre suele perder la perspectiva del acontecer
histórico y tiende a disminuir o aumentar sus verdaderas proporciones;
se queda en las simples apariencias que le impiden ver lo esencial de los
sucesos. Se preocupa de lo que ocurrió en el pasado para comprender el
ahora. Algunos se arriesgan, anunciando lo que nos traerá el mañana. Ol-
vida fácilmente que un acontecimiento es histórico, no por su calidad de
pasado, sino por su presencia y permanencia en el tiempo.
He tratado de encontrar los acontecimientos de nuestro pasado que
una vez se hicieron presentes y siguen vivientes en nuestros días. Des-
pués de mucho pensar concluí que todo tiempo vivido es una larga cade-
na de esperanzas, que despierta entusiasmos que se van desvaneciendo
lentamente, surgiendo crisis que desorientan individual y colectivamente
a quienes formamos la sociedad chilena. Cada uno se esfuerza para que
esta esperanza fructifique en algo concreto y duradero. Las sociedades van
desapareciendo y dejando una estela de agridulce nostalgia. Las personas,
en cambio, en lo íntimo de su ser se aferran a lo que, habiendo tenido una
presencia, se mantiene en forma permanente. ¿Qué es ese algo que triunfa
sobre el paso del tiempo? ¿Cómo se puede vencer a la muerte? ¿Existe algo
que nos trasciende y que nos hace esperar contra toda esperanza? Debe-
mos revivir la memoria y dejar libre la imaginación para que nos traiga al
inquieto presente el entusiasmo que despertaron tantas esperanzas en el

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historiadores chilenos frente al bicentenario

pasado. Todos los sueños se realizan si existe voluntad para encauzar las
energías de la juventud en pro del bien común.
Varias instituciones forjaron la patria que hoy tenemos. Pero solamen-
te deseo evocar tres que no han contado últimamente con estudios siste-
máticos de carácter histórico: la familia, la escuela y la Iglesia. Ojalá en la
alborada de un nuevo centenario recordemos estas tres instituciones y las
personas que hicieron de su vida una entrega amorosa y permanente en
bien de quienes son el futuro de Chile.
Nuestra fe cristiana nos dice que todo pasa y que el amor permanece y
engendra nueva vida. Esta afirmación debe destacarse al celebrar el bicen-
tenario, pues en momentos que la familia parece desmoronarse, es conve-
niente recordar que lo más importante de una sociedad son sus hombres,
y que crecen y se forman en un entorno hogareño. La familia se integra
con un varón, una mujer y los hijos. Pareciera que en siglos anteriores, la
subordinación de la mujer al marido no satisfizo plenamente a la primera.
Hoy ha logrado la equidad, pero inquieta la suerte de los niños en los pri-
meros años de su vida. Si éstos carecen del cuidado amoroso de quienes
dan prioridad al trabajo que permite acceder a los bienes que ofrece el
mercado, el fruto del amor queda postergado.
Durante las celebraciones del primer centenario todos recordaron la
libertad política, conseguida tras duro bregar contra la realidad o el miste-
rio del Infinito. Uno de ellos nos reveló que Dios es amor; que envió a su
Hijo quien se anonadó para salvar a todos sus hermanos, quien nos dejó
el mensaje de que para ganar la vida es necesario perderla, que para imitar
120 a su Padre es indispensable buscar el reino de la justicia y caridad, pues lo
demás vendrá por añadidura.
Muchos seguidores del maestro han insistido en que somos criaturas
dependientes, que se nos pedirá cuenta de lo que hemos hecho para per-
feccionar este mundo en que nos ha tocado vivir. La escuela debe insistir
en el potencial creador que posee todo ser que nos toca formar. Los méto-
dos y técnicas mejoran la educación, pero sin la fuerza de una motivación
que surja de una idea que impulse a la entrega entusiasta por una causa
noble y elevada, la apatía, el egoísmo se pueden imponer en el nuevo siglo
que iniciaremos en el año 2010.
Es indispensable forjar un mundo mejor con responsabilidad de hom-
bre maduro, con amor de novio enamorado que inicia una nueva etapa y
con la sabiduría que entrega la experiencia y el estudio. Todos estos ingre-
dientes pueden integrarse para conseguir la formación de un Chile nuevo,
donde familias estables, centros educacionales y las iglesias conjuguen la
innovación con el respeto a las tradiciones y comprendan la parcialidad de
nuestras interpretaciones limitadas.
Las tres instituciones fundamentales de la nación debieran contar con
el apoyo del Estado para imponer, a quienes manejan los medios de co-
municación social, un mínimo de exigencias. Falta actualmente en muchos
de ellos un grado elevado de honestidad, competencia y decencia del len-
guaje. Ellos ejercen casi sin control una influencia, a veces funesta, sobre
quienes por las injusticias sociales del pasado carecen de criticidad para
valorar sus informaciones.

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

Siendo un medio de educación pública hay que exigirles respeto a los


principios básicos de toda pedagogía. Han mejorado los medios técnicos,
pero los fines que se proponen se han rebajado a un nivel ya insoportable
para quienes conocimos, en los diarios, en los periódicos, revistas, emi-
siones radiales y programas de televisión, a verdaderos educadores que
dignificaron su oficio y lograron elevar el nivel cultural de todos los ciu-
dadanos.
Creo que todos los chilenos, en momentos críticos de nuestra histo-
ria, vibramos con la frase de Juan Pablo II, “el amor es más fuerte”. Si es
necesaria la unidad interna, no lo es menos la externa. Ella se selló con la
imagen de Cristo Redentor en las alturas de los Andes. La unidad de las et-
nias que conviven en nuestro suelo se ha manifestado durante una historia
milenaria en la Madre Virgen. Para unos será la madre tierra, para otros es
María, madre de Jesús, el Hijo que nos reveló la infinitud del Padre.
La unidad y hermandad de quienes son criaturas del mismo Padre
constituyen lo positivo de nuestro patrimonio que debemos conservar y
acrecentar contra la arremetida de los egoísmos. Así la sociedad de consu-
mo alcanzará para todos y no para unos pocos.

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

Historia y memoria de la nación:


los pueblos indígenas
y la historiografía en el bicentenario

Álvaro Bello
Universidad Católica de Temuco

El Centenario ha sido una esposición de todos 123


nuestros oropeles i de todos nuestros trapos sucios.
Julio Valdés Cange, Sinceridad: Chile íntimo en 1910

U na de las grandes preguntas del bicentenario es: ¿quiénes y cómo han


contribuido a edificar lo que hoy llamamos nación chilena? Por su-
puesto hay una respuesta retórica a esta pregunta que lo más probable
es que nos incluya a “todos” como esforzados constructores de la nación.
Pero la historia y la historiografía develan o, más bien, deben develar otras
posibles preguntas y, por cierto, otras posibles respuestas. El ejercicio his-
tórico debe contribuir a evidenciar las omisiones y las faltas, le correspon-
de alumbrar las zonas opacas de nuestro pasado desde todas las ópticas
posibles y pensables. Si no es así, el ejercicio historiográfico sólo puede
ser considerado como un servicio a una causa o a un sector de la sociedad
chilena cuyo único objetivo es la construcción de una historia unívoca,
interesada, sesgada e inútil que legitima la exclusión de vastos sectores de
nuestra sociedad como los pueblos indígenas.
En este breve ensayo planteo que la celebración del bicentenario es
una instancia propicia para revisar las perspectivas vigentes de la llama-
da “historia nacional”, entendida como relato hegemónico que excluye o
subordina otras miradas y otras historias. En esta perspectiva planteo que
una revisión del pasado y de la práctica historiográfica, que legitime e in-
corpore las “otras” historias, puede ayudar a comprender no sólo las com-
plejidades de la construcción de la nación en el pasado sino, también, la si-

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historiadores chilenos frente al bicentenario

tuación actual de exclusión y subordinación en que se encuentran, dentro


de esta nación bicentenaria, sujetos sociales como los pueblos indígenas.

Los pueblos indígenas:


¿sujetos históricos o sujetos de la historia?

En los años posteriores a la ocupación de la Araucanía lo que algunos lla-


maban el “problema mapuche” se creía terminaría por el simple hecho del
contacto cotidiano con la llamada civilización, representada entonces por
la escuela, el registro civil o el servicio militar. Se pensaba entonces que
eran los medios más adecuados para “aculturar” e integrar a los mapuches
a la nación. De hecho el concepto de aculturación, utilizado durante dé-
cadas por la Antropología y el Estado se difundió hacia otras áreas, como
la educación, por ejemplo, y se convirtió en la meta a alcanzar con el fin
de integrar o asimilar a la población mapuche. Era tal la confianza en el
proyecto civilizatorio y en la estrategia aculturativa que escritores, políti-
cos e intelectuales de los años treinta y cuarenta adelantaron la muerte y
desaparición de lo que entonces se denominaba “cultura mapuche” (se
utilizaba el concepto cultura como sinónimo de sociedad o grupo social,
pero con un criterio de inferioridad).
En aquella época, los cálculos (¿o expectativas?) señalaban que los ma-
puches pronto se mezclarían con la población campesina o, en su defec-
to, con la gente de las ciudades. Asimismo, se pensaba que sus “rasgos” o
124 “elementos” culturales, inventariados una y otra vez por los etnógrafos,
tales como la lengua, la religión, las “costumbres”, se diluirían hasta que-
dar como recuerdos “folclóricos” o “museológicos”. Tomás Guevara, por
ejemplo, rector del liceo de Temuco (hoy liceo Pablo Neruda), hombre de
vasta cultura letrada y profundo conocimiento sobre los mapuches, pu-
blicó en 1913 una de sus obras más importantes: Las últimas familias y
costumbres araucanas. En este texto se refería a los mapuches y su cultura
en tiempo pasado y hablaba de los mapuches contemporáneos como una
población que estaba siendo rápidamente absorbida por la civilización. No
obstante, era contrario a la idea vigente en su tiempo, la de “extinguir” por
la vía de campañas civilizatorias “a los viejos restos de la estirpe araucana”.
Por el contrario, decía que había que dejar que la civilización por sí sola,
en un proceso “natural”, se encargase de hacerlo.
La historia y quien la escribe son un importante punto de inflexión
no sólo del conocimiento sino, también, de las relaciones de hegemonía
y dominación. Para los pueblos indígenas la historia es un elemento muy
importante porque en tanto pueblos que han sido incorporados a los Es-
tados nacionales, de manera subalterna y subordinada, se les ha negado
la posibilidad de escribir su propia historia, en cambio, esta tarea ha sido
asumida por otros que han elaborado sus propias interpretaciones acerca
de los indígenas. Esto puede parecer obvio, excepto si se considera que
dicha escritura de la historia y del pasado indígena se ha inscrito dentro de
un marco mayor como es la “historia nacional”, donde la historia indíge-
na tiene un lugar subordinado e incompleto. La historiografía ha pasado

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

a conformar una forma de representación de lo indígena en un momento


histórico específico como es el de la construcción del Estado nacional.
Michel De Certeau señala que la escritura de la historia, la historiografía
tal como la conocemos hoy, es parte de la modernidad que comienza una
creciente separación entre el presente y el pasado. Bajo este mismo meca-
nismo, la modernidad se separa de la tradición y la articula al pasado. La
escritura de la historia supone la separación entre dos ámbitos distintos,
lo que provoca la escritura (el “otro”, el hecho “real”) y quien escribe los
discursos sobre el “otro”. Así, la escritura de la historia se convierte en un
discurso con cierta autonomía y estabilidad en el tiempo, según su grado
de internalización y oficialización como discurso “oficial”.
La historia de los otros asume un carácter hegemónico cuando se escri-
be sobre una sociedad o grupo ágrafo, es ahí donde la escritura de la his-
toria por un grupo dominante adquiere mayor significación. Ésa es la tarea
que emprendieron cronistas y escribanos hispano-criollos a lo largo de la
época colonial. Sin embargo, el inicio de la historiografía sobre los indíge-
nas en Chile se produce con los trabajos de los grandes historiadores del
siglo xix, especialmente con la obra de Diego Barros Arana, quien asume
en su escritura el discurso de los grupos hegemónicos abocados a la cons-
trucción del proyecto nacional. Su obra, como la de Benjamín Vicuña Mac-
kenna y José Toribio Medina, se podría decir que se hace en ausencia del
sujeto descrito, ausencia no sólo física sino, además, temporal. La escritura
de la historia indígena se hace en tiempo pasado como si el sujeto descrito
ya no existiera. De esta manera, se produce una separación del sujeto social
indígena, el indio real y el indio imaginario; mientras el primero aparece 125
silenciado y ausente, el segundo es objeto de diversas representaciones que
van desde la idealización “positiva” (el indio guerrero y valiente) a la pre-
sentación negativa (el indio borracho, cruel y polígamo).
Aunque entre la obra de los historiadores decimonónicos y los estu-
dios actuales han ocurrido muchos cambios en cuanto a enfoques disci-
plinarios, intereses temáticos y perspectivas teóricas, es innegable la in-
fluencia que han continuado teniendo hasta hoy obras como las de Diego
Barros Arana, Francisco Encina o Jaime Eyzaguirre. Ello se refleja también
en una suerte de actualización o reciclado de visiones hispanistas que nie-
gan validez a la historia indígena y a los sujetos que la componen.
Por otro lado, a partir de los años sesenta se produce un importante
giro en los estudios históricos con la incorporación de un conjunto de
enfoques y técnicas destinadas a recuperar la historia de los sujetos y de
las pequeñas comunidades. Lo que nace como un movimiento social y
político se va a convertir, a la larga, en un ámbito de confluencia interdisci-
plinaria que tendrá como base la oralidad. La recuperación de la oralidad
en la historia es un elemento central en la reconfiguración no sólo de los
modos de hacer historiografía sino que en la nueva dimensión que adquie-
re el pasado para los sujetos subordinados. Se intenta recuperar una forma
de transmisión de la historia en sociedades donde la oralidad, por sobre la
escritura, ocupa un lugar central.
Así, dentro de la historia oficial, la indígena ha estado atrapada en un
discurso que se articula en torno a la historia de los grupos hegemónicos

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historiadores chilenos frente al bicentenario

y que, por lo tanto, insiste en darle un lugar subordinado, negando su va-


lidez como parte de un relato distinto, pero más legítimo de nación. Por
supuesto, esto no niega la contribución de los trabajos historiográficos de
los últimos años como los de Leonardo León, José Bengoa o Jorge Pinto,
por nombrar a los más conocidos, sin embargo, la importancia de esta
obra no ha resuelto el problema del lugar subordinado de la historia indí-
gena dentro del “relato histórico nacional”.

De la historia oficial
a una memoria de la nación

El bicentenario es, entonces, el momento, no el único, pero sí uno de los


más significativos, para correr el velo que encubre aquella acuciante pre-
gunta de, ¿quién y cómo ha construido lo que hoy se llama nación chilena?
Al poner las cosas en este plano pareciera ser que lo único que queda es
enfrentar el pasado oficial y deconstruirlo para rehacerlo en una historia
diferente, que acoja la diversidad de voces que han sido cubiertas por el
manto de aquella historia que se ha instalado en las aulas, en el sentido
común y en la idea de una identidad nacional que excluye otras identida-
des y otros pasados.
Pero la reconstrucción del pasado es posible a condición de incluir no
sólo al conjunto de actores y procesos que “aportaron” a la construcción
de la nación chilena sino, también, a aquéllos que han sido las víctimas de
126 este proyecto, los que quedaron en el camino y que hasta hoy son visuali-
zados por las visiones excluyentes como sujetos no integrados al proyecto
nacional predominante. De este modo, al pensar en una nueva historia
total, que contribuya a la elaboración de una memoria de la nación, se pre-
cisa desentrañar la historia y la memoria de los sujetos que han ingresado
a la historia oficial por una puerta trasera y que siguen siendo excluidos
por visiones que sólo toleran una única versión del pasado. Hacer este
ejercicio puede no sólo contribuir a cambiar y diversificar las visiones so-
bre nuestro pasado sino, también, puede y debe contribuir a cambiar las
visiones presentes sobre la idea de nación que ha perdurado por tanto
tiempo.
Pensar desde esta perspectiva significa ir más allá del desarrollo temá-
tico o disciplinario de una “historia indígena”, como podría pensarse en
este caso. Significa reflexionar en torno a las ambivalencias y las contra-
dicciones que la historia oficial esconde al borrar a los múltiples sujetos
y actores que conforman el gran mapa de la historia que ha contribuido a
crear la idea de nación chilena vigente. No se trata sólo de realizar un ac-
to simbólico de inclusión del “otro”, ese intento ya fue fraguado en torno
a la celebración del primer centenario con visiones como las de Nicolás
Palacios, Isidoro Errázuriz o Francisco Antonio Encina. Como se ha visto
en los últimos tiempos, tampoco es suficiente la retórica de una “verdad
histórica” si es que ella no contribuye a repensar el pasado y los efectos
que éste ha tenido para las personas de carne y hueso que hoy se siguen
identificando como indígenas. De lo que finalmente se trata es de pensar

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en una historia inclusiva que sea el fiel reflejo de una nación de ciudada-
nos diversos. Pero no se trata sólo de reescribir la historia sino que sobre
todo articular el gran texto de la historia escrita con el entramado de las
múltiples memorias que conviven en este país. En todo caso, es claro que
“los combates por la historia” van más allá de los buenos deseos o las bue-
nas intenciones. Una revisión del pasado implica una hegemonía distinta
que sea capaz de articular la filigrana del pasado diverso, del pasado su-
bordinado y excluido frente a un pasado oficial, naturalizado a través de la
historia oficial hegemónica.

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

Algunas tendencias
del Catolicismo Social en Chile:
reflexiones desde la Historia

Andrea Botto
Pontificia Universidad Católica de Chile

P arece existir un lugar común en la historiografía que trata sobre el cato- 129
licismo chileno, que consiste en contraponer conservadores y liberales,
colocando a un lado las posturas tradicionalistas o integristas y, al otro, las
más progresistas. Según esta misma tendencia, los primeros habrían sido de-
rrotados al desintegrarse los paradigmas en los cuales se sustentaban, mien-
tras que los segundos, habrían triunfado con la adaptación del catolicismo
a los nuevos tiempos. Sin embargo, estos estereotipos pueden llevarnos a
errores de interpretación y a pasar por alto la gran cantidad de matices que
existen al interior del espectro católico chileno. Aquí proponemos descubrir
a un sector de católicos chilenos que han sido tachados de tradicionalistas
e, incluso, de retrógrados, pero que nos sorprenderán por sus novedosos
proyectos en el terreno del catolicismo social.
Las diferencias entre católicos progresistas y católicos tradicionalistas
están presentes en Chile ya en el siglo xix, pero se acentúan después de la
publicación de la encíclica Rerum Novarum (1891) y del llamado del Papa
a los católicos a hacerse cargo de la “cuestión social”. Sin embargo, cree-
mos que la división entre los católicos se profundizó en la década de 1930,
convirtiéndose en un problema complejo, lleno de matices aún no pro-
fundizados por los historiadores. Creemos, también, que la historiografía
ha puesto demasiado énfasis en el aspecto político de esta problemática,
dejando de lado el plano de las ideas. En este sentido, queremos afirmar
que las pugnas al interior del catolicismo se dieron, más bien, porque las
nuevas exigencias del social-cristianismo hicieron surgir una variedad de

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historiadores chilenos frente al bicentenario

posiciones en torno a lo que cada cual entendía por cristianismo social. Pa-
ra algunos, era necesario vincular el social-cristianismo con el poder polí­
tico, único vehículo para lograr resultados concretos. Para otros, se trataba
de desvincularse de la política para abocarse a la acción concreta en el pla-
no social. Estos últimos pensaban que la transformación de las conciencias
podía lograr un auténtico compromiso del hombre con los problemas de
su entorno. Las posiciones irán cambiando a lo largo de las décadas y, sin
duda, dependerán del contexto y de las circunstancias por las que atravie-
se el país a lo largo del siglo xx. Pensamos que una breve reflexión sobre
el significado de la “generación del 30” puede darnos algunas sorpresas
sobre lo que se ha entendido por catolicismo social y sobre quienes han
sido sus representantes.

El contexto en que nace


la generación del 30

Desde 1901, el Partido Conservador adoptó el “orden social-cristiano” co-


mo bandera oficial, formándose en su interior una corriente que vertía
sus esfuerzos en obtener leyes sociales. Pero en su mayoría, el partido era
económicamente liberal y pasivamente ineficaz ante los reales problemas
de la sociedad chilena. Rafael Luis Gumucio intentó redefinir las orienta-
ciones del partido en la Convención de 1931, señalando que: “debemos
desentendernos de los espíritus que desdeñan como quimérica la nueva
130 filosofía social católica e ir sinceramente, valientemente y obedientemen-
te a las soluciones integrales que nos enseñan los recientes documentos
pontificios”. No obstante, a la mayoría de los miembros del partido estas
tendencias le incomodaban, al igual que a gran parte de la jerarquía cató-
lica. Es decir, si bien el social-cristianismo estaba incorporado –al menos
conceptualmente– al conservadurismo, un grupo entendía que había que
llevarlo a la acción, mientras que otro prefería interpretarlo simplemente
como una serie de “principios guía”.
Ante la indiferencia de gran parte de la elite política chilena frente a los
problemas de los pobres, un grupo de jóvenes católicos, impulsados por
una generación de sacerdotes ocupados en difundir el social cristianismo
(Fernando Vives Solar, Guillermo Viviani, Oscar Larson, Jorge Fernández
Pradel, Martín Rücker, etc.) se unió a la Asociación Nacional de Estudiantes
Católicos para: “trabajar por la restauración de todo en Cristo, y con este
objeto desarrollar una intensa labor católica en todas las clases sociales, es-
pecialmente entre la juventud y los obreros”, según señalan sus estatutos.
Su epicentro fue la Universidad Católica y tanto ahí como en la Liga Social
formada por Fernando Vives, se convocaron los futuros líderes y dirigentes
del laicado católico chileno. A este grupo se le conoce también como la
“generación del 30”.

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

Los políticos y los apolíticos

Esta generación nacida en la primera década del siglo xx, educada en los
principios socialcristianos de la Rerum Novarum, formada en la Asocia-
ción Nacional de Estudiantes Católicos, en los Círculos de Estudios, en
la Liga Social y en la Acción Católica, era portadora de un nuevo espíritu
de preocupación social que se vería respaldado y fortalecido por la pu-
blicación de la encíclica Quadragesimo Anno, en 1931. Predominaba en
estos jóvenes un tipo de formación y de acción social al margen de toda
actividad política. Esta prescindencia de la política se debía no sólo al des-
crédito en que habían caído los partidos políticos en la década del veinte
sino, también, al hecho de que muchos de los sacerdotes asesores de esta
juventud no estaban de acuerdo con la manera en que el Partido Conser-
vador estaba haciendo gala de su catolicidad.
El problema era que los conservadores exigían el ingreso de estos jóve-
nes a las filas del partido, única militancia posible para un católico en aque-
llos tiempos. Ante la negativa de sacerdotes y de jóvenes que clamaban por la
libertad de militancia, se interrogó a la Santa Sede y se obtuvo la famosa carta
del cardenal Eugenio Pacelli, de 1934, que dio la razón a los jóvenes y que
significó para siempre la pérdida de la exclusividad conservadora para los ca-
tólicos chilenos. De ahí en adelante, la juventud tomaría rumbos propios.
Hacia 1935, entonces, comenzaron a aparecer distintas tendencias al
interior de esta generación, una más espiritual, debido a su aproximación
más filosófica a la cuestión social: Armando Roa, Julio Phillipi, Jaime Eyza-
guirre, Clarence Finlayson, etc.; y otra más proclive a la acción: Bernardo 131
Leighton, Eduardo Frei Montalva, Radomiro Tomic, Francisco Bulnes, etc.
Por ende, podemos identificar dos grupos: uno, que pese a la oposición
de sus líderes espirituales, ingresará a la política formando parte de la Ju-
ventud Conservadora y luego se transformará en la Falange; y un segundo
grupo, férreamente apolítico, al cual llamaremos “ligueros” –el término fue
sugerido por Gonzalo Vial– porque creemos que son los más fieles defen-
sores del ideario de la Liga Social del padre Fernando Vives, a pesar de que
ésta se desintegró con la muerte del sacerdote, en 1935. La historia de los
“políticos”, formadores de la Falange y luego de la Democracia Cristiana en
1957, ha sido ampliamente tratada por la historiografía, al igual que su ses-
go progresista en lo social. Sin embargo, creemos que los apolíticos “ligue-
ros” han sido menos conocidos y que su influencia ha sido menospreciada
al calificarlos simplemente de integristas, tradicionalistas o retrógrados.
¿Quiénes son los “ligueros”? Se trata de aquellos jóvenes que habiendo
integrado la Liga Social al igual que los futuros falangistas, prefirieron no
involucrarse en la política contingente, según la línea establecida por los
sacerdotes Fernando Vives y Oscar Larson. Su postura era crítica de los po-
líticos conservadores, a quienes acusaban de mostrar una gran indiferen-
cia ante los problemas sociales; también pensaban que había que actuar en
forma más profunda, en el alma de la clase dirigente chilena, para abrirles
los ojos ante los reales problemas de gran parte de los chilenos.
El espíritu de la Liga Social y de Fernando Vives siguió vivo a través
de este grupo de hombres que se encargaron de dar a conocer la doctri-

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historiadores chilenos frente al bicentenario

na social de la Iglesia por los siguientes veinte años. La revista Estudios,


fundada en 1932 y desde 1934 bajo la dirección de Jaime Eyzaguirre, se
convirtió en su principal órgano de difusión y en una verdadera trinchera
de la avanzada social-cristiana. La labor de Estudios será continuada en los
años sesenta y comienzos de los setenta por la revista Dilemas, aunque en
un plano mucho más intelectual que su antecesora.
Lo que caracterizó a los “ligueros”, en el terreno del catolicismo social
al menos, fue la defensa del derecho de los católicos a hacer acción social
sin color político. Pero quizá su aspecto más novedoso y sorprendente
estuvo en lo avanzado de sus ideas y proyectos sociales. Bajo la bandera
de Quadragésimo Anno, abrazaron fervorosamente las nuevas temáticas
propuestas por ella –y que causaron espanto en parte de las filas conserva-
doras mayores–: el corporativismo, el sindicalismo, las nociones de salario
justo, de salario mínimo, de salario familiar, de dignidad de la vivienda
obrera, de educación popular, etc. ¿Quiénes participan de las propuestas
de Estudios? Entre otros, el propio padre Fernando Vives, Jaime Eyzagui-
rre, Julio Philippi, su madre Sara Izquierdo (suegra de Jaime Eyzaguirre),
Clemente Pérez, Roberto Barahona, Alfredo Bowen, Clarence Finlayson,
Alberto Hurtado, Manuel Larraín, Gustavo Fernández del Río, Eduardo
Frei Montalva, Osvaldo Lira, Emilio Tagle, Mario Góngora (en una segunda
o tercera etapa), etcétera.
¿Son conservadores? Sí en cuanto a su mentalidad, a la valoración de la
tradición y al rechazo de los principios de la Ilustración; en cuanto a que
consideran que el catolicismo no es sólo un fondo cultural sino el elemen-
132 to más importante de la vida y que debe empapar todos sus ángulos y, por
último, en cuanto pretenden retomar un catolicismo comprometido con
la existencia. Pero no son conservadores en sus posturas sociales, sino de
avanzada: no pretenden “conservar” esta sociedad, sino cambiarla. Sus pro-
puestas son progresistas, tal como se ve en la idea tantas veces propuesta
en Estudios, de efectuar una redistribución de la tierra subdividiendo los
grandes latifundios o, bien, de establecer un consejo económico y social
que dirigiera la economía del país. Además, la relación de los “ligueros”
con la derecha tradicional fue difícil, pues tenían profundas diferencias.
Los primeros proponían la intervención del Estado en la vida económica,
mientras que conservadores y liberales clamaban por el laissez faire. La
derecha también defendía el régimen de partidos, pero los “ligueros” eran
corporativistas y lo continuaron siendo durante mucho tiempo, a pesar del
desprestigio de este ideario como consecuencia de la actuación del Eje en
la Segunda Guerra Mundial.
Su progresismo social también se ve en otros frentes. La revista Es-
tudios modificó el concepto de caridad, aunque, sin duda, la ensalzaba
como virtud teologal, rechazaba la noción de “limosna” o “beneficencia”
como medio para tapar las faltas de la justicia. Leemos en sus páginas fra-
ses como: “Yo diría a muchos patrones que antes de ocupar su dinero en
gastos superfluos o en obras de beneficencia y caridad, atendieran prime-
ro a las necesidades de sus trabajadores”.
En lo concreto, podemos ver que este grupo no es un representante
ideológico de los sectores agrarios, tradicionalistas y de derecha –como se

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

ha sostenido en cierta historiografía– sino, más bien, uno que promueve


reiterativamente medidas que causaban profundo rechazo en esos secto-
res: la sindicalización campesina, la formación de corporaciones patrona-
les-obreras, el accionariado obrero, el salario familiar, etc. Les sorprende a
los miembros de Estudios:

“la alarma que produce en todo chileno de alguna situación


social (...), todo lo que puede significar un gasto: buena ha-
bitación para el obrero, salario capaz de sustentarlo, sindi-
catos, todo eso parece novedad peligrosa (...). En el fondo
de la mente de muchos patronos, acaso de la mayoría y me
refiero a los católicos, existe la idea de que el producto del
trabajo pertenece primariamente a ellos y que al trabajador
sólo le corresponde lo necesario para mantener unida el al-
ma con el cuerpo. Y es lo curioso (...) que muchas personas
reconocen en teoría la justicia de la enseñanza pontificia y
en la práctica proceden en conformidad a su interés estre-
cho, sin espíritu de caridad ni comprensión del deber so-
cial”.

Para los “ligueros” no bastaban las normas abstractas o las leyes gene-
rales, sino que se hacía imperioso conocer la realidad concreta de Chile.
Así, varios artículos de especialistas nos entregan datos sobre vivienda,
salud, mortalidad higiene pública, salario, alimentación, educación, etc.,
de los chilenos. 133
Por motivos de espacio, no podemos hacer aquí un análisis del con-
tenido de Estudios ni del pensamiento de este grupo, sino simplemente
constatar su profunda cercanía –tradicionalmente catalogado de integrista
y conservador– al ideario social-cristiano.
Gonzalo Vial habla de “malabarismos dialécticos” para referirse a estas
etiquetas erróneas que sirven para encasillar a grupos e ideas. Lo cierto es
que estos encasillamientos no ayudan en nada a la comprensión de nues-
tro pasado histórico.
El grupo de los “ligueros” fue poco comprendido en su época, se les
criticó su abstencionismo político en momentos en que la derecha (a la
cual pertenecían por lo menos en cuanto a sus vinculaciones sociales)
perdía terreno. Con posterioridad, también se les calificó de retrógrados
y sectarios. Sin embargo, ninguno de esos calificativos tiene que ver con
lo que realmente eran: una generación de visionarios profundamente vin-
culados con un sincero sentimiento social-cristiano. Su independencia de
la política y –por ende– su reticencia a apoyar a las filas conservadoras;
sus propuestas atrevidas y controvertidas, sobre todo para los sectores de
derecha y su alejamiento de las posturas oficiales de la Iglesia después de
los cincuenta, nos hablan de un sector que quiso mantenerse al margen de
los factores de poder. Es interesante constatar esto, pues pareciera ser que
estamos frente a un laicado que optó por tomar sus propios rumbos.
El grupo liguero es también representativo de las rupturas en torno a
la forma de interpretar la doctrina social de la Iglesia. Los proyectos que

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historiadores chilenos frente al bicentenario

plantearon para el mejoramiento social, y que causaron más de una polé-


mica, son reflejo de la complejidad del catolicismo de mediados del siglo
xx. Sin embargo, el modelo de los “ligueros” descansaba en dos paradig-
mas que se agotaron en la segunda mitad del siglo: el de las corporaciones
naturales y el de la economía antiliberal. El nuevo catolicismo de fines de
siglo terminó adhiriendo a los principios que tanto combatieron: la econo-
mía social de mercado y la democracia liberal. No obstante, creemos que a
pesar del agotamiento del modelo, el espíritu “liguero” hizo mucho por re-
mover la conciencia de los chilenos en torno a las deficiencias económicas,
sociales y culturales del país desde una trinchera ajena por completo a los
partidos políticos y a la “politiquería”, y no por ello, menos comprometida
con la acción y con su presente.

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

¿Crisis del Bicentenario?


Comentario a unas simples y perennes
críticas doctrinarias

Andrés Brange
Pontificia Universidad Católica de Chile

H abitualmente cuando se pide pensar una visión sobre 2010 lo prime- 135
ro que se viene a la mente es una crítica del mismo, es decir, hacer
un juicio de valor sobre esta situación –¡no podría ser de otra manera!,
sostendría más de alguno–. El procedimiento es bastante fácil, aunque no
menos sutil: nos situamos en el presente y analizamos si éste está bien
guiado hacia un futuro que, de antemano, idealizamos.
Estas visiones, a su vez, presentan el tópico común de ser general-
mente sombrías, siendo habitualmente ácidas, sarcásticas o melancólicas,
como cuando se dice junto a Horacio que no estamos a la altura de los
tiempos. Y es que el percibirse en una situación insuficiente –nuestro pre-
sente– para llegar a un estado mejor, que frecuentemente es arropado co-
mo ‘propuesta’, es la base de estos razonamientos. Sólo así entendemos la
insistencia de exponer 2010 como el tiempo de superación de las caren-
cias nacionales. El bicentenario sería el plazo de nuestros desafíos.
Ahora bien, si el tono negativo es el aglutinante de todas estas visiones,
no significa que éstas carezcan de diferencias. Claro que las hay, pero son
más bien doctrinales. Así, distinguiremos dos grupos de reacciones que,
creemos, abarcan gran parte de los discursos actualmente presentes, cuya
diferencia sustancial es, como decíamos, doctrinal. Veámoslas.
La primera reacción –es primera por orden de difusión cultural, ¡qué
no se crea, por favor, que es por adhesión personal!– es la que podríamos
llamar de los ‘afrancesados’ que, al igual que a comienzos del siglo xx,
existen en demasía en nuestro medio, pero son menos ingenuos y saben

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camuflarse mejor en nuestra idiosincrasia. Éstos canalizan sus ideas citan-


do con asombrosa frecuencia a Michael Foucault, como también, en el ca-
so de los más actualizados, a Simon Schama –a pesar de no ser francés, y
es que el espíritu afrancesado se define, como nos recuerda José Ortega y
Gasset en su primera obra, en función de la moda, que implica, más bien,
la avidez por lo nuevo–. Sus visiones sobre el bicentenario, a grandes ras-
gos, nos dicen que el Chile de 2007 sigue siendo un país de costumbres
tradicionales, como cuando sostienen que aún hoy se mantienen las imá-
genes antiguas de la usanza colonial, condición que impediría una mejor
situación actual. Creen de manera implícita que este escenario es lamenta-
ble, ya que, adaptados a las nuevas sensibilidades, tienen la suficiente pru-
dencia de no decir abiertamente que el país está podrido (virtud aprendi-
da de sus antiguos ancestros afrancesados, que quedaron tan mal parados
frente a nuestra historia, entre otras cosas, por la carencia de ésta).
En síntesis, para este primer grupo somos muy irracionales aún y por
eso padecemos de todos los males sociales y culturales imaginables. Sin
embargo, todo esto lo dirán desde la época de Cristóbal Colón hasta quién
sabe cuanto más allá del bicentenario, y es que no quieren entender que
por ser chilenos, poco más vamos a tener de semejantes a París o Londres
que el casco corroído de una Talca añeja. Así, si se señala todo esto ahora,
es por ocasión del bicentenario y no por causa del mismo.
El segundo grupo de reacción ante 2010 viene de los más conservado-
res, que no podían acusar escasez tanto en la difusión de sus ideas como en
la intensidad de la crítica al bicentenario. Éstos, al igual que los del primer
136 grupo, están de acuerdo en percibir sombríamente nuestro presente, pero
por una operación distinta. Si los primeros no están conformes con éste por
la falta de racionalidad o de modernidad –a pesar de que ellos mismos se
indignen al leer este concepto– los segundos lo critican justamente por lo
contrario. Hay tanta modernidad –o para los más ácidos ‘posmodernidad’–,
que ha destruido los modelos y las tradiciones antiguas. Su voz contiene ver-
daderos timbres melancólicos y sus períodos predilectos son la Antigüedad
Clásica y la Edad Media cuando buscan en el horizonte lejano, como el Ro-
manticismo cuando su mirada se detiene en el panorama contemporáneo.
Un prototipo de ellos fue Mario Góngora y, como él, ven en Edmund Burke
y Jean Jacques Rousseau más parecidos de los que realmente existen.
Éstos, los herederos de Andrés Bello, están considerablemente más
lejos de estar contentos con el mundo actual que los primeros y tienen
muchas razones para estar así: dirán que la modernidad tiene amenazadas
y ya casi liquidadas las instituciones fundantes de nuestra civilización occi-
dental, como la familia, la Iglesia y la patria –hoy identificada como nación
no sólo por ellos–. Atribuirán una influencia avasalladora a lo nuevo, cata-
logándolo como simples modas pasajeras. Acusarán de inconciencia histó-
rica a quienes no compartan esta opinión y sentenciarán que la creencia
en el progreso indefinido es de unos simples extravagantes a los que no
les quedó claro lo que trajo consigo 1914: la destrucción del orbe y la obra
de Oswald Spengler.
La conclusión inmediata que se puede desprender de todo lo ante-
rior es sencilla: que la crítica de tono negativo, con sus dos caras doc-

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

trinales, siempre se ha expresado y es muy probable que se mantenga


también en los períodos posteriores al nuestro –y es que el presente
pocas veces conforma a sus contemporáneos–. En consecuencia, estos
puntos de vista ya se enunciaron en el centenario y hoy se están volvien-
do a presentar. Esto hace que, en principio, se parezcan mucho ambas
celebraciones.
Finalmente, además de la crítica similar, hay otra semejanza más entre
1910 y 2010, que hace prácticamente imposible intentar cualquier diferen-
ciación: ambas ocasiones lucen una obstinación por la conmemoración.
Hoy las autoridades junto con los intelectuales, en una complicidad pocas
veces vista –los ‘filósofos de la sospecha’ raudamente llamarán a esto coer-
ción manipuladora de la memoria oficial por parte del Estado–, han creado
con esta loable intención una vastedad de instancias de discu­sión como
revistas, proyectos y comisiones referidas al bicentenario. Las editoriales
de los diarios de Santiago publican reflexiones elocuentes de connotados
académicos que buscan hacernos ver, para que de una vez por todas tome-
mos conciencia, que hay un nuevo centenario nacional donde se pueden
medir nuestros desafíos. Son precisamente a estas instancias donde acu-
den a sentenciar sus diagnósticos sombríos los estudiosos antes señalados,
consagrados así en una especie de “vanguardia consciente” de la nación.
Otro aspecto que aseguraría una simple mimesis de 1910.
Si el ensayo terminara ahora, el bicentenario se presentaría como una
sencilla repetición del centenario. Esto dista mucho de ser así. Y es que
creemos que son muy distintos. Lo que sigue, por lo tanto, es intentar
distinguir las dos conmemoraciones, partiendo justamente de las mismas 137
fuentes, es decir, de las visiones que en ambas celebraciones formularon
–y que están formulando– sus intelectuales, que no son más que un reflejo
de sus respectivos períodos.
Distingamos entonces. Lo primero que podemos destacar aquí es que
cuando comparamos el conjunto de la crítica de 1910 con la de ahora,
a pesar de compartir las profundas similitudes analizadas anteriormente,
aparecen de inmediato intensas diferencias. En principio el nombre: hoy
ya no hay una ‘crítica’ del bicentenario, sino, más bien, ‘reflexiones’ en
torno a él. Y esto no es una mera cuestión semántica, pues indica instan-
táneamente el grado de intensidad del juicio: las reflexiones actuales son
más suaves que las de antaño, condición presente en todos los ámbitos; en
la amplitud de la crítica; en la pretensión consiguiente de la misma; en los
sujetos llamados a criticar y sus motivos para hacerlo; y hasta en la pasión
con la que se escribe. Analicemos esto.
En el centenario los ámbitos de la sociedad cuestionados eran práctica-
mente todos: el económico, el social, el político y el educacional o cultu-
ral. Hoy, en cambio, las reflexiones abarcan, mayoritariamente, un aspecto
mucho más reducido de ella: la esfera educacional o, si se quiere ampliar
un poco, la cultural. No en vano el sujeto llamado a criticar en nuestros
días es, a diferencia de 1910, concentradamente el historiador. Y es que su
actitud es, posando su mirada en el pasado, distinguir lo sustancial del ser
chileno para, desde ahí, dar una ‘propuesta reflexiva’, que generalmente
abarca el aspecto antes señalado.

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historiadores chilenos frente al bicentenario

De aquí se desprende la próxima diferencia: los críticos del centenario


pretendían redefinir completamente a Chile, diseñando cambios funda-
mentales en todos los aspectos de la sociedad. Hoy, en cambio, a pesar
de la existencia exigua de extravagantes con aquellas fantasías, se intenta
poco más que una ‘toma de conciencia’ del resto de la sociedad. Y es que,
a pesar de todos, la sombra de Francis Fukuyama está más presente que
nunca en estos días, al constatar que los grandes temas –políticos, econó-
micos y sociales– están ausentes. Paradójicamente, todo esto lo demuestra
justo el gremio que menos los desearía.
Más aún, el que sea el historiador el ‘crítico’ por antonomasia de 2010
hace que aparezcan dos diferencias más. La primera es que éste procura
eliminar de sí la vehemencia doctrinaria de los críticos de antaño. Los de
1910, presentando un proyecto y una interpretación personal de Chile,
buscaban ese cambio radical antes señalado. En cambio, el tono que he-
mos llamado ‘reflexivo’ del historiador dista mucho de aquél casi inconti-
nente de los críticos del centenario.
Lo segunda se basa en que el historiador frecuentemente concibe sus
reflexiones tratando de definir la esencia, sobre todo cultural de Chile. Es-
ta operación refleja, por lo tanto, que la importancia para 2010 es primero
definir nuestro pasado o identidad, a diferencia de 1910, cuando se prefe-
ría proyectar un futuro. Contraste sutil, pero muy importante.
Lo dicho hasta aquí no hace más que reflejar un clima, un contorno,
un tono distinto entre el ayer y hoy. En síntesis, para no dar espacios al
extravío, afirmamos que hoy no hay una crisis del bicentenario, justamente
138 porque no hay una crítica como la de antes. Además, es precisamente por
esto que el aniversario próximo se nos presenta, al contrario del percibi-
do hace cien años por los más insignes pensadores, como una verdadera
celebración.
Lo último que afirmamos no impide que en el bicentenario existan,
además de los problemas culturales que reconocen las ‘reflexiones’ ac-
tuales, esos otros problemas llamados ‘estructurales’. Claro que los hay,
pero el punto es que éstos se arrastran desde hace ya más de un siglo y
presentan, por lo mismo, una consistencia difusa, aunque permanente en
el tiempo. Ésta constatación hace que la celebración de hoy, en contraste
con la ocurrida hace cien años, no sea identificada específicamente como
un punto de crisis social. No se puede reconocer el bicentenario, a dife-
rencia del centenario, por esta característica del resto de nuestra historia.
Sólo así entendemos en su verdadera perspectiva que uno de los síntomas
más relevantes de 2010 es el mismo del que se quejaba Enrique Mac Iver
a comienzos del siglo xx, cuando sostenía que, a pesar de la modernidad
y del progreso, no había una plena felicidad, sentenciando casi lo mismo
que las conclusiones de las encuestas de los diarios actuales, que tanto sor-
prenden a los sociólogos. Pero nosotros no perdamos la vista panorámica:
sabemos que éste es un problema de larga data y no específico de hoy.
Nuestro bicentenario se nos presenta por todas estas razones, a pesar
de exhibir aparentes semejanzas con su antecesor, muy distinto del desde
ya legendario centenario nacional.

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

Universidad y escuela:
una tarea aún pendiente
para la historiografía del siglo xxi

Camilo Bustos
Pontificia Universidad Católica de Chile

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A lgunos años antes de su trágica muerte, el historiador francés Marc


Bloch refería cómo el hijo de un cercano suyo... preguntaba a su pa-
dre “para qué sirve la historia...” siendo muy difícil hallar una respuesta
satisfactoria para aquella curiosidad infantil. Pues bien, aquella misma in-
quietud es la que ronda en la cabeza de cientos de escolares que no en-
cuentran en el estudio de la Historia un sentido práctico para efectos de su
propia vida cotidiana, siendo a veces frecuente que sólo sea asociada a una
memorización de una monótona sucesión de datos y fechas, generando
una sensación de cementerio de hechos y personajes sin vínculo concreto
con quienes la estudian... toda vez que el grueso del currículo escolar se
centra en el aprendizaje de hechos políticos y militares, que provocaban
esta sensación de alejamiento y sin sentido por parte de un sector impor-
tante de escolares que luego se convertirán en adultos.
Si bien, en el ámbito académico se han hecho grandes esfuerzos por
cambiar los enfoques del estudio historiográfico, destacando los esfuerzos
que emulan la senda fijada por los historiadores de la talla de Marc Bloch,
Lucién Febvre, Fernand Braudel, Johan Huizinga, Georges Duby, Philippe
Ariés, Jacques Le Goff, entre muchos otros; generando estudios centrados
no sólo en la historia política o económica sino expandiendo las obras ha-
cia temas de índole social, como el estudio de los juguetes, el bandidaje, la
vestimenta, las mentalidades, la religiosidad, las comidas, el transporte, la
sexualidad... y la vida privada y cotidiana en general, otorgando al estudio
historiográfico una guía hacia lo que Marc Bloch, Johan Huizinga y Lucién

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historiadores chilenos frente al bicentenario

Febvre señalaron como su verdadero objeto: el estudio del hombre. Mas,


aquello, existe la sensación, sólo parece haber quedado relegado al mun-
do netamente académico, puesto que la divulgación de estas obras sólo
parece cubrir a un cierto sector de la sociedad, generalmente, el grupo con
mayor acervo cultural, sea por su dinero o por su calidad de estudiantes
universitarios, quedando un amplio sector de esta misma sociedad un tan-
to olvidado en este sentido, que continúan nutriéndose con viejos manua-
les, muchos de ellos de dudosa calidad, centrados en los hechos políticos
y no en la realidad en su conjunto.
Parafraseando a Johan Huizinga, una cultura sana, donde la Historia lo-
gra cumplir su misión a cabalidad, se destaca por la existencia de un núme-
ro apreciable de lectores que no huyen aterrados de la rigurosidad objetiva,
la sobria exposición y las preocupaciones puramente científicas del estudio
historiográfico; por lo que si para encontrar clientes Clío necesita sacrificar
algo de los severos postulados que la Historia le impone como forma ade-
cuada del saber, eso quiere decir que algo no marcha bien en ambas cosas,
en la cultura por una parte y en la ciencia histórica, por otra.
Pues bien, resulta paradójico, y dañino a la vez, que los representantes
del ámbito universitario, y quienes se desempeñan en las escuelas se ha-
yan tan distantes unos de otros; no existiendo un diálogo fluido a través de
un intercambio de ideas y experiencias que ayuden, a través de trabajos en
conjunto, a un mayor desarrollo del estudio y aprendizaje de las diversas
disciplinas. Por el contrario, la universidad y la escuela se manifiestan co-
mo dos mundos apartes sin aparente conexión entre uno y otro: la prime-
140 ra, demasiado elevada, teórica, sin, al parecer, un asimiento en la realidad;
la segunda, demasiado pedestre, casi perezosa, preocupada de alcanzar si-
quiera los “contenidos mínimos” exigidos por el Ministerio, sin encontrar
un fuerte apoyo en la primera. Por lo que, podemos decir, que en nuestroa
realidad algo falla en el ideal promovido por el historiador holandés; y ello
es nada menos que una de sus bases fundamentales: la sociedad, que se
nos revela con una aguda desnutrición cultural y atiborrada hasta la socie-
dad de contenidos banales y efímeros.
Por lo que creemos que esta división, entre universidad y escuela, que
resulta tan perjudicial para nuestra sociedad, debe terminar. No es posible
que la escuela, considerada como espacio de aprendizaje y moldeamiento
cognitivo y social de la persona en su juventud, se halle separada del mun-
do universitario; es una tarea pendiente que debe ser abordada sin más
dilación, puesto que, consideramos, no es factible un desarrollo sustancial
de nuestra disciplina sin una correcta relación entre la universidad, repre-
sentada por el mundo académico de los historiadores, y la escuela, donde
se desempeñan los docentes y alumnos.
Se ha criticado a los historiadores, y a veces con justa razón, de cons-
tituir un círculo un tanto hermético, donde los conocimientos sólo son
transmitidos a un pequeño círculo de eruditos y, en forma esporádica,
a los alumnos que transitoriamente siguen sus cátedras. Por lo que, aun
cuando se realicen conferencias y mesas de discusión, los temas desarro-
llados por los investigadores no suelen expandirse más allá de los límites
de la universidad.

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

En cuanto a las investigaciones se refiere, se ha dado la tendencia de


hacer historia con el fin de obtener el aplauso de los pares, repitiendo nue-
vamente el error de circunscribir el conocimiento de nuestra disciplina a
un círculo cerrado de eruditos, y no destinarla al servicio de la memoria
colectiva, que creemos, debe ser una de las finalidades más importantes
de la Historia: la construcción de una sociedad a través del conocimiento.
Obteniendo como resultado, que, salvo algunas obras, el resto quede rele-
gado a permanecer olvidadas en alguna revista que sólo algunos conocen.
Es el mismo problema que poseen las innumerables tesis de grado que se
encuentran olvidadas, prácticamente, en algún rincón de las bibliotecas
universitarias: fueron elaboradas, en su mayoría, con el fin de obtener una
calificación que permitiese la titulación (reconocimiento de la comunidad
académica), y a pesar de que varias de ellas son de gran calidad, perma-
necen olvidadas porque nadie se ha preocupado seriamente de su publi-
cación y divulgación, derrochándose un enorme esfuerzo investigativo e
intelectual que no logra ser aprovechado. Creemos que se debe incentivar
a los jóvenes historiadores no sólo a la investigación de diversas mono-
grafías que ayuden a desarrollar el conocimiento histórico sino, también,
a la publicación de sus trabajos, luego de haberlos “pulido”; para que los
resultados de su esfuerzo lleguen a la comunidad.
Debemos liberar a Clío, que al parecer se haya injustamente encerrada
en una cárcel de academicismo y llevarla a parajes en las que su presencia
resulta necesaria y por los que, al parecer, hace mucho tiempo dejó de
concurrir: la Princesa debe mezclarse con el pueblo “laico”. Y la escuela,
resulta ser el espacio ideal para que se produzca este “encuentro”. 141
Y en este sentido, los historiadores poseen una tarea muy grande que
cumplir.
Como lo dijimos anteriormente, se debe llevar la historia a los colegios,
no sólo a través de la educación tradicional y los contenidos exigidos en
los planes y programas del Ministerio sino a través de iniciativas que abran
las puertas de ambos “mundos” y generen un acercamiento más estrecho.
Las conferencias y charlas de temas históricos no presentados en la sala de
clases, pueden ser un buen aliciente para el desarrollo de nuestra discipli-
na, abriendo nuevos horizontes tanto a profesores como alumnos de las
distintas escuelas. La divulgación de libros en las escuelas, que den cuenta
de los constantes trabajos monográficos, son también otra herramienta
potencial que debe ser utilizada en la realidad. Añadiremos, por cierto, el
uso de los medios de información, que en la actualidad se hayan incom-
prensiblemente poco utilizados por los historiadores de nuestro país. Por
ejemplo, la televisión, que es una tremenda herramienta potencial, hay
que transformarla en un instrumento real para la divulgación de los nue-
vos planteamientos historiográficos y no limitarse a la creación de algunas
esporádicas series con aspiraciones históricas, que pueden ser muy válidas
–sobre todo si queremos que nuestro pueblo alimente su desnutrido esta-
do de cultura–, pero insuficiente en el sentido de no profundizar en una
historia académica.
Creemos, además, que el historiador debe escribir un poco más para
las masas, y existen temáticas interesantes para esta “nueva historiografía”

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historiadores chilenos frente al bicentenario

(que dicho sea de paso lleva casi cien años de existencia) que no llegan
a un público masivo debido tanto a los escasos espacios de divulgación
como a los propios códigos en los que sus trabajos están escritos. Cree-
mos que es tarea del historiador plantear sus ideas en un lenguaje más
“profano”, sin tantos giros técnicos, pero no por ello que eso signifique
que deba rebajar el nivel y el rigor de sus investigaciones. Creemos que
la masificación y la divulgación no deben porqué implicar el concepto de
vanalizar y vulgarizar el tema. El historiador debe hacer uso de la didáctica
para entregar su mensaje.
De esta forma, creemos, que no sólo se hace un bien a la divulgación
de nuestra disciplina sino, también, al propio esfuerzo de los historiadores,
para no mencionar el gran aporte comunitario que aquello depararía.
A las puertas de esta celebración del bicentenario, no está demás el
tratar de solucionar uno de los grandes problemas pendientes que, en el
ámbito de la cultura, posee el país: fomentar la divulgación de los trabajos
historiográficos y la relación con los espacios de las escuelas.

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

El índice infinito
o Chile frente al Segundo Centenario

Azun Candina P.
Universidad de Chile

D ecir que la historia se refiere a procesos y no a fechas no es una ase-


veración muy original. Sin embargo, hay que reconocer a las fechas
–a ciertas fechas– su carácter de hitos, de nudos convocantes, como han
143

sido llamados por los estudios de memoria. Respecto de los centenarios,


sabemos que no son los años cuantitativos transcurridos los que nos con-
vocan; es qué ha ocurrido en esos cien años, qué procesos, qué proyectos,
qué sueños y qué fracasos podemos mirar desde ese hito que se convierte
en uno no por el hecho lato –si es que existe algo así como los ‘hechos la-
tos’– de que el tiempo pase, sino porque cien años abarcan muchas vidas
y muertes. Individuales y colectivas.
Chile en 1910 ya no era solamente un proyecto, una apuesta lanzada
en la mesa de un imperio que se derrumbaba. Podía preciarse de haber
medrado como colectivo agrupado bajo un nombre y un territorio; podía
exhibir el triunfo –por llamarlo de alguna manera– de que su bandera y su
escudo significaran algo para alguien. Cien años después de 1810, al me-
nos tenía eso para celebrar: Chile, como tal, existía, aunque esa existencia
estuviese llena de críticas y tareas incompletas, de miseria en los conventi-
llos, de epidemias, de mortalidad infantil, de problemas aun sin respuesta.
La nación imaginada ya era un imaginario.
Cabe entonces preguntarse, ¿qué conmemoraremos en 2010? ¿Qué
contiene para nosotros, nacidos en el siglo xx, esa palabra, Chile?. A cer-
canos y peligrosos ocho años del segundo centenario, el Informe del Pro-
grama de las Naciones Unidas para el Desarrollo ‘Nosotros, los chilenos’,
planteaba dudas importantes al respecto. Sí, somos un país con fronteras,
bandera, pasaporte, pero la mayor parte de los chilenos no tenía en el año

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historiadores chilenos frente al bicentenario

2002 un referente claro que lo diferenciara de otros pueblos. Eso es grave.


La pregunta sobre, qué somos ahora o qué hemos estado siendo, es muy
profunda y esencial. Y no por una suerte de temor provinciano a diluirnos
en el cosmopolitismo, en las carreteras de la información; no porque de-
see yo suspirar por una especie de Chile medio rural, de isleños buenos y
hospitalarios que vivían en un pueblito llamado Las Condes cantando to-
nadas y comiendo pastel de choclo –si es que ese Chile alguna vez existió–,
sino porque la pregunta de qué se asume como un proyecto colectivo re-
mite a qué hemos sido capaces de hacer como colectivo, y a qué seríamos,
por lo tanto, capaces de plantearnos como tarea conjunta, a construir para
y por todos y cada uno de nosotros en el futuro cercano.
Nuestro siglo xx –el siglo corto, para Eric Hobsbawm, el siglo quizá
más corto para nosotros los chilenos– puede ser leído desde allí. Siendo ya
un Estado unitario, habiendo neutralizado (a veces por el convencimiento,
a veces a sangre y fuego) el peligro de la desintegración en nuevos Estados
y regiones, los chilenos dedicaron gran parte de su vida política a contestar
pública y colectivamente los desafíos planteados en el primer centenario.
¿Dónde ir?, ¿cómo plantearse la construcción de un futuro? y ¿para qué? La
literatura de la llamada Crisis del Centenario quizá ha sido profusamente
estudiada por los historiadores porque fue eso: un rayado de cancha, un
poner los dedos en las llagas y desde ahí preguntarse hacia dónde y cómo.
¿Qué la oligarquía decimonónica retomara su obligación moral y salvara
al resto de la barbarie en que malamente subsistía? ¿Qué la austera clase
media tomara las riendas? ¿Qué lo hiciera el pueblo organizado? ¿Eran las
144 fábricas y usinas nuestra respuesta? ¿Nuestro camino era, acaso, la revolu-
ción socialista, o la nacionalista?
Si miramos a nuestro siglo xx desde esta perspectiva, da la impresión de
que lo ensayamos todo, o casi todo. Tuvimos –unos más, otros menos, algu-
nos con ciertas simpatías, otros con convicción casi religiosa– los ojos y las
manos completamente abiertos a lo que se hacía en otros lugares, a lo que
pudiesen proponernos o mandarnos. Como historiadora, me sorprende có-
mo el siglo xx chileno, cómo intelectuales, estudiantes, obreros, comercian-
tes o campesinos –es decir, hasta gente que de profesional de la economía o
las ciencias sociales tenía poco o nada– leyeron, escribieron, se ‘informaron’
de lo que pasaba en el mundo y tomaron partido, incluso mucho más que
hoy, en este supuesto mundo altamente interconectado y comunicacional.
La revolución rusa ocurría al otro lado del planeta, pero también estaba
aquí; las batallas de la Segunda Guerra Mundial se libraron geográficamen-
te muy lejos, quizá, pero la prensa chilena las siguió paso a paso en sus
periódicos. En los sesenta, la Revolución Cubana creció en los imaginarios
y en los proyectos políticos como una antorcha gigantesca o una amenaza
gigantesca, dependiendo de quién se hable. Y no solamente en lo político.
Los hombres chilenos adoptaron, algunos de ellos hasta el fin de sus vidas,
el bigotillo de Jorge Negrete y las rancheras mexicanas. La generación de los
treinta y los cuarenta creció y amó con tangos y boleros. El rock caló hondo,
de eso no cabe duda. No tiene nada de nueva, nuestra apertura al mundo.
En esas tareas, durante el siglo xx nos unimos, disputamos y también
nos asesinamos sobre la base de esos proyectos colectivos. Si algo no se

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

puede decir de los chilenos del siglo xx, es que les faltó pasión. Pasión
romántica, creyente, altruista y hasta ingenua, en algunos casos, pero tam-
bién pasión destructiva, fanática, aterrada, en otros. Y no me estoy refi-
riendo sólo a los años más famosos, al cataclismo político del golpe de
Estado de 1973. Estoy pensando en ello, sí, pero también en la bella furia
de Vicente Huidobro, en Nicómedes Guzmán y Manuel Rojas, en la rabia
del Doctor Valdés Canje, en la masacre del Seguro Obrero, en la dignidad
combatiente de los pobladores que crearon La Victoria o La Legua, en los
encendidos discursos, incluso, de esa primera senadora y equívoca diri-
gente del Partido Femenino que fue María de la Cruz. En todos los que
dijeron alguna vez Patria o Muerte. El siglo xx se vivió y se peleó con la
camisa desabotonada. Como ha dicho el historiador Alan Angell, práctica-
mente todos los que llegaron al poder en el siglo xx, todos los que fueron
o quisieron ‘ser gobierno’, llegaron a la palestra con un proyecto colectivo,
con algo que iba a transformar el país, que nos iba a sacar definitivamente
de la miseria, la desigualdad, el subdesarrollo, la injusticia.
Cabe preguntarse, entonces, qué queda hoy de esa pasión, o en qué
se ha convertido. Da la impresión, a ratos, que nos agotamos un poco en
ella y por ella. Si algo pesa en este segundo centenario, es cierta cautela,
la falta de torrentes brutales y mortíferos de la palabra, la disolución de
una fe total y de los discursos unanimistas. Muchos de esos apasionados
del siglo xx miran su propio pasado con distancia y humor, y prefieren ad-
herir al discreto encanto del ‘por favor, no dramatizar’, ni en la política,
ni en los proyectos, ni en la vida cotidiana. Ya no está la pasión, o si está,
hay que moderarla, ocultarla o combatirla. El estilo políticamente correcto 145
–al menos entre los políticos profesionales– es hablar en tono suave, con
un dejo casi maternal, como para calmar a la fieras. Lo ‘comunitario’, la
‘ciudadanía’ es remitida a imágenes de amistad, casi puramente recrea-
cionales, artísticas; nada de combatientes ni militantes, nada de términos
como lucha o radicalización. No se habla ni de pueblo, ni de chusma: se
dice gente. Casi todos los días, en tono amable y cortés, nuestros políticos
nos llaman a construir un país mejor, más justo, más solidario, que sería
(como lo fue antes) tarea de todos. Pero cada día, también, parece estar
menos claro qué país sería ése. Parece definirse más por la negación que
por la afirmación. Un país sin campamentos, por ejemplo. Un país sin los
odios del pasado, también. Pero, ¿un país con qué?, ¿con amor por qué?,
¿unidos a partir de qué? Si las mediaguas de 2000 se promocionaron como
algo que no era una solución, sino un comienzo, ¿el comienzo de qué?
Por supuesto, la respuesta seudorromántica y demagógica sería decir
que el siglo xx pasó en vano. Que estamos como en 1910: no somos ni
fuimos plenamente socialistas, ni desarrollados, ni nos volvimos un tigre
del hemisferio Sur. Como en 1910, no somos el país más pobre del mun-
do, pero tampoco entramos al fino club de los más ricos. Ya no soñamos
con parecernos a París, pero tal vez sí: hay cantidad de gente que aún cree
que el parque Forestal es el barrio más lindo de Santiago. No somos los de
1910, es un hecho: nuestros niños ya no mueren a millares y el cólera no
asola los barrios pobres, por mencionar solamente dos importantes ejem-
plos. Lo raro es que parecemos sentirnos como en 1910.

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historiadores chilenos frente al bicentenario

Procesos, no fechas, como decíamos al comienzo de estas líneas. Creo


que aún no recuperamos el aliento tras nuestro apasionado affaire del
siglo xx, y creo que 2010 nos atrapará tan complicados como 1910. Pero
creo, también, que está bien que así sea. Una de las ventajas de saber que
nos hemos equivocado mucho, es que eso no soluciona nada, pero puede
ser el comienzo de las nuevas propuestas.
Tengo la impresión de que no tendremos que –como en el siglo previo
al primer centenario– inventar una nación, pero sí tendremos que re-in-
ventarla sobre las ruinas, no las catedrales, del siglo xx. Esta vez, tendre-
mos que asumir que su consigna será, acaso, la diversidad, no la sagrada
Unidad; los sujetos concretos, no el Pueblo abstracto; los hombres y mu-
jeres reales, no el Hombre Chileno ni la Mujer Chilena, así, con peligrosas
mayúsculas, como estatuas a las que debemos parecernos. Creo que nos
hará falta mucha pasión y mucho valor, nuevamente, para enfrentar que
nadie tuvo una varita mágica en el siglo xx, ni la tiene ahora. Que si logra-
mos construir un proyecto común, será reconociendo nuestras cicatrices,
diferencias y fracasos, y que no hay ningún misterioso vínculo que nos una
por el solo hecho de haber nacido en Chile y usar la misma colorida y di-
gital cédula de identidad.
Creo que deberemos emprender una larga ruta para descubrir cuáles
pueden ser ahora nuestros acuerdos, en un país donde los mapuches se
asumen mapuches y no buscarán dejar de serlo para ser reconocidos co-
mo ciudadanos con plenos derechos; donde hay mujeres que no quieren
ocultar que son jefas de familia como si se tratara de una vergüenza; don-
146 de habremos de aceptar que no fuimos ni seremos nunca la copia feliz del
Edén. Creo que lo peor que puede ocurrirnos, en esta tarea, es volver a
buscar el libro, o al político, o al grupo poseedor de la varita mágica, del
bálsamo milagroso que curará todas nuestras heridas. Lo mejor que pue-
de pasarnos es reconocer que somos variopintos, procaces, desordenados
y ordenados, emotivos y desconfiados a la vez, y qué. Es lo que hay, y no
otra cosa. Somos diferentes y no remamos todos para el mismo lado y no
tenemos ninguna obligación de hacerlo. El índice de nuestra historia es
infinito, y lo seguirá siendo, aunque nos angustie sobremanera. Es a partir
de eso que podríamos construir un lugar común, y no en contra de ello.
Nosotros, los chilenos.

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

Doscientos años del cuerpo en Chile:


deuda histórica y metamorfosis
frente a los nuevos tiempos

Daniel Cano
Pontificia Universidad Católica de Chile

C on la pronta llegada de la conmemoración del bicentenario, los histo- 147


riadores chilenos hemos querido rescatar, desde nuestra propia disci-
plina, diferentes reflexiones acerca de la fiesta que celebrará los doscientos
años de Chile como país “independiente”. Un avance en tales propósitos
se realizó el año 2006, cuando se reunió a cuatro de los premios naciona-
les de Historia, para debatir y compartir las diferentes visiones de Chile.
En el presente año, se ha buscado ampliar la invitación al resto de los aca-
démicos, con el fin de poner en conjunto las múltiples miradas respecto a
estos doscientos años de historia.
Probablemente, a lo largo de esta compilación de ensayos nos podre-
mos encontrar con diversos enfoques historiográficos a la hora de anali-
zar los procesos ocurridos desde ese 18 de septiembre de 1810, pero la
mayoría de ellos remitidos a esferas políticas, sociales, económicas, etc...
rescatando el valor del hito ocurrido en aquel tiempo, en algunos casos,
y criticando la relevancia del mismo en otros. También habrá quienes vo-
ciferen en contra de la sola celebración del bicentenario, por considerarla
un ensalzamiento autocomplaciente de la elite criolla y una ofensa al bajo
pueblo y sus descendientes contemporáneos. Por ello mismo, y al margen
de la opinión personal que me merecen los distintos enfoques, propongo
una reflexión de nuestro país desde una mirada diferente: su cuerpo.
El cuerpo tiene su propia historia, y así lo afirma el historiador Geor-
ges Vigarello en su última obra Historia del cuerpo. Según su hipótesis, el
cuerpo humano siempre ha constituido parte de la historia, ocupando un

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historiadores chilenos frente al bicentenario

lugar en la sociedad, teniendo presencia en el imaginario colectivo y en la


realidad, expresándose tanto en los grandes momentos como en la vida
cotidiana. Ahora, las preguntas que surgen por sí mismas son: ¿hay una
historia del cuerpo en Chile?, ¿cuál es, y cuándo comienza? La respuesta
inmediata a todas ellas debería ser: no sabemos. Sin embargo, se debe
mencionar que para el caso nacional, el historiador Julio Retamal Ávila
elaboró en los años noventa, un estudio histórico sobre las características
físicas del chileno en el siglo xvii. Al margen de aquel artículo, no contamos
con más investigaciones en ese campo.
Muchas disciplinas, como la Medicina, la Estadística, la Antropología y
otras más, han desarrollado avances en el estudio del cuerpo humano y su
relación con la sociedad en el tiempo, no obstante, la Historia se ha man-
tenido en silencio. Es por ello que los historiadores, tenemos una deuda
con el país respecto al tema. Si la corriente historiográfica está marchando
en esa dirección, es nuestro deber hacernos cargo de ello.
Sin embargo, con mayor detención, y bastante imaginación, debo ad-
mitir, es posible reconstruir –aunque sea una difusa silueta– de lo que
creemos entender por la historia del cuerpo en Chile.
Como primer supuesto, tenemos que la historia del cuerpo en Chile
no se inaugura el 18 de septiembre de 1810 ni tampoco el 12 de febrero
de 1818. Por el contrario, ha estado presente allí por más años de lo que
comúnmente pensamos; milenios diría algún destacado premio nacional
de Historia durante las ponencias realizadas el año pasado en las salas del
Archivo Nacional. Con la llegada de los primeros habitantes a nuestro te-
148 rritorio actual, podemos dar por comenzado el proceso. Esos hombres y
mujeres, cazadores nómades que cruzaron montañas y desiertos en busca
de alimento para subsistir, ya constituían un tipo de población con carac-
terísticas físicas únicas, que siglos más tarde llamarían la atención de con-
quistadores y cronistas. Ésos eran hombres de pequeña estatura, pero de
esqueletos robustos y gruesos. De piel oscura, casi rojiza, curtida por las
eternas caminatas bajo el Sol de la sierra andina. Si nos trasladamos con
nuestra imaginación a las ciudades del norte del país, podremos ver cómo
persisten aún aquellos hermosos rasgos entre la población chilena. Lue-
go, está la presencia mapuche, concentrada en su mayoría al sur del país.
Ellos también arribaron al territorio nacional mucho antes que se otorga-
ra la característica “nacional” a esa geografía. Contemplemos sus cuerpos
trabajando en la tierra bajo las intensas lluvias sureñas, seamos testigos de
su agilidad mientras presenciamos alguna batalla entre espesos bosques.
Fuertes y nervudos brazos toman la lanza presta para arrebatar al enemigo.
Raza guerrera diría Alonso de Ercilla en su poema La Araucana. Raza opri-
mida dirían los indigenistas de principios del siglo pasado.
Y para completar el cuadro, tenemos al “huinca” español. Es el tercer
elemento en la ecuación del mestizaje. A partir de su llegada, comenzó
una mezcla biológica sin precedentes, sobre todo si pensamos en el alto
porcentaje de contingente masculino que arribó desde Europa a nuestro
continente, sedientos de riquezas y “necesidades” que satisfacer. Las ca-
racterísticas fenotípicas de nuestra población comenzaron a variar con-
siderablemente. El intercambio de genes que se produjo desde los años

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

de la Conquista, a lo largo de la Colonia y en los tiempos posteriores a la


República, fueron enormemente complejos y difíciles de descifrar. Sin em-
bargo, ya es un comienzo reconocer que las influencias fueron variadas y
significativas. No sólo españoles y mapuches fueron sustratos de futuras
combinaciones, también los había negros, indios huarpes de la provincia
de Cuyo, aimaras en el norte de Chile, colonos europeos que se apostaron
en las tierras del sur durante el siglo xix, etc... No debemos olvidar que
Chile es un extenso país de más de 4.200 km de longitud, con una rica
diversidad geográfica, cultural y étnica. Basta de centralismos mezquinos y
asumamos la realidad que nos rodea.
Por otro lado, no podemos olvidar a los “chilenos” de la Isla de Pascua,
quienes han sido postergados de la historiografía nacional de forma tajan-
te. Ellos también forman parte de este gran cuerpo. Al llegar a Rapa Nui,
se nota desde el momento en que se pisa suelo isleño, que no se está en
territorio nacional, ya por el solo hecho de observar a los “lugareños”. Sus
rasgos físicos los diferencian del resto de los pueblos indígenas, y del feno-
tipo promedio chileno. Altos, corpulentos, de facciones duras y cortantes,
muestran por medio de toda su corporalidad, la esencia de lo polinésico.
Ya los navegantes del siglo xviii quedaron asombrados por los portes y for-
mas de aquellos nativos asentados en el lugar más aislado del mundo. Lo
mismo sigue ocurriendo hasta el día de hoy con los turistas que visitan la
isla. Si bien, fue a partir de un evento político coyuntural, que Rapa Nui
pasó a formar parte de la república chilena, es un deber nacional terminar
con el aislacionismo.
Avancemos ahora en el tiempo, y observemos la radiografía del Chile 149
actual. ¿Qué cambios se vislumbran, y qué elementos de continuidad per-
sisten? Definitivamente lo que prevalece hasta los días presentes es la gran
pluralidad de tipos antropofísicos herederos de años y años de mestizaje.
Los cuerpos siguen iguales en sus desarrollos: nacemos, enfermamos y
perecemos. También las diferencias fenotípicas continúan entre habitantes
del norte, centro y sur del país, lo cual es un privilegio que debemos saber
valorar y potenciar. Por otra parte, existen numerosos cambios, como el ti-
po de enfermedades que nos aquejan. Con el arribo del conquistador espa-
ñol, llegaron también las nuevas enfermedades de carácter infeccioso, las
cuales dejaron sin respuesta al sistema inmunológico nativo. En cambio,
ahora, nos vemos atacados por un nuevo tipo de males: las enfermedades
crónicas y mentales. Estas nuevas patologías se reflejan en significativos
cambios corporales. Por ejemplo, ya no vemos las profundas cicatrices en
los rostros de hombres y mujeres afectados por la viruela, como ocurría en
los tiempos de la Colonia. En la actualidad, somos testigos de altos niveles
de estrés y depresiones, incluso, entre la población adolescente.
La alimentación ha sido otro factor que sufrió un sinnúmero de alte-
raciones con efectos directos en el cuerpo de los chilenos. Si a principios
del siglo xx, aún padecíamos como país, de un alto porcentaje de des-
nutrición calórico-proteica, especialmente entre la población infantil, en
la actualidad el 38% de la población tiene sobrepeso, y un 22% sufre de
obesidad. En suma, hay un 60% de compatriotas que viven diariamente
con un problema físico, que hace unos cuantos años atrás era inexistente.

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historiadores chilenos frente al bicentenario

Esos cambios son evidentes, lo interesante es explicar qué consecuencias


tienen en la sociedad, y cuál es su impacto en la calidad de vida. ¿Es mejor
que la que llevaban nuestros abuelos? Es difícil saber si es mejor o peor; lo
que sí sabemos, es que es mucho más larga. Las expectativas de vida en el
Chile de hoy, casi se asemejan a las de países desarrollados. En promedio
vivimos más, pero... ¿estamos viviendo mejor?
En función de estas interrogantes que nacen de la realidad presente,
los historiadores tenemos la responsabilidad de explicar desde nuestra
disciplina, los fenómenos relacionados con el cuerpo y sus vínculos con la
cultura. Suficiente tiempo ha permanecido bajo las sombras de la Historia,
y es hora de que se le otorgue el lugar que merece. No podemos prescin-
dir del estudio del cuerpo en la historia de nuestro país, por dos simples
razones: la primera, es que siempre ha estado ahí, y desde siempre ha sido
ignorada; y la segunda, es que dentro de los males que afectan a nuestra
sociedad, se encuentran la mayoría de ellos, impactando directamente en
la corporalidad de los chilenos. Obesidad, estrés, neurosis, como también
antiguos resentimientos y exclusiones a partir de la apariencia física. Es-
peremos que como historiadores podamos descifrar las causas del pasado
que expliquen las conductas del presente, en lo concerniente al cuerpo,
que en definitiva, significa la vida misma. El sujeto se involucra con la so­­
ciedad y con sus pares, por medio de su cuerpo. Por lo mismo, como profe­
tizó Georges Vigarello, el cuerpo se constituye hoy como sede de la meta-
morfosis de los nuevos tiempos. Hagámonos cargo como país de avanzar
en esa veta, cada uno desde su disciplina, para contribuir en la construc-
150 ción de un mejor Chile, a las puertas de su bicentenario.

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

Exclusión y prejuicio.
La formación del Estado nacional

Luis Carreño
Universidad de Los Lagos

P roducto de las mal llamadas historias nacionales se aprecia en la his-


toriografía chilena del siglo xix, y primera mitad del siglo xx, una falta
de atención de los aspectos regionales. Desde distintos puntos de vista,
151

ya sea desde la política, la economía o lo social, nuestra historia ha estado


centrada en una serie de procesos que encuentran su referente espacial y
temporal en el centro político e histórico de nuestro país. Situación expli-
cable por cuanto la Historia ha privilegiado el quehacer político y las deter-
minaciones de los gobiernos, aspectos que han sido monopolizados por
la capital. Así, lo que hoy entendemos por Historia de Chile no es más que
la construcción hegemónica de un pasado de carácter nacional, frente al
cual estamos obligados a aceptar e internalizar una serie de generalidades
e interpretaciones que en muchos casos no tienen relación con la cons-
trucción histórica de las regiones.
En los estudios sobre la formación del Estado no siempre se ha histo-
riado lo que ocurría fuera de la capital y de su zona de influencia. En el
caso de Chile, la zona central, y donde los grupos sociales y los intereses
locales eran espectadores impasibles de una historia que se desarrollaba
solamente en los altos círculos del poder, donde muchas veces se privi-
legiaba modelos teóricos extranjeros que no tenían nada que ver con la
realidad del país.
Afortunadamente esta situación ha sido superada, y en los últimos
años en el ámbito nacional, el quehacer historiográfico ha avanzado, lle-
gando a renovar casi totalmente sus metodologías y entregando al historia-
dor nuevas herramientas. Desde esta perspectiva ha surgido el interés por
impulsar los estudios de carácter local y regional, logrando un papel prota-
gónico dentro de las temáticas de investigación histórica. Con el desarrollo

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historiadores chilenos frente al bicentenario

de las historias regionales se plantean nuevas opciones que han llevado a


considerar la totalidad del territorio, lo que ha significado que los hechos
de las regiones estén presentes en la historia nacional, posibilitando el
análisis e interpretación de lo que fue la realidad chilena en su totalidad.
La misma reflexión que hacemos frente a la historia regional, la apli-
camos al tema de cómo han sido abordadas las relaciones del mundo in-
dígena con el no indígena. La historiografía chilena hasta hace algunas
décadas, frente a las relaciones interétnicas presentaba un enfoque par-
cial y poco crítico, situación que obstaculizaba la percepción de algunos
problemas fundamentales. Las propuestas metodológicas del positivismo
y liberalismo del siglo xix, unido al destino del Estado nacional y la crea-
ción de una nación étnicamente homogénea, obvió la existencia de una
sociedad india. En otros casos, redujo sus referencias a juicios valóricos
altamente descalificativos. Si las antiguas concepciones nacieron ligadas al
positivismo y destino del Estado nacional, esa visión es la que hoy aparece
cuestionada. Así, la idea de la nación homogénea y excluyente comienza
a ser reemplazada por una concepción más amplia y pluralista capaz de
reconocer, aceptar y respetar las diferencias, sean sociales, de género o ét-
nicas. Cada época mira el pasado de maneras distintas, lo revisa, lo recrea
y lo reinterpreta.
En esta revisión, especialmente la referida a la Araucanía, los cambios
se han dado en el análisis del mundo indígena y sus relaciones con los
hispanocriollos en los siglos xvii y xviii, y chilenos en el siglo xix. Así, los
recientes trabajos de autores como Sergio Villalobos, Leonardo León Solís,
152 Patricia Cerda, Jorge Pinto, Luz María Méndez, José Bengoa y otros, sostie-
nen que en la Araucanía hay una sociedad rica y compleja que tiene poca
semejanza con la que conocieron los españoles al llegar a Chile en el siglo
xvi. La frontera era una realidad estable que separaba conflictiva y pacífica-
mente a dos pueblos: los hispanocriollos y los mapuches. Entre ellos había
comercio, contacto fluido, influencias de todo tipo. Su economía abarca-
ba un amplio espectro de actividades, pastoreo en diversas escalas, caza,
recolección, agricultura, producción artesanal, combinables en diferentes
grados y formas, lo que otorgaba una adaptabilidad. Un complejo sistema
de intercambio vinculaba a los distintos grupos indígenas entre sí y a éste,
en su conjunto, con el blanco, asegurando a los distintos grupos el acceso
a los recursos requeridos por ambos.
Frente a los pueblos originarios el prejuicio del indígena borracho ha
sido uno de los más persistente y perjudiciales, y en esto los cronistas y
viajeros tienen una buena parte de responsabilidad porque no entendie-
ron el comportamiento de los indígenas americanos ni consiguieron com-
prender la realidad. A los ojos de la cultura occidental los juicios sobre el
consumo de alcohol están asociados al paganismo, al primitivismo de los
bárbaros y a la flojera, situación que se ha prolongado hasta hoy.
El problema del consumo de bebidas alcohólicas por parte de los pue-
blos originarios de América debe situarse en su justo medio. Las bebidas
fermentadas han sido preparadas y consumidas por casi todos los pueblos
antiguos. Cada uno de ellos, en su área geográfica específica, identificaba
uno o varios alimentos de base y procedimientos adecuados a la fermen-

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

tación y obtención de bebidas alcohólicas. Los indígenas americanos no


fueron una excepción, la elaboración y consumo de bebidas alcohólicas
estaba vinculado a sus dioses con el ciclo agrario de siembra y cosecha,
para favorecer el poder fecundativo de la tierra y el pedido de lluvias, con
ceremonias religiosas relacionadas con la fertilidad y en general a todos
los eventos colectivos.
El consumo habitual y la variedad de bebidas fermentadas sorprendió
a los conquistadores hispanos, que lo consideraron no solamente un vicio
que limitaba la capacidad productiva del indio sino que al estar fuerte-
mente relacionado con la vida religiosa, lo consideraron responsable de
idolatrías y el origen de todos los males. Cronistas y viajeros no capta-
ron la realidad acerca del consumo de alcohol por parte de los indígenas.
La chicha, palabra que a la bebida de frutas o granos fermentada de baja
gradación alcohólica que la mayor parte de los pueblos originarios con-
sumían antes del encuentro con los europeos, presenta una serie de am-
bigüedades, como su carácter de alimento y bebida al mismo tiempo y su
dimensión sagrada. La chicha es una fuente de energía que aportaba a la
dieta una cierta cantidad de calorías y, a veces también, una cantidad no
despreciable de minerales y vitaminas. No hay duda que desde este punto
de vista cumplía un papel importante en la alimentación, situación que
está frecuentemente documentada por los cronistas. Era costumbre entre
los mapuches mezclar la chicha con harina tostada, combinación altamen-
te calórica cuyo hábito de consumo perdura hasta nuestros días con el
nombre de chupilca.
Frente al consumo de chicha por los pueblos originarios, los cronistas 153
y viajeros lo interpretaron sólo porque son borrachos. Nunca entendieron
que además de ser un elemento de socialización y placer, era, sobre todo,
un instrumento para invocar la protección de los dioses en los ceremonia-
les, llamados para proteger siempre y garantizar, con buenas cosechas, la
alimentación, la salud y la fertilidad de los animales y de su núcleo fami-
liar. Era la seguridad que se buscaba en un mundo dependiente y acecha-
do de peligros. Con igual objetivo estaba presente en los ritos de pasaje
y en particular en la muerte, en esos casos se ofrecía chicha al difunto; lo
mejor que podía brindar como cocaví por su alma, en el viaje que debía
emprender.
Antes de la Conquista la chicha en América se preparaba de numerosas
especies amiláceas y de frutos y el producto obtenido era de bajo grado
alcohólico. Por esto, aunque bebían no llegaban a embriagarse, salvo en
las grandes ceremonias, para los cuales almacenaban y tomaban en ma-
yor cantidad. Los mapuches tenían una palabra para definir los efectos
del alcohol, chumeado, que significa haber bebido, pero sin estar ebrio.
Además, tenían muy claro los efectos y consecuencias del consumo de
aguardiente, motivo por el cual cuando se iba a consumir alcohol en una
ceremonia se hacía circular la orden de entregar todas las armas y se depo-
sitaban en un lugar seguro.
En la Araucanía el consumo de chicha estaba dado por las fuentes ali-
mentarias presentes en el área y su preparación sobrevivió durante la Co-
lonia y siglo xix. La conquista europea significó un cambio radical en lo so-

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historiadores chilenos frente al bicentenario

cial, religioso, económico y cultural de los pueblos originarios. En cuanto


a la preparación y consumo de bebidas alcohólicas tuvo un doble impac-
to. Por un lado, se observa una progresiva transformación de las bebidas
alcohólicas, de bienes de fabricación casera y autoconsumo a bienes de
mercadería. Por otro, el reemplazo de la chica de baja gradación alcohólica
por destilados de uva y de grano de alto contenido alcohólico, acarreando
como consecuencia el alcoholismo y la destrucción del tejido social, modi-
ficando la relación que existía entre el uso y el consumo de chicha y la vida
social y religiosa de los pueblos originarios.
El alcoholismo en forma patológica, aparece con la introducción de
los derivados de uva y, sobre todo, de destilados, ya de uva o de grano,
especialmente los últimos, que cuando son mal procesados, atacan el sis-
tema nervioso. El paso de bebida doméstica a mercancía acarreó no sólo
el alcoholismo sino que modificó la vida social y contribuyó a destruir las
relaciones comunitarias de los pueblos originarios.
Hoy, pensamos en una historia mucho más compleja, no excluyente,
menos metropolizada y centralista, más cercana a la realidad del país, don-
de estén presente las regiones y los diversos grupos étnicos.

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

“Santiago no es Chile”.
Regionalismo versus centralismo
en Tarapacá
(reflexiones en torno al bicentenario)

Luis Castro
Centro de Estudios Interculturales y del Patrimonio

155

E l 25 de julio de 1922 el diario iquiqueño La Provincia tituló su portada


editorial con la frase “Santiago no es solamente Chile”. Con esta acla-
ración, el director de este medio de prensa hacía una directa y profunda
alusión crítica respecto al abandono que se encontraba Iquique por parte
del Estado central, a pesar de que vivía días de crisis económico-social por
la grave declinación de la industria salitrera.
Contrario a lo que se podría pensar, este enunciado no fue un exabrup-
to propio de un momento difícil, donde las pasiones afloran sin control.
Aquí se reflejó un proceso que venía desde mediados de la década de
1880, cuando el árido y salitroso territorio tarapaqueño fue anexado a la
soberanía chilena. En efecto, los propósitos de modernización y civiliza-
ción asumidos por el Estado de Chile y sus administradores (la oligarquía)
se tradujo –hacia fines del siglo xix– en la implementación de un mecanis-
mo eficiente de financiamiento: el rentismo salitrero. Este rentismo, que
implicaba el cobro de un impuesto específico a la exportación de salitre
y yodo, permitió situar tempranamente en distintos actores sociales del
puerto de Iquique una posición marcadamente distante y antagónica hacia
la zona central y la capital, toda vez que los beneficios no se compartían
equitativamente. De este modo, para muchos iquiqueños de comienzos
del siglo xx, Santiago y la administración estatal asentada en esta ciudad
pasaron a ser sinónimos de centralismo y rentismo, es decir, los “factores
causantes de todos los males de Tarapacá”.

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historiadores chilenos frente al bicentenario

Desde entonces, regionalismo y centralismo constituyen, en parte im-


portante, los cimientos de un largo derrotero todavía no resuelto y que,
por lo mismo, hasta hoy nutre aspectos tan arraigados entre los iquique-
ños (como el sentimiento de abandono, de deuda histórica y rivalidad)
que llega a condicionar, no siempre con buenos resultados, la política lo-
cal, como también la aprobación tácita de algunas demandas, como la in-
tegración económica con Bolivia, que porfían por mantenerse vigentes y
válidas, no obstante, entrar en conflicto en más de una ocasión con los
intereses del Estado-nación chileno.
No cabe duda, y por ello aquí está el origen del regionalismo desplega-
do por los iquiqueños a lo largo del siglo xx, el rentismo salitrero implicó
para la economía tarapaqueña el depender de un proceso de producción
capitalista básicamente de enclave, una estructura donde predominaron
los requerimientos monetarios exógenos y los intereses políticos centralis-
tas por sobre cualquier posibilidad de articular un modelo complementa-
rio de desarrollo económico regional cimentado en los sectores producti-
vos más potenciales de la zona.
Si hacemos un recuento histórico, podremos darnos cuenta que el ses-
go centralista está en la constitución más íntima del Estado-nación chileno,
sesgo que con los propósitos modernizadores desplegados hacia fines del
siglo xix, y el financiamiento a destajo aportado por la riqueza salitrera del
norte del país, alcanzó ribetes nunca imaginados. En este contexto, no cos-
tó mucho para que la elite dirigente se decidiera, como administradora del
aparato estatal, por una visión de crecimiento económico que concordara
156 de modo estricto sus intereses con los requerimientos de una estructura
fiscal en expansión. Los resultados en este sentido no pudieron ser más
exitosos y vertiginosos. Entre 1880 y 1890, la contribución de la minería
del salitre a la renta ordinaria de Chile creció de un 5,2% a un 52,06%. Aún
más, en el año 1903 del total de los ingresos percibidos por el Estado, que
llegó a los US$69.566.860, por concepto de gravamen a la exportación de
salitre y yodo capturó US$17.909.200, es decir, una contribución equiva-
lente al 25,74%. En contraste, lo recaudado en Impuestos Internos apenas
alcanzó a los US$636.500, cifra que representó menos de un 1%. En con-
clusión, la oligarquía a lo largo del ciclo expansivo del salitre prácticamen-
te no aportó a las arcas fiscales, capitalizando al máximo los beneficios de
esta política económica.
Acabada la opción de recaudar abundantemente la renta con la crisis
definitiva del ciclo expansivo del salitre hacia la década de 1930, la posibi-
lidad de que el Estado chileno cambiara rumbo y optara por un desarro-
llo territorial equilibrado se esfumó con rapidez. Las crisis se sucedieron
una tras otra hasta no quedar más opción, en los años 1950, que levantar
banderas negras a lo largo y ancho de Iquique. Desde este momento, se
afianzó en parte importante de los actores más activos de la vida pública
tarapaqueña una estructura conceptual que engarzó lo político: Estado y
Región, con lo reivindicativo: Centralismo y Regionalismo.
Sin temor a equívoco, es plausible sostener que la conducta centralis-
ta de la administración estatal terminó provocando a lo largo del siglo xx
cierta articulación del tejido social tarapaqueño posesionado a partir de

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

la distinción entre la asimetría sistémica a la hora de satisfacer los reque-


rimientos fiscales respecto a dar cuenta de las necesidades locales. Con-
secuentemente, se desplegó un discurso regionalista (público y político)
con una marcada tendencia a la transversalidad. Así, la edificación de un
planteamiento político regionalista asociado al rechazo del centralismo fis-
cal, permitió consolidar la disociación Estado/Región como recurso reivin-
dicativo.
Lo que para el período del centenario de la república fue un inicio,
hacia el bicentenario es una evidente deuda no saldada. El regionalismo
sigue batallando y acrecentándose, aunque con otras formas, y el país evi-
dentemente tiene en el centralismo un cuello de botella para lograr un
pleno desarrollo. En el caso particular de Iquique, no sólo las actuales au-
toridades de la ciudad insisten en las conveniencias económicas que ten-
dría para la provincia un camino comercial hacia Bolivia, transformando
este aspecto integracionista en uno de sus planteamientos emblemáticos;
sino que también ocupa un lugar destacado en los requerimientos públi-
cos locales cierta crítica a los gobiernos de turno, que a veces se transfor-
ma en ataques retóricos virulentos, en razón de un ejercicio centralista de
la administración política.
Lo interesante de todo este asunto, es poder ver cómo lo que ocurre
hoy en la Región de Tarapacá es muy similar a lo que pasó en las primeras
décadas del siglo pasado. En estos términos pareciera –por lo menos a sim-
ple vista– que nada ha cambiado. Haciendo una suerte de paralelismo re-
saltan nítidamente un conjunto de aspectos coincidentes. Primero, cierta
intensidad del debate ante la posibilidad de una crisis económica después 157
de un lapso de crecimiento siempre inseguro. Segundo, la reiteración de
un conjunto de propuestas que no sólo convocan a los residentes sino que
enfrentan ciertos intereses estatales. Tercero, la búsqueda –en los argu-
mentos más serios y estudiados– de plataformas de desarrollo orientadas
al largo plazo y alejadas del uso simplista de las medidas de excepción.
El bicentenario amerita tomarse un tiempo y reflexionar sobre lo bue-
no y lo malo, como igualmente el despertar de los encantos de sirena. No
puede haber engaños: desde el Estado no es posible un viraje en oposi-
ción al centralismo; por lo mismo, el regionalismo todavía tiene (y tendrá)
una larga vida. Consecuentemente, todo proyecto de desarrollo regional
–y quizá aquí estuvo el error en el pasado al omitirlo– debe sostener cam-
bios en la médula misma del Estado-nación chileno. El regionalismo exige
una discusión política profunda de qué tipo de Estado queremos, más aún
cuando el centralismo (que está en las bases de la conformación de nues-
tro aparato estatal) no puede convivir con el regionalismo.

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

Historia y bicentenario:
¿ilusiones o realidades?
La necesidad de considerar la historia

Eduardo Cavieres
Pontificia Universidad Católica de Valparaíso

¿Q ué es una celebración? ¿Balance del pasado, mirada hacia el futuro? 159


Individualmente, en términos generales, es acumulación de años y
deseos de que las cosas vayan mejor. Socialmente, no es muy claro, es ba-
lance del pasado, pero también construcción del futuro. ¿Qué es lo funda-
mental? En gran parte, más que el pasado y más que el futuro, las circuns-
tancias que están operando al momento de la celebración. Una primera
idea a tener en cuenta es el hecho de que también los balances históricos
y, por ello, la forma cómo los consideramos y de qué manera celebramos,
corresponden a construcciones interpretativas donde prima lo oficial y
donde la invención de imágenes explican el cómo las valoraciones de los
hechos no tienen que ver necesariamente con la situación original, sino
en cómo ella se presenta según las necesidades de cada presente. ¿Qué
hubiese pasado en 1991, con el centenario de la Revolución de 1891 y las
imágenes de José Manuel Balmaceda, si entonces todavía hubiese estado
vigente el régimen militar? Muy probablemente, en el mundo político e in-
telectual progresista del momento, el recuerdo del presidente Balmaceda
habría reforzado y habría dado variados contenidos a todos los esfuerzos
republicanos para recuperar la democracia. Es cierto que en el mundo aca-
démico historiográfico hubo más que un par de seminarios o congresos
que recordaron y reflexionaron sobre el acontecimiento y que, además,
surgió igualmente un par de publicaciones, pero en el ámbito nacional, el
regreso a la democracia –pero también la inauguración de una política de
consenso–, debilitaron la luz que venía proyectando anteriormente el Pre-

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sidente suicidado y que, para entonces, el horno no estaba para bollos. En


definitiva, el centenario pasó esquivando toda discusión que hubiese com-
prometido la inestabilidad política, el reordenamiento de las instituciones
y lo que se observaba como una frágil situación política institucional. En lo
demás, el sistema económico traspasó naturalmente el umbral del término
del régimen militar instalándose en el nuevo régimen democrático. Y ello
también había que cuidarlo. A menudo, la historia oficial se impone sobre
las inquietudes y los intereses colectivos. En los años 1980, de acuerdo con
cómo se venían produciendo los hechos, y en la cercanía del centenario de
la Revolución, José M. Balmaceda acrecentaba su figura que se oponía al
brillo que había recuperado Diego Portales. Como queda dicho, en 1991
las circunstancias habían cambiado y, en vez de nuevas luces, honores y
revalorizaciones, José M. Balmaceda comenzó casi imperceptiblemente su
vuelta al salón de los retratos de los personajes del pasado.
Podemos igualmente recordar lo que sucedió con el bicentenario de
la Revolución Francesa y con el quinto centenario del descubrimiento de
América. En el primer caso, durante muchos años previos, hubo un ma-
nifiesto interés para celebrar oficial y colectivamente lo que para muchos
es, todavía, el punto de inflexión más importante de la historia francesa.
A través de los esfuerzos desplegados por el ex presidente Mitterrand, es-
tadista de verdad e intelectualmente sólido y lúcido, la Revolución tuvo
ecos manifiestos en una serie de nuevas monumentalidades y en la captu-
ra de sus efectos institucionales y culturales sobre el devenir de la Francia
contemporánea de los siglos xix y xx. En la sociedad, una cierta actitud de
160 reforzamiento del orgullo de sentirse franceses más que herederos de la
revolución. En los intelectuales y en los historiadores, más bien una re-
lectura de la revolución propiamente tal, que más que glorificarla signifi-
có discutir sus verdaderos desarrollos y la naturaleza de cambios sociales
impuestos radicalmente. De hecho, durante la primera mitad del siglo xix,
fueron pocos los que hablaban de la Revolución, y, de hecho, ella comen-
zó a merecer consideraciones en la historia de Francia cuando la república
había comenzado a tomar definitivamente unas formas más distinguibles
de sí misma. Desde muchos puntos de vista, había mucho más para agra-
decer a la Revolución en el primer centenario que en el segundo. El buen
estudio de Eric Hobsbawm sobre el particular enfatiza las diferencias exis-
tentes entre el primer y el segundo centenario y, exceptuando el problema
de la democracia, hace un extenso análisis de lo sucedido, también ideo-
lógicamente, entre ambas fechas. El título escogido dice mucho, Los ecos
de la Marsella. Podemos agregar que, en 1989, la caída del muro sacudió
con tal fuerza las mentes y comportamientos de los ciudadanos europeos
que pensar en los conceptos básicos revolucionarios de igualdad, libertad
y fraternidad, especialmente si se habían impuestos por la fuerza, no ca-
bían mucho en las necesidades del momento. La historia que sucedía se
explicaba por otros hilos, lejanos para las preocupaciones de los revolu-
cionarios del siglo xviii.
Respecto al segundo caso, en América Latina, en general y en Chile,
en particular, hubo también grandes preparativos para recordar los signi-
ficados de la llegada de Cristóbal Colón a estos espacios. España lo sintió

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

como una necesidad política de la madre agradecida que insiste en los


efectos civilizadores de la gesta y, por ello, buscó insistir en su obra de
civilización (ya no tanto, casi nada, en su obra de evangelización) abrien-
do parques, financiando grandes obras y centros culturales, desarrollando
importantes proyectos de investigación y publicación de series tendientes
a narrar nuevamente, desde el presente, el significado de los encuentros y
desencuentros del pasado. A pesar de los buenos propósitos, se chocó con
otros grandes preparativos, los de organizaciones sociales y comunidades
indígenas que volvieron a culpar el pasado lejano como causante directo
de su situación de marginalidad y exclusión actual. No resultó ni lo uno ni
lo otro y, en medio los historiadores, cada uno celebró o trató de celebrar,
a su modo, y según lo que querían recordar, un quinto centenario que lle-
gó desgastado y cansado al momento de apagar las velas. La fiesta no fue
tal. Cristóbal Colón obtuvo remozamiento de algunos de sus monumen-
tos y se pusieron coronas en la mayoría de ellos, pero no surgieron nue-
vos monumentos. Curiosamente, en cambio, el año del quinto centenario
comenzó a vislumbrar una presencia moderna, eficiente, avasalladora, de
una nueva España en América: la de las finanzas, de los seguros, de los
servicios. A diferencia de su primer arribo, éticamente tradicional, con la
cruz y la espada, este segundo arribo fue el del pragmatismo empresarial,
invisible, certero. Una acción muchísimo más exitosa y directa que la posi-
ble de pensar por intelectuales e historiadores. En Chile, el 12 de octubre
de cada año pasó a ser fiesta movible porque entre las necesidades de la
economía y los recuerdos del pasado es más importante lo primero y, por
lo demás, la historia también puede convertirse en simple crónica. El pre- 161
sente determina el real valor del pasado.
Una segunda idea tiene que ver con los contenidos y los significados
de la memoria, especialmente cuando ésta se refiere a la memoria del lar-
go tiempo. Los que intentan determinar la memoria, oficialmente, o tra-
tando de formar o recuperar un tipo de memoria específica, no siempre
pueden con el tiempo. Vana es la gloria si los hechos en sí mismos no tie-
nen la trascendencia necesaria que les permitan no sólo superar los inal-
canzables ritmos y aceleraciones del tiempo sino, además, mantenerse en
la mente y en la acción de los hombres sin que otros pensamientos, otras
acciones y otras circunstancias los superen, los distorsionen o les cambien
sus contenidos. Del mismo modo que las ideas, una parte importante de
las memorias colectivas igualmente se construyen, y ello siempre es una
relación poco clara entre lo que se mantiene (lo que se recuerda) y lo que
va quedando en el pasado (lo que se olvida).
Así entonces, ¿qué y cómo celebraremos el bicentenario? Tenemos tres
opciones principales: en primer lugar, recordar y celebrar el hecho fun-
dante, original, pensando, ¿qué nos queda de los revolucionarios de 1810,
de los Padres de la Patria, de los proyectos de la época? En segundo lugar,
revisar lo acontecido en el tiempo intermedio, es decir, la historia tal como
ha sucedido, pero sin olvidar el proyecto inicial. En tercer lugar, buscar
qué es lo que se quiere hoy, ¿somos sombra del pasado o definitivamen-
te creemos o simplemente pensamos que ya somos otros sujetos y que
vivimos otra historia? Esta última situación nos pone prácticamente en la

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historiadores chilenos frente al bicentenario

misma posición de los que pensaban la historia en 1810. De hecho, cada


ciertos tiempos, las sociedades, o sus dirigentes, se incomodan con lo que
son o con lo que tienen y pretenden y buscan des-atarse de su pasado
para emprender nuevos rumbos. Esto es importante, porque se trata de
emprender nuevos rumbos y no simplemente de seguir la conocida polí-
tica del gato pardo: que todo cambie, para que nada cambie. ¿Qué necesi-
tamos hacer? Cada vez más, las celebraciones públicas de grandes hechos
del pasado, ante la debilidad de las ideas, se inclinan más bien por la ma-
terialidad de los monumentos. La invención de las tradiciones del mismo
Eric Hobsbawm para el siglo xix se ha transformado en cotidianidad en la
historia que ha seguido, y en ello los demócratas no han quedado atrás de
los grandes dictadores. En Chile, para 2010, para celebrar el bicentenario
se nos viene anunciando una gran noticia y se nos viene ofreciendo una
gran obra material. Se nos viene diciendo que, finalmente, para 2010 sere-
mos una sociedad moderna, caminando al paso del siglo xxi. Se nos viene
ofreciendo una serie de obras que se sintetizan en una mayor: el Gran Par-
que Bicentenario, símbolo del Chile futuro. La república, que ama a todos
quienes cobija, entregará igualdad y bienestar y levantará nuevos espacios
y nuevos grandes personajes. Como nos acercamos muy rápidamente al
2010 y se siguen discutiendo los mismos temas profundos de hace veinte,
cuarenta o sesenta años, seguramente la gran noticia seguirá esperando
y ya no seremos subdesarrollados, país en vías de desarrollo, o sociedad
tradicional. Siempre habrá nuevos términos para construir otro proyecto
de futuro sin cambiar lo que efectivamente se necesita cambiar. En todo
162 caso, seguirá siendo necesario hacer algo en grande para la celebración,
y por ello seguramente sí habrá inauguración de obras bicentenario. Y
de allí, ¿qué?; ¿seguir esperando otro momento oportuno? Al parecer, se
hace necesario pensar en la historia y actuar históricamente. No hay que
olvidar que en la década de 1980 se anunciaba que se cruzaría el umbral
en el cambio de siglo y que en la década de 1990 y, más particularmente
en los últimos años, es cuando se construye la nueva imagen del Chile del
bicentenario.
Cuando pensamos en los revolucionarios de 1810, podemos volver a
citar un párrafo de su Ideas y políticas... que para mí no sólo es sugerente
sino, además, muy decidor:

“Los cabecillas criollos hablarían de derechos del hombre,


de gobierno representativo, de soberanía popular; y pensa-
ban eso que decían. Pero al mismo tiempo no dejaban –ni
podían dejar– de ser lo que fueron en el período colonial:
aristócratas, terratenientes, los conductores de la sociedad.
El efecto de esto en su teoría política, y sobre todo en la
aplicación de su teoría política, tenía que ser considera-
ble”.

Efectivamente, creo que el efecto más perdurable, hasta la actualidad,


de esa situación, fue la mantención irrestricta de dos principios del orden
colonial y de toda sociedad tradicional: estado patrimonial y despotismo

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

ilustrado en los gobernantes. Resultado, una sociedad fuertemente centra-


lizada, disciplinada, poco o nulamente ciudadana. Nadie puede negar que
la democracia chilena (gobierno y dirigentes políticos) no intente, incluso
de buena fe, seguir insistiendo en los derechos del hombre, en el gobierno
representativo, en la soberanía popular, incluso, en los últimos años, en
el gobierno ciudadano. Por lo demás, es lo que queremos, pero no en el
discurso, sino en la práctica.
Puedo recordar algo que escribí anteriormente: un problema de fon-
do. La búsqueda de algo llamado democracia. En esto hay una larga his-
toria aún no superada. Puede partir con Diego Portales y su famosa carta
de 1822 en la cual declaraba que la república era el sistema que había
que adoptar, pero con un gobierno fuerte, centralizador, con hombres de
virtud y patriotismo para enderezar a los ciudadanos por el camino del
orden y de las virtudes. Sólo cuando ellos se hubiesen moralizado, “venga
el gobierno completamente liberal, libre y lleno de ideales, donde tengan
parte todos los ciudadanos”. Sesenta años después, el Presidente liberal
Domingo Santa María escribía a Pedro Pablo Figueroa y reconocía habér-
sele llamado autoritario. Entendía también el ejercicio del poder como
una voluntad fuerte, directora, creadora de orden y de los deberes de la
ciudadanía, ciudadanía que todavía tenía mucho de inconsciente y que era
necesario dirigirla a palos. Reconocía que se había avanzado mucho más
que en otros países de América, pero que no se podía entregar las urnas al
rotaje, a la canalla o a las pasiones insanas de los partidos, lo que significa-
ría el suicidio del gobernante. Decía: “Veo bien y me impondré para gober-
nar con lo mejor y apoyaré cuanta ley liberal se presente para preparar el 163
terreno de una futura democracia. Oiga bien: futura democracia”.
En abril de 1920, Arturo Alessandri, dando a conocer su programa de
gobierno, hablaba del espíritu de la Constitución de 1833 como absor-
vente y absoluta, una situación del pasado y ya no necesaria por el surgi-
miento poderoso y enérgico del progreso. No obstante, el 23 de abril de
1925, discutiendo el proyecto de Constitución de ese año, afirmaba que
el régimen que auspiciaba no era presidencialista ni parlamentarista, “sino
uno absolutamente peculiar, adoptado a nuestras costumbres políticas, y
orientado a corregir nuestros males... una terapéutica especial para Chile”.
Pasaron los años, y en 1973 el gobierno militar rescató la figura de Diego
Portales y proclamó una verdadera refundación institucional de la nación.
La Constitución de 1980 fue definida como el aparato institucional desti-
nado a preservar una democracia protegida. Desde 1990 en adelante, la
nueva democracia reforzó las libertades del mercado y los principios del
neoliberalismo, pero la expresión de que ella nos volvió a dejar hablar,
pero sin el derecho a ser escuchado, refleja la decisión de que una de las
funciones del Estado es seguir resguardando una democracia poco defini-
da y de escasa participación social. Existen muchas instituciones ciudada-
nas, pero la emergencia de una sociedad de ciudadanos sigue siendo tarea
pendiente.
Desde un punto de vista económico, la inserción actual de la econo-
mía chilena en los mercados mundiales no es situación original. Desde los
orígenes de la república, su economía ha sido tendencial o definitivamen-

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te liberal. En las décadas de 1840 y 1850 se firmaron muchos tratados de


libre comercio. En las décadas de 1860 y 1870, se alcanzaron crecimientos
económicos considerables. La dirigencia chilena acuñó la autosensación
de que los chilenos eran los ingleses de América. Efectivamente, Valparaí-
so fue primero en muchas modernizaciones. La crisis de los años 1873-
1876 y los años inmediatos a la Guerra del Pacífico volvieron sombríos los
horizontes que se consideraban abiertos a las sendas del reconocimiento
internacional, a las luces de la modernidad y a pavimentar las sendas del
progreso continuo. A pesar del salitre, la Revolución de 1891, la llamada
cuestión social y la literatura crítica de 1910, hicieron que la llegada al
centenario de vida independiente fuese motivo de regocijo, pero también
de reflexión. Chile volvió a reiniciar su camino, lo hizo con insuficientes
niveles de inversión y notable sacrificio social, pero intentó desarrollar un
nuevo paradigma tratando de combinar crecimiento industrial con grados
importantes de desarrollo social. Hubo desbalances, pero también un es-
fuerzo educacional que puso a los establecimientos fiscales a la par con los
establecimientos particulares. Hubo una sociedad más activa, pero tam-
bién cada vez más fragmentada en términos partidistas e ideológicos. Fal-
taron recursos y faltó tiempo. A pesar de los proyectos y del pensar el país
desde sus propias realidades, los presidentes Eduardo Frei Montalva y Sal-
vador Allende no pudieron detener el peso de una historia que se alejaba
de la búsqueda de una sociedad con eje en una economía de equidad para
pasar a la generalización de una economía de mercado. En una época de
profunda agitación social y política, el ex presidente Frei Montalva termi-
164 naba su último estado de cuenta del país ante el Congreso Pleno diciendo:
“Termino éste mi último Mensaje con una visión de Chile profundamente
alentadora. Veo con claridad qué grandes tareas y riesgos nos esperan,
pero también tengo plena confianza en la capacidad profunda del chileno
para tomar conciencia de su destino y salir adelante”.
Cada cierto tiempo, estos mensajes de confianza en la sociedad han
permitido retomar fuerzas para seguir pensando en un mejor futuro y
abrazar los contenidos de nuevos discursos, especialmente cuando uno de
los desarrollos estructurales de la economía chilena es pasar sucesivamen-
te por etapas de crecimiento a etapas de contracción sin lograr una estabi-
lidad madura y temporalmente sólida. En los últimos años, como resulta-
do de las actuales miradas optimistas sobre el futuro del país, el índice de
crecimiento económico se ha transformado en un nuevo paradigma y en
un objetivo en sí mismo que tiene el peligro de convertirse en obsesión,
especialmente si no cuentan los costos sociales que significan subir un
punto o dos. Nadie duda de que el país debe realizar sus naturales esfuer-
zos para conseguir el crecimiento económico necesario para poder asumir
sus transformaciones sociales. Sin embargo, si pese a ello, la inequidad,
la pobreza y la exclusión siguen siendo realidades permanentes, ¿no es
el momento de revisar, una vez más, las carencias ya visibles de la política
económica antes de seguir profundizando las diferencias?
En los últimos años, igualmente, se ha olvidado que para que una so-
ciedad se transforme, se requiere de una visión social de país y de proyec-
tos globales que partan del análisis profundo de las realidades. El país real

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ha sido intervenido en parcialidades y no con una política consistente que,


a la vez, enfrente los diversos problemas estructurales como un todo. Los
mensajes presidenciales, destinados a dar cuenta del estado de la nación,
han cambiado su orientación y los gobernantes ponen sus esfuerzos en
utilizarlos para presentar grandes reformas, ojalá muy espectaculares, que
ponen la misión del Estado en función de los llamados proyectos estrellas,
sin terminar los anteriores, sin alcanzar las metas tantas veces prometidas,
simplemente avanzando, dificultosamente, en espera de hacer historia, pe-
ro soslayando el peso de la historia. Quizá el mejor ejemplo tenga que ver
con la educación. Nadie puede negar los avances notables logrados en
cobertura educacional, pero igualmente nadie puede negar que la calidad
de la educación sea reflejo de profundas diferencias socioeconómicas y
culturales entre los diferentes sectores de la población, que son expresión
de que el problema no está sólo al interior del sistema educacional sino,
también, en sus contextos: la desigualdad social, la inestabilidad laboral,
la tremenda diferenciación en la distribución del ingreso, que lejos de me-
jorar se profundiza.
Se dice que cuando se habla de Chile en el exterior se habla de éxito
económico; se habla de estabilidad política; se habla de estándares inter­
nacionales que siempre son positivos cuando se trata de los grandes con-
textos. El gran empresariado domina parte importante de las políticas
económicas internas; se ha convertido en los ciudadanos de verdad. Sus
organizaciones gremiales participan de la política de decisiones. Repre-
sentan sus derechos y cumplen sus deberes previamente consensuados, ¿y
qué pasa con lo demás?, ¿y qué pasa con el resto? 165
A tres años del bicentenario, antes de la inauguración de obras y antes
de los anuncios sobre el fin del subdesarrollo, de la pobreza, de la socie-
dad tradicional; antes del anuncio de la entrada definitiva al mundo de las
comunicaciones y de la sociedad global, es necesario nuevamente entrar al
mundo de la historia, recorrer la historia, comparar, evaluar; darse cuen-
ta de que Chile siempre ha estado inserto en el mercado internacional,
que muchas veces ha sido exitoso en privilegiar el crecimiento económico
exigiendo sacrificios de la población y postergando reformas sociales de
fondo; que en muchos años e, incluso, períodos ha tenido índices de cre-
cimiento notables, pero cada vez que pasaron, la realidad social del país
volvió a emerger con sus mismos problemas, sus mismos desánimos, con
la misma sensación de otros tiempos perdidos.
A tres años del bicentenario, es necesario considerar la historia. La
historia profunda del país, la historia real, no en términos negativos ni pe-
simistas. Ha habido avances, pero también la historia universal ha tenido
avances y ello no significa que no haya una permanente actitud de preocu-
pación por el futuro. La historia, así como visualiza realidades y no sólo
discursos, tiene también el mérito de posibilitar una actitud esperanzadora
en el sentido de que sí las cosas pueden cambiar. Se habla actualmente de
muchos sinceramientos parciales frente a situaciones también parciales. La
llegada del bicentenario necesita el sinceramiento de la historia.
¿Qué vamos a celebrar en el bicentenario? ¿Un estado de ánimo de
2010 o los proyectos republicanos de los revolucionarios de 1810? Las

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historiadores chilenos frente al bicentenario

respuestas no surgen sólo de la discusión del índice de crecimiento econó-


mico para los próximos años, sino del conocimiento, de la reflexión y del
balance de la historia efectivamente transcurrida, pero no absolutamente
superada.

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

La memoria colonizadora:
encubrimiento e historia

Patricio Cisterna
Universidad Bolivariana

“...en la metafísica, (occidental) el hombre siempre ha sido un hombre ‘blanco’


y portador de la luz y de sus conceptos solares. No podemos merecer nuestra vida
y nuestra muerte sin hacer duelo de la metafísica. Este duelo nos incita a plantear 167
de otro modo la cuestión de las tradiciones rechazadas”.
Abdelkebir Khatibi

“Los cartógrafos, los botánicos y los antropólogos conquistaron América


al mismo tiempo que los soldados, fueron introducidos por la conquista militar,
pero la guiaron con sus descubrimientos y después intentaron organizarla,
junto con los juristas y teólogos” .
Jacques Lafaye

E n la memoria no sólo radica la posibilidad que tenemos los seres hu-


manos para afirmar nuestra posición síquica/existencial, en un mun-
do constituido por los precarios tejidos de la realidad, siempre parcia-
les, fragmentarios, siempre imposibles, sino también ha constituido en la
historia de occidente la base y fundamento del dominio. Por ello, todas
sus genealogías nos conducen, tarde o temprano, a ese campo de batalla,
donde el yo –el ego occidental–, se inventa una identidad o una coheren-
cia a contrapelo de sus colonizados. La historia nos señala, entonces, una
cadena de tradiciones en colisiones, de las apropiaciones e invenciones,
que marcan el terreno de la presencia de occidente en el planeta con su
compulsiva desmitologización de la memoria. La historia, al igual que la
escritura, metafóricamente marca y marcha, y en este régimen que le es
propio, hunde sus raíces el mito cruzado. Éste se despliega en torno a los
otros, en unas prácticas de enfrentamiento, captura y de apropiación. De
esta manera, la primera escritura de la historia en nuestro continente, nos

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relatará esa marcha de occidente y los desgarradores enfrentamientos por


la memoria, que resultan de choques violentos, de diversas intensidades
en las que el moderno mundo colonial absorbió paulatinamente a diferen-
tes sociedades y orbes.
Desde el mito relatado por Platón en el Fedro, donde se condena la
exterioridad de la escritura en nombre del logos, se rebaja un tipo de me-
moria en desmedro de otra. Hasta la hermenéutica contemporánea posi-
bilitada por Martin Heidegger, cuyo presupuesto fundamental consistía en
el regreso a las “fuentes griegas” del conocimiento, se ha privilegiado un
orden, el griego, construido como el espacio original vital europeo. Este
modelo en su fase final no anticipó las sacudidas de tradiciones afroasiá-
ticas y semíticas que yacían ocultadas y deturpadas en la historia de la tra-
dición metafísica griega. A pesar de ello, ese constructo fue colocado por
los europeos como fin último del pensamiento. La memoria en tal lógica
ha sido producida por el ocultamiento histórico de tales tradiciones, y del
control al acceso de las fuentes escritas.
Una de las funciones de inscripción y representación social más signi-
ficativas de la memoria, y de allí su poder creador, se desprende del rela-
to de Simónides, a quien se le atribuye la invención de la nemotécnica y
quien es capaz de reconstruir a sus contertulios muertos e irreconocibles,
a través de su arte nemotécnico. El arte de la memoria ha servido –por lo
menos desde una oscura y poco estudiada tradición luliana– para captu-
rar el alma de los paganos y producir la conversión de los otros. Seguida
con fervor, los jesuitas implementaron estas nemotécnicas en la conquista
168 planetaria del Evangelio y del intelecto, a decir: los ejercicios del paisaje
o composiciones del lugar relacionadas con la vida de cristo, el infierno,
el mundo, los hombres, revelan en el propio fundador de la Compañía,
no una sino su mayor fuerza. Uno de los ejemplos extraordinarios, entre
otros, lo ha constituido el ideario del padre Mateo Ricci, quien pretendió
capturar la memoria y el imaginario en la China del periodo final de la
dinastía Ming, durante el siglo xvi. Con el arte de la manipulación de los
signos y de las huellas, logró influir y evangelizar entre los principales
taoístas, confucionistas y budistas de la época. ¿Cómo el arte de la memo-
ria se enlazó formativamente con algo así como una historiografía indiana?
Esa respuesta sólo la pueden dar las “primeras historias” que aparecen
durante la colonización de este continente. Joseph de Acosta o Diego Ro-
sales, evidencian esa tensión que se produce al capturar el imaginario de
los otros y provocar algo así como una memoria artificial de los gestos,
palabras, signos y símbolos que quedaron atrapados en la operación de
escritura ejercida por los hispanos.
1492 es donde está inscrito el acontecimiento del encubrimiento, cuyo
mecanismo es la inscripción/borradura, es decir, se toma posesión de estas
tierras borrando, porque se inscribe un idioma, una lengua, una memoria,
en los hombres y en el paisaje que se captura. El imperio español, con los
poderosos efectos económicos y políticos de la ocupación de Granada y
los eventos religiosos e intelectuales a partir de la creación de la gramática
de Antonio de Nebrija, se conduce a la implantación de un sistema colo-
nial mundial, donde religión, ciencia y tecnología serán acordes al fenó-

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meno bélico/colonial. Éste es el otro lado del renacimiento europeo, el de


la cruz y la espada.
La aplicación inmediata de la inscripción/borradura se dará en dos zo-
nas de densas tradiciones culturales, como lo fueron las sociedades que se
desenvolvieron en la meseta del Anahuac, fagocitada por el virreinato espa-
ñol, y del cual nace el actual México. Hacia el sur, el impresionante macizo
andino albergó también a una diversidad social. Sus habitantes le llamaron
Tawantinsuyu, un espacio diseminado de lenguas, símbolos y ritos; civili-
zaciones conteniendo civilizaciones, y donde unos flujos ininterrumpidos
de diversas tradiciones llegaron hasta su extremo más meridional. Los es-
pañoles le llamaron la finis terrae, la última frontera del imperio inca y es-
pañol. La capitanía general de Chile, significaba la dimensión bélica militar
que adquiría la última frontera para el imperio. La ocupación ibérica se
instaló como un calco en el que se inscribían los nombres y los hombres,
en un espacio que también contuvo a una pluralidad de poblaciones. Los
descendientes de los indígenas colonizados lo llaman actualmente, y con
propiedad, el wallmapuche (conjunto de la tierra mapuche).
Según la propia expresión ibérica, fueron tierras alzadas de resistencia
contumaz, levantadas por extraordinarias confederaciones de indígenas,
que al momento de la llegada del colonizador habían logrado desarrollar
y expandir por un amplio territorio una lengua “franca”, con observancia
en un sistema jurídico de normas y preceptos que les permitió no sólo
destacar como guerreros sino como hábiles políticos, que en su momento
más álgido lograron pactos y tratos con la corona española, como ningún
otro conglomerado indígena conocido en las “indias occidentales”. Hacia 169
1598, la retirada de los colonos españoles junto con la desocupación de
sus ciudades, marcó una victoria de la mayor trascendencia en las luchas
por la memoria. Se producía un pliegue en la escritura hispano-occidental,
en el sentido de que no siempre la historia le pertenece al vencedor, inau-
gurando unas formas de resistencia capilares que se ramificaron, lo cual
produjo efectos en lo económico, político y social, quedando tal proceso
contenido en la escritura de la historia.
Este horizonte de comprensión colonial –que acabamos de señalar en
gruesas líneas– ha sido reorientado por una forma de historiografía que
se ha instalado en el imaginario de la nación, y a través de ella se ha con-
tinuado la cuestión de la inscripción/borradura, resistencias y luchas que
involucran procesos de occidentalización que van más allá del contacto
hispano/indígena, porque en esa escritura se juegan los aspectos más rele-
vantes del tipo de sociedad que se ha constituido en el Estado nacional, de
las elites que lo construyeron y sus otros capturados en dicha memoria.
El terreno de indagación de esta historiografía hunde sus raíces en el
pionero trabajo del historiador Mario Góngora, cuyo opúsculo de 1966
fue referente de una profunda influencia en las investigaciones que se cen-
traron en el vagabundaje y las sociedades de frontera. Recae sobre esta pri-
mera investigación, el haber planteado la emergencia histórica y las parti-
cularidades que asumían los bandoleros en zonas de bordes a los Estados,
y de la capacidad de tal border line para producir tipos fronterizos y patro-
nes de comportamientos que se exhumaron del material documental; de

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un tipo de sociedad, no atendida hasta ese momento por la historiografía


chilena. No obstante, fue con las relaciones fronterizas en la Araucanía,
impulsada por Sergio Villalobos, que esta modalidad historiográfica se
proyectó a una narrativa de carácter nacional, no tanto por la inclusión de
otras memorias que entran al ruedo de la nación, sino por el efecto hege-
mónico que tradicionalmente ha producido la zona central del país sobre
la memoria histórica de la nación, y su inscripción en las estructuras curri-
culares de la enseñanza de la historia. En tal sentido, me importa destacar
el significado que adquirió esta narrativa, al encontrarse con las figuras
épicas más descollantes descritas por la literatura renacentista española
durante la colonización, y el eje desde donde se produce la invención de
Chile y los chilenos. El término ‘araucano’ moviliza a Chile en una cadena
de resignificaciones desde el imaginario colonial hasta el republicano. Con
él, nos introducimos en la compleja madeja tejida en parte por los prime-
ros colonizadores para referirse a una particular población que apareció
ensalzada en el poema de Ercilla. Pero también, para el efecto clasificador,
que cubrió al conjunto de otras poblaciones indígenas que fueron nom-
bradas largo tiempo en la historiografía bajo ese nombre. Tal problemática
de los nombres y de las identidades, llega de forma significativa hasta el
término ‘mapuche’, que es como se denominan a sí mismos hoy, los des-
cendientes indígenas del sur de Chile.
El sustrato teórico –a diferencia de Vagabundaje y sociedad fronteriza
en Chile– provenía de la utilización de una noción de frontera que arranca
principalmente del modelo anglosajón de Frederick Jackson Turner. En la
170 mayoría de los historiadores posdarwinianos del siglo xix, existía la férrea
idea de que los logros civilizatorios que alcanzaba la sociedad blanca se
desencadenaban a partir de estadios evolutivos, que semejaban una se-
cuencia geológica. Fue este esquema el que proporcionó a la ciencia un
poder clasificatorio sobre las especies y un orden que se expresaba en una
escala filogenética propicio para la clasificación de las razas. El efecto del
modelo fundamentalmente permitió una imagen del indígena por debajo
de la civilización. En el modelo turneriano, primero estaban los indios,
los cazadores, luego el comerciante, que es el centro de la mecánica co-
lonizadora y el que rasga el sendero hacia la civilización. El influjo del
mencionado modelo en el relato de la colonización del sur chileno es si-
milar, y se desprende de él que las áreas de fronteras eran preferentemen-
te tierras baldías, “desiertas”, “libres”, en las cuales los hombres blancos
llegaban trayendo el material genético y cultural que habría dado paso a
la civilización y al nacimiento de la nación, a partir de la ocupación y del
comercio.
Las relaciones fronterizas en la Araucanía toman como anatema el
vínculo de las formas bélicas y de las formas sociales durante la ocupación
colonial y, particularmente en la guerra de Arauco. La tesis de la guerra
como poder productor de sociedades, es reorientada a los efectos de la
convivencia fronteriza y del comercio desarrollado en el intercambio his-
pano-indígena. Los mundos en colisión dan paso a la existencia fronteri-
za; conchabo, comercio y, fundamentalmente, los mestizajes que, por últi-
mo, mutaron el rostro de los indígenas. Es la memoria de las instituciones

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hispano/criollas sobre el tejido social de la Araucanía: presidios, fuertes,


misiones, parlamentos y, en definitiva, las ciudades, que fueron núcleos
productores de la sociedad nacida en la frontera. Es el frente colonizador
civilizador que fagocita paulatinamente a las sociedades sin dios ni ley.
El relato de la frontera ha formado un denso campo discursivo para
referirse a los habitantes de la Araucanía, el cual ha funcionado como un
encubrimiento al centrar su argumentación sobre el indígena, en la no-
ción de “tribus bárbaras”, las cuales ejercían un nomadismo beligerante
en torno a los centros de civilización, encarnados por los asentamientos
españoles.
La historia fronteriza que surge de la ocupación española al rearticu-
lar el relato o los relatos que se desprenden de los agentes e instituciones
hispanas –y que se refieren a la población indígena–, tienden a reapropiár-
selos de dos maneras. En parte, siguiendo los patrones y los efectos del
discurso propiamente hispano/colonial, que en primera instancia propor-
ciona una imagen de éstos como behetría y, segundo, como resultado de la
acción combinada de una antropología y un modelo político de sociedad,
que se sustenta en el Leviatán de Thomas Hobbes. Esta determinación ini-
cial implica el modelo y la idea de sociedad que tienen en mente los histo-
riadores, y actúa también como un potente rebajamiento de las formas de
organización indígena capturadas por este razonamiento. Desde el juicio
heredado por este tipo de filosofía política, se constituye el discurso cuyo
referente son agrupaciones ideales que ejercitaban el primer estado de la
sociedad siguiendo la expresión de Thomas Hobbes, y hecha popular por
Marshall Sahlins: “la guerra de todos contra todos”. 171
Los efectos que produce la historiografía fronteriza en la construcción
de la memoria nacional no son nada despreciables. Lo que constituye su
mayor potencia, es que actúa como un centro de gravedad, desviando las
miradas disciplinarias que ingresan en la Araucanía y en el histórico sur
chileno. Después de todo, ella ha constituido y narrado los acontecimien-
tos históricos de por lo menos quinientos años, en una trama insalvable
para todo el que quiera adentrase en la frontera. Debido al ensamble que
hay que realizar para coligar los acontecimientos históricos establecidos, y
la búsqueda del indígena en tales acontecimientos, entronca con una etno-
historia que en gran medida es solidaria al fenómeno fronterizo, en el sen-
tido de que ésta también valida la guerra de todos contra todos, como un
tipo de atmósfera y piso de la organización social del indígena. También las
resistencias a este modelo han provenido de la Antropología histórica, la
cual ha interpretado el mismo material documental desde otra perspecti-
va, iniciando fricciones con el mencionado modelo historiográfico, al sos-
tener que el propugnado mestizaje y la disolución del mundo indígena en
él sólo sería el envés de una compleja y dinámica sobrevivencia histórica
de los indígenas frente a las presiones coloniales primero, y republicanas
después. Mediante la etnogénesis se podría seguir hasta el presente las
fluctuaciones política/culturales de la identidad de los mapuches.
No obstante, poco importa que definamos la idea del pasado, a partir
de grupos genéticamente continuos (razas), grupos sociopolíticos históri-
cos (naciones) o de grupos culturales (étnicos). Todos son modos de cons-

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truir la noción de pueblo en lo que acertadamente Eric Hobsbawm señaló


como la invención de la tradición, invenciones que se dan en el contexto
de apropiaciones de toda índole, pero que de manera más precisa, confi-
guran desde el presente una idea o imagen del pasado.
En los términos ‘araucano’ y ‘mapuche’, se agitan discursos de diversa
naturaleza y cadenas de significados, de expresiones tales como cacique,
cacicazgos, tribus, pantribalismo. Estas cadenas enunciativas de la frontera
siempre responden a formas de agenciamientos discursivos producidos
por el tipo de historia o antropología que intenta explicar el comporta-
miento político indígena, a partir, exclusivamente, de sus propios paráme-
tros. Sin embargo, las máximas tensiones en esta captura de la memoria se
expresan a través de los descendientes indígenas que se han visto comple-
tamente absorbidos, y trazados por el mencionado fenómeno fronterizo y
a la larga por todo este denso espesor de sentido que inauguran, en torno
a ellos, las disciplinas occidentales.
Las huellas dejadas por la “voz” indígena en la documentación, y de
la cual tenemos la certeza de que era traducida por el lengua y de allí al
escribano español, aparece descrita en la historia fronteriza como si fue-
ran entidades metafísicas, que a partir de su sustancia sonora, el indígena
hablara y controlara su propio discurso. La transformación del discurso
hispano, ahora escrito por criollos, provoca una nueva reapropiación. Se
genera aquí uno de los efectos más penetrantes de la frontera: el discurso
indígena. Una plataforma escritural portadora de las voces de los que nun-
ca durante la Colonia se expresaron en la escritura de tradición alfabética.
172 Un doble juego que une el fenómeno colonizador con nuestro presente y
de allí, a la memoria forzada.
La historiografía fronteriza reproduce los esquemas e ideas de una me-
moria hegemónica, la cual al relatar a los otros, los clasifica de tal manera
que quedan reducidos a un esquema binario, y presentados en la escritura
histórica con rótulos étnicos, ficticios. Sin embargo, esta forma historio-
gráfica no carece de utilidad. Nos ayuda a conocer más sobre la estructura
del sistema colonial, el funcionamiento y manejo de sus diversos órganos
fronterizos en ciertas circunstancias históricas, y la naturaleza de las alian-
zas hispano/criollas e hispano-criollas/indígenas que sustentaban la fron-
tera. Nos alerta entonces, de la contradicción entre las dos sociedades y
la complejidad de sus oposiciones y coaliciones mutuas. Lo que no puede
hacer, sin embargo, una escritura histórica de este calibre, es explicarnos
el desenvolvimiento y el papel que le cupo a la resistencia indígena, ya
que no reconoce, y menos interpreta, la contribución de estas sociedades
que considera debajo de la línea evolutiva de la civilización. Empero, nos
muestra con mayor fuerza el carácter ideológico de sus principales pre-
supuestos. Tratándose del indígena o de los indígenas, el relato de esta
forma historiográfica tiende a cerrar filas en una reducción de conceptos,
o metáforas, que en lugar de establecer protocolos de interacción socio-
cultural, produce una inevitable separación de la tradición a través de un
mecanismo de bloqueo que, en el ámbito del discurso, se expresa con
las fundamentales categorías del bárbaro versus civilizado. Asimismo, en
el descriptivo y argumentativo, se produce la “naturalización” del orden

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simbólico, esto es como la percepción que reifica los resultados de los


procedimientos discursivos en propiedades de la “cosa en sí”. El indígena
y sus características, y los nombres propios, son cosificados y naturaliza-
dos funcionando con unas categorías referidas al indígena inexistentes.
Por ejemplo, promaucaes y puelches aparecen en el argumento histórico,
provocando la idea de la presencia de una(s) etnia(s); y también, como ha
quedado suficientemente demostrado con el término ‘araucano’ y su ma-
siva utilización como grupo étnico durante el siglo xix y xx en el imaginario
del Estado/nación.
El indígena está atravesado simultáneamente por discursos que no son
los de ellos, pero que a la larga terminan por constituirlo desde las matri-
ces coloniales del conocimiento. Entre los discursos de la Historia, Antro-
pología, Lingüística, y de la Literatura en general, se encuentran hoy los
intelectuales indígenas que más o menos traspasados por éstos, intentan
reorientar su identidad sociopolítica y su lugar en el esquema del Esta-
do/nación, y definir sus estrategias en torno a la memoria expoliada. Este
clima desde donde extraordinariamente los otros hablan desde sí mismos,
es el que ha provocado los cambios experimentados en las Ciencias Socia-
les eurocentrada por largos siglos, y en particular en la historiografía de
la subalternidad que nos alerta continuamente de los mecanismos en que
los otros son utilizados y producidos, es decir, fabricados y puestos en el
teatro de las memorias dominantes.
Los acontecimientos ocurridos durante la colonización son la hebra
de un flujo de la tradición europea que se apodera del paisaje y del habi-
tante. Pero ellos también constituyen la posibilidad de nuestro presente 173
como dimensión dominante de la temporalidad histórica. Por esta razón,
la Historia y la forma historiográfica que asume la frontera, es como un
estrato donde se ha concentrado ese lenguaje que comprende desde ese
nivel, la totalidad del pasado. Por ello el desmontaje del presente, en que
el dominio como envío cifra su entronización histórica, es absolutamente
necesario. Se podría pensar que lo propuesto se perfila como el esquema
de la visión del vencido, donde se llevaría a cabo esta restitución del tiem-
po presente, de un pasado más o menos contradictorio. Y desde donde
podríamos, finalmente, alcanzar esa otra voz, o ese otro pensamiento, o
esa deslumbrante acción. Muy alejado de eso, no se piensa al vencido para
extasiarnos con voces y discursos de esas otras sociedades que descono-
cemos, pero que a pesar de ello se nos aparecen ya cifradas. Por tanto, el
análisis debiera establecerse en las secuencias y operaciones del discurso
histórico donde se genera la evidencia del sentido, y desde donde emer-
gen las imágenes y figuras del otro, al igual que en los topoi de la antigua
retórica utilizada por los primeros colonos. Es donde se construyeron los
lugares en los cuales los herederos de los que han vencido, continúan la
denominación del espacio y de sus habitantes, siendo ésa, precisamente,
la secuencia preponderante que ha imaginado y escrito al indígena.
En este preciso sentido, la memoria y la cultura no sólo de los pue-
blos que se desenvolvieron en el sur de Chile sino de todos los que han
sobrevivido al interior de los aparatos de apropiación/borradura, exhiben
los legados de tradiciones afectadas profundamente por los efectos co-

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loniales y sus envíos a lo que llamamos la nación. En esta perspectiva,


nuestra conciencia nacional no debe impedirnos aceptar las diferencias y
memorias de todos los otros que habitaron y aún habitan el territorio. El
gesto deconstructivo aquí nunca va a ser negativo, porque pretende abrir
las secuencias binarias en que se ha cristalizado la memoria, para provocar
efectos de retorno de un(os) patrimonio(s) sociocultural(es), que no –y
quizá nunca– se reducen a la memoria de la historiografía, y que de mane-
ra más corriente, nos pertenece a todos nosotros.

174

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A propósito
de una traducción chilena de la Eneida

Nicolás Cruz
Pontificia Universidad Católica de Chile

E gidio Poblete publicó su traducción de la Eneida de Virgilio en Valpa-


raíso en el año 1937, luego de haber trabajado en ella por varias déca-
das. A partir del año 1919 habría dedicado una gran cantidad de tiempo
175

a corregir y pulir su versión castellana. Esta traducción en endecasílabos


sueltos ha recibido varios elogios de los especialistas a través del tiempo,
si bien hoy resulta casi desconocida entre un público más amplio. En las
páginas siguientes intentaré señalar que la suerte corrida por la traducción
de Egidio Poblete es un reflejo de lo que ha sido la tensa relación de la cul-
tura chilena con los clásicos, así como, también, algunos problemas que se
han generado en nuestra cultura a partir de este desconocimiento.
Virgilio, en cuanto autor de la Eneida, tuvo con Chile una relación
temprana y especial, por cuanto hizo su primer “desembarco” en América
junto a Alonso de Ercilla, quien en un proceso similar al de aquel otro poe-
ta Luis de Camoes, recurrió al lenguaje épico para describir las acciones
militares de conquista realizadas, en lo que luego se ha dado en llamar el
sur de Chile. Y esos escritores épicos que abordaron escenarios diferentes,
encontraron en Virgilio un modelo, quizá el más decisivo entre los varios
antiguos que tuvieron a la vista. Alonso de Ercilla, por lo demás, fue explí-
cito en este punto al introducir en su obra una serie de motivos del huma-
nismo español relacionado con los clásicos latinos, y no sólo de aquéllos
señalados por Virgilio sino, además, por Lucano y Ovidio.
La permanencia de Virgilio en la cultura, estudios y letras chilenas ha
sido atestiguada de manera suficiente por muchos autores en un número
considerable de estudios. Su importancia se vio confirmada y acrecentada
durante buena parte del siglo xix por el primer pensamiento republica-

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no. A la hora de formar jóvenes ciudadanos republicanos, el héroe Eneas


parecía compendiar la devoción (pietas) a Dios, la familia y a los deberes
cívicos, destacando, además, el hecho de que también aquel troyano que
viajó a Italia fue actor de una sociedad que se empezaba a formar sobre
la base de los que se consideraban los valores más importantes de la cul-
tura. Eneas era presentado como un ejemplo de quien había pospuesto
cualquier otro interés al compromiso político destinado a concluir en el
establecimiento de una república. Una antología de los pasajes del poema
eran dados a conocer y explicados en los nacientes textos de estudio dedi-
cados a los estudiantes.
Durante la segunda mitad del siglo xix, los liberales impugnaron la im-
portancia que se le había concedido al estudio de la lengua y literatura de
los latinos en los planes republicanos de enseñanza humanista, término
este último que equivale a nuestra enseñanza media actual. La mayor crítica
provino de quienes argumentaban la necesidad de formar a los jóvenes en
las lenguas modernas, tal como correspondía a una república que busca-
ba relacionarse con el mundo. El objetivo de estudiar las lenguas era el de
permitir el acceso al comercio, la ciencia, la política y la cultura tal como se
desarrollaban en Europa, lugar hacia el cual se miraba de manera constante
desde América del Sur. Por esta vía, no sólo la enseñanza del latín sino, tam-
bién, los autores y temas de su literatura iniciaron el abandono de la escena
cultural chilena. Eduardo Solar unos pocos años después, en 1934 para
ser más precisos, nominó este proceso como “la muerte del humanismo
en Chile”, aunque quizá sea más preciso hablar de la interrupción de una
176 tradición cultural que había dado buenos resultados hasta ese momento y
cuya modificación afectó nuestro desarrollo hasta nuestros días.
Durante los años más álgidos de la polémica sobre la pertinencia y
conveniencia del estudio del latín en Chile en el sistema de enseñanza, na-
ció Egidio Poblete (1868) en la ciudad de Los Andes. Accedió a los estudios
habituales de la época: enseñanza elemental en su ciudad natal; estudios
de humanidades en el Seminario de Santiago a partir de 1882 donde fue
alumno de Manuel Román, un tiempo decisivo en cuanto a su estudio del
latín, y un interrumpido estudio de Derecho en la Universidad de Chile. La
etapa decisiva por lo que respecta a su futura labor como traductor de la
Eneida fue la del seminario, donde “estudió sobre todo, muy bien el caste-
llano y el latín”, lo que le permitió también dedicarse a futuras actividades
periodísticas y literarias. Fue en este contexto que empezó su traducción
del poema virgiliano.
La mencionada traducción parece haberle tomado un tiempo nada des-
preciable durante toda su vida. Podría reconstruirse el itinerario con las fechas
precisas, pero no es nuestro interés en este contexto. Basta con señalar que
las primeras noticias se refieren a la traducción de los dos primeros cantos ha-
cia 1891 y las últimas revisiones en las vísperas de la primera edición en 1937.
Toda una vida, según se puede apreciar, comprometida también con el pe-
riodismo, la literatura y la docencia. Esto último para decir que su traducción
fue, como la mayor parte de la creación nacional en esos años, un esfuerzo de
los fines de semana y de aquellas pocas horas que se podían agregar a un ya
extenso día de trabajo.

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Los comentarios de la traducción han sido invariablemente positivos,


tal como podemos apreciar en el prólogo de la primera edición a cargo del
académico de la lengua el padre Raimundo Morales, aspecto que vuelve a
señalar en más de una ocasión Raúl Silva Castro en su Panorama literario
chileno, y también según lo que ha establecido Giuseppe Bellini en la voz
correspondiente a Chile en la monumental Enciclopedia virgiliana, y co-
mo han señalado recientemente Antonio Arbea y Miguel Castillo Didier en
su trabajo sobre la tradición clásica en Chile. Giuseppe Bellini ha señalado
lo siguiente:

“Fue la única traducción de un autor chileno del poema


virgiliano, como destaca Román en el prólogo de la edición
de 1937. El resultado es notable, por su fidelidad al texto,
una fidelidad más de las ideas y de los sentimientos que de
las palabras. El verso es casi siempre grato, evita las formas
arcaicas, conserva la musicalidad, con algunas finezas eufó-
nicas, como aquellas de considerar no diptongos a algunos
nexos juzgados diptongos aparentes... Un trabajo en sus-
tancia bueno, si bien no paragonable al de Caro”.

Este comentarista italiano destaca la característica de una mayor fideli-


dad a las ideas y los sentimientos de Virgilio, cuestión que el lector puede
percibir con claridad en múltiples ocasiones en la traducción de Egidio Po-
blete. A veces donde Virgilio es escueto y directo en una descripción, Egidio
Poblete ofrece una traducción más amplia, aunque muy bien lograda, sien- 177
do uno de los ejemplos más ilustrativos la escena de la muerte de Priamo,
rey de la ciudad de Troya en el libro ii del poema. Se percibe en este extenso
e intenso trabajo la formación cultural del traductor, su tesón y un grado
importante de creatividad, todos elementos fundamentales para haber al-
canzado la meta propuesta.
La valoración que se ha hecho no se ha correspondido con las dificul-
tades editoriales. La primera edición de 1937 fue el resultado del apoyo
de sus amigos y conocidos, y de manera especial por la dedicación de Luis
Thayer Ojeda. Así se revirtió el desánimo de Egidio Poblete, quien pensaba
que su traducción permanecería inédita. Una segunda fue realizada en el
año 1994 por la Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos de Chile, y
en la que sólo se agregaron unas palabras preliminares de Hernán Poble-
te Varas, su hijo y principal impulsor de la iniciativa. Es una lástima que
en esta nueva edición no se haya numerado el poema en forma debida y
precedido de un prólogo que dé cuenta de la importancia de la empresa
cometida. Todo esto ha dificultado su lectura y debilitado su consulta.
Parecen ser varios los elementos que han hecho de esta Eneida una
obra desconocida, además de las dificultades recién señaladas. No debe
extrañar, por lo demás, este desconocimiento y escasa valoración cuando
la Eneida misma es muy poco conocida, cosa que sucede con la mayor
parte de las obras más importantes de la literatura mundial escritas en ver-
so. Es tan desconocida como La divina comedia, El paraíso perdido y la
misma Araucana. Este desconocimiento se advierte en quienes han teni-

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historiadores chilenos frente al bicentenario

do doce años de escolaridad y unos cuatro o cinco de universidad. Puede


agregarse para el caso chileno que esta situación también se da entre quie-
nes han hecho sus estudios universitarios en Letras, Historia o Filosofía.
El desconocimiento de estas obras se relaciona con un rasgo de nues-
tra escasa cultura actual, la que encuentra uno de sus primeros orígenes
en un sistema educacional que ha venido, a lo largo de varias décadas,
reduciendo y eliminando de manera sistemática la lectura en los planes
educacionales. No concuerdo con aquel diagnóstico que señala que ésta
es una crisis de los últimos años, aunque sí resulte posible afirmar que
se ha agudizado. De modo tal que la expresión “antes se leía y ahora no”
puede complejizarse al preguntar, ¿qué era lo que se leía? El resultado con
que uno se encuentra es que antes los estudiantes leían resúmenes de las
grandes obras, síntesis hechas por otros autores y publicadas en grandes
tiradas por algunas prestigiosas casas editoriales, tanto así que resultaba
muy difícil encontrar una edición con el texto completo de aquellos libros
que habían ingresado en esa informal, pero muy clara categoría de “lectura
escolar”. Cabría decir que antes se leía mal y ahora ha dejado de practicar-
se casi del todo. Me interesa destacar que entre nosotros desde hace mu-
cho tiempo que no se leen las obras en su versión original.
En el período universitario la situación puede hacerse más compleja
en relación con la lectura, por cuanto se discute más sobre los autores y
las obras que dedicarse a la experiencia existencial de leerlas. Han sido
muchos quienes han reparado en esta situación, a la que Italo Calvino de-
dicó varios párrafos en su libro Para qué leer los clásicos, cuando señala
178 que “ningún libro que hable de un libro dice más que el libro en cuestión”,
pese a que se haga todo lo posible para hacernos creer de lo contrario. Y
agrega: “Por una inversión de valores muy difundida, la introducción, el
aparato crítico, la bibliografía hacen las veces de una cortina de humo para
esconder lo que el texto tiene que decir, y que sólo se puede decir si se
lo deja hablar sin intermediarios que pretendan saber más que él”. Pero, y
esto lo ha señalado Coetzee en un artículo reciente dedicado a este tema,
lo central es la experiencia personal de enfrentar en la lectura, en la visión
o en la audición, una de aquellas obras a las que otorgamos la categoría de
clásicos en nuestra trayectoria vital
Y lo que ya se estableció en el colegio y se reforzó en la universidad
resulta difícil modificarlo con posterioridad. Sabemos poco y esto es algo
que no nos importa. Educados sin el ejercicio de la lectura y de la crítica,
nos hemos vuelto impactables y manipulables, tal como podemos apre-
ciar de manera cotidiana a través del tratamiento que nos dispensan los
medios de comunicación. Y al debilitar nuestra resistencia ante la mani-
pulación perdemos libertad, asunto nada menor cuando nos acercamos
a la conmemoración de los doscientos años en que suponemos haberla
conquistado.

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

Recuerdos y proyecciones
en torno al bicentenario

Emma De Ramón
Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos
Archivo Nacional de Chile

C uando a Armando de Ramón se le preguntaba respecto al proceso de


independencia de Chile, generalmente se refería a él en términos muy
críticos respecto a las interpretaciones tradicionales que, como todos sa-
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bemos, transforman este proceso en un desfile ininterrumpido de grandes


personalidades y acciones heroicas. Con su usual ironía, mediante la cual
transformaba las cosas más serias en un retrato hilarante y enternecedor
de nuestra chata cultura nacional, con una erudición notable, transforma-
ba el evento del 18 de septiembre y, aun, las más heroicas gestas de nues-
tros “libertadores”, en un teatro de errores y de malas decisiones políticas
tomadas apresuradamente, narradas de una manera tan graciosa que los
oyentes no sabían si estaba “hablando en serio” o se estaba burlando de
nuestra ignorancia.
La hipótesis que le oí repetir muchas veces partía con la senectud del
conde de la Conquista y de cómo Manuel de Salas y José Miguel Infante
habían caminado con él desde su casa en la actual calle Merced las tres
cuadras que lo separaban del Tribunal del Consulado donde se llevaría a
cabo el famoso Cabildo Abierto, convenciéndolo para que declarase la le-
gitimidad del interinato de la junta mientras durara la prisión de Fernando
VII. Según Armando, como Mateo Toro y Zambrano estaba tan anciano, y
como su carácter era y había sido siempre más bien pusilánime, se que-
daba con la última opinión que escuchaba de manera que los “patriotas”
se aseguraron en esto de tener la última palabra. Sólo así explicaba él que
un hombre tan conservador como el presidente de esa primera junta de
gobierno, hubiese estado a favor de tamaña revolución.

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historiadores chilenos frente al bicentenario

Continuaba su relato refiriéndose a la mediocridad de Bernardo


O’Higgins, particularmente a sus pocas dotes militares y agregaba que la
única razón por la que José de San Martín había ganado en la batalla de
Maipú era porque Bernardo O’Higgins estaba herido y no concurrió. A
esas alturas del relato, la risa generalizada hacia nuestros “héroes” era tan
grande que él, entusiasmado, agregaba antecedentes sobre el “desastre de
Rancagua” o sobre su sorpresivo ataque a las tropas españolas en Chaca-
buco sin mediar la autorización del jefe del ejército libertador. Casi me pa-
rece escuchar sus palabras: y se lanzó a mata caballo cerro abajo contra las
tropas españolas que estaban acampando en el llano pensando darles una
sorpresa, pero como la distancia era larga y el ruido del galope, el polvo,
trompetas y gritería de los atacantes dejaba ver su presencia a la distan-
cia, los atacados tuvieron tiempo para tomar posiciones. Cuando llegó al
combate, las tropas españolas hicieron estragos con su pequeño batallón.
José de San Martín debió socorrerlo y, seguramente, increparlo por haber
actuado por iniciativa propia, sin consultar a los demás generales parti-
cipantes y pasando a llevar las mínimas reglas de caballerosidad que por
entonces tenían tanta importancia en las fuerzas armadas.
A esas alturas, como la audiencia estaba fascinada por lo diferente de la
interpretación y por la facilidad de su palabra, Armando traía el problema
de la reconquista española en Latinoamérica y hablaba de esta suerte de
pugna por los mercados del cono sur de América, que se creó a partir de
las reformas políticas de los Borbones al modificar el sistema monopólico
comercial quitándole a Lima sus privilegios y entregándole al nuevo virrei-
180 nato de Buenos Aires una participación en el lucrativo negocio que antes
sólo había tenido a través del contrabando. En este punto preguntaba a la
concurrencia si, ¿alguno de nosotros podría creer que un país pobre como
la España de principios del siglo xix, que se había visto expuesta a severas
crisis políticas desde fines del siglo xviii y que se encontraba saliendo de
una cruenta guerra civil que había traído una de las hambrunas más cruen-
tas que la historia española recordaba iba a estar capacitada para enviar
un ejército que a pocos meses del término de la invasión francesa pudie-
ra reconquistar toda América? De allí seguía afirmando que el ejército de
Mariano Osorio, organizado por órdenes del virrey de Perú, Fernando de
Abascal, no era un ejército de “españoles”, sino de “peruanos” y que la ver-
dadera pugna que se escondía detrás de todo este período estaba dada por
Buenos Aires y Lima disputándose el territorio sobre el cual extender su
influencia económica y política, no la pugna de un país decadente, como
España, por reconquistar su imperio. Uno, entonces, veía cómo el papel
de los libertadores se mudaba de sentido y los decididos revolucionarios
cantados por Pablo Neruda pasaban a ser una mera pieza útil a los intere-
ses de los poderosos. Los protagonistas del conflicto, entonces, no eran
más el pueblo, Manuel Rodríguez, Bernardo O’Higgins o José Miguel Ca-
rrera. Eran los intereses imperialistas de los ingleses, apertrechados detrás
de los intereses de los comerciantes argentinos, es decir, la nueva era que
se enfrentaba a los antiguos tiempos del glorioso virreinato limeño.
Terminaba refiriéndose a la poca proyección política que habían te-
nido los “patriotas” al independizar al país de la corona española, pues,

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

según este relato, cambiaron una dependencia colonial moderada, donde


la presencia española era ocasional y que correspondía (más o menos) al
sistema que actualmente relaciona a las diversas regiones españolas con
el gobierno central. En cambio, nos entregaron al más atroz sistema de
explotación y dependencia neocolonial respecto, primero de Inglaterra y
después de Estados Unidos quienes habían hecho de nuestros países me-
ros proveedores de materias primas y un espantoso teatro de rivalidades
y peleas por minucias fronterizas y otras banalidades. Incapaces de ver el
trasfondo de esta situación, los chilenos y latinoamericanos en general
celebrábamos nuestras fiestas de la independencia con los corazones hin-
chados de amor a la patria, sentimiento que siempre se reflejaba en símbo-
los erizados de bayonetas y sables, únicos elementos que garantizaban el
mantenimiento de esta absurda rivalidad que evidentemente no se corres-
pondían con los intereses comunes a toda Latinoamérica.
Aunque nunca supe (o supimos quienes lo escuchamos) si Armando
realmente creía y sostenía esta hipótesis sobre la independencia de Chile,
a partir de esta historia siempre me ha quedado una amarga sensación
respecto a este episodio de la historia de Chile, una cierta inquietud que
siempre me ha impedido “tragarme” la rueda de patriotismo con la que,
en este tema, las autoridades nos hacen comulgar apenas empieza sep-
tiembre o cada vez que conmemoramos alguna efeméride republicana.
Probablemente a muchos les ocurre lo mismo que a mí. A muchos les que-
da la sensación que detrás de tanta gesta y heroísmo algo más complejo
que el propio sacrificio y entrega generosa o desinteresada a los ideales
libertarios de la nación, se oculta, como siempre se ocultan, los pequeños 181
sabores y sinsabores de la vida, los egos, las ambiciones, las diferencias
irreconciliables, los anhelos utópicos, las generosidades, los errores, los
prejuicios y los juicios, las venganzas y toda la multitud de pasiones huma-
nas que sostienen cada uno de los hechos que conforman nuestra vida y,
desde luego, la vida de una nación.
Si cualquier hecho tiene tanto de grandioso como de pequeño, es de
comprender que esa interpretación no sólo es plausible sino, además, le-
gítima. Pero, más que nada, nos permite centrarnos en lo que es realmen-
te importante para la historia: las consecuencias que las interpretaciones
respecto de un suceso tiene al momento de referirnos a él, en este caso, al
tema del bicentenario.
Por lo general, pensar en los doscientos años de la independencia (el
cumpleaños de Chile como lo llaman los niños y niñas) me remonta al
contenido binario de la opresión versus la liberación (o la libertad) a que
recurre el público en general. De alguna manera ronda en nuestra imagi-
nación la información que los libertadores efectivamente “nos” liberaron
de algo: de la opresión que sostenía por casi trescientos años la tiranía del
rey de España (o de Castilla si se prefiere). Eso quiere decir que antes de
esos aciagos años, existía un mundo diferente, respecto del cual de alguna
manera participábamos (otra vez nosotros mismos). Una especie de utopía
o paraíso perdido donde todos los chilenos vivíamos libres de opresión en
una especie de limbo preexistencial. Liberados, entonces, renacimos, de
allí lo del cumpleaños.

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historiadores chilenos frente al bicentenario

Evidentemente pocos relacionan con ese locus amoenus el mundo


prehispánico sobre el cual, después de siglos de mestizajes entre los di-
versos pueblos indígenas, intervino con toda su prepotencia y falta de
respeto el mundo europeo, estableciendo un nuevo mestizaje, ni más ni
menos radical que el impuesto anteriormente. Es seguro que el Tahuan-
tinsuyo implementó sistemas coloniales más benignos para la salud física
y espiritual de los antiguos moradores del actual territorio chileno, pe-
ro, como cultura predominante, intervinieron en todos los aspectos a la
cultura local, modificando las bases de la religiosidad, sistemas políticos,
estructuras económicas, sociales y culturales. No podemos dejar de lla-
marlos “conquistadores” e igualmente “opresores”... Es obvio que la línea
de tiempo que nos remonta a los años en los que los primeros poblado-
res y pobladoras llegaron a nuestro territorio no representa una salida a
nuestro dilema binario. Aquí no hay unos a los que les asiste el derecho de
constituirse en la esencia de los que somos. En definitiva, no somos más
que una sumatoria de elementos distintos que vienen desde los millones
de años que tiene la humanidad mezclándose y desplazándose por el pla-
neta buscando un lugar donde vivir mejor. Lo originario no es la respuesta
tampoco a nuestra cuestión. Además, en una sociedad tan racista como la
que hemos formado, llevar en nosotros el ser de los indígenas liberados de
la opresión no nos alienta en lo más mínimo. Por el contrario, lo indígena
se transforma en otro mito que tampoco se relaciona con el mundo que
vemos a nuestro alrededor. El mapuche que hoy segregamos y condena-
mos a la pobreza no se encuentra simbólicamente relacionado con Lautaro
182 o Caupolicán. Estos personajes épicos descansan en sus glorias militares
cantadas por Alonso de Ercilla, no se vinculan con el indio que transita las
cumbres del altiplano o los barriales del sur.
Así que nuestro nacimiento independentista más que bastardo o “hua-
cho”, como gustan decir algunos de nuestros pensadores, es huérfano: no
tiene padre ni madre. Sus padres y sus madres se encuentran hundidos en
las nebulosas regiones del olvido, la confusión, el prejuicio y la ignorancia.
Nuestra sociedad desconoce su pasado, cualquiera sea y, como no tiene
memoria alguna y la poca que tiene se encuentra condenada a la discapa-
cidad permanente por el sinnúmero de contradicciones en las que se su-
merge cada vez que se piensa a sí misma, nuestra orfandad no tiene fondo.
De manera que la interpretación de Armando, la haya creído o no, tenía
la ventaja de ridiculizar toda esta mitología, haciéndonos ver que las cosas
no son como las dicen. Es posible, aun muy probable, que no hayan sido
como él las describía. Tal vez fueron de una manera totalmente diferente a
lo que él o yo o todos nosotros podamos creer. El punto es que mientras
no acordemos una postura que nos permita encontrarnos con honestidad
en nuestro pasado, la factibilidad de recuperar nuestra memoria y nuestra
identidad será imposible.
Sinceramente creo que Chile no nació el 18 de septiembre de 1810...
Nació o tal vez nacerá, cuando comencemos a darnos cuenta que nuestros
ancestros vivían y que nosotros vivimos en un lugar común y definimos
que esa comunidad es diferente a la de aquellos otros que viven allende la
cordillera o detrás del desierto o lejos después del mar. Comunidad quie-

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

re decir que “no siendo privativo de ninguno, pertenece o se extiende a


varios”, como expresa la Real Academia Española de la Lengua. Por tanto,
caben en ella las interpretaciones históricas que den cuenta de nuestro des­
arrollo, pero especialmente cabe el respeto por todas ellas.

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

Quo vadis, Chile?

José De Toro
Universidad Católica de la Santísima Concepción

A la hora de pensar en Chile y en los principales acontecimientos de su


historia, pocas veces nos detenemos a reflexionar cuándo comienza.
Probablemente no tenga mucho sentido e implique un debate sin fin y 185
sin solución. Pero puestos a celebrar el bicentenario de la Primera Junta
Nacional de Gobierno, parece pertinente, para considerarla en toda su di-
mensión histórica, hacer una pequeña consideración en torno a nuestras
concepciones sobre los orígenes del país.
Muchos han intentado, hasta ahora, determinar el problema. Así, las
primeras manifestaciones culturales de los pueblos amerindios, la llegada
de Diego de Almagro o de Pedro de Valdivia, el desastre de Curalaba, la Pri-
mera Junta Nacional, la independencia, la incorporación de la Araucanía y
otros, son algunos de los hitos que se han puesto como inicio de nuestra
historia. Ante ellos, por cierto, cabe preguntarse qué validez tienen en el
marco de un proceso ininterrumpido de poblamiento y de desarrollo en
el tiempo y el espacio. Aunque no se puedan dar respuestas claras, esta
cuestión no carece de valor. Y a pesar del interés que esta temática suscita,
parece que a medida que el tiempo avanza y se desarrolla la ciencia histó-
rica, Chile cada vez desconoce más sus inicios.
La historiografía relativa a la historia nacional se ha desarrollado mu-
cho en el último tiempo, y es conveniente examinar ahora qué importan-
cia tiene si se encuentra descontextualizada y aislada del devenir general
de la historia. En efecto, haciendo una mirada retrospectiva hacia los dos-
cientos años de vida republicana, no puede observarse sin pesar cómo la
historiografía chilena ha ido abandonando el estudio de sus raíces profun-
das. Ciertamente que la especialización y la concentración de los estudios
históricos en tópicos locales es una virtud, pero éstas no pueden llevarse

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a cabo de manera sólida dejando de lado el contexto histórico global. Y


todo parece indicar que este fenómeno se ha dado sin el resguardo nece-
sario. Por eso es necesario meditar si puede considerarse positivo desarro-
llar tanto la llamada “Historia de Chile”, abandonando y despreciando la
historia anterior, por ejemplo, la historia de los españoles que llegaron, la
historia del racionalismo francés que tanta influencia ha tenido en nuestro
país, o la historia del liberalismo europeo. Todo esto remite a la historia
europea, esa historia que cada vez se estudia y se conoce menos en nues-
tro suelo. Es muy interesante estudiar la separación de la Iglesia y el Estado
en Chile, pero cuánto valor le resta el hecho de no saber cuándo y por qué
se unieron, cosa que pasó mucho tiempo antes. Y a falta de estudio se di-
rá que fue en la “Edad Media”, omitiendo el fondo del problema y, lo que
es peor, tapándolo con un lugar común que más que explicar, enturbia
la comprensión histórica. Lo mismo puede decirse de la independencia,
cuando se considera como un fenómeno puramente decimonónico, desli-
gado de ideas y tendencias de muy larga data, y de muchos otros temas.
Por desgracia, este fenómeno va en aumento. Todo el desarrollo de la
historiografía de Chile tiende a hacerse, actualmente, en desmedro de la
historia europea antigua, llámese de Grecia y Roma, de los reinos germá-
nicos, de la época feudal, etc. El resultado no se deja esperar: escasez de
fundamentos y nula capacidad de integrar el saber histórico en un marco
amplio. Si hubiera de evaluarse, pues, la trayectoria de Chile entre 1910
y 2010, en este sentido, no podría menos que deplorarse la lamentable
pérdida de conciencia histórica y la consiguiente falta de cimientos histo-
186 riográficos.
Las causas no son fáciles de discernir. Probablemente se trate de un
círculo vicioso entre las motivaciones sociales y las estructuras académi-
cas. Pero los hechos son claros y manifiestos. Cuesta encontrar, hoy, un
programa de licenciatura en Historia en el que la historia de Grecia y de
Roma ocupe un semestre cada una. Por el contrario, prácticamente en to-
dos se han comprimido y reducido a un solo semestre. Situación compleja,
pero salvable si, avanzada la malla, se dieran cursos electivos o seminarios
relativos a esas áreas, pero esto es aún más difícil de encontrar. Y luego
se tendrá el tradicional curso de “Historia Medieval”, intentando con es-
fuerzos sobrehumanos no perderse en esos apretados mil años de historia
europea. Por otra parte, tampoco puede estudiarse el idioma de dichas
sociedades, puesto que el latín y el griego antiguo ya prácticamente no se
dictan en las universidades nacionales. Y en aquéllas en que todavía exis-
ten, los planes de lenguas clásicas se han ido reduciendo más y más. En
realidad, no podría esperarse otra cosa, una vez que se han eliminado en la
enseñanza escolar, y la falta de interés por ellas se convierte en un mensaje
en el ámbito del Estado. Además, estas lenguas están siendo consideradas
patrimonio de la Filosofía y de la Literatura, dado que más escasamente
todavía pueden encontrarse en las mallas curriculares de Historia. Otro
tanto ocurre en la enseñanza del Derecho, donde la tendencia a suprimir
el Derecho Romano es creciente y, peor aún, es vista como una moderni-
zación y un logro. Y a todo esto han de sumarse las exiguas posibilidades
que tiene un investigador de la historia europea, toda vez que importantes

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revistas nacionales de Historia han cerrado sus puertas a los artículos de


esas temáticas. No puede negarse que las revistas deben especializarse, pe-
ro cuando ello ha ocurrido en ese sentido, poco y nada se ha hecho para
abrir nuevos espacios y dar cabida a este género de investigaciones.
Las últimas décadas han mostrado, por tanto, una creciente falta de
interés por la historia europea antigua, lo que constituye una verdadera
traición a la nación, puesto que es absolutamente insoslayable reconocer
que nuestra gente tiene sangre europea, que nuestro idioma proviene en
un 90% de las lenguas clásicas, que la política no se inventó en Chile y los
problemas sociales tampoco. Ni siquiera se reconoce ya el valor de la pa-
tria, cosa que se pretende elogiar, al desconocer que la patria es el “lugar
de los padres”, lugar geográfico y cultural, y nuestros padres son tanto
americanos como europeos. Esta lamentable situación no es, efectivamen-
te, un motivo de orgullo y de celebración en este aniversario.
A pesar de todo, se pueden encontrar a lo largo de estos años ver-
daderos luchadores que han intentado frenar esta marea avasalladora y
destructora, y que han dado su vida por dotar a nuestra historiografía de
raíces profundas y sólidas. Por eso, no sería justo dejar de mencionar, por
ejemplo, al profesor Fotios Malleros (1914-1986), fundador del Centro de
Estudios Griegos, Bizantinos y Neohelénicos de la Universidad de Chile,
y al maestro Héctor Herrera (1930-1997), fundador, a su vez, del Centro
de Estudios Clásicos de la Universidad Metropolitana de Ciencias de la
Educación; instituciones que destacan hoy por su vigencia y calidad, pero
sobre todo, por conservar el espíritu de amor a las humanidades que sus
fundadores les imprimieron. Con todo el prestigio que ello les mereció, 187
ambos académicos comprendieron a cabalidad que nuestra historia no co-
mienza en la independencia, sino que pertenece a un largo proceso que
hunde sus raíces muy profundamente, para beber de las aguas del mar
Mediterráneo.
Esperamos que la gesta de los mencionados profesores no haya sido en
vano y que Chile asuma una nueva dirección. Sólo gracias al desarrollo y
a la enseñanza de la historia europea antigua, se puede revertir la degene-
ración historiográfica actual. Y es necesario decirlo porque, si se pretende
celebrar a nuestro país, primero hay que lograr, a través de una conciencia
amplia, hacer de él algo más que una palabra: una realidad histórica.

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Chile visto desde afuera:


la nueva visión del país
en los últimos cuarenta años

José Del Pozo


Université du Québec à Montréal (Canadá)

C uando comencé a aprender la historia de Chile, primeramente en mi 189


lejana infancia, en Viña del Mar, a través de los libros de la biblioteca
familiar, y con lo que me enseñaron en el liceo de Quilpué en los años
1950, una imagen se fue forjando: la de un país caracterizado por su es-
tabilidad política, que contrastaba con la situación de la casi totalidad de
los otros países latinoamericanos. Esto parecía confirmar la predicción de
Simón Bolívar en el lejano 1815, al redactar su célebre Carta de Jamaica:
Chile era uno de los raros países de la región que, una vez independiente,
podía ser libre. Su sistema político, que evolucionó hacia el multipartidis-
mo en el primer tercio del siglo xx, era el único en la región latinoamerica-
na donde podía darse una experiencia del Frente Popular europeo, lo que
había sido el caso en 1938. El país tenía una tradición de “asilo contra la
opresión”, que se había manifestado en la acogida a los que huían de la ti-
ranía de Juan Manuel de Rosas en los años 1840, y en el siglo xx a los apris-
tas peruanos y a los refugiados republicanos de la guerra civil española. La
opinión pública poco o nada sabía, en cambio, de la actitud negativa de
las autoridades de gobierno respecto a los judíos de Europa central en los
años 1930 que intentaban venir a Chile, muchos de los cuales habían sido
rechazados. El recuerdo de la intervención militar en política del general
Carlos Ibáñez en los años 1920, no parecía haber dejado huella, ya que ese
mismo ex dictador había sido elegido Presidente por una gran mayoría, en
1952. La imagen de los militares chilenos como “patrióticos y honestos”,
según las palabras del embajador de Estados Unidos en la época de la Se-

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gunda Guerra Mundial, Claude Bowers, estaba ampliamente difundida en


la prensa y en buena parte de la opinión pública.
A nivel de los índices económicos y sociales, Chile formaba parte, cier-
tamente, de los países considerados subdesarrollados, y el periodista John
Gunther, que visitó el país en 1940, quedó impresionado con el alto índi-
ce de mortalidad infantil y con la miseria de los mendigos, cuya condición
era la más lastimosa que le había tocado ver en sus viajes. Sin embargo, un
analista de prestigio como el francés Jacques Lambert consideraba a Chile,
en 1960, como un “caso particular”, muy cercano a Argentina y Uruguay,
los dos únicos casos de países relativamente avanzados en la región y por
encima de todos los otros Estados. La existencia de instituciones como los
liceos públicos y la Universidad de Chile constituían canales de movilidad
social gratuitos o a bajo costo, lo que daba esperanzas de progreso.
Social y étnicamente hablando, Chile mostraba un rostro relativamen-
te homogéneo. Habiendo recibido un aporte más bien escaso de la inmi-
gración europea o de otros continentes, lo que contrastaba con la marea
humana llegada a Argentina, Canadá, Brasil o Uruguay, el país estaba lejos
de constituir una nación de “transplantados”, según la terminología del an-
tropólogo brasileño Darcy Ribeiro. Éramos, más bien, un país mestizo, pero
que estaba lejos de constituir lo que este mismo autor llama un “pueblo
testigo”, dada la escasa influencia del elemento indígena en la cultura do-
minante. Así, predominaba la imagen según la cual “todos somos chilenos”,
sentimiento que se nutría en buena medida de los relatos sobre los hechos
heroicos del Adiós al séptimo de línea, durante la Guerra del Pacífico. No
190 teníamos muchos elementos de comparación con otros países, ya que la
emigración, no muy numerosa, se dirigía casi únicamente hacia Argentina
y no constituía un tema de debate público, seguramente porque implicaba
en gran medida a personas de origen rural, de provincias pobres del sur del
país. La presencia chilena en Europa o en Estados Unidos era, hasta 1960,
muy escasa, e implicaba de preferencia a intelectuales o a miembros de fa-
milias de la elite.
Estas imágenes y estas realidades someramente descritas han cambia-
do notablemente en las cuatro últimas décadas. La sucesión, en un breve
espacio de tiempo, de la “revolución en libertad”, seguido por la “transi-
ción hacia el socialismo”, luego por la dictadura que algunos bautizaron
como una “revolución capitalista” para llegar finalmente a la transición a
la democracia, convirtieron a Chile en un laboratorio político pocas ve-
ces igualado en la historia universal. La expresión más dramática de este
proceso había sido el fin de la estabilidad política, hecha trizas con el gol-
pe de 1973, con lo que Chile había pasado a ser uno más en la legión de
países sometidos a la dictadura, condición que antes casi siempre había
esquivado. Estas vicisitudes pusieron a Chile en la actualidad de la prensa
internacional. Analistas, periodistas, organizaciones no gubernamentales,
voluntarios de la cooperación internacional, refugiados que iniciaban un
retorno, estudiantes de doctorado venidos de los cuatro rincones del mun-
do, se interesaron en el país austral, motivados por la curiosidad de cono-
cer lo que era la primera experiencia socialista democrática del mundo y
luego para entender (y denunciar, en la gran mayoría de los casos) la que

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era la más odiosa de las dictaduras militares en el mundo. El país pasó a


ser objeto de un gran número de seminarios, tesis y ensayos, ocupando un
lugar preponderante en los estudios latinoamericanos de los programas
universitarios en América del Norte, Europa y otros lugares. Este contacto
cada vez más persistente con el exterior ha continuado después de la dic-
tadura, a través del gran número de tratados bilaterales de libre comercio
que Chile ha firmado en los últimos tiempos, de los acuerdos culturales y
de la recepción cada vez más abierta que se le hacía a las autoridades de-
mocráticamente elegidas del país que había logrado salir de la dictadura.
Los lazos con el resto del mundo han sido también el fruto de la emi-
gración masiva, forzosa a veces y voluntaria en otras, iniciado en 1973. Por
primera vez en la historia, los chilenos salían para dirigirse esta vez ya no
solamente a Argentina sino hacia destinos exóticos como Suecia, Holanda,
Australia, México, Canadá, Rumania, Cuba, Argelia y la ahora desapare-
cida Alemania del Este. Esta situación hizo que, por una parte, muchos
tuvieran la oportunidad de vivir bajo regímenes políticos y sociales que
hasta entonces conocían sólo a distancia o en forma esporádica, lo que
les permitió ampliar sus horizontes y dejar de lado los prejuicios, a veces
favorables, en otras negativos, que se tenía respecto a ellos. Por otro lado,
la presencia de chilenos en muchos países y continentes ayudó a mejorar
el conocimiento de Chile en el exterior. La obra de artistas y escritores exi-
liados, entre los cuales destacan Luis Sepúlveda, Isabel Allende y Roberto
Bolaño, ha sido parte importante de este proceso.
La presencia masiva de chilenos fuera del país ha dado lugar, además,
a la aparición de un nuevo tipo humano, el mestizaje de chilenos con per- 191
sonas de distintas culturas en otros países, resultado del cruce natural con
las poblaciones locales. El retorno, parcial y con altibajos, de parte de ese
contingente ha aportado algunos cambios a la fisonomía humana del país,
con la llegada de personas originarias de otras culturas y que hablan otros
idiomas. A esto se ha agregado, en los últimos diez o quince años, la pre-
sencia cada vez más notoria de inmigrantes venidos de países latinoame-
ricanos, en especial de Perú, pero también de Cuba, Ecuador, Colombia,
Bolivia y Argentina. Junto a algunos asiáticos, esta nueva inmigración ha
suplantado a los europeos, que hasta 1950 constituían la mayoría de los
nuevos venidos.
Esta apertura y este contacto cada vez más intensos con el exterior han
contribuido a definir una actitud más coherente con las tendencias inter-
nacionales en materia de políticas sociales más incluyentes y de temas va-
lóricos más flexibles. Así, desde la conmemoración del quinto centenario
del viaje de Cristóbal Colón, en 1992, la existencia de la población indí-
gena ha merecido un mayor espacio en los debates, en la enseñanza y en
la prensa, aunque se está aún lejos de darle todo el reconocimiento que
merece. La igualdad de derechos para la mujer y su acceso a todo tipo de
actividades, ha seguido avanzando. El respeto a las minorías sexuales, el
control del embarazo no deseado, aunque con lentitud, también han pro-
gresado. Después de larguísimos debates, se adoptó hace pocos años una
ley de divorcio, que derrumbó otro de los factores de la “excepcionalidad
chilena”, la carencia de una ley en esta materia, que era situación casi única

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historiadores chilenos frente al bicentenario

en todo el mundo occidental a comienzos del nuevo milenio. La difusión


y la ampliación de nuevas iglesias, en detrimento de la Iglesia Católica,
ha constituido otro elemento innovador en el paisaje cultural chileno. En
cambio, pese a los progresos materiales, las desigualdades sociales han
persistido y las mentalidades caracterizadas por el clasismo aún persisten.
Si bien la presencia de chilenos en el mundo se ha transformado en un
hecho permanente, ya no ligado única ni principalmente a los efectos del
golpe de Estado de 1973, y pese a algunos gestos de reconocimiento ha-
cia esa realidad, el Estado chileno aún no da el paso lógico que muchos
otros Estados europeos y latinoamericanos han efectuado, la de reconocer
a los ciudadanos chilenos que viven afuera el derecho a votar en las elec-
ciones.
Así, el Chile del bicentenario es un país que ha experimentado cambios
importantes respecto al Chile de mediados del siglo xx. Ya no se concibe
al país como un todo étnico homogéneo, y las minorías sociales y cultura-
les tienen algo más de espacio. Las duras experiencias vividas en materia
de historia política han hecho tomar más conciencia de que la estabilidad
y los progresos de la democracia no son eternos, sino conquistas que se
deben valorar y conservar. Se ha perdido la ilusión de la “excepcionalidad
chilena”, que hacía que muchos habían considerado como inmutable la
existencia de la democracia en Chile, creyendo que ni civiles ni militares
atentarían contra ella. Los contactos cada vez más intensos con el exterior
contribuirán a que Chile avance más en estas direcciones, sobre la base del
testimonio vivo de lo que es la experiencia histórica de otras sociedades,
192 de las cuales se puede aprender a través de la comparación y del diálogo.

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

Consolidando mitos

Carlos Donoso
Universidad Andrés Bello

L a venidera conmemoración bicentenaria, tan auspiciosa en proyectos y


utopías, es también un buen momento para realizar un balance del pa-
pel de la historiografía en la configuración del ideario nacional. Necesario
193
como un elemento solidificador de voluntades del naciente país, la histo-
ria decimonónica se constituyó en un instrumento imprescindible para la
consolidación del Estado. Surgen en ese período gran parte de nuestros
mitos, leyendas y tradiciones cívicas, además de nuestros santos seculares.
Sometida a una forzosa influencia metodológica exterior, la historiografía
actuó al servicio del Estado, con el apoyo cierto de éste.
La historia pedagógica, educadora y formativa perduró inmodificada
en tanto existiese una necesidad perceptible de cohesión nacional. El ideal
comenzaría a esfumarse en la medida que el Estado consolidaba sus fron-
teras y, fundamentalmente, con la progresiva irrupción de sectores socia-
les tradicionalmente segregados, muy receptivos a principios rupturistas
en boga en el mundo. El quiebre en la estabilidad interna resultante de
la guerra civil, consolidado en la vorágine política iniciada en 1924, sor-
prendió a la menguada historiografía local sin elementos de análisis y, por
el contrario, claramente parcializada por alguno de los bandos involucra-
dos. Enfrentados ante un nuevo escenario, los escasos investigadores del
período reorientaron sus esfuerzos a la compilación y recuperación de
antiguas fuentes, labor alguna vez subvalorada y que hoy merece absoluto
reconocimiento.
La radicalización de las ideas en el mundo también alcanzaría nues-
tra modesta historiografía, la que, de la mano del redescubrimiento de la
crítica social de inicios del siglo xx, la orientó en torno a la interpretación
de luchas de clase, bajo parámetros que encerraban un trabajo intelectual
tan complejo como asertivo. La historiografía marxista, uno de los grandes

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historiadores chilenos frente al bicentenario

aportes a la historia de la ideas en Chile, hizo que la disciplina, al igual


como había ocurrido en el siglo xix, se convirtiera en un instrumento efi-
caz de integración haciendo a todos partícipes de un sueño, rescatando
los mitos impuestos por el positivismo, y usándolos para dar fuerza a sus
planteamientos.
El advenimiento de la dictadura permitió el surgimiento de una histo-
ria sin alma y servil, acorde a los requerimientos del régimen. La exaltación
de la historia militar, de héroes de dudosa trascendencia, no eran sino la
proyección de lo que los jerarcas pretendían heredar como imagen. El fal-
so entusiasmo nacionalista, el renacimiento de los símbolos y el adoctrina-
miento de las noveles generaciones dan cuenta de ello.
Hasta el retorno de la democracia, historiadores de todas las épocas y
de todos los períodos tuvieron un papel destacado en la conformación de
ideas, aun en su papel de relegados, manteniendo un margen de autentici-
dad y de honradez que incluso superaba el valor mismo de sus obras. Hoy,
en cambio, con desazón comprobamos que la historiografía no sólo se en-
cuentra estancada en metodologías y doctrinas traslucidas por el tiempo
sino, también, confrontada en una especie de conflicto civil en el cual las
distintas posiciones optan por denigrar en lugar de complementar, a quie-
nes, con intenciones académicas, se internan en áreas de estudio que cree
de su dominio excluyente. En lugar de actuar, como antes, de referentes
lúcidos que interpreten la actualidad sobre la base del pasado, nuestros
historiadores se han convertido en elementos accesorios, en meras bases
de datos de oficios que, sin rigor alguno, se aventuran en el análisis his-
194 tórico.
La situación se agrava al considerar una serie de factores puntuales: el
boom de la historia, reflejado en la irracional apertura de escuelas en casi
la totalidad de universidades del país, sólo ha contribuido a aumentar el
número de egresados. Esto no sería grave obviando el hecho que buena
parte de éstos de modo ocasional visitaron archivos, no investigan y me-
nos proyectan publicar. El desgano es suplido por la queja fácil de la falta
de oportunidades y la segregación intencional.
Ciertamente han aumentado las plazas de trabajo y las oportunidades
a través de becas o financiamiento, pero también es cierto que la renova-
ción académica ha sido lenta e injusta en algunos casos. Pese al tiempo
transcurrido, los íconos de la historiografía siguen siendo quienes preten-
den perpetuar métodos y orientaciones de hace treinta o cuarenta años
(sino más), y lo peor es que sus adherentes se multiplican. La historia eco-
nómica se estudia sin los mínimos rudimentos de la ciencia económica, co-
mo si todo se limitase a una lógica casual. La historia social no es más que
la caricatura de explotados y explotadores, la disputa novelesca de entre
buenos y malos, transformando la historia en una ficción con una trama
que se repite incansablemente. La historia política sigue y seguirá ligada a
hechos recientes, apasionando y encegueciendo a parte de sus cultores de
modo absurdo. La decadencia de las especialidades es larga. En cambio,
nuevas corrientes permanecen a la espera de ser reconocidas, sin que por
ahora, salvo contadas excepciones, cuenten con cátedras independientes
y con investigadores formados a conciencia en el área.

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

Tenemos, en resumen, más de lo mismo. La incapacidad de renovar-


nos e, incluso, de tolerarnos, nos limita. La mística que alguna vez tuvo
la historiografía nacional ha desaparecido, y en su reemplazo ha surgido
una efectista, condescendiente con los becerros dorados de la disciplina,
ignorante tanto de conocimientos como de nuevas opciones de estudio.
Conformamos un grupo tan heterogéneo como desapasionado, renuente
a cambios.
La decadencia de nuestra historiografía se comprueba con la celebra-
ción misma del centenario. Todos y cada uno de los historiadores del país
saben bien que la formación de la Primera Junta de Gobierno no fue un
primer paso a la independencia, y que, por el contrario, testimonió la más
profunda adhesión de la gobernación al rey cautivo. Manteniendo la im-
portancia simbólica del hecho, hasta ahora ninguno de nosotros ha sido
capaz de afrontar la realidad, ayudando a disociar la posterior emancipa-
ción con un hecho mucho menos trascendente, como fue la junta. Por
omisión o ignorancia nuestro aporte, hasta ahora, sólo ha sido el poder
conservar principios de modelos historiográficos arcaicos y reflexionar en
esta obra, por separado, hacia donde no debe ir nuestra disciplina. Puede
ser un buen inicio.

195

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

Redescubrir el pasado hacia


el bicentenario:
antiguas visiones y nuevas perspectivas

Lucrecia Enríquez
Pontificia Universidad Católica de Chile

L a preparación del bicentenario convoca a todos los sectores de la so- 197


ciedad. Prima en ella el carácter festivo, el anhelo de lograr una cele-
bración igualitaria y de renovarse en un proyecto de futuro como país. No
es, por otro lado, una celebración aislada. Se enmarca en un proceso que
abarca la totalidad del mundo hispánico, aquellos lugares que formaron
parte de la monarquía plural española.
Toda celebración debe incluir no sólo el relanzamiento de un proyecto
a futuro sino, también, una revisión del pasado que sustente la nueva pro-
yección. Los historiadores tenemos un papel fundamental en este proceso
y una posibilidad de ser escuchados por el interés que despierta la fiesta
en círculos más amplios que los académicos.
En este contexto hispánico incluimos a España y América. Esta última
abarcaba un territorio comprendido desde aproximadamente el centro de
Estados Unidos actual (California, Arizona, Texas, parte de Louisiana, Flori-
da), hasta el sur del continente. Todos estos territorios estuvieron envuel-
tos en una serie de movimientos políticos y sociales que desembocaron
en pocos años en la independencia. Por eso la revisión del pasado incluye
varios aspectos.
Uno de ellos es, sin duda, el análisis de lo que pasó en América y en
la Península a partir de 1808: la prisión del rey Fernando VII, los cabildos
abiertos, las juntas de gobierno, la contrarrevolución, la guerra y por fin la
independencia. La historiografía liberal del siglo xix marcó la imagen que
hoy tenemos de estos complejos acontecimientos interrelacionados. Sin

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historiadores chilenos frente al bicentenario

ánimo de desacreditar esta copiosa producción, es necesario revisar algu-


nas de las tesis fundamentales que propusieron sobre la disolución de la
monarquía hispánica y el proceso de formación de las naciones. Conside-
ramos que esta revisión debería incluir lo que los contemporáneos dijeron
que pasó, esto es, su propia visión sobre los sucesos, y la contraposición
con la construcción historiográfica que a lo largo del siglo xix se fue desa-
rrollando y formulando. Algunos aspectos fundamentales del proceso fue-
ron dejados de lado: la formación de las identidades locales en el seno de
la monarquía que se manifestaron como naciones en el siglo xix; se olvidó
la conexión entre las revoluciones americanas por una acentuación del ca-
rácter local de la revolución; la actitud de los indígenas ante el proceso; el
protagonismo de las elites coloniales en la mutación política y cultural; la
continuidad de la estructura social de la colonia pese a la independencia
política; el carácter más o menos popular de la crisis y la participación po-
lítica posterior del pueblo en la construcción de la nación; se contrapuso
el período colonial, visto como una época oscurantista, con la nueva era
surgida a partir de 1810: igualitaria, libre, etcétera.
Sin duda 1810 fue el principio de una nueva era porque se inició un
proceso que concluyó con la disolución del régimen monárquico. Disolu-
ción que se llevó a cabo paulatinamente a lo largo del siglo xix. De ahí que
los contemporáneos hablen de una lucha entre partidarios de un sistema
nuevo que quiere reemplazar a uno antiguo. Se trataba del reemplazo de
un régimen marcado por una sociedad de castas y por privilegios, por
otro moderno, libre e igualitario. Esta sustitución fue formulándose pau-
198 latinamente, no estaba en el principio del proceso al menos como motor
del mismo. Más largo aún fue la implantación de esa sociedad y la incor-
poración al orden republicano, con igualdad de derechos, de todos los
sectores sociales.
La visión decimonónica también ha distorsionado la comprensión de
algunos aspectos. Uno de ellos es la asimilación de la formación de las
juntas gubernativas en 1810 con la independencia. Si bien fue un acto de
asunción de la soberanía, esto no ocurrió en un sentido moderno (sobe-
ranía de la nación), sino que hunde su raíces en el pactismo tradicional
constitutivo de una monarquía según la tradición occidental que arranca
desde la Edad Media. Los manuales de educación básica y media recogen
esta asimilación que ha sido enseñanza por generaciones. Así en Chile,
por ejemplo, si se pregunta a una persona cuándo fue la independencia,
la respuesta habitual es el 18 de septiembre de 1810. Chile no es un caso
aislado, en muchos países de América sucede lo mismo. Esta situación de-
lata no sólo una visión tergiversada, también un desconocimiento. Améri-
ca fue parte de una monarquía que se desintegró, formada por diferentes
reinos generalmente comprendidos como unidades administrativas de un
imperio. Si perdemos la visión del reino no comprendemos en lo esencial
el movimiento juntista hispano.
Nos detendremos en un aspecto que estamos estudiando actualmen-
te y que se refiere a una de las tesis instaladas en la historiografía chilena.
Nos referimos a la que sostiene que el clero chileno apoyó la causa realista
durante la independencia. Esta afirmación también forma parte del cono-

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

cimiento que un ciudadano medianamente formado tiene sobre la historia


de su país. La tesis fue formulada en el contexto decimonónico de la lucha
entre laicistas y conservadores. Se buscaba responder a una cuestión bási-
ca: ¿cuál fue el aporte de la Iglesia a la nación forjada a partir de 1810? La
identificación con la causa realista la dejaba automáticamente fuera. El fun-
damento de esta tesis se sustentaba en afirmaciones de contemporáneos
en momentos muy determinados. La más importante, la de un franciscano,
fray Melchor Martínez, encargado por el general Mariano Osorio durante
la reconquista de Chile de relatar los sucesos acaecidos durante la Patria
Vieja para enviar un informe al Rey y al Consejo de Indias. Según Melchor
Martínez: “El clero secular y regular en proporción de cuatro contra uno”,
era hostil al establecimiento de una junta de gobierno. Si bien esta afirma-
ción no puede ser descalificada, tampoco puede transformarse en el fun-
damento de una generalización que abarque a todo el clero chileno.
En primer lugar, Chile no se había independizado en 1810. La tesis se
construye entonces sobre la falacia a la que hicimos referencia. En segun-
do lugar, el dinamismo del proceso favoreció diferentes tomas de posicio-
nes ante los sucesos políticos, no sólo por parte del clero sino de todos
los sectores de la sociedad. Personajes como fray Camilo Henríquez o el
presbítero Isidro Pineda, no fueron excepciones a la regla, sino parte de la
realidad. Por último, sólo un estudio serio de la posición política adoptada
por cada miembro y comunidad del clero regular y secular podría susten-
tar esa visión, análisis que no encontramos en las obras de Diego Barros
Arana, Luis Amunátegui o Luis Barros Borgoño.
Un elemento siempre fascinante para los que estudiamos esta etapa es 199
el constante cambio de posiciones políticas. Hablando en términos gene-
rales, adhesiones claramente patriotas que se transforman en realistas. Me-
tamorfosis signada por quienes se hacen con el liderazgo de cada facción,
lo que nos debe hacer concebir el campo de lo social con una estructura
de red donde se enfrentan facciones políticas sustentadas en clanes fami-
liares. Las facciones más conocidas las formaban los Carrera enfrentados
con los Larraín. Cada una constituía una verdadera red familiar con miem-
bros en la administración, el ejército y el clero. Un estudio de la posición
política del clero no puede desconocer este aspecto. Lo más adecuado
para determinar la posición política del clero, finalmente adoptada, sería
situarlos dentro de las facciones políticas que se fueron formulando y en-
frentando a medida que transcurrían los acontecimientos.
Por otro lado, los términos ‘realista’ y ‘patriota’ resultan a veces de-
masiado amplios. Hubo etapas en las que se fue carrerista u ohigginista,
independentista o monarquista, siendo a la vez patriota o realista. En fun-
ción de la inteligibilidad, la explicación construida por la historiografía ha
tendido a simplificar los acontecimientos y a distorsionarlos, mucho más
cuando se los trata de hacer encajar dentro de un proceso que englobe las
independencias de América.
No se trata de transformar una revisión del pasado en una discusión
política actual, caeríamos en lo mismo que consideramos que hay que re-
visar, sino de mirar con desapasionamiento qué pasó. Tanto en la cele-
bración del centenario como en la del sesquicentenario se enfrentaron

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historiadores chilenos frente al bicentenario

intelectualmente, en torno a la supuesta adhesión al Rey del clero, his-


toriadores profesionales (liberales y marxistas) con representantes de las
órdenes religiosas que abordaron la problemática. El resultado fue toda
una línea de publicaciones que enfocan la participación de cada una de
las órdenes religiosas en la independencia. Una visión de conjunto de la
participación del clero secular en la revolución aún no ha sido abordada.
Lo más probable es que el clero no se haya pronunciado unánimemente ni
a favor ni en contra. Todo fue más complejo y cambiante.
Además, sobre la base de la posición política del clero del obispado de
Santiago, se generalizó con respecto a todo el clero de Chile. Esta visión
tan centralista deja de lado aspectos fundamentales de la problemática ta-
les como la activa participación del clero penquista en las juntas opuestas
a la de Santiago o el de los curas capellanes de los ejércitos patriotas en
todas sus etapas.
La historia se enriquece más si sumamos al estudio del proceso las ac-
tuaciones de los curas espías de los patriotas, como Juan de Dios Bulnes,
párroco de Talcahuano, o el decisivo apoyo de los franciscanos de Chillán
a la causa del Rey. Como toda la sociedad, el clero estuvo dividido ante los
cambios.
La situación se tornó más compleja por la problemática de los obis-
pos chilenos. El de Santiago, José Santiago Rodríguez Zorrilla, había sido
presentado al Papa por el Consejo de Regencia, considerado este último
ilegítimo por la mayoría de los territorios americanos (excepto México,
Cuba, Puerto Rico y Perú). El Papa lo nombró obispo, pero recién pudo
200 tomar posesión efectiva de la diócesis cuando el general Mariano Oso-
rio reconquistó el reino de Chile en 1814. El clero mismo se dividió en
cuanto a la aceptación de la legitimidad del nombramiento, que plantea-
ba un verdadero problema: si el Consejo de Regencia era legítimo (así lo
mostraba el Papa al aceptar la presentación) la Junta de Gobierno chilena
era la ilegítima. ¿Qué hacer? Aceptar a José S. Rodríguez Zorrilla era des-
conocer la autoridad de la Junta. No aceptarlo era desobedecer al Papa,
que había enviado las bulas, e implícitamente separarse de él. El proble-
ma más serio empezó en la República. Se llegó a una situación de tran-
sacción, José S. Rodríguez Zorrilla era el obispo titular, pero se lo separó
de la diócesis que fue gobernada por un eclesiástico designado para ello
por el cabildo eclesiástico, a veces, o por el gobierno otras. Sufrió este
Obispo tres exilios, el último en 1826 fuera del continente americano.
Murió en Madrid en 1832.
No podemos tampoco hablar de una posición oficial de la Iglesia como
institución formulada localmente ante el transcurso de los acontecimien-
tos. No existía esa concepción en la época, y los que actuaban como cabeza
de las diócesis chilenas tomaron posiciones personales.
El obispo de Concepción había apoyado abiertamente la invasión del
general Antonio Pareja del territorio chileno, por lo que se autoexilió en
1813 al ser vencido. Volvió a Concepción, muy desprestigiado ante el cle-
ro y la sociedad toda. Pidió al Rey ser trasladado de diócesis, lo que le fue
otorgado en 1816, cuando fue trasladado a la de La Paz y posteriormente
al arzobispado de Charcas. Desde allí fue finalmente exiliado por orden

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del mismo Simón Bolívar. Por lo tanto a partir de 1816 quedó en Chile y
en Sudamérica un solo obispo separado del gobierno efectivo de la dióce-
sis, José Santiago Rodríguez Zorrilla, a quien acudían desde los territorios
vecinos de Salta, Río de la Plata, Córdoba y Lima a recibir el sacramento
del orden sagrado.
Un análisis verdadero de la posición política del clero en la revolución
debería contemplar, por último, la relación de las diferentes instituciones
eclesiásticas con los gobiernos surgidos a partir de 1810. Los estudios sobre
el clero y la revolución americana de la época en otros países se centran so-
bre todo en los curas revolucionarios o en algunos obispos marcadamente
reaccionarios en lo político. Nada sabemos sobre los cabildos eclesiásticos.
Su tarea fue en realidad fundamental, ya que se convirtieron en la cabeza de
muchas diócesis ante la falta de los prelados que fueron exiliados o murie-
ron y no eran reemplazados por la vigencia del real patronato.
¿Hubo una toma de posición oficial romana ante la independencia de
América? La pregunta es pertinente y remite a la relación entre la Iglesia
americana y el Santo Padre. Era una relación mediada por el rey de España
y el Consejo de Indias, las consultas eran sencillamente imposibles por la
distancia y porque la comunicación directa era escasa. El Papa durante la
época colonial americana había intervenido en América en cuestiones doc-
trinales, litúrgicas y relativas al sacramento del orden.
Curiosamente el proceso independentista le permitió al Papa cono-
cer más directamente la situación americana e intervenir. Muchos obispos
exiliados por defender la causa del Rey acudieron a Roma para informar
directamente sobre su situación y la de sus diócesis. Los clérigos patriotas 201
también se comunicaron directamente con el Papa para denunciar los abu-
sos de los españoles a raíz de la restauración del Rey a partir de 1814 y la
reconquista de algunos territorios.
El papa Pío VII intervino condenando la revolución americana por me-
dio de una encíclica en 1816, cuando el rey Fernando VII estaba restaura-
do en su trono e instauraba nuevamente el absolutismo en España, con-
tando con el apoyo de la Santa Alianza. La rebelión americana, así era vista,
no podía poner en duda la alianza entre el papado y la corona española,
renovada en América durante el descubrimiento y la conquista del nuevo
continente. Desde la óptica europea era imposible que el Papa asumiera
otra actitud.
Pese a la explícita condena papal de la causa americana, los nuevos
gobiernos republicanos intentaron establecer una relación directa con la
Santa Sede. Una serie de delegaciones oficiales fueron enviadas a partir de
1818 desde América: del Río de la Plata, Chile, México, Colombia. Los emi-
sarios fueron escuchados y recibidos por el Papa no como representantes
diplomáticos de Estados independientes, sino como particulares. La razón
era muy simple: el Papa no quería indisponerse con el Rey. Estas delegacio-
nes abrieron la puerta de entrada de la Santa Sede a América: por primera
vez el Papa fue consultado en forma directa para resolver los problemas de
la Iglesia americana. Pero la nueva relación no fue tan fácil de entablar: la
misión del vicario apostólico Juan Muzi a Chile fue considerada un fracaso
tanto por el gobierno chileno como por Roma.

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historiadores chilenos frente al bicentenario

Recién después de las declaraciones de la independencia de México


y Perú, y de la derrota definitiva de las tropas españolas en la batalla de
Ayacucho (1824), Europa en general, y la Santa Sede en particular, se re-
lacionarán de otra manera con las repúblicas independientes americanas.
En este contexto fue más fácil para el Papa desentenderse de su tradicional
alianza con el Rey. Sin consulta previa, sin aplicar el real patronato, el Pa-
pa nombró en 1827 y 1829 obispos para las sedes vacantes americanas. La
presencia de Roma en América se fortaleció: intervino en el gobierno de la
Iglesia, nombró sólo obispos basada en información generada sobre cana-
les propios de contactos, se inició un proceso de tendido de nuevas redes
de vínculos que permitieran conocer más la realidad americana. Probable-
mente la situación formó parte de un proceso que se afianzó paulatina-
mente a lo largo del siglo xix: la romanización de la Iglesia universal. Pero
en la posindependencia la relación con la Santa Sede había que construirla
y en América, el proceso independentista favoreció que cualquier autori-
dad supralocal fuera rechazada. Luego de una larga tradición de tres siglos
de regalismo y patronato la pregunta era: ¿qué tiene que hacer el Papa en
el gobierno de la Iglesia local? ¿No son suficientes las autoridades civiles y
eclesiásticas locales para ello?
A esta altura nadie dudará de que el clero participó en los aconteci-
mientos políticos a partir de 1810 de una manera diferente que la que lo
sitúa sólo apoyando una causa. Un aspecto tan fundamental para la exis-
tencia misma de la Iglesia, como el del patronato, estaba redefiniéndose a
raíz de la ausencia del Monarca cautivo. Si el Rey, depositario del patronato
202 de la Iglesia americana, no estaba en condiciones de ejercerlo, fue natural
para las juntas patriotas considerarse herederas del patronato regio, ya
que gobernaban en nombre del Rey. Por otro lado, las juntas americanas
expresaban, en la más profunda tradición pactista hispana, que la sobe-
ranía había vuelto al reino. Las precedía un siglo de regalismo que había
afirmado que el patronato era inherente a la soberanía del Rey. Sin propo-
nérselo, los Borbones allanaron el camino que condujo a la afirmación de
la legitimidad del patronato republicano, heredero del regio.
Lo expuesto demuestra que la explicación de la participación del cle-
ro, en términos de adhesión o rechazo a la causa patriota o a la realista, es
muy simplista. El proceso político redefinió la existencia de la Iglesia en
América desde las bases mismas de su establecimiento. Éste es el tema que
hay que analizar y estudiar para dilucidar problemas adyacentes desde el
de la soberanía de las juntas de gobierno hasta la definición de un estado
confesional.
Nuevas perspectivas para temas aparentemente dilucidados deben
comprometer nuestra participación como historiadores en la celebración
que se aproxima. La nueva formulación de preguntas tan simples como
qué pasó y de qué manera, pueden guiar no sólo el estudio del pasado
sino el contenido de una fiesta de doscientos años.

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

Civilización y desarrollo

Joaquín Fermandois
Pontificia Universidad Católica de Chile

L a “generación de la crisis”, en torno a 1910, fue en cierta manera la pri­


mera falange de chilenos que se transformó en una crítica consciente
acerca de las insuficiencias del Chile que, por otra parte, se jactaba de los 203
cambios y del progreso que habría experimentado el país desde 1810. Pun-
to y contrapunto de la historia a comienzos del siglo xx.

Punto de fuga

¿Qué expresaba aquella “generación de la crisis”? Era claro que tenían co-
mo metro de comparación no sólo a Argentina, país que mostraba la diná-
mica que podría haber hecho de ella la Australia del cono sur. Con todo,
la referencia esencial estaba dada por Europa. La famosa expresión pays
de sauvages, con la que algún chileno de clase alta habría espetado desde
su balcón al país popular, se pensaba siempre en relación con el metro, la
“civilización”, centrada en torno a París, pero que implicaba a los países de
Europa occidental. A lo largo del siglo xx, la referencia europea como para-
digma no ha cedido casi nada como fuente de las ideas para la sociedad chi-
lena. Es cierto que la percepción de la sociedad de masas ha provenido de
Estados Unidos, como ha sido una contraparte económica que a veces ha
eclipsado a Europa, además de su importancia como potencia planetaria.
Y la llegada de las potencias asiáticas para la economía chilena ha sido en
las últimas décadas otro elemento del horizonte del país austral. Todo esto
ha hecho más complejo aquello de la “civilización” de la que dependemos
como horizonte de un “deber ser”, en orden a apreciar el tipo de sociedad
que tenemos. El triángulo París-Londres-Nueva York sigue siendo la “fábrica

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historiadores chilenos frente al bicentenario

de ideas del mundo”, y de un cierto paradigma político-moral. Nuestro país


nació a la vida republicana al alero de las transformaciones traídas por las
“revoluciones atlánticas”, que incluían la creación de la política moderna.
Luego, esto tendría proyecciones planetarias. La historia ideológica del si-
glo xx tuvo una reproducción con intensidades insospechadas en este lugar
al “fin del mundo”, aunque no extrañas dada la filiación original.
La orientación hacia el mundo europeo, ¿no será una forma de “de-
pendencia”, de “subordinación poscolonial”, de ser presa de ideas “forá-
neas” o de enajenación propia a una “periferia” apisonada por las grandes
potencias o por la superpotencia? Éstas han sido formas corrientes de mi-
rar esta relación a lo largo del siglo xx, hasta la actualidad. Es un modo de
pensar la realidad histórica que ciertamente estará presente en el bicente-
nario, entre otras razones porque es muy popular entre los intelectuales
latinoamericanos.
Aquí me permito partir de otro supuesto, de que toda gran época his-
tórica, y ciertamente la modernidad lo es, se orienta hacia paradigmas,
modelos de proyección, que generalmente se desarrollaron en torno a
centros de poder. La creación de éstos puede también, en acto de apro-
piación, ser asumida por una sociedad “periférica” , que se constituye a su
vez en “centro”, de acuerdo con los criterios que permitan estar a la “altu-
ra de los tiempos”, según la acertada expresión de José Ortega y Gasset.
No es necesario acceder al grado de “potencia”, ya sea como unidad o en
coalición, para poder decir que un país como Chile pueda ser considerado
parte de un mundo deseable. A veces un entorno internacional desfavora-
204 ble constituirá una valla formidable, pero no parece ser un obstáculo in-
superable para nuestro país. En el sistema internacional contemporáneo,
el tamaño no dice mucho acerca del grado de civilización. Las dificultades
parten en nosotros mismos, de nuestra historia como sociedad, como gru-
pos y como personas. Llegar a constituirse en sociedad que no sólo sea
contemporánea a nuestro tiempo sino que esté a su “altura”, es justamente
el desafío de alcanzar los niveles de sociedad civilizada. Parte de ese ser
civilizado es el “desarrollo” tantas veces una entelequia o un fetiche, pero
no por ello menos deseado, y probablemente ineludible.

La idea de “civilización”

Ninguna civilización constituye una panacea, incluyendo a la civilización


moderna y esta “civilización universal” (Naipaul) que emerge ahora. Ese
paraíso perdido no se encuentra en el horizonte de la historia, y está bien
que así sea. El concepto de “civilización” en los siglos xviii y xix tenía una
resonancia optimista, casi mesiánica. Desde Sigmund Freud, por citar un
nombre, el uso común en las artes y en las letras lo ha identificado con la
“represión”, especialmente en la retórica autodenominada “posmoderna”.
Me permito enunciar un segundo supuesto. No cabe duda que una
civilización constituye una fuente de problemas y contradicciones. Es lo
que hace de ella origen de tensiones, un equilibrio precario entre valores
y sistemas, que en su amplitud y contradicción enriquecen la vida; asimis-

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

mo, la presentan con amenazas, grandes o pequeñas. Todo sistema social


en la historia es una trampa y una promesa, y la modernidad no iba a ser
menos. Aquellos lenguajes que ponen el acento en la “dependencia” y en
la “crítica”, no constituyen menos una creación de la misma modernidad,
como los que llaman a una aceptación indefinida de la expansión material.
Vienen de un tronco común, aunque puedan mostrar autonomía. Para col-
mo, también estos lenguajes se han asociado a desenfadadas persuasiones
represivas, que esgrimieron el más sofisticado aparato conceptual y las
más exquisitas disquisiciones estéticas y filosóficas.
De las tensiones de la modernidad han surgido persuasiones diferen-
tes de lo que debe ser una civilización, diferentes en relación con el siste-
ma central, que nace en Europa occidental y América del Norte entre los
siglos xviii y xix. Basta con recordar al marxismo y al fascismo. La primera
tuvo alcance global; la segunda era más “europea”, en algunos rasgos ais-
lados, pero potentes se reprodujo mucho en el “tercer mundo”. Es decir,
provenir del centro de la civilización no constituye garantía de alcanzar el
“orden deseado” o “perfecto”, ni en lo material ni en lo moral. A lo largo
del siglo xx, en regiones culturales muy remotas al nacimiento de la mo-
dernidad, se acogieron con delirio persuasiones de la modernidad de in-
creíble pasión homicida, como el Gran Salto hacia Adelante y la Revolución
Cultural del maoísmo; el genocidio acometido por Pol Pot en Cambodia; y
la guerra de extermino desencadenada por Sendero Luminoso en Perú.
A la gran disputa entre totalitarismo y “democracia”, que le dio su ca-
racterística a la mayor parte del siglo xx, y que en cierta manera venía
anunciándose durante todo el siglo xix, le ha seguido la aceptación en 205
cuanto modelo universal, del segundo. Me gustaría llamarlo el “sistema
occidental”, por su cultura de discusión, la distinción Estado-sociedad, la
economía de mercado, la competencia de poder, todo ello enmarcado en
el “estado de derecho”. Esta descripción tiene aliento a embellecimiento,
a no ser por la famosa frase atribuida a Winston Churchill, “la democracia
es el peor de todos los sistemas, excepto todos los demás”. Después de la
Guerra Fría, entendida como período del sistema internacional, y en parte
como denominación de una época en la que Chile fue ejemplo destacado
de sus características centrales, ha habido un consenso de mayor o menor
grado en torno a las virtudes del “modelo occidental”. En la práctica, más
de la mitad de los sistemas políticos del planeta son “autoritarios”, eso sí,
desprovistos de un lenguaje universal.

El desarrollo en cuanto meta

Primo Levi, en su libro Si esto es un hombre, en un momento se olvidó de


la “lucha por la vida”, dice que: “en efecto, un país se considera tanto más
desarrollado cuanto más sabias y eficientes son las leyes que impiden al
miserable ser demasiado miserable y al poderoso demasiado poderoso”.
Lograr “el desarrollo” parece ser la suprema meta de la civilización mo-
derna, y no tiene nada de extraño. “Desarrollo”, “desarrollismo”, “vía no
capitalista de desarrollo”, son expresiones que pesaron mucho en la his-

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historiadores chilenos frente al bicentenario

toria de Chile. La reforma económica iniciada hace treinta y un años, que


significó un sacrificio de proporciones depresivas, fue asumida como el
punto de referencia para el Chile que surge desde fines de los años ochen-
ta. Que para el 2010, el bicentenario, Chile iba a ser “un país desarrollado”
era una consigna publicitada en los años noventa. Los chilenos han tenido
que sobrevivir a las promesas no cumplidas, porque es ilusorio que algo
así como “desarrollo” sea algo como planificar una nueva red caminera.
¿Pero, de qué estamos hablando?
Toda época tiene su metro. La era moderna ha entregado la posibilidad
de crear un “estado de derecho” que cumple uno de los requisitos estable-
cidos por Primo Levi, que nadie “se arranque con los tarros” y adquiera un
poder desmesurado; que el débil tenga una voz y las garantías mínimas.
La democracia moderna se asienta en este pilar; y tiene otro, lo que al co-
mienzo de la Revolución Industrial se llamó “mejoramiento”, es decir, que
las posibilidades materiales y físicas de cada ser humano iban en aumento,
hasta alcanzar a la inmensa mayoría, mientras que hasta entonces la pobre-
za era el destino de la multitud.
Así, se podría definir a las sociedades desarrolladas a las que han lo-
grado trasladar a la mayoría de su población, en proporción siempre cre-
ciente, a una condición de “clase media”. Ésta tendrá educación e ingresos
más o menos comparables a las que se consideran “desarrolladas”, aunque
la medida va cambiando de generación en generación. Si se da una con-
centración de la riqueza, existe un elemento de equilibrio al crecer la clase
media y su estilo de vida llega a ser el patrón general. Para que sobrevivan
206 los valores “aristocráticos” y “populares”, como es necesario que lo hagan,
deben fundirse con ese sustrato de “clase media”.
Para que el desarrollo sea “civilización” se requiere además “estado de
derecho”. No se trata sólo de elecciones, de parlamento y de partidos. El
ser humano promedio debe tener fe en que los tribunales lo ampararán;
que no sólo sea más seguro acudir a la policía que a las mafias (lo contrario
sucede en algunas partes de América Latina, y quizá en alguna de nuestras
poblaciones). Tiene que existir un grado de dinamismo en el debate pú-
blico. Si existe crisis de la política, que la hay, también se ha extendido el
ámbito que pertenece a lo público, que se relaciona con seres individua-
les, con la vida cotidiana, y con las pequeñas agrupaciones y asociaciones
de interés (legítimo). La violencia en las calles no puede ser más alta que
determinado grado, o el país no es “civilizado”. Se podrían enumerar mu-
chas condiciones necesarias. La unión de esta esfera pública y la vida mate-
rial hace el “desarrollo”, añorado como pocas veces de manera tan ansiosa
como por Primo Levi.
Se ha dicho que nuestra América se encuentra “entre la barbarie y la
civilización”. Sin histrionismos, la región concitará respeto cuanto más se
acerque al desarrollo y al orden civilizado. Es el horizonte hacia donde
debe mirar el país en momentos en los cuales nos aproximamos acelerada-
mente al bicentenario. Con la celeridad de la existencia humana, la fecha
de 2010 nos dejará atrás más pronto de lo que percibimos ahora. Es una
meta de largo plazo en cuyo logro se probará la universalidad de la civiliza-
ción iberoamericana, y del puesto de nuestra patria en ese mundo.

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

La cultura política
y las relaciones de género
a doscientos años
de la independencia de Chile

María Fernández
Universidad de Chile

207

E l proceso de aprender a hacer política y el desarrollar formas de enten-


derla partiendo por comprender lo que se es, ha sido un largo camino,
aunque pareciera menos empedrado que el de otros países latinoameri-
canos, pero que aún no ha terminado, y tal vez nunca termine, debido al
dinamismo cultural propio de una sociedad. Después de casi doscientos
años, sin embargo, hay aspectos cada vez más definidos sobre los derechos
del individuo y con ello los derechos –y en ocasiones los “no derechos”–
de grupos étnicos, mujeres, hombres y lo que algunos llaman grupos “sub-
alternos”. En este ensayo propongo que, si bien Chile ha avanzado hacia el
progreso y la modernización en varios aspectos, los resultados parecen no
reflejar que los chilenos sean tan progresistas como el mundo de hoy lo re-
quiere. Para articular esta discusión en forma concreta utilizaré el análisis
de la reformas del Código Civil en Chile desde su creación hasta 2006.
Respecto a lo propuesto por el Derecho Civil en el cono sur latinoame-
ricano, por ejemplo, en Argentina, Uruguay y Chile, se sabe que definía
los derechos del individuo y los derechos familiares. También se ha com-
probado que cambió poco una vez lograda la independencia de España,
y que tampoco se alteró demasiado la regulación de los asuntos internos
de la Iglesia y su relación con el Estado. Entre 1858 y 1879, sin embargo,
Chile, Argentina y Uruguay renovaron sus sistemas jurídicos y los códigos
civiles adoptados se inspiraron en el Código Napoleónico y las leyes ingle-
sas, ambas muy admiradas por los legisladores de América del Sur. Estos

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nuevos códigos civiles restringieron los derechos de las mujeres casadas


severamente y de las mujeres menores de edad, lo que dio fuerza a un
sistema patriarcal en el que la autoridad de los padres y maridos tenían
pocas restricciones legales. Al pasar del tiempo y de que las naciones em-
pezaron a acercarse a los modelos europeos de industrialización y tecno-
logía, comenzó a cuestionarse la sabiduría de estas leyes. Al parecer, la
subordinación legal de las mujeres a los hombres como hijas y esposas, no
era compatible con el nuevo concepto de igualdad de los sexos que estaba
en boga en Europa y Estados Unidos, y mucho menos con el concepto de
‘progreso’ que esas naciones proponían.
Hay varios trabajos que explican que muchos temas en relación con el
género fueron considerados materias privadas de la familia y que el Estado
había confiado la protección de la familia a la Iglesia. Me atrevo a propo-
ner que consecuentemente, el Código Civil concedía la existencia de una
especie de “religión estatal,” reguladora de los eventos básicos de la vida:
el nacimiento, matrimonio y muerte. Por lo tanto, para redefinir primero
la personalidad jurídica de las mujeres dentro de la familia y la sociedad,
los juristas tenían que redefinir la relación entre la Iglesia y el Estado. El
Estado tenía que asumir un nuevo papel en el mando de sus asuntos y
secularizar varias instituciones. Ningún cambio de las relaciones entre los
sexos podría tener lugar hasta que ese problema estuviera resuelto. Por lo
tanto, desposeer a la Iglesia de su control sobre el matrimonio era una ta-
rea compleja. Chile emprendió esta labor entre 1884 y 1889 como parte de
un grupo de reformas planeadas y llevadas a cabo por una generación de
208 legisladores liberales y políticos. Estas reformas no estaban directamente
relacionadas a los derechos de la mujer, pero fueron consideradas como
esenciales para el proceso de modernización al estilo europeo y estado-
unidense, que el país estaba implementando. Las leyes que definían el
matrimonio eran la clave para determinar y controlar las relaciones de
género en la familia. El matrimonio, declaraba el Código Civil chileno,
era: “un contrato solemne con que un hombre y una mujer quedan indi-
solublemente unidos por el resto de su vida, para vivir juntos, procrear,
y para prestarse ayuda mutua”. Aunque un contrato legal, el matrimonio
era llevado a cabo por la Iglesia Católica y seguida por la ley canónica; los
sacerdotes realizaban la ceremonia y guardaban los archivos oficiales. Sólo
la muerte o una anulación especial podían separar a una pareja. Aunque
tal separación fue llamada “divorcio”, ésta obstruía segundas nupcias; y,
por lo demás, una disolución absoluta era extremadamente difícil de obte-
ner. Al parecer, el Código Civil reconoció sus bases canónicas y construyó
sobre ellas las obligaciones legales del matrimonio. Los esfuerzos por des-
mantelar las restricciones legales en los hombres casados y mujeres, im-
puestos por la Iglesia y sellados por el Código Civil, parece ser de primera
importancia para los/las feministas de ambos sexos.
Siguiendo las relaciones tan cercanas entre Iglesia y Estado, esto a pe-
sar del proceso de secularización, el Código Civil chileno les asigna a los
maridos un completo control administrativo sobre la propiedad de la es-
posa, incluyendo lo que ella poseía antes del matrimonio y lo que adquiría
después de él. La determinación de lo que era “suyo” y “de ella”, y de lo

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que era “de ellos,” era muy importante. Para retener dominio sobre su pro-
piedad, la mujer tenía que establecer legalmente lo que poseía antes del
matrimonio. De esta forma, su propiedad quedaba descrita y “separada”
de la comunidad conyugal. Además, no podían participar en una acción
legal, ni asumir o abandonar un contrato, vender o hipotecar su propiedad
así se haya casado con “separación de bienes” o no, a menos que contara
con una autorización de su marido, o bajo las pocas condiciones excepcio-
nales establecidas por el Código.
Otro tema de crucial importancia, era el control sobre los hijos. Ambos
padres eran responsables por criarlos y educarlos, pero la representación
legal era privilegio del padre. La patria potestad, es decir, los derechos
que la ley confiere al padre sobre la persona y propiedades de sus hijos
menores, sólo se le cedía a la madre en la ausencia del padre, por muerte,
abandono, abandono de deberes paternales, o cuando una mujer era el
único padre reconocido –madre de niños nacidos fuera del matrimonio.
Esta situación nos permitiría concluir que la pérdida de control sobre sus
personas y sobre sus hijos, sus propiedades y la habilidad de ejercer sus
propias decisiones, serían, principalmente, las fuentes de descontento de
las mujeres casadas al final del siglo xix. Por lo tanto, el sexo y el estado
civil, y no la clase social, colocaría a todas las mujeres bajo las mismas cir-
cunstancias. Ya sean obreras fabriles o profesionales universitarias, las mu-
jeres casadas se veían igualmente restringidas por la ley. Las discusiones y
debates en relación con lo que debían ser las reformas del Código Civil ga-
naron importancia en la primera década del siglo xx. Muchos argumentos
teóricos fueron discutidos en tesis de Derecho. Estos trabajos académicos 209
ilustran la dirección del pensamiento legal en los hombres más jóvenes.
Todos estaban en desacuerdo con el estatus legal que se le asignaba a la
mujer, y acordaban que como las mujeres habían logrado niveles más altos
de educación y eran una fuerza laboral importante en el país, debía poner-
se fin a su sometimiento legal. Estos postulados pareciera que provinieran
de representantes de diversas tendencias políticas; tanto así que socialistas
y liberales parecen haber compartido su interés por las reformas legales y
sociales. Cabe preguntarse aquí, ¿por qué hay tal apoyo entre grupos polí-
ticos tan disímiles? ¿Cuál es la verdadera agenda política que estaba en dis-
cusión, entonces? Probablemente, los hombres llevaron el estandarte de
las reformas legales porque ellos eran los únicos con el poder político para
hacerlo, sin embargo, a las mujeres no les faltaron opiniones en relación
con su condición. En 1910, en el primer Congreso Femenino Internacio-
nal en Buenos Aires, Ernestina López discutió el tema sobre subordinación
legal de la mujer al definir justicia. Si bien su postura buscaba cambios, su
propuesta es menos radical que la de las argentinas y brasileras, quienes
no dudaban ya de hablar de divorcio y aborto.
La ascensión de Arturo Alessandri a la presidencia de la nación en 1920
señaló el advenimiento de un populismo político y con él la intervención
del Ejecutivo en relación con reformas sociales. Éstas llegaron en 1925,
1934 y 1952. En la primera se concede a la mujer el derecho de actuar
como guardián, ejecutora y testigo, y concederle a la casada la libertad de
ejercer cualquier ocupación y administrar sus ingresos, a menos que su

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marido lo objetara. La segunda, planteaba que las casadas podían practicar


o aceptar cualquier empleo, al menos que sus maridos se lo prohibieran ex-
plícitamente. Si un juez obstruía una declaración de objeción del marido, la
mujer tenía el derecho de mantener el control sobre sus ganancias como si
estuviera legalmente “separada”. De esta forma, los empleadores que con-
trataban a mujeres estaban protegidos por la ley ante cualquier demanda
del marido, ya que sólo la propiedad de la mujer estaba expuesta a deman-
da. Paralelamente, la propiedad del marido no podía ser utilizada para el
pago de deudas de su esposa en una demanda. Las menores de veinticinco
años necesitaban autorización judicial para poner gravámenes sobre bienes
raíces. Las divorciadas en perpetuidad estaban en completo comando de su
propiedad. En este caso, además, el derecho a patria potestad era compar-
tido por ambos, pero los padres tenían precedencia sobre las madres a la
hora de nombrar un guardián o ejecutor. La reforma de 1952 plantea que
en caso de adulterio por parte de la mujer, pierde las ganancias de la socie-
dad conyugal, privándola, además, de la administración de sus bienes pro-
pios. Asimismo, la madre y el padre quedan sometidos al mismo régimen
en cuanto a la imposibilidad de designar guardador por testamento en el
caso de adulterio y posterior divorcio. Por otro lado, la mujer es incapaz de
ser guardadora y el marido no puede ser curador de su mujer si ésta está
casada con separación de bienes. Se define el concepto de capitulaciones,
ya que este señalaba que eran las convenciones que celebraban los esposos
antes de contraer matrimonio, relativo sólo a los bienes que aportaba el
marido. Y finalmente, tal vez, el artículo más importante de la reforma se
210 relaciona con que el marido no podrá enajenar voluntariamente, gravar o
arrendar los bienes raíces sociales sin la autorización de la mujer.
Por lo tanto, al parecer las revisiones del Código Civil de mitad del siglo
xx sufrieron una evolución importante de ser cianotipos para la igualdad
económica y expresiones de reconocimiento de la habilidad intelectual de
la mujer hasta llegar a reconocer la cierta igualdad entre mujeres y hom-
bres dentro de la familia y varias situaciones sociales. Habría que indagar
si una vez que los derechos de madre de la mujer casada se convirtieron
en un tema de análisis que necesitaba revisión, la reforma del Código Civil
se tradujo en un problema familiar. Podría ser que compartir la responsa-
bilidad de los hijos se convirtiera en un símbolo de igualdad de la mujer.
Por otro lado, hay que tener presente, siguiendo ciertos aspectos de la cul-
tura chilena, que el reconocimiento legal de los valores de la maternidad
reconocía la aceptación cultural de que ésta era la misión más importante
de las mujeres en la vida. Desde que las feministas comenzaron a escribir
sobre la reforma del Código Civil, a fines del siglo xix, parece ser que no
pretendían eliminar las diferencias sicológicas entre hombres y mujeres.
Su objetivo era compartir con los hombres los derechos que ellas necesi-
taban para realizar “los sagrados deberes,” esto es, ser mujer y madre. El
derecho a escapar del privilegio legal del marido, para controlar las ganan-
cias de la esposa, por ejemplo, se defendía como el derecho de la madre
para usar su dinero en la alimentación de sus hijos; el derecho para com-
partir la patria potestad se defendía como el derecho de las madres para
asumir su responsabilidad criando a sus hijos. Probablemente, muy pocos

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podrían desafiar que lo que se buscaba con la reforma del Código Civil era
lo que ellas planteaban. Sería interesante preguntarse, de todas maneras,
¿hasta qué punto las feministas manipularon estos conceptos que sabían
con certeza que serían aceptados y reconocidos por toda la sociedad –y no
sólo por los hombres– para lograr sus objetivos máximos?, que podrían
haber sido abrir el camino a la integración de la mujer en política y, en
este sentido, alcanzar los derechos plenos de todo ciudadano de Chile. Se
podría especular, por otro lado, que la mayoría de las feministas querían
la igualdad ante la ley para terminar con la situación de subordinación in-
telectual y económica en que la mujer se encontraba; y no necesariamente
para desasirse de los deberes de maternidad, ni para desafiar a los hom-
bres en aquellos papeles en que se sentían cómodos.
La última mitad del siglo xx, en cambio, podría ser caracterizada por
tres momentos históricos que explican las reformas al Código Civil. Estos
momentos son: la experiencia socialista de la Unidad Popular con el go-
bierno de Salvador Allende, donde se dan altas expectativas de progreso
en lo referente a derechos sociales; un segundo momento es el golpe mi-
litar de 1973, el cual provoca desilusión y pérdida de esperanzas de lograr
las expectativas de tiempos anteriores y el retorno a la democracia marca
otro hito que re-define, de alguna manera, nuestra percepción de la “de-
mocracia.” Las expectativas son aún mayores y el disgusto por los diecisie-
te años de gobierno militar parece dar fuerzas para exigir cambios.
Curiosamente, las últimas reformas al Código Civil se dan a fines de
siglo, entre 1989 y 2004. Sin embargo, no podemos obviar que en 1970 se
presenta un proyecto de ley que pretendía entregar plena capacidad a la 211
mujer casada. Pero ninguno de los cónyuges tenía derecho de enajenar vo-
luntariamente, ni gravar los bienes raíces adquiridos en el matrimonio. La
ley definitiva –después de muchos otros proyectos de ley– será promulga-
da en 1989, bajo el gobierno militar. Sus objetivos se pueden definir como:
dar plena capacidad a la mujer casada en sociedad conyugal; mantener el
régimen de sociedad conyugal como régimen legal; validar los actos de la
mujer casada, esto es, que ya no requieren autorización del marido, ni de
la justicia en subsidio, es decir, ahora sus actos no engendrarían obligacio-
nes, sino que siempre produciría obligaciones civiles; busca también man-
tener el derecho natural, donde la autoridad última en la familia la tendría
el marido. Claramente, si bien esta ley le da derechos a la mujer y deja de
lado el concepto de que tiene “obligación de seguir a su marido”, se reco-
noce que el que posee la autoridad en la familia es el padre. Por lo tanto,
se desconoce la igualdad de género, aspecto fundamental para demostrar
un avance propio de la modernización y la globalización. Sin embargo,
no hay nada inesperado en esta ley. Por un lado, se validan los actos de
la mujer casada para así favorecer al importante número de mujeres que
apoyaban la dictadura de Augusto Pinochet. Y, por otro, no se quiebra con
el concepto de familia paternalista que fervientemente compartían estas
mujeres. La posibilidad de una ruptura familiar es una de las razones que
las había llevado a tomar las calles en 1972 –la llamada movilización de la
ollas vacías– llamando a un golpe de Estado para salvar al país del “marxis-
mo comedor de hijos”.

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Desde el retorno a la democracia en Chile, se ha incorporado en las


agendas gubernamentales una preocupación por la equidad de género y
la situación de desventaja social de las mujeres con relación a los hom-
bres. Por ello, en 1991 se creó el Servicio Nacional de la Mujer, organismo
público responsable de colaborar con el Ejecutivo en la promoción de la
igualdad de derechos y oportunidades entre mujeres y hombres en el de-
sarrollo político, social, económico y cultural del país. Durante el primer
gobierno democrático (1990-1994), dicho organismo elaboró un plan para
conceptualizar, ordenar y coordinar las políticas necesarias para promover
el adelanto de las mujeres chilenas. El Plan de Igualdad de Oportunida-
des para las Mujeres 1994-1999 fue asumido como plan de gobierno en
1995 y se transformó en la principal herramienta para el cumplimiento de
los acuerdos de la Cuarta Conferencia Mundial sobre la Mujer, realizada
en Beijing durante ese mismo año. La intención general de este plan fue
promover la redistribución equitativa entre los géneros, de los recursos y
tareas sociales, derechos civiles y participación, posiciones de poder y au-
toridad y valoración de las actividades que realizan hombres y mujeres. En
el ámbito de la legislación de familia algunos de los logros más relevantes
han sido la aprobación de los siguientes cuerpos legales: ley de Violencia
Intrafamiliar; ley que reconoce la igualdad jurídica de los hijos/as nacidos/
as dentro y fuera del matrimonio y la ley sobre régimen de participación
en los gananciales y patrimonio familiar que posibilita un régimen alter-
nativo al de sociedad conyugal. Todas ellas buscan eliminar discriminacio-
nes vigentes en los cuerpos legales, fruto de una concepción excluyente y
212 normativa respecto de los arreglos considerados como “familia legítima”
así como proteger a los individuos –especialmente mujeres e hijos– que se
encuentran en una situación de desventaja al interior del grupo familiar.
Ésta es la primera vez en la historia de Chile que se pide la asesoría de un
organismo encargado de los asuntos de la mujer para tratar temas sobre la
mujer en la legislación chilena. En 1998 se aprueba otra reforma relacio-
nada con la filiación. Ésta modifica el Código Civil y otros cuerpos legales
en materia de filiación para reconocer la igualdad jurídica de todos los
hijos nacidos dentro y fuera de matrimonio. La ley posibilita, además, la
investigación de la paternidad o de la maternidad, incluyendo el derecho a
reclamar la filiación como imprescriptible e irrenunciable; también amplía
la patria potestad a la madre.
Finalmente, la ley Nº 19.947 es la más progresista que ha aprobado
el Congreso de Chile y se relaciona con un tema que provoca controver-
sia directa con la Iglesia Católica: el matrimonio civil, donde se acepta el
divorcio como un acto legal y se establece básicamente una nueva ley en
relación con el matrimonio civil. En ella se sustituye la Ley de Matrimonio
Civil de 10 de enero de 1884, por la siguiente: La familia es el núcleo fun-
damental de la sociedad; el matrimonio es la base principal de la familia.
Por lo tanto, regula los requisitos para contraer matrimonio, la forma de
su celebración, la separación de los cónyuges, la declaración de nulidad
matrimonial, la disolución del vínculo y los medios para remediar o paliar
las rupturas entre los cónyuges y sus efectos. Además, plantea que la facul-
tad de contraer matrimonio es un derecho esencial inherente a la persona

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humana, si se tiene edad para ello y dice que las materias de familia regula-
das por esta ley deberán ser resueltas cuidando proteger siempre el interés
superior de los hijos y del cónyuge más débil. Asimismo, es el juez quien
resolverá las cuestiones atinentes a la nulidad, la separación o el divorcio,
conciliándolas con los derechos y deberes provenientes de las relaciones
de filiación y con la subsistencia de una vida familiar compatible con la
ruptura o la vida separada de los cónyuges.
Si bien aprobar el divorcio es una medida progresista para un país
mayoritariamente católico, no lo es tanto si ponemos el caso chileno en el
contexto mundial. La mayoría de los países católicos en la actualidad, salvo
Malta –hasta 2004 se debe considerar Chile como la otra excepción– existe
el divorcio legal. Prácticamente la totalidad de los países occidentales han
adoptado el divorcio desvincular hace más de treinta años y sus mecanis-
mos para lograrlo son menos complicados y más breves en tiempo que lo
que ha plateado la ley chilena hoy.
Sabemos que en la práctica en Chile el divorcio desvincular viene apli-
cándose desde el año 1925 a través de la nulidad de matrimonio por in-
competencia del oficial del Registro Civil, que no es más que un divorcio
bilateral no regulado. De esta forma, nuestra jurisprudencia aceptó el di-
vorcio bilateral a través de la nulidad del matrimonio como una manera
de adaptar una legislación anacrónica a las necesidades de los ciudadanos.
Así y todo, dicho esfuerzo, que en su época era insuficiente lo era más aún
hasta el 2004, ya que colocaba a la parte que desea rehacer su vida en una
situación negociadora muy desmejorada. Así, la parte que no tenía ningún
interés en disolver el vínculo exigía una compensación superior a lo que 213
le correspondía recibir por sus probables derechos hereditarios. Este sis-
tema afectaba también a los más pobres, pues no contaban con los medios
para realizar este trámite, pagar a un abogado o, simplemente, subsidiar
las necesidades que el cónyuge –mayoritariamente, la mujer– exigía para
acordar una nulidad. Por lo tanto, la necesidad de legalizar este asunto no
surge con el regreso a la democracia, pues existía desde mucho antes, pero
hasta 2004 no hubo acuerdo para legislar sobre ello. Mas, es sólo en los
sesenta que hay débiles discusiones respecto a la necesidad de considerar
el divorcio como una alternativa en caso de ruptura matrimonial.
Esta última reforma, por lo tanto, demuestra que a pesar del disgusto
que pueda haber expresado la Iglesia Católica y el Partido Demócrata Cris-
tiano –uno de los más importantes miembros de la Concertación, es de-
cir, un partido de gobierno– Chile, a través de sus congresales aprueba la
reforma. Es decir, abiertamente el Estado y la Iglesia están en desacuerdo,
y el gobierno no hace nada por evitar el cambio. Aunque sí, se preocupa
por elaborar una ley bastante engorrosa que casi más por perseverancia
que por eficiencia se logra el divorcio matrimonial. Por otro lado, esta ley
plantea la igualdad entre hombres y mujeres casados. En otras palabras,
formalmente dentro del matrimonio la mujer y el hombre tienen los mis-
mos derechos y deberes, y el más “débil”, según plantea la ley, puede ser
cualquiera de ellos, y será a aquél el que se protegerá. El valor de esta ley
no se encuentra sólo en el tema de la igualdad en términos de protección
sino, también, en el derecho a pedir el divorcio y a considerar y tratar en

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forma paralela el adulterio, tanto del hombre como de la mujer. Asunto


que más que nada afecta al adúltero/a en términos económicos; sin obviar
tampoco, lo vejatorio que es ser culpado legalmente tanto de infiel como
de adultero/a en un juicio público.
Propongo, entonces, que las posturas tomadas en torno a las refor-
mas del Código Civil –los vaivenes entre lo que se quiere y lo que se de-
be en una sociedad conservadora y Católica– tienen directa relación con
la cultura y la cultura política del chileno. En el sentido amplio en que
utilizo aquí esa polivalente palabra, ‘cultura’, cultura incluye todo aquel
bagaje mental orientado al entendimiento y uso del mundo simbólico y,
en función de ello, a la producción y práctica de un conjunto de pautas o
patrones de comportamiento siempre en recomposición, que dan sentido
y condicionan la acción social de individuos y colectivos. En tanto, el con-
cepto de cultura política usado se relaciona con los valores, las creencias
y los símbolos que definen la situación en la cual se desarrolla la acción.
Sin embargo, no basta usar patrones institucionales para medir el cambio
en la cultura política, puesto que ellos no reflejan necesariamente toda la
realidad. Aquí se hace fundamental considerar factores culturales y con
esto relativizar otros conceptos. Se hace necesario, entonces, considerar
perspectivas teóricas de diversas disciplinas para entender el comporta-
miento social.
Para 2010 estaremos en mejor situación que lo que estábamos hace un
par de años, pero incluso en materias relacionadas con el ser y deber ser
en concordancia con nuestra exposición a la globalización y al neolibera-
214 lismo, aún estaremos a años luz de los que llamamos “nuestros pares”.

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

Tres puntos de fuga


al bicentenario

Rafael Gaune
Pontificia Universidad Católica de Chile

E scribir, pensar o interpretar el bicentenario de Chile parece un descar-


nado lugar común. Sin embargo, los lugares comunes suelen ser ver-
dades que envuelven toda nuestra cotidianidad y se pueden simbolizar en
215

la “antipoesía” de Nicanor Parra que construye sus artefactos y letras con lo


común que circunda la vida cotidiana: lo real, lo efectivo. En ese sentido,
lo habitual que nos puede parecer escribir sobre la celebración que se nos
avecina, es un buen espacio que permite especular sobre lo que queremos
como país y, para efecto de este ensayo, cuál es el papel de la historiografía
sobre repasar nuestras autoimágenes del pasado y sus atribuciones en el
presente.
Además de ser un lugar común, la idea de “bicentenario” se ha trans-
formado más en una celebración gubernamental-oficialista, en una fanfa-
rria política, en una manipulación de la memoria oficial, en un ir y venir
de cortar huinchas de obras públicas que caen por su propio peso, que en
una fecha en que exista una verdadera conciencia ciudadana-republicana
de su significado. Es más, se adhiere toda una tendencia de palabra escrita
y hablada a favor de la conmemoración y otros que la reniegan preten-
diendo ser la reencarnación de los críticos de 1910. Pero esto no sólo se
queda aquí, pues apareció la “crítica de la crítica”; diatriba a los “unos y a
los otros”, pero sin propuestas ni fundamentos.
Pues bien. No pretendo convertir este ensayo en una panacea de las
proposiciones ni en una artillería de fundamentos. Tampoco el ácido críti-
co, ni el crítico de los críticos, ni el escritor de un ensayo con pirotecnia de
fundamentos y teorías, ni menos aún, un radical pesimista. Sólo procuro,
aunque también es un lugar común, digámoslo, reflexionar sobre el senti-

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historiadores chilenos frente al bicentenario

do del bicentenario desde tres puntos de fuga: la historia, como lo pasado


y la memoria; la historiografía y el oficio de historiador. Nada nuevo bajo
el Sol, pero necesario, creo. Demasiado ambicioso, dirán algunos, pero
necesario, creo nuevamente.

Primer punto de fuga

Octavio Paz contempló a la historia desde tres perspectivas en El laberinto


de la soledad; desde el “fuimos”, el “seamos” y un “querer ser”. No obs-
tante, para él, hay algo más importante que esa tríada y es el “entregarnos
al hacer” sin desconocer lo que fuimos. Siguiendo la argumentación “pa-
ciana”, es impensable meditar el bicentenario sin el reconocimiento del
pasado, pero tampoco lograremos darle forma y vida a los doscientos años
si no pensamos nuestra disciplina; si no conseguimos asignarle un sentido
real al oficio del historiador en sociedades que obstaculizan las melodías
pretéritas. Así, las búsquedas explicativas frente al bicentenario podemos
abordarlas desde diferentes temas históricos como la Independencia, la
política del siglo xix, la clase media en el siglo xx, la construcción de los
sujetos populares, temas de género, la identidad o no identidad chilena,
personajes tradicionales, vaivenes económicos, mentalidades colectivas e
individuales y un sinfín de micro o macrohistorias que permiten proveer
de significado lo que se nos avecina: todos objetos y sujetos de estudios
válidos que nos dan un entendimiento del pasado y permite “entregarnos
216 al hacer”.
La historia está llena de huellas, misterios, sombras, acontecimientos,
componiendo lo que se puede definir como lo pasado que llega al presen-
te a través de la memoria y escritura. Y es así como la reminiscencia nos
aclara que Chile ha existido más como Colonia que como República. Tres
siglos coloniales en contraposición a la proximidad de dos siglos de vida
republicana. Reconocer esto, ayudaría a percibir que en la actualidad múl-
tiples problemas se arrastran desde el pasado colonial, y no sólo encontra-
remos claves de comprensión desde los siglos xix y xx en adelante.
Esto, necesariamente, nos emplaza a precisar de mejor forma nuestro
acceso y comprensión del pasado, pues, aunque a casi nadie le gusta reco-
nocerlo, la importancia e impronta de los apellidos, por sólo citar un caso,
sigue siendo algo fundamental en el andamiaje social, al igual como suce-
dió en nuestra vida colonial. Prácticas históricas como el racismo y la dis-
criminación siguen adecuándose sin trabas en la realidad del Chile actual,
y para tener una acertada agudeza de estos fenómenos, debemos partir
hacia atrás lo más lejos posible y capturar lo medular de las problemáticas
raciales y discriminatorias, y eso, sin duda, nos remitiría a lo colonial. Jor-
ge Luis Borges escribió en El hacedor, “un hombre se propuso la tarea de
dibujar el mundo”, y a esto le agregaría dibujar el mundo reiteradamente;
trazar la historia nuevamente, capturando imágenes, texturas, lados oscu-
ros y reinterpretando fenómenos.
Por ejemplo, hay un sujeto de estudio que me llama profundamente
la atención y que ha sido esquivado por la historiografía nacional: los an-

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

cianos. Para el bicentenario, seguramente, los problemas de los viejos van


a seguir existiendo: rechazo, abandono, no poder adecuarse a la rapidez
de la tecnología y seguir manteniendo puntos de vistas retrógrados sobre
el mundo que los hacen alejarse del movimiento histórico. Más aún, un
concepto como el de “tercera edad” los iguala; concibiéndolos como una
edad cohesionada, análoga, en un bloque totalizante que evita la singulari-
dad de cada anciano. Ahora la vejez se tiene que vivir según modelos (eco-
nómicos-sociológicos) impuestos por una categoría como el de “tercera
edad”; al contrario como en la Colonia o en el mismo siglo xix que habían
distintas maneras de vivir y percibir la vejez. En la actualidad se trata de
homogenizar con estadísticas, gráficos, infiltrando en la sociedad un sólo
ideal de vejez, que es bastante neoliberal por lo demás: una “excelente” ju-
bilación, bastantes ahorros manejados o manoseados por una Asociación
de Fondos de Pensiones y un Instituto de Salud Previsonal “por si acaso”.
Así, hay imágenes del pasado que deberían ser reconsideradas y reubi-
cadas en el presente por medio del ejercicio de la memoria que, poste-
riormente, se filtra por la obra historiográfica. Los ejemplos anteriores son
algunos silencios históricos existentes, y que se deberían investigar para
divisar nuestro devenir de mejor manera. No se puede contemplar el futu-
ro si todavía no se desenredan las tramas de lo pretérito.

Segundo punto de fuga

Ahora bien, pensar el bicentenario desde la historiografía, tendría que ser, 217
inevitable o majaderamente a esta altura, el acercamiento de la historia a
la ciudadanía. Si se trata de proporcionar al bicentenario un sentido his-
tórico y, más aún, que ese sentido se difunda en la sociedad, nuestra disci-
plina debería salir de los muros académicos, dejar el “gremio” y no seguir
circulando sólo entre historiadores y estudiantes. No obstante, creo que
este puede ser uno de los párrafos más escuchados, escritos y repetidos,
pero por algo será. El problema es que no lo hacemos e, incluso, nos con-
tradecimos constantemente. Seguimos refrendando esto hasta la saciedad,
pero sin cumplir lo que proponemos.
La historiografía también es parte de la narrativa, ya que el historiador
no sólo investiga, también escribe, siendo ambos los pilares fundamenta-
les en los que sustenta su obra y oficio. No obstante, la escritura no se pue-
de quedar solamente con el acercamiento hacia la gente no especialista a
través de una narrativa estilística, pulcra y sencilla, además debe ser crítica
y cuestionadora. Con dosis de narrativa y rigurosidad se puede entregar al
presente, de manera sutil y lúcida, los claroscuros del pasado. Se debe de-
jar el hermetismo de seguir reproduciendo la historiografía solamente en-
tre historiadores y abrirse más allá de los muros universitarios, sobre todo
para dar a conocer temas e investigaciones de vital importancia. Pero por
favor, no de forma paternalista; no subestimemos la capacidad de asombro
de las personas. No creamos que todo debe concentrarse en que es un “es-
fuerzo” por acercar la historia a la gente, a las masas, ni nos conformemos
con esto. Basta de héroes estereotipados, epopeyas chauvinistas, visiones

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historiadores chilenos frente al bicentenario

de nuestra historia surgidos de manuales escolares e interpretaciones ma-


niqueas de buenos versus malos. Basta de publicar “por publicar” artículos
y libros sin reflexión y, que tienen por objetivo, más que entregar respues-
tas o dejar preguntas abiertas, alimentar el ego y entregarse al mundo de
las apariencias. Tentación y vicio que nos persigue y en el que podemos
caer con mucha facilidad.

Tercer punto de fuga

El historiador en su proceso de creación se recluye en un diálogo con el


pasado, personajes y dificultades; encerrándose con sus propios demo-
nios. El problema es que muchas veces se queda únicamente en eso, des-
conectándose del presente. Si quisiéramos crear una estética del oficio de
historiador, probablemente, quedaría en la categoría de ser un personaje
absolutamente nostálgico. Pero aquí no se entiende a la nostalgia como
una tristeza que causa el recuerdo de algo perdido, pues el historiador
desconfigura esa definición, ya que al pasado no se accede de forma triste.
Además, la añoranza es sólo lo perdido; en el historiador es lo encontra-
do, lo recuperado de las inmensidades pretéritas, pero tienen un punto
donde confluyen: el recuerdo. De esta manera, la construcción histórica
sería una melancolía positiva de recordar, encontrar y acceder al pasado
para representar algún proceso, fenómeno o acontecimiento. Precisamen-
te, podemos definir a la nostalgia como la experiencia del des-olvido, que
218 permite que exista el recuerdo histórico. Lo nostálgico evita la indiferencia
hacia problemas históricos que influyen y se dejan sentir en el presente.
Aunque el atributo de un historiador es estar descubriendo el pasado
y ejercer su disciplina como una “forma espiritual rendidora de cuentas”
como estipula Johan Huizinga, podemos integrarle más funciones a esa
propiedad. Teniendo el bicentenario como antesala, el historiador debería
retomar su puesto como personaje con opinión crítica y aportes sobre el
mundo intelectual, cultural y político de Chile.
Eludir debates políticos, sociales, culturales e intelectuales, es una for-
ma de quedar recluido en el pretérito, siendo que en el presente son fun-
damentales las impresiones sobre la realidad de un historiador. Éste debe
actuar como un pintor de lo pasado, pero también como un hombre pen-
sante de la actualidad. Si no logra posesionarse en los debates citados, es
porque la historia también está devaluada como forma de reflexión que
puede ofrecer opiniones y posibles soluciones a problemas. Para ser jus-
tos, claro que los hay, pero pocos, totalmente identificados y que muchas
veces se vuelven repetitivos y con discursos preestablecidos que adaptan
para cualquier problema y coyuntura.
Una de las esencias de un punto de fuga es unir a través de una línea
dos sitios separados en el tiempo y en el espacio: dispersarse en el infinito.
Esa línea puede tener altos, bajos, regresiones, contradicciones, caminos
llanos, pero si no logra el objetivo de unir, perdería su propiedad. Eso es
lo que se debe realizar con el bicentenario: generar líneas desde el pasado
que le ofrezcan una forma definida a la celebración de los doscientos años.

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

Y eso se puede concebir desde diversas categorías de análisis, incluso, re-


formulando la disciplina y el oficio de la historia. Es así como tres puntos
de fuga como historia, historiografía e historiadores, conectan el pasado,
el actuar presente del historiador y lo venidero. Líneas que se esparcen
en el infinito para buscar preguntas y respuestas; trazos absorbidos por el
pasado para suministrarle un sentido a un punto que nos mira fijamente
desde la lejanía del futuro y nos hace reflexionar. Bueno, no desde la leja-
nía, sino desde la brevedad de tres años.

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

Bicentenario real o simbólico

Cristián Gazmuri
Pontificia Universidad Católica de Chile

E n el año 2010 celebraremos el bicentenario de nuestra Independencia.


Pero, ¿cuándo se produjo nuestra independencia? Lo que aprobó el Ca­
bildo Abierto de 1810, en lo fundamental, fue la lealtad al legítimo rey de 221
España en ese momento reemplazado por José Bonaparte, un corso francés
colocado en ese alto cargo por su hermano Napoleón (que, por otra parte,
no fue un mal Rey). Si algunos de los que estuvieron en ese cabildo pen-
saban en la independencia no lo manifestaron. Es cierto que la oligarquía
criolla, que fue la que participó en el cabildo, tenía motivos para estar re-
sentida con la nación española y su gobierno. Los peninsulares eran nom-
brados en los mejores cargos públicos y en general, tanto en España como
en Chile despreciaban a los “indianos”. Por otra parte, la expulsión de los
jesuitas en 1767 había debilitado mucho la lealtad al absolutismo borbón
y algunos comerciantes criollos deseaban la libertad de comercio que im-
pedía el sistema de monopolio impuesto por el gobierno monárquico ibé-
rico. Pero existía tanto contrabando, que esa causa no ha de haber pesado
mucho. La verdad es que el 18 de septiembre de 1810 no se habló de la
independencia de Chile. ¿Cuándo se insinúa la independencia? ¿Cuándo se
aprueba? Se insinúa ya con el primer gobierno de José Miguel Carrera en
1811, quien había vivido en Europa y, sin duda, conocía las ideas de la so-
beranía del pueblo y del gobierno republicano. El mismo caso, y aún más
claro, era el de Bernardo O’Higgins, que había pasado parte de su primera
juventud en Inglaterra, donde había tenido contacto con Francisco de Mi-
randa. Juan Martínez de Rozas y Camilo Henríquez parecen haber estado
en una posición parecida.
Pero el grueso de la oligarquía chilena no se hizo independista, sino
durante la Reconquista, debido a los duros abusos de los gobernadores es-

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historiadores chilenos frente al bicentenario

pañoles que el virrey de Perú había nombrado para dirigir Chile, especial-
mente Marcó del Pont. Con todo, Chile no fue, de hecho, independiente,
sino hasta la llegada del Ejército de Los Andes y la batalla de Chacabuco
(12 de febrero de 1817) o, si se quiere, después de la batalla de Maipú (5
de abril de 1818), que marcó la derrota definitiva en Chile central de los
realistas.
Más todavía, formalmente Chile no se declaró independiente hasta el
12 de febrero de 1818. Y aún así, partes no pequeñas del territorio de Chi-
le (como Chiloé) continuaron en manos realistas por varios años. ¿Enton-
ces, por qué celebrar el año 2010 el bicentenario de la independencia de
Chile? Creo que hay varias razones.
La primera no es de fondo, pero tiene gran importancia. El centenario
se celebró en 1910 y sería muy raro, incluso absurdo, que el bicentena-
rio se celebre en el año 2011, 2017 o 2018, si el centenario se celebró en
1910.
La segunda, si bien el Cabildo Abierto de 1810, no declaró la independen­
cia, sino la fidelidad al legítimo rey de España Fernando VII, no hay duda
que fue un acto de soberanía popular o en todo caso un acto de soberanía
oligárquico-popular, idea que tenía posiblemente varios orígenes, abrien-
do las posibilidades de una futura democracia a largo plazo.
¿Qué orígenes tenía? Como dice Jaime Eyzaguirre, entre otros, pudo
venir de los escolásticos españoles tardíos del siglo xvi, Francisco de Suá-
rez, Francisco de Vitoria, Juan de Mariana, y otros en el sentido de que la
soberanía retornaba al pueblo en caso de faltar el Rey legítimo.
222 También pueden haber influido las ideas de la Revolución Francesa,
aunque fue ampliamente rechazada en Chile; con posterioridad sus ideas
centrales se conocieron en el país y fueron aceptadas por algunos. Y no
sólo las surgidas al debate público, después de 1789, sino, también, las
ideas políticas de Las Luces, que estaban “socializadas” en Francia a partir
de 1770, aproximadamente, y que constituirían el ideario básico que se
implementaría institucionalmente después de 1789.
También pudo influir el ideario de la Revolución de la Independencia
de Estados Unidos. Los orígenes de ambos procesos fueron, en lo esen-
cial, diferentes (aunque quizá no tanto en materia de doctrinas políticas
en ellos involucradas), sin embargo, sus manifestaciones: constituciones,
declaraciones, leyes, etc., fueron bastante similares. Aunque distanciados
en el tiempo, el proceso estadounidense y el francés se retroalimentaron
como lo deja ver, entre otros Albert Mathiéz en La Revolución Francesa.
Por otra parte, que las ideas de la independencia estadounidense influye-
ron en la chilena parece fuera de duda. La Constitución chilena de 1812,
fue más que inspirada, elaborada, por el cónsul de Estados Unidos en Chi-
le Robert Joel Poinsett.
Se ha dicho también que parte del ideario de la independencia de Chi-
le se tomó de la Ilustración española, línea de pensamiento que creemos
pesó menos que la francesa o estadounidense. De los ilustrados españoles
sólo encontramos (aunque repetidamente) a fray Benito Feijoo en las bi-
bliotecas coloniales chilenas según Tomás Thayer Ojeda en “Las bibliote-
cas coloniales chilenas”; Walter Hanisch en “En torno a la filosofía en Chi-

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

le: 1594-1810” y Jaime Eyzaguirre en Ideario y ruta de la emancipación


chilena; también sabemos que se conoció a Pedro Campomanes. Gaspar
Melchor de Jovellanos, Pedro Aranda, Francisco Cabarrus, mucho más cer-
canos a las luces francesas, nada concreto hemos encontrado. En todo
caso, en relación con la “ilustración católica” puede afirmarse lo mismo (y
con más fundamento) que con respecto al de la independencia estadouni-
dense. Se trató de una influencia política en muchos aspectos convergente
con la de las luces francesas. Sólo se apartaba abiertamente de este último
pensamiento en materias religiosas (o mejor dicho, antirreligiosas).
De modo que no sólo resulta difícil fijar la fecha del bicentenario. Ha-
cerlo para el año 2010, es más simbólico que real. El proceso de indepen-
dencia de Chile fue dinámico y se dio entre 1810 y 1818. De modo que se
produjo el reemplazo de Fernando VII por José Bonaparte y el cabildo del
18 de septiembre, quizá sólo sea una fecha en que tras su discurso, ambi-
guo en el mejor de los casos, había posiblemente otras razones.

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

El bicentenario
y las fiestas nacionales en Chile

Milton Godoy
Universidad de La Serena

E n la historia de la humanidad, la fiesta es el momento de la reunión,


del encuentro, también es por antonomasia el espacio de la alegría y
la conmemoración. Momentos en que se quiebra la continuidad de lo coti-
225

diano, en que por motivos variados y diversos se convoca a la comunidad


a aunarse y rememorar en torno a una fecha en particular. Días especiales,
en que el rito se plasma y se manifiesta en una comunidad, marcando sus
tiempos y recordando un hecho fundacional que compromete su futuro.
En Chile, desde los primeros años de la naciente República la conmemora-
ción de la independencia fue un motivo importante de celebración. Tem-
pranamente se comprendió el valor que tenían que concentrar los habitan-
tes en torno a las celebraciones patrias y el estímulo que desde el Estado
nacional se debía realizar para insertar en los ciudadanos el sentimiento
de pertenencia a la nueva comunidad imaginada.
Por cierto, las primeras décadas de la temprana república estuvieron
marcadas por una nueva concepción del espacio festivo, reconociéndolo
como gravitante y necesario para insertar en los connacionales el compro-
miso con la patria, tendencia plasmada en la creciente importancia que los
gobiernos republicanos impusieron a las nuevas festividades nacionales, en
desmedro de las fiestas religiosas, política fundacional que buscaba consti-
tuir los nuevos rituales del Estado, en la medida que se trataba de imponer
una determinada interpretación del pasado, moldear la memoria y construir
la identidad nacional. La necesidad de construir una memoria colectiva, se
sustentaba en la intención de articular y representar un pasado compartido
por la comunidad nacional, un hecho que requería una selección de “hue-
llas” que permitieran leer ese pasado de esfuerzos, llevándonos al plano de

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una memoria selectiva, basada en hitos políticamente elegidos, que resulta-


ran aunadores e increparan su presencia y compromiso al connacional.
La manifestación más clara de la nueva política fue la intención de
acotar la profusión de fiestas religiosas que daban al calendario civil una
duración aproximada de doscientos cuarenta y un días, noventa y uno de
los cuales eran destinados a la celebración religiosa, con diversos niveles de
importancia dentro del ritual católico, que incluían los días de precepto de
guarda, medio precepto con obligación de asistir a misa, domingos, témpo-
ras, vigilias, celebración de bulas, etc. Para revertir esta realidad, las autori-
dades republicanas iniciaron en 1821 un proceso destinado a disminuir la
cantidad de fiestas, pues consideraban que impactaban negativamente en
el número de días de trabajo, produciendo, de paso, holgazanería y otros
vicios dañinos a la sociedad. Con este propósito, el Director Supremo soli-
citó al obispo Juan Muzzi –jefe de la primera misión apostólica en América
independiente– la reducción de los días de precepto, quien por un indulto
de agosto de 1824, finalmente las redujo. Así, Chile abordaba un problema
importante para el nuevo diseño de sociedad que gravitaba entre las autori-
dades republicanas. Por otra parte, el tema de la reorientación se plasmaba
en ejemplos tales como la supresión de la Fiesta de san Bartolomé, patrono
de La Serena, que se celebró hasta 1819, ordenándose que: “se invierta de
hoy para siempre en solemnizar la fiesta nacional del 12 de febrero”. En este
período también se dieron los primeros pasos legislativos para normar el de-
sarrollo interno de la fiesta, ordenándose, entre otras medidas regulatorias,
la supresión de las corridas de toro en 1824, el intento de eliminación de
226 las populares chinganas y la definición del derrotero de las procesiones al
interior de las villas y ciudades. No obstante, el ejercicio legislativo de la elite
no siempre se tradujo en la modificación esperada, pues las manifestaciones
culturales nombradas continuaron realizándose los días de fiestas, aunque
con el transcurso del tiempo y la persistencia del control, muchas de éstas
tendieron a declinar hasta definitivamente desaparecer.
¿Cuál era la principal preocupación en torno a las festividades patrias
por parte de las autoridades en la joven república? En primer lugar, aparece
como elemento preponderante la irrupción del estado republicano en el es-
pacio público, donde el uso de éste debía estar marcado por marchas y con-
memoraciones que consolidaban su presencia, produciendo el repliegue y
redefiniciones territoriales de las procesiones religiosas que en la Colonia
coparon el espacio público. Cada vez con mayor fuerza al avanzar el siglo xix
el espacio público, principalmente la plaza de Armas, será por esencia el lu-
gar de la presencia del estado nacional y su ámbito en el ejercicio del poder.
Probablemente, también existió la intención de instaurar un nuevo calen-
dario civil que articulara en un tejido festivo fundante lo sacro y lo secular,
tratando de conciliar los elementos de la cultura popular con los intereses
del boato oficial. Este lugar de configuración del ciclo festivo nacional se ma-
terializaba en la creación de un calendario que ensalzase el devenir de la na-
ción y los momentos más importantes de su construcción. Éste es, por esen-
cia, un espacio fundacional, donde el calendario deberá ser el contenedor
de la memoria, ciertas fechas que en el futuro deberían recordar los esfuer-
zos para construir la nación. El nuevo calendario proscribió fiestas e incluyó

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

nuevas conmemoraciones, pero, principalmente, fijó los días para plasmar la


memoria –la presencia del pasado– mediante el rito y el ceremonial.
La configuración del calendario festivo de la república supuso tres mo-
vimientos importantes: en primer lugar, reducir el número de fiestas re-
ligiosas; en segundo lugar, controlar el carnaval como una fiesta pública,
por antonomasia símbolo del desorden, para llevarla a una fiesta intra-
muros, que abandonara el centro de las ciudades y que, paulatinamente,
dejara su transversalidad social para convertirse en un espectáculo. Final-
mente, realzar las fiestas patrias como las más importantes para consolidar
la integración nacional mediante la puesta en escena y el despliegue de
diversos recursos que impactaran a la comunidad.
Así, las festividades nacionales debían unir, homogeneizar a los habitan­­
tes y convertirlos en ciudadanos partícipes y comprometidos con la nueva
república. Pero este objetivo no era fácil, para eso se requería entre­gar a la
celebración del día de la independencia la unicidad y valor simbólico que
requería para increpar al habitante en cuanto celebración del nacimiento
de la patria. Este fue un tema no exento de dificultad, pues muchos ha-
bitantes del naciente Chile declaraban ser del país de Valparaíso, de Con-
cepción, Coquimbo u otra ciudad de origen, sintiéndose más identifica-
dos con el terruño donde nacieron, que con esta idea omniabarcante que
englobaba la nueva nación. Precisamente, una tarea como la emprendida
requería de un esfuerzo estatal de gran magnitud. Por esta razón, desde
las primeras celebraciones de la fiesta nacional, la parafernalia festiva y la
pirotecnia fueron de la mano con el enjalbegado de los frontis, la limpie-
za de las calles y el embanderado general. Coordinadas por el gobierno 227
central, fueron las autoridades locales quienes destacaron la necesidad de
realizar una celebración de la fiesta nacional como escribió un testigo en la
época “digna de los hombres que en él se recuerdan: inculcando al pueblo
los grandes esfuerzos y virtudes cívicas de nuestros héroes por legarnos la
hermosa vía de progreso y bienestar”.
En la percepción de quienes dirigían el país la necesidad de resaltar la
celebración nacional también estuvo ligada a asentar el futuro en un pasa-
do simbólico y aunador, donde sentirse heredero de la lucha mapuche fue
una condición. Esta admiración inicial por el valor indígena se manifestó
tempranamente en espacios tan diversos como fue la celebración del pri-
mer aniversario de la “revolución chilena”, donde dos mujeres represen-
tantes de la elite criolla asistieron al baile en la casa de gobierno y –a juicio
de un testigo– se “llevaron la atención” de todos porque para “realzar por
sobre todas su patriotismo asistieron vestidas de indias bárbaras”. Así, los
fieros “republicanos de Arauco”, como les llamó Simón Bolívar, anclaron
su historia en el pasado, aunque después de esta utilización inicial del
indígena como representante del valor nacional –una realidad también
plasmada en el himno nacional– su imagen devino en lejana e idealizada,
pues el indio de carne y hueso no servía para los intereses de la futura pa-
tria, dado que representaba la barbarie. Por ende, su imagen comienza a
ser abandonada, para volver a ella sólo cuando el argumento del pasado
requería solidez, más como un elemento museable que como una realidad
histórica.

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historiadores chilenos frente al bicentenario

Durante las primeras décadas existió un conjunto de celebraciones


que tocaban el mismo tema, hasta que en 1837 se determinó que las fiestas
cívicas que celebraban el proceso de independencia debían fusionarse en
un solo día, para eliminar los inconvenientes que la multiplicidad de cele-
braciones provocaba. Así, se decretó que la celebración del 12 de febrero
se reduciría a una salva de veintiún cañonazos, donde hubiese artillería,
y a un repique de campanas a mediodía, donde ésta no existiese, estable-
ciendo, además, que se debía enarbolar el pabellón nacional en todas las
casas. Desde allí en adelante, fue el 18 de septiembre el día fijado para la
celebración. Pero, ¿cuál fue la intención de fijarlo el 18?, ¿qué factores in-
cidieron para elegir una fecha y no otras? Aparentemente la irrupción de
esta memoria selectiva está asociada a recordar un espacio bastante más
conciliatorio (las demás eran todos recordatorios de batallas triunfantes),
pues las fechas de febrero 12 y abril 5, representan la confrontación. ¿Fue
éste un intento para unir a una oligarquía aún confrontada? Visualmente
la diferencia es considerable: mientras las imágenes de Chacabuco y Mai-
pú evocan las armas y la guerra, por ende, la fuerza; la instalación de la
Primera Junta Nacional de Gobierno recuerda el momento de la discusión
acerca de la regencia frente a la vacuidad de poder que la capitanía gene-
ral enfrentaba en 1810, donde un conjunto de personas respetablemente
sentadas hablan en un ambiente de parsimonia. Sin un viso de violencia,
el conjunto evoca un momento de acuerdo y concordia para pensar el fu-
turo, una imagen donde la razón privilegia el acceso al pasado.
Faltaba sólo el impulso para comprometer a los sectores populares,
228 objetivo para el cual no se escatimó esfuerzo. Diversos extranjeros fueron
testigos de las fiestas patrias chilenas durante el siglo xix; uno de ellos, Ig-
nacio Domeyko, destacó ilustrativamente el alcance de la convocatoria:

“La celebración de esta fiesta atrae a la ciudad a toda la po-


blación aledaña: cesan los trabajos mineros, se cierran las
fundiciones, se apagan los fuegos de los hornos de rever-
bero, donde se funde el cobre, y todo el pueblo trabajador,
mozos, mineros, etc., acuden a la villa, llevando para de-
rrocharlo, todo lo que habían ganado en varios meses”.

En resumen, durante días la ciudadanía se volcaba a una celebración


que, con la anuencia de la autoridad, se tradujo en desorden y excesos.
Mientras en las fiestas religiosas embriagarse podía se motivo de castigo
y un tema para el encarcelamiento, durante los días del dieciocho exis-
tía cierta tolerancia frente al exceso. Que el bajo pueblo, vestido con sus
mejores ropas, se emborrachara en esas celebraciones era motivo para la
autoridad de una patriótica comprensión.
Durante el siglo xix los motivos para estimular las festividades patrias
fueron bastante claros, en la medida que al leerlos con la perspectiva y la
distancia que nos da el tiempo transcurrido, podemos identificar sus prin-
cipales componentes: consolidación del Estado nacional, integración de
los ciudadanos y homogeneización cultural de los mismos. Entonces, si
los anteriores fueron problemas decimonónicos, ¿cuáles son los motivos

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

para estimular y continuar afianzando estos elementos en la nación actual?


¿Debe el bicentenario ser nuevamente el momento festivo que ensalza un
chauvinismo asentado?, o quizá ya en otra dirección, éste sea un buen mo-
mento para sentarse a pensar en la integración y la homogeneidad nacio-
nal, desde una perspectiva pluralista y democrática. Principalmente, por-
que la homogeneización es ya un elemento relativamente logrado, pues a
propósito de esta idea se eliminó, persiguió y combatió metódicamente la
otredad. Todos quienes intentaron mantener unos estilos de vida diferen-
tes a la avasalladora civilización fueron desperdigados en el camino, for-
mando parte de la memoria del oprobio nacional. Pero, en gran parte de
la nación persiste cierta confianza en algunos síntomas de mejoría, pues la
diversidad aparece, a lo menos discursivamente, galopando en el horizon-
te de las ideas y, aparentemente, en el país actual la tolerancia y la alteridad
se presentan más maduras y asequibles. Esto, considerando que aún resta
mucho por hacer en términos de la integración de las diversas visiones que
engloba el actual Chile, las que deberían avanzar en dirección a conformar
un país plurietnico y multicultural, logrando sobrepasar una larga jornada
de arrogancia y ceguera.
Sólo resta referirse a la integración. Quizá éste es el espacio más pro-
blemático al pensar el país en una amplia perspectiva temporal, porque, si
bien es cierto, el Estado nacional, mediante la imposición y la educación
formal, contribuyó durante casi dos siglos a hacernos chilenos desde la
primera infancia, esta integración política no ha permitido aún hacernos
partícipes de la integración económica, convirtiéndonos en una nación
con los peores índices de redistribución del ingreso en el ámbito mundial. 229
Ésta es una verdad dura y antigua, que desde hace un tiempo ha emergido
en la discusión y parece que, recientemente, todos se han dado cuenta
que no existe un correlato entre los exitosos índices macroindicadores y la
economía sensible. Esta injusta redistribución del ingreso provoca injusti-
cias concatenadas que limitan a un alto porcentaje de los connacionales en
sus necesidades, generando una desigualdad de accesos a los elementos
básicos que atenta contra los discursos de unidad nacional, integración y
fracturan aún más el repetitivo y manoseado llamado a construir una pa-
tria justa para todos.
Como antes anotaba, la fiesta está ligada al rito y éste es (también) un
momento para reflexionar en conjunto. Parece ser la mejor tarea para co-
menzar el nuevo siglo, en el convencimiento de que se inicie realmente
el bicentenario con una sociedad participativa, integradora, consciente de
su pasado y pletórica de futuro, pero también en una sociedad nacional
menos discriminadora, con mayores oportunidades y que pueda mirar su
pasado con la alegría de ver cómo la discriminación y las injusticias más
brutales van quedando atrás. Sin la participación de todos nuestros con-
nacionales estas ideas e intenciones sólo se remitirán al mundo de lo teó-
rico.

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

A las puertas del bicentenario:


el proceso de (re)creación
de un referente

Francis Goicovich
Universidad de Chile

P ocos acontecimientos de la historia de Chile han sido objeto de una 231


atención tan asidua de parte de los historiadores como la reunión que
sostuvieron, una mañana de septiembre de 1810, las más destacadas per-
sonalidades de la aristocracia criolla en el salón principal del Tribunal del
Consulado. Autores de las más diversas épocas y tendencias se han aboca-
do al estudio de los factores que condicionaron su constitución, las vicisi-
tudes que envolvió su implantación y las intrincadas consecuencias que,
cual faro que ilumina la ruta de la conciencia nacional, se hacen sentir
hasta la actualidad. Más allá de las intenciones explícitas o encubiertas que
anidaban en el corazón de cada uno de los asistentes, las que subterránea-
mente los convocaban y dividían en bandos cuyas diferencias paulatina-
mente fueron aflorando al compás de los acontecimientos de los meses su-
cesivos, lo cierto es que estaban lejos de imaginar la trascendencia del acto
que protagonizaban; y esto, más que por el acto mismo, por la forma en
que ha sido conceptualizado, interpretado y debatido a través del tiempo.
Los acontecimientos fundacionales son siempre un referente, un pun-
to de comparación que actúa como una unidad de medida para confrontar
los sucesivos y múltiples presentes con aquello que nos orienta a través
del tiempo. Y, si bien en todas las culturas el comienzo es un punto conoci-
do y distante, el destino a alcanzar es una meta siempre incierta, concebida
más como un anhelo que como una realidad concreta. Así, pues, el tránsi-
to que media entre ambos extremos se debate entre dos ejes orientadores,
el del principio y el del fin, el alfa y el omega que son recurrentemente

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historiadores chilenos frente al bicentenario

redefinidos al compás de la historicidad que fluye como la sumatoria de


los consecutivos presentes, la unidad mínima del tiempo.
En el caso del mundo moderno, aun cuando los puntos de partida
están revestidos de un manto de solemnidad, éstos suelen carecer de ese
carácter sacro que engalana la historicidad de las sociedades preestatales:
el lugar que en los orígenes de estas últimas ocupan los dioses o los ante-
pasados es reemplazado en las primeras por los hombres, o para ser más
precisos, por ciertos hombres. El principio del “logos” que rige la menta-
lidad occidental nos obliga a comprender ese primer presente desde un
abordaje analítico, pero esto no es obstáculo para que la elaboración de
una verdad en torno a él se constituya en un dogma: a primera vista parece
algo paradójico y contradictorio, considerando que uno de los fundamen-
tos que sustentan el desarrollo del pensamiento científico, incluso, para
los positivistas a ultranza, descanse en la convicción de la infinitud de los
paradigmas. Pero los mitos, aun aquéllos en que participan exclusivamen-
te los hombres, no son ajenos a nuestro mundo.
De acuerdo con la convicción general, el tema de la independencia de
Chile encuentra en los acontecimientos ocurridos el 18 de septiembre de
1810 su punto nodal. Ésta es, cuando menos, la “verdad” que maneja la
mayoría de los connacionales que han pasado por las aulas de las escuelas,
verdad que refuerzan con su participación en las tradiciones que anual-
mente rememoran este acontecimiento fundacional; en otras palabras, el
mito de la independencia se revitaliza constantemente con el ritual de la
celebración. Sin embargo, resulta paradójico que en la reunión señalada
232 no se haya mencionado en ningún momento una propuesta de autonomía
política, sino que por el contrario, la lealtad al soberano de España, Fer-
nando VII, fue un juramento de consenso general que aunó las voluntades
ante la coyuntura de la ocupación napoleónica de la península Ibérica.
En suma, en la agenda de los asistentes a la junta del 18 de septiembre de
1810 no estaba considerado un debate en torno a una eventual declara-
ción de independencia, sino, más bien, se procuró salvaguardar los dere-
chos del Monarca. Pero a pesar de esto, en la conciencia colectiva de los
chilenos ese día no quedó marcado por el juramento de fidelidad al Rey:
los términos ‘libertad’ y ‘autodeterminación’ son los que están más arrai-
gados en el subconsciente de todos a la hora de establecer una nomencla-
tura definidora de esta fecha.
¡Una paradoja más! La mayoría de las naciones latinoamericanas siguió
una ruta distinta al proceso emancipador del primer país independiente
del continente, Estados Unidos, donde el conflicto con la metrópoli fue
posterior a la declaración de libertad. En el caso de Chile, las primeras
señales explícitas de emancipación recién afloraron un año después de la
constitución de la junta, en 1811, cuando por medio de un golpe las rien-
das de la administración recayeron en manos de José Miguel Carrera. A
partir de este instante nacieron los emblemas patrios, se estableció el pri-
mer centro de educación nacional y se organizó un ejército para enfrentar
el proyecto de reconquista española. Así y todo, la declaración formal de
independencia no se efectuó, sino hasta el 12 de febrero de 1818. A pesar
de que tanto este último dato como los reparos que indicamos en líneas

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

previas aparezcan en los manuales con que se educan las nuevas gene-
raciones, la tradición pesa más que los hechos concretos. El dogma que
sustenta al hábito se impone a la evidencia de los hechos, y es que en el
subconsciente del colectivo nacional resulta más atractivo homologar un
concepto tan caro al espíritu humano como es el de “libertad” con el peso
histórico de una celebración fuertemente arraigada en la costumbre.
El mito de la independencia como un acontecimiento ocurrido ad por-
tas de la estación primaveral comenzó a tejerse en 1823, cuando el gene-
ral Ramón Freire, sucesor y rival del saliente director supremo Bernardo
O’Higgins, se abocó a fomentar la celebración del 18 de septiembre como
día nacional en recuerdo de la Primera Junta de Gobierno. Hasta antes de
eso, en 1818 el Padre de la Patria había proclamado al 12 de febrero como el
día nacional, en recuerdo de la victoria obtenida el año anterior en la cuesta
de Chacabuco. Indudablemente que las reyertas personales que distancia-
ban a ambos próceres indujeron a Ramón Freire a borrar de la memoria his-
tórica al primer día nacional, omisión que terminó por consolidarse cuando
Diego Portales instauró la práctica de que los presidentes de Chile asumieran
el gobierno los 18 de septiembre (así fue entre los gobiernos de José Joaquín
Prieto en 1831 y José Manuel Balmaceda en 1886). Al asociarse este día con
la adopción del mando supremo de la nación por parte de las autoridades
civiles, no resulta extraño que esta fecha terminase por imponerse a la del
mes estival. Un rito, una celebración, un acto solemne selló definitivamente
el significado de un día como cualquier otro: la consolidación del mito sólo
fue una cuestión de tiempo.
El manejo de la memoria histórica, en tanto estrategia de poder, tam- 233
bién encuentra hitos recientes. Lugares, objetos, personajes y aconteci-
mientos pueden ser cubiertos de una determinada carga valórica e, inclu-
so, ser despojados de sus significados originales para sufrir una verdadera
resemantización acorde con los intereses que entren en juego, lo que,
sin embargo, no impide el surgimiento de tensiones, de resistencias y en-
frentamientos con otros actores sociales definidos por valores e intereses
irreconciliables con el modelo hegemónico que se pretende implantar.
Así, por ejemplo, el que en sus inicios fuera el edificio Gabriela Mistral,
posteriormente fue rebautizado como salón de convenciones Diego Por-
tales. Sus originales funciones culturales dieron paso a la administración
nacional por el lapso de dieciséis años. En la retina de todos los chilenos
que vivimos esa época quedó impregnada la imagen de dos fechas forjadas
en bronce una de las cuales, valiéndose de su par alterno, pretendía alu-
dir al ideario de la libertad (1810 y 1973), y quien dirigió los destinos de
la nación buscó representarse a sí mismo como la verdadera encarnación
del libertador Bernardo O’Higgins. De esta manera, el mito de la indepen-
dencia, sustentado en los pilares de su fecha de gestación así como de su
principal gestor, fue nuevamente objeto de una resignificación que pre-
tendió actualizar en torno a un acontecimiento (el golpe de Estado), una
datación (el 11 de septiembre de 1973) y un personaje (un comandante
en jefe), los sentimientos que tradicionalmente han estado enraizados en
torno al decimoctavo día del noveno mes. En suma, se procuró construir
un nuevo mito.

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historiadores chilenos frente al bicentenario

En vista de la inminente conmemoración del bicentenario, que recor-


dará con bombos y platillos la junta realizada en el palacio del Tribunal del
Consulado, es fácil prever los discursos que ensalzarán el progreso y los
adelantos que nos han convertido en una nación “modelo” para el resto
de nuestros pares iberoamericanos. A partir de ese referente fundacional la
idea de la perfección constante (que viene a ser lo mismo que la consolida-
ción nacional) se abrirá camino en el discurso de políticos e intelectuales.
El ideario de libertad que engalana a esta fecha obviará, como hasta ahora,
el hecho no menor de que en el proyecto nacional del siglo xix las defini-
ciones de nación y ciudadanía que implantó la oligarquía vencedora fueron
socialmente excluyentes. Afortunadamente, en el campo de la historiografía
la agudeza y el esfuerzo de algunos investigadores está dando nuevas luces
sobre aquel episodio de nuestra historia: el papel del bajo pueblo, para el
que la contienda independentista tuvo todos los caracteres de una guerra
civil, nos invita a plantear el desafío de levantar nuevos referentes. Escarbar
en esa fracción desconocida y largamente preterida (o despreciada) por la
pluma de los estudiosos nos impulsa a poner el ojo en nuestra realidad, a no
consolarnos con los avances y los discursos autocomplacientes, sino que a
plantear los desafíos (superación de la pobreza, inequidad en la educación,
intolerancia ante las diferencias de toda índole, etc.) que nos hagan verda-
deramente más libres... hay que crear un nuevo mito.

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

Re-pensando la democracia
en el bicentenario

Juan Gómez
Universidad Arcis

P ensar la democracia en la coyuntura del bicentenario, no sólo nos colo-


ca en una posición de evaluadores de lo que ella ha sido durante estos
doscientos años de vida independiente sino, también, en la posibilidad
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de re-pensar la utopía democrática, desde una perspectiva radical, para su


construcción futura. El presente ensayo reflexivo se organiza en tres apar-
tados: en el primero, identificamos los problemas pendientes de la socie-
dad chilena luego de doscientos años de vida independiente; en el segun-
do hacemos una recorrido crítico de la historia de la democracia durante
los dos siglos de instaurada la República y cerramos con una proposición
acerca de la utopía democrática a construir en la siguiente centuria que se
inaugura en 2010.

Chile,
una democracia con problemas pendientes

La sociedad chilena pronta a cumplir dos siglos de vida independiente


arrastra un conjunto de problemas sociales, económicos, políticos y cultu-
rales no resueltos a pesar de los distintos esfuerzos realizados para darle
algún tipo de solución.
a) En materia social, uno de los problemas de larga duración es la per-
manente desigualdad y pobreza que afecta a un porcentaje significa-
tivo de chilenos y chilenas desde los mismos albores de la República
independiente. Tengamos presente que hacia el centenario la queja
de los principales intelectuales de la época estaba centrada en las

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historiadores chilenos frente al bicentenario

magras condiciones de vida que debían soportar cerca del 70% de los
ciudadanos nacionales que vivían en la extrema pobreza. Los recien-
tes informes del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo,
acerca del desarrollo humano, nos señalan que el país sigue tenien-
do niveles de pobreza significativos agravados por la fuerte desigual-
dad social y económica, ampliamente reconocido en diversos estu-
dios. La pobreza y la desigualdad social no son sólo productos de las
actuales políticas económicas y sociales, han sido problemas o reali-
dades históricas que han configurado a la sociedad nacional desde su
constitución como Estado independiente. Tanto la pobreza como la
desigualdad social continúan sin solución efectiva y eficiente.
b) En materia económica, la sociedad chilena no ha logrado dar con
un modelo económico, ya sea capitalista u otro alternativo, que le
permita desarrollarse en forma sustentable y equitativa en el tiempo.
Grosso modo, tres han sido los modelos de desarrollo económicos
implementados en el país a lo largo de estos dos siglos de vida in-
dependiente, a saber: en el siglo xix, el modelo primario exportador
(crecimiento hacia afuera, como lo denominara Aníbal Pinto); en el
siglo xx, 1930-1975, la industrialización sustitutiva de importaciones
(crecimiento hacia adentro) y desde 1975 hasta hoy, el modelo eco-
nómico neoliberal. Los tres han sido concebidos con la expectativa
de lograr que la sociedad chilena alcance su desarrollo económico.
Como es sabido, ninguno ha logrado dicha meta. Sus éxitos han sido
relativos y coyunturales. En cierta forma han fracasado. Por esa razón,
236 el desarrollo económico sigue siendo una problemática pendiente.
c) En materia cultural, Chile mantiene serios y profundos problemas.
Tal vez, el más importante y relevante de todos sea la marcada ten-
dencia entre los chilenos y chilenas a negar nuestra diversidad cultu-
ral y étnica sobre la cual se constituye la sociedad nacional. La pro-
funda internalización cultural y social, en gran parte de la población
nacional, de la tradicional de la tesis, levantada durante el siglo xix
por las elites dirigentes a cargo de la construcción de la República,
de que “Chile es un país de blancos... y donde lo indígena es sólo
reconocible al ojo del experto”, tiende a negar la existencia cultural
de los pueblos originarios. Si bien, en los últimos años se han rea-
lizado esfuerzos por cambiar dicha postura, los chilenos y chilenas
independientemente de sus condiciones socioculturales son reacios
a aceptar la diversidad cultural. La segregación, la exclusión y la dis-
criminación han sido las formas históricas practicadas en la sociedad
nacional al momento de enfrentar la diversidad y la pluralidad cul-
tural.
d) En materia política, el principal problema no resuelto que arrastra
desde el siglo xix la sociedad chilena –que por su carácter, importan-
cia y duración constituye un megaproblema o una megatendencia
histórica– es la errática construcción de un sistema político demo-
crático o de una república democrática plena. Hacer la historia de
la democracia en Chile es, también, hacer la historia del autoritaris-
mo. En efecto, en el Chile actual como en el Chile del centenario,

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

la democracia es todavía una cuestión pendiente. Parafraseando al


economista Aníbal Pinto, podríamos sostener: Chile constituye “un
caso de democracia frustrada”. Por esa razón, he sostenido en diver-
sos trabajos que la democracia, no sólo como régimen político sino
como sociedad democrática o Estado democrático, es actualmente
una problemática pendiente.

La república democrática en Chile.


Una revisión crítica

Actualmente, se asume que la democracia es una determinada forma de


gobierno, un tipo particular de régimen político. Norberto Bobbio, señala
que: “por régimen democrático se entiende primeramente un conjunto de
reglas de procedimiento para la formación de decisiones colectivas, en el
que es prevista y facilitada la más amplia participación posible de los inte-
resados”. Esta definición se acerca a lo que Robert Dahl denomina poliar-
quías. Según éste, son poliarquías todos aquellos “regímenes que ponen el
mínimo de restricciones a la expresión, organización y representación de
opciones políticas y a las oportunidades de que disponen los oponentes
del gobierno”. La mayoría de los individuos están efectivamente protegidos
en su derecho de expresar, privada o públicamente, su oposición al gobier-
no, de organizar, de formar partidos y de competir en elecciones en que el
voto es secreto, libre y correctamente computado y en que los resultados
electorales son vinculantes sobre la base de reglas bien establecidas. Nor- 237
malmente, el uso de medios violentos está prohibido y en algunos casos se
castiga el hecho de invocar el uso de la violencia para fines políticos.
En síntesis, un régimen democrático implica competencia política y exis-
tencia de oposición; sufragio universal y otras formas de participación; elec-
ciones libres, competitivas y a intervalos de tiempo regulares; efectividad
de todos los cargos más relevantes; partidos en competencia; fuentes de
información diversas y alternativas. De manera que éstas son las condiciones
mínimas, esenciales e indispensables para etiquetar a un régimen político
como democrático. Los que no presentan esos requisitos deben considerar-
se no democráticos.
La democracia, como todo régimen político, es un acto de creación his-
tórica. Esto quiere decir, que es producto de un conjunto de acciones co-
lectivas desarrolladas por distintos grupos y fuerzas sociales que tienen la
característica de ser los más importantes de la sociedad. Por lo general, todo
régimen político es, también, el resultado de un conjunto de conflictos polí-
tico-históricos, que debieron ser resueltos por los actores sociales y políticos
a través de dos posibles vías, la imposición o el consenso.
Este punto nos remite a la cuestión del origen de un régimen político, o
sea, al momento de su fundación, que no es otro que el establecimiento de
ese conjunto de normas y procedimientos que regulan las relaciones Estado
y sociedad, específicamente, aquéllas que norman la lucha por el poder y
el ejercicio del poder y de los valores que animan la vida de tales institucio-
nes.

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historiadores chilenos frente al bicentenario

En realidad, la “democracia plena” responde a una fase muy reciente


en el desarrollo de los regímenes democráticos, los cuales, a su vez, son el
resultado de un prolongado proceso de democratización. Desde esta pers-
pectiva, conviene no olvidar que la democracia –en el sentido que aquí le
hemos dado– no es un suceso, sino, más bien, un larguísimo –fluctuante y
balbuceante– proceso que tiene en el caso chileno sus orígenes a comienzos
del siglo xix, o sea, con la fundación de la República. La construcción de la
democracia es un camino tortuoso, lleno de meandros, laberintos, con dis-
tintas intensidades y aceleraciones. No obstante, por lo dicho debemos pen-
sar y reflexionar sobre aquellas condiciones que no han permitido alcanzar
ese estadio histórico, a estas alturas, utópico de la democracia plena.
Voy a sostener que en Chile alcanzamos ese estadio, llegamos a la demo-
cracia plena, pero no fuimos capaces de sostenerla, mantenerla y defenderla.
En cierta forma nos dio miedo asumirla y dejamos que fuera aplastada por
las fuerzas autoritarias siempre presentes en nuestro país.
De acuerdo con los criterios señalados para identificar un régimen polí-
tico democrático, la democracia plena tuvo una corta, pero intensa vigencia
de sólo seis años, desde 1967 a 1973. En otras palabras, considerando en
los ciento noventa y seis años de vida republicana (1810-2006), la sociedad
chilena ha estado ciento noventa años bajo el control político de algún tipo
de régimen político de carácter no democrático o insuficientemente demo-
crático. Es decir, a lo largo de esos años, los actores políticos estratégicos
han construido algún tipo de régimen político donde se han combinado las
formas democráticas con formas autoritarias. De manera, entonces, que la
238 democracia plena no ha sido el régimen político dominante en la sociedad
chilena. Por consiguiente, la república democrática ha sido una rareza his-
tórica por estas latitudes. Lo que ha predominado, tanto en el ámbito del
Estado como del régimen político y, por cierto, de la sociedad, han sido las
formas políticas autoritarias o semidemocráticas.
En efecto, si seguimos los planteamientos de Norberto Bobbio y de Ro-
bert Dahl sobre lo que es un régimen democrático y lo contrastamos con
la realidad histórica del siglo xix y xx, nuestra conclusión debiera ser la si-
guiente: durante el siglo xix, los regímenes políticos, que la historiografía
política ha denominado equívocamente como república autoritaria, liberal y
parlamentaria, no fueron de ninguna manera, ni en la forma ni el fondo, al-
gún tipo de democracia conocido. Para poder caracterizar a esos regímenes
debiéramos utilizar la tipología desarrollada por Juan Linz para estudiar los
regímenes autoritarios y no democráticos. En otros términos, en Chile du-
rante el siglo xix no se desarrolló de ninguna manera algún tipo de régimen
político democrático ni siquiera semidemocrático. Los distintos regímenes
políticos existentes fueron alguna variedad de régimen autoritario.
Durante el siglo xx, la situación varió un poco, pero no sustantivamen-
te. La famosa república democrática (1932-1973) fue bastante floja en cuan-
to a democracia se refiere. Entre 1932-1958, o sea, durante veintiséis años
el sistema político fue estructurado sobre la base de formas autoritarias y
restrictivas a las prácticas democráticas. Lo que dio lugar a la configura-
ción de dos regímenes políticos: entre 1932 y 1948, uno de carácter semi-
democrático, limitado, excluyente, inestable y con gobiernos divididos. Y,

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

entre 1948 y 1958, uno autoritario electoral. Hasta 1949 no existía sufragio
universal, las mujeres estaban excluidas de la ciudadanía política; estaban,
también, excluidos de la participación política y social los campesinos, cu-
yo voto era manipulado por los dueños de la tierra. Si bien, es cierto, que
existían periódicamente las elecciones, estaban dominadas por el cohecho
y el fraude electoral. Por último, durante diez años se puso fuera de ley y
de la participación política al Partido Comunista de Chile. Durante el go-
bierno de Gabriel González Videla se hizo aprobar en el Parlamento la Ley
de Defensa Permanente de la Democracia, lo que dio lugar a la instalación
de un campo de concentración en la nortina localidad de Pisagua donde se
recluían a los ciudadanos acusados de infringir la citada ley.
Tan sólo a partir de las reformas electorales de 1958 y la anulación de la
Ley de Defensa Permanente de la Democracia se instauró un régimen polí-
tico, de semidemocracia plena. Éste alcanzó su plenitud cuando las fuerzas
democráticas lograron impulsar la Reforma Constitucional al Derecho de
Propiedad, en enero de 1967; Ley de Sindicalización Campesina ese mismo
año y el sufragio se volvió verdaderamente universal con las reformas cons-
titucionales de 1970, cuando se otorgó el derecho a voto a los mayores de
dieciocho años, analfabetos e incapacitados. Todo eso fue destruido por el
golpe militar de 1973 y la instauración de la dictadura militar del general Au-
gusto Pinochet (1973-1990).
Luego de diecisiete años de régimen autoritario se ha transitado a la de-
mocracia protegida, que los propios autoritarios diseñaron y que las fuerzas
democráticas no han podido aún desmontar. A pesar de la reformas consti-
tucionales impulsadas y establecidas por el gobierno de Ricardo Lagos en el 239
año 2005, el régimen democrático actual posee aún un conjunto de restric-
ciones que le impiden constituirse como un régimen político democrático
pleno.
Si bien, la sociedad chilena no ha tenido una república democrática a lo
largo de su historia, y cuando lo logró las fuerzas políticas autoritarias rápi-
damente se encargaron de situarlo en el orden social y político tradicional,
que no es otro que las formas democráticas restringidas o incompletas. Ése
ha sido el estado normal del sistema político nacional.
Entre los diversos factores que explican la deficiente historia democrá-
tica nacional, se encuentra el hecho de que la sociedad chilena no ha gene-
rado ninguna de las cartas fundamentales que han normado su vida política
en estos doscientos años a partir de una asamblea nacional constituyente,
democrática, con la participación activa de todos los sectores políticos y so-
ciales del país. Siempre ha sido un acto autoritario del Ejecutivo, o sea, del
gobierno de turno o de los poderes fácticos militares o civiles. Así fueron
formuladas las constituciones políticas de 1833, de 1925 y de 1980.
En fin, por todas estas razones expuestas puedo sostener que en Chile
la instauración de una democrática plena sigue siendo un problema histó-
rico-político no resuelto. Cabe, entonces preguntarse, ¿es posible alcanzar
esa condición en la sociedad chilena actual?

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historiadores chilenos frente al bicentenario

La utopía democrática
para el siglo xxi

Antes de responder esta pregunta, creo que sería útil referirme a una cues-
tión que caracteriza a la historia de la sociedad chilena: la permanente dia-
léctica entre el mito y la utopía. Tal como algunos autores han afirmado,
los chilenos son dados a construir mitos; uno de ellos es, por cierto, el
haber desarrollado una democracia ejemplar, que somos una excepción,
etcétera. Pero, también, hemos sido constructores permanente de utopías.
Ejemplo de ello fue la utopía democrática como la utopía socialista. Si
bien, actualmente, como cantó Joan Manuel Serrat, “la utopía se echó al
monte perseguida por lebreles que se criaron en sus rodillas y que al no
poder seguir su paso, la traicionaron”. Pienso que el pensamiento críti-
co debe replantearse la utopía democrática y socialista en forma integral,
pues considero que la primera llevada hasta las últimas consecuencias es
sinónimo de socialismo.
Ésa es la fuerza que tiene la noción democrática cuando ella es con-
cebida, no como régimen político, sino como una forma de sociedad y de
Estado. Un punto que debemos tener presente es que esa noción de de-
mocracia es la que tuvo y desarrolló un importante segmento de la ciuda-
danía nacional, especialmente, los sectores populares ligados a la izquier-
da nacional, a lo largo del siglo xx chileno. Insisto, la utopía democrática
fue asociada con la construcción de una sociedad socialista. Por eso, el so-
cialismo era, en el proyecto político histórico popular, una forma superior
240 de democracia. En esta asociación, pienso, radicaba la fuerza del socialis-
mo chileno. Ello explica que un sector importante de la izquierda nacional
fuera crítica de los “socialismos reales” existentes, especialmente, porque
para construir socialismo habían abolido la democracia.
Tengo la impresión de que la noción democrática, a lo largo de estos
doscientos años de vida independiente ha sido vista a la luz de la utopía.
De manera, entonces, que ser democrático es, también, ser utópico. En ese
sentido, la problemática central de la República ha sido y sigue siendo la
compatibilidad entre la utopía democrática y su práctica histórica concreta.
La democracia plena en Chile siempre ha sido tratada como algo “im-
posible”. En los distintos momentos decisivos para la democracia, resultó
evidente la insuficiencia de la ideología en su labor legitimadora; de la
misma manera que el modelo utópico ya había adquirido la forma de una
sólida alternativa al poder existente. En ambos casos es posible, entonces,
comprobar, una vez más, que la utopía puede ser una alternativa al poder
o una forma alternativa de poder. Los proyectos democráticos al igual que
todas las utopías, escritas o realizadas, han mostrado su intención de ejer-
cer el poder de una manera diferente a la concebida.
Ahora bien, en la búsqueda del fundamento de tal construcción, el
horizonte utópico se perfila como el ambiente más propicio para los movi-
mientos sociales y políticos que pretenden lograr una democracia cada vez
más profunda, o sea, socialista. Esta cuestión tendría que partir no sólo de
las exigencias económico-políticas sino, también, de una nueva ética polí-
tica revolucionaria democrática y socialista.

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

Si coincidimos en que la lucha por una democracia radical representa


un serio compromiso político teórico es factible, entonces, encontrar en
ella una síntesis entre lo deseable y lo realmente posible. Esta perspectiva
debe reabrir el debate sobre una serie de problemas decisivos y, a menudo,
vitales para la construcción de la democracia radical.
En primer lugar, se plantea la cuestión del estatus del proyecto de-
mocrático-socialista, su grado de convencimiento y el potencial de mo-
vilización a la luz de una frustración esparcida a causa del destino poco
afortunado de los proyectos anteriores y las reducidas posibilidades de
conformar un contra poder a las actuales relaciones de poder capitalistas.
En segundo lugar, si se abandona el intento de formular el proyecto
alternativo (por los obstáculos que ello significa, la resistencia y el poder
de las tendencias dominantes) o, en el peor de los casos, si todo se reduce
a un “hay que”, todo acabaría en una pacificación total de los sujetos pro-
motores de cambios. El único beneficiado: las fuerzas dominantes. A mi
juicio, la misma situación resultaría, si la insistencia en el proyecto demo-
crático quedaría basada en una des-radicalización y des-dramatización de
los desafíos reales. De esa manera, el proyecto se vuelve un instrumento
de la falsa conciencia de los actores impotentes para los cambios. En suma,
está en cuestión una perspectiva doble de la relación democracia-realidad.
La primera, plantea la necesidad de afrontar los obstáculos; la segunda, exi­
ge una pronta determinación de las posibilidades. Las dos aglutinan, por
lo menos, tres dudas importantes:
1. Si las proporciones de los obstáculos están fielmente descritas.
2. Si las fuerzas democráticas pueden comparase con los grupos y ten- 241
dencias antidemocráticos.
3. Qué tan posible es la solución de esta obvia proporción, de manera
que se dé lugar para algunas sorpresas políticas y sociales.
Para responder a estas inquietudes hay que tomar en cuenta: las con-
secuencias del acelerado proceso de descomposición de las soberanías de
los estados nacionales; el aumento de las desigualdades entre y dentro de
las sociedades, acompañado por la fragmentación de las fuerzas sociales
o de la ciudadanía; la constitución de los mecanismos jurídicos y consti-
tucionales dirigidos más a aislar a las nuevas instituciones económicas de
control y responsabilidad públicos, que legitimizarlas democráticamente;
etcétera.
En este contexto, replantear el proyecto democrático radical desde la
perspectiva utópica implicaría que simultáneamente se redefina la política
a la luz de las nuevas exigencias morales con la necesidad de dar sentido al
futuro. En estas circunstancias parece que la función de la utopía reside en
intensificar la confrontación entre los criterios de lo posible y la realidad
misma. Se trata, desde luego, de una relación tensa. Nos servimos aquí de
esta tensión como núcleo duro de lo utópico no para señalar la vieja duali-
dad de ser-deber ser, es decir, el momento diagnóstico y el momento de la
propuesta, sino para postular un orden democrático mediante lo utópico
operante en el ámbito histórico. Esto de ninguna manera significa que la
república democrática tiende a una perfección realizable, producto de un
recorrido paulatino desde lo real a lo ideal. Al contrario, se trata de histo-

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historiadores chilenos frente al bicentenario

rizar el proyecto democrático, lo que nos obliga a determinar su grado de


perfección para ver en él un modelo histórico, por lo tanto, realizable y
posible y, por fin, siempre perfectible.
Dentro de poco iniciaremos un nuevo siglo de vida independiente,
¿será éste el siglo de la democracia radical? Es el desafío que nos espera.
Las nuevas generaciones tienen la palabra y la pala para construir la nueva
historia.

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

Chile en el bicentenario

Álvaro Góngora
Universidad Finis Terrae

E n la situación de reflexionar en “Chile” al momento de cumplirse dos-


cientos años de historia republicana, se me ocurre pensar en su iden-
tidad. Entendiendo tal concepto de un modo general, vale decir, en las 243
características más propias de los chilenos; nuestra forma de ser en un
sentido más espiritual que material, aunque estos últimos rasgos también
forman parte de la identidad.
Sin duda, la geografía es uno de los elementos que permiten configu-
rar una identidad, así como los étnicos, pero son los procesos históricos
los que más contribuyen a ella.
Una primera reflexión en este sentido, es que una geografía como la
nuestra tiene que haber pesado bastante en la forma de ser. Hasta media-
dos del siglo xix habitamos un territorio limitado por accidentes geográfi-
cos muy definitivos, en sus cuatro puntos cardinales. Frecuentemente se
aludió a nuestro “aislamiento”, y la ubicación en el territorio continental
aumentó ese aislamiento y lejanía. Éramos el “fin del mundo”. Los habi-
tantes de ese espacio miraron siempre al océano Pacífico, donde él es más
ancho. No fue fácil llegar a Chile, tampoco lo fue salir de él.
No olvidemos, por otra parte, que fuimos un territorio marginal de
imperio español, conquistado casi cincuenta años después que Cristóbal
Colón descubriera América. La fallida expedición de Diego de Almagro
desprestigió el territorio de manera que, cuando Pedro de Valdivia solicitó
a Francisco Pizarro que le concediera el derecho a montar un empresa de
conquista con el mismo destino, causó asombro. Por eso, también fueron
tan valorados los resultados de su gesta.
Era indudablemente un territorio poco atractivo para el conquistador
común, por su pobreza general. No poseía metales preciosos, abundante

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mano de obra y tampoco fue asiento de una gran civilización etc., como
sucedió en otras regiones de América. Por el contrario, a lo largo de su
geografía vivían tribus nómades y sedentarias sin un nivel destacable de
desarrollo.
Por eso, desde el Chile aborigen no surgen rasgos esenciales de nues-
tra identidad, porque no hubo en Chile una cultura originaria poderosa.
No se puede desconocer la importancia de la etnia mapuche, en cuanto
pueblo guerrero que le aportó a la conquista un carácter especial. ¿Pero
de la cultura que portaba entonces, cuánto quedó de ella? ¿Tenemos arte
que provenga de los ancestros; cierta riqueza culinaria; ruinas indiscutible-
mente importantes? Cierto que existe toda una toponimia de origen ma-
puche y aun otras manifestaciones, pero ellas son de carácter secundario
y diría marginal.
Una segunda reflexión, es que la línea gruesa de los rasgos que cons-
tituyen la identidad chilena proviene, más bien, del Chile hispano y repu-
blicano.
En este sentido, lo que destaca es el mestizaje. Somos un país mestizo
en todos los grupos sociales. Desde el momento que el conquistador es-
pañol entró en escena, comenzó el mestizaje; consolidándose en la zona
central durante el siglo xviii. Fueron los grupos aborígenes de más al norte,
más pacíficos, quienes aportaron su sangre. El mapuche se agregó a ese
proceso en el siglo xx podíamos decir; profundizándolo desde entonces,
sobre todo en el ámbito popular.
Todo Chile es mestizo, se puede afirmar, porque no sólo estoy pen-
244 sando en un mestizaje producto de la fusión hispano-indígena, sino en la
presencia de otros grupos raciales que se instalaron y se integraron a la
sociedad a lo largo de los siglos xix y xx. Aquí creo que no es necesario dar
ejemplos.
Otro rasgo que me parece fundamental y obvio, en cuanto a nuestra
identidad, es el de Chile como país católico. Es evidente que la Iglesia y la
fe católica se identifican con la historia de Chile. Recuerdo en este minuto
el famoso discurso “El alma de Chile”, del cardenal Raúl Silva Henríquez,
y demás está decir lo qué significó haber tenido hasta 1925, en lo formal,
un Estado confesional. O, bien, que la Iglesia jerárquica tuviera una fuer-
te presencia en la política contingente, mediante distintas formas. Entre
otros, a través de partidos políticos de gran gravitación. Primero, el Partido
Conservador y luego La Falange o la Democracia Cristiana. O, bien, ténga-
se en cuenta lo que ha sido la devoción popular de esta fe. Es cierto que
esta presencia se ha ido diluyendo. Sin embargo, todavía la Iglesia Católica
es predominante. No cabe duda que la práctica de esta fe va en retirada y
el clero, en general, va en disminución. Otras iglesias, como contrapartida,
han experimentado un crecimiento o se ha difundido una posición más
agnóstica en Chile. Pero, con todo, el pueblo chileno se reconoce y declara
católico mayoritariamente.
Por otra parte, Chile es un país de clase media. Y lo interesante en este
punto es que es una clase media original, propia, que se configuró a partir
del desarrollo educacional implementado en el siglo xix, reforzado en el
siglo xx. Se ha dicho, en este sentido, que el Estado y la clase dirigente for-

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

mó la clase media chilena. Ella, a comienzos del siglo xx logró conquistar


los ámbitos donde se desarrollaba la cultura, literatura y artes plásticas, bá-
sicamente, arrebatándole la hegemonía que al respecto detentaba la clase
dirigente tradicional, la llamada aristocracia decimonónica. Posteriormen-
te, ya desde 1920 en adelante, conquistó la política y la ha dirigido hasta
ahora. Se podría decir, que si el siglo xix fue pensado y conducido por la
aristocracia, el siglo xx lo fue por la mesocracia.
También destacable como característica propia de la identidad chilena,
es el ser un país con un marcado apego a la tradición. ¿Por qué? Por una
acentuada adhesión a la autoridad. En este sentido, creo que existe una
mentalidad autoritaria que ha subsistido en la sociedad chilena. En la au-
toridad unipersonal se deposita gran confianza y se espera de ella todo: el
progreso, el bienestar, la protección, el buen criterio. A mí parecer, esto
no se contrapone con una tendencia republicana que también se aprecia
en Chile, más en el siglo xx, obviamente. Es cierto que se prefiere la de-
mocracia, pero se procura elegir presidentes que manden, que sean líde-
res, verdaderos conductores de la nación, que sean autoridad. Cada cierto
tiempo, y esto lo podemos constatar en nuestros días, se mide o se evalúa
el liderazgo que ejerce la autoridad unipersonal, la autoridad ejecutiva. Y
esta consideración es válida respecto de la autoridad unipersonal en to-
dos los ámbitos, desde la empresa, desde el sindicato, por así decirlo. Más
primariamente todavía, en la familia. Las autoridades importan y mucho.
Otra cosa es, y podemos analizarlo, de dónde viene o cuál es la raíz de tal
mentalidad predominante. Sobre esto se pueden decir muchas cosas. Po-
demos remontarnos a situaciones muy antiguas, como la monarquía o la 245
importancia social y económica de La Hacienda. Creo ver asociado a este
fenómeno una cierta conducta sumisa, o, al menos, pasiva del pueblo chi-
leno, un tanto cómoda, si se quiere: dejarse conducir. ¿Cuántas veces Chi-
le en su historia republicana ha recurrido a figuras políticas autoritarias?
Si uno hace un chequeo, se da cuenta cómo ha prevalecido esta noción,
esta idea; que tiene que ver mucho con lo que planteaba Mario Góngora
en su ensayo sobre la “noción de Estado”. Creo en esto no ser original, lo
han planteado muchas personas. El presidencialismo es parte esencial de
la identidad, pero no un presidencialismo a secas, sino autoritario. Los
intentos de gobierno colegiado que ha habido (el más importante fue el
mal llamado “parlamentarismo”), se concibieron mal o no se entendieron
en la práctica. En todo caso, fracasaron. Visto desde otra perspectiva, no
me parece Chile un país, o pueblo libertario, que “ame la libertad” como
dice la manida frase “por sobre todas las cosas”. Eso uno lo lee a menudo.
Estoy pensando más en una mentalidad, en lo que Mario Góngora llamaba
“una noción”, en eso que forma parte de una conducta casi inconsciente
de un pueblo. Me pregunto si la libertad es parte de nuestra forma de ser,
forma de vivir, nos sentimos cómodos en libertad plena. Otra cosa es que
racionalmente se diga algo distinto, analíticamente; que sea políticamente
correcto decirlo. Porque, hoy por hoy, ser moderno es creer en la libertad.
Pero otra cosa muy distinta es si ella, como forma de concebir la vida, está
integrada esencialmente en nuestra manera de ser como pueblo, si ella es
consustancial a nuestro ser más íntimo. Vuelvo a preguntar: ¿Somos autén-

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historiadores chilenos frente al bicentenario

ticamente independientes, partidarios de la autonomía? Si hay algo de la


mentalidad liberal en Chile, quizá exista en sectores de elite, empresarial o
intelectual, hasta profesional. En todo caso, esto es insuficiente para nutrir
una identidad y de todas formas no me parece un rasgo histórico.
Creo, a su vez, que Chile tiene un marcado apego a la tradición, por la
valoración excesiva del orden. El orden es una palabra sagrada, a mi juicio,
entre nosotros. Y un orden que se lo achacamos a la autoridad, quien es
responsable de él. El orden no lo concebimos surgiendo del libre juego
de las libertadas bien practicadas por una sociedad que tiene una genuina
mentalidad liberal, que sabe actuar libremente. No, desconfiamos de la
libertad para establecer un orden. Éste, por lo general es impuesto, situa-
ción que se aprecia en todo ámbito; desde el familiar o local hasta el orden
del sistema político. Obviamente se trata de una manifestación estrecha-
mente vinculada a la concepción autoritaria predominante.
Otra expresión de la subsistencia de la tradición, a mi juicio, es el res-
peto por las jerarquías sociales, por el orden jerárquico. Pienso que en
Chile se ha aceptado con facilidad ciertas estructuras sociales que tien-
den a mantenerse. Para decirlo derechamente, no somos igualitaritaristas,
manteniendo todavía hoy, siglo xxi, prejuicios sociales e incluso me atre-
vería a decir actitudes clasistas. Quizá hoy la juventud tiene algo de rup-
turista en este sentido, demuestre una actitud de ruptura con los cánones
establecidos y, socialmente, sea más auténtica e igualitaria. Pero se trata de
un proceso en camino.
En fin, no creo que el chileno se identifique verdaderamente con la
246 modernidad. O mejor dicho, entiendo por qué Chile ha tratado de serlo
y nunca ha podido llegar a ser moderno. Siempre nos hemos estado aso-
mando a la modernidad. A fines del siglo xix se decía que estábamos por
alcanzarla; se siguió diciendo a fines del siglo xx.
Me refiero a poseer, en cuanto pueblo, una determinada mentalidad,
una manera de vivir y concebir la libertad, las relaciones sociales y la re-
lación con la autoridad. Sin embargo, no creo que se nos pueda calificar
de tradicionalistas, de severamente conservadores, porque hemos ido mu-
dando nuestras estructuras o formas heredadas, ellas no las hemos conser-
vado intactas. Estamos abiertos al cambio, al progreso en todas sus mani-
festaciones. Me he preguntado a propósito de esta reflexión, cómo poder
calificar la forma de ser más auténticamente chilena en este sentido. Y se
me ha venido a la mente una expresión utilizada por Sergio Villalobos en
un libro de juventud, cuando dijo que 1810 –es decir, la creación de una
junta de gobierno, un gobierno autónomo, pero que manifestaba lealtad
al Rey– representaba la tradición y la reforma. Creo que Chile ha sido la
tradición y la reforma, el cambio gradual, negociado. Usaría otro concepto
histórico, que fue prácticamente un lema de los ilustrados, del despotismo
ilustrado más exactamente, y que se manifestó en Chile durante el siglo
xix: “reformar conservando, conservar reformando”. He ahí la mentalidad
chilena. Definitivamente no somos revolucionarios para nada, en mi modo
de ver. Ni siquiera Chile lo fue en épocas que partidos políticos y fuerzas
sociales se proclamaron revolucionarias.

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

Reflexiones en torno al bicentenario


de la independencia de Chile

Cristián Guerrero
Universidad de Chile

C on una proximidad cada vez más cercana, el bicentenario se ha trans-


formado en algo más que la conmemoración de los doscientos años
del inicio del proceso de independencia. Se ha perfilado como base para
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una introspección relativa a los hechos y procesos que han dado forma a
la historia republicana del país, y también para plantear políticas condu-
centes, en lo material y espiritual, a la conformación de un nuevo tipo de
sociedad con una mayor cantidad de adelantos materiales y una serie, bas-
tante completa, de valores que deberían estar logrados para esa fecha. Es,
entonces, y desde el punto de vista desde el que se le mire, un verdadero
hito que, al parecer, para algunos, tiene algo de mágico.
Esta segunda línea parece prevalecer sobre la primera. Es común oír
una mayor cantidad de referencias respecto de las metas y obras que debe-
rán estar logradas y construidas para el año 2010, que del sentido histórico
de lo que ese año se conmemorará. Dentro de esto último, es también más
frecuente el análisis de los procesos sociales, políticos, económicos y cultu-
rales producidos en la etapa posterior a la independencia. Pareciera que el
país, es decir, la comunidad conformada por los chilenos, hubiese nacido
en 1810 y que solamente a partir de esa fecha tuviese existencia legal, por
decirlo de algún modo. Se olvidan, no sabemos si en forma consciente o
no, los doscientos setenta y cuatro años transcurridos entre 1536 y 1810.
Y también la existencia, con una fecha difícil de determinar con exactitud,
pues depende de autores distintos, de aquellos grupos humanos a los que
en el último tiempo se ha dado en llamar “pueblos originarios”.
Dentro de este cuadro, también se advierte, en general y al menos
por ahora, cuando aún faltan cerca de tres años, la preterición del mismo

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historiadores chilenos frente al bicentenario

proceso de independencia. Existen algunos puntos relativos a él que, a


nuestro entender, resulta necesario precisar a fin de comprender de mejor
forma su desarrollo y significación. Ello no solamente porque sea nuestra
preocupación intelectual, sino que en razón de que como todo hito sig-
nificativo en un desarrollo histórico, como es el de una nación, y más aún
cuando posee un carácter trascendente debido a que implicó un quiebre,
una continuidad y una renovación al mismo tiempo, sirve para analizar
un “antes” y un “después” que permite visualizar y comprender de mejor
manera la formación de la identidad de ese grupo humano denominado
genéricamente como chilenos.
En primer lugar, el americanismo del proceso de independencia y la
condición de guerra civil, que dentro de ese marco, tuvo el conflicto ar-
mado.
La fecha que, artificialmente, se ha determinado para fijar el nacimien-
to del país, no es solamente significativa para los chilenos sino, también,
lo es para la mayoría de los países americanos. Esto tiene directa relación
con las circunstancias coyunturales que, en lo más inmediato, implicaron
su inicio. En definitiva, no se trata de la independencia de Chile, de Argen-
tina o de México, sino que de la de varias sociedades americanas en for-
ma simultánea y con desarrollos históricos que se influyeron mutuamente
en campos tan disímiles como lo ideológico, militar, económico, etc. Los
elementos que influyeron en su inicio actuaron sobre sociedades que en
líneas generales eran bastante similares y de ahí que los impulsos externos
o internos, que en cada uno de esos grupos tuvieron la calidad de factores,
248 hayan generado respuestas bastante similares. Los revolucionarios de la in-
dependencia no concebían su lucha como un elemento netamente local,
sino que la proyectaban, en distintos planos, a un ámbito continental. La
acción de sus grandes dirigentes –piénsese en Simón Bolívar o José de San
Martín, y también en Bernardo O’Higgins– no se limitó al espacio geográ-
fico de las antiguas divisiones administrativas en las que vivían, el que fue
sobrepasado por ella.
En este sentido, no es casualidad, por ejemplo, que el primer ciuda-
dano que en Chile detentó el título de Director Supremo, Antonio José
de Irisarri, aunque en forma accidental y por un brevísimo tiempo, fuese
un guatemalteco; que el primero de la serie de nuestros presidentes de
la República, Manuel Blanco Encalada, hubiese sido un natural de Bue-
nos Aires; que entre los integrantes del Primer Congreso Constituyente
peruano sea posible encontrar tres neogranadinos, cuatro ecuatorianos,
un altoperuano, un chileno y tres argentinos. Para mayor abundamiento,
piénsese en un personaje de gran influencia en la historia chilena de esos
años, como Juan Egaña, nacido en Perú, o en la actuación del chileno Jo-
sé Joaquín Cortés de Madariaga en Venezuela. Se trataba de vasallos de la
corona española que vivían en un lugar distinto al de su nacimiento, que
aspiraban a modificar muchas realidades, pero no eran considerados, ni
podían serlo, como extranjeros.
El carácter de guerra civil que tuvo el conflicto armado, tanto en Chile
como en otras latitudes y longitudes continentales, también se relaciona
con ese americanismo. Tradicionalmente se acostumbra a referir que la

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guerra de independencia fue un conflicto que enfrentó, en nuestro caso,


a “chilenos” y “españoles”. En verdad no puede haber nada más alejado
de la realidad histórica que esa afirmación. El conflicto bélico fue la herra-
mienta de resolución de una controversia política producida al interior de
una parte de la monarquía española, y aquélla fue adquiriendo paulatina-
mente niveles más altos de polarización a raíz de la posibilidad de generar
modificaciones en las estructuras de gobierno. En los campos de batalla
no se combatió por una cuestión de nacionalidad, sino que, más bien, por
derechos y anhelos de modificación de las estructuras políticas, sociales y
económicas vigentes hasta ese momento.
Como todo conflicto producido al interior de una sociedad, también la
dividió y los integrantes de muchas familias militaron en uno y otro bando,
ya sea política o militarmente. Más aún, los ejércitos que participan en él
se formaron sobre la base del expediente del reclutamiento, la mayoría de
las veces forzoso. Esto se repitió en cada una de las comarcas sacudidas
por la guerra.
En esto debe considerarse, en el caso chileno, hechos tales como que
la expedición de Antonio Pareja (1813) contaba solamente con algunos
oficiales subalternos y cincuenta soldados veteranos los que, probablemen-
te, no eran españoles, sino peruanos, siendo el grueso de las tropas que
conformaron esta expedición reclutadas en Chiloé y Valdivia, agregándose
luego otras fuerzas ya instruidas militarmente y nuevos reclutas en todo el
espacio geográfico ubicado desde Concepción hacia el norte. Fenómeno
que se reiteró en los meses siguientes: los refuerzos traídos por Gabino
Gaínza no sobrepasaban los ochocientos hombres, por lo que se procedió 249
a ocupar el mismo expediente, lo mismo que ocurre con las fuerzas de Ma-
riano Osorio, que arribadas en 1814 ascendían a seiscientos efectivos, sien-
do quinientos cincuenta miembros del regimiento de Talavera de la Reina.
Evidentemente esas cifras distan mucho de ejércitos conformados por
cerca de cuatro mil supuestos españoles y, lógicamente, la diferencia había
sido cubierta con reclutas habitantes de Chile.
En el campo contrario también había españoles y sólo citaremos el
caso de Carlos Spano, quien murió en la defensa de Talca en 1814. Agré-
guese a ello la conformación, mayoritariamente rioplatense del ejército
que cruzó los Andes en 1817, o en las tropas chilenas que partieron bajo
el mando de José de San Martín desde Valparaíso en 1820. Estas situacio-
nes no fueron producto de la casualidad, sino que resultado lógico de la
realidad vivida con anterioridad a 1810, cuando las “fronteras” que hoy se-
paran a los habitantes de América eran, más bien, límites de jurisdicciones
administrativas creadas por la corona española. Otros antecedentes que
corroboran esto los podemos hallar en las fuerzas chilenas que cruzaron la
cordillera para combatir junto con los rioplatenses en el Alto Perú (1811) y
las trasandinas que atravesaron la cordillera hacia el oeste, para combatir a
los realistas en Chile (1813-1814). Como vemos, el americanismo también
estuvo presente en la conformación de las tropas.
Otro punto que debe considerarse al momento de precisar las caracte-
rísticas generales del proceso independentista se relaciona con las deno-
minaciones que se acostumbra a dar a los grupos que se enfrentaron, ya

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sea política o militarmente. Se habla de realistas y patriotas, categoriza-


ción que encontramos acertada sólo en lo que se refiere a los primeros.
Lógicamente, para los realistas el ideal era permanecer dentro del sis-
tema monárquico, al que consideraban como el mejor para su patria. En
el bando contrario, se sostenía lo opuesto. ¿Es este hecho suficiente para
denominar “patriotas” a aquéllos que querían establecer cambios en diver-
sos ámbitos?
La palabra ‘patriota’ se presta para equívocos, ya que es una serie de
actitudes y afectos los que le dan sentido. Se origina, evidentemente, en el
término ‘patria’, el que hace referencia a la tierra natal a la que una perso-
na se siente ligada por vínculos jurídicos, históricos y afectivos. En defini-
tiva, no es otra cosa que un sentido de pertenencia a una comunidad. En
consecuencia, ‘patriota’ es quien tiene amor a su patria y procura todo su
bien. Ahora bien, el adoptar tal o cual posición política, porque de eso se
trataba, ¿implica ser más o menos patriota?
Nos parece que es más exacto referir a los grupos en disputa usando
el mismo parámetro, la “misma vara” y no emplear, para unos, un aspecto
afectivo y para otros uno eminentemente político. Así, debería hablarse de
“realistas” y “revolucionarios”. Es más, quien haya revisado los escritos de
personajes como Melchor Martínez o Manuel Antonio Talavera, quienes no
eran precisamente revolucionarios, habrá advertido la infinidad de veces
en que se refieren a la patria o al bien de la patria al referir actuaciones,
dichos, actitudes y pensamientos provenientes del bando realista. Incluso
más, el ejército que comandó José Miguel Carrera y posteriormente Ber-
250 nardo O’Higgins, era denominado “Ejército Restaurador” o “Ejército de
Chile”, pero no patriota. Lógicamente, en el bando revolucionario también
se actuaba en aras del bienestar de la patria.
Ahora bien, cabría hacer otra pregunta: ¿cuándo nace la patria? La res-
puesta siempre es la misma, en 1810... y es precisamente eso lo que se
celebrará en el bicentenario. Pero, ¿es esto exacto?
Si nos detenemos en la definición de ‘patria’, encontraremos dos reali-
dades. La primera es física, atingente al territorio, al suelo en el que se nace
y obviamente no es ésa la fecha que se debe considerar. Lo importante de
aquélla es lo relativo a la vinculaciones que los individuos desarrollan, más
que con el territorio en que han nacido o que habitan, con los otros habitan-
tes, con la comunidad de la que forman parte, ya sea por nacimiento o por
decisión individual (también se puede ser “patriota por adopción”).
Dado aquello, resulta imposible precisar cuándo nace la patria. Podría
decirse que fue alrededor de 1541, o muchísimo tiempo antes si nos in-
teresa destacar el aporte de los grupos originarios. Sin embargo, si consi-
deramos que el pueblo chileno es mestizo no hay más opción que señalar
que no existe una data exacta, y que la nación se fue creando progresiva-
mente conforme los dos grupos humanos esenciales en su conformación
se fueron entrecruzando.
En tercer lugar, no se puede olvidar que en la independencia, como en
muchos otros casos, existe una gran dualidad de cambio y continuidad. Lo
primero debido a que en y tras de ella, se inicia la construcción de un Estado
nacional. Lo segundo, debido a que esa revolución se produjo en una socie-

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

dad que, en líneas generales, no fue modificada sustancialmente. Es cierto


que a partir de ella no se pudieron usar escudos ni títulos de nobleza, que
algunos importantes comerciantes emigraron, etc., pero en lo sustancial, las
estructuras sociales se mantuvieron. Una comprobación de esto es lo citado
por José Zapiola en sus Recuerdos de treinta años, cuando relata que en
1817, al ser los confinados a Juan Fernández devueltos a Valparaíso, algunos
desembarcaron haciendo exhibición pública de sus insignias nobiliarias.
Las declaraciones formales que abolían la esclavitud o que concedían
la nacionalidad chilena a los indígenas que habitaban más allá del Biobío,
no pasaron de ser manifestaciones de la aplicación de ideas y principios
liberales, pero con casi ningún sentido o significado práctico.
También resulta interesante constatar que en varios textos se habla de
la construcción, así “a secas”, del Estado, como si con anterioridad este en-
te no hubiese existido. Puesto en sentido afirmativo, el Estado no comenzó
a construirse en 1810, sino que a remodelarse, a reestructurarse teniendo
como base las antiguas tradiciones monárquicas y como agentes modela-
dores a las nuevas ideas y principios. Por ello fue que muchos elementos
del sistema y del estilo monárquico de gobierno no desaparecieron total-
mente y aún subsisten. Baste con pensar en los atributos personales con
que inmediatamente es investido, por sus partidarios al menos, quien asu-
me la Presidencia de la República.
Por otra parte, la independencia fue una revolución política que dejó
huellas de resentimiento y de animadversión que perduraron en el tiempo
y que, a su vez, sirvieron para el potenciamiento del sentimiento liberta-
rio de estas tierras, dicho esto último en un sentido más americano. El 251
resentimiento hacia todo lo español se manifestó durante mucho tiempo
e, incluso más, se oficializó, aunque no como mandato. Los himnos nacio-
nales, en su mayoría surgidos durante o en las cercanías de este proceso
dan prueba suficiente de ello, al igual que con anterioridad lo hicieron las
proclamaciones de independencia.
Ése es el sentido que tienen expresiones tales como las del himno ar-
gentino:

“Oíd ¡mortales! el grito sagrado:


¡Libertad, libertad, libertad!
Oíd el ruido de rotas cadenas:
Ved en trono a la noble Igualdad.
Se levanta a la faz de la tierra
Una nueva y gloriosa Nación:
Coronada su sien de laureles
Y a su planta rendido un León”.

O en el chileno:

“Dulce Patria recibe los votos


con que Chile en tus aras juró
que o la tumba serás de los libres
o el asilo contra la opresión”,

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historiadores chilenos frente al bicentenario

o los contenidos en la tercera estrofa:

“Vuestros nombres valientes soldados


que habéis sido de Chile el sostén
nuestros pechos los llevan grabados
los sabrán nuestros hijos también
Sean ellos el grito de muerte que lancemos marchando a lidiar
y sonando en la boca del fuerte hagan siempre al tirano temblar”.

En Perú se canta

“Somos libres, seámoslo siempre


y antes niegue sus luces el sol
que faltemos al voto solemne
que la Patria al Eterno elevó.
Largo tiempo el peruano oprimido
la ominosa cadena arrastró;
condenado a cruel servidumbre
largo tiempo en silencio gimió”.

En Bolivia es:

“Bolivianos el hado propicio


Coronó nuestros votos y anhelo
252 es ya libre, ya libre, este suelo,
ya cesó su servil condición”,

a lo que más adelante se agrega:

“De la patria, el alto nombre,


en glorioso esplendor conservemos
y en sus aras, de nuevo juremos
morir antes que esclavos vivir
morir antes que esclavos vivir
morir antes que esclavos vivir”.

Si se habla de rotas cadenas, de ser la tumba de los libres o al menos


el asilo contra la opresión, de un león rendido, de tiranos, de no faltar al
voto solemne de ser libres, de morir antes que esclavos vivir, estamos en
presencia de una valoración dirigida hacia el período histórico inmediata-
mente anterior, la que cargada de aspectos negativos se plasmó un tiempo
después en los textos historiográficos que contribuyeron a la formación de
las respectivas identidades nacionales o, en otras palabras, a la progresiva
diferenciación nacional.
Es un hecho innegable que el bicentenario se ha constituido, al me-
nos para el mundo académico, en una instancia propicia para la reflexión,
mientras que para otros en una suerte de meta para los cambios que se
quieren concretar. Sin embargo, en lo que a lo primero se refiere, conside-

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

ramos que las reflexiones que se hagan no deben estructurarse solamente


a partir del siglo xix. En nuestro entender, deben abarcar también el proce-
so mismo de la independencia, es decir, el origen mismo de la conmemo-
ración, y también extenderse hacia los inicios de la nación chilena. De lo
contrario, resultarán esfuerzos interesantes, que duda cabe de ello, pero
parciales o, al menos, fragmentarios.

253

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

Chile ante Perú y Bolivia.


Cambiar la lógica del vencedor

Carlos Gutiérrez
Centro de Estudios Estratégicos (CEE-Chile)

P ara los tiempos de la celebración del primer centenario, nuestro país


tenía una estatura estratégica regional de gran poderío que se sustenta-
ba en la reciente victoria de la Guerra del Pacífico sobre Perú y Bolivia; en
255

la eficiente modernización del ejército en matriz prusiana; en el gran po-


derío de la armada, que, incluso, hacía pesar su hegemonía en el Pacífico
frente a la creciente potencia estadounidense y en una vociferante relación
con Argentina, con la cual existían temas pendientes sobre delimitación de
territorios y fronteras.
Era un momento de gloria para nuestra elite, que había consolidado su
asentamiento nacional, asegurado sus fronteras interiores e intereses econó-
micos vinculados al gran capital hegemónico mundial de entonces, que la
hacían parte de las redes de la economía capitalista global y mantenía bajo
control a través de la represión y disciplinamiento social a los sectores socia-
les emergentes, que eran portadores de la crítica al modelo de desarrollo.
Pero esta suerte de grandeza exterior, que por lo demás era una mira-
da consensuada que el resto de la comunidad latinoamericana tenía sobre
nosotros, estaba basada en un usufructo estratégico que la elite del poder
había hecho de la victoria en la Guerra del Pacífico y en la lógica del dere-
cho que otorga el triunfo a los vencedores.
Chile había firmado ya el tratado de paz y amistad con Bolivia de 1904,
en el cual se consolidaba la apropiación territorial que incluía la provincia
de Antofagasta, que tenía como efectos una ganancia directa sobre bienes
primarios exportables de primera necesidad mundial como era el salitre; y
una futura como llegaría a ser el impacto que la minería del cobre también
tendría en la economía de los países desarrollados.

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Pero sin lugar a dudas que la consecuencia fundamental, que ha mar-


cado nuestras relaciones bilaterales hasta el día de hoy, fue la pérdida de la
salida territorial y soberana de Bolivia al Pacífico, que se ha constituido en
el ícono fundamental de la articulación política de su elite, y en la constitu-
ción de una memoria social y popular vinculada a un concepto nacionalista.
Desde este momento, con características fundacionales de un cierto orgullo
nacional boliviano, la demanda marítima se convirtió en el pivote del senti-
miento antichileno, así como en el argumento central del subdesarrollo del
país.
Nos habíamos ganado una enemistad secular.
Con Perú se había firmado en 1883 el tratado de Ancón, poniendo tér-
mino al conflicto, y que también significó una pérdida territorial, en este
caso la provincia de Tarapacá, que también implicaba la ganancia para Chi-
le de importantes yacimientos de salitre y en menor medida guaneras, que
seguían teniendo gran importancia en el comercio mundial.
Pero con este tratado no se habían resuelto todos los temas, quedando
pendiente la situación de las ciudades de Arica y Tacna, que quedaron en
posesión chilena, pero con una resolución definitiva pendiente que la de-
positaba en manos de un mecanismo plebiscitario, que debía desarrollarse
en los próximos diez años de la firma del tratado, es decir, para fines del
siglo xix.
Pero esto no sucedió. Chile postergó la implementación del plebiscito
y, en cambio, desarrolló una autoritaria y odiosa política de “chilenización”
de ambas ciudades y del conjunto de la región, atendiendo a la predomi-
256 nante presencia social y étnica de origen peruano y boliviano.
Este proceso fue llevado adelante por una red de organismos cono-
cidos como ligas patrióticas, que en una verdadera política xenófoba se
encargaron de hostilizar permanentemente a peruanos y bolivianos, obs-
taculizando sus acciones identitarias, así como practicando una violencia
explícita hacia las personas.
Recién en 1929, y por fuertes presiones internacionales, Chile accedió
a una fórmula que se estampó en el tratado de Lima, con la garantía inter-
nacional que otorgó el gobierno estadounidense. El resultado arrojó que
la ciudad de Tacna seguiría bajo Perú, mientras que Arica pasaría definiti-
vamente a ser parte constitutiva de la República de Chile.
El tratado de 1929 dejaría otros asuntos pendientes, que se sintetizan
en las servidumbres que de allí emanan, algunas de las cuales se transfor-
marían en nuevos y futuros problemas de las relaciones vecinales entre
ambos países.
Todos los efectos tradicionales que se producen posconflictos, y que
en el caso de la guerra con Perú ya eran graves producto de las característi-
cas que asumió el gobierno interino de Patricio Lynch, se vieron agravadas
por estas políticas forzadas de frontera que se llevaron a cabo en las pri-
meras décadas del siglo xx.
Esta compulsiva y contenciosa creación de “nación chilena” en un te-
rritorio históricamente peruano, alimentó esta idiosincrasia de la superio-
ridad del chileno, en contraste con todos los “malos hábitos y caracteres”
del mundo indígena y popular peruano, que se codificó en una iconogra-

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

fía, literatura y particularmente en un folclore popular que asumía perma-


nentemente al otro como enemigo y como subalterno.
Nos habíamos ganado una animadversión secular.
Éramos, entonces, para el centenario, un país con relaciones vecinales
tensionadas, gozábamos de una apreciación externa que nos caracterizaba
de soberbios y autoritarios, y recibíamos el rechazo de pueblos, con los
que casi un siglo atrás habíamos compartido gestas fundamentales, como
había sido la Campaña Libertadora del imperio español.
El segundo centenario nos encuentra ante una realidad expectante
en nuestra vecindad. La elite del poder chileno, mantiene y alimenta una
visión de menosprecio y rechazo de las constituciones socio-políticas de
nuestros vecinos, particularmente la componente indígena de éstos, que
se ha potenciado por una nueva soberbia y autoritarismo que emana de
nuestra traumática experiencia dictatorial que se ha calcificado en un mo-
delo de desarrollo económico ultraliberal, acompañado de una conforma-
ción sociocultural con énfasis en el exitismo y el individualismo.
Esto continúa significando, que el énfasis de las miradas en nuestras
fronteras sigan siendo la desconfianza, las hipótesis de conflicto, las ri-
validades económicas, la desintegración social y cultural, las dificultades
administrativas, etcétera.
Seguir manteniendo el peso de esta construcción histórica de rivalida-
des nos ha significado, y lo más probable que cada vez con más impactos,
costos de oportunidad muy altos en nuestras respectivas estrategias de
desarrollo, tanto individuales como colectivas. Los desaciertos y faltas de
miradas comunes nos impiden complementar nuestras carencias y abun- 257
dancias, que hoy son instrumentos vitales para la cooperación y la integra-
ción real y efectiva.
Los nacionalismos duros y las soberanías absolutas, van paulatinamen-
te dando pasos hacia diversidades e integraciones culturales junto a sobe-
ranías relativas de los Estados, que anteponen la subordinación a bienes
universales.
Existe una percepción cotidiana que los vencedores de los conflictos
tienen derechos ganados sobre la base de esa condición. Lamentablemen-
te, la realidad de las situaciones posteriores a los conflictos, nos demues-
tra que los casuales vencedores tiene, más bien, enormes deberes, en este
caso hacia ese singular genérico que es la persona, esté en la división te-
rritorial que esté.
En esta dirección, Chile debe sostener una real política de acercamien-
to y abuenamiento vecinal, pues en ello también se juega una parte impor-
tante de posibilidades de construir un país más armonioso y desarrollado,
hacia el interior y en su proyección internacional. No basta con gestos esté-
ticos, si no son acompañados con una política de largo plazo y apuntando
a los vestigios negativos de los fondos culturales, creados a razón de una
elite ambiciosa.
Es la hora de la palabra de los pueblos.

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

Rescatando el valor de lo antiguo

María Huidobro
Universidad de Santiago de Chile

E l hecho de reflexionar acerca de los alcances y desafíos que implica la


celebración de un bicentenario ofrece la posibilidad de volver la vista
atrás y revisar el camino que Chile ha realizado desde el pasado para ser 259
lo que hoy es, y orientarse, al mismo tiempo, hacia el futuro, definiendo
objetivos, ideales y caminos que, en su conjunto, sueñan siempre con un
país mejor al pretérito.
Sin embargo, en esa primera revisión, parece siempre quedar en deu-
da la valoración de la historia anterior a la historia, del pasado anterior a
1810. Por supuesto, el bicentenario alude al desarrollo de un Chile consti-
tuido como tal, con la conciencia de una nación propia y distinta, de una
identidad cultural patria. Pero el hecho mismo de que actualmente pueda
constatarse un fuerte auge de la historiografía contemporánea y de los es-
tudios sociológicos del mundo de hoy, colabora para que, paulatinamente,
el interés por la “historia antigua” de Chile, los tiempos de la Colonia y,
aún más, la época del encuentro entre el mundo americano y el conquis-
tador europeo queden relegados a un segundo plano.
Cierto es que hoy se ha dado un fuerte empuje a los estudios etnohis-
tóricos, gracias a los cuales se ha revalorizado al mundo indígena que, de
otro modo, se mantendría aún en una consideración secundaria respecto
de la conformación y constitución de Chile. Pero aun así, desde una pers-
pectiva más comprensiva, el interés por la historia del Chile anterior a
1810 parece ir en franco retroceso.
Cada vez parecen ser más las generaciones interesadas por la historia
próxima, limitando su conocimiento histórico a los períodos cuyas imáge-
nes pueden ofrecer mejor los medios audiovisuales y tecnológicos, y cuyos
personajes aún perviven o han tenido una influencia directa en la confor-

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mación del orden social actual. Y así, lo más antiguo, se percibe cada vez
más distante y extraño, casi carente de utilidad o de sentido. Basta notar
cómo en ocasiones los debates públicos acaban por distinguir lo moderno
y progresista como positivo, mientras relegan al campo de lo negativo a
lo pasado que, por su simple calidad de tal, recibe los apelativos de anti-
cuado o retrógrado, sino de conservador y tradicionalista con un cierto
carácter desdeñoso.
No obstante, el quiebre entre los tiempos recientes y los pretéritos pare-
ce radicalizarse aun más cuando se piensa en términos de historia universal
a partir de su periodización clásica. La historia antigua y medieval son, por
lo general, abordadas con poco interés y así, son escasos los estudiantes
que optan por especializarse en el estudio de tales épocas, pues se perciben
prácticamente como simples “curiosidades arqueológicas”, cuya incidencia
en los procesos históricos del mundo actual es prácticamente nula.
Y ello se hace patente si comparamos las publicaciones del siglo xix
con las temáticas que hoy abordan las editoriales nacionales; o si revi-
samos las mallas curriculares de las carreras del ámbito humanista, que
solían, en tiempos decimonónicos –y algunas hasta hace menos de una dé-
cada– impartir latín y griego como conocimientos básicos y fundamentales
para la comprensión del mundo occidental.
Aun cuando no se trata de realizar una crítica a se a las reformas educa-
cionales aplicadas en el último tiempo –que lógicamente buscan adaptarse
a las necesidades del mundo contemporáneo–, la ausencia de estudios
humanísticos centrados en el mundo antiguo podría constituir una caren-
260 cia lamentable para la educación de hoy, más habituada, da la impresión,
a orientar sus intereses de acuerdo con aquello que parece a primera vista
útil, cercano y práctico. ¿Para qué leer griego si ya nadie lo lee? ¿Para qué
saber latín si muy pocos lo manejan y prácticamente nadie lo habla?
Por supuesto, no puede negarse que el estudio de pueblos, realidades
y mundos distantes –no sólo temporal sino, también, espacialmente– re-
sulta más arduo y complejo que el conocimiento de lo que parece más
propio y más físicamente cercano. Las dificultades idiomáticas se suman,
en este sentido, a la carencia de fuentes y vestigios directos, así como a la
ausencia parcial de bibliografía actualizada relativa a estos temas. Pero la
orientación que pueda otorgarse a estos estudios puede quizá ofrecer la
clave resolutiva frente al desinterés y a los conflictos prácticos.
Cabe aquí rescatar el concepto de lo clásico, pero no en el sentido
de perpetuar formas pretéritas sólo en la medida en que trascienden la
temporalidad, sino, más bien, de retomar ciertos valores, aportes y pro-
blemáticas que, de una u otra manera, tratan conflictos y situaciones que,
en su esencia, se viven también en los tiempos actuales. Después de to-
do, no puede negarse que en la historia subyacen categorías universales,
que, si bien nunca se hallan del todo desencarnadas –como señala Paul
Ricoeur– ni por lo mismo, desprovistas de las formas dadas por el tiempo
o la cultura que les dan vida, subyace en la discontinuidad de la trayectoria
histórica una cierta invariabilidad temática. Ciertamente, si hablamos hoy
de democracia no lo hacemos en los mismos términos que lo hacían los
atenienses del siglo v a.C.; pero su alusión, finalmente, se orientará en un

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sentido similar que permite entender en dos contextos muy distintos, una
misma idea fundamental.
Aunque la historia de Chile resulta ser bastante reciente en relación
con los tiempos pasados del mundo mediterráneo, y, por lo mismo, su
vinculación pudiera parecer tan distante, es imposible negar que, de una u
otra forma, las principales problemáticas que en una condición inaugural
cimentó el mundo grecorromano para occidente formaron parte, también,
de la conformación de la identidad e idiosincrasia chilenas. Costumbres,
modos, valores y lengua, entre otros, son comprensibles en mayor medida
si se aprehenden en su esencia los fundamentos y raíces de sus formas,
para advertir en ellas un proceso de apropiación y adaptación cultural
que, inspirándose en los modelos preexistentes, forjó para Chile su propio
modo de ser.
La consideración de lo “antiguo” nunca responderá, en este sentido, a
una curiosidad arqueológica, a una pretensión de erudición o al temor a los
cambios que el tiempo exija, pues no se trata de admirar el pasado en el afán
de no avanzar. Antes bien, consiste en el imperativo de comprender a caba-
lidad lo que se es, para corregir, analizar, potenciar y orientar creativamente
un futuro en absoluto conocimiento de lo que queremos y podemos llegar
a ser. Es lo que parecía ya entender Federico Nietzsche cuando apelaba al
servicio de la historia en función de la vida.

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Las mujeres del bicentenario:


del “queremos educarnos y votar
en las próximas elecciones”
a la primera Presidenta en Chile

Margarita Iglesias
Universidad de Chile

263
Si Latinoamérica mantiene el mismo ritmo de avance 1995-2003,
recién en la segunda mitad del siglo xxi se podría lograr la equidad de género.
Programa de la Naciones Unidad para el Desarrollo

2 010 inaugura una nueva era de Chile: el período se inicia sobre el tér-
mino del primer gobierno del país presidido por una mujer: Michelle
Bachelet Jeria.
No es que las mujeres no existieran en la Historia de Chile, el hecho es
que cuando nos contaron la historia, éstas sólo aparecían en relación con
los hombres, sin presencia propia, a pesar de ser más o menos la mitad
de la sociedad chilena desde antes de la llegada de los conquistadores a
estas tierras.

Presencia y ausencia en los espacios y textos

Las crónicas de la Conquista, así como los textos de la Colonia abundan en la


descripción de la presencia y actividades desarrolladas por las mujeres de la
época, cierto es que siempre están en relación con la valorización masculina
de lo social histórico y cultural.
Las primeras ordenanzas del Cabildo en Chile colonial, regularon el
espacio y el ordenamiento del mismo. Las primeras reglamentaciones bus-
caban ordenar el poblamiento de la ciudad fijando normativas para entrar

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y salir de ella, así como las reglas del estar. Desde estas primeras ordena-
ciones la administración política, estatal y religiosa de la ciudad buscaba
regular el espacio y las formas de comportarse de los diferentes sectores
sociales y étnicos que la habitaban y diferenciarlos por las categorías im-
puestas por los conquistadores: vecinos, indios, esclavos y forasteros.
Vemos así que ya desde los inicios del siglo xvii la estratificación social,
étnica y sexual comienza a instalarse desde la normativa en Chile colo-
nial.
Según diversos historiadores, y especificado por las Leyes de Indias,
tendrán calidad de vecinos sólo los hombres propietarios y: “que no pue-
den ser elegidos para los oficios de Cabildo o otros consejiles ninguna
persona que no sean vecinos y el que tuviere casa poblada, aunque no
sea encomendero de indios, se entienda ser vecino”, es decir, se buscaba
asegurar las primeras orientaciones de la Corona que se hiciera prevalecer
la repartición de tierras, solares y cargos públicos en aquellos fundado-
res-conquistadores de las ciudades. Las mujeres, así como las poblaciones
indígenas y esclavas africanas, estaban bajo la tutela masculina del con-
quistador y colonizador y durante toda la época colonial, la representación
política, así como la responsabilidad legal de los comportamientos de mu-
jeres, indígenas y esclavos estará bajo el mandato de los hombres, quienes,
además, estaban autorizados a ejercer castigos de corrección, incluidos los
maltratos, para mantener el orden.

264 De la educación
al sufragio universal

Desde la época colonial, con resistencias individuales y algunas transgre-


siones colectivas, y posteriormente desde la independencia hasta hoy, las
chilenas han debido librar batallas específicas y generales para acceder a
la igualdad social y política así como el reconocimiento de la diferencia
de los sexos como un aporte y no como una condición de sujeción tanto
social como a lo masculino, como fue expresado en el primer Código Civil
chileno de 1833. Es a través de este Código que empieza a organizarse la vi-
da cotidiana: matrimonios, regímenes patrimoniales; filiaciones legítima e
ilegítima, autoridad parental, sucesiones, transacciones de compra y venta,
todo bajo la autoridad masculina, lo que se extenderá a la vida privada de
las familias que se regirán por esta jerarquía masculina tanto en lo público
como al interior de los hogares.
El Código Civil es, al mismo tiempo, el instrumento societal que es-
tablece el concepto del Derecho ciudadano, que se expresara a través de
las sucesivas Constituciones que buscan dar cuenta de los cambios en el
tiempo de la Historia de Chile.
Para las mujeres entonces, desde los albores de la formación del Es-
tado-nación en Chile, fue institucionalizada la incapacidad civil dado que
la menor de edad estaba bajo la tutela del padre y la casada fue declarada
incapaz en relación con que el marido era el responsable legal de la familia
y de ella.

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Las mujeres del siglo xix debieron librar duros combates, primero par-
ticipando directamente en la luchas por la independencia y luego para ser
ciudadanas en igualdad de condiciones.
Desde el siglo xix, las chilenas conocen las teorías de emancipación
y comienzan a organizarse por la educación y su derecho a decidir por sí
mismas. Martina Barros Borgoña, tradujo y publicó el libro de John Stuart
Mill, The Subjection of Women, con el título La esclavitud de la mujer
(1873), en La Revista Chilena, fundada y dirigida por quien sería su espo-
so, Augusto Orrego Luco. La publicación del libro abrió la polémica públi-
ca sobre los derechos de las mujeres en plenas discusiones sobre el tipo
de Estado y república que buscaba darse Chile.
Es en 1875 que las chilenas intentan votar en la Junta Electoral de San
Felipe. Según la Constitución de 1833 nada les impedía hacerlo si cum-
plían con los requisitos de ser chilena, saber leer y escribir. Cientos de mu-
jeres se inscribieron. En 1884 se explicita la prohibición del derecho a voto
a las mujeres. La batalla por la educación de las mujeres también significó
debates en la sociedad chilena de la época, a pesar de que el derecho a la
educación para todos se encontraba estipulado en la Constitución y exis-
tían colegios para mujeres instalados en la convulsionada nación chilena.
La incorporación de las alumnas de los colegios de señoritas a la uni-
versidad fue, durante mucho tiempo, el sueño de las educadoras Antonia
Tarragó e Isabel Lebrun. Su entrada a la universidad se sanciona con un
decreto en 1877. La primera mujer en ingresar a la Universidad de Chile
fue Eloísa Díaz. Ella se matriculó en la Escuela de Medicina y junto a Er-
nestina Pérez fueron las primeras profesionales de América Latina. Ambas 265
tuvieron que derribar y luchar contra los prejuicios de profesores y compa-
ñeros. Ernestina, al ingresar a Medicina, era menor de edad, por lo que era
acompañada a todas las clases por su madre. Además, debía permanecer
tras de un biombo durante el curso de anatomía, con todos los problemas
que esto provocaba en sus estudios.
Contradiciendo estas limitaciones, sin embargo, las mujeres se incor-
poraron al mundo del trabajo asalariado, ya fuera a través de las primeras
organizaciones artesanales de talleres laborales o haciendo de su saber
hacer doméstico en el hogar, un comercio que no era reconocido en la
valoración social del trabajo formal, cuestión que impera en un gran por-
centaje hasta en el Chile del bicentenario, donde se reconoce sólo un 38%
de las mujeres como mano de obra asalariada.

En el mundo del trabajo:


el perfilamiento del ser mujer en el siglo xx

Durante todo el siglo xx, las mujeres se organizaron en sus lugares de tra-
bajo, realizaron trabajos no reconocidos socialmente, como el de los hoga-
res, el cuidado de los hijos y de los hombres; participaron de las asociacio-
nes de protecciones sociales y en los diversos partidos, llegando a crear el
Partido Femenino en la primera mitad del siglo xx, aunque no podían ejer-
cer el derecho a voto; crearon sus propios movimientos por sus derechos,

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entre los que destaca el Movimiento por la Emancipación de la Mujer Chi-


lena, que logra articular la diversidad de propuestas en torno a la deman-
da política de obtención del derecho al sufragio; se educaron a través de
círculos de señoras e intervinieron en las políticas públicas a través de las
opciones de los hombres: padres, hermanos, maridos e hijos. Es así como
las encontraremos enfrentadas desde sus clases sociales y por intereses dis-
tintos: unas trabajadoras en condiciones de precariedad; otras intentando
higienizar, educar y moralizar (desde la perspectiva de la moral burguesa)
a las pobres; otras realizando la caridad y las labores de asistencia médica;
otras educándose a sí mismas a través de las universidades, muchas organi-
zadas aprendiendo el valor de los combates y luchas colectivas para acce-
der a los derechos, incluso, cayendo asesinadas por el ejército chileno en
Santa María de Iquique en 1907. La obtención del derecho al sufragio fue la
culminación de largos combates por instalar la ciudadanía de las mujeres.
Combates librados por ellas mismas en todas las instancias de la sociedad
y creando sus propias organizaciones y periódicos, que daban cuenta de la
situación de las mujeres en todos los ámbitos de la vida. Si bien lograron
avanzar en la obtención de derechos civiles, sus cuerpos eran controlados
por saberes médicos o estratégicos del desarrollo nacional, incluidas las
políticas de prevención o planificación de los embarazos para cada mujer.
Durante la década de los sesenta las mujeres se organizan en diversos
lugares; en los barrios, a través de los centros de madres, y siguen parti-
cipando activamente en las organizaciones sindicales que han creado los
departamentos femeninos y se encuentran en los partidos políticos de la
266 época, que también las diferenciarán a través de lugares propios para las
mujeres, no sugeriéndose desde estos lugares propuestas para las muje-
res, sino, más bien, todas tendientes a mejorar la condición de la familia,
que es el lugar que se reconoce a las mujeres, desde sus maternidades y
sus papeles de esposas. Las solteras sólo pueden ser reconocidas como
hijas de alguien, por lo que la maternidad sin legitimación de matrimonio
es ocultada o estigmatizada por la sociedad. No se reconoce la condición
de legítimos de más del cincuenta por ciento de los niños nacidos en Chile
fuera de la instancia matrimonial; habrá que esperar hasta 1998 en que se
reescribe la ley sobre filiaciones y se reconoce la igualdad de condiciones
de todos los hijos e hijas, nacidos o no bajo contrato matrimonial.

De la defensa de la vida
a las propuestas de género

La década de los setenta, en dictadura, lleva a las mujeres a defender la


vida, luchando por evitar la desaparición de sus esposos, hijos e hijas,
hermanos, hermanas, y a buscar a quienes desaparecían en la negación
social y política que los torturadores y las propuestas políticas de la dere-
cha inventaron desde el Estado chileno. Se organizan en agrupaciones de
defensa de la vida y de búsqueda de los detenidos-desaparecidos, así como
en organizaciones comunitarias para la subsistencia familiar en las condi-
ciones de extrema pobreza a que se sometió a las mayorías en la implan-

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

tación del modelo neoliberal. Fueron reprimidas, torturadas y se instaló


una política de maternidad exacerbada como control del ser mujer. Más de
doscientas mujeres son asesinadas durante la dictadura en Chile. Todavía
se encuentran desaparecidas la mayoría, de entre ellas, algunas estaban
embarazadas y tampoco se sabe el destino de esos embarazos.
Ya en la década de los ochenta del siglo xx comienzan a emerger las
producciones teóricas, políticas y sociales que demarcaron claramente la
diferenciación sexual de la sociedad y el alcance de esto en todos los ámbi-
tos de la vida cotidiana, individual y societalmente. Democracia en el país y
en los hogares fue la consigna que articuló a los diferentes movimientos y
propuestas de las mujeres en dictadura. Es de las Ciencias Sociales y de las
Humanidades, particularmente desde la Antropología, la Sociología y la Lite-
ratura, donde emergerán las primeras propuestas de estudios de las mujeres
y de género. En el campo de la Historia esto comenzará tímidamente con la
visibilización de éstas a través de los procesos históricos de la formación del
país. Hasta la década de los noventa, las mujeres no tenían reconocimiento
por sí mismas en la historia del país. Serán los movimientos de mujeres y
movimientos feministas, quienes instalarán el accionar en política y en rei-
vindicaciones sociales que impulsarán la búsqueda de teorías y propuestas
desde la perspectiva femenina, poniendo en cuestión el orden masculino
establecido como ordenamiento del saber y de la representación social.
Es en la década de los noventa del siglo xx, con la vuelta a la democra-
cia, que la institucionalidad chilena comenzará a cambiar esta situación en
forma importante. Al reconocer el Estado los derechos específicos e incor-
porar la categoría del género en la elaboración de políticas públicas, se ha 267
avanzado en la creación de lo que se ha llamado Plan de Igualdad de Opor-
tunidades. En esta elaboración han sido las propias mujeres, en calidad de
expertas, las que han presionado al interior del Estado para que tomen
concreción estas propuestas, pero no han sido las mujeres organizadas en
sus asociaciones o movimientos las que han tenido la palabra, habiendo
sido en décadas anteriores las luchadoras por los cambios para las mujeres
y para el país, cuestión que no siempre es valorada social y políticamente.
En el bicentenario, la sociedad chilena se encuentra en pleno desarro-
llo de un modelo neoliberal que ha incrementado las injusticias y la des-
igualdad en la distribución de las riquezas, lo que ha aumentado la femi-
nización de la pobreza, es decir las mujeres son ahora las pobres entre los
pobres. El modelo neoliberal posdictatorial ha fragmentado la sociedad
chilena profundamente y ha profundizado las discriminaciones en todos
los planos de la vida.
Si desde el conocimiento han emergido las voces para restituir la rea-
lidad histórica de las mujeres desde la época colonial hasta nuestros días,
esto aún no es de difusión masiva a través del aprendizaje de la Historia en
el sistema educacional actual que sólo tímidamente comienza a corregir
esta información.
Un mejor conocimiento de la Historia, desde la perspectiva de las mu-
jeres, permitiría avanzar en mejores formas de convivencia en igualdad de
oportunidades para todos los sectores sociales y étnicos de la sociedad
chilena.

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historiadores chilenos frente al bicentenario

Según el censo del año 2002, la población de Chile está constituida en


un 50,7% por mujeres, y al analizar las tendencias de cambio de las últi-
mas décadas, los datos muestran grandes transformaciones demográficas,
sociales, culturales e, incluso, de representaciones al tener una Presidenta:
Michelle Bachelet. Uno de los ámbitos de mayores transformaciones es el
ámbito familiar. Se están operando al interior de la familia cambios de pro-
porciones y se van perfilando, no sin tensiones, nuevas formas de ser mu-
jer y hombre. Sin embargo, simultáneamente constatamos la realidad de
la violencia al interior de los hogares y entre las parejas. Una mujer sobre
cuatro en Chile, en los distintos sectores socioeconómicos y culturales, es
maltratada o violentada y a lo menos dos mujeres mueren asesinadas por
sus parejas cada mes. Existe el divorcio, pero aún no se ha repuesto la ley
de aborto terapéutico que Chile había instalado pioneramente en la pri-
mera mitad del siglo xx. Junto con una anticoncepción educada y respon-
sable, las mujeres deben tener la posibilidad de decidir sobre sus cuerpos,
que éstos no sean asuntos de Estado, religión o demográficos, el cuerpo es
el lugar visible del ser humano que tiene decisión sobre sí mismo.
Según el último informe del gobierno a Naciones Unidas se ha avanza-
do en los cambios legislativos e institucionales:

“En materia de Género y familia, en junio de 1999 una re-


forma a la Constitución de la República estableció la igual-
dad jurídica entre hombres y mujeres. En el 2005, se tipifi-
có y sancionó como delito el acoso sexual. Recientemente
268 se fortaleció el derecho de las madres trabajadoras en rela-
ción de dependencia laboral a dar alimento a sus hijos me-
nores de dos años cuando no hay sala cuna en el lugar de
trabajo. También este cambio fue precedido o acompañado
de una serie de modificaciones normativas en materia de
familia. En el año 1999 se reemplazó la ley de adopción de
menores. En el año 2000 se facilitó que las madres ado-
lescentes embarazadas o en período de lactancia, pudie-
ran terminar sus estudios. El año 2004 se dictó la nueva
ley de matrimonio civil que por primera vez en nuestro
país permitió el divorcio vincular. El mismo año se crearon
tribunales de familia, como una jurisdicción especializada
en estos asuntos. El año 2005 se dictó la ley que sancio-
nó la violencia intrafamiliar o doméstica. En este marco de
profundización de la democracia nuestro país ha vivido un
proceso de transformación en la forma como concibe, en
los espacios públicos y privados, el rol y los derechos de
la mujer. Tal como se ha expresado, en los últimos años,
nuevas regulaciones se han adoptado en materia de filia-
ción, violencia intrafamiliar, responsabilidades económicas
para con los hijos, matrimonio y relaciones económicas en-
tre los cónyuges. Esperamos despachar lo más pronto po-
sible la reforma para establecer una plena igualdad entre
los cónyuges en la administración de los bienes matrimo-

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

niales. La progresiva incorporación de la mujer a la fuerza


laboral, ha sido apoyada por los gobiernos democráticos
a través de diversas medidas y de nuevas regulaciones des-
tinadas a erradicar expresas discriminaciones, a otorgarles
amparo frente a vulneraciones recurrentes o relativas a las
responsabilidades familiares”.

Más allá de los avances legislativos e institucionales, las prácticas indi-


viduales y colectivas para lograr el reconocimiento y la igualdad de oportu-
nidades están lejos de ser adquiridas. Los comportamientos y las prácticas
instaladas históricamente, aún no logran revertirse en la sociedad chilena.
La historia de las mujeres ha sido en cierta forma el acceso de éstas a la pa-
labra y al texto desde las distintas disciplinas, lo que se ha complementado
con la instalación de sus propuestas en las instituciones. El reconocimien-
to público tiene aún el límite del control de los cuerpos de las mujeres. La
diversidad de las mismas expresa la complejidad y la riqueza del ser mujer
en el Chile actual. Escribir la historia de las mujeres supone reescribir las
historia de los procesos sociales, políticos y culturales desde las relaciones
entre los sexos y poniendo en el eje de estos procesos la reproducción
sexual diferenciada del ejercicio de la sexualidad, como una voluntad de
saber que enriquezca la sociedad y a sus poblaciones para que aspiren a la
justicia social en la diferencia étnica, cultural, religiosa, política y sexual,
es decir, las democracias actuales deben construir la igualad de oportuni-
dades en la diferencia. Las Naciones Unidas han declarado en la IV Confe-
rencia Mundial sobre la Mujer que: 269

“Los derechos humanos de la mujer incluyen su derecho


a tener control sobre las cuestiones relativas a su sexuali-
dad, incluida su salud sexual y reproductiva, y decidir li-
bremente respecto de esas cuestiones, sin verse sujeta a
la coerción, la discriminación y la violencia. Las relaciones
igualitarias entre la mujer y el hombre respecto de las re-
laciones sexuales y la reproducción, incluido el pleno res-
peto de la integridad de la persona, exigen el respeto y el
consentimiento recíprocos y la voluntad de asumir conjun-
tamente la responsabilidad de las consecuencias del com-
portamiento sexual”.

La reproducción sexual es la reproducción de la vida, y las mujeres han


sido las cobijadoras de estas vidas desde la aparición del ser humano sobre
la tierra. El ejercicio de la sexualidad es la expresión del deseo, del Eros o
del amor, no están relacionadas íntimamente como hasta ahora se les ha
concebido, y la fecundación in vitro es la demostración irrefutable de esta
realidad. Por eso, ellas como nadie, saben optar por la vida y deben ser las
que decidan sobre sus cuerpos en una interacción de reconocimiento con
el cuerpo social y los distintos aspectos y saberes implicados en las socie-
dades del siglo xxi.

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

Retorno
a doscientos años de la partida

María Angélica Illanes


Universidad Austral de Chile

“¿Pero es la celebración ya por ello una celebración


conmemorativa (Gedenkfeier)? Una celebración
271
conmemorativa exige que pensemos (denken). (...) es
suficiente que nos demoremos junto a lo próximo y que
meditemos acerca de lo más próximo: acerca de lo que
concierne a cada uno de nosotros aquí y ahora; aquí:
en este rincón de la tierra natal; ahora: en la hora
presente del acontecer mundial”.
Martin Heidegger, Serenidad

H ace doscientos años y más que erramos por la patria, extraviados de


la ruta de la “tierra que andamos”. Desde este extravío, conmemorar
cómo pensar-ahora la patria-mundo, nos tienta a hacerlo bajo la inspira-
ción del horóscopo chino, el que nos dice que estamos en el tiempo pro-
picio para el “regreso”: a la tierra húmeda, a los olores humeantes de la
cocina a leña, a los palillos del tejido manual; la palabra de la estrella de
oriente nos habla tentándonos al regreso a la “tierra natal”.
La tierra que dejamos hace doscientos años y más, porque la patria
nos inoculó el deseo de la civilización urbana y el desprecio a la bárba-
ra ruralidad. La patria nos prometió todo el progreso si cambiábamos la
tierra antigua por la ciudad moderna, nos prometió la igualdad bajo el
techo de las urbanas aulas escolares y universitarias y nos aseguró que, al
dejar el sucio lodo estaríamos en condiciones de adquirir los hábitos de
higiene y urbanidad necesarios para una buena salud. Y nos aseguró que
si cambiábamos el terruño por la ciudad, seríamos más blancos e, incluso,

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historiadores chilenos frente al bicentenario

podríamos aspirar a ser europeos. Que el tren, nos dijo, era el emblema de
la nueva era y no el caballo.
Civilización o barbarie (Domingo Faustino Sarmiento): that was the
question.
En vista de esas promesas republicanas y civilizadas, pudimos inge-
rir de buena gana el trago amargo de la expulsión/partida de la tierra: el
abandono de nuestra casa en el pueblo de indios luego de su parcelación
y subasta; nuestra partida del rancho de los viejos cuando ya no había más
lugar en la hacienda o cuando no quisimos asumir el destino de “allega-
dos/obligados”; nuestro triste errar por caminos de patria ajena ocurrida
nuestra derrota y muerte del cacique Quilapán, el emocionado viaje de
nuestra hermana Carmela y su arribo a la ciudad “con su cara sonriente, ay
que felicidad” ante el rumor de que “allá en Santiago, se trabaja poco y ná”;
nuestra migración masiva campo-ciudad tras la moderna industrialización;
el envío de nuestros hijos a los internados y liceos a prepararse para su
prominente futuro profesional...
Esta “partida” de los otrora afincados en la tierra, ha sido, sin duda, el fe-
nómeno más decisivo de la historia latinoamericana y chilena, especialmen-
te desde hace doscientos años. Así, mientras en el 1800, el 80% de la pobla-
ción chilena vivía enraizada a la tierra de su comunidad y de sus padres, en
el 2001 casi el 90% vive ahora en las ciudades; aún más, el 40% del total de
la población chilena vive actualmente en una sola ciudad, la capital transan-
tiaguina. El mandato de la patria se ha cumplido: es ciudad y no tierra natal;
es Chile-Europa-Estados Unidos y no América; civilización y no barbarie.
272 Entonces ya cabe preguntarse: ¿cómo y qué ha sido de nuestra vida co-
mo civilización a 200 años de su promesa? ¿Qué tendrían hoy que contarle
lo/as tataranieta/os, bisnieto/as, nieta/os e hijo/as a sus tatarabuela/os, bis-
abuela/os, abuelo/as, padres e hija/os de su experiencia fuera-de-casa?
Como tataranieto/as, tendremos que reconocer que fue dura la vida
de peón de minas luego de nuestra partida de casa el día de la subasta
del pueblo de indios: pega dura, poco charqui, mala paga, mucha multa;
que poco se sacaba del pirquén. Que andando el siglo rumbeamos más
al norte, cateando minerales o enganchados como soldados en la Guerra
del Pacífico donde derramamos la sangre por la patria; que luego fuimos
llevados al sur, no para regresar sino para expulsar al pueblo mapuche,
con el que finalmente nos unimos en el camino de regreso, engrosando
su marcha errante y cargada de la ira de su des-tierro/a; que nuestra meta
era El Dorado del salitre. Que allí conocimos en carne propia el “modelo
de desarrollo hacia afuera”: la aridez de la pampa, la tensión de los múscu-
los ante la dinamita, la avaricia en la paga y la pulpería, los accidentes en
las tinas ardientes, el frío en la barraca, la nostalgia. Que finalmente hace
justamente doscientos años, a causa de nuestra protesta y marcha desde la
pampa a la ciudad, fuimos muertos en la escuela Santa María de Iquique y
lanzados nuestros cuerpos a la fosa común.
Como nieto/as tendríamos que narrar el emocionante viaje en el fe-
rrocarril del sur a la capital, con la sonrisa en el rostro enmarcado con las
trenzas negras de la Carmela, portando en la falda el cocaví, aún caliente,
de pan amasado y huevo fresco. Que las primeras cartas narraron la felici-

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

dad por nuestras compras de primer sueldo: un coqueto vestido y zapatos


de charol y regalitos para todos por allá. Pero que ya en las cuartas cartas
tuvimos que reconocer: no hay mucha diferencia con el trabajo de campo;
‘en la casa de la patrona trabajo de sol a sol... y aún entrada la noche, espe-
rando con la comida caliente al señorito’. Que en las cartas décimas ya tu-
vimos que contar la firme: habíamos tenido un chiquillo y la cosa se había
puesto dura; no era fácil encontrar casa que recibiera a nana con guagua a
cuesta. Que en mientras tenía empleo como ama de leche...
Como nieto/as contaríamos también la odisea que fue instalarnos y
hallar trabajo en la capital; las pegas en la industria y la construcción esta-
ban ya copadas y que sobrevivimos con las ventas de pan amasado y huevo
duro a la salida de los turnos, quedando así al aguaite por si se producía la
vacante. Que nos instalamos en sitios eriazos y que hicimos toma de terre-
no con bandera chilena para que así, con “la razón o la fuerza” y la protec-
ción de la virgen del Carmen, poder alcanzar el sueño de la casa-propia.
Que, incluso, llegamos a tener gobierno propio en los setenta y tuvimos
que saber dirigir empresas.
Como hijo/as tendríamos que contarle que, por este hecho, la Repúbli-
ca se transformó en la más cruel de las tiranías: la más oscura mancha de
nuestra patria, la mayor impotencia de nuestra democracia, la mayor ver-
güenza de nuestra historia. Que esta dictadura marcó el fin de la promesa
civilizadora, la que, desde entonces, ha mostrado su rostro más patético
en la “revolución silenciosa” de las máquinas de Joaquín Lavín, revolución
muda de robots sin habla, juguetes para niño/as tristes.
Pero que de los años sesenta, nos quedamos con la casa-propia y ha 273
sido la mayor felicidad; claro que la población se ha convertido en un nido
de droga y delincuencia, que da miedo salir, pero que gracias a las telese-
ries las fatigas se pasan y hasta mañana será otro día. Día de transantiagui-
no, largo viaje de una hora y media y tres micros de ida y de una hora y
media y tres micros de vuelta, total tres horas y seis micros por un cansado
plato de porotos.
Finalmente, como padres quisiéramos decirle a Domingo F. Sarmien-
to que se levante de su tumba. Que observe como mucho/as, tanto/as de
nosotro/as y nuestros hijos, ya sea de clase popular y clase media están de
regreso/ingreso al peonaje, muy urbano, muy profesional y muy bárbaro.
Que luego de tanto esfuerzo y estudio en esta aventajada y blanca civili-
zación, la gran mayoría trabaja a destajo o a papeleta o clase hecha y que
para (sin)consuelo de este masivo regreso social al peonaje, se respira
smog y no aire fresco. Que la prometida igualdad en las aulas escolares y
universidades ha resultado, en realidad, una tremenda desigualdad, esta-
llando, afortunadamente, en las calles su rebeldía joven. Que las higiénicas
instituciones protectoras y sanadoras clasifican tu cuerpo y tu dolor según
ingresos, otorgando dipirona en las instituciones públicas y sindol/cidoten
a la vena en las privadas. Que lo/as jubilados/as seremos, en un 80%, indi-
gentes y destinado/as a recurrir a la caridad de antiguo régimen. Que los
trenes han desaparecido...

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historiadores chilenos frente al bicentenario

“No hay batalla entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa


erudición y la naturaleza. El hombre natural es bueno y acata y
premia la inteligencia superior, mientras ésta no se vale de su
sumisión para dañarle, o le ofende prescindiendo de él (...).
Por esta conformidad con los elementos naturales
desdeñados han subido los tiranos de América al poder;
(...) Las repúblicas han purgado, en las tiranías,
su incapacidad para conocer los elementos verdaderos del país,
derivar de ellos la forma de gobierno y gobernar con ellos.
Gobernante, en un pueblo nuevo, quiere decir creador”.
José Martí, Nuestra América.

Ahora es el tiempo propicio, dice el horóscopo chino, para regresar. Aho-


ra, cuando las tecnologías de la civilización informática nos permiten ser
dioses virtuales ya que podemos estar “en el cielo, la tierra y en todo lu-
gar”. Ahora, cuando los aviones nos permiten ser pájaros.
Ha llegado el tiempo de regresar a las provincias; al lugar de nuestros
padres, abuelos, bisabuelos y tatarabuelos. Volver a los pueblos de pro-
vincia, a las ciudades de provincia, a las capitales de provincia: para que
recuperen su nombre propio y la entonación de su habla. Regresar a los
pueblos y ciudades amigas de la tierra, a cuyas ferias llegan, desde lugares
cercanos, los huevos de campo, el queso fresco, el orégano en mata y la
pulpa de rosa mosqueta. En esas ciudades “no hay batalla entre la civiliza-
ción y la barbarie”, sino mestizaje.
274 Regreso a la Latinoamérica mestiza, a aquélla que antes de ser nación,
tuvo que (mal, con o ambos) vivir con blanco e indio, con América y Eu-
ropa, con tierra y pueblo, con Cristo y Ngegechen; con barbarie y civiliza-
ción. Es el momento de regresar, ahora, cuando la nación, la que prometió
la civilización y el progreso bajo la protección de sus alas blancas, ya no
quiere serlo más, sino trans-nación. ¿Para qué buscar el centro si el fruto
ha apolillado su cuesco?
Hay que reencontrar y regresar a la Latinoamérica mestiza para que los
pobres dejen de ser pobres-urbanos, exilados de la “tierra-que-andamos”.
Porque en la gran urbe la civilización les empobrece: les ofrece salud-para-
pobres, educación-para-pobres, vivienda y barrios-para-pobres. Vuelvan,
regresen y traigan toda aquella tecnología moderna adquirida al crédito
y vayan recuperando, poco a poco, la mayor riqueza de sus ancestros: la
“propiedad” de su cultura, la memoria de sus oficios, la variedad de sus
semillas y de sus palabras. Quizá, incluso, puedan apagar un rato los tele-
visores, para volver a escuchar, junto al fogón, las narraciones de los ma-
yores. Y traigan la tradición de sus mil-oficios y, especialmente, sus brazos,
siempre fuertes, para venir a proteger la tierra que va quedando y trabajar
para acrecentarla y defenderla de las transnaciones. Allá en la capital, las
grandes empresas dan poco empleo; ¿qué ventaja queda? Pueden regresar,
porque en las ciudades mestizas de Latinoamérica, donde no hay batalla
entre la civilización y la barbarie, sino mestizaje cultural, hace tiempo que
hay salud, escuelas y universidades que no les empobrecerán si han dejado

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

de ser número y están en su tierra; incluso en algunos consultorios encon-


trarán a su propia machi.
Claro que ahora el verbo no es ‘explotar’ sino proteger.
Regrese la clase media o los Martín Rivas a sus pueblos y ciudades,
conjurando su actual destino de peones profesionales capitalinos. Traigan
todo lo aprendido y, especialmente muchos libros, los que le hacen gran
falta a las ciudades mestizas de Latinoamérica. Vengan con sus pequeñas
y medianas empresas a apoyar el desarrollo de los pueblos, ciudades y
comarcas, a sembrar producción y empleo, concitando quizá el apoyo del
crédito local. Y vengan a ayudar a sus pueblos a construir ciudadanía y a
revertir los casi doscientos años de derrota de la constitución des-centrali-
zadora de 1828. Sí, quizá ha llegado la hora para que se saque Martín Rivas
su parchado atuendo de señorito y se libere del desprecio de su ser-pro-
vinciano y que regrese con la frente en alto a entintarse las manos con el
plumón de su escuela natal o de su universidad regional; para que, como
científico, ayude a educar en el cuidado de las aguas, de la tierra, de los
hielos; que, así, ilustre sobre los peligros que aquejan a la tierra. Ojalá no
vuelva a estar ausente cuando mueran los cisnes.

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

Pequeños protagonistas

Ximena Illanes
Pontificia Universidad Católica de Chile

“Piececitos de niño,
Dos joyitas sufrientes,
¡Cómo pasan sin veros las gentes!”
Gabriela Mistral. 277

D etenerse a pensar qué significa el bicentenario no es cosa fácil. Es


más, creo que ha sido un proceso consciente e inconsciente de re-
flexiones y dudas, intentando observar desde fuera a los personajes que
conformaron aquella época y, a la vez, qué sucede con nosotros como país
actualmente.
Bicentenario, fiesta, doscientos años, ¿doscientos años de qué? Prime-
ra junta de gobierno, hecho político que marcará la historia que sigue de
nuestro país. Hay que hacer memoria, recordar, conmemorar, más bien,
poner al día lo que sé, lo que recuerdo haber leído, lo que aprendí. Esto
relacionarlo con mi presente, con mis temas: los pequeños abandonados
en la Barcelona del siglo xv. Lejos, muy lejos en el tiempo y en el espacio.
Intento pensar e imaginar qué significan para mí doscientos años en la
historia de Chile.
Siempre se han construido historias paralelas o, más bien, historias
entrecruzadas. Me imagino la primera junta de gobierno, sus principales
integrantes: los vecinos más destacados, qué opina cada uno de ellos, crio-
llos y españoles. Me imagino los espacios de sociabilidad propicios para
conocer estas noticias. ¿Qué pasa con el resto de la población? ¿Estaban al
tanto de la creación de una primera junta? ¿Conocían la difícil situación
que estaban viviendo las colonias españoles bajo el mando de Napoleón
Bonaparte? Me imagino que algunos se mantuvieron indiferentes, mien-
tras otros sacaron conclusiones anticipadas. Trato de buscar un lugar ade-

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historiadores chilenos frente al bicentenario

cuado para mis intenciones: acercarme a un espacio común de intercam-


bio. Intento aproximarme a la realidad cotidiana, como si estuviera en el
cerro San Cristóbal, echando una moneda en los binoculares para ver de
cerca los distintos lugares de la ciudad. Observo, me acerco, observo, me
acerco, me detengo: la plaza. Un espacio ruidoso, abierto, sonidos, gritos,
miradas, historias de amor, juegos, concursos, celebraciones de fiestas,
personajes: familias con sus sirvientes, el que vende velas, el que vende
huevos, el que canta, ¡qué bullicio! Hay muchos niños y niñas, realmente
muchos de ellos. Niños callejeando, niños y niñas jugando, niños pelean-
do, niños trabajando, niños vagabundos, niños sin padres, niños educa-
dos, niñas resguardadas, en fin niños. Inevitablemente me detengo en la
observación de cada uno de estos personajes que deambulan por la plaza,
y no puedo dejar de desviar mi atención y olvidar mis intereses primeros:
¿Por qué tantos niños y niñas? La mortandad infantil era altísima en la épo-
ca, pero la anticoncepción poco efectiva. Es una sociedad acostumbrada a
estos niños y niñas, de todas las edades y condiciones, pero sabemos muy
poco de ellos, parecen no tener voz, no se escuchan.
Ellos y ellas son los grandes ausentes en nuestra historia, pues el mun-
do de la infancia no ha sido estudiado ni descrito en detalle, ya sea porque
durante mucho tiempo la historia puso su acento en los espacios públicos
y no en los privados, ya sea por la escasez de las fuentes, o simplemente
porque el tema no provocaba mayor interés. Si ya reclamamos que para
épocas preindustriales, es poco lo que sabemos sobre las mujeres, pues
son los hombres quienes mayoritariamente nos dejan rastros de su vida,
278 los niños parecen estar aún más olvidados. Van dejando huellas casi im-
perceptibles en los documentos y pocos de ellos logran llegar hasta noso-
tros.
Quienes intentamos estudiar el mundo de la infancia, encontramos
que las fuentes utilizadas tradicionalmente casi no mencionan a niños. Co-
mo concluye Teresa Vinyoles: “da la impresión de una sociedad sin niños”.
Si bien, a partir de la Edad Media, se publican escritos de moralistas y teó-
logos que se preocupan de la crianza y educación de infantes, ellos sólo
constituyen una información de carácter teórico. Nos falta tener una visión
de la vida cotidiana de ellos. Debemos aproximarnos a las fuentes de un
modo distinto: leer entre líneas reuniendo datos que a veces parecen in-
conexos. Como la información se encuentra dispersa, para armar nuestro
puzzle debemos, con paciencia benedictina, releer legajos notariales en
busca de cartas de dote, testamentos, contratos de trabajo, analizar cartas
privadas, biografías, actas de nacimiento, registros de hospitales y otros
documentos no siempre considerados por la investigación tradicional.
Reflexionar sobre el bicentenario me lleva a pensar en la renovación,
discusión y reflexión constante que debemos tener los historiadores para
tratar temáticas nuevas, con el fin de complementarlas con las ya conoci-
das, y así obtener una imagen más completa del pasado. La sociedad ha
demostrado sus intereses por la historia de la vida cotidiana, la vida pri-
vada y la cultura popular y los historiadores están trabajando en ello. A la
vez, distintos trabajos nos informan sobre los niños. Jorge Rojas Flores,
Nara Milanich, Igor Goicovich, René Salinas y Manuel Delgado nos hablan

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

sobre la primera etapa de la vida, temática hasta hace poco desconocida


para nosotros. A pesar de ello, es una historia que está en pañales, debe
seguir desarrollándose para comprender el espacio que cubren los niños
en la sociedad.
Por otro lado, es necesario observar a nuestra sociedad actual. El mun-
do se ha visto últimamente invadido por los medios de comunicación de
masas, con diversas problemáticas que afectan a los niños y niñas del pla-
neta. Algunas notas tienen ribetes dramáticos: la explotación en el trabajo,
la prostitución y pornografía infantil, la pedofilia, las dificultades para la
adopción, la desnutrición y los malos tratos. Los distintos gobiernos, las
organizaciones internacionales y la sociedad muestran preocupación por
esos temas y otros. Entendemos cada vez más que los niños y niñas son se-
res involucrados en lo que ocurre a diario. Quizá esto se deba a que se está
creando conciencia que todo ser adulto ha formado, en su mayor parte, su
carácter, su desarrollo emocional, sus fortalezas y debilidades durante sus
primeros años de vida.
Ello hace inevitablemente volver al pasado y preguntarnos qué ocurrió
con los niños y niñas que vivieron antes que nosotros; qué lugar ocuparon
en sus sociedades; cómo fue la crianza y educación que recibieron; qué
diferencia existió entre los distintos grupos sociales; qué pasó con los ni-
ños abandonados, huérfanos y marginados; cómo fueron los castigos; la
alimentación y las vestimentas, entre otros. En fin, creo que los historia-
dores debemos estar abiertos a revisar el pasado teniendo como objeto de
atención a los niños.
La plaza, espacio de encuentro, de intercambio, espacio de niños y ni- 279
ñas. Debemos hacer uso de nuestra imaginación, trasladarnos en el tiem-
po e intentar escuchar a esas pequeñas voces olvidadas. Estado momentá-
neo, de paso, eso es cierto, pero crecerán y serán los primeros que vivan
bajo este Chile independiente. ¿Cómo olvidarlos?

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

La Antártica chilena:
entre el primer y segundo centenario
de la independencia nacional

Mauricio Jara
Universidad de Playa Ancha

L a situación de la Antártica chilena frente a la próxima conmemoración 281


del bicentenario de la independencia de Chile, es diferente a como fue
en la cercanía del primer centenario.
Tan cierta es la anterior aseveración que hoy la política antártica chile-
na está circunscrita al régimen creado por el tratado de 1959 y no como lo
era a comienzos del siglo xx, donde todo estaba por hacerse por los países
con intereses antárticos. Chile en ese contexto fue un actor importantísi­
mo que estableció bases que perduran hasta la actualidad y, posteriormen-
te, participó en el establecimiento de un original sistema internacional
para regular el estatus territorial y las actividades antárticas de los países
signatarios y adherentes.
No obstante, el proceso desarrollado entre 1906 y 1959 no estuvo aje-
no a múltiples desafíos e intereses, desde donde se engendraron compli-
cados litigios territoriales entre países del hemisferio Sur y los del Norte.
Aunque resulte paradojal, la solución internacional obtenida en Washing-
ton en 1959 resultó más favorable a los países que estaban más lejos del
continente, y en especial al país sostenedor del concepto de hemisferio
occidental, que aquéllos que por historia y geografía eran desde mucho
antes parte de esa realidad austral: nos referimos particularmente a Chile
y Argentina.
Por todo lo anterior, y como se recordará, recién el año pasado (2006),
se cumplieron cien años de la política antártica chilena y durante el pre-
sente se cumplen cincuenta años de la realización del Año Geofísico In-

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ternacional (1957-1958) y en nuestros días se efectúan las actividades del


Año Polar Internacional (2007-2008). Resultando que la celebración del
bicentenario está muy estrechamente vinculada a la cuestión de la Antárti-
ca chilena. Sabemos que el bicentenario conmemora la independencia de
Chile, sin embargo, 1810 sorprendió a Chile con un inmenso –y también
desconocido– marco territorial que hubo de ir lentamente incorporándo-
se a su jurisdicción administrativa. Tras la independencia y las primeras
experiencias de organización política republicana, el ex gobernante Ber-
nardo O’Higgins Riquelme, en agosto de 1831, explicaba al capitán in-
glés Coghlan que Chile Viejo y Nuevo abarcaba en el extremo meridional
americano desde Mejillones en el Pacífico y península Valdés en el Atlán-
tico hasta las islas Shetland del Sur. Al señalar Bernardo O’Higgins esta
extensión geográfica para Chile, evidenciaba un claro conocimiento de
las anteriores asignaciones territoriales que dieron forma al Chile colonial
desde la gobernación de Pedro de Valdivia y Gerónimo de Alderete hasta
los gobernadores españoles existentes a la época de la independencia en
1810-1818, y también de la ubicación geográfica que por esa fecha ocupa-
ba el país en el concierto americano. De esta manera, y en el ámbito de
una hipótesis enteramente provisional, Bernardo O’Higgins quiso hacer
notar que las incursiones inglesas y estadounidenses efectuadas a las islas
Shetland del Sur, a contar de febrero de 1819 no afectarían la jurisdicción
histórica chilena o acaso sabiendo de la presencia de Smith y Palmer en
esos territorios insulares, quería reforzar o llamar la atención de las nuevas
autoridades nacionales acerca de la región antártica a la cual él cuando es-
282 tuvo en la presidencia de Chile no había podido prestarle mayor atención
por tener que atender la liberación de Perú y con ello asegurar la completa
independencia de Chile.
Cualquiera haya sido el propósito de Bernardo O’Higgins, lo cierto es
que durante el año del centenario, el director del Servicio Sismológico de
la Universidad de Chile, Fernando de Montessus de Ballore, usó por pri-
mera vez la denominación Antártica chilena a propósito de la colaboración
que Chile le había prestado al expedicionario antártico francés Jean Char-
cot en 1908. A partir de esa ocasión dicha expresión permitió construir un
positivo y sólido concepto que avanzando las primeras décadas del siglo xx
alcanzó una mayor identificación con el país. He ahí el mérito de Alejandro
Bertrand, Luis Risopatrón, Federico Puga, Antonio Huneeus, Jorge Boo-
nen, Miguel Cruchaga, Ramón Cañas, Julio Escudero, entre otros.
Por esa misma fecha, la política antártica chilena obtenía el reconoci-
miento internacional de sus títulos históricos y geográficos y esperaba una
mejor oportunidad para ocupar permanentemente el sexto continente;
las primeras experiencias se habían producido con la presencia y residen-
cia de balleneros chilenos en la isla Decepción, en el archipiélago de las
Shetland del Sur, poco tiempo antes de la celebración del centenario de la
independencia nacional.
También, en los primeros años del siglo xx, el canciller Antonio Hu-
neeus Gana y los demás miembros de la primera Comisión Antártica Chi-
lena, en 1906, pensaron en la necesidad de organizar una expedición a
dicho continente y en buscar la manera de aprovechar los recursos exis-

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tentes en esas aguas australes. Como se sabe, el terremoto de Valparaíso


echó por tierra esta iniciativa y la ocupación tuvo que esperar treinta y sie-
te años para su materialización –esto es a partir de 1947.
Por su parte, el fallido intento chileno-argentino por delimitar la An-
tártica sudamericana, hizo que Gran Bretaña dictara su primera Carta Pa-
tente Antártica en 1907 y con ello se iniciara un largo y espinudo proceso
internacional de disputa por las soberanías territoriales que, como ya se ha
dicho, concluyó con la celebración de un acuerdo multilateral en 1959.
De este convenio internacional de mediados del siglo xx, Chile ha pro-
yectado su quehacer y presencia hasta nuestros días. Ha desempeñado
investigación y colaborado logísticamente con la protección del ambiente.
Por lo tanto, ha cumplido con las dos tareas exigidas por el sistema regu-
lador de la Antártica. En el futuro inmediato –y probablemente también
mediato– se debería esperar una mayor difusión del quehacer antártico
nacional y la búsqueda de nuevas inteligencias para asegurar el trabajo rea-
lizado hasta la fecha y poder asumir con mayores y mejores perspectivas
los desafíos del medio antártico internacional y, por sobre todo, minimizar
la consabida abulia nacional por esta temática territorial austral-antártica.
En otras palabras, se debería seguir evitando caer en ‘encapsulamientos’
que únicamente benefician a los demás países actuantes e interesados en
la Antártica.

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Historiografía y bicentenario

Issa Kort
Universidad Andrés Bello

E n mi calidad de historiador, o mejor dicho de estudioso de la Historia,


se me ha pedido que escriba un ensayo en miras del bicentenario de
Chile (1810-2010). Es una invitación a reflexionar, desde esta apasionan- 285
te tribuna, sobre lo que ha vivido nuestro país, sobre los hechos que han
marcado su pasado, sobre la construcción histórica que sustenta nuestro
presente.
Hablar del bicentenario es referirnos a una celebración importante. Dos-
cientos años no se celebran o conmemoran todos los días. Detrás de un hito
de esta magnitud hay un cúmulo de grandes acontecimientos, pero también
de desconocidos –y no por eso menos importantes– sucesos que han hecho
posible que se lleguen a cumplir dos siglos.
La primera tarea que se debe realizar al ensayar sobre un tema de esta
magnitud es el de la reflexión, en particular la reflexión histórica, que se
entiende como el mecanismo de meditación sobre un hecho o proceso
vivido. Al pensar la historia de Chile desde el lejano, pero muy presente
18 de septiembre de 1810, confluyen muchas cosas: nuestras clases de
formación universitaria, nuestros cursos generales y monográficos sobre
la historia republicana nacional, las horas de investigación en archivos,
entrevistas a personajes que han formado esta historia, el encuentro con
documentos y fuentes conocidas y desconocidas, la elaboración de po-
nencias, la preparación de programas y cursos universitarios, las dudas
de alumnos en vías de preparación académica, etcétera. Además de todos
los conocimientos que hemos ido adquiriendo al respecto complementa-
dos ricamente con las invaluables experiencias de vida. Es un encuentro
con nuestra historia y, principalmente, con nuestra labor profesional, vale
decir, es un encuentro con una de las principales labores del historiador:

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analizar la historia. No sólo se debe conocerla y describirla sino que fun-


damental es la interpretación que se haga de ella para que se convierta en
un aporte al conocimiento humano.
Aprovechando este espacio de reflexión, propongo revisar, de manera
general y conceptual (por la extensión del texto), la historia de la historia
bicentenaria chilena; es decir, y con el fin de evitar enredos, la historia,
definida como ciencia de estudio (historiografía); de la historia, entendida
como el tiempo vivido (lo pasado). Al plantear esta dualidad de conceptos,
reunidos en una misma palabra, podemos darnos cuenta de lo complejo,
pero atractivo a la vez, de lo que significa trabajar con la historia.
La misma fecha que se utiliza como hito de emancipación (18 de sep-
tiembre de 1810) es en sí una invención histórica conceptual. No es mi
interés polemizar sobre el verdadero significado del 18 de septiembre.
Quedémonos con lo tradicional. Pero al ser minuciosos y rigurosos en
el estudio y conocimiento histórico, debemos destacar que aquella fecha
es el hito originario del proceso, es el momento en que se desarrolla el
planteamiento de idea emancipadora, pero de manera tangencial, no de-
clarada. En este error histórico tan popular no tienen culpa alguna los
historiadores, sino, más bien, es una herramienta política de los forma-
dores de la nacionalidad, con el fin de convertir en verdaderos chilenos a
los habitantes de la naciente república. Nunca está demás recordar que la
verdadera fecha de la independencia nacional fue el 12 de febrero de 1818
en la ciudad de Talca.
Los primeros años del Chile independiente fueron, como lo sostiene
286 Julio Heisse, Años de formación y aprendizaje político ya que fue el tiem-
po en que los distintos actores involucrados en el proceso y ordenamiento
republicano (civiles y militares) ocuparon para hacer de Chile el país que
fue. Muchos historiadores –en distintos períodos, tanto chilenos como ex-
tranjeros– han ocupado largas jornadas en investigar, describir y analizar
el período emancipador nacional. Este admirable ejercicio ha significado
tener un buen conocimiento del período con interesantes hipótesis al res-
pecto. Este hito es considerado como el quiebre entre Colonia y Repúbli-
ca, aunque se hayan mantenidos por muchos años múltiples costumbres
coloniales. Es un error sostener que el período colonial culmina el 18 de
septiembre de 1810. Tal como Sergio Villalobos lo destaca, la historia es-
tá formada y desarrollada por procesos... por grandes procesos que dan
carácter y forma a un determinado período. Una vez que se tiene el cono-
cimiento íntimo, detallado, de un período de cambio histórico, se debe
ser capaz de estudiarlo con una perspectiva mayor y amplia con el fin de
conseguir un análisis más objetivo y certero.
Tal como sucedió con los evangelistas, guardando las debidas propor-
ciones, los primeros historiadores que abordaron el período independen-
tista y republicano fueron hombres de la época que recabaron la informa-
ción contemporánea vivida para dejar registro de los sucesos. Sus textos
son el fundamento de una aproximación al tema, debiendo considerar lo
tendenciosos (o faltos de neutralidad) que pueden resultar dichos textos.
Pueden ser cuestionables, por lo tanto, deben criticarse con mayor riguro-
sidad, pero son la base de cualquier estudio.

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Durante el período decimonónico, y a medida que la historia se iba


desarrollando, la historia se fue escribiendo. Benjamín Vicuña Mackenna
escribió sobre los más diversos temas abriendo el camino de dedicación
historiográfica durante el período republicano. Pero fue, según mi pare-
cer, Diego Barros Arana quien inicia una labor de carácter profesional al
estudio de la historia, produciendo una tremenda, y hasta el día de hoy vi-
gente, Historia jeneral de Chile, demostrando un manejo de la heurística
y la hermenéutica fundamentales en toda investigación histórica.
Como es natural que suceda, los momentos más críticos de la historia
(guerras, revoluciones, etcétera) son los de más interés tanto para el inves-
tigador como para el lector, incluso, para los actores que tuvieron partici-
pación en los hechos. Es así como, a parte de la independencia, la guerra
contra la Confederación Perú-Boliviana sirvió para afianzar la todavía débil
nacionalidad y decorar de triunfos y glorias al pueblo chileno. Por su parte,
la Guerra del Pacífico y luego la Guerra Civil de 1891 fueron los hitos más
estudiados de la segunda mitad del siglo xix.
El trabajo historiográfico desarrollado durante el siglo xix es la platafor-
ma del conocimiento histórico nacional. Fue un instrumento de carácter
político y académico. Fue la interpretación y estudio de hombres miem-
bros de una misma clase social, con intereses y experiencias homogéneas
que hicieron de la historia una ciencia en desarrollo y consolidación. Bus-
caron entender su mundo, dar respuestas a preguntas del presente con
hechos del pasado. Dejaron una interpretación de lo vivido.
La llegada del siglo xx significó un nuevo escenario, una nueva realidad
que marcó el término de un período (de un proceso) y la llegada de otro. 287
De la misma forma en que Chile fue cambiando, la historia –y la otra histo-
ria– también fue cambiando. Políticamente hablando, el siglo xx significó
la consolidación de la diversificación social chilena con una elite un tanto
ajena a la contingencia, una clase media consolidada y un sector laboral
dispuesto a la lucha y autónomo, en la medida de lo posible. La historia fue
cambiando. La historia cambió. Y de la misma forma en que fueron cam-
biando las cosas, fueron cambiando las formas de estudiar la historia. Se
consolidó un método profesional en su estudio, investigación y enseñan-
za. Nuevos actores formaron parte del grupo de historiadores, con nuevas
características e intereses de estudio. Ya no se estudiaba la historia general
de Chile. Comenzaron a surgir interesantes y bien logradas monografías.
Pero quizá lo principal es que se llegó, a lo largo del siglo, a la definición
de múltiples tipos de estudio: sociales, económicos, políticos, culturales,
militares, eclesiásticos, urbanos, rurales, etc., temáticamente hablando.
Durante el siglo xx también se dieron cambios importantes dentro de
la historia íntima, privada o particular de la historia. Se consolidaron insti-
tuciones tales como la Academia Chilena de la Historia, centros de inves-
tigación, centros de información (archivos, fondos, bibliotecas); se forjó
una nueva organización histórica que permitió, a la vez, el avance en el
conocimiento de nuestra disciplina. Junto con lo anterior, que se consi-
dera como aporte material, se afianzaron escuelas históricas que van he-
redando técnicas e intereses, además de metodología, entre historiadores
como, por ejemplo, Diego Barros Arana, José Toribio Medina, Guillermo

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Feliú Cruz, Sergio Villalobos, Julio Retamal Ávila, Rafael Sagredo, Luis Car-
los Parentini. También formaron escuelas, en otras áreas: Héctor Herrera
Cajas, Mario Góngora del Campo y Gonzalo Vial Correa, entre otros de
igual importancia.
Un motor vital de la investigación histórica es el Estado. Desde los
albores de la República, el Estado ha debido asumir el papel dirigente de
la investigación, a través de las universidades, la administración y man-
tención de los fondos, las leyes relativas a los documentos, publicación,
becas, premios, etc. Sin embargo, y situación que ha sido general en todos
los gobiernos, independiente de la posición política que ostenten, el Esta-
do chileno, creo, está en deuda con la historia, con la ciencia. Siempre los
recursos pueden ser considerados escasos, pero ha faltado el desarrollo de
una política general que apoye la investigación de los más amplios temas
y metodologías que permitan tener un conocimiento más acabado del pa-
sado. Lamentablemente, cuando un estudiante que sale del colegio cuenta
que quiere estudiar Historia, la mayoría de las personas le cuestiona el có-
mo va a vivir, provocando una desazón en el interesado. Éste es el primer
filtro que enfrenta un historiador. Una vez vencida esta etapa, e inscrito en
la carrera de Licenciatura en Historia, no es menor el porcentaje de alum-
nos que emigran a otras profesiones por falta de proyección. Finalmente,
y lo que es más penoso, una vez graduados no se dedican al ejercicio pro-
fesional para el cual fueron preparados, ya que terminan trabajando en
otras áreas muy lejanas a la Historia. Si contáramos con una buena política
de apoyo a esta disciplina, se podrían conseguir mejores resultados de los
288 que tenemos. La historia no es un producto de demanda diaria, es decir,
no todos los días alguien quiere comprar historia, por lo que en la mayoría
de los casos se debe gastar mucho tiempo en la búsqueda de fondos cultu-
rales con empresas privadas o instituciones filantrópicas y ofrecer proyec-
tos que vayan de la mano de intereses particulares.
Un último factor que me gustaría resaltar sobre el desarrollo históri-
co del bicentenario es el escenario actual. Académicamente han surgido,
a partir de la década del ochenta, universidades privadas, las cuales han
sido un tremendo apoyo a la historia de la Historia, pues han abierto la
posibilidad de que más personas puedan acceder al estudio histórico. Han
surgido de allí excelentes historiadores que se destacan académica e in-
vestigativamente, y han posibilitado la fundación de calificados centros de
investigación y han dado trabajo, en buenas condiciones, a destacados aca-
démicos nacionales y extranjeros. Como reza el dicho popular: “con plata
se compran huevos”, y creo que si se inyectaran recursos bien administra-
dos se podrían obtener, nuevamente, buenos resultados.
Por último, la historiografía chilena, gracias a sus historiadores, no se
ha quedado atrás, al contrario, va considerablemente a la vanguardia inter-
nacional. Se desarrollan en Chile investigaciones con nuevas e interesan-
tes técnicas metodológicas que van desde lo tradicional hasta la historia
oral, historia del tiempo presente, etnohistoria, microhistoria, etc. A mo-
do de ejemplo, desde un tiempo a la fecha, el Centro de Investigaciones
Diego Barros Arana de la Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos, ha
apoyado la publicación de fuentes históricas, lo que permite un acceso

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sencillo al material primario a investigadores que se encuentran en dis-


tintas regiones de Chile. También Patricia Arancibia Clavel –con el Centro
de Investigación y Documentación en Historia de Chile Contemporáneo
y de manera personal– ha desarrollado un atractivo formato biográfico de
personajes de la historia reciente de Chile a través de la publicación de en-
trevistas a éstos que son un aporte al conocimiento histórico.
Muchas cosas se pueden escribir sobre la historia de la historia bicente-
naria chilena. Este ensayo busca aportar con una visión muy particular de
lo que se ha hecho y lo que se puede hacer. Tengo muy claro que faltaron
muchas cosas por decir, temas por enunciar y que pude caer en errores. La
garantía de un ensayo es que, justamente, permite ensayar sobre un tema
que puede y debe profundizarse de manera seria.
Los historiadores chilenos, que escriben sobre Chile, han aportado de
manera silenciosa al bicentenario nacional. Pero no debemos olvidarnos
que su tarea es vital para todo progreso. Sin historia no tenemos presente,
y sin presente no tendremos futuro.

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Tinajas y “peso de la noche”


para que las instituciones funcionen

Pablo Lacoste
Universidad de Talca

Bases socioeconómicas
del modelo chileno 291

C hile se ha propuesto convertirse en el primer país desarrollado de


América Latina. El fundamento de esta pretensión se encuentra, prin-
cipalmente, en su estabilidad económica y política. Aunque el país no cre-
ce a tasas asiáticas, como coyunturalmente puede ocurrir a otras naciones
de la región, la mayoría de los políticos y los economistas coinciden en
destacar los indicadores macro del país: plena vigencia del estado de dere-
cho, partidos políticos estables, seguridad jurídica y bajas tasas de corrup-
ción forman un ambiente político atractivo para el sector privado. El frente
social también es favorable, con fuerte caída de la pobreza y de la cesantía.
A ello se suma: baja inflación, superávit fiscal, superávit de balanza comer-
cial y deuda externa mínima. En este contexto, creciendo dos puntos por-
centuales por debajo de la inflación, el país se revela como un paradigma
exitoso en el contexto regional.
Algunos observadores gustan afirmar que el suceso de Chile tiene a
su principal artífice en la dictadura militar del general Augusto Pinochet.
Durante esta gestión, con la alianza del poder represivo de las fuerzas
armadas y los economistas de la escuela de Chicago, se habría puesto en
marcha el modelo que, al mantenerse intacto en su esencia después de la
transición, ahora se estaría mostrando como exitoso.
Esta explicación no es consistente. Sobre todo porque en otros países
latinoamericanos se aplicó el mismo agente (militares y economistas neo-
liberales), sin alcanzar resultados similares. En efecto, entre las décadas

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de 1960 y 1980, la mayoría de los países de la región sufrieron golpes de


Estado y dictaduras militares, muchas de las cuales pusieron en práctica
las recetas de los economistas adherentes al modelo de Chicago. Sin em-
bargo, ese agente no fue capaz de poner a esas naciones en el camino del
desarrollo. Al contrario, la mayoría de los países de la región se encuentran
hundidos en el populismo.
La historia del siglo xx nos muestra que el populismo ha sido el sistema
político que más influencia tuvo en América Latina. Esta situación se hizo
evidente entre las décadas de 1920 y 1960, con procesos liderados por
Manuel de Irigoyen y Juan Domingo Perón, en Argentina; Getulio Vargas,
en Brasil; el Movimiento Nacionalista Revolucionario, en Bolivia; la Alian-
za Popular Revolucionaria Americana, en Perú y Carlos Ibáñez del Campo,
en Chile, entre otros ejemplos. Más tarde, este fenómeno retornó a esce-
na con el peronismo argentino de los setenta, el aprismo peruano de los
ochenta, y los actuales ensayos de Evo Morales, en Bolivia; Hugo Chávez,
en Venezuela; Rafael Correa, en Ecuador y Néstor Kirchner, en Argentina.
En otros casos, el populismo se hizo sistemático y se mantuvo inamovible
en el poder, como en el caso cubano, con Fidel Castro.
Una mirada global permite comprender que el populismo latinoame-
ricano, junto con el nazi fascismo del centro de Europa y el socialismo
real del imperio soviético, son los tres paradigmas sociopolíticos que fra-
casaron. En ese sentido, los países que se embarquen nuevamente en este
modelo, van a obtener el mismo resultado.
Ahora bien, si el populismo fracasó, ¿cuál fue el modelo exitoso del
292 siglo xx? Naturalmente, la respuesta no puede ser simple, porque tanto
el socialismo chino como el capitalismo estadounidense tienen muchas
falencias. Sin embargo, es preciso identificar un modelo positivo para po-
der avanzar, entendiendo que no se puede pretender una explicación re-
duccionista, ni demasiado acotada, porque ello no serviría para establecer
normas generales. No obstante, al observar países que funcionan en forma
relativamente satisfactoria, se puede identificar lo que tienen en común
para comprender el patrón al cual responden. Los casos representativos
pueden ser, además de los países como Suecia, Canadá, Australia, Nueva
Zelanda y, en cierta forma también, Chile.
Estos países parecen muy diferentes. Algunos tienen más tendencias
hacia la derecha y otros a la izquierda. Sus partidos políticos presentan
características muchas veces divergentes, lo mismo que sus legislaciones
sociales y sus pautas culturales de ética empresarial y social. Sin embargo,
estas naciones tienen un mínimo común denominador. Y es que, aunque
a veces haya habido quiebres más o menos largos, ha predominado un
modelo de tipo institucional republicano.
Un país se encuentra dentro del modelo institucional republicano
cuando cumple con una condición fundamental: reina una característica
que muchas veces ha destacado el ex presidente Ricardo Lagos: son paí-
ses en los cuales “las instituciones funcionan”. Existe una carta magna y
un corpus legal que se respeta. Hay división de poderes, y cada poder del
Estado respeta a los demás. Se preserva la seguridad jurídica y un sistema
legal racional de gestión de la cosa pública. Existen las fuerzas políticas

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de gobierno, claramente diferenciadas de las de oposición. Entre ambas,


existe consenso sobre aspectos fundamentales de la política de Estado; y a
la vez, se deja un espacio para el legítimo disenso, sin que esas diferencias
lleven al uso de la fuerza como arma de lucha por el poder. Paralelamente,
el Estado impulsa el proceso gradual de redistribución de la riqueza me-
diante la política fiscal y la inversión en educación pública, salud pública
y demás medidas. A su vez, el aspecto fundamental de este modelo se en-
cuentra en la cultura de cumplir con las exigencias de la llamada accoun-
tability. Esto significa el sentido de responsabilidad social que tienen los
hombres y mujeres de gobierno, en utilizar los medios que tienen para
alcanzar determinados objetivos. Y de hacerse cargo de que esos objetivos
se cumplan.
El populismo latinoamericano es, exactamente, lo opuesto. En lugar
de consolidarse instituciones impersonales, se exalta el carisma del líder
que entra en contacto directo con la masa. Esa pareja conceptual se cons-
truye con una retórica vibrante, de claro contenido antiimperialista y an-
tioligárquico. El líder se presenta como un ser particularmente sensible a
los problemas sociales y, para ello, hace alardes en el sentido de que “no
le tiembla el pulso” para tomar medidas. Todo lo que se interpone a su
acción redentora de las masas, es un obstáculo que es degradado moral-
mente. Se degrada a la oposición, y a las instituciones. Se produce una
demonización de todo aquello que pueda limitar o contener la acción del
líder, dado que es una suerte de justiciero de las mayorías. Esa demoniza-
ción del otro, tiende a activar los sentidos y las emociones de la masa, que
desarrolla una actitud hostil hacia los que disienten con el líder. 293
Chile no ha estado plenamente libre del populismo. Las gestiones de
Carlos Ibáñez del Campo y Salvador Allende tuvieron muchos elementos
típicos de ese paradigma. A ello hay que añadir las rupturas instituciona-
les, golpes de Estado y gobiernos de facto, principalmente la dictadura
de Augusto Pinochet. Pero dentro del contexto latinoamericano, donde la
alternancia entre populismo y dictadura ha sido tan recurrente, en el caso
chileno, esas anomalías ocuparon un espacio relativamente bajo, tomando
en cuenta sus casi doscientos años de historia.
¿Cómo funciona el modelo institucional republicano? ¿Cuáles son los
agentes y actores sociales que lo hacen posible?
En el caso europeo, existe una explicación bastante clásica. El modelo
institucional republicano surge a partir de la caída del Antiguo Régimen.
Y se logra cohesionar por el papel de liderazgo que asume una clase so-
cial con intereses comprometidos en todo el territorio nacional. Esa clase
social es la burguesía. Su presencia fue un factor decisivo y necesario para
la emergencia del modelo institucional republicano, que luego permitió a
esos países alcanzar el desarrollo.
En el caso latinoamericano, por el contrario, la crónica debilidad del
modelo institucional republicano tiene relación con la debilidad de la bur-
guesía o, bien, con la ausencia de una burguesía nacional. En todo caso, la
caída del Antiguo Régimen, en América Latina, no se produjo por haberse
alcanzado un nivel de madurez en la burguesía, sino en la coyuntura mi-
litar europea. Por lo tanto, la emancipación americana y la organización

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de las jóvenes repúblicas, se produjo en forma más o menos prematura:


todavía no estaba lista la clase social que debía reemplazar a la clase diri-
gente formada por los delegados de la Corona. En todo caso, sólo había
caudillos locales, apoyados por intereses regionales, que se lanzaron unos
contra otros, para conquistar el poder. Por lo tanto, era estructuralmente
inevitable que a la independencia sucediera un largo período de guerras
civiles, en buena parte de los países latinoamericanos. Una de las pocas
excepciones fue Brasil, pero en ese caso, la estabilidad de la transición es-
tuvo dada por una monarquía continuista del régimen anterior, y no por
una república apoyada en la burguesía.
A las guerras civiles y correrías de montoneros del siglo xix, sucedieron
en los países latinoamericanos, los modelos populistas del siglo xx. Éstos
no llegaban al nivel de guerra civil, pero usaban la violencia (discursiva o
física) como arma de lucha política. Y además, al igual que los caudillos
decimonónicos, los populistas de la centuria siguiente se caracterizaban
por el constante ataque a las instituciones.
Dentro de este contexto, tenemos que ubicar a Chile. Y allí aparecen
las notas especiales. Chile es el país latinoamericano donde más vigencia
tuvo el modelo institucional republicano, y menor incidencia tuvieron las
guerras civiles y el populismo. A su vez, Chile es el primer país latinoame-
ricano que se encamina a convertirse en un país desarrollado.
Se trata, por lo tanto, de un modelo que Fernand Braudel incluiría
dentro de los llamados “procesos de larga duración”. Las claves de este
fenómeno no están en la historia reciente, sino que es un largo camino.
294 ¿Cuándo tuvo sus comienzos? Otros observadores podrían poner el punto
de inicio en el Estado portaliano. A partir de la acción enérgica y decidida
de un líder del primer tercio del siglo xix, se podría explicar la puesta en
marcha del Estado de derecho y del modelo institucional republicano.
Sin duda que en la época de Diego Portales, Chile logró dar pasos de-
cisivos en la configuración de su estructura jurídica y política, aspecto que
permitió al país sacar ventaja con relación a naciones vecinas. Basta recor-
dar el modelo de violencia, guerra civil y a-juridicidad que estableció el
dictador Juan Manuel de Rosas en Buenos Aires, por esos mismos años.
En este contexto surge una pregunta clave: ¿cómo funciona el modelo
socioeconómico chileno de modo tal de hacer posible la Pax Portaliana?
¿Qué tenía la sociedad chilena, distinto del resto de América Latina, para
explicar este proceso? La documentación de la época, producida por el
mismo Diego Portales, ha dado cuenta de elementos socioculturales que
incidieron en este proceso. Textualmente, Diego Portales enfatizaba la im-
portancia de lo que llamó “el peso de la noche”.
“El peso de la noche” es una metáfora que Diego Portales usó para
representar la actitud de las bases sociales del bajo pueblo chileno, en el
sentido de aceptar y respaldar (en forma activa o pasiva) la puesta en mar-
cha del modelo institucional republicano. Intuyó que existía algo especial
en esos actores sociales rurales, que los distinguía de sus pares en otras
regiones de América Latina. No lo expresó teóricamente, pero advirtió que
el huaso chileno tenía una actitud diferente a los gauchos rioplatenses, los
charros mexicanos, los llaneros venezolanos y los cholos peruanos.

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Esa intuición coincide con un elemento que también llamó la aten-


ción a los viajeros extranjeros que recorrieron la región en los siglos xviii
y xix. Éstos estaban acostumbrados a ver los típicos latifundios de América
Latina. En las grandes plantaciones de productos primarios de exporta-
ción, la mano de obra estaba dada por masas de esclavos; en las pampas y
llanos, en cambio, el trabajo rural lo aportaban gauchos y llaneros que se
dedicaban a la ganadería. En todo caso, se trataba de modelos dicotómi-
cos, formados por las oligarquías terratenientes y los trabajadores rurales
sin arraigo por una tierra ajena. Esos viajeros ya estaban acostumbrados a
entender lo que era un latifundio, según los estándares latinoamericanos:
una propiedad de tierra perfectamente cultivable, con decenas de miles de
hectáreas de extensión, apenas trabajada para producción extensiva.
Con este paradigma en su mente, el viajero llegaba al reino de Chile,
y se asombraba de ver un panorama distinto. Porque en este espacio, jun-
tamente con las grandes haciendas, existían también otros modelos. Los
viajeros destacaban en sus crónicas los campos labrados. Muchas veces, se
trataba de pequeñas y medianas propiedades, cuidadas por sus propios
dueños. Muchos actores sociales rurales del campo chileno se dedicaban a
trabajar intensamente sus pequeñas parcelas.
Con mucha frecuencia, entre estos cultivos se hallaban las viñas. Basta
recordar que en el siglo xviii Chile era el principal productor vitivinícola de
América. En este reino se cultivaban veinte millones de cepas, tres cuartos
en Chile cisandino y el cuarto restante en Chile trasandino (San Juan y
Mendoza). Como se sabe, la viña es muy buena amiga de la pequeña pro-
piedad. Así lo identificó Fernando Braudel para el caso de Francia. Y así se 295
comienza a hacer cada vez más evidente, en el estudio del reino de Chile.
La explicación de este fenómeno es bastante sencilla: la ganadería exi-
ge grandes extensiones de terreno para desarrollarse. La capacidad de car-
ga que tiene un campo es de tres a cuatro cabezas por hectárea. Por lo
tanto, para poner en marcha un emprendimiento rentable (aproximada-
mente setecientas cabezas), se necesita disponer de un campo de al me-
nos doscientas hectáreas. En cambio, la rentabilidad de la viña es mucho
mayor: en una cuadra se puede plantar un majuelo de dos mil cepas, que
puede alcanzar buena rentabilidad.
La mayor rentabilidad de la viña se debe a su condición de agricultura
intensiva orientada a la industria. La viña implicaba un trabajo intenso du-
rante todo el año: podar, atar, regar, ralear. Luego llega el tiempo de vendi-
mia y elaboración del vino. Para ello, los actores sociales coloniales debieron
desarrollar una serie de industrias paralelas, como los hornos de botijería
para fabricar las tinajas, la construcción de lagares y bodegas, juntamente
con las redes de comercialización y transporte. Surgieron las empresas de
tropas de mulas y carretas, las redes de pulperías y un sinfín de actividades
conexas. El nivel de complejidad alcanzado por la industria vitivinícola chi-
lena fue muy relevante. Se puede señalar que en la primera mitad del siglo
xviii se llegó a niveles de crianza biológica de vinos. Se trata de, tal vez, el
primer ensayo exitoso de biotecnología de la historia de América.
La viticultura fue una avenida de movilidad social muy significativa.
De acuerdo con un estudio empírico realizado sobre ciento dos casos de

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viticultores del reino de Chile, se pudo verificar este fenómeno. Se midió


la evolución del patrimonio de los viticultores, al principio y al final de su
vida económicamente activa. Como resultado se verificó que el 5% sufrió
reducción de sus bienes; el 15% mantuvo lo que tenía y el 80% experimen-
tó un incremento de sus propiedades y un proceso de ascenso social. En
este sentido, la vitivinicultura fue, tal vez, el mejor canal de ascenso social
de las colonias españolas de América.
Por otra parte, la vitivinicultura operó, también, como un mecanismo
capaz de incorporar a los actores sociales excluidos: mujeres, pobres e
hijos ilegítimos lograron un notable proceso de ascenso social gracias a
esta actividad. En este sentido, fue un canal mucho más dinámico de as-
censo social, que las instituciones tradicionales, como el ejército, el clero
y la universidad. En efecto, las mujeres, los hijos ilegítimos y los pobres,
sólo tenían acceso muy restringido a estos espacios. Por ejemplo, los hijos
ilegítimos sólo podían llegar al grado de alférez. No podían obtener los
grados militares superiores. Las mujeres estaban totalmente excluidas y
los pobres, con muchas dificultades podían acceder. En cambio, a través
de la vitivinicultura, estos tres actores sociales lograron un proceso muy
satisfactorio de integración. Se han registrado casos notables de mujeres
que son a la vez, hijas ilegítimas y pobres. Sin embargo, mediante una vida
dedicada a la viticultura, llegaron a tener una posición de prosperidad.
Esta tarea de identificar cómo funcionaba un modelo social fundado
en la industria vitivinícola, ha permitido repensar la historia de Chile y
comprender desde otro punto de vista, la metáfora portaliana. En este
296 sentido, la expresión “el peso de la noche” era una forma intuitiva de dar
cuenta de este proceso social, que surge a partir de la actitud de respon-
sabilidad que tiene el actor social de la ruralidad chilena, en el sentido de
cuidar lo que tiene, el patrimonio acumulado durante generaciones de
trabajo. Y para defender ese patrimonio, tenía que apoyar el orden político
que garantizaba la Pax Portaliana.
La tesis central que sostenemos, en este nueva mirada a la historia de
Chile, consiste en señalar que la temprana estabilidad política que logró
Chile se debió, al menos en parte, a la existencia de un actor social, forma-
do por una pequeña burguesía de pequeños y medianos viticultores que,
al tener intereses comprometidos, optaron por la paz interior antes que
por la guerra civil.
¿Cómo se puede confrontar esta hipótesis? Si se identifica el agente
(pequeña burguesía vitivinícola), y se estudia su comportamiento en otro
contexto, se podría aclarar mejor el problema. En Historia, muchas veces
es difícil trabajar así, porque no es fácil aislar el fenómeno y estudiarlo fue-
ra de su contexto. Sin embargo, en este caso, se ha dado la posibilidad de
verificar el fenómeno en otras condiciones.
Igual que en Chile cisandino, en Chile trasandino se formó un modelo
socioeconómico basado en la industria vitivinícola. Las ciudades de Men-
doza y San Juan pusieron mucho énfasis en esta actividad y, sobre esta base
se construyó el modelo social. Las observaciones de los viajeros y cronistas
coincidían en señalar el perfil de pequeñas propiedades agrícolas de esta
región. El mismo Domingo F. Sarmiento, al describir Mendoza y San Juan,

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destacaba que eran las únicas provincias agrícolas de la actual Argentina.


Asimismo, Arturo Roig ha examinado el florecimiento de las ideas en esas
aldeas, en su trabajo La filosofía de las luces en la ciudad agrícola.
La clase dirigente de Mendoza y San Juan, al tener intereses que cuidar
en una industria que costó siglos poner en marcha, mostró una actitud
muy especial en el contexto de la región, sobre todo por su resistencia
a embarcarse en las aventuras anárquicas de los caudillos del litoral. La
burguesía vitivinícola cuyana puso énfasis en la organización jurídica, para
confirmar el clima de seguridad que requería una economía que había al-
canzado un complejo grado de desarrollo. Sin embargo, esta actitud con-
trastó con la tendencia predominante en la clase dirigente nacional, que
gobernaba el país desde Buenos Aires con criterios totalmente distintos.
La discrepancia de la burguesía vitivinícola cuyana con los líderes de
Buenos Aires, llegó a su momento culminante en la década de 1830, cuan-
do el uso de la violencia de los partidarios de Juan M. de Rosas y Quiroga
alcanzó su cenit. En este contexto, al ver las consecuencias inevitables de
la guerra civil en la industria del vino (muerte y exilio de los principales
viticultores como José Albino Gutiérrez y Tomás Godoy Cruz), la burguesía
vitivinícola cuyana se sintió amenazada en las bases mismas de su existen-
cia social. Y en ese momento se produjo el movimiento de piezas que per-
mite comprender mejor esta historia: los representantes de la burguesía
vitivinícola cuyana cruzaron la cordillera y solicitaron a Diego Portales la
reincorporación de las provincias de Mendoza y San Juan a Chile.
Ese acto, denominado en términos de “traición a la patria” por la lite-
ratura nacionalista de Argentina (y también por algunos autores chilenos 297
como Benjamín Vicuña Mackenna), no es más que la vigencia del principio
de “el peso de la noche”. Los viticultores cuyanos, igual que los chilenos,
necesitaban de ese “peso de la noche”, ese manto protector, que les per-
mitiera seguir adelante con una industria construida durante siglos y que
resultaba muy frágil y vulnerable a la violencia.
En otras palabras, los viticultores cuyanos, igual que los viticultores
chilenos, comprendían la necesidad de un orden institucional. Ello era así
porque sus intereses eran funcionales a la construcción de instituciones
políticas que permitieron la convivencia pacífica entre los distintos actores
sociales.
En esos campos labrados, en esas tinajas de greda, en esos lagares de
piedra y cal, se fue acrisolando un modelo de progresivo ascenso y movili-
dad social, de incorporación gradual de sectores excluidos, de posibilida-
des para hijos ilegítimos, mujeres y pobres. Ese mecanismo, con sus vides
y hojas de parra, fue el fundamento de lo que Diego Portales llamó “el
peso de la noche” y que, más tarde, generó las condiciones para encausar
a Chile dentro del paradigma “institucional republicano”, en el cual “las
instituciones funcionan” para aspirar a convertirse en el primer país desa-
rrollado de América Latina.

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

La emergencia de la memoria
a través de una categoría histórica

Martín Lara
Pontificia Universidad Católica de Chile

L as actuales investigaciones de la historiografía nacional están parcial-


mente en con­so­nancia con el desarrollo global de nuestra ciencia. De-
cimos parcialmente, por cuanto los últimos trabajos que en Chile se han
299

escrito, muchos de ellos denomi­nados de vanguardia, con una antela-


ción de veinte o treinta años, ya en Europa occidental y Estados Unidos
estaban dando sus primeros pasos. Basta que recorramos temas como:
historia de la vida privada, cotidiana, tiempo presente, niñez y hasta del
cuerpo, para que nos demos cuenta de ello. Y si a lo anterior, desde otro
punto de vista, agregamos que gran parte de la producción sigue abocán-
dose al centralismo de los hechos y procesos, tomando a Santiago y al-
rededores como el centro irradiador del pasado nacional. Esta situación,
según nuestro parecer, se transforma en algo grave, si consideramos que
desde 1929, Chile toma gran parte de la fisonomía territorial que hasta
hoy mantiene.
Meritorio son los esfuerzos que en Arica, Valparaíso, Concepción, Pun-
ta Arenas y otras ciudades, se han emprendido por dar a conocer qué pasó
en ellas y sus regiones. Sin embargo, desde Santiago, lugar que concentra
el mayor número de historiadores esparcidos entre universidades, acade-
mias y centros culturales, el aporte ha sido menor, para no decir ínfimo.
Por todo ello, lo que queremos en las siguientes líneas, es retomar la
discusión no solucionada, por lo menos para el caso chileno, sobre el para
quién y con qué objeto hacer historia; a partir de una categoría que tiene
larga vida en nuestro país, pero que, paradójicamente, su desarrollo en
términos de cantidad no ha sido sustantiva, como es el caso de la historia
regional y local.

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Los resultados del oficio hoy, tienden al servicio del aplauso de nues-
tros pares sobre las investigaciones realizadas y no necesariamente a la
memoria colectiva, algo complejo, si consideramos la importancia que la
historia tiene para la formación de las sociedades y, más hoy, ad portas de
la simbólica festividad dos veces centenaria de la natividad republicana.
La cuestión es la siguiente. Son varios los factores que interrumpen
el fluir natural del conocimiento histórico en la sociedad que, para este
caso, utilizaremos el pedestre y manoseado concepto de memoria, como
la lejanía de las temáticas; teorizaciones excesivas, en la que muchas veces
termina la investigación siendo eso y no algo concreto; que todo lo creado,
producido y divulgado en la academia llega demasiado tarde a los planes
mínimos obligatorios de la escuela; una aristocratización del lenguaje en
cuanto, a la casi imposibilidad de lectura del chileno medio que, ¡por fa-
vor, no es ignorante ni disléxico por no entender!, sino el resultado de un
conjunto de factores y agentes entre los que se cuentan la mediocridad
patológica del sistema educacional primario y secundario, si es que, claro,
alcanzó a estudiar dicha persona; los medios de comunicación y, por cier-
to, la familia, entre otros.
Pensamos que el aterrizar la producción historiográfica a temas cercanos
a la gente, como es la historia regional y local, por sólo citar un caso entre
tantos otros, permitirá un cultivo de la memoria, que acarreará no sólo re-
afirmar o corregir los datos y discursos proporcionados vía oral de genera-
ción en generación, desconfigurando así muchos mitos urbanos; potenciar
el sentido de pertenencia ya no sólo a la nación, sino al territorio inmediato
300 donde las personas habitan; entender problemáticas de largo aliento en zo-
nas geográficamente delimitadas; dar a conocer las tradiciones folclóricas y
culturales de una región aislada, entre otras. La historia regional y local, por
una razón muy especial, aunque no novedosa, se debería desarrollar con
más ahínco en nuestro país. Las particularidades étnicas, culturales y con-
traculturales, la diversidad geográfica y climática, hacen que la sociedad de
nuestro país sea heterogénea. Y si a ello agregamos los espacios continenta-
les e insulares que en el transcurso de los siglos xix y xx se han agregado a la
república, fomenta que la aplicabilidad de dicha categoría histórica adquiera
un real significado no sólo en términos prácticos sino, también, desde un
punto de vista social. Pero, sin lugar a dudas, la gran ventaja de dicha temáti-
ca radica en su aporte a la descentralización geoespacial de la memoria.
Desde las batallas metodológicas que inauguraron la historiografía na-
cional a mediados del siglo xix, hasta por lo menos 1960, gran parte de la
producción se abocó a lo que sucedió en Santiago y sus alrededores, salvo
algunas excepciones, cuando se hacía referencia a hechos como la inde-
pendencia nacional y aspectos económicos que afectaban globalmente al
país. Pero fuera de ello, casi nada se desarrolló al servicio de las regiones y
de espacios locales definidos. Sin embargo, no podemos olvidar los meri-
torios esfuerzos realizados por literatos costumbristas y notables vecinos,
que estos últimos, imbuidos por la inquietud de conocer el pasado de su
ciudad o región, hicieron algunos trabajos amateur, sin una clara estruc-
tura teórica y metodológica, pero que lograron de un modo u otro, dejar
las bases para las siguientes generaciones.

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

Desde la década de 1960, los aportes de algunos historiadores tales


como Mateo Martinic, Gabriel Guarda O.S.B., Jorge Hidalgo y el arqueólo­
go Lautaro Núñez que, por cierto, forman parte de un excepcionalismo
de la historiografía nacional reconocidos estatalmente, se les podría iden-
tificar como los precursores de dicha temática, en términos profesionales.
Cada uno de ellos, desde diferentes puntos del país, como desde distintas
perspectivas de análisis, dieron un vuelco al estudio del pasado nacional;
dando a entender que la concepción de la historia chilena no se puede
analizar de modo centralista, sino que muchos de los fenómenos, proce-
sos y acontecimientos que marcaron el devenir de la nación, se encuentran
íntimamente entrelazados con hechos concretos y específicos de diferen-
tes zonas del país y el orbe. Esto último, es uno de sus aportes fundamen-
tales.
Por todo lo anterior, ¿no sería interesante saber qué paso en Magalla-
nes para que fuera, si es que lo fue, la cuna de los primeros movimientos
anarquistas en Chile y su posterior proliferación a lo largo del país? ¿Cuá-
les fueron las reacciones políticas en Temuco tras la caída del presidente
José Manuel Balmaceda, un fuerte impulsor del desarrollo de esa ciudad y
su región? ¿Cómo se organizaron y qué debatieron los vecinos ilustres de
Parral, Colchagua y La Ligua al saber la captura del deseado en manos de
Napoleón Bonaparte? ¿Se pueden evidenciar en villas y ciudades de Chile
anteriores al siglo xx crisis de la historia mundial como guerras, enferme-
dades, revoluciones e, incluso, ideas al poco tiempo de haber ocurrido
en el centro del orbe? Los materiales, fuentes, documentos o como se les
llame, sobran para responder estas preguntas y otras más. Desde los archi- 301
vos epistolares, pasando por los documentos notariales, estudios arqueo-
lógicos urbanos y del paisaje, memorias de párrocos, cintas audiovisuales
públicas y privadas, actas de cabildo (las de Santiago, recuerdo, no son
las únicas), periódicos, hasta llegar a las fotografías, memorias de viajeros
y fuentes orales. En definitiva, un conjunto de material aún por explorar
desde un foco determinado, que por la vastedad de su riqueza, sólo es
comparable a un Potosí del siglo xvi. La tarea es nuestra.
A pocos años de celebrar el bicentenario, no transformemos en cons-
tantes los errores y omisiones de hace cien años. La memoria de una nación
no perdura sólo a través de monumentales construcciones arquitectónicas
en espacios públicos. Tampoco se mantiene con balances económicos fu-
gaces que señalan una disminución de la tasa de desempleo y que ter-
minan sirviendo no a la sociedad, sino al currículum de un conjunto de
tecnócratas y políticos, que una vez fuera de sus cargos, se sentirán orgu-
llosos y satisfechos de haber situado a Chile, al menos por unos meses,
con un alto índice de crecimiento económico. Menos, como algunos, que
antes y ahora, se conocen por hacer febriles discursos en contra de la po-
breza y a favor de la democracia, siendo ellos mismos más tarde, señalados
por los medios de comunicación, como los más grandes ladrones de la
historia nacional.
La memoria reside no sólo en construcciones, índices y discursos fa-
tuos sino en cada una de las personas, en el corazón de la comunidad, con-
formando la Volksseele en términos prespenglerianos o ethos para satisfa-

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cer la negación de los posmodernos. Por ello, recalcamos que el esfuerzo


de la labor historiográfica, aunque suene cliché, debe estar al servicio del
bien común y no a la satisfacción personal de haber encumbrado una idea
más allá del Olimpo. Como ya señalamos, ésa no es la misión del quehacer
de un historiador.
Por todo lo anterior, la emergencia del tema es perceptible y latente.
No es posible que en un país que quiere denominarse desarrollado, gran
parte de la población entienda el pasado como si fuese una operación
sumatoria de personajes, fechas y curiosidades generales, algo así como:
O’Higgins + 1810 + Alessandri + Pedro de Valdivia + cuestión del sacris-
tán = historia. En fin, palabras y discursos repetitivos alejan a la gente de
un interés que perfectamente se podría potenciar a través de tópicos como
el que presentamos.
Pensamos que la tarea para desarrollar lo arriba expuesto y eliminar
ejemplos como el último, compete a todos. Tal como la alegoría del anda-
miaje sobre el conocimiento, que desde una sólida base o primer peldaño
–la investigación universitaria– se podrá ir creando los niveles necesarios
para alcanzar un fin concreto, que para este caso, es el conocimiento del
pasado y sentido de pertenencia. Esto se logra desde el estudio de lo per-
sonal, inmediato, familiar y local, con el fin de situarnos desde este punto,
a lo general, lo colectivo, en definitiva, lo nacional, que es el fin último de
los planes gubernamentales para la celebración del bicentenario.
Qué mejor que la academia, con una vocación por el conocimiento, se
arriesgue a interiorizar las historias olvidadas dentro de un país desmem­
302 brado espacialmente de su geomemoria, a través del fomento de investi­
gaciones, cátedras y, si se puede, programas o centros especializados. Se-
guido, a su vez, por el gobierno central y sus sedes regionales, que junto
con la empresa privada, mediante sus fondos económicos destinados a
inversiones culturales, apuesten por reconocer las singularidades históri-
cas de su zona para comprender las problemáticas actuales, lo que, tal vez,
termine siendo rentable en términos simbólicos. Hasta llegar a una flexi-
bilidad curricular del último peldaño –sistema escolar– que permitirá con
mayor rapidez integrar dentro del aula el conocimiento recién generado
en la base del andamio que, en definitiva, ayudaría a cerrar el círculo soli-
dario del pasado común. ¿Estaría solucionado el problema? Hay alta pro-
babilidad que no sea así. Pero se habría dado el primer paso para que los
habitantes de Última Esperanza, Maule, Chiloé y Parinacota, por sólo citar
algunas provincias y regiones, puedan celebrar con orgullo y pertenencia,
el contar con su propia memoria para el bicentenario.

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Chile, 1810:
las revoluciones de julio y septiembre

Leonardo León
Universidad de Chile

E l 18 de septiembre de 1810, los miembros de la aristocracia chilena se


despertaron como vasallos del rey de España, pero al caer la tarde ya
comenzaban a ser ciudadanos independientes. No obstante, durante ese
303

crepúsculo memorable, no más de un 5% de la población celebró el ad-


venimiento de los nuevos tiempos. Mateo de Toro y Zambrano, el conde
de la Conquista que asumió como Presidente, prometió, temprano aquel
día, “el gobierno más feliz, la paz inalterable y la seguridad permanen-
te del reino”. Es difícil pensar en una descripción más apropiada de los
objetivos que deben tenerse en cuenta para calmar las angustias, y res-
quemores que proliferaban en el pecho del patriciado durante aquellos
momentos de turbulencia. Por eso, sus palabras fueron tan bien recibidas
por la ‘nobleza’ capitalina. “Llegó el día 18, día feliz en que renació la paz
y tranquilidad de esta capital”, escribió Agustín de Eyzaguirre, connotado
comerciante santiaguino, al dar cuenta a su agente en Buenos Aires de los
acontecimientos acaecidos en Chile. El regocijo de la elite, que había cons-
pirado contra el gobierno constitucional para establecer la independencia
de España, fue genuino. “La salida repentina del sol”, manifestó Manuel de
Salas, “no habría disipado las tinieblas con más prontitud”. La elite bene-
mérita se había hecho de todo el poder político del reino, según se afirmó
en la proclama que se envió a los pueblos convocándolos a un congreso
nacional, “sin haber intervenido el más pequeño desorden ni la más corta
desgracia. En cinco horas quedó todo acordado”.
¿Y qué pasó con los pobres, aquellos cientos de miles de hombres y
mujeres, que conformaban la gran mayoría del país? Para ellos la noticia
no fue tan feliz. Alguna razón tuvieron los oidores de la Real Audiencia

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historiadores chilenos frente al bicentenario

al escribir en las vísperas de estos acontecimientos: “son muchos los que


gimen, lloran y se lamentan por los males que amenazan a la Patria”. Un
aire de inefable tragedia flotaba en el ambiente, la calma que precede a la
tormenta. ¿Preveían los plebeyos que, sin Rey que les protegiera ni leyes
que velaran por sus derechos, de allí en adelante sería más peligroso ser
pobre en Chile? El fraile José María Romo, quien hizo un bullado sermón
a fines de agosto de 1810, se refirió a la arrogancia con que el patriciado
llevaba a cabo sus movimientos:

“Ese espíritu revolucionario y altanero que reina en mu-


chos de nuestros amados chilenos que se creen verdaderos
patriotas, cuando no hacen más que desnudar el cuello de
la patria para el degüello... No os admiréis de que declame-
mos en los púlpitos contra una desobediencia tan escanda-
losa, contra una soberbia tan luciferina y contra una ambi-
ción tan funesta que solo degrada a nuestro Reino...”.

Melchor Martínez, en su afamado Diario señaló:

“La Junta tomó su exordio destronando con intrigas, tu-


multos y violencias las autoridades legítimas constituidas
por Fernando Séptimo; la Junta se abrogó la suprema auto-
ridad, se apoderó del Erario Público, impuso a todo el rei-
no contribuciones, levantó nuevos cuerpos de tropas con
304 la excusa de defensa... los pueblos y la plebe, por ignoran-
tes que sean, advierten y saben que la Junta persigue, abo-
rrece y tienen declarada la guerra al Rey y a la Nación”.

De acuerdo con el acta de instalación de la Primera Junta Nacional, el


objetivo principal de la reunión consistía en analizar las tribulaciones por
las cuales atravesaba el reino para tomar las decisiones que enmendaran
su rumbo. Sin embargo, en medio de los discursos que proclamaron la
situación de acefalía en que quedó la monarquía después de la captura de
Fernando VII, el derecho que tenían los chilenos para erigir una junta y la
necesidad de hacerlo cuando el reino se hallaba “amenazado de enemigos
y de las intrigas”, los redactores del acta introdujeron un elemento que
después la historiografía ha preferido ignorar. Nos referimos a la grave si-
tuación interna que vivía el país en esos momentos.

“Que siendo el principal objeto del gobierno y del cuerpo


representante de la patria, el orden, quietud y tranquilidad
pública, perturbada notablemente en medio de la incerti-
dumbre acerca de las noticias de la metrópoli, que produ-
cía una divergencia peligrosa en las opiniones de los ciu-
dadanos, se había adoptado el partido de conciliarlas a un
punto de unidad, convocándolos al majestuoso Congreso
en que se hallaban reunidos para consultar la mejor defen-
sa del reino y sosiego común” (el destacado es nuestro).

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

Expresamente, el acta reconocía que el país pasaba por un período de


notorio desorden, inquietud e intranquilidad pública, una situación de
desasosiego que era conveniente remediar. El Obispo electo de Santiago,
fue aún más explícito al dar cuenta de la carta pastoral que remitió a los
chilenos con motivo de los rumores que circulaban en la ciudad en los días
previos al Cabildo Abierto de 1810:

“Procuré hacer demostrable que de todos los males que


pueden afligir a la Humanidad ninguno era más terrible
que el de una revolución... y que el grande interés de los
pueblos era contrarrestar la plaga terrible de la anarquía y
de las insurrecciones, conservar la tranquilidad y la paz, ha-
cer reinar el orden y las leyes, e impedir la usurpación”.

Coincidieron estas palabras con las que pronunció, un año después,


Camilo Henríquez en su sermón de apertura del Primer Congreso Nacio-
nal: “Es, en efecto, un axioma del derecho público que la esperanza de vi-
vir tranquilos y dichosos, protegidos de la violencia en lo interior y de los
insultos hostiles, compelió a los hombres ya reunidos a depender de una
voluntad poderosa que representase las voluntades de todos”.
Sin alejarnos demasiado de los eventos que tuvieron lugar en el edi-
ficio del Consulado la mañana del 18 de septiembre de 1810, debemos
enfrentar la pregunta más fundamental: ¿cuáles fueron los factores que
provocaron la reflexión de los asambleístas sobre la potencialidad de una
crisis interna que podía sumir al país en la anarquía y la violencia? Los 305
historiadores liberales del siglo xix señalaron que el movimiento de 1810
obedeció a la invasión napoleónica, factor principal en el desencadena-
miento de los acontecimientos que llevaron a la secesión. Sin duda, la
crisis constitucional que ese evento desató a través de España y su imperio
fue un hecho de radical importancia, pero corresponde preguntarnos: ¿es
posible creer que hechos que ocurrían a una distancia tan considerable, de
los cuales se tenían pocas noticias y cuyo impacto en la vida cotidiana del
reino era insignificante, podían provocar la situación de desgobierno que
describieron los autores del primer documento oficial de la nueva patria?
En realidad, a pesar de su entusiasmo revolucionario, ni siquiera los redac-
tores del acta de instalación del primer gobierno nacional se atrevieron a
ir tan lejos. Como se encargaron de destacar, la inquietud, el desorden y
la intranquilidad se producían en medio de las infaustas noticias que lle-
gaban desde Europa y no a causa de lo que ocurría en la Península. En
otras palabras, el diagnóstico mostraba, por una parte la anarquía domés-
tica y, por otra, la crisis constitucional imperial. Eran hechos de naturaleza
diferente que se manifestaban de modo contemporáneo. La ligazón entre
ambos no era más que de simultaneidad.
Sin embargo, si no fueron los factores externos los que perturbaron
notablemente el orden público, ¿cuáles fueron las causas de la crisis de
gobernabilidad?; ¿qué proceso subterráneo y doméstico se venía produ-
ciendo en el país que provocó tanta alarma en la elite, al punto de llevarla
a tomar el paso revolucionario de autoconvocarse al Cabildo Abierto y

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tomar el camino del quiebre constitucional? Es un hecho universalmente


aceptado que la revolución que tuvo lugar en Chile en 1810 estuvo diri-
gida a instalar a la minoría aristocrática en el poder. Parafraseando a Julio
Alemparte, el Cabildo Abierto de 1810 representó la fusión definitiva de la
soberanía con el poder. “En Castilla estaba el cetro, escribió, la potestad
oficial, la ordenación jurídica; pero la auténtica soberanía que es la que
surge del dominio efectivo de las tierras y de la masa de habitantes, estaba
en manos de los señores”. Si bien los terratenientes, empresarios mineros
y comerciantes ya controlaban gran parte del poder económico, aún res-
taba capturar la administración del país para eliminar a la burocracia colo-
nial dirigida desde España y asumir, de ese modo, el control del país. En
otras palabras, se trataba de tomar cuanto antes el gobierno para impedir
que otros se apoderaran del poder. Esta interpretación también fue suscri-
ta por historiadores modernos, como Néstor Meza Villalobos, en su libro
La conciencia política chilena durante la monarquía, donde manifestó
que el movimiento juntista de septiembre fue llevado a cabo por la noble-
za, la cual: “temió la pérdida de su preponderancia política y de cuanto
ella significaba, especialmente en la situación en que entonces estaba la
monarquía”. Este paso, por cierto, era el último que debían realizar los
patricios para capturar el poder total, después de varias décadas de avance
en esa dirección. “Usando en las corporaciones el derecho a elegir o soli-
citando el cumplimiento de leyes que la beneficiaban –escribió acertada-
mente Néstor Meza– la nobleza dominaba en la administración municipal,
en la iglesia y ocupaba cargos en la administración real”. Sin embargo, se
306 sabe que el poder no es nada si no se ejerce contra otro: ¿contra quién lo
ejercería el patriciado chileno? La respuesta a esta pregunta es crucial y so-
lamente podemos visualizar dos opciones: contra los enemigos externos –
representados principalmente por los franceses, por los monárquicos y las
fuerzas reaccionarias que, en la Península, pretendían reconstruir a todo
costo el ancien regime– o, bien, contra el enemigo doméstico conformado
por el bajo pueblo y los mapuches asentados en la Araucanía.
Indudablemente, la acción subversiva del cabildo santiaguino no se
dio en el vacío. Tampoco eran novedosas sus operaciones conspirativas.
Ya en agosto de 1810 había participado activamente en el derrocamiento
del gobernador brigadier Antonio García Carrasco. Sin embargo, el re-
cuento que se hace de esos acontecimientos se centra en la mala gestión
del Gobernador y se omite un trasfondo más siniestro y relevante que re-
portaron los testigos de la época. Nos referimos a la denuncia formulada
en ese entonces acerca de la connivencia desarrollada por Antonio García
Carrasco con los elementos más violentos de la plebe, para llevar a cabo
una sanguinaria matanza de la oligarquía santiaguina. En tanto que estos
hechos estaban presentes en la mente de los patricios de la ciudad du-
rante el Cabildo Abierto del 18 de septiembre, no está demás reseñarlos
brevemente.
Al reconstruir los acontecimientos domésticos que sirvieron de marco
a la instalación de la Primera Junta Nacional de Gobierno, la mayoría de
los historiadores está de acuerdo en señalar la importancia del gobernador
Antonio García Carrasco en el infausto desenvolvimiento de los hechos.

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

Pero, por sobre los rasgos negativos de su personalidad que resaltó la


historiografía liberal, lo que trascendió fue su fama de hombre popular, ra-
zón por la cual la elite se distanció de él y motivo por el cual, posteriormen-
te, motivó el juicio negativo de la historiografía liberal.

“El vulgo se había formado una idea ventajosa de este su-


jeto –escribió el autor anónimo de la Carta de Santiago
Leal a Patricio Español, en julio de 1810–. No saben los
hombres comunes distinguir que los vicios más de una vez
se disfrazan con el traje de la virtud. Así es que, viendo a
Carrasco en Valparaíso preferir en su trato la sociedad de
los hombres más humildes, acompañarse de los plebeyos,
gustar de sus asambleas, entretenerse en sus juegos y de-
rramar entre ellos el presupuesto militar de que subsistía,
le canonizaban de hombre popular, limosnero y despren-
dido del orgullo que hace abominable a los grandes”.

Y luego proseguía:

“El entorno de Antonio García Carrasco estaba compuesto


por los ‘figurones más despreciables’. La dama primera de
esta tragicomedia es una indecente negra, por cuya mano
se consiguen de Carrasco los favores más inesperados. Los
penachos más altos de este pueblo se rinden a las faldas de
la etíope Magdalena para lograr un feliz despacho en sus 307
pretensiones”.

Otro de sus compañeros fue Demián Segui, “asesino de profesión e


íntimo amigo y comensal de Carrasco”, quien le habría ayudado a saquear
a la fragata inglesa Scorpion, en las playas de Topocalma. A estos sujetos
sumaba los innumerables criminales que libraba de los tribunales, inter-
viniendo en los juicios que se llevaban a cabo en los estrados judiciales.
“Sólo aspiraba a la protección de todo hombre bajo y delincuente... des-
autorizada la justicia, la plebe estaba en estado de insubordinación e in-
corregibilidad; todo se preparaba para una catástrofe”. Mientras crecía el
abismo entre Antonio García Carrasco y la nobleza, observó el autor, éste
“se lisonjeaba sin reserva de tener muy de su parte a la plebe, a quien,
ofreciéndole las propiedades de los ricos, la haría entrar en cualquier par-
tido...”.
Acciones de este tipo, de acuerdo con Santiago Leal, retrataban la
“perfidia y traición del presidente”. Luego agrega:

“Como ya se descubrían sin tanto rebozo las cavilaciones


del Jefe (Antonio García Carrasco), testificaron sujetos de
la mayor probidad que le habían oído decir más de una
vez que pronto llegaría el día en que dijese a la canalla: Ea,
haced vuestro deber; que no es justo que unos tengan mu-
cho y otros tan poco o nada, debiendo todos los bienes ser

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historiadores chilenos frente al bicentenario

comunes. Nadie dudaba de esta sacrílega intención pues


para creerla recordaban no solo la suma adhesión que Ca-
rrasco tenía a la Plebe, sino el descaro con que atropellaba
las leyes y los magistrados para sostenerla, favoreciendo
con especialidad a cuanto tunantón desalmado podía capi-
tanearla...”. (Subrayado en el original).

Desde ya se puede alegar que la naturaleza afiebrada de este relato,


escrito para justificar el derrocamiento del último gobernador español en
Chile, le niega todo valor histórico. Sin embargo, los historiadores libera-
les solamente descalificaron los datos relativos a la conspiración que ha-
bría tramado Antonio García Carrasco con los ‘capitanes de la plebe’ para
llevar a cabo una sanguinaria revolución social. En realidad, la descalifica-
ción de las fuentes en nuestra historiografía es un vicio de vieja raigambre
y afecta solamente aquellos párrafos que, como en este caso, van contra la
versión oficial de la historia del país. En otras palabras, los historiadores
ejercen el sesgo y recortan las fuentes cuando los datos apuntan hacia una
reivindicación, discurso o proyecto, que retrata de una manera distinta al
mundo popular. Es parte de lo que podríamos llamar el peso de la noche
historiográfica sobre nuestra memoria. En fin, de acuerdo con Santiago
Leal, la ‘perfidia’ del Presidente llegó a su clímax cuando, al salir de una
ceremonia religiosa en la catedral, declaró ante los miembros de la aristo-
cracia que sería “el Robespierre de Chile”.

308 “Nadie dudaba de estos sentimientos bárbaros y hostiles


contra una ciudad pacífica y más, cuando constaba que Ca-
rrasco, muchos días antes tenía dentro de su palacio caño-
nes provistos de metralla y muchos fusiles cargados con
bala. Por eso en el mismo instante en que pudo descansar
en virtud de lo acordado, (la aristocracia) se llenó de cuida-
dos y de sobresaltos mayores. Crecieron consecutivamente
hasta la noche, en que ya se oían en algunos de la plebe
expresiones que no podían ser sugeridas por una mano
oculta. ‘Esta noche es la matanza’, decían; y no faltaban
algunos que, atropellando a una señorita de la primera cla-
se, hermana de uno de los Alcaldes actuales, reconvenido
por otro de su exceso, decían: ‘¡qué alcaldes, ni alcaldes!
Ya somos todos iguales!’ ” (destacado nuestro).

La noche que se vivió en Santiago el jueves 12 de julio de 1810 fue


memorable. Mientras Antonio García Carrasco se entretenía escuchando
la música de una orquesta en su palacio, “los nobles se juntan y en pocos
momentos estaban todos armados”. Damián Segui y el comandante de la
milicia de pardos aparecían sindicados como los líderes de la revuelta po-
pular.
Por una parte, la plebe se preparaba para llevar a cabo la ‘matanza’,
mientras el vecindario noble recorría las calles en patrullas dispuesto a
vender cara su sangre. Así transcurrieron las noches de los días 13 y 14 de

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

julio. “Recordando otros accidentes del gobierno de Carrasco”, escribió


Diego Barros Arana,

“se aseguraba, además, que los agentes de éste reunían


turbas de malhechores, como las que Segui organizaba en
Valparaíso, y las armaban de puñales para caer en un mo-
mento dado sobre los patriotas más caracterizados, cuyo
exterminio se daba como resuelto en los consejos de pala-
cio. Agregábase en los corrillos que uno de los agentes de
Carrasco ofrecía la libertad a los esclavos que acudiesen a
servir al gobierno y que se prestasen a apresar o dar muer-
te a sus amos”.

Poco falta añadir para interpretar, desde otro ángulo, la crisis que pre-
cedió al derrocamiento del último gobernador español en Chile. Las cau-
sas de esta crisis, no se vinculaban a los acontecimientos de la Península,
sino a un paulatino proceso de quiebre de la gobernabilidad interior y
de distanciamiento entre el Gobernador y la elite. La plebe santiaguina,
porfiadamente excluida de la narración histórica, emerge en este relato
como un protagonista crucial que, posicionada al lado de Antonio García
Carrasco, aparecía dispuesta a llevar a cabo una profunda y sangrienta re-
volución social.
¿Cómo se produjo la revolución de septiembre de 1810? En gran parte,
como una consecuencia directa de los acontecimientos que se van deta-
llando. En otras palabras, como efectos del conato que tuvo lugar en ju- 309
lio, época en que el liderazgo revolucionario adquirió conciencia de sus
habilidades políticas y logró apreciar el poder que poseía. Por sobre todo,
los eventos de julio demostraron que el aparato colonial monárquico era
incapaz de neutralizar el poder de la aristocracia subversiva. En ese senti-
do, lo acontecido en septiembre simplemente fue el corolario de un pro-
ceso histórico que adquirió su fuerza arrolladora en los meses previos. En
efecto, en septiembre, el reino ya era gobernado por un español-criollo,
la Junta Nacional agrupaba a lo más granado y políticamente activo del
patriciado y su elección se produjo de modo más o menos unánime. En
el entretanto, se había estabilizado la relación política entre las clases y se
había eliminado el peligro de un alzamiento de la plebe. Tan sólo restaba a
la elite ponerse de acuerdo sobre el camino que seguirían para asegurar el
dominio que se habían asegurado con el derrocamiento del último gober-
nador español. Los partidos o banderías que se formaron en el seno de la
elite con motivo de los pasos que debían darse para estabilizar al país no
cesaron ni se esfumaron con la mera derrota de la plebe; por el contrario,
habiendo subsanado un problema fundamental correspondía consolidar
la gobernabilidad.
Nos hemos preguntado si se vivía en Santiago un clima de efervescen-
cia social plebeya –por qué no decir, revolucionaria– durante el período
previo a la instalación de la Primera Junta Nacional de Gobierno. La efer-
vescencia plebeya se produjo y llegó a su clímax en julio de 1810. Lo que
se reconoció en septiembre fue solamente el recuerdo de una realidad que

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historiadores chilenos frente al bicentenario

se desvanecía rápidamente. La división posterior que experimento el país,


de la cual dan cuenta detallada los testigos, se relaciona con la fragmen-
tación que experimentó la elite frente a la crisis constitucional. Lo que sí
queda claro es que ninguno de los partidos de la elite se atrevió a convo-
car nuevamente al bajo pueblo al escenario político, con la fuerza, caris-
ma e integridad con que lo hizo Antonio García Carrasco. La plebe, que
hasta allí se había manifestado solamente de un modo individual a través
de pequeñas acciones criminales o transgresivas, había cobrado forma y
adquirido una presencia grupal que ya nadie podía negar. Por eso mismo,
las referencias al orden público, la seguridad y la tranquilidad hechas en el
acto de gestación de la nueva institucionalidad no sólo actuaron como un
factor de cohesión de la elite reunida en el Consulado. También quedaron
estampadas en el acta como un recordatorio del peligro que, desde abajo,
amenazaba a quienes detentaban el poder.

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

En torno a las relaciones laborales


hacia el bicentenario

Leonardo Mazzei
Universidad de Concepción

E l diario La Tercera de Santiago, en su edición del 6 de diciembre de


2006, editorializa sobre los cambios que se estima necesario introdu-
cir en el mercado del trabajo, destacando las declaraciones hechas por el
311

ministro de Hacienda Andrés Velasco, luego de viajar a Copenhague en


visita de estudio. Esas declaraciones se refieren a las ventajas del modelo
de flexiseguridad danesa en materia laboral. Tal sistema consiste en una
mixtura entre flexibilidad y seguridad, produciéndose una rotación en los
empleos, en mayor grado que en todos los otros países europeos, “pero
con menor desempleo y en que los cesantes reciben una fuerte ayuda es-
tatal para acceder rápidamente a un nuevo puesto de trabajo”, según lo
mencionado por El Mercurio de Santiago en su edición del 8 de diciembre
de 2006. Meses antes un senador socialista, Carlos Ominami, había asom-
brado con su crítica al sistema de indemnizaciones por años de servicio,
aduciendo que ellas tenían efectos nocivos para los trabajadores, pues in-
centivaban la desocupación y fomentaban la precariedad de las labores
informales.
Cien años atrás, en los tiempos del centenario, el panorama de las re-
laciones capital-trabajo era muy diferente. Pasado el trauma de la matanza
de Santa María de Iquique, se asistía a un proceso ascendente de sindica-
lismo y partidismo popular, cuyas denuncias y reivindicaciones eran difun-
didas en una frondosa prensa obrera. De doscientas cuarenta sociedades
obreras en la última década del siglo xix, se pasó a cuatrocientas treinta y
tres en 1910. El año anterior se formó la primera gran asociación proleta-
ria del siglo: la Federación Obrera de Chile. En 1912 Luis Emilio Recaba-
rren fundó en Iquique el Partido Obrero Socialista, que en los comienzos

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historiadores chilenos frente al bicentenario

de la década siguiente pasó a ser el Partido Comunista de Chile. En 1936 se


estableció la Confederación de Trabajadores de Chile, que fue uno de los
soportes del Frente Popular que llevó al gobierno a Pedro Aguirre Cerda,
apoyando el proceso de industrialización y disminuyendo notoriamente el
número de huelgas. Así se verificó una simbiosis entre el asociacionismo
obrero y el gobierno, guiada por propósitos compartidos.
Sin embargo, hubo disensiones entre los trabajadores, que pasados
los mediados del siglo, trataron de subsanarse mediante la creación de
la Central Única de Trabajadores, encabezada por el mítico líder popular
cristiano Clotario Blest, aunque terminó siendo dominada por los partidos
Comunista y Socialista. La Central Única de Trabajadores agrupó “a los tra-
bajadores del cobre, del carbón, del salitre, de la electricidad, del gas, de
industrias metalúrgicas, de textiles y, además, a los empleados públicos”.
Entonces reaparecieron las huelgas y los llamados a paros generales. Pero
los antagonismos no terminaron.

“Entre 1956 y 1970 –afirman Gabriel Salazar y Julio Pinto


en el volumen ii de su libro Historia contemporánea de
Chile– el movimiento gremial atravesó su etapa más po-
litizada y antiestatal, radicalizada por la lucha entre la iz-
quierda y la Democracia Cristiana. Los dirigentes gremiales
de la DC no compartieron los principios revolucionarios y
el marxismo ideológico de la CUT. De hecho, terminaron
separándose de ella en la década del 60, acusándola de ser
312 un instrumento al servicio de Moscú y de atacar, sin objeti-
vidad alguna, al presidente Eduardo Frei Montalva...”.

Con todo, el movimiento sindical ascendente tuvo su culminación du-


rante los gobiernos de Eduardo Frei Montalva y de Salvador Allende. En el
primero de ellos, se permitió la sindicalización campesina (ley Nº 16.625)
y se dictó la ley Nº 16.640 de Reforma Agraria. Durante la Unidad Popular
se profundizaron estas reformas. El número de trabajadores afiliados a sin-
dicatos subió de cerca de trescientos mil en 1965 a más de medio millón
en los años de Salvador Allende y, dentro de ellos, los campesinos sindi-
calizados entre los mismos años pasan de poco más de dos mil a cerca de
quince mil. Sólo en el primer año de gobierno de la Unidad Popular, se ex-
propió casi igual cantidad de predios que en todo el período de Eduardo
Frei M. Además, en el sector manufacturero se creó el Área de Propiedad
Social.
El evidente y fuerte ascenso del factor trabajo fue aplastado por el gol-
pe militar y por la implantación del modelo económico neoliberal a partir
de 1975. El salario real se redujo en más de un 30 % entre 1973 y 1975. El
derecho a huelga quedó prácticamente conculcado, perdiendo los traba-
jadores su poder de negociación; decreció drásticamente el aporte de los
empleadores a la previsión (del 40% en la década del sesenta a menos de
3% en los ochenta). El número de familias en estado de pobreza aumen-
tó del 28% al 44% entre 1970 y 1980, y en 1983 el desempleo alcanzó la
exorbitante cifra de un 26,4%. Según Patricio Meller, el desempleo efecti-

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

vo, esto es, incluyendo los programas especiales de empleo público que
reclutaban trabajadores con pagos muy reducidos, alcanzó en 1983 a más
del 30%. Ello en el contexto de una crisis internacional que azotó, una vez
más, muy fuertemente a la economía chilena.
Con el retorno a la democracia, sólo se han revertido parcialmente los
indicadores económicos desfavorables al mundo del trabajo. Algunos en
forma acentuada, como es el caso del desempleo que en 1997 descendió a
6,6%, pero siempre con la amenaza latente y efectiva de nuevos incremen-
tos de los desocupados; de ahí que se haya planteado la tesis del “desem-
pleo estructural”, es decir, que el modelo conlleva necesariamente un mar-
gen de cesantía que se estima aceptable. En cuanto al número de pobres
que bordeaba los cinco millones de personas al término del régimen mili-
tar, descendió a 3.300.000 en 1996; pero cerca de un 25% de la población
continuaba en condiciones de pobreza. Uno de los indicadores negativos
más pertinaces ha sido el de la distribución del ingreso, ubicándose Chile
entre los países del mundo con peor registro en esta materia.
Aunque la rueda de la historia no se detiene, pareciera que es muy
difícil que los asalariados y sus organizaciones recuperen protagonismo.
El peso del actor empresarial se ha instalado como un pedestal cada vez
más vigoroso. En tal circunstancia sólo es dable esperar que en los inters-
ticios que deja la economía triunfante, se encuentren vías para paliar la
iniquidad. Pudiera ser una de éstas la del modelo de flexiseguridad danés,
pero debe considerarse que en Dinamarca existe una fuerte carga impositi-
va, que es la que nuestros empresarios quieren evitar. Puede preguntarse,
además, ¿a qué nivel se consideraría adecuado que se situaran los salarios? 313
Ya Adam Smith planteaba el concepto de la “tasa natural del trabajo”, que
significaba que los patronos no podían pagar salarios por debajo de cier-
to nivel que permitiera la subsistencia del trabajador y de su familia. En
las condiciones socioeconómicas de América Latina y también, dentro de
ella, en nuestro país, mucha gente está más abajo del límite smithiano; son
aquéllos que viven en la indigencia.
En ocasiones, los empresarios manifiestan que estarían dispuestos a
subir el precio del trabajo, siempre que contaran con mano de obra capa-
citada. Ello conecta el problema de las relaciones capital-trabajo con el de
la educación, tema que excede el marco de estas breves páginas. Sólo se-
ñalaré, como referencia ilustrativa, que en conversaciones con profesores
de enseñanza básica y media, al preguntarles sobre qué materias estaban
tratando, me han respondido que dada la masividad de los cursos y el
consiguiente alboroto, más que preocuparse de qué materias tenían que
enseñar debían afanarse en tratar de mantener tranquilos a los inquietos
alumnos. La referencia puede parecer exagerada, pero no deja de ser un
reflejo de las difíciles condiciones en que se lleva el proceso educativo.
En síntesis, creo que desde la perspectiva de análisis por la que he op-
tado en este escrito, el panorama para el bicentenario no resulta alentador.
Pero cabe la esperanza en la voluntad del cambio, para que, parafraseando
a Gabriel García Márquez, “las estirpes condenadas a cien años de soledad
‘los pobres’ tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre
la tierra”.

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historiadores chilenos frente al bicentenario

Al finalizar el presente año la presidenta Michelle Bachelet anuncia


una reforma en el sistema de pensiones, mediante la cual, entre otras me-
didas, se establecerá una pensión básica solidaria de $ 60.000 a partir del
1 de julio de 2008, subiendo a $ 75.000 en julio de 2009. El título del pro-
yecto, más específicamente parte de él (solidaria), contribuye a cimentar
las ilusiones de empezar a construir en estos años próximos al bicentena-
rio una sociedad menos individualista y menos polarizada.

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

Chile 1810-2010
entre la ilusión y la frustración

René Millar
Pontificia Universidad Católica de Chile

S iempre resulta interesante efectuar una reflexión histórica a partir de la


conmemoración de algún acontecimiento significativo para una comu-
nidad o sociedad determinada. En este caso, se trata nada menos que de la
315

conmemoración del bicentenario de la independencia de nuestro país.


Cualquier análisis de lo que han significado estos doscientos años de
vida independiente debe pasar por un examen de la situación del país a
comienzos del siglo xix. Es decir, debemos tener claro de dónde partimos,
para saber realmente lo que hemos recorrido para llegar al estado en que
nos encontramos.
Deteniéndonos en ese aspecto no podemos perder de vista que duran-
te la época española Chile fue la colonia más pobre del imperio y de hecho
siempre le significó a la Corona un alto costo financiero. A pesar de que
durante el siglo xviii el país había logrado un cierto crecimiento económi-
co, merced a las exportaciones agropecuarias y mineras, el panorama ge-
neral no experimentó mayores transformaciones, manteniéndose la posi-
ción secundaria respecto al resto de los territorios americanos. El mercado
interno era ínfimo y buena parte del dinamismo dependía de un mercado
externo también muy reducido y circunscrito fundamentalmente a Perú.
El país llegaba a las postrimerías del siglo xviii y comienzos del siglo
xix teniendo una sociedad bastante homogénea, debido en gran medida
a que el grueso de la población indígena había quedado segregada al sur
del Biobío. La sociedad chilena se había consolidado entre La Serena y
Concepción, territorio donde la población aborigen era menos numero-
sa, la que, además, experimentó los efectos negativos del contacto con el
español, que le afectó a través de la transmisión de enfermedades, regíme-

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historiadores chilenos frente al bicentenario

nes de trabajo y mestizaje. La jerarquización social dependía de la mayor


o menor sangre indígena que se poseyera. La gran masa de la población
estaba constituida por mestizos que se desempeñaban como trabajadores
libres con una remuneración de subsistencia. Había también un pequeño
grupo intermedio de artesanos y medianos propietarios agrícolas. La elite
la integraban los oriundos de la metrópoli y los criollos, en parte, des-
cendientes de los conquistadores o primeros pobladores, no exentos de
sangre indígena. Era un grupo reducido, que centraba su poder en las vin-
culaciones con el aparato administrativo estatal, en la posesión de tierras
y en el comercio. Esas actividades por lo general las desarrollaban simul-
táneamente, lo que les permitía gozar de una gran estabilidad. Además, la
clase dirigente se manejó con habilidad para garantizar la permanencia de
las familias en el tiempo. Buscaron los matrimonios de conveniencia, apro-
vecharon las leyes de sucesión para mantener indivisas las grandes pro-
piedades y coparon la burocracia. Esta elite tenía aspiraciones nobiliarias,
pero en la práctica no pasaba de constituir una aristocracia, preocupada
de blanquear su sangre y dispuesta a obtener ingresos de diversas fuen-
tes, incluso, de actividades poco honorables para la nobleza castellana,
como el comercio. Muchos de sus miembros tenían una buena formación
cultural adquirida en los establecimientos de enseñanza locales o de Pe-
rú, Alto Perú y Río de la Plata. La Independencia le permitió controlar en
su totalidad el poder político y, a diferencia de lo que aconteció en otros
territorios de América, las guerras que la hicieron posible no la afectaron
más que marginalmente.
316 El proceso de consolidación del nuevo orden político fue breve en
comparación con lo ocurrido en la mayoría de las ex colonias hispanas.
El caudillismo y la revuelta social afectaron el desarrollo en muchas de
aquéllas. En cambio en Chile, la elite, que llevó adelante la emancipación,
logró salir de ese acontecimiento con no muchas heridas. Hubo divisiones
y conflictos en su seno, pero no se buscó el exterminio de los adversarios.
El caudillismo y la exaltación doctrinaria se fueron diluyendo ante una ma-
yoría pragmática y conservadora que predominaba en el seno de la clase
dirigente, como ha sido destacado por los autores de todos conocidos.
La elite, mientras por una parte le daba una institucionalidad al nuevo
orden político, por otra, aprovechaba las posibilidades económicas que
brindaba la apertura internacional. El marco institucional que se estructu-
ró, en el fondo lo que hizo fue adaptar el viejo orden colonial a la realidad
de una república independiente sin producir un corte radical y mante-
niendo muchos aspectos del antiguo régimen. Paralelamente, la elite acep-
tó de buena gana la presencia de empresarios y comerciantes extranjeros,
siguiendo por lo demás la tendencia ya tradicional frente a la receptividad
de los europeos. Estos nuevos elementos contribuyeron a darle un gran
impulso al comercio y a la minería, al introducir técnicas y capitales y ser
portadores de un espíritu emprendedor.
Los logros de esas políticas quedaron pronto a la vista. A la vuelta de
pocos años, a mediados del siglo xix, Chile se había transformado en una
república bastante estable, comparativamente con el vecindario, y había
dejado de ser el pariente pobre de la América del Sur. El futuro se veía

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

promisorio y los viajeros extranjeros, equivalentes a los actuales periodis-


tas y analistas, ponían de manifiesto las bondades del país y el desarrollo
alcanzado. Con todo, las dificultades e insuficiencias que subsistían eran
enormes. Desde el punto de vista social, se mantenía una estructura muy
desequilibrada, con una masa enorme de trabajadores agrícolas y mineros
muy pobres y con empleos precarios por su estacionalidad y remunera-
ción. Las condiciones de los trabajadores urbanos, es decir, gañanes o jor-
naleros, no era mucho mejor. Vivían en rancheríos miserables y ganaban
sólo para subsistir. Los artesanos y empleados del comercio y la adminis-
tración eran muy reducidos y con pocas posibilidades de surgir. La apertu-
ra de la economía, si bien favoreció el comercio exterior, que alcanzó gran
dinamismo, ató el desarrollo del país a las fluctuaciones de la economía
internacional, que en la época se caracterizaba por su evolución cíclica,
con períodos de auge, crisis y depresiones. Chile, que vivía de las expor-
taciones de trigo, harina, cobre y plata, se beneficiaba de los aumentos de
demanda en los períodos de prosperidad, pero sufría intensamente con
las crisis y consiguiente depresiones.
El éxito en la Guerra del Pacífico, consecuencia en parte de una so-
ciedad relativamente homogénea, con una identidad nacional bastante
definida, y de una clase dirigente responsable y consciente de su papel,
permitió incorporar al país los ricos territorios salitreros, abriéndole im-
portantes perspectivas de desarrollo. Sin embargo, esas posibilidades sólo
parcialmente pudieron concretarse. El salitre se transformó en el factor
determinante de la actividad económica nacional. Le permitió al Estado
contar con recursos que jamás antes había tenido, con los que se embar- 317
có en ambiciosas políticas de obras públicas, de modernización estatal y
de servicios públicos, incluidos educación, salud, justicia y defensa, entre
otros. La disponibilidad de divisas se incrementó de manera notoria, por
lo que también aumentó la capacidad de importación. Uno de los proble-
mas fue que el país en su conjunto quedó demasiado dependiente de un
solo producto. Los otros bienes que se exportaban, por diversas razones,
fundamentalmente precios y demanda, quedaron fuera de los mercados
internacionales. Al depender tanto del salitre, la fragilidad de la economía
fue mayor y el impacto de las crisis mundiales y las depresiones ulteriores
fueron mucho más intensas. El hundimiento de las exportaciones agrícolas
afectó a los campos, estimulando la migración a los centros mineros y a las
ciudades, en que tímidamente se iniciaba un proceso de industrialización.
La intensa migración campo-ciudad generó graves problemas de vivienda,
trabajo y salubridad, conformándose una situación social compleja, donde
campeaba la amargura y el resentimiento.
Frente a ese panorama, la clase dirigente, que mantenía incólume su
fortaleza y poder, tuvo dificultades para responder con prontitud a los
nuevos desafíos. En parte esto se debió a que fue perdiendo homogenei-
dad y dejó de tener unidad de propósitos. La división entre conservadores
y liberales adquirió una intensidad tal que afectó la convivencia. Además
se dio una situación paradójica, pues mientras la amplia mayoría de la
población era católica, el gobierno quedó en manos de los liberales, los
que impusieron una legislación laica contraria a los intereses de aquélla

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historiadores chilenos frente al bicentenario

y de la Iglesia. El otro factor de disenso fue el debate en torno al tipo de


régimen de gobierno que debía tener el país, el que no se pudo zanjar por
la vía institucional, desembocando en la guerra civil de 1891. Un amplio
sector de la clase dirigente creyó que después del triunfo de la coalición
antibalmacedista se iba a poder entrar en una fase de progreso que permi-
tiera aprovechar la riqueza del salitre y la unidad que habían alcanzado las
fuerzas políticas. Al poco, la realidad mostró que ese objetivo tenía nume-
rosos y complejos obstáculos. Pero, a pesar de ello, lo cierto es que para el
centenario el país estaba en una situación esperanzadora y, sin desconocer
las dificultades, aparecía mucho mejor posicionado que muchos países
americanos, diferente, por lo tanto, al panorama de 1810.
Con todo, el balance que varios ensayistas hicieron en torno al cente-
nario fue por lo general muy crítico. La tónica fue la frustración y el repro-
che por el escaso o nulo progreso de las grandes mayorías. Esas opiniones,
que percibían una realidad poco halagüeña, reflejaban un determinado
estado de ánimo. Pero no puede obviarse que, en más de un caso, aquellas
apreciaciones estuvieron influenciadas por una coyuntura negativa, que
condicionó la visión general. En 1907 la economía del país experimentó
una crisis profunda, que dio paso a una depresión que se extendió por
algunos años. Los efectos sociales de la paralización del salitre y de la quie-
bra de numerosas empresas fueron devastadores y envolvieron a la socie-
dad en un manto de pesimismo.
El país, durante el siglo xx, mostrará un comportamiento diferente. La
tendencia ascendente predominante en casi todas las esferas de la vida na-
318 cional que se dio en el Chile decimonónico, cambiará de signo y lo carac-
terístico serán ahora los avances y retrocesos encadenados que terminarán
por afectar los logros finales, a tal punto que frente al resto de América, el
país se irá frenando hasta quedar en posiciones muy secundarias, en casi
todos los rubros. ¿Qué fue lo que pasó? ¿Por qué se produjo esa situación?
¿Cómo se concilia aquello con la positiva imagen internacional que tenía
el país en esos años?
Varios son los factores que explican esa evolución. Para simplificar el
análisis los agruparemos en político-institucionales, sociales y económi-
cos, aunque con la advertencia de que todos están vinculados, pero no
todos tuvieron la misma significación. En el ámbito político-institucional
está una de las claves del escaso progreso relativo que tuvo el país duran-
te el siglo xx. Y en este aspecto mucho se ha responsabilizado al régimen
parlamentario (1891-1924) y no sólo de los problemas de las primeras dé-
cadas de la centuria sino de las posteriores, por haber hipotecado el futuro
desarrollo. En otras palabras, la clase dirigente habría dilapidado la rique-
za salitrera, sin aprovechar sus recursos de manera productiva, mientras
se empecinaba en guerrillas políticas menores que obstruían el despacho
de leyes de trascendencia y derrochaba dinero en las capitales europeas.
Pues bien, como lo han mostrado Carmen Cariola y Osvaldo Sunkel en La
historia económica de Chile: dos ensayos y una bibliografía, el salitre
contribuyó de manera significativa al desarrollo de la época, aportando re-
cursos para obras públicas en general y ferrocarriles en particular. Gracias
a esos fondos se amplió la cobertura educacional, se construyeron cole-

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

gios y establecimientos hospitalarios. La industria salitrera fue un mercado


importante para la industria nacional y sobre todo para la agricultura, muy
afectada por la pérdida de los mercados externos. El comportamiento de
la economía en esas décadas fue más que satisfactorio, como lo reflejan los
índices de crecimiento de la producción de los diferentes rubros. Una de
las falencias fue la inflación, que en promedio bordeaba el 6% anual y que
afectaba con intensidad sobre todo a las masas trabajadoras urbanas que
no tenían mecanismos para defenderse de las alzas. En materia institucio-
nal, aparentemente el panorama era muy negativo, como podría despren-
derse de la inestabilidad de los gabinetes y la larga tramitación de algunas
iniciativas legales. Pero aquí también hay que considerar otras perspecti-
vas. Tras esa inestabilidad superficial, el régimen de gobierno mostraba
una gran estabilidad, producto del consenso que predominaba en la clase
política en la mayoría de los temas importantes. Los proyectos que se eter-
nizaban eran los que se referían a esas materias no consensuadas, pero en
las otras, la actividad legislativa fue muy intensa. Por cierto, que todo lo
anterior no significa que no hubieran problemas y algunos importantes,
como la corrupción en determinados momentos y sobre todo la cuestión
social, que los partidos políticos y la clase dirigente no lograron enfrentar
de buena manera.
El punto de inflexión en el desarrollo nacional se produjo con la crisis
mundial de 1930. Ésta tuvo efectos trascendentes en el largo plazo, tanto
por la manera como se actuó en su momento frente a ella, como por lo
que se hizo luego para superar sus efectos. No se puede omitir el dato que
sitúa a Chile como el país en el ámbito mundial que experimentó de ma- 319
nera más intensa la depresión económica de los años treinta. Esto fue el
resultado de un excesivo dogmatismo doctrinario del gobierno de Carlos
Ibáñez para enfrentar la crisis, que profundizó la contracción del comercio
exterior, generando un colapso de toda la actividad productiva. Al país le
costó más de una década alcanzar los niveles de producción anteriores a la
crisis. Pero además, la magnitud de la catástrofe llevó a amplios sectores de
la clase política a responsabilizar de la situación a las políticas económicas
liberales y al sistema capitalista, al tiempo que veían como única solución
de los males nacionales a un régimen socialista. De esa manera, en Chile
se reproducía el debate que se estaba dando en Europa.
En definitiva, el país avanzó raudamente en la implementación de po-
líticas socialistas, a instancias de la nueva izquierda marxista, de sectores
socialcristianos y sobre todo del Partido Radical. Las coaliciones de cen-
tro-izquierda, lideradas por los radicales, fueron estructurando un Estado
cada vez con mayores responsabilidades. Para estimular la producción y
el empleo se impusieron políticas proteccionistas. La Corporación de Fo-
mento de la Producción fue el paradigma del nuevo papel del Estado, el
que no sólo fomentaba y estimulaba la iniciativa privada sino que asumía
como empresario propiamente tal. Los créditos al sector productivo gene-
raron altas tasas de inflación, como nunca antes se habían conocido. Para
evitar el descontento social se otorgaron reajustes de remuneraciones, que
a veces fueron superiores a la inflación, con lo que ésta se estimulaba aún
más, generando un circulo vicioso, que se trataba de romper mediante sis-

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temas de controles de precios y poderes de compra estatales. No faltaron


quienes sostuvieron que la inflación era el costo que había que pagar por
la industrialización, es decir, por activar el modelo de sustitución de im-
portaciones, que permitiría superar la fase exportadora de materias primas
y hacer de Chile un país desarrollado. Se pretendía que la economía dejara
de depender de las exportaciones de cobre, que, después de la crisis de
1930, habían ocupado el lugar que antes había tenido el salitre. La prime-
ra década de aplicación de las nuevas políticas mostraron un crecimiento
muy fuerte de la producción industrial, que pasó a ser uno de los sectores
más dinámicos de la economía. No obstante, en los años siguientes hubo
un estancamiento en ese proceso, que llevó a los teóricos del modelo a
sostener que la culpa de esa situación estaba en la agricultura, donde se
mantenían sistemas arcaicos de explotación de la tierra. Mientras no au-
mentara la productividad agrícola y los campesinos no dispusieran de un
poder adquisitivo equivalente a los trabajadores urbanos, la industrializa-
ción y, por lo tanto, el desarrollo no sería posible. Tras estos planteamien-
tos había una fuerte influencia externa, sobre todo de la revolución cubana
y de la Alianza para el Progreso y también de organismos internacionales,
como la Comisión Económica para América Latina y el Caribe.
El paso siguiente fue, por lo tanto, la reforma agraria, que no sólo la
pedían los partidos de izquierda sino, también, la Democracia Cristiana,
que le disputó el centro político a los radicales y que la toma como ban-
dera electoral. Era evidente que la agricultura estaba deprimida, pero, en
parte, se explicaba por la falta de incentivos y por los controles de precios,
320 que resultaban discriminatorios con respecto a lo que acontecía con la
industria. El resultado de estas políticas desarrollistas en cuanto a niveles
de producción, en el largo plazo fue más bien pobre, al extremo que hasta
1973 los índices de crecimiento per cápita eran tan bajos que, de mante-
nerse, el país nunca podría superar el subdesarrollo. Pero, en la medida
que los objetivos que se iban proponiendo no se lograban, la respuesta
era aumentar la intervención del Estado con miras a la construcción de un
sistema socialista, que merced a la planificación (mejor uso de los recur-
sos y mejor distribución de la riqueza) permitiría mayor progreso y mayor
justicia social. Otro hito en el proceso de la estatización de las riquezas lo
constituyó la nacionalización de las empresas de la gran minería de cobre,
que, por estar en manos extranjeras, contó con el apoyo de todas las fuer-
zas políticas.
El régimen de gobierno, instaurado con la Constitución de 1925, con-
tra la opinión de la mayoría de los partidos, tenía un buen funcionamiento
aparente. Después de un período de inestabilidad que se extendió hasta
1932, el nuevo régimen logró consolidarse. La renovación de autoridades
se encausó democráticamente y el sistema electoral se fue perfeccionando
hasta eliminar las distorsiones más relevantes. Lo cierto, es que en deter-
minado momento buena parte de la imagen positiva que tenía el país en
el extranjero estaba asociada al funcionamiento de la democracia, que re-
sultaba ejemplar con respecto al resto de América. Pero en el fondo había
problemas que fueron profundizándose con el tiempo. El régimen presi-
dencial no contemplaba soluciones institucionales a los conflictos entre

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los poderes del Estado, lo cual podía producirse con cierta facilidad de-
bido a que no coincidían las elecciones de aquéllos y había una gran frag-
mentación en los partidos, que hacía casi imposible que uno llegara a con-
trolar las cámaras. A lo anterior se agregaba una gran polarización entre las
fuerzas de izquierda y de derecha, que durante bastante tiempo logró ser
atemperada por la acción del Partido Radical, que tenía alrededor del 20%
del electorado, y actúo como centro político, evitando las tensiones. El pa-
norama se complicó cuando los radicales perdieron protagonismo ante la
irrupción del Partido Demócrata Cristiano, el que se negó a desempeñar
el papel de centro político y se definió como de izquierda, con propuestas
que pretendían quitarle banderas a los partidos marxistas. La consecuen-
cia fue una extrema polarización de la vida política, pues los partidos de
izquierda, para diferenciarse de la Democracia Cristiana, acentuaron sus
postulados, y la derecha hizo lo propio con los suyos al sentirse amenaza-
da. Estas tensiones, que no pudieron zanjarse institucionalmente por falta
de mecanismos apropiados, culminaron en la crisis de 1973.
Pero los primeros dos tercios del siglo xx tuvieron también varios as-
pectos positivos. Quizá el de mayor relevancia tuvo que ver con la conso-
lidación, fortaleza y protagonismo de los sectores medios, que desde la
segunda década del siglo controlaron el poder y se instalaron en la admi-
nistración de un Estado, cada vez más poderoso, que era, a su vez, una
fuente de empleos y factor de desarrollo de los mismos grupos. Asociado
al protagonismo de ese sector social está la educación pública, de gran ni-
vel para la época, que formará los cuadros de empleados y profesionales.
El desarrollo de sectores medios también tuvo una contrapartida, pues los 321
radicales, que se identificaban con ella y que tenían en la burocracia estatal
su clientela electoral, se preocuparon de favorecerla mediante reajustes
específicos de remuneraciones y la creación de sistemas previsionales pro-
pios, en desmedro de los obreros y campesinos. Sólo los trabajadores de
las grandes empresas del cobre y en general los agrupados en sindicatos
poderosos fueron los que lograron obtener redes protectoras ante las ini-
quidades del sistema.
Desde la década de 1980 hasta ahora se ha logrado romper esa evolu-
ción cíclica que tenía el país, que pasaba de períodos cortos de prosperi-
dad y optimismo a otros de decadencia y frustración. Nunca en la historia
del Chile independiente el país había gozado de tantos años de crecimien-
to económico casi ininterrumpido. Posiblemente nunca se habían dado,
como ahora, las condiciones para salir efectivamente del subdesarrollo.
Y hacía mucho tiempo que Chile no era visto con admiración en muchas
partes de América y del resto del mundo. Desde mediados del siglo xix que
no ocupaba los primeros lugares entre los países de América en el ámbito
del desarrollo. Todo esto ha sido posible en la medida que se alcanzaron
diversos consensos en la clase dirigente y en los partidos políticos. Dramá-
ticamente, se tomó conciencia de las terribles consecuencias que pueden
provocar las posturas extremistas y los afanes por imponer a la sociedad en
contra de la mayoría, recetas utópicas. El aprendizaje fue duro y a un costo
social y humano demasiado elevado, cuyas heridas costará mucho cerrar.
El gobierno militar y Augusto Pinochet realizaron una revolución muy im-

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portante en el plano económico y en el de la modernización de las insti-


tuciones y del Estado. Sin embargo, esos logros siempre serán opacados
por los atentados a los derechos humanos, que alcanzaron una dimensión
desconocida en el Chile republicano.
En definitiva, Chile llega al bicentenario con grandes y promisorias
expectativas que le permitirían dar el gran salto cualitativo al que se aspi-
ra desde hace tanto tiempo. Para lograrlo se requiere, en primer término,
mejorar la calidad y la equidad de la educación. También, deben ejecutarse
diversos procesos modernizadores en el Estado y en otros ámbitos. Y, por
último, es necesario que los consensos no sólo se mantengan sino que se
fortalezcan y amplíen, de tal manera que persista en el tiempo la unidad
de propósitos en lo fundamental, por sobre las discrepancias en lo acce-
sorio.

322

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Historia del tiempo presente:


tiempo histórico, memoria y política como
desafíos disciplinarios

Cristina Moyano
Universidad de Santiago de Chile

E l bicentenario, como construcción social y de imaginarios nacionales, 323


nos remite a la conmemoración de un hecho político. El 18 de sep-
tiembre de 2010, cumpliremos simbólicamente doscientos años de país in-
dependiente. Digo simbólicamente, no sólo porque la fecha registrada en
el acta de Independencia se firmó varios años después a 1810 sino porque,
también, puede cuestionarse la real dimensión de nuestra independencia,
en el curso de nuestra historia republicana.
De todas formas, varios hechos y actos simbólicos desde la esfera de
la política, nos han hecho mirar hacia el bicentenario como una frontera
de posibilidades futuras. El ex presidente Ricardo Lagos, articuló un dis-
curso fuertemente historicista y proyectado precisamente al bicentenario.
La necesidad de futuro, de marcar objetivos para seguir caminando como
nación, estuvo presente en cada acto que presidió la figura del ex Manda-
tario. Su evidente necesidad de hacer historia estuvo en las realizaciones
materiales logradas y en los discursos orientadores de la acciones. Su cul-
minación de mandato con más de un 60% de aprobación ciudadana, pare-
cía reconocer esos logros.
Sin embargo, ese discurso futurista también implicaba superar etapas
históricas recientes. La fractura social instalada con la dictadura era un las-
tre para avanzar hacia el desarrollo. En esa perspectiva los actos simbólicos
realizados por el ex Presidente, como lo fue la apertura de la puerta de Mo-
randé Nº 80 o la constitución de una comisión para reparar a las víctimas
de las torturas de la dictadura militar, tuvieron el sello del bicentenario.

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Sanar a la nación en las vísperas de celebrar doscientos años de vida in-


dependiente, no era sólo un objetivo político sino que un deber histórico.
Detrás de este anhelo estaba un pequeño, pero importante hecho: lograr
la culminación de un proyecto histórico nacional que sustentó, en término
de imaginarios colectivos, la configuración de la Concertación de Partidos
por la Democracia; ese imaginario que argumentó la política de la negocia-
ción y el consenso, un imaginario que se articuló en el sustento simbólico
de la renovación socialista y que posibilitó la unión de dos enemigos histó-
ricos: el Partido Demócrata Cristiano y el mundo socialista. Unidad de dos
culturas políticas distintas, pero que posibilitaron una poderosa alianza
político-cultural que tuvo su apogeo simbólico en el tercer gobierno de la
misma. En ese sentido, el objetivo del ex presidente Ricardo Lagos conte-
nía un profundo anhelo de superación de nuestra historia, de remirarnos
en el pasado para reencontrarnos, sin embargo, en ese mismo proceso se
debilitaba el propio fundamento de la exitosa coalición que triunfó con las
elecciones de 1988, debido al refortalecimiento de las identidades políti-
co-partidarias específicas, cuestión que se visibiliza en los primeros meses
del actual gobierno dirigido por una mujer.
Indagar en estas aguas turbulentas del presente, problematizar éstos y
muchos procesos actuales, es también una necesidad histórica. Recuperar
a los sujetos de carne y hueso y sus discursos, un desafío para la historia
política. Hacernos cargo de estas problemáticas, volver al debate político,
social y ciudadano, un deber disciplinario. Desde esta perspectiva el volver
a lo político, pero por sobre todo a lo reciente, abre nuevos desafíos en la
324 historiografía nacional.
Creo, con todo, que la historia política reciente nos puede abrir uni-
versos distintos a los que nos abren otras ciencias sociales, cuya comple-
mentariedad es innegable y necesaria. El rescate de la historia del tiempo
presente, que hizo irrupción en la Europa de los años ochenta, se está
validando lentamente en Chile. La demanda por historia llena las aulas de
las universidades chilenas y demuestra cuán necesaria es aún para com-
prender nuestro presente. El discurso posmoderno, que nos sedujo es-
téticamente, se combinó en América Latina y en particular en Chile, con
el espíritu libertario que tenía el conocimiento moderno. De esta mixtura
también se ha nutrido la reciente historia política.
La actual historia política ha venido abandonando la descripción pro-
cesual y cronológica de los gobiernos o los ciclos políticos, para volverse
lentamente hacia los sujetos y sus tiempos, los partidos y sus discursos. De
esta forma, la recuperación de la microhistoria se ha vuelto fundamental
para rescatar a los sujetos históricos, activos actores de los procesos po-
líticos del Chile reciente. El deber de memoria y la necesidad de justicia
se ha combinado en este proceso y nuestra historiografía ha comenzado
lentamente a dar cuenta de ello.
En Europa este proceso de vinculación cada vez más visible entre la
historia y la memoria generó hitos tan significativos como la fundación del
Instituto de Historia del Tiempo Presente, que dirigió François Bédarida en
1978, y vino a poner tensión nuevamente la vinculación de la historia con
el tiempo presente o el pasado reciente, en el que el historiador se con-

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vierte en pieza clave como objeto y sujeto de los procesos históricos res-
catados. Estos procesos implicaron repensar la categoría de conocimiento
histórico, así como nuestra propia concepción de tiempo histórico.
En Chile, la aparición de historias generales y contemporáneas, don-
de los análisis se adensan desde la década del cincuenta hasta los noven-
ta, también dan cuenta de ese proceso. Por ello es posible distinguir que
esta necesidad de repensar las últimas décadas de nuestra vida reciente
como nación, surge no sólo como necesidad disciplinaria sino, también,
como necesidad desde la propia generación de historiadores que fueron
actores de dichos procesos, y para quienes escribir era una cuestión vital,
una forma de posibilitar la propia autocomprensión individual y colectiva
en tiempos de crisis. El anhelo de objetividad, de distanciamiento de los
hechos que pregonaran los positivistas, ha dado paso a historiografías ca-
da vez más analíticas y que han vuelto a reponer la necesidad de generar
visiones holísticas de lo social y lo político.
Sin embargo, el reencuentro con el presente ha implicado repensar
la antigua relación entre memoria e historia. A sugerencia de María Inés
Mudrovic (2005), la relación epistemológica entre estas dos categorías de
trabajo con el pasado, pueden agruparse bajo la nominación de tesis clá-
sica y tesis ilustrada. La “tesis ilustrada” corresponde a aquélla que define
la posición de la historia con respecto a la memoria como ruptura. Aquélla
que enfatiza una clara distinción entre el componente del recuerdo como
memoria de los sujetos y el carácter científico con que el historiador se nu-
tre de esos recuerdos para articular reflexiones comprensivas del pasado
historiado. 325
Por otro lado, la “tesis clásica”, es aquélla que establece una continui-
dad entre la memoria y la historia, la que supone que la materia esencial
de la historiografía son los recuerdos y sus usos sociales, una especie de
trabajo objetivo con la subjetividad propia del recuerdo. Para quienes per-
tenecen a esta tesis, como Paul Ricoeur y Hans Georg Gadamer, la posición
crítica del historiador frente a esos recuerdos, posibilita la constitución del
objeto histórico como algo distinto del historiador, aun cuando el discurso
histórico resultante se prefigure de las subjetividades del actor y del pro-
pio historiador, que hace inteligible el discurso social de una época.
En ambas tesis subyace, simultáneamente, la misma concepción de
una historia como actividad cognitiva, donde el historiador es actor en
la reconstrucción del conocimiento del pasado, pero no actor de los pro-
cesos estudiados. Sin embargo, esto implicaría la imposibilidad de abor-
dar los procesos y actores con quienes convivimos cotidianamente y con
quienes nos vinculan procesos históricos compartidos. Esos sujetos y esos
procesos, ¿no podrían, acaso, conocerse o estudiarse? Si la respuesta es
afirmativa, ¿debemos renunciar a la propia necesidad actual de compren-
der nuestro presente en función del pasado más reciente?
Según María I. Mudrovic:

“si aceptamos que la dimensión textual del conocimiento


histórico no importa diferencia alguna entre un texto de
historia y otro de ficción dado que ninguna propiedad sin-

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historiadores chilenos frente al bicentenario

táctica o semántica puede dar cuenta de dicha diferencia, la


discusión epistémica acerca de las discusiones de posibili-
dad de una historia del presente se centrará en reformular
el alcance de sus dimensiones cognitivas y pragmáticas”.

Así, el presente se puede constituir en un tiempo histórico, disputando


al pasado su superioridad epistemológica en el conocimiento histórico.
El presente histórico se constituye en una estructura topocronológica,
a decir de Jesús Ibáñez, donde confluyen al menos tres generaciones que
comparten experiencias directas y transferidas en la acción social. Desde
esa perspectiva la propuesta de adensamiento del tiempo histórico pre-
sente permite quitarle la simpleza de la inmediatez para ser observado,
construido o ambos como un tiempo límite, de esferas móviles donde se
combinan los tres espacios temporales, configurados como cadenas suce-
sivas en el pensamiento moderno.
Desde esa perspectiva, la historia del tiempo presente, no es una his-
toria periodística de la coyuntura, sino que aspira a convertirse en una his-
toria de procesos que se visibilizan en el presente, pero cuya construcción
remite a la combinación temporal de los propios recuerdos y sus actores,
con los que el historiador comparte su misma condición de actor. Así,

“si el objeto de la historia del presente es el recuerdo cu-


yo soporte biológico lo constituye una de las generaciones
que comparten un mismo presente histórico, el lapso tem-
326 poral retrospectivo abarca, aproximadamente, entre 80 y
90 años. Definido como recuerdo, el fenómeno histórico
se imbrica directamente en la trama social y permite re-
conocerlo como factor de poder en la resignificación del
pasado reciente de acuerdo al rol que desempeñe la gene-
ración portadora. Asimismo, dado que el acontecimiento
que se recuerda ha sido calificado como ‘histórico cons-
tituye’, por lo mismo, un punto de inflexión en el tiempo
social por el que se reestructura a las generaciones despo-
jándolas de una organización meramente cuantitativa”.

Visto en esa perspectiva la generación que vivió el centenario estaría


bastante más próxima al “nosotros” de lo que pudiéramos siquiera imagi-
nar. Y en ese espacio de separación temporal, una generación en particu-
lar es la que ha representado el papel de nexo, la generación del sesenta.
Miembros de dicha generación hoy lideran los cuadros políticos de este
país, el mismo ex Presidente perteneció a aquélla. Por ello, el bicentena-
rio puede ser una interesante invitación a repensar los objetos de nuestra
historia y a posibilitar la continuidad de un discurso histórico del que los
historiadores más jóvenes formamos parte. Recuperar a los actores y sus
recuerdos hoy, es un llamado disciplinario que exudan tanto las páginas
de la historia contemporánea de Gabriel Salazar, como los ensayos histo-
riográficos de Alfredo Jocelyn-Holt. La historia política, de cara al bicente-
nario tiene este desafío, visibilizar esas pugnas de recuerdo, con sus pro-

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

yectos históricos contenidos y complejizar nuestra propia comprensión


crítica del Chile que vivimos.
El desafío de la historiografía política está en lograr combinar los uni-
versos simbólicos discursivos con los discursos de acción; buscar en el su-
jeto las propias contrariedades y complejidades de los procesos políticos,
evitando los análisis teleológicos y retomando el tiempo de los propios
actores, contenidos en las múltiples memorias. En ese desafío, nuestra
transición a la democracia se erige como un buen motivo para empezar
a recorrer esa carrera de reponer en el debate político a la historiografía
como disciplina del tiempo de los hombres, como diría Lucienne Febvre
en la década de 1930, y repensar el bicentenario desde nuestro propio y
denso presente histórico.

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

Revisión histórica
de los movimientos migratorios
en Chile

Carmen Norambuena
Universidad de Santiago de Chile

S e ha afirmado con frecuencia que Chile nunca ha tenido una política 329
de migración definida y clara. Sostengo lo contrario. Estimo que desde
las postrimerías de la época colonial, desde comienzos del tiempo repu-
blicano Chile definió claramente su política migratoria, y creo, que se ha
mantenido hasta hoy. Esta política ha sido invariablemente selectiva.
Desde los albores de la República, los próceres José Miguel Carrera y
Bernardo O’Higgins postularon la idea de traer a Chile inmigrantes, pre-
ferentemente aquéllos que “profesasen algún ejercicio o industria útil al
país”. Particularmente en el caso de José M. Carrera expresaba su predi-
lección por inmigrantes de religión católica y, en ambos, una clara inclina-
ción y preferencia por inmigrantes del norte de Europa. Estas exigencias
destacan características que se van a transformar en una constante hasta
hoy. Ya entrado el siglo xix, tanto la intelectualidad chilena como las auto-
ridades de gobierno sostuvieron un ideario y, consecuentemente con ello,
una política migratoria definida. Vicente Pérez Rosales, Ignacio Domeyko,
Benjamín Vicuña Mackenna y el propio Presidente de la República, Manuel
Bulnes, sostuvieron similares opiniones frente a la necesidad del país de
aumentar su población con la venida de extranjeros. El hilo conductor de
este ideario estuvo centrado alrededor de aspectos como el civilizatorio, el
del progreso y el de la utopía agraria. ¿Qué significa esto?
Respecto del primero, se argumentaba en el sentido de que el pue-
blo chileno en general, y el indígena en particular, al estar en contacto
con gente venida de la Europa civilizada podrían corregir radicalmente

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sus deficientes hábitos y costumbres. Al propio tiempo que la sangre eu-


ropea mejoraría la conformación racial del chileno. En cuanto a la “utopía
agraria” se sostenía la urgencia que el país tenía de poner en producción
–especialmente de trigo– grandes extensiones territoriales. Es necesario
recordar que a mediados del siglo xix Chile, como otras nacientes repúbli-
cas sudamericanas, iniciaban un proceso de incorporación a la economía
mundial y, para estos efectos, debían explotar sus recursos naturales, para
lo cual, obviamente, se requerían brazos. En este sentido, se consideraba
que los territorios se presentaban como verdaderos “desiertos demográfi-
cos” y donde la ausencia de población era un elemento evidente y nefas-
to. Más aún, se afirmaba que la riqueza de las naciones estaba en directa
relación con su potencial demográfico. El primer ensayo colonizador que
se realizó al amparo de la Ley de Colonización, dictada por el presidente
Manuel Bulnes en 1848, fue el de la radicación de alemanes en las pro-
vincias del sur chileno. La inmigración vista así cumpliría dos objetivos: el
económico y el mejor instrumento de progreso, a la vez que aseguraba las
ventajas que resultaban de ese “entrecruzamiento” de razas.
Tal era el convencimiento de esta política, que se constituyó una co-
misión nacional encargada de abordar el problema de la traída de inmi-
grantes al país, cuyo informe titulado “Bases del informe presentado al
supremo gobierno sobre la inmigración extranjera” fue preparado por su
secretario, Benjamín Vicuña Mackenna.
En este informe se califica a los inmigrantes según su procedencia, su-
giriendo un orden de prioridad conforme la mayor conveniencia a los fines
330 gubernamentales. El primer lugar lo ocupan los alemanes, de ellos se decía
que la observación había demostrado que el mejor colono posible es el ale-
mán, considerado el hombre como individuo de una raza especial, como
ciudadano de una comunidad política, como ser sujeto a ciertos hábitos que
son extraordinarios. Pero más que todo, la experiencia había demostrado
que el alemán es el mejor colono para la América española y, especialmen-
te, para Chile. La razón se fundaba en que el alemán era el único inmigrante
que abandona su suelo nativo con la resolución irrevocable de formar una
nueva patria en el país donde traslada sus creencias y su familia.
De los italianos y de los suizos, el informe señala que el gobierno de
Chile los coloca en segundo lugar. Los italianos como los alemanes –se
lee– y al contrario de lo que practican todos los otros pueblos emigrantes,
llevan consigo su patria y se arraigan como buen árbol de buena savia en el
suelo del que son transplantados, siendo ésta la condición más importan-
te de un inmigrante. Además de su genial cultura, afabilidad de carácter y
clara inteligencia. Igualmente, los suizos son buenos colonos, porque son
buenos agricultores. De los vascos se decía, luego, son buenos por ser es-
forzados, sobrios y adecuados para todo trabajo duro. El inmigrante belga
es casi tan apreciable como el vasco, pero así como éste sobresale y es más
esforzado en las labores de la labranza, el belga, siendo hijo de un país
esencialmente fabril, tiene mejores dotes para la industria.
Los ingleses, dice el informe, no emigran, viajan. La mayoría de ellos
se dirigen a Estados Unidos. Respecto de nuestros países –los sudameri-
canos– la emigración inglesa asume casi exclusivamente un carácter mer-

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

cantil tanto porque la mayor parte de sus nacionales se dedica al comercio


exterior cuanto porque los buques de su nacionalidad son los que se en-
cargan de llevar nuestros productos a otras latitudes. El inglés es excelen-
te colono, pero en su propia tierra, ya sea Estados Unidos o Australia. En
Chile –expresa el Informe– se considera más como un transeúnte útil que
como un ciudadano benéfico.
Los franceses, son considerados –a la letra– los peores emigrantes co-
nocidos. Está en todos los rincones del mundo, ellos no son sino aves de
pasaje que revolotean por los anchos espacios de la tierra en busca de pla-
cer o de fortuna y vuelven al nativo nido con más amor que antes de partir.
Son vanos, poco dados a la familia y faltos de espíritu religioso.
Los españoles, en forma genérica, dice Benjamín Vicuña Mackenna,
pueden considerarse en la misma categoría que los franceses, pero en re-
lación con la América antes española ofrece mayores desventajas todavía,
no sólo porque el emigrante de la Península regresa a ella cuando ha acu-
mulado un pequeño capital sino que por su carácter altivo y dominante
lo hace menos a propósito para colonizar que el francés que es petulante,
pero acomodaticio.
Por otra parte, enfatiza el documento, el español no olvida nunca que
América fue suya. Además, España no tiene nada que enseñarnos porque
todo lo malo y lo bueno que ella posee ya nos lo ha legado con su sangre,
su lengua, sus costumbres, como una herencia irrenunciable.
Queda claro también en el documento que la emigración asiática y de
negros no es deseada por el gobierno de Chile.
Con todo, y a juzgar por el relativo éxito de la primera experiencia con 331
alemanes en el sur del país, este experimento de inmigración se constituyó
a la postre en el proyecto modélico que marcó en el futuro todas las ini-
ciativas estatales. Sin embargo, múltiples dificultades, entre ellas, la eterna
falta de fondos públicos disponibles para estos programas impidieron que
nuevos trabajos de colonización con extranjeros se realizaran, proyecto
que sólo pudo reanimarse treinta años después en la Araucanía.
¿Qué ocurrió en la Araucanía? En la Araucanía, la política puesta en ac-
ción en la década de los ochenta, intentó evitar lo que había ocurrido en
el sur, donde los alemanes, lejos de realizar lo que el gobierno de Chile
pretendía, es decir, la integración con la población nativa, se organizaron
en comunidades de conductas culturales extremadamente endogámicas.
Consecuentemente, el gobierno de Chile, para la colonización de la Arau-
canía planificó traer europeos de variada procedencia, siempre y mayorita-
riamente, del centro y del norte de Europa, con el propósito de instalarlos
en los territorios que recientemente había incorporado a la soberanía na-
cional. Pero allí se encontró con otra dificultad, la propiedad de la tierra.
¿Qué ocurría? Por una parte, el gobierno, el Estado chileno, determinó que
toda esa zona, la comprendida entre el Biobío y el Toltén, se entregara co-
mo territorio de colonización a inmigrantes europeos, sin considerar los
derechos de los indígenas que por siglos habían transitado por esa zona y
que, consecuentemente, reclamaban aquellas tierras como suyas. Además
de un cuarto actor, las demandas de los chilenos que habían traspasado
la valla del Biobío y que por décadas habían convivido con el pueblo ma-

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historiadores chilenos frente al bicentenario

puche en estrechas relaciones fronterizas. Los efectos de esta política se


hicieron sentir en el pueblo mapuche, que fue relegado a la zona aledaña
a la precordillerana, a zonas más pobres y, en segundo lugar, los chilenos
residentes en la Araucanía se vieron compelidos a cruzar la cordillera de
los Andes e ir a la zona del Neuquén, a la región norpatagónica, donde se
revive una larga e interesante historia de relaciones fronterizas.
Pero hay más respecto del ideal de la civilización del progreso y de la
mejora de la raza. A fines del siglo xix, este modelo de colonización y de
formación de un país con clara influencia alemana llegó a desatar un inten-
so debate público. El gran educador chileno Eduardo de la Barra escribió
para la prensa artículos que luego conformaron un libro titulado El em-
brujamiento alemán. En él postula que el país había caído en una especie
de embelesamiento frente a la cultura germánica. De hecho, Eduardo de
la Barra tenía razón puesto que cuando hubo que reorganizar el ejército
chileno se tomó el modelo prusiano. Cuando se instaló el Instituto Peda-
gógico de la Universidad de Chile se trajeron profesores alemanes. Eduar-
do de la Barra decía: pero si este país ya está suficientemente formado y
tiene gente suficientemente capaz para asumir estas tareas, sin embargo,
volvemos a recurrir para todo evento a personas de ese origen.
Seguramente de allí proviene esa reacción xenófoba de fines de siglo,
que tiene su culminación en el primer centenario. Pero es necesario anali-
zar otro elemento de suyo significativo y que refuerza la hipótesis de una
política inmigratoria selectiva. A fines del siglo xix, cuando en el gobierno
del presidente José M. Balmaceda se comienza a difundir los planes de la
332 colonización nacional, se debate en torno a la pregunta: ¿por qué si Chile
tiene tantos terrenos disponibles para la colonización, por qué no dar la
posibilidad a los colonos nacionales, entre otros, a aquellos chilenos que
habían debido partir al Neuquén por las razones señaladas? En torno a
esta cuestión se da una discusión pública, tanto en la Cámara de Dipu-
tados como en la Sociedad de Fomento Fabril y en la Sociedad Nacional
de Agricultura. De ello da fe un documento que, a mi juicio, representa
como ninguno, esta opinión de la elite gobernante frente al chileno y a lo
no chileno.
De la colonización con nacionales se decía, en 1904, que ésta no podía
aumentar la población chilena ni mejorar notablemente su calidad, como
tampoco podía contribuir debidamente a explotar sus riquezas. Estas ar-
gumentaciones se ven expresadas, una en el Boletín de Sesiones Ordina-
rias de la Cámara de Diputados y la otra del Boletín de la Sociedad de
Fomento Fabril. Ambas opiniones absolutamente contrarias a colonizar
territorios con colonos chilenos, ¿por qué? Porque se estimaba que la colo-
nización nacional era claramente inferior a la colonización con europeos.
El texto en comento señala en forma textual:

“La inferioridad general de los colonos chilenos respecto


de los colonos europeos es clarísima. He aquí caracteres
importantes que los diferencian a unos y a otros.
Escandinavos: estatura media 1.70, robusto, sanguíneos,
notablemente sanos, más que extraordinaria resistencia a

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

las influencias morbosas en climas no cálidos, gran fuerza


muscular, vida media larga, longevidad frecuente, inteligen-
cia algo lenta pero más que medianamente poderosa por
su marcada tendencia a reflexionar. Buena educación, ex-
celente constitución fisiológica, 95% saben leer y escribir,
poseen conocimientos de trascendental aplicación para el
Chile austral, en pesca, madera, ganadería. Enérgicos em-
prendedores, laboriosos, confiados, tranquilos, valientes,
perseverantes, amantes del orden, honrados, frecuente-
mente alegres, sin gran vivacidad, costumbres en conjunto
sanas y simples. Con frecuencia hábitos de aseo, pasable
adicción a las bebidas alcohólicas, pero extraordinaria apti-
tud para vivir en residencias aisladas.
Chilenos: estatura media 1.65, no robusto, no sanguí-
neo, enfermedades frecuentes, generalmente contagiosas,
ordinaria o menos que ordinaria resistencia a las influen-
cias morbosas de climas no cálidos, fuerza muscular po-
co menos que mediana, vida media corta, longevidad po-
co frecuente, inteligencia algo viva pero poco eficaz entre
otras causas por su escasa e inadecuada educación. No po-
seen conocimientos de importante aplicación en el Chile
austral, débiles moralmente, no emprendedores, laborio-
sidad mediocre o algo menos que mediocre, no valientes,
inconstantes, no muy amantes del orden, escasa honradez,
a menudo alegres y vivaces, costumbres en conjunto no 333
dignas de ser imitadas, predisposición algo notable a los
vicios, pocos hábitos de aseo, poca aptitud para vivir en
residencias aisladas. En fin, comparado con el colono es-
candinavo medio, el chileno produce pues la impresión de
una pobreza fisiológica total, de una falta de preparación,
y casi de una debilidad intelectual, de una evidente mala
calidad moral”.

Éstos fueron algunos de los elementos que se incorporaron a la discu-


sión en vísperas de la conmemoración del primer centenario de la inde-
pendencia. Es decir, Chile mantuvo durante todo el siglo xix el ideal de la
utopía agraria pensando en colonizar grandes extensiones de territorio
que efectivamente no existían. La utopía agraria siguió siendo una qui-
mera y la civilización y el progreso tampoco cumplieron su objetivo, pues
los extranjeros que llegaron, fueron pocos, siempre menos del 5% de la
población nacional, presentando el mayor registro en el censo nacional de
1907, con un 4,3%.
Siglo xx, y a manera de ejemplo, nos referiremos a dos casos que re-
fuerzan nuestro planteamiento inicial de lo selectivo que ha sido la política
migratoria chilena. En éstos se observa la actitud preferencial del gobierno
de Chile por un determinado tipo de inmigrantes. Uno de estos casos es el
exilio republicano español de 1939. Concluida la etapa más sangrienta de
la guerra, miles de refugiados cruzan la frontera de los Pirineos rumbo a

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historiadores chilenos frente al bicentenario

Francia, donde pasan a constituir las filas del llamado “exilio permanente”.
Alrededor de ciento cuarenta mil personas, muchos de los cuales, luego de
una breve estancia, partieron rumbo a América, a República Dominicana,
a México y a Chile. Estos inmigrados sufrieron dos procesos de selección.
Uno por parte del famoso Servicio de Evacuación de los Republicanos Es-
pañoles, en el que, por cierto, influyó el tema ideológico, pues fueron
seleccionados en la práctica por cuoteo político. Y otro por parte, del go-
bierno de Chile, que dio claras instrucciones a su ministro plenipotencia-
rio Pablo Neruda, respecto de las preferencias. El propio presidente Pedro
Aguirre Cerda, indicó claramente:

“...tráigame pescadores, tráigame gente que trabaje con las


manos, tráigame buenos agricultores, si puede también trái-
game profesores pero no me traiga guerreros, no me traiga
combatientes, no me traiga políticos. Aquí habrá trabajo pa-
ra todos, hay varias ciudades en ruinas –se refería el presi-
dente al terremoto de 1939 en Chillán–, ellos ayudarán a la
reconstrucción. Hágase usted cargo de esta misión...”.

Con estas advertencias Pablo Neruda hace su propia selección, priman-


do, sin embargo, y, cuando pudo, embarcar hombres de letras, incluso,
cambiando en los documentos la profesión u oficio de los requirentes. En
todo caso en las palabras del Presidente, en las instrucciones que recibe
Pablo Neruda hay claramente la intención de traer gente que trabaje la tie-
334 rra, obreros especializados, en fin, una política selectiva.
Otro caso es el de los judíos en el período de entre guerras. Acuerdos
logrados entre el Comité de Protección al Inmigrante Israelita y el gobier-
no de Chile, permitieron que previo al estallido de la Segunda Guerra
Mundial pudieran venir a Chile cuotas de judíos, de familias judías, a las
que se admitió un número de cincuenta a sesenta familias anuales. Sin em-
bargo, los hechos rebasaron estas cifras llegándose, según la información
oficial, autorizar, a fines de 1938, a más de trescientas familias.
Esta política se vio favorecida durante el gobierno del presidente Pe-
dro Aguirre Cerda. La política del Frente Popular estuvo basada en el cri-
terio de “abrir las puertas”, con la sola limitación de que fueran personas
cuyos antecedentes de honradez y de trabajo fueran garantía para el bien-
estar de la república. Enfatizo este punto, abrir las puertas sí, pero con
limitaciones. Si observamos hoy la actual política migratoria del gobierno
de Chile, no ha cambiado radicalmente. Abrir las puertas, sí, abramos las
puertas, pero con limitaciones.
Al inminente término de la Segunda Guerra Mundial y dada las pers-
pectivas de la población en tiempos de posguerra, el gobierno de Chile
tomó las medidas encaminadas a recibir gran parte de los desplazados. El
argumento del gobierno estuvo centrado, particularmente, en el ejemplo
de otras repúblicas latinoamericanas cuyo mayor desarrollo lo debían a
haber sido favorecidas por las corrientes migratorias europeas. El perfil
del inmigrante esperado debía responder a las siguientes características,
a la letra:

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

– Armonía racial entre el inmigrante y la raza chilena.


– Equivalencia de clima entre el país del cual procede el inmigrante y
la zona a la que sería destinado en Chile.
– Posibilidades de la industria fabril y agropecuaria en relación con su
capacidad de absorción de técnico especialista o manuales.
Bien, los fundamentos expresados en ese tiempo por el Presidente de
la República, Juan Antonio Ríos, no diferían mucho del discurso decimo-
nónico. En suma, los inmigrantes llegaron como siempre por tres vías: in-
migración libre, con radicación voluntaria, y otros, formando parte de los
programas del gobierno en esta materia. En fin, y con todo, llegaron más
de dos mil seiscientos refugiados, los cuales, junto a la inmigración libre
conformaron un grupo compuesto por unas treinta mil personas. Claro
que en este proceso el gobierno de Chile mantuvo una estrecha comuni-
cación con la Organización Internacional para los Refugiados, que también
tenía su propio método para elegir quién podía emigrar y quién no. Las
injusticias y atrocidades que se cometieron en esta oportunidad fueron
también ejemplo notable de discriminación.
Por último, señalar que hoy, en pleno siglo xxi, nos encontramos en-
frentados al tema de siempre, hay una inmigración que es deseada y otra
que es real. La inmigración deseada es aquélla pregonada por los políticos
y la prensa. Que venga gente, que tenga ciertos hábitos de trabajo y de
determinada procedencia. De allí que la presencia de “los no deseados”
provoque focos de reacción xenófoba en relación con ciertos migrantes,
provocada como siempre por el traslado de población de un país de me-
nor desarrollo a otro de condiciones más estables y mayor desarrollo eco- 335
nómico.
Cito del diario El Mercurio, de no más de 1998:

“Es conveniente hoy día, que vengan al país ojalá europeos


civilizados, grupos que por sus características culturales
pudieran asimilarse valiosamente en el lapso de una ge-
neración, sin embargo ingresan a nuestro país grupos que
carecen de capacitación laboral básica por lo que su asimi-
lación y asentamiento parecen menos expeditos. Se da la
paradoja –expresa el editorialista del mismo diario–, que se
favorece la inmigración selectiva por problemas de asimi-
lación pero subsisten las malas condiciones para la recep-
ción de los inmigrantes y problemas que más tarde van a
traer ilegalidad, en fin, una serie de problemas a continua-
ción. En Chile por lo general se ha dicho que la xenofobia
no existe en su acepción de odio hacia los extranjeros, no
existe, pero sí se reconoce que tal grupo no es agraciado,
que huele mal, o que es intelectualmente inferior”.

Para concluir diremos que el tema de las migraciones ha sido recu-


rrente tanto en las agendas de las reuniones internacionales, en el ámbito
estatal, en el campo periodístico y en el universitario. Lo anterior nos lleva
a sondear con mucha responsabilidad las actitudes que los chilenos expre-

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historiadores chilenos frente al bicentenario

san o demuestran frente al migrante fronterizo y trans-fronterizo, perua-


no, boliviano, ecuatoriano, cubano, argentino o colombiano. Estimamos
que el cambio de actitud debe surgir de un proyecto o propuesta integral
de cultura para la paz que contenga, por cierto, los derechos ciudadanos
sin restricciones.

336

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

apariencias “peligrosas”
encargadas de una historia

Mauricio Onetto
École des Hautes Études en Sciences Sociales (EHESS)

E l bicentenario, sin lugar a dudas, es un acontecimiento. Su presencia-


existencia se superpone a todo tipo de noción temporal, convirtién-
dose en un espacio histórico al cual se le “venera” por esta propiedad.
337

Más allá de esta cualidad temporal , el bicentenario nos permite hacer el


ejercicio de pensarnos como una dualidad temporal cada cien años, lo que
genera, a su vez, dos espacios de análisis totalmente diferentes. Por una
parte, se rememora un posible origen que como pueblo tuvimos y, por
otra parte, la cantidad de avances pragmáticos y culturales desde el último
aniversario.
En otras palabras, se piensa como una celebración y verificación his-
tórica. El hecho de que al bicentenario se lo tome como una celebración
y verificación, da paso a que se lo piense como un evento que rememora
una memoria “feliz” como diría Paul Ricoeur, buscando olvidar lo nega-
tivo que podría traer la memoria o el mismo ejercicio de la historia, por
tanto, se convierte en un acontecimiento que hace de filtro en positivo de
los diferentes hechos históricos, lo que no considero malo debido a que
permite una reactivación de sentimientos y formas de pensar al país. Por
otro lado, sin embargo, lo considero “peligroso”, ya que funciona como un
hito que ayuda a ocultar o a hermosear aquellos momentos tan cotidianos,
infaustos o desagradables que se han vivido durante toda la historia repu-
blicana, puesto que lamentablemente solo se considera este espacio tem-
poral, dejando de lado a una época fundamental de la “historia” del país
como lo fue la colonial, donde pensamos se desarrollan la mayoría de las
problemáticas de la historia chilena. Por tanto, lo que se busca solamente
con este hito es una reactivación de una conciencia histórica determinada

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historiadores chilenos frente al bicentenario

por sucesos que no consideran más que ciertos espacios temporales, ha-
ciéndonos creer que se trata de un todo complejo y uniforme. Como diría
Candeau, con esta celebración se busca observar “la totalidad de su pasa-
do, para reapropiárselo y, al mismo tiempo, recomponerlo en una rapso-
dia cada vez más original”. Lo interesante que trae consigo este “cumplea-
ños”, es que de alguna manera se forja con él una “mimesis” de la historia
de Chile, es decir, una lectura que actúa como una pintura, que sintetiza
los momentos gloriosos y desastrosos, las continuidades y discontinuida-
des tanto temporales como culturales, en un todo uniforme y conciso, lo
que lleva a crear –y ahí está el peligro– una mirada cerrada, rápida, sideral
y casi sin matices, renovada tras cada conmemoración.
Es cierto, los olvidos y las síntesis son necesarias, ya que se actúan co-
mo una censura indispensable para la estabilidad y coherencia de la repre-
sentación que un individuo o que los miembros de un grupo se hacen de
sí mismos. No obstante, pensamos que las alegrías, fiestas y sentimientos
de momento se pueden convertir en una trampa, al desposeer a los acto-
res sociales de su poder originario de narrarse a sí mismos.
Esta posible “trampa” de la cual debemos estar atentos, se daría desde
el “ente” más importante del país, el Estado. Éste es quien se encarga final-
mente de organizar y pensar la celebración creando una atmósfera propi-
cia para el disfrute y unión de la comunidad, pero a la vez, utilizando este
momento para revalidar y reordenar temporalmente a sus miembros. En
el fondo lo que se provoca con esto, es que la memoria privada y colectiva
quede desposeída de la saludable crisis de identidad que permite la re-
338 apropiación lúcida del pasado y de su carga traumática, lo que deviene en
una memoria olvidadiza y no en una compuesta por la “pugna” necesaria
entre olvido y lo vivido.
Desde el punto de vista práctico, la festividad debe actuar como un
medio que permita establecer una conexión directa con la reflexión histó-
rica. Para ello, la conmemoración no debe sólo traer a colación el recuer-
do-imagen de los hechos que se piensan gloriosos de nuestra historia sino,
más bien, poner sobre la mesa los “pro” y los “contra” de esas rememoran-
zas Sólo así se podrá hacer el importante ejercicio de verificación y discu-
sión sobre lo que hemos sido o hemos dejado de ser a lo largo del tiempo.
Ahora bien, para poder desprenderse de tantos obstáculos y ser realmente
críticos, la celebración debe establecer un modo de actuar dialéctico con
la verificación, pero no tomando como origen a la independencia en los
análisis globales, sino, más bien, al último punto de referencia temporal, o
sea, al centenario. Si no es así, se estaría haciendo un ejercicio de rememo-
ración nostálgico hacia un pasado u origen que se piensa como una pana-
cea, y no un análisis proactivo que busca encontrar mejoras comparativas
en la lectura de los sucesos históricos, ni menos ayudar a forjar un futuro
con mejores réditos.
Pese a lo anterior, de igual forma esto no se cumple hoy, a casi dos
años del bicentenario, ya que se siguen rememorando aquellas situacio-
nes y personajes de hace doscientos años de manera casi devota, aunque
ahora con la singularidad de buscarles el lado humano para justificar cier-
tos mitos y creencias que se tienen de ellos. Lo preocupante es que al no

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

establecer un diálogo entre lo que se celebra y lo que hay que verificar, se


genera un vacío ontológico desde el punto de vista histórico en las per-
sonas con respecto al análisis no sólo de su pasado sino, además, de los
temas “presentes”.
Con esto hago alusión a que a la hora de hacer historia o pensarla se
cae en una nostalgia “determinista”, que toma en consideración un punto
de origen que representa la forma que adoptó la organización del país o
del Estado y no el origen de los modos de relacionarse o convivir de los
habitantes. Si fuera por eso, nos parece que la rememoración y análisis de-
be partir principalmente desde la época colonial donde creemos están las
claves para entender no sólo la mayoría de nuestra historia sino, también,
los problemas del hoy.
Ante este escenario, propongo no caer en una nostalgia o búsqueda
de recuerdos a partir de un origen autoritariamente impuesto, pues ni si-
quiera los personajes de aquellos años lo creyeron así, sino más bien des-
de nuestro último hito o “fiesta aniversario” como lo fue el centenario. Me
parece que desde ese momento y por primera vez, los habitantes logran
tener sobre el tapete un orden temporal de la memoria y sobre todo de
la historia del país, debido a que se acota, presenta y reconoce como un
todo inteligible lo ocurrido en el siglo xix, como también lo de los siglos
anteriores. Por tanto, el aniversario de 1910 se convierte no sólo en una
bisagra que une ese origen un tanto lejano y dudoso sino que, además, en
una inteligibilidad histórica que marca y recuerda la existencia de un Esta-
do y su sociedad a lo largo del tiempo.
Claramente hemos avanzado desde aquella última vez, desde lo políti- 339
co, social, económico y hasta lo cultural. Sin embargo, hay ciertos obstácu­
los que aún no podemos soslayar y que van en relación con cómo percibi-
mos nuestra historia. Para lograr este objetivo, es necesario que nuestras
reflexiones busquen los elementos que obstaculizan la verificación de los
hechos, lo que puede llevar, incluso, a poner en tela de juicio aquellas si-
tuaciones y personajes que fueron y son considerados pilares de nuestra
historia actual. Por esta razón, con esta nueva “festividad” se deben doble-
gar las verdades historiográficas y las frases cliché que se han creado du-
rante este último siglo, ya que sólo ayudan a crear mitos y exactitudes que
no representan a la totalidad de los chilenos, sino que sólo a una parte o
que, incluso, han dado paso a que se sostengan gobiernos o el mismo Es-
tado. Nos referimos, por ejemplo, a frases como “aquí y ahora”, “el León
de Tarapacá”, “revolución en libertad”, “Avanzamos sin transar” y aquellos
personajes que fueron re-enaltecidos de forma autoritaria como el caso de
Diego Portales.
Consignas como las anteriores han dado paso y justificación a que viva-
mos nuestro presente de manera superflua, aceptando todo tipo de cam-
bios que se creen que son para mejor, pero que muchas veces no hacen
más que erosionar una sociedad que culturalmente aún intenta definir su
identidad e historia. Esto último, nos impulsa, acerca y nos entrega una
responsabilidad casi “histórica” a quienes nos dedicamos a tratar de esta-
blecer los puentes para la comprensión entre los habitantes y su “historia”.
Por ello, la historiografía debe actuar como un vehículo por el cual com-

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historiadores chilenos frente al bicentenario

prender aquellos comportamientos, percepciones o visiones que tienen


de sí mismos los propios individuos.
Por medio de los historiadores deben surgir cuestionamientos o hipó-
tesis que ayuden a vislumbrar desde qué momento “somos” como comu-
nidad o sociedad, y no por medio de una celebración un tanto pragmática
que nace desde la esfera del poder. Pese a tener presente esto, no ha sido
tomado en consideración por nuestros historiadores y, es más, han sido
desechadas estas propuestas en pos de construir una historia en la cual se
represente la valentía, el orden y una serie de sinónimos que vienen sólo
a mantener una mirada lejana de lo que realmente fuimos, lejana de lo
que el contenido de las fuentes representan, pero sobre todo lejana de ese
desorden en el cual hemos realmente vivido desde que se establecieron las
precarias estructuras de nuestro país en la época colonial.
Mientras seamos un país que prefiera la apariencia, la representación
o las “fiestas” por sobre los problemas, diferencias o desigualdades que
nos aquejan, vamos a seguir posponiendo nuestro presente, nuestras dife-
rencias y nuestros respetos, que son elementos básicos y necesarios para
conformar una comunidad uniforme y cohesionada como la que se pre-
tende ser. Mientras no reconozcamos lo precario de nuestro orden o la
inquieta naturaleza que nos circunda, mantendremos aquellas diferencias
y sinsabores de que tanto nos quejamos, mantendremos las brechas socia-
les, políticas y económicas, ya que nunca lograremos cuestionar nuestras
verdaderas formas de organización ni menos nuestra historia, que hasta el
momento se ha aprendido desde la mirada que las autoridades de todos
340 los tiempos y la “elite” nacional ha querido mostrar, no tomando en con-
sideración más que de manera casi “adjunta” las verdaderas problemáticas
que ha vivido la mayoría de los “chilenos” a lo largo del tiempo.

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

Imaginario mapuche

Luis Parentini
Universidad Católica Silva Henríquez

P ensar el bicentenario desde la óptica indígena, siendo un huinca no


es alentador. Pensarlo como chileno, visualizando y analizando el dis-
curso que sobre el mapuche hemos elaborado, es peor. Los pueblos ori- 341
ginarios, y en especial el mapuche, es poco lo que podrían celebrar. Con
anterioridad a nuestra independencia, desarrollaban su vida a ambos la-
dos de la cordillera de los Andes y al sur del río Biobío, solucionando sus
conflictos con la sociedad mayor en impresionantes parlamentos con las
autoridades españolas, tomando acuerdos a veces favorables a veces no
tanto, continuaban comerciando con la sal, con el caballo, con la plata, los
pañuelos y trozos de metal, en un ambiente propio de una sociedad fron-
teriza, donde el mestizaje racial y cultural aumentaba día a día, adquirien-
do nuevos bienes y perdiendo irremediablemente otros, para siempre.
Con el nacimiento del Chile republicano, éstos pasan a ser parte del
imaginario del Gran Guerrero. Por un lado, mitificábamos a los padres de
la patria y sus contemporáneos, llenando páginas y páginas sobre el pen-
samiento filosófico, político y económico de tal o cual General, que con di-
ficultad había terminado sus estudios. Por otro, utilizábamos los nombres
de antiguos toquis o loncos para nombrar regimientos, calles y rescatar
sus topónimos.
Chile se levantaba como potencia militar sobre Bolivia y Perú con la
guerra contra la Confederación Perú-Boliviana y debía crear una sólida y
fuerte identidad frente a sus vecinos, de los cuales, en el fondo, práctica-
mente no se diferenciaba. Crear muchas naciones en América del Sur era
difícil; prácticamente con todas comulgábamos en una historia, una cultu-
ra y una lengua común. La necesidad de este nuevo imaginario era peren-
torio para distinguirnos y diferenciarnos de nuestros vecinos. Los mapu-

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historiadores chilenos frente al bicentenario

ches nos ayudaron, entonces, con su mítica guerra de Arauco a afianzar el


imaginario de esta naciente nación. No olvidemos que el primer escudo
nacional estaba flanqueado por una pareja de mapuches que se erguían
con las armas en la mano.
Pero la realidad era otra, pues el indígena no estaba presente en nues-
tro cotidiano vivir, ni en las leyes, ni en las sesiones del Congreso Nacional,
tampoco en el proyecto de país que queríamos forjar. No queríamos ni ne-
cesitábamos acordarnos de ellos como seres vivos y presentes, era mejor
recordarlos como parte de un glorioso pasado.
La revolución industrial y el liberalismo reinante en la segunda mitad
del siglo xix, nos hacía mirarlos como un estorbo al desarrollo del país. Así
las cosas, con la necesidad de aumentar nuestra producción agrícola, no
se dudó en enajenar el territorio indígena en pro del bien común de la
nación. Ante esta necesidad reviven los mapuches para los chilenos, apare-
cen copiosamente en la prensa de la época, donde se los acusa de ser los
responsables de la inestabilidad y retraso que vive la Araucanía fronteriza.
Se los recrimina por ser flojos, borrachos, confundiéndolos de continuo
con los mestizos que deambulaban por la región. Viajeros y estudiosos
describían sus costumbres, pero nadie los comprendía ni entendía y me-
nos los respetaban.
Relegados a pequeños y pocos productivos espacios en la cordillera y
en la costa se vieron enfrentados hacia fines del siglo al choque cultural
más fuerte por el que habían pasado en su historia: perdieron la tierra, el
monte, los ríos y los bosques, también sus caballos y la platería. Supieron
342 sobrevivir de la chacarería, pero la desestructuración política, social y cul-
tural comenzó a mermar sus sólidas raíces, que, incluso, se habían hecho
más fuertes en el transcurrir de la época colonial con aquel prolongado,
continuo, pero esporádico roce fronterizo, que se daba en los meses de
verano, único momento del año en que era posible cruzar ríos y selvas pa-
ra llegar a las apartadas viviendas mapuches. Empobrecidos, humillados,
clamaron por ser como los huincas, no había otro espacio. Era normal,
también, ver indios en el cepo en las esquinas de los nacientes pueblos de
la Araucanía y que los niños chilenos los apedrearan y orinaran. Ellos, ha-
bían perdido una guerra, habían perdido su tierra, sólo restaba aguantar,
soportar y obedecer la ley del vencedor. Algunos lucharon, se incorpora-
ron al Chile poderoso, fueron hasta diputados y se olvidaron de sí mismos.
Chile no les dio respiro.
Las pocas mercedes de tierra que recibieron del gobierno las fueron
perdiendo por necesidad y engaño a lo largo del siglo xx. No sabían leer ni
escribir y firmaban escrituras de ventas, creyendo que eran de arriendo, o,
si bien era de venta y se indicaba como límite el “roble viejo”, éste era pos-
teriormente cortado, cambiando automáticamente el deslinde de la tierra
al otro “roble viejo”, dejándolo sin tierras. Debieron migrar a las ciudades
en busca de comida. Cuando hoy converso con abuelitos mapuches de
setenta, ochenta, noventa años el recuerdo más fuerte que tienen de su
niñez era el hambre y el esfuerzo de sus padres por conseguir alimentos.
Así las cosas, se vieron obligados a migrar a la ciudad; como mano de obra
barata, fueron explotados y humillados y con el tiempo sus hijos se olvi-

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

daron del paisaje, de la lengua y de las tradiciones; les quedó el apellido,


pero con tal de cambiar su suerte frente a una sociedad que los rechazaba
a mediados del siglo pasado ya no querían llevar ni el apellido que los vin-
culaba con aquel pueblo que no aparecía ni en los libros de historia. Nos
habíamos olvidado de los mapuches, nadie los veía, se habían acabado con
la conquista, se habían mimetizado con el “bajo pueblo” en la Colonia.
Con la llegada de la democracia en la década del noventa y los movi-
mientos indigenistas que florecían en América, volvieron a aparecer ante
nuestros ojos. La ley indígena los incentivó; clamaron por una incorpora-
ción con identidad, una puerta se abría, grandes esperanzas surgieron de
pequeñas organizaciones no gubernamentales o de enormes presupues-
tos gubernamentales como “Proyecto Orígenes”, que con dificultad llega-
ba el 30% de los recursos a los verdaderos interesados. Megaobras como
las centrales hidroeléctricas en el alto Biobío hicieron que la mayoría de
los chilenos se enterara que allí aún vivían pehuenches.
Volvíamos a construir un nuevo imaginario, el mapuche existía, con-
vivía junto a nosotros y nos importaba, nos preocupaba, los discursos de
los cuatro últimos presidentes así lo aseguraban. Educación bilingüe y pro-
gramas de educación intercultural, junto a la devolución de tierras era la
consigna de la Concertación, de la sociedad culta en general.
En la práctica, sólo interesaba integrarlos a la sociedad chilena lo más
rápido posible, pues, su identidad no era interesante ni valiosa para el país.
Es que aún no valoramos la diversidad cultural, aún no creemos que en la
diversidad está la riqueza cultural de una nación. Las encuestas los catalo-
gan de pobres, por no tener electrodomésticos. Ellos lo terminaron cre- 343
yendo, comenzaron a estirar la mano, a pedir, luego a exigir, a abandonar
sus pobres raíces culturales, ya desestructuradas por el choque, el roce,
el tiempo y el desaliento. El sistema económico los absorbe poco a poco,
necesitan dinero todos los días para el transporte, las comunidades están
lejos de las ciudades o pueblos, donde pueden vender sus productos como
las papas, hortalizas, piñones, corderos o tejidos. Los niños deben ir a la
escuela, también necesitan uniformes, útiles y dinero para movilizarse.
La necesidad de bienes de capital, la necesidad de producir para “te-
ner” y así poder “ser”, los ha golpeado fuerte. Ha entrado la propiedad
privada que atenta contra costumbres como la minga, que atenta contra
la solidaridad de la comunidad. Las nuevas estructuras que se le acercan
como las municipalidades y las organizaciones no gubernamentales, se
comunican a través de jóvenes mapuches con estudios a veces superiores
que poco a poco van dejando de lado al lonco, a la machi y así tienen que
volver a redefinirse.
Hay comunidades que están recuperando tierras, pero no saben cómo
repartírselas, hay problemas para comunicarse y entenderse, pues los líde-
res han cambiado y las estructuras de poder también. Estas comunidades
están viviendo una fuerte crisis y poco a poco se van despoblando. Cada
vez menos son los jóvenes que vuelven después de terminar sus estudios
superiores.
Los de las ciudades se declaran mapuches, pese a ser mestizos descen-
dientes de mapuches. La mayoría habita las grandes ciudades y se benefi-

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historiadores chilenos frente al bicentenario

cia de las becas de estudios y devolución de pequeñas parcelas, que al no


saber trabajar, arrienda. Hoy se ve bien estar con los mapuches y los más
cercanos pareciera que son los urbanos, que tienen contacto con agrupa-
ciones juveniles, universitarias y, por supuesto, con los grupos políticos de
extrema izquierda.
Los mapuches de las comunidades, fieles a sus tradiciones, recibían
lo que quedaba; esperan, tratan de vivir del turismo y comer de la chacra,
están lejos del poder y de donde se toman las decisiones, y con esfuerzo,
mantienen sus tradiciones, su lengua, sobre lo que les quedó del territo-
rio.
Son una minoría, no tienen peso electoral. Poco les interesan a los sec-
tores políticos en la práctica. En otras palabras, a los políticos no les son
útiles como votantes, pero sí como tema de programa para candidaturas
junto al tema ecológico y del ambiente que, mientras no se cruce con lo
económico, a todo el país le parece aceptable, interesante, y desgraciada-
mente no se le trata como se merece. Es el otro gran imaginario creado
por nuestra nación para mirar lo que deseamos, como queremos que sea
y no como de verdad es.

344

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

El sistema o cómo un país ha cambiado


para que todo siga como era antes

Alberto Paschuán
Universidad Católica Silva Henríquez

E s tal vez difícil y un poco pretencioso hacer un balance de estos dos-


cientos años de la historia de Chile. Pero es posible hacer algunas re-
flexiones frente al tema. Es evidente que desde la publicación de Ricos y
345

pobres, Nuestra inferioridad económica o Raza chilena se han desarro-


llado transformaciones exponenciales en nuestra sociedad que quizá los
autores de esos textos jamás imaginaron.
Desde un punto de vista demográfico, los censos han sido claros en de-
mostrar el crecimiento constante de la población, el aumento de la pobla-
ción urbana en desmedro de la rural, una mayor esperanza de vida, descen-
sos en la tasa de mortalidad infantil, en las tasas de analfabetismo, etc. Del
mismo modo, en el ámbito sanitario y del bienestar social las cosas tampoco
han ido mal: progresivo aumento de, buenas o malas, viviendas (y de pro-
pietarios de ellas); acceso a los servicios de alumbrado, alcantarillado y agua
potable; mejoras en los sistemas de sanidad; disminución y desaparición
de enfermedades que en su momento diezmaron a la población (cólera, ti-
fus); crecimiento en la cobertura escolar y en los años de escolarización de
la población; expansión del equipamiento de los hogares (televisor color,
videograbadoras, lavadoras, reproductores de disco versátil digital, refrige-
radores, hornos microondas, celulares, computadores, acceso a Internet);
incremento del parque vehicular y de caminos asfaltados, del empleo, las
remuneraciones, las tasas de consumo, de crédito, de endeudamiento; en
fin. Las cifras son bien explícitas: el Chile de Luis Emilio Recabarren, Fran-
cisco A. Encina y Nicolás Palacios no es el mismo de hoy, de eso no cabe
duda. Ahora bien, ¿cuáles han sido los significados de estos cambios para el
conjunto de la nación chilena? (sea lo que sea que a esta altura de la historia

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historiadores chilenos frente al bicentenario

eso signifique). ¿Nos hemos convertido en una sociedad más eficiente, eco-
lógica, más humana, más informada y más culta?
El crecimiento de la economía ha generado una expansión en los ni-
veles de consumo de ciertos bienes y servicios, tanto básicos como sun-
tuarios, situación que va a plantear un importante desafío ambiental a la
sociedad en las próximas décadas. Esta tendencia se comienza a vislum-
brar a inicios de los noventa y se manifiesta en el aumento de la demanda
de transportes (especialmente el automóvil), el agua potable, sitios para
la localización final de residuos, espacios e infraestructura para el esparci-
miento y el tiempo libre, combustibles, energía, etcétera.
Esta tendencia al aumento del consumo afecta a todos los sectores de
la sociedad. El acceso al crédito permite desarrollar estrategias de mejo-
ramiento de las condiciones de vida, ensayar diferentes modalidades de
conquista del confort. Pero no son estrategias de movilidad social, puesto
que el efecto de su despliegue no es el cambio de estrato. Se trata de un
acceso a la “modernidad” de los bienes que antes estaban al alcance sólo
de los sectores más pudientes del país. La posibilidad de adquirir más y
“mejores” bienes se convierte en un factor decisivo para la construcción de
la subjetividad y en la relación con la sociedad.
Nuestro país se encuentra abierto al mundo, se globaliza, es otro Chi-
le y son otros estilos de vida. La cotidianidad está regida por la lógica del
consumo. El placer actual es el paseo por el centro comercial, donde las
familias viven la emoción de poder realizar, sin consumarlo, sus deseos
mercantiles, éstos proporcionan las condiciones ideales para el rito del “vi-
346 trineo”, acoplado necesario del consumo, protegidos del frío y del calor en
ambientes artificializados alejando a los sujetos de la naturaleza... es la fa-
randulización de la sociedad, la mercantilización y alienación de Chile.
¿Qué puede decir la Historia frente a todo esto?
La historia de Chile es sólo la historia de la triste dependencia de un
lejano país subdesarrollado que, para poder sustentar a su población, bien
o mal, ha debido hipotecar gran parte de estos recursos naturales y huma-
nos, muchos de los cuales han pertenecido o pertenecen a capitales e in-
tereses extranjeros (Inglaterra, España, Estados Unidos, Alemania, etc.). A
pesar de esto, es evidente que algunos aspectos de las condiciones de vida
de nuestra población fueron lentamente mejorando a través del tiempo.
Pero este mismo proceso ha traído consecuencia fuertes sobre el ambien-
te como: la desforestación, la erosión del suelo y la contaminación de las
matrices ambientales, a diferentes ritmos, pero que finalmente han dado
por resultado una profunda transformación y degradación del paisaje. Es-
ta presión sobre los recursos se ha hecho durante gran parte de nuestra
historia sin una conciencia del desastre que se ejerce sobre la naturaleza,
pensando en que estos recursos son infinitos y que simplemente brotan
de la tierra para el enriquecimiento de unos pocos.
En realidad, un balance de estos cien años o doscientos años de vida
republicana está lejos de ser auspicioso a pesar de lo expuesto. No sólo
el ambiente se encuentra en entredicho sino que la nación misma. Soste-
nemos que la sociedad chilena siempre ha estado fracturada, segmentada,
atomizada, escindida. El 11 de septiembre de 1973 no quiebra al país, pues

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

somos un pueblo que nació dividido, y en eso la historia nos aporta con
una serie de conceptos que dan fe de ello (mestizo, inquilino, encomende-
ro, criollo, aristócrata, señor, huacho, gañán, chino, siútico, momio, upe-
liento, cuico, flaite, entre otros) y que son la demostración empírica de
este quiebre.
En el seno de la sociedad se está encubando, ya desde hace muchos
años, un gran descontento y desencantamiento de las instituciones repu-
blicanas que no han podido satisfacer, a pesar de todo, las grandes aspira-
ciones y necesidades sociales. Hoy el tema país no es la delincuencia como
la prensa interesada, los políticos y algunos sociólogos nos quieren hacer
creer. El principal problema que, aún vivimos, es el de la pobreza: el de
la desigualdad en la distribución de la riqueza, el abismo entre ricos y po-
bres; la pobreza, en grado excesivo sobre todo, impide todo progreso. Es
exclusión social que se traduce en marginalidad, descontento social, de-
lincuencia, drogadicción, deserción escolar, alcoholismo, violencia intra-
familiar, segmentación de la familia, toda una serie de patologías sociales
que nos toca acarrear como pueblo transformando a un gran número de
chilenos en lastre. Hace un siglo fueron el conventillo y los suburbios la
escuela del crimen, hoy son las cárceles y algunos sectores en las poblacio-
nes populares. Éste es el Chile real, el Chile que no aparece en los libros
de texto.
La historia de nuestro país, o mejor dicho, la historiografía, ha dedi­
cado poco al análisis y tratamiento de este tema (y mucho menos a la bús-
queda de posibles soluciones). Cuando lo ha abordado, lo ha remitido a
un pasado remoto sin proyectarlo al presente, como si la miseria hubiese 347
terminado con la muerte de aquellos hombres y mujeres que en su mo-
mento la sufrieron.
Entonces, y como consecuencia de ello, no hace falta tener un punto
de vista muy crítico para caer en la cuenta de los agudos problemas que
tiene la enseñanza de la disciplina, tal como suele ser practicada. Podemos
fijarnos en sus resultados en cuanto a los aprendizajes generados a media-
no y largo plazo: escasos en cantidad, pobres si nos fijamos en su calidad
(memorísticos, y que se desvanecen casi totalmente en cuanto el examen
pasa), distorsionados ideológicamente (según el pensamiento hegemóni-
co), irrelevantes en lo personal. El escaso interés del alumnado por los
aprendizajes sociales que le suele ofrecer la escuela, en general, viene a
ser causa y consecuencia y elemento constituyente de esta misma reali-
dad. Desde un punto de vista externo, hemos de fijarnos en la atención
que recibe el área social por parte de las autoridades políticas: atención
en cuanto a fijar los contenidos que refuercen tanto la opción ideológica
como nacional de dichas autoridades (otra cosa es que reciba atención en
cuanto a recursos, pues se considera que estos aprendizajes sólo necesi-
tan un libro que hay que memorizar). Puede que estemos simplificando la
realidad, pero no la estamos inventando ni distorsionando excesivamente.
Cierto es que en los últimos años se ha introducido más “práctica”, por
ejemplo, en torno al aprendizaje de contenidos procedimentales, pero es-
to no ha cambiado ni el peso dominante de los contenidos conceptuales
ni tampoco se han integrado dentro de una concepción diferente del área,

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historiadores chilenos frente al bicentenario

ni han servido para que el alumnado perciba una mayor “utilidad” o tenga
mucho más interés.
En fin, porque cien años no es nada, de esta manera los chilenos he-
mos hecho nuestra historia y sólo vivimos la consecuencia de ello.

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

Historiar la música
hacia el bicentenario

Sergio Pastene
Pontificia Universidad Católica de Chile

T radicionalmente la llegada de las fechas “conmemorativas”, son motivo


para una serie de reflexiones en torno al recorrido histórico de los pue-
blos desde diversas perspectivas. Chile al iniciar el siglo xxi se acerca, entre
349

otros hitos, a conmemorar la del esperado bicentenario de nuestra vida re-


publicana, simbolizada en el año 2010 por el recuerdo de la Primera Junta de
Gobierno efectuada el 18 de septiembre de 1810. De este modo, se ha prepa-
rado una serie de actividades que, al igual que el centenario, darán pie al aus-
picio y realización de diversas obras que acompañen estas celebraciones. To-
do ello en el marco de un país que busca progresivamente reflexionar sobre
su pasado histórico y lo que ello ha significado, en relación con el siempre
escurridizo deseo del desarrollo. En estos días, la historia adquiere una fun-
ción destacada en lo que son los estudios y reconocimientos de las diferentes
gestas que han brindado a nuestro país una base sobre la cual se cimientan
los procesos vividos en la actualidad y que apuntan a un mejor mañana.
Es en este contexto de revisionismo y monumentales festejos por
nuestra época republicana, donde la música adquiere singulares posibili-
dades en distintas escalas, ya que habitualmente las celebraciones se ven
acompañadas por la interpretación y difusión de canciones, ritmos y alga-
rabías que los propios festejantes despliegan en medio del entusiasmo,
convirtiéndola en un elemento clave a la hora de sacar cuentas sobre el
desarrollo histórico de la nación. La música como toda musa inspira al
hombre y de ella se escuchan los sonidos organizados, que con todas sus
diferencias, han acompañado desde siempre al proceso histórico chileno
del cual son parte, por lo que surge de manera natural un reconocimiento
hacia su belleza y aporte, posicionándola no sólo como invitada o acústica

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historiadores chilenos frente al bicentenario

del decorado de las fiestas sino, con todo derecho, como parte importante
de los homenajeados en estas fechas.
De este modo, con el sonar permanente de distintas consignas, rui-
dos y melodías que nos llevan instantáneamente a crear relaciones entre
el sonido y el recuerdo de alguna situación de nuestras vidas o de la de
otros, resulta relevante agudizar los sentidos a la hora de revisar la historia
y sacar conclusiones al respecto, sobre todo si de esa revisión del pasado,
nos interesa descubrir lo más humano y conocer cómo fue la vida en Chile
en tiempos donde otros habitaron este mismo espacio. El hombre a tra-
vés del tiempo, se ha comunicado y desenvuelto con la totalidad de sus
sentidos, relacionándose con el ambiente en forma activa, dejando, a su
vez, una gran cantidad y variedad de huellas que nos hablan de su historia.
Evidentemente esta historia debe ser estudiada en forma crítica y para ello,
es conveniente tomar contacto con las nociones del pasado, no sólo por
medio de la vista, revisión o ambas de las fuentes tradicionales utilizadas
por nuestra historiografía sino, también, mediante la ampliación de las
metodologías propias de la disciplina histórica que conviven junto a los
variados registros que el tiempo nos ha legado en todas sus formas, siendo
los sonidos parte de ellos. Al respecto, no es en vano escuchar muchas ve-
ces de los mismos historiadores e inquisidores del tiempo, que las fuentes
nos permiten escuchar las voces del pasado.
Es por esto, que el estudio de la música es un hecho necesario a desa-
rrollar en Chile para sensibilizarnos frente a esas voces del pasado, sobre
todo si queremos concretar reales avances en momentos en que el bi-
350 centenario nos invita a sacar cuentas de nuestro recorrido histórico como
nación. Para ello, resulta fundamental tener en cuenta el cómo hemos es-
tudiado esa misma historia de la cual queremos hacer balances, notando
que en ella subsisten ciertos puntos que requieren urgentemente mejoras.
Ya sea desde la natural revisión de los sonidos en sí mismos, que nos trans-
portan de manera casi inmediata a un pasado social y sonoro fascinante, o
mediante la investigación de la dimensión social de la música en nuestro
país, el estudio de ella es un hecho que debe ser considerado como parte
fundamental en el pensamiento de la historia. A esas músicas, se puede
acceder desde diferentes posiciones y formas, como, por ejemplo, es el es-
tudio de las mentalidades de los participantes del fenómeno, que nos lleva
a un mundo variado de sujetos que han escuchado y reaccionado frente
a los cambios que las canciones han tenido durante la historia. Además,
nuestra tradición de una u otra forma, ha estado plagada de estas mani-
festaciones músico-sociales las cuales merecen ser revisadas, pensadas y
comentadas en lo que es la permanente tarea de promover la conciencia
histórica en la ciudadanía, pretendiendo con ello conocer más sobre el
pasado y cómo éste subsiste en el presente.
Sin embargo, frente a estas intenciones que no son nuevas en nuestra
historiografía gracias a los trabajos de algunos visionarios, surge inmedia-
tamente la pregunta del, ¿cómo hacer de la música y la audición una for-
ma fiel para acceder al conocimiento histórico de la nación? Además, está
también la duda del, ¿cómo ocuparlas y de qué modo les podemos sacar
un mejor provecho en la búsqueda del conocimiento de nosotros mismos?

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

¿Bastará con realizar un recorrido de los variados autores, cantantes y gru-


pos que nuestros oídos han escuchado o que se encuentran olvidados en
alguna partitura en los archivos del país? Evidentemente, las respuestas a
estas preguntas son muchas y en ocasiones contradictorias, no siendo mi
intención responderlas en forma absoluta. Sin embargo, creo que ellas
pueden aparecer en la medida que se lleve a cabo el ejercicio mismo de
intentar lograr una historia más completa, que con nutrida de las nuevas
perspectivas que se están desarrollando dentro de la disciplina, considere
al sonido y otros fenómenos propios de la vida del hombre, en el intento
por reconstruir el complejo y vasto pasado de los mismos.
Hay que considerar, además, que muchos han pretendido hacer una
historia de la música chilena, pero muy pocos han considerado el estable-
cer una historia a través de la música en una dimensión de mayor inte-
gración. Y si quisiéramos ir más lejos, ¿por qué no optar por realizar una
historia de la audición de la música y de los sonidos, incluidos en ellos el
ruido? Quizá ésa sería una novedosa forma de recurrir al pasado, sobre to-
do cuando la tecnología nos permite en algunos casos acceder a antiguas
grabaciones y, junto a ello, poseemos una creciente tolerancia por estas
temáticas modernas de estudio. Siguiendo esta línea, y a pesar de que el
tema sigue en constante debate, creo que con este tipo de preguntas se
posibilita el surgimiento de nuevas motivaciones que permitan un desa-
rrollo de la historia más completa y cercana. Además, hay que considerar
que los temas que incluyen a una mayor cantidad de sujetos de estudio,
como puede ser el gran mundo de los músicos y auditores a lo largo del
tiempo, permite una forma más democrática de hacer historia, por sus al- 351
cances e incentivo a los probables lectores que promoverán la discusión
de ella. Del mismo modo, en el caso de la revisión crítica de la música
como fenómeno social, existe la posibilidad de generar relatos inéditos,
sobre realidades y sucesos que son muchas veces reconocidos por un gran
número de personas y que siguen en circulación, por lo cual debemos to-
mar la oportunidad.
El poder de la música, ya en el siglo xix se podía apreciar en Chile en
ciertos círculos de sociabilidad según los diferentes contextos y las disí-
miles capacidades innovativas de los autores, que interpretaban en rela-
ción con los gustos de las audiencias hacia las cuales esas melodías iban
dirigidas. Pero va a ser durante el siglo xx donde quede en total evidencia
el poder de la música y de la industria que surgió para su producción y
difusión, dentro de las sociedades de masas mundiales que volcaron su
atención a ella promocionándola. Creatividad e innovación en las creacio-
nes nacionales, muchas veces en concomitancia con los sucesos universa-
les, son algunos de los rasgos particulares de nuestra producción musical
y en parte de nuestro propio modo de ser, que hacen de estas materias
casos atrayentes de conocer por el público. Es por esto, que para poder
contactarnos y comprender de mejor manera las motivaciones que lleva-
ron durante estos últimos doscientos años al desarrollo, primeramente de
una forma de sociabilidad masiva y luego a una necesidad auditiva dentro
de la cultura popular chilena de la música, quizá debiéramos considerar
complementariamente a los marcos teóricos de la narrativa histórica, los

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historiadores chilenos frente al bicentenario

marcos sensoriales que nos lleven instantáneamente a tomar contacto con


el pasado y que se pueden evocar con el ejercicio de escuchar la grabación
de algún discurso, de los sonidos de alguna turba o la interpretación de
una clásica canción en una antigua vitrola.
Por otra parte, las manifestaciones musicales históricamente han si-
do una forma de difusión de ideas, que poseen ciertas particularidades
que las hacen especialmente seductoras al tacto de los investigadores, en
relación con el conocimiento del medio en que son producidas y por el
cual transitan. Para el caso chileno, la música ya sea docta, tradicional o
popular, ha sido testigo y, a la vez, producto de las transformaciones so-
ciales y culturales vividas en el país, siendo, también, una de las formas de
expresión de los deseos, alegrías y frustraciones del mismo. La producción
musical, desde un comienzo ha estado ligada estrechamente a la necesidad
de acompañar las jornadas con ella, insertándose en una realidad donde
los sujetos muchas veces necesitan mensajes e impulsos que se refieran a
la vida o a los sueños que de ella se desprenden. Es por todo esto, que el
fenómeno de la música nos ayuda a comprender desde otras perspectivas,
cómo históricamente se ha conformado la identidad nacional, evidencian-
do los errores y aciertos que a lo largo del tiempo se han dado. La esperan-
za por un mejor mañana ha sido parte de las letras y acordes de nuestra
música, que en ocasiones ha brindado verdaderos himnos a la población,
los cuales hablan de esa búsqueda en conjunto de las llamadas metas co-
munes. Además, esos himnos de variadas implicancias, dan cuenta de la
diversidad de actores sociales que conviven dentro de esta tan peculiar
352 sociedad chilena.
De cara al bicentenario, en tiempos en que se evidencia cada vez más
la necesidad por trabajar temáticas relevantes para la sociedad actual, la
historiografía nacional se ha concientizado de la obligación por dar res-
puesta a los múltiples requerimientos que surgen dentro de las relaciones
sociales, desencadenando una serie de estudios dentro de nuestra discipli-
na, que la hacen cada vez más humana y social. La mayor participación de
sectores tradicionalmente relegados a segundos planos, no sólo en rela-
ción con sus posibilidades económicas sino a las que la misma sociedad les
ha brindado, es un hecho a destacar en el último siglo que fortalecen aún
más estos impulsos en desarrollo dentro de nuestra historiografía.
La música es un fenómeno artístico y social que desde siempre ha
acompañado al hombre y la historia debe, como conocimiento del hombre
a través del tiempo, considerarla entre sus temas de estudio, sobre todo si
ella pretende ocuparse de sus variadas formas de manifestación cultural.
Ver, escuchar y experimentar estas formas culturales que han acompañado
y nutrido al desarrollo histórico de las sociedades es sumamente necesa-
rio, teniendo en cuenta que lo único e irrepetible queda reiteradamente
en manifiesto en esta historia de múltiples sonidos. Un acercamiento des-
de la fascinación a los sonidos en la historia, es la invitación que se puede
reiterar en estos días donde las canciones aparecen en cada esquina y mu-
chas veces son cantadas por todos. Por otra parte, las nuevas temáticas de
procesos que no son nuevos, pero que sí han tomado fuerza en los últimos
años, nos dan mayores posibilidades de validar nuestros diagnósticos del

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hombre en el tiempo, reafirmando la complejidad y desórdenes que en la


vida aparecen, los cuales se pueden enfrentar desde una mejor posición
cuando profundizamos la agudización de nuestros sentidos y con ellos in-
tentamos conocer nuestra historia.

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

El Chile que nos espera:


una mirada desde el territorio

Abraham Paulsen
Universidad Católica Silva Henríquez

N o son análogos ni comparables los espacios industriales de aquellos


industriosos. Durante gran parte de la historia de nuestro país del si-
glo pasado, los esfuerzos de los gobiernos estuvieron encaminados a forjar
355

distritos industriales como catalizadores del anhelado desarrollo socioeco-


nómico. Las consecuencias fueron variadas, crecimiento de algunas urbes,
patologías urbanas, hacinamiento, polución, pero ninguna tiene que ver
con haber logrado el objetivo propuesto. Pensamos que el desafío de la
presente generación es transformar a Chile en un espacio industrioso,
competitivo, innovador, objetivo que, aun cuando no se alcance, generará
transformaciones en el territorio nacional, las que nos animamos a anali-
zar en las líneas siguientes.
Uno de los motivos que nos obligan a reflexionar acerca del país inmi-
nente se enraíza en que los gobiernos democráticos de fines del siglo pasa-
do incorporaron a nuestra pequeña economía a los grandes escenarios de
mundialización más importantes del planeta; hoy en día estamos integrados
al Mercado Común del Sur, Comunidad Económica Europea, Tratado de
Libre Comercio de América del Norte, Cooperación Económica del Asia-
Pacífico e indirectamente, a través de negociaciones avanzadas con países
constituyentes de la Asociación de Naciones del Sureste Asiático, a las flore-
cientes economías asiáticas. A decir verdad, estamos donde podemos estar y
hemos superado con creces, las expectativas de la generación precedente.
Pero ya habíamos recibido aplausos de la comunidad internacional.
El modelo económico neoliberal, tan valorado por los paladines del capi-
talismo tardío posfordista, había sido objeto de aclamación y de positivas
evaluaciones por parte de la mayoría de los países centrales. Podríamos

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historiadores chilenos frente al bicentenario

decir que nos encontramos como miembros de una generación triunfa-


dora y triunfalista, la que recuperó la democracia y que fue la fuerza que
movilizó el modelo económico; sin embargo, la tarea no está completa,
más bien nos asemejamos a una compañía de teatro, que tras culminar la
escenificación del primer acto de su obra cumbre, recibe aplausos y víto-
res. Imaginemos qué sucedería con el futuro de esa compañía si la obra,
en lugar de seguir desarrollándose, fuera interrumpida, permanentemen-
te, por actitud de agradecimiento de las ovaciones. Tal vez, el juicio de los
expertos sería desfavorable y la apreciación del público cambiaría en el fu-
turo. No podemos seguir amarrando nuestro proyecto futuro a los logros
ya obtenidos, debemos seguir trabajando por incrementar nuestra compe-
titividad y porque los logros del desarrollo lleguen a una mayor parte de la
población. Tales búsquedas se expresarán territorialmente por cuanto no
hay economía sin espacio. El espacio geográfico así como el tiempo, es un
elemento clave para comprender el origen, evolución y comportamiento
de los actos humanos. Lo que hemos aprendido en este siglo, en el con-
texto de la mundialización, es que las barreras geográficas no han dado
paso a la ubicuidad de las actividades y que el crecimiento económico (y
el capitalismo) opera como un eficaz modificador del territorio. En todas
las ciudades, también en Santiago, existen áreas ocupadas por vendedores
de artículos especializados. Si analizamos la localización de cada uno de
los negocios diremos que la localización es óptima por cuanto cumple una
lógica circular, por un lado, atraen a los posibles consumidores y, por otro,
éstos piensan que en tales sectores podrán encontrar variedad en algún
356 tipo de líneas de consumo específicas. Este proceso se explica en función
del concepto de aglomeración, que acontece en diversos niveles, desde el
barrio Diez de Julio a Silicon Valley. El Chile de 2010 debe propender a la
generación de espacios industriosos, de aglomeraciones de creación y de
innovación, sustentados en mano de obra cualificada que aporte con sus
esfuerzos a la identidad de las comunidades regionales. Un mapa de nues-
tro país en el bicentenario debería presentarnos un conjunto de nodos
desde los cuales se difundieran técnicas para el mejor uso sustentable de
los recursos naturales con los cuales hemos sido dotados. Tales nodos, a
su vez, son el mejor antídoto en contra de las tendencias de la centraliza-
ción de hombres y mujeres y actividades en una megarregión metropolita-
na y constituiría un atractivo incontrarrestable para mantener la ocupación
efectiva del territorio y la vida saludable de las regiones. Así, podríamos
encontrar en 2010 un país constituido por un conjunto de regiones gana-
doras, integradas a la globalización, urbanas (ya que las fábricas, el comer-
cio y las oficinas tienen espléndidos escenarios al interior de las ciudades,
especialmente en las megalópolis) y productoras de bienes o servicios ex-
portables (nos parece prudente agregar a estas consideraciones otras tam-
bién debatidas, pero menos consensuadas; las regiones ganadoras serían
aquéllas que se habrían nutrido de la tragedia de las perdedoras, incluso,
de sus propios habitantes o que serían centros que se han desarrollado a
partir de las relaciones desiguales con las periferias).
El desafío aquí planteado es una difícil obligación para los políticos y
técnicos cuyas acciones tengan que ver con la organización del territorio.

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

Otros han fracasado; de hecho, los distintos modelos de desarrollo im-


plementados durante la corta historia de nuestro país generaron una dis-
tribución espacial de hombres y mujeres y actividades significativamente
desigual, a partir de lo cual se generó una concentración de la población y
de las inversiones productivas en regiones urbanas (o en metrópolis, tales
como la capital, Valparaíso y Concepción).
El aumento de las regiones ganadoras es el desafío de Chile para 2010, lo
cual permitirá al conjunto de la sociedad superar escollos que afectan a indi-
cadores tales como:
1. La relación capital-trabajo: en las economías centrales el tayloris-
mo ha sido superado por distintas modalidades de reestructuración
productiva, mediante la movilización de los recursos humanos, que
tienen como centros formativos, los centros educacionales, las em-
presas, en la tradición familiar, la valoración social del trabajo (capi-
tal simbólico) y la cultura local (entendida como identidad regional,
territorial o ambos). Pensar en un Chile mejor hacia el bicentenario
implica superar de algún modo la desigualdad en la distribución es-
pacial del capital y del trabajo mediante la implementación de teji-
dos territoriales que organicen adecuadamente aquellos factores que
optimicen la formación profesional y la cualificación, entre los que
nombraremos una valorización del capital humano y social asociado
a determinados territorios, evitando, de paso, la fuga de cerebros
hacia la capital.
2. Incrementar la cantidad y calidad de los yacimientos de cualifica-
ción y cuencas de empleo a escala regional, sustituyendo los trabajos 357
agrícolas por puestos de servicios agrícolas de orientación urbana,
reorientando los resultados del proceso de declive de empleo indus-
trial tradicional, diversificar las actividades de servicios, incrementar
los puestos ejecutivos, profesionales y técnicos, aumentar la forma-
ción de oficinistas y vendedores, especialmente en relación con la
tecnología informática, así como también aquellas categorías ocupa-
cionales relacionadas con la producción de precisión, obreros espe-
cializados, reparaciones y posibilitar el aumento de actividades de
servicios relacionadas con los servicios de salud y atención sanitaria
en el hogar, servicios a empresas, servicios de provisión de personal,
servicios jurídicos, servicios de ingeniería y arquitectura, servicios
educativos, servicios comerciales, entre los principales.
3. Profundizar el concepto de democracia hacia uno más coherente
con los tiempos del bicentenario: las postrimerías del siglo xx estu-
vieron marcadas por la recuperación de la democracia. A escala regio-
nal y territorial, el Chile del bicentenario debe generar un plus a este
concepto, asociándolo al respeto de los derechos de quienes aún no
han nacido. Vale decir, al concepto intrageneracional de democracia
debemos oponer uno también intergeneracional que suponga que
la sociedad y sus representantes en las funciones públicas deberán
velar por entregar a las generaciones siguientes a lo menos un marco
legal que proteja la calidad del ambiente y que asegure la disponibi-
lidad de recursos naturales susceptibles de ser explotados por aqué-

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historiadores chilenos frente al bicentenario

llos que vienen. La gran deuda del modelo económico implementa-


do en Chile desde la dictadura es la deuda ecológica. Se ha avanzado
en solucionar la crisis de los ecosistemas y el empobrecimiento de la
biodiversidad y del capital natural, pero los esfuerzos sin analizar su
mérito, son aún insuficientes y están lejos de garantizar objetivos de
sustentabilidad para el corto, mediano y largo plazo.
4. Profundizar la participación de los espacios regionales en el desa-
rrollo nacional: así como no hay desarrollo sin desarrollo agrícola,
tampoco lo hay sin desarrollo con y en las regiones. Los desafíos de
crecimiento no están reducidos a aquello que es más próximo y más
fácil, Santiago, el cobre y la celulosa. El bicentenario debería ser la
hora de las regiones, del campo, de la diversificación productiva.
5. Incrementar la gobernanza: una de las tendencias más preocupan-
tes del último tercio del siglo xx fue la generación de territorios ig-
notos, tierras incógnitas al interior de nuestro país. Los cartógrafos
y cronistas de la conquista eran tremendamente imaginativos al re-
presentar aquellos espacios que aún no conocían, a los que no ha-
bían llegado. La gobernabilidad está amenazada por la emergencia
de actores locales que no hemos logrado identificar y que imponen
sus propias leyes en los sectores periféricos de nuestras urbes desa-
fiando a los poderes del Estado y amenazando a la calidad de vida de
un monto importante de población. Es deber de las sociedades hege-
mónicas aproximarse a aquellos espacios, no sólo en la provisión de
bienes y servicios sino en la generación de condiciones que permi-
358 tan ocupar adecuadamente las fortalezas de los chilenos que habitan
en las periferias de las ciudades, garantizándoles adecuadamente las
condiciones que les permitan incorporarse a un país del cual ellos
también son responsables.
No podemos terminar estos planteamientos sin agradecer la oportuni-
dad que se nos brinda a aquellos hermanados con la historia para aportar
al diálogo interdisciplinario que en sí mismo es también un valor a consi-
derar en vistas de la necesaria reflexión del Chile del futuro, cada vez más
participativo, democrático y con menos estancos.

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

Espejos urbanos:
centenario y bicentenario

Fernando Pérez
Pontificia Universidad Católica de Chile

Los años del centenario


359

T enemos frecuentemente sentimientos encontrados con respecto a los


años del centenario, es decir, aquéllos que van desde el inicio de la
preparación de las celebraciones, ya durante la década de 1890 hasta fi-
nes de la década de 1910. Tal vez esta ambigüedad ha estado presente en
el juicio histórico sobre esos años. Por una parte, se han destacado los
logros modestos, pero significativos para la ciudad, derivados de algunos
de los monumentos que se construyen para la ocasión. Por la otra, se han
criticado duramente las sucesivas crisis políticas y económicas, así como la
superficialidad y tendencia al despilfarro de las clases dominantes, bien ex-
presada en los escritos de Luis Orrego Luco y especialmente en su novela
Casa Grande. Se ha mencionado, también frecuentemente, las miserables
condiciones de vida urbana de los habitantes más modestos de la ciudad,
especialmente la deplorable condición de las viviendas obreras, que ha-
bían dado a la “cuestión social” particular relevancia en esos años.
La visión, por momentos bastante crítica, dada por la revista Zig-Zag
acerca de las celebraciones, constituye un buen revulsivo contra una visión
en cualquier sentido mítica de lo que fueron tales festividades. Fundada
unos cinco años antes, Zig-Zag se había instalado en un lugar significativo
dentro de la actividad social y cultural de los santiaguinos, reflejando de
manera más o menos transparente la petit histoire nacional. La muerte del
presidente Pedro Montt en 1910 y a poco andar la del Vicepresidente que
lo sucedió dieron a la ocasión ribetes trágicos y no faltaron los partidarios
de suspender las celebraciones, que finalmente fueron presididas por el

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segundo vicepresidente Emiliano Figueroa. Por una parte, los planes para
la celebración y los diversos proyectos asociados a ella son ampliamente
cubiertos por la revista, reconociendo su importancia. Por la otra, la cróni-
ca de los problemas técnicos derivados de la iluminación urbana planeada
para la ocasión –supuestamente implementada con materiales utilizados
en las celebraciones argentinas– muestra el lado más sarcástico de los cro-
nistas sociales y resta mucha de su supuesta solemnidad a la ocasión.
Sin embargo, y mirándolos con atención, los años que rodean la cele-
bración del centenario son más que expresivos de una serie de tensiones
que experimenta la sociedad chilena en esos años, así como de diversos
esfuerzos de modernización que ocurren tras la fachada de operaciones
frecuentemente juzgadas como tradicionales o decimonónicas. Tales ten-
siones aparecen con particular fuerza en el terreno urbano. Muchas de las
discusiones que tienen lugar en esos años, muchos de sus logros, y tam-
bién muchos de sus limitaciones encuentran una expresión en el dominio
de lo urbano. La ciudad del centenario nos habla así con claridad y con
fuerza de lo que fueron los comienzos del siglo xx.
Las visiones contrapuestas a propósito de la ciudad del centenario se
corresponden con apreciaciones más globales respecto del siglo xix. Esos
primeros años del siglo xx pueden verse como culminación de los ideales
del siglo anterior. Hay quienes miran con nostalgia al siglo xix como el últi-
mo momento en que fue posible consolidar esa ciudad monumental que,
comenzando a gestarse en la Roma barroca, encontrará una expresión tan
privilegiada como imitada en el París que, con agudeza, Benjamín denomi-
360 nó capital del siglo xix. Para quienes miran tal siglo con ojo más crítico, los
años y aun las obras del centenario no constituyen más que el canto del
cisne de un “fachadismo” arquitectónico y urbano que oculta las miserias
sociales de una ciudad con los recursos agotados del academicismo.
Considerar el fenómeno del centenario en la ciudad exige examinar
con un criterio más amplio lo que ocurre algunos años antes y después
de 1910. Las celebraciones comenzaron a prepararse con gran antelación
y más de alguno de los proyectos asociados al centenario no alcanzó a
ser concluido en las fechas previstas. Pero más allá de ello, resulta más
productivo para comprender los ideales y las tensiones de esos años, exa-
minar en su conjunto los acontecimientos que, relacionados o no con las
celebraciones, se articulan en dichos años.

El Santiago
del parque Forestal

Si haciendo una reducción radical, uno tuviese que escoger un área carac-
terística de las transformaciones urbanas del centenario, ésta debería ser la
del parque Forestal, entendida en un sentido amplio, esto es, la ribera sur
del río Mapocho desde la estación del mismo nombre hasta la actual plaza
Baquedano (ex plaza Italia), que a comienzos de siglo incluía la estación Pir-
que. Cerca de un siglo después de haberse consolidado, éste es uno de los
sectores más memorables de la ciudad de Santiago. Lo que resulta menos

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

evidente es cómo, para que llegase a serlo, se debieron articular allí una se-
rie de operaciones e intereses de naturaleza muy diversa a lo largo de varias
décadas. Este espacio urbano no sólo es en sí mismo un resultado visible de
los años del centenario sino que concentró, por decisión de las autoridades
políticas, tres edificios fundamentales diseñados por el mismo arquitecto,
Emilio Jecquier: las dos estaciones de ferrocarril y el museo-escuela de Be-
llas Artes. En el parque fueron localizados también los monumentos que con
ocasión del centenario donaron los gobiernos de Francia, Alemania e Italia.
Las primeras ideas conducentes a hacer de las abandonadas riberas
del Mapocho un nuevo desarrollo urbano se remontan, a lo menos, al go-
bierno de Federico Errázuriz Zañartu, durante la intendencia de Benjamín
Vicuña Mackenna. Este último expuso con claridad meridiana en La Trans-
formación de Santiago, que canalizar y ganar terrenos al río, permitiría
una mejoría significativa en la higiene de la ciudad, transformado en un
parque lo que hasta entonces había sido un basural. Adicionalmente, las
ganancias económicas derivadas de lotear parte de dichos terrenos, permi-
tirían financiar la operación y aun obtener ganancias de ella.
Un proyecto de esta envergadura no logró ser concretado en los bre-
ves años que duró la intendencia de Benjamín Vicuña Mackenna. Quedó,
sin embargo, incorporado a la agenda pública y se fue completando en los
años siguientes para culminar durante las festividades del centenario. La
canalización del Mapocho se lleva a cabo hacia el final del gobierno de Jo-
sé Manuel Balmaceda, de acuerdo con el proyecto del ingeniero Martínez,
involucrando la plantación de árboles en las márgenes del río canalizado.
Éstas prepararon la posterior intervención de Dubois y su proyecto para el 361
parque Forestal. En definitiva, los resultados del espacio urbano alrededor
del actual parque, completados durante los años del centenario y asocia-
dos a su celebración, evidencian, al menos, dos características fundamen-
tales: el esfuerzo continuo, mantenido por varias décadas, por concretar
una idea de ciudad y una cierta permeabilidad de la frontera entre infra-
estructura y operación urbana. La primitiva idea de Benjamín Vicuña Mac-
kenna no fue abandonada por las autoridades que se ocuparon del asunto
en los años siguientes. Ellas, por el contrario, persistieron en la empresa,
con criterios más modestos o si se quiere más realistas, pero finalmente
la alcanzaron. Por otra parte, la canalización del río, una operación funda-
mentalmente técnica, que habitualmente asociamos al terreno de la infra-
estructura y, por tanto, al dominio de la ingeniería, no se consuma en esta
ocasión a sí misma, sino que se asocia a la generación de nuevos espacios
públicos por medio del paisajismo y de una operación inmobiliaria. Sería
difícil encontrar criterios más contemporáneos para abordar una opera-
ción urbana de esta envergadura.

Otras dimensiones
y consecuencias del centenario

Por más importancia que le asignemos, la consolidación del área del parque
Forestal no agota los proyectos impulsados en los años del centenario. Otra

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serie de obras realizadas en esos años se vinculan también a las celebracio-


nes y reflejan aproximadamente las mismas intenciones arquitectónicas y
urbanas. Así ocurre, por ejemplo, con la construcción de los nuevos tribu-
nales de justicia de acuerdo con el diseño Doyère y con la Biblioteca Nacio-
nal, en el antiguo solar de las monjas Claras, empresa que resultará de largo
trámite. Aun la polémica reforma a la catedral completada pocos años antes
de las celebraciones, según proyecto de Cremonesi, podría ser asociada a
ellas. Pueden mencionarse también una serie de edificios privados, como el
de la Bolsa de Comercio, construido entre 1913 y 1917, y también obra de
Jecquier, y algunas residencias que responden a similares patrones estéti-
cos. Todos ellos demuestran la importancia de la huella arquitectónica que
los años del centenario dejaron en la historia de Santiago.
Pero la construcción de edificios, por significativos que éstos aparez-
can, no cubre totalmente el conjunto de transformaciones urbanas de los
años del centenario. Éstas deben ser situadas en un contexto más am-
plio. Efectivamente, poco antes de las celebraciones, en 1904, se inician,
las obras del alcantarillado de Santiago, que son también resultado de un
largo proceso. Las primeras iniciativas para su construcción se remontan
por lo menos a quince años antes. La propuesta, que se construiría en los
años siguientes, se asignó en 1904 a la empresa Batignolles-Fould, cuyo
proyecto fue realizado por los ingenieros Paul Wery, del Servicio de Aguas
y Alcantarillas de París, y el ingeniero Maurice d’Orival, al servicio de la
Société des Constructions de Batignolles. Todo ello hace presumir que
se llevó a cabo procurando alcanzar los más altos estándares internacio-
362 nales, así parece haberlo demostrado el comportamiento del sistema en
las décadas sucesivas. El alcantarillado no sólo fue una obra magna con
importancia decisiva para la higienización de Santiago. Tuvo también con-
secuencias muy significativas en la configuración morfológica de la ciudad,
demostrando que la obra de los años del centenario no puede definirse
sólo como un embellecimiento superficial de la ciudad. La inclusión de
los antecedentes acerca del alcantarillado en La higiene aplicada a las
construcciones de Ricardo Larraín Bravo, publicada entre 1909 y 1910, es-
tablece una ligazón todavía más estrecha entre esta obra de infraestructura
y otras iniciativas del centenario.
Por otra parte, es en 1906, simultáneamente con la conclusión de una
de las etapas del parque Forestal, que se promulga la Ley de Habitaciones
Obreras. Como bien ha destacado Rodrigo Hidalgo, ella es la culminación
de una larga serie de preocupaciones que comienzan a manifestarse en
el siglo xix. Así, por ejemplo, los intentos por reglamentar los cuartos re-
dondos y los conventillos, o el fomento de las casas baratas para obreros.
Tal ley es pionera en Latinoamérica y contemporánea de legislaciones se-
mejantes en Europa. Coincidentemente, algunas iniciativas concretas para
abordar el tema, como la modélica población Huemul, impulsada por Ri-
cardo Larraín Bravo, se generan precisamente en 1910.
Durante los años posteriores a las celebraciones, las preocupaciones
sobre nuevas transformaciones de la capital continúan. Es en aquellos
años que aparece un texto como La trasformación de Santiago de Ismael
Valdés Valdés, que no sólo es un buen testimonio de las ideas urbanas de

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algunos políticos ilustrados sino que ayuda a entender algunas de las fan-
tasías haussmanianas, como el plan de Coxhead y el de la Sociedad Central
de Arquitectos, propuestas entre 1910 y 1920, sin llegar a concretarse. Una
iniciativa, aparentemente modesta, aunque no exenta de polémica, como
la expropiación del cerro San Cristóbal, en 1917, a fin de destinarlo a par-
que público, evitó que este hito geográfico continuase siendo destruido
por la explotación de numerosas canteras, teniendo consecuencias signifi-
cativas para el desarrollo de Santiago.
Este variado conjunto de proyectos e iniciativas urbanas, que marcan
los años del centenario, presenta un panorama complejo, y no exento de
interés, que resiste cualquier interpretación simplificadora. Más allá de las
críticas, muchas veces justificadas, a las clases dirigentes y a las elites eco-
nómicas de comienzos de siglo, los años del centenario aparecen como un
momento de inflexión que dejaron una huella duradera en la historia de
la ciudad y de su modernización.

Centenario y bicentenario

Es inevitable, entonces, al acercarse la celebración del bicentenario de la


independencia, preguntarnos acerca de cuáles serán sus consecuencias ur-
banas, ya que nuevamente la ciudad emerge como uno de los campos pri-
vilegiados de intervención. ¿Podrán compararse estas intervenciones con
las del primer centenario? ¿Cuáles serán sus impactos sobre la vida y la ca-
lidad urbana? ¿Cómo serán vistas, en definitiva, las intervenciones urbanas 363
del bicentenario en el espejo del centenario?
No son tales preguntas sencillas de responder, ni pueden responderse
de una manera unívoca. No sólo porque carecemos de la indispensable
perspectiva histórica sino, también, porque examinamos un proceso toda-
vía en curso, en el que existe la posibilidad de que aparezcan nuevos pro-
yectos. Sin embargo, es posible y tal vez necesario, preguntarse cómo se
comparan los criterios presentes en algunas de las iniciativas impulsadas
hasta ahora, con aquellos puestos en juego hace cien años.
Nuevamente como en la primera celebración, el aniversario parece ac-
tuar como un gran centro de gravedad, alrededor del cual orbitan proyec-
tos de muy distinta naturaleza y origen. Tal vez una primera y fundamental
diferencia con las celebraciones del centenario está en el grado de dis-
persión territorial que presentan las obras del bicentenario. Comparati-
vamente, las obras del centenario aparecen bastante más concentradas en
Santiago. En el caso de Valparaíso, la ciudad había sufrido el devastador
terremoto de 1906 y probablemente el espíritu del centenario se refleje
allí en los criterios y las obras asociadas a su reconstrucción. Es interesante
recordar, a este respecto, que es poco antes de la celebración del cente-
nario que el territorio chileno se constituye de manera muy aproximada a
como lo conocemos hoy día. No es de extrañar, entonces, que esta disper-
sión de obras en el territorio refleje no sólo un nuevo criterio de justicia
distributiva sino, también, la mayor conciencia territorial que se ha ido
constituyendo a lo largo de cien años.

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historiadores chilenos frente al bicentenario

Entre esas obras que se reparten por el territorio, llama la atención


una cantidad significativa de paseos, varios de ellos vinculados a bordes
costeros, que se proponen proveer a las respectivas ciudades de más y me-
jores espacios públicos. Muchos de ellos reflejan a dos o más décadas de
distancia esa sensibilidad urbana que originada en ciudades como Barce-
lona, se difundió en el ámbito mundial, proponiendo una urbanidad que,
reinterpretando el repertorio urbanístico tradicional, recuperara la ciudad
del peatón y su uso y goce del espacio urbano.
Al acercarse la celebración del bicentenario, Santiago y también otras
ciudades como Valparaíso, han enfrentado cambios en su infraestructura
que, proporcionalmente, son más significativos que aquéllos del centena-
rio. La construcción de grandes plantas depuradoras de aguas servidas, el
establecimiento de nuevos sistemas de transporte y la nueva red de auto-
pistas concesionadas se encuentran entre ellas. La construcción de plantas
depuradoras podría ser vista como la consecuencia natural de la construc-
ción del alcantarillado, a cien años de distancia. Por su parte, una red de
autopistas concesionadas, como la que se ha implementado en Santiago,
no sólo significa un cambio en el sistema de transporte urbano sino, tam-
bién, para bien o para mal, una alteración significativa de la propia fábrica
urbana.
Criterios de continuidad en las políticas públicas similares a los que se
dieron en el centenario pueden asociarse a algunas iniciativas. Tal podría
ser el caso de la red de autopistas en Santiago. En su trazado –no en la for-
ma en que se han implementado y gestionado– ellas responden, en buena
364 medida, a propuestas que comenzaron a sugerirse a mediados del siglo
xx y que encontraron una formulación ya bien precisa en los planes de
Juan Parrochia. Sin embargo, en la capacidad para generar alrededor su-
yo impactos urbanos positivos, lo que podríamos denominar su fertilidad
urbana, ellas parecen lejos de los ejemplos del centenario. La autopista
Costanera Norte, por ejemplo, no fue capaz de generar un conjunto de es-
pacios urbanos memorables junto al río y, en algunas áreas, se constituye
en obstáculo difícil de superar para que tales iniciativas se implementen en
el futuro. Si un proyecto como el del anillo interior de Santiago llegara a
concretarse, una mejor articulación entre infraestructura y espacio público
podría llegar a conseguirse. Está por verse aún hasta qué punto tal articula-
ción florecerá en las obras asociadas al nuevo borde costero en Valparaíso
o en los nuevos barrios junto al río Biobío en Concepción.
Llama poderosamente la atención que una obra iniciada en los años
del pos centenario como es el parque Metropolitano de Santiago no haya
sido recogida en las obras del bicentenario. Desarrollado modesta y traba-
josamente a lo largo de casi un siglo, el parque Metropolitano tiene res-
pecto del gran Santiago una escala equivalente a la que el parque Cousiño
pudo haber tenido para el Santiago de fines del siglo xix. Como el Central
Park en Nueva York, se trata de un espacio de dimensiones significativas
para el total de la metrópolis. Adicionalmente, por su posición central, go-
za de una accesibilidad privilegiada desde diversas zonas urbanas y puede
verse como integrador de zonas socialmente segregadas. El bicentenario
podría ser una ocasión más que propicia para completarlo en debida for-

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ma y darle una condición tal que fuese capaz de impactar y caracterizar


en el ámbito internacional una ciudad como Santiago. Desgraciadamente,
las obras de infraestructura asociadas a él parecen actuar precisamente en
sentido contrario.
El bicentenario nos encuentra nuevamente enfrentando problemas
acuciantes en el terreno de la vivienda. Ciertamente en los cien años trans-
curridos desde la promulgación de la Ley de la Habitación Obrera mucha
agua ha corrido bajo los puentes. Se ha dicho, y no sin cierto fundamento,
que Chile ha sido un país pionero en políticas de vivienda social. Se ha lle-
gado a hablar de la posibilidad de superar el déficit histórico de vivienda,
lo que hace algunas décadas parecía un sueño. Sin embargo, aún estamos
lejos de haber resuelto cabalmente este difícil problema. Si bien es cierto
se ha mostrado eficiencia en la cantidad de unidades de vivienda produci-
das, existen grandes dudas sobre su calidad, ya sea en términos de su ha-
bitabilidad, o de su calidad constructiva y sobre todo en las componentes
urbanas asociadas a ella. Tal vez el bicentenario podría ser la ocasión de
asociar más decididamente capacidades tecnológicas y de innovación al
área de la vivienda. Esfuerzos como el del proyecto Elemental, demues-
tran que, aunque difícil, ello es posible.
Como hasta cierto punto ocurrió a comienzos de siglo, el bicentenario
encuentra a Chile en una expectable situación económica. Queda por ver
si seremos capaces de utilizar adecuadamente esos recursos para la cons-
trucción de una ciudad que pueda ser agradecida por las generaciones
venideras.
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Soy chileno porque espero.


Algunas reflexiones
en torno al bicentenario

Jorge Pinto
Universidad de La Frontera

367
C uando Luis Carlos Parentini me invitó a colaborar en esta iniciativa
recordé algunas reflexiones que hice hace un par de años en torno
a nuestra identidad, a propósito de dos proyectos de investigación finan-
ciados por el Fondo Nacional de Desarrollo Científico y Tecnológico que
se referían a la población de la Araucanía en el siglo xx y a la participación
de Chile en las grandes exposiciones universales organizadas por diferen-
tes países entre 1850 y 1930. El punto de partida fue una expresión del
periodista argentino Jorge Lanata sobre los rasgos que conceden mayor
identidad a sus compatriotas. Recuerdo que terminaba de leer el libro de
Nicolás Shunway, La invención de Argentina, cuando Graciela Facchinet-
ti me sugirió la lectura de Los argentinos de Jorge Lanata. Su argumento
fue muy convincente: la mayoría de los libros que manejamos en círculos
académicos, incuestionables desde el punto de vista teórico, metodológi-
co y rigor científico, difícilmente sobrepasan los recintos universitarios; el
grueso de la población, incluidos profesionales y, sobre todo, los políticos,
tienen la visión de nuestro pasado que proyectan ensayos de fácil lectura
que tienen, además, el mérito de recoger apreciaciones de sentido común
que arrancan de la sabiduría vulgar. Curiosamente, Jorge Lanata recogía,
tal vez sin saberlo, una interesante conclusión de Nicolás Shunway que
sintetizó en su expresión “soy argentino porque espero”. El autor plantea
dos observaciones muy interesantes que se pueden hacer extensivas a va-
rios países latinoamericanos: en primer lugar, que Argentina es un país de
opositores y, en segundo lugar, que la generación de 1837, con Echeverría,

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historiadores chilenos frente al bicentenario

Juan Baustista Alberdi y Domingo Faustino Sarmiento a la cabeza, instala


la conciencia del fracaso cuando descubre que la independencia no dio
los frutos esperados. De allí arranca esa sensación que transmite Jorge
Lanata de estar siempre a la espera, atrincherado en una oposición que
observa, casi con deleite, los consecutivos fracasos de todos los proyectos
que se han levantado en Argentina. Y las cosas en Chile no han sido tan
diferentes. A la larga, constituimos países en estados “larvales”, sin alcan-
zar el estado de plenitud que se aprecia en los más desarrollados y que les
concede una fortaleza de la cual nosotros carecemos.
En efecto, si uno revisa la historia de Chile de los últimos doscientos
años se puede apreciar que hemos transitado por proyectos asumidos
con un entusiasmo desbordante, que se desploman al poco tiempo, pro-
vocando un evidente desencanto. Lo anterior me sugiere dos cosas: en
primer lugar, que muchos de nuestros supuestos fracasos tienen íntima
relación con expectativas que superan la realidad; y, en segundo lugar,
que la mayor responsabilidad en la generación de aquellas expectativas
recaen en nuestra clase política e intelectuales, cuyos desencantos corren
a la par con la liviandad con que han levantado proyectos irrealizables en
nuestro país. Ha sido tan común esta actitud, que ha terminado transmi-
tiendo al resto de la población una sensación de frustración que Jorge
Lanata resume en la expresión “soy argentino porque espero” y que yo
he plagiado para decir lo mismo, pero reemplazando el sustantivo. De
algún modo, Cristián Gazmuri sugirió una idea parecida en un artículo
publicado en 1984 con el título de “La historia de Chile republicano. ¿Una
368 decadencia?”, en el cual se refiere al pesimismo que transmite nuestra in-
telectualidad, ya sea de izquierda, centro o derecha.
Para empezar con la independencia, es innegable que los forjado-
res de la República establecieron al comienzo metas muy altas. Se debía
construir el Estado y la nación al amparo de ideas renovadoras, que abrie-
ran las puertas al progreso mediante políticas educacionales, principios
democráticos y de respeto a la autoridad, ejemplares para el resto del
continente. Estábamos llamados a ser el “asilo contra la opresión”, en
un país donde las dictaduras jamás tendrían acogida. Disponíamos de
riquezas naturales que nos aseguraban un brillante porvenir que conso-
lidaríamos traspasando a nuestra población los valores que la educación
la harían tan grande como las riquezas del suelo. Éramos un campo bor-
dado de flores, de cielos azulados, recorrido por brisas que templaban el
carácter. Sin embargo, a poco andar, se instaló en Chile, según algunos,
una dictadura encarnada en Diego Portales que, con más simpleza, atri-
buía sus logros al peso de una noche colonial que facilitaba el ejercicio
del poder y la sumisión. Los libres corrieron a refugiarse a Concepción,
seguramente con El manuscrito del diablo bajo el brazo, un libro en el
cual José Victorino Lastarria reconocía que en Chile se podía nacer ciego
y sordo sin perderse nada de nada. Entre tanta mediocridad los órganos
de los sentidos dejaban de tener sentido. Era el primer desencanto y la
primera estación de la esperanza: la caída del dictador y del sistema que
lo sostenía, para dar paso a un nuevo Chile que de verdad nos condujera
a la felicidad.

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

Ésa fue la tarea que se impusieron los intelectuales y políticos que


pensaron Chile entre 1840 y 1860. Esta vez, de la mano del positivismo,
se posesionaron de una obsesión que nos ha perseguido hasta el día de
hoy: ser la Europa de América Latina. Ahí estaba la clave del éxito. En trans-
formarnos en el centro para dejar de ser la periferia. Y quiero repetir con
claridad, “ser la Europa de América del Sur”, no “como” Europa. La idea
era transformarnos en la Inglaterra del cono sur o la Suiza de esta parte
del planeta. Para eso teníamos que traer inmigrantes, aprender de ellos,
fortalecer la educación, estimular el espíritu laborioso y, por sobre todo,
erradicar al indígena, cuyos rasgos físicos podrían despertar sospechas.
Cuando uno lee a Benjamín Vicuña Mackenna, a Vicente Pérez Rosales, al
propio José Victorino Lastarria, aún a Francisco Bilbao y, sobre todo a los
historiadores, descubre aspiraciones que, en mi opinión, establecía metas
que difícilmente podíamos lograr. Y ya antes de terminar el siglo, ensayis-
tas y políticos con los pies más puestos sobre la tierra alertaron del nuevo
fracaso. Diversos articulistas que difundieron sus ideas en el Boletín de
la Sociedad Nacional de Agricultura, la Revista del Pacífico o la Revista
de Santiago, así lo confirman. Y en la práctica, José Manuel Balmaceda
intentó resolver nuestra segunda desesperanza a través de un proyecto
novedoso que hiciera recaer en el Estado la tarea de acercarnos al progre-
so. Su proyecto, sin embargo, se derrumbó como una torre de papel, para
dar paso a conflictos que la llamada “literatura de la desilusión” abordó de
una manera particularmente descarnada. Desde poetas hasta ensayistas,
se dieron a la tarea de mostrar la enorme distancia que existía entre los
proyectos del Chile decimonónico y la realidad de un país que no pudo 369
responder a las exigencias de aquellos proyectos. Uno de los ensayistas,
un obrero tipógrafo, autodidacta, fue incluso más lejos. No sólo no había-
mos alcanzado el progreso y la igualdad sino la propia chilenidad, pensa-
ba Luis Emilio Recabarren, se disipaba como pompa de jabón. Pocos años
después, el Cielito Lindo de Arturo Alessandri también se desplomaba por
un golpe de Estado y se diluía en una obra como Balance patriótico de
Vicente Huidobro, que nos define como un pueblo enfermo de vejez en
la plena niñez.
El sueño de la industrialización y de alcanzar nuestra segunda inde-
pendencia, la independencia económica, nos devolvió el alma al cuerpo. A
partir de 1940 nos dimos a la tarea de poner en marcha un proyecto que
de verdad nos sacaría del atraso material que mostraba Chile. Alcanzaría-
mos, además, mayor justicia social y, de nuevo, de la mano de la educa-
ción, el progreso que tanto anhelábamos. El General de la Esperanza, casi
diez años después, demostró que andábamos por un camino errático y la
crisis más compleja de nuestra historia que maduró en los años sesenta y
setenta, para explotar como una granada en pleno rostro en 1973, confir-
mó que el proyecto incubado en los cuarenta presentaba más dificultades
que posibilidades de conducirnos a buen destino. En el intertanto se pro-
yectaron dos revoluciones, una liberal y otra más radical, cuyas estrepito-
sas caídas arrastraron a Chile a tiempos muy aciagos. En vano se empeñó
Salvador Allende en proclamar a todos los vientos que su revolución era
con sabor a vino tinto y empanada; pero, en un país donde todo proyecto

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historiadores chilenos frente al bicentenario

debe superar la imaginación, hacer aquella revolución sin las enseñanzas


de Karl Marx, Vladímir Ilich Uliánov Lenin, León Trotsky (Lev Davídovich
Bronstein), Mao Tse Tung, Ho Chi Min, Fidel Castro y el Che Guevara era
traicionar principios que el modesto vino tinto y nuestra humilde empa-
nada parecían corromper. De pronto, nuestra falta de humildad se tor-
nó arrogante y nuestras fantasías nos colocaron a una altura que hicieron
más duro el golpe. Aquel trágico 11 de septiembre de 1973 despertamos
dramáticamente con el silbido de las balas disparadas por militares que
jamás pensamos iban a traicionar los principios democráticos. Salvo en
Chile, creo que en ningún otro país del mundo la intelectualidad y la clase
política habrían creído que el ejército sería capaz de resistir los clamores
de aquéllos que con angustia, esperaban, como buenos chilenos, que ca-
yera la Unidad Popular para mantener incólumes sus privilegios. Tomás
Moulian, describió esta situación con un acierto que hace irresistible no
reproducir una parte de su libro Chile, anatomía de un mito. La profun-
didad del Chile mítico, dice Tomás Moulián refiriéndose a lo que ocurrió
entre 1932 y 1973,

“que compensaba su pequeñez y su aislamiento con cons-


tantes sueños de grandeza, nos empujaron hacia las gran-
des aventuras políticas de la segunda mitad de la década
del sesenta. Esas empresas en si mismas valieron la pena,
pese a los abortos de 1973 ... Pero es la forma de vivir esas
empresas lo que revela el desenfreno de nuestras elites. La
370 mistificación, que es la cuna de todo sueño de grandeza,
reemplazó a una minuciosa historia de nuestra vida políti-
ca que hubiera permitido conocer los claroscuros, los lími-
tes, las reales potencialidades. Pero la desmemoria había
escondido las huellas, los recuerdos de los comienzos; ha-
bía ocultado las bases desde donde construir un realismo
auténtico, ni conformista ni ilusorio”.

El segundo General de la Esperanza fue más lejos en sus fantasías. Se-


gún él, encabezábamos una cruzada que colocaba a Chile a la vanguardia
de la humanidad y así como Karl Marx presumió que Inglaterra sería el es-
pejo del mundo en el siglo xix, nuestro General creyó que ese lugar corres-
pondía ahora a Chile. Aunque todavía algunos insisten en sus éxitos, la ver-
dad es que nos hicimos famosos no tanto por los triunfos de la economía,
sino por la constante violación de los derechos humanos que asombró al
mundo por su brutalidad. Aunque eso duele, confieso que a veces imagi-
no que un cierto grado de rubor deben sentir aquellas mujeres, que en la
madurez de la vida, pero con la candidez de una quinceañera acudían pre-
surosas a depositar sus joyas para la reconstrucción nacional, convencidas
de que en Chile los dictadores gobiernan con valores distintos a los otros
dictadores. Tuvieron que pasar varios años para que abultadas cuentas en
bancos extranjeros las devolviera de nuevo a la tierra.
Cuando el General tuvo que dejar parte del poder, la hora de la alegría
amenazó con llegar a Chile, esta vez cubierta por un arco iris que haría

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

olvidar los malos tiempos. Al acercarnos al bicentenario, muchos creen


que en eso estamos, estimulados por una seguidilla de convenios interna-
cionales que nos acercan al mundo desarrollado y nos alejan de un barrio
que parece no corresponder a nuestro talante. La esperanza de alejarnos
de América Latina, para confundirnos con los grandes países de Europa,
América del Norte o Asia, nos ha hecho abrazar de nuevo proyectos que
sectores importantes de la población no comprenden bien y, aun, cuestio-
nan. Ni siquiera ha bastado una conducción de estilo diferente, liderada
por primera vez en nuestra historia por una mujer, para contener aquellos
cuestionamientos, dando forma a la nueva esperanza: elegir pronto a otro
u otra Presidente, para resolver el dilema.
¿A dónde quiero llegar al final de estas reflexiones? A una cuestión
muy simple. Creo que hemos construido un país sustentado en proyectos
más que en realidades. Nuestra clase dirigente y los intelectuales que han
rondado el poder han levantado ilusiones que se diluyen con una rapidez
asombrosa. Y eso nos deja en ese estado “larvario” o “latente”, que se tra-
duce en una esperanza siempre insatisfecha al no lograr las metas que nos
fijan o asumimos como propias. En cierta medida, somos un país de obce-
cados y desencantados, que hemos tenido que pagar muy caro el costo de
nuestros sueños. A la larga, somos chilenos porque siempre estamos a la
espera de que algo ocurra: que termine la dictadura, que vuelva la demo-
cracia, que concluya la transición, que Augusto Pinochet pague sus culpas,
que la historia lo redima, que elijamos pronto a un nuevo Presidente, que
nos vaya bien en esto, que fracase el adversario, que llegue la primavera
o que ganemos en el fútbol. Sin embargo, nuestros desencantos no han 371
sido gratuitos.
Cuando se ha hurgado en las causas del fracaso muchas veces se ha
volcado la responsabilidad a nuestra población, a nosotros mismos. Se nos
ha presentado como los culpables de aquellos fracasos. En mi opinión,
nuestros dirigentes políticos y los intelectuales que han estado detrás de
ellos han seguido el camino más fácil. En esto hay una profunda diferencia
con Argentina, el país que me ha servido de referencia en esta oportuni-
dad. Desde el siglo xix compartimos la obsesión de formar parte del centro
del mundo y alejarnos de la periferia; sin embargo, en Argentina se ha visto
al territorio como el obstáculo para alcanzar la meta. En la pampa o el de-
sierto se cobijó el indio, el gaucho y el montonero, en una geografía que
amaga al país. Desde mi punto de vista, Ezequiel Martínez Estrada en su
Radiografía de la pampa resumió una impresión que todavía enfrenta al
porteño con el hombre del interior. En Chile, en cambio, se ha presumido
que a un territorio fecundo y feraz, que alimentó el mito de una naturaleza
prodigiosa, con una cordillera majestuosa, un campo de belleza incuestio-
nable y un océano que nos baña con generosidad de norte a sur, no corres-
pondió una población que estuviese a su altura. Somos pocos y de escasas
luces. Nuestros propios enemigos, a los cuales hay que contener, corregir
y disciplinar cada cierto tiempo. Una suerte de masoquismo invade nues-
tro espíritu. Es la raza, se dice, una raza mestiza que recogió defectos y no
cultivó virtudes. Es la otra cara del mito de la fecundidad de la tierra: la po-
breza de su gente. Este mito ha servido desde el siglo xix en adelante para

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que nuestras elites expíen sus pecados, justifiquen sus fracasos y oculten
sus errores, en un país que se convirtió en el limbo de sus sueños.
Ha tenido, además, otro costo. En un país de opositores, desencanta-
dos por los escasos logros en virtud de las metas que nos han fijado, no
hemos valorado los avances reales que ha conseguido el país. Nadie duda
que en Chile hoy se vive mejor que hace doscientos o cien años. Que en
los últimos cincuenta los avances han sido más acelerados. Que a pesar
del interregno que nos separó hace treinta y tres años, hemos logrado
construir un país que brinda a su población beneficios que para nuestros
abuelos eran impensables. Sin embargo, a pesar de los avances, vamos
por la vida rumiando nuestros desengaños e irradiando un desaliento que
nos mantiene siempre a la espera de que ocurra algo mágico para salir del
atolladero. Ronda entre nosotros un cierto pesimismo que la literatura y el
ensayo recuerda con reiterada frecuencia. Aun, en los tiempos de bonan-
za, buscamos los detalles para dudar de ella. Los éxitos parecen no formar
parte del inventario de Chile.
Ha provocado también el alejamiento de los jóvenes de la política y
la cosa pública. Hoy, los medios de comunicación han cerrado el paso a
la demagogia o, más bien, la han desnudado frente a una comunidad que
a través de registros antes inexistentes (la televisión, por ejemplo) pue-
de constatar cuánto hay de realismo y cuánto de promesa incumplida en
quienes manipulan o aspiran a manipular el poder. La distancia entre am-
bos ha generado ese rechazo hacia una actividad que pudo ser seria, pero
que dejó de serla desde que se sostuvo en ofrecimientos irresponsables
372 que la gente descubre más temprano que tarde.
En fin, en medio del aparente pesimismo que pudieran transmitir estas
líneas, quisiera ratificar mi condición de chileno, vale decir, de un chileno
que espera que a partir del bicentenario acortemos la distancia entre lo
que prometemos y lo que realmente podemos lograr, con una juventud
más ávida de saber, más consciente de sus derechos y menos dispuesta a
dejarse engañar. Con ellos, no tengo dudas, Chile construirá una sociedad
más justa y, en las palabras de los hombres del siglo xix, más feliz. Por cier-
to, con todos nosotros incluidos.

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

BICEnTENARIO E HISTORICIDAD
DE LOS GRUPOS MEDIOS

Gonzalo Piwonka
Universidad de Chile

E n Chile el interés por una observación de las capas medias antes de


1910 no es reciente. Lo demuestra –por ejemplo– el trabajo del profe­
sor César De León, publicado en los Anales de la Universidad de Chile en
373

1964. Sin embargo, este trabajo toca este estrato social de manera estruc­
tural; y otras publicaciones de historia social le restan la importancia de-
bida. Tales concepciones ideologizantes han intervenido en contra de la
historicidad de este grupo social. Tal vez su misma naturaleza fluctuante
haya sido un factor que ha desfavorecido el interés por un real análisis
científico desde la óptica de la Historia. Su indefinición puede surgir des-
de la bruma de las ideas preconcebidas, rompiendo los esquemas sacra-
mentales gracias a lo difuso y recoleto de su presencia, desde el siglo xviii
o antes. No se han realizado investigaciones sistemáticas y de visión glo-
bal, que intenten dilucidar el problema de los orígenes, establecimiento,
desarrollo y evolución de un sector que ha tenido una participación clave
en nuestro perfeccionamiento nacional. Profusamente se discurre sobre la
importancia de nuestra mesocracia, pero carecemos de Una Historia de la
Clase Media Chilena.
Es innegable la importancia que ha tenido este grupo como actor so-
cial, definido o no, en la historia del país, por lo que no es dable someterse
al cuasi abandono en que ha quedado respecto de las historiografías, las
que colocan –preferentemente– como ejes motores a las llamadas “elites”
y al “bajo pueblo”. En suma, las ciencias históricas, al calor de la valiosa
trascendencia del bicentenario, deben ponerse al día, junto con el resto de
las disciplinas de las Ciencias Sociales, profundizando en un problema que
no es menor y que presenta muchas dificultades, pero del que es difícil ne-

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historiadores chilenos frente al bicentenario

gar su enorme impronta en la cultura, ética, sociabilidad, ímpetu cinético


y otros aspectos del Chile contemporáneo.
No es simple determinar qué son en sí las capas medias en las socieda-
des. Aún más, es de suyo difícil establecer cuáles fueron aquellos sectores
en el pasado; y aún más complejo establecer una metodología de trabajo
para acercarnos a esta problemática, tendiente a investigar e identificar
las capas medias durante la historia social y económica chilena. Los cro-
nistas del siglo xviii connotan ya claramente la existencia de grupos con
características mesocráticas en sus anales. Vicente Carvallo y Goyeneche,
José Pérez García y –especialmente– el jesuita Felipe Gómez de Vidaurre
distinguen:

“indios que no son encomendados, negros que no son es-


clavos. y muchos españoles pobres [que] buscan su sus-
tento con el sudor de sus rostros ejercitando las artes de
albañiles, carpinteros, herreros, canteros, zapateros, plate-
ros, quienes se ocupan en hacer tejas y ladrillos, vasijas de
greda para el vino, toneles de leña; quienes baten cobre y
hacen vasos de este metal, con lo que las ciudades están
provistas suficientemente de estas artes”.

Vale decir, una batería de artesanos urbanos, aparte de los rurales y mine-
ros, que no venden su fuerza de trabajo sino el producto final, por lo que
no son “asalariados”, ni el coreado “bajo pueblo”.
374 Del mismo modo, contemporáneamente el historiador de la clase terra­
teniente, Francisco Antonio Encina, que puede ser criticado en muchos tó-
picos (en particular con su engendro de la “aristocracia castellano‑vasca”,
que no es sino la formación en Chile dieciochesco de una burguesía con
valores aristocratizantes), es más claro que historiadores “izquierdistas”,
al afirmar que en el siglo xviii el grueso del elemento hispano-meridional
pasa a formar la clase media. Para él,

“los meridionales más activos e inteligentes, entre los po-


bres, continuaron haciendo parte [funcionalmente] de la
nueva aristocracia [de toga], como abogados, eclesiásticos,
empleados públicos, y, en general, en el desempeño de
funciones que no exigen mayores aptitudes económicas,
mientras el grueso formó lo que más tarde se llamó la clase
media. Este último elemento suministró la mayoría de la
oficialidad y clases del ejército... pero, casi en su totalidad,
quedó formando el grueso del propietario o administra-
dor rural modesto. En escala más limitada, se radicó en las
ciudades, donde llevó una vida muy opaca, casi siempre
como empleado o agente. El español recién llegado le ce-
rraba el acceso al pequeño comercio; y su desdén por el
trabajo manual le impedía hacerse artesano, salvo raras
excepciones”.

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

Y concluye Francisco Encina con una aseveración que parece del todo
acertada: “Esta clase social y la que en el siglo xix se llamó clase media en
Europa, psicológicamente [o más bien en escala de valores], nada tienen
de común”. Ello porque el rasgo saliente de la clase media europea es la
estabilidad. La inmensa mayoría de las familias que la forman, han perma-
necido y tienen la conciencia de que permanecerán en ella durante siglos.
Hacia arriba, les cierra el paso la dureza del medio y la alta burguesía, de
superiores condiciones económicas; y sus hábitos hereditarios de trabajo,
economía y previsión, las preservan de caer en la miseria y de retornar a la
masa. Las aspiraciones de la mesocracia europea se polarizan en mejorar
ligeramente la condición recibida de los antepasados. Tienen costumbres
y hábitos propios, que son la expresión de su ideal y de sus gustos, que no
desean cambiar. Por el contrario, la clase media chilena a contar del siglo
xviii, está formada por “individuos que viven espiritualmente del recuerdo
de la posición más alta que, real o imaginariamente, ocuparon sus antepa-
sados en la sociedad”.
Para nosotros esta especificidad valórica, que llamamos “arribismo”,
permea a toda la clase media chilena hasta hoy; incluso, si estiramos un
poco la cuerda, a sectores de la “aristocracia obrera”; y a otros ámbitos
populares atraídos por el fárrago del mercado y su “efecto demostración”
producido por el control oligopólico de los medios de comunicación.
Retomando el hilo metodológico, pareciere que la actividad econó-
mica que se desempeñe no es un aspecto muy fidedigno para inscribirse
definitivamente o no dentro de una capa media, pues en la experiencia
chilena del siglo xix, y posterior, cada capa dentro de su estrato social tuvo 375
particular evolución. Los artesanos, por ejemplo, fueron empobreciéndo-
se cada vez más llegando, en muchos casos, a la ruina; mientras que otras
capas que se iniciaron como comerciantes al menudeo, ascendieron cada
vez más en importancia social y poder económico. Llegamos así a un as-
pecto básico del análisis: la movilidad social dentro de la clase y fuera
de ella.
Para el caso de las capas medias rurales, el hecho de la posesión de tie-
rras de mediana o pequeña cabida puede conducir –asimismo– a engaño,
pues durante la segunda mitad del siglo xix se acentúa la pauperización
del elemento campestre, así como de los inquilinos. Éstos en puridad son
componentes mesocráticos, pues el “inquilino” era dueño del producido,
agrícola o ganadero, dentro del paño de tierra dado en usufructo por el
terrateniente como contraprestación de su trabajo, o del “obligado” por
él, al interior de la hacienda. Pauperización debida a la creciente necesi-
dad de los grandes hacendados de ejercer presión sobre estas capas para
acaparar su producción e, incluso, sus tierras, en razón de la presencia del
gran capital extranjero mercantil, la crisis internacional de los precios agrí-
colas, la pérdida de mercados extranjeros tradicionales de las exportacio­
nes agrícolas nacionales, la exacerbada política librecambista implantada
por Jean Gustave Courcelle‑Seneuil y sus epígonos criollos que resultaron
–al igual que los Chicago Boys de fines del siglo xx­ser más papistas que el
Papa, y otros factores que hacen que la renta de la tierra sea cada vez me-
nor a medida del avance del siglo xix.

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Por otra parte, tenemos que el ámbito cultural dentro del cual se des-
envuelve el sujeto de análisis mesocrático puede resultar de cierta conna-
tural ambigüedad. Ello se desprende de la progresiva falta de identidad
de las capas medias chilenas, puesto que, al no pertenecer a las clases
altas ni a las clases populares, se mueven entre ambas, fundiendo imper-
fectamente costumbres y actitudes de unos u otros, pero con tendencia a
privilegiar a las primeras. Tanto los sectores medios, sean trabajadores o
intelectuales, tienen gran dificultad para adquirir fisonomía propia y con-
solidar su singularidad. ¿Puede haber un mejor ejemplo que el siútico? Y
este apodo acuñado por José Victorino Lastarria difiere fundamentalmente
del cursi o rebuscado, pues éste es todo un estilo auténtico y estable de
vida y valores (bien dilucidado por André Gide); en cambio, el siútico es
esencialmente inestable en su escala axiológica y un mero copista de mo-
das y estilos culturales de las capas altas nacionales y dado a privilegiar lo
extranjerizante.
De allí que puedan existir sectores e individuos mesocráticos, material
o espiritualmente siúticos, y en los que es dable adscribir a ciertos intelec-
tuales. Por lo anteriormente expuesto, pareciere que el parámetro básico
y de primer orden para establecer la pertenencia o no a las capas medias,
al menos durante los siglos xix y xx, debería ser el de los ingresos de cada
sujeto, sin prescindir en lo absoluto de la “escala axiológica” propia de la
clase media chilena decimonónica, anteriormente citada y valorada. No
se trata de establecer un parámetro idéntico al sistema cuántico actual de
los quintiles (C1‑ C2‑ etc.), sino que el investigador histórico en esta área
376 centre su quehacer en escudriñar todo tipo de fuentes para aproximarse a
los ingresos económicos del grupo o sujeto estudiado. Lo precedente con-
jugado –desde luego– con la propiedad de un medio de producción, pero
siempre fusionado con el elemento ingresos. Puede existir un terratenien-
te, pero su ingreso ser bajo o nulo, como, muchas veces, estar los bienes
en posesión de las llamadas “manos muertas”, sin rédito económico y so-
cial alguno. Por ejemplo, en la urbe un artesano por sus ingresos, más que
por su independencia laboral, es miembro de la capa media respectiva;
en el agro lo será cuando sus ingresos sean superiores al del peón, pero
menor al de un mercader establecido de la localidad. Un comerciante am-
bulante en el campo, o buhonero, por lo general es mesocrático, más por
sus ingresos que por el estatus social de viajante que le permite conocer
variados estilos de vida y estar más al corriente de la situación, desde la
política hasta el nivel de los precios.
Otros factores a considerar como elementos diferenciadores de capas
medias –mucho más relevantes que los rasgos físicos– pueden ser las ca-
racterísticas de su propiedad o posesión de un inmueble, ubicación y di-
mensiones de la casa habitación, la calidad del mobiliario y condiciones
sanitarias, la naturaleza de la ropa que viste, el número y condición de los
empleados y servidumbre, la índole del trabajo u oficio que desempeñan,
la posesión de ciertos medios de transportes, de instrumentos musicales o
ambos, la celebración de tertulias y la existencia de manifestaciones cultu-
rales, el número y cohesión de las personas de la familia que cohabitan o
forman parte de la familia agnaticia, la cultura del ahorro, etc. Para todo

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

dicho diagnóstico es preciso establecer una clara diferenciación en lo que


respecta al espacio urbano y al mundo rural. No podemos obviar el hecho
que la conformación social rural y urbana difiere una de la otra como el
día de la noche.
Nos parece que en este último aspecto no sólo son válidas las fuentes
documentales directas –como archivos notariales y otros– sino ciertas tra-
diciones orales de determinadas costumbres y hábitos religiosos o laicos;
y muy particularmente la novelística y crónica de versados testigos de la
época. Leyendo a Alberto Blest Gana en su Martín Rivas y El Ideal de un
Calavera; Lances de Noche Buena de Moisés Vargas; percibiendo el relato
de José Victorino Lastarria sobre El Manuscrito del Diablo; escuchando a
Fermín Vivaceta en su llamado A los Artesanos de Valparaíso; releyendo
los Recuerdos de José Zapiola, José V. Lastarria y Vicente Pérez Rosales, se
capta mejor el espíritu de las capas medias chilenas decimonónicas que en
un mamotreto legislativo o en un “sesudo análisis” ex post.
A primera traza pareciere que no es posible hablar de “la” Clase Media
o “las” Clases Medias durante los siglos xviii al xx –y creemos que ahora
también para el bicentenario– ya que entonces y hoy, y como siempre lo
ha sido para el sector mesocrático, ellas habrían prescindido de un ele-
mento que es esencial a los ojos de las definiciones clásicas del concepto
de “clase social”: una identidad y un “imaginario homogeneizante” que
sea capaz de aglutinar a los diferentes grupos de este estrato. Los grupos
inidentificables poseen apreciaciones de la realidad bastante dispares en-
tre sí, dependiendo del caso. Adherimos a la afirmación de César de León
en el sentido que no parece existir un denominador común que permita 377
afirmar la existencia de una clase media como algo verdaderamente indivi-
so. Ello, porque el compromiso como estatus social propio e indeleble es
algo de lo que carecen las capas medias chilenas a lo largo de “casi” toda
su existencia.
No obstante, a mediados del siglo xix se generan nítidas agrupaciones
pertenecientes a estratos medios, pero que no identifican a sectores mayo­
ritarios de dicha condición social, sino que tienen aún carácter grupal,
mutualista, de ayuda mutua –cuyo mentor es Fermín Vivaceta– que paula-
tinamente distaran cualitativamente de las entidades netamente clasistas
proletarias, como las sociedades en resistencia y los partidos obreros.
En el mismo orden de cosas Carlos Marx, siguiendo y colocando “patas
para arriba” la dialéctica hegeliana, distingue la cosa en sí, de la cosa para
sí. La clase social en sí es aquella que existe sin autoconciencia, la para
sí, tiene percepción de su ser como categoría o clase social. De allí que
según Carlos Marx, para existir como clase social es fundamental que se
tome conciencia de clase, para que “una vez transformada en ideología de
clase, se constituya en función de la lucha de clase”. El marxismo ha casi
desaparecido, y señalo “casi”, pues tal vez tengamos sorpresas en el futuro,
ya que el marxismo es básicamente una concepción judaica que contiene
una delirante sobrestimación del hombre: nos hizo creer que éramos seres
susceptibles de justicia social. Una Utopía fronteriza al Mito.
Una especie –pero no el género– de toma de conciencia de clase no
comienza a darse en las capas medias chilenas, sino tenuemente, pero in

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historiadores chilenos frente al bicentenario

crescendo, desde mediados del siglo xix, con la formación de los ya men-
cionados gremios y sociedades de artesanos y artífices. Desde una óptica
diferente resulta complicado aplicar la teoría de Max Weber y de otros
autores exógenos a las capas medias chilenas para definirlas, puesto que
en dicho sector se entremezclan las relaciones de producción, consumo,
y participación en el mercado; en suma: el interés económico. Y, por otro
lado, la del honor estamental, categoría axiológica prevalente para Max
Weber, puesto que los distintos grupos o capas mesocráticas chilenas po-
seen concepciones de la realidad diferentes y singulares, y algunas veces
escala de valores diferenciada, que puede estar en sintonía o no con los
otros grupos dentro del mismo estrato.
De allí que para establecer de manera medianamente entendible el
concepto de Capas Medias articularé –siendo únicamente válido para el si-
glo xix y buena parte del siglo xx, y enunciándolo como una mera hipótesis
de trabajo– que Capas Medias serían aquellos grupos humanos que se es-
tablecen dentro del espectro social existente entre la burguesía y las clases
populares; son, a su vez, producto de la evolución social y económica chi-
lena, y que se autodistinguen de las dos anteriores, aunque pueden poseer
connotaciones de ambas; tienen conciencia de no pertenecer a otra clase,
pero sin tener una conciencia definitoria de clase para sí misma. Quizá si
a lo largo del siglo xx podríamos hablar de una clase media chilensis, pues-
to que su desarrollo cuántico llevó al salto cualitativo de la adquisición
de una conciencia de clase para sí, llegando a establecer una cierta ideo-
logía o cognición valórica de clase, sean estos valores estampados bajo la
378 impronta cristiana pos Rerum Novarum o de una raíz racionalista y laica,
propia del positivismo y de las logias masónicas.
Sabemos que en el último siglo de la Colonia –situación que se mantu-
vo con escasa diferencia incólume hasta las “reformas agrarias” a partir de
la década del sesenta del siglo xx– dentro de las haciendas y estancias se
desarrollan múltiples actividades fruto de las características de producción
agroganaderas. Actividades como la de los artesanos que fabrican aperos y
monturas, zapateros, boneteros, capataces de cuadrillas y otros empleados
de confianza que comienzan a diferenciarse del resto de la clientela, in-
quilinos y empleados de la hacienda; tanto por el prestigio que confieren
sus labores como, por contar progresivamente con condiciones de vida
mejores, ya sea una casa cerca de la del patrón, un salario preferencial o
un terreno más grande, que le permite generar un mayor excedente co-
merciable y acumulable. Tales personas que ejercen una labor o trabajo
más especializado o de mayor prestigio, merecen ser incluidas dentro de
un estrato medio, puesto que comienzan a diferenciarse del resto de los
trabajadores agroganaderos en los ingresos, condiciones de vida y otros
parámetros materiales; aunque no así en las costumbres, muchas de las
cuales perduran hasta hoy.
Interesante de analizar son también aquellos sectores de propietarios
medios de la zona de la Araucanía y de la actual Región de Los Lagos, a lo
largo de los siglos xix y xx. En la primera, su número de colonos provenien-
tes de otras regiones de Chile no es menor, contándose entre ellos mes-
tizos, inmigrantes y quizá si algunos mapuches, pues, a través del comer-

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

cio e incondicionalidad política con el Estado central lograron una buena


posición entre sus pares. En cambio en la segunda, el grupo mesocrático
–especialmente alemán y suizo– es selectivo y como inmigración y fuerza
colonizadora de “frontera”, propiamente tal, es insignificante si la paran-
gonamos con la avalancha de europeos llegada al medio oeste estadouni-
dense o el sur del Brasil a fines del siglo xix.
Retomando las capas medias urbanas en el siglo xviii, ya algo adelan-
tamos más atrás. Ahora podríamos sumar los funcionarios menores de la
burocracia imperial, como los escribanos, personal de la Real Audiencia
y la Aduana, del Cabildo, etc.; y agregar los negros libertos a que hace
referencia Diego Barros Arana, que no debieron ser pocos, pero que han
sido preteridos u ocultados en nuestra historiografía tradicional, pues por
las venas de muchos “aristócratas” corre sangre azabache. A esta condi-
ción media pertenecían los comerciantes detallistas o habilitados por los
grandes mercaderes, así como los pulperos y los pequeños industriales,
tanto chilenos como extranjeros. Posteriormente, en pleno siglo xix, con
la conformación del Estado Nacional Republicano, hay una creciente bu-
rocratización de sus esferas, se incrementan los empleados fiscales como
elementos clásicos de capas medias, por sus ingresos y condición laboral
intelectual.
Durante el siglo xix se produce en Chile la creciente implantación del
capital mercantil y luego el industrial extranjero, que implica la pérdida
de la capacidad exportadora en manos de una supremacía nacional de co-
merciantes, en beneficio de consignatarios y casas comerciales extranje­ras.
De este modo, la clase dominante chilena se vio forzada a volcarse hacia 379
el comercio interior y la producción, campos de la economía que esta-
ban mayoritariamente en manos de elementos de las capas medias, como
granjeros, artesanos, habilitados de comercio y pequeños industriales. Es-
to trae como resultado un progresivo empobrecimiento de las capas me-
dias, particularmente en las ciudades principales. Pero, desde otro ángulo,
estas casas comerciales extranjeras emplean crecientemente personas que
serían elementos coadyuvantes que van a engrosar el grupo medio de pro-
fesionales y empleados particulares.
Un aspecto exageradamente sugestivo de la metodología que tradi-
cionalmente se utiliza para caracterizar la irrupción de estos grupos me-
dios, pone especial énfasis en las reformas educacionales que llevaron al
incremento de escuelas a lo largo de la república y al papel del liceo y de
la Universidad de Chile. Dichas instituciones habrían sido –según esta vi-
sión clásica– las “formadoras” de capas medias porque habrían despertado
su conciencia política, convirtiéndose así en “contra elites”. Esta tesis, no
del todo errónea, explica verosímilmente una movilidad social, pero que
sólo opera “al interior” de las mismas capas medias. Éstas, por su carácter
heterogéneo que hemos repetido asaz, se dividieron en capas medias in-
telectuales y trabajadoras. De la primera surgirán los líderes políticos de
los siglos xx y xxi. Sin embargo, es indubitativo que no son elementos de
los grupos populares los que acceden a la universidad o al liceo, ya que
su condición laboral no se los permite. Los sujetos que asisten a las au-
las son elementos de las mismas clases­medias, preferentemente al liceo.

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Del mismo modo, a mediados del siglo xix, entran en escena los profeso-
res formados en las Escuelas Normales de Preceptores. Estos elementos
–hombres y mujeres– pasan a conformar una clase media intelectual, d­e
preferencia dedicada a la pedagogía. A la Universidad de Chile asisten en
un comienzo –mayoritariamente– los hijos de la clase rica, para revertirse
en favor de las capas medias pasada la medianía del siglo xix. Por lo tanto,
universidad y liceo, más que elementos formadores de grupos medios,
son elementos de reproducción y retroalimentación intelectual de este
estrato, pero que contribuyen a dinamizar la movilidad social en Chile.
Con la conformación de los partidos Demócrata (1887) y Radical (1888),
los grupos medios comienzan a hacer sentir su voz política, pero parece
que siempre están sujetos a la asimilación de los ideales de otros grupos,
producto de su misma falta de conciencia clara que los identifique como
una clase para sí. Entonces parecería “comenzar” la existencia de una cla-
se media, cual adolescente en sus primeros balbuceos políticos, particu-
larmente en provincias. Pero es la fundación del Partido Democrático el
momentum crucial, puesto que está conformado por elementos eminen-
temente de estratos medios y obreros. Que el partido esté conformado
también por obreros, no me parece una cuestión menor, ya que se debería
analizar si dentro de la conformación de la conciencia y el imaginario de
clase media, se vio ésta influenciada o no por la creciente pauperización
que sufrió aquel estrato, lo que podría haberla llevado a identificarse de
manera notable con la ideología e imaginario de las clases populares, ple-
beyas, del estado llano de la época.
380 Visto lo que implican las capas medias, podemos notar la carencia de es-
tudios sistemáticos que hablen de su desarrollo; de cómo fueron adquirien-
do conciencia política y de cómo intervinieron como clase autoconscien­te
en la política nacional, superando la participación local, regional o gre-
mial.
Tal dinámica plantea –aunque parezca impenitente repetirlo– la exis-
tencia de un sector interclases que se desenvuelve entre ambas antagóni-
cas: la burguesía dirigente y los llamados pobres del campo y la ciudad,
o eufemísticamente “bajo pueblo”. La mesocracia chilena pervive de ma-
nera aislada o sitiada, aunque pueda subir o bajar económicamente; pe-
ro siempre la guiará, una intencionalidad ascendente. Esto último explica
una característica singular de estas capas: la sensación de transitoriedad
de su situación, por lo que los compromisos adquiridos con su sector son
efímeros y están determinados con las reales posibilidades tanto de as-
censo como descenso. De esta “sensación de transitoriedad” emanaría su
aparente ambigüedad, que las ubica en posiciones mixtas a la hora de los
grandes conflictos estructurales de la sociedad. Capas medias apoyaron a
Salvador Allende y a la Unidad Popular; idénticos sectores adhieren años
después a la Unión Demócrata Independiente y al modelo neoliberal a
ultranza.
La “mutación intrasector”, no es otra cosa que el “cambio de ropaje en
la escala de valores”, tan significativa para Max Weber, de las capas medias
chilenas, más que en su efectiva posición económica. De allí su diferen-
cia radical con la homogeneidad –con mayor o menor intensidad según

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países y tradición– de la clase media europea. Sin embargo, cuando en la


mesocracia chilena prevalece, ocasionalmente en el tiempo, una propia
normativa valórica –especialmente laica– es­ cuando alcanza mayores lo-
gros, contribuyendo en gran medida a una “identidad nacional”, hoy de
suyo difusa.
Por otra parte, no es dable explicar, desde la medianía del siglo xix
en adelante, la posición de las organizaciones mutuales que se definían
como populares estando en el hecho conformadas por capas medias, si
no ponderamos las vertientes del objetivo e intereses específicos a lograr.
Paralelamente, el vínculo de clase mesocrática aparece supeditado a la de
la otra clase, en especial en su conducta social. Los denominados siúticos
–y sus primo hermanos arribistas–, que tratan de emular a las clases altas,
eran el objeto de diversión y no menor repulsa por estas últimas; y aqué-
llos a pesar del repudio no desistían su actitud. Hoy entendemos que lo
precedente no es un fenómeno extraño a la falta de tradición (en el recto
sentido de la expresión) de los grupos medios. Cada vez que las capas
medias asumen posturas exógenas de su ser social, son arrastradas por la
ideología dominante,
Por consiguiente, para intentar aprehender a las capas medias y su
mentalidad es primordial desentrañar esta diversidad valórica dentro de la
misma, que la mueven en distintas direcciones dependiendo del período
histórico dado. Debe percibirse un discurso múltiple íntimamente relacio-
nado con las mutaciones que al interior sufren las capas medias. Sin esta
aclaración todo intento de identificar a las capas medias queda obsoleto,
ya que si no se utiliza como base para una investigación, ésta conducirá 381
invariablemente a equívocos como –a modo de ejemplos– el de acceso a la
educación como motor generador de la clase media misma; la de atribuirle
una hipotética movilidad de tránsito social hacia arriba; o el por qué del re-
chazo a ejercer el oficio de artesanos o técnicos –labores que los chilenos
consideran minusvalente, a diferencia de Europa– por conceptuar que se
estaría inscribiendo como miembro de un estrato plebeyo. La búsqueda
mesocrática de consensos conductuales es una necesidad social que im-
plica armonizar aspectos de libertad, autonomía, tolerancia, jerarquías de
valores, ideales de familia y educación, participación democrática, ejerci-
cio de la autoridad y, de manera muy especial, nuestros conceptos doctri-
narios. He aquí un propósito sociopolítico vital del bicentenario.
En suma, concluyendo estas notas, nos queda la impresión que recién
está comenzando la historiografía nacional a “meterle el diente” a un es-
tudio científico y desprejuiciado de la clase social que hizo de Chile un
estereotipo de “democracia”, y que tuvo respetabilidad en el ámbito ibero-
americano del siglo xx. Se hace imperioso ir –al calor del bicentenario– a
un retorno consciente a sus raíces. En Europa, Estados Unidos y los países
que en 1920 ya tenían democracia, liberación femenina, telégrafo, etc., el
siglo xx fue bastante estático en términos de evolución social y política.
Hoy –por el contrario– allí las personas exitosas se jactan de sus orígenes
humildes y si no los tienen, los inventan. La gran excepción es Estados
Unidos (modelo paradigmático para los chilenos) donde se ha dado la ten-
dencia inversa. En Europa como en Chile hace cincuenta o cien años, los

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orígenes humildes eran motivo de orgullo y había un movimiento perma-


nente de ascenso social. Ahora ese movimiento se está apagando, las gran-
des universidades excluyen cada vez más a los pobres y según todos los
indicadores de movilidad social, Estados Unidos y Chile se han convertido
en sociedades más rígidas y más clasista que Alemania, Suecia o Canadá.
Finalmente, frente a lo expuesto nuestras dudas sobre las capas me-
dias aún no se ven satisfechas, falta aclarar cuestiones de desarrollo y de
perdurabilidad; siendo el clímax de estas problemáticas su aumento de im-
portancia en la vida política y el proyecto de un sistema de gobernabilidad
amparados en éstos como factor de estabilidad, pero que a la vez defina
los conflictos sociales como se pretende hacer hoy en Chile. Será labor de
más de una futura generación de historiadores y cientistas sociales ratificar
o enmendar, en el caso chileno, la interrogante que Alexis de Tocqueville
nos dejó abierta: “¿Si la sociedad sin clases [o conciencia para sí] es la so-
ciedad de la capas medias?”.

382

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

Algunas huellas británicas presentes


en la identidad chilena:
una mirada desde Valparaíso,
a propósito del bicentenario

Michelle Prain
Universidad Adolfo Ibáñez

383

E n el masivo gusto de los chilenos por el fútbol o por tomar té en lugar


de mate, rasgos tan constitutivos a primera vista de la idiosincrasia
chilena, se pueden encontrar vestigios de la presencia británica en Chile a
doscientos años de la independencia nacional. La influencia que muchos
súbditos de su majestad británica ejercieron en variados ámbitos de la vida
nacional durante los siglos xix y xx, una vez que Chile les abrió sus puertas,
puede verse en estos dos ejemplos que, aunque anecdóticos, reflejan lo
que ha sucedido con el aporte cultural británico a nuestra identidad nacio-
nal: éste fue fácilmente asimilado por los chilenos en la convivencia del día
a día, por lo que se hace dificultoso a veces aislarlo.
Podríamos comenzar señalando la admiración de Bernardo O’Higgins
por Inglaterra, donde pasó un tiempo decisivamente influyente para su
ideario político. Fue él mismo quien promovió la venida de ciudadanos
británicos a nuestras costas, dándoles las garantías para el desarrollo del
libre comercio, pensando en ellos como impulsores del progreso en un
Chile que venía liberándose del yugo español que lo había mantenido al
margen de la modernidad. Incluso, pensó en traer colonos escoceses a
Chile, lo que no fue bien visto por la Iglesia Católica, previendo la llegada
del protestantismo con ellos.
El papel que tuvieron destacados hombres de mar en la independencia
fue notable. Es innegable la influencia que la marina real ha tenido sobre
la armada chilena. El emblemático lord Thomas Cochrane llegó a Chile en

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diciembre de 1818 a hacerse cargo de la armada dirigida por Manuel Blan-


co Encalada. En el ejército patriota participaron el coronel William Miller,
John O’Brien, Arthur Wavell, William de Vic Tupper, Charles O’Carroll, John
Macken­na, James Paroissien, Thomas Sutcliffe y Thomas Leighton, entre
otros. En tanto, en la armada, bajo las órdenes de Thomas Cochrane, des-
tacan Gerge O’Brien, Martin Guise, los capitanes Grenfell, Crosbie, Carter
y Cobbet, el almirante James Bynom, Robert Simpson y John Williams, ade-
más de muchos otros que contribuyeron a forjar la historia naval chilena.
Cuando Chile, recién separado de España, buscaba ser reconocido por
el mundo, y debido al alto número de ciudadanos británicos que llegaban
al país atraídos por las oportunidades económicas, Su Majestad Británica
envió en 1823 a un representante acreditado, el señor J.R. Nugent, con el
objetivo de preparar el camino para reconocer oficialmente la indepen-
dencia de Chile, lo que ocurrió efectivamente en 1825.
Indirectamente, la bienvenida a ciudadanos británicos llevaba implíci-
ta la aceptación de la cultura inglesa, lo que sirvió para que Chile se abriera
de manera más tolerante a creencias distintas de las que habían imperado
en los siglos anteriores. Valparaíso fue pionero en muchas materias. Mu-
chos ingleses instalados primeramente en este puerto quisieron practicar
el anglicanismo y educar a sus hijos a su manera. La iglesia anglicana nació
tempranamente en Chile. Existen registros de que el servicio anglicano
comenzó a ser leído al interior de residencias particulares de los cerros
Alegre y Concepción en 1825, aunque todavía no existía libertad de culto
ni de enseñanza. También se organizó la Union Church, uniendo a otras
384 denominaciones protestantes. Sólo en 1865 un artículo interpretativo de
la Constitución de 1833 vino a permitir la libertad de culto y educación,
aunque sólo en recintos privados. Esta ley vino a reconocer una situación
que ya se daba de hecho, puesto que en 1858 se había levantado la actual
iglesia anglicana Saint Paul’s del cerro Concepción y en 1857 habían sur-
gido las bases del actual Mackay School, el colegio británico más antiguo
del país.
Hay que destacar el aporte al comercio que hicieron muchos británi-
cos instalados en los puertos chilenos: en Punta Arenas, Concepción, Co-
quimbo, Antofagasta e Iquique, pero especialmente en Valparaíso a contar
de la década de 1820, modernizando absolutamente el sistema comercial
colonial. Como lo ha señalado Eduardo Cavieres, las firmas comerciales de
Valparaíso actuaban como verdaderas agencias de casas matrices extran-
jeras, por lo que gozaban no sólo del crédito que necesitaban sino, ade-
más, por actuar por cuenta propia, recibían doble ganancia proveniente
de comisiones y utilidades. Junto con ser casas de comercio, manejaban el
tráfico y el crédito internacional, cumplían la función de comisionistas, im-
portadores y exportadores, agentes de seguros y embarques, banqueros,
y también poseían acciones en compañías chilenas y en otras extranjeras
que operaban en Chile. Hoy, Chile goza de una economía fuerte, en cuya
temprana modernización participaron extranjeros, muchos de ellos britá-
nicos, y sus descendientes en el siglo xix.
El éxito económico alcanzado por muchos ciudadanos británicos asen-
tados en Chile, a través del comercio, la industria y la minería, les permi-

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tió alcanzar prestigio social y relacionarse con las elites locales, a quienes
hicieron partícipes de sus costumbres y de sus instancias de sociabilidad.
El aprecio por la vida al aire libre, los clubes y las agrupaciones deportivas
son un buen ejemplo de esto, perfectamente visible en la actualidad.
Tal vez el más importante, para ver cómo las costumbres británicas
fueron penetrando en los criollos, fue el Valparaíso Sporting Club. La hípi-
ca nacional, comparsa del rodeo y las carreras a la chilena, encuentra sus
orígenes en los británicos asentados en Valparaíso y luego en Viña del Mar.
El Valparaíso Sporting Club, que tiene sus raíces en el Valparaíso Cricket
Club fundado en 1860 en Quebrada Verde, nació en Viña del Mar en 1882,
a partir de una iniciativa mancomunada de ingleses y chilenos, destacando
la de A.L.S. Jackson, quien debiese ser reconocido como un precursor del
deporte en Chile. El tradicional Derby, la mayor fiesta de la hípica nacional
y que se desarrolla con transversalidad social hasta hoy, se corrió por pri-
mera vez en 1885, siguiendo el ejemplo de la carrera inglesa.
Muchos deportes surgieron en Chile por iniciativa de ciudadanos bri-
tánicos y sus descendientes anglo-chilenos arraigados en Chile. Ahora que
nuestro país cumple doscientos años de vida independiente, vemos que
entre los deportes más practicados o, al menos, más vistos, están el fútbol
y el tenis, que realmente han llegado a convertirse en espectáculos masi-
vos, cuyos máximos exponentes se configuran hoy como modelos para
niños y jóvenes. En la última década hemos visto cómo Marcelo Ríos, Ni-
colás Massú o Fernando González han representado dignamente a Chile
frente al mundo.
El club de tenis más antiguo de Chile e, incluso, de Latinoamérica, el 385
Viña del Mar Lawn Tennis Club o Club de Tenis Inglés, surgió en Valparaí-
so, en el sector de Las Zorras, hacia 1864, por iniciativa de la comunidad
británica residente. Cuando nació el Valparaíso Sporting Club en Viña del
Mar, éste se trasladó a sus terrenos, donde se inauguró formalmente en
1885. Por su parte, Los Leones Tennis Club, en Providencia, fue fundado
en 1913 por miembros de la comunidad británica de Santiago.
En lo que respecta al golf, el primer club también nació entre los “grin-
gos” del cosmopolita Valparaíso del siglo xix: el Playa Ancha Golf Club.
Posteriormente, en 1897, surgió el Valparaíso Golf Club, también en los
terrenos del Valparaíso Sporting Club. Con el tiempo éste se transformó
en el actual Granadillas Country Club, cuyas actuales dependencias se inau­
guraron en 1922. Santiago no quiso quedarse atrás y, en medio de las cele-
braciones del centenario de la República, en 1910, se fundó el primer club
de golf de la ciudad: el Club de Golf Los Leones, también por iniciativa de
anglo-chilenos. No se puede dejar de mencionar la fundación del Maga-
llanes Golf Club en 1917 en Punta Arenas, el más austral del mundo. Por
su parte, cuando el príncipe de Gales, Edward of Windsor, visitó Chile en
1925, puso la primera piedra del Prince of Wales Country Club, el segundo
de la capital.
En su novela Hijo del salitre, Volodia Teitelboim cuenta la anécdota
de un ingeniero en minas de origen inglés que jugaba polo en la pampa.
Un deporte entonces considerado excéntrico, sin embargo, penetró en
nuestro país como un deporte de elite que hasta hoy conserva un marcado

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carácter inglés. No ha sucedido lo mismo con el cricket, muy poco prac-


ticado en el Chile de nuestros días, a pesar de que fue el primer deporte
británico practicado en nuestro país, cuando marinos ingleses lo jugaban
en los cerros de Valparaíso en la primera mitad del siglo xix. El primer par-
tido jugado por un equipo de Valparaíso se llevó a cabo en 1863, cuando
residentes locales enfrentaron al equipo conformado por hombres de los
buques de Su Majestad Británica Sutley, Clio y Caribdis. Éste fue derrota-
do por el plantel local, lo que motivó la fundación, en la cumbre del ce-
rro Alegre, del Valparaíso Cricket Club, el club británico de deportes más
antiguo de Chile y punto de partida del Valparaíso Sporting Club de Viña
del Mar.
Pero, sin duda, es innegable lo profundo que el fútbol ha penetrado en
nuestra idiosincrasia chilena. Y no sólo el de clubes. La “pichanga” de ba-
rrio y el fútbol de potrero son típicos cuadros chilenos de hoy, y sus oríge-
nes también se pueden encontrar en los ciudadanos británicos que llega-
ron a las costas de Chile hace un par de siglos. El interés por este deporte
se extendió rápidamente. Un domingo sin fútbol hoy es casi inconcebible
para muchos chilenos. En 1882, se inauguró la primera temporada de jue-
gos interclubes en el parque Cousiño de Santiago. John Ramsay, “el padre
del fútbol chileno”, fue el astro del Club Atlético Unión, con equipos como
National o Thunder de Santiago, que atrajeron a las multitudes al Parque
y a la Quinta Normal. Pero los equipos de provincia no se quedaron atrás,
menos considerando la cantidad de “gringos” que había en distintas ciuda-
des portuarias del país. En Coquimbo, el equipo formado por el industrial
386 Mr. Steel, en un tiempo derrotó a todos sus contendores, como ocurrió
también con el English, equipo de Concepción, compuesto íntegramente
por residentes británicos. En Valparaíso, en 1889 se fundó el Valparaíso
Football Club, formando parte del ya referido Valparaíso Cricket Club.
Estas notas sólo pretenden poner en valor parte del aporte que los
ciudadanos británicos y sus descendientes anglo-chilenos hicieron, tras la
independencia, a la identidad chilena, incorporando algunas actividades,
formas de sociabilidad y manifestaciones cotidianas a la manera de ser del
chileno de hoy. Al igual que los británicos, las distintas comunidades ex-
tranjeras que surgieron en Chile desde el siglo xix han colaborado de una
u otra manera a forjar nuestro Chile del bicentenario, al integrarse al sus-
trato criollo, por medio de procesos diversos de transculturación que se
pueden constituir en objetos de estudio.

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

Carácter de una independencia:


¿mito; símbolo, realidad o ambos?

Patrick Puigmal
Universidad de Los Lagos

E s común, aun a doscientos años de distancia de los hechos, considerar-


los sin, justamente, lo que permite el pasar del tiempo: la relatividad
de los símbolos, el distanciamiento con el entorno en el cual se desen-
387

cadenaron, la mirada exterior (no la del testigo ni del actor), el análisis


permitido por la inserción en una cultura diferente, descontextualizada
y la posibilidad de entregar visiones distintas sin poner en riesgo el buen
desarrollo de estos procesos.
Es preocupante, y esto no deja de ser extraño, darse cuenta de la po-
breza de la producción cognitiva en materia de independencia durante
estos diez últimos años. Es como si la historia social, en particular, pero
no exclusivamente, con su base en la escuela francesa de los Anales había
borrado o, más bien, puesto una capa de plomo sobre el estudio de la
formación del Estado moderno en Chile a través de su lucha por la inde-
pendencia.
Nuestras investigaciones en el marco de proyectos aprobados tanto
por la Universidad de Los Lagos como por la Comisión Nacional de Inves-
tigación Científica y Tecnológica a través del proyecto del Fondo Nacional
de Desarrollo Científico y Tecnológico “Influencia militar francesa durante
la independencia de Chile, Argentina y Perú (1810-1830)”, 2005-2006, nos
han facultado para abrir este espacio, permitiendo volver a apoderarse de
dos campos extremadamente cercanos al período evocado: la creación del
Chile moderno y el componente militar como actor indispensable y pri-
mordial de dicha creación.
Entendemos que la historia reciente de Chile (calificamos así el perío-
do entre los años setenta y ahora) contextualizó de manera un tanto par-

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ticular el trabajo de los estudiosos contemporáneos, dejando, en general,


estos dos campos en manos, por una parte, de historiadores de corrien-
te conservadora y nacionalista, y, por otra, de historiadores militares. No
queremos, a través de estas líneas, menospreciar el trabajo de éstos; han,
indudablemente, permitido la creación o el mantenimiento de una visión
histórica tan válida como muchas otras. Pero, y que sea esto voluntario o
no (no es acá el lugar adecuado para este debate), no hubo, justamente,
mucho espacio para desarrollar otras visiones. A nuestros ojos, muchos
historiadores, en razón de esta contextualización, se concentraron en los
estudios coloniales o económicos, y, otros, se apoderaron de la historia
social como una forma de resistencia u oposición.
Sergio Vergara, Patricio Quiroga, Cristián Guerrero Lira, Felipe del So-
lar o Gabriel Salazar (este último a través en particular de su más recien-
te publicación Construcción de Estado en Chile, 1800-1837), entre otros
historiadores, han trazado o trazan el camino hacía un redescubrimiento
historiográfico de este período. Cada uno lo hace desde su perspectiva,
a partir de su formación y propone su interpretación, sea ésta resultado,
entre otros temas, de la historia social de los militares, de las influencias
militares (española, alemana, francesa), del proceso de construcción del
Estado moderno, del papel tanto de la masonería como de la contrarre-
volución.
Una de las particularidades del estudio de este período resulta ser la
internacionalización tanto de sus fuentes como de los investigadores: no
se puede estudiar la independencia de Chile sin recurrir a archivos ar-
388 gentinos, españoles, estadounidenses, británicos o franceses; no se puede
tampoco no tomar en cuenta los trabajos extranacionales recientes, por
ejemplo, los de Eric Saugera en Estados Unidos, Walter Bruyère-Ostells y
Fernando Berguño en Francia, Emilio Ocampo en Argentina o Felipe An-
gulo en Colombia. Nos dan esta visión exterior, parafraseando a Simón
Collier, tan indispensable a la comprensión de estos fenómenos.
Lo que queremos decir es que no estamos frente a un evento exclusiva-
mente nacional en su origen ni en su desarrollo, tampoco en su resultado
final. Sin la contextualización política, filosófica, social o militar internacio-
nal, no se logra entender el trasfondo y la real magnitud del cambio que se
produce en Chile entre 1810 y 1830. Como Enrique Moradiellos en El ofi-
cio del historiador, pensamos que del mismo modo que los historiadores
prusianos de la segunda mitad del siglo xix, Berthold Niebuhr y Theodor
Mommsen, los historiadores chilenos de la misma época, entre otros Ben-
jamín Vicuña Mackenna y Diego Barros Arana, consideraban su obra como
una contribución a la construcción de un estado nacional. Igualmente ocu-
rrió en el mismo contexto con los historiadores franceses François Guizot,
Adolphe Thiers o Alphonse Lamartine. No se trata, a través de esta última
frase, de una crítica hacia sus trabajos, más bien, como lo decíamos en la
primera parte de este texto, de entender, por lo menos, sus intentos de
no poner en riesgo el proceso en curso, además, probablemente, de con-
siderarse como actores de esta misma construcción. De hecho, afirmamos
que el historiador, sin importar su origen geográfico, participa durante esta
segunda parte del siglo xix, es decir, en el momento de la confirmación de

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los Estados modernos, en la creación de los símbolos a través de los cua-


les los pueblos se identificaron con la entidad nueva para, a partir de esta
caracterización, transformarse en unas naciones: bandera, himnos, hitos
militares de relevancia, etc... Es decir, en el caso de nuestro país –a pesar
de nuestro origen foráneo, nos sentimos profundamente identificados con
este país–, se llevó a cabo una chilenización organizada y científica de los
acontecimientos y de su relevancia. ¿Cómo, por ejemplo, y para graficar lo
afirmado, podemos entender la casi total ausencia del tema indígena en es-
te contexto? ¿Acaso, no existieron indígenas oponiéndose o apoyando este
proceso cualesquiera sean sus razones?
Dejamos un momento el discurso para abordar algunos datos relativos
a nuestra investigación, los cuales nos permiten desmitificar este movi-
miento: el 90% del ejército de liberación de Chile en 1817 no es de origen
chileno, 11% de los miembros del Estado Mayor General de José de San
Martín son oficiales napoleónicos, la plana mayor completa de la primera
escuela militar está exclusivamente formada por el mismo grupo, el 90%
de los oficiales de la armada son británicos, el diseñador de la bandera
nacional, todavía vigente, es un oficial napoleónico de origen español, el
primer profesor de navegación de la escuela náutica de 1823 es un marino
francés, el primer jefe de la armada y capitán del puerto de Valparaíso es
también un francés, la base teórica de la enseñanza de la escuela militar la
constituye la obra organizacional y estratégica de Napoleón Bonaparte...
Podríamos seguir listando hechos e hitos, los cuales, por lo menos en el
campo militar, revelan una yuxtaposición de influencias y movimientos
que no tienen obligatoria relación con fenómenos locales o nacionales, 389
para utilizar una terminología moderna.
Nuestra interrogación sobre el carácter real de la independencia chi-
lena se fundamenta, además de lo ya expuesto, en varios otros elementos
participativos de este proceso: por ejemplo, en un primer tiempo, el papel
de la masonería o, más bien, de las masonerías: las oficiales sean inglesas,
españolas, francesas o estadounidenses, o las irregulares como la logia
lautarina. El desarrollo y la activa presencia de estas agrupaciones y de
sus miembros (no todos chilenos) en los acontecimientos conducentes
a la independencia nos llevan, a partir de su origen filosófico, ideológico
y político, a matizar su carácter nacional. Por otra parte, las diferencias,
tanto fundamentales como estratégicas o geográficas, entre estas logias
nos aclaran sobre las oposiciones sistemáticas entre José de San Martín y
los masones franceses en América Latina, llegando a la expulsión casi ge-
neral de estos últimos, sirven también de tentativa de aclaración, además
del quiebre político entre ellos, a la pugna fatal entre los “hermanos in-
gleses” Bernardo O’Higgins y José de San Martín y el “hermano español”
José Miguel Carrera, y permiten entender los asesinatos de los Carrera y
de Manuel Rodríguez.
En un segundo tiempo, la presencia en todo el continente sudame-
ricano de oficiales napoleónicos, desde México hacia Chile, hasta 1821
(un porcentaje no menor de ellos se va después de esta fecha, la cual co-
rresponde al fallecimiento de Napoleón Bonaparte en exilio), su actuar
muy cercano a los líderes de la emancipación, no puede no relacionarse,

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a nuestros ojos, con la posibilidad (utilizamos esta palabra en vez de pro-


babilidad porque, hasta ahora, falta mucho como para confirmar esta hi-
pótesis, no obstante, factible) de un plan de envergadura continental para
hacer escapar a Napoleón Bonaparte de la isla de Santa Helena e instalarlo
en esta zona. Personajes como Thomas Cochrane y Michel Brayer en Chi-
le, Maurice Persat en Colombia, Francisco Xavier Mina y Josep Sarda en
México, Paul Latapie y Pierre Raulet en Brasil, Ambroise Cramer y Frederic
de Brandsen en Argentina, entre otros, además de muchos diplomáticos
asustados (por ejemplo, el francés Jean Hyde de Neuville, el español Luis
de Onis, el ruso conde Balmain y, por supuesto, muchos ingleses), hacen
en muchas ocasiones referencia a esta posibilidad, en algunos casos para
apoyarla, en otros, para evitarla. Entonces, aunque participen muy activa y
eficazmente a los procesos de emancipación, es factible imaginar o situar
este actuar en un contexto muy diferente, el cual, si bien tiene relevancia
en el ámbito nacional, estaría motivado por razones ajenas a esta realidad
tanto geográfica como política.
Vemos, entonces, la independencia de Chile como un acontecimiento
poco original, que puede ocurrir de igual forma en un sin fin de países en
la primera mitad del siglo xix, sin, por supuesto, ignorar los matices pro-
piamente locales. El mundo occidental sigue en ese entonces un camino
idéntico, empezando desde Estados Unidos y Francia, y llegando a la crea-
ción de Alemania e Italia, integrando la casi totalidad de los países ameri-
canos sin olvidar intentos similares, aunque fracasados en España, Bélgi-
ca, Polonia, Grecia, Piamonte, Portugal, Egipto y Persia. Es decir, estamos
390 frente a una evolución civilizacional, mucho más que local o nacional, y
una de sus principales características es, justamente, la construcción de
estructuras nacionales como método de organización del mundo nuevo.
En este sentido, lo que está ocurriendo en Chile se inserta perfectamen-
te en esta evolución y permite situar, indudablemente, al país dentro del
mundo occidental.
Proponemos, para concluir este texto y darle un sentido historiográfi-
co, para el futuro, siguiendo así la lógica propuesta, dar un nuevo carácter
a la independencia de Chile, acercándola más al resultado de un proceso
general que a un movimiento propiamente local. Nos permitimos genera-
lizar esta afirmación al proceso global de la creación del Estado moderno
en el mundo occidental, poniendo, así, en duda términos como soberanía
o nacionalismo, resultados de una interpretación o de un modelo de cons-
trucción y, en ningún caso, causas u orígenes de tales procesos.
Nos atrevemos a proponer, también, la búsqueda de una nueva ca-
racterización espacial de la historia, la cual, siguiendo de nuevo nuestra
lógica, no encaja en los conceptos, tradicionales y correlativos a la concep-
ción de este modelo, de historia local, historia nacional, historia universal.
Queda por inventar un método de estudio historiográfico, no para borrar
lo nacional, lo regional o lo local, pero para entender estos conceptos
como resultados de fenómenos transversales y, en muchos casos, univer-
sales. No queremos significar con estas palabras que la uniformización o
la “globalización” deben transformarse en la base principal de nuestros
estudios, pero, simplemente, pensamos que, bien entendido y aceptado

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el origen real de nuestra organización humana, permitiría una convivencia


tanto científica como intelectual más armoniosa.
A doscientos años de tales acontecimientos, creemos que ya llegó el
momento para dar un nuevo carácter a la independencia de Chile y, así,
permitir, por fin, separar el mito y el símbolo de la realidad.

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

Historiografía “nacional”
y los desafíos del bicentenario

Fernando Purcell
Pontificia Universidad Católica de Chile

U no de los procesos más significativos que comenzó a experimentar


nuestro país algunos años después de los acontecimientos de 1810,
fue el de la configuración de un proyecto nacional, que se fue consoli-
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dando lentamente, sobre todo después de la independencia de 1818. Los


historiadores hemos ocupado un sitial privilegiado en la conformación
de dicho imaginario nacional, debido a que hemos sido los encargados
de escribir aquellas obras, mayores o menores, que en su conjunto han
marcado un derrotero para el conocimiento de nuestro pasado históri-
co en escuelas y universidades, dejando una huella indeleble en decenas
de generaciones de chilenos hasta hoy, quienes han sido formados desde
pequeños en torno a una conciencia histórica limitada estrictamente a lo
nacional.
Para el medio historiográfico chileno la nación pasó a convertirse tem-
pranamente en el siglo xix, en una unidad de análisis histórico, lógica,
casi natural y prácticamente incuestionable, cuestión que se ha proyecta-
do hasta nuestros días y que responde a lógicas propias de muchas otras
naciones del mundo también. Ha sido tal el peso del fenómeno de cons-
trucción de lo nacional, que los historiadores chilenos no hemos cuestio-
nado en forma profunda y sistemática (sólo aisladamente) los límites que
nosotros mismos hemos impuesto a nuestros objetos de estudio, amura-
llando nuestras investigaciones e intereses y conteniéndolos dentro de lo
sucedido al interior de nuestro territorio nacional. Lo anterior no ha re-
sultado bajo ningún punto negativo, en la medida que nos ha permitido
avanzar en el conocimiento y análisis histórico de fenómenos y procesos
específicos que han marcado nuestras vidas y las de generaciones pasadas,

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entendiendo el peso poderoso que la nación, comprendida como aparato


cultural, ha tenido en lo político, social, económico e, incluso, religioso.
Sin embargo, considero importante el utilizar la coyuntura del bicentena-
rio como una plataforma de reflexión sobre estos temas, que ojalá redun-
de en el fortalecimiento de miradas complementarias y frescas que posibi-
liten entender múltiples aspectos de “nuestra historia”, no sólo desde una
perspectiva nacional sino internacional o transnacional. Lo anterior nos
permitirá ampliar nuestros horizontes para comprender nuestra propia
historia, no desde la perspectiva insular y del aislamiento, sino vinculada
a la de otras naciones o regiones del mundo. Los mares, montañas y de-
siertos no nos han separado del resto del mundo a lo largo de nuestra his-
toria, sino que han servido de lugares de tránsito y circulación de bienes
materiales, personas e ideas. Es urgente, por tanto, hacer nuestras las pa-
labras del historiador estadounidense Richard White, quien ha señalado lo
imprescindible de comenzar a construir puertas y ventanas donde hemos
levantado prioritariamente murallas. Esto último nos llevará a fortalecer
y enriquecer nuestra historiografía y a entender mejor nuestra evolución
histórica en los últimos doscientos años, en un esfuerzo que no debiera
llevar a la negación de la validez de las historias circunscritas a lo nacional,
sino, más bien, a una complementación de aquéllas con nuevas miradas
revitalizadoras y necesarias.

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¿A dónde vamos?
Un ensayo sobre el bicentenario
desde la perspectiva
de la historia ecológica

Fernando Ramírez
Universidad de Chile

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C uando nos preparamos para recibir el bicentenario cabe preguntarme


como ciudadano, ¿tenemos algo que celebrar? Tenemos preguntas y
respuestas pendientes sobre lo acaecido en este nuevo siglo de indepen-
dencia nacional.
En 1912 Federico Albert –uno de los primeros conservacionistas del
país– se preguntaba:

“¿A dónde vamos?... Estamos no trabajando, sino disfrutan-


do el país. Estamos despilfarrando para hacer imposible la
labor en años futuros. Estamos pidiendo al año, no los pro-
ductos del año, sino el capital para empobrecer en años fu-
turos. Estamos pidiéndole al día de hoy, las lluvias, los pas-
tos, los ríos, los invernaderos, las veranadas, los bosques y
las aguas de todo un porvenir... Se desvanece como globo
de jabón nuestro convencimiento íntimo de que somos un
país rico tanto en esencias forestales como también en pes-
ca i caza”.

Casi cien años después, el eco de estas palabras resuena con fuer-
za. Hacia donde observo aparecen los símbolos de una “modernización”
desbocada con empresas mineras que arrebatan las escasas aguas del sa­
lar de Huasco a la comunidad de Pica; o la construcción de un tranque

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para la minería que altera por completo la vida de los agricultores del
valle de Pupio en el curso superior del río Choapa y que como un agre-
gado dramático inundara cientos de lugares con valor arqueológico; o
veo antenas de telefonía en la cima del cerro Santa Inés, el último bosque
relicto de Pichidangui; o llegando a Viña del Mar asoman unas lánguidas
palmas chilenas arrinconadas por una carretera que nos las consideró en
su trazado; o una expansión urbana que hace sucumbir el otrora enhies-
to cerro Manquehue alguna vez cubierto de tupidos bosques; o ingreso
a ese país cubierto de pinos que se nos vienen encima apenas cruzamos
el Maule; o me encuentro con una central hidroeléctrica que arrasó con
el bosque de alerce en Canutillar; o un sin fin de jaulas salmoneras que
pintan de negro el antiguo verdoso mar de Chiloé; o un camino austral
que no respetó las peculiaridades ambientales de Palena y Aysén. ¿Hay
algún chileno de mi generación que no podría agregar otro ejemplo a
esta interminable lista de estropicios? Es posible sostener que cien años
después de las palabras de Federico Albert, seguimos despilfarrando el
territorio.
Estas palabras surgen del desasosiego que he sentido al recorrer mi
país y observar cada vez menos paisajes naturales, cada vez menos bosques
nativos; de haber caminado meses por aquellos lugares donde antes veía
huemules y cóndores, y comprobar que ahora sólo son ocupados por el
silencio; de visitar restos de antiguas actividades económicas que hoy no
son más que ruinas, como en: Contao, Quintay, Humberstone, Guafo, Me-
linka, Calbuco, Sewell, Lota, El Volcán, Juan Fernández, Naltagua, Carrizal,
396 Chaihuín, Quillagua, Lonquimay, Paposo y tantos otros.
Tengo la percepción que en un tiempo mucho más corto que sus pro-
pias vidas, mis hijos y sus hijos recorrerán un país diametralmente distin-
to al que he visto... verán un territorio con sus paisajes originales trans-
formados, artificializados, especializados y degradados para abastecer no
necesariamente a las comunidades locales sino a un puñado de gigantes-
cas empresas (no obligatoriamente nacionales) que están consumiendo la
despensa del patrimonio natural.
Treinta años atrás, cualquiera de nosotros y por cualquier lugar subía-
mos a las cordilleras; en el lugar escogido nos bañábamos libremente en
ríos, lagos y termas; hoy los niños miran los cerros en los que nosotros ju-
gábamos como un paisaje dibujado en el telón de una opereta. Hasta para
mirar el atardecer playero, debemos pagar. Mientras el gobierno prepara la
fiesta del bicentenario, los chilenos comunes y corrientes, los estrictamen-
te desconocidos, los que mañana nadie visitará en sus tumbas, recorremos
un país de alambradas, de modernas autopistas cercadas que cortan fami-
lias, vecindades, comunicaciones.
Caminando por el país se advierte como decía Enrique Mac-Iver en
1900, “que no somos felices”, se nota un malestar en las comunidades
afectadas por los megaproyectos mineros que les privan del agua de rega-
dío, por las centrales hidroeléctricas que los expulsan de las tierras ances-
trales, o por las compañías forestales y de celulosa que les contaminan sus
cultivos o por una expansión urbana descontrolada en Santiago y capitales
regionales que arrinconan a pequeñas comunidades campesinas que no

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tienen oportunidad de reconversión con una modernización que sólo as-


pira a absorberlos o reconvertirlos a una porción de folclorismo.
Estos chilenos, los menos favorecidos por la aplicación de un modelo
económico que no los considera rentables, comprenden tardíamente –y
dramáticamente– que sus formas productivas y su peculiar arraigo al suelo,
al mar, al desierto, a las pampas y a los bosques están condenados a des-
aparecer. A pesar de estos nubarrones tormentosos que se acercan, estas
comunidades insisten en mantener su identidad y sus territorios.
Abandonados por el Estado protector, convertidos en una molestia pa-
ra el Presidente(a) de turno que sólo se acordará de ellos en una frasecita
electoral, van organizándose, escriben cartas a autoridades que no les res-
ponden, piden audiencias con gerentes que los ignoran, solicitan informa-
ción a científicos que los rehuyen para no comprometer sus fondos de in-
vestigación. Porque académicos, funcionarios de organismos ambientales
y los ingenieros de las empresas intentan principalmente convencerlos de
que la forma de solucionar los problemas del ambiente corresponde a los
técnicos (es decir, a ellos mismos) y que su saber es casi sacro. Con ello
inhiben, desacreditan, manipulan y finalmente no escuchan las peticiones
de las comunidades que asientan sus argumentos en aquello que sus inter-
locutores desprecian: su memoria ambiental.
Por eso se apoyan en organizaciones ecologistas tan débiles como
ellos, cortan los caminos, se organizan las esposas con sus esposos e hijos,
hacen marchas frente a las municipalidades, interrumpen actos oficiales,
se enfrentan a lanchas de la Armada o a las fuerzas especiales de Carabine-
ros. Los mantiene en pie su dignidad, la irritación que les produce haber 397
sido engañados, no haber sido considerados cuando –muy lejos de sus
hogares– se planificaban los proyectos.
Son los pescadores artesanales de Mehuín (contra Celulosa Arauco y
Constitución), los areneros del río Mapocho (contra Costanera Norte), los
vecinos de La Reina (contra la autopista que les cortara su comuna), los co-
muneros de Caimanes (contra la minera Los Pelambres), los cereceros de
Rutralco (contra Arauco S.A.), los mapuches de Quilaco (contra la Compa-
ñía Manufacturera de Papales y Cartones), los jóvenes de Aysén (contra el
Proyecto Alumysa y Empresa Nacional de Electricidad Sociedad Anónima).
Son los chilenos del bicentenario ambiental. Revitalizando antiguas formas
comunitarias se preparan a resistir, ansiosos de justicia ambiental, recla-
mando por una porción del territorio (que suponíamos era para todos);
quieren gozar de un río limpio donde su hijos se zambullan; desean un aire
limpio que no mate los cerezos, los viñedos, los huertos familiares; deman-
dan que no dejen a los aymaras sin agua, a los chilotes sin el bordemar, a los
pirquineros sin mineral, a los vecinos sin vecindad. En verdad, sólo claman
justicia, que se cumpla el derecho a vivir en un ambiente libre de contami-
nación, el derecho a una vida de calidad que garantiza la Constitución.
¿Quiénes devolverán limpias las contaminadas aguas del río Loa?
¿Quién retirará las barreras de los resort de La Serena que impiden reco-
rrer libremente el litoral? ¿Quién barrerá los relaves que dejó la minera
Pudahuel a la salida de Santiago? ¿Quién traerá de vuelta a las ballenas de
Quintay? ¿Quién nos devolverá las nubes blancas que formaban las garzas

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en el Mataquito que en las tardes de verano se dirigían a Iloca? ¿Quién


permitirá que el orgulloso Biobío baje de las lagunas sin tropezar con las
centrales hidroeléctricas? ¿Quiénes restaurarán los alerzales de Contao y
Cochamó?
Si el país del bicentenario se “construyó” entre todos como dice el
gobierno, aun cuando la mayoría de los chilenos no participó directa ni
indirectamente en la idea y la decisión de “modernizarnos” sin considerar
los daños sociales o ambientales, ¿los daños infringidos por esta “moder-
nización” inconsulta serán restaurados por todos?
Un editorial mercurial de junio de 1999 se preguntaba: “Pero, ¿quién o
quiénes fueron los bárbaros que cometieron ese ‘foresticidio’?” (se refería
a la pérdida del bosque nativo). A renglón seguido se respondía: “No hay
ni un solo nombre de responsables, pues se perdieron en el túnel de la
historia. Como en Fuenteovejuna, no fue uno el culpable, sino todos”. Un
alumno, al comentar estas afirmaciones, me decía: “profesor, me gustaría
que lo explicara más dilatadamente, porque yo no me siento incluido en
ese nosotros que implica ese editorial y yo no he tumbado ni un solo qui-
llay y no he degradado ningún suelo”.
Difícil respuesta se me solicitaba porque el modelo de “moderniza-
ción” que se nos impone, incluye una perturbadora transformación que
Eric Hobsbawm describe como la:

“desintegración de las antiguas pautas por las que se re-


gían las relaciones entre los seres humanos y, con ella, la
398 ruptura de los vínculos entre generaciones, es decir, entre
presente y pasado... una sociedad de esas características,
constituida por un conjunto de individuos egocéntricos
completamente desconectados entre sí y que persiguen
tan sólo su propia gratificación (ya se le denomine benefi-
cio, placer o de otra forma) estuvo siempre implícita en la
teoría de la economía capitalista”.

En definitiva, el propósito implícito –le sostuve a mi alumno– de es-


tablecer una inmunidad en la historia ambiental del país es porque para
estos “modernizadores” el paisaje, la naturaleza no constituyen parte del
territorio y de la identidad de la comunidad, sino mercancía que entregará
utilidades. Es la doctrina de la inmediatez, del presente como totalidad,
quienes la sostienen pregonan que la preocupación por el pasado es dete-
nerse, anquilosarse y que finalmente se puede convertir en algo peligroso
para los inversionistas. La conformación de una memoria ambiental levan-
tará las identidades locales, las vinculaciones con el territorio ancestral,
generará resistencias.
Mucho antes que me sentara a escribir este desasosiego, un lejano año
1971 el poeta, Luis Oyarzún anotaba una plegaria y se condolía diciendo:

“¿Ante quién habrá que rendir cuenta de tanto cerro ara-


ñado por la erosión con todos sus panes y pájaros menos,
de tantas tierras enrojecidas sin árboles ni cantos, de tanta

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quebrada seca, de los alerces quemados, de las araucarias


abatidas para siempre sin que nada las reemplace? Sólo cla-
ma justicia tanta tierra descuidada, perdida, estrujada; tan-
to bien de todos que se fue derecho al mar”.

¿Estamos pensando celebrar las formas, los medios y los motivos por
los cuales –en este siglo– hemos transformado y degradado la naturaleza y
los paisajes nacionales hasta el punto que ya nos cuesta reconocer el país
de nuestros abuelos?
Como si fuera un funeral, en la tarea escolar, en la reunión familiar, en
programas culturales de televisión, en separatas de diarios adornadas con
viejas fotografías vamos rescatando la memoria ambiental. Relatamos a los
pequeños que ayer hubo horizontes con arreboles, pájaros que nos can-
taban en la ventana, ríos no contaminados, pesca abundante, que desde
la plaza de Armas de Santiago se podía ver la cordillera de los Andes, que
frente a la ciudad alcanza una altura de dos mil metros.
Nuestros bosques eran el lugar de inspiración de poetas; Pablo Neruda
escribió “quien no conoce el bosque chileno, no conoce este planeta”. El
otrora significativo escudo nacional se cae a pedazos: huemules y cóndo-
res en vías de extinción y la frase representativa podría ser “por la propie-
dad privada o las concesiones”.
Es que en nombre del “crecimiento económico” estamos mutando
nuestro rostro natural, pareciera que cada oleada modernizadora la asen-
tamos en el mito fundante de poseer un territorio inagotable en recursos,
pensando que la naturaleza se recuperará sola de cada nueva agresión a la 399
que la sometamos.
Al preguntar por estos cambios al ciudadano cercano –exclusivamente
ilustrado por los medios de comunicación– responde sin gran convicción
que ha escuchado que éstos son los costos a pagar para llegar al “desarro-
llo” o para continuar “creciendo”. Respuesta del todo tranquilizadora si
pudiéramos realmente saber que ahora somos más desarrollados y creci-
dos. Este modelo económico, ¿nos ha hecho más felices a la mayoría? ¿So-
mos más dueños de nuestro país?
Pareciera que vivimos como una sensación colectiva de ser arrastrados
por una ola gigantesca (llamada modernización), de la cual no podemos
escapar y que ni siquiera nos deja tiempo para secarnos cuando ya nos re-
vuelca nuevamente. Cada nueva “idea” de la “modernización económica”
ha significado menos territorios para todos, más suelos para los dueños
de las grandes plantaciones de pinos, más privilegios para las compañías
pesqueras, más propiedad sobre las aguas y accesos a las montañas para
las compañías mineras extranjeras y ahora nos informan que cada curso
de agua austral será para las compañías de electricidad. ¿Dónde vamos a
parar?
El Chile “oficial” parece hipnotizado por una corriente avasalladora
de “moder­nización”. Durante las últimas décadas, los medios de comuni-
cación de masas, los dirigentes empresariales y principalmente los gober-
nantes han proclamado profusamente las bondades y proyecciones que
representan para el país el proceso de apertura económica, la inserción en

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los mercados internacionales, la incorporación a tratados de libre comer-


cio y otros indicadores que se consideran como verdades inobjetables del
crecimiento y el desarrollo nacional. Un “orgulloso” empresariado nacio-
nal desprovisto de memoria histórica, ahora se vanagloria de sus logros, de
sus metas y de su capacidad, olvidando intencionadamente que una parte
significativa de la infraestructura del país es el legado del Estado que ahora
tanto vilipendia, que ayer estaba en la fila de peticiones de créditos Corpo-
ración de Fomento y que de no mediar las negligentes privatizaciones, la
desrregulación y desprotección a la mano de obra y los recursos naturales
verificados durante el régimen de Augusto Pinochet, hoy no tendría mu-
cho que celebrar.
El soporte principal de este discurso triunfalista radica en cifras que
señalan que la economía ha crecido en el período 1988-2006 a una tasa
promedio del 6% anual y se proyecta que para el año 2010 las exporta-
ciones se empinarán por sobre los US$45.000.000.000 (muy lejos de los
US$1.309.000.000 de 1973 o los US$8.049.000.000 de 1985 y más del doble
de los US$20.440.000.000 exportados el año 2000). Estas cifras, acompa-
ñadas de otros parámetros, permitían augurar a principios de la década de
los noventa, que el producto interno bruto de US$2.380 per cápita en 1985
llegaría a US$16.000 en el año 2020. Con este logro culminaría el sueño
más esperado de la parte más rica de la sociedad chilena, salir estadística-
mente del tercer mundo. Así se fue construyendo un discurso público-gu-
bernamental de tipo exitista y autorreferente que pregonaba un “futuro es-
plendor” y que de tanto insistir margina, en la práctica, cualquier reflexión
400 divergente.
Desde la vereda histórico-económica-ambiental se advierte que las ex-
portaciones chilenas, iniciando el siglo xxi, se componen de un 51% de
recursos naturales no procesados, un 36% de recursos naturales procesa-
dos y sólo un 13% corresponde a productos industriales. Se puede colegir
entonces, que el llamado milagro económico parece tener como principal
novedad macroeconómica el haber ampliado la oferta de recursos pasan-
do de una economía de los años setenta, basada casi exclusivamente en
las exportaciones de cobre y algo de hierro, a una canasta en que hemos
volcado harina de pescado, frutas, salmones, celulosa y astillas.
De la vieja despensa compuesta por nuestros ecosistemas obtenía-
mos minerales, extrayéndolos de sus anaqueles subterráneos. Ahora bajo
la dirección de un empresariado nacional ambicioso, sin escrúpulos am-
bientales, soberbio ante la demanda social y coludido con el capital trans-
nacional, apoyado por un Estado sin doctrina de bien común y con perso-
nalidad suicida, han abierto las cajoneras superiores, las alimentadas por
el Sol y el oxígeno y están arrasando con el mar, los suelos y los bosques
nativos. ¿A dónde vamos?
La tarea es grande y corresponde a los que escribimos en esta genera-
ción y a los que nos siguen y a los que celebrarán un tercer siglo de inde-
pendencia. Nos duele la patética destrucción que les estamos heredando
a los chilenos del futuro, actuando durante el siglo pasado de un modo
tan destructivo con la naturaleza. Debemos saber y aprender que si en el
pasado reciente no hicimos mucho por evitar las heridas a la tierra, si no

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detuvimos a tiempo la contaminación de los ríos y lagos, si no trabajamos


para que volvieran “los hermanos menores” (como les decía san Francisco
a los animales), si le estamos pidiendo prestado al futuro, la energía, el
suelo, el aire para “gozar” nuestro tiempo, los que pagarán la deuda am-
biental son nuestros hijos y la continuarán pagando y maldiciéndonos los
que todavía no llegan.
No faltará el sabiondo o aquellos favorecidos desde siempre que sos-
tengan que soy apocalíptico, que el futuro es promisorio, que la tecnolo-
gía todo lo puede y que finalmente el dinero lo salva todo.
Si le hubiesen dicho a nuestros abuelos que en los mares de Chile los
peces escasearían por sobrepesca y cada especie debería ser protegida con
vedas, que los bosques nativos –salvo los de parques nacionales– desapa-
recerían en la próxima década, que el 80% de la fauna nativa se encontraría
en estado de peligro por la destrucción de sus ecosistemas, que la erosión
afectaría dos tercios del territorio, que una a una irían desapareciendo las
pequeñas comunidades del altiplano, que los pinos cubrirían casi todo el
sur, que en algunos valles hasta respirar sería peligroso por la contamina-
ción minera, que hasta para mojar los pies en un lago habría que burlar un
letrero que dice “propiedad privada”, ellos no habrían dicho que anunciá-
bamos una especie de fin de mundo que nunca llegaría, pero llegó.
Cuando nos preparamos para recibir el bicentenario, cabe reflexio-
nar sobre la posibilidad de refundarnos, de reestablecer una relación más
constructiva con el territorio y con la naturaleza como lo están haciendo
esas comunidades que resisten esta modernización inconsulta. Si recorre-
mos el país y conversamos con las personas afectadas por los megapro- 401
yectos, por la falta de una verdadera política ambiental pública, podremos
encontrar las respuestas en ellos.
Esperamos que el nuevo siglo, no vaya sin la gente ni la ecología.

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Pensando la historiografía
del mañana

Julio Retamal A.
Universidad Andrés Bello

S e nos ha invitado a reflexionar acerca de la Historia, teniendo como


marco de referencia la celebración del bicentenario de la indepen-
dencia de nuestro país. Nada más complejo y difícil sobre todo porque la
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fecha de conmemoración no hace sino cortar la historia de Chile partién-


dola en dos etapas que, muchas veces, se leyeron como irreconciliables.
Para algunos historiadores, Chile empieza en 1810; para nosotros, Chi-
le empieza en 1540 (llegada de Pedro de Valdivia) o aun en 1520 (descu-
brimiento del estrecho de Magallanes) y el año de 1810 es sólo un hito
referencial del acontecer político institucional del país.
En 1810 nada cambió en lo social o en lo cultural profundo. La vida
cotidiana, las costumbres y sobre todo las personas no cambiaron en su
ser fundamental y, por ello, mirar 1810 como una partida, como un ini-
cio, nos parece ilógico y falto de perspectiva.
Aunque estamos conscientes de que, en un mundo global, la histo-
ria total y universal al viejo estilo ya no es posible porque la diversidad
y la identidad de todos los pueblos no caben en un análisis integrador y
porque entendemos que los procesos tienen inicio y término y que las
historias de grupos, de sociedades y de personas tienen un espacio abso-
lutamente finito. Muchas veces los procesos concomitantes en él tienen
término cronológicamente distante uno de otro y viceversa, procesos que
emergen en distintos momentos históricos, mueren juntos.
Es que la Historia es siempre necesariamente finita, no sólo en su te-
mática de investigación y análisis sino, también, en que la finitud alcanza
a quien la analiza y estudia.

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historiadores chilenos frente al bicentenario

Comprender la historia de Chile en su totalidad nos remonta al pasado


hispánico de nuestro país, aunque es posible que, en determinados espa-
cios regionales de nuestro territorio, la historia de Chile vaya aún más atrás
en el tiempo remontándola a la presencia de las culturas aborígenes.
La historiografía que viene deberá ser una historiografía diversa, par-
cial, microhistoria, segmentada y no globalizada, porque el intento de la
totalidad y de la universalidad no corresponde, pues no es factible asirla
completamente. Las historias de vida y de grupos o segmentos de la so-
ciedad será la que más proliferará y las muestras de casos particulares, no
siempre ejemplarizadores de lo que ocurrió en el pasado, serán abundan-
tes por lo cual los intentos por presentar totalidades cada vez serán más
escasos y difíciles.
La perspectiva de la Historia necesariamente será distinta y la interpre-
tación del pasado se verá diversa.
La posibilidad de nuevos análisis y la utilización de nuevas fuentes,
aportarán mejores ideas y las generaciones venideras –usando las herra-
mientas que les proporcionará el necesario desarrollo tecnológico– ensa-
yaran líneas historiográficas sorprendentes y conducirán el conocimiento
histórico a un mayor grado de certeza en la interpretación.
Pero si esas herramientas tecnológicas ayudarán al conocimiento, éste
no será posible si los jóvenes estudiosos no revisan lo ya construido, si no
manejan la bibliografía existente. Despreciar lo realizado por los anteceso-
res es despreciar la Historia y creer que la ciencia empieza con uno. Eso sólo
significa que los jóvenes deberán re-estudiarlo todo y, por lo mismo, come-
404 ter de nuevo errores ya superados por la historiografía. Nadie puede preten-
der ser el único y nadie puede pretender ser el fundador del todo.
Las historiografías nacionales, localistas y de grupos no tienen sen-
tido sino se relacionan con el todo o al menos no se intenta mostrar la
inserción de la parte en el todo. Un mero expediente judicial no hace la
realidad, pero inserto en una contextualidad más general cobra vigencia y
puede llegar a ser relevante.
El dominio de la microhistoria no puede superar los intentos explica-
tivos de mayores totalidades porque esas totalidades se nutren de los pe-
queños y porque lo micro se inserta necesariamente en lo macro.
La presencia de un cambio tan radical en la búsqueda de nuevas ma-
neras de ver la historia creará polémica, atraerá diletantes y la posesionará
como una importante disciplina. Pero al no creer que se construye verdad
y menos verdad total, la historia sólo puede ser conocida parcialmente y
generar una verdad relativa, pues los intentos de universalidad terminaron
definitivamente.
Lo anterior nos permite dimensionar la presencia de una historia local
fuerte y nunca totalizadora; nos permite pensar en historias de familia típi-
cas y atípicas, aunque saber lo que resulta típico será un esfuerzo de esta-
dística que muchas veces no se hará, porque en el reino de lo relativo cada
cual puede sentirse dueño de su propia verdad; nos posibilitará a veces
presentar hechos menudos y evidencias históricas de poca significación
global, pero capaz de ilustrar lo que ocurrió en un momento determinado
en un lugar preciso y concretas.

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

Todo ello es valedero, todo ello es histórico y nuestro esfuerzo debe


encaminarse a exigir veracidad en el uso de las fuentes y un mayor y más
prolijo trabajo de crítica de esas fuentes, y sobre todo, a exigir que el pro-
ceso descrito se inserte adecuadamente en un contexto histórico conocido
que explique, en parte, lo que la fuente permite conocer.
Uno de los esfuerzos más interesantes de los intelectuales de los últi-
mos años es el intento por encontrar una identidad nacional. El esfuerzo
realizado no ha tenido éxito porque Chile, al igual que sus congéneres
iberoamericanos, pareciera carecer de identidad o de algunos elementos
que la signifiquen y le den sentido.
Encontraremos la identidad nacional cuando descubramos que el pa-
sado es diverso, que la Historia está integrada por muchas variables, que
las elites y los marginados son un sólo pueblo y que el acaecer de unos
influye en el acontecer del otro; que no existe historia de mujeres, ni histo-
ria de hombres, ni historia de niños, de jóvenes o de viejos, sino una sola
historia del ser humano.
¿Para qué queremos una identidad como pueblo, si no somos un pue-
blo?
No podemos ser un pueblo mientras el descendiente de indígena re-
chace al descendiente de europeo y éste a aquél, por pruritos raciales, o
cuando el descendiente de africano se siente marginado de todos los gru-
pos; no podemos ser un pueblo mientras las elites oculten su pasado po-
pular por no parecer pueblo y el pueblo intente inventar genealogías para
acercarse a lo que no es; no podemos ser un pueblo, por último, mientras
las fronteras político administrativas dividan a los hombres en chilenos y 405
los demás.
Seremos un pueblo con identidad, cuando reconozcamos lo que real-
mente somos, una nueva sociedad que tiene raíces americanas, europeas
y africanas y cuando podamos, para bien o para mal, sentirnos chilenos o
americanos tanto los descendientes de indígenas como los descendientes
de europeos o de negros. Pero el sentirnos chileno implica que no debe-
mos sentirnos ni indígenas, ni europeos, ni africanos, sino simplemente
chilenos.

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

Nueve tendencias, nueve cambios

Gonzalo Rojas
Pontificia Universidad Católica de Chile

E n el Chile del bicentenario de la Primera Junta de Gobierno, proba-


blemente se habrán consolidado las nuevas mentalidades y tendencias
que ya hace más de treinta años comenzaron a asomarse. Será ésa la mejor 407
demostración de cuánto y cómo cambió el país después de 1973.
Por una parte, habrá quedado claro que se pasó del estatismo a la res-
ponsabilidad personal. El tránsito de aquellos períodos de las planificacio-
nes globales de los años sesenta y cuatro (Eduardo Frei Montalva), setenta
(Salvador Allende) y setenta y cinco (Augusto Pinochet), que pretendían
generar toda una nación de nuevo, desde cero y en todos los campos (Ma-
rio Góngora) se habrá completado, consolidando el pequeño negocio, la
iniciativa personal; atrás habrá quedado la mentalidad de: “el gobierno
dicta el rumbo y yo me adapto en lo que puedo”, que era propia de los
chilenos hasta muy entrados los años ochenta, y habrá sido reemplazada
por un “yo busco caminos nuevos, creo, invento, arriesgo y si es necesa-
rio, vuelvo al gobierno mediante lobby”. Mentalidad que comenzó a surgir
tímidamente en los cincuenta, luchó por mantenerse en los sesenta, se
asomó al triunfo a fines de los setenta y pareció consolidarse en los ochen-
ta; también en la cultura se habrá marcado una diferenciación significativa
entre el Estado y los particulares. La gran ventaja de esta tendencia está
en el incentivo a la creatividad, pero su gran restricción puede estar en el
olvido de la pobreza.
En segundo lugar, se podrá comprobar el abandono del acompleja-
miento y el cambio del péndulo hacia el eje del exitismo. Se habrá tran-
sitado desde la mirada a lo propio comparándolo con lo ajeno para la-
mentarnos: “somos muy injustos socialmente” (los sesenta), “trajimos el
marxismo y tenemos la más alta inflación” (los setenta), “se deterioran

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historiadores chilenos frente al bicentenario

nuestros términos de intercambio” (en parte de los setenta y los ochenta,


según las crisis), a mirar lo ajeno para aprender, (becados en el extranjero
desde los cincuenta y sobre todo en los setenta), para enseñar (que vean
los demás quiénes somos y cómo lo hemos hecho, en los ochenta) incluso,
para mandar (inversiones desde fines de los ochenta). Es probable que en
2010 todavía se esté afirmando: “Nos envidian e incluso algunos en el ba-
rrio nos imitan”. La ventaja de esta tendencia está en la autoestima, pero su
restricción corresponde a una creciente desubicación respecto del modo
como se debe tratar a los vecinos.
En esa misma dimensión, y en tercer lugar, se habrá dejado en el pa-
sado una mirada puramente nacional para insertar definitivamente a Chile
en lo internacional. Atrás habrá quedado una economía que buscaba sus-
tituir importaciones hasta 1973 (si es chileno, es bueno, aunque todavía
durante ciertos momentos de los ochenta se insistió en que había que
preferir lo nacional), para consolidar una economía que quiere exportar,
diversificadamente, todo lo posible, a cualquier parte del mundo, sin res-
tricciones ideológicas. Muy atrás habrá quedado esa mentalidad por la que
los chilenos se sentían en el fin del mundo y pensaban que era mejor estar
aislados (en Chile nunca pasa nada) para vivir en 2010 enterándonos al
segundo de todo por las comunicaciones y buscando con fruición la tecno-
logía importada que nos siga globalizando; decisivo habrá sido el cambio
desde mirar el posgrado en el extranjero como un esfuerzo excepcional,
por allá por los años cincuenta y hasta comienzos de los ochenta, a consi-
derarlo como una inversión imprescindible desde mediados de los ochen-
408 ta en adelante. La ventaja de esta tendencia está en buscar lo mejor, esté
donde esté, pero su obvia restricción habrá consistido en perder mucho
de lo bueno propio.
En cuarto lugar, probablemente se seguirá mostrando una alarmante
tendencia a superar la austeridad como virtud, por una afán de consumo
y ostentación. Quizá en 2010 se recuerden con nostalgia esos tiempos en
que el interés se centraba en los contenidos, algo que era propio de los se-
senta y setenta (¿para qué tener algo?), lo que se expresaba en viajes cultu-
rales, compras de libros y vida social muy conversada. Se mirará con cierta
perplejidad la preferencia por las formas que comenzó a ser lo típico de
mediados de los ochenta en adelante (¿a quién impresiono con esto?), lo
que se expresó en conocidos viajes de negocios y en espectaculares viajes
de descanso, en compras de suntuarios y en vida social de eventos. A esas
alturas, quizá ya no impresione que la transición que se dio en los ochenta
desde el crédito para inversión y propiedad en la casa y en el auto único,
haya terminado en el crédito para consumo centrado en bienes reempla-
zables en lapsos breves. Quienes defiendan esta tendencia hablarán a su
favor como signo de la ruptura de la mediocridad, pero muchos mirarán
su presencia como una señal de la opresión que los medios pueden causar
sobre los fines.
Como quinta consideración, ha sido perceptible el paso, en estos años
previos al bicentenario, del empobrecimiento al enriquecimiento. Hasta
mediados de los ochenta, los chilenos consideraban el estancamiento co-
mo algo natural y propio de un país que se autoconsideraba pobre y limi-

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

tado, pero desde ese hito se ha venido consolidando la posibilidad de un


crecimiento sostenido, aún en etapas de crisis, una mirada al país como
rico en posibilidades, incluso, con condiciones para estar a la par de las
naciones pobres que ya habían alcanzado el desarrollo a fines del siglo xx.
Pero, al mismo tiempo, eso probablemente habrá significado la pérdida
del valor que se otorgaba a la calidad de las relaciones humanas en la vida
profesional, algo propio de los sesenta y los setenta (personas con capaci-
dad), reemplazado ahora por el aprecio a la calidad de los objetos y posi-
ciones en la vida profesional, característica desde los ochenta en adelante
(instrumentos aptos). Ciertamente el país estará en 2010 en mejores con-
diciones que nunca de derrotar la pobreza, pero quizá no tenga presente
que lo importante está más en la calidad de lo humano que en los índices
numéricos.
Un sexto aspecto a tener en cuenta es cómo se habrá transitado desde
la importancia de los mayores a la preeminencia de los más jóvenes. Hasta
mediados de los setenta, los cargos públicos estaban destinados a funcio-
narios mayores y de carrera, quienes hacían valer su antigüedad durante
las administraciones políticas (1964-1973), pero gradualmente se fue pro-
duciendo su entrega a profesionales jóvenes y tecnificados, durante las
administraciones técnicas (1975-1990), lo que se ha consolidado después
en las nuevas administraciones políticas (1990-2006). Al mismo tiempo, se
comenzó a producir la rebaja de las edades legales medias (veintiuno: ma-
trimonio, censura, sufragio) para llegar a consagrar mínimos legales bajos
(dieciocho años, en los mismos tres casos). Paralelamente, el sector priva-
do cambió su criterio desde el premio a la experiencia de muchos años de 409
trabajo en el mismo lugar, a la valoración de las permanencias cortas por
rápida rotación en los puestos que se ocupan. Tiende a consolidarse como
un buen currículum aquél que muestra cambios de organización cada tres
o cuatro años, por lo menos. La ventaja de esta tendencia consiste en la
seriedad de los estudios que están haciendo los más jóvenes para poder
ocupar las posiciones de categoría que se les abren, pero su restricción
está en la minusvaloración del patrimonio humano más importante: la ex-
periencia.
Como séptima tendencia cabe consignar el paso en el Chile contempo-
ráneo de la aceptación de una moral objetiva al relativismo moral. Algunos
ejemplos lo muestran muy nítidamente: por una parte, se ha transitado
desde la familia conceptual y fácticamente normales (ambos padres vivien-
do juntos y pluralidad de hijos) a las uniones de todo tipo y circunstancia
asimilables a familia (segundas y terceras nupcias, concubinato, uno con
uno y una con una, uno solo, uno con animales, etc.); por otra parte, se ha
pasado de la probidad funcionaria y profesional, como un orgullo nacio-
nal y ejercida con sobriedad y sin mayores quejas –lo que era propio de los
sesenta–, a las relaciones turbias, éticamente reprochables e, incluso, de-
lictuales, muchas veces acompañadas de quejas virulentas sobre los niveles
de sueldos, lo que ha sido propio de los años ochenta en adelante. Del
mismo modo se ha producido la ruptura de las relaciones entre religión y
moral: muchos creyentes sólo rezan, pero no buscan la coherencia en sus
vidas. Externamente, esta tendencia relativizante se ha expresado en un

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historiadores chilenos frente al bicentenario

desprestigio de las formas. La ventaja de esta nueva mentalidad está en la


claridad del lenguaje público, casi sin eufemismos, pero su restricción ha
venido consistiendo en la deformación de lo natural.
Una octava característica de estos años nos muestra el abandono del
conflicto agudo, para consolidarse en su reemplazo la búsqueda de acuer-
dos parciales e, incluso, de consensos amplios. Habrán quedado casi por
completo atrás las ideologías como sistemas cerrados e intransables, y se
habrá pasado a mirar la realidad más bien desde consideraciones técni-
cas, lo que habrá facilitado la voluntad de lograr esos acuerdos; el notable
abandono de la violencia para ser reemplazada por el diálogo ha tenido,
eso sí, un inconveniente: cuando ese diálogo se ha alejado de los proble-
mas reales y se ha centrado en la clase político-empresarial, se ha gene-
rado como consecuencia una pérdida de interés de los ciudadanos en lo
público. La ventaja de esta nueva tendencia habrá consistido en la sana
sensación nacional de que un solo país es posible, pero hay una fuerte res-
tricción consistente en que muchos ciudadanos perciben que las grandes
decisiones siguen sometidas a las directivas de los poderosos.
Por eso mismo y, finalmente, es muy probable que 2010 nos encuen-
tre en plena consolidación del tránsito desde los intereses políticos a los
intereses sociales. Aquellos temas tradicionales de los cincuenta a los no-
venta habrán sido decisivamente desplazados por los nuevos tópicos: mu-
jer, minorías, etnias, ecología, barrios, transporte, basura, arte, educación.
Se habrá pasado brevemente por una etapa individualista en los ochenta
y noventa, para iniciar un retorno a lo social y comunitario a fines del si-
410 glo xx; nos habremos desprendido de esas aspiraciones generales y abs-
tractas, para estar viviendo, más bien, en el mundo de lo particular, seg-
mentado y concreto, pero mirado socialmente. Las antiguas elites quizá
habrán terminado de desprestigiarse y las nuevas habrán completado su
posicionamiento, encontrando en la diversidad su nuevo ámbito. En esa
preeminencia de lo social sobre lo político, los medios de comunicación
probablemente seguirán debatiéndose entre la banalidad y la seriedad;
por su parte, las encuestas y la realidad se retroalimentarán mutuamente,
de modo muchas veces perverso. Con la preeminencia de lo social sobre lo
político, en 2010 quizá se puedan encontrar muchas más soluciones efec-
tivas a los problemas reales; pero, al mismo tiempo, estaremos corriendo
un riesgo muy grave: el fomento de un individualismo de grupos, muy
contrario al bien común.
A pocos años de ese hito, estas palabras quedan sujetas desde ya a es-
crutinio oportuno.

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

Para mirar la historia que nos mira.


¿Cómo enfocar el catalejo?

Pedro Rosas
Universidad ARCIS

En el horizonte
411

M irar la historia, pensando en el sentido y significado del bicentenario,


de la democracia y en el claroscuro telón de fondo cultural latino-
americano; como ensamble de destrucciones y construcciones fragmenta-
rias y fragmentadas por el pasado colonial y una prolongada y desde mu-
chos planos inacabada transición poscolonial, obliga a posicionamientos
no sólo tópicos factuales del ser continente, país y pueblos sino enunciar,
aunque sea someramente, el lugar de enunciación y los códices sígnicos
que esos tópicos fundan. Desde la Sociología y la Historiografía parece
fácil representar qué es lo que ya no somos, especialmente cuando el im-
perio del prefijo tranquiliza a ratos la necesidad de explicarnos más, en
dirección al futuro, que requerimos como sentido del presente, que a lo
que nos queda de pasado como una cartografía arbórea que cubre con su
sombra la posibilidad de imaginar el futuro, sin apelar a los jirones de las
huellas que las garras del ayer han dejado en nuestra historia-cuerpo-ima-
ginario. Repasemos algunas definiciones del presente que más bien pa-
recen los cordones fibrosos de viejas cicatrices de galeotes: poscoloniali-
dad, posindependencia, posindustrialización, posfordismo, posdictadura,
posmodernidad, poshistoria. Para que imaginar los costosos procesos que
abrieron las transiciones –inacabadas– entre los Pre y los Pos inconclusos.
Sin mucha aventura podríamos decir que la palabra que mayor recu-
rrencia explicativa, justificatoria, movilizadora y encubridora de los proce-
sos que ha vivido el continente en las últimas dos décadas y su producción
político-reflexiva ha sido transición. El síntoma lingüístico que devela al

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historiadores chilenos frente al bicentenario

escenario estructural y representacional americano, ha sido opacado con


el registro que explica todos los procesos endógenos de la historicidad la-
tinoamericana –incluso chilena– bajo la lógica explicativa de la guerra fría
en lo geopolítico y en las crisis paradigmáticas del positivismo y el estruc-
turalismo (con sus respectivos pos y neos) en lo teórico. ¿Cómo ha sobre-
vivido la historiografía a este fenómeno?, ¿en qué medida las transiciones
en el oficio del historiador (Marc Bloch) dan cuenta de una otra realidad
descentrada respecto de los imaginarios que sitúan nuestros procesos his-
tóricos y existenciarios, en la centralidad de lo exógeno reiterando la ló-
gica factual-imaginaria de la relación centro-periferia? ¿Qué carácter han
tenido y tienen las transiciones de la historiografía en términos de su obje-
to-sujeto y qué impacto tienen en la historia-vida los relatos y aspiraciones
de la historia-oficio en los términos que el pensamiento moderno asignó
políticamente a las generaciones intelectuales?
Estas líneas sin más pretensión que hacer preguntas sobre nuestra con­
dición en el presente miran desde uno de los muchos lugares posibles, mi-
ran-preguntan descentradamente, ¿cómo mirar la historia que nos mira?,
¿cómo enfocar el catalejo?

Desde la proa

Historiográficamente asistimos desde las últimas dos décadas (tomo como


referente la publicación en Chile de Peones, labradores y proletarios de
412 Gabriel Salazar) al surgimiento de una nueva forma de mirar-mirarnos en
tanto que identidad polifónica y multiforme. Este mirar nuevo inaugurado
con los precursores de la historia social chilena (Julio Cesar Jobet 1948,
Marcelo Segall 1953, Hernán Ramírez Necochea 1956) ha devenido en for-
mas insospechadas de desterritorialización disciplinar y de profundización
de los debates en torno a la subjetividad y proyectividad histórica así co-
mo de la historicidad misma. Este fenómeno no ha sido el resultado de la
voluntad o éxtasis historiográfico aislado, sino el resultado del influjo de
poderosos movimientos políticos y sociales y de sus repercusiones en la
escena historiográfica mundial, especialmente desde Annales.
La historia social parece haber transitado entre las fronteras de la expli-
cación y la comprensión, o dicho de otra forma, de la utopía de la totalidad
posible a la discreta posibilidad de comprender. Los problemas y motivos
que plantea este desplazamiento, claramente no han sido de orden me-
todológico, aunque ellos impliquen una desterritorialización obligada en
ese plano. Espero introducir algunos trazos de reflexión en términos del
nuevo posicionamiento de la historia social y avizorar su actual tensión
interna como paso previo a una panorámica de las formas metodológicas
de hacer historia, con nuevos actores y subjetividades; desafiantes para el
oficio del historiador.
En lugar de la historia social del pueblo según Gabriel Salazar, se ha
enfatizado largamente la historia de sus enemigos estructurales, en vez de
sus relaciones económicas, sociales, culturales y políticas internas. Se re-
trató, entonces, como lo ha dicho el reciente Premio Nacional de Historia,

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

“el nudo gordiano de los monopolios” y a cambio del tejido solidario que
cobija su potencial histórico se describió “el paisaje amurallado de la clase
dominante”.
La afirmación establece claramente las fronteras y los contras en lo que
a la nueva historia social, y más de ella, en lo que a las ciencias sociales
se refiere. A las preguntas diferenciadoras: ¿qué?, ¿quién?, ¿cómo?, de las
Ciencias Sociales en general, y al tradicional, ¿cuándo y dónde? de la his-
toria se ha venido a sumar la inquietante pregunta por el sentido el ¿para
qué? y ¿desde dónde? se mira, se piensa, se escribe y como se decía en la
prehistoria del presente, desde dónde se hace ciencia.
La afirmación de Gabriel Salazar, sin embargo, no quiere dejar de mi-
rar e impedir un balance crítico de procesos de identificación mecánica,
conceptuales e históricos, que flanqueaban la mirada entre el catalejo y su
horizonte. Fenómenos atmosféricos complejos indujeron constelaciones
y nebulosas entre la historia materia y la materia objeto de la Historia.
Así, desde la Historia se propuso la unidad “necesaria” entre pueblo, cla-
se y movimiento obrero y de éste, con ciertos partidos y organizaciones;
además de una marcada interpretación ideológica dogmática y lineal del
proceso histórico.
Sin duda –como lo señaló Marc Bloch–, el oficio del historiador no se
somete al puro arbitrio y pulsión de sus deseos; pensar la historia desde
la historia hoy, obliga a no sólo ir más allá de emitir juicios demoledores
y de “éxito” asegurado sobre la historiografía tradicional de las elites sino,
además, no caer en el vacío de arremeter con posmodernos arrebatos,
contra el metarrelato de las centralidades estructuralistas de la historio- 413
grafía marxista chilena –o más ampliamente– de sensibilidad social; que
ha buscado identificar y definir con rigor y urgencia un sujeto histórico
del cambio.
La experiencia desde el mundo popular muestra que no sólo nos aco-
sa el espectro del limbo ideográfico e historiográfico dominante, pues los
marginales tenemos también nuestros limbos y fantasmas, de los cuales da-
mos siempre cuenta y nos visitan periódicamente en costosas y sangrientas
pesadillas: empirismo y desacumulación paradojal de la experiencia, pro-
fetismo y sacrificio, delegación lateral de soberanía, ruptura entre la histo-
ricidad y la historización y entre la intervención política y la construcción
estructural y formal de poder. En síntesis, dificultad para transformar la
hermenéutica y la facticidad popular en una epistemología discursivamen-
te transmisible. Cada historia, como vivencia y relato, es hija de su tiempo
y, en ella, cierta racionalidad instrumental regida por fines y necesidades
legítimas, ha fijado límites y fronteras a la historiografía, estableciendo la
ausencia y presencia de la subjetividad y proyectos populares. La historia
transita el desafío de develar y superar aquello.
Evidentemente, el movimiento social popular y su estudio no se res-
tringen (como mínimo desde los últimos veinte años) exclusivamente al
proletariado o al movimiento obrero, nítidamente estructurado y del cual
se pensó tenía que brotar a caudales, la no menos perfecta conciencia re-
volucionaria. En un plano aparentemente paralelo, en la dimensión del
cuerpo y lejos de la racionalidad progresista, se ha hecho visible para los

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historiadores chilenos frente al bicentenario

historiadores, un vasto mundo social que con su resistencia, autonomía


existenciaria, productividad material y cultural, inventó espacios de tra-
bajo, alegría y vida propios. Lugares todos, expuestos al ojo y la palabra
popular, a la conspiración, la sensualidad o la violencia; lugares de auto-
construcción de significados, humanizados por la existencia y luego arre-
batados y criminalizados... Para la nueva historia social, la subjetiva memo-
ria del fuego, es hoy, materia de la Historia.
Hablar de organización, memoria y movimiento, de legado acumula-
tivo en los estratos políticos y culturales del mundo popular, sin duda
oponen hasta hoy a los historiadores sinceramente identificados con este
campo. Las preguntas en torno a qué es lo que define un proyecto, qué
condiciones de politicidad, de ethos, de organización, de continuidad y
relación con la estructura productiva o política deben tener los actores po-
pulares, es un área de discusión disciplinaria que, sin duda, está lejos de
arribar a un cómodo punto medio.
En lo que no hay discusión, y que por el contrario parece ser una rei-
vindicación fundamental de los historiadores sociales, es que todo tiene
una historia; sobre todo cuando ese todo o esas partes, oscurecidas por
la invisibilización o la amnesia institucionalmente inducida, atañen al des-
tino y realización de los trayectos vitales de miles y millones de mujeres
y hombres, niños y viejos, que han demacrado su existencia para lograr
apenas un mendrugo de sobrevida. Especialmente cuando esas vidas mi-
serables y oscuras, han construido con sus manos el mundo que muchas
veces cómoda e inconscientemente habitamos.
414 Para abordar esa aventura larga se ha identificado tempranamente y
con razonable justificación en las condiciones sociales de producción del
conocimiento, la existencia de un sujeto histórico definido, su ligazón es-
tructural, sus relaciones de conflicto y consenso con el Estado, sus pro-
yectos y sus variadas formas de articulación orgánica y autonomía política.
Una mirada que la historia (res gestae) dramáticamente se encargaría de
amplificar en un torbellino desenfrenado de acontecimientos, procesos
y reinterpretaciones tan diversas como urgentes (historiam rerum gesta-
rum).

Motín en el timón

Edward. P. Thompson, dio cuenta del error y la insuficiencia de subestimar


el papel de los factores culturales y la supremacía de la metáfora infraes-
tructura-superestructura, destacando el papel de las “intermediaciones cul-
turales y morales”, que constituyen las formas cómo las experiencias mate-
riales son procesadas en términos culturales. Admitimos desde allí, que la
sustancialidad de una “virtud proyectiva”, establecida a priori tiene el mis-
mo “rango ontológico” (de existencia y verdad) de la subjetividad proyecti-
va de las identidades no estructurales y “bárbaras”, así como todas las mani-
festaciones y asociaciones “arbitrarias” del mundo social. Aún así, calcular
con exactitud la “gradiente de proyectividad”, es tema de una fraternal y
apasionada discusión entre los historiadores sociales en la actualidad.

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

Para un ejemplo de este debate reciente en Chile pensemos en los


textos de Luis Ossandón, Arriba quemando el sol y el artículo de Sergio
Grez, “Historia social con o sin la política incluida”. En cuanto a las obras
ya clásicas de la nueva historia social chilena, los trabajos de Gabriel Sa-
lazar y María Angélica Illanes muestran la unidad y coherencia política,
epistemológica e historiográfica del campo, pero igualmente la diversidad
de registros, actores, subjetividades y formas de producción organizativa,
proyectiva y su relacionamiento y conflicto con el Estado y los mercados.
Preferentemente la literatura y representación artística –con más per-
sistencia y simpleza que la historia–, habían estado largamente a la saga de
ciertos procesos, descubriendo o recreando, dramática o lúdicamente, la
perspectiva interior del mundo popular por oposición a una construcción
estética, donde lo accesorio y externo será el núcleo representacional de
un espacio que ha sido, como señala Gurerra Cunningham, apropiado
por un sujeto ajeno. Las representaciones del mundo social, según Roger
Chartier, le son constituyentes; al igual que las relaciones sociales y econó-
micas, ellas no son anteriores o determinantes de las culturales; son por
sí mismas campos de praxis y producción cultural y no pueden remitirse
para su explicación a campos o dimensiones extraculturales de la expe-
riencia. Ahí se forja y expresa la identidad y el movimiento en relación de
conflicto o colaboración con otros campos de significación, subjetividad y
praxis.
La historia social es una hermenéutica procesual de lo popular; movi-
miento de registro y acción crítica, para ver y significar, a su vez, el movi-
miento expansivo de la vida social –que como un big-bang– no correspon- 415
de a entramados simples o rígidos. El descubrimiento de los parámetros
de expresión y significación populares, muestra –paralelamente a los tex-
tos clásicos y evidentemente lejos de la ahistoricidad episódica del poder–,
una identidad que aparece desordenada e impura, pero en camino a algo
que se anhela y que no puede ser definido, sino en su historicidad. Esa
otra cosa, que puede leerse como un proyecto humanizante, no respon-
de a nociones etéreas donde la “esencia” se impone a la existencia.
La historia, como lo señalara Pierre Vilar no sólo es conocimiento de
la materia, es ella misma parte de esa materia y como tal, fue, como
siempre, hija de su tiempo, dando cuenta, tras el golpe militar de 1973, de
una crisis no sólo política y social sino, también, historiográfica: crisis de
explicación de la derrota y de los fundamentos mismos de su objeto y del
sentido de la misma historicidad. Hoy también crisis de registro, narración
y método que parecen recuperar su lugar en la reflexión del oficio.

A puerto

La historia, en cuanto resonancia de la polifonía de su materia, parece no


iluminar ya (o solamente) irreversibles gestas redentoras, sino dejar que
brillen con luz propia seres hasta ayer oscuros y silentes. La verdad, ésta
no parece haber sido la obra de musa alguna; ellos han venido, desde el
pasado lejano o reciente, en telúrica emergencia y en oleadas sucesivas, en

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historiadores chilenos frente al bicentenario

una inobjetable lucha por dignificar las condiciones y sentido de su exis-


tencia. Ensanchando de paso el sentido y continuidad de la nuestra en el
presente. Arribar a esto no ha sido ni es tarea fácil o aséptica.
Hoy se trata, para quienes quieren hacer historia desde y no sólo para
los actores sociales, de descubrir y recuperar la subjetividad de aquéllos,
de resignificar el sentido de los límites interiores y exteriores de la moder-
nidad, que contradictoriamente contribuyó a su producción y los prime-
ros mecanismos de resistencia y autonomización que ellos levantaron para
sobrevivir. No está demás la búsqueda de un paradigma que integre los
códigos de interpretación presentes a los de aquéllos a quienes queremos
escuchar para romper la dicotomía (teórica) entre “civilización y barbarie”
permitiendo hablar a sujetos que son a la vez turbulentos y organizados,
rebeldes e integrados o en lucha por la des-marginalización, pues como ha
señalado María Angélica Illanes: “la historia social de Chile se ha configura-
do en importante medida sobre la tensión y juego dialéctico contradictorio
entre las fuerzas de exclusión o marginación y las fuerzas de des-margina-
ción, cual ha sido el proyecto modernizante de las clases populares”.
Hacer historia con nuevas palabras (nuevo texto epistemológicamen-
te situado en lo popular sin dejar de asumir lo que ello implica o puede
haber dejado de implicar), ha significado reconocer un viejo texto; leer
en el proceso largo del sujeto pueblo, como lo llama María A. Illanes, la
particularidad y diferencia, su plural identidad y subjetividad; aprender a
mirar y reconocer su ser autoproducción popular en resistencia. La iden-
tidad popular, liberada (conceptual y teóricamente) de las amarras que
416 la determinaron largamente externa y arbitrariamente a ser definida ex-
clusivamente por parámetros estructurales o en otros casos funcionales
del orden, presenta para la historia social una vitalidad insospechada; sin
duda, tal empresa requiere la voluntad política y no sólo científica de que-
rer buscar la creatividad y autonomía que múltiples actores tuvieron para
resolver el problema de la vida, bienestar e identidad, en el movimiento de
un proyecto donde el individuo oscuro se tornó sujeto histórico de clara
presencia pública.
Ya no es aventurero reconocer un longevo proyecto de existencia o
muerte expresado, no sólo mediante la demanda reivindicativa al Esta-
do o a los patrones sino que se expresó incorporando tempranamente la
autoconstrucción de las condiciones materiales y subjetivas de la digni-
dad humana, pensada y construida colectivamente; avanzando en redes
participativas de subcutánea democratización y producción expresionista
del espacio político público futuro, unificando desde adentro identidad y
proyecto.
La identidad popular no dependió del arribo de ideologías liberadoras
omnicomprensivas para desplegarse, ocupar las Alamedas o correr cercos.
Ella apropió y sintetizó representaciones de diverso cuño, para emprender
con basamento discursivo y cierto universalismo sus demandas; la apro-
piación de un pensamiento liberal republicano convertido en liberalismo
popular (tal cual lo ha demostrado Sergio Grez) por parte de los artesanos
del siglo xix es una prueba de ello. Dado que esa vitalidad y su ética pro-
cesual es más ancha y profunda que las teorías y paradigmas que la expli-

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

can, tanto el mundo popular tradicional como el más moderno, se expre-


saron social, política y culturalmente por todos los mecanismos estéticos
a su alcance; sin dejar por ello de avanzar en su sentido y proyecto huma-
nizante o de actuar en la escena inmediata y demandante de la coyuntura.
El descubrimiento de esos procesos puede ayudar a comprender el pre-
sente y devenir de un mundo popular transmutado hoy en un engendro
incomprensible que sólo aparece como reflejo de los efectos del sistema
que lo desagrega y opone en brutal competencia y depredación interna. La
presentación de una ciudad bárbara y una civilizada, que Benjamín Vicuña
Mackenna presenciara en el siglo antepasado, parece revivir en los fantas-
mas de la delincuencia y la drogadicción que acechan a la gente decente de
los condominios enrejados, rodeados por cordones de viviendas sociales.
La historia social ha buscado conocer el mundo popular descubriendo
conductas y signos que le son propios, hurgando en su lenguaje y descu-
briendo sus significados. Más allá de la ilusión de un reflejo objetivo de la
realidad y de los espejismos omnicomprensivos, que oponen pensamien-
to, ciencia y existencia, se dejó paso a una historia social que, sin aban-
donar su aspiración de verdad, procede contextualizando y actualizando
los procesos y eventos en una totalidad comprensiva que no reproduzca
el caos angustioso que parece imperar en el mundo social fuera de las
trincheras de la reflexión. Eduardo Devés señalaba hace una década que
para ello no era necesario adscribir a una ortodoxia cientificista que sos-
tuviera que la historiografía debía ser ciencia y sólo ciencia, una discipli-
na empírica y prisionera de hechos sacralizados. Las implicancias de ello
supondría cerrarle un gran campo de trabajo a la historiografía, conde- 417
nándonos a la ignorancia y el silencio en vastos sectores, imposibilitarla
de preguntar de nueva forma y sobre los diversos mundos y pasados con-
denándola a extrañarse de toda posibilidad hermenéutica, conceptual, y
de productividad discursiva y de nuevas hablas así como el desciframiento
comprensivo de otras hablas.
Pensar y producir, aventurarse a accionar en los terrenos de la prácti-
ca y no sólo de la teoría social o del puro pasado, no fue nunca una tarea
cómoda ni regalada. La historia de Chile está plagada de acusaciones y
escándalos sobre “crisis morales”, caída de las vanguardias, desenfrenos
utópicos y esperanzas desalojadas. Eso no puede ser llamado nuevo ni
mover a espanto, lo nuevo –y constitutivo del nuevo desafío de los histo-
riadores– es el olvido de las reiteradas reinvenciones del pensamiento y la
acción transformadora luego de las tragedias más brutales.

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

La modernización
de la sociedad chilena.
Un panorama de los siglos xix y xx

Pablo Rubio
Universidad de Santiago de Chile

L a evolución histórica chilena republicana, se presenta para el observa- 419


dor como controvertida en su desenvolvimiento, lo que impide esta-
blecer conclusiones taxativas en cuanto a los problemas del desarrollo y
subdesarrollo, de la modernización y la tradición.
En primer término, la economía se manifiesta siempre en una realidad
histórica y concreta, imposible de prescindir en el momento de su análisis,
configurándose en una red compleja de relaciones entre grupos sociales
frente al uso de recursos que son escasos. El desarrollo económico implica
siempre cambio social en una dirección o en otra. Un proceso de consti-
tución de nuevos actores o grupos, que actúan según pautas culturales o
políticas especiales y difícilmente equiparables.
Visto en clave histórica, una de las peculiaridades del desarrollo chile-
no posterior a 1830, y que lo diferencia de otras experiencias latinoameri-
canas para el mismo período, es su estabilidad institucional, que gozó de
una admirable continuidad hasta 1891. La estructura política estuvo basa-
da en una fusión del autoritarismo colonial con las formas extremas del
constitucionalismo republicano.
En los siglos xix y xx, el ordenamiento político e institucional no estuvo
exento de tensiones de toda clase: entre ellas, cabe consignar el asesinato
de Diego Portales en 1837, las guerras civiles en 1851 y 1859, las guerras
externas (1837-1839, 1865-1866 y 1879-1883) y varios conflictos de carác-
ter menor. En el siglo xx, las intervenciones militares de 1924 y 1925, la
inestabilidad de 1931-1932 y el golpe cívico-militar de 1973, son tal vez las

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mayores rupturas históricas de la centuria que tuvieron profundas conse-


cuencias para la modernización de la sociedad, especialmente el último de
estos hechos.
Los gobernantes de turno tampoco vacilaron en la utilización de mé-
todos poco diplomáticos con la finalidad de garantizar el orden público.
Durante períodos extendidos del siglo xix, el Ejecutivo constantemente in-
vocó las facultades extraordinarias para reprimir a sus opositores, aplican-
do penas como la prisión, el exilio externo y el destierro. Por otro lado, se
organizó la llamada Guardia Nacional (veinticinco mil hombres en 1831),
formada con el fin de someter al ejército regular y de controlar los pro-
cesos electorales. La función de Gran Elector que detentaba el Ejecutivo,
reconocida y utilizada por todos los sectores políticos, también se transfor-
mó en un elemento que impidió quiebres importantes en la institucionali-
dad, uno de los secretos de la estabilidad chilena del siglo xix y de las dos
primeras décadas del siglo xx.
En efecto, si bien los sucesos violentos de este largo período explican
las tensiones que se manifestaron en la sociedad y política, lo cierto es que
en lo global no pusieron en tela de juicio la estabilidad y los fundamentos
del sistema político. Los motivos son estructurales. Por un lado, el grupo
dirigente estableció hegemonía en una muy polarizada estructura social,
sin perjuicio que desde 1850 comenzase un incipiente proceso de moder-
nización y que desde 1920 los actores populares aparecieron con una ca-
pacidad de presión importante. Además, no existían diferencias regionales
ni económicas de importancia al interior del grupo social hegemónico.
420 Así, entre los años 1831 y 1891, todos los presidentes cumplieron su
mandato de acuerdo con el plazo que establecía la ley, y el ejército –aquel
protagonista de los caudillismos latinoamericanos decimonónicos– estuvo
relativamente sometido al poder civil. Lo anterior fue patente evidencia
de un sistema político oligárquico que gozaba de una absoluta aceptación
–desde conservadores hasta radicales– y que desde la década de 1870 co-
menzó una lenta expansión de sus bases electorales.
El Estado fuerte y autoritario, en consecuencia, fue un instrumento
bajo el cual se impuso un determinado orden político, potencialmente
capaz de ‘garantizar’ una expansión económica, que en el caso chileno se
manifestó con fuerza. Para el caso del siglo xx, también los experimentos
de modernización provinieron desde el aparato estatal; el mismo proyecto
de sustitución de importaciones, fue dirigido por la Corporación de Fo-
mento, una entidad creada por el Estado chileno.
De esta manera, las funciones de la máquina estatal, no solamente se
remiten a lo político y social sino, también, tienen una dimensión econó-
mica. Entre otras, es posible establecer su función de motor del desarrollo,
su papel tanto regulador como empresarial, y el establecimiento de ciertas
reglas del juego, que proporcionen confianza para el capital privado. Esto
último fue particularmente importante en un momento de expansión del
capitalismo en el ámbito mundial durante una parte importante del siglo
xix. Según los datos de Angus Maddison, entre 1820 y 1879, los países
miembros de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Eco-
nómico multiplicaron setenta veces su producto interno bruto, y catorce

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

veces su producto interno bruto per cápita. Entre 1850 y 1875 el produc-
to interno bruto de los seis países más industrializados (Alemania, Bélgi-
ca, Dinamarca, Francia, Gran Bretaña y Estados Unidos) creció a una tasa
anual que significó que casi duplicara su valor.
Sobre la base de ésas y otras cifras disponibles, es posible sostener que
en el tercer cuarto del siglo xix Chile se ubicaba en una inmejorable coyuntu-
ra externa. Quizá, se ofrecía una oportunidad para el pleno desarrollo y para
la tan anhelada modernización.
Y con razón. Ya que si se revisan las cifras para el período en su totali-
dad, puede apreciarse una notable expansión económica, que se verificó,
por ejemplo, en las exportaciones y sus múltiples rubros. Las exportacio-
nes totales crecieron a una tasa anual promedio de 3,7% en el extenso
período 1844-1930: la producción triguera en un 2,9% (1860-1908), la
producción de vinos y mostos en un 3,9% (1862-1914) y las toneladas
transportadas por ferrocarril en un 4,2% anual. Un dato que no debe esca-
par al respecto: el gasto público aumentó a una tasa anual de 4,9%, en un
extenso período que se extiende entre el año 1835 y 1930.
Analizando las cifras globales del crecimiento económico sólo para el
cuarto de siglo 1850-1875, en términos de la variación anual del producto
interno bruto, cabe señalar que el país experimentó un permanente cre-
cimiento durante aquel lapso de quince años. Éste se vio sometido a algu-
nos períodos específicos de caídas leves: -1,55% en 1853, un breve bienio
entre 1861-1862 de bajo crecimiento (0,64% y 0,25%), explicable por la
crisis 1857-1861, y, en los años 1867 (-3,38%) y 1874 (-4,15%), preludio de
la crisis venidera. 421
Con todo, en el mismo período se produjeron índices de crecimiento
espectaculares: 10,61% en 1869 y 7,54% en 1872, con un promedio anual
para todo el período de alrededor de un 3%, un crecimiento aceptable y
óptimo para un país desarrollado hoy. Estas cifras se repiten más o menos
durante el siglo xx, en especial durante la fase salitrera (1880-1930) y du-
rante la primera etapa del modelo de industrialización, entre 1940 y 1955.
En el Chile contemporáneo, los que afirman la exclusividad del vertiginoso
crecimiento del decenio 1987-1997, se equivocan rotundamente y olvidan
importantes tendencias de la historia económica, las que enseñan que no
basta el crecimiento para alcanzar el desarrollo.
Los resultados del siglo xix denotan cambios importantes. Hacia 1850,
Chile se insertó plena y decididamente en la gran corriente de la economía
internacional en un momento de expansión productiva y comercial y de
transformaciones sociales sin precedentes. Al amparo y simultáneamente
con esta expansión económica, comenzó a forjarse una etapa de transfor-
maciones sociales y de infraestructura material inéditas en la historia de
Chile, preludio de una supuesta modernización y del desarrollo.
Fueron los llamados efectos colaterales de la expansión, las que ame-
nazaron con quebrar la propia economía de “antiguo régimen”. Labrousse
la definió como aquella estructura que está hegemonizada por una agri-
cultura de subsistencia, sin la presencia de un mercado de consumo. Una
primera manifestación de estos efectos internos se dejó sentir en las comu-
nicaciones; por ejemplo, el ferrocarril –medio de transporte típicamente

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moderno– entre Santiago y Valparaíso comenzó a construirse en 1858, y


a mediados de la década de 1870 se había completado íntegramente una
línea troncal entre Santiago y Angol, esto sin contar el ferrocarril entre
Copiapó y Caldera, financiado con recursos empresariales privados e inau-
gurado en 1851. Cabe señalar que la red de ferrocarriles continuó constru-
yéndose durante gran parte del siglo xx.
No obstante, el ferrocarril no fue el área exclusiva de un pujante desa-
rrollo, sino que la política de obras públicas se extendió también a la cons-
trucción y mejora de caminos y puentes; al establecimiento del telégrafo;
al mejoramiento de los servicios de correos; a la construcción de edificios
para diversos servicios públicos en numerosas ciudades; a la moderniza-
ción de las ciudades de Santiago y Valparaíso.
Una de las peculiaridades del fomento a las diversas actividades eco-
nómicas, es el creciente papel que representó el Estado en ello, sin des-
conocer el papel de los capitalistas nacionales. Hay una tendencia a una
creciente acción estatal y a una política de intervención para fomentar la
producción. En efecto, el gasto público creció –durante estos dos siglos–
con enorme rapidez a la par con la intervención, lo que descartaría de
plano la adopción de un liberalismo dogmático y ortodoxo durante este
período. De hecho, pueden calificarse las políticas económicas del mismo
como pragmáticas, sin un patrón claro o previamente definido.
Empero, uno de los elementos que más predomina es la ambigüe-
dad y poca sistematicidad de las políticas públicas, que es importante para
comprender la vulnerabilidad de la economía chilena, y por añadidura, la
422 debilidad de su desarrollo y su modernización. Por ejemplo, esto se mani-
fiesta por la ausencia de una política de fomento industrial por parte del
Estado hasta los años veinte del siglo xx y, en general, de políticas de largo
plazo y corte amplio, en un todo armónico y consistente. Para lograr es-
to, ciertamente se requería orden político y autoridad. Parece ser que las
últimas palabras de Hurtado dan algunas luces para comprender el poste-
rior desenlace del período y también ilustra algunas tendencias del siglo
siguiente.
Junto con esta expansión económica decimonónica comenzó a forjarse
un incipiente fenómeno de transformación social, en la senda de la mo-
dernización. En primer lugar, se creó un mercado laboral especialmente
alrededor de las actividades más modernas, como la construcción de los
ferrocarriles y la pequeña industria. Éstos actuaron como catalizadores de
un constante proceso de circulación de bienes y servicios, y de un gradual
proceso de urbanización y crecimiento demográfico, reflejo del trasvasije de
la población rural hacia la urbana. A pesar de esos importantes procesos,
Chile continuaba siendo una población esencialmente rural –74% en 1875–,
lo que la situaba aún como una sociedad “de antiguo régimen”. Sólo en el
censo de 1940, la población urbana superó levemente a la rural, establecien-
do un cambio de tendencia irreversible.
Otro de los aspectos que denota una tendencia hacia la modernización
social, es la aparición de nuevos grupos, lo que implicó el consiguiente
surgimiento de problemas sociales y manifestaciones culturales específi-
cas. Procesos típicamente modernos como la progresiva desaparición del

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

artesanado y de sus formas de sociabilidad tradicionales, la aparición de


un segmento de burguesía progresista, y el nacimiento de un grupo social
asalariado, son importantes en este contexto.
A la par con ello, aparecieron nuevos problemas como los habitacio-
nales, las enfermedades infecto-contagiosas, el hacinamiento y la agudiza-
ción de la desigualdad social. Surgen lentamente, a comienzos del siglo
xx, los problemas clásicos de la modernidad, a pesar de que Chile era en
muchos aspectos una sociedad tradicional.
Pero más temprano que tarde, el modelo chileno se vio fuertemente
fracturado. Desde mediados de la década de 1870 el crecimiento econó-
mico basado en la exportación comenzó a sufrir una severa regresión, lo
que fue muestra de su propia debilidad. Por un lado, otros países innova-
ron tecnológicamente, con lo cual aumentaron su productividad teniendo
como consecuencia una brusca caída de precios de las materias primas y
alimentos más importantes. Este fenómeno fue incapaz de soportar la dé-
bil base tecnológica imperante en el país.
Un observador tan agudo como Francisco Antonio Encina entrega al-
gunos datos y sostiene que la apertura del canal de Suez y el creciente
desarrollo de la navegación alteraron la ruta y las condiciones del tráfico
entre Europa y pueblos de otros continentes; el riel se interna en la India,
al propio tiempo que las obras de regadío se expandían con gran rapidez.
Este país, que en 1873 sólo exportó 197.000 Qm de trigo, cinco años más
tarde, enviaba a Europa 3.186.500; y en 1886 producía 91.031.134, y ex-
portaba 11.131.674. Por su parte, los Estados Unidos, cuya producción
había sido en 1870, de 87.125.768 hl, merced al aumento de sus líneas 423
férreas en 1879, cosechaban 161.920.578. Las mismas causas convirtieron,
sucesivamente, a Rusia y a Australia en países exportadores de cereales.
Digamos que este modelo exportador y poco innovador tuvo su golpe de
gracia en 1929, como consecuencia de la mayor de las crisis del capitalis-
mo mundial, originada en Estados Unidos.
En el ámbito interno, la oligarquía chilena no fue capaz de hacer frente
a esa realidad internacional cada vez más dinámica. Se vio imposibilitada
para concretar muchas transformaciones internas, como la innovación tec-
nológica masiva en la naciente industria y, en particular, la ruptura de la
gran propiedad de la tierra, consecuentemente con el régimen laboral que
lo sustentaba. A su vez, el auge previo de la minería cuprífera y argentífera
estuvo basado en técnicas artesanales –como lo definió el historiador fran-
cés Pierre Vayssierre–, no innovándose tampoco en ese ámbito.
Para la oligarquía nacional –como para todo proceso de moderniza-
ción–, la realización de cambios implicaba transformaciones sociales, los
que inherentemente afectarían su posición hegemónica. Como se afirma-
ría hoy, tendría costos políticos.
En función de lo expresado, vale preguntarse sobre la situación que
detentó Chile durante algunos cruciales períodos en los siglos xix y xx:
¿contaba el país con un crecimiento sin capacidad de autosostenerse?, ¿en
una transición hacia la modernidad a medio camino?, ¿con un desarrollo
hacia adentro incompleto? Al respecto, una conocida tesis –muy difundida
en la década de 1960– planteó que la experiencia de Chile en el siglo xix

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historiadores chilenos frente al bicentenario

puede caracterizarse como la de un país satélite que trata de alcanzar el


desarrollo económico a través del capitalismo nacional, y fracasa.
En definitiva, las diversas visiones que existen sobre los dos siglos de
desarrollo republicano reflejan las contradicciones propias del mismo.
Por último, la evaluación depende de los énfasis que el observador realice
en ciertas variables claves: dependencia externa, crecimiento económico,
acumulación de capital, aspectos sociales y desarrollo de áreas modernas.
Posterior a la década de 1880 –luego de una profunda crisis– se apre-
cian ciertas dimensiones que perecen ser de continuidad con el ciclo an-
terior. Por un lado, luego de la crisis del decenio de 1870, Chile recuperó
su papel de exportador de materias primas, incorporando el salitre a los
grandes mercados centrales, aunque paralelamente el cobre fue adquirien-
do relevancia. El orden político oligárquico también experimentó una re-
novación y una consolidación, luego de la Guerra Civil de 1891, régimen
que ofreció un determinado “mercado político”.
En los ámbitos social y económico, aparentemente, es donde el desa-
rrollo y la modernización avanzaron con menor fuerza. Quizá, el balance
del período 1850-1930 se defina como de modernización a medias, ya que
aspectos como la tenencia de la tierra y su régimen laboral, además de la
justicia social, esperaron cerca de un siglo para concretarse; los después
llamados factores estructurales.
Desde 1940, junto a una nueva estrategia económica y a la aparición
de nuevos actores políticos, inauguraron un largo proceso en el cual algu-
nas grandes reformas –recuperación de las riquezas básicas, reforma agra-
424 ria, justicia social– parecieron encontrar un nicho en la conflictiva socie-
dad chilena. No obstante, este enfrentamiento tuvo como consecuencia
uno de los hitos más trascendentes del siglo, cual es, el advenimiento de
un régimen militar que se destacó por su dureza y por sus reformas estruc-
turales, consolidando desde mediados de los años setenta un nuevo orden
económico y social.
A comienzos del siglo xxi y a un paso del bicentenario, la sociedad chi-
lena debe mirar su pasado histórico y rescatar de él las lecciones que han
llevado al país al límite del desarrollo y la modernización, a la vez de crear
soluciones nuevas para los desafíos contemporáneos.

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

Reflexiones sobre el territorio


de los chilenos
de cara al bicentenario

Ricardo Rubio
Universidad Católica Silva Henríquez

1. Preliminares 425

C on agrado escribo atendiendo a una amable invitación que me ha


cursado un compañero dedicado a la enseñanza de algunos aspec-
tos de la historia en la universidad. Y haciendo caso de manera obedien-
te a las condiciones de la invitación, estas líneas contienen la reflexión
que como geógrafo puedo hacer de las condiciones en que estimo nos
enfrentamos a la celebración de los doscientos años de historia de la
República. Obviamente, el lector encontrará aquí opiniones, intuiciones
y preguntas relativas a algunos aspectos del “territorio de los chilenos”,
usando una expresión ya conocida por varias generaciones de geógrafos
en este país.
En primer lugar, me parece necesaria una especie de advertencia. En
Chile el carácter que habitualmente adoptan las relaciones entre la Geo-
grafía y la Historia en el ámbito universitario es ambivalente, porque cier-
tamente se trata de una relación amistosa y muy cercana, pero, al mismo
tiempo, está marcada por la existencia de desconfianzas, competencias y
divorcios de diversa naturaleza.
Desde el punto de vista disciplinar, estimo que las desconfianzas son
infundadas y nocivas, la competencia innecesaria y los divorcios definiti-
vamente reconciliables. Estas dificultades han lesionado gravemente las
posibilidades de establecer una mirada integral del desarrollo de la socie-
dad chilena y, en consecuencia, también las posibilidades de una mejor

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historiadores chilenos frente al bicentenario

enseñanza de las ciencias sociales en todos los niveles del sistema educa-
cional formal.
Lo que ha ocurrido es que por esta vía se ha obviado un hecho funda-
mental: tiempo y espacio son dimensiones de análisis imprescindibles, al
tiempo que inseparables, en la comprensión de los procesos sociales. La
organización del territorio (y la consecuente necesidad de administrarlo)
es el proceso social que destaco en este escrito.
Durante el último tiempo he denominado a esta recurrente separación
entre ambas dimensiones de análisis como una verdadera paradoja (con la
intención de destacar lo absurdo); la paradoja de la moneda de una cara.
La metáfora es muy simple. Una moneda que tiene sólo una de sus caras
acuñadas seguramente no será aceptada en el comercio: un comprador
mínimamente sensato irá con temor a usarla y un vendedor precavido sin
duda la rechazará, apelando a una fundada desconfianza. El artefacto en
cuestión se hace disfuncional, inútil. De la misma forma, aquellos análisis
de los procesos sociales que prescindan del tiempo (la historia) o del espa-
cio (la geografía) serán, en el mejor de los casos, deficientes. Sugiero des-
confiar abiertamente de ellos. Lamentablemente, no es difícil encontrar
(¡todavía!) geógrafos, profesores de Historia y Geografía, licenciados en
Historia o historiadores, que renuncian a esta imprescindible integración
o, incluso, reniegan del valor del quehacer científico aquéllos que están en
la vereda de enfrente.
Sin exagerar, me atrevo a calificar esta situación como grave, ya que
se desconoce que el territorio es un complejo producto sociohistórico.
426 Pero, además, se olvida peligrosamente que es precisamente en el espacio
donde el tiempo se hace materia. Los territorios son complejas manifes-
taciones de diversos ámbitos de la sociedad en un momento dado, entre
los que cabría destacar la organización jurídica y política (basada en ideo-
logías concretas), las capacidades tecnológicas (que permiten acciones de
control y ocupación del espacio), los modos de organización de la pro-
ducción (que definen la matriz de recursos disponibles y que tienen una
profunda incidencia en la organización del espacio) y las creencias de las
personas. Lo importante es que un modo de organización del territorio
comporta una importante materialidad, que es precisamente la que con
frecuencia alimenta los análisis basados en el estudio del paisaje.

2. El territorio chileno
a comienzos del siglo xxi

Estimo que describir el territorio chileno es una tarea baladí si no se aco-


mete con un propósito claro que permita definir qué rasgos interesa des-
tacar. Aquí el propósito está muy lejos de ser la obtención de una descrip-
ción minuciosa. Más bien intento destacar aquellos rasgos que me parecen
esenciales a la hora de evaluar el marco territorial en que se domicilia el
desarrollo chileno.
Dicha evaluación la sitúo en un territorio físicamente fragmentado, ya
que reconozco la condición tricontinental, tantas veces aludida. Sin em-

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

bargo, me veo en la necesidad de resaltar un aspecto: los componentes


territoriales del Chile tricontinentalidad son de distinta naturaleza, ya que
no todos corresponden a unidades territoriales soberanas (ante todo, re-
conozco el Territorio Antártico Chileno como una reclamación territorial,
en tanto no hay ejercicio de soberanía plena –véase figura–) más allá de las
características del sustrato de cada uno de ellos.
Vale la pena insistir en que no existe un único marco jurídico-político
para el manejo de los territorios que componen dicho territorio nacional
tricontinental, a pesar de la conveniencia de omitir este dato que se lee en-
trelíneas en el discurso oficial acerca de estos asuntos. Al momento actual,
estimo que la relevancia de la tricontinentalidad no reside en sí misma,
sino en los desafíos que implica para la gestión territorial (en que la polí-
tica de manejo del territorio marítimo es crucial) y el mantenimiento del
proyecto nacional unitario. En este orden de cosas, la inversión en infra-
estructuras de transporte aéreo, terrestre y marítimo es un elemento clave
para los años venideros.

Componentes espaciales
del territorio chileno

1. Componente insular
2. Componente sudamericano componentes soberanos
3. Componente marítimo
Mar territorial
427
Zona económica exclusiva componentes no soberanos
Mar presencial
4. Componente antártico

Comenzando el siglo xxi un hecho indiscutido es la legitimidad de la


cual goza el modelo de Estado nacional en la sociedad chilena. Tal vez pa-
rezca demasiado obvia la consideración, pero, de no hacerla, no se podría
avalar el juicio que, por ejemplo, la mayoría de las veces se hace respecto
de la construcción de la identidad nacional. La importancia de esta ob-
viedad se hace paladina al revisar la historia reciente de los territorios del
Estado español o de la región de los Balcanes.
A la espera del bicentenario, estamos en un momento en que la legiti-
midad de las instituciones públicas no se discute mayormente, a pesar de
las críticas (más o menos duras) que se le hacen a la calidad del servicio
prestado o a la probidad de algunas de ellas. Las repercusiones territoria-
les de esto pueden ser de diversa índole y me parece que la más llamativa
es la escasa incidencia que tienen en la organización política chilena el
desarrollo de movimientos regionales o movimientos separatistas, los que
habitualmente están muy localizados territorialmente.
En este comienzo de siglo, las amenazas internas hacia el proyecto na-
cional unitario no parecen representar una prioridad. Por el contrario, la di-
versidad parece estar siendo asimilada como una nueva forma de construc-
ción de la identidad nacional. En un territorio vasto como el nuestro, no hay

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otra posibilidad. Las situaciones que podrían considerarse como amenazas


a la integridad del territorio chileno parecen venir desde fuera y por ahora
se circunscriben en el ámbito diplomático, que debería ser entendido tam-
bién como un quehacer estratégico. Ejemplos de las tareas pendientes son
el diálogo bilateral con Bolivia sobre la salida al Pacífico y la consecución de
acuerdos limítrofes sobre Campos de Hielo Sur con Argentina.
A lo anterior, agregaría la necesidad de profundizar en una nueva con-
cepción de las fronteras como un espacio dinámico de integración, lo que
permitiría contar con una base sólida sobre la cual elaborar una políti-
ca pertinente que opere en distintas escalas territoriales (regional, local,
etc.), a fin de regular las interacciones espaciales en estos espacios singu-
lares, las que ya son un hecho consolidado en Arica, algunos sectores del
altiplano chileno y en Tierra del Fuego.
El territorio chileno no es una excepción en materia de desarrollo te-
rritorial, es decir, el modelo de ocupación del espacio chileno es fuerte-
mente concentrado, generador de desequilibrios socioterritoriales y, en
términos generales, se ajusta muy bien a las modalidades de organización
polarizada del territorio. Bien conocidas son las diferencias existentes en-
tre la densidad de población (y también del dinamismo económico) de las
áreas centrales en torno a la metrópolis de Santiago y las áreas extremas
del norte y sur de la componente sudamericana del territorio chileno. Pero
esta situación por sí sola no es generadora de conflicto. Lo que realmen-
te representa un problema es la articulación entre las distintas unidades
espaciales que conforman el territorio nacional. En esto, el modelo de
428 división político-administrativa del territorio y los recursos técnicos al ser-
vicio de la gestión pública son dos elementos fundamentales. La mejor
síntesis de las dificultades en esta materia es la persistente necesidad de
profundizar en un proceso de descentralización inacabado, en el cual es
imprescindible la intervención de los actores privados. En consecuencia,
el mayor desafío territorial en el Chile del siglo xxi es la mejor articulación
de los componentes territoriales, lo que exige una revisión permanente
del marco político que permite su gestión.
En este contexto, la distribución de la población aparece como un de-
safío estratégico. Ciertamente se ha avanzado en la consolidación del po-
blamiento de territorios aislados pero, una vez más, el diagnóstico apunta
en la dirección del necesario mejoramiento de este asunto particular. La
concentración de la población en áreas urbanas es un sello característico
de la distribución espacial de la población, pero la singularidad reside en
la existencia de espacios urbanos que se metropolizan (Santiago, La Sere-
na-Coquimbo, Talcahuano-Concepción, Valparaíso, Temuco) y concentran
el mayor contingente demográfico. Esto plantea desafíos en ámbitos tan
diversos como la planificación del desarrollo urbano; la gestión de los sis-
temas de asistencia pública en salud, seguridad, educación y administra-
ción; la buena dotación de servicios educacionales y comerciales privados;
en definitiva, un desafío en materia de garantías de buena calidad ambien-
tal en el hábitat humano.
La calidad de vida en los espacios urbanos es uno de los puntos críticos,
ya que en este ámbito se lesionan sistemáticamente (pero no de manera

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

muy evidente para el común de los observadores) los derechos fundamen-


tales, muchos de los cuales también están consagrados en la Constitución
de la república. En este contexto, son relevantes el mejoramiento de la ges-
tión de los desechos urbanos, el mejoramiento de la calidad de la vivien-
da social (con ciudades en que un importante porcentaje de la población
accede a la vivienda propia mediante el sistema de subsidios del Estado),
la mejor provisión de espacios públicos adecuados, la mayor seguridad
frente a potenciales desastres naturales asociados al emplazamiento de las
nuevas urbanizaciones en los espacios periurbanos. Al mismo tiempo, la
crisis del poblamiento rural no debe dejarse de lado como desafío perma-
nente. Gran parte del siglo xx chileno estuvo atravesado por crisis sociales
(pobreza, marginalidad, déficit habitacional, delincuencia) en que uno de
sus factores explicativos fue la interacción sistémica entre los espacios ru-
rales y los espacios urbanos. El escenario rural del bicentenario no es muy
distinto ya que la pobreza rural persiste, igual que la escasa integración
de los espacios rurales a las dinámicas sinérgicas de escala regional. Me
parece muy probable que durante las primeras décadas del siglo xxi, los
espacios rurales sigan consolidándose como localizaciones atractivas para
actividades económicas tradicionalmente reconocidas como urbanas. Tal
es el caso de la industria (específicamente la agroindustria ha permitido
establecer una tendencia en esta dirección) y algunos servicios especializa-
dos (tal es el caso de la localización rural de empresas de turismo).
Si presto atención a las tesis que sostienen que toda organización
social se manifiesta en la forma en que organiza el espacio, cabría decir
que la matriz de recursos que sustentan la economía nacional evidencia 429
tanto la base tecnológica disponible como las opciones estratégicas que
se han adoptado en esta materia. El crecimiento de la economía chilena
es una buena razón para estar orgullosos. A pesar de las críticas que los
especialistas hacen al ritmo de crecimiento de la economía chilena, du-
rante el año 2005 la balanza de pagos cerró con un superávit global de
US$10.179.000.000 y desde 1996 el producto interno bruto nacional se ha
duplicado (desde $31.237.000.000 en 1996 a $64.549.000.000 en 2005, a
precios de mercado), según datos del Banco Central.
Sin embargo, la competitividad de la economía chilena en el marco de
la globalización es una buena razón para estar preocupados. Los códigos
de participación en el capitalismo global exigen valorar la competitividad
más que el crecimiento, porque entre otras cosas, implica prestar atención
a la integración público-privada, a la distribución del ingreso, al compor-
tamiento de las instituciones públicas en materia económica y al diseño
de la política pública, al comportamiento de las empresas privadas y, por
supuesto, al comportamiento de los mercados. No importa sólo cuánto se
crece, también es menester tener claridad respecto de cómo se crece.
En consecuencia, resolver los costos sociales del modelo que ha per-
mitido mantener estos niveles de crecimiento es uno de los desafíos que
están sobre la mesa para el Chile del bicentenario. De la misma manera,
crear mecanismos que permitan anticiparse a futuras crisis de los mercados
globales es una necesidad urgente, ya que se prevé que los impactos de
una crisis global tienen efectos devastadores en espacios locales que han

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historiadores chilenos frente al bicentenario

optado por una estrategia de integración global, basada en la ultraespecia-


lización, lo que en la mayoría de los casos implica alta vulnerabilidad.
Las exportaciones chilenas han tenido un crecimiento sostenido y no
hay señales claras de que esa tendencia vaya a ser revertida. Los mayores
volúmenes exportados tienen como destino Europa y Asia, lo que indirec-
tamente nos lleva a evaluar las implicancias en dos frentes: la presencia
geoestratégica en la cuenca del Pacífico y la consolidación de los procesos
de integración regional en el cono sur. El sector minero chileno sigue sien-
do uno de los más competitivos al mismo tiempo que uno de los genera-
dores de mayor riqueza.
En este contexto, el aumento de los precios es un factor que explica
esa situación, lo que de alguna manera confirma la alta sensibilidad de la
economía chilena al sector de mercado externo. La misma situación se ha
dado en el sector industrial y agropecuario. La cuestión no es qué hacer
frente a una baja en los precios, que es un dilema de corto plazo. El dilema
es cómo conseguir sustentabilidad, aun en períodos de crisis. En cierta for-
ma, se trata de un problema geográfico, ya que tanto la base sociotécnica
como la matriz de recursos están estrechamente vinculadas y fuertemente
localizadas.
Una novedad en esta materia es la revalorización de elementos pre-
sentes en el territorio desde antaño. El auge del turismo ha sido una de
las evidencias más claras, pero, tal vez, podría decirse que el desarrollo
vitivinícola es también parte de ese proceso. Los recursos son diversos y la
denominación de recurso natural es claramente restrictiva.
430 Además, todo lo anterior abre un debate de carácter político que en el
Chile de inicios del siglo xxi no está abierto a la comunidad en términos
integradores y comprometidos: la relación entre calidad de vida de las per-
sonas, desarrollo productivo y gestión de la crisis ambiental. La institucio-
nalidad ambiental en Chile ya existe. El conflicto también.
El Chile de 2010 se instala como un proyecto y, en consecuencia, su te-
rritorio también. La relevancia de esto reside en que el territorio no es sólo
lo tangible y visible (el paisaje) sino, también, lo proyectado. Porque los
componentes inmateriales del territorio (la soberanía, el proyecto nacio-
nal, la identidad) son precisamente los que le dan sentido a la unidad de
estos espacios que son diversos, vastos y distantes. En esto están las heren-
cias más sólidas: la marcada concentración y centralismo del modelo de
desarrollo territorial, la deficiente articulación regional, la inequidad espa-
cial inherente al modelo de desarrollo, que lamentablemente para el caso
chileno implica iniquidad. Los desafíos del siglo xxi están básicamente en
el plano de la articulación territorial, la superación de la iniquidad socio-
territorial, el diseño de un nuevo modelo de política de desarrollo territo-
rial y un renovado interés por la extremada complejidad de los problemas
geográficos, que exigen soluciones acordes con esa condición compleja.
Alcanzar una comprensión integral de los problemas territoriales (dentro
y fuera de los límites nacionales) es señal inequívoca de que la sociedad va
en la dirección correcta para solucionar sus problemas, ya que esto implica
comprender la contingencia en su dimensión histórica.

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

Por un bicentenario sin exclusiones

Carlos Ruiz
Universidad de Santiago de Chile

E n el año 2010 se conmemorará el bicentenario del inicio de un proceso


que no estaba claro ante los ojos de sus contemporáneos. Desde luego,
no puede hablarse de bicentenario de la independencia de Chile ni cosa 431
parecida, ya que en 1810 sólo una minoría soñaba con la emancipación
de España. Desde el presente, podemos emitir juicios históricos acerca del
desarrollo y los alcances del ‘hecho emancipador’. Estas reflexiones parten
desde un análisis a partir del presente, ‘mirando hacia atrás’.
La mera celebración de hazañas militares (y bastantes desastres) sería
vana palabrería, “oratoria hueca al pie de los monumentos”, si no hay un
correlato entre el símbolo y la realidad. No se debiera una vez más repetir
el ritual de levantar monumentos yuxtapuestos de héroes que se mataban
unos con otros: la historia no debiera seguir siendo un cambalache donde
están Pedro de Valdivia con Lautaro y Bernardo O’Higgins con José Miguel
Carrera y Manuel Rodríguez.
Cuando las celebraciones históricas las produce una sociedad inmersa
en una mentalidad que llegó a plantearse “el fin de la historia”, es por algo.
Cuando el Estado español lanzó la iniciativa de celebrar el quinto centena-
rio en 1992, había intereses muy ‘contemporáneos’: crear un clima favo-
rable a que los ‘descubiertos’ mostrasen preferencias por las inversiones
de los ‘descubridores’. Desde 1992 pareciera que la xenofobia española
anti(hispano)americana estuviese en crecimiento, paralelo a las curvas de
crecimiento de la inversión de las empresas energéticas, viales e industria-
les con sede en Madrid. Acabado el discurso de la ‘hermandad colombina’,
las visitas de reyes a sus ex colonias, las ferias sevillanas, no pocos espa-
ñoles comunes y corrientes demostraron con luctuosos crímenes que los
aparatos ideológicos de esa potencia no se habían propuesto precisamen-

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historiadores chilenos frente al bicentenario

te fomentar una convivencia fraternal, ni siquiera sana, entre los dispersos


hijos de la “Madre Patria”.
El contexto de las celebraciones chilenas de 2010 no parece ser muy
diferente del de las de 1992. Ahora se trata de legitimar el discurso de una
‘chilenidad’ surgida hace doscientos años, a partir de una independencia.
No debiéramos extendernos en demostrar que este país ha tenido una
emancipación muy relativa en algunos aspectos, y que carece de autono-
mía en la mayoría de las decisiones. Hoy mismo vivimos la “segunda con-
quista española”, a partir de la creciente gravitación del gran capital espa-
ñol, que llega a interferir en las decisiones políticas que toma el Estado.
En distintos momentos de su historia, este pequeño Estado ha estado bajo
la mirada vigilante de las potencias extranjeras. Y no sólo mirada, también
intervención directa o indirecta: no olvidemos el bloqueo invisible que Es-
tados Unidos impuso a Chile tras la nacionalización del cobre en julio de
1971, bloqueo sólo levantado tras el golpe de 1973, consumado con ayuda
de la Operación Unitas y con capitales introducidos al país por operarios
‘nacionalistas’ para financiar la sedición que actuó en esos años, acaso los
únicos en que hubo un gobierno que creía en que Chile tenía derecho a
ejercer su plena soberanía. Visto así, la canción nacional representa una
paradoja.
Este bicentenario está permitiendo crear comisiones y subcomisiones,
justificar salarios y honorarios. A diferencia de México, en 1810 no tuvimos
un ‘grito’ emancipador, pero sí cerca de 2010, tenemos una ‘piñata’ a re-
partir entre los más fuertes: los mejor informados y mejor vinculados.
432 Al igual que en 1992, como se trata de una construcción mandada le-
vantar desde el poder, hay fines y medios; hay estrategias y discursos que
incluyen la exclusión de actores y de símbolos. Esta vez se trata de legiti-
mar la idea de la ‘nación’ única, grande y libre. Una vez más, las minorías
nacionales, los pueblos indígenas, se quedan al margen del proceso. Entre
otros, el historiador Arauco Chihuailaf ha denunciado la “ausencia mapu-
che” respecto del bicentenario y de los procesos intelectuales por construir
(o inventar) “el país que viene”. Y eso que su hermano Elicura ha aparecido
en uno que otro acto o publicación relacionada con el bicentenario, pero
siempre planteando el derecho a la inclusión, siempre aportando la lucidez
del poeta, que muchas veces es mayor que la del cientista político, porque
arranca de los planos donde el moderno racionalismo no alcanza, planos
donde lo que reina es lo que ciencias como la hindú denominan suprarra-
cionalidad. Pero el tema de fondo es la exclusión de los pueblos originarios
(más allá de las apariciones mediáticas y siempre relacionadas a la folclo-
rización de la diversidad cultural) respecto de un estado que no reconoce
en sus estructuras la diversidad preexistente al acto de construir Estados,
países o naciones que supusieron la exclusión de las primeras naciones. Es-
ta exclusión se nota cuando revisamos la bibliografía acerca de la realidad
chilena, la identidad, los movimientos sociales, los fenómenos sociales del
cambiante Chile posterior a la dictadura: el factor indígena por lo general
no es tomado en cuenta a la hora de analizar en qué Chile vivimos. Ade-
más de la invisibilidad y del tabú discursivo, existe la negación jurídica. La
dirigencia mapuche lo ha señalado: es impresentable que este país llegue a

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su bicentenario sin reconocer en su Constitución la existencia de pueblos


indígenas, pueblos y no etnias.
Pero el bicentenario no tiene por qué ser de todos. O no tiene por qué
haber un solo bicentenario. Puede haber uno, convocado y armado desde
los poderes políticos del Estado; otros, desde los poderes económicos y
fácticos. Otros bicentenarios, desde los excluidos, desde los que soñamos
con una verdadera y completa emancipación, aun sabiendo que mientras
se ejerzan políticas globalizantes, la autonomía social e individual estarán
conculcadas o serán mediatizadas y cooptadas a los intereses dominan-
tes.
La mirada desde la diversidad permite encontrar en el hecho de con-
memorar cierta cronología, otros aspectos de la historia, que llevan a con-
clusiones acaso coincidentes, acaso antagónicas, con las que obtendrán
los que miran desde otras orillas el evento. Visto así, el ejercicio historio-
gráfico del bicentenario puede ser interesante e incluso podría plantearse
alguna trascendencia más allá del cambio de calendario al llegar 2011.
Es ya una paradoja el celebrar ‘la independencia’ en un contexto de
mundialización, donde las decisiones de los Estados las toman poderes
financieros. Es tiempo no de celebración, sino de con-memorar, re-cordar,
es decir, convocar a un proceso de memoria colectiva, a volver a instalar
en el pensamiento y en el corazón, una re-flexión, es decir, un proceso que
permita una in-flexión, un cambio o una vuelta en el camino.
Puede ser significante investigar –y bien– con rigor histórico y pospo-
niendo la ideología y la discursividad, qué fue lo que pasó desde fines del
período hispánico hasta la consolidación de Estados-nación, pasando por 433
el tiempo de las guerras por el poder estatal. ¿Efectivamente habrá sido la
independencia la utopía de las elites, arrastrando al ‘bajo pueblo’? ¿Qué
factores estructurales, objetivos y subjetivos, permitieron encarnar esa
utopía? ¿Qué impacto tuvieron las políticas borbónicas entre los criollos, el
bajo pueblo (indígena, africano y ‘castas’), la baja oficialidad, el clero? ¿Se
puede hallar alguna huella de las voces de protesta? ¿Hubo efectivamente
conciencia criolla?
Un segundo núcleo a investigar es de qué forma concreta los nuevos
escenarios políticos o económicos provocaron la denominada “enajena-
ción de las elites” respecto de la metrópoli, y si al mismo tiempo las refor-
mas quitaron o dejaron poder en manos de las mismas elites. ¿Qué signi-
ficó la constitución de milicias, la creación de una nueva institucionalidad
bajo la forma de las intendencias, el acopio de recursos económicos? De
esta forma llegaremos a visualizar y cuantificar el ‘recambio’ de elites, el
surgimiento de determinadas familias y clanes y la caída de otros. Eso per-
mitirá explicar los vaivenes de la política, la modalidad que fue adquirien-
do desde 1810, y su continuación violenta, la guerra, más adelante.
Un tercer núcleo es estudiar de qué forma se fue imponiendo un es-
quema europeo en una realidad que buscaba discursivamente emancipar-
se –al menos en lo político– de la misma Europa. Cómo podían hablar de
república, sujetos que sólo conocían la democracia en teoría, a menos que
la estudiasen en otros pueblos que la ejercían, como había dicho Diego
Rosales respecto de los mapuches (sólo que Diego Rosales no fue publi-

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historiadores chilenos frente al bicentenario

cado en su época, lo que nos acerca emocionalmente a este autor poster-


gado). Reflexionar si este desconocimiento de la democracia y de lo repu-
blicano, llevó a algunos patriotas a plantearse la erección de monarquías
o, en su defecto, de dictaduras. Estudiar si los autoritarismos (como el de
Bernardo O’Higgins) fracasaron por chocar en el pueblo y sus ideas, o en
las elites, ahora transformadas en frondas. Y ver cómo las elites tuvieron
que jugar con los discursos (y con las armas, desde luego) para lograr
mantener su propio orden establecido o recuperar lo perdido en el tráfago
emancipador.
Llegados aquí, cobra especial importancia reflexionar sobre el modelo
europeo de nación que se intentó imponer en estos países.
¿‘Invención’, ‘imaginación’ de la nación? En el caso de América, las na-
ciones del siglo xix constituyeron creaciones particulares que intentaron
responder a los modelos de nación existentes en Europa, pero ‘inven-
tados’ en contextos muy distintos. Los procesos que dieron lugar a esos
resultados históricos que llamamos ‘las naciones’, en Europa fueron dife-
rentes. Primero, allá son resultado de milenios (al menos) de interacción
entre los grupos humanos y la naturaleza, y de la acción de diversos gru-
pos humanos entre sí. Germania y Francia, por ejemplo, no sólo se separa-
ron por el Rin sino, principalmente, por procesos históricos de larga dura-
ción. No podemos decir lo mismo de Perú y Bolivia, en cuanto a entidades
nacionales, ya que su separación como tales obedeció a mecanismos muy
diferentes y, por último, a una imposición externa, desde el poder impe-
rial, no debidamente cuestionada por los criollos que sucedieron a dicho
434 poder. Y no olvidemos que cuando algunos, ya fuese con intenciones po-
líticas ‘modernas’ o con un pensamiento redentorista incaico, intentaron
reestructurar la unidad Andina, intervino el Estado chileno entre 1837 y
1839, con los resultados que ya sabemos.
Una generalización, como España, sólo fue posible tras la hegemonía
de un modelo de sociedades estatales, que se fueron construyendo, in-
teractuando y transformándose dialécticamente a lo largo de siglos. Las
naciones, en España, fueron Castilla, Galicia, Vasconia-Euzkadi, Cataluña,
Aragón, etc. Pero antes de esas entidades, hubo otras: Castilla, como tal,
fue una construcción. Pero también debieron haber llegado a constituirse
como naciones, otras etnias o identidades territoriales, absorbidas por ‘na-
ciones’ mayores. Por ejemplo, el territorio de los mestizos de moros y go-
dos, los maragatos, hasta tiene nombre: Maragatería, pero no cristalizó co-
mo comunidad ‘nacional’. Tampoco ocurrió con la Vega de Pas, territorio
de los pasiegos, quienes como los maragatos, se autoidentifican hasta hoy
como diferentes a sus vecinos castellanos. Por distintos factores, el proce-
so de constitución de naciones en Europa tuvo circunstancias históricas
distintas a las que operaron en América, aunque no dudamos en que haya
mecanismos que puedan operar universalmente, como si para lo político
operasen leyes y procesos similares a las que estudia la Biología.
Las autoridades americanas se vieron urgidas por constituir ‘naciones’
al tono de las europeas, y a corto plazo. El resultado fueron entidades de
origen forzado, prematuro. Los europeos idearon una ficción que hicieron
emanar de otra: el “espíritu nacional”. Si débil y artificial era ya la ‘nación’

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europea, más truculento es el ‘espíritu’ que anima esa construcción. Esta


doble truculencia, a su vez, fue trasplantada a América, y se pretendió en-
contrar ‘esencias’, ‘espíritus’, ‘almas’ nacionales. Todas estas denomina-
ciones constituyen ficciones, voces flatus, palabras huecas.
El resultado es que a la fecha, en América Latina no está bien consuma-
da la construcción de naciones con poder y con cohesión social. Acaso no
sea posible, mientras se trate de naciones minorizadas ante el omnímodo
poder del imperio, figura que emerge de la globalización y de la ruptura
de la diversidad de bloques imperiales. Ni será posible, mientras existan
abismos entre niveles sociales y económicos y mientras haya desigual trato
a las diversidades culturales.
Es por esa debilidad de la construcción de la ‘nación’, que surge en
este bicentenario la ocasión para que los Estados intenten utilizar el even-
to para plantear un discurso que exalte la nación, intentando una vez más
transformar la realidad desde la proclamación de la palabra.
Los que operan un Estado como el chileno, que se muestra como fuer-
te –en el concierto americano–, están conscientes de su debilidad en cuan-
to a ‘nación’. Por eso, el esfuerzo de aprobar el examen del bicentenario,
ocasión en que las elites de hoy tendrán que demostrar sus logros, ante
sus conciudadanos y ante el concierto de los Estados que los observen. Pa-
ra ello, recurrirán a la imagen de un país ordenado políticamente, solvente
económicamente y “blanco” en términos de homogeneidad cultural, tal
como hicieron los que gobernaban en 1910.
Por último, es necesario que reflexionemos acerca de la eventual ex-
cepcionalidad del caso chileno, al menos en lo que compete a la construc- 435
ción de nación. Hay quienes plantean la excepcionalidad de este país en
cuanto a orden y bienestar, comparándose con otros países de la región e,
incluso, del Tercer Mundo. Y también están quienes cuestionan esta parti-
cularidad, que acusan como discursivamente tendenciosa y que oculta una
realidad diferente. Nosotros planteamos otras excepcionalidades, pero no
por abundancia, sino por carencia. Para los que quieran reflexionar acerca
del bicentenario, es bueno que tomen en cuenta ciertas particularidades
que nos están alejando de los países ‘modernos’, pero no por que no este-
mos en carrera al ‘éxito’, llamado antes civilización, progreso o desarrollo.
Es que precisamente la carrera al éxito se ha basado –dialécticamente– en
el fracaso y la derrota de otros. Si hubo hacienda, es porque hubo conquis-
ta y despojo de tierras y territorio a sus primeros cultivadores. El orden,
desde los días de la Colonia, ha basado su construcción en la imposición
de estados de excepción. Si hay orden es porque ha habido guerra, y gue-
rra de conquista. Los jefes militares hicieron fracasar en el siglo xvi el go-
bierno de los letrados y consiguieron que se disolviese la Real Audiencia
que debería moderar la ferocidad del encomendero. En el reino de Chile,
casi excepcionalmente, se estableció un ejército permanente a costa de
la Corona, liberando de su costo de mantención a los colonizadores, be-
neficiarios de la institución. Independientemente de la magnitud física y
continuidad del estruendo de las armas, se fue construyendo la identidad
de los habitantes del reino, sobre la base del clima de guerra. Por eso, ésta
tenía el rango de “guerra viva” hasta que vino la independencia. Los méri-

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tos de los súbditos se medían en los siglos coloniales a partir de los éxitos
–o la mera participación– en esa guerra, real o virtual: hubo conquistador
que basó su petición de recompensa en la cuantificación de las muertes
logradas por su propia mano. Eterno toque de queda, bandos que prohi-
bían a los no españoles (aunque fuesen criados o yanaconas) el andar a ca-
ballo, o les imponía penas humillantes, aumentadas o disminuidas según
la calidad social, la casta de la persona. Todo ello a partir de la sicosis de
guerra que alguien había iniciado, pero a todos afectaba. Hábitos como el
capitalino cañonazo del mediodía, la reunión en la plaza de Armas. Verba-
lizaciones como el obedecer “al tiro”, giro que no se halla en otra parte del
mundo. Y hasta los que buscaban medios políticos y pacíficos para lograr
relaciones justas, como los jesuitas, que estaban estructurados en compa-
ñía, en celestial milicia. Hasta Venus y Amor aquí no alcanzan parte, solo
domina el iracundo Marte.
Y así llegamos hasta el presente, en un país marcializado por jerar-
quías, constructoras de hábitos y conductas, que van produciendo proce-
sos mentales que llegan más allá de la construcción consciente y se instalan
en lo subconsciente, desde donde se va aprehendiendo e interpretando la
realidad. No pocas patologías individuales y colectivas, creemos, se ori-
ginan en esta dañosa construcción de ethos al precio de marcar el sub-
consciente. Las modernas ciencias van descubriendo que algunos estigmas
se van instalando profundamente, volviéndose hereditarios. Más allá de
los estereotipos de tarjeta postal, el chileno no es un pueblo pacífico: las
guerras externas han evitado los enfrentamientos internos, éstos cuando
436 han tenido lugar han sido feroces, y hasta hace poco no se evidenciaba la
violencia intrafamiliar, sorda y solapada, que tiene que ver con la crisis de
armonía y la falta de paz. Hasta podemos postular que la violencia depor-
tiva y la lumpenificación creciente de las juventudes populares han sido
inoculadas conscientemente por los operadores de los aparatos de cultura
e ideología, con el fin de quitar espacio no sólo a la violencia política sino,
más bien, a la conciencia política. De todas formas, pese a tantas restric-
ciones, hay una agresividad cada vez más manifiesta, y que se vuelve en
contra de los propios miembros del cuerpo social, y no a los poderes que
mantienen estos fundamentos.
En el plano político, la excepcionalidad de Chile se manifiesta en la
condición de ser uno de los países que imponen más restricciones a los
derechos que en otras sociedades y Estados encuentran acogida. Junto
con Uruguay, son los únicos países que no ratifican el convenio 169 de
la Organización Internacional del Trabajo, sobre derechos de los pueblos
indígenas. Uruguay, porque la autopercepción de sus elites cree innecesa-
rio aprobar una legislación que favorece a gentes que ya no existen en sus
fronteras. Chile, porque la derecha chilena sabe que sus derechos termi-
nan donde empiezan los de los demás. Por lo mismo, tampoco se aprueba
una constitución que dé cuenta de la diversidad con la que otros Estados
nacionales se sentirían enriquecidos. En América Latina, sólo Chile, Nica-
ragua y El Salvador son los países donde el aborto está penalizado en todas
sus formas, existiendo varios otros que lo permiten bajo ciertas condicio-
nes y algunos en que está permitido bajo cualquier circunstancia; legislar

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el aborto no significa provocarlo. Asimismo, este país hasta hace muy poco
carecía de una ley que permitiese el derecho al divorcio, pero admitía la
burla al cuerpo legal. Chile “es uno de los rarísimos países del mundo don-
de persiste la anacrónica distinción de obreros y empleados. Se basa en un
criterio de clasificación sin base racional”.
¿De dónde emanarán éstas y tantas otras particularidades que configu-
ran un Estado retrógrado y una sociedad no muy feliz? Ya lo dijeron Mario
Góngora y Rolando Mellafe: hay una construcción de Estado a partir de
la realidad ubicua de la guerra y de la eventualidad de lo trágico. Hoy, en
que vemos cómo a cualquier tragedia –natural o de origen humano– se
da un uso político, con ribetes de belicosidad, se prueba que lo trágico y
lo bélico construyen realidad y ésta se cristaliza en un tipo de estado y de
nación.
¿Por qué tanta competencia en estos dominios de Marte? ¿Será por el
escenario natural? ¿Por qué en estas latitudes se desenvuelven mejor los
hijos del hemisferio Norte? ¿Por qué esta parte del continente –que com-
partimos con Argentina– pueden salir mejor de alguna hecatombe global?
Algo intuían los conquistadores, que dieron origen a esta guerra fundacio-
nal. Algo más saben los beneficiarios de la llamada sociedad del conoci-
miento, que en realidad se basa en la masividad del desconocimiento.
Difícil escenario para llegar a un bicentenario sin exclusiones. Ante
una realidad aplastante, ante el peso de una noche de siglos, sólo nos po-
demos elevar en sueños. Pero si muchos ensueñan, algo puede cambiar,
alguna palabra o sonido puede poner en juego transformaciones que –se
dice– suelen producirse en serie, en sincronía y saltando la espacialidad. 437

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

La ciencia en la historia de Chile

Augusto Salinas
Universidad del Desarrollo

L a conmemoración del bicentenario de la República debe incluir la iden-


tificación y análisis de los elementos tradicionales que se conservaron
en su organización, como también de las ideas e instituciones de carácter 439
innovador que nuestras clases dirigentes importaron de culturas más avan-
zadas para la formación del Estado. En este contexto, durante el siglo xix se
transfirieron desde Europa los conocimientos científicos necesarios como
para iniciar la tarea de reconocer el territorio, sus habitantes y sus recursos
naturales. La base era prácticamente inexistente, por lo que se optó por
contratar en Europa los sabios capaces de emprender este proceso. ¿Quie-
re decir esto que antes de 1810 no hubo ciencia en Chile? Por otra parte, la
llegada de los sabios europeos, ¿significó el inicio de las actividades cien-
tíficas en nuestro país? Y, si la respuesta a esta última interrogante fuera
negativa, ¿cúando y en qué circunstancias llegó la investigación científica
a Chile? Mi hipótesis es que sólo después de la Segunda Guerra Mundial
es lícito hablar de actividades científicas institucionalizadas y de carácter
profesional en Chile, y que nuestra investigación científica aún no obtiene
una completa legitimación social –esto es, todavía no puede identificarse
con los objetivos nacionales que se han ido definiendo en estos doscien-
tos años de vida independiente– y que tanto el Estado como la comunidad
científica deben convertir el financiamiento a la ciencia en una rentable in-
versión social. En este breve ensayo, me referiré únicamente a las ciencias
naturales, tanto en su función intelectual de crear modelos teóricos para
la comprensión de los fenómenos naturales, como en su carácter de activi-
dad social. Para visualizar y entender su eventual aporte a nuestra cultura
y a nuestro desarrollo, intento narrar las peripecias de la ciencia y de los
científicos a lo largo de nuestra historia.

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historiadores chilenos frente al bicentenario

En 1582, el soldado español Pedro Cuadrado intentó calcular la lon-


gitud de Valdivia respecto del meridiano de Sevilla, de acuerdo con las
normas para la observación de eclipses lunares de 1577, redactadas por
el cosmógrafo real Juan López de Velasco. El problema del cálculo de las
longitudes no era menor, ya que era el único método para establecer los
límites este y oeste de las demarcaciones a que había dado lugar la ocu-
pación del Nuevo Mundo, como fue el caso del tratado de Tordesillas de
1494. Pedro Cuadrado otorgó a Valdivia una posición geográfica mucho
más hacia el oeste de la que le corresponde, pero fue el primer habitante
de Chile que aceptó un modelo teórico e intentó derivar de su aplicación
una consecuencia práctica.
A pesar de esta temprana convicción en la utilidad de las teorías cien-
tíficas, el Chile colonial ignoró en absoluto el prodigioso avance del cono-
cimiento aportado por la revolución científica de los siglos xvi al xviii. In-
cluso, los progresos técnicos y las innovaciones que en Europa se estaban
produciendo en ese período no impactaron la economía del país, que con-
tinuó utilizando mayoritariamente la mano de obra indígena como fuente
principal de energía, con la excepción de uno que otro molino hidráulico
instalado en los cursos superiores de los ríos de la zona central. En cuanto
a la medicina colonial, sabemos de una autopsia practicada en Santiago en
el siglo xvii. La operación, que se ceñía a las normas del Protomedicato del
Reyno de Chile, se apegó fielmente a la anatomía de Mondino de Luzzi, un
médico medieval que, a su vez, había copiado a la letra a Galeno, el gran
médico griego del siglo ii. Debe señalarse que Vesalio había publicado su
440 obra De Humanis Corpore Fabrica, un compendio moderno y mucho más
exacto de la anatomía humana, en 1543, pero un siglo más tarde los médi-
cos chilenos aún lo ignoraban.
Hacia fines del siglo de la Ilustración, el sacerdote chileno Sebastián
Díaz redactó su Noticia general de las cosas del mundo (1783), obra apro-
bada por el claustro de la Real Universidad de San Felipe, que sólo con-
firma el pobre estado de la cultura científica del reyno de Chile. En pleno
Siglo de las Luces, el padre Sebastián Díaz desconoce (o rechaza sin más)
la teoría heliostática y se declara fiel a la idea de una tierra inmóvil y si-
tuada al centro de un universo poblado de esferas y constituido por los
cuatro elementos aristotélicos y el éter. No se puede culpar así no más a
la intelectualidad criolla por este fenomenal atraso, porque la situación de
la ciencia en la metrópoli no era mucho mejor. En la segunda mitad del
siglo xvi, el reinado de Felipe II había detenido brutalmente el progreso
cultural impulsado por los Reyes Católicos, al prohibir todo contacto entre
los españoles y el resto de Europa, y no hacía mucho que el padre Benito
Jerónimo de Feijoó había escrito su ensayo Causas del atraso que se pade-
ce en España en orden a las Ciencias Naturales, aludiendo al deplorable
estado de la ciencia en la Península.
Más cerca de la independencia, se ha querido ver en la preclara figura
del abate Juan Ignacio Molina, no sólo al primer hombre de ciencia chile-
no sino al primer precursor de Charles Darwin y su teoría de la evolución,
en relación con las ideas que expone en su obra Analogías menos obser-
vadas entre los tres reinos de la naturaleza (1816). En realidad, el abate

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

Juan I. Molina es un fijista convencido, que sólo explica para una audiencia
hispanoparlante las ideas de los “filósofos ilustrados” que adhirieron con
entusiasmo a la idea aristotélica de la Escala de la Naturaleza, una con-
cepción que propone un modelo estático de la naturaleza animada. En su
Ensayo sobre la historia natural de Chile (1782), parece ignorar a Linneo,
y su precaria geología no registra la polémica entre neptunistas y vulcanis-
tas, que por esa misma época estaba dividiendo a los europeos.
En 1843, Andrés Bello expone un ambicioso y bien pensado programa
de acción para la Universidad de Chile. Es allí donde por vez primera la
ciencia tiene cabida en la vida cultural de Chile. Son varios los historiado-
res contemporáneos que han estudiado la tarea cumplida en Chile por los
sabios europeos y estadounidenses avecindados en el país en esta época:
Claudio Gay, Ignacio Domeyko, Rodolfo Philippi, Carlos Guillermo Moes-
ta, Gillis, Pedro José Amado Pissis, Andrés Antonio Gorbea, etc., aparte de
las contribuciones señeras de Diego Barros Arana y Miguel Luis Amunáte-
gui sobre el mismo tema. Sus obras, además de los trabajos dejados por
estos sabios, nos revelan que no son propiamente hombres de ciencia,
sino naturalistas que observan, cuantifican, clasifican y describen de acuer-
do con las teorías ilustradas del siglo xviii. Todos son hombres honestos
e inteligentes, celosos cumplidores de sus deberes, bien explicitados en
sus contratos con el gobierno chileno. En este sentido, son un admirable
modelo de funcionario público altamente calificado, cuyo objetivo, que
cumplen a cabalidad, es contribuir al mejor conocimiento del territorio
nacional, sus recursos naturales y sus posibilidades económicas, pero es-
tán lejos de representar la ciencia europea de la época. No poseen el ethos 441
que caracteriza a los hombres de ciencia, porque, prioritario al publish or
perish está el estricto cumplimiento de sus contratos y de las instruccio-
nes impartidas por el Ejecutivo, y tampoco podría decirse que su labor es
propiamente científica porque no conforma sus métodos y resultados a las
teorías físicas, biológicas y geológicas preponderantes en el siglo xix.
¿Quiere decir esto que Chile, país rector en la región, desconoció por
completo el progreso científico contemporáneo? En realidad, la lectura
atenta de periódicos y revistas de la época, así como el examen de la obra
de los grandes “agitadores de la cultura” (al decir de Miguel de Unamuno)
de la segunda mitad del siglo xix, nos permite conocer la gradual intro-
ducción de los principios y teorías científicas del período en la cultura de
nuestras elites intelectuales. Andrés Bello, Domingo Faustino Sarmiento,
Diego Barros Arana, Valentín Letelier y Abdón Cifuentes, entre otros, tra-
ducen y comentan con inteligencia las novedades de la ciencia europea y
critican el atraso chileno en este tema. Así lo hace Diego Barros Arana, con
alguna exageración propia de su acendrado secularismo, en carta a Bar-
tolomé Mitre de 1873: “Yo enseñaba la historia sin milagros... la física sin
demostrar que el arco iris era el símbolo de la alianza y la historia natural
sin mencionar la ballena que se tragó a Jonás”. Es así como la teoría dar­
winiana de la evolución por selección natural, lo mismo que las ideas de
Haeckel, Schwann y Faraday, son tópicos de conversación y polémica entre
los académicos, políticos e intelectuales chilenos, y un tema importante en
el conflicto entre catolicismo y laicismo.

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historiadores chilenos frente al bicentenario

Sin embargo, subsiste el hecho de que en el país no se hace ciencia; un


hecho que, por otra parte es común en toda Hispanoamérica. Un examen
somero de los programas de estudio de Medicina e Ingeniería no registra
contacto alguno con la investigación científica. Esto es lógico y no debe
dar lugar a consideraciones negativas. Entre 1830 y el centenario, Chile
acometió con éxito la tarea de organizar la república en forma de asegurar
sus fronteras y de conocer sus recursos y su gente. En este proceso, en el
que la universidad cumple un papel crucial, no hay lugar aún para la in-
vestigación científica, aunque otras manifestaciones intelectuales, como
las artes plásticas y la literatura, se consolidan a la sombra de la influencia
europea. El desarrollo de la investigación científica demandaba un consi-
derable esfuerzo en financiamiento y formación de recursos humanos, que
obviamente los gobiernos de la época no estuvieron dispuestos a realizar.
Tampoco hubo por parte de los profesionales universitarios ningún tipo
de presión para lograr subsidios a la investigación, que se limitaba a los
trabajos de taxonomía, algunas observaciones astronómicas y ciertas apre-
ciaciones sobre salud pública publicadas en los Anales de la Universidad
de Chile. Como expresa Andrés Bello en su discurso de inauguración de
1843, la investigación universitaria, aunque no debía claudicar de su obje-
tivo de formular leyes y teorías, debía colocarse al servicio de la sociedad.
La práctica aparece más valiosa que la teoría en la educación de las elites
de las nuevas naciones, como señaló en su ocasión el economista francés
Gustave Courcelle-Seneuil. Este concepto de una ciencia útil, al servicio de
la sociedad, es una constante en nuestra historia republicana, pero que no
442 ha podido cristalizar en una política coherente, en gran parte por la opo-
sición de la propia comunidad científica.
En 1900, gran parte de la intelectualidad latinoamericana se identifica
con José Enrique Rodó y su Ariel, que acaudilla un gran movimiento de
rechazo a las ideas de progreso del siglo xix: la salvación del alma hispánica
está en el arte y la poesía, y no en la ciencia y la tecnología. Con todo, la
creación del Instituto Pedagógico y la contratación de científicos y profeso-
res alemanes hacen penetrar, aunque someramente, la investigación cien-
tífica, como apoyo a la docencia en Matemáticas, Física y Biología. Por otra
parte, en la primera mitad del siglo xx llegaron eminentes investigadores
desde Europa, como Juan Noé, Alejandro Lipschutz, Max Westenhoefer y
Juan Pi y Suñer.
El doctor Joaquín Luco ha dejado en su biografía –Habla Luco– un va-
lioso testimonio acerca de los inicios de la institucionalización de la cien-
cia en Chile. Él y otros médicos e ingenieros fueron becados a las uni-
versidades europeas y estadounidenses. Junto con una a veces violenta
introducción a la ciencia moderna, adoptaron lo que para ellos fueron los
fundamentos modernos de la profesión científica: el derecho a investigar
cualquier tema sin aceptar presiones externas, la obligación de publicar
sus resultados en revistas especializadas, y el énfasis en la originalidad y su
creencia en una ciencia universal, platónica, que no acepta nacionalismos
ni afanes utilitarios, sino que está consagrada al avance del conocimiento.
Al regresar, se encontraron con una sociedad cuyas necesidades reales
y valores chocaban drásticamente con el ethos científico recién adquirido.

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

No se dieron cuenta que se habían empapado de los principios de una


ciencia ya madura, institucionalizada y aceptada por las sociedades y los
gobiernos de los países desarrollados, que veían en la profesionalización
de la ciencia la base más firme para su crecimiento económico. En Inglate-
rra, Francia, Alemania y Estados Unidos el problema de las relaciones en-
tre investigación científica e industrialización parecía resuelto, pero países
como Chile recién estaban iniciando una tardía Revolución Industrial, que
lo que menos necesitaba era de la ciencia básica. Pese a todo, la incipien-
te comunidad científica se procuró un espacio en el sistema universitario
nacional, precario, pero suficiente como para hacer sentir su voz disidente
frente a una universidad profesional y altamente politizada. “La Universi-
dad no sabe valorar la ciencia”, afirma Juan de Dios Vial Correa y el físico
Igor Saavedra, que en 1969 escribe “El problema del desarrollo científico
en Chile y América Latina”, un trabajo clásico sobre el tema, señala que
Chile no cuenta con ningún mecanismo para la formación de científicos.
En 1956, un hombre visionario, Juan Gómez Millas, logró del Estado la
dictación de la ley Nº 11.575, que otorgó fondos fiscales a la investigación
científica. Un conflicto soterrado y mal definido estalló de inmediato entre
el gobierno y los hombres de ciencia: ¿cuál sería el verdadero propósito
de la investigación científica nacional? Porque, desde el primer momento,
el Estado exigió que el esfuerzo científico se centrara en los objetivos que
cada gobierno identificaría como prioritario: salud, crecimiento económi-
co, educación, aprovechamiento de los recursos naturales, etc. En cambio,
los científicos apuntaron hacia objetivos propios de una comunidad profe-
sional consolidada y con los recursos financieros propios de países indus- 443
trializados. Lo que se buscó fue el reconocimiento de los pares, mediante
la publicación de papers en revistas especializadas, preferentemente edita-
das en Estados Unidos y Europa y no el registro de patentes.
El conflicto adoptó otra forma en la década de los sesenta. Esta vez, la
crítica de los investigadores nacionales cayó, inmisericorde, sobre el sis-
tema universitario como lo manifiesta Juan de Dios Vial Correa en el año
1964: “La Universidad (chilena) ha prescindido de la ciencia. Esta, que ha
sido principio y espíritu animador de todas las grandes universidades, ha
sido admitida entre nosotros a regañadientes... Frente a una crisis pido
colocar a la ciencia en el corazón de la vida universitaria”. Al iniciarse las
convulsiones de la Reforma Universitaria, un grupo de científicos obtuvo
del Ejecutivo la creación de una agencia estatal que estaría a cargo de las
políticas y los subsidios a la ciencia y la tecnología. La Comisión Nacional
de Investigación Científica y Tecnológica fue creada en 1967, con un pre-
supuesto para la investigación que la comunidad científica estimó insufi-
ciente. El 0,5% del producto interno bruto no podía compararse con el
3,5% que Estados Unidos y Japón destinaban a investigación y desarrollo
(I+D), pero se contaba con la promesa gubernamental de acrecentarlo en
el futuro cercano. Sin embargo, muchos investigadores chilenos, desalen-
tados ante la falta de oportunidades para la investigación básica, emigra-
ron, en lo que la prensa denominó “la fuga de cerebros”.
Hacia 1964, otra polémica de proporciones surgió en torno a la inves­
tigación. La izquierda política vio en la introducción de la ciencia en la

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historiadores chilenos frente al bicentenario

universidad chilena una maniobra de los países capitalistas para colonizar


culturalmente a Chile. El Partido Comunista habló del imperialismo inte-
lectual y del “absurdo principio de la ciencia por o para la ciencia”, según
Hernán Ramírez Necochea, en tanto que otros políticos y académicos se
ampararon en la dialéctica de la Comisión Económica para América Latina
para dictaminar que éramos una periferia que debía tomar salvaguardas
en contra de la ciencia de los países centrales. Por otra parte, este discurso
tomó más peso al reclamarse una investigación científica al servicio de la
sociedad, un mensaje que la Iglesia posconciliar acogió con entusiasmo
en su discurso reformista. El gobierno y la izquierda hablaron entonces
del “desarrollo de la ciencia”, siempre y cuando se tratara de una “ciencia
para el desarrollo”. En la Comisión Nacional de Investigación Científica
y Tecnológica, y también en las universidades, chocaron planificadores e
investigadores. Las fundaciones extranjeras y nacionales que apoyaban la
investigación básica fueron objeto de ácidas críticas por parte de la izquier-
da, que las acusó de ser representantes del imperialismo.
Entre 1964 y 1973 Chile –o, más bien, su sistema universitario– se
debatió entre dos concepciones de la investigación científica. La primera
concebía la I+D como una variable lineal e imprescindible del desarrollo
socioeconómico, claro está que enfatizando el desarrollo y la innovación,
y no la investigación básica. Por otra parte, los gobiernos de la “Revolución
en Libertad” y de la Unidad Popular intentaron usar la ciencia como ins-
trumento privilegiado de modernización. Al cabo, sus líderes se conven-
cieron de que los slogans y los objetivos revolucionarios eran contrarios
444 a la ciencia, y entonces se tildó a esta actividad de “conservadora” y “con-
trarrevolucionaria”. En especial, durante el gobierno de Salvador Allende.
En ambos casos, los científicos chilenos resultaron perdedores, lo que pu-
do apreciarse claramente en el Congreso de Científicos de 1972. Porque,
mientras el gobierno de la Unidad Popular les urgía a tomar parte activa en
la “Batalla de la Producción”, ellos exigían ser parte decisiva en las políticas
científicas y el reparto de subsidios estatales que les aseguraran la conti-
nuidad de sus investigaciones. Una polémica inútil, por lo demás, porque
la Comisión Nacional de Investigación Científica y Tecnológica notificó ese
mismo año que no habría financiamiento para las actividades científicas.
En un intento por obtener la legitimación social de su quehacer, los
investigadores nacionales apelaron al “baconianismo” que tan buen resul-
tado había tenido en Estados Unidos, y que consistía en unir conceptual-
mente a la ciencia con el desarrollo socio-económico; también señalaron
que a pesar de sus escasos medios su producción científica era mayor que
la del resto de la región, en comparación con el producto interno bruto o
la población de los países latinoamericanos. Sin embargo, ni la contribu-
ción chilena, y ni siquiera la de la suma de las naciones subdesarrolladas,
tenía algún significado en la producción científica mundial. Hacia media-
dos de la década del setenta los quince Estados más ricos eran responsa-
bles del 97% de la ciencia mundial. El 3% restante era el aporte de los paí-
ses subdesarrollados, que a costa de grandes sacrificios destinaban entre el
0,1 y el 0,5% de su producto interno bruto a I+D. Las grandes innovacio-
nes teóricas, así como el proceso que lleva del descubrimiento científico a

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

la innovación tecnológica, sólo podían financiarse con equipos científicos


altamente calificados, poderosas tecnologías, el patrocinio empresarial y
el respaldo de presupuestos de seis cifras, expresados en dólares. Lo que
hacían bien los científicos chilenos era (y es) lo que Thomas S. Kuhn ha
definido como “ciencia normal”, es decir, una actividad que se enmarca en
paradigmas vigentes y se expresa en resultados que reafirman las teorías
aceptadas, sin pretensiones de llegar a un verdadero breakthroug en algún
campo de las ciencias naturales.
Los personeros que asumieron la dirección de la Comisión Nacional
de Investigación Científica y Tecnológica en 1971 dejaron de inmediato en
claro que el organismo ya no caería más en “la función dadivosa” que has-
ta entonces, según ellos, cumplía. Su presidente se encargó de especificar
más esta nueva tendencia, al definir “el rol de la ciencia en la transición al
socialismo”.
Según él y el gobierno que representaba, la ciencia pura era el “desti-
no de empiristas infecundos”; lo que Chile precisaba era un compromiso
social entre el gobierno y los hombres de ciencia, “para conquistar la pa-
tria anhelada”. De allí en adelante, las relaciones entre el gobierno de la
Unidad Popular y la comunidad científica se tensaron hasta romperse. In-
telectuales y voceros de izquierda, como el sociólogo Edmundo Fuenzali-
da y el físico francés Maurice Bazin se encargaron de decirle a la gente que
las ciencias básicas no tenían lugar en la revolución. Mientras el primero
señalaba que la ciencia era “una actitud importada” y que los científicos
deberían someterse a un proceso de “resocialización”, al estilo de la Re-
volución Cultural china, el segundo escribió un trabajo sobre “La ‘ciencia 445
pura’, instrumento del imperialismo cultural. El Caso Chileno” (1973), en
que señalaba pestes de los científicos chilenos, “lacayos del imperialismo
yanqui”, que con su trabajo ayudaban al capitalismo a mantener la estruc-
tura de clases burguesas.
Después del 11 de septiembre de 1973, el gobierno militar no tuvo
remilgos en comunicar a la comunidad científica que mientras la nación
estuviera ocupada en la reconstrucción de su economía y del estado de
Derecho no habría subsidios para la ciencia. Fueron años duros, que vie-
ron el fin de suscripciones, la expulsión de muchos académicos y el cierre
de departamentos universitarios. Sin embargo, en 1983 el mismo gobier-
no militar creó el Fondo Nacional de Desarrollo Científico y Tecnológico,
un organismo interno de la Comisión Nacional de Investigación Científi-
ca y Tecnológica, más eficiente y directo en la definición de mecanismos
de fondos concursables para la ciencia y la tecnología. A esta nueva agen-
cia se sumaron más tarde otros mecanismos de asignación de recursos,
tanto de la Corporación de Fomento como de la Comisión Nacional de
Investigación Científica y Tecnológica, que han intentado superar la bre-
cha entre la investigación académica y las empresas nacionales. Algo más
tarde, los gobiernos de la Concertación han aumentado las becas para
posgrados en Chile y el extranjero, aunque con un notable sesgo político
e, incluso, nepotista, que ha opacado en gran medida este esfuerzo, al
preterir los méritos académicos y profesionales a favor del partido o del
parentesco.

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No obstante, de que existen notables ejemplos que indicarían un cier-


to sesgo hacia la ciencia aplicada, la comunidad científica continúa incli-
nándose mayoritariamente por una ciencia básica que según algunos de
sus más connotados miembros, es y debe ser “totalmente inútil”. En sus
informes y memorias, la Academia de Ciencias continúa exigiendo mayor
financiamiento para sus actividades, sin indicar claramente un compromi-
so más preciso con la nación. En contraste, escuché al ex presidente Ricar-
do Lagos exigir a la investigación académica más patentes y menos papers,
al indicar que muchas de nuestras especies botánicas autóctonas estaban
siendo estudiadas, intervenidas genéticamente y patentadas por entidades
foráneas.
Desde luego, este diagnóstico negativo no niega la existencia de valio-
sas excepciones, casi todas ellas pertenecientes a la investigación clínica y
la biología marina, como son los estudios sobre el virus Hanta y la “marea
roja” y el auge de la biotecnología. Hay que aclarar que la investigación
“normal” se ampara en una teoría aceptada, que le proporciona problemas
que estudiar y que provee de métodos efectivos para formular hipótesis
casi obvias y encontrar la solución al problema. De acuerdo con Kuhn,
la ciencia normal es igual a la búsqueda de la solución de un puzzle, y a
todos nos gusta solucionarlo, porque la gracia es que siempre tiene una
solución. Por cierto, no sucede lo mismo con la investigación aplicada, que
puede equivocarse en sus métodos y que muchas veces tiene que buscar
las eventuales soluciones a ciegas. Por tal razón, son escasos los investiga-
dores que se atreven a presentar un proyecto de investigación “rupturista”
446 y original, porque se exponen al rechazo de sus pares. La ciencia chilena
es eminentemente conservadora.
A mi juicio, el actual problema de la supervivencia de la ciencia nacional
es eminentemente político. ¿Deben los chilenos aportar subsidios, que en
la actualidad ascienden a un total de aproximadamente US$ 700.000.000,
a una sofisticada actividad de carácter académico, que proporciona gran-
des satisfacciones intelectuales a un sector profesional, aunque el retorno
social de esta actividad sea prácticamente nulo, a pesar de que cada paper
cuesta al país unos doscientos mil dólares en promedio? O, por el con-
trario, ¿se debieran crear incentivos para derivar recursos humanos muy
valiosos hacia una relación más estrecha con las empresas nacionales? Hay
una valiosa oportunidad para una política pública capaz de dirimir esta
situación, porque a pesar del alto valor presente de las commodities, todo
hace pensar que esto no durará para siempre, y que existen otras señales
que indicarían que está llegando la hora de sumar valor agregado a nues-
tras importaciones y de presentar alternativas válidas a una crisis energé-
tica que hoy parece inevitable. Y es aquí donde científicos, investigadores
clínicos y tecnólogos deben representar un importante papel.

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Asalariados, Sindicatos y Política.


Trayectoria del segundo centenario

Augusto Samaniego
Universidad de Santiago de Chile

A ño 1904, diciembre, día 11: en el periódico obrero La Claridad del


Día, de La Unión, Luis Emilio Recabarren S. critica a “los que han dado
en llamarse sociólogos o estadistas entre las clases burguesas...” y entien-
447

den que “los proletarios se muestran descontentos porque su situación


económica no les permite desahogos, entonces basta procurar el alza de
sus salarios o la baja de ciertos impuestos que abaraten su vida”. Luis E.
Recabarren replica:

“Con esto creen dejar resuelto el problema. En mi concep-


to, no se resuelve nada, ni esa es la cuestión social... [E]sos
sociólogos califican ellos mismos, si hay miseria o no, ya
que el salario satisface las necesidades del salariado. ¡Qué
error!... La cuestión social existe y toma forma en donde
existe una agrupación de hombres que aspire a la reforma
del actual sistema social. La cuestión social no es cuestión
de estómago, de modo que no se resuelve con hacer pan,
y los que hoy piensan así se alejan mucho de la solución
de este problema que hoy produce en todo el mundo una
constante intranquilidad...”.

Ese criterio teórico, analítico es parte esencial de la concepción socialista


que envolvió a la Federación Obrera de Chile y, mayoritariamente, tam-
bién, al sindicalismo anarquista, así como a la Confederación de Trabaja-
dores de Chile (en los treinta y cuarenta) y a la Central Única de Trabaja-
dores (1953-1973).

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Cada vez que los sujetos populares creyeron y actuaron por la ‘trans-
formación de las estructuras’, lo hicieron como sujetos del mundo con-
creto del trabajo; reivindicaron derechos laborales, cuestionaron las rela-
ciones sociales en las empresas, llegando a reclamar su participación en la
gestión de las mismas, asumiendo como propia la realización de la refor-
ma agraria. Igualmente, actuaron desde los territorios donde reproducen
la vida y terminan de realizar sus derechos de ‘ciudadanos’: luchas por la
vivienda, el costo de la vida, la educación, el tiempo libre, derechos de aso­
ciación y de sufragio.
1952-1962: mientras en la conducción de la Central Única de Trabaja-
dores prevaleció el método de ‘la huelga general’, la tasa de sindicalización
permaneció estancada en cerca del 12,5% de la fuerza de trabajo. Luego
del Tercer Congreso (agosto de 1962), los partidos Comunista y Socialista
–entonces a la cabeza de la Central Única de Trabajadores–, ­vincularon la
estrategia sindical con el proyecto político de transformación ‘socialista’.
Pero, el sindicalismo influyó, también, afirmando el proyecto ‘socialista‑co-
munitarista’ presente en los programas del Partido Demócrata Cristiano.
1963-1970: en el contexto de la ‘revolución en libertad’, la estrategia
de la Central Única de Trabajadores se basa en la defensa de la ‘unidad
sindical’ (desde el sindicato único por em­presa hasta la Central nacional).
Esa estrategia resulta exitosa y portadora de objetivos del cambio estruc-
tural: nacionalizaciones; apoyo a la reforma agraria y a la sindicalización
campesina; las propuestas de reformas bancaria, tributaria; el apoyo a los
movimientos poblacionales, de reforma universitaria, etc. Hacia mediados
448 de 1970, la tasa de sindicalización superó el 34%. La Central Única de Tra-
bajadores optó por comprometerse con el proyecto político de la izquier-
da: el programa de la Unidad Popular.
1970-1973: la aguda movilización popular y la polarización en torno a
la aplicación del programa de la Unidad Popular, desafiaron el devenir del
sindicalismo, su relación con los partidos, el gobierno y, a la vez, su capa-
cidad para responder a las nuevas actitudes e identidades de los sujetos
populares que se incorporaban al proceso socio­político y su crisis. Con
todo, los sindicatos legales crecieron en 3,4% en 1971 y en 18,8% durante
el primer semestre de 1972. La tasa de sindicalización llegaba al 38% en
agosto de 1972. La coyuntura del ‘paro empresarial’ (conocido como ‘de
los camioneros’) de octubre de ese año y la contraofensiva sindical, lle-
varon la tasa de organiza­ción, legal y espontánea, por sobre el 40% de la
fuerza de trabajo.
El concepto y la práctica de la ‘unidad sindical de los trabajadores’
vivió la crisis y, al fragor de la misma, no fue posible evaluar el camino re-
corrido.
Desde los sesenta, nuevas formas de organización del trabajo en la
gran empresa se habían derivado de las modernizaciones: la transición
desde los métodos pretayloristas a los tayloristas elevaron la productivi-
dad donde se apli­caban tecnologías avanzadas, al tiempo que produjeron
fluctuaciones serias de la tasa de desempleo o cesantía. Creció la disper-
sión de la pequeña y mediana industria, implicando también la atomiza-
ción del sindicalismo. Desafío mayor para la Central Única de Trabajado-

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res fue ensamblar tradiciones, intereses del núcleo obrero minero‑fabril,


con los de asalariados de los servicios públicos, de los ‘nuevos’ sectores
organizados en la industria transformativa, los servicios modernos, el agro
reformado.
La relación entre sindicalismo y política llevaba a identificaciones cla­
ras con ‘los proyectos globales’. La identificación de la estrategia sindical
de la Central Única de Trabajadores con la Unidad Popular parecía ser una
de­mostración exitosa de la definición ‘clasista’ de la organización y los ob-
jetivos anticapitalistas. La constitución del Área de Propiedad Social pasó
a ser terreno de luchas por incorporar a ella todo tipo de empresas no
oligopólicas y, por lo tanto, jamás consideradas como expropiables por el
programa de la Unidad Popular, ni incluidas entre las noventa y una em-
presas ‘estratégicas’. Así, se aceleraba la crisis de la conducción económica
y de la capacidad del gobierno y los partidos de la Unidad Popular para
mantener la iniciativa política.
La Central Única de Trabajadores alcanzó su máxima representativi-
dad. Enfrentando el intento político/empresarial para derrocar institucio-
nalmente a Salvador Allende (octubre de 1972), movilizó amplios secto-
res; pero, a la vez, experimentó abruptamente el estrechamiento de su
capacidad para orientar un movimiento sindical multipolarizado. La nueva
forma de organización territorial de los trabajadores que crearon ‘Cordo-
nes Industriales’ y la ineficacia que manifestaba el Acuerdo Central Única
de Trabajadores/ gobierno, sobre la participación de los trabajadores en la
gestión de empresas del Área de Propiedad Social (o intervenidas tempo-
ralmente por el gobierno), evidenció el agotamiento de la estrategia sin- 449
dical basada en el criterio de la unidad de los trabajadores. Aquella estra-
tegia sindi­cal, gestada en los sesenta, se había subsumido en las políticas
partidarias, incluidas las pugnas internas a la Unidad Popular. La influencia
de la Democracia Cristiana en la Central Única de Trabajadores, colocó a
amplios sectores de asalariados en la oposición a Salvador Allende.
La difícil acción unida de comunistas y socialistas con el Frente Popu-
lar (1938), fue sustituida por la pugna y de se­paración, acompañada del
repliegue sindical en los cuarenta. La acción conjunta se reinició con la se-
gunda candidatura de Salvador Allende, en 1952. Todo aquel trayecto cul-
minaría en el triunfo electoral de 1970, de manera tal que la experiencia
de los mil días de Salvador Allende asumió una significación universal: “la
enunciación vaga, pero reiterada y atrayente, de que sería viable el tránsito
del capitalismo al socialismo sobre otros supuestos que los del enfrenta-
miento armado y la dictadura del proletariado”, como dijera Radomiro
Tomic hacia 1976.
No obstante, la alianza política Unidad Popular no era entonces más
amplia que lo que fuese el Frente Popular. En 1970, los marxismos del
Partido Comunista y Partido Socialista concluían que ambos partidos ga-
rantizaban la hegemonía de la clase obrera dentro de la Unidad Popular.
Mientras tanto, la Democracia Cristiana ocupaba el lugar que durante el
frentepopulismo tuvo el Partido Radical
Otro aspecto clave se relaciona con el papel atribuido por las ideolo-
gías de las izquierdas a los sujetos sociales en la transformación social. El

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‘polo rupturista’ anteponía la voluntad clasista para resolver el problema


del poder. Para ello, atribuía a ciertos sectores populares –importantes,
pero minoritarios– la función de una vanguardia radicalizadora. El ‘polo
gradualista’ destacaba la necesidad de ganar ‘la batalla de la producción’,
del éxito económico para ampliar la base social de apoyo al cambio por
vía institucional.
Ninguna de esas políticas –que envolvían distintos signos de volunta-
rismo– ­pudo modificar la naturaleza de las prácticas sociales, ni abreviar
los tiempos históricos que los diversos sujetos sociales requerían para asu-
mir sus roles e identidades en favor del cambio social. La vorágine de la
cuestión del poder ahogaba las experien­cias vividas colectivamente en ‘el
tiempo para fraguar el movimiento social’; es decir, aquellas vivencias ca-
paces de unir y dotar a los actores populares de una común volun­tad de
cambio, y de unas prácticas que construyesen una ‘sociedad civil’ mucho
más fuerte. Ésa es la condición irreemplazable para fortalecer la democra-
cia; es decir, los sujetos y movimientos populares requieren dotarse de
mayor autonomía (relativa) y más fuerza en su interacción con la ‘sociedad
política’. La multiplicidad de las organizaciones de la ‘sociedad civil’ actúa
como la principal fuerza para democratizar la ‘sociedad política’.
La dimensión de los cambios –asociados a la ‘refundación capitalista’ y a
la adscripción a los mercados globalizados y nuevas exigencias de la división
internacional del trabajo–, impusieron la reformulación del Estado: como
Estado de excepción / terrorismo de Estado y como posdictadura apremia-
da por enclaves legales heredados de la dictadura y ‘poderes fácticos’.
450 Las etapas de la dictadura fueron: primero (entre 1974 y 1982), la des-
trucción del modelo de acumulación del capital vinculado a la industriali-
zación sustitutiva, a las estatizaciones y la reforma agraria; y, luego (entre
1983 y 1989) el desarrollo de las modernizaciones. Así, en el año 1982
existía un millón doscientos mil trabajadores cesantes (incluido los pro-
gramas de ‘Empleo Mínimo’ y de ‘Jefes de Hogar’ ). En 1990, el vuelco
era enorme: los ‘sin trabajo’ habían disminuido a trescientos mil. En ocho
años, un millón de chilenos había modificado su situación ocupacional.
Creció de manera fundamental la categoría de asalariados; aumentaron
también los trabajadores por cuenta propia. En 2004, la tasa de sindicali-
zación efectiva en Chile no sobrepasaba el 10%. En 1973 la organización
sindical se empinó al 40%.
Veamos la tendencia en los años 90.
1989: cuatro millones cuatrocientos veinte mil ‘ocupados’, quinientos
siete mil sindicalizados, tasa de afiliación 11,5%, promedio de socios por
cada sindicato = 71,3.
1993: cuatro millones ochocientos ochenta y ocho mil ‘ocupados’,
seiscientos ochenta y cuatro mil sindicalizados, tasa de afiliación 13,7%
(con crecimiento negativo: -5,5%), promedio de socios/sindicato = 60,1.
1997: cinco millones setecientos mil ‘ocupados’, seiscientos trece mil
sindicalizados, tasa de afiliación 10,8%, promedio socios/sindicato = 44,4.
Características evidentes del trabajo asalariado, son su fragmentación,
la precariedad de los contratos, la debilidad social y legal de sus organizacio­
nes y la pérdida de los derechos laborales.

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El marco ideológico neoliberal de lo que llaman ‘modernización de


las relaciones laborales’ y que, en la práctica, sirve de freno y de control
–por parte del empresariado– a la sindicalización, se expresa en políticas
de: subcontratación de servicios (externalizaciones); modernización de la
gestión, especialmente informacionalización; dispersión física de los traba-
jadores; la llamada ‘flexibilización laboral’.
Ideología y política neoliberal apuestan al debilitamiento o a aumentar
los grados de anomia de la acción colectiva desde los lugares de trabajo.
El individuo sometido al mercado está destinado a ‘ver’ su bienestar co-
mo acceso al consumo, a los mercados. Concibe al ‘ciudadano’ mediante
una identidad sometida enteramente a circunstancias extralaborales, des-
de fuera de los procesos productivos donde se reproduce el capitalismo:
el barrio, la iglesia, el ocio, etcétera.
Los estudios estiman que en 1960 el 20% de los ocupados correspon-
día a la categoría empleados y el 45% a la de obreros, mientras que en 1992
33% eran empleados y 30 % obreros.
A fines de los noventa el 25% de los ocupados trabajaba en la ‘pe-
queña empresa’, es decir, establecimientos con menos de diez operarios
(hombres: 18,9%; mujeres 34,9%) En los 2000 las pequeñas y medianas
empresas generan sobre el 80% del empleo. El tamaño de los sindicatos
disminuyó desde un promedio de ciento veintidós afiliados en 1970/1973
a 69,2 afiliados en 1988 y 42,2 afiliados en 1999. La cobertura de los traba-
jadores con derechos legales a ‘negociar colectivamente’ con las empresas
se redujo durante la democracia: en 1991 se dio derechos al 14,3% del
total de asalariados y en 1997 la legislación daba esa posibilidad sólo al 451
10,9% de asalariados. A ello se han sumado todo tipo de prácticas antisin-
dicales. Con todo, las prácticas defensivas se manifiestan en la cifra oficial
de veintisiete mil trabajadores que ejercieron ‘huelgas legales’ en 1995 y
otros doscientos noventa y cinco mil que participaron en ‘paralizaciones
de hecho’, especialmente funcionarios públicos. Se constata que la movi-
lización reivindicativa apreciada en días/hombre en huelgas disminuyó en
2007 (días/hombre/huelga=207,22) respecto de 1989 (días/hombre/huel-
ga=298,56).
Desde la derrota del dictador en el plebiscito de 1988 la aspiración de-
mocrática y de reparaciones sociales se hizo sentir (el peak de setecientos
veinticuatro mil huelguistas se dio en 1992). Las frustraciones acumuladas
en el mundo del trabajo crearon situaciones de clara indefensión al mani-
festarse la recesión en 1998. En efecto, el trienio 1998-2000 con tasas de
crecimiento bajas o, incluso, negativas (-0,8%) y tasas de desempleo de dos
dígitos influyó en actitudes pasivas para ‘cuidar el puesto de trabajo’.
En 2001-2002 casi el 50% de las paralizaciones no fueron legales y
tal tendencia se ha mantenido, particularmente, ante la imposibilidad de
ejercer la ‘negociación colectiva’. Probablemente el sentimiento de inde-
fensión de los trabajadores hace que en el 76% de los conflictos sean los
asalariados los que solicitan la mediación de organismos estatales para re-
solverlos, aunque el involucramiento gubernamental no es muy eficiente.
El 91,6% de los trabajadores se declaraba partidario de ‘utilizar el diálogo
directo hasta agotar las conversaciones’; sólo el 27% prefería ‘realizar...

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manifestaciones de hecho para mostrar una actitud firme ante el emplea-


dor’.
Cabe señalar que, elegido el primer gobierno democrático, en 1990
imperó un ‘clima de diálogo’ que llevó al llamado Acuerdo Marco entre la
Central Única de Trabajadores y la Confederación de la Producción y del
Comercio (organismo ‘gremial’ máximo de los patrones, dirigido por el
empresariado oligopólico). Venciendo resistencias, en 1993 se aprobó una
reforma laboral (ley Nº 19.069) que mejoró parcialmente la posibilidad del
ejercicio del derecho a huelga. Se adecuaron en parte (ley Nº 19.250) las
normas sobre ‘contrato individual’, ‘prácticas flexibles de contratación’, de
la subcontratación, el trabajo a domicilio y, muy levemente, las que afectan
a los trabajadores agrícolas.
Desde la Primera Protesta Sindical, el 11 de julio de 1994, a los con-
flictos en las ramas Forestal y del subcontrato de la Corporación del Cobre,
se acumulan frustraciones entre dirigentes sociales y sindicales.
En el segundo gobierno democrático, se endurecieron las posturas del
alto empresariado y el ‘diálogo’ con organizaciones sindicales fue práctica-
mente imposibilitado. En especial, los grandes patrones denostaron toda
legislación sobre negociación colectiva. En 1996, la Directora del Trabajo
(que fue reemplazada en 2004) señaló que el 80% de las empresas incum-
plían la legislación laboral. En ese contexto pudo ser eliminado el nefasto
artículo 155 que permitía la expulsión de trabajadores ‘sin expresión de
causas’. No obstante, el derecho a huelga continuó muy restringido, pues-
to que los empresarios pueden, después de cumplido un plazo de la ‘huel-
452 ga legal’, contratar nuevo personal.
El Chile de mediados de los noventa figuró como el país cuyos individuos
realizaban más horas de trabajo por año. Las bajas tasas de productividad,
asociadas a ‘salarios mínimos’, no hacen sino empeorar la calidad de vida.
Por cierto, la reestructuración social no significó ‘integración social’,
dignidad del trabajo, previsión, seguridad. Los puestos de los asalariados
no han cesado de hacerse más y más precarios y desprotegidos ante los
abusos. Los nuevos pobres en Chile –por extensión, el mundo popular–
no son ciudadanos marginalizados sólo por efecto de la cesantía. La masa
de trabajadores está compuesta de asalariados y sus familias que pagan
muy caros sus ‘fondos de pensiones’ (Asociaciones de Fondo Previsiona-
les) o ‘de salud’ (Fondo Nacional de Salud o Institución de Salud Previsio-
nal). Fueron entonces integrados, como lo quiere el sistema.
Al respecto, resulta indicativo que en agosto de 1998 sólo 55,3% de
los cinco millones novecientos mil millones de trabajadores afiliados a las
Asociaciones de Fondos Previsionales tenía ‘cobertura’ efectiva, es decir, se
hallaban desprotegidos porque sus patrones no pagaron las cotizaciones a
las Asociaciones de Fondos Previsionales (aunque descontaran un porcen-
taje de los salarios). En 1997 cerca de dos millones de trabajadores (de una
fuerza de trabajo ocupada de cinco millones seiscientas ochenta y tres mil
ochocientas personas) estaba fuera del sistema de fondos de pensiones
por cese en sus cotizaciones.
En 1995, con base en el trimestre octubre-diciembre, el ‘empleo infor-
mal’ llegó a un millón setecientos ochenta y nueve mil novecientos treinta

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y siete asalariados, es decir, 35,8% de los ocupados; en tres años el empleo


informal había subido en 14,3 puntos porcentuales. Tal ‘coyuntura’ ejem-
plifica las fluctuaciones bruscas que amenazan a los trabajadores.
Un estudio sobre el mercado de trabajo, salarios y pobreza nos mues-
tra que a fines del pasado decenio ‘la línea de la pobreza’ quedaba demar-
cada por un nivel de ingresos equivalente a $168.576. Los trabajadores
están siendo remunerados por debajo del costo de su fuerza de trabajo; el
mercado de trabajo ya no aparece como el principal recurso para la inte-
gración social. De allí la resonancia de la voz elevada por un sector de la
jerarquía de la Iglesia Católica, proponiendo “un salario ético” como piso
creíble para políticas de mejoramiento de la distribución del ingreso na-
cional ‘regresivo’.
El éxito relativo (a la desmovilización imperante desde inicios de los
noventa) del Paro Nacional convocado por la Central Única de Trabajado-
res (13 de agosto de 2003), del movimiento de asalariados del subcontra-
to, entre otros alienta el análisis sobre el futuro posible de los movimien-
tos sociales y del sindicalismo.
La pobreza y la injusticia social se reproduce conforme a la lógica capi­
talista de las modernizaciones, las ventajas comparativas y la competiti-
vidad asentadas en la explotación de trabajo, en los mercados altamente
oligopólicos.
La base del control de los trabajadores está en la empresa, en los me-
canismos de incremento de la tasa de plusvalía y en las formas de control
social: imposición de máximas cadencias del trabajo, una cultura empre-
sarial de antisindicalismo, el rechazo del gran empresariado ante la ‘ne- 453
gociación colecti­va’ y de los intentos por ampliar los derechos sindicales
que pudieran regular los mercados laborales. El Estado tiende a ver la
demanda sindical ‘estructural’ como un tema de ‘gobernabilidad’. La alta
burguesía y representantes tienden a insistir en la vieja política de priva-
tizaciones de empresas públicas y otros activos sociales, el control de los
índices macroeconómicos. El modelo neoliberal y el pensamiento único
contrastan igualmente con los requisitos del desarrollo sustentable social,
medioambiental y ecológicamente.
Las preguntas acerca de la autoconstrucción de los sujetos del cambio
social –después de tantas crisis– merodean y penetran positivamente en
las ciencias sociales, y están ya presentes en la memoria para la acción. En
Chile, ante el incuestionable peso del Estado sobre la sociedad y su his-
toria; frente a la capacidad de reposición de los actores principales de la
‘sociedad política’ en el manejo del Estado, se mantiene la interrogante:
¿cómo desarrollar una ‘sociedad civil’ más sólida y amplia y hacerla fuerza
cardinal de los intereses populares y democráticos del cambio social?
En Chile se desarrollaron grandes movimientos sociales, que impulsa-
ron una voluntad anticapitalista. Sin embargo, permanecieron (y perma-
necen hasta ahora) claras dificultades para que esos sujetos colectivos rea-
lizaran sus ‘conciencias sociales’ con la necesaria autonomía relativa frente
a los componentes y al total del sistema político. Esa dificultad interpela
hoy, diariamente, la relación de los actores sociales con la política, con la
democracia y el Estado. La Sociología instaló, casi al inicio del período del

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medio siglo que nos antecede, la noción de ‘Estado de compromiso’, des-


tacando la capacidad desplegada por la ‘sociedad política’ a fin de ejercer
la cooptación de los movimientos sociales desde los espacios donde se
dispu­ta el poder. En igual sentido, ocurre la rápida instrumentalización de
los procesos sociales por parte de los partidos, transfor­mando a esas fuer-
zas sociales en grupos de apoyo a sus lógicas específicas de participación
en el poder. Así, los partidos han desarrollado sus proyectos tomando en
sus manos –diríamos de manera ‘natural’– la representación de los movi-
mientos surgidos en la sociedad.
La historia aludida nos indica que las identidades de los sujetos del tra-
bajo no se construyen ni re‑construyen fuera de la historia realizada por
ellos mismos. Las clases populares no se constituyen como movimientos
y actores sociales en la ‘infraestructura’ de la formación económico-social.
No son sujetos inermes de las estructuras económicas. Se conforman, al
contrario, a través de sus culturas, de la comprensión de sus experiencias
vividas, de sus subjetividades.
Los vínculos entre ‘lo social’ y ‘lo político’ pueden ser re­creados me-
diante la iniciativa permanente de los movimientos sociales, imponiendo
un ‘nuevo respeto’ por sus propias identidades y autonomías. Estas últi-
mas se relativizan porque ‘lo social’ contribuye poderosamente a recon-
formar la sociedad política (la fórmula ‘utópica’: politizar lo social, socia-
lizar la política). El futuro es una comprensión de los caminos andados:
los movimientos populares creando otra sociedad.

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Portales tiene razón... aún hoy

Karin Sánchez
Pontificia Universidad Católica de Chile

L os doscientos años son un momento para reflexionar, como toda con-


memoración. Ciertamente, en el ambiente historiográfico hay clara
conciencia de que estos doscientos años que se acercan no son la conme- 455
moración de la independencia, sino que la de una muestra clara y firme
de adhesión a la corona española, a pesar de la existencia de algunos es-
píritus más revolucionarios que sí tenían esa idea en mente. Aun así, es
un momento interesante para detenerse (si es que uno puede detenerse
en el fluir de la historia) y mirar atrás y ver cómo estamos a la luz de lo
que hemos hecho como país. Una reflexión desde la Historia no puede
sino partir en las inquietudes del presente. ¿Qué tanta democratización
hemos alcanzado como sociedad? Es un tema, por cierto, muy amplio,
pero quiero centrarme, en esta oportunidad, en las personas que for-
man –formamos– este país. Algo que parece obvio, pero que tal vez no
lo es tanto. ¿Quiénes forman parte de Chile? ¿Quiénes están integrados
realmente a él y quiénes no? ¿Quiénes tienen real conciencia que están
integrados a este país? ¿Quiénes merecen estar integrados a este país? ¿El
sólo hecho de nacer en Chile nos hace parte de éste? ¿Qué condiciones
debemos cumplir para ser parte del país? La palabra clave aquí es ‘ciu-
dadanía’. ¿Quiénes son ciudadanos? ¿Quiénes merecen ser ciudadanos y
quiénes no?
Formar ciudadanos fue una de las principales tareas a la que se abocó
el Estado que recién nacía en el siglo xix. Así lo requería el sistema republi-
cano adoptado. El medio principal para lograr esto fue la educación. Una
extensa red nacional de instrucción primaria, liceos secundarios masculi-
nos en las principales ciudades del país y la fundación de la Universidad
de Chile en 1843, pueden considerarse como los ejes principales de esta

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acción. Ya casi listos para conmemorar la gran fiesta de 2010, ¿hay resulta-
dos de todos estos esfuerzos?
Lo que me interesa destacar en este ensayo es la necesidad de repen-
sar el tema de la formación de ciudadanos a la luz de los que tenemos hoy
en nuestra sociedad. ¿Los ciudadanos que tenemos hoy pueden conside-
rarse fruto de lo hecho a lo largo de nuestra vida republicana? ¿Un buen
fruto o un mal fruto? ¿Faltó o sobró abono y riego para alimentar el árbol
de la ciudadanía? Al comienzo de este proceso, cuando en el siglo xix se
trabajaba arduamente en la construcción de la nación, se entendía que la
instrucción era segmentada: para las clases populares, instrucción prima-
ria, integrarlos a la cultura escrita; para las clases superiores, instrucción
secundaria y títulos universitarios. En una primera y superficial lectura, el
enseñar sólo a leer y escribir, pero no promover una participación real en
el espacio público de algunos sectores de la sociedad, puede ser motivo de
justa queja. Todos, se supone, merecemos participar en el espacio públi-
co, pero aún así, creo que es válida la pregunta, ¿de verdad merecen todos
participar en el espacio público? Así como está la educación hoy, creo que
no. Votar, hacer una raya en un papel por un candidato X, no debería ser
derecho de todos, si la educación que recibimos es derechamente mala.
Diego Portales tenía razón, creo yo:

“La Democracia, que tanto pregonan los ilusos, es un ab-


surdo en los países como los americanos, llenos de vicios
y dónde los ciudadanos carecen de toda virtud, como es
456 necesario para establecer la verdadera República. [...] La
República es el sistema que hay que adoptar; pero ¿sabe
como yo la entiendo para estos países? Un gobierno fuerte,
centralizador, cuyos hombres sean verdaderos modelos de
virtud y patriotismo, y así enderezar a los ciudadanos por
el camino del orden y de las virtudes. Cuando se hayan
moralizado, venga el Gobierno completamente liberal, li-
bre, y lleno de ideales, donde tengan parte todos los ciu-
dadanos”.

La pésima calidad de la educación chilena, demostrada por variadas


pruebas nacionales e internacionales, me hace creer que no todos pueden
participar. Se participa a través de un instrumento: la razón. Si no se tie-
ne o si no se ha desarrollado, no se participa, así de sencillo. ¿Por qué la
raya que hago en mi voto vale lo mismo que la de la señora que escuché
un día en la micro y que aseguraba –antes de que se inaugurara la línea 4
del Metro– que para hacer el transbordo desde la línea 5 a la 4, habría que
caminar la distancia entre las dos estaciones respectivas, ¡por dentro del
túnel!? O aquella pareja de pololos que, también escuché en una micro
(ahora que tengo metro a unas cuadras de mi casa casi no tomo micros,
eso sí), y que conversaban sobre el caso del supuesto ciudadano peruano
que había sido abatido por policías chilenos al cruzar la frontera norte de
nuestro país en forma aparentemente ilegal. “Tenemos problemas con los
peruanos, igual que con los bolivianos”, decía ella. “Oye, pero Perú tiene

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mar, ¿cierto?”, le dijo él. “¡Obvio!”, le respondió su polola (y respiré ali-


viada, al menos eso creí), “tienen Tacna...”, afirmó muy segura. No, desde
este punto de vista, Diego Portales definitivamente tiene razón, no todos
deben participar y la democracia, “que tanto pregonan los ilusos”, debe
seguir esperando.
El pequeño problema es que entre las afirmaciones de Diego Portales
y la señora de la micro y la pareja de pololos, han pasado ciento ochen-
ta y cinco años. ¿Qué ha pasado que no hemos podido darles a nuestros
compatriotas la virtud necesaria para participar como ciudadanos? Duran-
te el siglo xix se trabajó intensamente en formar ciudadanos, como ya dije,
aunque no todos eran los llamados a serlo. Sin embargo, íbamos bien en-
caminados, pienso. Éramos la envidia del resto de América Latina (aún lo
somos), un país ordenado, en un proceso de modernización que incluía
industrialización, algunos atisbos de democratización... un país tranquilo.
¿Cuándo nos chingamos?
El pesimismo de mis afirmaciones, sin embargo, encontró una pequeña
luz de esperanza en mayo de 2006. La “revolución pingüina” me hizo vol-
ver a creer en que las cosas sí podían cambiar y no precisamente con una
iniciativa del Estado. Los estudiantes secundarios que salieron a las calles a
protestar por la educación que recibían (o no recibían en muchos casos),
me hizo volver a una pregunta que me ha estado rondando en el último
tiempo: ¿quién quiere la educación? La historiadora Sol Serrano se hace es-
ta interrogante, formulada primeramente por François Furet, en su estudio
sobre la Universidad de Chile en el siglo xix. Sostiene que la demanda social
por profesiones fue un proceso lento y que la iniciativa estatal fue clave en 457
el de formación de la instrucción superior. Es decir, el Estado quería la edu-
cación, asunto que, por cierto, iba muy de la mano con lo que decía Diego
Portales. Aunque esta situación tuvo algunos matices (como las demandas
de padres de familia en la década de 1870 porque sus hijas tuviesen acceso
a instrucción secundaria y superior), el gran protagonista de la expansión
educacional en el siglo xix fue el Estado. Pero si nos preguntamos quién
quiere la educación hoy en día, la respuesta es, a mi juicio, fascinante: son
los mismos estudiantes los que demandan educación, es decir, ellos se dan
cuenta que la educación que reciben no les alcanzará para, al momento de
salir al mercado laboral, encontrar un trabajo que les permita vivir digna-
mente. La demostración de organización que mostraron despertó la admi-
ración de toda la clase política y la sociedad entera.
Papá Estado (mamá Estado mejor dicho, para estar acorde a los tiem-
pos que corren) tuvo que hacer un alto y tomar con seriedad a los estu­
diantes y concederles muchas de sus peticiones. La iniciativa social, la de-
manda “desde abajo” comienza a abrirse paso. Sí, tal vez Diego Portales
podría comenzar a descansar otra vez (luego de que sus restos fueron
paseados por medio Santiago recientemente, además). Con estudiantes
secundarios como estos, significa que tendremos unos excelentes ciudada­
nos para 2010.
Pero otra vez debo matizar mis esperanzas y aterrizarlas en la reali-
dad. ¿Son todos los estudiantes de Chile los que están pidiendo una mejor
educación? No, es obvio que no. Sólo basta ver las noticias en televisión

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cuando les preguntan a los estudiantes que marchan, por qué están recla-
mando o qué es la famosa Ley Orgánica Constitucional de Enseñanza. Ob-
viamente, como en todo proceso, hay una cúpula que lleva la batuta. Sí, es
una elite, aunque no quería usar esa palabra, me provoca cierta repulsión,
debo reconocer. Esta situación me hace recordar las palabras de Claudio
Orrego Vicuña, destacado político democratacristiano (en realidad, fue
muchas cosas más, periodista, sociólogo, pero, sobre todo, un hombre
bueno), prematuramente fallecido en 1982. En 1963 se encontraba en Lo-
vaina, finalizando sus estudios de Sociología, comenzados en la Pontificia
Universidad Católica de Chile, donde fue presidente de la Federación de
Estudiantes de la Universidad Católica entre 1960 y 1962. Desde la ciudad
belga, escribe a sus compañeros de la Democracia Cristiana que ese año
fueron elegidos para la organización estudiantil de esta universidad. En
una década marcada por los idealismos, Claudio Orrego Vicuña escribe
con los pies bien puestos en la tierra:

“comienza a preocuparme lo efectivo de nuestra labor; cin-


co años hemos estado trabajando incansablemente y a ve-
ces pareciera que hemos arado en el mar. Una generación
completa de estudiantes ha pasado bajo nuestro reinado y
parecieran seguir cada vez más burgueses y más animales.
Sólo hemos logrado romper algunos tabús [sic] que afectan
más a las discusiones que a la vida íntima de las personas.
...el otro día oí una teoría sociológica que me impresionó
458 porque puede ser real: los profesionales masivamente esta-
rán siempre con el régimen imperante porque es el que les
permite la cultura y dentro de cuyos marcos tienen planifi-
cado su provenir profesional. ¿Significará esto que siempre
tendremos que contar con una minoría que nos permita
hacer el cambio sin contar nunca con la plena adhesión
de la masa universitaria? No sería improbable que nuestra
misión desde la FEUC fuera la de reclutar una elite que nos
permita ir ampliando nuestro cuadro en forma lenta. Hasta
el momento me parece que eso ha sido algo de evidente
beneficio en nuestra acción, pero no me resigno a pensar
que la masa estudiantil seguirá siendo siempre igual, abúli-
ca, burguesa, despistada, inculta. Siempre he pensado que
cada hombre tiene una fibra en su alma que cuando se la
estimulan, reacciona. Pero no veo cuál va a ser el método
para moverlos”.

Si bien las palabras de Claudio Orrego V. se refieren a los estudiantes


universitarios, creo que pueden aplicarse perfectamente al caso presente.
Lo más seguro es que los dirigentes del movimiento estudiantil tengan
un futuro promisorio en las aulas universitarias (las becas les lloverán)
y, algunos de ellos, hasta sean destacados políticos. En cambio, la masa
no creo que llegue muy lejos. Es más, los cambios, si finalmente los hay,
no creo que lleguen para esta generación. Como todo cambio, se debe

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avanzar con gradualidad, como tan bien defendían en el siglo xix. Pero,
¿se podrá encontrar en estos noveles manifestantes esa fibra en el alma
que los haga reaccionar si se les estimula? No saben qué es la Ley Orgánica
Constitucional de Enseñanza. Así, parece que Diego Portales vuelve: ¿por
qué el estudiante que no tiene idea por qué está marchando debe tener
los mismos derechos políticos que el vocero de la Asamblea Coordinadora
de Estudiantes Secundarios, que tiene un vocabulario más amplio que el
periodista que lo entrevista?
Toda reflexión histórica parte desde el presente, como dije al comien-
zo. Pero también parte desde el propio historiador. Y en este caso, tal vez
demasiado cerca. Creo que con este tema sangro por la herida, porque
siento que –no siendo un genio, por cierto–, “sé para dónde va la micro”
gracias a la educación e instrucción que he recibido, aunque por origen,
debiera tal vez no haber llegado a la universidad y menos haber estudiado
Historia. Soy la primera de mi familia que llega a la universidad y eso me
enorgullece demasiado. Claro que sólo me enorgullece decirlo en público
hace unos meses, cuando estando en un seminario sobre voluntariado y
pobreza, realizado en la Universidad Católica, la ministra de Planificación
Social, pidió que levantáramos la mano quiénes éramos los primeros de
nuestras familias en tener estudios universitarios. De ochocientas perso-
nas aproximadamente en el lugar (90% estudiantes de la Universidad Cató-
lica), habremos levantado la mano unas cincuenta. Luego preguntó quié-
nes, aparte de ellos, eran hijos de profesionales universitarios. Muchísimos
más levantaron la mano. Cuando preguntó por quiénes, además, tenían
abuelos que habían ido a la universidad, hubo una mayoría casi abrumado- 459
ra. En ese momento, cuando me di cuenta de que tengo una riqueza que
ellos no tienen, porque para ellos entrar a la universidad es como doblar
la esquina, me sentí igual o, incluso, superior a ellos, me dejé yo misma
de discriminar. Tal vez por eso me interesa la historia de la educación y
tratar de descubrir, como discutía con un amigo historiador, cuándo “nos
chingamos”. Porque en el siglo xix lo hicimos bien, fuimos la excepción en
América Latina, vivíamos dentro del orden, sin grandes conflictos, cons-
truyendo el edificio educacional –a cuyo alero se formó la clase media–,
estábamos formando ciudadanos, pero en algún recodo del camino, per-
dimos el rumbo y empezaron a aparecer las señoras que quieren caminar
por el túnel del metro y las parejas de pololos que creen que Perú es como
Suiza (si es que saben que existe Suiza). ¿Cuándo? ¿Cuándo dejamos de
formar ciudadanos? No descarto que haya gente estúpida por naturaleza,
pero creo que es válido preguntarse cuándo dejamos de entregar las he-
rramientas para usar nuestra razón. En Chile, hay aproximadamente ocho
millones de personas capacitadas por ley para votar. ¿Realmente están ca-
pacitados? Votar se supone que es la máxima expresión de la ciudadanía
en una democracia. Pero en vez de preocuparnos por tener la misma can-
tidad de ciudadanos –verdaderos ciudadanos– que de posibles electores,
nos admiramos de quiénes son primera generación de su familia en ir a la
universidad, nos admiramos de los Martín Rivas del siglo xxi. ¡¿Por qué si
vamos a cumplir doscientos años en los cuales se supone que se ha traba-
jado al respecto?!

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Qué nación somos, qué nación queremos ser, palabras bonitas, pero
que si efectivamente no se integran a todos quienes formamos parte de
este territorio a través de la educación y la instrucción, no pasarán de ser
simple retórica. Parece una aberración postular que el derecho a voto no
debiera ser para todos los habitantes de nuestro país, no querer “ser más
democráticos”, pero mientras no haya una mayor democracia educacional
y una mejor calidad en la educación, ¿por qué pisar el segundo escalón si
el primero no existe?
Con ese mismo amigo historiador con quien discutía cuándo nos chin-
gamos, he tenido algunas diferencias de opinión sobre la función social
de la Historia. Según él, ésta no existe. Es cierto que los historiadores no
salvan vidas en una sala de hospital, pero creo que sí tienen una función
social, claro que no inmediata. Los trabajos e investigaciones históricas
pueden servir de inspiración o ser una luz de alerta para las autoridades
que sí tienen las herramientas para “hacer avanzar este país”. Un interesan-
te camino a recorrer por los historiadores es ver qué es lo que se ha hecho
en nuestro país formando ciudadanos, más allá de la época formativa de
los primeros años de nuestra República, ver qué se ha hecho al respecto
en todos estos doscientos años. ¿Lo hemos hecho bien? ¿Hemos hecho la
tarea completa? O tal vez, la pregunta deba ser otra: ¿siempre nos ha inte-
resado formar ciudadanos o en algún momento renunciamos a esa idea y
volvimos a querer solamente integrar gente a la cultura escrita? El camino
está abierto.

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La trinidad patrimonial:
Patrimonio, historia y memoria
en la formación de la identidad

Olaya Sanfuentes
Pontificia Universidad Católica de Chile

E l tema del patrimonio suena como algo reservado a los museos, a los 461
que trabajan en la Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos o qui-
zá a aquellos dones familiares que todavía no nos llegan. Pero la realidad
es que el patrimonio nos importa a todos y es más que un tema de moda
y circunscrito al mes de mayo, definido también como el de las “glorias
navales”. No es pura coincidencia que un hecho histórico tan significativo
como aquél de un 21 de mayo de 1879, queramos seguir recordándolo a
través de la enseñanza y a través de los ritos conmemorativos, como un
hecho clave en nuestra historia y un elemento aglutinador de los chilenos.
Un elemento configurador de identidad. Y volvemos nuevamente a esa tri-
logía de patrimonio, historia y memoria que comencé citando y que creo
debiera pensarse como una trinidad de tres conceptos diferentes, pero
que apuntan a un objetivo común, cual es el de ayudar en la creación de
una identidad compartida y formar mejores ciudadanos.
Trataré de caracterizar esta trinidad desde el punto de vista de la His-
toria, que es el que más conozco.
La Historia es la ciencia que estudia a los hombres a través del tiempo.
Como disciplina se interesa tanto en el pasado como en el presente para
poder proyectar sobre el futuro. Pasado, presente y futuro. El ser se des­
arrolla en el tiempo, “siendo”, como diría Martin Heidegger. Este fenóme-
no vuelve a incluir a los llamados tres tiempos históricos, lo que nos lleva
a concluir la dimensión histórica total del hombre. El ser humano es un ser
histórico porque el tiempo se conjuga en su propio ser. Si esto es así, sólo

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somos en plenitud cuando vivimos históricamente, cuando el pasado, el


presente y el futuro se conjugan en nosotros en forma plena y coherente.
El tiempo es un concepto radical difícil de conceptualizar. Quizá el he-
cho que nos recuerda constantemente que somos mortales y que nuestro
paso por el mundo es finito lo convierte en un asunto que muchas veces
evadimos. Pero es esta misma finitud la que, al establecer un límite en el
futuro (la muerte), nos otorga el impulso de recuperar el pasado para me-
jor vivir. El conservar viva la memoria es como una forma de ganarle a la
muerte.
En un intento por hacer de este radical del tiempo algo más compren-
sible y cercano, el hombre utiliza todo tipo de herramientas. A veces re-
curre a las metáforas: río de la vida, viaje de la vida. Pierre Ronsard, poeta
francés del siglo xvi expresaba su pesar al respecto: “El tiempo se va, el
tiempo se va, señora, ¡ay! No el tiempo sino nosotros nos vamos”. Pasan
los años, los siglos, y a los poetas les sigue preocupando el tema: “El tiem-
po es un río que me arrebata, pero yo soy el río” (Jorge L. Borges).
Otro intento de acercar el concepto es la clasificación, una iniciativa
que resume y sistematiza las percepciones sensoriales e intelectuales fren-
te al tema, dividiéndolo en alético, biológico, sicológico, social y filosófico.
Otra forma de acercarse al tema del tiempo es hacer esfuerzos indivi-
duales y colectivos por conservar la memoria y los objetos y símbolos que
nos recuerdan de dónde venimos y hacia dónde vamos.
En todo caso, al único que le importa esto del tiempo es al ser huma-
no y solamente tiene sentido en la medida que los hombres hablamos de
462 ello. ¿Qué le importa el tiempo a un perro, a una flor o a un asteroide que
da vueltas por el espacio? Es nuestra conciencia de finitud la que nos hace
pensar y hablar de todas estas cosas.
En esta búsqueda de soluciones y respuestas, el yo personal busca sus
razones en la biografía, una revisión de su propia vida a través del tiempo,
un recuerdo de uno mismo que vuelve al presente y tiene incidencias en
el futuro. El deseo colectivo busca los hechos y confecciona sus razones
en una historia que, al institucionalizar el hábito como materia de recuer-
do (tradición) da pie a la existencia del nosotros. La historia es, entonces,
la necesaria perspectiva que aparece en la distancia ya cumplida entre los
hechos humanos y una actitud reflexiva que viene a interpretarlos.
La disciplina historiográfica tiene, entre otros fines, la recuperación de
la memoria histórica. Pero no es esa memoria oficial, en que lo que impor-
ta es que cada dato recuperado, cada archivo, cada objeto se atenga a un
objetivo preestablecido, sino una memoria que nos lleve a la verdad y, por
lo tanto, nos ayude a conocernos como personas y como colectividad.
Pero la archivación y conservación sin un sentido no sirven para nada.
Es éste uno de los objetivos que debiera perseguir todo intento de estudio
y gestión del patrimonio: pensar cómo la historia, la conservación de la
memoria a través del recuerdo y de los objetos puede ayudarnos a cons-
truir un futuro mejor. En este sentido, Italo Calvino, en un cuento llamado
La memoria del mundo critica esta actitud cosista y de archivación incons-
ciente a través del personaje de un archivero esquizofrénico que se vuelve
loco con la conservación de todo lo existente en el centro de documenta-

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ción más grande que jamás se haya proyectado. “...un fichero que recoja y
ordene todo lo que hoy se sabe de cada persona, animal y cosa, con vistas a
un inventario general de todo contemporáneamente o mejor un catálogo,
momento por momento”.
La memoria de la historia no es la del archivero, sino la del que bus-
ca el sentido, una memoria con conciencia. No es tampoco la de Funes,
aquel personaje de Jorge Luis Borges que pretendía hacer un inútil catá-
logo mental de todas las imágenes del recuerdo. Pero Funes era incapaz
de razonar porque se perdía en el dato duro, veía las hojas de los árboles,
pero no el bosque.
Es ésta una actividad que no debe ser estática sino dinámica en el tiem-
po. Por el mismo hecho que el ser es en el tiempo, la memoria de este ser
se va gestando a través de los continuos presentes y, por lo tanto, es sujeta
a constantes revisiones.
Porque el pasado aún está involucrado en el presente. Por esta razón
es que es importante iluminarlo, “ponerlo en valor”: porque nos aclara el
presente. Del pasado no logramos separarnos, viene incorporado en nues-
tro ser, en nuestra genética, en nuestros recuerdos, en nuestros objetos
heredados, por lo que debemos construirnos y construir una sociedad con
aguda conciencia sobre este hecho. Una sociedad que solamente vive el
minuto y se proyecta hacia el futuro, es insostenible. La sociedad demanda
recobrar sus recuerdos, sus objetos perdidos y la historia, unida a otras
disciplinas, debe recibir este encargo de recobrar el escenario, el paisaje,
el ambiente y sus protagonistas.
La Historia es una disciplina que ayuda en la reconstrucción de la me- 463
moria, pero no es lo mismo que la memoria. La memoria es la vida, siem-
pre acarreada por grupos vivos y, por esta razón, en constante evolución.
La historia, en cambio, es una reconstrucción problemática. La memoria
es emocional, mientras que la Historia es un ejercicio intelectual. En so-
ciedades muy traumatizadas, la Historia trata de borrar algunas fracciones
de la memoria. Pero nuestra sociedad contemporánea ya no teme quedar
sumergida en el pasado, sino que, al contrario, teme a perderlo. Síntomas:
éxito del tema del patrimonio, surgimiento de nuevos museos, el posicio-
namiento del museo como un lugar de entretención, la conservación fami-
liar de objetos antiguos, la búsqueda de las raíces. La gente quiere hoy una
historia vinculada a la memoria y a la identidad. El historiador debe saber
responder a esta demanda y no encerrarse en un gueto académico.

Memoria,
historia e identidad

La memoria es lo que nos permite plantearnos de dónde venimos; la iden-


tidad nos conduce a la pregunta sobre qué es lo que somos, mientras que
la historia nos hace reflexionar sobre a dónde apunta nuestro destino,
hacia nuestro futuro, al mismo tiempo que vincula tres tiempos, el pasa-
do, el presente y el futuro, en las que se despliega nuestro ser individual
y colectivo.

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No sólo nuestra identidad personal sino la propia permanencia de


nuestros grupos de pertenencia, y la del mundo mismo, dependen de
nuestra capacidad de imaginarlo trascendiendo el presente inmediato,
imaginando el pasado, no sólo el vivido, sino el no vivido, además de di-
versos futuros posibles; y no sólo futuros en los que uno mismo perma-
nezca, sino otros que trasciendan nuestro propio ciclo vital. Para eso de-
bemos construir símbolos para significar lo ausente.
Nuestra propia identidad depende de nuestra memoria. No podemos
concebir nuestro propio yo sino es sobre el telón de fondo de los recuer-
dos de nuestras acciones; el que pierde la memoria, se pierde a sí mismo.
La amnesia nos arrebata nuestro sentido de permanencia a un cuerpo,
a una familia, a una sociedad. ¿Quién soy? ¿De dónde provengo? ¿Cómo
son mis padres? ¿Por dónde me muevo? No recordarlo nos lleva a un in-
movilismo. Por otro lado, no podemos ponerle atributos a ese yo si no
es mediante el uso de categorías de nuestra memoria semántica. Y sin la
memoria analítica (la capacidad de utilizar la experiencia en la decisión de
nuevas acciones) no podemos interpretar nuestra vida ni, por supuesto,
tener proyectos intelectuales o profesionales. Sólo recordar la desespe-
ración, desolación y falta de orientación del protagonista de la película
Memento, me reafirman lo importante que es conservar la memoria para
poder vivir.
Esto, que es cierto para los individuos también lo es para los grupos y
las instituciones. Si la memoria individual es una base imprescindible para
la construcción de un yo mismo, capaz de dar orientación a sus acciones,
464 la memoria colectiva, en su forma institucionalizada –la historia–, es un
elemento fundamental para la construcción de las identidades colectivas,
de los nosotros en cuya pertenencia nos reconocemos. Sin memoria ten-
dríamos que estar constantemente inventándonos porque seríamos sólo
instante.
Para que exista un sentido de comunidad, para que haya una orienta-
ción común entre quienes la constituyen, para que haya metas que den
significación a las acciones colectivas, es preciso tener modos comparti-
dos de evocar acontecimientos de un pasado común, aquéllos que nos
constituyen como un nosotros imaginado al que nos afiliamos o queremos
afiliarnos. Al enseñar historia, los objetivos no pueden limitarse a la trans-
misión de un listado de eventos, manifestaciones culturales y objetos que
preservar para actuar en determinada dirección. La historia debe tener un
valor formativo, para lo cual no debe estar al servicio de identidades fabri-
cadas en gabinetes, debe mostrar la propia fábrica de métodos con los que
se construyen sus elaboraciones sobre el pasado. La historia es un instru-
mento para la toma de conciencia. No es un mero saber de anticuario, sino
que también tiene una moral.
Volvamos a la relación entre memoria autobiográfica y memoria colec-
tiva, que se liga a los conceptos de identidad individual e identidad colecti-
va. Estas relaciones constituyen la base para la construcción de una cultura
personal conectada con una cultura pública. Esta última puede caracte-
rizarse como un conjunto de prácticas sociales y patrones de significado
decantados a través del tiempo y encarnados en símbolos.

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La cultura pública y la privada se crean mutuamente y la construcción


de ambas es el resultado de un proceso de co-construcción. La historia es
uno de los componentes centrales de la cultura pública, de la manera de
poner en el lenguaje quiénes somos el nosotros en el que cada uno puede
concebirse a sí mismo.
Si la memoria es esencial para el establecimiento de identidad, el
aprendizaje de la historia es un instrumento fundamental para la forma-
ción de ciudadanos. Por una parte, la formación ciudadana no debe des-
cansar solamente en la enseñanza de la historia, sino que ésta debe estar
complementada por otras enseñanzas y actividades con contenido cívico.
Por otra parte, la enseñanza de la historia no debe tener como finalidad la
instauración, conservación o profundización en la identidad nacional, sino
que debe convertirse en un instrumento fundamental para que las genera-
ciones ganen capacidad de análisis y control sobre el funcionamiento de la
sociedad, la cultura y la cosa pública.
En nuestro espacio cultural existe todo un mercado simbólico, en el
que hay representaciones sociales sobre el pasado y sobre lo identitario.
Ejemplos que se me vienen a la cabeza son muchos: la figura de Diego
Portales, la de Arturo Prat, la Primera Junta de Gobierno, el edificio de La
Moneda, el pisco, las empanadas, la cueca, la canción nacional, el huaso
chileno, la bandera chilena, la cordillera de los Andes, el mar, Pablo Neru-
da, Gabriela Mistral, Iván Zamorano y Nicolás Massú. Uno de los objetivos
de los medios de comunicación cultural, de la educación y otras instancias
que se dicen de “promoción del patrimonio” debiera ser el formar ciuda-
danos consumidores informados y críticos para ese mercado simbólico 465
y también para el mercado material. Un objetivo debiera ser desarrollar
habilidades para valorar elementos de diversa naturaleza en este merca-
do que nos rodea. Desarrollar habilidades para reconocer qué símbolos
deben ser enaltecidos a la altura de lo patrimonial y lo identitario, y po-
der tener una actitud crítica frente a símbolos generados solamente por
la necesidad de consumo o modas. Actitud crítica frente al componente
estético de la cultura que nos rodea. Por ejemplo, que la sociedad nunca
más tenga que soportar un monumento poco estético o que no tenga que
ver con su idiosincrasia; que los monumentos públicos hagan honra a lo
que quieran rememorar; que sepamos reconocer los lugares rituales de la
ciudad a través del tiempo y sepamos reconocernos en eso. No dejar que
los “no lugares” de la posmodernidad ganen espacio a costa de los lugares
históricamente reconocidos por la comunidad: la plaza pública, la parro-
quia del barrio, el almacén de la esquina, la plaza del domingo; ser capaces
de identificar fechas importantes que promocionan el encuentro y la con-
memoración, así como las tradiciones orales y escritas.
Ni la memoria colectiva ni la historia pueden fijarse por siempre jamás;
cada generación debe rehacerlas y validarlas. La lucha contra el olvido de-
be ser constante; es urgente tejer el recuerdo a través de los hilos de la
memoria.

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La identidad nacional chilena


hacia el bicentenario:
¿El peso de la noche
o el peso de una interpretación?

Carlos Sanhueza
Universidad de Talca

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P oco importa la perspectiva ideológica. Resulta hasta irrelevante la es-


cuela historiográfica o la mirada especializada. Hay tan sólo un axioma
que ha dominado por casi doscientos años la cuestión de la nación en
Chile: ésta surgió desde el Estado. Aquí se parte del supuesto que desde
la Emancipación, por la primera mitad del siglo xix, el Estado asumió la
empresa de formar la nación chilena. Lo mismo si se argumenta que di-
cha institución tomó elementos previos desde una especie de protonación
chilena –como el mentado sentido isleño y la pretendida homogeneidad
étnico/cultural– o se afirme que más bien fue una construcción ex nihilo:
nadie duda del protagonismo estatal.
Al revisar la bibliografía sobre el concepto de nación en Chile durante
el siglo xix, lo primero que se advierte es que tal vinculación nación-Estado
se ha asentado privilegiando el estudio de esferas políticas. Lo anterior, a
partir de la idea de un Estado fuerte desde la década de 1830, el Estado
Portaliano, el cual se habría constituido en una suerte de pieza funda-
cional. Desde esta perspectiva se destaca que dicho orden estatal impuso
una visión de nación y chilenidad. El estado nacional, animado por un
verdadero proyecto, buscó fomentar la homogeneidad en la población,
conformando identidades. Un buen ejemplo de tal visión lo conforma el
trabajo de Sol Serrano Universidad y nación: Chile en el siglo xix, en tanto
se buscó “ordenar desde el Estado una sociedad que aparece como caóti-
ca, desde la perspectiva de los cánones del conocimiento racional”. Según

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Sol Serrano, los ilustrados buscaron “forjar una nación con una identidad
común a todos los habitantes de un territorio, es decir, forjar una ideología
nacional como fuente de legitimación política”.
De modo que la idea del Estado-nación en Chile, concepto probable-
mente adoptado desde su versión francesa, ha constituido la base explica-
tiva para definir el siglo xix. Es probable, en este sentido, que el influyente
trabajo de Mario Góngora Ensayo histórico sobre la noción del Estado en
Chile en los siglos xix y xx, sentara ciertas bases teóricas al respecto.
Alfredo Jocelyn-Holt en El peso de la noche. Nuestra frágil fortaleza
histórica ha criticado tales perspectivas, cuestionando el excesivo prota-
gonismo que se le ha asignado al Estado en Chile. Este autor duda del real
poder de dicha institución: ¿en qué medida el Estado logró imponer un
orden supremo, respetado ciegamente por todos? Al respecto, dicho es-
tudioso inserta otro elemento de análisis: la negociación. Según éste, tal
institución siempre se vio obligada a explicar y justificar su poder. De mo-
do que su tarea constituyó, más que un asunto de autoritarismo, todo un
esfuerzo de persuasión política. La política, desde este punto de vista, an-
tes que imponer desde arriba su poder: “...se orienta a la comunidad con
criterios publicitarios tendientes a explicar, difundir y legitimar el nuevo
orden. En resumidas cuentas, se trata de persuadir. Resulta evidente, por
tanto, que el prurito aquí se ha vuelto eminentemente político-cultural”.
Sin embargo, en el mismo texto, a la hora de definir el nacimiento de la na-
ción chilena y a pesar de su crítica al orden estatal como constructor de la
nación, Alfredo Jocelyn-Holt –un poco reforzando la idea de la persistencia
468 del Estado-nación como elemento explicativo– opta por darle primacía a
tal institución:

“La adquisición accidental de la libertad en Chile (...) per-


mitió que el estado liberal-republicano diseñara y promo-
viera una nueva concepción de nación. Estoy de acuerdo
con la tesis de Mario Góngora de que éste es el principal
legado del estado decimonónico. Con el fin de promover
esta concepción, el estado recurrió a todo el instrumen-
tal simbólico entonces disponible: retórica, historiografía,
educación cívica, lenguaje simbólico (banderas, himnos,
escudos, emblemas, fiestas cívicas, hagiografía militar, etc.
Podría añadir (...) que este esfuerzo extraordinario desde
arriba resulta en una ‘comunidad imaginada’ que se funda
y que es, de hecho, la versión hegemónica del nacionalis-
mo en la historia de Chile desde el siglo xix hasta hoy”.

Desde otra perspectiva, Gabriel Salazar en su libro Construcción de


estado en Chile (1800-1837): democracia de los “pueblos” militarismo
ciudadano golpismo oligárquico también ha cuestionado el excesivo pro-
tagonismo que se le ha dado al Estado en Chile, marginando al pueblo o a
la masa ciudadana como el principal actor político. Gabriel Salazar critica
el que se considere estos primeros cuarenta años del siglo xix como “el
tiempo madre de la historia política de Chile”. Sin embargo, y a pesar de

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denunciar el privilegio de la tradición portaliana que “ha excluido y hecho


olvidar las tradiciones vinculadas al espacio comunal de la producción”,
no logra refutar la importancia de dicho orden político en la construcción
de una memoria e identidad nacional.
Nítido resulta cómo en todas estas nociones de construcción nacional
se ha otorgado un protagonismo a la elite chilena como grupo artífice y
constructor: llámense a estos oligarquía, ilustrados o liberales. Ya vién-
dolos como verdaderos ingenieros sociales –racionales, modeladores– ya
analizándolos como el único grupo autorizado en la época a ocupar es-
pacios de significación sociocultural, han sido entendidos como la fuente
de las concepciones de nación. Al respecto, Bernardo Subercaseaux en su
Historia del libro en Chile lo deja establecido:

“En nuestro país, la construcción intelectual y simbólica de


la nación ha sido particularmente activa en las etapas que
preceden, o acompañan los grandes cambios. Por ejemplo,
a comienzos del siglo xix, a partir de la Independencia, se
genera un largo proceso de elaboración de nación, un pro-
ceso que revistió un carácter fundacional y cuyo agente bá-
sico fue la elite ilustrada liberal”.

La noción de un Estado-nación homogeneizante, una entelequia impo-


nente, constructor de chilenos, refleja ciertas inclinaciones de la historio-
grafía chilena. En efecto, la idealización de Chile como un país ordenado,
homogéneo, tempranamente identificado con una nación, en gran medida 469
expresa ciertas concepciones que han hecho de la figura de Diego Porta-
les el pilar sobre la cual se ha cimentado la imagen de una país ordenado,
estable y superior a sus vecinos. El privilegio del estudio del Estado-na-
ción ha formado una imagen de una institución poseedora de un destino
que buscó alcanzar bajo la forma de un proyecto de formación social y de
nacionalización. Éste se habría impuesto desde arriba, es decir, hegemó-
nicamente desde la elite a las capas sociales inferiores, a partir de un pro-
yecto secular que habría sido apropiado e incorporado por estas últimas. A
partir de lo anterior, los historiadores entroncan con la idea del progreso,
exacerbando el aspecto racional y deliberado de las elites. Desde allí inter-
pretan el accionar de éstas con el convencimiento de que buscaban dotar
al país de una identidad. De esta manera, la historiografía chilena logra
inscribir al país en el gran relato de las naciones modernas.
A casi doscientos años de la emancipación de España seguimos bus-
cando nuestro reflejo en un espejo institucional, en la racionalidad, en
el relato ilustrado. ¿Qué es posible averiguar si se va más allá de dichas
nociones y se estudian otras formas de conformación y representación de
la identidad nacional? ¿En qué sentido la formación de la nación no sólo
se configuró en tanto tradiciones inventadas o ingeniería social –tal y co-
mo se sigue del tantas veces citado Eric Hobsbawm– sino, también, sobre
aquello que no se era, respecto de lo que se deseaba apartar, alejar? ¿Por
qué privilegiar tan sólo lo acontecido al interior de las fronteras, en rela-
ción con nosotros mismos, y no vernos desde nuestra mirada a los otros?

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¿Por qué se ha pasado por alto aspectos tales como los temores, los este-
reotipos, en tanto formas de construcción de lo propio? ¿Han representa-
do un papel en la identidad nacional chilena el miedo a la barbarie o al
desorden, las prácticas xenófobas, las segregaciones? ¿Dónde entran en el
discurso historiográfico sobre la nación chilena la irracionalidad o el azar?
¿Podemos, en definitiva, abrirnos hacia otras posibilidades de visualizar la
nación chilena?

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La revolución digital del siglo xxi,


el nuevo desafío
para los historiadores del futuro

Gonzalo Serrano
Universidad Adolfo Ibáñez

A fines del siglo xix Heinrich Schliemann recorría las costas de Turquía 471
en busca de cualquier vestigio que le permitiera confirmar la existencia
del mundo descrito por Homero en La Ilíada y La Odisea; una apuesta en
la que los historiadores y arqueólogos especializados en el descubrimiento
del mundo antiguo pueden estar toda su vida sin mayores resultados. La
realidad que les tocará enfrentar a los investigadores del siglo xxi es diame-
tralmente diferente y estará marcada por la superabundancia de fuentes,
específicamente dos que han transformado nuestra vida: las páginas web y
los correos electrónicos.
Las páginas web han sido una oportunidad única para que cualquiera que
tenga acceso a Internet pueda publicar al mundo lo que desee, un aliciente
para que la gente pueda expresarse libremente, un triunfo de la democracia,
pero también un mercado sin control en el cual los investigadores se tendrán
que sumergir para poder identificar aquellas piezas verdaderamente valiosas
que den cuenta de algún personaje o hecho relevante del siglo xxi.
A esta primera dificultad se suman otras dos: su levedad y mutabili-
dad. La facilidad con que aparecen y desaparecen impide cotejar algunas
informaciones que le han sido extraídas, lo cual transforma algunas de sus
referencias en un asunto de fe.
La principal dificultad está en que no existen respaldos materiales –pá-
ginas impresas– que permitan asegurar su permanencia en el tiempo. Los
esfuerzos por imprimirlas son particulares y están relegados a intereses
personales. No existe un requerimiento al respecto de parte de ninguna

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institución que permitiese –por un interés estatal– controlarlas y, a la vez


–por un interés histórico–, archivarlas.
Respecto a su mutabilidad, nos encontramos con otro problema, debi-
do a que por su inmaterialidad van acomodando su contenido de acuerdo
con las conveniencias y a las circunstancias.
Un ejemplo de esto, Wikipedia, la enciclopedia virtual que adapta las
definiciones al consenso de sus navegadores. Otro ejemplo, el sitio web
del ex candidato presidencial Sebastián Piñera el año 2005. Su currículo
decía que había sido profesor en Harvard, pero ante las acusaciones de
sus adversarios que cuestionaban esa calidad, esta información fue rápi-
damente reemplazada. Así, sólo nos quedan los testimonios de quienes
fueron sus testigos, pero no la prueba fidedigna del hecho.
El Ministerio de la Verdad, imaginado por George Orwell, ya no nece-
sita quemar las páginas como ocurría en su novela 1984, sólo basta ahora
con “bajarlas, arreglarlas y luego volver a subirlas” y queda todo como si
nada hubiese pasado.
Respecto a los correos electrónicos, han transformado las comunica-
ciones dejando las cartas y las estampillas como una curiosidad del pasa-
do. Sin embargo, también representan un desafío para los nuevos investi-
gadores, quizá mayor que el de las páginas mencionadas.
Ayer el análisis biográfico de un personaje requería, entre otras cosas,
juntar las cartas recibidas y compilar las escritas por el biografiado, una
ardua tarea que quedaba muchas veces incompleta por cartas rotas, que-
madas u ocultas.
472 La realidad de los correos electrónicos no sólo viene a arrebatar el
hábito de escribir cartas y enviarlas sino, además, implica dejar de revisar
estantes y escritorios para comenzar a analizar, más como técnicos com-
putacionales que como historiadores, los discos duros de los biografiados.
Siempre con la esperanza de que exista algún archivo de las cartas o co-
rreos electrónicos, respaldos que rara vez se realizan.
Un ejemplo que nos puede ayudar a dimensionar esta nueva realidad
es el de la jueza chilena Ana Chevesich, que desde el año 2004 ha esta-
do sumergida para revisar nueve millones de correos electrónicos de cua-
trocientos funcionarios del Ministerio de Obras Públicas que puedan dar
cuenta de un supuesto fraude al fisco de parte de este Ministerio durante
los años 1997-2003. Una tarea que parece tortuosa y que exige comenzar a
discriminar cuáles de estos correos son importantes a fin de incluirlos en
futuras investigaciones. Curioso problema. Si el historiador especializado
en la antigüedad tiene como principal dificultad la escasez de fuentes para
reconstruir un rompecabezas sin el número suficiente de piezas, el investi-
gador contemporáneo pareciera estar en una habitación gigantesca arriba
de éstas sin saber por dónde empezar a trabajar.
En definitiva, nos podemos dar cuenta que el flujo de información que
tenemos hoy es abrumador y deberán incorporarse nuevos métodos his-
toriográficos que permitan filtrar este tipo de fuentes digitales. Un sistema
que nos permita –haciendo un poco de ficción– ser capaces de ver en la
matriz digital –aludiendo al filme Matrix (1999)–, aquello que pueda ser
realmente relevante para reconstruir la historia.

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

Bicentenario

Ana María Stuven


Pontificia Universidad Católica de Chile

L a proximidad de fechas definidas como culminantes me produce senti-


mientos encontrados. Por una parte, el vértigo que impulsa a vivir co-
mo fiesta la experiencia de esperanza contenida en la celebración de todo 473
rito; por otra, la conciencia experimentada del “síndrome del día siguien-
te”, cuando el encanto se esfuma y amanece una realidad cansada, no por
mala, sino por exacerbada en las expectativas, en el pensamiento y en las
emociones. La experiencia personal de la fiesta de cumpleaños, ese día
donde se toma conciencia del tiempo transcurrido, cuando logros y fra-
casos, sueños y desilusiones dialogan detenidos en un recodo del camino
que se retomará al día siguiente es probablemente el mejor ejemplo para
pensar en este “bicentenario patrio” que se conmemorará en 2010.
En el cumpleaños personal se evoca el transcurrir de la vida, y a medida
que pasan los años, se enfrenta, en el mejor de los casos, de manera natural,
su finitud incorporada en la condición vital. La revisión de la vida pasada y
su promesa futura se circunscriben, por lo tanto, a una concepción de tiem-
po y lugar contenida en su límite. Para los que creemos, el verdadero futuro
viene después de traspasar esa frontera hacia la trascendencia. De allí que el
encuentro definitivo de la identidad personal queda sublimado en un más
allá, y su búsqueda no asuma urgencias ni definiciones que el individuo,
limitado, sabe que no podrá alcanzar. El cumpleaños de los Estados-nacio-
nes se viste de iguales revisiones y promesas. Sin embargo, la ausencia de la
conciencia de un final y, por lo tanto, la sensación de que se dispone de un
tiempo indefinido para pensar y re-crear la identidad nacional puede condu-
cir a una búsqueda permanente de la respuesta sobre la identidad, lo cual
parece implicar la necesidad de asirla desde el pasado, para el presente y por
el futuro. Así, los chilenos nos aproximamos al bicentenario de la República

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historiadores chilenos frente al bicentenario

juzgando nuestro pasado, evaluando nuestro presente e imaginando o pla-


neando nuestro futuro.
El 18 de septiembre de 2010 se conmemora nuestro primer gesto de
autonomía como nación chilena expresado en la recuperación de la sobe-
ranía política ante el cautiverio y abdicación de Fernando VII en Bayona.
Se trata de una decisión enmarcada en un espacio temporal definido por el
regreso del Monarca. El verdadero nacimiento de nuestra vida republicana
debería conmemorarse en 2018 cuando comienza el largo itinerar hacia la
constitución del Estado chileno y el también largo proceso de formación
y consolidación de una cultura cuyas expresiones podemos reconocer co-
mo chilena. Recordar ese comienzo abrupto y casi involuntario de nuestra
República es necesario para comprender la urgencia con que los grupos
dirigentes del país tuvieron que hacer frente a este parto prematuro de un
sistema político que no había sido pensado para la realidad social sobre la
cual se imponía. La dicotomía monarquía-república, única presente en el
imaginario teórico, sólo dejaba la opción republicana, especialmente des-
pués del rechazo definitivo a las intenciones de reimponer su autoridad
por parte del ex Rey cautivo.
Esa ruptura que dio origen a la República de Chile y a la construcción
de su identidad política marca el inicio de un proceso de adecuación de la
idea republicana, moderna, organizada en torno a la soberanía de un en-
te abstracto y colectivo como es el pueblo, con una estructura social que
no sufrió mayores cambios y que, en consecuencia, continuaba anclada a
los soportes tradicionales de su historia, su religiosidad y su jerarquía. El
474 orden social, apoyado en estos pilares, permitía dar consistencia y condi-
ciones de perdurabilidad a una república que exigía ser formulada y defi-
nida para una realidad que ninguno de sus teóricos europeos había tenido
presente.
La realidad era la ausencia de una nación definida previamente por
un territorio. La única realidad concreta de Chile eran el territorio, sus
autoridades y un pueblo ausente de las decisiones en curso sobre su vida.
La estructura social sobre la cual comienza a construirse la nación chilena
no es una nueva comunidad, sino aquella comunidad histórica tradicio-
nal para la cual la república es una necesidad de organización política.
François-Xavier Guerra establece la dicotomía entre nación antigua y mo-
derna: la antigua, a la que perteneció Chile, es construida alrededor de
una historia real o mítica, con una dimensión religiosa y vinculada por un
compromiso personal con el Rey. Remite, por lo tanto, al pasado hispáni-
co. La nación moderna es el resultado de una nueva forma de asociación,
para el presente y el futuro. Es soberana y se identifica con la libertad. Con
la desaparición del Rey y, más aún con el corte del cordón umbilical con
la Madre Patria, se rompe esa representación mesiánica y providencialista
que, identificando al Rey con la fe, da consistencia a los dos vínculos esen-
ciales de los americanos: con su Monarca y su Iglesia. Ambas dimensiones,
la religiosa y la política fueron privadas de una de sus importantes fuentes
de legitimación. Por eso, no es de extrañar que transcurridas décadas des-
de la independencia, el futuro presidente de Argentina, Domingo Faustino
Sarmiento, afirmara en l845 que: “Cuando la autoridad es sacada de un

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

centro, para fundarla en otra parte, pasa mucho tiempo antes de echar
raíces”. El creador del Facundo se refería obviamente al paso de una sobe-
ranía tradicional a una contractual.
En ese contexto de urgencia por la reconfiguración de las estructu-
ras de legitimidad política, evidentemente el “nosotros” de los chilenos,
la nación chilena moderna que debía emerger simultáneamente con el
Estado chileno moderno, quedaba relegada como prioridad para los gru-
pos organizadores del Estado. En ese sentido, apoyamos la afirmación de
Mario Góngora que el Estado chileno antecede a la nación. Sin embargo,
si consideramos que habitaba Chile una nación de tipo antiguo, como se
ha definido, en ese caso entendemos que el Estado sólo antecede a una
nación moderna. Y ése es el sentido que debemos darle a la afirmación de
José Victorino Lastarria cuando en 1842 dice que en Chile no hay nación,
o cuando recogió en sus Memorias que: “Creíamos que nuestra república
necesitaba un pueblo; pero para tenerlo no bastaba... una educación in-
dustrial, sino que era indispensable rehacer nuestra civilización”. Ello re-
quería, en palabras de Domingo Faustino Sarmiento, “considerar nuestras
cuestiones con relación al tiempo... Punto esencial y aún vital en nuestro
objeto, porque de otro modo no podemos comprender la ley del progreso
y aplicarla. Nada hay completo todavía. Todo se desarrolla. El desarrollo
se hace en el tiempo”. Esta digresión es importante para comprender, que
quienes crearon el Estado chileno eran ya una comunidad, una nación de
tipo antiguo, que aspiraba a crear en el tiempo, en clave republicana, las
formas de autoridad modernas. Conceptos como soberanía popular, ciu-
dadanía, sufragio y representación eran totalmente ajenos a su imaginario 475
político, lo cual no es menor para comprender las dificultades que ha te-
nido, no sólo Chile sino la mayoría de los Estados latinoamericanos, con
la posibilidad de la democracia. La famosa y repetida afirmación de Diego
Portales respecto de la virtud republicana como requisito para la demo-
cracia no hace sino confirmar las dificultades que tuvo esa nación de tipo
antiguo para adecuarse a las formas políticas modernas.
Otro aspecto que me parece necesario destacar como explicación de
la labor fundante del siglo xix es su sentido de futuro, que se apoya en la
ideología del progreso que crea un espacio de transición, que es también
tiempo para la realización de las promesas de la modernidad republicana.
El presente es un momento pedagógico, que se consumará cuando la cul-
tura haya creado al habitante de la sociedad civil moderna, capaz de transi-
tar hacia su incorporación de pleno derecho en la sociedad política. En ese
sentido, la república tiene una dimensión de utopía que es administrada
y regulada desde el Estado, y que involucra tanto a los llamados liberales
como a los llamados conservadores. En la década del cuarenta, José Victo-
rino Lastarria, inaugurando la Sociedad Literaria, reconoció esta necesidad
de cautela: “la reforma no puede ser súbita”, sostuvo, “resignémonos al
pausado curso de la severa experiencia, y día vendrá en que los chilenos
tengan una sociedad que forme su ventura...”.
El largo siglo xix, fundacional y decisivo para la fecha que se aproxima,
fue el teatro en el cual se desplegaron ambos tránsitos: hacia un Estado re-
publicano y hacia una nación de individuos libres. El espíritu nacional de

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historiadores chilenos frente al bicentenario

los chilenos se fue dando paso –recurro de nuevo a Mario Góngora– entre
guerras, y a través de la construcción de una narrativa que permitió en el
tiempo plasmar una identidad reconocible de país, para lo cual los histo-
riadores han representado un papel protagónico. La obra historiográfica,
especialmente aquella del siglo xix y comienzos del siglo xx, ha otorgado
sentido, a través de su narrativa histórica, a quienes somos, a partir de sus
visiones de cómo hemos llegado a ser. Su relato, no necesariamente ho-
mogéneo, ha privilegiado el proceso a través del cual, especialmente la po-
lítica como procedimiento, fue tornando al pueblo en sujeto real, dando
forma a la sociedad chilena y a sus marcos referenciales.
Los historiadores y “publicistas” del siglo xix constituyen lo que Ángel
Rama llama una ciudad letrada, la cual produce modelos culturales desti-
nados a la conformación de ideologías públicas, y que es pronunciada por
los habitantes de esa esfera público-privada, donde los privados interac-
túan con lo público: la opinión pública. En el siglo xix, se trató de servi-
dores del poder y también de sus dueños. Ambos coinciden, en la medida
que manejan y crean los lenguajes simbólicos de la cultura. Por lo tanto,
evidentemente estamos describiendo un universo de clase dirigente que,
a través de la ley y la educación, asumió la conducción cultural de la so-
ciedad, prescribiendo un orden. Como intelectuales orgánicos, al servicio
del Estado, permitieron que fluyera un diálogo entre ambas esferas y que
se constituyera un espacio donde la diversidad propia de la modernidad
se fue incorporando a la sociedad sin desatar los miedos propios de todo
nuevo proceso. La confianza en la vigencia de ese orden era la garantía,
476 como decía Bernardo O’Higgins, contra la “impotencia de la autoridad”,
y contra el “despotismo”. Era el sentimiento que regulaba los actos de la
autoridad y definía el espacio donde podían expresarse los anhelos de
libertad. Estado republicano y sociedad civil encontrados a través de la
polémica que va definiendo la ciudadanía y sus cualidades; la igualdad y la
libertad reposando sobre la virtud cívica que sobrepone el interés público
al particular; el individuo a la Patria; la felicidad individual a la participa-
ción pública.
Es fundamental rescatar la construcción y fortificación del Estado y la
nación a través de la discusión intelectual como un espacio mayor donde
se debatieron las certezas dentro de los límites fijados por las lógicas prag-
máticas y los equilibrios de poder, y donde se conjuraba el temor a lo nue-
vo, es decir, al otro. En ese sentido, rescato la política, como instancia de
representación de las ideas y expectativas de un grupo que fue formando
la nación moderna en su diálogo interno y con el Estado como su crea-
ción. Rescato lo político como expresión de la idea que en una sociedad
libre la diversidad puede incluirse en un común, cuando a través de la de-
liberación pública el poder colectivo promueve o protege los intereses de
esa colectividad. En el caso del siglo xix, éste dialoga con ella a través de
un poder que apela más que a la racionalidad política al sentimentalismo
ético, distinguiendo la voluntad racional de la nacional a fin de controlar
las pasiones que pondrían en riesgo el tránsito hacia la república, y con-
trolando, como llama Natalio Botana, el paso de la república de la virtud
a la república del interés. Insistiendo en este punto, desde lo político se

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

trataba de crear un estatuto político reconocido; desde lo sociocultural se


trataba de concebir una colectividad humana que conciliara los predica-
mentos de la política moderna, con la estructura íntima, los vínculos socia-
les, la relación con la historia, los valores y creencias del grupo dirigente.
Cuando Camilo Henríquez escribió en La Aurora de Chile que “para que
haya patria, ella tiene que ser una madre solícita”; o cuando monseñor
Hipólito Salas afirma en 1865 que “la vida o la muerte de la sociedad do-
méstica y civil pende de las mujeres”, se está en realidad apelando a una
fuente de legitimidad política y a un imaginario de nación que identifica la
sociedad y el Estado con comunidades que representan mucho más que
formas materiales; se está construyendo un nosotros chileno, como diría
Norbert Lechner, en torno a lo político y, por supuesto, también a lo reli-
gioso, en tanto elemento de consenso al interior de esa clase dirigente de
rasgos tradicionales.
A lo que aspiraban Andrés Bello, Domingo F. Sarmiento, Diego Barros
Arana y los otros, al narrar la historia era a mostrar que, como sostuvo Er-
nst Renan, una nación es más que un pasado común, es un cuento común,
lo que llamó “un rico legado de memorias” a través del cual el grupo na-
cional se reconoce. Por eso, hechos y filosofía se complementan, compo-
niendo un relato: “La nación chilena no es la humanidad en abstracto; es
la humanidad bajo ciertas formas especiales; tan especiales como los mon-
tes, valles y ríos de Chile; como sus plantas y animales; como las razas de
sus habitantes; como las circunstancias morales y políticas en que nuestra
sociedad ha nacido y se desarrolla”, escribió el maestro Andrés Bello.
Como cuando en 1910 se conmemoró el primer centenario de la in- 477
dependencia, aproximándonos a 2010, los chilenos hemos considerado
que ha llegado el momento de los balances. Es el presente que mira hacia
el futuro, evaluando el sentido del recorrido iniciado con la República. El
trayecto de la nación se encuentra puesto a prueba desde los marcos de
referencia contemporáneos. Por una parte, las encuestas intentan mostrar
una foto de la identidad chilena: de nuestros sueños y expectativas, de
nuestros “índices de felicidad”, de nuestro acceso al mercado, de nuestro
amor patrio. Sin negar su capacidad de evaluar y predecir ciertos com-
portamientos, se corre el riesgo de estereotipar y negar el dinamismo y
la heterogeneidad de la cultura chilena. Por otra parte, como en 1910, la
identidad se define, y los chilenos se miden a través de la comparación con
el otro: en este caso, el éxito o fracaso de la inclusión de los chilenos en los
beneficios del mercado. Sin embargo, una particularidad de esta conme-
moración es que ella ha situado en la nación la urgencia de incorporar y,
para algunos resolver en su memoria e identidad, el trauma de la interrup-
ción del recorrido democrático con sus divisiones y rencores.
Que los traumas que ha originado nuestra historia política reciente
afloren ante la proximidad del bicentenario surge de la importancia que ha
tenido lo político en la conformación de nuestra nación, como lo demues-
tra el carácter fundante del Estado chileno en el siglo xix, y que nuestros
historiadores se han encargado de enfatizar. Sin embargo, como sostuvo
el mismo Ernst Renan, así como la nación necesita de ese principio de
unidad que la historia relata, también requiere de una dosis de amnesia;

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historiadores chilenos frente al bicentenario

del olvido que le impida vivir en un plebiscito diario. Es decir, la nación


requiere tomar conciencia de su historia y nutrirla de la memoria para ilu-
minar un recorrido que es siempre tránsito hacia el futuro, pero la nación
también debe ser capaz de expurgarse en la mirada retrospectiva de aque-
llo que le remece con violencia y que esconde el sentido del recorrido. En
esta actitud dinámica, lo nuevo de 2010 obliga a reconocer lo fundante de
lo político para nuestra identidad nacional, pero también entender que
la nación moderna se apoya en otros pilares de reconocimiento, especial-
mente en una cultura desarrollada en el tiempo, en permanente mutación.
De este modo, al pensar en lo chileno para 2010, no identificaremos un
ente estático y unitario, sino diverso e integrado que mira hacia el futuro.
Por supuesto que asumir esta postura implica dejar de lado el temor de la
pérdida de la identidad; lanzarse hacia un aparente vacío que la historia
nos ha enseñado a asociar con la falta de consensos, el desorden y la con-
fianza en que el Estado o la Iglesia deben proteger a los chilenos de esas
fuerzas disolventes.
En 2010 parece esencial confiar en otras fuerzas que la modernidad ha
ido aportando a los chilenos, como son la capacidad de los individuos para
optar libremente por sus formas asociativas, al margen del Estado. Tam-
bién confiar en que la identidad chilena puede asumir múltiples formas al
interior de una cultura de la libertad y aparecer como una experiencia plu-
ral. Creemos que el debate sobre la identidad, que parece marcar el itine-
rario intelectual hacia 2010, debe perder todo temor a que la globalización
y la modernidad dejan vulnerables las identidades nacionales culturales
478 y continentales. En definitiva, pensamos que los chilenos ya han dado el
paso que implica que sus adhesiones institucionales dependen de sus pro-
pios marcos referenciales que dan sentido espiritual a su vida y le indican
el horizonte que guía su actuar. Ante esa realidad, sólo cabe a las institucio-
nes tradicionales dialogar y defender su credibilidad pública a fin de que
los chilenos no se replieguen completamente hacia el mundo de lo priva-
do, desilusionados con la narrativa inicial de la identidad chilena. En esa
realidad, el conflicto debe ser incorporado sin miedo, en la medida en que
se le inserte en esas certezas mayores, que son la nación y el Estado rela-
cionados por un relato común chileno, que va más allá de la eficiencia gu-
bernamental y de la definición de la política como temas. La construcción
de ese cuento común evidentemente apunta a la recuperación del espacio
de la opinión pública que no sólo dialoga entre sí sino con lo político, par-
ticipando en la revitalización de ese “público” que incluye desde los temas
éticos hasta los ecológicos, confiando en que la democracia participativa
facilita los cambios que una sociedad desencantada ha dejado sólo en ma-
nos de la riqueza o en el repliegue a lo privado. Por supuesto, eso requiere
de la reubicación del mercado en un contexto donde pueda completarse
con las otras dimensiones desde donde se crea comunidad una nación. En
ese sentido, la democracia moderna se ve obligada a enfrentar un doble
desafío: por una parte, incorporar a las minorías a la ciudadanía, como lo
ha hecho obviamente con más éxito que el siglo xix: trabajadores, mujeres,
otras religiones aparte de la Católica, otros grupos raciales y étnicos dis-
tintos del blanco; por otra parte, sin embargo, no puede perder o permitir

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que los intereses se desplacen lejos de esa dimensión un poco heroica de


la esfera pública dirigida hacia el bien de la res publica, en beneficio de las
satisfacciones materiales de la vida privada.
Quiero terminar acotando el sentido de esta vuelta hacia el siglo xix
como madre maestra de la historia contemporánea. Evidentemente, no
creo que la historia se repita ni que deba repetirse. Sí creo que podemos
iluminar el presente desde ella, matizando las comparaciones, pero recu-
perando algunas de sus vigencias. No creo que debamos volver al primer
republicanismo como una especie de etapa áurea de nuestra historia cada
vez que la democracia contemporánea requiere redefinirse o fortalecer-
se. A menos que lo hagamos porque recordarlo fortalezca sicológica y es-
piritualmente nuestros imaginarios nacionales y que tengamos claro que
nación y nacionalismo tienen sólo y nada más que una raíz etimológica
común. Debemos evitar a toda costa actualizar para Chile el diagnóstico de
Sheldon Wolin para Estados Unidos, cuando sostiene que la democracia
estadounidense “...se ha perpetuado como un gesto filantrópico, despre-
ciablemente institucionalizada como bienestar, y denigrada como popu-
lismo”. Busquemos, por el contrario, una democracia institucionalizada
como el marco de referencia donde los chilenos sienten sus valores prote-
gidos, dialogan sobre su expresión y reconocen su pertenencia.

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

Doscientos años de democracia

Freddy Timmermann
Universidad Católica Silva Henríquez

N uestra democracia ha sido modelada por diversas tendencias autori-


tarias que tienen un desarrollo claro, al menos, desde mediados del
siglo xviii, momento en que la elite agraria comienza a controlar no sólo 481
los ámbitos rurales sino, también, los espacios “urbanos”, ante el vacío
de poder que el dominio español ya presentaba. El Estado “portaliano”
recoge esta tendencia temprana por parte de la autoridad al establecer
un orden sin consultar a los gobernados. Sol Serrano ha mostrado para
el siglo xx las restricciones electorales que permiten sostener un auto-
ritarismo democrático hasta 1973; John Friedmann y Thomas Lacking-
ton, para las décadas inmediatamente anteriores al régimen militar, có-
mo bajo un sistema pluralista de negociaciones los grupos dominantes
formuladores de decisiones comparten un amplio acuerdo respecto a
la mantención y, aun, a la modificación del sistema, pero una oposición
general a su transformación y Genaro Arraigada la existencia concreta de
una “oligarquía patronal” de enorme influencia en los grupos de poder
económico del período. Culturalmente, es una tendencia que persiste en
la acción política, en la administración de las organizaciones públicas y
privadas, en la vida familiar y, en general, en nuestra cultura, tendencia
que concede una extraordinaria importancia al papel de la autoridad y
al respeto por ella, razón que lleva a algunos politólogos a afirmar que
nuestra sociedad es mayormente premoderna, es decir, incapaz de ase-
gurar a sus componentes sociales las estructuras para que produzcan un
orden social propio. Lo que se genera es una vivencia inmersa en un or-
den concedido y no en uno autónomamente producido. Sin duda, este
tipo de democracia posee un profundo arraigo histórico que la ha con-
solidado y estabilizado.

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historiadores chilenos frente al bicentenario

Es en el último tercio del siglo xviii cuando se produce en Chile una


verdadera expansión económica. Sin embargo, sus principales protago-
nistas locales sólo formaban parte de los niveles más bajos del sistema,
en cuya cúspide estaban los mayoristas gaditanos, seguidos por sus repre-
sentantes o socios limeños. Ello no impide a la elite criolla comenzar a
crear un orden propio en un plano económico y administrativo local con
relativo éxito, aun estando bajo el dominio de una España borbónica, do-
minio inoperante en parte, atenuado, a ratos desprestigiado de sus bases
trascendentes, pero dominio al fin y al cabo. La elite criolla se va transfor-
mando en una suerte de Estado dentro del Estado, generando un antago-
nismo más bien cerrado que abierto. Sin embargo, no podemos hablar de
la existencia consciente e intencional de un proyecto, pues, en esta elite
la palabra ‘orden’ aparece repentina e insistentemente en todas sus expre-
siones discursivas sólo a partir de la consolidación institucional que sigue
a la batalla de Lircay en 1830. No obstante, se va logrando cierto grado de
control social, político y económico, y es a partir de esta eficiencia que el
orden establecido va siendo aceptado, convirtiéndose en un parámetro
necesario a considerar, especialmente en la elite, pero no sólo en ella.
El mestizo, que ocupaba antes un lugar secundario, casi asimilado al
indio y al blanco, se había constituido ahora en un grupo nuevo, desapa-
reciendo para él los viejos modelos de actuación orientada a otros estratos
sociales, a la familia, etc. Ya transitando hacia el peonaje minero asalaria-
do, asume una actitud síquica de exigencia ante el trabajo, pero el resto
de los vínculos sociales producidos en esta nueva situación siguen siendo
482 espontáneos, lo que tiene relación con la estructura mental de un nuevo
grupo, recién situado en un sistema laboral, es decir, con su marginación
racial y de grupo, fenómeno secular de muy larga duración que los ha ale-
jado de las pautas de socialización “urbanas” o rurales que hasta entonces
operaban. Se ven afectados por la negativa a utilizar la potencial fuerza
laboral mestiza por parte de los empresarios. Ello los condena a la des-
orientación y ociosidad, latrocinio y vagabundaje, siendo reprimidos por
las autoridades, intentándose primero su eliminación violenta y, luego, su
incorporación a un sistema de trabajos forzados, dificultándose todo mu-
tuo entendimiento.
Este grupo marginal podía afectar el sistema social desquiciándolo,
pues se habían disfuncionalizado de éste. Se genera una inestabilidad cre-
ciente y, al mismo tiempo, la necesidad de un control estable del disci-
plinamiento de la familia, de los regímenes de trabajo, de las ciudades
y villas, de las mezclas raciales, de las percepciones trascendentes e in-
manentes, de los vínculos patriarcales y señoriales, de las diversiones, de
los ritos de fe, de los regímenes jurídicos, del nomadismo humano, de la
“vagancia”, etc. Este afán de estabilizar los procesos mencionados tiene
su origen en diversas fuentes de poder, a ratos antagónicas entre sí, a ra-
tos actuando juntas hacia el logro de un mismo objetivo: elite minera-eli-
te latifundista, elite latifundista-Iglesia, Iglesia-Estado borbónico, Estado
borbónico-elite latifundista, elite latifundista-elite fronteriza, elite fronte-
riza-Estado borbónico, Estado borbónico-jesuitas, jesuitas-elite fronteriza
mapuche, elite fronteriza mapuche-elite borbónica, elite borbónica-elite

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

comerciante urbana, elite comerciante urbana-elite latifundista; en fin, eli-


te-jerarquías menores. Asistimos en parte a una refundación de un orden
antiguo, en parte a su destrucción. Lo anterior, junto a otros aspectos,
refleja una crisis permanente de autoridad, un debilitamiento del control
social y, por lo tanto, la necesidad de modificar el ejercicio del poder que
se imponía hasta ese entonces. Con el gobierno de Bernardo O’Higgins
nuestro país, en la zona fronteriza, entra en otra etapa –laicizada, contrac-
tual y jurídica– relegando el diagrama civilizador de la obra misional que
había predominado el siglo y medio anterior a un segundo plano. Se ha
pasado de una máquina de conquista soberana, que remite a un ejercicio
violento del poder y que tiende a funcionar a partir de la integración-ex-
clusión, a otra que se funda en una empresa de civilización-asimilación de
los pueblos sin policía. El “yo quiero” de los nuevos reyes se unirá al “ella
debe” del control más científico, por lo que el problema fundamental que
se planteaba a fines del siglo xviii para nuestro país no es necesariamente
la oposición poder criollo-poder español, sino jerarquías mayores versus
jerarquías menores. Esta oposición alcanzará una mayor tensión en los
inicios del siglo xix, proyectando sus alcances desde 1830 luego del parén-
tesis independentista, pero manteniéndose bajo otros parámetros en los
siglos posteriores.
La escasa profundidad territorial y legal del proceso de independen-
cia, la débil constitución del Estado-nación después de ello y la ausencia
de una revolución industrial que ampliara, entre otras estructuras socia-
les propias de poder, las del conocimiento, mantuvieron casi intactas las
condiciones anteriores. Por lo tanto, no es sorprendente que hasta me- 483
diados del siglo xix, económicamente, exista una indefinición ideológica,
una confusa mezcla entre neomercantilismo y liberalismo. Factor clave en
este proceso es que el comercio a gran escala pasó tempranamente a ser
controlado por Inglaterra, muchos de cuyos comerciantes ya residían en
Chile. Esta expansión del comercio y las finanzas internacionales en el
país, parece haber minado el tradicional poder conservador, centralista y
autoritario de la aristocracia rural heredado de la Colonia, que se expresó
en la organización portaliana del Estado. Lo concreto es que ya desde fines
del gobierno de Manuel Bulnes se impuso una orientación liberalizante en
lo económico, no así en lo político. Sabemos que el liberalismo se aplicó
en países muy estratificados socialmente y subdesarrollados en el terreno
económico, con mucho arraigo de una tradición de autoridad centraliza-
da. Esto supone la existencia de cierta “resistencia” y “hostilidad” de parte
de las elites, aun cuando estas compartieran vivencias sociales con comer-
ciantes extranjeros.
Obviamente, el contexto del país no es el europeo. La sociedad chilena
de entonces transita desde relaciones de parentesco a relaciones mercan-
tiles, lo que introduce la necesidad de buscar una legitimidad contractual
que reemplace a la histórica que se imponía en la Colonia; por ello, a pe-
sar de que los sectores llamados liberales, a diferencia de los conservado-
res, articulaban con más facilidad un discurso que permitía la alternativa
del cambio, la resistencia frente al desorden social o institucional parecía
diluir las diferencias; paradójicamente, parte de este deseo de orden fue

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llegar a un cierto consenso ideológico, luego de un período inicial confuso


(1820-1870), consenso que fue percibido como la realización del liberalis-
mo, o la implantación de un Estado secular debido a reformas legales. El
afán de “orden” que finalmente se satisface es nada más que el de un con-
trol social que, además de sus aspectos policiales y políticos más obvios,
se realiza por medio de la educación como una estrategia para asumir los
necesarios cambios que eviten rupturas demasiado radicales en períodos
muy breves; es la conciencia del tiempo como un espacio esperanzador,
en el cual debe actuar fundamentalmente el esfuerzo educacional, a fin de
impedir los trastornos de una posible revolución como opuesta a la refor-
ma gradual permitiendo así que los ideales e incertidumbres propios de la
época no desestabilizaran la sociedad.
Una de las anomalías del liberalismo que se desarrollaba era la yux-
taposición de centralismo político e individualismo socioeconómico. La
santidad de la propiedad privada pasó a ser un postulado liberal virtual-
mente indiscutible. La transformación del liberalismo, a partir de 1870, de
una ideología reformista a un mito unificador cabe verla en parte como la
insuficiencia del ideal del pequeño propietario en países integrados por
latifundistas y campesinos dependientes, ya fueran esclavos, peones, te-
rrazgueros hereditarios o habitantes de los poblados comunales indios.
Nuestros liberales opinaban que el problema central de la sociedad era
la eliminación de privilegios legales y jurídicos de carácter colonial. Los
consideraban un obstáculo que impedía realizar un orden económico “na-
tural”, pero su teoría no aportaba ninguna base para ofrecer resistencia a
484 la acumulación indebida de tierra por parte de algunos individuos. Así,
pues, la visión liberal de una sociedad burguesa rural, impregnada de la
ética del trabajo, se desvaneció después de 1870. Podemos comprender
la disonancia producida entre un liberalismo que adquiere, por un lado,
un tono autoritario en lo político y, por otro, un tono más democrático,
sólo para la elite, en lo económico. Políticamente esta adaptación a las
circunstancias se refleja claramente cuando el poder pasa del Ejecutivo al
Legislativo desde 1891; entonces, se visualiza la Constitución de 1833, con
las respectivas reformas, como un elemento integrante de la incomparable
historia de prosperidad y evolución de Chile.
Desde 1860 el triunfo del liberalismo deja en gran medida el protec-
cionismo económico, pero continuó estableciendo uno político en que las
jerarquías menores fueran excluidas de las decisiones políticas y económi-
cas. Estas tendencias se mantienen en el tiempo y, aun cuando la oleada
de democracia producida en 1920-1924 rompió el monopolio político de
la vieja oligarquía, siguieron fortaleciendo la autoridad del Estado central.
Las ideas corporativistas presentaban una notable variedad en Chile apare-
ciendo en la política obrera del Estado, en una importante crítica histórica
del liberalismo político, en la admiración que elementos de la jerarquía
militar y eclesiástica expresaban por el fascismo europeo. El código laboral
de 1924 reconocía las organizaciones obreras, pero las sometía a una es-
trecha reglamentación gubernamental, siguiendo las influencia de Valen-
tín Letelier y Manuel Rivas Vicuña, admiradores del “socialismo de cátedra”
del Estado alemán. Ya en 1906 Valentín Letelier persuadió a la mayoría de

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un congreso del Partido Radical de que la legislación relativa al bienestar


social y la organización del trabajo era necesaria para prevenir justamente
la expansión del socialismo de combate. Es factible esperar entonces que
la política educacional se conciba para fines que desconocen la capacidad
y el derecho de los restantes grupos sociales a definir su propio orden.
La misma Universidad de Chile sólo representó inicialmente una reforma
“desde arriba” para “los de arriba” y logró generar hacia las restantes capas
una demanda por conocimiento que contribuyó nada más que a profesio-
nalizar el mercado de servicios especializados.
Por lo mencionado, ¿se puede esperar una sincronía entre las carac-
terísticas y aptitudes locales en su recepción de las tendencias liberales
europeas? Desde 1830 a 1930, aproximadamente, los elementos rurales
coloniales siempre estuvieron presentes, ya sea porque la mayoría de la
población vivía allí, o porque la elite, dentro de su diversidad, insistía en
imponer relaciones políticas paternalistas a la restante sociedad, aunque
aparentemente las figuras legales de la Constitución de 1833 se fueran
transformando para ampliar los elementos democráticos existentes, al me-
nos en los grupos oligárquicos. Se puede constatar que estos grupos en su
idealismo inicial adoptaran la pedagogía centralista francesa y que, luego,
cambiando ellos al transcurrir el siglo también, algo más pragmáticos, la
reemplazaran por la alemana, más científica. En el primer caso asumen só-
lo la educación universitaria y primaria sin preocuparse mayormente por
los presupuestos o por la idoneidad de los programas de enseñanza; en
el segundo, ya a fines de siglo, con más presupuesto debido a la bonanza
salitrera, y pese a que los adelantos materiales educacionales son eviden- 485
tes, las matrículas no progresan notoriamente, y los programas no asumen
la naciente protoindustrialización. Sí, en cambio, se preocupan de la bu-
rocratización del Estado, es decir, de mantener elementos autoritarios de
control social, aunque más “científicos” que sus predecesores. ¿Podemos,
por lo tanto, esperar que las elites o el Estado se hagan cargo de la teoría
política que ya reclamaba elementos de soberanía popular tanto en lo polí-
tico como en las relaciones económicas entre trabajadores y empresarios?
Hemos visto que ni en sus alcances sociales ni en sus contenidos progra-
máticos ello fue posible. Jamás se atiende el hecho que se vivía una transi-
ción desde los derechos individuales a los sociales, que al problema de la
libertad económica sucede el de la igualdad social. Lo que produjo, al final
de cuentas, el estímulo del capitalismo inglés en el siglo xix en Chile fue
una tenue modernización de corte liberal al estilo europeo donde los ras-
gos políticos adquirieron caracteres autoritarios, pues el factor económico
fue de origen externo y no interno. No podía así constituirse un Estado po-
líticamente liberal sino sólo un Estado moderno autoritario y socialmente
discriminatorio, razón por la que, desde 1891, cuando el fortalecimiento
de los intereses extranjeros y liberales impone sus cambios, éste no asume
las contradicciones que se producen por la formación de los grupos pro-
letarios y medios urbanos, a menos, claro está, que el propósito haya sido,
precisamente, mantener estas diferencias, la vulnerabilidad de quienes se
encontraban en la miseria. Surge nuevamente una contradicción, porque,
al mismo tiempo en que comenzaban a ser reprimidas violentamente las

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huelgas, el presupuesto educacional alcanza sus montos más significati-


vos. ¿Realpolitik pura por medios pacíficos para atender los ideales cató-
licos caritativos o los espíritus más generosos o realpolitik pura por me-
dios represivos violentos para proteger intereses económicos nacionales
y extranjeros? No nos olvidemos que ambas instancias serán insuficientes
para enfrentar la crisis económica y política que desde 1918 se agudiza en
Chile, y que no es un “consenso” el que inaugura la presencia más activa
del Estado en los aspectos sociales y económicos sino dos golpes militares
y varios años de gobiernos sumamente autoritarios, es decir, pese a todos
los avances que el país experimenta en el siglo xix, se impone nuevamente
la ley del más fuerte.
El régimen militar que se impuso en Chile entre los años 1973 y 1989
fue una ruptura parcial del desarrollo político precedente por cuanto la
influencia de las elites civiles permiten que operen ideas conservadoras de
diversas vertientes, aunque no al extremo de lograr imponer una ideolo-
gía rectora o un partido único. Si la acción política democrática, plura­lista
y libertaria existente antes del golpe cívico-militar daba espacios para la
expresión de las fuerzas sociales, pese a los defectos que en este proce-
so podían observarse, ello permitía la recepción de una multiplicidad de
tiempos diversos, que podían traducirse en proyectos de transformación,
algunos graduales, como la “revolución en libertad” de la era Eduardo Frei
Montalva o los del propio Salvador Allende (no necesariamente los de la
Unidad Popular), y otros más acelerados, como los del Partido Socialista,
el Movimiento de Izquierda Revolucionario, Patria y Libertad, los de los
486 generales que planificaron el golpe cívico-militar o los de Carlos Altami-
rano, Miguel Henríquez, el Partido Nacional o la Agencia Central de In-
teligencia, cada cual con su propia carga histórica, traducida en acciones
que presionaban a la sociedad en forma distinta. La urgencia de cada uno
de estos tiempos, no en términos de su duración sino de lo imperioso
que resultó para cada protagonista llevar a buen término su tarea, impuso
una tensión creciente que se aceleró con las mutuas interferencias que se
produjeron por las acciones antagónicas generadas. Inicialmente el gol-
pe cívico-militar fue incapaz de imponer una hegemonía determinada en
cuanto a proyectos que se tradujeran en tiempos específicos de duración.
Pero después de 1975 ello se fue consolidando, especialmente con la con-
fluencia de tres proyectos que por un tiempo más amplio que el que hoy
se pretende sostener no se interfirieron: el orden represivo de Manuel
Contreras, el orden del mercado de los Chicago Boys y el orden del Estado
Subsidiario de Jaime Guzmán. Estamos en presencia de un intento tardío
de revolución capitalista desde el Estado, lo que para nosotros se centra
en los proyectos del Estado subsidiario y de mercado mencionados. Es un
“intento” sin resultados previos probados, con una violenta ruptura del or-
den anterior inmediato, que otorga el poder a ciertos grupos sociales, con
un carácter tardío, que alude a las condiciones de inserción nacional en el
sistema capitalista mundial ya constituido y en determinada fase de desa-
rrollo y división internacional del trabajo, como a un determinado grado
de desarrollo de las fuerzas productivas, sociales y políticas nacionales en
que las barreras anticapitalistas están representadas por las interferencias

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

de un Estado de compromiso con fuerte peso en los sectores populares


organizados y movilizados.
El “héroe” que expone el dispositivo de poder denominado “Factor
Pinochet” es un caudillo de sí mismo surgido en un momento en que las
ideologías que lo situaban al servicio del bien común se extinguían, lo
que responde, además, a un tiempo de dependencia que transita de un
período de modernizaciones a otro. Por una parte, hereda rasgos que per-
tenecen a una etapa neocolonial, caracterizada por la “metropolización”
de elites que deben no sólo reproducir conceptos y actitudes propios de
un centro cultural sino, también, remodelar su entorno social para hacer-
lo igual a un centro considerado paradigma de “modernidad”. Ingresa, al
mismo tiempo, a un período en que las formas de organización económi-
ca y tecnológica de los centros de poder evolucionan hacia una estructura
transnacional, caracterizada por la interacción de intereses privados que
trascienden a los de los gobiernos y se conjugan en una red de relaciones
no estatales. Por ello, estas elites tienen perspectivas distorsionadas y aje-
nas de los procesos culturales y políticos propios de las sociedades a las
cuales se integran. Pero también este período hereda, por otra parte, tanto
para las elites de izquierda como para las de derecha, el deseo de arrasar
con todo lo que venía antes para alcanzar un punto radicalmente nuevo
de partida, para establecer un verdadero presente, lo que refuerza el es-
píritu adversario y la actitud de minoría perseguida; unos lo adquieren
procurando imitar la revolución soviética-cubana y sus variantes; otros, los
Chicago Boys, en el posterior experimento neoliberal; y otros, finalmente,
en los contextos que la Dirección de Inteligencia Nacional y la Central Na- 487
cional de Informaciones establecen en Chile y también fuera de Chile para
quienes disienten con el régimen militar.
Para las elites, al comenzar a desaparecer las tradiciones de poder do-
minantes las dos últimas décadas del siglo xx que tendían al logro del bien
común a partir del Estado Benefactor inserto en la tendencia “fordista”, y,
en forma más restringida, en el corporativismo comunitario y en el nacio-
nalismo –la desaparición de algunas “ideologías e “ismos”, uno de los des-
arraigos que van experimentando–, cada uno de sus miembros inaugura
y recrea a la vez su propia tradición de poder no ya en un marco extremo
como el que impuso el régimen militar –de sobrevivencia física y síquica
para toda forma de disidencia– sino de sobrevivencia política y económica.
A muchos intelectuales que habían vivido la “democracia burguesa” como
una ilusión o manipulación, incapaz de asumir los imperativos del desa-
rrollo, el régimen militar les enseña el carácter técnico de las cuestiones
supuestamente políticas. Si no hay una “verdad” establecida o hábitos re-
conocidos por todos, entonces se hace indispensable instaurar “reglas de
juego” que permitan defender los “intereses vitales” y negociar un acuerdo
sobre las opiniones en pugna. Finalmente, tanto la tradición marxista co-
mo la doctrina militar y el pensamiento neoliberal comparten, con signos
diferentes, un mismo esquema interpretativo: el presente como una “tran-
sición” hacia la realización de una utopía. Que el futuro sea imaginado co-
mo mercado o como sociedad sin clases lleva, a fin de cuentas, a un orden
pospolítico y a la “abolición de la política” como una meta factible, razón

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historiadores chilenos frente al bicentenario

que lleva a percibir en su acción presente un carácter exclusivamente ins-


trumental.
Existe hoy un contexto que acentúa lo mencionado, el externo, que en
el fondo determina en gran medida el interno, similar en su inevitabilidad
al de 1810, otorgado en esos tiempos por la Inglaterra que perfila Imma-
nuel Wallerstein desde 1763. Es el que modelan George Bush, padre, en
1991, en función del “Nuevo Orden Mundial”, y el hijo, con la “Doctrina
de la Guerra Preventiva Global” desde 2001, el “Consenso de Washing-
ton”, que impone obligaciones y no capacidades ni facultades humanas, ni
derechos o subjetividades en la búsqueda de “seguridad”; que elimina to-
da aventura creativa, compartida y de compromiso. Es coerción inevitable
–F16– , violencia “buena” –tratado de libre comercio– que atenta contra
la autoconstitución de los sujetos, la piedra angular de toda democracia.
El otro contexto es el nuestro, interno, perfectamente otorgado por los
imperativos coyunturales de poder del sector político donde actúan las
elites, aun en una sociedad abierta. Es reforzado por dietas parlamenta-
rias onerosas y privilegios sociopolíticos y judiciales; por su inserción en
un tiempo-eficiencia que tensiona la cotidianidad enmascarando en no
poca medida la existencia de otra guerra, una de sobrevivencia económi-
ca individual que evita la mirada de la “otredad” circundante, inmersa en
tiempos-eficiencias distintos; por la aplicación de una doctrina de carácter
neoliberal con insuficientes matices sociales asistenciales –pensemos en
la “revolución de los pingüinos”–, que legitima una sensibilidad social en
función de los macroequilibrios económicos ocultándoles todo cuestiona-
488 miento de sus consecuencias a niveles sociales más cotidianos; por la falta
de un proyecto nacional consensuado que enmarque su acción; por la casi
completa ausencia de una prensa y educación críticas que, además, operan
sobre una masa brutalmente televificada.
Especialmente importante en la conformación del contexto descrito
son los acuerdos, o como quiera denominárseles, de fines de los ochenta y
comienzos de los noventa de las elites para modelar la “transición” desde
el autoritarismo cívico-militar del régimen militar al actual autoritarismo
civil, lo que remite no sólo al problema de los enclaves autoritarios sino,
más bien, y sobre todo, a la cuestión de la ciudadanía, pues nada garantiza
que la democracia chilena abandone su calificativo de incompleta, en la
medida en que es posible hipotetizar que más que una transición lo que
Chile ha vivido es la paulatina naturalización de un modo de organización
política y social civilmente autoritarias, nuevamente. Esta naturalización
posee un extenso pasado que le ha otorgado un determinado carácter a
una democracia que, en su permanente eterno retorno, está muy lejos de
ser un mito.

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

El bicentenario
desde el tiempo viejo

Leopoldo Tobar
Universidad Católica Silva Henríquez

S e acerca el bicentenario de la independencia de nuestro país, con lo


cual muchos intelectuales y otros no tanto, se pondrán a pensar en
nuestro pasado y posible futuro nacional, casi siempre con una cuota de
489

pesimismo de lo que hubo y de lo que vendrá. Lo anterior, ya sucedió en


1910 para el primer centenario, donde se publicaron una serie de escritos
que dieron cuenta de un país bastante a mal traer. De seguro que 2010 no
será la excepción a la regla.
El presente ensayo se va alejar de las posturas tradicionales que eva-
lúan el desempeño de Chile cada cien años. Al contrario, la intención de
este escrito es repensar la historia de Chile desde el tiempo viejo o de la
larga duración, donde lo central estará dirigido a patentar los elementos
de cambios y los de continuidad. Se debe tener en cuenta en la lógica de
la historia de las estructuras, que la independencia fue sólo una pulsación
de la estructura, y que los cambios que se produjeron en Chile se pueden
circunscribir a la esfera de lo político, pero mediatizado por la continui-
dad, de forma especial por los factores económicos y sociales, que de una
u otra forma, determinaron la construcción del Estado nacional y la propia
historia del país.
Nuestra historiografía nacional deja entrever que la construcción del Es-
tado nacional se relaciona íntimamente con el proceso de independencia,
y que, además, las elites fueron capaces de integrarse a la economía mun-
do del siglo xix, modificando de forma especial la estructura productiva. Lo
anterior se puede constatar con una simple mirada desde el tiempo corto o
del acontecimiento. Es más, en un libro reciente, Gabriel Salazar profundiza
en esta lógica al señalar que el conflicto que se precipitó con respecto de

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la construcción del Estado chileno se dio en esta época, donde se enfrenta-


ron los proyectos históricos de los productores-villanos y los del patriciado
mercantil.
La independencia no se debe ver como un quiebre en el devenir de la
estructura, sino como una inflexión, pero que no necesariamente rompe
con su pasado reciente. Se debe apuntar que el Chile de 1810 es básica-
mente el Chile colonial, que se proyecta sobre el siglo xix y el siglo xx. Lo
anterior se puede visualizar en una serie de elementos de continuidad que
se conjugaron en la conformación del Estado chileno.
Los elementos de continuidad que se presentan en la construcción del
Estado en Chile son de orden económico y social y que explican de una
manera palpable la estabilidad y el control que ejerció la elite de Santiago
con respecto a los procesos que se desencadenaron con la independen-
cia.
Si uno observa la estructura económica de Chile en tres actos, es decir,
período colonial, siglo xix y siglo xx, nos encontramos con rasgos comu-
nes, en lo general. Se puede señalar que la economía ha estado dirigida
básicamente a los mercados externos, con una canasta de exportación bas-
tante limitada y que se relaciona básicamente con la explotación de ma-
teria primas, por ejemplo: trigo, sebo, cobre, cordobanes, jarcias, plata,
harina, salitre, harina de pescado, celulosa, frutas. Sin embargo, queremos
patentar que históricamente ha existido una matriz de crecimiento econó-
mico que no se ha visto modificado por el paso del tiempo ni alterado por
los cambios del capitalismo mundial, es decir, la inserción de la economía
490 nacional ha respondido históricamente a los mismos estímulos externos
de la economía mundo. Con esto no queremos afirmar que no se hayan
producido cambios al interior de la economía nacional, muy por el con-
trario, reconocemos éstos, citando como ejemplo: la incorporación del
Estado como un actor relevante de la economía nacional; la conformación
del mercado nacional; los procesos de industrialización; la diversificación
de la estructura productiva; la transformación de una economía precapi-
talista a una capitalista; el surgimiento de los sectores obreros asociados
a la industria. Así y todo, planteamos que la esencia o la matriz de la con-
formación de la economía no se ha modificado, seguimos siendo periferia
y dependientes de la economía mundo, aunque algunos se esmeren por
indicar que la economía chilena se encuentra altamente integrada a los
mercados internacionales, que es una de las más abiertas y globalizada del
mundo. Si uno pasa revista a la inserción de la economía colonial del siglo
xviii, se puede percibir que la economía de aquel tiempo respondía a los
estímulos externos, re-dirigiendo su economía a las demandas externas,
además, asumiendo las crisis que se producían en el centro de la economía
mundo, las cuales eran transferidas históricamente a la periferia.
El mejor ejemplo que podemos citar para exponer aquella continui-
dad que se relaciona con la condición de país minero, son las exporta-
ciones de cobre que vienen efectuándose desde el siglo xviii, y nos han
acompañado, con altos y bajos, como un soporte de la economía, aunque
algunos nos pueden replicar que la minería ha visto diversificada sus ex-
portaciones, como lo es: el molibdeno y el mismo oro. Pero, no se puede

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

olvidar que el aumento de la oferta de cobre en los mercados mundiales


siempre ha estado relacionado con una demanda desde el centro de la eco­
nomía mundo (poder de compra). Además, cuál ha sido el grado de indus-
trialización de las materias primas que se han producido históricamente
en Chile, todavía se discuten las posible vías de una segunda fase de las
ex­portaciones, es decir, el poder lograr el ansiado valor agregado de los
productos exportables. Por lo tanto, la pregunta que se podría formular
es la siguiente, ¿cuánto se ha avanzado en estos casi doscientos años con
respecto de la Colonia?
La respuesta debe indicar que la economía nacional ha sufrido una
serie de cambios, citados anteriormente, no obstante, ninguno de ellos
desde la lógica cualitativa, es decir, no se ha modificado la matriz de cre-
cimiento histórica. Algunos podrán preguntarse si en Chile se realizó un
intento serio por modificar la matriz de crecimiento colonial a través de la
estrategia de crecimiento hacia adentro, donde se enmarca el proceso de
Industrialización de Sustitución de Importaciones, que se llevo a efecto en
Chile después de 1939. Pero, la pregunta que se debe formular es, ¿en qué
medida disminuyó nuestra vulnerabilidad frente a los shocks externos?
También se puede preguntar, ¿cuál era nuestra principal fuente generado-
ra de divisas en aquel entonces? Las dos preguntas tienen una respuesta
en común, las exportaciones de cobre representaban para ese período
más del 60% de nuestras exportaciones. Además, hay que señalar que la
economía chilena del período presentaba una serie de problemas estruc-
turales, que redundaban en una dependencia mayor del sector exporta-
dor. Lo antes expuesto se relaciona con la incapacidad de la agricultura 491
chilena de producir los suficientes alimentos para la alta demanda que se
estaba generando en los sectores urbanos a partir del propio proceso de
industrialización que se evidenciaba en las ciudades y que provocaba el
éxodo desde los campos a las ciudades. Para cubrir los déficit de produc-
ción agrícola se debía importar, con la consiguiente fuga de divisas del país
y con los efectos sobre la inflación que esto ocasionaba. Por último, no se
debe olvidar que por un período bastante largo (1932-1970) el precio de
nuestra principal materia prima, fue fijado por empresas transnacionales
y el gobierno de Estados Unidos, por consiguiente, la recaudación de im-
puestos también eran fijados por éstos. Además, el crecimiento de nuestra
economía está condicionado a la demanda que se genera en los mercados
internacionales.
En relación con los cambios que se pueden indicar a partir del pro-
ceso de independencia se pueden mencionar los geográficos, políticos y
sociales.
El primer cambio que irrumpe con la independencia está relacionado
con el aspecto geográfico. El patrón de ocupación del espacio en el Chile
de 1810, no era más que 350.000 km2, es decir, desde el despoblado de
Atacama hasta el río Biobío. El resto del territorio fue incorporado a través
del siglo xix por parte de la elite hegemónica de Santiago, la misma que
logró el control de la gobernación en el período colonial. No se debe ol-
vidar que las lógicas de incorporación geográficas fueron implementadas
desde la capital por la elite de cuño colonial, la cual siempre privilegió sus

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propios intereses económicos. Se debe recordar que el territorio de Chile


se extendió hacia el sur en busca de nuevas tierras para ser incorporadas
a la agricultura trigueña y las del norte por el conflicto bélico de la Guerra
del Pacífico, lo cual permitió controlar los yacimientos de salitre que se en-
contraban en las provincias de Tarapacá y Antofagasta. El extremo sur de
nuestro territorio se relaciona con actos de soberanía por parte del Estado
chileno. Lo anterior fue el caso de la fundación del fuerte Bulnes y poste-
riormente de Punta Arenas en el siglo xix. En ese mismo sentido debe ser
entendida la preocupación del Estado nacional por los territorios al sur
del mar de Drake, y que culmina con la fijación de los límites de la Antárti-
ca (1940) y la posterior incorporación de Chile al tratado Antártico.
Por último, se puede afirmar que la lógica de ocupación del espacio,
que tiene relación directa con la matriz de crecimiento, tampoco se ha
modificado significativamente. La actividad económica sigue concentrada
en tres regiones y Santiago representa el 50% del producto interno bruto
del país, es decir, en más de doscientos años no se ha modificado el peso
específico de la región de Santiago, con lo cual se reafirma que la matriz
es de raíz colonial.
Un segundo elemento de cambio que se puede anotar en la construc-
ción del Estado se relaciona con la incorporación del último factor que aun
hacia 1810, no poseía la elite de Santiago, es decir, la actividad política o el
factor poder político, de cuño moderno. En la época del imperio español
la actividad política era bastante restrictiva, pues los supuestos derechos,
o mejor dicho, los privilegios de los vecinos estaban circunscritos a la tra-
492 za de la ciudad y, a lo más, a cinco leguas de ésta. Por lo tanto, la posible
influencia de la elite de Santiago sobre un espacio mayor (gobernación),
en la lógica del poder político, era una cuestión alejada de la realidad, es
más, era una limitante para una elite hegemónica como la capitalina. El
proceso de independencia les dio la oportunidad de extender su poder
hacia esa única esfera no controlada, más que construir un Estado, lo que
hizo fue consolidar su propio poder sobre una matriz económica-social,
que se había gestado durante los siglos coloniales, con un fuerte compo-
nente económico sobre el espacio de la antigua gobernación de Chile. Lo
anterior quedó patentado en la Constitución de 1833, que consagró a la
gobernación de Chile como un Estado unitario y centralizado, que en el
fondo, era la legalización de una situación de hecho, que arrancaba desde
la Colonia, es decir, el que Chile se transformara en un país centralizado
se explica históricamente por la conformación de la matriz de crecimiento
histórica y por la constitución social, más que por un asunto político de la
elite de Santiago sobre el resto de las elites del país, como se ha pretendi-
do imponer desde siempre por la historiografía nacional y otras ciencias
sociales.
El tercer elemento de cambio que se estructuró en el siglo xix, se re-
fiere a la conformación de la elite de la segunda mitad de éste. La antigua
elite colonial, se vio enfrentada a una serie de cambios económicos que de
una u otra forma permitieron el surgimiento de grupos emergentes en el
Chile decimonónico, que en vez de ser rechazados por la elite tradicional
o colonial, fueron incorporados a través de las alianzas matrimoniales a las

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

esferas del poder. El proceso descrito antes dio origen a la oligarquía, que
pasó a controlar la situación política, económica y social de Chile, sin nin-
gún contrapeso, hasta la crisis política, económica y social que sobrevino
sobre Chile a partir de 1924 y que se cierra con la segunda administración
de Arturo Alessandri Palma. Después de este período de inestabilidad en
que se vio envuelto nuestro país, no se utilizó en la historiografía aquel
concepto, pero de una u otra forma los grupos de poder, herederos de la
oligarquía, se mantuvieron en éste, y pasaron a identificarse con la derecha
política y económica, aunque se debe tener presente que lo importante es
la capacidad de mutación que ha presentado a través de la historia la elite
nacional.
En síntesis, se puede afirmar que los elementos de cambios y de conti-
nuidad se relacionan en forma directa con el concepto de matriz de creci-
miento histórico, cuando los cambios y las continuidades se conciben co-
mo un proceso de larga duración. Esto nos explicaría que los modelos de
crecimiento no han variado en los últimos quinientos años, por lo tanto,
pensar en el desarrollo político, económico y social desde una perspectiva
de doscientos años le quita vitalidad a la construcción histórica y, además,
no permite aquilatar lo lento de los cambios de las estructuras en nuestro
país.
Como colofón se puede señalar que el Chile de 2010 no se explicará
sólo por los hechos que se iniciaron en la independencia sino que por la
herencia del tiempo viejo.

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

Historia de la educación chilena:


buscando un sitio
de cara al bicentenario

Pablo Toro
Universidad Alberto Hurtado

E n medio de las celebraciones que se avecinan por los doscientos años 495
de vida republicana (de acuerdo con el mandato de las efemérides,
no siempre preciso en su sentido histórico), resultará inevitable dirigir un
juicio evaluativo al estado actual de la educación, teniendo como prolegó-
meno crítico a las movilizaciones estudiantiles acontecidas durante los me-
ses recientes y a las que probablemente se generen conforme se acerque
2010. Semejante ejercicio de análisis, menos poblado de agitación social
en torno al problema, ya tuvo lugar en torno a 1910 y generó un amplio
contingente de ensayos que hicieron una descarnada lectura de las deudas
y carencias que el sistema educacional manifestaba a inicios del siglo xx.
La polémica educacional que se generó en torno al centenario dio lu-
gar a varios planteamientos críticos. Uno de los que se levantó con fuerza,
a través de la pluma de Luis Galdames en 1912 en su libro El nacionalismo
en la educación, fue el concerniente a uno de los aspectos deficitarios más
preocupantes que tenía el sistema educacional chileno, de acuerdo con el
diagnóstico del destacado educador: la ausencia de una orientación nacio-
nalista. En un contexto que estaba atravesado por dos grandes grietas, una
en el plano externo y otra en el interno, Luis Galdames observaba la nece-
sidad de orientar la educación hacia el fortalecimiento de un sentimiento
nacional y de integración social. La primera amenaza era la de un mundo
en las puertas del conflicto, que se aproximaba a pasos agigantados y se
expresaría pocos años después en la Gran Guerra de 1914. La mundializa-
ción del capitalismo; los choques imperialistas; las crudas realidades socia-

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historiadores chilenos frente al bicentenario

les derivadas de la concentración del capital; la competencia exacerbada


entre naciones eran algunos de los factores que aparecían como amenazas
que debían ser conjuradas con mayor cohesión social y nacional. La se-
gunda grieta atravesaba a la geografía social de Chile y tomaba la forma de
la “cuestión social” con su manto gris de precariedades y conflictos. Desa-
fíos ante un mundo que se acelera en su tráfago productivo y comercial y
frente a un país que sufre las consecuencias de la polarización social en un
contexto expansivo, en esa época asociado aún al blanco sueño del salitre:
éstos son tópicos que parecen tener ciertas líneas de continuidad entre pa-
sado y presente. Ante dos centenarios con contextos preocupantes y a una
misma matriz de diagnósticos críticos, ¿qué sitio debiera ocupar la historia
de la educación en el escenario que se nos aproxima?
En un interesante artículo dirigido a los historiadores de la educación,
publicado en la prestigiosa revista History of Education en 2003, el des-
tacado investigador británico Richard Aldrich reflexiona sobre los tres de-
beres o tareas que a ellos y ellas les competen. Así, sucesivamente, pue-
de señalarse que una historia de la educación que sea pertinente debiera
manifestar un compromiso con la gente del pasado (particularmente con
aquélla cuya voz ha sido silenciada en los registros oficiales, como niños y
mujeres); con la de nuestra propia generación (especialmente en torno a
las urgencias del presente y su iluminación con la perspectiva que otorga
el pasado) y, finalmente, con la búsqueda de la verdad (en el entendido
que esta pretensión sea entendida como válida, aunque más bien apun-
tando a la dimensión ética de la labor historiográfica). Estos tres deberes
496 dan un punto de partida posible para preguntarse por la manera cómo
los está satisfaciendo la investigación histórica actual sobre la educación
chilena. Puede decirse que la tarea con la gente del pasado se ha ido cum-
pliendo de modo creciente en estos últimos lustros, en la medida que se la
ha intentado integrar en reconstrucciones más significativas que aquéllas
que tradicionalmente se han derivado de la atención concedida priorita-
riamente a los sistemas de doctrina pedagógica aislados de sus lazos con la
práctica cotidiana y los trabajos y los días de lo escolar. Así, la emergencia
y visibilidad de la infancia y juventud en la historiografía, en sus diversos
nichos sociales y contextos específicos a través de nuestra historia como
país independiente, ha tendido a ser más frecuente. Textos de diverso ca-
lado, centrados en la historia social o en la cultural, han intentado hacer
honor, mediante distintas estrategias, a este primer deber, que es dable
exigir a la historia de la educación. La sufriente escolarización popular,
precaria en su materialidad y vacilante en sus políticas, ha sido conmove-
doramente abordada, por ejemplo, por María Angélica Illanes en su obra
Ausente, señorita. El niño chileno, la escuela para pobres y el auxilio.
Chile, 1890-1990, haciendo emerger perfiles de esa infancia tradicional-
mente con menos vocería en los textos de historia educacional. A su vez,
otra de las facetas menos conocidas de determinados segmentos de la in-
fancia escolarizada se ha hecho visible con el estudio sobre las tareas de in-
ducción del nacionalismo en un medio atravesado por códigos culturales
ajenos a los propósitos de la escolarización como homogenización, las que
se hacen presentes en el libro de Sergio González Chilenizando a Tunupa.

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

La escuela pública en el Tarapacá Andino 1880-1990. Nuestro trabajo La


letra ¿con sangre entra? Percepciones, normativas y prácticas de discipli-
nas, castigos y violencias en el liceo chileno, c.1842-c.1812 ha pretendido,
entre otros afanes, iluminar determinados aspectos de la vida juvenil es-
colar en el sistema de enseñanza secundaria pública chileno del siglo xix.
Estas tres referencias, que se abren hacia asuntos distintos, comparten pre-
ocupaciones que son de la más alta actualidad, así como lo hacen también
otros tantos aportes semejantes que han estado apareciendo en los años
recientes en la producción nacional sobre historia de la educación.
La respuesta al primer deber de los historiadores de la educación, con
todo, se encuentra todavía inconclusa (y, por lo tanto, promisoria), ya que
hay varios campos temáticos y etapas cronológicas de la vida republicana
por abordar. En lo que respecta al segundo desafío que se deriva de lo
planteado por Richard Aldrich, ciertamente apunta hacia la comprensión
respecto a la historia de la educación como referencia o insumo en la
discusión sobre los rumbos contemporáneos del sistema educacional en
nuestro país. Hay en este aspecto un déficit a saldar mediante un avance
coordinado en dos frentes, a lo menos: el diseño de planes de investiga-
ción historiográfica que sean manifiestamente sensibles a su pertinencia
social y política de acuerdo con los desafíos de la actualidad y puedan
dialogar con ésta, sin hipotecar en ello las premisas y la rigurosidad de la
disciplina y, complementariamente, la socialización de ese acervo crecien-
te a través de la propia formación profesional de quienes se desempeñan
en el mundo de la educación. Por ello, consideramos que la producción
de conocimiento histórico respecto al desarrollo de la educación en Chi- 497
le, principalmente en su dimensión escolarizada, requiere una creciente
articulación con determinados núcleos de preguntas y problemas como
agenda de posibles líneas de investigación, bajo el entendido que se opera
sobre una tradición historiográfica en el área que es necesario valorar y
que nuevas investigaciones están, día a día, complementando:
a) Las políticas nacionales y sectoriales de educación: asunto sobre el
cual hay instalado un cúmulo de conocimiento general, fundamen-
talmente desde el plano de sus conceptos ideológicos y sus objetivos
declarados, así como sus logros tangibles. Al formularnos la pregunta
acerca de cómo las han experimentado aquéllos a quienes han esta-
do dirigidas y de qué maneras las han asimilado o adaptado, es posi-
ble pensar en una historia de protagonistas, generando un carácter
más significativo al tema.
b) Los mecanismos de toma de decisiones en coyunturas críticas: aquí
caben preguntas tales como ¿quién toma las decisiones en los proce-
sos de reforma educacional? ¿Cómo participan los distintos actores
sociales? ¿Qué papel histórico le ha cabido en las reformas al profe-
sorado y de qué manera se ha perfilado históricamente la categoría
de experto en educación? Aquí resulta de interés, creemos, analizar
procesos específicos (grandes modificaciones curriculares, reformas
integrales como las de 1927 o 1965) a la luz de estas preguntas, en
aras de llegar a generar una matriz satisfactoria de análisis, que sirva
para el fortalecimiento de la capacidad de diagnóstico de la situación

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historiadores chilenos frente al bicentenario

actual de la educación chilena. En ello, las colaboraciones que ha


realizado a través de numerosos trabajos el profesor Iván Núñez re-
sultan una referencia ineludible.
c) La construcción histórica de contenidos y su transmisión en la es-
cuela: la materia de la clase supone procesos de elección de conte-
nidos, acordes con determinadas visiones de mundo y alineados con
los fines de la política de turno. Esta dimensión curricular y su con-
siguiente implementación didáctica, con sus manifestaciones contin-
gentes en cada etapa y sus parentescos con la actualidad, también
merece ser tenida en cuenta como un ángulo de comprensión y en-
riquecimiento de la práctica docente.
d) Las formas de convivencia escolar y los vínculos de la escuela con
la familia y la sociedad: la preocupación por los sujetos involucra-
dos en la educación brindada a través del sistema escolar abre un
amplio abanico de temas e interrogantes que son cruciales para la
comprensión histórica de la escuela, en sus aspectos más cotidianos.
Así, surgen preguntas tales como ¿cuáles han sido los límites de ac-
ción educativa entre la escuela y la familia? ¿De qué manera se han
complementado u obstaculizado en el proceso de enseñar? ¿Qué se
ha entendido como deseable en términos de la interacción entre lo
escolar como espacio de clausura y formación y el mundo fuera de
los límites de la escuela?
e) Los conflictos en torno al eje inclusión y exclusión en el sistema
educacional: puede resultar interesante para iluminar las actuales
498 circunstancias discutir en torno a problemas que hayan planteado
conflicto a través de la historia del sistema educacional. Así, por
ejemplo, aquéllos de orden numérico (tales como la evolución de la
cobertura del sistema) o los asociados a ejes de polémica (la apertura
hacia la enseñanza femenina; los sesgos de orden social contenidos
en la estructura del sistema educacional durante buena parte de su
existencia republicana; los desajustes entre los esfuerzos por la pro-
moción de la enseñanza urbana versus la rural, entre otros nudos
de conflicto). Todo esto en función de reflexionar sobre cuáles son
los choques inclusión-exclusión que están operando en la coyuntura
actual.
Las gruesas líneas recién mencionadas pueden y deben ser comple-
mentadas con otras tantas preocupaciones, de modo de generar investi-
gaciones que puedan satisfacer la demanda de pertinencia que siempre
se encuentra, con mayor o menor explicitud, detrás de la mirada hacia el
pasado. El bicentenario que se asoma en el horizonte convoca a esta tarea
de hacer dialogar actualidad y pretérito, lo que supone el bosquejo de los
perfiles de éste a través de la investigación de los historiadores de la edu-
cación chilena.

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

La obstinación de las primaveras

Isabel Torres
Universidad de Chile

L as fechas emblemáticas impulsan a los individuos a hacer un balance


de vida, un cierto ejercicio sicoanalítico, de mirar hacia atrás, tratar de
entender por qué nos pasó lo que pasó, en qué nos equivocamos y qué 499
logramos, en qué se vio nuestro lado oscuro y en qué apareció lo magná-
nimo.
Las conmemoraciones representan un punto de detención y reflexión
de lo qué quisiéramos hacer con nuestras vidas, qué errores quisiéramos
no repetir y qué podríamos mejorar.
Con el cambio de siglo se hizo la revisión y evaluación correspondien-
te. Terminado el siglo xx, las esperanzas y las luchas por una vida mejor,
tan propias del siglo pasado dieron paso a nuevas ilusiones, continuando
la rueda de la historia con su eterno vaivén, buscando dónde acomodar
sus formas y sus sistemas.
Al pensar en el bicentenario como momento emblemático del país,
como historiadores no podemos dejar de pensar, casi por reflejo, en el
centenario; y sobre todo en la crisis del centenario y las “lecciones de la
historia”. El cómo miramos hoy aquella época, tiene relación con las pre-
guntas con que uno se aproxima a los hechos según los momentos que
estemos viviendo.
Hacia 1890 la sociedad chilena gozaba de la sensación de un tremendo
optimismo. Se había descubierto finalmente la fórmula para ser un país
más próspero. Veinte años después, para el centenario, en lugar de tener
la gran fiesta de un país que había alcanzado su sentido, se encontró un
país que se debatía en una crisis profunda.
En la celebración del primer centenario, junto con la memoria de las
fiestas, de las obras, surgieron las críticas hechas por representativos per-

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historiadores chilenos frente al bicentenario

sonajes y que cruzaban todo el espectro de la política nacional, desde un


Enrique Mac-Iver, quien hizo un demoledor juicio en La crisis moral de
Chile, a pesar de ser un representante del sistema que estaba reprobando.
Un Francisco Antonio Encina, parlamentario por el Partido Nacional, sec-
tor que se consideraba heredero de la tradición más “conservadora”, quien
escribe Nuestra inferioridad económica y se pregunta, ¿por qué se frustró
tanto optimismo? Y por cierto, Luis Emilio Recabarren, representante de
los sectores populares, quien criticaba la insensibilidad de los gobernantes
frente a los graves problemas en las condiciones de vida que enfrentaban
los sectores populares y a los conflictos sociales asociados a esta realidad.
Después de la euforia de la fiesta vino la crítica. Y después de las cele­
braciones del bicentenario, en la serenidad posfestiva, ¿cuáles imágenes
nos invadirán? Nos diremos, como dijo Enrique Mac-Iver: “Me parece que
no somos felices”. ¿Estaremos viviendo ya una crisis del bicentenario?, ¿a
qué aspectos estará asociada?, ¿cómo se sopesarán los cien años transcurri-
dos desde el centenario, o para entender en lo que estamos hoy necesita-
mos volver a revisar el proceso de independencia y retroceder doscientos
años?
¿Quiénes serán, en una mirada futura, nuestros Mac-Iver, Encina o Re-
cabarren del bicentenario?
Al hacer una retrospectiva de los cien años que nos separan del cen-
tenario, debemos reconocer que ha sido un siglo en que han ocurrido
grandes y profundos cambios, y que el bicentenario nos encuentra con las
heridas abiertas.
500 Quizá, nuevamente, tal como sucedió a fines del siglo xix, cuando se te-
nía un sentimiento de mucho optimismo frente al futuro que se venía, en
el último decenio del siglo xx, cuando se inicia el proceso de democratiza-
ción volvimos a tener grandes esperanzas en el futuro que visualizábamos,
pero éste, tal vez aún desde una perspectiva muy cercana, no ha sido todo
lo idílico que deseábamos.
Pareciera ser que las cosas han resultado ser bastantes más complejas
que como se pensó que iba a ser, y hoy nos encontramos envueltos entre
escuálidos proyectos de sociedad sin complejidades y sin audacia; y enton-
ces se viene a la memoria la idea planteada hace más de un siglo, cuando
se dijo que “cada progreso es al mismo tiempo un paso atrás. Todo lo que
crea la civilización tiene un doble rostro, equívoco y contradictorio”.
Efectivamente, si volvemos la vista atrás podemos reconocer cómo es-
tos últimos cien años han estado cargados por una gran diversidad de reali-
dades, desde el surgimiento de grandes utopías, la creencia en el progreso
como el gran aliado del hombre, la ciencia que daría solución a todos los
problemas materiales y existenciales del ser humano, la idea de la ineluc-
table llegada del socialismo, la enajenación del hombre, a la devastación
catastrófica de la naturaleza, la idolatría de la técnica y de la explotación
del hombre hasta la afirmación de un profundo sentimiento democrático.
Y a la hora de un balance, se puede matizar diciendo que todo aquello
que se pensó que era por el bien del individuo, en su capacidad de crea-
ción, de su desarrollo y su felicidad, nos enfrenta hoy a una exaltación del
individuo en su expresión perversa, que es el individualismo y que hace

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

que se encuentre enceguecido por el presente donde los temas de futuro,


como el ambiente, la justicia y equidad social, no se está totalmente seguro
que formen parte de los grandes desafíos del individuo en su condición
de ser social.
Desde la perspectiva del tricentenario, cuando se lleve la mirada al
bicentenario, ¿se podrán entender los años de la dictadura más feroz que
nuestra historia republicana registra solamente como la expresión de inte-
reses económicos y de intransigencia política?; el argumento justificatorio
respecto de la polarización política a la que había llegado el país, ¿servirá
de amortiguador frente a la realidad de violación de los derechos huma-
nos? Al pensarnos como objeto de estudio, ¿cómo nos verán las generacio-
nes futuras? Lo único que tendrán claro es que ninguna victoria compensa,
en tanto que toda mutilación del hombre es irreversible.
¿Qué se rescatará de este presente?, ¿quiénes, desde la perspectiva fu-
tura, irrumpirán como líderes y quiénes se desvanecerán con el peso de
los años? ¿Cuáles serán los hitos fundantes entre los cien años que nos
separan del centenario? Cuáles serán las huellas que quedarán como re-
gistro, en una sociedad cada vez más virtual y donde casi todo es fugaz o
desechable.
Pareciera ser, como decía Ernesto Sábato que: “entre lo que deseamos
vivir y el intrascendente ajetreo en que sucede la mayor parte de la vida,
se abre una cuña en el alma que separa al hombre de la felicidad como al
exiliado de su tierra”. Me parece que nuevamente no somos felices, pero
a diferencia de la comprensión en el centenario, hoy nos cuesta recono-
cerlo, porque se está atrapado entre la falta de libertad y la búsqueda del 501
éxito, entre el asombro por lo que se puede tener y la frustración por lo
que no se tiene, entre lo que se quiere ser y lo que se debe ser.
Imaginemos que ésta es una buena oportunidad para repensar a Chile,
para preguntarse en qué momento nos encontramos, explorar las comple-
jidades casi infinitas de los hechos, qué pasó en nuestras raíces históricas
y qué es lo que tenemos hacia delante.
Los desafíos que debemos plantearnos deben poseer la certeza del
triunfo, porque tienen la obstinación de las primaveras. Hay esperanzas,
por cierto que las hay, porque la única lucha que se pierde es la que no
se da.

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

Las fronteras que nos separan


y los caminos que nos acercan:
honor y mecanismos de exclusión
en la sociedad chilena

Verónica Undurraga
Pontificia Universidad Católica de Chile

503

C onocemos los peligros que nos acechan tras la estructura esquemática


y convencional de las periodificaciones. Desde los límites de nuestra
disciplina –interesada en lo particular y lo diacrónico– hemos observado
de cerca los costos de mirar retazos de vidas cercenados por una varia-
ble configurada desde el presente. Y, sin embargo, las comodidades de la
disposición lineal –seccionada por hitos significantes del avenimiento de
nuevos tiempos o del epitafio de historias fenecidas– siguen convocán-
donos. Una vez más un evento nos llama a reflexionar. No pretendo dar
una mirada totalizante, que fundamente apologías o diatribas sobre lo que
habrían implicado los sucesos de 1810 para sus contemporáneos ni para
nosotros, sino justamente lo contrario. Pretendo servirme de aquéllos pa-
ra observar las permanencias y constantes que las fechas memorables del
panteón nacional no han logrado alterar. Me distanciaré de los procesos
político-administrativos para centrar el análisis en parámetros propios de
las representaciones y los imaginarios de nuestros antepasados coloniales
y de nosotros mismos, reseñando algunas claves interpretativas que sólo
pretenden ser el punto de partida para propuestas posteriores.
Si atendemos a los mecanismos de exclusión desarrollados al interior
del cuerpo social, descubriremos más persistencias que rupturas, más se-
mejanzas que diferencias. En estos ámbitos, las visiones teleológicas que
prescriben historias lineales, ascendentes y marcadas por la impronta del
progreso, no resultan plenamente operativas. Asistimos, más bien, a un

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historiadores chilenos frente al bicentenario

itinerario desigual, cíclico tal vez, de “avances” y “retrocesos”, cuyas his-


torias recreadas han recibido en diversas ocasiones el signo de la ucronía.
Muchas circunstancias nos llevan a insertar dentro de una larga duración
diversas representaciones que han sustentado la construcción de fronteras
culturales dentro de la sociedad, en tanto que otras nos obligan a recono-
cer cambios, inscritos fundamentalmente en las prácticas con las que se
han materializado las alteridades.
Somos y hemos sido esclavos de un imaginario fenotípico que ha mar-
cado rasgos y colores de forma negativa. Cabellos, cejas, labios y expresio-
nes en el rostro han guiado nuestros prejuicios y limitado los encuentros.
Se ha indicado que muchas de estas representaciones –como la conocida
noción de limpieza de sangre– han sido importadas desde la metrópolis,
cuando aún éramos colonia española. Existen, sin embargo, raíces antro-
pológicas profundas que permiten explicar tanto los anatemas a la negri-
tud como el uso de conceptos de pureza e impureza para sustentar lógicas
de exclusión al interior del cuerpo social. Se trataría, entonces, de sistemas
simbólicos que, apoyados en imágenes visuales, podríamos hallar en las
más diversas sociedades, independientemente del ámbito espacial o tem-
poral en que ellas se han conformado.
El miedo, explicitado y configurado en nociones de peligro y tabú, ha
sido uno de los principales sustentos de prejuicios, estereotipos y prácti-
cas de segregación. En todas las sociedades han existido grupos que han
sabido construir fronteras culturales y muros tangibles que distinguen y
separan los “unos” de los “otros”. Es fácil percibir aquéllos forjados por
504 las generaciones anteriores. La dificultad se encuentra en distinguir lo que
nosotros mismos hemos edificado con el fin de proteger nuestra identidad
moral y nuestra seguridad física, supuestamente amenazada por aquéllos
que no compartirían lo que se ha dado en llamar un “estilo de vida” deter-
minado. Si en algunas comunas de Santiago esta lógica se ha materializado
en murallas de ladrillo y cemento, sellando nuevos ghettos intracomunita-
rios, las fronteras más férreas son las inculcadas desde la cuna. Hoy tene-
mos muchas chimbas en la ciudad de Santiago y los arrabales de la ciudad
no se separan sólo por las aguas de un río, sino que por formas de hablar,
de vestirse, de gesticular. Sin duda, la exclusión trae consigo la construc-
ción de identidades propias por los grupos marginados, aportando una
necesaria y siempre bienvenida diversidad, pero separando aún más las
distancias reforzadas ahora por la estigmatización de las formas culturales
alternativas.
Los rostros se tiñen de valores morales que sustentan los imaginarios
de la alteridad. Las elites, del presente y del pasado, han sabido alimen-
tar una autopercepción asociada a la pulcritud, formal y moral, que han
circunscrito sólo a su ámbito, relegando las máculas, vicios y las diversas
formas de desorden a los grupos populares. Cientos de estrategias de dis-
tinción y de reproducción de los modelos valóricos se han llevado adelan-
te con el fin de perpetuar las representaciones identitarias de las elites,
resguardando aquello que Pierre Bourdieu ha llamado los “cuarteles de
nobleza cultural”. Ahora bien, esta reafirmación ha ido de la mano con
una exaltación de la diferencia, de las distancias que separan los valores

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

y las prácticas del grupo respecto de los demás. Se configura así una dua-
lidad necesaria para el sustento identitario de algunos, pero que puede
transformarse en absoluta, entre lo noble y lo vulgar, lo puro y lo macula-
do, entre lo honrado y lo deshonrado. Las imágenes visuales y discursivas
que periódicos y noticiarios cotidianamente trazan respecto de los sujetos
populares, contribuyen, asimismo, a reforzar los estereotipos, asociando
sus rostros a la criminalidad o la violencia. El que con ello se soslayen las
múltiples facetas en las que ésta puede encarnarse, desde la fuerza física a
la violencia simbólica que en todos sus grados y formas son susceptibles
de encontrarse en todos los sectores sociales, se explica por el papel mar-
ginal que representan las argumentaciones racionales en tales discursos.
Y es que los mecanismos de exclusión funcionan a partir de prejuicios y
visiones generales que no distinguen matices ni dejan espacio a las contra-
dicciones y ambigüedades que caracterizan la vida en sociedad.
En el mundo colonial, la llamada sociedad de castas, entendida co-
mo sistema de discriminación social y legal que definía el estatus de los
individuos según la raza, fue el andamiaje cultural que sustentó ideológi-
camente la dominación política, económica y social de la elite. Definien-
do jerarquías de limpieza de sangre, que a su vez precisarían patrones
de conducta moral, dicha construcción materializaba las necesidades de
orden luego de la mixtura de las tres naciones originales –indígenas, his-
panos y negros– que representaban el cuerpo social. Mulatos, pardos o
zambos, entre muchas otras calidades consignadas como castas, simboli-
zaban, desde un imaginario elitista, las ideas de desenvoltura, volubilidad,
sensualidad e impureza que algunas sociedades han necesitado identificar 505
como agentes de peligro.
Conocemos las falacias y las falencias de aquellas fotografías retoca-
das, cuyas máscaras han sido descubiertas por algunos historiadores. Res-
ta aún, creo, dejar de lado las miradas esencialistas que ocultan las jerar-
quías, matices y dinámicas internas de cada uno de los sectores sociales,
particularmente de los grupos medios y populares. Una aproximación de
este tipo nos llevará a indagar en torno a las coordenadas identitarias de
estos últimos y sobre la posibilidad que éstas se relacionen con nociones
como el honor.
Lejos de ser un atributo exclusivo de las elites, el honor ha sido uno
de los mecanismos identitarios utilizados por los sujetos populares para
definirse a sí mismos y para relacionarse con individuos de otros grupos
sociales, tal como ha venido mostrando la Antropología durante los últi-
mos cuarenta años. Entendido como el sistema de valores socioculturales
que todo grupo humano construye para evaluar, premiar o sancionar los
patrones de acción y de posesión –material o simbólica– de sus integran-
tes, el honor se muestra como una ventana abierta para la observación de
los referentes culturales de las sociedades del presente y del pasado.
En contradicción absoluta al modelo conceptual tradicional –que con-
cibe un honor consustancial a las elites y que observa sus expresiones
alternativas como derivaciones de esa matriz–, diversas investigaciones an-
tropológicas e históricas han destacado la naturaleza polifacética del ho-
nor. Su representación se articula en un marco diferente según cada lugar

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historiadores chilenos frente al bicentenario

de la estructura social desde donde se evalúan específicamente sus múlti-


ples aspectos, tales como la “pureza racial”, la “pureza sexual” o castidad,
el valor, la venganza, la protección, la munificencia, la mesura, la reputa-
ción, la nobleza o el prestigio. Así, por ejemplo, un platero del siglo xviii
pudo construir su honor sobre la base de su calidad de español o, al me-
nos, a su apariencia de tal, a su buena reputación o juicio público de los
pares, a sus conexiones con miembros de las elites, al buen ejercicio de un
oficio que manipulaba un material “noble” como la plata, a la fidelidad de
su mujer y a la castidad de sus hijas, entre otras variables. También pudo
verse obligado a defender su honra mancillada por un insulto o un golpe,
utilizando vías institucionales como la justicia o apelando a la venganza
privada a través de duelos o intercambios violentos menos ritualizados,
pero no exentos de códigos gestuales y de etapas formales.
En suma, se han descrito bases claras y precisas de un honor popular,
con nudos temáticos estructurales, actitudes específicas, definiciones de
género, mecanismos de apelación a la violencia y gradaciones del estatus,
que en su conjunto conforman un universo cultural definido y, con fre-
cuencia, sofisticado. Esta sistematización no ha buscado circunscribirse a
ningún espacio social, geográfico o histórico, esbozando parámetros que
podríamos aplicar tanto a un campesino de una región pobre del Chile
contemporáneo, como a un artesano de Santiago en la última centuria co-
lonial. En este sentido, el honor dejaría de presentarse como uno de los
mecanismos preferentes de exclusión, del modo como era representado
por las elites, para asumir el papel de noción dialogante dentro del cuer-
506 po social. Esta doble faceta del honor permitió que en el siglo xviii tanto
el conde de la Conquista como una parda libre hayan presentado quere-
llas por injurias para reivindicar su honra, o que tanto un capitán de elite
como un peluquero o un indio hayan buscado lavar su honor mancillado
con la sangre de un rival. Para comprender las formas en las que este valor
ha permitido la comunicación entre espacios sociales fraccionados, ya sea
en el presente o en el pasado, debemos estar atentos a su articulación en
los diferentes ámbitos y grupos, dejando de lado los prejuicios que nos
impiden observar sus representaciones alternativas, por ejemplo, dentro
de los grupos populares.
En consecuencia, nos hallamos ante el dilema de si como sociedad so-
mos y hemos sido capaces de superar las preconcepciones que nos impi-
den el encuentro con el “otro” y sus formas de vida. ¿Podremos poner en
práctica el ejercicio gadameriano de destrucción de los prejuicios iniciales,
reemplazándolos por otros, en un diálogo permanente con lo que nos es
ajeno? O, más bien, ¿nos quedaremos, tal como permanecimos en el pa-
sado, encerrados en nuestras primeras percepciones, centradas en juicios
de apariencia? La historia lineal de matriz ilustrada, preocupada de hallar
señales diacrónicas de progreso, seguramente estaría pronta a mostrarnos
signos de los avances en estas materias. Sin duda, recordaría hitos impor-
tantes como la llamada “libertad de vientre”, paso esencial para el ocaso
de la esclavitud en nuestro país. Éste y muchos otros eventos han tenido
directa relación con el paulatino derrumbe de los viejos muros que han
separado a los integrantes del cuerpo social. Sin embargo, esto no implica

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

que aquellas antiguas trincheras no hayan sido reemplazadas por nuevos


nichos identitarios que, a su vez, puedan haber generado otros mecanis-
mos de exclusión.
La discusión en torno a la naturaleza operativa de las fronteras socio-
culturales de ahora y de antaño generaría un debate de largo aliento que
me es imposible abordar en el espacio de estas breves páginas. Lo que
realmente importa en esta historia de encuentros y desencuentros, de ca-
minos que unen y de fronteras que separan, es distinguir los cambios de
las permanencias. Ellos nos permitirán concluir que más allá de las trans-
formaciones que puedan experimentar las formas de marginación, hay
dispositivos sociales internos que permanentemente van a estar fundando
las necesidades identitarias en la alteridad. Una alteridad que podrá ser su-
perada en la medida que exista consenso en torno a lo que hemos llamado
el “sistema de valores socioculturales”, haya sido denominado honor en el
siglo xviii o ética del buen ciudadano en el presente. La conexión entre es-
tos últimos conceptos, efectuada, por ejemplo, por Sarah Chambers para
el ámbito peruano, es una investigación aún pendiente para nuestra histo-
ria nacional. Ella nos permitiría, entre otras cosas, comprender en su real
dimensión nuestra herencia colonial, estando más atentos a las permanen-
cias que nos ligan al pasado que a los cambios que crean la falsa, pero a
veces conveniente impresión de estar comenzando otra vez de nuevo.

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

Apostillas del bicentenario

Eliana Urrutia
Universidad Católica Silva Henríquez

E l 17 de septiembre de 1910, la revista Zig-Zag, publicaba el número 291,


de su sexto año de vida, dedicado a la celebración del primer centenario
de la República. En su portada la imagen de un cuadro en cuyo centro se 509
yergue la figura estilizada de una mujer que cubre su silueta con la bande-
ra chilena, dejando a la vista parte de su torso desnudo, mientras que con
una mano sostiene lo que fueran, tal vez, las ataduras que la aprisionaron.
La rodean varias figuras masculinas que postradas a sus pies, no alcanzan la
magnificencia de esta dama que orgullosa mira hacia el cielo. Toda la escena,
no puede dejarnos de recordar la pintura de Ferdinand-Victor-Eugene Dela-
croix, La libertad guiando al pueblo, obra que también fuera el representati-
vo de la lucha por la libertad en la Francia del antiguo régimen. No obstante,
la protagonista de la improvisada pintura, más se asemejaba a una diva del
cine, que a la idea de libertad plasmada por el pintor francés.
Del mismo modo que en la comparación anterior, Chile ad portas del
primer centenario de la República, al igual que hoy, se preparaba para ce-
lebrar con gran despliegue tan importante acontecimiento. La prensa de
la época hacía gala de las festividades, que con gran antelación y cuidado
en su preparación, tendrían efecto. Importantes visitas iban a participar de
ellas. Por lo mismo, nuestro país debía estar a la altura de un anfitrión que
se proyectaba hacia el futuro y miraba orgulloso su pasado.
En este mismo tenor, el Chile de 1910 iba dejando atrás su rostro pro-
vinciano para transformarse en una ciudad cosmopolita y próspera, al me-
nos en Santiago y Valparaíso. Las luminarias, los edificios dedicados al arte,
los paseos públicos, el trazado urbano daban cuenta del deseo de aquella
joven nación. Hoy al igual que entonces, cientos son los proyectos que se
han levantado para el bicentenario, de todo orden y envergadura, sin em-

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bargo, el sueño es el mismo, es la oportunidad para mostrar a un país de


clase mundial (parafraseando a un ex intendente) proyectándolo más allá
de 2010, pero con un adicional: transformar a nuestras ciudades en espa-
cios de integración social y con un rostro amigable.
Ahora bien, cabe preguntarse, ¿qué ha ocurrido en estos cien años
que los sueños siguen siendo los mismos y que el futuro es aún el punto
referencial?, ¿por qué una ocasión como ésta nos lleva a pensar o repen-
sar a nuestro país en estos términos?, es acaso, que, ¿seguimos siendo un
proyecto inconcluso?
En este mismo tono, uno de los miles de proyectos con el sello bicen-
tenario lleva el rótulo “Santiago lava su rostro... rumbo a 2010”, esta deno-
minación me parece más que sugerente a la hora de intentar esbozar algu-
na suerte de respuesta frente a las interrogantes anteriores. Tal vez, que en
ambos casos nuestro Chile sólo ha sido víctima de un acto de mimesis, en
el sentido de la representación que permite ver al espectador una realidad
ausente, una traducción de ésta, sesgada por la mirada de unos pocos, que
han podido soñar y pensar a nuestro país y que han contado con las he-
rramientas del poder para emplazar sus aspiraciones y envolvernos en un
enmascaramiento estético de la ciudad.
En este sentido, el Chile de clase mundial que se vanagloria de sus
logros y sigue llorando sus derrotas, ha sembrado tras las marquesinas
y las nuevas edificaciones, las bases de la exclusión. Así como a fines del
siglo xix la ciudad se engalanaba para el placer y disfrute de la burgue-
sía emergente con obras de gran magnitud como sus paseos, los espacios
510 dedicados al arte, años más tarde miraría con desdén el paso de sectores
populares por estos lugares. Así lo revelaba un cómic de principio de siglo
que bajo el signo del sarcasmo, acusaba con desdén la falta de pulcritud de
estos sujetos. El recelo y la desconfianza han marcado el tono que vincula
(o desvincula) a estos grupos. Del mismo modo, hoy nuestras relucientes
carreteras sellan con muros el límite entre estos dos mundos, determi-
nando nuestro paso con la miopía y la soberbia humana. Al otro lado del
parapeto, levantado con bloques de concreto y acrílicos reforzados, está
aquel universo humano que no califica, siquiera, para formar parte de las
estadísticas oficiales.
De igual manera, hace más de un siglo, mientras nuestras ciudades más
importantes remozaban su rostro para celebrar el centenario de la Repúbli-
ca, el desprecio e ignominia que causaba la miseria de aquel entonces era
verbalizada crudamente: “Molesta ver plagadas las calles de esta mendici-
dad vagabunda, que no quiere recogerse a un asilo donde le ofrecen pan,
abrigo y fuego”. La pobreza, era un tema visual, no imperativo moral. Ac-
tualmente, el lenguaje ha adquirido un tono menos peyorativo, hablamos
de equidad, dignidad y otros epítetos semejantes, sin embargo, seguimos
inmersos en una cultura de la caridad, la que se vive con igual distancia e
indiferencia. Vivimos en medio de lo que un autor, alguna vez llamó la ética
indolora, aquietando nuestras conciencias en la caja de un supermercado
o en la membresía de alguna institución filantrópica. Al menos una vez por
año, damos muestra pública de nuestra identidad solidaria, maquillando el
rostro de Chile con una Cruz de Malta. Incluso, un ex Mandatario lo expre-

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saba: “les propongo realizar una gran reforma de las ciudades para mejo-
rar la integración y la convivencia de las mismas. Estoy seguro que, juntos,
podremos sacar adelante las reformas que debemos emprender para entrar
con la fuerza indispensable a este nuevo siglo, ampliando los derechos de
todos y cada uno de nuestros compatriotas”, de esto quedan los cercos que
impiden vivir la ciudad, sólo nos queda habitar la ciudad.
Por otra parte, mientras Chile de 1910 comenzaba la conquista de los
espacios aéreos en las alas de aeroplano Voisin de 50 caballos de fuerza, el
mundo era asolado por vientos de guerra. Asimismo, cien años después,
dominamos los espacios, cruzamos las fronteras a diario a través de Inter-
net, somos una sociedad conectada mundialmente por redes comunica-
cionales, pero separados físicamente por las barreras virtuales. Al mismo
tiempo, se redefinen las identidades, se buscan puntos de encuentro, pero
nos resguardamos tras el anonimato que nos ofrece la web. De igual mane-
ra, las rencillas de siempre prolongan la belicosidad de entonces. Cambian
los escenarios, se mantiene la ira.
Esperamos 2010, con el inocente ánimo de construir un mundo me-
jor, pero sin percatarnos lo vamos aniquilando no sólo ambientalmente
sino, también, culturalmente. En pocos años le hemos dado la espalda a lo
más esencial de ésta: su lengua. Se advierte la pauperización de su uso, en
muchos sentidos la red ha representado un papel gravitante, así como la
necesidad de buscar nuevos códigos de entendimiento y la economía del
verbo. Las cifras son lapidarias al respecto, tenemos un récord muy poco
alentador en este sentido, pues mientras las tasas de alfabetización indican
que más de un 95% de nuestra población sabe leer y escribir, de ese índice 511
el 60% no entiende lo que lee. Pareciera una paradoja pensar que en 1910
nacen cuatro grandes de las letras chilenas (María Luisa Bombal, Julio Ba-
rrenechea, Oscar Castro y Francisco Coloane) y que a la luz de los antece-
dentes, sus obras quedarán en la memoria de los que alguna vez gozaron
de ellas o, bien, en el escaparate de alguna biblioteca que de tanto en tanto
se abrirá para rendirles un homenaje.
Cercanos a 2010, construimos y abrimos espacios dedicados a la cul-
tura y sus diversas manifestaciones. En términos formales se han institu-
cionalizado estas expresiones, sin embargo, no hemos logrado generar el
apetito por ella. Esto me lleva a pensar en la performance (para utilizar
un concepto de actualidad) del grupo C.A.D.A. a fines de la década de los
setenta para no morir de hambre en el arte, acción que bajo este juego
de palabras ponía de manifiesto, en una época de censura, la necesidad y
avidez de ella. ¿Será, entonces, que ya estamos satisfechos?, ¿será, acaso,
que la saciedad viene de la mano de la televisión y su parrilla programática
definida por el gusto morboso del consumidor y de auspiciadores poco
escrupulosos?
Asimismo, las escuelas ya no son espacios de transmisión del saber
acumulado por la humanidad, son, más bien, el campo de batalla donde
decantan todas las frustraciones de una generación que vive para el trabajo
y no trabaja para vivir. Niños solos, padres ausentes. Jóvenes sin expecta-
tivas ni proyectos, padres culpables. Profesionales sin motivación, aulas
llenas, pero corazones vacíos.

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En muchos sentidos pareciera ser que vivimos un tiempo homólogo al


año 1000, nos envuelve la incertidumbre, buscamos paliativos para poder
resistir el porvenir, sin embargo, en la actualidad los centros de peregrina-
ción son los malls y la fe está, pues, en el consumo. Nuevos espacios sagra-
dos, verdaderos atalayas de la economía, que no dan consuelo ni certezas,
sólo deudas y ansiedad.
Hoy tenemos cifras que a los ojos de los más optimistas analistas nos
auguran un porvenir venturoso, tenemos un mayor ingreso pér capita, pe-
ro nuestra ciudad oculta la miseria de los sin casa, familias que viven bajo
el alero del firmamento o cobijados por el calor de una improvisada vivien-
da hecha de cartón. Amortiguamos su desesperanza con programas solida-
rios Un techo para Chile, un telón al abandono. Mientras nuestra ciudad
crece verticalmente, rodeada de condominios que son el reflejo de una
clase emergente que aspira a mejorar su estándar de vida, tras el resguardo
de una vivienda vigilada por cámaras que ofrecen una seguridad aparente
y que nos envuelve en la comodidad fingida de un espacio comunitario.
Al mirar el siglo y su devenir, asalta a primera vista que hemos logrado
mucho materialmente y así lo confirman los hechos, firmamos tratados
mundiales, participamos liderando organismos internacionales. Hemos
consolidado una democracia (vigilada, pero democracia al fin y al cabo),
que a la luz de observadores externos revela la madurez cívica de un pue-
blo que ha vivido el dolor de la ruptura institucional y la reconstrucción
de un país dividido por las pugnas ideológicas y que ha aprendido de
sus errores. Visto de este modo, la cosa pareciera ser el final feliz de una
512 película de los años cincuenta que luego de la Segunda Guerra Mundial
logra levantar nuevamente el sueño americano. No obstante, olvidamos
cómo los diecisiete años del régimen militar borraron sistemáticamente la
memoria de un pueblo y sembró el temor frente a la participación políti-
ca, eliminó de nuestro vocabulario palabras como ‘pueblo’, lo reemplazó
por ‘gente’, olvidados de los sueños de país, hablamos de proyecto país.
¿Será entonces, madurez cívica? O, ¿el maquillaje de moda, frente a la des-
confianza que el mundo político nos provoca?, no sería extraño eliminar
las suspicacias de la audiencia con la sugestión experta de un asesor de
imagen.
Atrás quedaron aquellos latos discursos de los otrora políticos, hoy los
cubren slogan, frases hechas que prometen todo cuanto el auditorio desea
oír o los tres minutos de un aviso radial o televisivo. Una nueva genera-
ción de políticos que se confunden a menudo con el jet set empresarial
al figurar en las páginas sociales de algún magazín local o algún programa
misceláneo de moda.
De lo anterior, queda la desazón de que todo parece transcurrir dema-
siado rápido y de que no hay tiempo siquiera para escuchar las promesas
fútiles de las campañas políticas. El tiempo es oro, se dice a menudo, como
si todo minuto fuera ganancia de algo, en la medida que más trabajamos,
menos producimos, incluyo en esto ideas, conocimiento, ciencia. Nuestra
clase intelectual, académicos antes dedicados a la investigación y la docen-
cia, debe dedicar gran parte de su tiempo a tareas programáticas que la
aleja de la que antaño fuera su misión fundamental. Pocos son los que hoy

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pueden darse ese lujo, el resto debe sobrevivir yendo de institución en ins-
titución. ¿Qué pasará cuando el tiempo inexorable se lleve a aquéllos que
han cubierto de sapiencia el siglo xx y los primeros años de éste? ¿En qué
momento los maestros forman a las generaciones que les sucederán? Entre
cafés y recreos, esos viejos sabios nos regalan algo de esa sabiduría letrada
y vivida, pero es sólo una pátina, un suspiro, pues el tiempo es verdugo
como el espacio de estas páginas que algún editor recortará. Todos debié-
ramos tener al menos un maestro, yo he sido de esos pocos afortunados,
he tenido dos: mi querido viejo y mi buen amigo Luis Carlos Parentini.
Hace un año, reunidos en un gran salón de lectura del Archivo Na-
cional, el hogar de nuestra memoria nacional, se reunieron seis premios
nacionales de Historia, para pensar a Chile, desde el pasado, en el presen-
te, pero hacia el futuro. Desde diversas perspectivas miraron a Chile en el
tiempo con sus aciertos y contradicciones. Pensaron a Chile, impulsados
por la responsabilidad que su quehacer intelectual y académico les ha con-
signado, misma exigencia que debiéramos asumir quienes desde nuestra
cotidianidad vamos construyendo este Chile que camina al bicentenario,
no para lavar su rostro, sino para advertirlo desde sus cimientos, deve-
lando sus debilidades, y fortaleciendo sus potencialidades. Un imperativo
que trasciende el espectro de aquellos que siempre han tenido las posibili-
dades de pensar y crear a nuestro Chile. Una oportunidad para recordar y
revisar críticamente lo que fuimos, lo que somos y lo que queremos ser.

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Distorsiones de nuestra identidad:


sobre espej[ism]os culturales,
acumulación protésica
y olvidos etnocéntricos

Jaime Valenzuela
Pontificia Universidad Católica de Chile

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P ersonalmente, me parece sospechoso y cuestionable hacerme parte del


implacable y políticamente correcto aniversario que se nos viene en-
cima. Más todavía cuando –como siempre sucede en estos casos– se trata
de la construcción oficial de una “conmemoración”, levantada sin cuestio-
namiento en torno a la efímera, artificial y, sobre todo, ambigua fecha de
1810. Más sospechoso aún me parece la “celebración” de una supuesta
“independencia” que habrían conquistado unos lejanos héroes omnipo-
tentes, sacralizados por las historias oficiales, los manuales escolares y la
memoria colectiva. A mi juicio –y reconozco la tendenciosa orientación
de la parcela temporal a la que me dedico– puede ser más útil reflexionar
sobre un período más amplio, uno que abarque los grandes procesos que
han venido fraguando a este país y a sus habitantes desde hace más del
doble de tiempo que el mentado bicentenario, y frente a los cuales la Jun-
ta de Gobierno que en 1810 comenzó a empinar a la oligarquía criolla al
poder aparece como un hito fáctico; sin duda espectacular e inédito, pero,
en las secuencias y dinámicas que nos interesan, un simple hito.
Un proceso, en particular, nos parece relevante como centro motor de
nuestra reflexión, en la medida en que constituye, también, un eje neu-
rálgico de lo más trascendente y sustantivo que pudiese emerger como
producto de los múltiples análisis que rodearán a esta fecha: el proceso de
construcción histórica de la identidad, aquélla que reconocemos como “na-
cional” o “chilena”, con todas sus ambigüedades, contradicciones y mitos.

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Una identidad forjada, desde sus inicios, sobre la base de espejos ex-
ternos. O, quizá, convendría mejor hablar de “espejismos”. En efecto, ya
con los primeros hispanos que arribaron a las costas americanas inmigra-
ba también el afán por disfrazar la verdadera identidad, por aparentar ser
otro, por levantar falsos referentes y borrar los orígenes. Los modelos aris-
tocráticos del “Viejo Mundo” sirvieron para iluminar las formas y canalizar
los deseos. La invasión de los territorios y la dominación colonial sobre las
etnias locales, unidas a la distancia de los referentes metropolitanos, pro-
dujeron sistemas de convivencia y de explotación que ayudaron a consoli-
dar las prácticas “feudales” de los neoseñores; aunque, al mismo tiempo,
determinando adaptaciones regionales y deformaciones híbridas propias
de los procesos de reconfiguración mestiza de las geografías, de los hom-
bres y de las mentalidades.
En la periferia del imperio, limitada en recursos y desangrándose en
una eterna “guerra” –a veces real; en general, imaginaria– la sui generis oli-
garquía chilena se encargará de diseñar un velo ennoblecedor que cubrirá
sus modestas carnes. Lima y su aristocracia se levantarán como un paradig-
ma de las apariencias y de los comportamientos. Desde la importación de
arte hasta la de carruajes, pasando por vestimentas y libros, el espej[ism]o
limeño funcionará en forma permanente a lo largo de los siglos coloniales,
tanto en la cultura material como en el universo simbólico.
Para los hispanocriollos más modestos, por su parte, esta circulación
y copia de modelos culturales exógenos va a permitirles participar de una
lógica similar. Esta vez, serán las propias elites locales, mediatizadoras del
516 modelo, las que servirán como espej[ism]o, considerando que en una so-
ciedad que basaba los privilegios y posición social no sólo en el nivel de
riqueza sino, también, en la capacidad de aparentar una realidad, los “en-
gaños” de la apariencia podían funcionar como mecanismos de movilidad
social. Disfraces que, necesariamente, conllevaban una mutación de la au-
topercepción, así como de la relación con los otros, negación de los oríge-
nes y actitudes “arribistas” que, a estas alturas, se develaban transversales a
la sociedad colonial y, por ende, constitutivas de una identidad colectiva.
Esto último se confirma al observar comportamientos similares en in-
dividuos que no formaban parte de los segmentos hispanocriollos, no po-
seían su color de piel y, por lo tanto, no podían compartir automáticamen-
te las pretensiones de hacerse pasar por alguien superior. Indios, morenos
y, sobre todo, mestizos articulan su particular “juego de espej[ism]os” en
torno a la comunidad hispana pobre con la que comparten barrios y tra-
bajos, imitando vestimentas, falsificando su categoría étnica, aprendiendo
a hablar como los europeos, participando de sus espacios religiosos... Sin
ir más lejos, la piel oscura del mestizo podría quizá asimilarse a los pig-
mentos árabes que circulaban genéticamente por la epidermis del “bajo
pueblo” español.
Las “identidades chilenas” –así, en plural– se constituyen, entonces,
desde sus orígenes, sobre la base de al menos dos grandes ejes simbó-
licos: por un lado, el referente de modelos exógenos, que actúan como
espej[ism]os constructores de realidad, y, por otro, la capacidad de “enga-
ñar” con la apariencia externa, disfrazando el “yo” y, en consecuencia –co-

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mo apunta la Antropología– mutando la autorrepresentación identitaria;


siendo ambos comportamientos conscientes y cotidianos.
Con la “independencia” surge la necesidad de edificar un nuevo paradig-
ma sociopolítico, el que debe basarse en la unificación territorial y simbólica
de los habitantes que calzan dentro de los límites artificiales del nuevo país.
Canciones, escudos y banderas comienzan a poblar las calles públicas y las
casas privadas. Leyes, reglamentos y discursos reorganizan lo correcto, le-
vantan los andamios políticos, promueven los ideales de las “nuevas” elites.
Todo ello conlleva, como sabemos, el despliegue de nuevos espej[ism]os fo-
ráneos: ideologías libertarias, nociones de nacionalidad y modelos de orga-
nización estatal; sin dejar de lado elementos mucho más cercanos, como los
mismos emblemas nacionales, que, en definitiva, no dejan de ser parches
de colores con estrellas franco-estadounidenses. Éstos y otros elementos se
adhieren acumulativamente a “nuestra” identidad, levantándose discursiva-
mente con una paradojal autenticidad, como si fuese parte de “lo chileno”;
y como si “lo chileno” estuviese anclado en la eternidad telúrica, inmemorial
e indiscutible que pregona el fundamentalismo atemporal e irracional de
aquello que denominamos patriotismo. Así lo presenta y lo proyecta la “cla-
se política” decimonónica y así lo aprende –hasta hoy– la masa escolar que
se nutre en los manuales patrioteros de los futuros ciudadanos.
Más tarde sería el turno de los siúticos burgueses mineros, los grandes
patrones hacendales y los ricos traficantes mercantiles, que importaron las
modas europeas para sus palacios y las plazas. Desde las sillas de sus caba-
llos y desde sus asientos parlamentarios, vivían su nuevo espej[ism]o de la
modernidad belle époque, distribuyendo vitrales, pisos de cedro, puentes 517
“eiffelianos”, colinas convertidas en paseos románticos... sin olvidar los es-
nobismos de todo tipo. En la otra sociedad, desde el medio y desde abajo,
funcionarios, comerciantes, artesanos, inquilinos y peones seguían los en-
tretelones y asumían la dinámica “nacional” que los importadores elitistas
estaban desplegando. Por cierto, no al mismo nivel ni con la misma sumi-
sión. En todo caso, a la hora de los discursos emotivos, de la irracionalidad
patriota y del nacionalismo sanguíneo, todos por igual se vestían con el
trapo tricolor y partían a degollar a peruanos y a bolivianos.
Nuestra identidad, pues, no sólo se ha ido conformando sobre la base
de aquellos espej[ism]os exógenos sino que ellos han ido fundiéndose –in­
tencionada o inconscientemente– como prótesis de nuestra identidad. A
decir verdad, la identidad chilena no existe sino como un cúmulo de pró-
tesis identitarias, que han terminado fundiéndose en lo que consideramos
“lo chileno”. Los ejemplos más sensibles y referentes obligados cuando se
habla de esa identidad son, también, ejemplos patentes de esta gran fala-
cia. En efecto, además de la bandera, que ya mencionamos, la vinculación
del cóndor con el escudo nacional implica la chilenización de un ave que
pertenece a todo el mundo andino; mundo al que, paradojalmente, el Es-
tado chileno y la identidad que reivindican sus ciudadanos le han dado la
espalda desde hace décadas: ¡los “ingleses de Latinoamérica” no pueden
ser parte de un universo tan indígena!
Si nos vamos a otro plano, la empanada, erigida como signo manifiesto
de nuestra identidad gastronómica, no es sino un simple y modesto reme-

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do –aunque sabroso, por cierto– de un plato que se encuentra a lo largo


de nuestro continente y en la propia Península, existiendo países, como
Perú y Argentina, donde la variedad de combinaciones y sabores es incom-
parable. No podemos dejar de mencionar, por cierto, las más de veinte va-
riedades que existen en Perú de nuestra modesta humita, ni la usurpación
histórica que sigue decorando nuestros aperitivos con un pisco sour que
debería provenir del valle de Ica.
El huaso, por su parte, personaje “típico” y otro símbolo nacional, es,
como sabemos sólo representativo del Valle Central; espacio que ha coop-
tado al resto de regionalismos (en concordancia con el centralismo que
aqueja estructuralmente al país). Pero, además, basta levantar un poco la
vista de nuestro ombligo etnocéntrico para darnos cuenta de que su ves-
timenta tiene aspecto parecido a otros “personajes típicos” de América
e, incluso, paseando por Andalucía durante sus fiestas locales, podemos
encontrar a numerosos “huasos” y “chinas” por las calles de Granada o
Córdoba.
Luego de esta necesaria disgresión, permítasenos volver al hilo con-
ductor del proceso que analizamos. Estábamos en el siglo de los aguerri-
dos peones chilenos y de los siúticos europeizantes. Por esa misma épo-
ca, estos últimos, encumbrados en la administración estatal, refrendaban
su lógica “nacional” al importar campesinos nórdicos que venían a hacer
producir y emblanquecer teutónicamente –y, por ende, positivamente–, a
aquellos espacios “pacificados” por sus soldados, “liberados” del control
“incivilizado” y moreno del mapuche y, por lo tanto, incorporados al man-
518 to material y simbólico de Chile.
Lo mapuche ingresa a la identidad chilena como una influencia genéti-
ca de su valor secular, como “lo autóctono”, lo verdaderamente “original”,
pero desprovisto asépticamente de sus dramas reales y en medio de una
generalizada y sistemática discriminación, vivida cotidianamente por todo
aquél cuya apariencia –¡una vez más, las apariencias! – delate el fenotipo
sureño.
Durante el siglo que pasó, sería el turno del American mirror, triun-
fante y hegemónico en la posguerra. Hasta el día de hoy, los anglicismos y
esnobismos estadounidenses pueblan los imaginarios colectivos, las prác-
ticas culturales y los ejes del consumo, siendo el modelo paradigmático
implícito y explícito de “nuestra” cultura. Un nuevo espej[ism]o se ha ad-
herido a la identidad chilena, tradicionalmente permeable a prótesis forá-
neas. Permeabilidad, insistimos, que constituye el motor esencial de cons-
titución y reconstitución permanente de identidad, en una lógica que sólo
ha incorporado “lo propio”, a lo largo de su historia, como caretas exóticas
y folclóricas.
“Lo propio”, finalmente, ha sido siempre “lo ajeno”. Pero no todo lo
foráneo ha sido incorporado de la misma manera. Desde la época colonial,
la discriminación de las apariencias y el racismo que obsesionaba las per-
cepciones, intentaron marginar la riqueza cultural andina que migró junto
a cientos de indígenas y mestizos peruanos que llegaron a vivir a Chile. Al-
go similar ocurrió con los miles de “negros” esclavos que pudieron aportar
su bagaje cultural desde las diversas regiones africanas desde donde eran

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deportados o desde aquellas provincias americanas donde los ladinos ha-


bían residido con anterioridad.
La presencia de lo indígena foráneo y de lo africano, si bien era con-
tundente en términos cuantitativos y cualitativos –baste recordar el papel
representado por el artesanado andino que vivía en la Chimba de la capi-
tal–, presencia que también llegará a ser un implícito fundamental de los
mestizajes que marcarán al país, no formará parte del discurso ni de la
construcción oficial de “nuestra” identidad. Ausencia tanto más flagrante
en la medida en que basta caminar por el centro de Santiago para darse
cuenta de los rasgos africanos que pueblan masivamente a sus habitantes.
Desde la independencia, por su parte, “lo latinoamericano”, aquello
que es también, en muchos sentidos, “lo propio”, se ha ido alejando pro-
gresivamente de nuestra identidad –al menos de nuestra identidad cons-
ciente–, hasta terminar en aquellos espacios reservados a lo folclórico.
Las preguntas del historiador surgen siempre desde el presente. Impo-
sible dejar de lado la clásica reflexión de Marc Bloch, reencarnada perma-
nentemente en la tradicional –y no menos cierta– frase de que “la historia
es presente”. La reflexión que proponemos también arranca de procesos
contemporáneos, de problemas del “tiempo presente”, aún en curso de
desarrollo. En efecto, en los últimos años se ha ido concretando una cre-
ciente e importante inmigración de personas provenientes del mundo an-
dino, especialmente de Perú. Desde el trabajo doméstico hasta la Medi-
cina, el espacio laboral chileno se ha ido enriqueciendo con la presencia
de mujeres y hombres que, en aras de mejorar sus condiciones de vida,
deciden vivir el complejo proceso de migración y de inserción en una nue- 519
va sociedad. Proceso muchas veces traumático, toda vez que esta realidad
ha despertado en la sociedad chilena aquellos ancestrales racismos que,
siguiendo la temporalidad de las representaciones mentales, han pervivi-
do en los espacios de la memoria colectiva a través de los siglos. Pareciera
que aquella mentada solidaridad y acogida que majaderamente repetimos
en discursos y canciones (“Si vas para Chile...”) no fuese sino una más de
aquellas representaciones que pueblan la mitología nacional. Como aquel
otro mito, anclado en el imaginario colectivo y realimentado en los textos
de formación escolar, de que el mestizaje chileno, cristalizado en la época
colonial, se habría dado exclusivamente entre españoles y mapuches.
Nuestra [artificial] identidad, construida sobre apariencias y sobre per­
manentes espej[ism]os protésicos, acostumbrada, pues, a fusionar ele-
mentos nuevos, modelos y paradigmas diversos, debería permitirse tam-
bién enriquecerse con estos nuevos aportes. En vez de aplicar la xenofobia
racista que nos caracteriza cuando nos referimos a vecinos con fuerte com-
ponente indígena, podríamos copiar también aquellas formas de integra-
ción del otro que practican otros países, que basan su riqueza cultural
justamente en el cosmopolitismo y la diversidad de su pueblo. Y no basta
sólo el respeto por el otro diferente; es necesario positivizar esa diferencia,
positivizar la diversidad, hacerla consciente en los discursos políticos y en
los textos escolares. Allí se encuentra, creo yo, uno de los grandes –e his-
tóricos– desafíos para la construcción de una sociedad más democrática...
más allá de la celebración de un hito cronológico.

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

Bicentenario y memoria

Patricio Zamora
Universidad Alberto Hurtado

P lantearse históricamente frente al bicentenario, representa, en cierto


grado, una impostura. Sobre todo, si situamos esta categoría concep-
tual en el marco de las formas en que hoy se “hace la Historia” (pensamos 521
en las perspectivas aportadas por historiadores como Peter Burke, Eric
Hobsbawm y Roger Chartier, entre otros). Bicentenario es una suerte de
emblema utilizado por la cultura oficial (estatal), a fin de hacer significar a
la sociedad chilena, a través de mecanismos persuasivos, lo pertinente que
resulta para la trascendencia de los valores patrios y de la identidad nacio-
nal la celebración de este hito de “nuestra historia”: los doscientos años de
la independencia. Ahora bien, es lícito preguntarse, ¿qué es hoy “nuestra
historia”?, está claro que no es la misma en la que pensaba Diego Barros
Arana, Francisco Encina, Alberto Edwards o Gonzalo Vial.
Cada vez más el concepto de “nuestra historia” se ha ido ampliando a
distintos horizontes temáticos que han sumado a la historia de los acon-
tecimientos (la historia concebida sólo desde al ámbito político-institu-
cional y militar) las otras historias, aquéllas que recogen las voces de la
tropa, del campesinado, de la mina, de las mujeres, de los niños, en fin,
de un sinnúmero de sujetos que igualmente constituyen planos de aque-
lla historicidad. También “nuestra historia” ha sido enriquecida con temas
asociados con las mentalidades y las sensibilidades colectivas, aquí, exis-
ten estudios iniciales, aunque notables, en relación con la muerte (Mar-
co León), la vida privada (Rafael Sagredo, Cristián Gazmuri, Eduardo Ca-
vieres), la sexualidad (Eduardo Cavieres, Álvaro Góngora), la vestimenta
(Isabel Cruz), la ritualidad del poder (Jaime Valenzuela M.), los niños y
los populares (Gabriel Salazar), la música (Juan Pablo González y Claudio
Rolle) y otros.

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historiadores chilenos frente al bicentenario

Por ello, que a la hora de conmemorar, se debe ser muy cuidadoso,


sobre todo si es a la Historia a quien se invoca. No es ningún misterio que
existen varios tipos de memoria y de estados de la memoria. La memoria
oficial, colectiva, pública, privada, amnésica, oficial, etc. La memoria en
Chile es más bien oficial. Se ha “decretado” en distintas etapas de nues-
tra historia. La forma como se ha educado a generaciones y generaciones
de niños y jóvenes en nuestras aulas escolares, en materia de “memoria
patria” ha estado al límite del adoctrinamiento “patriotero” y simplón. Ni
hablar de los períodos militarizados. No olvidemos que aquí los monu-
mentos son obras públicas, o sea, lo más genuino de la recordación de las
sociedades: el monumento (del latín moneo = advertir) se decreta. Por
lo tanto, siempre existe el peligro que una conmemoración no sea más
que una instrumentalización de una efeméride, cosa muy común en un
país forjado como nación por su matriz estatal. Por lo mismo, debemos
cuidarnos de los claroscuros de una historiografía anclada en el discurso
escrito, en el pasado de crónica. Debemos cuidarnos para no convertirnos
en otro “pueblo sin historia”, al despreciar los otros caminos –la oralidad,
por ejemplo– que de igual manera constituyen la historicidad de una so-
ciedad.
Pensamos, sin embargo, que este bicentenario puede ser una oportu-
nidad para que la sociedad chilena comience a construir Su memoria histó-
rica. No a seguir rezando la memoria que el Estado le ha dictado desde sus
primeros años. Doscientos años es una edad suficiente como para saber
quien se es y quien se fue.
522 Si asumimos que la multiplicidad de aportes que la historiografía ha
hecho a la re-escritura de una historia de Chile más integral y amplia, ha
generado unas perspectivas de nuestro pasado, notablemente más ricas,
que el de hace cincuenta años, también debemos asumir que la definición
y la valoración del bicentenario debe, también, renovarse. Y es en esta
renovación donde vemos interesantes posibilidades en vista de ir constru-
yendo una verdadera memoria histórica nacional, basada en la compleji-
dad de los sujetos y los procesos históricos, y ya no en la caricatura de lo
que fuimos, en el reduccionismo de la efeméride, en el chauvinismo mi-
litar, en los imaginarios heroicos (Bernardo O’Higgins, Arturo Prat, Diego
Portales, José Manuel Balmaceda, Salvador Allende, Augusto Pinochet) en
el pedestre ordenamiento donde una sociedad histórica se encuentra atra-
pada en períodos presidenciales (decenios, quinquenios, alianzas, frentes,
unidades, dictaduras, concertaciones). Esta renovación, en definitiva, pasa
a través de cómo esta sociedad compleja, se emancipa del vértice político
y asume su propia naturaleza compleja a la hora de definirse, de compren-
derse y de recordar Su pasado.

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

Referencias de los autores

Premios Nacionales de Historia

Ricardo Krebs Wilkens (Valparaíso, 1918).


Doctor en Filosofía con mención en Historia (Universidad de Leipzig).
Difusor de las corrientes filosóficas e historiográficas europeas en
Chile, labor en la que le acompañó Mario Góngora. Su obra abarca di-
versos temas de historia europea, en particular la historia de las ideas
y del pensamiento filosófico, así como la historia de la Iglesia Católica.
Además, es autor de numerosos manuales dirigidos a alumnos de en-
señanza básica y media. 523
Premio Nacional de Historia 1982.

Gabriel Guarda O.S.B. (Valdivia, 1928).


Arquitecto (Pontificia Universidad Católica de Chile, 1958). Historiador
y abad emérito de la Orden Benedictina.
Ha dedicado sus estudios a la historia religiosa, urbana y regional
durante el período colonial y las primeras décadas de la República,
destacando en forma especial su estudio sobre la historia urbana del
reino de Chile. Como, asimismo, ha desarrollado una intensa labor en
el rescate del patrimonio arquitectónico de Chile, que le han valido la
entrega de los premios Bicentenario (2003) y de Conservación de Mo-
numentos Nacionales (2004).
Premio Nacional de Historia 1984.

Sergio Villalobos Ribera (Angol, 1930).


Profesor de Estado en Historia, Geografía y Educación Cívica (Universi-
dad de Chile, 1957), Master of Arts (Universidad de Cambridge, 1972).
Su obra histórica esta relacionada con una nueva visión de la his-
toria de Chile, muy influenciado por la escuela francesa de los anales,
en particular por Fernand Braudel, desechando mitos muy arraigados
en la historiografía chilena, como la Guerra de Arauco, o la figura de
Diego Portales; y proponiendo una visión basada en procesos globales

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historiadores chilenos frente al bicentenario

y sociales, abandonando la historia de acumulación de datos y fechas.


Además, es autor de numerosos manuales dirigidos a alumnos de en-
señanza media.
Premio Nacional de Historia 1992.

Mario Orellana Rodríguez (1930).


Historiador y arqueólogo. Fue profesor de Prehistoria e Historia An-
tigua en la Universidad Católica de Valparaíso entre 1959 y 1961. Es
miembro fundador de la Sociedad Chilena de Arqueología (1963). Par-
ticipó en la creación de la carrera de Licenciatura en Arqueología en
la Universidad de Chile en 1968, y en la fundación del Departamento
de Antropología de la misma universidad en 1970, llegando a ser su
director entre 1970 y 1975. También fue profesor de Prehistoria en el
Departamento de Ciencias Históricas de la misma casa de estudios en-
tre 1958 y 1975.
Premio Nacional de Historia 1994.

Mateo Martinic Beros (Punta Arenas, 1931).


Licenciado en Derecho (Pontificia Universidad Católica de Chile, 1963).
Historiador que aborda una de las áreas menos desarrolladas por
la historia política, como lo es la historia regional. De origen magallá-
nico, además del servicio público, en el que se ha desempeñado como
intendente de Magallanes (1964-1970), ha dedicado su vida a cultivar
524 y difundir la historia, la geografía y el patrimonio cultural de la XII
Región de Magallanes y de la Antártica Chilena, creando en 1969 el
Instituto de la Patagonia. Catedrático de la Universidad de Magallanes,
de la que es Doctor Honoris Causa, ha creado, asimismo, el Museo
del Recuerdo, la revista Magallania, ex Serie Ciencias Humanas de
los Anales del Instituto de la Patagonia, y el Centro de Estudios del
Hombre Austral.
Premio Nacional de Historia 2000.

Lautaro Núñez Atencio.


Profesor de Estado en Historia, Geografía y Educación Cívica (Univer-
sidad de Chile, 1964) y Doctor en Antropología (Universidad de Tokio,
1985).
Arqueólogo que se ha hecho merecedor de un importante reco-
nocimiento internacional por sus trabajos desarrollados, especialmen­
te en el norte del país. Ha realizado numerosas investigaciones sobre
arqueología, antropología e historiografía de Chile y América, desta-
cándose su posición de director del Museo San Pedro de Atacama.
Descubrió el significado y origen de los petroglifos de la I Región, re-
lacionados con los movimientos de pueblos preincaicos, y también ha
descubierto nuevos senderos del Camino del Inca en Chile.
Premio Nacional de Historia 2002.

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

Jorge Hidalgo Lehuedé.


Profesor de Estado en Historia, Geografía y Educación Cívica (Universidad
de Chile, 1971), Doctor en Filosofía (Universidad de Londres, 1987).
Ha desarrollado su carrera dedicándose al rescate de las culturas
andinas de Chile, realizando un notable trabajo arqueológico, antro-
pológico y etnográfico, abordando el inexplorado tema de su supervi-
vencia durante la Colonia.
Premio Nacional de Historia 2004.

Gabriel Salazar Vergara (Santiago, 1936).


Profesor de Estado en Historia, Geografía y Educación Cívica (Univer-
sidad de Chile, 1960). Doctor en Filosofía con mención en Historia
Económica y Social (Universidad de Hull, Inglaterra, 1984).
Fundador de la llamada la Nueva Historia Social. Esta corriente his-
toriográfica, que ha incorporado nuevos sujetos de estudio y valorado
fuentes de investigación originales, pretende descubrir y reconstruir
el proyecto político popular, del que serían portadores, no el clásico
proletariado industrial, sino las masas desplazadas y explotadas.
Premio Nacional de Historia 2006.

Los historiadores chilenos

José Nicolás Albuccó (Santiago, 1966). 525


Profesor de Historia y Geografía y licenciado en Estética (Pontificia Uni­
versidad Católica de Chile, 1994), magíster en Estudios y Administra-
ción Cultural (Universidad de Tarapacá, 2001), diplomado en Estudios
Avanzados del doctorado “Paz, Conflicto y Democracia” (Universidad
de Granada España, 2004).
Líneas de investigación: multiculturalidad y expresiones simbóli-
cas en América. Espacios públicos y educación para la paz. Historia de
la Paz.

Patricia Arancibia (1953).


Doctora en Historia (Universidad Complutense de Madrid, 1985).
Líneas de investigación: historia de Chile contemporáneo, historia
de las ideas.

Santiago Aránguiz (Santiago, 1978).


Doctor © en Historia (Pontificia Universidad Católica de Chile).
Líneas de investigación: historia de Chile siglo xx, especialmente
en el área cultural, social y política.

Alejandro Bancalari (Concepción, 1959).


Doctor en Historia con mención en Historia Antigua (Universidad de
Pisa, Italia, 1986).

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historiadores chilenos frente al bicentenario

Líneas de investigación: historia política y cultural de la República


y del Imperio romanos.

Marciano Barrios Valdés (Constitución, 1926).


Doctor en Filosofía con Mención en Historia. (Universidad de Chile, 1985).
Líneas principales de investigación: historia de la Iglesia en Chile:
congregaciones y educación. Teoría y filosofía de la Historia: Spengler,
Toynbee y Paul Veyne. Historia de las religiones.

Álvaro Bello (Victoria, Chile. 1966).


Doctor en Antropología (Universidad Nacional Autónoma de México,
2006).
Líneas de investigación: estudios étnicos, movimientos sociales y
acción colectiva indígena. Cultura, política, ciudadanía y globalización
en América Latina. Historia cultural y etnohistoria. Teorías del sujeto,
subjetividad e identidades.

Andrea Botto (Santiago, 1973).


Doctora © en Historia (Pontificia Universidad Católica de Chile).
Líneas de investigación: historia de las ideas en Chile en el siglo xx,
con énfasis en las relaciones entre la Iglesia Católica, política y sociedad.

Andrés Brange (Osorno, 1983).


526 Licenciado en Historia (Pontificia Universidad Católica de Chile).
Líneas de investigación: antigüedad romana y antigüedad tardía.
Crisis de la religiosidad en el mundo romano.

Camilo Bustos (Santiago, 1981).


Licenciado en Historia (Pontificia Universidad Católica de Chile, 2005).
Líneas de investigación: historia social de Chile en el contexto del
siglo xix, la sociedad campesina.

Azún Candina Colomer (Santiago, 1971).


Doctora © en Historia (Universidad de Chile).
Líneas de investigación: memoria social y autoritarismo, seguridad
ciudadana y prevención de la violencia e historia social de Chile y Amé-
rica Latina contemporáneas.

Daniel Cano.
Licenciado en Historia (Pontificia Universidad Católica de Chile, 2008).
Líneas de investigación: etnohistoria africana.

Luis Carreño (Santiago, 1948).


Magíster en Historia (Universidad de Chile, 1992), doctor © en Historia
(Universidad de Huelva, España).
Líneas de investigación: historia regional del sur de Chile.

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

Luis Castro (Iquique, 1963).


Doctor © en Historia (Universidad de Chile).
Líneas de investigación: historia regional del norte de Chile, siglos
xix y xx; etnohistoria andina e historia indígena; educación intercultu-
ral y estudios interculturales.

Eduardo Cavieres.
Profesor de Historia y Geografía (Pontificia Universidad Católica de Valpa-
raíso, 1974), doctor en Historia (Universidad de Essex, Inglaterra, 1987).
Líneas de investigación: historia económica, historia de las menta-
lidades, historia de Chile.

Patricio Cisterna.
Profesor Historia y Geografía (Universidad Católica Silva Henríquez).
Líneas de investigación: arqueología y etnohistoria americana.

Nicolás Cruz (Santiago, 1953).


Doctor en Historia (Pontificia Universidad Católica de Chile, 1994).
Líneas de investigación: relaciones entre historia y literatura con
un énfasis en el estudio de los textos literarios como fuentes para la
historia. La recepción de los textos clásicos en América Latina.

Emma de Ramón (Santiago, 1960).


Doctora en Historia (Pontificia Universidad Católica de Chile, 2000). 527
Directora del Archivo Nacional Histórico.
Líneas de investigación: historia colonial de Chile, esclavitud afri-
cana, historia de las mujeres.

José Miguel de Toro (Santiago, 1978).


Licenciado en Historia (Pontificia Universidad Católica de Chile, 2003).
Líneas de investigación: historia de los reinos germánicos, particu-
larmente del reino visigodo y de la época feudal europea.

José del Pozo (Viña del Mar, 1943).


Doctor en Historia (Universidad de Montreal, 1986).
Líneas de investigación: historia chilena del siglo xx, historia del
vino, historia oral, historia de la emigración y del exilio chileno.

Carlos Donoso (1972)


Licenciado en Historia (Pontificia Universidad Católica de Chile) y Doc-
tor en Historia (Universidad de Chile).
Líneas de investigación: historia económica y regional.

Lucrecia Enríquez (Berazategui, Argentina, 1969).


Doctora en Historia (Pontificia Universidad Católica de Chile, 2004 y
Universidad Michel de Montaigne, Bordeaux, 2004).

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historiadores chilenos frente al bicentenario

Líneas Investigación: historia de América y Chile siglos xviii y xix,


historia moderna, especialmente la transición del Antiguo Régimen a
la Modernidad. Independencia de Chile.

Joaquín Fermandois (Viña del Mar, 1948).


Doctor en Historia (Universidad de Sevilla, 1984).
Líneas de investigación: historia de las relaciones internacionales,
historia de las ideas.

Mª Elisa Fernández (Valdivia, 1967).


Doctora en Historia (Universidad de Miami-Coral Gables, 1996), pos-
doctorada (Universidad de Michigan-Ann Arbor, 1998).
Líneas de investigación: historia cultural, política e historia de gé-
nero de Chile contemporáneo, con énfasis en análisis comparativos
que se encuentren dentro del concierto latinoamericano.

Rafael Gaune Corradi (Santiago, 1982).


Licenciado en Historia (Pontificia Universidad Católica de Chile, 2006).
Master © di II nivello en el Dipartimento di Studi Storici, Geografici,
Antropologici, Università degli Studi Roma III.
Líneas de investigación: historia sociocultural de Chile colonial,
con énfasis en las morfologías colectivas, prácticas e imaginarios socia-
les en el siglo xviii.
528
Cristián Gazmuri (Santiago, 1947).
Doctor en Historia (Universidad de Paris I-Sorbonne, 1988).
Líneas de investigación: historia política del Chile contemporá-
neo, sociabilidades, historia de la vida privada, historiografía.

Milton Godoy Orellana (Santiago, 1963).


Magíster en Ciencias Sociales (FLACSO, 2002), doctor © en Historia
(Uni­versidad de Chile).
Líneas de investigación: historia social e historia regional de Chile.

Francis Goicovic (Santiago, 1973).


Magíster en Historia con mención en Etnohistoria (Universidad de Chi-
le, 2005).
Líneas de investigación: período de la Conquista, etnohistoria ma-
puche, formas de resistencia indígena, estudios de género en socieda-
des nativas, Evangelización colonial, identidad étnica, análisis de arte
rupestre.

Juan Carlos Gómez (Santiago, 1958).


Doctor en Ciencias Políticas (FLACSO-México, 2000).
Líneas de investigación: historia reciente de la democracia en Chi-
le y América Latina.

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

Álvaro Góngora E.
Doctor en Historia (Pontificia Universidad Católica de Chile, 1992).
Líneas de investigación: historia de Chile, siglos xix y xx, historia
eco­nómica.

Cristián Guerrero Lira (Santiago, 1962).


Doctor en Historia (Pontificia Universidad Católica de Chile, 1997).
Líneas de investigación: historia política de Chile y América, siglos
xviii y xix.

Carlos Gutiérrez.
Licenciado en Historia, magíster en Ciencias Militares. Actualmente di-
rector del Centro de Estudios Estratégicos.
Líneas de investigación: estudios de seguridad, defensa y fuerzas
armadas

María Gabriela Huidobro (Viña del Mar, 1981).


Doctora © en Historia (Pontificia Universidad Católica de Chile)
Líneas de investigación: historia de la antigüedad grecorromana.
Presencia e influencia del pensamiento antiguo clásico para la com-
prensión española de la conquista de Chile y para la elaboración de los
primeros documentos testimoniales, como crónicas y epopeyas.

Margarita Iglesias (Santiago, 1957). 529


Doctora en Ciencias Humanas con mención en Historia de América
Latina (Universidad de Paris VII-Jussieu, 1990).
Líneas de investigación: historia de las mujeres.

Mª Angélica Illanes (Santiago, 1949).


Doctora en Historia (Pontifica Universidad Católica de Chile, 2004).
Líneas de investigación: historia social y de las políticas sociales chi-
lenas.

Ximena Illanes.
Profesora de historia de la Universidad Católica, Universidad Diego Por­­
tales y Universidad Alberto Hurtado.
Líneas de investigación: historia medieval (baja Edad Media), so-
ciedad e infancia abandonada.

Mauricio Jara (Valparaíso, 1958).


Magíster Historia (Universidad de Chile, 1995).
Líneas de investigación: historia de las relaciones internacionales
de Chile, historia polar y de la Antártica de Chilena.

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historiadores chilenos frente al bicentenario

Issa Kort (Santiago, 1980).


Licenciado en Historia (Universidad Finis Terrae, 2004). Cursos en la
Universidad de California con el profesor Arnold J. Bauer.
Líneas de investigación: historia Rural, en los aspectos sociales, po-
líticos, económicos y culturales.

Pablo Lacoste (Mendoza, 1963).


Doctor en Historia (Universidad de Buenos Aires, 1993) y doctor en
Estudios Americanos (Universidad de Santiago de Chile, 2000).
Líneas de investigación: historia social y económica de América La­
tina.

Martín Lara.
Licenciado en Historia (Pontificia Universidad Católica de Chile, 2008).

Leonardo León (Santiago, 1952).


Magíster en Historia (Universidad de Londres, 1979).
Líneas de investigación: historia mapuche, historia de la frontera
mapuche en Argentina y Chile, historia social de los períodos colonial
y republicano de Chile.

Leonardo Mazzei (La Serena, 1941).


Doctor en Historia (Pontificia Universidad Católica de Chile, 1989).
530 Líneas de investigación: historia económica y social de Chile; his-
toria regional de Concepción; historia de la inmigración europea en
Chile.

René Millar (Rancagua, 1945).


Doctor en Historia (Universidad de Sevilla, 1981).
Líneas de investigación: historia contemporánea de Chile, con én-
fasis en la historia política y económica del siglo xx. Historia de Améri-
ca colonial, con énfasis en historia de la religiosidad y de las institucio-
nes eclesiásticas.

Cristina Moyano (Santiago, 1976).


Doctora en Historia (Universidad de Chile, 2007).
Líneas de investigación: historia política del Chile contemporáneo,
partidos políticos, izquierda chilena e historia del tiempo presente.

Carmen Norambuena (1944).


Doctora en Filosofía y Letras, mención Historia de América (Universi-
dad Complutense de Madrid, 1984).
Líneas de investigación: historia demográfica, paleografía, historia
de América. Migraciones internacionales y fronterizas y estudios del
imaginario americano.

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

Mauricio Onetto (Santiago, 1983).


Magíster © en Historia (École des Hautes Études en Sciences Sociales,
Francia).
Líneas de investigación: historia de las sensibilidades, percepcio-
nes y olores en América, especialmente en Chile durante la época co-
lonial. Terremotos, noche, territorialidad e historia de las mujeres.

Luis Carlos Parentini (1958).


Licenciado en Historia (Pontificia Universidad Católica de Chile, 1982);
magíster en Etnohistoria (Universidad de Chile, 1992).
Líneas de investigación: etnohistoria, principalmente el estudio
de mapuches y pehuenches; culturas precolombinas y problemas de
identidad latinoamericana.

Alberto Paschuán (Santiago, 1968).


Licenciado en Antropología (Universidad Bolivariana, 2000).
Líneas de investigación: formación docente, enseñanza de las Cien­
cias Sociales, desarrollo de currículum, pedagogía.

Sergio Pastene (Santiago, 1983).


Magíster © en Historia (Pontificia Universidad Católica de Chile)
Líneas de investigación: historia de la cultura popular y política
con­temporánea en Chile y América Latina.

Abraham Paulsen. 531


Profesor de Historia y Geografía. Licenciado en Geografía. Doctor ©
en el Programa de Territorio, Sociedad y Medio ambiente (Universidad
Autónoma de Madrid).
Líneas de investigación: teoría y método de la Geografía. Didáctica
de la Geografía.

Fernando Pérez.
Licenciado en Historia (Pontificia Universidad Católica de Chile).

Jorge Pinto Rodríguez (La Serena, 1944).


Ph. D. en Historia (Universidad de Southampton, Inglaterra, 1979).
Líneas de investigación: historia social y económica de Chile y
América Latina e historia fronteriza.

Gonzalo Piwonka (1931).


Licenciado en Ciencias Jurídicas. Licenciado en Historia (Universidad
de Chile, 1994)
Líneas de investigación: historia de Chile, siglos xviii y xix.

Michelle Prain (Viña del Mar, 1975).


Licenciada en Humanidades con mención en Historia (Universidad Adol-
fo Ibáñez, 2001), magíster en Literatura (Universidad de Chile, 2006).

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historiadores chilenos frente al bicentenario

Líneas Investigación: historia de la iglesia anglicana en Chile, in-


fluencia británica en Chile, historia de Valparaíso. Literatura y géneros
referenciales. Periodismo literario.

Patrick Puigmal (Jallieu, Francia, 1956).


Doctor en Historia (Universite de Pau et des Pays de l’Adour, 2005).
Líneas de investigación: independencia de América, influencias fi-
losóficas, políticas y militares; Francia, período napoleónico; creación
del Estado moderno.

Fernando Purcell (Viña del Mar, 1974).


Doctor en Historia de Estados Unidos (Universidad de California-Da-
vis, 2004).
Líneas de investigación: estudio de vinculaciones históricas entre
Chile y Estados Unidos a través del análisis de fenómenos migratorios
y de circulación de productos culturales. Construcción de la nación en
Chile durante el siglo xix.

Fernando Ramírez (Santiago, 1955).


Magíster en Historia de Chile (Universidad de Chile, 2005).
Líneas Investigación: historia ecológica de Chile entre siglo xvi y el
xx y el análisis de las transformaciones ecológicas y sociales derivadas
de dicha relación.

532 Julio Retamal Ávila (Cauquenes, 1947).


Doctor © en Historia (Universidad de Castilla, La Mancha).
Líneas de investigación: período colonial: historia social, historia
de la familia, la inmigración, vida cotidiana.

Gonzalo Rojas (Santiago, 1953).


Doctor en Derecho (Universidad de Navarra, 1980).
Líneas de investigación: historia del Derecho e historia de las ideas.

Pedro Rosas (Valparaíso, 1965).


Magíster en Historia y Ciencias Sociales (Universidad ARCIS, 2006).
Líneas de investigación: transición política en Chile, movimientos
sociales y políticos del período, juventud y militancia, subjetividad y
política.

Pablo Rubio (Santiago, 1981).


Magíster en Historia (Universidad de Santiago de Chile, 2007).
Líneas de investigación: historia política de Chile del siglo xx e his-
toria del Norte Chico de los siglos xix y xx.

Ricardo Rubio
Licenciado en Geografía. Doctor © en Geografía Humana (Universidad
Complutense, Madrid).

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

Experto en trabajo, empleo y desarrollo por el Instituto de Estu-


dios Políticos para África y América Latina (IEPALA - España) y la Uni-
versidad Complutense de Madrid.
Líneas de investigación: desarrollo territorial y economía metro-
politana. Geografía del empleo.

Carlos Ruiz (Valparaíso, 1954).


Doctor en Filosofía y Letras con mención en Historia de América (Uni-
versidad de Valladolid, 1993).
Líneas de investigación: historia social de América y Chile, etnohis­
toria, formación de la sociedad hispano-criolla, formación de las iden-
tidades en Chile contemporáneo. Memoria reciente.

Augusto Salinas (La Serena, 1934).


Doctor en Historia (Pontificia Universidad Católica de Chile, 1994).
Líneas de investigación: historia de la ciencia y tecnología, historia
económica, historia moderna-Revolución Industrial, historia de Esta-
dos Unidos 1620-1850, historia intelectual de Chile-organización de la
República (1810-1890).

Augusto Samaniego (Santiago, 1945).


Doctor en Estudios Ibéricos y Latinoamericanos, mención Historia
(Universidad de Paris VIII-Saint Denis, 1997).
Líneas de investigación: movimiento sindical, historia política de
Chile del siglo xx, actores y acciones desde el Estado y sociedad. 533

Karin Sánchez Manríquez (Santiago, 1980).


Licenciada en Historia (Pontificia Universidad Católica de Chile, 2004).
Doctora © en Historia con la beca Igualdad de Oportunidades, Ful-
bright-Conicyt.
Líneas de investigación: historia de la educación en Chile durante
el siglo xix y comienzos del siglo xx, con especial énfasis en la educa-
ción de la mujer chilena.

Olaya Sanfuentes Echeverría (Chicago, 1968).


Doctor en Historia del Arte, (Universidad Autónoma de Barcelona, 2004).
Líneas de investigación: historia del arte, historia colonial hispano-
americana, historia del arte hispanoamericano, historia de viajes.

Carlos Sanhueza (Los Ángeles, 1967).


Ph. D. en Historia Moderna (Universidad de Hamburgo, Alemania, 2003).
Líneas de investigación: historia cultural del siglo xix y xx, estudio
de los viajes como práctica de diferenciación e identidad en América
Latina. Actualmente está desarrollando una investigación referida a la
construcción de un imaginario poscolonial hispanoamericano a partir
de la experiencia de viajes a Europa y a Estados Unidos en intelectuales
y escritores latinoamericanos del siglo xix y comienzos del xx.

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historiadores chilenos frente al bicentenario

Gonzalo Serrano (Valparaíso, 1977).


Magíster en Historia (Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, 2004).
Líneas de investigación: historia de Chile, historia universal contem­
poránea y relaciones internacionales.

Ana María Stuven (Santiago, 1950).


Doctora en Historia (Universidad de Stanford, Estados Unidos. l991).
Líneas de investigación: historia de las ideas latinoamericanas, re-
publicanismo, historia de Chile del siglo xix y comienzos del xx, histo-
ria de las mujeres en Chile y su incorporación a la opinión pública en
el contexto del ideario republicano.

Freddy Timmermann (Talcahuano, 1960).


Doctor © en Historia (Universidad de Chile).
Líneas de investigación: historia reciente de Chile, enfatizando el
régimen cívico-militar desarrollado entre los años 1973-1980, sus dis-
positivos de poder (violencia, discursos) centrados en elementos sico-
históricos.

Leopoldo Tobar (Valparaíso, 1966).


Magíster en Historia (Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, 2000).
Líneas investigación: historia económica y social de Chile en los
siglos xvii y xviii, mercaderes y comerciantes de Santiago, como parte
534 de la elite colonial.

Pablo Toro (Santiago, 1966).


Doctor en Historia (Pontificia Universidad Católica de Chile, 2007).
Líneas de investigación: historia social y cultural de la educación
en Chile en los siglos xix y xx.

Isabel Torres Dujisín (Santiago, 1956)


Doctora © en Historia (Universidad Nacional de Córdoba, Argentina)
Líneas de investigación: historia política de Chile contemporáneo,
historia contemporánea de América Latina e historia de las mentalidades.

Verónica Undurraga (Santiago, 1974).


Doctora © en Historia (Pontificia Universidad Católica de Chile, 2005).
Líneas de investigación: historia cultural de Hispanoamérica colo-
nial, con énfasis en el estudio de los grupos medios y populares, abor-
dando temáticas como los referentes identitarios, los mecanismos de
prestigio y las representaciones y prácticas de violencia.

Eliana Urrutia Méndez (Santiago, 1968).


Profesora de Historia y Geografía y licenciada en Educación (Universi-
dad Católica Silva Henríquez, 2001), magíster © Teoría de la Historia
del Arte (Universidad de Chile).

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Historiadores chilenos frente al bicentenario

Líneas de investigación: teoría del arte, historia de la paz, patrimonio


cultural.

Jaime Valenzuela (Santiago, 1966).


Doctor en Historia (École des Hautes Études en Sciences Sociales, Pa-
rís, 1998).
Líneas de investigación: historia de América, siglos xvi-zviii: religio-
sidad, cristianización y cultura barroca; mestizajes, relaciones pluriétni­
cas y etnogénesis; iglesia e Independencia de Chile.

Patricio Zamora (Valparaíso, 1972).


Magíster en Historia (Pontificia Universidad Católica de Valparaíso,
2007).
Líneas de investigación: historia social de la cultura y la historia
del imaginario y de las mentalidades. Historia universal: Occidente me­
die­val y moderno.

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