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“Carta Pan” - Noviembre de 2014

Extraído de un Servicio Divino realizado por el Apóstol de Distrito Norberto Passuni


Texto bíblico:
“Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a
quien has enviado.” (Juan 17: 3)

En primer lugar deseo transmitir los saludos del Apóstol Mayor para todos ustedes. A pesar de la
distancia tenemos esa seguridad de permanecer en la comunión, en el servir.
Los Servicios Divinos en ayuda para los difuntos en el contenido de nuestra fe tienen un
significado especial. Y para ello también tenemos una palabra que seguramente va a profundizar
y esclarecer aquello que nos convoca. No solamente pensando en aquellos que pudieron ser los
destinatarios de nuestra intercesión sino también nosotros.

En este caso se trata de la oración que se llamó oración sacerdotal del Señor. Esta expresión no
es de la Biblia, pero los intérpretes, cuando leyeron en los discursos de despedida del Señor, la
parte final de ese discurso, advirtieron que era una oración donde el Señor estaba diciendo cosas
muy especiales a sus discípulos.
El pueblo judío era el ámbito, el espacio que Dios se había preparado en la tierra para dialogar
con el hombre, para dejarle la custodia de las promesas, que ellos en su momento interpretaron
en un sentido más bien material, con el Mesías, aunque no era la única figura que era constitutiva
de sus esperanzas. En algunos casos hablaban del hijo de David, pensando en la dinastía
sanguínea. En otros casos del Mesías, como una especie de líder político. Y en otros, el Hijo del
Hombre, que en este caso se escribía con mayúscula porque era un ser celestial, no pertenecía a
la esfera de las cosas humanas. Todo esto estaba en el pensamiento religioso y en las esperanzas
del pueblo con una profunda convicción hacia lo divino, hacia el Dios único. A ese pueblo, con
esa constitución tan fuerte en el vínculo con Dios, le va a hacer testigo de la oración que Él hacia
el Padre eleva.

Entonces la clave para entender lo que hacía Jesús es el antiguo pacto. El sacerdote. Si es una
oración sacerdotal, ¿qué imaginaba el oyente de esas palabras que estaba expresando el Señor?
Lo que hacía el sacerdote. Y quizás, especialmente, el Sumo Sacerdote. Una vez al año, y sólo él,
podía entrar al Santísimo del templo. Lo que había empezado siendo un tabernáculo, una carpa,
que acompañó en el peregrinar por el desierto al pueblo judío, ahora, después de Salomón y en el
tiempo de Jesús, reconstituido, pero en realidad hecho de nuevo por Herodes el Grande, era una
obra impresionante el templo. Y allí había un espacio que se llamaba el Santo, donde los
sacerdotes diariamente preparaban su ministerio de sacrificios. Y estaba el Santísimo, al cual
como antes decíamos, solamente el Sumo Sacerdote y una vez por año podía entrar.
Había allí una lámina de oro que se llamaba el propiciatorio. Dios dijo que en los extremos de
esa lámina de oro había dos querubines enfrentados. En el estudio de los ángeles, denominado
“angeología” se especuló mucho sobre la jerarquía de los ángeles. Lo cierto es que sobre esa
lámina de oro Dios prometió que hablaría al pueblo, que haría presente su nombre. Allí entraba
el sacerdote el día del perdón. Lo conocemos porque está vigente en el calendario judío y con
mucha fuerza, el día del Yon Kippur. Entonces, ese sacerdote, el día del perdón, era tan
importante que los estudiosos de la Escritura lo mencionaban como “EL” día. El pueblo que Dios
eligió para que conservara sus promesas cometía pecados, especialmente de rebelión. Y como
una ceremonia más bien colectiva el sacerdote entonces entraba para reconciliar al pueblo con
Dios. Pero es claro que el sacerdote mismo cometía pecados. El Sumo Sacerdote. Y todos los
ministerios inferiores que diariamente tenían el culto, también lo hacían. Entonces lo primero era
matar un becerro. Con su sangre el sacerdote iba a entrar al Santísimo. Siempre lo expiatorio en
la Escritura se hacía a través de la sangre. Entonces la primera entrada del sacerdote era con el
incensario, que era como un brasero, lo ponía en el piso, tomaba dos puñados de sustancias
aromáticas, las echaba, se producía una nube y entonces ahí tenemos todo un escenario
teológico. No estaba permitido al hombre ver la gloria de Dios y vivir. La nube, iba a separar al
ministro, en este caso al Sumo Sacerdote, de la presencia prometida por Dios, sobre el arca.
Luego entraba, con la sangre de ese becerro que había matado y salpicaba el propiciatorio. Era la
segunda vez que entraba. Había elegido dos machos cabríos; echan suertes sobre ellos, uno iba a
morir como sacrificio a Dios. El otro, iba a vivir. El que matan, es la sangre por el pueblo. Y
cuando termina esa tercera entrada al Santísimo, entonces pone las manos sobre la cabeza del
macho cabrío vivo, confiesa los pecados del pueblo y alguien lleva al animal al desierto para que
se pierda.
Fíjense toda la ceremonia, el cuidado con que el ritual debía conservarse… ¿Y no era esa la
función del sacerdote? Seguro. Era ofrecer sacrificios, conservar la pureza del culto, resolver las
cuestiones litigiosas referidas a la de la comprensión de la ley. Era esa. Y los pasos: primero por
sus propios pecados, después por los de los sacerdotes; luego, por el pecado del pueblo.
Y el macho cabrío, esa cabra que echaban lejos era justamente porque el pecado no podía estar
en la presencia e inmediatez de Dios. Utilizaban una cabra por el mal olor, porque de alguna
manera ese animal significaba lo desagradable que era delante de Dios el pecado.

Sobre esta experiencia muy sintéticamente comentada, el Señor va a hablar. Y va a hablar de un


sacerdocio distinto. Él fue sin pecado. Él no tenía que entrar al Santísimo con la sangre de algún
animal. En definitiva, el que había pecado era el hombre y no el becerro ni la cabra. Eran como
“víctimas sustitutas”. Ahora venía el verdadero Sacerdote. En su palabra toda esa ceremonia va a
cambiar. Es la nuestra. Pero no va a referirse exclusivamente a una expiación colectiva; Jesús va
a ofrecer el perdón a cada uno. Y no va a tener que todos los años, o periódicamente, renovar el
sacrificio. Lo va a hacer una sola vez, y para siempre. Era un sacrificio que no debía dar ni el
toro ni la cabra, sino el hombre. Era un sacrificio que tenía que dar el hombre, pero que sólo
podía ser de Dios. Por eso es el Verbo encarnado el que se ofrece como víctima al mismo tiempo
que Sacerdote.

“Estas cosas habló Jesús, y levantando los ojos al cielo, dijo: Padre, la hora ha llegado; glorifica
a tu Hijo…” (Jn 17: 1 y ss.)

Cuando el sacerdote entraba, lo primero era por sus propias faltas. Jesús ahí va a orar no por sus
faltas, sino por el hombre. Cuando llega a Getsemaní, la noche previa a ser entregado, ahí va a
probar lo que es la traición, lo que es la soledad, ahí va a probar si va a tener miedo. Ahí va a
curar el pecado y lo va a curar de raíz. Entonces tiene que ir al fondo. Tiene que asumir nuestra
naturaleza humana en toda su debilidad. Le está pidiendo esto al Padre. Él es el Cordero. Él es el
que se va a ofrecer.

“…para que también tu Hijo te glorifique a ti;”

Luego viene el segundo paso del sacerdocio. Más adelante dice:


“He manifestado tu nombre a los hombres que del mundo me diste…” (Jn 17:6)

Es decir, “yo les di testimonio de ti a ellos”. Habla el nombre de Dios. ¿Recuerdan la escena de
Moisés cuando le pregunta a Dios: “quién eres tú”? Dios no le contesta, más bien le niega,
cuando le dice “Yo soy el que soy, ahora vete a hacer la misión que te encargo”.
¿Qué hace acá Jesús? “He manifestado tu nombre”. Decir el nombre de Dios, ¿es darnos una
palabra distinta, otra forma de designarlo? Al principio comentaba que Dios dijo que sobre el
propiciatorio, en el Santísimo del templo, estaría la memoria de su nombre. Jesús es el nombre
de Dios. Él revela a Dios. El nombre de Dios es el hombre en el que Él se encarna, para que
podamos entenderlo, para que podamos dialogar con Él.
Para que podamos comprender en Él quién es la persona, el ser humano que Dios desea que
nosotros seamos.

“Yo ruego por ellos;…” (Jn 17:9)

El segundo paso del movimiento sacerdotal. Primero por él; ahora “te ruego por ellos”.

“…no ruego por el mundo…”

Esto podría confundir, “el mundo”. No ruego por las cosas que como hombres hacemos, no
ruego por aquellas cosas que a veces en nuestra propia condición humana nos escandalizan.

“…sino por los que me diste; porque tuyos son”

Y viene un tercer paso, que dice:

“Mas no ruego solamente por éstos, sino también por los que han de creer en mí por la palabra de
ellos” (Jn 17:20)

Ha rogado por nosotros. Nosotros hemos creído que el testimonio que estos testigos dieron es
verdadero. Y no solamente los apostólicos que aquí estamos. Todo cristiano. Oró por nosotros el
Señor.

Ahora vuelvo al texto del día. Dice:

“Y esta es la vida eterna…”

Vamos a ver. Cuando hablamos de la vida eterna, ¿qué es lo que decimos? ¿Dónde la
colocamos? ¿Qué imaginamos que es? Porque es fácil para los seres humanos dejarnos llevar por
las fantasías. Pero acá venimos a escuchar lo que el Espíritu despierta en los libros que conservó
el Señor en las Escrituras.

“Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien
has enviado.”
Uno cuando piensa en la vida eterna piensa que esto se da después de la muerte. Y si aceptamos
todo lo que las Escrituras dicen y las interpretaciones habituales, quizás hay un período
provisorio antes que se pudiera dar una situación de estas. Pero lo habitual es suponer que la vida
eterna queda en una instancia distinta que aquella que nosotros vivimos como humanos. Dice
antes, también en el Evangelio de Juan:

“…para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna.” (Jn 3:16)
Y otro texto, también de Juan:

“El que cree en el Hijo tiene vida eterna” (Jn 3:36)

Vuelvo al texto de esta palabra que hoy nos quiere dar el Señor. La vida eterna, ¿no será la que
hoy me propone el Señor? Si la traduce el creer, lo repito, que te conozcan a ti, que crean en ti.
Hay algo más: en la Biblia el conocer no es una relación intelectual. Cuando se formaba una
pareja decían que la consumación de la relación era el conocerse. Entonces si lo comprendemos
adecuadamente, el conocer es un vínculo de unión, de comunión. No es que uno estudie las
Escrituras o se doctore en teología. El que conoce, el que busca la comunión con el Señor, tiene
vida eterna.
La eternidad es un concepto que podemos intuir, pero quién lo puede explicar.¿No habrá una
sola vida verdadera, auténtica? Y esa es la vida verdadera a la que nos llama Dios.

Dios nos regaló un alma. Es la posibilidad de dialogar con Él, de vincularnos a Él. ¿Será alguno
de nosotros más inteligente que Dios para hacer un proyecto de vida distinto al que Él nos
propone? Si en lugar de vida eterna dijéramos simplemente “la vida” estaríamos violentando la
palabra que Dios nos da. Sólo cuando tenemos comunión con Dios la vida puede ser plena. No
después de la muerte. No en un tiempo, en un futuro indeterminado, sólo apoyado en nuestras
esperanzas. Hoy. Qué difícil es entender esto…

Por gracia y en el Espíritu podemos aceptar (que) la vida verdadera, la vida auténtica es la que
busca la comunión con Dios. ¿Y qué pasa con la experiencia que tenemos todos los días?
Parecería que la persona que tiene fe adopta frente a la vida una actitud evasiva o tal vez
“adolescente”, inmadura, que “pinta” el mundo con colores diversos a los que la realidad refleja,
y resulta que es todo lo contrario. La fe es la que nos hace comprender la vida desde su verdadera
dimensión. Es la que nos dice las cosas como son. No para llevarnos a la depresión, sino para
llevarnos a la confianza que debemos depositar en Dios. Por eso uno busca en un Servicio
Divino, en un testimonio, en la oración, en aquellas experiencias que golpean nuestra condición
de hijos del Altísimo sobre esta realidad. Cuando la vida la comprendemos de esta manera,
entonces todo cambia. Sólo vive realmente el que busca a Dios.

Esto no lo dice la filosofía, esto no sale de un manual de psicología. Respetamos las ciencias.
Pero acá venimos a escuchar lo que Dios nos dice que somos nosotros. Y Él nos dice esto. Esta
es la vida eterna. Esta es la vida verdadera. Esta es la vida que yo propuse, que propongo y en la
que estoy dispuesto a ayudarte. Al acercarnos a Dios, entonces verdaderamente vivimos.
La resurrección de Jesús es el fundamento de nuestra esperanza. Jesús resucitó con otro cuerpo;
no es un espíritu, un fantasma. Por eso el difunto conserva la identidad. A Él lo podían
reconocer, pero con el sentir del ser interior, no con la vista. Y esto anticipa la promesa que Dios
nos hizo. Pero eso no es el Servicio Divino en ayuda para los difuntos un día de tristeza, de
nostalgia. Es un día de esperanza. El centro de la fe cristiana, la causa de nuestra presencia en la
casa de Dios es que nos volvemos a encontrar y que en Dios vivimos. Y así como regaló esa
experiencia a los antiguos testigos, se la pedimos en la fe.

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