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LOS TRES LOCOS

Nadie podrá afirmar, (y es muy cierto, no es una mera frase), que ellos hubiesen sido
cuatro alguna vez. Pero esto es el final, así que me lo contaré desde el principio.
Y diré: en un principio los tres locos eran, increíblemente, tres, y estaban convencidos
de ser poseedores de dos ideas-fuerza que creían exclusivas de ellos: que odiaban el mun-
do y que debían acabar con él. El origen de tales ideas se debía, tal vez, al lugar donde
vivían, ya que moraban, como tantos otros de su misma condición, en un manicomio, pero
los consideraban inofensivos (“son unos viejitos inofensivos” habría dicho una enfermera
que más tarde no se presentó más a trabajar), por lo que podían circular libremente e in-
cluso podían salir de vez en cuando fuera de la institución. Esa libre circulación hizo que
pensaran que sus brujerías eran eficaces, y que lograban volverse invisibles para los demás,
y más de una vez reían a carcajadas cuando caminaban fuera del manicomio, pensando
que habían escapado. Sin embargo, siempre regresaban. Creían que debían completar su
misión.
Por un breve período de tiempo, unos seis o siete meses, sintieron que fueron de alguna
forma invadidos en su intimidad, y la verdad es que lo fueron, por un delirante mesiánico
se unió sin permiso al grupo y se transformaron en cuatro, puesto que el peligroso recién
llegado se les había sumado, y este pensaba que si iba a ayudar en el proyecto que los otros
tres querían llevar adelante, era más adecuado que fueran cuatro, aunque los motivos eran
contradictorios: de ser ciertas las historias que los otros tres sostenían, estaba más que
justificado que fuesen cuatro, pero no tenía objeto que lo fueran si tenían éxito ya que
podrían ser tres, cuatro o cincuenta sin que por eso el proyecto se viera afectado; por
el contrario, si el proyecto no llegaba a buenos términos, la cantidad de personas sería
ideal y tal vez en un futuro cercano los recordaran como los cuatro (fallidos) jinetes del
apocalipsis, siendo él mismo el cuarto, pero no un cuarto cualquiera, ni hambre ni peste
ni muerte, si no el propio Cristo, e insistía en decir que Cristo era uno de los cuatro jinetes
aunque, si hubiese sido posible al mundo cristiano votar, la mitad hubiera dicho que Cristo
era uno de los cuatro jinetes mientras que la otra mitad hubiera apostado todas sus fichas al
anticristo, pero todo esto no importa, y nuestro cuarto jinete pensaba que sería bueno que
lo recordaran así: de los cuatro, el único jinete vencedor, él, el nuevo y único salvador del
mundo, quien había detenido toda la locura desatada por los otros tres, y pensaba en esto y
se regocijaba en tales pensamientos, se imaginaba a sí mismo siendo una celebridad, y se
entrevistaba a sí mismo simulando ser alguna de las grandes personalidades periodísticas
que solía ver por la televisión, así que no era extraño que él mismo se entrevistara y se
adulara a si mismo a viva voz, se preguntaba se contestaba todo el día y parte de la noche,
siempre a los gritos, que la empresa lo había extenuado pero que salvar al mundo había
valido la pena.
Los tres originales dueños del proyecto no congeniaban muy bien con el número cua-
tro, ni con Cristo o el cristianismo, ni con la idea de llamarse a sí mismos jinetes, ni con
la idea de que todos se enterasen de cómo el proyecto había fracasado cuando aún casi
ni había empezado, así que cuando el cuarto jinete desapareció misteriosamente (tal vez
crucificado, añadió en un susurro imperceptible uno de los tres, no se sabe bien quién de
ellos fue), a nadie le importó que lo hiciera, ni se molestaron mucho en buscarlo, aunque
algunos locos (no los tres a los que me estoy refiriendo, por supuesto), buscaron en vano
su montura: qué loco no querría tener uno de los caballos de los jinetes del apocalipsis.
Menos se extrañó al extraviado ya que, para colmo, no era raro que en aquel manicomio
desapareciera gente de vez en cuando, y menos raro era que se extraviaran los que gusta-
ban pregonar el inminente fin del mundo y recitar versículos –inventados– de la biblia a
todos los demás. Luego de un tiempo no excesivamente largo, apenas unos meses, nadie
recordó que existió un cuarto jinete y mucho meno que quedaban otros tres, y finalmente
el grupo volvió a estar compuesto por los originales tres locos, que no negaban que su
número no estaba exento de cierto misticismo, y como tenían mucho cariño por la litera-
tura y las películas se contentaban más asumiendo el papel de las brujas de Macbeth, ya
que en número y en artes coincidían con ellas, y no tenían problemas si los comparaban
(género aparte), y por un tiempo estuvieron contentos gracias a que no eran cuatro, y fue-
ron concientes de que no les molestaba el número tres ni hacer cierto tipo de brujerías a
escondidas.
Sin embargo, comenzaron a sentir que los médicos y enfermeros del lugar reparaban
cada vez más en ellos. Tampoco creían descabellado imaginar que les apuntaban con el
dedo de tanto en tanto haciéndoles referencias a los tres chiflados. Las burlas solían ser
crueles, pero ellos no hacían mucho caso: después de todo, los tres tenían en su corazón un
pequeño pero importante lugar para The Three Stooges... Pero creo que es mejor saltar en
el tiempo y contar los últimos días, como lo hubiesen hecho ellos, si hubieran podido. No
tenían mucha memoria del día a día, mas que para algunos libros y unas pocas películas,
y esa poca que lograban reservar, que quedaba libre, estaba orientada a un fin concreto.
Un fin, literalmente.
Y entonces diré: Fueron varios los largos días que aquellos tres hombres habían utili-
zado para preparar el que sería un gran acto final, la despedida de este mundo y tal vez de
todos los mundos y todos los tiempos: al templo abandonado de la cima del monte que está
siempre verde en verano, otoño, invierno y primavera, ellos subieron –no sin esfuerzo–,
tres grandes órganos eléctricos, instrumentos que creían sagrados porque anteriormente,
antes de ser robados, residían en pequeñas y modestas iglesias y ofrecían melodías sacras
al rebaño que escuchaba la palabra y que tal vez gozara sinceramente del sonido de esos
eléctricos instrumentos. Encontraron fascinante la idea de despedirse así del mundo luego
de ver un fragmento mudo de El fantasma de la ópera, pero mucho más luego de ver al
comisionado Dreyfus tocando en una de las películas de la pantera rosa. Era un placer
para ellos evocar esos dos momentos de aquellas dos películas tan distintas.
Realmente.
Un placer.
El evocarlas.

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No eligieron un día en particular para llevar a cabo su cometido, pues creían, tal vez
no sin razón, que todos los días se presentan insoportablemente iguales en esencia a lo
largo de la historia; digamos que en ella un día difícilmente pueda diferenciarse de otro...
por ejemplo, el 15 de enero de 1973 no puede ser claramente diferenciado del 16 de enero
de 1973. Tal vez ni siquiera del 17 de enero de 1974. Hay pocas oportunidades de que un
hecho logre cambiar de manera radical todo el curso de la historia, aunque es evidente que
tales hechos existen, pero parece ser que la historia, como si tuviera conciencia de su propia
existencia, no busca lo radical; antes parece que quisiera que los cambios se den paulatina
pero ininterrumpidamente. Eso hace que los días sean prácticamente iguales unos a otros,
ergo pocas cosas pueden resultar diferentes a otras de acuerdo al día. Realmente pocas,
decían los tres locos, y lo creían.
Realmente.
Pocas.
Muy muy pocas.
Así lo repetían, mientras cargaban con dificultad por los resbaladizos y angostos sen-
deros del monte que rodeaba la montaña las cómodas sillas con respaldo acolchado y los
libros que ellos mismos habían fabricado con cuadernos baratos, escritos con su propia
sangre usada a modo de tinta, que revelaban secretos que tan solo ellos podían conocer,
todo escrito con símbolos que nadie más podría descifrar, y que, debido a lo que pasó, ya
nadie más descifrará.
La gente del pueblo los había observado con curiosidad al principio, y luego, con el
paso de los años, dejaron de prestarles atención. El trío había probado muchas veces ser
pacífico, y a pesar de sus viajes, nunca habían intentado escaparse más allá de la montaña
siempre verde. Frente a las narices del pueblo llevaban cosas a la cima de la montaña,
cargándolas como cargan las hormigas las hojas: incansablemente, sin pausa ni prisa. En
el poblado, nadie se daba cuenta de la ausencia de algunas cosas: los tres locos robaban de a
una cosa por vez. Un espejo hoy, una vela mañana, un cuchillo había sido tomado con sigilo
el mes pasado. Nadie veía nada, más que a unos loquitos simpáticos que deambulaban por
el pueblo. Más de una vez algunos muchachones les gastaban bromas, y los locos solo
sonreían, agachando la cabeza sumisamente y mirando luego con malicia cuando ya no
había nadie alrededor. No era raro que se rieran a carcajadas de la gente del pueblo, ya
he dicho que ellos tenían una teoría interesante acerca del por qué de la permisividad de
los pobladores: creían haberse vuelto invisibles e intocables. De otro modo (pensaban),
el mundo entero los hubiera querido detener, ello hubiera sido lo más sensato. O como
decían ellos:
Realmente.
Todos.
Todos todos todos.
Su invisibilidad les posibilitó robar los órganos, llevarlos sin problemas a lo que ellos
llamaban “la puta cima de la montaña siempre verde” que ellos odiaban casi a un nivel

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superior que al resto del mundo y los mortales, porque ella no era natural, ya que natural es
que todo siga el curso cíclico de vivir y morir. Desconfiaban de la montaña, y pensaban que
podía haber algún Dios escondido allí, o al menos un demonio, residiendo tranquilamente
porque sería como ellos, invisible al resto del mundo.
Pero ellos tenían la cura para ese Dios o ese demonio residente de esa cumbre macabra,
y también para la gente del pueblo que no los veía, para los doctores y enfermeros que, con
los años, habían aprendido a hacerse odiar. Durante años habían subido a las alturas los
frutos del robo y demás cosas necesarias para cumplir sus fines: las velas, el vino, la miel,
los cuchillos, la resolución firme de acabar el trabajo cuando estuvieran en condiciones de
hacerlo, sin esperar por nada.
Y por fin había llegado el día en que habían terminado los preparativos, y el rito podía
empezar inmediatamente, y empezaron inmediatamente, sonriendo siempre, y saludándo-
se efusivamente.
Realmente.
Efusiva.
Efusiva mente.
Leyeron los libros y se pincharon las puntas de los dedos. En trance se cortaron aún,
sus cortes representaban símbolos esotéricos. Sangraban cada vez más y más y recogían su
sangre en pequeñas copas que contenían miel y vino. Antes de beber brindaron a la salud
del cuarto jinete que estaba allí, crucificado desde hacía unos cuantos años atrás. Quedaban
unos pocos huesos clavados a la cruz, mientras que el resto del esqueleto reposaba junto
a una impresionante pila de huesos humanos de todos los tamaños ubicada en un rincón
del templo. Bebieron salvajemente la mezcla de la miel, sangre y vino; se quemaban las
heridas con la cera caliente de las velas. Desde allá abajo, desde el pueblo, nadie los veía
ni se imaginaba nada.
Ellos ese día probaron el sabor de la felicidad, de una corta pero reconfortante felicidad,
paladearon el sabor del regocijo que les provocaba saber que no estaban equivocados, que
no estaban tan locos (habían admitido, poco tiempo antes, que tal vez estuvieran un poco
insanos), y que la amenaza que habían hecho por fin se cumpliría.
Uno de ellos comenzó a tocar uno de los órganos. Una melodía horrible comenzó a
sonar y fue el primer oscuro milagro: no hubo en el mundo quien no la oyera y se espantara.
A pesar de ser horrible, era la melodía que podía esperarse de aquel rito. Muy pronto, los
otros dos órganos estaban acompañando al primero.
Lo primero en morir fue la montaña siempre verde. Simplemente se secó. Si en ella
vivía un Dios o un demonio, este se fue espantado ante la música macabra.
Los locos, en pleno éxtasis, ya no se detendrían más hasta lograr que no quedara nada.
No es de extrañar que comenzara a verse fuego en el horizonte, que en el pueblo se viera
a la gente retorcerse de dolor. En el manicomio la cosa no fue mejor: los médicos y los
enfermeros comenzaron a arrancarse los ojos, a arrancarse la carne, a sacarse las uñas, a
romperse los huesos. Estos dolores les calmaban momentáneamente el otro dolor, el dolor

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que les desgarraba el alma y que los sumía en una locura total que no se acababa con esas
torturas. La locura que los los tres locos llamaban la locura verdadera.
Locura.
Realmente.
Locura.
Verdadera locura que se escurría por los pliegues del dolor que se forman en el alma.
Aquel día los tres locos mostraron lo inútil de la religión, lo inútil de la ciencia, lo inútil
de todo. Nadie se salvó, ni ellos mismos. Pero ellos no deseaban salvarse. Desaparecieron
con una sonrisa mientras se arrancaban las lenguas, los ojos y las mandíbulas entre ellos.
Eso les permitió un breve lapso de paz antes de morir y desaparecer.
Todo el mundo murió primero y desapareció después. No quedó nada. Ni hombres, ni
mujeres, ni animales en la tierra, el cielo o el mar. Todo murió con un dolor que pareció
perpetuo, infinito. Quienes estaban cerca del fuego, se quemaban y se arrojaban a él. Mu-
chos se arrojaban de las alturas de los edificios, cerros y montañas. No pocos intentaron
aliviarse lastimando al prójimo, pero notaron que el método nos les calmaba el dolor a
ellos mismos, si no a sus víctimas. Quienes pudieron, trataron de suicidarse, pero es cierto
que la muerte no venía tan rápido.
Brazos arrancados, ojos aplastados, maxilares desprendidos... mucho dolor que cal-
maba momentáneamente aquel más terrible e inexplicable dolor que lo consumía todo y a
todos.
Los animales no era ajenos a estas desgracias, y obraban igual que el hombre. Millones
de personas usaron de forma egoísta a sus mascotas para que ellas los lastimaran. Todo
era válido para sufrir un poco menos.
Para cuando la muerte llegó, ya todos se habían arrancado alguna extremidad o se
habían hecho algún tipo de daño... todos, sin excepción, se aliviaron produciéndose un
gran dolor que no llegó nunca a calmarlos. Los breves minutos que duró la tortura fueron
los únicos en los que ningún ser humano pudo pensar fríamente. El dolor no permite pensar,
lleva a quien lo padece a un dominio en el que lo esencial es no sentirlo, y esa fue toda la
búsqueda que se dio.
Más tarde vino la muerte salvadora, y nadie se dio cuenta, no hubo tiempo. El dolor
desapareció junto con la vida, en el mismo momento, a lo largo y ancho del mundo.
Y luego de la muerte, todo desapareció.
Realmente.
Todo todo todo.
No quedó ni vegetal, ni animal. Nada vivo, por más ínfimo que fuese. No quedó si-
quiera obra de ser vivo alguno, ni quedaron rastros, como si nada hubiese existido nunca.
Apenas un algo viscoso alrededor del planeta, que podría decirse era parecido a la mezcla
de vino, sangre y miel.
Ese fue el juicio final, al que tanto temían los hombres y que tantas fantasías había
generado a lo largo de la historia. Los jueces y verdugos fueron tres locos, que pudieron

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ser cuatro jinetes, pero no: fueron los tres locos del apocalipsis. El juicio y la ejecución
generaron sufrimiento y dolor, sí, y no dejaron tiempo al discernimiento de lo que ocurría,
ni al arrepentimiento, ni a la salvación. Hubo una combustión, pero no un fuego sagrado.
El mundo acabó en un encadenamiento pequeño de hechos simples y rápidos: un dolor
insoportable e inimaginable y la muerte y la desaparición de todo, en apenas minutos. En
perspectiva, y dejando de lado el hecho de que fue causada por tres locos, la muerte de
todo lo vivo fue una muerte casi normal, la que le pasa a cualquiera, pero a gran escala,
y digo casi normal porque la muerte es eso que aparece de repente, que no se entiende, y
que pasa pese a toda incomprensión.
El final fue un final sin emociones cinematográficas, donde no quedó nada más que la
voz del narrador, que da cuenta de que no todo desapareció porque ella misma, inexplica-
blemente, aún existe.
Pero ella, la voz, es inútil cuando no hay nadie que la escuche, cuando no hay nada ni
nadie que la entienda. La voz del narrador, entonces, cree que debe contar el fin una vez
más, y lo cuenta por última vez de la siguiente forma:
Y entonces diré, sin más preámbulos que, al final, en el encontrarse sin propósito y sin
una existencia comprobable, creo reconocer lo que es la locura: el hablarse a sí mismo y
no poder dar fe de la propia existencia, o de la necesidad de la propia existencia. Si nom-
brar las cosas les da a éstas entidad, realidad, ¿qué hacer si no se puede nombrar nada?
Ahora nada ni nadie queda. La voz concluye que supone y entiende que tampoco debe
existir porque ya no tiene un propósito y desaparece voluntariamente, desvaneciéndose
finalmente hacia el silencio, hacia lo oscuro, hacia la nada, como lo hizo todo lo demás,
después de este punto final.

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