Gobernaba el virreinato el Señor Sobremonte, funcionario apegado al formalismo de las altas posiciones administrativas y sin las virtudes esenciales de un patriota. Con esas cualidades, no era garantía para la colonia ni para los pueblos del virreinato, en tiempos en que España sufría el desorden interior y los ultrajes del absolutismo napoleónico, y cuando en los pueblos americanos empezaba a sentirse el movimiento de una idea emancipadora.
■ Dueña Inglaterra de los mares, por sus escuadras victoriosas en Trafalgar, creyó propicia la hora no sólo para vengar las subordinaciones de Carlos IV a Napoleón, enemigo declarado de la Gran Bretaña, sino también los estímulos directos que la corona española había desarrollado en la emancipación de las colonias inglesas en la América del Norte. La hora era, en realidad, propicia.
■ En el año 1805, una escuadra inglesa navegó en los mares de nuestro continente y siguió viaje hacia el Cabo de Buena Esperanza, en donde conquistó las colonias holandesas. El virrey Sobremonte tuvo noticia de que esas fuerzas tentarían también la conquista del Río de la Plata; pero cuando conoció las operaciones que hacía en el Sur de África, descuidó ponerse en condiciones de defensa. Fue para él una amarga sorpresa, cuando en los días de junio de 1806, vio en el estuario una escuadra de doce buques ingleses, que no venía a saludar la insignia del vanidoso virrey.
■ Colocado en el duro y difícil trance, probó que su carácter no estaba a la altura de la situación. Llegó a creer que los invasores no realizarían sus propósitos con las escasas fuerzas que traían, y descuidó aun entonces, armar y disciplinar a los vecinos. Se limitó a organizar algunas partidas para que vigilaran las costas durante las noches. Desde el 17 de junio, día en que fueron vistos los buques ingleses en el estuario, hasta el 27 del mismo mes, en que desembarcaron en las playas de Quilmes y marcharon sobre la ciudad, el virrey dio órdenes y contraórdenes, se movió de un lado para otro lado, paseó las calles con grandes comitivas de ayudantes, y cuando distribuyó armas y municiones, lo hizo en una forma inconveniente y ridícula. Pedro Cerviño, en su diario, da los siguientes datos acerca de esa distribución, hecha el día 25 de junio: “A las dos de la tarde-dice-tocaba de nuevo la generala, y dada la señal de alarma corrieron todos con precipitación al cuartel; allí recibieron de mano del sargenvolante y varios edecanes, que los hizo hacer alto. Con ese motivo procedieron los soldados a acomodar su armamento, del que ya habían perdido alguna parte de los cartuchos y piedras, faltando en todas las llaves, la zapata para colocar aquellas.”