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VERDAD Y VALOR: A propósito de “Charlatanería y superficialidad”

José Andrés Forero Mora

En su sugerente texto “Charlatanería y superficialidad” el profesor Ignacio Ávila realiza


una caracterización del fenómeno de la superficialidad de pensamiento, para lo cual se
apoya en las observaciones que Harry Frankfurt y Bernard Williams realizan en torno a la
charlatanería y las virtudes de la verdad respectivamente, así como en las que Hannah
Arendt hace sobre la experiencia misma del pensar. Si entiendo bien el texto de Ávila, debo
decir que en general me encuentro de acuerdo con la caracterización que realiza de los
fenómenos de charlatanería y superficialidad, así como con el diagnóstico que realiza
respecto de los fallos en las “virtudes de la verdad” (Sinceridad y Precisión) en que
incurriría cada uno de ellos. En este sentido, este comentario no expone un análisis
alternativo estos dos fenómenos, sino que presenta algunos cuestionamientos generales que
me han surgido luego de la lectura del texto. He decidido dividirlos en dos grupos: en el
primero se encuentran aquellos que están dirigidos a algunas de las nociones u
observaciones que Ávila expone en su escrito y en el segundo están los que se dirigen a
cuestiones que, si bien no se tratan directamente en el texto, a mi modo de ver, merecen
algo de atención.

El primer aspecto que quiero señalar se enmarca dentro de la aclaración que hace Ávila de
la expresiones “incapacidad para pensar” y “superficialidad de pensamiento”. Según Ávila
esta última expresión puede interpretarse como una cierta actitud epistémica que cada uno
de nosotros puede adoptar o tratar de evitar acerca de sus propias ideas y creencias (Ávila
p. 3), que radica en cierta laxitud con respecto a lo que podríamos denominar nuestros
filtros epistémicos. Esto permite distinguir superficialidad de pensamiento y estupidez, por
un lado y las bajas capacidades cognitivas de cierto tipo, por otro. Si bien es claro que la
superficialidad de pensamiento es interpretada como un tipo de actitud epistémica, me
parece un poco más opaca la relación entre la incapacidad para pensar y la actitud
epistémica. Hay por lo menos dos opciones: 1) se podría pensar que hay una identificación
entre ellas, es decir, que la incapacidad para pensar es ella misma la actitud superficial o 2)

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podría decirse que la incapacidad para pensar es una condición producto de la actitud
superficial. En últimas, mi pregunta es si la incapacidad para pensar y la superficialidad de
pensamiento son dos expresiones para referirnos a un mismo fenómeno psicológico o, si
son dos fenómenos distintos, uno producto del otro.

No estoy seguro de decantarme por la primera opción, pues “incapacidad” y “actitud”


parecen referirse a dos fenómenos distintos. Mientras una incapacidad es entendida como
una falta de habilidad para llevar a cabo algo, una actitud es entendida, más bien, como una
disposición a actuar (o no) de determinada manera. Así mismo, por lo menos de manera
intuitiva, la responsabilidad que se le atribuye a un agente por tener una determinada
incapacidad parece ser menor a la que se le atribuye a alguien por tener una cierta actitud.
La segunda opción parece, a mi modo de ver, un poco más próspera, aunque por supuesto,
suscita varias cuestiones. Ciertamente, tener una determinada actitud de relajamiento frente
a nuestros filtros epistémicos (nuestros estándares para adquirir y evaluar creencias),
podría, si esto ocurre muy a menudo, convertirnos en seres incapaces para pensar. Si esto es
así, habría que aclarar de qué tipo es la relación entre estos dos fenómenos y cuál es el
grado de responsabilidad del agente en cada uno de ellos. Lo que hay de fondo aquí es si se
puede censurar o reprochar a una persona por estar en una condición de incapacidad para
pensar.

Por otro lado, quisiera llamar la atención sobre una posible relación entre la charlatanería y
la superficialidad que, si bien parece ser sugerida por algunas observaciones que realiza
Ávila, no está explícitamente abordada en su texto. Él distingue de manera clara y precisa
los fenómenos de charlatanería y superficialidad. Ambos fenómenos, al tener una cierta
despreocupación por la verdad, fallan en cuanto a las virtudes de sinceridad y precisión,
aunque lo hacen de manera distinta. Esta diferencia en los fallos ocurre, entre otras cosas,
porque en la charlatanería hay un elemento esencial de comunicación y de manipulación
que no existe en el caso de la superficialidad.

Como bien lo afirma Ávila, “el charlatán necesita una audiencia para ejercer su arte. La
superficialidad, en cambio, no es de suyo un fenómeno que requiera de una situación
conversacional […] Mientras que la primera [la charlatanería] es un fenómeno que
necesariamente involucra una relación intersubjetiva, la segunda es primariamente un

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fenómeno de la vida de conciencia en primera persona” (Ávila, p. 8). En este sentido, es
claro que una persona puede ser superficial y, no por ello clasificaría como charlatana. Sin
embargo, la relación inversa me parece un poco más opaca. Si se acepta —como creo que
debe hacerse— el diagnóstico de Ávila con respecto a los fallos de estos dos fenómenos,
habría que reconocer que el charlatán tiene una cierta actitud superficial sobre algunas
creencias, por lo menos sobre aquellas que están en juego a la hora de la manipulación. Si
el fallo del charlatán con respecto a la Precisión “se expresa justamente en que se detendrá
allí donde los datos lo favorezcan” (Ávila, p. 9), entonces podemos decir que hay un cierto
relajamiento de su control epistémico sobre sus creencias, es decir, se reconoce en él una
actitud superficial. Esto ocurre, aunque en menor grado, en lo que Ávila llama formas
sofisticadas de charlatanería y, aún más, en aquellos casos —muy frecuentes— en los que
el charlatán ni siquiera se preocupa por buscar acuciosamente datos verídicos que respalden
lo que dice.

Ahora bien, para terminar esta primera sección, quisiera discutir un aspecto que muestra el
texto sobre aquel que es consciente de su superficialidad. De acuerdo con Ávila, el
superficial no puede ser consciente de su actitud sin verse por ello obligado a replantearla
(Ávila, p. 9). A este respecto, es sensato suponer que alguien cambie de inmediato sus
creencias cuando se percata de que no han sido forjadas en línea con un genuino interés por
la verdad. No veo del todo ininteligible, sin embargo, que uno pueda ser indiferente a este
hallazgo y continúe con una actitud superficial.

Quizá la caracterización que hace Ávila en términos de estados mentales de segundo orden
sirva para plantear más claramente lo que quiero decir1. “Una bien conocida y muy
importante característica de nuestra vida mental es que continuamente tenemos estados
mentales de segundo orden sobre nuestros estados mentales de primer orden […] Puedo
tener muchas actitudes de segundo orden frente a mis estados mentales de primer orden. Y
muchas de esas actitudes […] habrán de ser actitudes epistémicas” (Ávila p. 10), esto es,
actitudes con respecto a mis creencias sobre un asunto en particular. Así como somos
conscientes de que continuamente tenemos estados mentales de segundo orden, también

1
El argumento que intento presentar aquí es muy similar al que presenta Frankfurt en La libertad de la
voluntad y el concepto de persona (pp. 39-40)

3
somos conscientes de que muchas veces estos entran en conflicto y se hace necesario un
estado mental de un orden superior. Si reconocemos esto, debemos reconocer también que
teóricamente no existe un límite para la extensión de la serie de estados mentales de
órdenes superiores. Una manera de cortar con esta cadena, en términos prácticos, es afirmar
que no basta con que un agente tenga estados mentales de segundo orden, sino que es
necesario que se identifique con alguno de ellos. Así, por ejemplo, el adicto al cigarrillo
tiene el deseo de segundo orden de no querer tener el deseo de fumar por su lucha contra el
tabaco, pero, generalmente, en conflicto con él, también tiene el deseo de segundo orden de
querer tener el deseo de fumar ya sea porque le da tranquilidad o por otra razón. Para no
acudir a un orden superior que medie el conflicto entre estos deseos, el adicto puede
identificarse decididamente con alguno de ellos. En este sentido, para que el adicto deje el
cigarrillo no es suficiente con que tenga el deseo de no querer tener el deseo de fumar, sino
que debe identificarse decididamente con él. Sostengo que puede ocurrir algo similar en el
caso de la superficialidad, es decir, que no basta con tener el deseo de no querer asumir una
actitud superficial, sino que es necesario identificarse con él, pues es probable que alguien
se percate de su superficialidad y siga en ella.

II

La discusión sobre este último punto conduce a lo que algunos autores han denominado la
norma de la verdad, es decir, al hecho de que es bueno creer la verdad, de que la verdad es
profundamente normativa y, por tanto, siempre es bueno tener creencias verdaderas. Esto
inmediatamente introduce el problema acerca del valor de la verdad. Generalmente este
problema ha sido formulado mediante una especie de disyuntiva ¿es la verdad
intrínsecamente buena (valiosa) o instrumentalmente buena? Examinando nuestras
“atribuciones de valor a la verdad”, se pueden encontrar casos que apoyen cada una de las
dos opciones. No obstante, algunos desarrollos de la filosofía del lenguaje han mostrado
que puede existir una tercera alternativa para enfrentar este problema: la verdad es una
propiedad semántica de nuestros enunciados y, como tal, no cabe atribuirle valor alguno en
sentido estricto. Como ocurre con casi todos los problemas filosóficos, varios pensadores
han intentado defender cada una de estas opciones. Quizá no sea este el espacio —ni yo el
más indicado— para examinar cuidadosamente las posturas de estos filósofos con respecto

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al valor de la verdad. Pero la pregunta que se encuentra de fondo me parece importante en
el marco de la discusión planteada por el profesor Ávila. Ávila, apoyado en Williams,
parece decantarse por la tercera opción. La idea de las virtudes de la verdad, que en algún
sentido ilumina lo que se quiere decir con la expresión “la verdad es valiosa” se refiere a
aquellas cualidades de las personas que se ponen de manifiesto cada vez que quieren saber
la verdad, descubrirla y contársela a otras personas (Ávila, 7). Esta puntualización puede
iluminar una posible respuesta a la pregunta sobre la norma de la verdad, en el sentido en
que no le atribuimos valor (ya sea instrumental o intrínseco) a la verdad como tal, sino que
podemos rastrear “cierto tipo de conductas que denominamos valiosas” en las situaciones
en las que la búsqueda de la verdad está inmersa. Pero, la pregunta que parece estar de
fondo es: ¿por qué precisamente la verdad? ¿Por qué parece que hubiese una suposición de
que queremos saber la verdad, descubrirla y contársela a otras personas?

Una posible respuesta, que de hecho han dado algunos filósofos, es que en este caso la
pregunta por el por qué no cabe, es una pregunta ilegítima: basta con reconocer que hay
una relación interna entre nuestras creencias y la verdad y entre nuestras aserciones y la
verdad. Es decir, el hecho de que “queremos saber la verdad”, “queremos tener creencias
verdaderas” es explicativamente fundamental2. A este respecto, por ahora lo único que
puedo hacer es señalar dos cuestiones que me parecen interesantes, siendo consciente de
que el mero hecho de señalarlas no resuelve el problema:

1) Hay aspectos y situaciones en los que uno siente que puede decidir decir la verdad o no
—algo que estaría relacionado con la virtud de la sinceridad— o que puede decidir buscar
la verdad o no (ya sea porque me parece que es dañina, o porque voy a gastar demasiado
tiempo en algo que al final no vale la pena, o porque buscarla a toda costa traería
consecuencias nefastas) —esto último está relacionado con la virtud de la precisión—. En
estos dos casos, parece que la pregunta por el por qué tiene cabida y sentido, es decir,
podemos preguntarle a las personas ¿por qué decidió decir la verdad? O ¿por qué decidió
buscarla? Lo que quiero subrayar es que en este caso no basta con señalar la relación
interna entre aserción, creencia y verdad.

2
Algunos autores añaden la cláusula “en igualdad de condiciones” para señalar que hay algunas ocasiones
en que no es bueno tener creencias verdaderas.

5
2) Pero, al mismo tiempo, si uno está inclinado a obtener información acerca de algo,
inevitablemente quiere tener una creencia verdadera acerca de ese algo. Y esto es algo que
ocurre incluso cuando lo que está de fondo no es una cuestión vital. En este último caso, la
pregunta por el por qué parece que no tiene cabida, basta con advertir la relación interna
entre los conceptos de creencia y verdad para entender por qué se busca la verdad. En este
tipo de casos, la apelación a “buscar la verdad es explicativamente fundamental (es un
primitivo)” parece ser acertada.

Para terminar, quisiera plantear una pregunta que me ha estado rondando hace algún tiempo
y que, creo, podría verse iluminada (o descartada) en la posterior discusión. ¿Hasta qué
punto es posible hacer una discusión con respecto al valor de la verdad y a la importancia
de la verdad sin comprometerse con una concepción de verdad? El texto de Ávila, en
consonancia con las consideraciones de Frankfurt y Williams, parte de una noción intuitiva
de verdad; sin embargo, como lo muestra la historia de las teorías de la verdad, nuestras
intuiciones acerca de la verdad muchas veces entran en conflicto. La respuesta que demos
al problema de la norma de la verdad, a mi parecer, depende en gran medida de la
concepción de verdad que tengamos.

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