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Ortega y Gasset psicólogo: Ensayos y aproximaciones
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Ortega y Gasset psicólogo: Ensayos y aproximaciones
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Ortega y Gasset psicólogo: Ensayos y aproximaciones

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José Ortega y Gasset tuvo un profundo y constante interés por los temas psicológicos. Ya en 1915 pronunció una serie de lecciones sobre un "Sistema de psicología", en el Ateneo de Madrid, a la que siguieron otras, de las que tenemos prueba fehaciente en muchas páginas de El Espectador y en otros lugares a lo largo de su ingente producción filosófica. Ortega habló incluso en alguna ocasión de "nosotros, los psicólogos", y criticó la que consideraba como una "escandalosa" pobreza de conceptos que le parecía hallar en las obras psicológicas de su tiempo, haciendo esfuerzos por remediarlo en sus clases y en sus libros.

Como clarifica Helio Carpintero en este volumen –que aglutina todos los ensayos que en los últimos cincuenta años ha dedicado a esta faceta menos conocida del filósofo español y que quedará como un insustituible libro de referencia–, las reflexiones orteguianas sobre la psicología –de las que sorprende la amplitud de sus conocimientos sobre las escuelas de la época, y que conforman un corpus atractivo y variado, disperso por las miles de páginas de sus Obras completas– han influido en toda una serie de psicólogos, psiquiatras e intelectuales españoles, entre los que destacan José Germain, José Luis Pinillos, Mariano Yela, Luis Valenciano, Antonio Rodríguez Huéscar, Gonzalo Rodríguez Lafora, José María Sacristán y Julián Marías. La psicología de nuestro tiempo puede encontrar una orientación intelectual sólida en el pensamiento y la idea que Ortega tenía de la psicología –esa "ciencia explicativa de la vida biográfica"– y puede hacer de la realidad radical de "mi vida" su piedra de toque.

Completa este volumen su Discurso de ingreso en la Academia de Ciencias Morales y Políticas, donde Helio Carpintero plantea un esbozo de una psicología según la razón vital, con el objetivo de contribuir a dar solidez a una psicología concebida como ciencia, abierta a la filosofía y la antropología, y orientada hacia una intervención social destinada a promover las cotas máximas de calidad de vida.

"Un ensayo que todo orteguiano –y todo interesado en el desarrollo del pensamiento hispanoamericano del siglo XX– ha de leer."
Carlos Javier González Serrano, Revista Filosofía & Co
LanguageEspañol
Release dateJun 26, 2020
ISBN9788417425722
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    Ortega y Gasset psicólogo - Helio Carpintero

    ORTEGA Y GASSET PSICÓLOGO

    Helio Carpintero

    ORTEGA Y GASSET

    PSICÓLOGO

    Ensayos y aproximaciones

    fórcola

    Señales

    Señales

    Director de la colección: Javier Fórcola

    Diseño de cubierta: Fórcola

    Diseño de maqueta y corrección: Susana Pulido

    Producción: Teresa Alba

    Composición digital: Pablo Barrio

    Detalle de cubierta:

    «Ortega y Gasset», estarcido de Damián Flores

    © Helio Carpintero Capell, 2019

    © Fórcola Ediciones, 2019

    c/ Querol, 4 – 28033 Madrid

    www.forcolaediciones.com

    ISBN: 978-84-17425-72-2

    Edición digital ePub, 2020

    PRÓLOGO

    Sobre la psicología orteguiana

    Cada libro tiene su historia. La de éste, precisamente, se halla entretejida con mi propia biografía de un modo muy complejo, por lo que al tratar de entender las razones y los motivos que lo han hecho posible, me encuentro buceando en los proyectos y las experiencias que han ido conformando la realidad sustantiva de mi existencia.

    Llegué a la psicología, al igual que muchos otros, desde una previa dedicación a la filosofía. Lo peculiar del caso es que había ido familiarizándome con un pensamiento que, en mis años juveniles, estaba al margen de las enseñanzas académicas establecidas: la filosofía de Ortega y Gasset, a la que había llegado gracias a relaciones que me permitieron tener un trato continuado, personal, casi familiar, con el mayor discípulo y conocedor de ese pensamiento, el filósofo Julián Marías, que me permitió ver, personificada, unas ciertas ideas en una vida creadoramente dedicada al quehacer del pensamiento. Y semejante experiencia me impulsó a emprender un camino personal propio, adquiriendo una creciente familiaridad con aquel sistema de ideas.

    Esas ideas no tenían «curso legal» en las aulas a donde hube de acudir para lograr un título socialmente reconocido. Como ya he dicho, Ortega, que había ejercido un magisterio enorme sin disputa en la universidad, estaba fuera de todos los programas de la posguerra de los que yo tuve que examinarme, y era, para mí, una disciplina cultivada en mi soledad, con el ejemplo que me llegaba de su máximo conocedor, que ejercía su magisterio en periódicos y conferencias, y representaba un ejemplo máximo de «libre pensamiento».

    Cuando, algún tiempo después, hube de buscar un acomodo académico en que desarrollar una vocación docente a la que aspiraba a dar cumplimiento, surgieron ante mi vista unas redes de relaciones que enlazaban mi formación intelectual con los temas de un campo lleno de promesas y de intereses, el de la psicología, por el que empecé a transitar guiado ahora por un nuevo maestro, José Luis Pinillos, una persona llena de inquietudes y saberes múltiples, con un certero instinto para hallar los temas nucleares, y abordarlos de modo fecundo y original.

    Entre esos dos polos intelectuales hube de comenzar a moverme, y creo, al cabo del tiempo, que entre ambos sigo todavía haciéndolo. Pensé, y sigo pensando, que la psicología de nuestro tiempo, crecientemente centrada en la vida personal, y en los recursos y modos de los comportamientos que hacen ésta posible, podía –y añadiré, también: debía– ser iluminada con los conceptos del pensamiento orteguiano, que gira en torno de la vida humana –en particular, la mía propia–, y que, de este modo, converge con aquella ciencia en el objeto que analizan: la vida personal. Los psicólogos decimos que nuestro saber gira en torno a los recursos y modos como se adapta la persona a su situación; y Ortega, y Julián Marías, han repetido por activa y por pasiva en innumerables lugares que el fin de la filosofía consiste en «saber a qué atenerse», a qué atenerse acerca de nuestra circunstancia y de nosotros mismos. ¿Cómo no tratar de aproximar sus respectivos puntos de vista, hasta llegar a encontrar una imagen, incluso en relieve, de esa actividad, o quehacer, de la persona en su mundo?

    Ortega ha enseñado con energía la índole histórica de los quehaceres humanos, y ha insistido en que de todas las realidades hay que procurar dar «razón histórica» de su presencia y consistencia. Trasladado al campo de mis intereses psicológicos, ello se tradujo en una precisa cuestión: ¿Qué había sido, y qué era, la psicología en el seno de la sociedad española en la primera mitad del siglo xx? Como campo de conocimiento, empezaba a desplegar sus alas allá por la década de los sesenta del siglo pasado, y lo iba haciendo con buen ánimo y fortuna. Pero lo hacía sin guardar la menor memoria de lo que otros españoles habían hecho previamente, hacia los años 1920 y 1930, antes de que hubieran de exiliarse y dejaran sin terminar sus proyectos profesionales en nuestro país.

    ¿Cómo no tratar de reconstruir esa historia? Y al hacerlo, ¿cómo ignorar la obra ingente de Ortega, no ya la filosófica sino la más concreta y próxima a la psicología, tan atractiva y variada, a la vez que dispersa en los miles de páginas de su obra completa? Y así vine a aproximar mis dos líneas mentales, empezando pronto a tener algunos resultados.

    Uno fue el comentario de texto, que aquí se incluye, sobre un artículo de Ortega en que se analizan con gran finura las raíces de la mente humana, sus raíces emotivas y afectivas, el intelectualismo que ha dominado en Occidente durante siglos, y la convergencia de ambas fuentes. Especialmente me sedujo la idea, que ahí procuré poner en práctica, de aplicar un acercamiento «hipotético-deductivo» a la tarea del comentario de texto, que obligó a realizar imágenes globales del pensamiento orteguiano para fundar las diversas interpretaciones del texto analizado.

    Otro fue la necesidad de resituar toda una serie de textos del filósofo relativos a la psicología, especialmente su modelo de personalidad sobre el «hombre-masa», en un capítulo global dedicado a la sistematización de sus ideas acerca de todos estos temas en mi estudio sobre Historia de la Psicología en España (1994), donde puede verse el gran papel que él jugó en la consolidación y expansión de los estudios psicológicos en los años que precedieron a la Guerra Civil. Y es igualmente sorprendente la amplitud de sus conocimientos sobre las escuelas de la época, particularmente europeas (psicoanálisis, funcionalismo, Gestalt, psicología comprensiva; no digamos ya sus reflexiones bien conocidas sobre fenomenología, Herbart o Dilthey, que de algún modo ponen aún más de relieve la ausencia de referencias al conductismo de la época), que en buena medida confirman la atracción que sentía hacia esos temas. En las páginas que siguen se encuentran precisamente varias referencias a ese tema.

    En fin, muchas de las reflexiones que me ha ido sugiriendo la lectura de su obra en relación con la comprensión de la psicología pueden fácilmente encontrarse en el Apéndice de este libro, Esbozo de una psicología según la razón vital, objeto en el año 2000 de mi discurso de ingreso en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. Allí se ve, con bastante claridad, cuál es mi convicción acerca de la posible integración a fondo de esa filosofía con los desarrollos recientes del mundo de la psicología. No es éste el lugar ni el momento para resumir ni parafrasear lo que allí va dicho.

    Encontré estimulantes sugestiones para ese proyecto en diversos lugares, pero especialmente en mis maestros más cercanos. Pinillos, por ejemplo, movido por su curiosidad e inquietud, había encontrado muchas cosas interesantes para sus reflexiones en las páginas orteguianas. No eran las menores la enérgica defensa que en ellas se hace de la historicidad de los comportamientos humanos, y las anticipaciones que ahí veía de más recientes desarrollos en el campo de la psicohistoria1, un tema que a nuestro psicólogo atrajo de manera insistente en su madurez.

    También Yela ponderó en varias ocasiones el valor potencial de esa filosofía para una más honda comprensión de las investigaciones conductuales. La visión que él defendió de la realidad del comportamiento se expresa bien en su definición de éste como «la acción física significativa»2, una fórmula que busca conciliar la dimensión corporal, incluso biológica, de la conducta con la propia de las significaciones y los procesos cognitivos, aspectos ambos a su juicio inseparables a la hora de comprender la acción humana.

    Estímulos vivos, aunque ya más lejanos, me llegaron también de dos personas que, cada una a su manera, habían vivido de cerca la obra y la persona de Ortega, y se habían interesado a la vez por la psicología. Hablo de ellas aquí. Me refiero a Luis Valenciano –cuando lo conocí era una figura de la psiquiatría en Murcia– y, sobre todo, a la personalidad –llena a la vez de saber y de modestia– de José Germain, a quien encargué su autobiografía para los números iniciales de la Revista de Historia de la Psicología que empecé a editar en la Universidad de Valencia (1980), y con ello reavivé sus recuerdos e ilusiones, algunos de los cuales me confió mientras preparábamos la edición de ese escrito suyo, tan fundamental para conocer la historia de nuestra psicología.

    Pero, sin duda, el mayor impulso me llegó desde la visión del hombre que Marías ofrece en su obra de madurez Antropología metafísica (1970). En sus páginas se ofrece una precisa visión de la posición que corresponde a nuestro cuerpo cuando se lo contempla desde nuestra vida, y con ello, el lugar que a sus mecanismos, tanto fisiológicos como psicológicos, cabe asignar en relación con la realidad radical. La visión ingenua nos impulsa a situar la vida, entendida como vida biológica, en el lugar de una cualidad o propiedad del organismo, al que vendría a pertenecer; en cambio, la perspectiva filosófica reconoce que todas las realidades concretas, incluido el cuerpo y sus circunstancias, están situadas «en mi vida», que es donde las hallo, y en donde las encuentro «radicadas», esto es, fundadas. No cabe inversión más completa. Pero cuando se reconoce y explicita, abre el camino para una sistemática comprensión de los problemas desde su radicalidad, y llegamos a entender la psicología como la «ciencia explicativa de la vida biográfica», como en algún lugar he llegado a proponer. Y con ello, se abre un vasto programa de tareas que, a partir del análisis de esta última, organiza y define las cuestiones que hay que llegar a aclarar.

    Mi Esbozo citado, tarea para mí inacabada, marca no obstante una línea ideal de progreso que desearía llegar a recorrer en busca de nuevas claridades. Mientras tanto, he ido haciendo algunos ensayos ocasionales, destinados principalmente a hacer ver con alguna precisión aspectos o temas del pensamiento de Ortega, cuyo rigor corre parejo a la dificultad que en el mismo uno encuentra nacida del, a mi ver, excesivo brillo de su genio literario.

    Los trabajos que ahora reúno, bajo el generoso impulso del editor, aparecen como fueron publicados en su día, corregidas las erratas que en su lectura he hallado, pero sin más retoque ni afeite. Ciertamente, la literatura sobre Ortega, de los años setenta para acá, ha crecido y se ha fortalecido de modo extraordinario. Ha visto la luz una revista fundamental para el estudio de ese pensamiento, Estudios Orteguianos, y se han escrito libros y tesis doctorales que, en muchas ocasiones, ofrecen gran cantidad de información sobre algunos de los puntos que había yo tocado previamente en mis ensayos. No es el momento de hacer listas de obras, sin duda todas tenidas en cuenta en las páginas de la revista que acabo de mencionar. Algunas cosas directamente relacionadas con la psicología también llegaron a ver la luz en la ya mencionada Revista de Historia de la Psicología, una publicación que desde 1980 viene apareciendo regularmente, y muy recientemente ha pasado de la edición en papel a la edición online, donde hoy puede ser consultada en su integridad por los lectores interesados. He pensado que no tenía ningún sentido reescribir mis ensayos –salvo mínimas correcciones y alguna actualización–, ni cargarlos con citas de trabajos que no pudieron ser consultados en el momento de su escritura. Al final del libro se indica la procedencia de los textos aquí reunidos. Quien hoy se interese por esos temas, al lado de mis modestas intuiciones podrá colocar sin dificultad los datos recientes que ofrece la bibliografía orteguiana actual.

    Creo, en todo caso, que el intento último que inspiró estos trabajos sigue siendo valioso, y podría llegar a ser fecundo. La psicología de nuestro tiempo, y muy particularmente toda aquella dirección que ha decidido explorar las múltiples y fecundas cuestiones de las que hoy se ocupa la «psicología positiva», pero no sólo ella, puede encontrar una orientación intelectual sólida en el pensamiento de Ortega, y puede hacer de la realidad radical de «mi vida» su piedra de toque para enfocar las preguntas que permitan hacerla avanzar en la comprensión de la vida humana. Se ha dicho en muchas ocasiones que lo que verdaderamente permite avanzar nuestro conocimiento es la formulación de preguntas oportunas y con sentido, tanto o más de lo que lo hacen los descubrimientos puramente fácticos y ocasionales. Yo veo en esa filosofía de Ortega, ante todo, un semillero de preguntas y cuestiones que podrían movilizar el pensamiento de cuantos se ocupan de temas psicológicos en nuestro tiempo. Esa idea es la que me anima al reunir y reeditar estas páginas. Muchas de ellas deben mucho a la colaboración de colegas entrañables: Enrique Lafuente, Emilio García, Fania Herrero, Enid Miranda; y sobre todo, al estímulo de mis maestros Julián Marías y José Luis Pinillos. Estas páginas, como se ve, son resultado de una vida hecha en gran medida en convivencia intelectual. El tiempo dirá si al reunirlas, con la ayuda inestimable del editor, acerté en la empresa.

    ORTEGA Y GASSET PSICÓLOGO

    Ensayos y aproximaciones

    1

    Procesos psicológicos y situación histórica en el pensamiento de Ortega

    Una y otra vez, en los tiempos recientes, se han acercado los filósofos a la psicología en busca de inspiración, confirmación o meras sugestiones para su teoría, al tiempo que los psicólogos han procurado, tercamente, distanciarse de aquéllos. Tal vez los problemas epistemológicos han facilitado un campo de interés común desde el que quepa en su momento replantear de nuevo las relaciones entre ambos saberes. Pues crecientemente se impone la evidencia de que una psicología sin filosofía carece de sólidas bases con que abordar ciertos problemas radicales de su campo, mientras que una filosofía que vuelva la espalda a lo que sobre el hombre, y sobre el mundo, dice una psicología de hoy, por fuerza ha de estar por debajo de su tiempo.

    Mientras vienen mejores tiempos de integración de saberes podemos aprovechar y reflexionar ciertas construcciones intelectuales en que se abordan con inmediatez y amplitud temas de común interés para el filósofo y el psicólogo: los temas del hombre y su vida, su actitud ante el mundo y ante sí mismo, su relación con los otros, su pensar, su querer, su sentir. Una de estas construcciones, que exige un trabajo de incorporación y aprovechamiento de sus ideas para ampliar las perspectivas que hoy tratamos de alumbrar, es la obra intelectual de Ortega.

    Hay motivos circunstanciales en esta vuelta que esbozan muchos espíritus hacia la figura de Ortega3. Pero puede haber también motivos más profundos y radicales. Al menos puede haberlos para los psicólogos de nuestro tiempo. Y ello por una razón bien sencilla.

    Los psicólogos hemos hecho en los tiempos recientes una experiencia esencial. Más allá de los grupos de significación limitada, el torso de la psicología contemporánea ha procurado construir una doctrina que situara el problema psicológico más allá de la conciencia, más allá de la subjetividad, en el terreno mismo de los procesos objetivos. Ha sido el esfuerzo del conductismo americano, iniciado por Watson en la primera década del siglo xx. Ha sido también una exageración, una exageración de la que ha sido preciso volver porque había más cosas en el hombre y en su conducta de lo que aquella teoría recogía y conservaba: el pensamiento, la imaginación, el lenguaje, el simbolismo, la cultura, la estética, los valores, la ética… Y ahora resulta que el pensamiento de Ortega, mientras por una de sus caras ha hecho el esfuerzo de situar la filosofía «más allá» de la conciencia, más allá del idealismo, para afincarse en la vida o existencia, por otra ha sido una reflexión sobre la cultura y la historia y su significación para la definición misma de lo humano.

    Así resulta que el pensamiento de Ortega puede, precisamente, venir a cumplir un papel inspirador en la presente época de reconstrucción de la psicología. No porque alguna de sus tesis, desgajada del sistema, quepa en otra doctrina distinta, sino porque puedan los problemas actuales del psicólogo encontrar un fondo antropológico y filosófico que restablezca un sentido compatible con la realidad misma del hombre y de sus creaciones históricas y culturales.

    Hay, además, otro elemento a considerar en todo esto. Ortega ha situado su pensamiento muy próximo al terreno del psicólogo, y ello puede llegar a facilitar no poco su comprensión. Pero ésta no ha sido una proximidad azarosa, no ha sido una coincidencia de la que sin más quepa alegrarse: es una cercanía, una convergencia de perspectivas, fundada en motivos estructurales hondos.

    No está de más, en este punto, tratar de aclarar esas razones de convergencia, para situar así la distancia que puede haber entre su filosofía y la psicología.

    Ortega ha sentido la atracción de la psicología, «una disciplina fabulosamente interesante»4; ha mantenido contactos con algunos psicólogos, como lo prueba su amistad y trato con el doctor Germain5 que éste ha recordado; o su presencia activa en la fundación de los Archivos de Neurobiología, ya en 1920, con Rodríguez Lafora y Sacristán6; más todavía, ha dado cursos de psicología, como el de 1915, en el Centro de Estudios Históricos, publicado años más tarde en forma de libro7; ha hecho una de las primeras y más profundas presentaciones del psicoanálisis8, o ha hablado de las ideas de Köhler con motivo de la presencia de éste en nuestro país9. Pero, sobre todo, en cierto momento hay el reconocimiento expreso de una más profunda comunión con la perspectiva psicológica: tras reconocer su proximidad al modo de pensar de Dilthey y de Brentano, incluso de otros miembros de la generación de aquéllos –y así, del propio Wundt–, dice: «Nuestra filosofía tenía que ser llamada, en la perspectiva de 1870, psicología»10.

    Se trata, pues, de lo siguiente: la filosofía hacia la que se dirige el propio Ortega, en cierto sentido, ha de cumplir las funciones que se exigían a la psicología hacia 1870. Eran éstas fundamentalmente dos: el conocimiento de la conciencia individual, de sus procesos y sus hechos, y la fundamentación de las ciencias de lo humano, las «ciencias del espíritu», incluida la filosofía11. Alma individual y alma colectiva, conciencia personal y Volksgeist, prestaban el material básico con que asentar la concepción del mundo y de la vida que una filosofía requería, una filosofía basada en una previa psicología y conforme con una actitud psicologista radical; en ello convienen figuras como Wundt y Dilthey de modo casi total.

    En esta línea, su obra ofrece ciertos rasgos inequívocamente próximos a las direcciones teóricas postuladas por los psicólogos del siglo xix, porque al absorber la tradición intelectual germana ha incorporado antes que nada el sentido de sus problemas y no el mero repertorio de sus respuestas.

    Una y otra vez, aparece preocupado por eso que podríamos llamar «el alma de su pueblo», el Volksgeist español. Desde que se da de alta como meditador, en 1914, su filosofía aparecerá esencialmente vinculada con una profunda preocupación nacional. Al tiempo que da a la luz sus Meditaciones del Quijote, se presenta como portavoz político de una generación en Vieja y nueva política12. Ahora bien, mientras en el libro filosófico propone una teoría del amor, la comprensión, la «salvación» de las circunstancias, precisamente tras determinar que a su juicio «la morada íntima de los españoles fue tomada tiempo hace por el odio»13, en su conferencia del Teatro de la Comedia14 dice presentar «toda una ideología y toda una sensibilidad yacente, de seguro, en el alma colectiva de una generación», precisamente la suya propia15. Ese doble gesto tiene un denominador común, que es la referencia a un Volksgeist nacional, un alma colectiva que se halla en tránsito hacia nuevos horizontes y nuevas exigencias, que pretende destruir y, siempre que pueda, al mismo tiempo, cumplir con la deuda de una nueva reconstrucción16.

    Aunque la peripecia de este Volksgeist dentro de la obra de Ortega no deja de tener interés, no la vamos a seguir. Junto al sensualismo, y la superficialidad y la claridad mediterráneos, él requerirá su integración con una profundidad germánica, para advertir enseguida que esas tendencias, atribuidas a ciertas «razas», son controlables tan sólo desde el nivel de análisis histórico; de ahí que él mismo se vea llevado a este nuevo método para lograr la respuesta a su pregunta por España17. Hay, también, una segunda razón, y es que al tiempo de hacer su libro sobre el Quijote, piensa ya que la cultura, la vida social, las construcciones colectivas, han sido antes «vida individual»18. Es decir, el soporte de las construcciones transpersonales, las creaciones del espíritu, se encuentra en la realidad individual. Tal vez, tal vez, podía ya entonces repetir lo que en voz alta diría muchos años después, en 1948, cuando al referirse al término de Geisteswissenschaften, «ciencias del espíritu», y su falta de claridad última, recoge una pregunta burlona de Schopenhauer: Geist? Wer ist denn der Bursche? («¿Espíritu?... Bueno, pero ¡quién es ese mozo!»)19. Es una pregunta que lleva, muy directamente, al tema filosófico radical de Ortega.

    La pregunta por el espíritu o Geist pone en cuestión la realidad individual concebida como conciencia o subjetividad. Pueblo, cultura, creación, se contraen a fondo para «pasar por el corazón de un hombre»20, y se convierten en «experiencia inmediata», es decir, aquella experiencia que, al decir de Wundt, examina sus contenidos en su relación con el sujeto que los experimenta, en lugar de abstraer de dicho sujeto. Pero al retrotraer los grandes temas al marco de esa experiencia inmediata en que por fuerza han debido comenzar a darse, Ortega «parecía» efectivamente orientarse hacia una «psicología» tal como Wundt la hubiera definido: «La investigación del contenido total de la experiencia, en su relación con el sujeto y de las cualidades que éste atribuye inmediatamente a dicho contenido»21. Por fuerza, parecía inclinado hacia un análisis y observación de la conciencia que se ajustara al canon psicologista wundtiano.

    Pero se trata, tan sólo, de una apariencia, de una ilusión. Lo que hacia 1870 hubiera parecido psicología, ya no lo es cuando se lo mira desde la altura del siglo xx. En efecto, el problema del Volksgeist se ha transformado en un problema de realidad histórica, esto es, de determinación o condicionamiento del presente por el pasado; de persistencia, en medio del cambio, de ciertos factores o poderes. Bajo el presente, como un suelo inmediato, Ortega descubre un iceberg histórico definido, que es «lo moderno», «la modernidad». La Edad Moderna, o como se lo quiera llamar. Es un suelo definido por una manera de pensar, el idealismo, que ha sostenido la primacía de una cierta interpretación de la conciencia: la conciencia, un receptáculo, un continente, dentro de la cual se encuentra el mundo, su contenido22. Pero, por otra parte, en el siglo xx Ortega ha descubierto las limitaciones de esa modernidad, precisamente a través de las cuales presenta esa idea de la conciencia. En su crítica a esta idea radical se halla la explicación de por qué la obra de Ortega no es ni puede ser tomada como psicología del siglo xix; porque él ha ido más allá de esa idea de conciencia –más allá de la modernidad– para instalarse en un nuevo horizonte a explorar: la idea de la vida. Pero semejante tarea también guarda estrecha relación con ciertas psicologías.

    Acerca de la conciencia

    La historia de ese cambio es ya bastante conocida. Marías y Rodríguez Huéscar, entre nosotros, la han contado23, y desde luego el propio Ortega lo dejó claro, aunque tan sólo desde la publicación de sus escritos póstumos24. En síntesis se trata de que, desde 1914, aproximadamente, nuestro filósofo llegó a pensar que «no hay conciencia como forma primaria de relación entre el llamado ‘sujeto’ y los llamados ‘objetos’», lo que representaba –subraya– «la mayor enormidad que entre 1900 y 1925 se podía decir en filosofía»25; al contrario, esa forma de relación es precisamente la vida, es decir, «mi» vida. No es inoportuno, en este punto, recordar algunos jalones de esa transformación.

    En primer lugar, en esos años que preceden a 1914, en que Ortega va movido por una tremenda inquietud por la cultura de nuestro país, y supone que Europa, esto es, «la ciencia», es la solución para el problema nacional –una inquietud estrechamente afín a la sentida por los hombres de la Institución Libre de Enseñanza–, no ha dudado en recurrir a explicaciones «anímicas» del mundo del arte y de sus formas, como cuando siguiendo a Worringer habla del hombre primitivo, del clásico o del gótico, de su querer y su poder creativos como «razón» de sus creaciones26. Pero el mismo año en que escribe sobre Worringer, lo hace también sobre Freud. Y Freud significa no una ciencia, un «mito» que puede venir en ayuda de nuestra cultura nacional, sino una inspiración que recurre de la conciencia a otras instancias inconscientes27. Ahora bien: en estos y otros casos, Ortega se ha visto remitido, forzosamente, al tema de la conciencia como raíz de las demás. Lo que quepa decir de aquélla como estructura básica de la subjetividad ha de servir de base a cualquier conocimiento de los productos de la cultura y del espíritu.

    Ése es el momento en que, en 1912, Ortega estudia, según sus propias palabras, la fenomenología de Husserl. Y allí descubre con nitidez su limitación, al tiempo que su utilidad.

    Comenzando por el último punto, la fenomenología ha aclarado el problema que frente a la conciencia tenía planteado la psicología clásica. Al querer esclarecer en qué consiste la experiencia individual, de que todo el Universo ha de formar parte como idea o contenido según el idealismo, la psicología ha buscado cuáles serían sus constitutivos elementos. Y ha creído que uno de esos elementos es la sensación: el dato básico, la pieza clave de aquella experiencia. Wundt ha pensado que en la sensación se encuentra el átomo psíquico con que construir el resto de la experiencia, si dejamos a un lado la dimensión complementaria sentimental. Por ser el átomo verdadero de la psique, ha de ser hallado en ella; por ser el último elemento, es también su explicación. Ortega advierte entonces, de mano de los fenomenólogos, que la sensación con que se quiere explicar la complejidad psíquica no es un dato básico, es sólo una hipótesis, una teoría, una construcción. Y eso pone de relieve la prioridad del momento descriptivo sobre el explicativo. Sólo viendo qué hay en la conciencia se podrá llegar a construir una teoría acerca de la misma; sólo cuando están los datos del problema dados es posible iniciar la tarea de su resolución. Hay un primado del problema sobre cualquiera de sus soluciones28.

    Puesto que la sensación es, estrictamente hablando, un resultado, un producto del investigador, pero no un dato, Ortega habrá de abandonar una conciencia así construida, para partir de la conciencia tal cual ésta se presente, en la descripción más detallada y fiel. De la psicología de Wundt ha de pasar a la fenomenología29, que si bien trata de la conciencia, aspira a captar ya esencias y no meras facticidades.

    Pero la conciencia de que habla la fenomenología adolece del mismo defecto que ha aparecido en la sensación wundtiana. Aunque parece un dato, más aún, lo dador de todo posible dato, también va a resultar ser una construcción. La fenomenología, en efecto, arranca de la situación en que el sujeto hace algo con las cosas en el mundo, y en vez de seguir viviendo, ejecuta una reducción: suspende la creencia en la realidad de aquello con que trataba el sujeto, y todo queda ahora convertido en fenómeno, en contenido de conciencia, pero de una conciencia que resulta reducida, que está siendo activamente reducida, en esta nueva situación donde «un hombre real que tiene que habérselas con un mundo más allá de él, que está constituido, independientemente de él, por una enorme cosa llamada ‘conciencia’, o bien por muchas cosas menores llamadas ‘noemas’, ‘sentidos’, etcétera. Las cuales no son más ni menos cosas, transubjetividades, algos con que, quiérase o no, hay que contar, que las piedras con que su cuerpo tropieza»30.

    La idea de una conciencia en que, tras la reducción, todo estuviera contenido, tanto el sujeto como el universo, da pie plenamente a la metáfora que, según Ortega, responde al sentido del pensamiento idealista moderno: la metáfora del «continente» o contenedor, que alberga distintos contenidos. Sin embargo, parece que es un continente que deja fuera el fundamento último de su realidad, al dejar fuera al sujeto que está suspendiendo su creencia, reduciendo su conciencia, haciendo algo con un cierto objeto. No hay una conciencia, y en ella las ideas; «lo que verdaderamente hay y es dado es la coexistencia mía con las cosas, ese absoluto acontecimiento: un yo en sus circunstancias. El mundo y yo, uno frente al otro, sin posible fusión ni posible separación, somos como los Cabiros y los Dióscuros... dii consentes, los dioses unánimes»31. El hombre antiguo vio, en cierto modo, la conciencia como una tabla de cera donde se escribe la experiencia de las cosas; el moderno vio que las cosas habían de ser para la conciencia, y las convirtió en sus contenidos; Ortega, con la tercera metáfora, los dii consentes, de que hablara ya en Buenos Aires en 1916, supone que ni hay realidad sino para mí y frente a , ni yo soy sino frente a lo real y en tensión polar con ello, y que en esa tensión consiste «vivir»32. Si se quiere una fórmula extremadamente simplificadora, tal vez quepa considerar la solución de Ortega como integrando dos amplias porciones de doctrina: la intencionalidad descubierta por Brentano en los actos psíquicos, y la interdependencia entre el sujeto y su «paisaje», o entre el viviente y su mundo circundante, de la biología de Uexküll. La primera conduce al reconocimiento de una estructura integradora del sujeto y del objeto, en la apertura o referencia intencional que lleva hacia toda clase de términos –hacia lo tenido por real externo, en la percepción, o lo meramente imaginario, en la fantasía, o las estructuras complejas de juicios o valoraciones– y permite una nueva comprensión de lo real como lo que es exterior al sujeto, que incluye, junto al «mundo exterior», «los mundos insensibles, las tierras profundas», la idealidad33. De esta suerte, lo que pudiera parecer «el dentro» de la conciencia moderna se ha convertido ya en el «fuera», la alteridad, el Cástor –o Pólux, tanto da– de la nueva metáfora orteguiana.

    Por otro lado, el «fuera» a que el sujeto está vertido no es un caos, ni una suma, ni una colección de sustancias, sino una estructura orientada hacia su centro, frente al que se muestra en ciertos sesgos, planos, o perspectiva, no para el puro conocimiento, ni para servir de espectáculo, sino para mantener un permanente «diálogo vital»: es un medio, es un mundo, es un paisaje, es una circunstancia. En su seno, los elementos no son sustancias sino signos y receptores de acción, es decir, elementos funcionales, pragmata, y en ese sentido, «facilidades y dificultades» frente a la actividad y el automantenimiento del sujeto.

    «Donde no se puede hablar de objeto –dice Brentano34–, tampoco cabe hablar de sujeto»; pero por otro lado, «no hay un yo sin un paisaje, y no hay paisaje que no sea mi paisaje o el tuyo o el de él», dice Ortega, recordando a Uexküll, junto a Concepción Arenal y a Giner de los Ríos, al reflexionar sobre el paisaje de El Escorial35. Esa estructura que es el vivir, que integra el Yo con su paisaje, o mejor, mi Yo y mi mundo o circunstancia, es para él la nueva tierra firme para la filosofía; representa, también, el nuevo nivel histórico a que se accede, esto es, el siglo xx, que trasciende ya la modernidad. Pero en esa estructura hay cabida para la psicología. Ahora se trata de delinear, siquiera sea someramente, su posible perfil.

    La psicología

    La psicología ha sido, generalmente, una ciencia del sujeto, de un sujeto concebido unas veces como alma, otras como conciencia; en Ortega, por el contrario, ha de ser una ciencia de objetos, si bien de objetos muy particulares.

    Objeto, en efecto, es todo aquello que encuentro o puedo encontrar ante mí, ante lo que puedo adoptar una determinada posición; y esto es lo que sucede con las dimensiones psicológicas, con los mecanismos y facultades psíquicas, con los cuales me encuentro como instrumentos para vivir. Que sean objeto no quiere decir que sean accidentales, o inesenciales; pero sí que ante ellos puedo situarme de una u otra manera: utilizándolos, aprobándolos, mejorándolos mediante el ejercicio, o situándome pasivamente ante su deterioro. Yo, dirá en varias ocasiones, tengo cuerpo, tengo alma, pero no los soy; soy quien tiene que vivir con ellos36.

    Esta concepción instrumental de las dimensiones psíquicas abre tal vez la vía más directa para comprender su significación dentro del marco de la obra orteguiana. El instrumento es un medio que se intercala entre el sujeto y aquello a cuyo manejo sirve.

    Los factores psicológicos son, precisamente, formas empíricas determinadas en que se plasma o se realiza esa intencionalidad estructural del sujeto humano –y tal vez, en la medida que pudiera establecerse ello, de los sujetos animales–. Sentir, percibir, verse urgido, recordar, son formas de trato con lo objetivo, son dimensiones de la intencionalidad, o mejor, formas de vivir en la circunstancia. Representan grandes clases de actos que integran nuestra vida. A través de los mismos se presenta el mundo37; en otros, también mi realidad íntima concreta, mi pasado, mis propias objetivaciones, todo aquello que, para decirlo abreviadamente, podemos designar, con William James, como el «Yo en cuanto conocido» que resulta objeto para el «Yo conocedor»38, todo lo que podrá merecer el nombre de «mundo interior».

    Porque yo soy un ser con un mundo interior, rodeado de seres que están igualmente dotados cada uno del suyo. Frente al animal, uno de los rasgos que parecen propiamente humanos es su posibilidad de ensimismamiento, de entrada y recogimiento en sí mismo. El animal está pendiente del contorno, está en perpetua alteración; en cambio, el hombre se aproxima a las cosas, muchas veces, dejándolas a la espalda y poniéndose a pensar39. En ese giro se encuentra, precisamente, una raíz de la cultura, la vuelta o rodeo que lleva hacia las cosas a través de conceptos, de fantasías, de imaginación.

    El hombre es el animal ensimismado, es decir, que ha conseguido fabricar un conjunto de ideas, hacia las que se vuelve, en lugar de responder a las presiones del entorno. Se trata, pues, de un ser en que hay una radical desconexión respecto de ese entorno; mientras el animal posee instintos, el hombre ha perdido los suyos y arrastra sus «muñones»40. No tiene una respuesta inmediata, luego ha de fabricarla o tomarla prestada del entorno, por ejemplo de su sociedad; pero es una respuesta a lo previamente dado, prefigurada en algún modo por esos datos que han de ser presentes.

    La percepción

    Hay, pues, unas funciones que hacen posible esa presencialidad de objetos ante el sujeto. En varios modos, a distinta distancia, los objetos aparecen en ocasiones «como presentes», intuidos, percibidos; en otras ocasiones, se muestran sólo «representados» a través de un intermediario, la imagen, la representación; en fin, a veces tenemos algo que no está ni percibido, ni representado, pero a lo que nos referimos con precisión y unicidad, en un peculiar «allí», de la mención. Es una gradación sobre la que Husserl se ha extendido en sus Investigaciones lógicas41, la de la «visión», la «fantasía» y la «mención», que muestra la comunidad entre lo percibido y lo pensado, entre el mundo sensible y el inteligible, de acuerdo con nuestro filósofo. Son las actividades intelectuales, la «conciencia cognoscente» de Dilthey, que abren el amplio campo de la experiencia del sujeto y cuya comunidad también ha encontrado Ortega en su reflexión sobre Aristóteles42.

    En la percepción, que nos entrega un objeto sensible, hay toda una dimensión constructiva que resulta esencial. Desde su primer libro, Ortega ha atendido a la tercera dimensión de lo visual, a la lejanía sonora, a la dimensión temporal que se descubre en un color desteñido, esto es, a fenómenos de organización perceptual en que se muestra «mi intervención o cooperación en la constitución de la realidad perceptiva»43, y que responden a un activo mirar o escuchar, sobre un pasivo ver u oír44.

    Además, hay en la percepción un horizonte de potencialidades, un horizonte donde se encuentran latentes posibles desarrollos perceptuales que están dados como horizonte, como trasfondo, no algo presente sin más sino «compresente». Nuevamente hallamos a Husserl aquí tenido en cuenta45; Husserl, y luego con mayor detenimiento la Psicología de la Forma, se han visto forzados a recoger, descriptivamente, en la percepción esa orla que rodea lo directamente atendido. Pero, sobre todo, con la idea de la «compresencialidad», Ortega ha tratado de resolver un tema esencialísimo: la percepción de los otros sujetos.

    La razón es simple: situado yo en el centro de mi circunstancia, todos los demás hombres se han tornado objetos, vistos aparentemente por fuera como el resto de los objetos físicos, y resulta problemática su condición de «otros sujetos», «otros centros de realidad». Laín ha estudiado con gran amplitud el asunto46. Pero sólo importa aquí en un punto: Ortega ha creído que mientras el cuerpo es presente, la subjetividad del otro es «compresente», esto es, es directamente vivida y no inferida ni razonada ni concluida argumentativamente. Con Scheler, Klages o Köhler, se ha franqueado la barrera del otro, de los otros; pero ¿con qué consecuencia? Con el reconocimiento de que la vida de un sujeto comienza siendo «convivencia» con los demás47; para cada uno, «el mundo en que va a vivir comienza por ser un ‘mundo compuesto de hombres’..., el mundo humano precede en nuestra vida al mundo animal, vegetal, mineral. Vemos todo el resto del mundo, como al través de la reja de una prisión, al través del mundo de hombres en que nacemos y donde vivimos»48. Con otras palabras, nuestra percepción no sólo es constructiva, sino que es genuinamente «social». Volveremos sobre ello.

    La idea

    Sobre lo compresente, surgiendo sobre el horizonte, la percepción pone ciertos elementos en primer término, sobre los que recae directamente la atención del sujeto. Orientado hacia esos datos, el eje de su vivir pasa precisamente por ese foco atencional. Los cambios de atención forzosamente han de conllevar cambios en el vivir; los cambios en la vida lógicamente han de ser, al menos, cambios de la atención. «En todo ser animado, el más importante de sus mecanismos es la atención»49. La atención selecciona elementos de la circunstancia: con ellos se va a construir un conjunto consistente y ordenado, es decir, «un mundo», donde ciertos factores, ciertos problemas, ciertos placeres, ciertas fantasías, son nuevos, son dominantes, son atractivos, marcan el «espíritu del tiempo», mientras otros están gastados, o han perdido sentido para los descendientes de quienes los crearon e impusieron: aquí brota, en este caminar, el tema de las generaciones50. Pero no es sólo problema de cambio; la selección significa también elaboración de esquemas, interpretación de lo real a través de ciertos «signos», de los datos significativos, esto es, de aquellos instrumentos que el pensamiento proporciona para hacer posible una acción que los desvanecidos instintos ya no pueden ofrecer. «Nuestra idea es reacción a un problema»51, y el problema es la contradicción, la incongruencia de una circunstancia que contiene elementos prima facie incompatibles.

    La idea es un instrumento para la vida, la teoría es ya una forma de acción, una forma de praxis, que está además dirigida hacia la acción. Pero, sobre todo, la idea, producto del pensamiento, está determinada por lo que este último sea; y, según dice Ortega, pensamiento «es cuanto hacemos –sea ello lo que sea– para salir de la duda en que hemos caído y llegar de nuevo a estar en lo cierto»52.

    Se trata de una funcionalización máxima de la idea de pensar. Se piensa «desde» una situación que es personal y que es social. Personalmente, hay un problema, una duda; socialmente, hay recursos, modos colectivos de resolver los problemas, grandes paradigmas de pensamiento. Precisamente el problema quema cuando no es posible darle la respuesta desde la tradición, que es el primero y más común repertorio de soluciones; cuando no cabe esa salida impersonal –«un peculiar sonambulismo», dice Ortega53– he de construir mi propia contestación. Las grandes direcciones de esa construcción, las grandes formas del pensar, se manifiestan en la historia. No vamos a trazar aquí el cuadro complejo, pero sí a recordar los momentos más sobresalientes que él señala. Así resulta que el hombre primitivo junta lo que tiene que ver, ejercita lo que llamará un «pensar confundente», y procura manejar unas cosas a través de sus semejantes o parecidas54; en otros momentos, ha visto su solución en la visión que proporciona, unas veces, el sueño, y otras, una droga (es un pensar visionario)55; también ha hecho el hombre la experiencia de admitir como fundamento y raíz del presente lo sucedido en un pasado, el alcheringa o antes del pensar mítico de los aborígenes australianos, y más en general, del paradigma mítico56; en los momentos de una fe sin ninguna fisura puesta en la divinidad, para el hombre pensar ha sido orar, y su decir es una profecía, y su verdad es un amén57; desde Grecia, pensar ha venido a significar «construir un ser» que salve las apariencias, que dé orden y coherencia a lo fenoménico: buscando lo común en lo sensible, y procurando extraerlo, unas veces, y procurando otras crear un modelo que luego quepa adecuadamente en el marco ofrecido por los fenómenos (empirismo o platonismo, como formas de pensar lógico)58.

    Pensar

    Todo esto se resume en un punto, para nosotros esencial: pensar es un quehacer cuyo subsuelo es de naturaleza histórica y social; sus resultados están inicialmente condicionados por el paradigma desde que han sido hallados. Precisamente por eso la comprensión de un problema, la intelección de una realidad, comporta una dimensión histórica, en la cual se supera cualquier absolutismo parcial nacido de la ignorancia de otros puntos de

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