You are on page 1of 10

Alfonsín

Esteban Schmidt
Ojalá se comprenda todo esto. Los indiferentes
movieron un poco sus alitas de papel manteca. Tan
inocentes. Hemos visto a unos cuantos, a un pelotón
representativo que no podemos olvidar porque
estaban parados contra el ventanal del Starbucks en
la ochava de Callao y Viamonte, en la planta superior.
Se habían levantado de sus sillones, se ve, a
contemplar el espectáculo, la procesión, fúnebre,
donde ochenta mil vivos acompañaban por la avenida
a un muerto, a su estancia definitiva en el cementerio.
Interrumpidos, pero bien, por la superproducción
solemne, mandaban mensajitos a su gente que
decían, estoy viendo pasar el cajón de Alfonsín!, que
naturalmente les contestaron de inmediato con bien y
uh. Los indiferentes, unos cuarenta millones, no tienen
muchas oportunidades, no se las dan a sí mismos, de
leer hechos públicos desde una perspectiva histórica,
no ven, por hablar de cosas de moda, la inseguridad
como un eco de diez años de dólares baratos, de
compañeros viajando durante diez años gratis a
costas más ricas o más lindas, a tomar caipirinhas de
dos reales; ven la puntualidad del nene armado, del
nene drogado, pero que nació con una nueve
milímetros bajo el brazo porque los pobres más pobres
nacen para aguantar; y matan, los nenes, qué van a
hacer con una pistola, y alimentan, los indiferentes,
una agenda pública que les satisface el morbo y pudre
la vida en común. La muerte de Raúl Alfonsín, su eco
en el sistema de medios, su palabrerío, suspendió
durante dos días el inmediatismo, la visceralidad
cotidiana, y permitió a todo el mundo, a los
indiferentes y a los que se diferencian, medir un
hecho y a un hombre contra la historia, no contra sus
viditas y sus patrimonios.
Con el cajón, a su alrededor y detrás, y entre los
que optan por diferenciarse, por asomar la cabeza,
incluso usarla, marchaban los deudos del doctor
Alfonsín, los deudos más deudos, en silencio, sin
patovas, sin aprietes, con protocolos, como son los
radicales, y que es lo mejor de los radicales. En el
trazo grueso, se les veía en las caras, experimentaban
el mismo volver a morir en el que viven desde que son
socialmente perdedores, y viejos, por qué no.
Marchaban, además, todos los que creyeron ese día
que ese cadáver les pertenecía de alguna manera,
muchos de ellos viejos alfonsinistas que se
incorporaron a la vida pública más o menos en el ‘83 y
que fueron abandonándola a medida que la política
expulsaba personas con menor tolerancia a la pérdida
de tiempo y a la vagancia. Para otros era participar
del entierro de unos modales y, aunque no fueran
radicales, ni lo hubieran querido ser nunca, estaban
haciendo el honor porque Alfonsín los había
representado en el ideal de hombre público y porque
era el último y tal vez el único hombre electoral al que
amaron. Cada tanto algún cantito de vamos a volver
emergía de los pequeños racimos de dolientes
partidarios pero no lograban conectar con los demás.
Los radicales ya habían vuelto. En Facebook pudieron
dar rienda suelta a la manija retrospectiva sin que los
miren mal. Cada uno de los afiliados hizo el memorial
de sus vidas, subiendo fotos personales con Alfonsín,
más todas las fotos de aquellos años, un viaje en tren
a un congreso en Mina Clavero, todos con campera de
corderito, con una fuerte carga autocomplaciente y
victimizada, lo que nos hicieron, dejándose
comentarios, cientos de me gusta! Desde el mirador
de Starbucks, cuando pasó el cajón, ya no había
mucho más para ver, y no hay bises con las
procesiones fúnebres, por lo que los indiferentes
volvieron a sus asuntos de living, a sus pensamientos
personales.
Un tercer grupo se mantuvo muy activo. Es tan
minúsculo como el de los deudos y es integrado por
los interventores de velorios ajenos que se dedicaron
a limar a los dolientes por sentirse tales, y se
empeñaron en bajarle el precio al muerto: una foto de
Alfonsín caminando entre cadáveres en La Tablada y
el título de Papá, por ejemplo, distribuida por los
blogs. Otro grupo, el de los poetas de la desgracia, se
puso a componer, hijos de la lágrima, que suben el
precio al muerto pero de una manera contradictoria,
deificándolo para carnearlo, y para concluir que una
vida mejor es imposible. Un buen ejemplo, a mano, de
esa poética, la produjo el periodista Pablo Marchetti,
viejo redactor de Rolling Stone y uno de los creadores
de la revista Barcelona, quien además es músico.
Previo a la presentación de su banda Falopa en el
auditorio de la cooperativa La Vaca, el día posterior al
entierro del ex presidente, Marchetti leyó un poema
que movilizó mucho a los concurrentes y que la gente
de La Vaca no tardó en postear en su web. Marchetti,
grandote, calvo, sonriente y empático leyó, antes de
tocar: (Shhh, un poeta lee un poema)
el problema no es/ni el punto final/ni la
obediencia debida/ni el felices pascuas/ni la casa está
en orden/ni la masacre en la tablada/ni haber dicho
que las madres/de plaza de mayo/eran
desestabilizadoras/ni la economía de guerra/ni llamar
héroes de malvinas/a un montón de militares
golpistas/ni el pacto de olivos/ni haber ordenado/un
pedido de captura internacional/para juan gelman. el
problema es/que hoy murió el padre/de nuestro
escepticismo y esa muerte/no nos deja
ninguna/esperanza.
Lo peor del poema no es el encadenado de
lugares comunes sobre las zonas erróneas de una
gestión de gobierno, como lo haría un indiferente
escucha de radio, hilados en oraciones cortas, y para
abajo, como se supone que es un poema, en
evocación, seguramente inconsciente del, llamesmolé
también, poema de Ricardo Arjona llamado “El
problema” que dice el problema no es el daño, el
problema son las huellas; lo peor no es que
distorsione una declaración de Alfonsín sobre las
Madres o que eluda la verdad sobre Juan Gelman cuya
captura fue ordenada por el juez Miguel Pons --la
división de poderes es uno de los detalles aburridos de
la vida democrática--, porque Gelman había sido jefe
montonero y el estado argentino sí había ordenado
proseguir acciones civiles contra la cúpula de la
organización Montoneros, uno de cuyos integrantes
fue, en cierto tiempo, Gelman, lo cual es simplemente
la verdad histórica. Porque había jefes montoneros
poetas, y otros más brutitos, más sencillos en sus
manifestaciones. Lo poeta no quita lo violento de
Gelman, de Juan, como dice la gente del ambiente,
quien además no ha escrito ni una memoria por sus
actos, ya que no una disculpa, por los documentos
que firmó, por las ciento y una macanas que se
mandó como líder de una organización político militar,
cuyos actos no fueron poéticos sino políticos y
castrenses, y que se acomodó en el mundo de las
ceremonias de premiación, merecidas por su
envergadura de escritor, pero cercándose en un único
lugar de víctima, que también lo fue, porque su hijo
fue asesinado por la dictadura militar y su nieta,
además, robada.
Todo eso no es lo peor del poema que es, hasta
ahí, periodismo malo, pero chiquito y para abajo. Hay
dos cosas peores. Que lo llame a Alfonsín el padre del
escepticismo, como si el escepticismo en cualquier
persona, digamos esto, debiera otra paternidad más
que la del propio padre, el de la sangre, esté o no
esté, porque un padre ausente también es un padre, y
al padre que cada persona es para sí mismo, con
cómo se va llevando en la vida, derivándole, entonces,
a Alfonsín, a la política, una responsabilidad sobre las
trayectorias personales, sobre los estados de ánimo,
que nadie vivo y educado toleraría que un político
quisiera asumir por uno. Lo segundo peor es el final
poético de la muerte que no deja ninguna esperanza.
Con la poesía suele suceder que la virtud para la
elección de las palabras y la musicalidad que deviene
oculten un profundo vacío en el sentido. Aun este
poema, seguramente escrito a las apuradas, opera
para encubrir la nada. Porque esa línea no significa
nada. Nada, nada, nada. De todos modos, con deja
ninguna esperanza nos convoca a todos los argentinos
a que la pasemos como el orto. Ya está: ninguna
esperanza. A drogarse. O a robar. En el sentido más
argentino de robar. Que a veces significa repetirse.
Decir ninguna esperanza es lo mismo que en otras
poéticas manifestar ¡oh, esta tarde, amor!, una
chotada extrema, sólo que en el caso que nos ocupa
no configura el ambiente para un amor idiota sino que
supone un golpe bajo y tóxico. Ampliando el alcance
de esta refutación a esta poética: el papel de hijo
permanente, al que le hacen los deberes, aunque ya
haya completado la mitad de la vida, y que cuestiona
al padre por equivocarse, el hijo molestado por la
incompetencia del padre en satisfacerlo
completamente, ese padre que, uh, economía de
guerra, uh, Juan Gelman, pobrecito, tan poeta, tan
montonero inocente que no deseó la muerte de nadie,
ese es el hijo que hunde en la desesperanza a los
demás porque es de quien depende el futuro. Este hijo
abandónico de las responsabilidades, colapsado por
los inevitables errores paternos, tiene la contrapartida
de otro hijo socialmente inútil, el hijo alcahuete del
padre, el hijo que tampoco quiere dejar de ser hijo,
muchos de los deudos, de los que actualizaron su
estado diciendo hoy se ha muerto mi juventud, y papá
que ya lo hizo todo, que ya nadie lo hará mejor, nos
abandonó. Y entonces ya está, monstruo, libre de más
complicaciones, libre para traicionar mejor, para
hablar siempre de otra cosa.
En la cuenta regresiva al país del bicentenario de
la revolución de mayo, con unas elecciones
parlamentarias en brevísimo, los argentinos se miran
de reojo odiándose entre sí, mientras se consolida
gracias a los medios de comunicación el miedo al
pobre, al negro, a los condenados a las harinas y a la
exclusión. En ese caldo siempre tendrán razón los que
no arriesgan nada y se acomodan en el mundo de los
chistes fáciles y de las poéticas y las políticas de la
desgracia. Alfonsín, en este ring, ocupaba un lugar
imaginario de sensatez. Un lugar delirante por qué no.
Una sensatez delirante porque sus declaraciones eran
la negación diaria de los lugares comunes
periodísticos. Eran la negación, ya no la superación,
como lo habían sido, del habla de la calle. No lo iban a
correr a Alfonsín con la pelea entre Riquelme y
Maradona o con el último crimen del conurbano.
Alfonsín miraba en el mapa de las pasiones humanas,
miraba en el mapa de los faltantes y los sobrantes en
una sociedad y sugería sus persuasiones para
equilibrar las ganancias y los daños. En sus mejores
años, se decía que Alfonsín estaba a la izquierda de la
sociedad. Que mientras la sociedad prefería
concentrarse en lo que tenía, Alfonsín se interesaba
en procurar cosas nuevas. Alfonsín buscaba
parlamentarismo, descentralización, un sindicalismo
menos rehén de los delincuentes, un nuevo orden
internacional, menor intervención de la iglesia en los
asuntos comunitarios relacionados con el derecho de
familia y con la educación. Tal vez el mayor parecido
que alcanza con el ex presidente, otro ex, Néstor
Kirchner, quien también procura jugar bolas fuera del
bolillero, quizás no por la misma calidad de
convicciones de Alfonsín, y seguramente más corrido
por la necesidad de constituir un vector de poder que
alimente la figura presidencial, luego de un período
donde el sillón de Rivadavia estaba para el mercado
de pulgas, y así no ser fagocitado por las
corporaciones, como le pasó entre a otros a nuestro
muerto ilustre más reciente. Y como aún no está claro
que no le termine pasando a la propia familia
Kirchner.
Era droga verlo a Kirchner contemplando el
cadáver del ex presidente contando los minutos que
lleva mostrar respeto, contando intendentes leales,
también, y viéndose a sí mismo en el sobretodo de
madera, alguna vez, preguntándose: ¿Vendrán todos,
Nestitor? Y fue un poema ver a Carlos Menem frente a
ese ataúd. Un Menem anciano, demacrado por la
vejez, el sol, el cansancio de toda una vida dándose
los gustos, viéndose a sí mismo en la caja, alucinando
cuándo o cómo caerá el rayo fulminante sobre su
cráneo acromegálico y sobre ese tránsito a la
inmortalidad, al infierno de los riojanos. Era el hombre
que ya sabe, que lo supo como nunca, que pese a diez
años de gobierno, tendrá un velorio al que irán los
quinientos tipos a los que enriqueció, y que será
masacrado por las crónicas y por los historiadores.
Que no habrá olvido ni perdón para él, que, con
decisión, con descaro y con una sonrisa, terminó de
reventar lo que quedaba de sociedad, para constituir
este rejunte de individualidades que hoy es la
Argentina.
El mundo sin Alfonsín es un mundo
provisionalmente peor, pero sólo hasta que lo mejor
de Alfonsín, su pasión nacional, su vocación pública,
abone a las generaciones de recambio que estén
dispuestas a dejar de llorar.-

You might also like