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EL RIO: RITO Y TESTIMONIO - PABLO VARGAS

Quizás sea insalvable la rotulación de cualquier narración escrita como obra


literaria, lo entiendo, y esto describe aún mejor lo esencial de lo testimonial como un
método discursivo distinto, sujeto a un yo, subjetivo o no, que se constituye como fuente
y límite de una acción: puede ser la de narrar, la de producir una obra, o bien, hacer (ser)
arte. El modo en que la expresión o acción se realice dependerá directamente de la
fuente, es la forma progenitora que conjurará inexorablemente cualquier rincón posible
de la expresión, que puede llámese o no: obra de arte, tiene siempre por causa y medio al
autor. Este preámbulo se debe al motivo de este ensayo: notar el carácter testimonial de
la historia El Rio, así como relato confesional en que su autor describe su interacción en
mundo muy particular del cual, a la vez, él viene. (9)

Alfredo Gómez aprende odiosamente que el verdadero valor de una obra radica en
su sinceridad y autenticidad humanas. (12) De esta forma, es el autor quien se sitúa no
sólo en la silla del megáfono que transmite la narración sino que su propiedad y existencia
se extienden a lo largo y ancho de todas las dimensiones posibles de la obra. Y en cada
segundo o rincón de la ésta, será el autor, y tras la obra entera, seguirá siendo él. Alfredo
Gómez es el espacio donde la ciudad, lo fluvial, huecos, choros y curas logran un
perturbado orden que a Gómez le dio o quiso llamar EL RIO, y es el fondo, el concepto de
sociedad.

Siguiendo la lógica anterior muchas de las dicotomías presentes en la obra,


lenguaje, sexualidad, maternidad – paternidad, son coherentes porque pertenecen a la
conformación más constructora de la obra: la conciencia del autor-protagonista. En el
mundo de Luis, las escobas y plomeros son usuales, en Alfredo será el putrefacto hálito
del Padre Francisco y, las escobas y plomeros ahora un recuerdo de un tal Luis, y la
historia de la memoria sucesivamente sufre algún quiebre, y los seudónimos que el autor
recibe a lo largo de su vida serán hitos en la historia de su memoria y conciencia. Los
primeros nombres que recibe desgarran indómitamente los gérmenes de identidad
personal y del mundo. La presencia enigmática de un papa que varía junto a la sucesión de
escenas que irritan a una madre, que por lo demás, sienten un desapego mutuo, hacen de
Alfredo un joven cuya visión queda imborrablemente marcada de lo peor que la
humanidad podría mostrar. Además, el tiempo en que se consolida como huacho, es
discriminado por sus semejantes, no logra incluirse como un igual en una sociedad que
parece estar, inexplicablemente, ensañada contra él. Su condición de anormal es
enrostrada con la forma cruel de la infancia, no permitiéndole cumplir con los ritos
inaugurales que una sociedad contempla para sus integrantes, sólo en la iglesia es
aceptado, el bautizo es bien logrado, pero no logra causar ningún bien en él. En fin, los
parangones identitarios que el protagonista de la historia, y autor, no logra cumplir en
aquella sociedad.

La visión del protagonista está determinada por la distancia que media entre el él y
el objeto de odio: la sociedad. La medida se da por un altímetro y se sitúa en el sub-lugar
de tránsito, revés del puente, de la ciudad. Es el rincón indeseado y regalado porque a
nadie le interesa que se lo releguen, sólo Mostachín dedica algo a ellos, tiempo, rondas,
etc, pero al fin, entiende que es necesaria su asentamiento y que la única forma de
expulsarlos definitivamente, sería matándolos.

Es en el primer tercio de la obra-historia de Alfredo en el que él logra adquirir una


identidad reconocida interpersonalmente, es decir, deja de ser sólo una conciencia que
divaga por espacios, lugares y tiempos ajenos a la voluntad y gusto de él. Se trata de un
momento definido por la participación crucial de un perro (102) que lo lleva al lugar que
recoge a los desamparados de todas las ciudades del mundo: El Rio. (120) Aquí adquiere
una denominación, un significado y un futuro. La opción del desarrollo y del aprendizaje,
del maternal cariño fluvial y la protección de una isla. La vida que inicia está llena de ritos
que conforman la vida y cultura del sujeto que participa, del delincuente quizás, o el
desamparado, es una tradición en la que la palabra, como fielmente muestra el autor,
juega un rol fundamental al definir y describir simultáneamente la realidad que rige. La
ritualidad recoge su importancia en eso, en la sobrevivencia, allí, unos metros más abajo,
se convierte en la llave de la civilización, la que ellos resta: y ellos son civilizados.

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