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Resistencia: estabilidad contra cambio

Todo movimiento engendra resistencia. Como la experiencia es un fluir


constante, también ella despierta una resistencia interior. Esa resistencia interior mía, la
siento como una renuencia a modificar mi propio modo de hacer las cosas, de
comportarme como es propio de mí en la vida cotidiana. En cambio, ese yo mío que
permanece constante me resulta cómodo. Y también me resulta cómo mi fluir, pero sólo
si éste se opera a un ritmo que me resulte seguro y francamente suave, es decir, si ese
cambio pone de relieve el yo que yo mismo experimento.

Resistencia es un término que sólo denota una observación exterior de mi estado


de renuencia. Aunque lo que puede observarse es que yo me resisto a alguna conducta,
idea o actitud, mi propia experiencia me dice que estoy actuando para preservar,
mantener y acentuar mi propio yo, mi integridad. Y lo que a usted, en la superficie que
observa, se le presenta como una renuencia casual al cambio, puede constituir para mí
una crisis espiritual, una lucha por mi vida. Tal definición fenomenológica de
resistencia, definición que destaca la validez de mi experiencia interior, de mi vida
interior.

Para aclarar este punto pueden resultar útiles unos pocos comentarios
formulados en relación con el plano de lo funcional, lo orgánico. Mi proceso de ser y de
experimentar es teñido constantemente por mis necesidades, su frustración y su
satisfacción. En la medida que soy un organismo complejo y sin embargo fácilmente
programado, puedo aprender a bloquear la satisfacción de mi propia necesidad. Tal
bloqueo puede perpetrarse en cualquier nivel del proceso de ingerir y asimilar, lo cual
incluye lo que recibo por vía de mi sensibilidad, así como lo que hacen mis glándulas,
otros órganos corporales y mis músculos, y lo que corresponde a varias otras funciones
vitales de sostén, como la respiración. También existe bloqueo en el plano cortical, bajo
forma de ideas rumiadas, obsesiones, pensamientos estereotipados que se repiten, hasta
llegar, ese bloqueo, a lo infinito. Esta es una forma de fijación. La fijación bloquea el
desarrollo continuo del organismo.

Toda patología puede ser entendida como una interrupción amplia y crónica del
proceso en virtud del cual la persona avanza hacia la satisfacción de toda la escala de
sus necesidades. La persona no es despojada de su integridad; ésta, o su realización de
experiencias, se modifica de modo de acomodarse a ese estado de cosas detenido,
condición que Kurt Goldstein ha descrito maravillosamente. El comportamiento del
tullido tiene sus características especiales y propias, y lo que a nosotros nos parece
“enfermo” en otra persona es, en ella, una acomodación al estado de bloqueo. Yo
compruebo que con toda naturalidad mantengo rígido mi cuello para mitigar un dolor,
mientras el resto de mi cuerpo se acomoda a mi cuello. Camino tieso por la calle y a
quien me vea le parecerá que camino como un zombie, pero yo sé que en tanto camine
en esa forma me sentiré relativamente libre de molestia.

Aunque la persona sea compleja, sus neuronas y otras células son discretas,
finitas. En la medida en que soy susceptible de ser manipulado y acondicionado, y capaz
de almacenar información en forma relativamente permanente tiendo a conservar mi
propia estabilidad funcional: es decir, perpetúo mi manera de funcionar.
Todos los procesos humanos incluyen fuerzas polares. Por ejemplo, todo
movimiento fluido involucra la compleja cooperación de grupos musculares que se
oponen entre sí. De no suceder así, una persona se tornaría gelatinosa, o bien congelada
e incapaz de desarrollar una actividad altamente diferenciada. Una de las polaridades
centrales de nuestra existencia es la de “estabilidad contra cambio”, o sea, necesidad de
saber contra miedo de saber. Nos guste o no, somos seres sujetos a hábitos y de
conducta repetitiva. Constantemente luchamos por mejorar nuestra suerte y modificar
nuestro fututo. Gran parte de nuestra energía se consume en la tensión entre esas dos
fuerzas y como es una terapia que se propone modificar el comportamiento debe
enfrentar ese fenómeno polar partiendo de la base de que está en el primer plano de la
conducta. Es razonable, pues, considerar que, nos dirijamos ya al lado “cooperativo”, ya
al lado “resistente” de la persona, tendemos a movernos hacia el centro de sus
motivaciones. Todas las partes y fuerzas de la persona se conectan hacia su integración
recíproca y cada uno de sus aspectos por pequeño que sea, nos conduce hacia un sentido
más completo de la persona entera.

El terapeuta creativo, tal como lo veo, es un amante de la naturaleza. Se regocija


con todo cuanto lo rodea; tal como un novelista de sensibilidad afinada se deleita con la
voz ronca de otra persona, o en su lenguaje elaborado, o su pelo rizado y sucio, o su
manera de echarse adelante cuando está excitada.

Al mirar a su paciente, debe considerarlo, estimarlo, mantenerlo a distancia con


la mirada. Con maravilla infantil, el terapeuta puede contemplar la silla en que el cliente
se sienta, y de allí pasar a las pinturas colgadas de su pared, y puede también agacharse
y acariciar la gruesa alfombra verde que cubre el suelo. Todo tiene, para él, valor
estético. Porque aun en las cosas “feas” hay algo de bueno.

Una visión naturalista nos deja en libertad de asimilar la experiencia de la


persona sin evaluarla o sin juzgarla. Dentro de este contexto, el terapeuta experimenta
esos mismos “síntomas” de que habla el paciente, como aquellos medios de que el
propio terapeuta se vale en su mundo.

Es preciso tener paciencia. El terapeuta creativo es capaz de apreciar en el


proceso de su propia experiencia en marcha sin “empujar” el río corriente arriba. Es
capaz de observar las unidades, pequeñas y al parecer insignificantes, de su experiencia.
De ellas emergen constructos nuevos y visiones especiales de su mundo.

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