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CARMEN DE MÉRIMÉE-BIZET
Rolnam

“El amor es la única posesión en la que no se posee nada”


Paul Valery

E1 análisis de “Carmen” debería empezar por sopesar la cita de Palades que como
epígrafe abre el texto de Mérimée:

“La mujer es amarga como la hiel; no obstante, nos procura dos momentos felices: en el
lecho, cuando desfallece de amor en nuestros brazos y en el féretro cuando exhala el
último suspiro”.

¿De dónde provendría su sabor amargo? ¿Qué fruto es ese que nos depara un gusto
tan exquisito al momento de fruir pero que deja un digesto agraz y persistente?
Carmen, ese nombre del deseo, podría damos la respuesta.
“Carmen”, de Mérimée, es, por su temática, una más entre las muchas novelas del
fecundo, romántico y retraído siglo XIX donde la novela sentimental proliferaba; lo
exótico pululaba; el tema del amor prohibido era moneda corriente. No es, ni por su
textura, ni por su estilo una obra llamada a perdurar.
El lector de 1845, que encuentra en este relato la respuesta a su interdicta pasión en la
conducta de la enigmática Carmen, no puede dejar de ser sensible a los
procedimientos narrativos que con cierta maestría recrean su deseo. Pero la obra no
va más allá de las expectativas de la ideología romántica, sin la densidad suficiente
que le permita trascender su época. No obstante, gracias a la feliz circunstancia de
haber llamado la atención de un compositor de la talla de Georges Bizet, se logra que,
a través de una ópera “flamante y luminosa” que para Nietzsche llegaba a ser el
“medio día de la música”, “Carmen” tome un vuelo, más allá de los tiempos, que hará
de ella una obra inmortal y la convertirá en tema de arte pictórico, teatral, musical y
cinematográfico.
Lo que separa “Carmen” de Mérimée de “Carmen” de Bizet es el despliegue, en esta
última, de la pulsión a través de la metáfora musical. Los arcanos del mito de la mujer
fatal se ven resplandecer en los suaves acordes y las apasionantes melodías que
recrean, en el pulsante corazón del lector, el cuerpo seductor de la gitana. La música
ilumina el deseo, la pulsión se toma ostensiva.
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La ópera “cómica”1 en cuatro actos, con libreto de Henri Meihac y Ludovic Halévy,
bastante ceñido al texto de Mérimée, narra la historia de Carmen, ese corazón
lacerante. Ese foco palpitante de deseos infernales. Esa fuente letal para la sed de
amor. Fatalidad y ethos se cruzan en su nombre. Alrededor de su amor, se juega el
destino de los otros. ¿Pero el amor engendra violencia y desgracia? ¿No será que
asistimos a una confusión de términos y calificamos como amor lo que no es más que
un juego de cortocircuitos narcisistas, de vueltas alrededor del amor de sí mismo de
los personajes?

La ópera es, prácticamente, el desarrollo del tercer capítulo. Es claro que, mirado
superficialmente, este retoque textual podría hacer pensar que también los personajes
sufren una transformación y que no se justificaría darle un tratamiento igual a
“Carmen” de Mérimée que a “Carmen” de Bizet. Pero, para mí es precisamente el uso
de los motivos musicales lo que acentúa la dimensión simbólica del personaje.
Gracias a ellos, los significantes de seducción se toman más ostensibles.

Carmen se convierte en el destino de quienes la rodean. Es el caso de don José, el


primero y más afectado de los personajes de la comparsa. Reducido a la condición de
amante menesteroso, gracias al carácter indomable de nuestra protagonista, su pasión
por Carmen bordea los límites de la locura. Pero podríamos preguntarnos si ese amor
insensato tiene que ver con lo que es o debería ser, para nosotros, el amor. ¿Cómo
avalar un “amor” cuyo imperio es de tal magnitud que, cegando la mirada, hace
renunciar a las creencias, a la moral, al honor, y que, en una cascada actos
denigrantes, lo arrastra a una autodestrucción sin regreso? ¿Qué pasó con el Otro
garante de su sensatez? ¿Cómo es que Carmen ejerce tal poder imaginario que se
convierte en el sentido de su existencia? ¿Cómo logra ocupar el lugar del Otro
absoluto?

La dialéctica amorosa se juega en una partida imaginaria donde Carmen ama cuando
quiere y, cuando quiere, deja de amar. José, por su parte, no puede vivir sin ese amor.
¿Pero es libre cada uno de ellos de elegir sus sentimientos? No. Hay una fuerza por
encima de ellos que les impone su deseo. Lanzados a un proyecto que consiste en
reconocer al otro sólo al precio de su apropiación, cada uno, a su manera, trata al otro
como un bien: mostrenco para Carmen, privado para don José para quien Carmen es
sólo un objeto de goce inalienable. Carmen, por su parte, usa, abusa, utiliza,
usufructúa a José como un objeto desechable. El deseo reduce a los personajes a una

1
El nombre de ópera Cómica se presta a confusión ya que no necesariamente tiene que ser cómica. Se
trata de un tipo de ópera que en Francia introduce en el libreto parlamentos o diálogos recitados a
modo de las obras de teatro y tiene, usualmente, un carácter más ligero que la ópera seria de diálogos
grandilocuentes y apologéticos del orden social existente, inspirada generalmente en temas de la
literatura y mitología clásicas.
3

inestabilidad permanente y patética. Es el mito de la mujer inaccesible y castigadora y


del hombre humillado.
Bizet decía que “Carmen” era un ópera realista. Su estilo, con tendencia a lo
documental, se fragua en el taller musical donde el genio de Bizet acentúa los
símbolos pasionales gracias al uso de motivos musicales de profunda vena melódica
encargada de ordenar los contrastes afectivos de los personajes. El libreto, me parece,
no se aparta, en lo esencial, del relato original y no es infrecuente encontrar diálogos
que literalmente son los del texto original.

“Carmen”, que etimológicamente significa canto, es efectivamente un himno al amor,


pero al amor salvaje, al deseo indómito de la mujer visto por el hombre. Canto al
amor franco de compromisos y ataduras afectivas; canto al amor fati, al de la mujer
que prefiere la muerte a perder lo que ella considera su bien más preciado: su libertad.
No concibe ligarse al amor de un hombre. Desea los hombres, pero opta por amarlos
poco tiempo aunque sabe que tal obrar, acabaría por conducirla a la muerte. Diálogo
del ser del amor y del destino del deseo, podría llamarse esta ópera. O, diálogo del
amor que oprime pero deja vivir y del deseo que permite gozar, pero mata. Se trata de
un “amor” fatal asumido como destino. Conocemos el pathos del amor cristiano, por
poco o nada sabemos de ese caprichoso deseo pagano que no transige con el amor
romántico.

Bataille, hablando del amor físico, dice que “La suerte de los amantes es el mal (el
desequilibrio) a que obliga)”2 y sostiene que la suerte del amor es ineluctablemente
destruir la mutua armonía de los amantes que sólo logran unirse al precio de
profundas heridas que se producen en un cruento combate nocturno. Bataille, sin
duda, pensaba en el amor a que nos tiene acostumbrado el Occidente cristiano. Un
amor que se obsede en la engañosa búsqueda de la completud en el otro.

Pero Carmen obedece a otros principios. Si José sufre por un amor no correspondido
es por no poder asumir un destino para el cual no estaba preparado. Es lo que
podemos leer en la obertura donde se exponen tres temas tauromáquicos que
simbolizan el despliegue del deseo de los protagonistas: el de la corrida, el de torero y
el tema del destino. En el primero, el de la corrida, como un borbotón de sangre o de
goce, la música irrumpe exultante. Música esplendorosa, para un día soleado y
festivo; para un cuerpo vehemente y voluptuoso. Es el tema del deseo, la obertura nos
presenta la pasión incontinente, la furia deseante de Carmen, pero, también, la espera
desafiante del hombre.

Estamos frente, tanto a la espera festiva del hombre por ese enigmático objeto del
deseo, como frente a ese amor alegre, ágil, entusiasta y, a la vez, impetuoso y fuera de

2
BATAILLE, George. Sobre Nietzsche. Tauros, p. 80
4

ley, de la caprichosa Carmen. Aquí el toro es la pasión: “el sacrificio del toro, leemos
en un diccionario de mitología, expresaba la penetración del principio femenino por
el masculino”3 Para el cristianismo, las pasiones mal reprimidas se representaban por
un toro de casta4 y como un toro, pura pasión, brota como una pulsión el primer
compás. La arcana furia de una flor deja ver sus puntiagudos cuernos en los acerados
flautines. Con el segundo tema, el del torero, sentimos la tonalidad que abre el primer
movimiento como el tono mismo de la pasión, luego experimentamos que tras el
clímax, el tema del torero subraya la seriedad orgullosa y altiva del motivo masculino
que se contrapone, a través de brevísimos acordes que dan la sensación de temple
agresivo, al motivo femenino. Si el trémolo del primer movimiento nos evoca la
pasión, el stacatto del segundo nos sugiere la intrepidez. Aquí el mundo, el público
asistente a la corrida, es testigo de un duelo entre la pasión amorosa libre e impetuosa
de la mujer y el acero punzante y cruel del orgullo hecho hombre que quiere birlar la
suerte. Después de ser expuesto por las cuerdas y reexpuesto con trompetas y
trombones, volvemos al tema de la corrida. Surge de nuevo el motivo de la pasión
como si un tenue desplazamiento de cámara quisiera mostramos los protagonistas del
ruedo. La melodía se interrumpe y surge un breve silencio: Es la expectativa
ocasionada por el duelo. Silencio de muerte que nos introduce al tercer tema, el tema
del destino, expuesto por los clarinetes, los fagotes y las trompas, acompañados de un
disfórico y nervioso trémolo de cuerdas y un patético retumbar de un bombo,
acentuado luego por el angustioso sonar de los violoncelos. El enigmático, y ya
amenazante amor de Carmen, se cierne como un destino ineluctable. El pacto con la
vida es el pacto con su hermana gemela la muerte. El “motivo” de la muerte, que
cubre con un manto de inquietante angustia la clara festividad del día, anuncia el
precio de la flor del cuerpo para aquel que ama más de lo que es amado y el valor del
goce para aquella que no gravita al rededor del otro sino en la órbita de su deseo.
Fatalidad es el nombre de la seducción pagana.

3
CIRLOT, Juan-Eduardo. Diccionario de símbolos. Editorial Labor 1981.
4
Ibid.

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