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EL SENTIMIENTO TRÁGICO DE LA DOMINICANIDAD

MIGUEL ÁNGEL FORNERÍN [A Bruno del Rosario Candelier, Presidente de la Academia Dominicana de la
Lengua] | ¿Tenemos que enseñarles a nuestros jóvenes que el mérito no se gana con el trabajo, sino que
se consigue con la influencia y el padrinazgo?

En la dominicanidad hay algo de cuero. No se trata de las pieles que furtivamente, y en cambalache
intérlope, mercadeaban barcos de las potencias enemigas de España en los pueblos de la banda del
norte. No, en la dominicanidad hay algo de cuero, que podemos pensar en el horizonte de las
Devastaciones de Osorio, como origen, como inicio de una manera de convivir y realizar la coexistencia.
Siempre hay algo ilegal, alguna transacción que lastima el
estatuto. Una sospecha. Hay una manera de accionar que
nos distingue y nos lacera. Es una especie de marca que
vamos regando por el mundo. Es la lástima ahogada y
dicha con dolor por nuestros principales pensadores.

Es un cuero del fracaso. Allí donde paseamos desnudos y


caminamos sobre el terreno rocoso de nuestros abismos
colectivos. Las escenas trágicas que la historia contiene y
que muchos quisieran obliterar… De las Devastaciones,
pienso en el sacerdote que se dejó quemar en su iglesia
antes de cumplir el edicto real; otros, por el contrario,
preferirán quemarse en el infierno de sus propias abyecciones.

Pienso en la carta enviada por Pedro de Santana, cuando aún estaba latente el peligro que representaba
el invasor, donde le pedía a la Junta Central Gubernativa que le relevara de sus compromisos, pues lo
suyo era atender su finquita de El Seibo. Rememoro y traigo a su atención las noticias de corrupción y
mal manejo de los dineros públicos en el mismo tiempo en que se fundaran nuestras instituciones
democráticas. Y no dejan de ser ejemplares las hondas preocupaciones del
dominicano más extraordinario de esa época, el probo Pedro Francisco Bonó.

Las iniquidades de nuestros hombres públicos son parte fundamental de esa


dominicanidad cuera. El alejamiento de Duarte y su refugio en alguna tribu
indígena del Orinoco; el fusilamiento de Sánchez, nuestro más decidido y
aguerrido dominicanista, de María Trinidad Sánchez, y muchos más. Sólo nos
queda recordar en nuestra historia la lacerante admonición que se desprende de
las palabras de Pepillo Salcedo a Gaspar
Polanco, “con la misma vara que midas te
medirán”, dicha al medir el hoyo en que lo
entrarían sus adversarios.

El cuero de la dominicanidad no es físico; ni


tan siquiera se puede recuperar del todo como
la alegoría de la mujer que vende su cuerpo en
un hotel de mala muerte. El cuero de la
dominicanidad es un doblez que no tiene fuerza de ser yo, de llegar a ser sujeto. Es un abandono de su
propia fuerza a favor del otro poderoso. De un autoritarismo que únicamente vemos cuando estamos
en la oposición, pero que ignoramos cuando llegamos al gobierno.

Esa realidad que no ha podido encajar en los esquemas europeístas de muchos de nuestros pensadores,
pero ha quedado bordado con hilos de intenso dolor existencial en muchos de sus escritos. Y que el Dr.
Balaguer llamó pesimismo dominicano. No fue José Ramón López quien lo inauguró, no recuerdo haber
leído a López desde esa óptica, sencillamente porque pretendía hacer
ciencia y se alejaba demasiado del objeto, y en la visión trágica hay algo
de dolor, de melancolía, de patología, que el autor de La paz en la
República Dominicana no tenía.

Los dos atormentados que inician el camino tortuoso de esa


dominicanidad trágica como reflexión fueron Américo Lugo y Federico
García Godoy. Lugo desde su visión hostosiana y García Godoy desde su
arielismo. El primero por su convicción de que el pueblo dominicano no
constituía una nación, porque los elementos que la pueden construir
no existían. El segundo porque, ante la inminencia de la invasión
americana y Lugo en la misma coyuntura, no podían levantar el espíritu
nacional en una cruzada dominicanista. El Derrumbe es el gran lamento del postitivismo-arielista de
García Godoy y el más patético esfuerzo de la intelectualidad por cambiar el estado de indefensión del
colectivo dominicano.

El otro es, sin dudas, Francisco E. Moscoso Puello. Su


diatriba contra la dominicanidad en Cartas a Evelina es
ya la suma del sentimiento trágico del ser dominicano.
Desde su atalaya de San Carlos, el letrado se pregunta
por qué ha nacido en esa isla y por qué se dedica a tan
angustiosas reflexiones. Hay allí, como usted bien sabe,
un catálogo muy bien argumentado de lo que algunos
pudieron llamar nuestros genes recesivos, de las taras
sociales y sicológicas que definen a ese ser etéreo que
llamamos el hombre dominicano.
Juan Bosch nunca estuvo tocado por esta preocupación. Él trabajaba con
otras positividades. Leía la sociedad como un libro abierto; era lo social lo
que entraba en la obra de Bosch, no fueron los esquemas ideológicos los
que formaron su visión social, ni le dieron fuerza a su interpretación de la
realidad dominicana. El libro era sabio en Bosch porque era obra salida del
pueblo. En eso el autor de La Mañosa y López se encuentran.

La angustia por la dominicanidad no fue una preocupación de Balaguer. Él


no tenía que subir la cuesta; él estuvo siempre en la cima. Y no intentó
remontar con su pensamiento nuestros grandes problemas, aun
conociéndolos. No hizo de su vida un deseo de país, sino que el país le
servía; era para él algo dado. El único libro de Balaguer donde lo trágico
queda trasuntado es La isla al revés, donde continúa las ideas de preocupación nacional frente a Haití
que presentara en sus últimos escritos Manuel Arturo Peña Batlle. Éste tampoco realizó una reflexión
trágica de nuestra nacionalidad, aunque sí de nuestro origen en La isla
de la Tortuga, al analizar nuestro origen como el resultado de las luchas
religiosas de Europa en América.

Juan Isidro Jimenes-Grullón, el pensador más agudo de nuestras letras,


tampoco entró en la corriente de los pensadores trágicos de la
dominicanidad. Vivió y luchó como un intelectual, sin que su
pensamiento fuera el de la imposibilidad de pensar, o de la
imposibilidad del ser. Sus penetrantes ensayos sobre historia,
sociología y política están ahí como legado para todos los que nos
asomamos a la realidad dominicana desde la duda.

Antes de continuar quisiera apuntar dos cosas. Primero que Juan Bosch
en Trujillo, causas de una dictadura sin ejemplo, Crisis de la crisis de la
democracia de América en la
República Dominicana y Composición social dominicana, libros que
son los cimientos de su reflexión sobre el país, en las tres grandes
etapas de su vida, no hacen alusión a los problemas dominicanos
desde un perspectiva trágica, como algo inevitablemente cerrado por
el tiempo o determinado por el “así somos”. Segundo, que tanto
Bosch como Américo Lugo, prefirieron el exilio o el aislamiento antes
que someterse a las veleidades del poder, las lujurias de nuestros
déspotas. Cosa que les ha faltado a muchos de nuestros hombres de
letras.

En los últimos años ha vuelto a surgir en el país un sentimiento de


rechazo de la dominicanidad, de eso que lo dominicano tiene de
cuero. Creo que tiene mucho que ver con la imposibilidad de vivir
una dominicanidad, sin la lástima que nos acarrea llevarla. Ella es
como un fardo pesado que el dominicano carga; lo lleva en San Juan de Puerto Rico, en Roma, en Berna,
en Madrid… La vida nuestra, la manera dominica, cierta manera caribeña, es algo que nos convoca a
pensar el país como proyecto fracasado, como espacio perdido. Es una desilusión con las instituciones,
con los políticos, con los intelectuales silenciosos, que se prestan a todo lo que el poder les dicte. El
dominicano que piensa su país desde otra perspectiva, parece decir, para ahí no voy a mirar, y antes que
seguir subiendo la montaña cual Sísifo, mete la cabeza en la arena, como dicen hace el avestruz, o se
aísla en la selva del Orinoco, como un Duarte desencantado con su propia obra.

La dominicanidad cuera nos lleva a la


dominicanidad trágica. La adaptación de la
nación al rasero de nuestros intereses, nos
construye en una agrupación de gentes,
gobernadas por una oligarquía de intereses
personalistas que usa el patrimonio como algo
suyo. ¿Qué decir del imperio de personajes
semejantes del poder sobre las instituciones y
símbolos de la cultura? ¿Qué decir cuando la
lengua, que todo lo simboliza e informa, cae
bajo el poder del veto político? ¿Cuáles son los
paradigmas de valores cuando el poder y el
dinero entregan el laudo a los que tienen que
llevarlo a una razón dialéctica? ¿Cuál es el
ejemplo que damos a la juventud dominicana cuando el analfabeto es el maestro, el díscolo es profesor,
el insubordinado es militar, el ladrón es policía, el ágrafo es académico, el cojo corredor de
cuatrocientos metros y el gago sin esfuerzo excelente orador? ¿No hay que ser sumamente inteligente
para entender que el doblado y el roto no lo son por culpa propia, pero es posible decir no, es posible
parar la injusticia o dejarla que campee como potro salvaje sobre toda la vida nacional?
La historia dominicana está llena de hombres que no
fueron capaces de decir y negar, detener a los
poderosos y luchar sin importar las consecuencias.
Juan Bosch, quien a usted tuvo en tan alta estima, es
un ejemplo que prácticamente no espejea en el
ambiente nacional. Una lástima que los que tuvieron
más cerca de él se hayan olvidado tan pronto de sus
enseñanzas. Juan Bosch, digo, pasó más de dos
décadas alejado de la vida cotidiana dominicana por no rendirse al poder, a las afrentas de nuestros
oligarcas, muchos de los que hoy se benefician de su trabajo y sacrificio. Entonces, qué debemos pensar,
profesor: ¿que las acciones arriba interrogadas, que la dominicanidad cuera y el sentimiento trágico nos
vienen de no entender que la vida dominicana es así y no puede ser de otra manera? ¿Tenemos que
enseñarles a nuestros jóvenes que el mérito no se gana con el trabajo, sino que se consigue con la
influencia y el padrinazgo? ¿Tendríamos que asentir a todo lo que venga de arriba, porque de cualquier
manera ningún esfuerzo altruista importa? No es ese, profesor, un espíritu disoluto, que no cabría jamás
en el legado de Américo Lugo y Juan Bosch?

Le saluda,

Miguel Ángel Fornerín

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