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Memoria sobre la vida del general Simón Bolívar (I)
Memoria sobre la vida del general Simón Bolívar (I)
Memoria sobre la vida del general Simón Bolívar (I)
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Memoria sobre la vida del general Simón Bolívar (I)

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Después de la muerte del Libertador Simón Bolívar aparecieron en América y en Europa diversos escritos acerca de su vida. Algunos de estos plagados de la inexactitud propia de la escasa investigación científica del tema. Entretanto, Memoria de la vida del General Simón Bolívar, Libertador de la Gran Colombia, Perú y Bolivia, escrito por el general colombiano Tomás Cipriano de Mosquera, se diferencia de esos escritos porque el autor de la obra, fue su ayudante de campo, su Secretario personal y su Jefe de Estado Mayor General, por lo tanto lo conoció y lo observó mucho más de cerca que otros autores de esa época.

Con creces, esta es una de las biografías políticas y militares mejor escritas acerca de la vida y la obra de Simón Bolívar el hombre más grande que haya nacido en el hemisferio americano.

Con base en documentos auténticos y testimonios de primera mano de quienes fueron actores de primer orden en la guerra de independencia contra España y en la formación de las repúblicas surgidas de su espada y visión geopolítica, el general Tomás Cipriano de Mosquera condensó los episodios biográficos más trascendentales del Libertador, y dejó para la historia un libro lleno de datos, fechas, y episodios que gravitan entre lo épico, lo lírico y lo lógico.

El lenguaje claro y directo para describir los sucesos, hacen de este libro un documento agradable de leer y fácil de comprender, a la vez un referente claro de muchas características y perfiles de los primeros años de la vida republicana en gran parte del continente.

En ese orden de ideas, Memoria de la vida del General Simón Bolívar, Libertador de la Gran Colombia, Perú y Bolivia, es un libro que no puede faltar en la biblioteca de los lectores hispanoparlantes interesados en conocer y asimilar los orígenes de los sistemas políticos de Iberoamérica y desde luego la vida cada día mas paradigmática, quien en tan solo cuarenta y siete años de vida, transformó la historia de Latinoamérica.

La primera parte de esta obra abarca desde el nacimiento del Libertador hasta 1822 cuando empezó a coordinar grandes operaciones estratégicas, y las medidas de alta política para afianzar la unión de Nueva Granada y Venezuela y con 11.000 soldados patriotas, batir al ejército realista integrado por más de 22.000 hombres.

Libro recomendado 100%. Cinco estrellas.

LanguageEspañol
Release dateFeb 26, 2018
ISBN9781370247219
Memoria sobre la vida del general Simón Bolívar (I)
Author

Tomas Cipriano de Mosquera

Tomás Cipriano Mosquera 1798-1880, fue un político y militar colombiano que combatió desde muy joven en las filas patriotas contra las huestes realistas que defendían la corona española. Por su inteligencia y habilidades especiales pronto ganó la confianza y cercanía del Libertador Simón Bolívar quien lo tuvo entre sus más cercanos colaboradores, razón por la que conoció mejor que muchos de sus contemporáneos, la mayor parte de los perfiles y rasgos característicos de la vida del Libertador.Tomás Cipriano de Mosquera fue seis veces presidente de Colombia y sin duda el personaje político más famoso del siglo XIX en Colombia. Fue un hombre de temperamento fuerte, intrigante, desconfiado y hasta despiadado con los enemigos vencidos.En el campo intelectual fue muy inquieto, lector voraz, intelectual refinado y autor de varias piezas de orden político liberal, que por la controversial época de guerras civiles que le correspondió vivir después de sellada la independencia de España, son textos de obligatoria consulta para historiadores y personas interesadas en conocer los hechos que articulan la construcción de la república colombiana.

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    Memoria sobre la vida del general Simón Bolívar (I) - Tomas Cipriano de Mosquera

    Preliminar

    Mi nombre pertenece ya a la historia: ella será la que me hace justicia; y así usted, mi querido amigo, no se ocupe de vindicarme de las acusaciones con que Benjamín Constant ha podido mancillar mis glorias. El mismo me juzgaría mejor si conociera más los sucesos de nuestra historia. No cedo en amor a la gloria de mi patria a Camilo; no soy menos amante a la libertad que Washington, y nadie me podría quitar la honra de haber humillado al León de Castilla desde el Orinoco al Potosí.

    Simón Bolívar

    (Carta particular a un amigo suyo desde Guayaquil, el año de 1829).

    Después de la muerte de Bolívar han aparecido varios escritos sobre su vida, tanto en América como en Europa. Ellos adolecen de la inexactitud que es consiguiente a las primeras noticias que sus autores han adquirido de este hombre célebre.

    Las mismas apologías escritas para honrar su memoria están llenas de parcialidades, y aun se habla en ellas de cosas que no han existido. Desde mi primera edad en el Ejército de Colombia emprendí reunir las noticias que algún día podrían ser útiles para la historia de mi país, y tener la dicha de presentar estos materiales a la mano que se encargue de pintar los sucesos de América, y de hacer conocer al capitán que mandó tantas veces los pueblos y el Ejército.

    Colocado al lado de Bolívar como su ayudante de campo, su Secretario y su Jefe de Estado Mayor General, he podido conocerlo y observarlo más de cerca.

    Como gobernador, intendente, prefecto y comandante general en distintas épocas y ministro plenipotenciario en el Perú, me he puesto en contacto con el gobierno, y por tanto no desconozco la política que se observó durante la administración en que he servido. Estas razones me han animado a presentar al público mi bosquejo para servir a la historia, y sólo siento no poderlo hacer de un modo tan ─completo como lo exige─ la ma-eria.

    Una desgracia ocurrida en el año de 1824, cuando fue incendiada la ciudad de Barbacoas por los realistas, hizo perecer el archivo de la casa de gobierno, y en él todos los materiales que había reunido hasta entonces en mi vida militar. Inmediatamente después de la victoria que obtuve sobre el enemigo, me fue imposible ocuparme en reponer mis apuntamientos a consecuencia de las heridas que recibí, y ya no pensaba volver a emprender tal trabajo, cuando varios amigos me empeñaron en que lo hiciese en lo posible, porque era indispensable que los contemporáneos diésemos testimonio de los hechos de nuestros días, y por convenir con ellos me ocupé de nuevo en este asunto, con ánimo de dejar a mis hijos el cuidado de publicar mis relaciones.

    No tengo la vanidad de creer mi obra tan perfecta como debe ser, pero al menos la juzgo imparcial, y mis opiniones independientes del espíritu de partido. La principal parte de mi trabajo es la que dice relación a Bolívar, y como él no existe ya, juzgo oportuno publicarla.

    Cuanto refiero de su primera edad lo he sabido del mismo general Bolívar, que tuvo la bondad de decírmelo en los ratos de descanso que tenía. Aunque no siempre he estado de acuerdo con sus opiniones, le merecí su amistad, y no juzgo faltar a ella en las publicaciones que hago.

    Los hechos más notables los apoyo en los documentos con que acompaño mis memorias.

    Capítulo I

    Origen, nacimiento y primera edad del Libertador Simón Bolívar.

    La familia de Bolívar es originaria de España y una de las primeras que vinieron a establecerse en América. El año de 1589 nombró la ciudad de Caracas a Simón Bolívar procurador general en la corte, y se le recomendó la defensa de los derechos municipales de aquella ciudad. El rey le nombró Regidor perpetuo de Caracas y Oficial Real de la provincia.

    Desde el siglo XVII gozó la familia de Bolívar una renta que podía llamarse brillante en América, y los primogénitos obtenían el empleo de Alférez Real, destino concedido siempre a las primeras familias de la nación. Don Juan Vicente Bolívar fue el padre del Libertador, y ejerció distintos empleos, siendo también coronel de milicias de los valles de Aragua.

    La familia tenía distintos privilegios de que no hizo uso; entre otros el título de Marqueses de Bolívar, Vizcondes de Coporete. Igualmente tenían el señorío de las minas de Aroa, concesión que no se había hecho a americanos.

    La señora Concepción Palacios fue la mujer de don Juan Vicente Bolívar, descendiente, igualmente que su marido, de antiguas familias de España. Al primer hijo le llamaron como su padre; y al segundo, Simón, en memoria del primero de este nombre, por quien comienzo mi relación. Nació el 24 de julio de 1783 en Caracas.

    Su padrino, el doctor don Fé-lix Aristiguieta y Bolívar le dio el nombre de Simón, y habiendo tenido el permiso de sus padres le fundó un mayorazgo porque decía que este niño sería más grande que el primero que de este nombre vino a Caracas. La casa en que nació Bolívar fue la que tuvieron sus padres en la plaza de San Jacinto.

    No fueron solos estos dos hermanos, también tuvieron dos hermanas: la mayor, María Antonia, viuda hoy del señor Clemente, y la segunda, Juana, igualmente viuda del señor Palacios. Don Juan Vicente Bolívar murió dos años después del nacimiento de su hijo Simón, y recomendó a su mujer que mandase sus dos hijos a Inglaterra para que recibiesen allí su educación; pero el padre de la señora viuda, don Feliciano Palacios, se opuso tenazmente, porque decía que el contacto y relaciones de sus hijos con herejes sería capaz de corromperlos.

    Tales eran las ideas de nuestros abuelos en toda la nación. Estas preocupaciones perjudicaron a los jóvenes Bolívares; pero la madre les proporcionó maestros tan capaces como podían ser en aquel país. En su casa paterna recibió Bolívar las primeras lecciones de sus preceptores Carrasco, Vides, Negrete, Rodríguez y Pelgrón; después lo fueron el señor Bello y el padre Andújar.

    Primeras letras, gramática latina y española, esgrima, natación, historia natural, profana y eclesiástica, con algunos principios de matemáticas hicieron la enseñanza y primera educación del joven Bolívar hasta la edad de quince años, en que su curador, don Carlos Palacios, después de la muerte de su madre, le mandó a España para que completase sus estudios.

    Bolívar supo por una casualidad el año de 1797 el plan de la revolución que se tenía en Caracas para emanciparse de España; pero fue cauto, y no dijo a su tierna edad nada que pudiese comprometer a los que querían ejecutarlo, y celebraba la idea con los de su familia como una cosa buena, deseando que tomasen parte su curador y su hermano.

    Cuando fueron juzgados algunos sujetos a causa de haberse descubierto el plan, Bolívar por su poca edad pudo obtener permiso de los jefes de España para visitar los presos, y les fue útil su viveza y cautela.

    El 19 de enero de 1799 se embarcó Bolívar para España en el navío San Ildefonso; su Capitán, don José Uriarte y Borja. El buque tocó en Veracruz para recibir algunos millones de pesos que se remitían a España, y con este motivo el joven Bolívar visitó a Méjico, y vivió con el Oidor Aguirre, recibiendo buen tratamiento del virrey Azanza.

    Posteriormente tocó el buque en La Habana y conoció igualmente esta ciudad. Bolívar se acordaba, como de una cosa que le había hecho mucha impresión, de un acto caballeroso del capitán Uriarte, al que decía debía su existencia. Se encontró el navío con un buque inglés muy inferior, y como estaban en guerra las dos naciones, le era muy fácil tomarlo.

    Los oficiales propusieron echarlo a pique y tomar la tripulación a bordo, y la respuesta fue: por hacer un daño sin utilidad podremos no ver un escollo que se encuentra en esta dirección; sigamos nuestro rumbo y dejen ustedes a esos miserables.

    Al anochecer se pudo descubrir el escollo ya muy cerca del buque, y la vigilancia del capitán conservó la vida a nuestro futuro héroe, que llegó a España felizmente; desembarcó en Santoña, y por Bilbao siguió a la capital de Madrid. Bolívar vivió con su tío don Esteban Palacios, que gozaba de la gracia de los Reyes de España por las relaciones de amistad que tenía con el favorito Mallo, que era natural de Popayán, y criado en Caracas. El estudio de las matemáticas, lenguas y literatura hacían su ocupación.

    Palacios fue desterrado de Madrid por intrigas de corte, y Bolívar entonces quedó al cuidado del marqués de Ustáriz, por quien tenía un respeto que pasaba a veneración. Hasta los últimos tiempos de su vida creía Bolívar que nunca había tenido un mejor maestro que su amigo, cuyas virtudes comparaba a las de los virtuosos griegos que se presentan como modelos: tales eran sus expresiones.

    La corte de Madrid era un centro de corrupción y de intriga; y Bolívar, aunque niño, se veía forzado a asistir al palacio por las instancias de la Reina, que le distinguía como paisano de su favorito, quien tomó mucho empeño en adelantarlo en su carrera pública; pero la circunspección de Bolívar y su amor a la casa de Ustáriz, le hacían preferir este retiro a los devaneos de los sitios reales, donde varias veces se entretuvo con Fernando VII, que tenía casi la misma edad.

    La casualidad proporcionó al joven Bolívar hallarse una noche en una casa adonde había salido disfrazada la Reina María Luisa, y la acompañó en su regreso a la Corte; circunstancia que influyó mucho en el aprecio que hacía la Reina de él, le proporcionó estar en los sitios reales con bastante confianza.

    El príncipe de Asturias, Fernando, le invitó una tarde en Aranjuez a jugar a la raqueta, y diole al príncipe con el volante en la cabeza, por cuya razón se molestó; pero su madre, que estaba presente, le obligó a continuar el juego, porque desde que convidó a un joven caballero para distraerse se había igualado a él.

    Me refería el Libertador esta anécdota diciéndome con un aire de satisfacción: ¿Quién le hubiera anunciado a Fernando VII que tal accidente era el presagio de que yo le debía arrancar la más preciosa joya de su corona? Bolívar deseaba regresar a su país, cansado de la vida de Madrid y hostigado del palacio real, y se resolvió a dar un paso que le ponía en uso de su voluntad, casándose.

    La señorita Teresa Toro, sobrina de los marqueses del Toro, y de Inicio, fue la que le cautivó el corazón. Concibió una pasión tan violenta que siempre juzgó haber sido la más fuerte que tuvo de este género.

    El padre de la señorita Toro accedió al matrimonio de su hija, a condición de que se dejase correr algún tiempo, siendo el novio todavía niño, pues sólo contaba diez y siete años. Un suceso desagradable irritó mucho a nuestro joven, y lo hizo resolverse a dejar a Madrid.

    El ministro de Hacienda le mandó registrar en la puerta de Toledo a pretexto de decir que llevaba un contrabando de diamantes; pero el objeto era ver si le encontraban algunos papeles de intrigas de su amigo Mallo.

    Bolívar, que vestía uniforme militar, como oficial de milicias, tiró su espada contra los guardas, y se quejó agriamente del insulto que se le había hecho. Pidió pasaporte para dejar la Corte, y se fue por la posta a Bilbao, donde estaba la familia de su futura esposa. Anduvo el camino con tanta violencia que casi pierde la vida. La guerra con Inglaterra le privaba tener algunos recursos de su casa para vivir, y como no sabía pedir, sufrió bastante.

    Después de la paz de Luneville, a fines de marzo de 1801, pudo obtenerlos; y resolvió pasar a Francia para conocer aquel hermoso país y con la idea de comprar cuanto necesitaba para su matrimonio y viaje a América. Bolívar recibió hermosas impresiones al observar la Francia, París, la Libertad, y Napoleón.

    Su alma sufría los golpes de montones de ideas, que abruman a cualquiera que es nuevo en la vida, y mira de repente cuánto hay de asombroso en la existencia y en la historia. En vano le tentaron las seducciones del placer, en vano le deslumbraron las maravillas de las artes y del gusto; su alma se absorbía toda en la imagen de su amante y del coloso de la libertad representado por Napoleón.

    Una república triunfante, instituciones filosóficas y nuevas, los prodigios del genio y del saber, todo echaba en el alma de Bolívar las semillas de libertad y de gloria que después se han desenvuelto en su larga carrera. Bolívar, ansioso por volver a España y a Caracas, deja muy pronto a la Francia a fines de 1801; llega a Madrid, celebra su matrimonio, y el mismo día parte para la Coruña, donde se embarca en el buque que le esperaba para llevarle a La Guaira.

    Cuando Bolívar hablaba de esta época de su vida todavía se exaltaba después de tantos años. Se creyó, vuelto a su patria, el hombre más feliz con una amiga a su lado, y pensando siempre cómo ser más dichoso en la tierra que le vio nacer. De repente, una fiebre se apodera de su esposa, en cinco días desaparece, y todo cuanto antes le era agradable le fue ya odioso; después de la muerte de su Teresa decía:

    Yo contemplaba a mi mujer como una emanación del ser que le dio la vida: el cielo creyó que le pertenecía, y me la arrebató porque no era creada para la tierra; y parafraseaba este mismo pensamiento de diferentes modos, para complacer sus afectuosos e imperecederas sentimientos al recordar a su amada. La tristeza le aconsejó dejar este país para siempre. Solamente ocho meses permaneció en él para arreglar sus negocios.

    Vendió algunas de sus propiedades, cedió otras a sus hermanos, dejó recomendado el vínculo que poseía a su hermano Juan Vicente y fletó un buque, lo cargó y siguió para Cádiz con un caudal suficiente para vivir muchos años y viajar en Europa. A fines de 1803 arribó felizmente al puerto de su destino, después de un viaje tempestuoso.

    Realizó en aquel puerto sus negocios, partió para Madrid a llevar a don Bernardo Toro, padre de su esposa, las reliquias que había conservado de ella. Hablaba Bolívar de esta entrevista con ternura, recordando las lágrimas que mezclaron el padre y el hijo.

    Jamás he olvidado esta escena de delicioso tormento, porque es deliciosa la pena del amor, fue varias veces la expresión con que Bolívar concluía esta narración; y como mostró siempre un vivo interés en estos recuerdos, quiero referirlos aunque pueden juzgarse minuciosidades en las memorias que ahora escribo de la vida juvenil de nuestro general.

    Ellas también servirán para hacer conocer cuán susceptible era de sentimientos afectuosos, y que siempre influyeron en su corazón, como veremos después. Su existencia en Madrid, rodeada de los amigos que le conocieron amante, amado y feliz, le fue tan insoportable como la de Caracas; y en la primavera de 1804 partió para Francia. Bolívar admiraba en Napoleón al héroe republicano, le parecía el astro de la gloria, no encontraba nada que se le pareciera y juzgaba que nada le podía igualar en el futuro.

    Ocupada así su imaginación se sorprende al verle subir al trono y tomar la corona de Emperador. Desde este día Napoleón es un tirano, y no quería ni siquiera tolerar su política. Todavía lamentaba el que el capitán del siglo XIX, el más grande de los héroes, hubiera empañado su carrera vistiendo la púrpura real. Censuraba siempre la política que había adoptado Napoleón, y a ella atribuyó la pérdida del Imperio y la restauración de la casa de Borbón.

    Varias veces le oí decir: Desde que Napoleón fue rey, su gloria misma me parece el resplandor del infierno, las llamas del volcán que cubría la prisión del mundo. Bolívar sintió tanto la caída de los re-publicanos, que consideraba con lástima la especie humana y dudaba ya de la libertad.

    Ninguna instancia bastó para que asistiera al magnífico aparato de la coronación de Napoleón. Nada contenía el ímpetu de su genio fogoso; dondequiera declamaba contra la vileza del pueblo y la usurpación del Cónsul; llegaba su osadía hasta disputar con agentes del gobierno.

    El general Oudinot y Mr. Delagarde participaron de estas querellas, ambos amigos de Bolívar, aunque empleados por Napoleón. Del último admiraba más la moderación por ser uno de los jefes de la policía; pero una señora que influía con su gracia y su talento sobre estos dos amigos era bastante sagaz para interpretar con indulgencia el arrojo de Bolívar.

    He creído digna de estas Memorias la opinión de un hombre célebre respecto de otro, y quizá cuando ellas vean la luz todavía podrán leerlas los personajes a quienes nombro y de quienes Bolívar nos hacía un agradable recuerdo. Ya en aquella época alimentaba Bolívar las ideas de libertar su patria y consultaba a sus amigos.

    Llegó entonces a París el Barón de Humboldt (Alejandro), que acababa de viajar en la América española, y por lo mismo juzgó que aquel sabio viajero sería la autoridad más propia para dar consejos sobre la naturaleza y ejecución de su proyecto. Bolívar, que había sido tratado bondadosamente por el Barón, le pregunta un día qué pensaba sobre la independencia de América y los medios de realizarla.

    La respuesta fue que el país estaba ya en estado de recibir la emancipación, pero que no conocía hombre capaz de dirigirla. El Barón decía la verdad, porque nadie era conocido en América con talentos bastantes para semejante empresa. Sin embargo, Bolívar no desmayó, y contaba con que la revolución daría hijos dignos de ella. Mr. Bonpland, íntimo amigo de Bolívar y compañero del Barón en sus viajes, animaba con sus consejos el proyecto de emancipación.

    La amistad de este sabio botánico siempre fue conservada por Bolívar. Bolívar permaneció diez meses en París, y emprendió su viaje para Italia en la época que Bonaparte debía coronarse en Milán. Su amigo, don Fernando Toro, que hasta entonces había acompañado a Bolívar desde

    Madrid, tuvo que dejarlo y regresó a España.

    En la primavera de 1805 marchó Bolívar para Italia en compañía de su amigo y antiguo maestro, don Simón Rodríguez, que hacía muchos años que se hallaba en Europa consagrado al estudio de las ciencias exactas y de las artes . Este amigo le aconsejó marchar a pie para que restableciera su salud quebrantada y observara con despacio las preciosidades que había en el país que iba a recorrer. En Lyon pusieron sus equipajes en los coches públicos, y con un bastón en la mano marcharon hacia la Saboya y el Piamonte..

    En once días atravesaron los Alpes, reposando una semana en Chambery. Esta marcha produjo el efecto que se deseaba, y Bolívar restableció su salud y ensayó sus fuerzas para las futuras campañas que debía hacer, convenciéndose que era capaz de esfuerzos mayores por la facilidad con que había logrado hacer aquélla.

    De Turín siguió a Milán y asistió a los juegos olímpicos que se die-ron en honor de la coronación de Napoleón. En aquellos juegos vio por la primera vez elevar un globo aerostático conducido por una señora que llevaba en las manos· las águilas del Emperador al cielo. De Milán siguió a Venecia, origen del nombre de Venezuela, cuya ciudad flotante le pareció menos maravillosa de lo que se había figurado. De allí siguió a Florencia y de Florencia a Roma.

    En esta capital la exaltada imaginación de Bolívar le hizo ver la aldea de Rómulo elevada a capital del mundo, una ciudad republicana que conquistó tantos imperios, las maravillas del arte y del triunfo traídas del pie del capitolio; el brillo de mil glorias coronando las del Senado.

    Joven republicano, y alimentado de la historia antigua y de la filosofía moderna, Bolívar se inflama, va al monte Sacro, y hace el juramento de libertar a su patria o morir por ella. Desde entonces emprendió formar sus proyectos, y esta idea le ocupó enteramente su imaginación.

    Continuó sus viajes hasta Nápoles y volvió a París, donde permaneció hasta poco tiempo antes de regresar a América. París le había gusta-do tanto que algunas veces hablando con sus amigos en el ejército dijo en ratos de mal humor:

    Si no me acordara que hay un París, y que debo verlo otra vez, sería capaz de no querer vivir. Bolívar se dirigió a Hamburgo por la Ho-landa, y en aquel puerto se embarcó para los Estados Unidos de la América del Norte, donde permaneció poco tiempo, y desde Charleston hizo su navegación a La Guaira a fines de 1806.

    Luego que llegó a Caracas se retiró de los negocios políticos: meditaba en sus haciendas cómo debía darse el primer golpe a las autoridades reales; y aconsejaba a sus amigos mucho tino en los pasos que pudieran darse. Las medidas que tomaron las autoridades españolas para frustrar los conatos de revolución que se habían dejado trascender en Venezuela, después del ataque que intentó el general Miranda sobre Coro el año de 1806, y las persecuciones que sufrieron varios individuos, de cuyas sospechas no estuvo exento el mismo Bolívar, le hacían fortalecer más su opinión de suspender todo acto revolucionario hasta que ya estuviesen las cosas arregladas así en Venezuela como en el reino de la Nueva Granada.

    Los sucesos de la revolución de Quito en 9 de agosto de 1809 inflamaron el corazón de los patriotas, y aunque Bolívar creía que no era llegado el día de comenzar la obra de la independencia, una vez verificada la revolución del 19 de abril de 1810 en Caracas, fue de los primeros que con tesón comenzaron a trabajar por el país.

    Fue nombrado coronel de milicias de Aragua, y su hermano mayor, don Juan Vicente Bolívar, comisionado a los Estados Unidos para traer fusiles y armar los cuerpos de la república. Desgraciadamente pereció este patriota distinguido en su navegación cuando regresaba a Venezuela con las armas que había comprado.

    Sobre su genio y talento se ha hablado con variedad, pero muchos creían que era superior en energía a su hermano Simón, de quien se acordaba con aquella fuerza de sentimiento que mostraba siempre al hablar de las personas que le eran queridas.

    En una de las reuniones que tuvieron en Caracas los primeros promotores de la independencia americana, a que asistieron Salía, Pelgrón, Montilla, Rivas, don Juan Vicente Bolívar y el oficial mayor de la secretaría de la Capitanía General, don Andrés Bello, se dudaba quién podía ser el jefe de la revolución contra la España, y el señor Bolívar propuso a su hermano Simón, haciendo una recomendación, que el tiempo ha probado que nacía del conocimiento íntimo que tenía de su joven hermano.

    Todos los concurrentes despreciaron la indicación, pues juzgaron a Bolívar joven emprendedor, pero sin experiencia y capacidad para tan alta misión. Este pensamiento de don Juan Vicente Bolívar lo he sabido de boca de uno de los concurrentes a aquella reunión, que aún vive, y lo considero digno de mencionarse en mi relación.

    Capitulo II

    Primeros servicios que presta Bolívar a su patria hasta que fue hecho prisionero por el comandante General de las tropas españolas, don Domingo Monteverde.

    Como queda dicho en el capítulo anterior, Bolívar fue nombrado coronel de milicias del valle de Aragua después de la revolución de 19 de abril de 1810, y en junio del mismo año se le confirió una misión diplomática cerca del gobierno de S. M. B., uniéndole de compañero al señor Luis López Méndez y de Secretario de la Legación al señor Andrés Bello.

    En 21 de julio dirigió propuestas al gabinete de Saint-James, y obtuvo contestaciones que, aunque no favorables, nos aseguraban la neutralidad de la Inglaterra en nuestra contienda doméstica.

    El marqués de Wellesley en sus conferencias con los comisionados les ofreció de parte de su gobierno no dar un paso contrario a la emancipa-ción de América, bajo los principios que había sentado en su declaraciones diplomáticas. Bolívar y Méndez tenían instrucciones de no tocar con el general Miranda, que se hallaba en Londres; pero creyendo Bolívar que este personaje podía ser muy útil en Venezuela no tuvo embarazo en conferenciar con él, e invitarle a que fuese a su país, donde debía prestar servicios muy importantes a la causa de su patria.

    Miranda ofreció a Bolívar seguir muy pronto y emprendió su viaje por los Estados Unidos. Bolívar dejó en Londres a su compañero López Méndez y al Secretario Bello encargados de la legación y regresó a Venezuela. El 5 de diciembre de 1810 llegó a La Guaira, y el gobierno publicó inmediatamente los resultados de la comisión de Bolívar y las razones por que había quedado en Europa el comisionado López. Bolívar no estuvo de acuerdo con la marcha que llevaban los negocios de Venezuela, y se retiró a su casa.

    Varias conspiraciones que formaban los partidarios de la regencia de España habían sido descubiertas; pero conociendo los patriotas que se tramaba una revolución general apoyada por los realistas de Puerto Rico, Guayana y Coro, el congreso fijó definitivamente la conducta política que debía seguirse, sancionando el acta de independencia en su declaración de 5 de julio de 1811. Lejos de contenerse el partido servil por la declaración de la independencia, se irritó de tal modo, que el 11 del mismo estalló una revolución en Caracas y Valencia contra el gobierno.

    El pueblo de Caracas atacó a los revolucionarios y redujo a prisión a muchos, que fueron juzgados, y algunos ejecutados por sentencia del Tribunal de Vigilancia. En Valencia lograron los facciosos apoderarse de la ciudad, y el gobierno de Venezuela mandó una expedición a las órdenes de los generales Toros, hermanos, para destruir a los realistas.

    Entre La Cabrera y los Cerritos de Mariara se dispararon los primeros tiros en Venezuela, y comenzó la guerra de independencia al norte de aquella república. Desgraciadamente fueron rechazadas las fuerzas republicanas, y se retiraron a Maracay. Estos sucesos obligaron a Bolívar a dejar su retiro, y volvió a tomar servicio activo como coronel del batallón de milicias de Aragua.

    El general Miranda, que había llegado ya a Caracas, y que había sido considerado como teniente general, grado correspondiente a los que había tenido en Europa, fue destinado a mandar la expedición que se formó de nuevo contra Valencia. Él se excusó diciendo que no había cuerpos para que los mandase un teniente general; y reconvenido por una respuesta tan poco justa, ofreció marchar, pero con la condición de que el coronel Bolívar no mandara su cuerpo en la campaña porque era joven temible.

    El gobierno, por condescender con el general Miranda, dispuso que marchase el batallón Aragua a órdenes del segundo comandante. Esta disposición alarmó mucho a Bolívar, y alegando el distinguido mérito de ser uno de los primeros hombres consagrados a trabajar por su patria, pidió que se le permitiese marchar con su batallón o que se le oyese en juicio.

    El gobierno, que había obrado sólo por complacer al general Miranda, revocó su orden, y marchó Bolívar al frente de su cuerpo a la campaña sobre Valencia. Así empezaron sus primeros ensayos militares, y su comportamiento le hizo acreedor al despacho de coronel efectivo de ejército. Después de la ocupación de Valencia, el 12 de agosto de 1811, Miranda hizo marchar a Bolívar a dar parte al gobierno de Caracas de este suceso. Aunque tal comisión no le correspondía, él obedeció a su general y cumplió sus órdenes.

    El general Miranda le destinó a mandar la plaza de Puerto Cabello, como gobernador, y quería siempre tener a Bolívar distante de las operaciones militares, sobre el enemigo, pues tenía mucha prevención contra él, temiendo que le arrebatase sus glorias.

    Miranda conocía el genio del futuro héroe de la América del Sur, y obraba por celos, más bien que por enemistad. La reacción que meditaban los realistas había obligado al gobernador de Caracas, coronel José Félix Rivas, a decretar la prisión de todos los españoles y canarios que no se manifestaban claramente por la causa de la independencia; pero el general Miranda improbó este acto, y fueron puestos en libertad en junio de 1812 todos los presos; con lo cual se alentaron los realistas y continuaron sus maquinaciones con indecible actividad.

    En la plaza de Puerto Cabello existían cerca de mil prisioneros encarcelados en el castillo de San Felipe, y seducido por los españoles, el oficial Francisco Fernández Vinnoni los puso en libertad, dando muerte a los guardas y apoderándose de la fortaleza. Bolívar ordenó la evacuación de la plaza, y se salvó la guarnición que estaba en la ciudad. Dirigióse a La Guaira en una goleta de guerra, acompañado de varios oficiales, y mandó al teniente coronel Tomás Mantilla a informar del suceso al general Miranda.

    Bolívar conservó una impresión tan fuerte por la desgracia de Puerto Cabello, que jamás la olvidó, ni al traidor que lo vendió. En 1819, después de la batalla de Boyacá le reconoció entre los prisioneros españoles y lo mandó fusilar. Este acontecimiento desgraciado fue de graves trascendencias. A consecuencia de él capituló Miranda con Monteverde, autorizado por el gobierno general, que se llenó de pavor por este suceso y por la revolución de los negros, que fomentaban los realistas y que estalló el 13 de julio de aquel año (1812).

    El marqués de Casa León fue el comisionado para tratar con Miranda, y arregló con él el modo de transigir, ofreciéndole mil onzas de oro para que se trasladase a Inglaterra en la corbeta de guerra de S. M.B., Shapir, que mandaba el capitán Haynes.

    El modo como se concluyó esta capitulación, sin ningún género de garantías; la animadversión que tenían la mayor parte de los jefes y oficiales de Venezuela contra el general Miranda, por la preferencia que daba a los extranjeros que servían a sus órdenes; y la noticia de que Miranda había recibido en Victoria doscientas cincuenta onzas por cuenta de las mil que le ofreció Casa León, irritaron de tal modo a Bolívar, al comandante Manuel M. Casas, al doctor Miguel Peña y a otros, que resolvieron prenderle y que experimentase con ellos la desgraciada suerte que se les preparaba; pues no tenían buques para emigrar, y el capitán Haynes apenas llevaba a Miranda, que tenía recomendaciones del duque de Cambridge y otros personajes de la Gran Bretaña, a cuya nación había ofrecido sus servicios. Estos fueron los angustiados sucesos de 1812, que pusieron a Bolívar y a todos sus compañeros en manos de don Domingo Monteverde.

    Así como este general español no cumplió con el tratado de 26 de julio, tampoco llenó sus compromisos Casa León con Miranda remitiéndole las setecientas cincuenta onzas que debió entregarle en La Guaira, porque olvidándose de la fe castellana, estos hombres, al tratar con los independientes, creíanse, al ser vencedores, exentos de sus compromisos de honor, y se nos juzgaba como miserables rebeldes.

    Bolívar supo aprovechar los primeros momentos favorables después de la capitulación del general Miranda, y por medio del español don Francisco Iturbe consiguió pasaporte para Curazao en compañía del coronel José Félix Rivas.

    Después que la república se recuperó en 1821, Bolívar impetró del congreso que se devolviesen al señor Iturbe sus bienes confiscados, y un acto legislativo correspondió el servicio que aquel español hizo al futuro padre de la Patria.

    Capitulo III

    El coronel Simón Bolívar pasa de Curazao a Cartagena. Sus opiniones políticas y servicios que presta a la Nueva Granada. Recibe el despacho de brigadier de la Unión.

    El coronel Bolívar llegó en el mes de septiembre de 1812 a Cartagena en compañía de otros emigrados de Venezuela. Ofreció sus servicios al gobierno republicano de aquella plaza, que fueron admitidos, y se le destinó a las tropas que mandaba el comandante Labatut, encargándosele la comandancia de Barranca.

    El 25 de diciembre de 1812 se imprimió en Cartagena una alocución dirigida a los ciudadanos de Nueva Granada, por un caraqueño; y co-mo esta memoria, escrita por Bolívar descubre sus opiniones y los planes y medidas que juzgaba convenientes para llevar adelante la obra de la independencia, creo muy oportuno que se lea en el orden cronológico de su vida; tanto más cuanto que ella fue la que comenzó a darle crédito entre las personas que 10 habían tratado.

    MEMORIA DIRIGIDA A LOS CIUDADANOS DE LA NUEVA GRANADA, POR UN CARAQUEÑO

    Cartagena de Indias, en la imprenta del C. Diego Espinosa, año 1813. Libertar a la Nueva Granada de la suerte de Venezuela, y redimir a ésta de la que padece, son los objetos que me he propuesto en esta Memoria. Dignaos, oh mis conciudadanos, de aceptarla con indulgencia en obsequio de miras tan laudables.

    Yo soy, granadinos, un hijo de la infeliz Caracas, escapado prodigiosamente de en medio de sus ruinas físicas y políticas, que siempre fiel al sistema liberal y justo que proclamó mi patria, he venido a seguir aquí los estandartes de la independencia que tan gloriosamente tremolan en estos Estados.

    Permitidme que animado de un celo patriótico me atreva a dirigirme a vosotros, para indicaros ligeramente las causas que condujeron a Venezuela a su destrucción: lisonjeándome que las terribles y ejemplares lecciones que ha dado aquella extinguida república persuadan a la América a mejorar de conducta, corrigiendo los vicios de unidad, solidez y energía que se notan en sus gobiernos.

    El más consecuente error que cometió Venezuela al presentarse en el teatro político, fue sin contradicción, la fatal adopción que hizo del sistema tolerante: sistema improbado como débil e ineficaz, desde entonces, por todo el mundo sensato, y tenazmente sostenido hasta los últimos períodos, con una ceguedad sin ejemplo.

    Las primeras pruebas que dio nuestro gobierno de su insensata debilidad las manifestó con la ciudad subalterna de Coro, que denegándose a reconocer su legitimidad la declaró insurgente y la hostilizó como enemigo.

    La Junta Suprema, en lugar de subyugar aquella indefensa ciudad, que estaba rendida con presentar nuestras fuerzas marítimas delante de su puerto, la dejó fortificar y tomar una actitud tan respetable, que logró subyugar después la Confederación entera, con casi igual facilidad que la que teníamos nosotros anteriormente para vencerla fundando la Junta su política en los principios de humanidad mal entendida, que no autorizan a ningún gobierno para hacer por la fuerza libres a los pueblos estúpidos que desconocen el valor de sus derechos.

    Los códigos que consultaban nuestros magistrados no eran los que podían enseñarles la ciencia práctica del gobierno, sino los que han forma-do ciertos buenos visionarios que, imaginándose repúblicas aéreas, han procurado alcanzar la perfección política, presuponiendo la perfectibilidad del linaje humano. Por manera que tuvimos filósofos por jefes; filantropía por legislación; dialéctica por táctica; y sofistas por soldados.

    Con semejante subversión de principios y de cosas, el orden social se sintió extremadamente conmovido y desde luego corrió el Estado a pasos agigantados a una disolución universal, que bien pronto se vio realiza-da. De aquí nació la impunidad de los delitos de Estado cometidos descaradamente por los descontentos y particularmente por nuestros natos e implacables enemigos, los españoles europeos, que maliciosamente se habían quedado en nuestro país, para tenerlo incesantemente inquieto y promover cuantas conjuraciones les permitían formar nuestros jueces, perdonándolos siempre, aun cuando sus atentados eran tan enormes, que se dirigían contra la salud pública.

    La doctrina que apoyaba esta conducta tenía su origen en las máximas filantrópicas de algunos escritores que defienden la no residencia de facultad en nadie, para privar de la vida a un hombre, aun en el caso de haber delinquido éste, en el delito de lesa patria.

    Al abrigo de esta piadosa doctrina a cada conspiración sucedía un perdón, y a cada perdón sucedía otra conspiración que se volvía a perdonar; porque los gobiernos liberales deben distinguirse por la clemencia. Clemencia criminal, que contribuyó, más que nada, a derribar la máquina, que todavía no habíamos enteramente concluido.

    De aquí vino la oposición decidida a levantar tropas veteranas, disciplinadas y capaces de presentarse en el campo de batalla, ya instruidas, a defender la libertad con suceso y gloria. Por el contrario: se establecieron innumerables cuerpos de milicias indisciplinadas que, además de agotar las cajas del erario nacional con los sueldos de la plana mayor, destruyeron la agricultura, alejando a los paisanos de sus lugares; e hicieron odioso el gobierno que obligaba a éstos a tomar las armas y a abandonar sus familias.

    Las repúblicas, decían nuestros estadistas, no han menester de hombres pagados para mantener su libertad. Todos los ciudadanos serán soldados cuando nos ataque el enemigo. Grecia, Roma, Venecia, Génova, Suiza, Holanda y recientemente el Norte de América vencieron a sus contrarios sin auxilio de tropas mercenarias, siempre prontas a sostener el despotismo y a subyugar a sus conciudadanos.

    Con estos anti políticos e inexactos raciocinios fascinaban a los simples: pero no convencían a los prudentes, que conocían bien la inmensa diferencia que hay entre los pueblos, los tiempos y las costumbres de aquellas repúblicas y las nuestras.

    Ellas, es verdad que no pagaban ejércitos permanentes; mas era porque en la antigüedad no los había, y sólo confiaban la salvación y la gloria de los Estados, en sus virtudes políticas, costumbres severas y carácter militar, cualidades que nosotros estamos muy distantes de poseer.

    Y en cuanto a las modernas que han sacudido el yugo de sus tiranos, es notorio que han mantenido el competente número de veteranos que exige su seguridad; exceptuando al norte de América que estando en paz con todo el mundo, y guarnecido por el mar, no ha tenido por conveniente sostener en estos últimos años el completo de tropa veterana que necesita para la defensa de sus fronteras y plazas.

    El resultado probó severamente a Venezuela el error de su cálculo; pues los milicianos que salieron al encuentro del enemigo, ignorando hasta el manejo del arma, y no estando habituados a la disciplina y obediencia, fueron arrollados al comenzar la última campaña, a pesar de los heroicos y extraordinarios esfuerzos que hicieron sus jefes por llevarlos a la victoria.

    Lo que causó un desaliento general en soldados y oficiales; porque es una verdad militar que sólo ejércitos aguerrido s son capaces de sobreponerse a los primeros infaustos sucesos de una campaña. El soldado bisoño lo cree todo perdido, desde que es derrotado una vez; porque la experiencia no le ha probado que el valor, la habilidad y la constancia corrigen la mala fortuna.

    La subdivisión de la provincia de Caracas, proyectada, discutida y sancionada por el congreso federal, despertó y fomentó una enconada rivalidad en las ciudades y lugares subalternos contra la capital: la cual, decían los congresales ambiciosos de dominar en sus distritos, era la tirana de las ciudades y la sanguijuela del Estado.

    De este modo se encendió el fuego de la guerra civil en Valencia, que nunca se logró apagar, con la reducción de aquella ciudad, pues conservándolo encubierto, lo comunicó a las otras limítrofes, a Coro y Maracaibo: y éstas entablaron comunicaciones con aquéllas, facilitando por este medio la entrada de los españoles, que trajo consigo la caída de Venezuela.

    La disipación de las rentas públicas en objetos frívolos y perjudiciales, y particularmente en sueldos de infinidad de oficinistas, secretarios, magistrados, legisladores provinciales y federales, dio un golpe mortal a la república, porque la obligó a recurrir al peligroso expediente de establecer el papel moneda, sin otra garantía que la fuerza y las rentas imaginarias de la confederación.

    Esta nueva moneda pareció a los ojos de los más una violación manifiesta del derecho de propiedad, porque se conceptuaban despojados de objetos de intrínseco valor, en cambio de otros, cuyo precio era incierto y aun ideal. El papel moneda remató el descontento de los estólidos pueblos internos, que llamaron al comandante de las tropas españolas, para que viniese a librarlos de una moneda que veían con más horror que la servidumbre. Pero lo que debilitó más al gobierno de Venezuela fue la forma federal que adoptó, siguiendo las máximas exageradas de los derechos del hombre, que autorizándolo para que se rija por sí mismo, rompe los pactos sociales y constituye a las naciones en anarquía.

    Tal era el verdadero estado de la confederación. Cada provincia se gobernaba independientemente; y a ejemplo de éstas, cada ciudad pretendía iguales facultades, alegando la práctica de aquéllas y la teoría de que todos los hombres y todos los pueblos gozan de la prerrogativa de instituir a su antojo el gobierno que les acomode.

    El sistema federal, bien que sea el más perfecto y más capaz de proporcionar la felicidad humana en sociedad, es, no obstante, el más opuesto a los intereses de nuestros nacientes Estados; generalmente hablando, todavía nuestros conciudadanos no se hallan en aptitud de ejercer por sí mismos y ampliamente sus derechos, porque carecen de las virtudes políticas que caracterizan al verdadero republicano: virtudes que no se adquieren en los gobiernos absolutos, en donde se desconocen los derechos y los deberes del ciudadano.

    Por otra parte, ¿ qué país del mundo, por morigerado y republicano que sea, podía en medio de las facciones intestinas y de una guerra exterior regirse por un gobierno tan complicado y débil como el federal? No es posible conservarlo en el tumulto de los combates y de los partidos. Es preciso que el gobierno se identifique, por decirlo así, al carácter de las circunstancias, de los tiempos y de los hombres que lo rodean.

    Si éstos son prósperos y serenos, él debe ser dulce y protector; pero si son calamitosos y turbulentos, él debe mostrarse terrible y armarse de una firmeza igual a los peligros, sin atender a leyes ni constituciones ínterin no se restablecen la felicidad y la paz.

    Caracas tuvo mucho que padecer por defecto de la confederación, que lejos de socorrerla le agotó sus caudales y pertrechos; y cuando vino el peligro la abandonó a su suerte, sin auxiliarla con el menor contingente. Además le aumentó sus embarazos, habiéndose empeñado una competencia entre el poder federal y el provincial, que dio lugar a que los enemigos llegasen al corazón del Estado, antes que se resolviese la cuestión de si deberían salir las tropas federales o provinciales a rechazarlos, cuando ya tenían ocupada una gran porción de la provincia.

    Esta fatal contestación produjo una demora que fue terrible para nuestras armas; pues las derrotaron en San Carlos sin que les llegasen los refuerzos que esperaban para vencer. Yo soy de sentir que mientras no centralicemos nuestros gobiernos americanos, los enemigos obtendrán las más completas ventajas; seremos indefectiblemente envueltos en los horrores de las disensiones civiles y conquistados vilipendiosamente por ese puñado de bandidos que infestan nuestras comarcas.

    Las elecciones populares hechas por los rústicos del campo y por los intrigantes moradores de las ciudades añaden un obstáculo más a la práctica de la federación, entre nosotros: porque los unos son tan ignoran-tes que hacen sus votaciones maquinalmente, y los otros tan ambiciosos

    que todo lo convierten en facción; por lo que jamás se vio en Venezuela una votación libre y acertada; lo que ponía al gobierno en manos de hombres ya desafectos a la causa, ya ineptos, ya inmorales.

    El espíritu de partido decidía en todo, y por consiguiente nos desorganizó más de lo que las circunstancias hicieron. Nuestra división, y no las armas españolas, nos tornó a la esclavitud. El terremoto de 26 de marzo trastornó, ciertamente, tanto lo físico como lo moral; y puede llamarse, propiamente, la causa inmediata de la ruina de Venezuela; mas este mismo suceso habría tenido lugar, sin producir tan mortales efectos, si Caracas se hubiera gobernado entonces por una sola autoridad que obrando con rapidez y vigor hubiese puesto remedio a daños sin trabas ni competencias, que, retardando el efecto de las provincias, dejaban tomar al mal un incremento tan grande que lo hizo incurable.

    Si Caracas, en lugar de una confederación lánguida e insubsistente, hubiese establecido un gobierno sencillo, cual lo requería su situación política y militar, tú existieras, ¡oh Venezuela!, y gozaras hoy de tu libertad.

    La influencia eclesiástica tuvo, después del terremoto, una parte muy considerable en la sublevación de los lugares y ciudades subalternas, y en la introducción de los enemigos en el país, abusando sacrílegamente de la santidad de su ministerio en favor de los promotores de la guerra civil. Sin embargo, debemos confesar, ingenuamente, que estos traidores sacerdotes se animaban a cometer los execrables crímenes de que justamente se les acusa, porque la impunidad de los delitos era absoluta; la cual hallaba en el congreso un escandaloso abrigo, llegando a tal punto esta injusticia, que de la insurrección de la ciudad de Valencia, que costó su pacificación cerca de mil hombres, no

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