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Carta de E.M.

Cioran a François
Mauriac

Hotel Majory
20, rue Monsieur le Prince

París, 29 de abril de 1957

Estimado amigo:

Habiendo adquirido para mí sus observaciones


a mi prefacio la importancia de una intimación, creo
que le debo una explicación. Y estoy tanto más
dispuesto a dársela cuanto que su forma de fe es la
única que aprecio: ¿acaso no ha opuesto usted
siempre las desgarraduras de la salvación a las de
la duda? El escéptico no posee ninguna ventaja
sobre el creyente: el primero soporta la carga de sus
perplejidades, el segundo la de sus certezas.
Estemos donde estemos, nos exponemos al vértigo,
tropezamos con lo Insostenible.

Me reprocha usted las palabras «la dulce


mediocridad de los Evangelios». Sin embargo,
¿puede un hijo de pope escribir otras? En cuanto
comencé a definirme, lo hice por reacción contra las
verdades de mi padre, contra el cristianismo. A esa
razón exterior se añade otra, íntima: mi incapacidad
de comprender a Cristo, e incluso de imaginarlo. Por
el contrario, Dios no ha dejado nunca de
obsesionarme y de torturarme; los sufrimientos que
me ha infligido son el honor de mi vida, un desastre
inesperado, un infierno que me redime ante mí
mismo. Pero si Él ha sido preservado en mis
pensamientos, no lo ha sido en mi corazón: nunca
he podido amarlo... Me considero un creyente sin la
gracia. Estoy seguro de que esta paradoja no le
hará sonreír, pues usted conoce sin duda esos
momentos en que daríamos todo el universo por
una oración, pero en que ninguna palabra se
adhiere al misterio, esos instantes en los que se
permanece fulminado en el umbral de una llamada,
y en los que nos hallamos tan lejos de
nosotros mismos como de todo.
Imposible enumerar todas mis imposibilidades.
Y en el fondo importan tan poco... Pero es hora ya
de que concluya y vuelva a lo esencial: darle las
gracias por haberme turbado y expresarle mi
afectuosa admiración.

E. M. Cioran

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