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DOS MEDIDAS CONTRA LA TREMENDA CORRUPCIÓN

Cada vez que queda en evidencia un defecto de nuestra sociedad, se recurre a la


comparación con Italia. Así ocurre con la corrupción. Hasta hace no mucho, su
sociedad por descontado era mucho más corrupta que la nuestra. Hoy podría
afirmarse que la diferencia es más de percepción que de realidad: los italianos, tal vez
más maduros políticamente, simplemente se conocían mejor que nosotros; nosotros
en cambio estamos despertando de un sueño de pureza.

Pero, con todo ello, cuesta creer que la corrupción sea tan generalizada. Cuesta por la
decepción que supone y también por la experiencia. Todos conocemos profesionales
impecables y servicios públicos eficaces cuyo único objetivo es servir al ciudadano con
diligencia; exactamente igual que en Italia, como puede comprobar cualquier viajero.

De hecho, de lo que se publica continuamente parece deducirse que hay más


segadores que mies; hay muchos implicados en casos de corrupción y sin embargo
casi siempre inciden en lo mismo: u operaciones urbanísticas o concesión de contratos
públicos. Quedan al margen muchas otras actividades públicas, la mayoría. ¿Por qué
casi todos los implicados, tan plurales en ideas y orígenes, son tan monótonos a la
hora de delinquir?

En el caso del urbanismo, parece evidente: la aprobación de un plan de urbanismo


que determine que se pueda edificar en un terreno supone un aumento de riqueza
incalculable. Si un terreno donde se cultiva vale 5, que un plan de urbanismo dictamine
que en él se pueden edificar 200 viviendas puede aumentar su valor a 5.000. En eso
consiste la plusvalía urbanística. Pues bien, en España, porque así lo han querido las
leyes, esa plusvalía que genera el plan o la licencia corresponde al propietario del
terreno. Y los poderes públicos se convierten así en demiurgos de riqueza privada
incalculable. Algunos alcaldes aumentan aún más esa plusvalía concediendo licencias
o firmando convenios con más edificabilidad que la prevista en los planes. Eso explica
una de las imágenes del nuevo casticismo español, la de alcaldes esposados por la
Guardia Civil que reciben los aplausos de sus vecinos agradecidos, muchos de ellos
propietarios de suelo que apoyan lógicamente al cargo público que podía hacerles
inmensamente ricos concediéndoles edificabilidad excesiva. Y explica asimismo uno
de los delitos más burdos y más conspicuos de la España del siglo XXI: comprar
terreno rural e influir a un ayuntamiento o partido para que lo recalifique en
urbanizable.

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El marco legal que permite tamaña tropelía -singular en Europa– se encuentra en las
sucesivas leyes del suelo, que han establecido desde 1956 que esa edificabilidad y la
consiguiente plusvalía pertenezca al propietario y que sólo un porcentaje ínfimo se
ceda a la Administración. La ley actual, de Junio de 2008, establece la cesión de un
máximo del 20% de edificabilidad, lo que implica que el otro 80% permanezca en
manos privadas. Este principio, al parecer tan inamovible como los terrenos sobre los
que se aplica, hace inevitable la pura especulación y los impuros mecanismos que la
fomentan. En hipócrita compensación, se pretende resolver la carestía resultante
amagando con fórmulas –liberalización del suelo, viviendas de protección oficial, mera
represión de la corrupción- que, al no atacar el núcleo del problema, suponen meros
parches. La solución, como saben muchos, es mucho más sencilla: bastaría que
donde la ley establece “veinte” de cesión de la edificabilidad dijese “noventa” ó
“noventa y cinco”, incluso “cien”, para que la corrupción urbanística desapareciese de
raíz. Entonces ningún propietario estaría interesado en que le recalificasen su terreno
porque no tendría nada que ganar. No habría motivo para pretender mover voluntades
municipales ni políticas.

Obviamente, que la plusvalía pase a pertenecer a todos -como una calle, una playa o
una estación de ferrocarril- supondría un cambio profundo de nuestro modelo de
urbanismo. Pero no hacia lo desconocido sino precisamente hacia esa Europa que
tantos evocan, en la que por cierto se puede adquirir un piso en el centro de Bruselas
–una ciudad además “invadida” por decenas de miles funcionarios y profesionales
expatriados con buenos sueldos - por mucho menos que en el centro de Madrid,
Barcelona o Valencia. Además, nuestro modelo urbanístico actual no constituye
precisamente una obra humana más con sus virtudes u defectos sino más bien labor
diabólica cuyos hacedores, en vez de perder toda esperanza, ganan toda plusvalía.
Nuestros socios europeos no sufren tanta corrupción urbanística no por mayor nivel
ético sino porque sus leyes no se lo permiten al no contemplar esta apropiación
privada de lo que debería ser colectivo.

Otro tanto cabe afirmar de la concesión de contratos públicos. Con el dinero de todos
se convoca un concurso para obra o servicio y se concede al “conocido”. A partir de
ahí ya se conocen los vicios: la concesión del contrato público se convierte en clave de
bóveda de clientelismo y "algo más". Algo más que acrecienta el precio de la obra,

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naturalmente. Como en el urbanismo, optamos por la represión del delito mientras
permitimos una legislación hecha a medida de ciertas prácticas malsanas.

Bastaría con que la administración que convoca la realización de una obra o servicio
no decidiese además a quién se adjudica para erradicar tanto pecado. La decisión de
adjudicación podría residir en otro organismo independiente a salvo de influencias
espurias, como ocurre con los órganos judiciales o con los tribunales económico-
administrativos. Ello no supondría una mella a la autonomía política de las
administraciones territoriales: nuestra Tribunal Constitucional ha declarado
reiteradamente que autonomías y ayuntamientos deciden libremente qué obras
públicas y qué servicios llevar a cabo, incluso la forma en que han de prestarse. Pero
ahí se agota su autonomía: la decisión de adjudicación del contrato es administrativa,
no política; es resultado de reglas técnicas y objetivas y no de opciones políticas.

Esta reforma distaría asimismo de ser un salto al vacío. En España sobra sabiduría y
técnica en materia de contratos públicos, así como a la hora de crear organismos
imparciales y a salvo de favoritismos. Además, arrostraría seguramente no pocos
beneficios: la concesión de contratos públicos, incluso de las castizas subvenciones,
se homogeneizaría y ganaría en transparencia; la perniciosa costumbre de repercutir
las dádivas a autoridades en el precio de la obra o servicio desaparecería, con el
consiguiente abaratamiento; y muy posiblemente muchos contratos públicos dejarían
de realizarse al obedecer no a una necesidad general sino particular: si el convocante
perdiese la potestad de decidir quién lo va a llevar a cabo, ya no habría arreglo previo
que acordar. Desgraciadamente lo que aquí se expone supone, como ocurre con la
plusvalía urbanística, una tremenda obviedad por muchos conocida.

El arbitrismo es una tentación peligrosa. Consiste en diseñar soluciones pequeñas


para problemas grandes, soluciones cuya aplicación equivale a menudo a un mero
cambio de muebles. Puede resultar inocuo pretender arreglar un país a golpes de
gaceta, como declaraba el español Joaquín Costa. Y no pocas veces el cambio
esconde el verdadero propósito de que todo siga igual, como escribió el italiano
Giovanni di Lampedusa; pero a veces hay cambios que merecen la pena. Algunos
periódicos sajones, al analizar la corrupción en España e Italia -cada vez con más
frecuencia, por cierto-, la achacan al inveterado catolicismo, tan arraigado como
presuntamente inextirpable de nuestra manera de ser; lo que equivale a negar la
posibilidad de soluciones. Y sin embargo la protestante Gran Bretaña ha decidido
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combatir los excesos de su clase política con un cambio menor, el de la legislación
sobre gastos de sus diputados. A veces las pequeñas soluciones sí cambian
costumbres que parecían eternas. Sólo se requiere voluntad para aplicarlas.

Pablo Ruiz-Jarabo

Diplomático

pabloruiz9@gmail.com

678 417 326

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