You are on page 1of 17

La historia en partes iguales

Relatos de un encuentro de Oriente y Occidente (siglos XVI y XVII)

Romain Bertrand

Introducción

El archivo del contacto y los mundos del encuentro

Sirnahilangkertaningbumi. “Del mundo la gloria se ha ido”. Con este verso los


poetas de Java evocaban en otras épocas el derrumbe del imperio de Majapahit en el
último tercio del siglo XV. Esta participación de deceso de la civilización tiene
todo para ser un enigma. Porque ¿quién sabe ahora que Majapahit fue una potencia
conocida y respetada de un extremo al otro de los mares del sureste de Asia?
¿Quién se acuerda de que su capital fue un sitio de arte y cultura de un refinamiento
que no desluce en nada respecto de nuestras visiones maravilladas del Renacimiento
italiano? Con excepción de un cenáculo de especialistas, por otra parte cada vez
menos numerosos, ¿quién se fascina con la perfección de sus estatuas y la elegancia
de su poesía?

Prosigamos por un instante más el inventario de nuestros desintereses: ¿quién


sabe que en la misma época el sultanato de Malaca, con sede en la costa occidental
de la península malaya, incluía personas, bienes e ideas venidos de Yemen, Gujarat
y Guangdong? ¿A quién se le ha enseñado que a principios del siglo XVII los
sultanatos de Aceh y de Banten – situados uno en la punta de la isla de Sumatra y el
otro en la costa norte de Java – mantenían vínculos comerciales, religiosos y
diplomáticos no sólo con muchos principados portuarios vecinos, sino también con
China imperial, el Agra de los grandes mogoles y el imperio otomano? Majapahit,
Aceh, Banten no son sino algunos entre otros nombres convencionales de nuestra
ignorancia, la cual también abarca el imperio de Monomotapa o los kanatos
mongoles.

Poco importa que la culpa la tengan las lagunas de los programas escolares o
la opacidad de las revistas especializadas: quienes no han hecho profesión de
comprender lo lejano no saben casi nada de las mil y una maneras de ser un humano
y de “hacer una sociedad” que han florecido en cada rincón del planeta en la edad
moderna. Al igual que otros, el mundo insulindio – más o menos Indonesia y
Malasia contemporáneas – sufre de esta terrible “asimetría de la ignorancia” (1) que
hace que si bien conocemos al dedillo la letanía de los “grandes hombres” de la
modernidad europea, somos incapaces de citar ni siquiera un nombre de un
pensador malayo, mogol o chino. Erasmo, Bodin o Locke nos son instintivamente
familiares. Pero no sabemos nada de la poesía mística de Hamzah Fansuri, de la
“historia universal” de Nuruddin al-Raniriou ni de la filosofía política de Bukhari
al-Jauhari.

Este olvido selectivo no tiene nada de una inocente falta de cultura: es la


condición misma de lo que hemos aprendido a considerar, por lo menos
implícitamente, como la superioridad, innata o adquirida, de “Europa” sobre el resto
del mundo. Desde luego, el eurocentrismo, como cualquier virus, ha mutado: ya no
se trata de desprecio sino del olvido del Otro. Profesamos doctamente la dignidad
igualitaria de las “civilizaciones” pero sólo celebramos un panteón del pensamiento.
Acostumbrados a jurar por el genio de “nuestra” Antigüedad y de la Ilustración que
no habrían brillado más que desde París y Edimburgo, ¿cómo podríamos dudar que
el Serat Centhini – una epopeya enciclopédica asentada por escrito en Java a
principios del siglo XIX – cuenta con 216 000 versos: treinta veces más que la
Iliada y la Odisea juntas? Uno de los héroes del Serat Centhini, Cebolang, histrión
que rastrea las casas de Java para esparcir allí sus magias, tiene la sustancia de un
Ulises. Si no tiene renombre entre nosotros, es simplemente porque su historia
nunca se nos ha contado, ni tampoco ha sido traducida. (2)

Los tiempos son engañosos. Porque uno podría pensar que el reciente
aumento en la fuerza – mediática tanto como académica (3) – de la “historia
global”, conjugada con la crítica recurrente a nuestros desatinos coloniales, ha
vuelto a poner en el tablero los viejos relatos de lo Universal en primera persona.
Ahora bien, hay que señalar que la “gran descentralización” de la historia mundial,
de las que nos hablan hasta la saciedad, por lo general se limita ya sea a una
historia de Europa “en la lejanía”, en sus proyecciones imperiales (y entonces se
trata de carracas y mostradores), o bien a una historia de Europa “vista de lejos” (y
entonces es el relato de las “miradas” sobre su grandeza por algunos pueblos
reducidos al papel de espectadores de un destino sobre el cual no tienen ninguna
influencia). Sin embargo, no se ve bien en qué la biografía de un huguenote
cevenol establecido como sembrador en las Antillas, o la crónica cotidiana de la
vida confinada de una fortaleza portuguesa en las Indias, serían por sí solas
susceptibles de “desorientar” nuestra mirada sobre las primeras modernidades. (4)

Es cierto que la historia de la “expansión europea” ya no presenta, para los


mundos extraeuropeos, el desdén que durante mucho tiempo fue su marca de
fábrica. (5) Ya nadie cree en la cantarela lenitiva de los “grandes descubrimientos”
realizados sin la participación asiática o amerindia por visionarios solitarios. (6) La
historia de las ciencias y las técnicas, por otra parte, ha iniciado un saludable
aggiornamento al dar su sitio, en la crónica durante tanto tiempo monocromática de
la constitución de los saberes “europeos”, a los “auxiliares” y a los “intermediarios
indígenas”, así como a los conocimientos “locales” recogidos en los puntos límite
de las empresas imperiales. (7) Más vale tarde que nunca: la historia económica en
sí ahora acepta enmendar la leyenda dorada de una modernidad capitalista y urbana
que sólo habría pertenecido a Europa. (8)

Cabe señalar que, con excepción de algunos trabajos pioneros – los de Jean
Aubin sobre las relaciones lusopersas, de Sanjay Subrahmanyam sobre la India
portuguesa, de Jonathan Spence sobre el encuentro entre Matteo Ricci y los
mandarines chinos, y de Serge Gruzinski sobre el México hispánico (9) – y a pesar
de un puñado de contribuciones recientes, como la de Giancarlo Casale sobre la
política global del imperio otomano en el siglo XVI(10), el mundo de la “historia-
mundo” sigue siendo un gentlemen’s club europeo. Al igual que las de los salones
silenciosos del Antiguo régimen, las puertas se entreabren cuando se trata de arte y
de sabores, porque siempre es de buen gusto emocionarse con los arabescos de las
iluminaciones indopersas o asombrarse por las trayectorias sinuosas del café, el
cacao y el tabaco. Pero se cierran con llave cuando se trata de cosas serias, es decir,
de política, ciencia y filosofía.

Esta afirmación es tanto más paradójica ya que todo en nuestro legado


historiográfico debería incitarnos a realizar una historia un poco menos eurocéntrica
– es decir, un poco menos etnocéntrica – del mundo moderno. Todo, desde la
advertencia de Pierre Chaunu que echa pestes contra el “olvido de 55% de la
humanidad” en los grandes frescos de las “expansiones”, hasta el brillante logro de
Denys Lombard, que firma en Le Carrefour javanais un “ensayo de historia global”
donde rebaja la supuesta “occidentalización” de Insulindia al rango de epifenómeno,
pasando por el proyecto braudeliano de una Gramática de las civilizaciones que, a
pesar de su apego visceral a un centro de gravedad mediterráneo, tenía el mérito de
detallar los legados indio y otomano de acuerdo con “nuestra” modernidad. (11)
Hubo un tiempo en que la historia francesa, fuerte por las adquisiciones de su
asociación con los especialistas de “áreas culturales” lejanas, había abierto sus
ventanas a los “vientos de alta mar”. En vista de la disminución drástica por parte
de los estudios africanos o asiáticos en la oferta universitaria de investigación y
enseñanza, este legado desafortunadamente parece haber sido ampliamente
dilapidado. (12)
Como eco de esas empresas olvidadas demasiado rápidamente y, por lo tanto,
a manera de réplica del encuentro de los nuevos eurocentrismos de todo tipo, tomó
forma el proyecto – o más bien la apuesta – de escribir una historia “simétrica” del
encuentro entre holandeses, malayos y javaneses, a fines del siglo XVI y principios
del XVII. Esta noción de “simetría” remite, en la acepción de la sociología de las
ciencias, a un “principio de simetría generalizada” (13) que confiere una misma
dignidad documental al conjunto de los enunciados presentes; en otras palabras, que
no los reparte de entrada, de manera teleológica, en “vencedores” y “vencidos”.
Así, para respetar la indecisión de los comienzos, se trata de ya no jerarquizar las
fuentes con el rasero del estado colonial terminal de las relaciones entre los mundos
de los que provienen y con este fin utilizar, en la trama misma del relato, si es
posible tanto, pero sobre todo de la misma manera, los documentos europeos
(holandeses, británicos y portugueses) y los insulindios (malayos y javaneses).

Enunciada esta exigencia metodológica, queda planteada la cuestión de saber


en qué consiste una historia verdaderamente “descentralizada”, o más precisamente
“policéntrica”, de las primeras modernidades, dando por entendido que la intención
elige su domicilio en el mundo insulindio, en razón de las competencias propias de
su autor. ¿Se trata simplemente de reubicar Java en el mapa de las conexiones que,
a principios del siglo XVII, aseguran la circulación cada vez más densa y rápida de
personas, mercancía e información de un extremo al otro de Eurasia? Si bien el
universo mestizo de las primeras interacciones entre los europeos y las sociedades
malayas y javanesas de seguro debe constituir el punto de partida de la
investigación, no por ello deja de presentar la fina palabra de la intriga. Porque el
mundo del contacto no es más que una pequeña provincia de la realidad del
encuentro: de ninguna manera agota los horizontes y las posibilidades de los dos
mundos que pone, brevemente y por fragmentos, a poca distancia uno del otro.

Los “sitios de contacto” – la cubierta del barco, el puerto, el mercado, la sala


de audiencias del palacio – desde luego merecen una etnografía “de enfoque
reducido” que sólo los describe en tanto que los actores los hayan recorrido. Pero la
actitud de esos actores – sus gestos, sus posturas, su tipo de reacción en situación de
diálogo o de negociación – sólo se explicita con la condición de tomar en cuenta las
gramáticas sociales de la acción que les fueron inculcadas y a las que, para ellos,
todo se refiere, ya sea en el modo negativo de la negación o de la transgresión.
Frente a los javaneses, los holandeses no actuaron de una manera indeterminada.
Legatarios de los modos de actuar que habían aprendido en la escuela de lo
cotidiano, según los callejones de su infancia, reinterpretaban en Java, de acuerdo
con las circunstancias y el límite de sus competencias, una partitura que no habían
escrito.

Dado que la improvisación es siempre el arte del desvío de las convenciones,


lo que hay que detallar son las reglas de la presentación de uno y de la relación con
los demás que se dio en las Provincias Unidas de los Países Bajos a fines del siglo
XVI, para comprender los significados que los marineros y los viajeros de las
primeras navegaciones vinculaban con su propio comportamiento. Desde luego,
sucede lo mismo con sus interlocutores javaneses: es imposible darle sentido a una
invitación real o una indignación principesca sin antes restituir la norma de los
códigos nobiliarios de conducta a los que obedecían. Incluso disimulada bajo la
máscara de la locura, la falta acredita una regla: la torpeza remite al decoro, el error
a una precisión. Esto explica por qué, o más bien cómo, la razón social de las
interacciones desborda permanentemente el estrecho espacio físico y documental
en que se inscriben.

Serge Gruzinski compara con toda razón el trabajo del historiador de la


“primera mundialización” con el de un electricista que repara las conexiones
descompuestas, a lo largo del tiempo, por las barreras de la especialización
académica y del archivo nacional. (14) Cabe añadir simplemente que en la época
misma en que fueron instituidos, los “circuitos” del gran negocio planetario
implicaban poderosos alternadores, capaces de conectar una a la otra las corrientes
que obedecían a sistemas de “fase” distinta. Este trabajo de poner en concordancia
varios mundos tuvo sus éxitos y sus fracasos. Sobre todo, tuvo sus límites y sus
puntos ciegos, que vale la pena precisar. Escribir una historia “en partes iguales” de
los inicios del encuentro, aún no totalmente desigual, entre las Provincias Unidas de
la Gran Revuelta y las sociedades de los mundos malayo y javanés no es tratar de
recomponer arbitrariamente un mundo común.

Precisemos este punto: garantizar una igualdad de tratamiento interpretativo a


universos de sentidos conexos no es empeñarse en reducir unos a los otros a costa
de la abrasión de sus respectivas especificidades. Más bien al contrario, es tomar el
tiempo de contemplarlos en sus discordancias y cartografiar sus líneas de fuga,
absteniéndose de reunirlos en un horizonte que jamás ha existido. No se trata de
forzar el trazo y regresar a la oposición binaria entre conjuntos culturales que sólo
tienen la unidad que les confiere retrospectivamente el análisis. Al explorar escena
por escena las primeras interacciones entre holandeses, malayos y javaneses en el
crepúsculo del siglo XVI, más bien se trata, por una parte, de tomar en cuenta el
hecho de que no constituían más que uno de los planos de pensamiento y de acción
de las partes presentes y, por la otra, admitir que inicialmente no estaban dotadas de
las mismas coordenadas espaciales y temporales.

Sin embargo, esta desemejanza y esta disyunción – y el trabajo que se hizo


para atenuarlas – no se hacen visibles hasta que se han franqueado las murallas de
papel del archivo europeo. Tal es el enorme obstáculo al que se enfrenta de
inmediato el proyecto de una historia “simétrica” de las situaciones de encuentro
imperial de la edad moderna. Atenerse al “archivo del contacto”, es decir, limitarse
a los extractos de documentos que, de una y otra parte, tienen como objeto explícito
detallar el desarrollo, predecir sus efectos o deplorar sus consecuencias, es
ineludiblemente exponerse a aceptar, incluso sin fijarse, dos premisas
fundamentales del eurocentrismo.

La primera de estas premisas plantea como evidente la unicidad – de


calendario y meteorológica – de las plazas del encuentro. Dado que da por hecho la
validez universal de las versiones europeas del tiempo y el espacio, (15) la prosa
eurocéntrica no se carga de consideraciones, salvo lapidarias y peyorativas, sobre
las maneras malayas y javanesas de fechar un hecho, medir una distancia, nombrar
un pueblo o situar un país. Al ratificar sin previo examen las categorías de la
enunciación colonial retrospectiva de los “primeros contactos”, les dan como
escenario un “lugar común”: un lugar cerrado que se instituye ficticiamente en
singular. Aquí ya no hay encuentro entre varios mundos, sino sencillamente un
mundo del encuentro que, aparte del decorado, no es sino la calca del de los
europeos. Porque ese lugar donde todo se parece a nuestra propia casa, donde todo
se dice y se cumple de modo inmediatamente inteligible, es más o menos tan
“desorientador” como una casa rodante. El hecho de que este pequeño mundo
mullido esté poblado por “contrabandistas” no cambia en gran cosa el asunto, y al
final no es sino abuso del lenguaje, ya que, si no se demuestra lo contrario, se
necesitan por lo menos dos universos para hacer uno “intermedio”.

Las querellas y los malentendidos respecto de las unidades de medida del


tiempo, la cantidad y el espacio, es decir, los modelos de la transacción comercial y
diplomática, en realidad no dejaron de habitar los primeros intercambios entre
europeos, malayos y javaneses. Antes que medirse unos a otros bajo el modo de la
confrontación armada, estos últimos de hecho tuvieron que medirse unos a los
otros, es decir entenderse, aunque fuese de manera precaria, sobre cierto número de
principios de conversión, y elaborar conjuntamente dispositivos de
conmensurabilidad que permitieran transformar florines en sapecas o bahares en
kilos. Desde luego, esta situación no fue específica de Insulindia: es asunto de
tiempos más que de lugar. Dado que el siglo XVII fue la época de los “segundos
contactos”, es decir de las interacciones vueltas rutina, este tiempo en efecto puede
considerarse con justeza, para retomar la fórmula de Timothy Brook, como la “edad
de la improvisación”: una edad durante la cual los actores se esforzaron por “ajustar
sus maneras de actuar y de pensar con el fin de negociar las diferencias culturales a
las que se enfrentaban”. (16)

Puesto que la cotidianidad del encuentro imperial resultó llena de pleitos de


traducción, su escritura como relato no puede ahorrarse el detalle de las pequeñas
batallas que se libran en ocasión de una presión o de la redacción de un tratado. Por
consiguiente, no se trata de interrogarse de manera abstracta sobre la
“conmensurabilidad de las culturas” insulindias y europeas, (17) sino más bien, para
empezar, hay que describir los instrumentos y los procedimientos que han permitido
establecer en ciertos momentos, entre algunos de sus sectores sociales, unos puntos
de paso. Por otra parte, estos últimos se parecen menos a vastas avenidas donde
todo circula en el bullicio, que a pequeños enclaves intermitentes que funcionan a la
manera de puentes levadizos, cuidadosamente vigilados y que sólo acercan a los
mundos a tropezones. (18)

La reducción del mundo del encuentro al “archivo del contacto” conduce, en


segundo lugar, a postular la importancia inmediata, para los mundos insulindios, de
su relación con Europa. Ahora bien, ésta no puede ser establecida más que al
término del inventario minucioso de las múltiples conexiones a largo plazo de las
sociedades locales. En el momento de la llegada de los holandeses a Insulindia en
1596, los hombres de letras y del poder de Aceh y de Banten conversaban desde
hacía ya mucho tiempo con sus homólogos de la península arábiga, del imperio
otomano, de China imperial, de la India mogol y del mundo persa: ¿cómo creer que,
de un día para otro, su pensamiento tuviese como único punto de mira a Europa?

Sin embargo, en la mayoría de los relatos convencionales de la “expansión


europea”, todo sucede como si la totalidad de la vida social y moral de las
poblaciones extraeuropeas hubiese caído instantáneamente en la trampa de la
interacción – ya sea obligatoria, ya sea voluntaria – con los recién llegados. Poco
importa que esas poblaciones hubieran “reaccionado” bajo el modo de la
“sideración” o del “compromiso”: su historicidad se encuentra en ambos casos
acorralada en el reducto de la relación con Europa. (19) Es imposible, por lo tanto,
imaginar escribir, no sólo la crónica de las diferencias entre malayos, javaneses y
europeos, sino también la historia de una indiferencia insulindia respecto de Europa.

La teoría del “terreno intermedio” propuesto por Richard White, desde este
punto de vista, tiene la ventaja de escapar del aumento de generalizaciones
apresuradas al no presuponer la puesta en relación de totalidades “culturales” a
veces demasiado herméticas, a veces indefinidamente maleables. Al examinar las
primeras interacciones diplomáticas entre los algonquinos y los franceses en Canadá
en el siglo XVII, White sostiene que tienen lugar en plazas sociales creadas ad hoc,
con el fin de ser sustraídas, por una y otra parte, de la influencia de los códigos de
conducta comunes: si bien la mímica improvisada a veces resulta ser el objeto de la
burla general, la torpeza protocolaria no se sanciona. En estos sitios reservados –
con sede, en sentido propio, a medio camino de los mundos presentes – cada actor
intenta, bajo el modo de la parodia, “alcanzar la legitimidad en los términos del
otro”: los algonquinos balbucean el lenguaje de los misioneros, los franceses
intentan el de los manitús. Todo movimiento en dirección al territorio del otro es de
tipo estratégico: ninguno se aparta realmente de sus verdades. (20) Así, con este
esquema, es posible pensar en un encuentro “de muchas dimensiones”, es decir, que
tenga lugar en el punto de intersección de distintos planos de pensamiento y de
práctica: algunos con la finalidad prioritaria de la relación con los europeos, otros
puramente endógenos o dirigidos hacia enfrentamientos totalmente diferentes.

No obstante, en Insulindia no hay rastros de un “terreno intermedio”.


Invitados al palacio del sultán de Aceh o del regente de Banten, los holandeses
deben plegarse, en general con poco éxito, a los rígidos protocolos de etiqueta y de
jerarquías vigentes allí. Podría objetarse que la existencia de un universo parroquial
forma ya la base de un mundo común. (21) Eso sería olvidar que los hombres de las
primeras navegaciones hacia las Indias no provenían de medios letrados o
nobiliarios, sino del mundo del puerto y del comercio, y que sólo tenían una idea
muy aproximada – si no fantasmática – de lo que es la gala de una soberanía
principesca. Inmediatamente reconocidos por las aristocracias palaciegas malayas y
javanesas por lo que son – marineros y comerciantes con poco conocimiento de las
convenciones aristocráticas – los holandeses encuentran en el orden ceremonial
local sólo un lugar subalterno, cuando no desaparecen totalmente del campo de
visión. No basta un palacio para formar dos noblezas.

Al final, es la hipótesis misma de un “lugar común” del encuentro la que


merece ponerse en duda. El trabajo obliga, en términos del recorrido por los
documentos, a dar un “paso de lado” (22), e incluso a aceptar una serie de francos
bandazos. Saber lo que dicen – o no dicen – los textos malayos y javaneses de los
siglos XVI y XVII sobre la interacción con los europeos, desde luego tiene su
interés. Pero la tarea esencial consiste en comprender de qué tratan de principio a
fin, recuperar los pormenores de los debates que los animan, descifrar los lenguajes
descriptivos que allí se explayan y que trazan los contornos de sus propios
horizontes de pertinencia. Después de comprobar el escaso interés de los escribas
malayos y javaneses por los europeos, no sirve de nada indignarse por su
indiferencia y convertirla, por despecho, en el síntoma de una incapacidad para el
“realismo”. (23) Vale más preguntarse acerca del contenido de su realidad y, para
ello, detallar las clases de personas, lugares y fenómenos que verdaderamente
contaban para ellos.

La búsqueda tal vez demasiado obstinada de la mención de los europeos en


las fuentes malayas y javanesas de hecho acaba por asignar a estas últimas el papel
ancilar de simples argumentos de punto y contrapunto de los textos europeos. Partir
del relato portugués de la conquista de Malaca, considerado como el que contiene la
verdad cronológica y causal de los “hechos crudos”, y luego ir a buscar en los textos
malayos lo que los “vencidos” dijeron y pensaron al respecto en los registros
pintorescos del “mito” y la fantasía: el procedimiento, antiguo pero siempre de
moda, lleva a descalificar sin otra forma de procedimiento los documentos
insulindios como fuentes de historia positiva, incluso cuando contienen un proyecto
historiográfico, en todos los aspectos tan sofisticado como el contemporáneo de los
letrados humanistas de Flandes o la Toscana.

Paul Veyne ha hecho una brillante demostración de esto en lo que se refiere a


la relación, a veces crédula y a veces crítica, de los antiguos griegos con el “mito” y
la “fábula”: “Lejos de ser la experiencia realista más sencilla, la verdad es la más
histórica de todas”. Lejos de ser el preludio o la antítesis de nuestra Historia
académica, el conocimiento sobre el pasado de un Pausanias obedece a un
“programa de verdad” que, por ser irreductible a los cánones positivistas
contemporáneos, no deja de tener su pertinencia. Cierta cantidad de principios de
veracidad particulares guían la manera en que un letrado ateniense no sólo da cuenta
de las extravagancias de los dioses y las batallas de los tiempos heroicos, sino que
también las pone en duda.

Estos principios trazan el contorno de las paredes de un “palacio de la


imaginación” coextensivo a los posibles historiógrafos de su época: para declarar a
todos “falsos”, habría que apartarse del recinto de ese palacio y contemplarlo a
distancia, desde otra cresta de conocimiento. Ahora bien, nadie puede atravesar sus
verjas, puesto que nadie las percibe. Cada universo historiográfico es una razón que
no tiene una vacuidad. (24) Así sucede con la historiografía malaya y javanesa,
para la cual la calidad moral genérica de un logro, y no la presentación sabia de sus
detalles, decide por derecho propio ser rememorada: la empresa puede parecer
sorprendente, pero es igualmente coherente, es decir, lógica e inteligible. No hay
que confundir la verdad de otros con nuestros propios errores.
En este sentido, Java no es una “olvidada de la historia”: el codicilo exótico
del gran Tratado “occidental” del arte de decir la verdad o la periferidistante de un
Centro que, por definición, sería “europeo”. Es una historia olvidada: un relato que
se escribía en sus propios términos y según sus propios cánones de veracidad.
Panfletos de exhorto y de edificación, epopeyas heroicas en verso o en prosa, cantos
místicos, manuales de etiqueta, tratados de “buen gobierno”, recopilaciones de
reglas protocolares y de “leyes consuetudinarias”: la biblioteca de los textos
insulindios de la edad moderna es lo suficientemente vasta como para permitir
restituir, en su plena coherencia, un universo historiográfico específico. (25)

Sin embargo, penetrar los arcanos del saber de los escribas y los poetas de la
corte de Java y del mundo malayo no es una empresa fácil. Las tecnologías y los
oficios de escritura, las categorías de la escritura como relato, la sintaxis de la
acción, las retóricas de la prueba y la emoción, los vocablos de la causa y la
consecuencia: de primera instancia, todo parece desconcertante y obliga, para
disipar el impacto de la extrañeza, a una larga inmersión en los textos. Si bien es
posible, a partir de “grandes fechas” y de vastas categorías, realizar una “historia del
mundo” en 300 páginas, es inconcebible hacerla tan corta, dado que es necesario, en
sentido propio, dar la voz en el capítulo al conjunto de los mundos presentes, y esto
incluso cuando el recinto de su encuentro no exceda el territorio de una ciudad-
Estado, ni su duración dos decenios. La historia de las situaciones de contacto
constitutivas de la “primera mundialización” no está dedicada por ningún decreto
superior a cortar demasiado grande y a traducir demasiado poco. Por poco que se
asigne objetivos tanto más pertinentes porque son modestos, también puede
practicarse con provecho en muy pequeña escala y en muchos frentes lingüísticos.
(26)

La apuesta de la historia “simétrica” se deriva pues de una máxima


aparentemente sencilla, pero cuyo respeto constante no es un desafío menor: no
considerar evidente o universal a priori ninguna categoría espontánea del análisis.
No hay nada de lo que nos parezca familiar que no deba volvérsenos extraño. Las
modalidades de cómputo del tiempo, las nociones de lo cercano y lo lejano, las
concepciones de la intimidad y la individualidad, la gramática de los afectos y las
pertenencias, la idea misma de lo que son “cultura” y “naturaleza”, la relación con
los muertos y la antigüedad: nada debe considerarse conocido por el mundo de los
actores, dado que coinciden, en la situación particular que nos interesa, con el riesgo
del anacronismo y el peligro del eurocentrismo.

El principio del siglo XVII es una zona de las más extrañas. También sería
ilusorio presumir de nuestro conocimiento del universo del pensamiento y la
práctica, no sólo de un príncipe de Banten o de un embajador de Aceh, sino también
de un marinero zelandés o de un jesuita portugués de Malaca. Más allá de la crítica
del eurocentrismo de tantas “historias del mundo”, volver a revisar los encuentros
imperiales de principios de la edad moderna puede, al hacerlo, convertirse en la
oportunidad para una experimentación historiográfica, que consiste en la
exploración temática conjunta y paralela, y no en la comparación estructural,
término por término, de universos que la contingencia de una “situación de
contacto” ha hecho enfrentarse a unos con los otros, por la mediación de algunos de
sus agentes. Los habitantes de Zelanda y de los puertos de Pasisir – en la costa
norte de Java – tenían visiones muy diferentes del cosmos y de las criaturas de los
abismos: sin embargo, mantenían relaciones sorprendentemente análogas con el
mar, cuyos misterios detallaban en voluminosos tratados y cuyas amenazas
conjuraban por medio de pequeños rituales de súplica. Para los sectores del saber
que delimitan el perímetro de la “razón práctica” de las primeras interacciones – el
arte náutico, el imaginario cosmográfico, el sentido del rango, la atención inquieta a
los presagios de los astros, las técnicas del combate, etc. – se dibujan extrañas
desemejanzas e inquietantes semejanzas, que conviene examinar equitativamente.

Lo más importante, en realidad, es no considerar el encuentro desde el lugar


de los actores: sólo a ellos corresponde enunciar lo que los unía o los separaba. Por
lo tanto, sólo tienen la “cultura” o la “identidad” que ellos asumían; y si no la
asumían, su silencio nunca es más que el indicio de la inadecuación de nuestro
cuestionamiento. Los actos de identificación, en la situación de un encuentro
imperial, en la edad moderna, se realizan en categorías mezcladas: decir, como se
ha hecho con demasiada frecuencia, que el encuentro entre europeos, malayos y
javaneses fue “religioso” no hace justicia a la diversidad y a la fluidez de las
lealtades de antes. Sin contar con que sólo los pequeños arreglos con las normas del
poder y de la piedad las convertían en vivibles y, por lo tanto, aceptables.

Esta ambición de una historia ordinaria, superficial, de las situaciones de


encuentro imperial se inscribe, al fin de cuentas, sobre el fondo de una voluntad de
repoblar la escena de estas interacciones. Porque éstas no se despliegan en un
mundo purgado de cosas y de objetos. Sus plazas no están pobladas únicamente por
príncipes, marineros y comerciantes, sino también por medidas de pimienta, nunca
totalmente con el mismo peso, de arak y de estopa, de sextantes y astrolabios, de
sedas de China y terciopelos de Flandes, de datura y durianes. Tenemos que
recordar que las cosas cuentan, que los hombres con frecuencia sólo son las
víctimas consintientes de sus instrumentos, que su vida puede no pesar nada frente a
un maremoto o una fiebre, y que las dominaciones aparentemente más implacables
nunca se sostienen más que con tinta y jarcias. (27)

Sirnahilangkertaningbumi: la gloria de un mundo se ha ido. Pero tal vez no es


demasiado tarde para recuperar, buscando en la fuente de sus literaturas, algunos de
sus esplendores. Y mostrar así que Java no fue la recipiendaria pasiva de la
“modernidad europea”, sino que albergaba las posibilidades de otra Historia.

1 Dipesh Chakrabarty, Provincializing Europe. Postcolonial Thought and


Historical Difference, Princeton, Princeton University Press, 2000, pp. 28, 42.

2 La referencia está en Denys Lombard, Le Carrefour javanais. Essai d’histoire


globale, Paris, EHESS, 1990, vol. III, p. 135. Para una presentación sintética del
Serat Centhini, cf. Marcel Bonneff, “Centhini, servante du javanisme”, Archipel,
1998, 56, pp. 483-511. Benedict Anderson, con argumentos de apoyo, no duda en
comparar este texto con la Enciclopedia de Diderot y D’Alembert (Benedict
Anderson, Language and Power. Exploring Political Cultures in Indonesia, Ithaca,
Cornell University Press, 1990, pp. 271-290). Para ser preciso, el Serat Centhini
fue traducido íntegramente, pero al indonesio, y esto se acabó apenas en 2005.

3 Un aumento en la fuerza atestiguada, por ejemplo, por la reciente traducción


francesa de la obra de Kenneth Pomeranz y el éxito del libro colectivo dirigido por
Patrick Boucheron. Cf. Kenneth Pomeranz, Une Grande divergence. La Chine,
l’Europe et la construction de l’économie mondiale, París, Albin Michel, 2010 y
Patrick Boucheron (dir.), Histoire du monde au XVe siècle, París, Fayard, 2009.

4 Jacobus van Leur subrayaba ya con entusiasmo, a fines de la década de 1930, que
si el relato lenitivo de los “grandes descubrimientos” de principios de la edad
moderna pertenece sin duda a los “catequismos nacionales” de Europa del siglo
XIX, no refleja de ninguna manera la historicidad propia del mundo insulindio:
“Con la llegada de los barcos que venían de Europa occidental, el punto de vista se
invierte en 180 grados, y desde entonces las Indias son observadas desde la cubierta
del barco, las murallas de la fortaleza, la galería superior de la casa de comercio.
[…] La historia de Indonesia [en el siglo XVII] en ningún caso puede ser
considerada como equivalente a la historia de la Compañía. Es incorrecto postular
una ruptura cuando se describe el curso de la historia a contar de la llegada, por
pequeños grupos, de los primeros marineros, comerciantes y corsarios europeos, y
así adoptar el punto de vista estrecho de la pequeña fortaleza amurallada, la casa de
comercio cerrada sobre sí misma y el navío en armas anclado en la rada” (Jacobus
C. van Leur, Indonesian Trade and Society. Essays in Asian Social and Economic
History, La Haya, Van Hoeve, 1967 [1940], pp. 265, 267, 270).

5 En lo que se refiere a los encuentros euroasiáticos, la historia clásica de la


“expansión europea” está íntimamente ligada a la del Instituto de historia de la
expansión europea (IGEER), fundado en Leiden en 1977. Este Instituto, al que se
adosa la revista Itinerario, en efecto ha renunciado al eurocentrismo enconado de su
programa fundador (presentado en Hendrik Wesseling, “The Leyden Centre for the
history of European expansion: balance and perspectives”, Archipel, 1979, 17, pp.
15-22). Pero por aquí y por allá subsisten unos restos. Cf. por ejemplo la visión
trunca de las “primeras mundializaciones” presentada en Peter Emmer, “An agenda
for the history of European expansion”, IIAS Newsletter, 1996, 9, p. 4, y en Hendrik
Wesseling, “Globalization: a historical perspective”, European Review, 2009, 17 (3-
4), p. 455.

6 El golpe de gracia fue dado por Sanjay Subrahmanyam en The Career and Legend
of Vasco da Gama, Cambridge, Cambridge University Press, 1998. Para la difusión
fuera de los círculos académicos de esta historia crítica, cf. el trabajo de “Les
grandes découvertes”, L’Histoire, 2010, 355.

7 Mencionemos sobre todo: Kuzhippalli Skaria Mathew, “The Portuguese and the
study of medicinal plants in India in the sixteenth century”, Indian Journal of the
History of Science, 1997, 32 (4), pp. 368-376; Simon Schaffer, Lissa Roberts, Kapil
Raj y James Delbourgo (ed.), The Brokered World. Go-Betweens and Global
Intelligence, 1770-1820, Sagamore Beach, Science History Publications, Uppsala
Studies in History of Science, 2009; Felix Driver y Lowri Jones (dir.), Hidden
Histories of Exploration, Londres, Royal Holloway / University of London, 2009.
Para un panorama del horizonte crítico de las concepciones eurocéntricas clásicas
de la “difusión” de las ciencias modernas, cf. André Gunder Frank, Re-Orient.
Global Economy in the Asian Age, Berkeley, University of California Press, 1998,
pp. 185-194. Para una refutación “en actas” de estas teorizaciones, cf. Kapil Raj,
Relocating Modern Science. Circulation and the Construction of Knowledge in
South Asia and Europe, 1650-1900, Basingstoke, Palgrave Macmillan, 2007.

8 Kenneth Pomeranz, Une Grande divergence. La Chine, l’Europe et la


construction de l’économie mondiale, op. cit.; R. Bin Wong, China Transformed.
Historical Change and the Limits of European Experience, Ithaca, Cornell
University Press, 2000.
9 Jean Aubin, Le Latin et l’astrolabe. Recherches sur le Portugal de la
Renaissance, son expansion en Asie et les relations internationales, París, Centre
culturel Calouste Gulbenkian, 2000-2006, 3 vol.; Sanjay Subrahmanyam,
Explorations in Connected History. Vol. I: Mughals and Franks. Vol. II : From the
Tagus to the Ganges, Oxford, Oxford University Press, 2005 ; Jonathan Spence,
The Memory Palace of Matteo Ricci, Londres, Penguin Books, 1984 ; Serge
Gruzinski, Les Quatre parties du monde. Histoire d’une mondialisation, París, La
Martinière, 2004 (reed. Seuil 2006).

10 Giancarlo Casale, The Ottoman Age of Exploration, Oxford, Oxford University


Press, 2010.

11 Pierre Chaunu, L’Expansion européenne du XIIIe au XVe siècle, París, PUF,


1969, p. 260; Denys Lombard, Le Carrefour javanais. Essai d’histoire globale, op.
cit.; Fernand Braudel, Grammaire des civilisations, París, Flammarion, 1999
[1963]. Ahora se critica a Fernand Braudel por haberse quedado en una visión
esencialista de las “civilizaciones” de las que quería dar cuenta. El reproche en
parte tiene fundamento. Pero hay que decir que el proyecto de un manual escolar
que hace un inventario del conjunto de los mundos del mundo moderno era, a
principios de la década de 1960, radicalmente innovador.

12 Cf. en primera lectura el balance esbozado por Caroline Douki y Philippe


Minard en su introducción al trabajo “Histoire globale, histoires connectées: un
changement d’échelle historiographique?”, RHMC, 2007, 54 (4 bis), pp. 7-21.

13 David Bloor, Knowledge and Social Imagery, Chicago, Chicago University


Press, 1976.

14 Serge Gruzinski, “Les mondes mêlés de la Monarchie catholique et autres


‘connected histories’”, Annales HSS, 2001, 56 (1), p. 87.

15 Lo que Jack Goody llama el “robo de la Historia”. Cf. Jack Goody, The Theft of
History, Cambridge, Cambridge University Press, 2006. Para una historia crítica de
los desatinos del imaginario cartográfico europeo, cf. Christian Grataloup,
L’Invention des continents, París, Larousse, 2009.

16 Timothy Brook, Vermeer’s Hat. The Seventeenth Century and the Dawn of the
Global World, Nueva York, Bloomsbury Press, 2008, pp. 19, 21.

17 Sanjay Subrahmanyam, “Par-delà l’incommensurabilité: pour une histoire


connectée des empires aux temps modernes”, RHMC, 2007, 54 (4 bis), pp. 34-53.
18 La metáfora del puente levadizo permite recordar aquí el interés del trabajo
pionero de Max Gluckman que, para describir de más cerca las interdependencias
constitutivas de la situación colonial, se entregó a la etnografía minuciosa de la
construcción de un puente en Zululandia (Max Gluckman, “The bridge. Analysis of
a social situation in modern Zululand” [1940], presentación Benoît de l’Estoile y
traducción Yann Tholoniat, Genèses, 2008, 72, pp. 119-155).

19 El análisis de la situación de contacto entre europeos y sociedades extraeuropeas


en la edad moderna ha dado lugar a una verdadera inflación teórica. Por no
enumerar más que los principales paradigmas presentes, notemos sólo que si la tesis
del “impacto de inconmensurabilidad” de Tzvetan Todorov es ahora ampliamente
atacada, la de Nathan Wachtel sobre la “sideración” de las sociedades incas frente a
los conquistadores sigue alimentando un vivo debate entre los especialistas. Cf.
Tzvetan Todorov, La Conquête de l’Amérique. La question de l’autre, París, Seuil,
1982, y Nathan Wachtel, La Vision des vaincus. Les Indiens du Pérou devant la
Conquête espagnole, 1530-1570, París, Gallimard, 1971. La validez de cada uno de
estos paradigmas desde luego es local: el escenario de la conquista del Nuevo
Mundo no es en nada comparable al de las primeras interacciones entre europeos y
asiáticos. Sin embargo, su lenguaje analítico hoy es usado mucho más allá de esa
cuenca de pertinencia, y gran cantidad de trabajos recientes que tratan de las
mismas situaciones critican el radicalismo de sus conclusiones.

20 Richard White, The Middle Ground. Indians, Empires and Republics in the
Great Lakes’ Region, 1650-1815, Cambridge, Cambridge University Press, 1991,
pp. 52-55. El problema de la teoría del « terreno intermedio », sin embargo, es que
choca contra el obstáculo de una asimetría documental radical. Si bien constituye
un potente útil de historización de la comprensión de las prácticas europeas de toma
de contacto, a falta de fuentes locales autónomas, tiende a reinstalar una visión de
las racionalidades amerindias ya sea puramente intuitiva, ya sea exclusivamente
derivada del archivo colonial. Lo que es más, el acento puesto sobre las situaciones
de contacto – experimentado o investigado – con los europeos tiende a ocultar el
espacio de las relaciones que las sociedades amerindias mantenían unas con otras.
Ahora bien, el interés en el contacto regular con los europeos estaba, en ese espacio,
muy desigualmente distribuido. Cf. Kathleen Du Val, The Native Ground. Indians
and Colonists in the Heart of the Continent, Filadelfia, University of Pennsylvania
Press, 2006 ; Kathryn Braund, Deerskins and Duffels. The Creek Indian Trade with
Anglo-America, 1685-1815, Lincoln, University of Nebraska Press, 1993.

21 La idea de la corte como mundo común del encuentro imperial moderno subyace
a muchos trabajos sobre la “expansión ibérica”. Además, se presenta la idea de la
corte como referencia de comparación de las sociedades políticas del siglo XV en
Etienne Anheim, “Les sociétés de cour”, en Patrick Boucheron (dir.), Histoire du
monde au XVe siècle, op. cit., pp. 691-708.

22 Sanjay Subrahmanyam, Explorations in Connected History. Vol. I : From the


Tagus to the Ganges, op.cit., p. 11.

23 Tal es la actitud de Adriaan Leo Victor van del Linden cuando, al final de un
pasaje de revisión de varias decenas de textos malayos, concluye con un tono de
desconcierto que no hay nada que aprovechar de ahí para una historia de los
primeros contactos entre malayos y europeos. El trabajo de Van der Linden suscita
la admiración tanto como la estupefacción, ya que el autor, en cerca de 400 páginas
apretadas, ¡logra no decirnos nada de lo que tratan los escritos malayos! (Adriaan
Leo Victor van der Linden, De Europeaan in de Maleischeliteratuur, Meppel, Ten
Brink, 1937).

24 Paul Veyne, Les Grecs ont-ils cru à leurs mythes ? Essai sur l’imagination
constituante, París, Seuil, 1983, pp. 11, 126-132.

25 Cabe precisar sin embargo que sometemos las fuentes – malayas y javanesas
tanto como europeas – a un doble régimen de uso: intensivo y probatorio cuando se
trata de documentos estrictamente contemporáneos de los hechos estudiados,
discontinuo e ilustrativo cuando se trata de textos ampliamente posteriores a los
sucesos considerados. Para explicitar los rituales de realeza vigentes en el mundo
malayo en el momento de la llegada de los holandeses, recurrimos por ejemplo con
la mayor frecuencia y de manera mucho más precisa a las Leyes de Malaca,
promulgadas durante la segunda mitad del siglo XV, y a la Sejarah Melayu,
redactada en 1612, más que al Hikayat Hang Tuah, cuyos manuscritos más antiguos
se remontan a los años 1750, o a las recopilaciones de adat (“leyes
consuetudinarias”) compiladas en el primer tercio del siglo XIX.

26 Razón por la cual sólo se puede considerar particularmente inoportuno y en el


fondo dañino el falso debate entre “microhistoria” e “historia global” que desde
hace cierto tiempo tiende a instaurarse. Cf. Olivier Pétré-Grenouilleau, “La galaxie
histoire-monde”, Le Débat, 154, 2009, pp. 41-52. La introducción al trabajo “Une
histoire à l’échelle globale” de los Annales, 2001, 56 (1), ya advertía contra ese
falso debate, al recordar que “más que el cambio de escala, es la variación del
enfoque lo que importa”.

27 El embajador de Enrique IV en Amsterdam, Sr. de Buzenval, no dice otra cosa


cuando anticipa los efectos devastadores de la ruptura de los intercambios
comerciales entre la España de Felipe II y las Provincias Unidas: “¿Cómo podrá
mantener España a las Indias sin las velas, jarcias, mástiles de navío, alquitrán, que
les llegan de todos esos Países Septentrionales?” (Vreede: 82, Doc. XI. Carta del Sr.
de Buzenval al Sr. de Villeroy, La Haya, 22 enero 1599). Sobre el plano
historiográfico, cf. las contribuciones recientes de Miles Ogborn, Indian Ink. Script
and Print in the Making of the English East India Company, Chicago, University of
Chicago Press, 2007, y de David Goodman, Power and Penury. Government,
Technology and Science in Philip II’s Spain, Cambridge, Cambridge University
Press, 2002, part. pp. 53-65.

Traducido del francés por Mónica Mansour

You might also like