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I

“Érase una vez la razón. Y de un momento a otro,


había asesinado al corazón”

Samara se exasperó cuando el psicólogo le hizo por tercera vez la misma pregunta. No estaba
acostumbrada a los interrogatorios, mucho menos de parte de un total desconocido. Quién se creía su
madre para obligarla a asistir a tan detestable sitio? Que podía hacer ese hombre barbado con un bolígrafo
y una libreta, mientras tomaba vivamente apuntes de lo que escuchaba para enmendar de algún modo lo
que había sucedido? Le parecía un absurdo incluso haber buscado ayuda, sólo ella podía superar el
pasado. O era ella misma quién la ayudara a levantarse, o se dejaría derrumbar eternamente. “Pero este
abuelo no merece mis palabras. Que estará pensando de mí? Le debo gustar para que no me haya dejado
ir….depravado.”

Le dolía la espalda; llevaba dos horas sobre la misma silla, limitándose a responder del modo más
respetuoso posible, tal y como sus modales lo exigían. No debía demostrar irrespeto o hablar de modo
desafiante, así había aprendido de su progenitora. Admiraba y apreciaba la excelente educación que había
recibido de su parte y no se atrveía a levantar la voz en su presencia. Pero en esta ocasión,ya estaba
exasperada, y su madre no estaba con ella. Quería salir de aquel sitio. Quería olvidar, quería paz. Era tan
difícil encontrarla?

- “No lo disfruté” – respondió con firmeza y enojo – “era muy pequeña para darme cuenta de lo
que pasaba. Acaso cree usted que era capaz de razonar si lo que estaba haciendo mi padre era
bueno o malo? Desde cuando los niños de cinco años juzgan a sus padres con absoluta firmeza?”

El psicólogo la miró. Intentaba resolver el enigma que se hallaba detrás de la mente de la señorita al
frente de él sentada. Era una paciente más. Había tratado casos similares anteriormente. No había nada
especial en ella, salvo su impactante belleza. A pesar de esto, sabía controlarse profesionalmente. Igual,
nunca se había dejado llevar por el deseo.

- “Me refiero a la relación que tuvo con su novio, srta…”

- “Ex-novio” – aclaró Samara secamente – “Ya no es mi dueño. Nunca lo fue. Quería


experimentar que se sentía, quería conocer. Es eso pecado?”

“Pero no. No lo disfruté”- dijo mientras bajaba la cabeza con tristeza - “Mire… no puedo
describirle lo mal que me sentí en ese momento. No sé si el me quería… no sé si en realidad
deseaba compartir conmigo un momento de pasión y amor o sólo buscaba darse placer. Y
mientras pasaban los minutos, yo sólo podía recordar. Creí que sería distinto. De niña no sentía
nada, simplemente el tiempo pasaba y mi padre se regocijaba sobre mi cuerpo… pero a los
quince años ya se sabe bien que está pasando, no era justo que pasara de nuevo! Y ahora estoy
condenada a no entregarme a ningún hombre, mientras todos ellos están condenados a desearme
en vano. Porque como los viles perros que son se aprovechan de la mujer a la que poseen, pero
no les voy a dar ese lujo, no otra vez!”

Acto seguido se levantó del asiento y corrió hacia la puerta. Abandonó el lugar tan rápido como pudo
mientras el llanto la vencía, y corrió hacia su hogar. De nada servía odiar al psicólogo. Él sólo hacía su
trabajo. Lo único que la irritaba era tener que recordar una vez más su infancia y juventud. No creía justo
revivir aquellas noches de su juventud, ni aquella obscena noche de su juventud.

La lluvia caía torrencialmente sobre ella, pero era lo que menos le importaba. Caminar bajo la lluvia
significa soledad y tristeza. Pero a la vez es signo de determinación, así lo asumía ella. A su paso, no
podía evitar cruzar la mirada con los hombres que la observaban detenidamente, que detallaban su
escultural cuerpo bajo aquel sutil vestido, húmedo bajo la lluvia. Aquellos ojos masculinos que sobre sus
curvas se posaban. Y aquellas mentes inquietas que asumen las noches con lujuria, mientras sus cuerpos
disfrutan del placer carnal, y sus corazones se sumergen en el más profundo y frío de los océanos.

Se sintió acosada. Rodeada. Asfixiada. No podía soportarlo.


Entró a un café con la simple intención de esquivar sus propios pensamientos. Es que nunca sería capaz
de liberarse de ellos? Así de fuerte era el trauma? Tenía un futuro por delante, por qué aún dependía de su
pasado?

Era el día de su quinceavo cumpleaños cuando sucedió por última vez. Sus amigos más cercanos y
familiares más queridos habían decidido prepararle una fiesta de ensueño. Las libertades que ofrece el
dinero son pocas veces disfrutadas a cabalidad, o aprovechadas dignamente. En medio de los adornos y
los festejos, los invitados, los trajes y la música, Samara se sintió por primera vez como una auténtica
princesa. Conversó con lejanos parientes. Abrazó innumerables veces a sus amigas, bailó hasta el
cansancio con los jóvenes más apuestos. Saludó amablemente a sus pretendientes, que no disimulaban sus
intenciones aún en tan pomposa situación. Ella los trataba con respeto. Sabía muy bien lo bella que era,
pero no le veía sentido a sentir orgullo por eso. Cuando alguno intentaba abrazarla más de lo debido, o
insinuaba querer robarle un beso, ella se apartaba con delicadeza, e incluso pedía perdón por hacerlo. “Lo
siento. Espero que te enamores de alguien que te quiera y te ame. Yo no te amo, no sufras conmigo…”
decía con mayor frecuencia que cualquier otra chica de su edad.

Poco antes de terminar la fiesta, hizo lo que cualquier recién señorita querría hacer con sus amigas:
reunirse en un lugar aparte y confesar sus más profundos deseos. Hablaron entonces de viajes, de triunfos,
de títulos, de amantes… de dinero, de familia, de hijos… Todo era felicidad y picardía entre aquel grupo
de inocentes muchachas que abrían sus mentes a la vida de mujer. Pero cuando alguna expresó desde lo
más profundo su íntimo deseo de “pasión”, todo se tornó confuso para Samara. Hubo entonces un instante
de calma en la fiesta por acabarse. El silencio se convirtió por un minuto en la única voz en su mente. Al
poco tiempo, reaccionó. Ninguna se logró explicar el porqué, pero el tema de conversación cambió
drásticamente, y al poco tiempo se encontraban de nuevo entre risas y alboroteos. No podía haber sido
una mala señal, uno de esos malos presentimientos… otra vez no…

Llegó el momento de la despedida. Madre, padre e hija se dirigieron hasta la salida, y dieron la última
despedida del día a tan querido grupo de invitadas. Luego de esto, su madre se dirigió a su alcoba
inmediatamente, exhausta por la jornada, pero alegre por su hija, ahora convertida en mujer. Todos
soñaban ahora con una Samara iniciando su vida profesional, y cumpliendo con las metas que
seguramente se planteó con sus amigas al final del día.

Su padre no se movió del lugar donde estaba. En su mano tenía una pequeña caja. Cuando Samara la
detalló, creyó que sería el regalo más especial de la noche, y abrazó a su padre con verdadero afecto,
quizá como nunca lo había hecho. Pero su padre le impuso una condición para abrir la caja…

Tenían que estar los dos en la misma habitación, con la puerta cerrada.

Samara rompió una vez más el hielo de sus propios recuerdos. El encuentro con el psicólogo ya había
terminado. No había razón para mortificarse de nuevo.

Llamó a la muchacha que atendía el lugar, esperando poder ubicar su mente en otro sitio. Cualquier otro
sitio, menos el pasado. Cuando la mesera se presentó frente a ella, sólo pudo contener la respiración, e
invertir un largo instante en detallarla. Su mente había encontrado otro sitio, al menos por un instante. La
muchacha en cuestión, era muy bella. Pocas son las palabras que se pueden usar para describir a este tipo
de belleza, de aquella que es innata, que va más allá del cuerpo, y que pocas mujeres pueden jactarse de
tener, a pesar que muchas la envidian secretamente. Irradiaba pureza y felicidad, a pesar de su humilde y
sencillo empleo. No tenía un cuerpo escultural, ni un rostro de modelo. No había en ella signo de maldad
u odio; ninguna mala intención, ninguna mentira parecía poder provenir de ella. Su mirada era de amor, y
seguramente lo dirigiría hacia un hombre en especial. Todo en ella era sencillo, y a la vez perfecto.

Por un momento la envidió. Sintió deseos de cambiar de cuerpo con la mujer que se encontraba al frente..
deseos de desviar todas las miradas de los hombres hacia otro lugar, y de desahogar su odio con la bella
mesera que la estaba atendiendo en el café. Llegó a su mente por unos instantes una imagen de sangre y
represión…. de violencia, venganza… y gore. Ningún humano puede jactarse de no haber tenido estos
pensamientos. Y para Samara, materializarlos sería la oportunidad perfecta para liberar emociones
reprimidas, algunas, desde que tenía cinco años…
Pero se controló. El mejor modo de expresar la ira no es con violencia, no los actos propios ni el pasado
se reparan con sangre. Así lo había aprendido de su madre, y así seguiría actuando por el resto de sus días.
En cambio, deseó mentalmente lo mejor para la mesera. Ella había encontrado la felicidad en el amor a la
que Samara no creía llegar algún día. Entendió que la mesera representaba mucho más que una simple
aparecida en su vida, y pasaría a ser de aquellas personas que con sólo una mirada se simbolizan para los
demás, y para ella se convirtió instantáneamente en un símbolo de lo que quería llegar a ser. Sencilla y
perfecta. Existía demasiado ego en querer cumplir con esas dos cualidades? Donde se encuentra el límite
del orgullo cuando de luchar por nosotros mismos se trata?

Pidió un expreso, y miró hacia la ventana, mientras la lluvia seguía oscureciendo el atardecer. En ese
momento, los recuerdos volvieron.

Su padre destapó la caja como si de una joya se tratara. Samara vió, en una escena horriblemente cruda y
bañada en depravación cómo su padre se acomodaba el preservativo recién destapado. De pronto, se
encontró a si misma, diez años antes, en la misma situación. Una pequeña e inocente niña frente a un
padre ejemplo de bondad y afecto, que buscaba quitarle la ropa desesperadamente como si de algo
urgente se tratara.

Se quedó pálida, incapaz de gritar o correr. Los recuerdos de su infancia aún se encontraban vigentes. No
pudo ofrecer resistencia, no pudo escapar. Ni siquiera pudo llorar ante aquel inmundo ser que se dio a
conocer como su padre, y que una vez más se contorsionaba glorioso sobre el escultural cuerpo de su hija.

Samara pagó la cuenta, saludó amablemente a la hermosa mesera, y se dirigió una vez más hacia su
hogar, bajo la cada vez más tenue lluvia. Esta vez, no prestó atención a las miradas inclementes que sobre
ella se cernían. Ya no tenía que mirar a su alrededor para sentirse asfixiada. Había soñado muchas noches
con la misma situación. Pesadillas con su padre, y con casi cualquier hombre que conocía, sudando
asquerosamente sobre su cuerpo desnudo. Ni siquiera sus verdaderos amigos se salvaban de ser
protagonistas de estas detestables escenas que solía vivir cada noche de su vida. En sus pensamientos,
había sido de su padre, de sus amigos, de sus docentes… Sueños… recuerdos, ya no podía distinguirlo.

Esa era la razón por la que se dejó convencer de su madre para visitar al psicólogo. Quería dejar de soñar.
A pesar del orgullo naturalmente humano que le reiteraba no buscar ayuda profesional para asuntos
personales, sabía que la necesitaba. Y aunque la primera cita no había resultado reconfortante, el simple
hecho de ver a una mesera sencilla y perfecta atenderla amablemente en un café durante un lluvioso
atardecer, le otorgó la voluntad para tomar la segunda decisión más importante de su vida después de
demandar y enviar a prisión a su padre.

Había decidido volver.

Cuando llegó a su hogar, la lluvia había cesado. Y en su interior, se encontró a alguien que no esperaba.
No se trataba de su padre, ni de un amigo cualquiera. Sobre una silla, mirando hacia la puerta, estaba
Walter. El único muchacho al que Samara no le pudo decir “no sufras conmigo” durante su fiesta de
quince años. El segundo hombre con el que se había acostado, y el primero con el que lo había hecho
voluntariamente.

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