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Ana FREGA; Mónica MARONNA e Ivette TROCHÓN: verano del 42 en "el país de los atajos”.

En
VV.AA.: Las brechas en la historia, Tomo 1. Los períodos, Brecha, Montevideo, 1996, pp. 135-143.

El golpe de 1942.

No deja de ser llamativo, cincuenta años más tarde, que el golpe de Alfredo Baldomir haya sido “borrado” de la
memoria histórica de los uruguayos. La encarnadura de la versión oficial en torno al autocalificado “golpe
bueno”, la soledad en que quedaron los opositores al mismo, su inserción en una coyuntura de conflictos muy
dramáticos como la Segunda Guerra Mundial y el retomo del batllismo al gobierno en 1947, contribuyeron a
convertirlo en una página olvidada de nuestra historia.

En la madrugada del sábado 21 de febrero de 1942 se produjo el segundo golpe de Estado de este siglo,
distanciado apenas nueve años del anterior quiebre del 31 de marzo. Unas pocas fuerzas de seguridad
rodeaban un solitario Palacio Legislativo, mientras otras se apostaron en la Corte Electoral y frente a la casa de
Luis Alberto de Herrera. Estos pocos “machetes” alcanzaron (y sobraron) para asegurar una calma” que nadie
osó perturbar. Las fiestas de carnaval no se interrumpieron. Al “nuevo orden” no le hizo falta recurrir a las
detenciones, deportaciones, violenta represión y censura de prensa, de la que tanto hizo abuso su antecesor. El
herrerismo, golpista en 1933 y desplazado en esta oportunidad, denunciaba la “era sombría” en la que entraba
la República, y proclamaba a César Charlone (entonces vicepresidente), como presidente legal.

Ese mismo día Baldomir anunciaba que seguiría en el ejercicio del poder y convocaba a elecciones a realizarse
el último domingo de noviembre de ese año. En los círculos políticos se presentía y hasta se esperaba, pero la
mayoría de los uruguayos recibió la noticia de los hechos con sorpresa e incertidumbre: ¿se entronizaba un
nuevo dictador? ¿Habría realmente elecciones? ¿Era una forma de retomar a los senderos democráticos?

Todo comenzó en 1938

Los resultados de la jornada electoral del 27 de marzo de 1938 en la que estaba en juego la sucesión de Gabriel
Terra se convirtieron —tal vez inesperadamente—en el comienzo de un proceso de transición.

Esos comicios, ya particulares por tratarse de la primera vez en que votaban las mujeres, mostraron las fisuras
de la “alianza de marzo”.

Pese a que los candidatos herreristas conservaron la mayoría, se les enfrentó —fruto de una escisión— el
sector minoritario de José Otamendi.

Entre los colorados terristas, la pugna electoral alcanzó altos niveles de competitividad y fue la “interna” que
concitó mayor atención. La cuestión estaba entre dos candidatos: el general arquitecto Alfredo Baldomir y el
doctor Eduardo Blanco Acevedo, ambos partícipes activos del “régimen de marzo” y ligados por parentesco a
Gabriel Terra (cuñado y consuegro respectivamente). Los dos competían bajo la mirada aparentemente neutral
de Terra. Sus costosas campañas apuntaban a nutrir sus filas con las nuevas votantes y a contrarrestar la
propaganda abstencionista de batllistas y nacionalistas independientes.

Entre Baldomir y Blanco Acevedo la diferencia no era sustancial; pero fue lo suficientemente importante como
para definir los comicios. El elector captó el matiz, las diferencias en los mensajes. Blanco Acevedo, rodeado de
los candidatos más desprestigiados del terrismo, postulaba como sublema “Viva Terra”. Baldomir, sin renunciar
a sus orígenes terristas, apostaba con su eslogan “para servir al país”, a una convocatoria más amplia y,
sobretodo, menos “irritativa”.

El triunfo de Baldomir por 23.000 votos más que su oponente colorado habría de tener muy pronto una enorme
significación. Los festejos fueron opacados en las horas siguientes por un oscuro episodio denominado el
“Motincito”, tendiente a no reconocer el resultado de las urnas.
En la madrugada del 30, de acuerdo con las versiones publicadas en El Plata, el Cuerpo de Infantería n0 4 se
aprestaba a detener al recién electo presidente cuando éste, informado del hecho, se refugió en el Cuartel de
Bomberos, desde donde se procedió a detener al jefe de Policía, coronel Marcelino Elgue. Este episodio, al que
el gobierno trató de quitar trascendencia, nunca fue esclarecido. Se sabe que estuvieron involucrados altos jefes
y oficiales del ejército disconformes con el resultado electoral y que fue superado por la intervención personal
de Gabriel Terra.

Finalmente, el 19 de junio de 1938 Baldomir asumió la primera magistratura. En ese momento nadie podía
aventurar el giro que habría de tener su gobierno. Lo cierto es que la acción de la oposición, el especial contexto
internacional, los cambios sociales y económicos que se estaban operando, convirtieron su gobierno en el
primer tiempo de una restauración democrática.

De la oposición a la “serena expectativa”

Durante el quinquenio terrista la línea divisoria entre quienes apoyaban la dictadura y quienes se movilizaban
en su contra estaba perfectamente definida. En 1938 esa línea se empezó a desdibujar.

En su discurso de asunción, Baldomir dejó abierta la posibilidad de una reforma de la Constitución, aunque sin
especular demasiado sobre su alcance. Esto permitió a la oposición dirigir su acción hacia ese tópico que le
dejaba un espacio para ir “rodeando” al nuevo mandatario.

En ese marco, apenas un mes más tarde, el 25 de julio, las fuerzas de la oposición organizaron un acto público
bajo la consigna “por una nueva Constitución y leyes democráticas”. Esta convocatoria, realmente sin
precedentes en la historia del país (según los cálculos más pesimistas concurrieron doscientas mil personas),
dejó en claro la voluntad mayoritaria por un cambio político.

Ese “mitin” resultó del cruce de caminos: batllistas, nacionalistas independientes, socialistas y comunistas en
filas partidarias, junto a estudiantes y organizaciones sindicales, se unían en el rechazo al “régimen de marzo”,
pero se dividían en cuanto a los pasos a adoptar. No era la primera vez que ocurrían estas divergencias
operativas. Por lo pronto, habían adoptado actitudes electorales diferentes. Mientras batllistas y blancos
independientes optaron por mantener inflexiblemente una conducta abstencionista, socialistas y comunistas —
también enfrentados entre sí por viejas polémicas— optaron por el camino de las urnas. E incluso llegaron en
1938 a una alianza electoral, al obtener los candidatos socialistas, Frugoni y Riestra, el apoyo transitorio de los
comunistas. Lo cierto es que la oposición mostró signos de debilidad que la inhibieron para concretar acciones
conjuntas eficaces, aunque existieron importantes intentos.

Los sucesos posteriores al acto de julio pusieron al descubierto, una vez más, las diferencias. Gran parte del
batllismo y del nacionalismo independiente se esforzó en dejar claro que su oposición no era hacia Baldomir,
sino hacia el terri-herrerismo. Comenzaba una constante aproximación al presidente, lo que le permitió a éste
romper con la “alianza de marzo”. El País hablaba de que en adelante había que adoptar una “serena
expectativa”, estableciendo un “matiz diferencial entre el gobierno de Terra y Baldomir”. La legislación electoral
de 1939 también enfrentó a las fracciones partidarias a duras opciones y a intensas polémicas internas. La ley
de lemas obligaba a batllistas y nacionalistas independientes a optar entre volver a la matriz original —y
entonces sumar sus votos con sus oponentes— o abandonarla y claudicar de su historia, tradiciones, símbolos,
nombres, etcétera. Por su parte, el Partido Comunista instaba a “agruparse al lado del gobierno” para derrotar
la “subversión herrerista-fascista”. Los socialistas y la Agrupación Demócrata Social de Quijano criticaron
duramente estas posturas de acercamiento al gobierno, sin lograr articular otra alternativa.

Tempranamente pues, empezaba a diseñarse el camino que había de tomar el régimen de transición. El final del
terrismo sobrevendría —como antes de la dictadura— desde dentro de los partidos tradicionales. El transcurso
de la Segunda Guerra Mundial allanó el terreno, fortaleciendo y solidificando nuevos alineamientos.
Gradualmente, la “serena expectativa” dio lugar al apoyo incondicional. Baldomir estuvo acompañado por gran
parte de sus antiguos oponentes, que lo fueron rodeando y conduciendo por nuevos rumbos; el hombre de la
transición había nacido.
La Guerra y su impacto en la trama partidaria

El triunfo de los regímenes fascistas en Europa y su política exterior agresiva, así como el estallido de la
Segunda Guerra Mundial y la posterior entrada de Estados Unidos en el conflicto, obligaron a los países
latinoamericanos a definir con claridad sus conductas al respecto.

Uruguay había decretado el 5 de setiembre de 1939 su neutralidad frente a la guerra europea. No obstante esta
primera actitud, se fue perfilando con creciente nitidez una definida posición a favor de los aliados y de las
directivas estadounidenses. De este modo, el gobierno de Baldomir revirtió las orientaciones del terrismo en
materia internacional. La causa aliada era identificada —y en esto coincidía con la opinión pública en general—
con la defensa de la democracia amenazada seriamente por el avance totalitario.

El país entero se contagiaba del clima bélico internacional. En diciembre de 1939 la batalla de Punta del Este
había acercado la guerra a nuestras playas. El 17 de diciembre el hundimiento del Graf Spee sacudió la modorra
dominical y veraniega de los montevideanos. De allí en adelante los rumores de una posible expansión nazi-
fascista alimentaron los temores colectivos. La publicación en la prensa de las “listas negras” donde aparecían
los nombres de comerciantes y empresarios vinculados con el nazi-fascismo, la suspensión del diputado
colorado Kayel por su “prédica totalitaria”, la denuncia de una conspiración nazi (“el plan Fuhrmann”, que
contenía un plan de ataque al país para convertirlo en una “colonia alemana de campesinos”) y la creación de la
Comisión Investigadora de Actividades Antinacionales, fueron algunos de los hechos que exacerbaron el clima
opresivo que se vivía. A esto se unía una casi constante movilización, a lo largo y ancho del país, de repudio al
fascismo y apoyo a los aliados.

La marcada tendencia proaliada en la política oficial agudizó el resquebrajamiento en el sistema de alianzas


que el gobierno de Baldomir había heredado del período anterior. El herrerismo, con inocultables simpatías
hacia el nazi-fascismo, esgrimía un “nacionalismo neutralista” y enjuiciaba duramente toda concesión a Estados
Unidos. Los planes de defensa continental, la adquisición de armamentos, las leyes de asociaciones ilícitas y de
instrucción militar obligatoria, o la intención de asentar bases militares en el país, tuvieron amplia resonancia a
nivel parlamentario generando encendidos debates.

La causa aliada quedó indefectiblemente envuelta en una actitud incondicional hacia Estados Unidos y fueron
pocos los que advirtieron —Carlos Quijano y su Agrupación Demócrata Social se contaron entre ellos— el
peligro que implicaba.

Herrera pasó a ser considerado “enemigo público número uno” y principal obstáculo para impulsar los planes
“de solidaridad americana en la defensa continental”. El golpe de febrero de 1942 permitió barrer con dicha
resistencia.

El clima golpista

1941 fue un año preelectoral y cargado de graves perturbaciones. La renuncia forzada de los ministros
herreristas, las amenazas crecientes de golpe y los enfrentamientos con la Corte Electoral fueron algunos de sus
hitos relevantes.

En marzo, la situación de enfrentamiento con el herrerismo hizo crisis con el fin de la coparticipación
ministerial establecida por la Constitución del 34. Baldomir pidió la renuncia de los tres ministros herreristas.
Sostuvo que el Partido Nacional no tenía “título” para integrar el gabinete y hacer al mismo tiempo una política
de oposición al gobierno. El nombramiento de dirigentes colorados para ocupar los cargos vacantes —
contrariando la letra constitucional que establecía la coparticipación con el nacionalismo— aumentó los niveles
de la tensión política. La sombra de un nuevo golpe pareció cernirse sobre el país. Sin embargo, se diluyó ante la
reacción cautelosa del herrerismo.
En setiembre de ese mismo año apareció el diario presidencial El Tiempo. Baldomir, al igual que su predecesor,
abría el año anterior al golpe su propio órgano periodístico. Ya en el segundo número, una caricatura invertida
—donde aparecía un gran garrote con la leyenda “Política nacional: el argumento que se insinúa”— generó
reacciones a nivel parlamentario. El ministro del Interior, Pedro Manini Ríos, fue llamado a sala. Afirmó
categóricamente que el Poder Ejecutivo estaba dispuesto a mantener la legalidad. Sin embargo, el alerta rojo ya
se había encendido.

Ahora más que nunca se hacía imperativo acelerar la reforma de la Constitución de 1934, ya que obligaba al
ganador a repartir el Senado en mitades y otorgar tres ministerios al partido que le seguía en número de votos.
En los hechos, esto significó distribuir parte del Legislativo y del Ejecutivo con los herreristas. De manera que a
tono con los “nuevos tiempos” y nuevos aliados, había que eliminar estos obstáculos que frenaban
irremediablemente todo acuerdo político.

En diciembre de 1941, en un acto en el Estadio Centenario, Baldomir reafirmó sus convicciones reformistas. El
herrerismo, contrario a la “deforma” (así la llamaba, descalificándola), conservaba importantes espacios de
poder en el Parlamento y en la Corte Electoral, donde la alianza con los representantes colorados
blancoacevedistas trababa toda posibilidad de impulsar la vía de la reforma. La Corte Electoral fue considerada
como el bastión casi inexpugnable de las tendencias antirreformistas.

A comienzos de 1942 la situación se presentaba como insalvable y los presagios de golpe se hicieron sentir con
mayor virulencia. La prensa revelaba esas tensiones. El Día afirmaba “no hay Corte que valga para impedir que
la reforma sea sancionada”. Los titulares del diario El Tiempo anunciaban en forma amenazante: “No habrá
elecciones si no se nombra la Corte Electoral”. Ante esto el herrerismo promovió una nueva interpelación. La
exposición del ministro, reafirmando la solidaridad del presidente con las opiniones vertidas en su periódico,
determinó una declaración de repudio del Senado. Horas después, en la madrugada del sábado 21 de febrero, se
concretó el tan anunciado golpe de Estado.

Alfredo Baldomir fue un mandatario de paso, sin brillo propio, sin pasado ni futuro político, al que las
circunstancias, el contexto internacional, los impulsos de quienes empezaron a rodearlo, hicieron que
abandonara definitivamente la senda marcada por el terri-herrerismo. En su aspecto político, la transición se
fue vertebrando a lo largo de la presidencia, y tuvo en el golpe del 42 uno de sus momentos fundamentales. El
proceso y su desenlace sobrevinieron, al igual que en 1933, desde los partidos políticos, sólo que esta vez los
antigolpistas de ayer estrecharon filas junto a Baldomir.

El marco institucional actuó de manera decisiva facilitando nuevos alineamientos internos. También el contexto
ofreció un estímulo económico traducido en un aumento de las exportaciones y un crecimiento del sector
industrial. Aunque los aspectos políticos acapararon la atención, los años cuarenta constituyeron una
coyuntura compleja de transformaciones en diferentes planos de la vida del país.

La dictadura terrista quedaba atrás; de ella se evocaron el suicidio de Brum y la trágica muerte de Grauert.
Otras tragedias de la dictadura quedaron deliberadamente sepultadas.

Con el golpe de Estado del carnaval del 42 había ganado otra vez, como decía Quijano —quien solitariamente
evocaba esta página de la historia— “el país de los atajos”.

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