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La desobediente

Una leyenda griega, surgida de los mitos arios, ubicó en Tebas —ciudad de la
Beocia, al noroeste de Atenas— las desventuras del rey Edipo y de sus cuatro hijos.

De la Tebas legendaria fue habitante una muchacha de sangre real llamada


Antígona, cuyo nombre significa en griego la que supera su raza. Antígona —hija de
la unión incestuosa entre Edipo y Yocasta— tributó honores fúnebres al cuerpo de
su hermano Polinices contra la orden expresa de Creonte, nuevo monarca de la
ciudad. Al conocer el hecho, denunciado por un centinela, el rey dispuso castigarla
con una pena severísima: la sepultura en vida. Poco antes de cumplirse la
sentencia Antígona se mató con sus propias manos, y entonces el príncipe Hemón
—hijo de Creonte—, que a pesar de amarla no había logrado alcanzar el indulto
para ella, se suicidó también junto a la tumba de la infractora.

Tras el tema del conflicto entre Antígona y Creonte —un choque frontal entre la ley
del Estado y la conciencia— se agitaba una vieja idea del pensamiento griego,
recogida por filósofos como Heráclito y Empédocles: la idea según la cual frente a
los mandatos de la autoridad humana prevalecía una ley divina, eterna y no
recogida en texto alguno, cuyas cláusulas eran de obligatorio acatamiento.

En el año 440 antes de Cristo el poeta Sófocles compuso y estrenó una tragedia
que tenía por protagonista a la princesa tebana. Considerada desde hace muchos
siglos, en palabras de George Steiner, no sólo como la más excelente de las
tragedias griegas, sino como una obra de arte más cercana a la perfección que
cualquier otra producida por el espíritu humano, la Antígona de Sófocles ha
inspirado hasta hoy más de cincuenta óperas, obras de teatro, películas y dramas
para televisión.

En su Antígona Sófocles hizo dialogar a Creonte y a su víctima con estas palabras:

Creonte.— ¿Confiesas o niegas haberlo hecho?

Antígona.— Digo que lo hice, y no lo niego.

Creonte.— Dime, no largo y tendido, sino cortando camino: ¿sabías que


estaba pregonado no hacerlo?

Antígona.— Lo sabía. ¿Cómo no lo había de saber? Bien claro estaba.

Creonte.— ¿Y te atreviste, sin embargo, a violar estas leyes?

Antígona.— Porque para mí no fue Zeus quien las promulgó, ni fue la


Justicia, que convive con los dioses de allá abajo, quien fijó tales leyes entre los
hombres. Ni pensaba yo que tus pregones tendrían tanta fuerza que tú, siendo
mortal, pudieras sobrepasar las leyes no escritas e inconmovibles de los dioses.
Porque ellas no son de hoy ni de ayer, viven siempre, y nadie sabe cuándo
aparecieron.

La tragedia fue representada en Atenas durante 32 días seguidos, y a su autor se le


recompensó con el mando de la flota que lucharía en Samos. Veintiocho años más
tarde Sófocles murió, anciano y honrado, mientras recitaba versos de Antígona.

Todavía en tiempos de Pausanias —geógrafo del siglo II antes de la era cristiana


que escribió la Descripción de Grecia— los tebanos mostraban al visitante el
llamado Sirma* de Antígona. Era éste una depresión identificada por las tradiciones
locales como la huella que dejó el cadáver de Polinices al ser arrastrado por la
desobediente.

MARIO MADRID-MALO GARIZÁBAL


Otras siluetas para una historia de los derechos humanos
Oficina en Colombia del Alto Comisionado de las
Naciones Unidas para los Derechos Humanos
Bogotá, D.C., 2009, pp. 32-34

* Tirón o arrastre.

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