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TOMO 1 ,2
Lucas 11.1–13 y 18.1–5. La oración es indispensable en la vida espiritual, y todos aquellos que de
corazón procuran orar, pronto sienten la necesidad de ser enseñados acerca de su práctica. Por
eso hubiera sido sorprendente que la oración no ocupara un lugar destacado entre los múltiples
temas que Jesús enseñó a sus discípulos. ¿Qué otro tema cautivaría los pensamientos de un
Maestro que, por excelencia, era hombre de oración, y que en ocasiones pasó noches enteras en
oración en comunión con su Padre celestial? (Mt 14.23; Lc 6.12; Mr 1.35).
Resultan interesantes las circunstancias en las cuales Jesús dio esta lección, que fue en sí una respuesta
a la oración. Un discípulo, muy probablemente uno de los Doce, después de oírlo orar le pidió: «Señor,
enséñanos a orar, como también Juan enseñó a sus discípulos.» De manera incidental, tanto esta
petición como la ocasión en que se hizo, nos ofrecen dos enseñanzas: De la ocasión entendemos que
Jesús, además de orar mucho él solo y mantener una comunión personal y privada con su Padre,
también oraba con sus discípulos, practicando la oración familiar como lo haría un jefe de hogar. De la
petición por su parte, aprendemos que las oraciones públicas de Jesús eran admirables. Al oírlas, los
discípulos se daban cuenta de su propia incapacidad, y a su término, instintivamente estaban dispuestos
a pedir: «Señor, enséñanos a orar», como si ya sintieran vergüenza de orar con sus propias palabras
débiles, vagas y entrecortadas.
Para todos
Estamos frente a una lección para cristianos en la etapa elemental de la vida divina, que se sienten
incapaces de orar por carecer de claridad de pensamiento, de palabras apropiadas y sobre todo, de la fe
que sabe esperar expectante. Esta enseñanza satisface tales necesidades sugiriendo temas y formas de
lenguaje, y proveyendo argumentos convincentes a su débil fe. Ese era el estado de los Doce durante
todo el tiempo que estuvieron con Jesús, hasta que él ascendió al cielo y descendió poder sobre ellos.
Entonces les dio una lengua liberada y un corazón más amplio.
Los hombres que estaban destinados a ser apóstoles debían, como discípulos, experimentar más que la
mayoría esa condición caótica de enmudecimiento, y de la fastidiosa pero saludable tarea de esperar en
Dios. Deseaban de todo corazón recibir la luz, la verdad y la gracia que por mucho tiempo habían
esperado.
Fue bueno para la Iglesia que sus primeros ministros necesitaran esta lección sobre la oración, porque
hay un momento en la mayoría de quienes se consagran espiritualmente —quizá para todos— cuando
esta enseñanza resulta muy oportuna. En la primavera de la vida espiritual, cuando florece la piedad, es
posible que los cristianos oren con fluidez y fervor, sin avergonzarse por carecer de palabras,
pensamientos o ciertos sentimientos. Sin embargo, esa feliz etapa pronto pasa, y es seguida por otra en
la que la oración, a menudo, se convierte en una lucha impotente, en un gemido inarticulado, en una
silenciosa espera ante Dios. Incluso se padecen dudas acerca de si Dios en verdad oye la oración o si es
una actividad ociosa e inútil.
Este sentimiento no debe resultar extraño porque siempre resulta difícil soportar una demora,
especialmente cuando se trata de bendiciones espirituales, objeto principal del deseo del cristiano, y
Cristo así lo entiende. Los creyentes no deben sentirse frustrados por la demora, ni siquiera por la
negación de meros bienes temporales, pues en ocasiones es preferible no recibirlos, o que su obtención
no sea demasiado fácil e inmediata.
No obstante, la frustración más grande es desear con todo nuestro corazón el Espíritu Santo y no recibir
—en apariencia— esa invalorable bendición; pedir luz y por el contrario, recibir una oscuridad más
profunda; pedir fe y ser atormentados con dudas que socavan los cimientos de nuestras más preciadas
convicciones; pedir santidad y encontrar que del mismo corazón surge la tentación hacia lo corrupto.
Pero como todo cristiano experimentado sabe, todo lo anterior es parte de la disciplina que deben
recibir quienes están en la escuela de Cristo antes de que vean cumplido el deseo de su corazón.
El Padre Nuestro
La enseñanza de Cristo sobre la oración, en respuesta al pedido del discípulo, consiste de dos partes.
Primero se presenta una «formula» de oración y luego un argumento para sustentar la necesidad de
perseverar en oración.
La oración comúnmente llamada el Padre Nuestro aparece en el Sermón del Monte como ejemplo de la
forma correcta de orar, y se da como una lista de temas generales que comprenden todas las peticiones
específicas. Podemos denominarlo el A-B-C de la oración. Abarca los elementos de todo deseo
espiritual, resumidos en unas pocas oraciones selectas, para beneficio de aquellos que no puedan
expresar sus crecientes deseos con lenguaje fluido. Consta en total de seis peticiones: las primeras tres,
como era apropiado, se refieren a la gloria de Dios y las tres restantes, al bien del hombre.
No podemos saber hasta qué punto los discípulos utilizaron esta bella oración, sencilla pero
profundamente significativa. Sin embargo, no existe razón para pensar que el Padre Nuestro, aunque de
valor permanente como parte de la enseñanza de Cristo, fuera enseñado como un método preciso y
obligatorio para dirigirse al Padre celestial. Más bien, era una ayuda para los discípulos sin experiencia,
no una regla impuesta a los apóstoles. Aun después de haber logrado la madurez espiritual, los Doce
podían usar esta forma si lo
deseaban, y posiblemente lo hicieron ocasionalmente, pero Jesús esperaba que cuando llegaran a ser
maestros en la Iglesia, dejarían de usarla como ayuda devocional. Entonces, llenos del Espíritu, con
mayor amplitud de corazón y maduros en su entendimiento espiritual, serían capaces de orar como lo
hacía su Señor cuando estaba con ellos.
Se desprende de estas instrucciones sobre la oración que Jesús no le daba mucha importancia al
formato que proveyó. Es más, pareciera que lo considera un simple remedio temporal para un mal
menor —la falta de expresión—, el cual desaparecería cuando el problema más grande —la falta de fe
— fuera solucionado. Esto es claro porque la mayor parte de la lección tiene como objetivo ser un
antídoto contra la incredulidad.
La importunidad
La segunda parte de esta lección tiene por objeto transmitir la misma enseñanza que la introducción de
la parábola del juez injusto: la necesidad de «orar siempre y no desmayar». La supuesta causa de
desfallecer en la oración también es la misma, es decir, la demora por parte de Dios en responder a
nuestras oraciones.
Ambas parábolas de Jesús procuran señalar el poder de la importunidad en las circunstancias más
adversas, para inculcar la perseverancia en la oración. Los dos personajes a los que se apela son malos:
uno es mezquino y el otro, injusto, y de ninguno de ellos se ha de ganar algo, excepto al apelar a su
egoísmo. El propósito de la parábola, en ambos casos, es que la importunidad tiene tal poder de
irritación que logra su objetivo.
Partiendo de la premisa de que la demora produce desánimo y de que el objetivo del deseo es el
Espíritu Santo, la situación espiritual que se contempla en el argumento queda definida en forma
fehaciente. Por tanto, el objetivo del Maestro es socorrer y alentar a aquellos quienes sienten que la
obra de la gracia en ellos es lenta, que se preguntan por qué es así y se lamentan por ello. Entendemos
que en ese estado estaban los Doce cuando recibieron esta lección.
En este caso, el argumento empleado por Jesús para inspirar esperanza y confianza en sus desalentados
discípulos en cuanto al cumplimiento final de sus deseos, se caracteriza por ser audaz, cordial, sabio y
con fuerza lógica.
La audacia se evidencia en la elección de las ilustraciones. Jesús tenía tal confianza en la bondad de su
causa, que trata el caso de la manera menos ventajosa para él, seleccionando para sus ilustraciones a
personas que no eran buenos ejemplos de virtud. Alguien que responde al pedido de un vecino con esta
respuesta: «No me molestes; la puerta ya está cerrada y mis niños están conmigo en cama; no puedo
levantarme para darte algo», provocaría el desprecio de sus conocidos. Sin duda, se convertiría en un
sinónimo de todo lo que es mezquino y desalmado.
La misma disposición de tomar un caso extremo se observa en el segundo argumento, extraído de la
conducta de padres hacia sus hijos. «¿Qué hombre de vosotros...?» —con estas palabras comienza
Jesús su enseñanza. No le importa cuál padre elegirán; es más, está dispuesto a tomar como ejemplo al
que ellos quisieran, tanto al peor de todos como al mejor, porque el argumento no depende de la bondad
del padre, sino de su carencia de ella. Su propósito es demostrar que solamente un padre
excepcionalmente malo haría algo tan indigno y tan repugnante a todos.
De modo que podemos observar cómo Jesús conoce los pensamientos duros que tienen de Dios
aquellos cuyos deseos él no ha cumplido y dudan de su bondad o consideran que es indiferente,
desamorado e injusto. Por medio de los casos que presenta, él demuestra cuán íntimamente conoce los
pensamientos secretos de las personas. El mal trato del amigo, el padre anormal y el juez injusto no
ilustran lo que Dios es, o cómo él quiere que lo consideremos, sino el concepto que a veces tienen de él
incluso hasta los mismos creyentes.
Jesús no solo conoce a estas personas, sino que también las entiende y las trata como individuos débiles
que necesitan comprensión, consejo y ayuda. Al satisfacer estas necesidades, él baja al nivel de lo que
ellos sienten y trata de mostrar que, aunque las cosas fueran como parecen, no hay motivo para
desesperar.
Además, al partir del concepto que tienen de Dios también argumenta que deben seguir teniendo
esperanza en él. En efecto, afirma: «Suponiendo que Dios es como lo imaginan, indiferente y
desamorado, igual sigan orando y observen, en el ejemplo que les doy, el efecto que la perseverancia
puede tener. Pidan como pidió el hombre que quería panes y también recibirán de aquel que ahora
parece no oír sus peticiones. Reconozco que las apariencias pueden ser muy desfavorables, pero no más
en el caso de ustedes que en el ejemplo de la parábola. Sin embargo, pueden observar lo que logró por
no desanimarse tan fácilmente.»
La sabiduría del Maestro
Al tratar con las dudas de sus discípulos Jesús demuestra su sabiduría y evita elaboradas explicaciones
por la demora en recibir respuesta a la oración. Escoge además ciertos argumentos adaptados a la
capacidad de quienes eran débiles en la fe y en el entendimiento espiritual. No intenta mostrar por qué
la santificación es un proceso lento y tedioso, no un acto momentáneo, ni tampoco pretende señalar por
qué recibimos al Espíritu en forma gradual y limitada, en lugar de una sola vez y sin medida.
Sencillamente insta a su audiencia a buscar al Espíritu Santo con perseverancia, asegurándole que, a
pesar de la demora que los pone a prueba, al final sus deseos serán satisfechos.
El Maestro siguió este método no por necesidad, sino por elección. El hecho de que no intentara
justificar las demoras divinas para la providencia y la gracia no significa que le era imposible
explicarlo. Había muchas enseñanzas que Cristo pudo haberles dado a sus discípulos en ese momento si
las hubieran podido comprender. Más tarde, después que el Espíritu de verdad vino sobre ellos, los guió
a toda verdad y les hizo conocer el secreto del camino de Dios. Incluso, ellos mismos expresaron
algunas de ellas.
En aquel momento, aunque hubieran sido justas y apropiadas, las explicaciones se habrían
desperdiciado dado el estado espiritual de los discípulos. Los niños no entienden el proceso de
crecimiento, sea en naturaleza o en gracia. Ellos desean que una bellota de inmediato se convierta en un
roble y que de la flor aparezca inmediatamente después el fruto maduro. Por eso es inútil hablar de los
beneficios de la paciencia a los faltos de experiencia, porque el valor moral de la prueba de disciplina
no se puede apreciar hasta que esta haya pasado. Por lo tanto, Jesús se abstuvo por completo de hacer
reflexiones de ese tipo, y adoptó un estilo de razonamiento simple y popular que incluso un niño podía
entender
Si bien es muy sencillo el razonamiento de Jesús también es contundente y concluyente. El primer
argumento, contenido en la parábola del amigo mezquino, es el más adecuado para inspirar esperanza
en Dios. En efecto, lo que está diciendo es: «El hombre que quería los panes siguió llamando con más y
más fuerza, con una importunidad de la que no se avergonzaba, e insistió hasta lograr su objetivo; el
amigo egoísta finalmente se levantó y proveyó lo solicitado solo para su propia comodidad, pues era
imposible dormir con semejante disturbio. Del mismo modo sigan ustedes llamando a las puertas del
cielo y obtendrán sus deseos aunque solo sea para que no molesten más. Vean en esta parábola el poder
que tiene la importunidad, aun en la hora menos propicia (la medianoche) y con la persona menos
prometedora, que prefiere su propia comodidad al bien de un amigo. Por tanto, pidan con persistencia y
les será dado; busquen, y hallarán; llamen, y se les abrirá.»
De alguna manera, este argumento tan patético parece débil. En la parábola, quien pide tenía el poder
de molestar al vecino egoísta y no dejarlo dormir. En la vida cotidiana, el discípulo que está siendo
probado y requiere consuelo de Jesús podría responder: «¿cómo puedo yo molestar a Dios, que mora en
las alturas, en dicha imperturbable, fuera de mi alcance?» Es muy factible que del sutil espíritu de
desaliento surja esta objeción, la cual no es frívola, pero en realidad no existe analogía en este punto.
Podemos fastidiar a alguna persona, como al amigo mezquino que estaba descansando o al juez injusto,
pero es imposible irritar a Dios. La parábola no sugiere la verdadera explicación de la demora divina o
del éxito final de la importunidad. Solo demuestra, por medio de una situación doméstica, que sea cual
fuere la causa de la demora, la aparente negación no es la respuesta final y por lo tanto, no constituye
una buena razón para dejar de pedir.
¿Qué camino debe seguirse entonces? Debemos recurrir a la fuerte aseveración de Jesús al finalizar la
parábola: «Y yo os digo: pedid y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá.» Aun aquellos
que dudan que la oración sea razonable debido a la constancia de las leyes de la naturaleza y a la
inmutabilidad de los propósitos divinos, pueden confiar en la afirmación de Cristo de que la oración no
es en vano, tanto por el pan de cada día como por asuntos más elevados. Es posible que tales personas
desprecien la parábola por parecerles infantil, o digan que aplica crudos sentimientos humanos a la
divinidad, pero no pueden, de ninguna manera, despreciar las declaraciones deliberadas de aquel a
quien ellos consideran el más sabio y mejor de los hombres.
La bondad de Dios
El segundo argumento empleado por Jesús para instar a la perseverancia en la oración es la apelación a
un absurdo. Quien piense que Dios se niega a escuchar las oraciones de sus hijos, o, peor aun, que se
burlaría de ellos dándoles algo superficialmente parecido a lo que le han pedido, o les causaría una
amarga decepción cuando descubrieran el engaño, está infiriendo que él es tan malo como el más
depravado de los hombres.
La fuerza de este argumento es que el hombre promedio no es diabólico, y solo un espíritu diabólico de
maldad podría inducir a un padre a burlarse del sufrimiento de un niño o a darle, en forma deliberada,
substancias llenas de daño mortal. Si los padres terrenales, aunque malos en muchos aspectos, dan a sus
hijos solo buenas dádivas (a su criterio) y se muestran horrorizados ante cualquier otro trato, ¿es
posible pensar que el Ser Divino, la Providencia, actuaría de una forma solo adjudicable a los
demonios?
Por el contrario, lo que es apenas posible en el hombre, en Dios no es ni remotamente viable. Con toda
seguridad él solo dará dádivas buenas a sus hijos cuando se lo pidan y hasta dará su mejor regalo, aquel
que sus verdaderos hijos desean por sobre todas las cosas: el Espíritu Santo, el que ilumina y santifica.
Por tanto, otra vez les digo: «Pidan, y se les dará; busquen, y hallarán; llamen, y se les abrirá.»
Sin embargo, el hecho de que Cristo presente casos como el de una piedra entregada en vez de pan, una
serpiente en lugar de un pez o un escorpión por un huevo, implica que, algunas veces, pareciera que
Dios tratara así a sus hijos. De hecho, así pensaron los Doce en cuanto a uno de los temas que les
interesaba, la restauración del reino de Israel. Su experiencia ilustra esta verdad: cuando Aquel que
escucha la oración parece tratar a sus siervos en forma anormal, es porque ellos no han entendido la
naturaleza del bien ni saben lo que están pidiendo. Pidieron una piedra pensando que era pan y en
consecuencia, el verdadero pan les parece una piedra. Pidieron una sombra pensando que era una
sustancia y como resultado, la sustancia parece una sombra. El reino por el que los Doce oraban era una
sombra, de modo que cuando Jesús fue ejecutado quedaron decepcionados y desesperados: el huevo de
la esperanza que su preciada imaginación había estado incubando dio a luz al escorpión de la cruz, e
imaginaron que Dios se había burlado de ellos y los había engañado.
Sin embargo, pudieron ver luego que Dios era fiel y bueno, que se habían engañado a sí mismos y que
todo lo que Cristo les había dicho se había cumplido. Todos los que esperan en Dios al final hacen un
descubrimiento similar y juntos testifican: «Bueno es Jehová a los que en él esperan, al alma que le
busca» (Lm 3.25).
Juan 15:7-8,16: "Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo
que queráis y os será hecho. En esto es glorificado mi Padre, en que deis mucho fruto, y así
probéis que sois mis discípulos... Vosotros no me escogisteis a mí, sino que yo os escogí a
vosotros, y os designé para que vayáis y deis fruto, y que vuestro fruto permanezca; para
que todo lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo conceda”.
Juan 16:23-24: "En verdad, en verdad os digo: si pedís algo al Padre, os lo dará en mi
nombre. Hasta ahora nada habéis pedido en mi nombre; pedid y recibiréis, para que
vuestro gozo sea completo”.
Sugerencias Prácticas
Tengo tres sugerencias prácticas.
Primero, separe un momento cada día, y no deje la oración a la fortuna.
Segundo, sugiero que combine la oración con la lectura bíblica, y que tome lo que encuentre en la
Biblia y lo convierta en oración.
Tercero, sugiero que ore en círculos concéntricos y que el propósito de cada círculo sea la gloria de
Dios. Usted puede trabajar desde afuera hacia dentro, o desde dentro hacia fuera.
Por ejemplo, ore por su propia alma, entonces por su familia, más tarde, por sus amigos y colegas, a
continuación por su iglesia, después por los ministerios más amplios y por la misión mundial de Cristo,
y luego por los líderes políticos de la tierra. Y permita que lo que pida sea, al menos parcialmente,
moldeado por lo que acaba de leer en la Biblia.
Pero la dura verdad es que la mayoría de los cristianos no oran mucho. Oran en las cenas, a menos que
estén inmovilizados en la etapa adolescente en que se llama legalismo a los buenos hábitos. Susurran
oraciones antes de las reuniones difíciles. Dicen algo breve mientras se arrastran en la cama. Pero muy
pocos separan tiempos para orar solos, y muchos menos piensan que valga la pena reunirse con otros
para orar. ¡Y nos preguntamos por qué tenemos poca fe! ¡Y por qué nuestra esperanza es débil! ¡Y por
qué tenemos poca pasión por Cristo!
El Deber de la Oración
Y mientras tanto, el diablo está susurrando por todo este salón: "El pastor se está volviendo legalista
ahora. Está comenzando a usar la sensación de culpa. Ahora está sacando la ley". A lo que yo digo: "Al
infierno con el diablo y todas sus mentiras destructivas ¡Sean libres!" ¿Es cierto que la oración gozosa,
regular, disciplinada, ferviente, dependiente de Cristo, glorificadora de Dios sea un deber? ¿Voy a orar
con muchos de ustedes el martes a las 6:30 am, y el miércoles a las 5:45 pm, y el viernes a las 6:30 am,
y el sábado a las 4:45 pm, y el domingo a las 8:15 am sin que sea un deber? ¿Es una disciplina?
Pueden llamarla así. Es un deber de la misma forma en que es deber del buzo poner aire en su tanque
antes de sumergirse. Es un deber de la misma forma en que un piloto escucha a los controladores
aéreos. Es un deber de la misma forma en que los soldados en combate limpian sus fusiles y cargan sus
armas. Es un deber de la misma forma en que los hambrientos comen comida. Es un deber de la misma
forma en que los sedientos beben agua. Es un deber de la misma forma en que un sordo se pone su
audífono electrónico. Es un deber de la misma forma en que el diabético toma su insulina. Es un deber
de la misma forma en que el oso Pooh busca su miel. Es un deber de la misma forma en que los piratas
buscan oro.
¿Se propondrá usted conmigo que esta situación no se repita en nosotros en el 2009: "nuestros
corazones están debilitados por la prosperidad, de tal manera que no podemos esforzarnos para orar"?
Quiera el Señor tener misericordia de nosotros y tratarnos gentilmente en los fuegos del 2009. Amén.
Me di cuenta de que tenía mucho en común con el rey Josafat y la nación de Judá. Ellos, también,
se encontraban en la ruta de la tormenta. La respuesta de Dios a la desesperada oración de
Josafat fue misericordiosa y poderosa. Al observar los momentos angustiosos a través de los
lentes del ejemplo del rey, empecé a descubrir algunos principios de oración para las tormentas
que se avecinan
Pues bien yo lo descubrí el 29 de junio de 1998, mientras me refugiaba en la oscuridad del sótano y
nuestra casa era sacudida por la fuerza del viento que dejaba su huella. En tan solo unos minutos, el
color del cielo cambió de un sereno celeste a un gris oscuro. La lluvia, azotada por vientos de hasta 160
kilómetros por hora, bombardeaba de hojas hechas trizas los lados de nuestra casa y las empujaba por
una ventana abierta. Los vidrios rotos salían volando a través de mi oficina a medida que el marco de la
ventana era arrancado. Los árboles salían volando a cuatro metros del suelo o eran arrancados de raíz.
El remolque de mi vecino yacía con las llantas hacia arriba en el patio de otro vecino. Las tejas de los
techos volaban como si fueran platillos voladores.
Conforme los truenos y los rayos se intensificaban, la electricidad dejó de funcionar, y toda la casa
empezó a temblar. Las sirenas empezaron a sonar. Me dirigí al sótano y una escena de la película
Twister [Tornado] me pasó por la mente —la escena en la que un hombre es «arrancado» de un refugio
de tormentas y succionado por la boca del monstruoso viento.
¿Qué hace uno si su casa es arrasada por una tormenta, si estuviera a punto de morir? Ora. Y no una de
esas oraciones ordenadas que aparecen en los libros de devocionales. Oraría desesperadamente y le
rogaría a Dios que lo salvara a usted y a su familia. Le suplicaría que preservara su hogar y detuviera la
fuerza de la tormenta. Clamaría: «¡Ten misericordia de mí! ¡Ten misericordia!»
Las tormentas aparecen en nuestra vida de muchas maneras: el diagnóstico desalentador de un doctor,
un desastre financiero, un camino resbaladizo en una calle oscura, una trágica elección de un
adolescente. Las tormentas nos ponen de rodillas, encogidos en el oscuro sótano de nuestros miedos. Y
por eso oramos.
Cuando el tornado empezó, estaba estudiando 2 Crónicas 20. Ahora las páginas de mi Biblia están
permanentemente arrugadas debido a la lluvia intensa que azotó mi oficina ese día. Me di cuenta de que
tenía mucho en común con el rey Josafat y la nación de Judá. Ellos, también, se encontraban en la ruta
de la tormenta.
Una alianza amenazadora de los enemigos de Judá marchaban inexorablemente hacia Jerusalén,
determinados a destruir la nación. El aviso llegó a Josafat: «Viene contra ti una gran multitud de más
allá del mar, de Aram» (v. 2). La multitud enemiga ya estaba al oeste del Jordán ¡a tan solo sesenta
kilómetros de Jerusalén!
Curiosamente, Josafat no consultó a sus generales. Él sabía que Judá no poseía una defensa militar para
luchar contra tal enemigo. No, «Josafat… se dispuso a buscar al Señor, y proclamó ayuno en todo
Judá» (v. 3).
La respuesta de Dios a la desesperada oración de Josafat fue misericordiosa y poderosa. Al observar los
momentos angustiosos por medio de los lentes del ejemplo del rey, empecé a descubrir algunos
principios de oración para las tormentas que se avecinan.
Josafat reunió a su pueblo en un solemne reconocimiento del peligro de la nación. Pero luego los guió a
enfocarse en el Dios Todopoderoso, y a clamar su poder y promesas.
Primero se concentró en los atributos de Dios: «Oh Señor, Dios de nuestros padres, ¿no eres tú Dios en
los cielos? ¿Y no gobiernas tú sobre todos los reinos de las naciones? En tu mano hay poder y fortaleza
y no hay quien pueda resistirte.» (2 Cr 20.6)
Cuando determinamos la furia de la tormenta por el poder del Dios Poderoso, ¡la tormenta
absolutamente se achica!
«¿No fuiste tú, oh Dios nuestro el que echaste a los habitantes de esta tierra delante de tu pueblo Israel ,
y la diste para siempre a la descendencia de tu amigo Abraham? Y han habitado en ella, y allí te han
edificado un santuario a tu nombre, diciendo: "Si viene mal sobre nosotros, espada, juicio, pestilencia o
hambre, nos presentaremos delante de esta casa y delante de ti (porque tu nombre está en esta casa), y
clamaremos a ti en nuestra angustia, y tú oirás y nos salvarás."» vv. 7–9.
Josafat hizo eco de las palabras del rey Salomón, quien oró para dedicar el tempo un siglo antes. La
noche después de la ceremonia, el Señor se le apareció a Salomón he hizo una promesa que Su pueblo
ha esta clamando desde entonces. Dicha oración seguramente estuvo en el corazón de Josafat en medio
de la tormenta:
«Y se humilla mi pueblo sobre el cual es invocado mi nombre, y oran, buscan mi rostro y se vuelven de
sus malos caminos, entonces yo oiré desde los cielos, perdonaré su pecado y sanaré su tierra.» 2
Crónicas 7.14
Centrar nuestros pensamientos y emociones en las Escrituras nos ayudará a orar a través de la tormenta.
Por años, he impreso tarjetas de 10x15 centímetros con pasajes acerca de la sabiduría, soberanía,
misericordia, fidelidad y bondad de Dios. Su Palabra, guardada en mi corazón, me ayuda a enfrentar las
tormentas con seguridad.
Nuestro hijo Zacarías se unió al ejército (justo antes del tornado) para financiar su educación
universitaria. En esa época, el mundo parecía estar en paz. Pero pocos meses después, el ejército
estadounidense se ha involucrado en una crisis tras otra.
En momentos en que me abrumo por mi hijo. A menudo el Señor trae a mi memoria el Salmo 91, un
cántico sobre la protección de Dios. Las palabras familiares tranquilizan mi corazón: «El que habita al
abrigo del Altísimo morará a la sombra del Omnipotente…Pues dará órdenes a sus ángeles acerca de ti,
para que te guarden en todos tus caminos.» (vv. 91.1, 11).
Luego puedo orar usando ese salmo, lo personalizo para Zacarías, y una vez más le confió mi hijo a mi
Padre celestial y fiel.
La reunión de Judá fue un testimonio elocuente sobre su dependencia en el Señor. Familias enteras se
reunieron, incluso niños, para orar y ayunar (v. 13). Ellos sabían que Dios era su única esperanza. Si Él
no intervenía, los destruirían.
Josafat terminó su oración con esta humilde declaración: «No tenemos fuerza alguna delante de esta
gran multitud que viene contra nosotros, y no sabemos qué hacer; pero nuestros ojos están vueltos
hacia ti.» (v. 12)
La tormenta nos fuerza a esta posición de dependencia, a confesar que no hay nada más que nos pueda
salvar —ni nuestras posiciones o conexiones, ni nuestra personalidad o educación. Ni siquiera nuestra
religión o suerte. Es bueno que permitamos que Dios sepa que sabemos que Él es nuestra primera,
última y única opción.
Si bien es cierto que podemos orar en cualquier posición, nuestra postura puede reflejar la actitud de
nuestros corazones. Algunas veces siento la necesidad de orar postrado sobre mi rostro. Otras veces oro
con mis manos levantadas hacia el cielo. De igual forma, cuando decidimos no comer o dormir por un
tiempo, nos estamos recordando —a nosotros mismos y a Dios— que contamos con Él y tan solo en Él.
La oración colectiva, el ayuno, y la confesión nos permite decir, mientras la tormenta azota a nuestro
alrededor, que nuestra esperanza está en Ti. Solamente en Ti.
Cuando Josafat terminó su oración, no había más que decir. Mientras el enemigo se acercaba, «todo
Judá estaba de pie delante del Señor, con sus niños, sus mujeres y sus hijos» (v. 13). Ellos simplemente
esperaron. Y Dios habló a través de un hombre llamado Jahaziel (v. 14). El comunicado de Dios
calzaba perfectamente con su situación. Ellos estaban atemorizados así que Dios los reconfortó.
«No temáis ni os acobardéis delante de esta gran multitud, porque la batalla no es vuestra sino del
Señor… salid mañana al encuentro de ellos porque el Señor está con vosotros» v. 15, 17.
Ellos no sabían qué hacer, así que Él les dio instrucciones explícitas.
«Descended mañana contra ellos. He aquí ellos subirán por la cuesta de Sis, y los hallaréis en el
extremo del valle, frente al desierto de Jeruel. No necesitáis pelear en esta batalla; apostaos y estad
quietos, y ved la salvación del Señor con vosotros, oh Judá y Jerusalén.» vv. 16–17
No se supone que la oración sea un monólogo. Aprender a practicar «la oración que escucha» ha
transformado la vida de muchos de los hijos de Dios y los ha preparado para las tormentas que se ven
en el horizonte.
Entonces, ¿cómo habla Dios? Bueno, ciertamente a través de su Palabra. Él puede comunicarse a través
del consejo de un amigo o a través de las circunstancias. Algunas veces incluso habla a través de
nuestros sueños o nos hace recordar algo. Por años he dependido de retiros de oraciones semi anuales
para alejarme por uno o dos días para orar y escuchar.
La noche después del tornado, el Señor se comunicó con mi esposa, Dionne. Si bien estábamos
agradecidos de que Dios había preservado nuestras vidas y nuestro hogar, seguíamos sintiéndonos
desanimados. Habíamos intentado vender nuestra casa por meses, y un desastre tras otro lo habían
impedido.
Debido a las secuelas de la tormenta, nuestra propiedad parecía como si la hubieran bombardeado. Una
docena de nuestros enormes árboles habían sido destruidos, los que quedaban estaban esparcidos por
todas partes y atascados en la cerca de nuestro vecino. Nuestro techo se dañó, y el muro de la parte
trasera de nuestro garaje colgaba de tan solo unos cuantos clavos. ¿Quién querría construir una nueva
casa ahora? Nos fuimos a la cama bastante deprimidos.
Esa noche Dionne no pudo dormir. Se levantó, tomó su Biblia, y se dirigió a la sala de estar.
Desesperada por una palabra que proviniera de Dios, le pidió que le hablara. El Señor la guió a Isaías
43.1–3:
«No temas, porque yo te he redimido, te he llamado por tu nombre; mío eres tú. Cuando pases por las
aguas, yo estaré contigo, y si por los ríos, no te anegarán; cuando pases por el fuego, no te quemarás, ni
la llama te abrasará. Porque yo soy el Señor tu Dios, el Santo de Israel, tu Salvador.»
La noche siguiente, veinticuatro horas después del tornado, ¡vendimos nuestra casa!
Tan solo unas horas antes, los israelitas habían estado paralizados por el temor. Ahora, en obediencia al
Señor, se levantaron temprano para encontrarse con un enemigo destinado a ser destruido. Pero en
lugar de salir con sus mejores soldados, Josafat «designó a algunos que cantaran al Señor y a algunos
que le alabaran en vestiduras santas» (v. 21). Marcharon hacia delante, alabando a Dios con palabras de
triunfo del Salmo 136: «Dad gracias a Dios porque para siempre es su misericordia.»
¿Alguna vez consideró la adoración como un acto de valentía? En mi primer año en el seminario, a un
estudiante se le diagnosticó un tumor cerebral maligno. Uno de nuestros profesores nos comunicó las
malas noticias y antes de guiarnos en una oración, dijo: «En tiempos como estos, lo único que sé hacer
es adorar.»
Así que adoramos y oramos. Semanas más tardes, nos regocijamos de que Dios había decidido sanar a
nuestro amigo.
El verano de nuestro tornado de Iowa, Pablo y Julia Becker estaban en medio de su propia tormenta.
Julia lidiaba una batalla contra el cáncer en ese momento desde hacía siete años.
Mientras oraba con un amigo por Julia, sentimos que Dios nos dirigía a organizar un intenso periodo de
oración y de ayuno por ella. Su equipo de intercesores ya iba por los cien. En obediencia a la guía de
Dios, todas las personas se comprometieron a orar y ayunar, a adorar y esperar. Dios preservó la vida
de Julia por un año más. Pero al final, con gran gracia y dignidad, Julia se fue a la presencia del Señor.
El sonido del viento y el estallido del trueno amenazan con alejarnos de los hábitos de obediencia que
normalmente practicamos: adorar, testificar, administrar. Para mantenernos firmes debemos ser
valientes —valientes para obedecer incluso en la hora más oscura de la tormenta.
El Señor hizo explotar los diversos conflictos de este ejército que se había conglomerado. Algunos
creen que Dios también intervino con huestes angelicales.
«Y cuando comenzaron a entonar cánticos y alabanzas, el Señor puso emboscadas contra los hijos de
Amón, de Moab y del monte Seir, que habían venido contra Judá, y fueron derrotados. Porque los hijos
de Amón y de Moab se levantaron contra los habitantes del monte Seir destruyéndolos completamente,
y cuando habían acabado con los habitantes de Seir, cada uno ayudó a destruir a su compañero.» vv.
22–23
Los invasores fueron vencidos. Las muchas provisiones que trajeron se convirtieron en un abundante
río de bendiciones de Dios. «Estuvieron tres días recogiendo el botín pues había mucho» (v. 25).
¡Y todo ocurrió sin que se levantara un arma en Judá! El pueblo de Dios dijo una oración desesperada,
y él los liberó de la tormenta.
Algunas veces lo mejor de Dios es la victoria sobre el enemigo. Para Julia, lo mejor de Dios no era
sanidad física sino regresar a casa. De cualquier forma, Dios nos acompaña a través de la tormenta,
conectados a su amor y sostenidos por su fidelidad.
Cuando mi esposa era apenas una niña, sus padres eran misioneros en Jordania. La violencia
impregnaba esa parte del mundo, igual como ocurre en la actualidad.
Un día aterrador el ambiente político se convirtió en una tormenta inusual, y una muchedumbre de
hombres enojados se agrupó en la ciudad. Hombro a hombre, empezaron a marchar con una expresión
asesina hacia el complejo misionero donde vivía la familia de Dionne.
El complejo estaba rodeado por muros pero ese día el portón principal estaba abierto, y Dionne y su
hermano menor jugaban en el patio.
A medida que la muchedumbre se aproximaba, los niños corrieron hacia el pórtico. La familia
observaba con horror como los hombres marchaban en fila hacia la puerta abierta, al otro lado del patio
y que daba directamente a la puerta del frente.
Justo cuando el primer grupo de hombres llegaron a la puerta principal, Dionne recuerda haber visto
una mirada aturdida en sus rostros. De repente, los hombres que dirigían a la muchedumbre cambiaron
de dirección, hacia su izquierda y se marcharon rumbo a la calle. Todos los hombres que los seguían
hicieron lo mismo, parecían como hormigas que marchan juntas.
Semanas después recibieron una carta de la abuela de mi esposa que vivía en Chicago. El Señor la
había despertado en medio de la noche y le dijo que orara por su familia en Jordania. Angustiada por un
sentimiento de peligro inminente, se puso de rodillas para interceder por ellos. Finalmente su carga
desapareció y escribía para saber cuál era crisis la familia que la familia enfrentaba.
Habrá tormentas en el horizonte —eso puede asegurarlo. Los cristianos no poseen una inmunidad
especial hacia la furia de un tornado. Pero sea que la tormenta pase de lado o nos visite con su fuerza
arrebatadora, la oración es nuestro refugio bajo el cielo gris. En los momentos de desesperación, la
oración nos conecta con el Dios de la tormenta. El mismo Jesús que trajo paz a un bote lleno de
discípulos asustados todavía reina hoy. Y el viento y las aguas todavía obedecen sus órdenes.
Jim Carpenter ha trabajado como guía y mentor en la fundación de iglesias. Además ha escrito material
para capacitar a líderes que desean fundar una iglesia. Jim escribió la mayor parte de este artículo en las
primeras horas de la mañana siguiente después del tornado.