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Capítulo 13
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Para Eisenstadt y Roniger, estas relaciones variar al sufrir cambios el orden institucional,
sobre todo la división del trabajo y la distribución del poder, la modernización económica y
política, las alianzas políticas y la forma de acceso a los recursos.
En las colectividades clientelistas, la obediencia depende del control que tengan los
líderes de recursos y su capacidad de utilizarlos en intercambios directos con sus
seguidores. Los clientes tienen objetivos particularistas y tienden a ser un grupo
socialmente heterogéneo que es difícil unificar en términos de raza o etnia.
Que los recursos necesarios o deseados son controlados por un grupo particular y
otros son excluidos. El tipo de recurso varía, pero son percibidos como importantes.
Implícito está el que los patronos puedan (o den la impresión de poder) ofrecer los
recursos en cuestión.
Que los patronos deben desear o necesitar los servicios que ofrecen los clientes para
tener un incentivo de ofrecer los recursos. Un factor importante es que los patronos
necesiten de los clientes para competir con otros patronos en la acumulación de
recursos.
Que los clientes como grupo deben estar incapacitados (por represión u otros motivos)
para obtener recursos mediante una acción colectiva.
Que la ausencia de una ética de distribución pública basada en criterios universalistas
y no en consideraciones particularistas y personales.
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Caudillismo
Entre los atributos comunes al caudillo antiguo y moderno está su cualidad carismática.
Para Max Weber, carisma es “la insólita cualidad de una persona que muestra un poder
sobrenatural, sobrehumano o al menos desacostumbrado, de modo que aparece como un
ser providencial, ejemplar o fuera de lo común, por cuya razón agrupa a su alrededor
discípulos o partidarios.”
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La dominación carismática, o del que tiene carisma –ya sea héroe militar, revolucionario,
demagogo o dictador– significa la sumisión de los hombres a su jefe. El sustento del
carisma es emocional, puesto que se fundamenta en la confianza, en la fe, y en la
ausencia de control y crítica. Pero el carisma no basta: nadie puede ser un líder solitario,
puesto que su carácter, las esperanzas de sus contemporáneos, las circunstancias
históricas, y el éxito o el fracaso de su movimiento respecto a sus metas son de igual
importancia en los resultados que obtenga. El carismático, por su parte, cree, dice creer, y
hace creer que está llamado a realizar una misión de orden superior y su presencia es
indispensable. Fuera de él, está el caos.
Los caudillos no han sido necesariamente ideológicos con grandes proyectos de cambio
social; su temeridad guerrera, sus habilidades organizativas, sus limitados escrúpulos, su
capacidad para tomar decisiones drásticas, los convierten en los hombres del momento.
Lograron organizar y ponerse a la cabeza de cuerpos militares triunfantes, y en su
momento gozaron de una apreciable legitimidad, antes de que su sino político se
eclipsara. Un instinto de autodefensa social les hizo aceptables por cientos o miles de
seguidores. Y finalmente, el acceso al poder los convirtió en dictadores, marcando la parte
final del ciclo.
Los caudillos antiguos tenían escasa o nula noción del significado de la legitimidad; de
manera contraria a los del siglo XX, ya que muchos de estos acceden al poder por medios
democráticos e hacen uso de las políticas de masas y de recursos estatales a favor de
desposeídos a fin de atraer, mantener y refrendar su apoyo, en lo que se ha llamado
“populismo”. Una de las dimensiones más críticas de cualquier cultura política involucra la
noción de legitimidad política, esto es, la serie de creencias que conducen a la gente a
considerar la distribución del poder político como justa y apropiada para su propia
sociedad. La legitimidad política se funda sobre tres elementos: la tradición, la legalidad
racional y el carisma. Los hombres obedecen (cuando es voluntariamente) a una mezcla
desigual de hábito, interés y devoción personal. En otras palabras, la legitimidad provee la
racionalidad para la sumisión voluntaria a la autoridad política. El caudillo tiene mucho de
dictador, pero no todo dictador es un caudillo. De aquí que el concepto de legitimidad es
crucial para esta distinción. Y el caudillismo florece en un medio político-cultural
específico, en circunstancias también particulares de falta de control.
Los caudillos vienen generalmente del cuerpo militar y descansan principalmente en los
militares para su apoyo y sostenimiento. Y a su vez, su permanencia en el poder depende
en buena medida del control que ejercen sobre la institución armada, en tanto la relación
de fuerzas a su interior le sea favorable. De no ser así, su principal aliado se convierte en
su peor enemigo, y de aquí sigue su expulsión a través de presiones o golpes de Estado.
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Los caudillos han evitado generalmente lo que los estadounidenses llamarían normas
democráticas de gobierno; en su lugar, ellos tienden a erigir sistemas estatales orgánicos.
Esta situación se da inicialmente con la intervención de los caudillos en las relaciones
entre el capital y el trabajo. Por la importancia del sector obrero en las sociedades
modernas, la necesidad de controlar a sus movimientos autónomos y aprovechar la
energía en su favor, en varios países latinoamericanos se ha experimentado el
corporativismo de manera más o menos seria y duradera. Las relaciones laborales, en
general, y la organización sindical, en particular, pasaron en forma creciente a ser
reglamentadas por el Estado, que se convierte en plenamente orgánico al agregarse otros
sectores de la vida económica y política.
Los caudillos tienden a ver poca diferencia entre el dominio público y el privado; ellos
operan dentro de una concepción patrimonialista y con frecuencia usan su puesto y el
aparato del Gobierno para su ganancia personal. Esta situación propicia que algunos
caudillos hayan llegado amasar fortunas considerables, como en el caso de Eva Perón,
de quien se sabe que llegó a acumular un cuantioso patrimonio, bien resguardado en sus
cuentas en Suiza.
Aunque los caudillos pueden gobernar de una manera autoritaria, que es con frecuencia
un reflejo de las propias normas y expectativas generales de su propia sociedad, ellos
pueden ser no completamente totalitarios. Hay límites más allá de los cuales el líder no
iría. Gobernar de una manera tiránica viola el contrato social informal pero plenamente
comprendido o “reglas del juego” que gobiernan las relaciones del caudillo con la
sociedad política.
A esta lista habría que agregar que el caudillo tiene la necesidad funcional de atacar a los
“enemigos del pueblo”, tanto internos como externos. Moviliza a grupos sociales bajo la
bandera de la defensa nacional de los ataques del adversario y, pudiendo ser reales,
tienden a llevarse al punto de enemigos mortales y chivos expiatorios de los fracasos,
originándose estados de exaltación y paranoia colectiva. En América Latina, el enemigo
por definición es Estados Unidos, y fue la Argentina peronista la primera en convertir
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Militarismo
En América Latina, el tema del militarismo viene siendo estudiado sistemáticamente por
las ciencias sociales desde la década del sesenta del pasado siglo, cuando las complejas
manifestaciones del fenómeno comienzan a demandar análisis que vayan más allá de las
valoraciones críticas sobre la presencia de los militares en el poder. Así, junto a otros
términos relacionados (autoritarismo, intervencionismo militar), se acuña el de militarismo
y se desata un interés creciente por el estudio de sus particularidades en el
subcontinente. El uso de la expresión es, sin embargo, muy anterior.
Por vez primera fue utilizada, en la Francia del Segundo Imperio, por los republicanos y
los socialistas para denunciar el régimen de Napoleón III. Posteriormente, la expresión se
extendió rápidamente a Inglaterra y Alemania para nombrar la predominancia de los
militares sobre los civiles, la creciente penetración de los intereses de carácter militar en
el tejido social y su amplia aceptación, el uso de recursos de la población para fines
militares en prejuicio de la cultura y del bienestar y el consumo de las energías de la
nación en las fuerzas armadas (Bobbio 1998, 963).
Entre las principales explicaciones del militarismo se señalan: el escenario que deriva de
la incapacidad de los sectores sociales para imponer su proyecto consensualmente, la
dependencia externa y la asistencia (especialmente de EEUU durante el período de la
Guerra Fría) que reciben los cuerpos armados del subcontinente y la presunta condición
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de “dispositivo represivo del estado burgués” atribuida por algunos a los ejércitos
nacionales latinoamericanos. En este esquema, América Latina habría vivido dos
períodos característicos de esta crisis: el primero, entre 1930 y 1966, tras la caída de la
dominación oligárquica y los intentos inadecuados de sustituirla dentro de un proceso de
industrialización insuficiente o inacabado; y el segundo, a partir de 1970, bajo la dinámica
que intenta dejar atrás las experiencias populistas y el “desarrollismo”.
Otro análisis considera al cuerpo militar como una institución que monopoliza el ejercicio
legítimo de la violencia, un dispositivo coercitivo del Estado burgués. Así, su principal
papel sería el de “restaurador” del status quo previo al producirse la caída de los sectores
económicos poderosos a manos de las fuerzas reformistas o “populares”.
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crisis que, para los años sesenta y setenta, comienza a cuestionar el status quo
mantenido por ellas.
Por su parte, Rouquié recoge una tipología para el militarismo que atiende criterios como
objetivos institucionales, la cultura política de la nación en cuestión y la naturaleza de los
proyectos desde el punto de vista socio-económico. Para los dos primeros criterios, nos
habla de:
a) Gobiernos militares provisionales: gobiernos transitorios, surgidos tras el derrocamiento
del poder en funciones con el de devolver el gobierno a los civiles según procedimientos
legales.
b) Regímenes constituyentes: al igual que los anteriores, son transitorios y producto del
derrocamiento del gobierno que le precede, pero difieren de aquél en que no fijan límite a
su existencia y manifiestan su intención de modificar las reglas políticas o introducir
cambios sociopolíticos antes de entregar el poder. Esta tendencia ha sido muy
generalizada en el subcontinente desde la “revolución brasileña” de 1964.
c) Militarismo reiterativo: está caracterizado por la alternancia de gobiernos civiles y
militares, tras el proceso de politización de estos últimos y su asunción como
interlocutores obligados de la vida pública.
El populismo
Es un sistema que se ha usado para gobernar un país con una gran parte de su población
en estado de pobreza pero con cierto grado de instrucción política. No es el único y tiene
muchas modalidades. Nos referiremos al caso típico. Sus rasgos más notables son:
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Existe una minoría (entre 10% y 30%) de la población con un nivel de vida aceptable en
alojamiento, alimentación, salud, instrucción, posesión de bienes y proyectos para el
futuro.
Una mayoría (60% o más) tiene un nivel de vida bajo pero, esto es esencial, está en gran
parte alfabetizada o, a través de radio, cine y TV tiene conocimiento de niveles de vida
más altos y en muchos casos cierta experiencia política. Es este nivel de información el
que hace al sistema inestable y favorece la solución populista. Si no lo hay, el miserable
estado de división permanece con los privilegiados dominando a los pobres. La
instrucción pública y los medios de comunicación masivos hacen que los pobres imaginen
que puede cambiar su situación. Como no saben como hacerlo se produce un estado de
resentimiento.
El vacío que resulta de la caída de una dictadura, el fin de una etapa colonial o de la
desilusión política es la oportunidad para el populismo. Requiere casi siempre la aparición
de un líder carismático que convenza al grupo marginal de que él va a mejorar la
situación. Por lo general llega al poder por elecciones o por la lucha anticolonialista y en
unos pocos casos por una revolución armada.
La prédica del populismo es la lucha contra la injusticia que mantiene pobres a la mayoría
de la población, la culpa -se dice- es de los privilegiados que viven bien a costa de la
miseria del pueblo. No se habla de la productividad ni de la estructura de la economía. El
líder, casi siempre de origen humilde, apela a los resentimientos de los pobres y amenaza
a los privilegiados. Siempre se gana a una fracción de estos que por alguna causa están
disconformes con su situación económica, de poder o tienen ideologías contra el sistema
vigente. Se apoya además en sentimientos que han sido bien estudiados por los
psicólogos sociales: la atracción de una figura paternal protectora y salvadora, y la
tendencia humana a afiliarse a uno de dos bandos antagónicos. Apela más a los símbolos
que al discurso racional para convencer. Actos masivos ruidosos, largos discursos
declamatorios, emotivos y amenazantes y desplantes en relaciones internacionales
mantienen la figura del líder ante su pueblo. Apela al patriotismo y a las tradiciones
culturales para unir a los que lo apoyan y acusa a los que se oponen de antipatrióticos.
Las declaraciones y acciones contra enemigos externos e internos, reales o imaginarios
tienes el mismo fin. En muchos casos, sus principios ideológicos pretenden trascender las
fronteras de su país y se trata de impulsarlos en otros países, entrando en conflictos
internacionales. Durante la guerra fría los líderes populistas jugaron con el antagonismo
de EE. UU. y la URSS para obtener ayuda económica y militar de ambos.
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La acción económica del populismo depende mucho de la estructura económica del país.
Un denominador común es el aumento del gasto público por creación de empleos,
subvenciones, transferencias a los más necesitados, propaganda política, gastos
militares, intervención en otros países. Si el país recibe una renta (transferencia unilateral
de dinero extranjero al país por venta de productos agrícolas o minerales o por control de
vías de transporte) el gobierno populista trata de obtener lo máximo posible de esa renta
para los gastos mencionados. Los controles sobre la economía (estatificación de
empresas, controles de precios, subvenciones, control del comercio exterior, controles
cambiarios, altos impuestos) para conseguir dinero y corregir los abusos de los
privilegiados, chocan con los procesos de desarrollar una economía fuerte y competitiva.
La intervención estatal ahuyenta la inversión, paraliza la innovación, destruye la
competencia, debilita la selección por el mercado. Este es un dilema que ningún gobierno
populista ha podido resolver.
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El sistema populista personal puede durar más o menos tiempo (Perón 10 años, Nasser
15, Kaddafi 41, Velasco Alvarado 7, Getulio Vargas 15, Nehru 17, Saddam Hussein 27,
Sukarno 20, Fidel Castro 41, Kim Il Sung 41, en su variedad totalitaria: Mussolini 21, Hitler
12). Algunos (Fidel Castro, Hussein, Kadaffi) persisten todavía y otro (Kim Il Sung) ha
logrado dejar un sucesor. Los sistemas de partido dominante, donde gobernantes mas
profesionales suceden al líder populista, pueden durar mucho (Mexico 61 años, India 30).
El asistencialismo
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Autoritarismo y tecnocracia
El orden republicano y democrático del mundo moderno, con su sistema de ley (Estado de
derecho) y de libertades ciudadanas que garantizan, al menos formalmente, la autonomía
del individuo, no ha podido evitar que perdure hasta nuestros días la herencia atávica más
poderosa de los sistemas jerarquizados tradicionales: el autoritarismo como práctica y
como mentalidad. Aunque modificado por la experiencia histórica liberal de más de dos
siglos, el autoritarismo atraviesa la institucionalidad democrática con la idea (llevada a la
práctica cotidiana) de que el orden y la paz social se logran únicamente mediante la
imposición del poder de unos sobre otros (por el uso de la fuerza cuando es necesario),
tal y como lo dicta el orden natural y tradicional de las cosas.
De acuerdo a la mentalidad autoritaria, cuando se permite que los individuos actúen sobre
sus instintos e intereses particulares, el resultado es el desorden, la inestabilidad, la
anarquía y el caos. Es necesario, por lo tanto, que haya una autoridad, incorporada en el
Estado y los estamentos de poder, que proteja al orden social. En todo sistema político,
incluyendo las democracias formales, esa autoridad se legitima moralmente por una
particular estructura jerárquica, encabezada por sectores que incorporan una fuerza
superior, sea esta de origen social (de clase) o natural (racial). Esta fuerza superior
tradicional puede estar constituida por los representantes de Dios (a pesar de que vivimos
en un mundo secularizado), la tradición, la sangre (raza o clase social), la riqueza, la
moral, las instituciones, el sistema económico, las convenciones, el poder militar, los
gobernantes elegidos o las mayorías electorales. En el caso de los regímenes
revolucionarios autoritarios, la autoridad como ente estabilizador es conformada
usualmente por los nuevos grupos de poder, los cuales se legitiman por el
fundamentalismo de su origen ideológico. En otras palabras, la función principal del
Estado —según el ethos autoritario—, es mantener el orden social (y político) existente en
representación de una autoridad social interna claramente definida; y su obligación es
actuar decididamente para atajar y evitar el brote de toda conducta social disidente que
sea potencialmente desestabilizadora y dañina para ese orden.
El autoritarismo presupone que toda sociedad tiene enemigos internos y externos, por lo
cual el Estado está obligado a mantener una fuerza policíaca y militar capaz de proteger a
los ciudadanos y al orden social. De acuerdo a la mentalidad autoritaria, la cual todavía
nos atraviesa como un eje atávico, el ser humano —debido a su naturaleza destructiva—
tiende a promover el caos social cuando se le permite actuar autónomamente según sus
impulsos naturales, que tienden a ser irracionales. Solo mediante la imposición de
medidas efectivas de control social por parte de una autoridad política debidamente
constituida en representación de una moral superior (accesible a los grupos privilegiados,
pero no al grueso de la población), se puede evitar el efecto nocivo de la conducta
anárquica y autodestructiva de los ciudadanos cuando estos logran, “de forma ilegítima”,
ocupar espacios autónomos de acción política.
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La mentalidad autoritaria también tiende a ser hostil a la pluralidad social, por lo cual
privilegia la promoción e imposición, como medida de lo normal, de un patrón cultural
homogéneo; es decir, de lo que se propone como que verdaderamente representa a la
comunidad nacional histórica y natural. En España, por ejemplo, el régimen autoritario de
la dictadura franquista (1936-1973) se autodenominó como un movimiento nacional
católico cuya misión era restaurar las normas jerárquicas del catolicismo tradicional en las
instituciones sociales y estatales. Las políticas sociales adoptadas por la Segunda
República (1932-1939) en reconocimiento de la diversidad cultural, territorial y sectorial,
junto al proyecto social de superar patrones tradicionales de privilegios y exclusión, fueron
consideradas por el franquismo como causales de desintegración, desorden y
decadencia. Al día de hoy, a pesar de que la democracia constitucional ha sido reinstalada
en España, todavía hay mucho resentimiento entre los sectores tradicionalistas
(autoritarios) ante los reclamos culturales y autonómicos de vascos y catalanes y el
empeño de los sectores tradicionalmente excluidos para que se les reconozca sus
particulares identidades en condiciones de igualdad. Otro ejemplo contemporáneo es la
reacción que se ha dado en Estados Unidos contra la inmigración proveniente de
Latinoamérica (incluyendo la puertorriqueña) por considerar que su cultura es extraña
al mainstream de la sociedad estadounidense, la cual se define como protestante, blanca
y de origen anglosajón. En otras palabras, el pluralismo social y cultural todavía enfrenta,
ante el atavismo autoritario tradicional, un largo tramo de arduo cambio social y político.
Otro caso de un Estado con rasgos autoritarios evidentes es China, la potencia emergente
del siglo XXI. El Estado chino se ha negado en años recientes a asumir sus
responsabilidades en asuntos claves como el calentamiento global y los derechos
humanos. En su reclamo de que al Estado, y no a los ciudadanos, le corresponde
determinar el bien común, China muestra el caso particular de una estructura formalmente
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Tecnocracia
El término significa literalmente «gobierno de los técnicos» y se deriva de los
vocablos griegos τέχνη (tékhnē, «arte, técnica») y κράτος (krátos, «poder, dominio,
gobierno»). Diversos tecnócratas han identificado su postura con el uso del método
científico para resolver los problemas de la política. En vez de basar sus decisiones en
convicciones ideológicas, se favorece la acción orientada a resultados y basada en
datos empíricos. El tecnócrata es (o se asocia con) un científico o ingeniero. El término
tecnocracia fue originalmente utilizado para designar la aplicación del método científico a
la resolución de problemas sociales, en contradicción con los enfoques económicos,
políticos o filosóficos tradicionales.
“Todas las ciencias, no importa de la rama que sean, no son más que una serie de
problemas que solucionar, de cuestiones que examinar, y se diferencian entre ellas sólo
por su naturaleza. De esta forma, el método que se aplica a alguna de ellas conviene a
todas las demás por el mero hecho de que conviene a algunas [...]. Hasta el momento el
método de las ciencias experimentales no ha sido aplicado a las cuestiones políticas:
cada uno ha contribuido con sus propias formas de ver, de razonar, de evaluar, y la
consecuencia es que todavía no hay exactitud de soluciones ni generalidad de resultados.
Ahora ha llegado el momento de superar esta infancia de la ciencia.”
Saint-Simon es el primero que propone para el poder político a aquellos que, en su época,
dirigen el proceso de transformación económica en Francia, los dirigentes industriales y
los técnicos; augurando el reemplazo de la política por la ciencia de la producción, el
«gobierno de los hombres» por «la administración de las cosas».
Por los mismos derroteros circula otro filósofo y sociólogo francés, Auguste Comte (1798-
1857). Contemplando la sociedad industrial, científica y tecnológica como fruto de toda la
historia universal, saca la conclusión de la necesidad de una dirección tecnológica y no
política de la sociedad. La ideología tecnocrática se fundamenta en una concepción del
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radio de acción y del método de la ciencia, de las relaciones entre la ciencia y la técnica y
del papel social de la técnica, según la cual es real solamente aquello que es
cuantificable, comprobable empíricamente y manipulable. Por lo tanto, todo aspecto de la
realidad, incluso de la realidad socio-política, es investigable con los instrumentos de las
ciencias exactas. De esta manera, según la visión moderna de la indisoluble relación
existente entre la investigación teórica (la ciencia) y el dominio sobre el objeto investigado
(la técnica), es esta la que tendría una función de experimentación y de dirección social y
política.
Los técnicos industriales son pronto reemplazados por la clase de los «directores», que
debe su fortuna al debilitamiento de la función de la propiedad —ya sea en su faceta de
titularidad, con la sociedad por acciones, ya sea en su faceta decisional—, característico
de los grandes grupos industriales. Con la creciente intervención del Estado en la vida
económica de los pueblos, con la planificación económica y con la integración entre
industria y sistema de defensa durante los periodos bélicos, con la carrera armamentística
durante la llamada Guerra Fría, el tecnócrata medio se abre a los más altos niveles de la
burocracia estatal y de los aparatos industrial-militares, además de, evidentemente, a
exponentes de renombre de las facultades universitarias científicas, tecnológicas y
económicas, con un trasvase continuo de una realidad a otra, ejemplificado por la carrera
de Robert S. McNamara, en primer lugar presidente de la Ford Motor Company,
luegoSecretario de Defensa de EE. UU. en la época de la guerra de Vietnam (1965-1975)
y finalmente presidente del Banco Mundial.
El poder tecnocrático
Lo que caracteriza a la tecnocracia, a principios del siglo XXI, es la tendencia a suplantar
el poder político en vez de apoyarle con su asesoramiento, asumiendo para sí la función
decisional. Eliminando la división entre política como reino de los fines y técnica como
reino de los medios, el tecnócrata abandona el terreno técnico-económico y de los medios
de la acción social para meterse en el de los fines y en el de los valores, intentando que la
decisión de tipo político y discrecional —con base en criterios prudenciales y morales—
puede ser reemplazada por una decisión no discrecional, fruto de cálculos y previsiones
de tipo científico, sobre la base de puros criterios de eficiencia.
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Tecnocracia y mundialismo
Si las coordenadas culturales remotas de la ideología tecnocrática se remontan a la
industrialización de los Estados nacionales europeos (sobre todo de Francia en el siglo
XIX) su consumación de hecho se desarrolla y se afirma en la segunda mitad del siglo XX,
cuando se realizan las condiciones para una proyección a escala mundial en su doble
perspectiva de solución de los grandes problemas planetarios y de globalización de la
economía.
Al principio de la década de los setenta (coincidiendo con la aparición del famoso informe
realizado para el Club de Romapor el System Dinamics Group del MIT, el Massachussets
Institute of Technology, uno de los mayores laboratorios mundiales del pensamiento
tecnocrático, que fue difundido en Europa en 1972 con el título Los límites del
crecimiento) comienza a afirmarse la necesidad de planificar una detención
del crecimiento demográfico y una reducción de los consumos para encarar la
degradación del medio ambiente y el agotamiento de los recursos naturales.
Esencia Tecnocrática
Dicho esto, es necesario evitar identificar como tecnocrático lo que es propio de una
época tremendamente marcada por la tecnología, así como tampoco pensar que todos los
ambientes que manifiesten actitudes tecnocráticas participen de las mismas perspectivas
ideológicas y operativas.
La esencia de la concepción tecnocrática, más allá de los ropajes con los que se presentó
históricamente (debidos principalmente a lo que, en cada momento, desde la máquina a
vapor hasta los salvajes mecanismos de las finanzas, era estimado como el mayor factor
de desarrollo), consiste en la pretensión de amputar de la realidad todo aquello que no
sea cuantificable y manipulable, y por lo tanto de desviar de la vida de los hombres todo
aquello que guarde referencia con principios o imágenes de un orden trascendente.
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Fuente
http://www.iidh.ed.cr/comunidades/redelectoral/docs/red_diccionario/clientelismo.htm
REFERENCIAS
Mario Fuentes Destarac (2008). ¿Asistencialismo o inversión social? En: El Periódico de
Guatemala, 10 de Noviembre de 2008, Guatemala: Aldea Global, S.A. Recuperado de
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