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DE LOS BOMBEROS DE MADRID

Rafael Sánchez Ferlosio.


«Industrias y andanzas de Alfanhuí»
(1952).

Un día Alfanhuí y don Zana vieron un incendio. Una mujer en


un balcón daba gritos desgarrados. Por las grietas de la casa,
salía humo. La gente se juntó en torno a la casa. A lo lejos
empezó a oírse la campanilla de los bomberos. Luego, llegaron
esplendorosos por el fondo de la calle, con su coche rojo
escarlata y su campanilla dorada y sus cascos dorados, limpios y
refulgentes. Traían los bomberos una alegría de fiesta.

Había en aquellos tiempos, en Madrid, muchos niños que


querían ser bomberos. Fue una época pacífica y los niños heroicos
no tenían otro sueño. Porque el bombero era el héroe mejor de
todos los héroes, el que no tenía enemigos, el más bienhechor de
los hombres. Los bomberos eran buenos y respetuosos, dentro de
sus grandes mostachos, con sus uniformes de héroes cívicos, con
sus yelmos como los griegos y los troyanos, pero ecuánimes y
corteses, gordos y bondadosos. ¡Honra a los bomberos!
Desde otro punto de vista, eran los grandes amigos del
fuego. Había que ver la alegría con que llegaban, el entusiasmo de
su faena, el júbilo de sus coches rojos. Rompían con sus hachas
mucho más de lo que había que romper. Hartos de su interminable
quietud, les embriagaba la alarma, las llamas los enardecían y
llegaban eufóricos al incendio. Ponían en marcha su mecanismo de
pura actividad y de pura prisa. Vencían al fuego, tan sólo porque
le demostraban una mayor actividad y una velocidad mayor. Y el
fuego, humillado, se retiraba a sus cavernas. Ellos conocían este
secreto, el único eficaz contra las llamas. Ganaban al fuego en
aquello que más se tenía por grande: en movimiento y
escenografía. Le humillaban. Todos los ojos se volvían hacia ellos;
el fuego nadie lo miraba ya.

Corrían menos que una persona normal, pero corrían


canónica y gimnásticamente; pecho afuera, puños al pecho, la
cabeza alta, levantando mucho los pies del suelo y las rodillas
hacia afuera y nunca tropezaban unos con otros. Por eso, todo el
mundo decía:
-¡Qué bien corren!

Nunca sacaban a nadie por la puerta, aunque pudieran;


siempre lo hacían por las ventanas y por los balcones, porque lo
importante para vencer era la espectacularidad. Bombero hubo
que, en su celo, subió a la joven del primer piso hasta el quinto,
para salvarla desde allí.

En cada piso había siempre una joven. Todos los demás


vecinos salían de la casa antes de llegar los bomberos. Pero las
jóvenes tenían que quedarse para ser salvadas. Era la ofrenda
sagrada que hacía el pueblo a sus héroes, porque no hay héroe sin
dama. Cuando llegaba la hora del fuego, toda joven conocía su
deber. Mientras los demás huían aprisa con los enseres, ellas se
levantaban lentas y trágicas, dando tiempo a las llamas, quitaban
de su rostro las pinturas y los afeites, soltaban las largas
cabelleras, se desnudaban y se ponían el blanco camisón. Salían
por fin, solemnes y magníficas, a gritar y a bracear en los
balcones.

Así lo vio Alfahuí aquel día, así sucedía siempre que había
fuego. Sucedía siempre lo mismo porque era un tiempo de orden y
de respeto y de buenas costumbres.

Rafael Sánchez Ferlosio

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