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Romain Bertrand
Introducción
Poco importa que la culpa la tengan las lagunas de los programas escolares o
la opacidad de las revistas especializadas: quienes no han hecho profesión de
comprender lo lejano no saben casi nada de las mil y una maneras de ser un humano
y de “hacer una sociedad” que han florecido en cada rincón del planeta en la edad
moderna. Al igual que otros, el mundo insulindio – más o menos Indonesia y
Malasia contemporáneas – sufre de esta terrible “asimetría de la ignorancia” (1) que
hace que si bien conocemos al dedillo la letanía de los “grandes hombres” de la
modernidad europea, somos incapaces de citar ni siquiera un nombre de un
pensador malayo, mogol o chino. Erasmo, Bodin o Locke nos son instintivamente
familiares. Pero no sabemos nada de la poesía mística de Hamzah Fansuri, de la
“historia universal” de Nuruddin al-Raniriou ni de la filosofía política de Bukhari
al-Jauhari.
Los tiempos son engañosos. Porque uno podría pensar que el reciente
aumento en la fuerza – mediática tanto como académica (3) – de la “historia
global”, conjugada con la crítica recurrente a nuestros desatinos coloniales, ha
vuelto a poner en el tablero los viejos relatos de lo Universal en primera persona.
Ahora bien, hay que señalar que la “gran descentralización” de la historia mundial,
de las que nos hablan hasta la saciedad, por lo general se limita ya sea a una
historia de Europa “en la lejanía”, en sus proyecciones imperiales (y entonces se
trata de carracas y mostradores), o bien a una historia de Europa “vista de lejos” (y
entonces es el relato de las “miradas” sobre su grandeza por algunos pueblos
reducidos al papel de espectadores de un destino sobre el cual no tienen ninguna
influencia). Sin embargo, no se ve bien en qué la biografía de un huguenote
cevenol establecido como sembrador en las Antillas, o la crónica cotidiana de la
vida confinada de una fortaleza portuguesa en las Indias, serían por sí solas
susceptibles de “desorientar” nuestra mirada sobre las primeras modernidades. (4)
Cabe señalar que, con excepción de algunos trabajos pioneros – los de Jean
Aubin sobre las relaciones lusopersas, de Sanjay Subrahmanyam sobre la India
portuguesa, de Jonathan Spence sobre el encuentro entre Matteo Ricci y los
mandarines chinos, y de Serge Gruzinski sobre el México hispánico (9) – y a pesar
de un puñado de contribuciones recientes, como la de Giancarlo Casale sobre la
política global del imperio otomano en el siglo XVI(10), el mundo de la “historia-
mundo” sigue siendo un gentlemen’s club europeo. Al igual que las de los salones
silenciosos del Antiguo régimen, las puertas se entreabren cuando se trata de arte y
de sabores, porque siempre es de buen gusto emocionarse con los arabescos de las
iluminaciones indopersas o asombrarse por las trayectorias sinuosas del café, el
cacao y el tabaco. Pero se cierran con llave cuando se trata de cosas serias, es decir,
de política, ciencia y filosofía.
La teoría del “terreno intermedio” propuesto por Richard White, desde este
punto de vista, tiene la ventaja de escapar del aumento de generalizaciones
apresuradas al no presuponer la puesta en relación de totalidades “culturales” a
veces demasiado herméticas, a veces indefinidamente maleables. Al examinar las
primeras interacciones diplomáticas entre los algonquinos y los franceses en Canadá
en el siglo XVII, White sostiene que tienen lugar en plazas sociales creadas ad hoc,
con el fin de ser sustraídas, por una y otra parte, de la influencia de los códigos de
conducta comunes: si bien la mímica improvisada a veces resulta ser el objeto de la
burla general, la torpeza protocolaria no se sanciona. En estos sitios reservados –
con sede, en sentido propio, a medio camino de los mundos presentes – cada actor
intenta, bajo el modo de la parodia, “alcanzar la legitimidad en los términos del
otro”: los algonquinos balbucean el lenguaje de los misioneros, los franceses
intentan el de los manitús. Todo movimiento en dirección al territorio del otro es de
tipo estratégico: ninguno se aparta realmente de sus verdades. (20) Así, con este
esquema, es posible pensar en un encuentro “de muchas dimensiones”, es decir, que
tenga lugar en el punto de intersección de distintos planos de pensamiento y de
práctica: algunos con la finalidad prioritaria de la relación con los europeos, otros
puramente endógenos o dirigidos hacia enfrentamientos totalmente diferentes.
Sin embargo, penetrar los arcanos del saber de los escribas y los poetas de la
corte de Java y del mundo malayo no es una empresa fácil. Las tecnologías y los
oficios de escritura, las categorías de la escritura como relato, la sintaxis de la
acción, las retóricas de la prueba y la emoción, los vocablos de la causa y la
consecuencia: de primera instancia, todo parece desconcertante y obliga, para
disipar el impacto de la extrañeza, a una larga inmersión en los textos. Si bien es
posible, a partir de “grandes fechas” y de vastas categorías, realizar una “historia del
mundo” en 300 páginas, es inconcebible hacerla tan corta, dado que es necesario, en
sentido propio, dar la voz en el capítulo al conjunto de los mundos presentes, y esto
incluso cuando el recinto de su encuentro no exceda el territorio de una ciudad-
Estado, ni su duración dos decenios. La historia de las situaciones de contacto
constitutivas de la “primera mundialización” no está dedicada por ningún decreto
superior a cortar demasiado grande y a traducir demasiado poco. Por poco que se
asigne objetivos tanto más pertinentes porque son modestos, también puede
practicarse con provecho en muy pequeña escala y en muchos frentes lingüísticos.
(26)
El principio del siglo XVII es una zona de las más extrañas. También sería
ilusorio presumir de nuestro conocimiento del universo del pensamiento y la
práctica, no sólo de un príncipe de Banten o de un embajador de Aceh, sino también
de un marinero zelandés o de un jesuita portugués de Malaca. Más allá de la crítica
del eurocentrismo de tantas “historias del mundo”, volver a revisar los encuentros
imperiales de principios de la edad moderna puede, al hacerlo, convertirse en la
oportunidad para una experimentación historiográfica, que consiste en la
exploración temática conjunta y paralela, y no en la comparación estructural,
término por término, de universos que la contingencia de una “situación de
contacto” ha hecho enfrentarse a unos con los otros, por la mediación de algunos de
sus agentes. Los habitantes de Zelanda y de los puertos de Pasisir – en la costa
norte de Java – tenían visiones muy diferentes del cosmos y de las criaturas de los
abismos: sin embargo, mantenían relaciones sorprendentemente análogas con el
mar, cuyos misterios detallaban en voluminosos tratados y cuyas amenazas
conjuraban por medio de pequeños rituales de súplica. Para los sectores del saber
que delimitan el perímetro de la “razón práctica” de las primeras interacciones – el
arte náutico, el imaginario cosmográfico, el sentido del rango, la atención inquieta a
los presagios de los astros, las técnicas del combate, etc. – se dibujan extrañas
desemejanzas e inquietantes semejanzas, que conviene examinar equitativamente.
4 Jacobus van Leur subrayaba ya con entusiasmo, a fines de la década de 1930, que
si el relato lenitivo de los “grandes descubrimientos” de principios de la edad
moderna pertenece sin duda a los “catequismos nacionales” de Europa del siglo
XIX, no refleja de ninguna manera la historicidad propia del mundo insulindio:
“Con la llegada de los barcos que venían de Europa occidental, el punto de vista se
invierte en 180 grados, y desde entonces las Indias son observadas desde la cubierta
del barco, las murallas de la fortaleza, la galería superior de la casa de comercio.
[…] La historia de Indonesia [en el siglo XVII] en ningún caso puede ser
considerada como equivalente a la historia de la Compañía. Es incorrecto postular
una ruptura cuando se describe el curso de la historia a contar de la llegada, por
pequeños grupos, de los primeros marineros, comerciantes y corsarios europeos, y
así adoptar el punto de vista estrecho de la pequeña fortaleza amurallada, la casa de
comercio cerrada sobre sí misma y el navío en armas anclado en la rada” (Jacobus
C. van Leur, Indonesian Trade and Society. Essays in Asian Social and Economic
History, La Haya, Van Hoeve, 1967 [1940], pp. 265, 267, 270).
6 El golpe de gracia fue dado por Sanjay Subrahmanyam en The Career and Legend
of Vasco da Gama, Cambridge, Cambridge University Press, 1998. Para la difusión
fuera de los círculos académicos de esta historia crítica, cf. el trabajo de “Les
grandes découvertes”, L’Histoire, 2010, 355.
7 Mencionemos sobre todo: Kuzhippalli Skaria Mathew, “The Portuguese and the
study of medicinal plants in India in the sixteenth century”, Indian Journal of the
History of Science, 1997, 32 (4), pp. 368-376; Simon Schaffer, Lissa Roberts, Kapil
Raj y James Delbourgo (ed.), The Brokered World. Go-Betweens and Global
Intelligence, 1770-1820, Sagamore Beach, Science History Publications, Uppsala
Studies in History of Science, 2009; Felix Driver y Lowri Jones (dir.), Hidden
Histories of Exploration, Londres, Royal Holloway / University of London, 2009.
Para un panorama del horizonte crítico de las concepciones eurocéntricas clásicas
de la “difusión” de las ciencias modernas, cf. André Gunder Frank, Re-Orient.
Global Economy in the Asian Age, Berkeley, University of California Press, 1998,
pp. 185-194. Para una refutación “en actas” de estas teorizaciones, cf. Kapil Raj,
Relocating Modern Science. Circulation and the Construction of Knowledge in
South Asia and Europe, 1650-1900, Basingstoke, Palgrave Macmillan, 2007.
15 Lo que Jack Goody llama el “robo de la Historia”. Cf. Jack Goody, The Theft of
History, Cambridge, Cambridge University Press, 2006. Para una historia crítica de
los desatinos del imaginario cartográfico europeo, cf. Christian Grataloup,
L’Invention des continents, París, Larousse, 2009.
16 Timothy Brook, Vermeer’s Hat. The Seventeenth Century and the Dawn of the
Global World, Nueva York, Bloomsbury Press, 2008, pp. 19, 21.
20 Richard White, The Middle Ground. Indians, Empires and Republics in the
Great Lakes’ Region, 1650-1815, Cambridge, Cambridge University Press, 1991,
pp. 52-55. El problema de la teoría del « terreno intermedio », sin embargo, es que
choca contra el obstáculo de una asimetría documental radical. Si bien constituye
un potente útil de historización de la comprensión de las prácticas europeas de toma
de contacto, a falta de fuentes locales autónomas, tiende a reinstalar una visión de
las racionalidades amerindias ya sea puramente intuitiva, ya sea exclusivamente
derivada del archivo colonial. Lo que es más, el acento puesto sobre las situaciones
de contacto – experimentado o investigado – con los europeos tiende a ocultar el
espacio de las relaciones que las sociedades amerindias mantenían unas con otras.
Ahora bien, el interés en el contacto regular con los europeos estaba, en ese espacio,
muy desigualmente distribuido. Cf. Kathleen Du Val, The Native Ground. Indians
and Colonists in the Heart of the Continent, Filadelfia, University of Pennsylvania
Press, 2006 ; Kathryn Braund, Deerskins and Duffels. The Creek Indian Trade with
Anglo-America, 1685-1815, Lincoln, University of Nebraska Press, 1993.
21 La idea de la corte como mundo común del encuentro imperial moderno subyace
a muchos trabajos sobre la “expansión ibérica”. Además, se presenta la idea de la
corte como referencia de comparación de las sociedades políticas del siglo XV en
Etienne Anheim, “Les sociétés de cour”, en Patrick Boucheron (dir.), Histoire du
monde au XVe siècle, op. cit., pp. 691-708.
23 Tal es la actitud de Adriaan Leo Victor van del Linden cuando, al final de un
pasaje de revisión de varias decenas de textos malayos, concluye con un tono de
desconcierto que no hay nada que aprovechar de ahí para una historia de los
primeros contactos entre malayos y europeos. El trabajo de Van der Linden suscita
la admiración tanto como la estupefacción, ya que el autor, en cerca de 400 páginas
apretadas, ¡logra no decirnos nada de lo que tratan los escritos malayos! (Adriaan
Leo Victor van der Linden, De Europeaan in de Maleischeliteratuur, Meppel, Ten
Brink, 1937).
24 Paul Veyne, Les Grecs ont-ils cru à leurs mythes ? Essai sur l’imagination
constituante, París, Seuil, 1983, pp. 11, 126-132.
25 Cabe precisar sin embargo que sometemos las fuentes – malayas y javanesas
tanto como europeas – a un doble régimen de uso: intensivo y probatorio cuando se
trata de documentos estrictamente contemporáneos de los hechos estudiados,
discontinuo e ilustrativo cuando se trata de textos ampliamente posteriores a los
sucesos considerados. Para explicitar los rituales de realeza vigentes en el mundo
malayo en el momento de la llegada de los holandeses, recurrimos por ejemplo con
la mayor frecuencia y de manera mucho más precisa a las Leyes de Malaca,
promulgadas durante la segunda mitad del siglo XV, y a la Sejarah Melayu,
redactada en 1612, más que al Hikayat Hang Tuah, cuyos manuscritos más antiguos
se remontan a los años 1750, o a las recopilaciones de adat (“leyes
consuetudinarias”) compiladas en el primer tercio del siglo XIX.