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CUENTOS CORTOS

El ramo azul
[Minicuento - Texto completo.]

Octavio Paz
Desperté, cubierto de sudor. Del piso de ladrillos rojos, recién regados, subía un vapor caliente.
Una mariposa de alas grisáceas revoloteaba encandilada alrededor del foco amarillento. Salté
de la hamaca y descalzo atravesé el cuarto, cuidando no pisar algún alacrán salido de su
escondrijo a tomar el fresco. Me acerqué al ventanillo y aspiré el aire del campo. Se oía la
respiración de la noche, enorme, femenina. Regresé al centro de la habitación, vacié el agua de
la jarra en la palangana de peltre y humedecí la toalla. Me froté el torso y las piernas con el
trapo empapado, me sequé un poco y, tras de cerciorarme que ningún bicho estaba escondido
entre los pliegues de mi ropa, me vestí y calcé. Bajé saltando la escalera pintada de verde. En
la puerta del mesón tropecé con el dueño, sujeto tuerto y reticente. Sentado en una sillita de
tule, fumaba con el ojo entrecerrado. Con voz ronca me preguntó:
-¿Dónde va señor?
-A dar una vuelta. Hace mucho calor.
-Hum, todo está ya cerrado. Y no hay alumbrado aquí. Más le valiera quedarse.
Alcé los hombros, musité “ahora vuelvo” y me metí en lo oscuro. Al principio no veía nada.
Caminé a tientas por la calle empedrada. Encendí un cigarrillo. De pronto salió la luna de una
nube negra, iluminando un muro blanco, desmoronado a trechos. Me detuve, ciego ante tanta
blancura. Sopló un poco de viento. Respiré el aire de los tamarindos. Vibraba la noche, llena
de hojas e insectos. Los grillos vivaqueaban entre las hierbas altas. Alcé la cara: arriba también
habían establecido campamento las estrellas. Pensé que el universo era un vasto sistema de
señales, una conversación entre seres inmensos. Mis actos, el serrucho del grillo, el parpadeo
de la estrella, no eran sino pausas y sílabas, frases dispersas de aquel diálogo. ¿Cuál sería esa
palabra de la cual yo era una sílaba? ¿Quién dice esa palabra y a quién se la dice? Tiré el
cigarrillo sobre la banqueta. Al caer, describió una curva luminosa, arrojando breves chispas,
como un cometa minúsculo.
Caminé largo rato, despacio. Me sentía libre, seguro entre los labios que en ese momento me
pronunciaban con tanta felicidad. La noche era un jardín de ojos. Al cruzar la calle, sentí que
alguien se desprendía de una puerta. Me volví, pero no acerté a distinguir nada. Apreté el paso.
Unos instantes percibí unos huaraches sobre las piedras calientes. No quise volverme, aunque
sentía que la sombra se acercaba cada vez más. Intenté correr. No pude. Me detuve en seco,
bruscamente. Antes de que pudiese defenderme, sentí la punta de un cuchillo en mi espalda y
una voz dulce:
-No se mueva, señor, o se lo entierro.
Sin volver la cara pregunte:
-¿Qué quieres?
-Sus ojos, señor –contestó la voz suave, casi apenada.
-¿Mis ojos? ¿Para qué te servirán mis ojos? Mira, aquí tengo un poco de dinero. No es mucho,
pero es algo. Te daré todo lo que tengo, si me dejas. No vayas a matarme.
-No tenga miedo, señor. No lo mataré. Nada más voy a sacarle los ojos.
-Pero, ¿para qué quieres mis ojos?
-Es un capricho de mi novia. Quiere un ramito de ojos azules y por aquí hay pocos que los
tengan.
Mis ojos no te sirven. No son azules, sino amarillos.
-Ay, señor no quiera engañarme. Bien sé que los tiene azules.
-No se le sacan a un cristiano los ojos así. Te daré otra cosa.
-No se haga el remilgoso, me dijo con dureza. Dé la vuelta.
Me volví. Era pequeño y frágil. El sombrero de palma le cubría medio rostro. Sostenía con el
brazo derecho un machete de campo, que brillaba con la luz de la luna.
-Alúmbrese la cara.
Encendí y me acerqué la llama al rostro. El resplandor me hizo entrecerrar los ojos. Él apartó
mis párpados con mano firme. No podía ver bien. Se alzó sobre las puntas de los pies y me
contempló intensamente. La llama me quemaba los dedos. La arrojé. Permaneció un instante
silencioso.
-¿Ya te convenciste? No los tengo azules.
-¡Ah, qué mañoso es usted! –respondió- A ver, encienda otra vez.
Froté otro fósforo y lo acerqué a mis ojos. Tirándome de la manga, me ordenó.
-Arrodíllese.
Mi hinqué. Con una mano me cogió por los cabellos, echándome la cabeza hacia atrás. Se
inclinó sobre mí, curioso y tenso, mientras el machete descendía lentamente hasta rozar mis
párpados. Cerré los ojos.
-Ábralos bien –ordenó.
Abrí los ojos. La llamita me quemaba las pestañas. Me soltó de improviso.
-Pues no son azules, señor. Dispense.
Y despareció.
Me acodé junto al muro, con la cabeza entre las manos. Luego me incorporé. A tropezones,
cayendo y levantándome, corrí durante una hora por el pueblo desierto. Cuando llegué a la
plaza, vi al dueño del mesón, sentado aún frente a la puerta.
Entré sin decir palabra.
Al día siguiente huí de aquel pueblo.
FIN
El eclipse
[Cuento - Texto completo.]

Augusto Monterroso

Cuando fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada podría salvarlo. La selva
poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y definitiva. Ante su ignorancia
topográfica se sentó con tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna
esperanza, aislado, con el pensamiento fijo en la España distante, particularmente en el
convento de los Abrojos, donde Carlos Quinto condescendiera una vez a bajar de su eminencia
para decirle que confiaba en el celo religioso de su labor redentora.

Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible que se


disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como el lecho en que
descansaría, al fin, de sus temores, de su destino, de sí mismo.
Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas. Intentó
algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.
Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura universal y de
su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de
sol. Y dispuso, en lo más íntimo, valerse de aquel conocimiento para engañar a sus opresores
y salvar la vida.
-Si me matáis -les dijo- puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.
Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus ojos. Vio
que se produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin cierto desdén.
Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente sobre
la piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol eclipsado), mientras uno de los
indígenas recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en
que se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían
previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles.
FIN
UNA AVENTURA
Sherwood Anderson

Alice Hindman que tenía ya veintisiete años cuando George Willard era todavía un muchacho,
había pasado toda su vida en Winesburg. Estaba empleada en la tienda de ultramarinos de
Winney, y vivía en casa de su madre, que estaba casada en segundas nupcias.

El padrastro de Alice, pintor de coches, era dado a la bebida. Tenía una historia muy extraña;
valdrá la pena de que la cuente algún día.

Cuando Alice tenía veintisiete años era una muchacha alta y más bien delgada. Su cabeza, muy
voluminosa, era lo que más destacaba de su cuerpo; tenía las espaldas un poco inclinadas; los
ojos y los cabellos castaños. Alice era una mujer muy tranquila que ocultaba, bajo apariencias
de placidez, un fermento interior en continua actividad.

Alice había tenido una aventura amorosa con cierto joven, siendo ella una chiquilla de dieciséis
años. En aquel entonces no había empezado todavía a trabajar en el almacén. El joven, que se
llamaba Ned Currie, era mayor que Alice. Estaba empleado, como George Willard, en el
Winesburg Eagle; durante mucho tiempo se veía casi todas las noches con Alice. Paseaban
juntos bajo los árboles, por las calles del pueblo, y hablaban del destino que darían a sus vidas.
Alice era entonces una chiquilla muy linda, y Ned Currie la estrechó entre sus brazos y la besó.
El joven se exaltó y dijo cosas que no pensaba decir; también Alice se llenó de exaltación,
porque la traicionó su deseo de que entrase en su vida monótona un rayo de belleza. También
ella habló, quebróse la corteza exterior de su vida, toda su reserva y desconfianza
características, y se entregó por completo a las emociones del amor. A finales del otoño, Ned
Currie se marchó a Cleveland, esperando colocarse en un periódico de aquella ciudad y abrirse
camino en el mundo; y ella, con sus dieciséis años, quería irse con él. Manifestóle con voz
temblorosa su oculto pensamiento. «Yo trabajaré y tú podrás también trabajar —díjole—. No
quiero echarte encima una carga inútil que te impida progresar. No te cases ahora conmigo.
Prescindiremos por ahora de ello, aunque vivamos juntos. Nadie murmurará aunque vivamos
en la misma casa, porque nadie nos conocerá en aquella ciudad y la gente no se fijará en
nosotros.»

Ned Currie se quedó confuso ante aquella resolución y entrega que de sí misma le hacía su
novia, pero se sintió también conmovido. Su primer deseo había sido hacer de la muchacha su
amante, pero cambió de resolución. Pensó en protegerla y cuidar de ella. «No sabes lo que te
dices —le contestó con aspereza—. Ten la seguridad de que no te consentiré que hagas
semejante cosa. En cuanto consiga un buen empleo regresaré. Por el momento tendrás que
quedarte aquí. Es lo único que podemos hacer.»

La víspera del día en que había de marchar de Winesburg para empezar su nueva vida en la
ciudad, fue Ned Currie a buscar a Alice. Empezaba a anochecer. Pasearon por las calles durante
una hora, luego alquilaron un cochecillo en las caballerizas de Wesley Moyer y salieron a dar
un paseo por el campo. Salió la luna y los muchachos no supieron qué decirse. La tristeza le
hizo olvidar al joven los propósitos que había hecho respecto a su manera de conducirse con
la joven.
Saltaron del coche junto a un extenso prado que descendía hasta el lecho del Wine Creek, y
allí, en la pálida claridad, se hicieron amantes. Cuando regresaron a la población, hacia la
media noche, los dos estaban alegres. Parecíales que ningún acontecimiento futuro podía borrar
la maravilla y la belleza de lo que acababa de ocurrir. Ned Currie dijo al despedirse de la joven
a la puerta de la casa de su padre: «De aquí en adelante tendremos que seguir unidos, suceda
lo que suceda.»

El joven periodista no consiguió colocarse en Cleveland y marchó hacia el Oeste, a Chicago.


Durante algún tiempo sentía su soledad y escribía todos los días a Alice. Pero la vida de la
ciudad lo envolvió en su torbellino; fue haciendo amigos y descubrió en la vida nuevos motivos
de atracción. Se hospedaba en Chicago en una pensión en la que había varias mujeres. Una de
ellas despertó su interés y se olvidó de Alice, que había quedado en Winesburg. Antes de
finalizar el año dejó de escribirla y sólo se acordaba de la muchacha muy de tarde en tarde,
cuando se sentía solitario o cuando paseaba por algunos de los parques de la ciudad y veía
brillar la luz de la luna sobre la hierba, como brillaba aquella noche en el prado cercano al
Wine Creek.

La muchacha de Winesburg, iniciada ya en el amor, fue creciendo hasta hacerse mujer. Cuando
tenía veintidós años falleció de repente su padre, que tenía una guarnicionería. Como el
guarnicionero era un antiguo soldado, su viuda empezó a cobrar al cabo de algunos meses una
pensión de viudedad. Invirtió el primer dinero que cobró en comprar un telar, para dedicarse a
tejer alfombras. Alice consiguió un empleo en la tienda de Winney. Durante varios años no
hubo nada capaz de hacerle creer que Ned Currie no acabaría por volver a buscarla.

Se alegró de estar empleada, porque la diaria rutina del trabajo en la tienda hacía menos largo
y aburrido el tiempo de la espera. Empezó a ahorrar dinero, con la idea de ir a la ciudad en
busca de su amante en cuanto tuviese ahorrados dos o trescientos dólares, a fin de intentar
reconquistar su cariño con su presencia.

Alice no censuraba a Ned Currie por lo que había ocurrido en el campo, a la luz de la luna,
pero experimentaba la sensación de que no sería capaz ya de casarse con otro hombre. Parecíale
una monstruosidad la idea de entregar a otro lo que ella tenía conciencia de que sólo podía
pertenecer a Ned. No hizo caso alguno de otros jóvenes que procuraron atraer su interés. «Soy
su mujer y continuaré siéndolo, vuelva o no vuelva», se decía a sí misma; y por muy dispuesta
que estuviese a mirar por su propio interés, no habría sido capaz de comprender el ideal, cada
vez más difundido hoy, de una mujer dueña de sus propios destinos y persiguiendo, en un toma
y daca, su propia finalidad en la vida.

Alice trabajaba en la tienda desde las ocho de la mañana hasta las seis de la noche, y tres tardes
por semana volvía a la tienda a trabajar de siete a nueve. Conforme fue pasando el tiempo y
ella sintió cada vez más su soledad, empezó a poner en práctica los recursos comunes a todas
las personas solitarias. Por la noche, cuando subía a su cuarto, se arrodillaba en el suelo para
rezar, y en medio de sus rezos murmuraba las cosas que hubiera querido decir a su amante. Se
aficionó a objetos inanimados, y no consintió que nadie pusiese la mano en los muebles de su
habitación, porque ésta era suya exclusivamente. Continuó ahorrando dinero, aun después de
que abandonó su propósito de marchar a la ciudad en busca de Ned Currie.
El ahorro se convirtió para ella en un hábito adquirido, y cuando necesitaba comprar ropa
nueva se privaba de hacerlo. A veces, en tardes lluviosas, sacaba en el almacén su libreta del
Banco y, abriéndola delante de ella, se pasaba las horas soñando cosas imposibles para
economizar una cantidad de dinero suficiente para que ella y su futuro marido pudiesen vivir
de las rentas.

«A Ned le ha gustado siempre viajar por el mundo —pensó—. Yo le daré la oportunidad de


hacerlo. Cuando estemos ya casados y pueda yo ahorrar su dinero y el mío, nos haremos ricos.
Entonces podremos viajar juntos por todo el mundo.»

Y fueron pasando las semanas, que se convirtieron en meses, y los meses en años, y Alice
continuó esperando en la tienda de ultramarinos, soñando siempre con la vuelta de su amante.
Su patrón, un anciano de pelo entrecano, dentadura postiza y un bigotito ralo que le caía sobre
la boca, era poco aficionado a la charla; a veces, en los días lluviosos o en los días de invierno
en que el temporal se desencadenaba sobre Main Street, pasaban horas y horas sin que entrase
un solo cliente. Entonces Alice arreglaba y volvía a arreglar los géneros de la tienda.
Permanecía de pie junto al escaparate, desde donde podía observar la calle desierta, y pensaba
en las noches en que paseaba con Ned Currie y en las cosas que éste le había dicho. «De aquí
en adelante tendremos que ser el uno del otro.» Aquellas palabras resonaban una y otra vez en
el cerebro de aquella mujer que iba entrando en años. Asomaban las lágrimas a sus ojos. A
veces, cuando había salido su patrón y ella se encontraba sola en la tienda, apoyaba su cabeza
en el mostrador y lloraba. «Ned, te estoy esperando», murmuraba una y otra vez; y su temor,
que se iba deslizando en su interior, de que no volviese nunca más adquirió cada vez mayor
fuerza.

La región que rodea a Winesburg es deliciosa durante la época de primavera, después de las
lluvias del invierno y antes de que lleguen los calurosos días del estío. El pueblo se levanta en
medio de una llanura, pero más allá de los sembrados surgen encantadoras extensiones de
bosques. Hay en esas arboledas muchos pequeños rincones escondidos, lugares sosegados a
donde suelen ir a sentarse los enamorados en las tardes de los domingos. Por entre los árboles
se descubre la llanura y se ve desde allí a la gente de las granjas atareada en los corrales y a las
personas que van y vienen en carruaje por las carreteras. Repican las campanas en el pueblo y
de vez en cuando pasa un tren que, visto a lo lejos, parece de juguete.

Pasaron muchos años después de la marcha de Ned Currie sin que Alice fuese al bosque los
domingos con otros jóvenes; pero cierto día, a los dos o tres años de la marcha de aquél,
haciéndosele insoportable su soledad, se vistió con sus mejores ropas y salió del pueblo.
Encontró un pequeño espacio abrigado desde el cual podía distinguir el pueblo y una ancha
faja de campo v se sentó. Asaltóle el temor de su edad y de la inutilidad de todo lo que hiciese.
No pudo permanecer sentada y se levantó. Puesta en pie, y al ir recorriendo con la mirada el
paisaje, hubo algo, tal vez el pensamiento de aquella vida que no se interrumpía jamás a través
de la cadena de las estaciones del año; hubo algo que la hizo fijar su atención en los años que
pasaban. Se dio cuenta de que había perdido la belleza y la frescura de la juventud, y se
estremeció de temor. En aquel momento tuvo por primera vez la sensación de que la habían
estafado. No le echaba la culpa a Ned Currie y no sabía tampoco a quien echársela. Se sintió
invadida de tristeza; cayó de rodillas y se esforzó por rezar, pero en lugar de oraciones salieron
de sus labios palabras de protesta. «No volverá ya a mí. No volveré a encontrar ya la felicidad.
¿Por qué trato de engañarme a mí misma?», exclamó; y se sintió poseída de una extraña
sensación de alivio, nacida de aquel primer esfuerzo para enfrentarse con el miedo, que había
llegado a ser una parte de su vida diaria.

El año en que Alice cumplió los veinticinco ocurrieron dos cosas que rompieron la triste
monotonía de sus días.

Su madre se casó con Bush Milton, el pintor de coches de Winesburg, y ella, por su parte,
ingresó en la congregación de la Iglesia Metodista. Alice se había hecho de la iglesia porque
había llegado a tener miedo de la soledad de su vida. El segundo matrimonio de su madre había
puesto más aún de relieve su aislamiento. «Me estoy haciendo vieja y rara. Si Ned vuelve, ya
no me querrá. Los hombres de la ciudad donde él está viven en una perpetua juventud. Son
tantas las cosas que allí ocurren que no tienen tiempo de hacerse viejos», se decía a sí misma
con una sonrisa de amargura; y empezó a relacionarse resueltamente con otras personas. Todos
los martes por la noche, después de cerrar la tienda, iba a una reunión religiosa que se celebraba
en el sótano de la iglesia, y los domingos por la noche, acudía a las reuniones de una sociedad
que se llamaba la Liga de Epworth.

Alice no dijo que no cuando Will Hurley, un hombre de mediana edad, empleado en una
droguería y que pertenecía también a la iglesia, se ofreció a acompañarla hasta su casa. «Claro
está que no consentiré que se acostumbre a estar conmigo, pero no veo peligro alguno en que
venga de cuando en cuando», pensó, resuelta siempre a continuar siendo fiel a Ned Currie.

Alice, sin que ella misma se diese cuenta, intentaba asirse de nuevo a la vida, débilmente al
principio, pero luego con mayor resolución cada vez. Caminaba en silencio al lado del
empleado de la droguería; pero más de una vez, en la oscuridad, mientras caminaban como dos
estúpidos, alargó la mano para tocar suavemente los pliegues de su americana. Cuando se
despedía de ella, frente a la puerta de la casa de su madre, Alice, en lugar de entrar en casa, se
quedaba un momento junto a la puerta. Sentía impulsos de llamar al empleado aquel, de rogarle
que se sentase con ella en la oscuridad del porche de la casa, pero temía que no la
comprendiese. «No es a él a quien yo quiero —se decía a sí misma—. Lo que yo busco es huir
de mi gran soledad. Si no tomo precauciones acabaré por desacostumbrarme del trato de la
gente.»

...

A principios de otoño del año en que cumplía los veintisiete, se apoderó de Alice un
desasosiego apasionado. No podía sufrir la compañía del empleado de la droguería y cuando
llegaba, al atardecer, para sacarla de paseo, ella lo despachaba. Su cerebro trabajaba con una
intensa actividad; volvía a casa fatigada de permanecer largas horas detrás del mostrador y se
metía en la cama, pero no podía conciliar el sueño. Permanecía con los ojos muy abiertos,
queriendo penetrar en la oscuridad. Su imaginación jugaba dentro del cuarto como un niño que
se despierta después de muchas horas de sueño. En lo más profundo de su ser había algo que
no se dejaba engañar con fantasías y que exigía a la vida una respuesta bien definida.
Alice cogió una almohada entre sus brazos y la apretó fuertemente contra sus senos. Se echó
fuera de la cama y arregló la manta de manera que, en la oscuridad, abultaba como si hubiese
alguien entre las sábanas; se arrodilló junto al lecho y acarició aquel bulto, susurrando una v
otra vez como una cantinela: «¿ Por qué no ocurre algo de improviso? ¿Por qué me dejan
sola?» Aunque algunas veces se acordaba de Ned Currie, lo cierto es que no contaba ya con él.
Sus deseos se habían hecho imprecisos. No suspiraba por Ned Currie ni por ningún otro
hombre determinado. Quería ser amada, que hubiese algo que hiciese; eco a la llamada que
surgía de su interior cada vez con mayor fuerza.

Así las cosas, tuvo Alice una aventura; fue en una noche de lluvia, y aquella aventura la llenó
de terror y confusión. Había regresado de la tienda a las nueve y no estaba nadie en casa. Bush
Milton andaba por el pueblo y su madre había ido a casa de una vecina. Alice subió a su cuarto
y se desvistió a oscuras. Permaneció un momento junto a la ventana, escuchando el ruido de
las gotas que golpeaban los cristales, y de pronto se apoderó de ella un extraño deseo. Sin
detenerse a pensar en lo que iba a hacer, echó a correr escaleras abajo por la casa en tinieblas
y se zambulló en la lluvia que caía. Mientras permanecía de pie en el pequeño espacio
sembrado de hierba que había frente a su casa, sintiendo correr por su cuerpo la fría lluvia, se
adueñó por completo de ella un deseo loco de echar a correr desnuda por las calles.
Se imaginó que la lluvia ejercía sobre su cuerpo un influjo creador y maravilloso. Hacía
muchos años que no se había sentido tan llena de juventud y de energía. Sentía impulsos de
saltar y de correr, de gritar, de topar con algún ser humano solitario y abrazarse a él. Por la
acera enladrillada se oyeron las torpes pisadas de un hombre que iba camino de su casa. Alice
echó a correr. Poseíala un capricho salvaje y desesperado. « ¡Qué me importa quién sea! Está
solo, y yo me llegaré a él —pensó—; y sin detenerse a reflexionar en las posibles consecuencias
de su locura, lo llamó cariñosamente de este modo: ¡Espera! No marches. Seas quien seas,
tienes que esperar.»

El hombre que pasaba por la acera se detuvo v se quedó escuchando. Era viejo y algo sordo.
Se llevó la mano a la boca para dar más resonancia a sus palabras y gritó con toda su fuerza: «
¿Cómo? ¿Qué dice?»

Alice se dejó caer al suelo toda temblorosa. Tan asustada quedó, pensando en lo que había
hecho, que cuando el hombre siguió su camino ella no tuvo valor para ponerse en pie, sino que
se dirigió hasta su casa gateando sobre la hierba. Cuando llegó a su cuarto, se cerró por dentro
y arrimó la mesa de tocador a la puerta. Su cuerpo tiritaba como si hubiese cogido frío; y era
tal el temblor de sus manos que no podía ponerse el camisón. Se metió en la cama, hundió su
rostro en la almohada y sollozó desconsoladamente. « ¿Qué es lo que me pasa? Si no tomo
precauciones, un día haré algún disparate horrible», pensaba. Se volvió de cara a la pared y
procuró armarse de valor para hacerse a la idea de que son muchas las personas que se ven
obligadas a vivir y morir solitarias, aun en Winesburg.

FIN
Los juegos de la noche

Sherwood Anderson
A veces, por la noche, cuando la madre llora en el cuarto y sólo pasos desconocidos resuenan en
las escaleras, Ake tiene un juego que juega en vez de llorar. Finge ser invisible y poder transportarse
adonde quiere, nada más que pensándolo. Aquella noche no había más que un sitio adonde pudiera
anhelar dirigirse y en donde Ake está a menudo. Ignora cómo ha llegado allí, sabe solamente que
está en una sala. No sabe cómo es, porque no tiene ojos para ella, pero está llena de humo de
tabaco, los hombres estallan en risas espantosas sin motivo, las mujeres, que no logran hablar
claramente, se inclinan sobre una mesa y ríen de una manera espantosa, ellas también. Esto
traspasa a Ake como cuchilladas, pero después de todo se siente feliz de estar allí. En la mesa,
alrededor de la cual todos están sentados, hay varias botellas, y cuando un vaso está vacío, una
mano desenrosca un tapón y llena de nuevo el vaso.

Ake, que es invisible, se tiende sobre el piso y gatea bajo la mesa sin que ninguno de los convidados
lo note. Tiene en la mano una barrena invisible y, sin dudar un instante, la planta en la mesa y se
pone a perforarla. Pronto ha atravesado la madera, pero sigue. Siente que su barrena muerde el
vidrio y, de pronto, cuando ha perforado el fondo de una botella, el aguardiente corre en un
delgado hilo regular por el hueco hecho en la mesa. Reconoce los zapatos de su padre y no osa
pensar en lo que pasaría si de pronto él se volviera otra vez visible. Pero en ese momento, con un
estremecimiento de alegría, oye a su padre que dice:

-¡Vaya! ¡Ya no hay más nada que beber! -y otra voz que asiente-: Cierto, en ese caso… -y luego
todo el mundo se levanta en la sala.

Ake sigue a su padre por las escaleras y, cuando llegan a la calle, lo guía, aunque su padre no se da
cuenta, hacia una estación de taxis y cuchichea la dirección exacta al chofer; luego durante todo el
trayecto se mantiene en el estribo para controlar que vayan en la buena dirección. Cuando están
sólo a algunas cuadras de la casa, Ake anhela estar de vuelta y se encuentra extendido al fondo del
sofá de la cocina: oye detenerse un coche abajo en la calle: cuando vuelve a ponerse en marcha se
da cuenta de que no era el suyo, y que aquél se ha detenido ante la puerta del inmueble de al lado.
El verdadero está, pues, todavía en camino; quizá ha sido obstruido en algún lugar cerca del cruce
más próximo; quizá ha sido detenido por un ciclista volcado; suceden tantas cosas a los
automóviles…

Pero finalmente llega un automóvil que parece ser el bueno. A algunas puertas de la de Ake,
comienza a disminuir la velocidad, costea lentamente la casa de al lado y se detiene con un pequeño
rechinamiento justamente ante la puerta precisa. Una puerta se abre, una puerta se cierra con un
crujido, alguien silba haciendo tintinear una moneda. Su padre no acostumbra silbar, pero nunca
se sabe… ¿Por qué no se pondría a silbar de pronto? El auto arranca y vira en la esquina, luego
todo se vuelve silencioso. Ake presta oídos y escucha lo que sucede en la escalera, pero no llega
ningún ruido de puerta. Ni el menor clic del dispositivo automático, ni el menor ruido de pasos
sordos trepando la escalera.
¿Por qué lo habré dejado yo tan pronto, piensa Ake, en vista de que estábamos tan cerca? Yo
habría podido seguirlo hasta la misma puerta. Evidentemente, ahora él está abajo, ha perdido la
llave y no puede entrar. Tal vez se va a encolerizar, se va a ir y no regresará hasta que la puerta esté
abierta, mañana por la mañana. Y no sabe silbar, es bien sabido, de otra manera me silbaría a mí
o a mamá para que le tirásemos la llave.

Tan silenciosamente como le es posible, Ake salta el borde del sofá que rechina como siempre, y
choca en la oscuridad con la mesa de la cocina: allí se para como petrificado, sobre el frío linóleo,
pero su madre llora con grandes sollozos, regulares como la respiración de un durmiente; ella no
ha oído nada, pues se desliza hasta la ventana y aparta suavemente la persiana para mirar afuera.
No hay alma viviente en la calle, pero la lámpara encima de la puerta de enfrente está encendida.
Se enciende al mismo tiempo que el dispositivo automático de la escalera. En esto se parece
exactamente al que está encima de la puerta de Ake.

Pronto Ake comienza a tener frío y con sus pies desnudos vuelve a pasitos al sofá. Para no chocar
con la mesa sigue el fregadero con la mano y de pronto la punta de sus dedos toca algo frío y
puntiagudo. Deja que sus dedos continúen la exploración durante un instante, luego empuña el
mango del cuchillo. Cuando se desliza en su lecho tiene el cuchillo aún. Lo pone bajo la frazada,
cerca de él, y de nuevo se hace invisible. Se encuentra en el mismo salón de hace poco, se mantiene
a la entrada y mira a los hombres y las mujeres que retienen prisionero a su padre. Se da cuenta de
que si su padre debe recobrar la libertad es necesario liberarlo de la misma manera que Fred ha
liberado al misionero, cuando éste estaba atado a un poste y se hallaba a punto de ser asado por
los caníbales.

Ake avanza a paso de lobo, alza su cuchillo invisible y lo hunde en la espalda del gordo monigote
que está sentado junto a su padre. El gordo cae tieso, muerto -Ake le da una vuelta a la mesa- y
uno tras otro resbalan de sus sillas sin saber demasiado lo que les sucede. Cuando el padre está al
fin liberado, Ake lo arrastra por las escaleras y como no se oye ningún coche en la calle, bajan los
escalones muy lentamente, atraviesan la calle y suben a un tranvía. Ake se las arregla para que su
padre tenga un asiento en el interior; espera que el cobrador no perciba que ha bebido un poco y
que su padre no diga algo desagradable al conductor o acaso tenga un estallido de risa sin motivo,

El canto de un lejano tranvía nocturno, que se amortigua en un viraje, penetra implacablemente


en la cocina, y Ake, que ha abandonado ya el tranvía y reposa de nuevo en el sofá, nota que su
madre ha dejado de sollozar durante su corta ausencia. En el cuarto la persiana vuela contra el
techo con un crujido terrible y cuando ese crujido se ha esfumado, la madre abre la ventana y a
Ake le gustaría poder saltar del lecho y correr al cuarto para anunciarle que puede cerrar la ventana
otra vez, bajar la persiana e ir a acostarse con toda tranquilidad, porque ahora, de todos modos, el
padre no tardará. “Va a llegar en el próximo tranvía, yo mismo lo he ayudado a tomarlo”. Pero
Ake comprende que esto no serviría de nada, ella nunca le creería. Ella no sabe todo lo que él ha
hecho por ella. Cuando están solos por la noche y ella lo supone dormido, no sabe qué viajes él
emprende y en qué aventuras él se lanza por ella.

Cuando más tarde el tranvía se detiene en la parada de la esquina, él se mantiene pegado a la


ventana y mira afuera por la rendija entre la persiana y las jambas. Los primeros que llegan son
dos jóvenes que han debido saltar del tranvía en marcha, se entretienen dándose puñetazos,
habitan en la casa nueva al otro lado de la calle. Se oyen las voces de los que han bajado en la
esquina y mientras el tranvía iluminado sale de detrás de las casas y atraviesa lentamente la calle de
Ake llenándola de hierros viejos, aparecen gentes en pequeños grupos que luego se dispersan en
diferentes direcciones. Un hombre de paso vacilante, con su sombrero en la mano como un
mendigo, mete la cabeza por la puerta de Ake, pero no es su padre, es el portero.

Ake no se mueve. Sigue esperando. Sabe que muchas cosas pueden retener al pasajero del tranvía
en la esquina. Hay varias vidrieras, particularmente la de una zapatería donde su padre quizá se
haya detenido antes de entrar para elegir un par de zapatos. La vidriera del vendedor de frutas y
legumbres está llena de carteles pintados a mano y habitualmente muchos se paran a mirar los
interesantes muñecos que allí hay dibujados. Hay también una distribuidora automática que
funciona mal y es posible que el padre haya introducido una pieza de veinte para comprarle una
caja de pastillas de regaliz y ahora no logre abrir la puertita.

Mientras Ake se mantiene junto a la ventana y espera que su padre se aleje de la distribuidora, su
madre sale de pronto del cuarto y pasa ante la cocina. Como está descalza, Ake no ha oído nada,
pero ella seguramente no lo ha notado, porque sin detenerse va hacia la entrada. Ake suelta la
persiana que tenía separada y permanece completamente inmóvil en la oscuridad total, mientras
su madre busca algo entre los abrigos. Debe ser un pañuelo, porque un momento más larde ella
se suena y vuelve al cuarto. Aunque ella está descalza, Ake observa que trata de andar
silenciosamente para no despertarlo. Después de haber entrado al cuarto, cierra rápidamente la
ventana y baja la persiana con un golpe seco y rápido.

Luego ella se tira en la cama y los sollozos recomienzan exactamente como si no pudiera sollozar
más que en esa posición o como si no pudiera evitar llorar cuando se halla tendida.

Después de haber mirado una vez más hacia la calle y encontrarla completamente vacía, aparte de
una mujer que se deja acariciar por un marinero bajo el balcón de enfrente, Ake vuelve con pasos
afelpados a acostarse. El piso rechina de pronto bajo sus pies y tiene la impresión de que resuena
como si él hubiera dejado caer algo. Ahora está horriblemente fatigado; mientras avanza, el sueño
se despliega sobre él como una niebla y a través de esa niebla percibe un crujido de pasos en la
escalera, pero no van en la buena dirección, sino que descienden en lugar de subir. Tan pronto se
ha deslizado bajo el cobertor se sumerge, de mala gana pero rápidamente, en las aguas del sueño
y las últimas olas que se cierran encima de su cabeza son dulces como sollozos.

Pero el sueño es tan frágil que no logra retener a Ake apartado de lo que le preocupaba cuando
estaba despierto. Seguramente que no ha oído al auto frenar ante la puerta, ni encenderse el
dispositivo automático con un pequeño clic, ni el ruido de los pasos trepando la escalera, pero la
llave introducida en la cerradura atraviesa el sueño y Ake de pronto se despierta, la alegría lo golpea
como un relámpago, lo enciende desde los pies a la cabeza. Pero la alegría se disipa también en
una humareda de preguntas. Ake tiene un juego al que se entrega cada vez que despierta de esta
manera. Se entretiene en pensar que su padre atraviesa la entrada en dos zancadas y se aposta entre
la cocina y el cuarto a fin de que su madre y él puedan ambos oírlo exclamar: “Tengo un
compañero que se ha caído del andamio y he tenido que acompañarlo al hospital, me he quedado
con él toda la noche y no he podido llamarte porque no había teléfono cerca'”, o bien: “Imagínense
que hemos ganado el premio gordo en la lotería y si he vuelto tan tarde es porque yo quería que
ustedes no perdieran el resuello tan pronto”. O bien: “Imagínense que hoy el patrón me ha
regalado un bote de motor y he salido a probarlo y mañana por la mañana temprano salimos los
tres. ¿Qué me dicen de eso?”

En realidad, esto se desarrolla más lentamente y sobre todo no es tan sorprendente. Su padre no
halla el interruptor de la entrada. Finalmente renuncia y tropieza con un armazón de madera que
cae a tierra. Reniega y trata de recogerlo, pero en vez de hacerlo vuelca un bulto que estaba junto
a la pared. Renuncia entonces y trata de hallar un gancho donde colgar su abrigo, pero cuando
al fin ha hallado uno, el abrigo se le desliza también y cae al suelo con un ruido blando. Apoyado
en la pared, el padre da a continuación algunos pasos para ir al baño, enciende la luz y, como tantas
otras veces, Ake permanece acostado, paralizado para escuchar el ruido de las salpicaduras en el
piso. El padre apaga, tropieza en la puerta, jura y entra al cuarteo a través de la cortina que se
estremece como una serpiente presta a morder.

Luego todo está silencioso. El padre permanece de pie en el cuarto sin decir una palabra, sus
zapatos rechinan débilmente, su respiración es pesada e irregular, pero esos dos ruidos lo vuelven
todo todavía más aterradoramente silencioso y en ese silencio un nuevo relámpago golpea a Ake.
Es el odio lo que lo enciende y aprieta el mango del cuchillo tan fuerte que le hace daño, aunque
no siente dolor. Pero el silencio dura sólo un instante. Su padre comienza a desvestirse. La
chaqueta, el chaleco. Tira sus ropas sobre una silla. Se apoya en un armario y deja caer de los pies
sus zapatos. La corbata hace un chasquido como un batir de alas. Luego da algunos pasos más por
el cuarto, es decir hacia la cama, y se queda inmóvil mientras da cuerda a su reloj. Luego todo se
pone silencioso, tan terriblemente silencioso como antes, sólo el reloj roe el silencio como un
ratón, el reloj del hombre ebrio.

Y después sucede lo que el silencio esperaba, la madre hace un movimiento desesperado en la


cama y el grito brota de su boca como sangre.

-Cochino, cochino, cochino, cochino -exclama ella hasta que su voz muere y todo se vuelve
silencioso. Únicamente el reloj roe, roe, y la mano que aprieta el cuchillo está toda húmeda de
sudor. Es tan grande la angustia en la cocina que no se podría soportar sin un arma; finalmente,
Ake está tan fatigado por el miedo que, sin resistencia, sumerge en el sueño antes que nada la
cabeza. Tarde en la noche se despierta de pronto y, por la puerta abierta, oye rechinar la cama de
al lado y un dulce murmullo llenar el cuarto; no sabe exactamente lo que esto significa, sino que
esos dos ruidos implican la desaparición del miedo por esta noche. Suelta el cuchillo que sostenía
su mano y lo rechaza lejos de él, lleno de un deseo ardiente de su propio cuerpo; en el momento
de adormecerse, se entrega al último de los juegos de la noche, el que le trae la paz final.

La paz final… sin embargo, no hay fin. Poco antes de las seis de la tarde la madre entra a la cocina
donde él, sentado a la mesa, está haciendo su tarea de cálculo. Ella simplemente le saca de las
manos, el libro de aritmética y lo hace levantarse del banco.

-Ve a ver a papá -dice arrastrándolo con ella hacia la entrada y poniéndose detrás para cortarle la
retirada- ve a ver a papá y dile de mi parte que te dé dinero.
Los días son peores que las noches. Los juegos de la noche son mucho mejores que los del día.
Por la noche se puede ser invisible y corretear sobre los techos hasta el sitio donde se tiene
necesidad de ustedes. Por el día no se es invisible. Por el día la cosa no va tan rápida, no es tan
bueno jugar. Ake cruza la puerta de la casa y no es de ningún modo invisible. El hijo del portero
le tira del abrigo para que vaya a jugar a las bolas, pero Ake sabe que su madre está en la ventana
y lo siguen con los ojos hasta que ha desaparecido tras la esquina, tanto que él se desprende sin
decir palabra y se va corriendo como si alguien fuera en su persecución. Cuando ha doblado la
esquina, se pone a andar tan lentamente como le es posible; cuenta los cuadros de la acera y los
salivazos que hay en ella. Se le une el hijo del portero, pero Ake no le responde, pues no se le
puede decir a nadie que ha salido a buscar al padre con su paga. Al fin, el hijo del portero se cansa
y Ake se acerca cada vez más al sitio al que no quiere acercarse. Finge alejarse cada vez más, pero
esta no es verdad de ningún modo.

La primera vez él pasa delante del café sin entrar. Merodea tan cerca que el guardia gruñe a su
lado. Se mete en una calle transversal y se detiene ante la casa donde se halla el taller de su padre.
Un poco más tarde, pasa bajo la puerta cochera y desemboca en el patio y finge creer que su padre
está aún allí, que se ha escondido en alguna parte detrás de los toneles o los sacos para que Ake lo
busque. Levanta las tapas de los toneles de pintura y cada vez se asombra de no hallar a su padre
acurrucado en uno de ellos. Después de haber buscado en el patio durante casi media hora, acaba
por comprender que su padre no ha podido esconderse ahí, y se va.

Al lado del café hay una locería y una relojería. Ake se para primero a mirar la vidriera en que se
exhiben porcelanas. Trata de contar los perros, primero los perros de raza de la fila delantera,
luego los que puede entrever cuando pone sus manos de visera, y pasa revista a los anaqueles y
mostradores en el interior de la tienda. El relojero se dispone justamente a bajar la cortina de su
comercio, pero por los huecos del enrejado Ake puede ver de todos modos los relojes allá dentro,
que hacen tictac. Mira también el reloj que marca la hora exacta y decide que el segundero tiene
que dar diez vueltas antes de que él entre.

Ake aprovecha el momento en que el guardia disputa con un individuo que le muestra algo en un
periódico para colarse en el café; en seguida avanza corriendo hacia la mesa precisa, a fin de no
ser visto por demasiada gente. Su padre no lo ve en seguida, pero uno de los otros pintores hace
una señal en dirección de Ake y dice:

-Tu chiquillo está ahí.

El padre pone al hijo en sus rodillas y frota su barba de dos días contra la mejilla. Ake trata de no
mirarlo a los ojos, pero de vez en cuando no lo puede evitar, fascinado por las ventanillas rojas en
lo blanco de los ojos.

-¿Qué quieres, tú? -dice el padre: su lengua es blanda, pastosa, y tiene que repetir varias veces la
misma cosa antes de estar satisfecho él mismo de ello,

-Vengo a buscar dinero.


Su padre entonces vuelve a ponerlo suavemente en el suelo, se echa hacia atrás y ríe tan fuerte que
sus camaradas se ven obligados a hacerle señal de callarse. Riéndose, saca su portamonedas, quita
torpemente el elástico y busca mucho antes de hallar la pieza de una corona más brillante.

-Toma, Ake -dice- ve a comprarte dulces con esto.

Los otros pintores no quieren ser menos y Ake recibe una corona de cada uno de ellos. Retiene el
dinero en su mano mientras, abrumado de confusión y vergüenza, se dirige prudentemente a la
salida por entre las mesas. Se muere de miedo de que alguien lo vea salir cuando pase corriendo
delante del guardia y que un soplón vaya a decir en la escuela:

-Ayer por la tarde vi salir a Ake de la taberna.

Se detiene de todos modos un instante ante la vidriera del relojero y, mientras la aguja da diez
vueltas en torno de su eje, permanece allí, apoyado contra la reja. Él sabe que esta noche deberá
jugar aún, pero no sabe a quién odia más de los dos seres por los cuales juega.

Cuando más tarde dobla lentamente la esquina, encuentra la mirada de su madre allá arriba a diez
metros del suelo y avanza hacia la puerta del inmueble lentamente con cuanto coraje tiene para
ello. Al lado hay un vendedor de leña y se arriesga de todos modos a arrodillarse un momentito y
a mirar por el tragaluz a un viejito que recoge carbón en un saco negro. Cuando el viejito ha
terminado, la madre está detrás de Ake. Ella lo levanta bruscamente y lo toma por el mentón para
captar su mirada.

-¿Qué ha dicho? -cuchichea-. ¿Acaso te has comportado de nuevo como un flojo?

-Dijo que iba a venir en seguida -cuchichea Ake en respuesta.

-¿Y el dinero?

-Mamá, cierra los ojos -dice Ake y juega el último de los juegos del día.

Mientras su madre eleva los ojos, Ake desliza suavemente las cuatro piezas de una corona en la
mano extendida; luego baja la calle corriendo, sus pies tienen tanto miedo que patinan en el
pavimento. Un grito cada vez más fuerte lo persigue a lo largo de las casas pero esto no lo detiene,
por el contrario él corre todavía más rápido.

FIN
Gabriel García Márquez
(Aracataca, Colombia 1928 - México DF, 2014)

AMARGURA PARA TRES SONÁMBULOS


(1949)

AHORA LA TENÍAMOS allí, abandonada en un rincón de la casa. Alguien nos dijo,


antes de que trajéramos sus cosas —su ropa olorosa a madera reciente, sus zapatos sin
peso para el barro— que no podía acostumbrarse a aquella vida lenta, sin sabores dulces,
sin otro atractivo que esa dura soledad de cal y canto, siempre apretada a sus espaldas.
Alguien nos dijo —y había pasado mucho tiempo antes que lo recordáramos— que ella
también había tenido una infancia. Quizás no lo creímos, entonces. Pero ahora, viéndola
sentada en el rincón, con los ojos asombrados, y un dedo puesto sobre los labios, tal vez
aceptábamos que una vez tuvo una infancia, que alguna vez tuvo el tacto sensible a la
frescura anticipada de la lluvia, y que soportó siempre de perfil a su cuerpo, una sombra
inesperada.
Todo eso —y mucho más— lo habíamos creído aquella tarde en que nos dimos
cuenta de que, por encima de su submundo tremendo, era completamente humana. Lo
supimos, cuando de pronto, como si adentro se hubiera roto un cristal, empezó a dar
gritos angustiados; empezó a llamarnos a cada uno por su nombre, hablando entre
lágrimas hasta cuando nos sentamos junto a ella, nos pusimos a cantar y a batir palmas,
como si nuestra gritería pudiera soldar los cristales esparcidos. Sólo entonces pudimos
creer que alguna vez tuvo una infancia. Fue como si sus gritos se parecieran en algo a
una revelación; como si tuvieran mucho de árbol recordado y río profundo, cuando se
incorporó, se inclinó un poco hacia adelante, y todavía sin cubrirse la cara con el
delantal, todavía sin sonarse la nariz y todavía con lágrimas, nos dijo: “No volveré a
sonreír”.

Salimos al patio, los tres, sin hablar, acaso creíamos llevar pensamientos comunes.
Tal vez pensamos que no sería lo mejor encender las luces de la casa. Ella deseaba estar
sola —quizás—, sentada en el rincón sombrío, tejiéndose la trenza final, que parecía ser
lo único que sobreviviría de su tránsito hacia la bestia.

Afuera, en el patio, sumergidos en el profundo vaho de los insectos, nos sentamos


a pensar en ella. Lo habíamos hecho otras veces. Podíamos haber dicho que estábamos
haciendo lo que habíamos hecho todos los días de nuestras vidas, sin embargo, aquella
noche era distinto; ella había dicho que no volvería a sonreír, y nosotros que tanto la
conocíamos, teníamos la certidumbre de que la pesadilla se había vuelto verdad.
Sentados en un triángulo la imaginábamos allá adentro, abstracta, incapacitada, hasta
para escuchar los innumerables relojes que medían el ritmo, marcado y minucioso, en
que se iba, convirtiendo en polvo: “Si por lo menos tuviéramos valor para desear su
muerte”, pensábamos a coro. Pero la queríamos así, fea y glacial como una mezquina
contribución a nuestros ocultos defectos.

Éramos adultos desde antes, desde mucho tiempo atrás. Ella era, sin embargo, la
mayor de la casa. Esa misma noche habría podido estar allí, sentada con nosotros,
sintiendo el templado pulso de las estrellas, rodeada de hijos sanos. Habría sido la
señora respetable de la casa si hubiera sido la esposa de un buen burgués o concubina
de un hombre puntual. Pero se acostumbró a vivir en una sola dimensión, como la línea
recta, acaso porque sus vicios o sus virtudes no pudieran conocerse de perfil. Desde
varios años atrás ya lo sabíamos todo. Ni siquiera nos sorprendimos una mañana,
después de levantados, cuando la encontramos boca abajo en el patio, mordiendo la
tierra en una dura actitud estática. Entonces sonrió, volvió a mirarnos; había caído
desde la ventana del segundo piso hasta la dura arcilla del patio y había quedado allí,
tiesa y concreta, de bruces al barro húmedo. Pero después supimos que lo único que
conservaba intacto era el miedo a las distancias, el natural espanto frente al vacío. La
levantamos por los hombros. No estaba dura como nos pareció al principio. Al
contrario, tenía los órganos sueltos, desasidos de la voluntad, como un muerto tibio que
no hubiera empezado a endurecerse.

Tenía los ojos abiertos, sucia la boca de esa tierra que debía saberle ya a sedimento
sepulcral, cuando la pusimos de cara al sol y fue como si la hubiéramos puesto frente a
un espejo nos miró a todos con una apagada expresión sin sexo, que nos dio —
teniéndola ya entre mis brazos— la medida de su ausencia. Alguien nos dijo que estaba
muerta; y se quedó después sonriendo con esa sonrisa fría y quieta que tenía durante
las noches cuando transitaba despierta por la casa. Dijo que no sabía cómo llegó hasta
el patio. Dijo que había sentido mucho calor, que estuvo oyendo un grillo penetrante,
agudo, que parecía (así lo dijo) dispuesto a tumbar la pared de su cuarto, y que ella se
había puesto a recordar las oraciones del domingo, con la mejilla apretada al piso de
cemento.

Sabíamos sin embargo, que no podía recordar ninguna oración, como supimos
después que había perdido la noción del tiempo cuando dijo que se había dormido
sosteniendo por dentro la pared que el grillo estaba empujando desde afuera, y que
estaba completamente dormida cuando alguien cogiéndola por los hombros, apartó la
pared y la puso a ella de cara al sol.
Aquella noche sabíamos, sentados en el patio, que no volvería a sonreír. Quizá nos
dolió anticipadamente su seriedad inexpresiva, su oscuro y voluntarioso vivir
arrinconado. Nos dolía hondamente, como nos dolía el día que la vimos sentarse en el
rincón adonde ahora estaba; y le oímos decir que no volvería a deambular por la casa.
Al principio no pudimos creerle. La habíamos visto durante meses enteros transitando
por los cuartos a cualquier hora, con la cabeza dura y los hombros caídos sin detenerse,
sin fatigarse nunca. De noche oíamos su rumor corporal, denso, moviéndose entre dos
oscuridades, y quizás nos quedamos muchas veces, despiertos en la cama, oyendo su
sigiloso andar, siguiéndola con el oído por toda la casa. Una vez nos dijo que había visto
el grillo dentro de la luna del espejo, hundido, sumergido en la sólida transparencia y
que había atravesado la superficie de cristal para alcanzarlo. No supimos, en realidad,
lo que quería decirnos, pero todos pudimos comprobar que tenía la ropa mojada, pegada
al cuerpo, como si acabara de salir de un estanque. Sin pretender explicarnos el
fenómeno resolvimos acabar con los insectos de la casa; destruir los objetos que la
obsesionaban. Hicimos limpiar las paredes, ordenamos cortar los arbustos del patio, y
fue como si hubiéramos limpiando de pequeñas basuras el silencio de la noche. Pero ya
no la oíamos caminar, ni la oíamos hablar de grillos, hasta el día en que, después de la
última comida, se quedó mirándonos, se sentó en el suelo de cemento todavía sin dejar
de mirarnos, y nos dijo: “Me quedaré aquí, sentada”; y nos estremecimos, porque
pudimos ver que había empezado a parecerse a algo que era ya casi completamente
como la muerte.

De eso hacía ya mucho tiempo y hasta nos habíamos acostumbrado a verla allí,
sentada con la trenza siempre a medio tejer, como si se hubiera disuelto en su soledad
y hubiera perdido, aunque se le estuviera viendo, la facultad natural de estar presente.
Por eso ahora sabíamos que no volvería a sonreír; porque lo había dicho en la misma
forma convencida y seguro en que una vez nos dijo que no volvería a caminar. Era como
si tuviéramos la certidumbre de que más tarde nos diría: “No volveré a ver” o quizá: “No
volveré a oír” y supiéramos que era lo suficientemente humana para ir eliminando a
voluntad sus funciones vitales, y que, espontáneamente, se iría acabando sentido a
sentido, hasta el día en que la encontráramos recostada a la pared, como si se hubiera
dormido por primera vez en su vida. Quizás faltaba mucho tiempo para eso, pero los
tres, sentados en el patio, habríamos deseado aquella noche sentir su llanto afilado y
repentino, de cristal roto, al menos para hacernos la ilusión de que habría nacido un
(una) niña dentro de la casa. Para creer que había nacido nueva.

FIN
Un lugar limpio y bien iluminado
[Cuento - Texto completo.]

Ernest Hemingway
Era tarde y todos habían salido del café con excepción de un anciano que estaba sentado a la sombra
que hacían las hojas del árbol, iluminado por la luz eléctrica. De día la calle estaba polvorienta, pero
por la noche el rocío asentaba el polvo y al viejo le gustaba sentarse allí, tarde, porque aunque era
sordo y por la noche reinaba la quietud, él notaba la diferencia. Los dos camareros del café notaban
que el anciano estaba un poco ebrio; aunque era un buen cliente sabían que si tomaba demasiado se
iría sin pagar, de modo que lo vigilaban.

-La semana pasada trató de suicidarse -dijo uno de ellos.


-¿Por qué?
-Estaba desesperado.
-¿Por qué?
-Por nada.
-¿Cómo sabes que era por nada?
-Porque tiene muchísimo dinero.
Estaban sentados uno al lado del otro en una mesa próxima a la pared, cerca de la puerta del café, y
miraban hacia la terraza donde las mesas estaban vacías, excepto la del viejo sentado a la sombra de
las hojas, que el viento movía ligeramente. Una muchacha y un soldado pasaron por la calle. La luz
del farol brilló sobre el número de cobre que llevaba el hombre en el cuello de la chaqueta. La
muchacha iba descubierta y caminaba apresuradamente a su lado.
-Los guardias civiles lo recogerán -dijo uno de los camareros.
-¿Y qué importa si consigue lo que busca?
-Sería mejor que se fuera ahora. Los guardias han pasado hace cinco minutos y volverán.
El viejo sentado a la sombra golpeó su platillo con el vaso. El camarero joven se le acercó.
-¿Qué desea?
El viejo lo miró.
-Otro coñac -dijo.
-Se emborrachará usted -dijo el camarero. El viejo lo miró. El camarero se fue.
-Se quedará toda la noche -dijo a su colega-. Tengo sueño y nunca puedo irme a la cama antes de las
tres de la mañana. Debería haberse suicidado la semana pasada.
El camarero tomó la botella de coñac y otro platillo del mostrador que se hallaba en la parte interior
del café y se encaminó a la mesa del viejo. Puso el platillo sobre la mesa y llenó la copa de coñac.
-Debía haberse suicidado usted la semana pasada -dijo al viejo sordo. El anciano hizo un movimiento
con el dedo.
-Un poco más -murmuró.
El camarero terminó de llenar la copa hasta que el coñac desbordó y se deslizó por el pie de la copa
hasta llegar al primer platillo.
-Gracias -dijo el viejo.
El camarero volvió con la botella al interior del café y se sentó nuevamente a la mesa con su colega.
-Ya está borracho -dijo.
-Se emborracha todas las noches.
-¿Por qué quería suicidarse?
-¿Cómo puedo saberlo?
-¿Cómo lo hizo?
-Se colgó de una cuerda.
-¿Quién lo bajó?
-Su sobrina.
-¿Por qué lo hizo?
-Por temor de que se condenara su alma.
-¿Cuánto dinero tiene?
-Muchísimo.
-Debe tener ochenta años.
-Sí, yo también diría que tiene ochenta.
-Me gustaría que se fuera a su casa. Nunca puedo acostarme antes de las tres. ¿Qué hora es esa para
irse a la cama?
-Se queda porque le gusta.
-Él está solo. Yo no. Tengo una mujer que me espera en la cama.
-Él también tuvo una mujer.
-Ahora una mujer no le serviría de nada.
-No puedes asegurarlo. Podría estar mejor si tuviera una mujer.
-Su sobrina lo cuida.
-Lo sé. Dijiste que le había cortado la soga.
-No me gustaría ser tan viejo. Un viejo es una cosa asquerosa.
-No siempre. Este hombre es limpio. Bebe sin derramarse el líquido encima. Aun ahora que está
borracho, míralo.
-No quiero mirarlo. Quisiera que se fuera a su casa. No tiene ninguna consideración con los que
trabajan.
El viejo miró desde su copa hacia la calle y luego a los camareros.
-Otro coñac -dijo, señalando su copa. Se le acercó el camarero que tenía prisa por irse.
-¡Terminó! -dijo, hablando con esa omisión de la sintaxis que la gente estúpida emplea al hablar con
los beodos o los extranjeros-. No más esta noche. Cerramos.
-Otro -dijo el viejo.
-¡No! ¡Terminó! -limpió el borde de la mesa con su servilleta y movió la cabeza de lado a lado.
El viejo se puso de pie, contó lentamente los platillos, sacó del bolsillo un monedero de cuero y pagó
las bebidas, dejando media peseta de propina.
El camarero lo miraba mientras salía a la calle. El viejo caminaba un poco tambaleante, aunque con
dignidad.
-¿Por qué no lo dejaste que se quedara a beber? -preguntó el camarero que no tenía prisa. Estaban
bajando las puertas metálicas-. Todavía no son las dos y media.
-Quiero irme a casa.
-¿Qué significa una hora?
-Mucho más para mí que para él.
-Una hora no tiene importancia.
-Hablas como un viejo. Bien puede comprar una botella y bebérsela en su casa.
-No es lo mismo.
-No; no lo es -admitió el camarero que tenía esposa-. No quería ser injusto. Sólo tenía prisa.
-¿Y tú? ¿No tienes miedo de llegar a tu casa antes de la hora de costumbre?
-¿Estás tratando de insultarme?
-No, hombre, sólo quería hacerte una broma.
-No -el camarero que tenía prisa se irguió después de haber asegurado la puerta metálica-. Tengo
confianza. Soy todo confianza.
-Tienes juventud, confianza y un trabajo -dijo el camarero de más edad-. Lo tienes todo.
-¿Y a ti, qué te falta?
-Todo; menos el trabajo.
-Tienes todo lo que tengo yo.
-No. Nunca he tenido confianza y ya no soy joven.
-Vamos. Deja de decir tonterías y cierra.
-Soy de aquellos a quienes les gusta quedarse hasta tarde en el café -dijo el camarero de más edad-,
con todos aquellos que no desean irse a la cama; con todos los que necesitan luz por la noche.
-Yo quiero irme a casa y a la cama.
-Somos muy diferentes -dijo el camarero de más edad. Se estaba vistiendo para irse a su casa-. No es
sólo una cuestión de juventud y confianza, aunque esas cosas son muy hermosas. Todas las noches me
resisto a cerrar porque puede haber alguien que necesite el café.
-¡Hombre! Hay bodegas abiertas toda la noche.
-No entiendes. Este es un café limpio y agradable. Está bien iluminado. La luz es muy buena y también,
ahora, las hojas hacen sombra.
-Buenas noches -dijo el camarero más joven.
-Buenas noches -dijo el otro. Continuó la conversación consigo mismo mientras apagaba las luces. Es
la luz, por supuesto, pero es necesario que el lugar esté limpio y sea agradable. No quieres música.
Definitivamente no quieres música. Tampoco puedes estar frente a una barra con dignidad aunque eso
sea todo lo que proveemos a estas horas. ¿Qué temía? No era temor, no era miedo. Era una nada que
conocía demasiado bien. Era una completa nada y un hombre también era nada. Era sólo eso y todo lo
que se necesitaba era luz y una cierta limpieza y orden. Algunos vivieron en eso y nunca lo sintieron
pero él sabía que todo eso era nada y pues nada y nada y pues nada. Nada nuestra que estás
en nada, nada sea tu nombre nada tu reino nada tu voluntad así en nada como en nada. Danos
este nada nuestro pan de cada nada y nada nuestros nada como también nosotros nada a
nuestros nada y no nos nada en la nada ms líbranos de nada; pues nada. Ave nada llena de nada, nada
está contigo. Sonrió y estaba frente a una barra con una cafetera a presión brillante.
-¿Qué le sirvo?- preguntó el cantinero.
–Nada.
–Otro loco más -dijo el cantinero y le dio la espalda.
-Una copita -dijo el camarero.
El cantinero se la sirvió.
-La luz es bien brillante y agradable pero la barra está opaca -dijo el camarero.
El cantinero lo miró fijamente pero no respondió. Era demasiado tarde para comenzar una
conversación.
-¿Quiere otra copita? -preguntó el cantinero.
-No, gracias -dijo el camarero, y salió. Le disgustaban los bares y las bodegas. Un café limpio, bien
iluminado, era algo muy distinto. Ahora, sin pensar más, volvería a su cuarto. Yacería en la cama y,
finalmente, con la luz del día, se dormiría. Después de todo, se dijo, probablemente sólo sea insomnio.
Muchos deben sufrir de lo mismo.
FIN

NOTA: Las palabras en bastardillas están en español en el texto original.


Chacales y árabes
[Cuento - Texto completo.]

Franz Kafka

Acampábamos en el oasis. Los viajeros dormían. Un árabe, alto y blanco, pasó adelante; ya
había alimentado a los camellos y se dirigía a acostarse.
Me tiré de espaldas sobre la hierba; quería dormir; no pude conciliar el sueño; el aullido de un
chacal a lo lejos me lo impedía; entonces me senté. Y lo que había estado tan lejos, de pronto
estuvo cerca. El gruñido de los chacales me rodeó; ojos dorados descoloridos que se encendían
y se apagaban; cuerpos esbeltos que se movían ágilmente y en cadencia como bajo un látigo.
Un chacal se me acercó por detrás, pasó bajo mi brazo y se apretó contra mí como si buscara
mi calor, luego me encaró y dijo, sus ojos casi en los míos:
-Soy el chacal más viejo de toda la región. Me siento feliz de poder saludarte aquí todavía. Ya
casi había abandonado la esperanza, porque te esperábamos desde la eternidad; mi madre te
esperaba, y su madre, y todas las madres hasta llegar a la madre de todos los chacales. ¡Créelo!
-Me asombra -dije olvidando alimentar el fuego cuyo humo debía mantener lejos a los
chacales-, me asombra mucho lo que dices. Sólo por casualidad vengo del lejano Norte en un
viaje muy corto. ¿Qué quieren de mí, chacales?
Y como envalentonados por este discurso quizá demasiado amistoso, los chacales estrecharon
el círculo a mi alrededor; todos respiraban con golpes cortos y bufaban.
-Sabemos -empezó el más viejo- que vienes del Norte; en esto precisamente fundamos nuestra
esperanza. Allá se encuentra la inteligencia que aquí entre los árabes falta. De este frío orgullo,
sabes, no brota ninguna chispa de inteligencia. Matan a los animales, para devorarlos, y
desprecian la carroña.
-No hables tan fuerte -le dije-, los árabes están durmiendo cerca de aquí.
-Eres en verdad un extranjero -dijo el chacal-, de lo contrario sabrías que jamás, en toda la
historia del mundo, ningún chacal ha temido a un árabe. ¿Por qué deberíamos tenerles miedo?
¿Acaso no es un desgracia suficiente el vivir repudiados en medio de semejante pueblo?
-Es posible -contesté-, puede ser, pero no me permito juzgar cosas que conozco tan poco; debe
tratarse de una querella muy antigua, de algo que se lleva en la sangre, entonces concluirá quizá
solamente con sangre.
-Eres muy listo -dijo el viejo chacal; y todos empezaron a respirar aún más rápido, jadeantes
los pulmones a pesar de estar quietos; un olor amargo que a veces sólo apretando los dientes
podía tolerarse salía de sus fauces abiertas-, eres muy listo; lo que dices se corresponde con
nuestra antigua doctrina. Tomaremos entonces la sangre de ellos, y la querella habrá terminado.
-¡Oh! -exclamé más brutalmente de lo que hubiera querido- se defenderán, los abatirán en masa
con sus escopetas.
-Has entendido mal -dijo-, según la manera de los hombres que ni siquiera en el lejano Norte
se pierde. Nosotros no los mataremos. El Nilo no tendría bastante agua para purificarnos. A la
simple vista de sus cuerpos con vida escapamos hacia aires más puros, al desierto, que por esta
razón se ha vuelto nuestra patria.
Y todos los chacales en torno, a los cuales entre tanto se habían agregado muchos otros venidos
de más lejos, hundieron la cabeza entre las extremidades anteriores y se la frotaron con las
patas; habríase dicho que querían ocultar una repugnancia tan terrible que yo, de buena gana,
con un gran salto hubiese huido del cerco.
-¿Qué piensan hacer entonces? -les pregunté al tiempo que quería incorporarme, pero no pude;
dos jóvenes bestias habían mordido la espalda de mi chaqueta y de mi camisa; debí permanecer
sentado.
-Llevan la cola de tus ropas -dijo el viejo chacal aclarando en tono serio-, como prueba de
respeto.
-¡Que me suelten! -grité, dirigiéndome ya al viejo, ya a los más jóvenes.
-Te soltarán, naturalmente -dijo el viejo-, si tú lo exiges. Pero debes esperar un ratito, porque
siguiendo la costumbre han mordido muy hondo y sólo lentamente pueden abrir las
mandíbulas. Mientras tanto escucha nuestro ruego.
-No diré que el comportamiento de ustedes me ha predispuesto a ello -contesté.
-No nos hagas pagar nuestra torpeza -dijo, empleando en su ayuda por primera vez el tono
lastimero de su voz natural-, somos pobres animales, sólo poseemos nuestra dentadura; para
todo lo que queramos hacer, bueno o malo, contamos únicamente con los dientes.
-¿Qué quieres entonces? -pregunté algo aplacado.
-Señor -gritó, y todos los chacales aullaron; a lo lejos me pareció como una melodía-. Señor,
tú debes poner fin a la querella que divide el mundo. Tal cual eres, nuestros antepasados te han
descrito como el que lo logrará. Es necesario que obtengamos la paz con los árabes; un aire
respirable; el horizonte completo limpio de ellos; nunca más el lamento de los carneros que el
árabe degüella; todos los animales deben reventar en paz; es preciso que nosotros los vaciemos
de su sangre y que limpiemos hasta sus huesos. Limpieza, solamente limpieza queremos -y
ahora todos lloraban y sollozaban-, ¿cómo únicamente tú en el mundo puedes soportarlos, tú,
de noble corazón y dulces entrañas? Inmundicia es su blancura; inmundicia es su negrura; y
horrorosas son sus barbas; ganas da de escupir viendo las comisuras de sus ojos; y cuando
alzan los brazos en sus sobacos se abre el infierno. Por eso, oh señor, por eso, oh querido señor,
con la ayuda de tus manos todopoderosas, con la ayuda de tus todopoderosas manos, ¡córtales
el pescuezo con esta tijera! -Y, a una sacudida de su cabeza, apareció un chacal que traía en
uno de sus colmillos una pequeña tijera de sastre cubierta de viejas manchas de herrumbre.
-¡Ah, finalmente apareció la tijera, y ahora basta! -gritó el jefe árabe de nuestra caravana, que
se nos había acercado contra el viento y que ahora agitaba su gigantesco látigo. Todos
escaparon rápidamente, pero a cierta distancia se detuvieron, estrechamente acurrucados unos
contra otros, tan estrecha y rígidamente los numerosos animales, que se los veía como un
apretado redil rodeado de fuegos fatuos.
-Así que tú también, señor, has visto y oído este espectáculo -dijo el árabe riendo tan
alegremente como la reserva de su tribu lo permitía.
-¿Sabes entonces qué quieren los animales? -pregunté.
-Naturalmente, señor -dijo-, todos lo saben; desde que existen los árabes esta tijera vaga por el
desierto, y viajará con nosotros hasta el fin de los tiempos. A todo europeo que pasa le es
ofrecida la tijera para la gran obra; cada europeo es precisamente el que les parece el
predestinado. Estos animales tienen una esperanza insensata; están locos, locos de verdad. Por
esta razón los queremos; son nuestros perros; más lindos que los de ustedes. Mira, reventó un
camello esta noche, he dispuesto que lo traigan aquí.
Cuatro portadores llegaron y arrojaron el pesado cadáver delante de nosotros. Apenas tendido
en el suelo, ya los chacales alzaron sus voces. Como irresistiblemente atraído por hilos, cada
uno se acercó, arrastrando el vientre en la tierra, inseguro. Se habían olvidado de los árabes,
habían olvidado el odio; la obliteradora presencia del cadáver reciamente exudante los
hechizaba. Ya uno de ellos se colgaba del cuello y con el primer mordisco encontraba la arteria.
Como una pequeña bomba rabiosa que quiere apagar a cualquier precio y al mismo tiempo sin
éxito un prepotente incendio, cada músculo de su cuerpo zamarreaba y palpitaba en su puesto.
Y ya todos se apilaban en igual trabajo, formando como una montaña encima del cadáver.
En aquel momento el jefe restalló el severo látigo a diestra y siniestra. Los chacales alzaron la
cabeza, a medias entre la borrachera y el desfallecimiento, vieron a los árabes ante ellos,
sintieron el látigo en el hocico, dieron un salto atrás y corrieron un trecho a reculones. Pero la
sangre del camello formaba ya un charco, humeaba a lo alto, en muchos lugares el cuerpo
estaba desgarrado. No pudieron resistir; otra vez estuvieron allí; otra vez el jefe alzó el látigo;
yo retuve su brazo.
-Tienes razón, señor -dijo-, dejémoslos en su oficio; por otra parte es tiempo de partir. Ya los
has visto. Prodigiosos animales, ¿no es cierto? ¡Y cómo nos odian!
FIN

El Dandi de Traje
Que encantador el caballero del traje negro
Instructor de placeres, malabarista de pecados.
Cuan alegre su sonrisa,
Que a todos contagia.
Cuan adictiva su parla,
Que a todos corrompe.

(Poema en prosa)
El hacedor
Borges

Somos el río que invocaste, Heráclito.


Somos el tiempo. Su intangible curso
acarrea leones y montañas,
llorado amor, ceniza del deleite,
insidiosa esperanza interminable,
vastos nombres de imperios que son polvo,
hexámetros del griego y del romano,
lóbrego un mar bajo el poder del alba,
el sueño, ese pregusto de la muerte,
las armas y el guerrero, monumentos,
las dos caras de Jano que se ignoran,
los laberintos de marfil que urden
las piezas de ajedrez en el tablero,
la roja mano de Macbeth que puede
ensangrentar los mares, la secreta
labor de los relojes en la sombra,
un incesante espejo que se mira
en otro espejo y nadie para verlos,
láminas en acero, letra gótica,
una barra de azufre en un armario,
pesadas campanadas del insomnio,
auroras, ponientes y crepúsculos,
ecos, resaca, arena, liquen, sueños.
Otra cosa no soy que esas imágenes
que baraja el azar y nombra el tedio.
Con ellas, aunque ciego y quebrantado,
he de labrar el verso incorruptible
y (es mi deber) salvarme.

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