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CÓMO SE ENGENDRA LA PATOLOGÍA

Ensayo para ser leído en voz alta entre dos

Autores: Carmen Luz Méndez Fernando Coddou Humberto R. Maturana


Titulo original: "The bringing forth of pathology. An essay to be read aloud by two".
Traducción: Leandro Wolfson

Nota del traductor : Se advertirá que traducimos "bringing forth" por "engendrar". En el resto del artículo empleamos
la expresión "traer a la mano", utilizada por Humberto Maturana en el libro El árbol del conocimiento (del que es
coautor con Francisco Varela G.) y en sus Seminarios dictados en la Sociedad Argentina de Terapia Familiar de
Buenos Aires en mayo de 1986. Sobre ésta y otras cuestiones terminológicas, agradezco las indicaciones del Dr.
Alejandro Schejtman. Las referencias bibliográficas se transcriben según el original en inglés.

Una de las peculiaridades de nuestro trabajo en psicología clínica consiste en que la mayor parte del
tiempo nos vemos ante la urgente necesidad de tomar decisiones en materia de salud psicológica, o ayudar
a tomarlas. Como consecuencia de esto, rara vez nos detenemos a reflexionar sobre las nociones
cognitivas y sociales que dan fundamento y validez a lo que hacemos al intervenir en tales decisiones. No
obstante, si nos detenemos a reflexionar, no podemos evitar formularnos una primera cuestión básica, a
saber: ¿qué entendemos por un problema de salud psicológica? O bien, más en general, ¿qué queremos
decir cuando afirmamos que hay un problema de salud?

Un problema es algo que una persona vive como una dificultad y define como tal para sí o para alguna otra
persona. Por lo tanto, un problema es algo que tiene que ver con la manera en que alguien se ve a sí mismo
o a algún otro, y con la manera en que formula una demanda social congruente con la definición del
problema, definiendo su vida de acuerdo con ello. Así pues, para que haya un problema alguien debe
engendrarlo, enunciando que existe ese problema dentro de un dominio social que lo acepta como tal. Si no
hay una afirmación de esta índole, y no se acepta la enunciación "hay un problema", no hay problema.

En estas circunstancias, para que una situación interaccional sea un problema de salud mental, alguien
debe definirlo como tal dentro de un contexto social que acepte dicha definición. En otras palabras, un
determinado comportamiento se vuelve psicopatológico cuando alguien asevera que constituye un problema
de salud mental, adjudicándole características de sufrimiento, dolor, falta de control o inconveniencia, y
cuando así se lo acepta dentro del ámbito social en que esa aseveración es efectuada. De este modo, los
enunciados "tengo un problema psicológico", "usted tiene un problema psicológico", engendran problemas
psicológicos cuando son aceptados. Ahora bien, ¿por qué son aceptados?. El primer enunciado, "tengo un
problema psicológico", implica que es aceptado por quien así lo declara, pues de otra manera no lo haría;
pero, ¿de qué modelo llega a efectuarse este enunciado?. El segundo, "usted tiene un problema
psicológico", es una imposición a alguien que puede hacer caso omiso de ese enunciado, aceptarlo o
rechazarlo; pero, ¿qué es lo que determina lo que esta persona hace al respecto?.

Para que exista un problema, alguien debe enunciarlo y alguien debe aceptarlo. Por consiguiente, todo
problema entraña una comunicación, y toda comunicación entraña una congruencia dinámica entre los
participantes que coordinan sus comportamientos a través de ella. No obstante, no toda interacción humana
es una comunicación dentro del dominio en que se pretende que lo sea. Cualquiera puede decir "existe un
problema", o "usted tiene un problema", pero sólo algunas personas engendran problemas con tales
enunciados, pues no todas son igualmente escuchadas dentro del ámbito social en que hablan. En verdad,
el hecho de que una persona sea escuchada, y de que traiga a la mano un problema mediante el enunciado
"existe un problema", revela un consenso o acuerdo social, implícito o explícito, que concede poder a través
de la disposición a escuchar y a obedecer. Y es justamente este modo peculiar de otorgar poder merced a
la disposición de escuchar y obedecer el que hace que las interacciones humanas generen algunas de las
peculiaridades de ciertos sistemas sociales ( ya se trate de parejas, familias o sociedades), como entidades
políticas en las que los terapeutas deben operar.

Cada sistema social, a través de su peculiar modalidad de funcionamiento, otorga poder a ciertas personas
para definir lo que es normal o anormal, la salud o la enfermedad, y en consecuencia, les confiere el
derecho de ser oídas y obedecidas en esos ámbitos. En nuestra actual cultura occidental, este poder o

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autoridad les es socialmente otorgado a tales personas en la hipótesis de que dominan un conocimiento
objetivo que les permite distinguir o discernir entre sus semejantes a aquellos que pertenecen a la categoría
de los psicológicamente enfermos. Por otra parte, este otorgamiento de un derecho social para establecer
estas distinciones psicopatológicas, regido por la noción de un conocimiento objetivo, es de hecho el
otorgamiento social de un poder que, a través de su demanda de obediencia social, considera que ciertas
acciones sociales fundadas en esa verdad trascendental (objetiva), tales como determinadas enseñanzas,
medicaciones o internaciones, son legítimas y adecuadas para tratar a las personas distinguidas
(caracterizadas) de esa manera.

Por lo tanto, bajo la noción implícita o explícita de que el conocimiento objetivo es una base apropiada para
la autoridad social en el ámbito de la salud mental, los terapeutas (psicólogos y psiquiatras) definimos,
mediante el diagnóstico y la especificación del tratamiento, lo que les ocurre a los demás, desde la posición
"imparcial" de una persona que tiene acceso privilegiado a una realidad independiente. A veces lo hacemos
con vacilaciones, movidos por reflexiones adicionales, pero en lo fundamental nos encontramos cómodos
con esto porque somos miembros de una sociedad que nos concede este poder al prestarnos obediencia en
estas cuestiones, y en tal sentido participamos de las mismas nociones epistemológicas fundamentales que
definan dicho poder. Esta actitud debe cambiar.

La objetividad entre paréntesis

El poder social que se nos concede a los profesionales de la salud mental se basa en la premisa de que
tenemos acceso a una realidad objetiva, y que nuestro conocimiento de esa realidad objetiva es lo que
confiere validez a nuestros procedimientos clínicos. En verdad, toda nuestra formación, tanto en términos de
la información que adquirimos como de la experiencia práctica, nos lleva a creer que así es. En
consecuencia, actuamos como si nuestras dificultades para ser eficaces, y para poseer conocimiento, sólo
estuvieran relacionadas con nuestra dificultad para descubrir la presentación más exacta, más verdadera,
de esa realidad objetiva independiente. Y como corolario de esto, nuestra tarea en el campo de la salud
mental consiste en observar, experimentar y descubrir de qué manera son realmente los seres humanos, a
fin de clasificarlos de acuerdo con su cordura o locura intrínsecas.

En general, tenemos el convencimiento de que en la actualidad sólo conocemos una parte de esta realidad
en cualquier dominio, que existen grandes zonas ignoradas por nosotros, y que esta ignorancia es lo que
origina las distintas escuelas, teorías y modelos. No obstante, también podemos entender que esta falta de
acuerdo, esta diversidad de teorías y sobre todo de prácticas eficaces, nos está diciendo que la premisa de
que podemos captar una realidad objetiva independiente a través del conocimiento es inadecuada, y que el
fenómeno del conocimiento es algo diferente.

En verdad, podemos considerar que las discrepancias en torno de cómo son las cosas nos revelan: a) que
no existe eso que llamamos una realidad objetiva independiente, sino sólo como expresión de nuestra tenaz
resistencia a aceptar la verdad; y b) que el fenómeno del conocimiento o de la cognición se origina en las
distinciones o los discernimientos que establece el observador al traerlas a la mano a través de su manejo
del lenguaje, y no en su captación de una entidad independiente (ver Maturana, 1978a y 1978b).

Si la cognición consiste en lo que efectuamos en nuestras distinciones, y no en la captación de una


realidad independiente, entonces lo que cada cual conoce o distingue es igualmente legítimo (ya que no
igualmente conveniente), pues es la única distinción que puede efectuar en el momento de efectuarla. A raíz
de esto, no podemos afirmar honestamente que la autoridad social que se nos concede en cuestiones de
salud mental está legítimamente convalidada por nuestro acceso a una realidad objetiva. Detengámonos
aquí por el momento, ya que gran parte de lo que acabamos de explicar ha sido dicho en la larga historia de
las reflexiones filosóficas. Lo que estamos proponiendo es un cambio epistemológico en el ámbito de la
salud mental, fundado en un cambio en la comprensión de la ontología del fenómeno de la cognición.

Los dos primeros autores de este artículo, Carmen Luz Méndez y Fernando Coddon, en su trabajo como
equipo terapéutico durante los diez últimos años (1974- 1984), se vieron obligados a abandonar la manera
tradicional de comprender el problema de la cognición, al enfrentarse con innumerables parejas que vivían
en irremediable discordia. En muchas oportunidades, comprobaron que cada uno de los esposos quería
imponerle al otro un "modo de realidad": en qué consistía ser padre o madre, ser marido o ser esposa, estar
en lo cierto o estar equivocado. A menudo estos "modos de realidad" de cada miembro de la pareja
discrepaban entre sí, y lo que para uno de ellos era a todas luces objetivo, para el otro era un error evidente;
lo que uno consideraba una verdad, el otro lo consideraba una locura. En estos dilemas, los empeños del
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terapeuta por mostrarles "los elementos subjetivos de sus deferentes percepciones" eran siempre bien
recibidos por las parejas, salvo en lo tocante a algunos puntos, respecto de los cuales seguían afirmando
que su verdad era objetiva. La tentativa de resolver estos desacuerdos recurriendo a la autoridad de la
objetividad implicaba forzosamente la renuncia a la objetividad para uno u otro miembro de la pareja o para
ambos si se concedía primacía a la objetividad del terapeuta. Ninguna de estas tres alternativas era
operacionalmente satisfactoria ni parecía tener buenos fundamentos teóricos. Como solución clínica frente a
este enredo básico, que dicho equipo terapéutico encontró en pleno vigor en la dinámica de las parejas,
comenzó a aplicar la idea de que existían múltiples percepciones genuinas de una misma realidad (Méndez
y Caddoux 1984). Sin embargo, esta solución, que en la práctica clínica resultó satisfactoria, dejaba sin
respuesta el interrogante básico: ¿qué significa realidad objetiva?

¿Qué quiere decir que hay múltiples percepciones genuinas de la misma realidad, o de la misma realidad
objetiva? ¿De qué manera puede producirse este fenómeno perceptual?. La vacilación para responder a
estas preguntas nos está diciendo que, en algún nivel, los terapeutas estábamos practicando una triquiñuela
clínica, ya que si existe una realidad objetiva última, a la larga alguien debe tener razón (ya se trate de uno
de los miembros de la pareja o del terapeuta) o todos deben estar equivocados. Desde luego, la otra
manera de escapar a este dilema consiste en negar la realidad objetiva, solución que requiere un cambio
conceptual básico en lo que respecta a la ontología del conocimiento.

Ocurrió que en esa época Humberto R. Maturana, el otro autor de este artículo, apareció en el dominio de
la existencia de los otros dos autores y asociándose los fue deslizando poco a poco hacia arenas más
movedizas, pasando de la creencia cierta en la objetividad, a través de las percepciones múltiples de la
misma realidad, hasta el abandono total de la noción de realidad objetiva misma.

La experiencia fundamental que llevó a Maturana a entender la cognición tuvo lugar cuando al estudiar la
visión cromática de la paloma, reconoció la imposibilidad constitutiva de establecer una correlación
operacional entre la actividad de las células ganglionares de la retina y la composición del espectro de
estímulos cromáticos. Esta imposibilidad no provenía de limitaciones técnicas del momento, sino que
representaba una condición constitutiva del fenómeno de la visión; y reconocer esto significó para Maturana
un viraje epistemológico, un cambio ontológico en la comprensión de los fenómenos de la percepción y la
cognición. Consecuentemente, se indagó si frente a la imposibilidad de generar el espacio visual cromático
estableciendo la correlación entre las longitudes de onda que componen el estímulo coloreado y la actividad
de la retina, podría en cambio hacérselo correlacionando la actividad de las células ganglionares de la retina
con el nombre del color distinguido (Maturana, Uribe y Frenck 1968).

La designación del color visto revela que el sistema nervioso ejecuta una operación a raíz de cierto estado
de actividad particular de la retina y de otras áreas visuales en ese momento, con independencia de la
manera en que se producen tales estados de actividad; y la recurrencia del nombre debe revelar la
recurrencia de los estados de actividad vivenciados por el sujeto como esa experiencia cromática particular.
Contemplado así el asunto, puede comprobarse que la recurrencia de una experiencia cromática está
correlacionada con la recurrencia de una configuración de actividad neuronal en la retina, determinada en
todo instante por la estructura dinámica de esta última interconexión anatómica y estado funcional, y no por
la luz que al impresionarla desencadena dicha actividad (Maturana, Uribe y Frenk, 1968). El hecho de que
esto sea posible no es nada trivial. Más aún, al resolver de este modo el problema de la generación del
espacio cromático se abre la posibilidad de un viraje conceptual, que revela que para comprender el
fenómeno de la percepción debe considerarse el sistema nervioso como una red neuronal cerrada, la cual
opera sobre sus propios estados dinámicos como un sistema estructuralmente determinado, cuya estructura
cambia en forma continua, según las interacciones del organismo (Maturana 1983). Ahora bien: esto
significa que las interacciones del organismo sólo pueden desencadenar en el sistema nervioso cambios
estructurales determinados por la estructura de su dinámica interna cerrada, y no por el agente que actúa
sobre él; y en consecuencia, significa también que para el funcionamiento del sistema nervioso como red
neuronal no hay adentro ni afuera, y que la idea de que los seres humanos no podemos referirnos a una
realidad externa independiente en nuestras formulaciones cognitivas, a través del funcionamiento de
nuestro sistema nervioso, deja de ser una reflexión filosófica para convertirse en una condición biológica
constitutiva.

Sin duda, las reflexiones anteriores pueden considerarse ingeniosos malabarismos intelectuales si se las
juzga con referencia a las experiencias cotidianas concretas. Así, si al lector de este artículo se le pregunta:
"¿Qué tiene frente a usted?", por cierto responderá que tiene frente a él un artículo escrito por Méndez,
Coddou y Maturana; y si se le dice que esos nombres no corresponden a los autores reales del artículo,
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indudablemente se trabará en una discusión con su interlocutor en torno de las evidencias al respecto.
Ahora bien, esa discusión sólo terminará cuando alguien proporcione algún criterio decisivo acerca de la
autoría del artículo, que sea aceptado tanto por el lector como por su interlocutor. En otros términos, aunque
el debate parecería referido a una realidad objetiva - la autoría del artículo -, concluirá con la aceptación de
un criterio que define la autoría como prueba de autoría, y no con evidencias acerca de su objetividad.

Con la percepción sensorial ocurre lo mismo. Para dar un ejemplo exagerado, recomiendo al lector que
haga lo siguiente: cruce los dedos índice y mayor de su mano preferida y tóquese con ambos
simultáneamente el extremo de su nariz. Si hace esto, puede experimentar que su nariz tiene dos extremos,
lo cual está en flagrante contradicción con lo que le dice el espejo. Si entonces alguien le pregunta si su
nariz tiene uno o dos extremos, responderá "uno" o "dos" según que prefiera tomar como evidencia
apropiada el espejo o sus dedos cruzados. El hecho de que la mayoría de las personas prefieran el
testimonio del espejo no modifica la cuestión: aceptar una experiencia como percepción implica aceptar una
particular operación de distinción determinada por la estructura del sistema utilizado como criterio de
convalidación de dicho aserto (ya sea un órgano o un instrumento), y no por la captación efectiva de las
características independientes de la cosa presuntamente percibida. El acuerdo de los demás al respecto
constituye un acuerdo acerca del uso de un particular criterio de convalidación, y no la confirmación de la
captación de una realidad objetiva independiente. En verdad, sólo hay dificultad cuando hay desacuerdo. Si
alguien nos dice que nuestra nariz tiene dos extremos, porque cuando la toca con sus dedos cruzados
cuenta dos, y nos recalca que no debemos creer en el testimonio del espejo porque miente, seguramente
nos trabaremos con él en una seria polémica, en el intento de mostrarle que tenemos razón nosotros y no
él. Cada cual sostendrá que el otro perdió su captación de la realidad objetiva, mientras que él no. ¿Cómo
podría ser de otro modo, si cada cual cree tener un acceso privilegiado a la realidad objetiva?. Lo
tradicional es que si el desacuerdo persiste, cada uno de los polemistas aseverará que el otro está
equivocado, o que es malévolo (moralmente malo), o tozudo, o enfermo (loco).

La única manera de eludir esta trampa es aceptar que, entidades biológicas, constitutivamente no tenemos
acceso a una realidad objetiva independiente, y que la noción de objetividad como referencia a ésta es un
supuesto explicativo inapropiado, ya que en todos los casos el acuerdo descansa en la aceptación de un
criterio común de discernimiento. La concordancia operativa, ya sea como acuerdo social o como
coordinación biológica, sólo surge a través de la generación continua del consenso que la coexistencia
entraña. En este sentido, proponemos, en primer lugar, abandonar la noción de realidad objetiva y no
utilizarla jamás para convalidar nuestros enunciados, y en segundo lugar, marcar esto poniendo la
objetividad en paréntesis. Veamos algunas de las consecuencias de esto: 1. Cuando ponemos la objetividad
entre paréntesis nos percatamos de que la igualdad queda especificada por la operación de distinción que
trae a la mano aquello que se distingue, vale decir, nos percatamos de que desde el punto de vista
operacional dos entidades son iguales sólo en la medida en que son engendradas por la repetición de una
operación de distinción. Sin embargo, la repetición de una operación de distinción no convalida nada más
que eso, y en particular, no convalida la existencia independiente de la entidad que ella trae a la mano. En
verdad, al poner la objetividad entre paréntesis nos damos cuenta de que lo real está especificado por una
operación de distinción y de que existen tantos dominios de realidad como especies de operaciones de
distinción. Como resultado de esto, se terminan los hechos objetivos, y nos liberamos de la necesidad de
simular que tenemos un acceso privilegiado a la realidad objetiva, ya que no contamos con ninguna realidad
objetiva que convalide nuestras afirmaciones. 2. Los errores lógicos no originan desacuerdo, sino
desentendimientos que pueden resolverse fácilmente mediante una conversación sincera. Los desacuerdos
son algo diferente: constituyen tentativas de enfrentar nociones o concepciones que no pueden ser
enfrentadas pues pertenecen a (son válidas en ) distintos dominios fenoménicos, que no se intersectan
entre sí (dominios no intersectantes de coherencias operacionales). Si la objetividad no está puesta entre
paréntesis, los bandos en pugna necesariamente tienen que negarse uno al otro, porque cada uno de ellos
parte del convencimiento de que tiene la verdad y de que sabe cómo son realmente las cosas, pues posee
el conocimiento objetivo del asunto que presuntamente está en disputa. Si la objetividad no se pone entre
paréntesis, uno está en lo cierto y los otros están equivocados, o desencaminados o locos. Si la objetividad
se pone entre paréntesis, el desacuerdo desaparece como tal, pues todos los bandos se percatan de que
las distintas concepciones son válidas en diferentes dominios, dado que se fundan en premisas diversas. Si
la objetividad está puesta entre paréntesis, las diferentes concepciones o nociones se vuelven legítimas aun
cuando sus consecuencias no sean igualmente convenientes para todos los observadores. Si la objetividad
está puesta entre paréntesis, la cuestión deja de ser quién está en lo cierto y quién no lo está, y pasa a ser
si ambos quieren o no quieren coexistir, si aceptan o no aceptan las consecuencias de una particular
realidad. Si quieren coexistir, entonces deben confluir en un dominio común, compartiendo las premisas que
lo definen; y en ese dominio las concepciones antagónicas no tienen cabida o sus consecuencias se
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vuelven irrelevantes. Si la objetividad no se pone entre paréntesis, el criterio de resolución de un conflicto es


el predominio de aquel que tiene acceso a la realidad objetiva, y forzosamente entraña una permanente
tentativa de negación y destrucción mutua. Si la objetividad se pone entre paréntesis desaparece la
necesidad de imponer las propias concepciones al otro, con su consecuente destrucción en ese dominio, y
cada uno se vuelve responsable de sus preferencias y deseos puesto que éstos constituyen el fundamento
de todas sus construcciones racionales.

3. La objetividad no puesta entre paréntesis demanda un universo, un único dominio de coherencias


operacionales que sustenta todas las verdades, y por consiguiente una única realidad independiente como
referente último en la solución de todos los desacuerdos. La objetividad entre paréntesis admite el multi-
verso, vale decir, la legitimidad de múltiples dominios diferentes de coherencias operacionales,
considerando los dominios de realidad traídos a la mano por distintas clases de operaciones de distinción.
Son todos igualmente válidos. Con la objetividad entre paréntesis no es necesario recurrir a la negación
mutua, pues no hay ninguna verdad que defender; se tiene conciencia de que el desacuerdo sólo puede
superarse coexistiendo en otro dominio de distinciones, en el cual aquel no surge, y de que esto sólo se
logra si existe un efectivo (sincero) deseo y voluntad de coexistencia.

4. La objetividad entre paréntesis, al abrir el espacio al multi- verso, lo abre a la aceptación de la


legitimidad y de todos los diferentes dominios de existencia; pero al mismo tiempo abre espacio para
aceptar la responsabilidad constitutiva que todo ser humano tiene por el mundo que trae a la mano en su
coexistencia con los demás.

El trabajo clínico y la objetividad entre paréntesis

¿Cómo puede operar un clínico si no cuenta con la posibilidad de recurrir a una realidad objetiva que
convalide lo que hace? ¿Cuál sería en ese caso su tarea?. Reflexionemos nuevamente sobre las fuentes de
la autoridad para la acción clínica. Si sostenemos que hacemos algo porque contamos con cierto
conocimiento objetivo, lo que estamos diciendo es que ese conocimiento objetivo nos da autoridad, una
autoridad absoluta, incuestionable y transconsensual, para hacer lo que hacemos; y exigimos obediencia o
reclamamos el derecho de ser obedecidos basándonos en dicha autoridad. Si, por el contrario, sostenemos
que la biología del fenómeno de la cognición nos demanda operar con la objetividad entre paréntesis, ya no
podemos mantener la noción de que contamos con una autoridad o poder transconsensual legítimo para
decidir lo que le ocurra a otro ser humano, basándonos en la demanda de obediencia que entraña esa
pretensión de conocimiento objetivo. Por consiguiente, si ponemos la objetividad entre paréntesis debemos
reconocer que sólo podemos actuar gracias a la autoridad (y, por ende, con el poder) que nos concede el
consenso social implícito o el acuerdo social explícito que define a determinados comportamientos como
patológicos o problemáticos, dentro del dominio de interacciones en el cual se producen. De hecho, poner la
objetividad entre paréntesis implica el reconocimiento explícito de que la conveniencia o inconveniencia de
una conducta está determinada socialmente, y de que no podemos andar diciendo que algo es bueno o
malo, salubre o insalubre en sí mismo, como si estas características fueran constitutivas e intrínsecas de
ello. En otras palabras, como no podemos afirmar nada acerca de una realidad objetiva (Maturana, 1978a),
debemos aceptar la dinámica de la aceptación mutua en la coexistencia como origen de los fenómenos
sociales (Maturana, 1985).

De acuerdo con lo anterior, la salud y la enfermedad no son entidades absolutas o cualidades constitutivas
de los individuos, sino modos de coexistencia socialmente definidos como convenientes o inconvenientes, y
que como tales dependen de las condiciones sociales que los traen a la mano. Aclaremos esto. Los seres
humanos y los sistemas sociales que ellos traen a la mano con su comportamiento son sistemas
estructuralmente plásticos, que cambian de continuo según las interacciones de sus componentes. Los
seres humanos cambian su comportamiento de un modo que depende de las interacciones que
experimentan como componentes de los sistemas sociales que ellos integran, y a su vez estos sistemas
sociales cambian al cambiar ellos su manera de traerlos a la mano, como resultado de los cambios en su
comportamiento. Todo esto ocurre de un modo que o bien origina la estabilización de cierta pauta dinámica
de interacciones interpersonales en la composición de un sistema social, o bien lleva a la desintegración de
tales pautas a raíz del desbaratamiento de tales interacciones y la aparición de alguna otra cosa. Cuando la
estabilización de una pauta dinámica particular de interacciones interpersonales dentro de un sistema social
origina la estabilización de una pauta de contradicciones emocionales recurrentes, por demandar
comportamientos contradictorios en los seres humanos que lo componen, y cuando esto sucede bajo la
hipótesis implícita de que tales comportamientos no son contradictorios, los seres humanos que participan
en esto se vuelven infelices y viven su infelicidad como si se tratase de una desarmonía social proveniente
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de una conducta "objetivamente" inadecuada (patológica) de algunos de ellos, cuando esto sucede, tal vez
esas personas soliciten ayuda para su infortunio. Si en tales circunstancias, nosotros, los clínicos, no hemos
puesto la objetividad entre paréntesis, nos inclinaremos a suponer que nuestro conocimiento objetivo nos da
autoridad y poder para proceder en bien de aquellos que buscan nuestra ayuda, decidiendo qué es lo bueno
y qué es lo malo para ellos. Pero si hemos puesto la objetividad entre paréntesis, sabemos que
precisamente aquellos que buscan nuestra ayuda, al hacerlo, lo sepan o no, nos están concediendo el
poder y la autoridad para que procedamos con ellos como mejor lo consideremos. Pero también sabemos
que, desde el momento en que no podemos pretender un conocimiento objetivo, debemos a sabiendas
devolverles el poder curativo a quienes nos traen a la mano su infortunio social como un problema de salud,
pues independientemente de lo que ellos piensen, sabemos que esto es bueno para ellos. Si quieren
convivir, sólo ellos pueden generar su armonía social recuperando la aceptación mutua incuestionada, las
condiciones biológicas constitutivas de la coexistencia, en las cuales las contradicciones emocionales son
sucesos pasajeros y no maneras de vivir.

La enfermedad psicológica, la patología psicológica o la disfunción psicológica son evaluaciones sociales


de situaciones de contradicciones emocionales que surgen cuando se intenta satisfacer expectativas
sociales contradictorias, aceptadas como si fueran objetivamente legítimas, como si pertenecieran al mismo
dominio de coexistencia, siendo que pertenecen a dominios diferentes. En tal sentido, la enfermedad,
patología o disfunción psicológica constituye una dinámica social (lingüística) de estabilización de pautas
contradictorias de interacciones que se viven como padecimientos de la mente y del cuerpo, y a las que no
puede ponérseles fin sin negar su validez objetiva. Es por este motivo que nosotros, los clínicos, sólo
podemos ayudar a quienes solicitan nuestra ayuda trayéndose a la mano como psicológicamente enfermos,
para que emerjan en un dominio diferente de coexistencia, aceptando la objetividad entre paréntesis y
confiando en que los seres humanos pueden vivir de este modo ya que la aceptación biológica mutua y
sincera es el único fundamento de la coexistencia social.

Reflexionemos un poco sobre estas cuestiones de la salud y la enfermedad. Afirmamos que los
enunciados acerca de la salud y la enfermedad son evaluaciones sociales efectuadas en la hipótesis de que
revelan una realidad objetiva, al señalar las propiedades y cualidades objetivas de los evaluados. Además,
afirmamos que, en ese sentido, tales evaluaciones son equivocadas y socialmente peligrosas. Decimos que
son equivocadas porque toda realidad es consensual, es un fenómeno social, y a raíz de esto la noción de
enfermedad como una característica objetiva del individuo carece de sentido. Y decimos que son
socialmente peligrosas porque contribuyen a estabilizar la dinámica del padecimiento en que han surgido. Al
mismo tiempo, sostenemos que si bien la demanda de ayuda que formula la persona que padece, al afirmar
que existe un problema o una enfermedad, obedece a la dinámica social en que tiene lugar el padecimiento,
este se revela si el que escucha (el terapeuta, los clínicos, el amigo) no está atrapado en la presunción de
objetividad. No estamos diciendo que las evaluaciones de salud, enfermedad o patología tengan lugar en un
vacío o sean meras fantasías. No: lo que decimos es que, para un observador que pone la objetividad entre
paréntesis, tales evaluaciones constituyen la situación en que ellas tienen lugar y definen el dominio de sus
posibles acciones si se le solicita ayuda. Esta no es una cuestión trivial. Las características de los
componentes de una unidad compuesta (ya se trate de un organismo, una familia o un automóvil) dependen
de la organización de dicha unidad, y a su vez la clase de unidad (la organización de la unidad) que un
conjunto de elementos componen depende de las características de éstos. Por tales motivos, la
estabilización de uno implica la estabilización del otro, y una evaluación manifiesta aceptada, ya sea dentro
de la familia, en la interacción terapéutica o en cualquier otra relación interpersonal, trae a la mano lo que
afirma como si se tratase de una realidad objetiva. Por estas razones, la cuestión de la objetividad ocupa un
lugar central dentro del dominio de la terapia, y las diferentes respuestas que se den frente a ella tienen
distintas consecuencias sociales, que ningún trabajo clínico puede ignorar.

Los multiversos: la pluralidad de dominios de existencia

Si ponemos entre paréntesis la objetividad, advertimos que la relación paciente- terapeuta descansa, desde
el punto de vista operacional, en lo que podría llamarse la dinámica del acontecer de la vida en la apertura
de los multiversos. Los que se traen a la mano un problema viven un "verso", el terapeuta vive el suyo, el (o
los) pacientes junto con el terapeuta dan origen a otro más; y cada uno de ellos es uno de los múltiples
versos que, en su condición de sistemas vivientes, ellos pueden vivir. Además, todos los versos son
dominios de realidad (dominios de existencia) diferentes pero igualmente legítimos, ya que no igualmente
convenientes; pero ninguno de ellos es el dominio supremo o el "verdaderamente real", porque esto no
existe. Sin embargo, el hecho de que todos los dominios de realidad sean igualmente válidos, aunque no
igualmente convenientes, para todos los observadores, sumado al hecho de que todo lo que hacemos los
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seres humanos tiene lugar en la constitución de un dominio social, hace que cualquier acción humana sea
un enunciado ético que convalida un modo de coexistencia. La relación paciente- terapeuta no es ajena a
ello, y en un contexto en que el paciente concede al terapeuta poder para decidir sobre su vida, esto origina
la responsabilidad social del terapeuta.

Si los clínicos somos conscientes de estas condiciones constitutivas, no podemos dejar de advertir que al
enfrentar una situación clínica nos encontramos en medio de una red de relaciones interpersonales en la
cual, nos guste o no nos guste, participamos como expresiones del consenso social que define a
determinados comportamientos y pautas de interacción como psicológicamente patológicos. Tampoco
podemos dejar de advertir que el hecho de que el sujeto se vea a sí mismo como paciente, y el hecho de
que los otros lo vean como tal, tiene que ver con su funcionamiento como sistema viviente en un verso
distinto al que demanda el consenso social; y al mismo tiempo, el sujeto concede poder a este consenso
social al aceptar el mandato de su patología, en la creencia de que alguna otra persona posee autoridad
para decidir acerca de su condición, pues cuenta con un conocimiento objetivo sobre como son realmente
las cosas. A pesar de esto, no podemos dejar de advertir que lo que nos parece una conducta inadecuada
en un determinado dominio social no lo es en otro, aunque ninguno de esos dominios sociales sea
anómalo. Así, por ejemplo, un adolescente que fuma marihuana es considerado normal por sus pares, y
drogadicto por sus parientes; pero tanto sus pares como sus parientes pueden pretender que están en lo
cierto y que los otros no lo están, ya que solo ellos saben cómo son realmente las cosas. Cuando se afirma
que un solo dominio de existencia (uno de los multiversos) es el real, el objetivo, todos los otros se vuelven
irreales, falsos o ilusorios; a la inversa, cuando se pone la objetividad entre paréntesis, todos los dominios
de existencia (todos los versos) se vuelven dominios de realidad diferentes pero igualmente legítimos. En
estas circunstancias, si el terapeuta, el paciente o cualquier persona modifica su concepción de la
objetividad, modifica también la concepción que tiene de sí mismo y de los demás, así como sus dominios
de obediencia y su otorgamiento de poder dentro del dominio social. Por esta razón, poner la objetividad
entre paréntesis equivale a abandonar las concepciones objetivistas según las cuales un sistema y sus
componentes tienen una constancia y estabilidad independientes del observador que los trae a la mano, y
equivale a aceptar que la única constancia y estabilidad que ellos (el sistema y sus componentes) tienen,
depende de las coherencias propias de su constitución en el dominio de realidad en que existen al ser
distinguidos; y que, por consiguiente, cuando se efectúa su distinción aparecen, y cuando no se la efectúa
desaparecen. Tan pronto un dominio de realidad deja de ser traído a la mano, porque se modifica la
estructura de las entidades que lo constituyen, los sistemas que lo pueblan desaparecen.

El lenguajeo y el flujo emocional


"Languaging" en el original inglés. (Nota del traductor)

El lenguajeo no es un medio de transmitir conocimiento o información, sino una manera de coexistir, de


convivir en coordinaciones de acciones consensuales, de modo tal que la estructura de los participantes
cambia según cual sea su participación (Maturana, 1978a y b).Por consiguiente, el lenguaje es un fenómeno
social en el cual el flujo de interacciones recurrentes entre organismos que él implica, constituye el dominio
de existencia de los participantes como dominio de su realización de sistemas vivos. En verdad, los seres
humanos sólo existimos (como tales) en el lenguaje, y desde esta perspectiva, ser humano consiste en ser
parte de una red de "con-versaciones" (maneras de "a-venirse" en el lenguaje), que consta de las diversas
configuraciones en curso o repetidas de coordinaciones consensuales recursiva de comportamientos
consensuales que constituyen en nosotros, en tanto seres humanos, todo lo que hay en nuestro dominio de
existencia como tales. Además, en el flujo de interacciones que constituyen el lenguaje, lenguajeamos
nuestros cuerpos, y nuestra corporeidad está en un cambio continuo, cuyo curso depende de nuestras
interacciones en el lenguaje: devenimos nuestras conversaciones, y generamos las conversaciones que
nosotros devenimos. En estas circunstancias, un observador puede distinguir varias clases de
conversaciones como diferentes configuraciones de coordinaciones de conducta en diferentes dominios del
devenir. De todas ellas, mencionaremos algunas que consideramos de particular importancia clínica. Clases
de conversaciones Hay conversaciones cuyos resultados son coordinaciones de conductas sólo en el
dominio en que ellas tienen lugar, sin involucrar ninguna otra cosa dentro de su acontecer. A éstas las
denominamos "conversaciones de coordinaciones de acciones" en cualquier dominio. Hay otras
conversaciones cuyos resultados son coordinaciones de conductas en dos o más dominios al mismo
tiempo, y entre ellas nos interesan dos que se producen en un dominio de conductas futuras anticipadas. A
las primeras la llamaremos "conversaciones de caracterizaciones", si implican expectativas acerca de
características de los participantes sobre las cuales no ha habido acuerdo previo; a las segundas,
"conversaciones de acusaciones y recriminaciones injustificadas", si implican quejas por expectativas
incumplidas respecto de las conductas de los participantes, sobre las cuales tampoco ha habido acuerdo
previo. Todas estas conversaciones se intersectan en un trasfondo de interacciones consensuales y no
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consensuales, que permanentemente traen de la mano (desencadenan) el acaecer del dominio emocional
en que tienen lugar.

Aclaremos esto. Toda conducta se produce como una configuración de acción e interacción en el flujo de
interacciones de un animal, ya sea a partir de su dinámica estructural interna, o de los cambios estructurales
desencadenados en ésta por sus interacciones, o del entrelazamiento de ambos factores, inserta en un
trasfondo básico de corporeidad cambiante, que especifica en todo instante el dominio de coherencias
operacionales en que tiene lugar por la corporeidad cambiante del animal que se conduce, dicha conducta
acontece en un pequeño numero de formas innatas básicas, que un observador aprecia como emociones y
estados de ánimo diferentes. Los seres humanos no somos una excepción a esta regla, ni siquiera en
nuestro lenguajeo, que es donde tiene lugar nuestra racionalidad. En verdad, los seres humanos nos
encontramos en un flujo consensual permanente de emociones y estados de ánimo, que especifican los
dominios de coherencias operacionales por los cuales nos desplazamos en nuestro actuar y reactuar en el
lenguaje, y determinan las premisas operacionales implícitas básicas (valores, verdades aceptadas, etc.)
que, al constituir en todo momento nuestra identidad social, especifican los diferentes dominios racionales
en que realizamos y justificamos nuestras acciones. En los vertebrados en general, pero en especial entre
los mamíferos y las aves, las circunstancias particulares de las interacciones que modulan el flujo de
variación de sus emociones y estados de ánimo son especificadas permanentemente por las contingencias
de su historia de interacciones con el medio y entre sí. Dicho en otras palabras, en cada mamífero o ave la
particular concatenación de sus emociones y estados de ánimo que es propia del fluir de su vivir surge
como un rasgo de su ontogenia subordinado tanto a las contingencias de su historia de interacciones con el
medio como a las peculiaridades de su historia de consensualidad social. En el caso de los seres humanos
esto es más notorio aún, pues vivimos en la consensualidad del lenguaje, y a través del lenguaje
establecemos la concatenación de nuestras emociones innatas básicas, que depende del fluir de nuestro
vivir, el que a su vez depende de nuestro vivir continuo y en consensualidades sociales cambiantes. En
estas circunstancias, por el contacto corporal mutuo que toda conversación entraña, en cada conversación
particular las coordinaciones de conductas que la constituyen participan en la modulación de las
corporeidades de los participantes, que especifican en cada momento el trasfondo emocional en que tiene
lugar como proceso en curso.

Las coordinaciones de conductas que constituyen el lenguaje son consensuales, como también lo son las
coordinaciones de las emociones que tienen lugar en el lenguajeo. El lenguaje tiene lugar en las
coordinaciones de conductas y no en las coordinaciones de emociones, pero las coordinaciones de
emociones que tiene lugar a través del lenguaje determinan los dominios de coherencias operacionales en
que se produce el proceso del lenguajeo. Por consiguiente, las coordinaciones de conducta y las
coordinaciones de emociones forman en toda conversación, una red de modulaciones mutuas
entrecruzadas. No obstante, no todas las conversaciones son equivalentes en cuanto al cambio emocional
que originan; algunas son en principio emocionalmente indiferentes, como las conversaciones de
coordinaciones de acciones en cualquier dominio, pues no ponen en tela de juicio la identidad social básica
de los partícipes. Más adelante veremos las implicaciones que esto tiene.

La familia

Llamamos familia a un dominio de interacciones de apoyo mutuo en la pasión por convivir en proximidad
física o emocional, generada por dos o más personas (o incluso a veces por otros seres vivos), ya sea a
través de un acuerdo explícito, o porque crecen en su seno en el acontecer de su vivir. Como tal, una familia
se realiza siempre a través del vivir de quienes la integran, y constituye un dominio operacional en el que
sus miembros se realizan como individuos de un modo tal que envuelve la dinámica de la realización de sus
corporeidades a través de sus interacciones. Dicho de otro modo, como sistema, una familia existe en el
dominio biológico a través de la realización del vivir de sus componentes. Por otra parte, cada familia se
constituye como familia de una especie particular, a raíz de la configuración de relaciones que se realizan
en el lenguaje como una configuración específica de conversaciones recurrentes que constituye su
organización como esa especie particular de familia.

Reflexionemos un poco acerca de la organización de estas dos entidades que normalmente llamamos
"familia": la familia en general, y la familia de una especie particular.

Una familia se concreta necesariamente a través del comportamiento de sus miembros, vale decir, a través
de las configuraciones particulares de cambio estructural de sus interacciones recurrentes que constituyen
sus conversaciones recurrentes. Si estas configuraciones de cambio estructural se modifican, la familia o
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bien permanece sin variantes, o bien se desintegra como familia de una especie particular, o se desintegra
como familia en general, según lo que ocurra con la configuración de las conversaciones recurrentes que se
generen. Además, las conversaciones, en su calidad de coordinaciones recurrentes de conductas,
especifican la dinámica posible de cambio estructural de las personas que viven como familia, en la medida
en que se mantenga su coexistencia. Por lo tanto, en tanto y en cuanto un grupo de individuos conserve su
coherencia como familia, la configuración recurrente de conversaciones que constituye la organización que
los define como una familia de una especie particular opera como un generador dinámico recurrente de
limitaciones estructurales para los cambios de la corporeidad de los miembros de la familia, en la medida en
que éstos la realizan a través de esas mismas conversaciones. Cuando los cambios de la corporeidad de
los miembros de una familia son tales que éstos ya no pueden participar en la generación de las
conversaciones que la definen como familia de una especie particular, dichas conversaciones no pueden
realizarse y la familia se desintegra como familia de esa especie particular.

La constitución de una familia es un fenómeno no racional, que tiene lugar cuando existe la pasión por
convivir en proximidad física o emocional. Así es que una familia se desintegra cuando se pierde esta
pasión o cuando la separación impide mantenerla. En consecuencia, dado que la familia se define como
familia de una especie particular por una particular configuración de conversaciones, cuando desaparece
dicha configuración la familia se desintegra como familia de esa especie, pero en su lugar aparece una
nueva familia si las personas que la componen no han perdido su pasión por convivir. Debido a que la
corporeidad humana permite una gran diversidad de cambios estructurales, permite también una gran
diversidad de conversaciones y de cambios emocionales, muchos de los cuales se producen en dominios
contradictorios, dando lugar al padecimiento, pues se los vive como si tuvieran lugar en el mismo dominio,
antes de que se produzca la desintegración de la familia.

Los versos de la familia

La familia es la red social básica en lo que respecta a conceder autoridad y poder para decidir acerca de la
salud mental de sus miembros; pero al mismo tiempo, cuando en ella surge el sufrimiento, se traen a la
mano tantas realidades de disfunción como miembros tiene la familia. Por añadidura, en nuestra cultura
por lo común cada integrante de una familia experimenta su propio verso, con una objetividad que no ha
sido puesta entre paréntesis, como el universo; en consecuencia, vive las interacciones merced a las cuales
la constituye, en términos de evaluaciones que implican la captación de una realidad absoluta: "Yo tengo
razón, tú estás equivocado". Es muy raro que los miembros de una familia operen, implícitamente o
explícitamente, con objetividad puesta entre paréntesis, aceptando sus diferentes versos como diferentes
dominios legítimos de existencia. Esto obedece principalmente a la situación actual de nuestra cultura, pero
también al temor del presunto caos de conductas que produciría una aceptación mutua incuestionada.
Como resultado de esto, cuando una familia viene a consulta, lo que habitualmente sale a relucir de una
forma u otra (según la particular historia de sus miembros) es la dinámica operacional de una red cerrada de
conversaciones de caracterizaciones, acusaciones y recriminaciones mutuas, en términos de ser sano o
insano, de ser bueno o malo, de tener razón o no tenerla, todo lo cual se vive como la revelación o el
develamiento de cualidades o defectos permanentes.

Y precisamente el terapeuta debe prestar atención a esa red de conversaciones que definen a la familia
que los consultantes traen a la mano en el momento de la consulta. Si lo que ellos traen a la mano es una
red de conversaciones de caracterizaciones, acusaciones y recriminaciones mutuas, consideradas
objetivas, lo que se trae a la mano es una familia definida como una red de conversaciones que entrañan
demandas imposibles, las cuales generan emociones que contradicen la aceptación mutua en la que
descansa la coexistencia familiar a través de la pasión por convivir. Además, si esto ocurre, debe prestarse
atención a esa red de conversaciones de caracterizaciones, acusaciones y recriminaciones, porque ella
constituye la organización de la familia particular que los consultantes traen a la mano. En tal sentido, dicha
organización realiza y genera a la vez la contradicción existencial que obligó a los miembros de la familia a
solicitar ayuda, y perdurará en la medida en que ellos acepten emocionalmente que esa es su realidad
objetiva como familia. El terapeuta sólo logrará ayudar a los familiares a superar el sufrimiento que les
produce esta contradicción existencial si participa con ellos en interacciones que desencadenen en ellos el
cambio estructural que traiga a la mano la desintegración de dicha organización.

Dinámica de la desintegración

El funcionamiento de un sistema (por ejemplo, una familia), está determinado por el funcionamiento de sus
componentes. El funcionamiento de los componentes de un sistema (o sea, las conductas de los miembros
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individuales de una familia) está determinado en cada momento por su estructura presente (las
corporeidades de los miembros, en el caso de la familia), la configuración de relaciones e interacciones
entre los componentes de un sistema que lo realizan como sistema de una especie particular constituye su
organización. Dado que en el dominio humano todo tiene lugar a través del lenguajeo (Maturana, 1978), la
configuración de interacciones que realiza dinámicamente una familia como familia de una especie particular
es una red cerrada de conversaciones: si los miembros de la familia viven con la objetividad puesta entre
paréntesis, serán conversaciones de coordinaciones de acciones; en caso contrario, serán conversaciones
de caracterizaciones, acusaciones y recriminaciones mutuas. Un sistema, una familia, se desintegra cuando
se desintegra su organización. En una familia esto acontece cuando se modifican algunas de las
propiedades de uno o más de los individuos que la componen, y ya no puede realizarse la configuración de
conversaciones que la constituyen como esa especie particular de familia. Los cambios en las propiedades
de los componentes de un sistema (una familia, en nuestro caso) que provoca su desintegración surgen en
él como resultado de cambios estructurales desencadenados por interacciones que no entrañan su
participación como componentes del sistema. Llamamos "interacciones ortogonales" a estas interacciones
de los componentes de un sistema que no incluyen las propiedades mediante las cuales ellos efectivizan la
organización del sistema. Las interacciones no ortogonales son parte de la dinámica de la composición del
sistema y lo confirman. No todas las interacciones ortogonales desencadenan la desintegración de un
sistema, pero algunas sí lo hacen.

Volvemos ahora a la situación clínica.


Si el clínico advi erte que los miembros de una familia que lo consulta no operan con la objetividad puesta
entre paréntesis, advertirá también que están envueltos en lo que representa para ellos una danza de
caracterizaciones, acusaciones y recriminaciones objetivas, y que haga lo que haga en ese dominio, lo
único que logrará será confirmar la especie de familia que dicha danza implica. En tal caso, el terapeuta
está imposibilitado de ayudar a la familia. Si su finalidad es sacar a sus miembros de su contradicción
emocional- existencial, debe contribuir a desintegrar esa especie de familia y a que sus integrantes traigan a
la mano alguna otra cosa, que puede o no ser otra familia, pero que ya no será una red de padecimientos.
Con tal objeto, el terapeuta debe escoger una acción (enunciación, intervención, interacción) que no
confirme la especie de familia vigente a la sazón. Dicha acción tiene que ser una interacción ajena al
dominio de conversaciones que definen a la particular familia consultante, pero que esté dentro del dominio
de existencia de uno de sus miembros, como mínimo. En otras palabras, el terapeuta debe emprender una
adecuada interacción ortogonal.

Si la interacción que emprende el terapeuta es en verdad una adecuada interacción ortogonal,


desencadenará en uno o más miembros de la familia cambios estructurales tales, que ya no podrán
participar en la red de conversaciones de caracterizaciones, acusaciones y recriminaciones mutuas que
constituyen la familia en la cual ellos u otros padecen por sus contradicciones emocionales. A tal fin, el
terapeuta debe descubrir la organización familiar que los miembros traen a la mano operacionalmente al
consultar, recordando que cualquiera sea la familia que ellos traen a la mano, existe sólo en la medida en
que la traigan a la mano, y no es independiente de sus acciones, por más que ellos no lo vean así. Al mismo
tiempo, el terapeuta debe descubrir las características de los miembros de la familia que trae a la mano su
integración como tal, reconociendo que sean cuales fueren tales características, sólo existen como parte de
una red de coordinaciones de conductas en la que ellas tienen lugar. Por último, el terapeuta debe advertir
que todo lo que sucede en la familia flota sobre un compromiso emocional básico de coexistencia, que
hemos denominado la pasión por convivir, y que el sufrimiento surge cuando las conversaciones que
definen a la familia contradicen este compromiso, o cuando los miembros de la familia dejan de adherir a él
pero no se separan, porque quedan envueltos en conversaciones que justifican su coexistir sin ese
compromiso. Si el terapeuta logra éxito en todo esto, puede escoger responsablemente la acción, la
interacción ortogonal eficaz que, al desencadenar la desintegración de la familia, restituye de facto a sus
integrantes el poder operacional, en el dominio de su existencia como individuos, para crear un espacio
operacional para alguna otra cosa, que puede ser o no una nueva familia.

Aquí es donde deben intervenir la pasión y el compromiso del terapeuta, no como una pasión o
compromiso para modificar al otro manipulando su existencia, sino (en caso de ser un terapeuta
responsable) como la pasión por constituir un dominio de interacción que permita al otro, ya sea de facto o a
través de la reflexión, poner la objetividad entre paréntesis.

Veamos ahora un ejemplo clínico. Una maestra pide que se efectúe un examen psicológico a uno de sus
alumnos, que según ella tiene problemas de rendimiento escolar. Al proceder así, la muestra define a este
alumno como un chico con problemas, vale decir, con dificultades que no dependen de su voluntad. El
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psicólogo consultado evalúa al alumno aplicándole una serie de tests que, según dicho psicólogo, revelan
objetivamente que su comportamiento configura un "síndrome de ansiedad", confirmando así la evaluación
de anormalidad efectuada por la maestra. El psicólogo recomienda psicoterapia individual. La madre acepta
el diagnóstico como una apropiada caracterización de la anormalidad de su hijo, y se muestra dispuesta a
seguir la indicación de iniciar una terapia.

La familia se compone del niño que es objeto de la consulta, la madre, el padre, el hermano mayor y dos
abuelos. La madre se autodefine como una mujer dominada por el marido, que según ella es un padre
ausente. Al mismo tiempo, se declara incapaz de hacerle frente por su situación de dependencia, lo cual,
afirma, la hace sentirse ansiosa y colérica. El padre se autodefine como un hombre independiente, un
triunfador, y critica a la madre diciendo que es una mujer débil, incapaz de asumir la vida y de hacerle frente
tal como es. Para el padre, el niño problema es un perezoso, mientras que para la madre sufre alguna
deficiencia mental. El hermano mayor considera que su hermanito es un manipulador que se las ingenia
para ser sobreprotegido por la madre y, a la vez, eludir las exigencias que en materia de rendimiento escolar
le impone el padre. Los abuelos dicen que es un chico enfermizo, y que lo fue desde su nacimiento, y tratan
de compensar sus deficiencias haciéndole regalos sin que el padre se entere. El chico problema se
autodefine como un enfermo, y declara que algo raro le pasa que le impide tener un buen desempeño en la
escuela.

No es difícil describir el comportamiento del niño problema (identificado como el paciente) del siguiente
modo: la pereza del chico es utilizada por el padre para atacar a su esposa, declarando que la debilidad,
dependencia y fracaso del niño no hacen sino producir lo que, a su juicio, son las características de ella; la
madre, por su parte, ataca al padre sosteniendo que la enfermedad mental del niño es resultado de su
ausencia del hogar y de su carácter brutal y dominador; el hermano mayor saca partido de los síntomas de
su hermanito, que le permiten fortalecer su alianza con el padre, ya que a medida que el hemanito se vuelve
más y más dependiente a juicio del padre, él se vuelve cada vez más autónomo y fuerte; los abuelos se
benefician también, porque los síntomas del niño les permiten sentirse útiles, y mejores padres que sus
padres reales; por último, el niño problema se beneficia (parece poderoso) porque toda la familia gira en
torno de él, quien, aliado a su madre y sus abuelos, logra interferir la relación entre su madre y su padre.

Así pues, en esta familia todos parecen ganar algo, extraer alguna ventaja de la dinámica de sus
relaciones e interacciones; y sin embargo todos son infelices, y porque lo son de una manera que no les
parece legítima es que buscan ayuda. Si compartiéramos la posición de objetividad no puesta entre
paréntesis de la maestra, el psicólogo y los miembros de la familia, admitiríamos junto a ellos que el niño es
objetivamente un niño problema, como rasgo constitutivo de su personalidad o de su constitución biológica.
Además nos alegraría saber que la madre reconoce la enfermedad de su hijo y está dispuesta a colaborar.
Por último, también admitiríamos que los miembros de la familia son infelices debido a la enfermedad de
uno de ellos, y que esta enfermedad interfiere en el bienestar de todos. Obviamente, no procederemos así,
ni lo harían en la actualidad la mayoría de los terapeutas de familia.

Repasemos, por lo tanto, algunas consideraciones que se desprenden de todo lo dicho y que queremos
poner de relieve, aun al precio de cometer el pecado de repetición, por su importancia para la terapia:

1. Una familia existe en el dominio del funcionamiento biológico de los individuos que la constituyen a
través de sus interacciones, y cualquier transformación de la familia tendrá lugar mediante la
transformación de estas interacciones. En tales circunstancias, la biología de la constitución de una
familia es, necesariamente, el referente último de cualquier acción emprendida por un terapeuta, el
origen de las limitaciones a que están sometidas todas sus posibles acciones, así como de su eficacia, y
la única posibilidad que tienen los miembros de la familia para dejar de sufrir. Esta condición conceptual
es el punto de partida de todo lo demás.

2. La realidad surge en la operación de distinción o discernimiento, y hay tantos dominios de realidad


como dominios de distinción y clases de observadores los constituyen en la praxis de sus distinciones.
Reconocemos esto al poner la objetividad entre paréntesis; pero al hacerlo, nos percatamos de que
cualquier intento explicativo, o cualquier acción basada en esta comprensión de la realidad, debe tratar
de no confundir los dominios de realidad, teniendo bien presentes los diferentes dominios en que tienen
lugar los diversos fenómenos. Y debemos proceder así porque sabemos que la realidad será aquello
que traigamos a la mano en nuestras distinciones, con independencia de que seamos conscientes o no
de los dominios fenoménicos en que practicamos la distinción: cualquier distinción practicada en un
sistema social, que sea aceptada por sus miembros, trae a la mano las coherencias operacionales
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(dominio de realidad) que ella entraña. En consecuencia, la distinción de la "familia", efectuada en el


momento de la consulta, es la operación básica en el proceso de satisfacer la demanda de ayuda de los
consultantes. Y esto es así porque dicha distinción o bien origina un sistema que existe a través de la
biología de los consultantes, vale decir, una familia como sistema dentro del dominio biológico, o bien
trae a la mano un sistema que existe a través de las descripciones que establece el terapeuta, y que
será una entidad literaria, y según cuál sea el caso, diferirá el curso de la consulta.

3. Decimos que si describimos a la familia de la que antes hablamos como un sistema definido por una red
de relaciones de poder, no traemos a la mano una familia como sistema existente en la biología de los
consultantes, sino una entidad literaria. Lo que postulamos es que las relaciones que traemos a la mano
como concesiones de poder que implican sufrimiento son secundarias respecto de las conversaciones
que generan emociones disruptivas, tales como las caracterizaciones y acusaciones mutuas por
expectativas implícitas no cumplidas sobre las cuales no hubo acuerdo previo. Unicamente las
conversaciones de coordinaciones de acciones no entrañan emociones disruptivas y habitualmente no
serán descriptas como relaciones de poder por los participantes, pues no cuestionan su identidad social
básica. En consecuencia, afirmamos que la descripción en términos de relaciones de poder que antes
hicimos representa un sistema literario traído a la mano en la consulta, pero no significa captar la
organización de la familia tal como se la trae a la mano en el dominio de la existencia biológica de sus
integrantes. Por lo demás, si el terapeuta trae a la mano relaciones de poder en la consulta, éstas
pueden volverse parte de la praxis de vida de los familiares al realizarse en sus conversaciones, e
interferir con la posibilidad de que el terapeuta pueda traer a la mano una familia como sistema en el
dominio biológico.

4. Todas las interacciones humanas tienen lugar como parte de un proceso de lenguajeo en curso, ya que
sólo somos seres humanos en y por el lenguaje. Al mismo tiempo, dado que las interacciones en el
lenguaje significan participar en una danza de interacciones estructurales recíprocas, al operar como
seres humanos que lenguajean, cada uno de nosotros acepta la corporeidad del otro. Por añadidura,
puesto que el lenguajeo consiste en una coordinación consensual y recurrente de conductas, cuando
nos referimos a hablar y escuchar no estamos aludiendo únicamente a la emisión y recepción de
sonidos, sino a cualquier acción y reacción que se produzca como parte de los cambios estructurales
envueltos en un proceso vigente de coordinaciones consensuales recurrentes de conductas. En tal
sentido, el hablar y el escuchar tienen lugar simultáneamente en todos los que participan en cualquier
proceso de lenguajeo, y cada uno de ellos es un hablante y un oyente para todos los demás y para sí
mismo. Por otra parte, el hablar y el escuchar tienen lugar en cada individuo según su estructura
dinámica de ese momento, y representan su inserción dentro de una historia en curso de
transformaciones estructurales, a la cual pertenece como miembro de una red de sistemas sociales
dentro de una cultura. Como consecuencia de ello, nada de lo que se dice en una consulta es trivial. Y
no lo es, porque trae a la mando un dominio de realidad, pero también porque al escuchar a los
participantes, se le revela al terapeuta su presente, y por ende los sistemas que ellos traen a la mano
consigo en su presente. Como corolario de lo anterior, vemos que la gran responsabilidad del terapeuta
que pone la objetividad entre paréntesis (así como su gran ventaja en la consulta) es que tiene
conciencia de todo esto, y no es inocente respecto de su uso del lenguaje como instrumento para
provocar cambios estructurales en los individuos que consultan.

5. La conciencia de sí tiene lugar cuando, en las coordinaciones consensuales rec ursivas de conducta se
produce una distinción recursiva del hablante, y éste comienza a escuchar su propia escucha como
hablante. Cuando esto acontece, y a raíz de la recursivas de los cambios estructurales del sistema
nervioso, que opera como una red cerrada de elementos neuronales interactuantes (Maturana, 1983),
los cambios estructurales del hablante interfieren con su generación de acciones dentro de su dominio
de conciencia. Por ello, la conciencia de sí siempre genera un cambio en el curso de las interacciones
de los participantes de un proceso de lenguajeo, dentro del dominio de la conciencia de sí. El terapeuta
consciente de esto se percata de que la conciencia de sí, tal como fue definida antes, es un instrumento
para provocar el cambio estructural.

6. En la dinámica de la composición, los componentes y la entidad compuesta se dan en una relación


constitutiva, de modo tal que cada uno de ellos sólo existe en la constitución del otro. Por consiguiente,
cuando un observador establece la distinción de una unidad compuesta, trae a la mano asimismo los
componentes que la constituyen, de otro modo, no habría distinguido la unidad compuesta.
Análogamente, si un observador distingue una entidad como componente de una unidad compuesta,

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trae a la mano también la unidad compuesta que estos componentes integran, de otro modo, no habría
distinguido los componentes.

Por lo tanto, cuando alguien distingue a otro como miembro mentalmente enfermo de una familia, trae a la
mano una familia en la cual la enfermedad mental es un rasgo constitutivo de su composición, de otro modo,
la operación de distinción que especifica al miembro mentalmente enfermo no podría haberse efectuado. En
el ejemplo que mencionamos antes, si la madre no hubiera aceptado el diagnóstico no habría habido una
familia con un niño mentalmente enfermo. Carece de sentido preguntarse si el niño estaba o no estaba
mentalmente enfermo independientemente del diagnóstico, ya que nada existe con anterioridad a su
distinción. El diagnóstico es efectuado en el acontecer de la vida, y el acontecer de la vida sigue un curso si
se efectúa el diagnóstico, y un curso diferente si no se efectúa. Pero ahora, gracias a nuestra explicación de
los fenómenos biológicos, conocemos la interrelación entre el lenguajeo y la corporeidad, y la dinámica de
traer a la mano realidades humanas, que es una dinámica de relaciones de cuerpos humanos en y por el
lenguaje: lo que se trae a la mano en el lenguajeo existe en el dominio que ese lenguajeo especifica. Esto
puede sonar extraño, porque habitualmente hemos vivido con muchas creencias engañosas y
contradictorias: creíamos que el cuerpo tiene una estructura fija, la cual explica la constancia de sus
propiedades; creíamos que el lenguaje es un sistema de comunicación que maneja entidades abstractas,
tales como símbolos, ideas o información; creíamos que cada uno de nosotros no toca la corporeidad del
otro con sus palabras; creíamos que, como individuos, teníamos identidades autónomas; creíamos que los
demás nos hacen cosas a nosotros; creíamos que la mente está en la cabeza... y no nos habíamos
percatado que traemos a la mano el mundo en que existimos al lenguajearlo. El lenguajeo consiste en las
coordinaciones consensuales de conducta que surgen merced a la transformación estructural de las
personas que conviven, por el acontecer de su vivir en la única circunstancia en que pueden ser a través de
la conservación de sus respectivas identidades en sus interacciones recurrentes. De este modo, la dinámica
de la composición es aplicable también al lenguajeo. Una palabra no es un sonido o un gesto, sino un rasgo
de una dinámica en curso de coordinaciones consensuales recursivas de acciones. No tiene existencia
fuera de esta dinámica, y sólo como tal incluye los rasgos del mundo que el lenguajeo trae a la mano como
coordinaciones consensuales de acciones en el acontecer de la vida. Por lo demás, el lenguajeo entraña las
coherencias operacionales del mundo que se traen a la mano a través de él, en la dinámica en curso de los
cambios estructurales congruentes de las corporeidades de los participantes, en sus combinaciones
consensuales recursivas de acciones.

Si un médico declara: "El niño no tiene neumonía", vivimos en un mundo con un niño que no tiene
neumonía, y procedemos en consecuencia. Si luego de unos días el niño muere, y se nos dice que murió
por una neumonía no tratada en su momento, tal es el mundo en que vivimos: un mundo con un niño que
murió por una neumonía no tratada. El niño tenía o no tenía neumonía cuando se lo atendió por primera
vez. A esta pregunta podemos responderla ahora, pero sea cual fuere la respuesta que demos, será parte
de las coherencias del mundo que traemos a la mano ahora. Si decimos que podía diagnosticarse la
neumonía en ese momento, decimos a la vez algo válido y algo que carece se sentido. Decimos algo válido
porque en verdad, el médico podría haber hecho el diagnóstico de neumonía si hubiera efectuado la
operación de distinguir la neumonía con las coherencias operacionales que utilizamos ahora. Pero a la vez
decimos algo que carece de sentido, porque obviamente esa operación de distinción no pudo practicarse en
ese momento, dado que el médico actuaba bajo otras coherencias operacionales, y fue por eso que no la
practicó. Tal vez, como resultado de esto, cambiemos y en una próxima ocasión actuemos de otra manera;
pero esto no modifica el hecho de que como seres humanos vivimos en el mundo que traemos a la mano en
el lenguejeo, puesto que el mundo se compone de las distinciones que practicamos en el acontecer de la
vida. Todo lo que acontece si nosotros cambiamos, es que queda cambiado un acontecer de la vida.

7. Los sistemas vivientes hacen cosas propias de sistemas vivientes como resultado del hecho de estar
vivos, y no hacen cosas a fin de estar o de permanecer vivos. En general, los sistemas existen mientras
se satisfacen las condiciones que los definen, y sólo existen en el dominio en que tales condiciones se
satisfacen. Por consiguiente, un sistema que un observador trae a la mano sólo existe en tanto y en
cuanto el observador lo trae a la mano mediante la operación de distinción que lo constituye, y lo hace
con las características que dicha operación especifica. Esto significa que los sistemas se desintegran o
desaparecen cuando desaparecen las condiciones que los constituyen, y que mientras se conservan, se
conservan las condiciones que los constituyen. La conservación es una condición constitutiva en la
existencia. Desde luego, todo esto es válido también para los sistemas sociales, por ejemplo para las
familias; pero como la conservación de la existencia de un sistema depende de su realización en su
dominio de existencia, la distinción de un sistema es, en sí misma, expresión de la conservación de la
relación de correspondencia entre el sistema distinguido y el medio circundante, incluido el observador,
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que lo contiene como un sistema operacionalmente independiente, determinado por su estructura. Así
pues, una familia sólo existe en tanto y en cuanto es realizada en el dominio de existencia de las
familias; y como ya hemos dicho, este es un dominio emocional, el dominio de la pasión (voluntad,
deseo) de convivir que abrigamos los seres humanos (y muchos animales). Por lo tanto, una familia,
cualquiera sean sus características como especie particular de familia, sólo se conservará en la medida
en que sus miembros conserven esta pasión. Al mismo tiempo, es esta pasión la que permite a un
grupo de personas constituir una nueva familia de una especie diferente cuando se desintegra la que
componían originalmente. Si no existe dicha pasión o si ella se pierde, el grupo no tendrá posibilidad de
constituir una familia. Finalmente, la pasión por convivir surge como lo hacen todas las emociones, sin
justificación racional, dentro del acontecer de la vida, y como expresión de la biología de los
participantes. La pasión por convivir surge en los seres humanos como parte de su flujo emocional
continuo en el flujo de cambios estructurales de sus corporeidades.

8. La pasión por convivir acontece, y cuando lo hace, necesariamente acontece en nosotros, los seres
humanos, a través del lenguajeo en la dinámica de las coordinaciones consensuales recursivas de
coordinaciones consensuales de conductas que constituyen una familia como red de diversas clases de
conversaciones entrecruzadas. De todas ellas, hemos mencionado tres fundamentales, a saber: 1)
conversaciones que implican acuerdos para la acción dentro de un dominio en el cual los
requerimientos y promesas son o no aceptados, y a las que hemos denominado "conversaciones de
coordinaciones de acciones en cualquier dominio", 2) conversaciones que implican la adjudicación de
características positivas o negativas entre los participantes, y que hemos denominado "conversaciones
de caracterizaciones"; 3) y conversaciones que implican quejas por expectativas no cumplidas, y que
hemos denominado "conversaciones de acusaciones y recriminaciones mutuas". Estas diferentes
clases de conversaciones originan diversas dinámicas emocionales, que envuelven a los partícipes de
diferente manera en lo tocante a sus actitudes básicas acerca de la realidad (objetividad, verdad), las
cuales, a la larga, los definen como individuos. Las interacciones humanas siempre se producen en
estados de ánimo emocionales abiertos permanentemente al cambio, según que el flujo de
conversaciones que entrañan involucre a los participantes en la confirmación o rechazo de su
constitución fundamental de verdades aceptadas implícitas. Así, las conversaciones del tipo de las
conversaciones de coordinación de acciones en cualquier dominio, sólo entrañan la aceptación o no
aceptación de requerimientos y promesas, y son indiferentes respecto de la objetividad y de la verdad.
Como tales, son emocionalmente monótonas en las interacciones, y no violentan ni cuestionan la
identidad básica de los participantes, ni tampoco los amenazan o confirman en ese dominio. Por el
contrario, las conversaciones de caracterizaciones, acusaciones y recriminaciones mutuas ("eres un
mentiroso", "te esperé inútilmente") no son indiferentes respecto de la verdad y de la objetividad, pues
entrañan demandas absolutas que cuestionan la identidad básica de los participantes. De este modo,
las caracterizaciones, acusaciones y recriminaciones se viven como si negaran la identidad básica del
oyente, pues siempre se las entiende como develamientos de una realidad objetiva por parte de un
hablante que tiene autoridad (o sea, derecho a ser obedecido) en ese aspecto, a raíz de contar con un
acceso privilegiado a dicha realidad objetiva. En consecuencia, si estas demandas se repiten, e
independientemente de que sean positivas o negativas, siempre instauran una situación violenta que
provoca una emoción de frustración, porque se las entiende como reveladoras de una falla en el oyente,
o como afirmaciones en tal sentido.

En una conversación, todos los participantes son a la vez hablantes y oyentes, y todos hablan y escuchan
desde los dominios de expectativas, obligaciones y valores a los que pertenecen estructuralmente, dentro
de los dominios sociales y culturales que contribuyen a generar con su comportamiento. A raíz de ello,
quienes participan en conversaciones recurrentes de caracterizaciones, acusaciones y recriminaciones
viven en un dominio cultural en que la objetividad no ha sido puesta entre paréntesis, y experimentan la
repetida frustración emocional de no ver satisfechas las expectativas ajenas a las propias. A raíz de esto, la
recurrencia, dentro de una familia, de conversaciones de caracterizaciones, acusaciones y recriminaciones
es una trampa que tarde o temprano genera infortunio existencial, por la generación recurrente de
contradicciones emocionales en sus miembros a raíz de la producción de frustraciones recurrentes de sus
expectativas, con la correspondiente emoción de rechazo, en medio de la pasión por convivir. En otros
términos, la familia se convierte en una red de expectativas recíprocas que no pueden cumplirse, porque se
ignora que es insostenible suponer que nuestras expectativas sobre los demás están justificadas por
nuestro acceso a una realidad objetiva. Las conversaciones de caracterizaciones, acusaciones y
recriminaciones, al dar origen a frustraciones, abren un espacio para los resentimientos y padecimientos,
pues ignoran constitutivamente la índole dinámica de las características de los componentes de una familia,
debido a la naturaleza del fenómeno de la composición.
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9. Las conversaciones recurrentes de caracterizaciones, acusaciones y recriminaciones, al generar


frustraciones, generan también emociones de rechazo. Los miembros de una familia constituida como
familia de una especie particular a través de una especie particular de red de conversaciones recurrentes de
caracterizaciones, acusaciones y recriminaciones, viven padeciendo por la contradicción emocional continua
que ellas generan. A raíz de la índole del fenómeno de la composición, la única manera de escapar al
sufrimiento que tienen los miembros de una familia tal es la desintegración de la familia, vale decir, la
pérdida de la organización (red particular de conversaciones) que la define; y esto sólo puede producirse
merced a cambios en los miembros de la familia que den por resultado, o bien la pérdida de su pasión por
convivir, o bien su incapacidad para continuar generando esa misma red de conversaciones.

Un cambio de pe rspectiva

Los diferentes modelos intermedios del paradigma sistémico (el estructuralista, el de las estrategias, el
interaccionalista, el constructivista), ponen fin a la noción de una causación lineal abierta. No obstante, de
algún modo siguen ocupándose de una objetividad que no está puesta entre paréntesis, y en todos ellos las
justificaciones del poder de decidir continúan reposando en algún presunto acceso privilegiado a una
realidad objetiva última.

Incluso los constructivistas, quienes sostienen que la realidad es inventada, proponen la adecuación de la
experiencia como un modo de "saber" qué es lo correcto y qué es lo incorrecto (en las palabras de Von
Glasserfeld, 1984, "el desbaratamiento en la experiencia revela lo inadecuado, lo inválido, y nos obliga a
corregir nuestro modelo"). El hecho de poner la objetividad entre paréntesis produce algo que es
cualitativamente distinto de esto. Los seres humanos no podemos afirmar nada acerca de una realidad
objetiva porque dicha afirmación sólo puede efectuarse en el lenguaje, que es donde se engendra la
realidad (Maturana 1978); tampoco podemos adjudicarnos un acceso privilegiado a una realidad objetiva
independiente del hablante como criterio de convalidación (de la salud o la enfermedad, la normalidad o la
anormalidad). Por estos motivos, la noción de adecuación de la experiencia es inaplicable: implica una
realidad objetiva. Al poner la objetividad entre paréntesis, reconocemos que el convivir, las coherencias
operacionales consensuales y las operaciones de distinción en el lenguaje constituyen la generación y
convalidación de toda realidad. Al poner la objetividad entre paréntesis reconocemos los multiversos;
admitimos que hay tantos dominios de realidad como dominios de coherencias operacionales son traídos a
la mano en nuestras distinciones al coexistir como seres humanos, y que ninguno de ellos es más válido o
verdadero que los demás, pues más allá de ellos no hay nada: no hay cosa más allá del lenguaje
(Maturana, 1978). Al poner la objetividad entre paréntesis reconocemos que, desde la perspectiva de un
dominio cualquiera de realidad, todos los demás son ilusorios, y que los desacuerdos no triviales (ilógicos)
sólo pueden resolverse mediante una nueva manera de convivir. Al poner la objetividad entre paréntesis
volvemos, en nuestras interacciones sociales, al dominio emocional básico de la aceptación biológica
mutua, sobre el cual descansa toda socialización.

En tales circunstancias, la solvencia y la responsabilidad del clínico lo exigen ser conciente de que su
tarea consiste en participar en la apertura de un espacio de coexistencia, en el cual los miembros de la
familia puedan escapar de la contradicción emocional que los ha llevado a la consulta. Asimismo, en tales
circunstancias el clínico sabe que sólo cumplirá con su responsabilidad participando en la desintegración de
la familia particular que los consultantes constituyen. Además, al poner la objetividad entre paréntesis, el
clínico sabe también que puede participar en la desintegración de una familia particular sólo atendiendo a la
red de conversaciones que la definen en la consulta, como una manera de encontrar la vía para interactuar
con algunos de sus miembros o con todos ellos en un dominio ortogonal a esa red de conversaciones, de
modo tal que sobrevengan en ellos cambios estructurales que les impidan continuar generándolas. Si esto
último sucede, la familia se desintegra y algo nuevo surge en su lugar, algo que puede ser otra especie de
familia si perdura la pasión por convivir. Por último, al poner la objetividad entre paréntesis el clínico se
percata de que, a la larga, su tarea consiste en ayudar a los consultantes a poner la objetividad entre
paréntesis al operar en la constitución de una familia.

En la práctica, para que esto tenga lugar debe ocurrir lo siguiente:


a) al interactuar con los miembros de la familia, el clínico debe escuchar en su comportamiento
(abstrayendo de éste) las conversaciones recurrentes que constituyen su organización y la definen como
una familia de una especie particular. En el ejemplo que antes consideramos, el clínico procedería así si
declarase que la familia está constituida por una red de conversaciones recurrentes de caracterizaciones
negativas, concentradas a través de acusaciones (implícitas o explícitas) de debilidad y dependencia, contra
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el telón de fondo de una demanda permanente de independencia y de fortaleza. Además, el clínico


procedería así si, luego de describir la conducta de los miembros como una danza recurrente en la que el
padre y el hijo mayor reafirman su independencia y su éxito a través de la aceptación, por parte de la madre
y del hijo menor, de su dependencia e incapacidad, reconoce que dicha descripción en una referencia
metafórica a las conversaciones recurrentes de caracterizaciones, acusaciones, y recriminaciones;
b) el clínico debe interactuar ortogonalmente con los miembros de la familia original, vale decir, debe
interactuar con ellos a lo largo de dimensiones de su identidad que no los involucren en las conversaciones
de caracterizaciones, acusaciones y recriminaciones a través de las cuales constituyen la familia en la que
existen en contradicción emocional;
c) las interacciones ortogonales del clínico deben desencadenar cambios estructurales en los miembros de
la familia original, para que luego de esos cambios, y si conservan la pasión por convivir, constituyan una
nueva familia, organizada como red de conversaciones de coordinaciones de conductas en cualquier
dominio, que no generen el rechazo mutuo y mantengan la pasión por convivir. Las interacciones que llevan
a los miembros de una familia constituida como una red de conversaciones de caracterizaciones y
acusaciones a poner, de facto o en forma intencional, la objetividad entre paréntesis son, para una familia
de esa índole, interacciones ortogonales, que desencadenan su desintegración. Si sucediera esto en la
familia que antes hemos considerado, la dependencia y la autonomía dejarían de ser los rasgos centrales
de las conversaciones recurrentes entre sus miembros, tal como las constituyen mediante sus interacciones,
porque no se centrarían en caracterizaciones, acusaciones o recriminaciones; en lugar de ello, siempre
ocuparían su lugar las conversaciones de coordinaciones de conducta en cualquier dominio, como si los
participantes operaran con la objetividad entre paréntesis.

Para ello el clínico debe escoger una acusación que todos los miembros, o algunos de ellos, sean capaces
de realizar, y que en caso de realizarse interfiera con la recurrencia de las conversaciones de
caracterizaciones y acusaciones mutuas. Tales acciones diferirán según los casos, pero todas entrañan,
tarde o temprano, que la atención recaiga implícita o explícitamente en tales conversaciones, en el dominio
operacional en que tienen lugar. Lo que en todos los casos operará, empero, será una acción que lleve al
oyente a poner la objetividad entre paréntesis como permanente de coexistencia en el sistema social, ya
que la conciencia que esto implica interfiere forzosamente con las conversaciones que convalidan la
objetividad no puesta entre paréntesis.

Finalmente, para ser capaz de esto, el clínico debe escuchar también los rasgos particulares de las
realizaciones efectivas de la red de conversaciones recurrentes que define la familia. Sólo así podrá captar
las particularidades dimensiones lingüísticas de los comportamientos efectivos que constituyen esa red, y
descubrir los que le permitan ser escuchado en un dominio de conversaciones que implique poner la
objetividad entre paréntesis.

Consideraciones finales

Hemos analizado la imposibilidad de afirmar la existencia o ser objetivo de las cosas, y vimos de qué
manera esta imposibilidad nos lleva a poner la objetividad entre paréntesis. Además, hemos mostrado que
cuando operamos con la objetividad entre paréntesis, nuestros conceptos de salud y de patología no hacen
sino reflejar la distinción de realidades diferentes (igualmente legítimas, pero no necesariamente igualmente
convenientes), dentro de multiversos que surgen como las diferentes maneras de convivir en el lenguaje.
También hemos mostrado el lugar que ocupa la dinámica del otorgamiento de poder respecto de la
definición de la salud psicológica, y cómo esta dinámica lleva a un hablante a efectuar afirmaciones que son
ciegas (fanáticas) respecto del otro, cuando opera con la objetividad no puesta entre paréntesis. De manera
similar, vimos la importancia fundamental de esta dinámica en el acontecer de una familia, donde al operar
con la objetividad no puesta entre paréntesis sus miembros entablan relaciones fundadas en la posesión de
la verdad, y viven su interacción como lucha continua con las contradicciones emocionales que emanan de
su pasión por convivir, a través de conversaciones de caracterizaciones, acusaciones y recriminaciones
mutuas. Por último, vimos que cada miembro de la familia existe forzosamente en muchos dominios
distintos, sólo uno de los cuales es su manera de constituir la familia como un sistema biológico, y no como
un sistema literario.

La regla que opera en las modernas sociedades humanas consiste en el otorgamiento de poder en la
hipótesis de que quien conoce una realidad objetiva independiente tiene un derecho intrínseco a dicho
poder. En verdad, si estamos inmersos en la suposición de que existimos dentro de un universo en que las
cosas son como son, intrínsecamente independientes de nosotros (el niño es perezoso, el café es malo), y
también estamos inmersos en la creencia de que podemos caracterizarlos como son intrínsecamente
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porque contamos con un acceso privilegiado a su objetividad, no nos queda otra alternativa que corregir a
los demás por los errores que cometen, o castigarlos por ser desobedientes o díscolos, adueñándonos del
poder para ello gracias al derecho a ser obedecidos que nos da ese conocimiento objetivo. Toda pretensión
de conocimiento objetivo es una demanda absoluta de obediencia.

Debemos comprender esto: si los miembros de una familia están unidos por la pasión de convivir y actúan
con objetividad no puesta entre paréntesis en lo tocante a quién posee la verdad, no pueden hacer otra
cosa que luchar entre sí, tratando cada cual de imponer al otro qué es lo correcto, qué es la verdad; y no
pueden hacerlo, porque ésta es una obligación ética y moral de la coexistencia apropiada, que
forzosamente los lleva a una red recurrente de conversaciones de caracterizaciones, acusaciones y
recriminaciones, las cuales inevitablemente los hacen padecer. Esta situación cambia cuando ponemos la
objetividad entre paréntesis, y cambia tanto para la familia como para el terapeuta. Pero este cambio no es
un mero desplazamiento del énfasis: implica un cambio fundamental en nuestras responsabilidades. De
hecho, la cuestión de la patología desaparece como problema central para el terapeuta, y en su lugar surge
como experiencia fundamental de los miembros de la familia, que exige su atención en la consulta, el
padecimiento e infortunio de sus integrantes. Las descripciones de su padecimiento que los miembros de la
familia ponen de manifiesto revelan la red de convers aciones que constituye la organización del sistema
(familia) que connotan tales descripciones, y con ello revelan su dominio de desintegraciones posibles. En
tales circunstancias, nuestra tarea terapéutica consiste en contribuir a la desintegración de ese sistema
(familia, en nuestro caso) de modo tal que algo distinto aparezca en su lugar. Si cuando esto acontece, se
conserva la pasión por convivir, los consultantes integrarán otra familia, en la cual el padecimiento de sus
miembros ya no será un factor constitutivo porque ellos habrán puesto, de facto o a través de su toma de
conciencia, la objetividad entre paréntesis.

Finalmente, quisiera sintetizar todo lo dicho en estas tres proposiciones:


a) operar con la objetividad entre paréntesis implica operar en un dominio que siempre nos permite
desplazarnos honestamente hacia un metadominio de coexistencia, cualesquiera sean las
circunstancias de la coexistencia;
b) si somos conscientes de que operamos con la objetividad entre paréntesis, podemos actuar con
conciencia de nuestras emociones en el dominio de las relaciones humanas, y hacernos responsables
de éstas y
c) c) el éxito terapéutico en el dominio de las relaciones humanas consiste en ayudar a la persona o
personas que nos consultan para que operen, de facto o a través de la toma de conciencia, con la
objetividad entre paréntesis en su dominio de coexistencia.

REFERENCES

Maturana H. R., Uribe G. ands Frenk S. (1968)


A biological theory of relativistic color coding in the Primat retina.
Arch. Biol. y Med. Exp. Suplemento nB01.
Maturana H. R. (1978)
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Edited by: P. M. Hejl, W. K. Kock and G. Roth.
Peter Lang, Frankfurt.
Maturana H. R. (1983)
What is it to see?
Arch. Biol. y Med. Exp. 16; 255-269 (1983)
Mendez- Coddou (1984)
La pareja: un sistema posible.
Presented at The First International Congress of Family Therapy.
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