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Milena Gauna

18/10/2016

LE SPECIALI CANNELLONI

Lo observas alzar la vista dos veces en la misma dirección, cruzar la esquina con la
seguridad y el porte masculino que lo caracteriza, caminar unos pocos metros e ingresar al bar
con sutileza felina, escoger la mesa junto a la ventana, colgar su gabán en la silla contigua sobre
su maletín y tras sentarse, observar detenidamente su reloj vintage con destellos dorados del
siglo pasado. Te aproximas, le tomas el pedido y te alejas presurosa -su presencia te resulta
intimidante- y haces lo mismo cuando le llevas el cortado en jarrito. Sintiendo curiosidad de su
persona te sumergirás en tus propios pensamientos hasta que te haga señas pidiendo la cuenta
y volverás a su lado una vez más. Permaneces rígida. Él recoge su portafolio, deja la paga bajo el
vasito de soda vacío y la propina justa, ni mucho ni poco; para que no lo consideren tacaño,
aunque así lo sea. Te sorprenderá saber que él piensa en su soledad concubina que le abriga por
las noches y le consiente dormir en diagonal.

Tu Don Juan estará sentado en la misma mesa lunes, miércoles y viernes, empezará con
un recurrente desayuno de cafeína pero terminará volviéndose también rutinario su almuerzo
contiguo a la ventana. Te volverás su acompañante de turno, la mesera que lo atienda pero
también la confidente de sus vivencias. Aunque en meses anteriores lo aborreciste por su aire
de superioridad de genio evolucionado; hoy te dejarás enamorar con sus discursos en
fraudulento francés. Quieres conocer más allá, degustar esas recetas europeas y sumergirte en
eternos vinos agrios.

Inesperadamente cierto día lo encuentras acompañado de colegas del trabajo. A estas


alturas ya le sonríes y lo tuteas de un modo tan corriente, incluso llevas puesta en la piel las
notas olfativas, mera imitación, del perfume J'adore que él alguna vez te mencionó. Adviertes
su mirada indiferente.

- ¿Vas a pedir lo mismo de siempre? –Te apresuras a decir.


- ¿Disculpe? –el entretanto te parte al medio.- Llámeme doctor por favor, no me falte
el respeto.

Te insulta, te humilla, te desprecia frente a ese montón de cerdos con profesión; pensar
que al mundo lo gobierna esa calaña de idiotas. Te vuelves mecánica al momento de servir la
mesa y un repentino dolor de cabeza te aprisiona dificultando el pensar, te sientes inflamable.
No sabes cuántas veces te ha pasado esto pero caes en la cuenta de que no habrá próxima. Lo
sentencias: estas serán sus últimas horas de vida.

Sus amigos abandonan el lugar mientras él simula ir al toilet evitando dejar al descubierto
su usanza del transporte público. Reaccionas instintivamente. Aguardarás tras la puerta y lo
embestirás en seco con un arma blanca que estará escondida perfectamente bajo tu delantal.
¿Acaso no había notado que tus pupilas perdieron el brillo y se dilataron volviéndose frías?
Después de abrirse la puerta distingues que mira nerviosamente alrededor intentando articular
palabra, pero no es él ni tú quien habla sino tu cuchilla filosa hincándose silenciosamente. Una,
dos y hasta cinco veces. Palpas los azulejos húmedos, tomas una bocanada profunda de aire
oxidado y observas una mariposa contraída, arrastrándose.

Aspiras el olor lúcido de la nuez moscada amalgamando la espinaca y el toque especial de


los sesos con la salsa blanca te punge hasta la médula con un frenesí deleitante. Tras quedar
satisfecha, brindas y bebes de un vino dulzón color rosado tan espeso como los recuerdos que
nunca podrás arrancarte. Recuerdos de amor, de locura y de muerte haciéndose carne en ti.

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