MARTÍNEZ HEREDIA, FERNANDO, SOCIEDAD Y POLÍTICA EN AMÉRICA LATINA,
CAPIRO, SANTA CLARA, 2011.
FERNANDO MARTÍNEZ HEREDIA
.apira Sociedad y política en América Latina Sociedad y política en América Latina Fernando Martínez Heredia (Yaguajay, 1939) Doctor en Derecho. Investigador social e historiador. Ostenta las categorías docente y científica de profesor e investigador titular. Desde 1966 se ha especializado en temas latinoame-ricanos, especialmente en los relativos a movimientos populares, algunas de cuyas actividades ha acompañado. Fue director de la revista Pensamiento Crítico y del Departamento de Filosofía de la Universidad de La Habana; actualmente es director general del Instituto Cubano de Investigación Cultural Juan Marinello, donde también preside la Cátedra Antonio Gramsci. Miembro del Consejo Nacional de la UNEAC. Ha publicado doce libros; entre los más recientes pueden citarse La revolución cubana del 30. Ensayos (2007), El ejercicio de pensar (2008) y Andando en la Historia (2009). Sociedad y política en América Latina Fernando Martínez Heredia !apira Santa Clara CUBA 2011 Edición: Amparo Ma. Ballester y Misael Moya Perfil de colección y diseño: Leonardo Orozco Ilustración de cubierta: Mural en el Colegio de San Ildefonso, de José Clemente Orozco Diagramación: Lien Cabrera González Corrección: Rebeca Murga Vicens ® Fernando Martínez Heredia, 2011 o Sobre la presente edición: Editorial Capiro, 2011 ISBN: 978-959-265-219-4 Editorial Capiro Gaveta Postal 19, Santa Clara 1, Cuba, CP 50100 E-mail: ecapiro@cenit.cult.cu / www.cubaliteraria.com Este libro ha sido procesado en la Empresa Gráfica de Villa Clara y el Taller Gráfico del Centro Provincial del Libro y la Literatura, en Santa Clara, en el mes de febrero de 2011. La edición consta de 1 000 ejemplares. Presentación La independencia de la mayoría de las colonias de América no consiste en un manojo de fechas famosas a celebrar, sino en un proceso histórico extraordinario que duró un tercio de siglo, de 1791 a 1824. Su denominador común fue la obtención de la autodeterminación en las posesiones de España —excepto Cuba y Puerto Rico— y en el Brasil portugués, y la constitución en ellas de Estados soberanos. Pero su clave, lo que le da trascendencia, fue la vía utilizada: las revoluciones. En su fragua encontraron los pueblos la solución para problemas que habían sido imposibles, en ellas se reunieron los hasta entonces divididos en un mar de castas y particularismos, aprendieron a elevarse y cambiarse a sí mismos, y juntaron fuerzas suficientes para vencer. La primera de esas revoluciones, la haitiana, es un ejemplo impar: en la más rica colonia de Francia, la única revolución de esclavos triunfante de la historia culminó en una terrible guerra de independencia y en la constitución del primer Estado de nuestro continente. Hoy no cabe alabar el Bicentenario como ingenuos ni negarlo como supuestos sabios. Hoy es imprescindible asumir aquel descomunal evento histórico en su complejidad real, en su heterogeneidad y su grandeza, para conocerlo, para recuperar su memoria histórica desde la perspectiva de la causa popular. Esa operación no solo sacará a la luz a protagonistas olvidados y los modos siempre singulares de integración del hecho histórico, también vendrá en ayuda nuestra para comprender mejor el presente y proyectar la acción necesaria y el futuro. Insisto mucho en mis escritos en los problemas del colonialismo mental, y es porque su arraigo y su fuerza se disfrazan y ocultan, y asumen formas de apariencia inocente. Para el viejo colonialismo, el silencio era la fórmula: las colonias no tienen historia. Pero los pueblos destruyeron ese colonialismo y la misma madurez del capitalismo mundial se hizo neocolonialista. La nueva fórmula ha sido la tergiversación, la manipulación, el sesgo, sin dejar de utilizar las zonas de silencio. La cuestión sería sencilla si se redujera a relaciones externas, pero lo grave del viejo y del nuevo colonialismo ha sido su capacidad de reproducirse dentro del colonizado y, lo que es peor, de vivir dentro del que ya no lo es. Los sistemas de educación, los medios masivos, mil maneras más o menos sutiles alimentan ese veneno que tiende a debilitar y hacer inermes a los individuos y las sociedades. El Bicentenario es solo uno más entre los campos de la crucial Lucha contra el colonialismo mental. En 2011, América Latina y el Caribe están viviendo un tiempo que puede llegar a ser de decisiones trascendentales. Después de un final de siglo desolador, la primera década de este registra avances muy notables en cuanto a la formación de un polo de logros y atracción de las causas populares, compuesto por movimientos sociales combativos y gobiernos muy consecuentes, nacidos del apoyo popular. Otros Estados buscan autonomía res-pecto al imperialismo, y crecen las coordinaciones lati-noamericanas. Ganan terreno las iniciativas y la idea de la integración de los países de la región. Al mismo tiempo, ningún análisis serio podrá obviar los innumerables escollos, insuficiencias y enemigos, adversos a este proceso. Este libro es una modesta contribución a la necesidad de conocer a nuestra América, y pensar sus problemas y sus caminos, por lo que pone su acento en las realidades y los desafíos actuales. Sus textos están articulados por una posición intelectual que tiene muy en cuenta la interpretación y las totalidades, pero parte de los datos y los procesos concretos para llegar a sus valoraciones y criterios. A la vez, sigo la antigua costumbre de los clásicos del pensamiento social: dar mis opiniones, tomar partido, sin que ello me quite lucidez ni me absuelva de argumentar. Testimonio de esa posición son mis palabras finales. Opino que si los eventos latinoamericanos se dirigen a una fase critica, la salida eficaz tendrá que ser la formación de un nuevo bloque histórico de movimientos populares y poderes populares, y su capacidad de tejer alianzas más amplias. Y es probable que se encuentren todos en el remolino de la revolución, esa palanca maravillosa para el desarrollo de las personas y las sociedades. Libertad, naciones y justicia social: dos siglos de reuniones y contradicciones1 No estamos conmemorando unas fechas, sino un proceso desarrollado de 1791 a 1824, un tercio de siglo en el que cambiaron a fondo la relación externa de nuestro continente y, en diferentes medidas, las relaciones sociales y políticas internas. Fue la más temprana descolonización regional ocurrida en el mundo. Lo determinante en este proceso fueron revoluciones violentas en la mayor parte de los casos de la América española, aunque en Centroamérica y Brasil la independencia se estableció a partir de actos no violentos promovidos desde arriba. Hubo crisis en las metrópolis y en sus colonias, sin duda, pero solo porque hubo revoluciones pudo producirse la gran transformación. En el principio fue la Revolución haitiana. Es una tremenda injusticia histórica la celebración generalizada del Bicentenario alrededor de 1810. En 1991 no se le hizo caso al Bicentenario haitiano, cuando todavía se oían ecos de los doscientos años de la Revolución francesa y se hacía una gran algarabía alrededor de los quinientos años del inicio del colonialismo en América, disfrazado bajo el nombre mentiroso de «encuentro de culturas». Los que estamos aquí, y los que son como nosotros, incluimos siempre la Revolución haitiana e insistimos en 1 Palabras en el Coloquio Internacional «La América Latina y el Caribe entre la independencia de las metrópolis coloniales y la integración emancipatoria», de la Casa de las Américas (Sala Che Guevara, 22 de noviembre de 2010). El autor revisó el texto para esta edición. esa elemental reparación histórica, pero estamos muy lejos de ser mayoría o tener suficiente influencia para lograr al menos que los escolares estudien esa revolución, y para que se celebre el aniversario de la batalla de Vertiéres.? La nación, como la entendemos hoy, era una idea incipiente cuando sucedió la independencia en América. Si en Europa era una novedad, en América pudo encontrar espacio precisamente por las necesidades de autoidentificación que tenían los que se levantaban contra un orden colonial que, además de su poder material y la inercia de lo establecido, tenía muchos medios espirituales a su favor. Los insurgentes y los nuevos políticos tuvieron que aprender a organizar poderes propios, confiar en ellos y hacerlos permanentes, y aprender a nombrar ese nuevo mundo que iban creando. Durante sus luchas, los negros y mulatos haitianos se llamaron a sí mismos «indígenas». El apelativo «americano» fue el más expresivo de la existencia de una nueva identidad; además, fue el más utilizado por los revolucionarios radicales. ¿Qué carácter tuvieron aquellas revoluciones? La independencia nacional fue la constante. Aunque no necesariamente fue el punto de partida de cada una, resultó el punto de llegada en todos los casos. Hubo revoluciones sociales en diferentes lugares durante el proceso, más o menos victoriosas, inconclusas, parciales o derrotadas. El continente en que sucedieron esos eventos 2 El 18 de noviembre de 1803 se libró la batalla decisiva de la independencia haitiana. La guerra revolucionaria de 1803, bajo el mando supremo de Jean Oacques Dessalines, culminaba frente a la Ciudad del Cabo. Después de la batalla, Rochambeau, el general en jefe francés, se rindió a Dessalines, que proclamó la independencia y el nacimiento del nuevo Estado el Io de enero de 1804, en Gonaives. había sido sometido durante tres siglos a una subordinación colonial completa; violentados, oprimidos y explotados sin límites sus pueblos, sus culturas y su medio natural; suprimidas o avasalladas y manipuladas las organizaciones sociales que existían antes de la colonización; aumentada y transformada la población con enormes contingentes de africanos y europeos, gran parte de ellos traídos como esclavos. Se establecieron sistemas muy centralizados de poder y con tendencias unificado- ras poderosas basadas en el predominio de la cultura material y espiritual de los europeos. América fue una región indispensable para la acumulación capitalista europea. Desde las complejas sociedades de dominación resultantes de la larga época colonial cada país enfrentó la ruptura del orden colonial y la formación de los Estados independientes. A mi juicio, la gran lección de hace dos siglos es que solamente la violencia revolucionaria pudo ser eficaz para conseguir que individuos y grupos sociales se plantearan negar y trascender su situación de colonizados o su condición servil y actuar en consecuencia, ser muy subversivos en sus prácticas, sacrificarse, persistir durante las circunstancias más difíciles, organizarse militar y políticamente, superar hasta donde fue necesario las divisiones en castas que tenían y tas ideas y sentimientos correspondientes, cambiarse o reeducarse a sí mismos en buena medida, crear nuevas instituciones y relaciones, vencer a sus enemigos e instituir países que se reconocieran y apreciaran como tales y masas de personas que fueran o aspiraran a ser sus ciudadanos. Aunque no fue ese el curso de los acontecimientos en todas partes ni los eventos afectaron a todo el territorio y las poblaciones, la revolución les dio el tono general a la independencia y a la época en el continente. En la América del Sur se dio un caso único en toda la historia del mundo colonial: las guerras de independencia se internacionalizaron a un grado extraordinario, ejércitos revolucionarios atravesaron distancias enormes, combatieron y vencieron muy lejos de sus tierras natales, liberaron otros pueblos y participaron decisivamente en su organización estatal y política. En general, los procesos independentistas se consideraron parte de una epopeya y un proyecto americanos, y así quedaron fijados en la conciencia social y en los discursos más influyentes. Moderados, aprovechados y conservadores americanos tuvieron que adoptar los símbolos de la epopeya libertadora, incluso los que querían mediatizarla y controlarla. Sin duda, esa tradición es un aspecto de enorme importancia en la acumulación cultural latinoamericana y caribeña actual. Pero si examinamos aquel proceso histórico cabría preguntarse: ¿la independencia de qué, para quiénes, con cuáles participantes y beneficiarios? Las formas en que se inspiraron mutuamente las luchas por la independencia nacional y por la justicia social, las uniones, coordinaciones o contradicciones entre ellas en el interior del campo de los independentistas y entre ellos y la masa del pueblo de sus países, constituyeron el contenido de la historia real. Después se fueron integrando y consolidando versiones que se convirtieron en la historia nacional, como parte de un complejo cultural que respondía, en todo lo esencial, a la dominación de clase, al Estado y a las representaciones sociales correspondientes. Igual que las economías locales, los idiomas, las comunidades, y las diversidades sociales y humanas, la historia fue cristalizada en un molde nacional. No es posible reducir ese molde a los arbitrios de los dominantes ni a actos premeditados, pero lo cierto es que excluyó lo que fuera realmente peligroso para la dominación. Las historias nacionales de nuestros países constituyen negaciones del colonialismo, que no admite que los colonizados tengan historia, mas no significan el fin de las colonizaciones, que persisten en las instituciones, las mentes, los sentimientos y la vida espiritual. Hasta hoy siguen presentes. Las zonas de silencio, las multitudes sin voz, las selecciones tendenciosas de hechos, procesos y personalidades, las distorsiones y las falsedades, han formado parte hasta hoy de las historias nacionales en nuestra región. Necesitamos liberar el pasado, para que podamos reconocernos mejor, o reconocernos realmente, para conocer las fuerzas y las debilidades, los enemigos y los caminos, las experiencias y los saberes del propio pueblo, lo que se ha vivido en el largo camino y, por consiguiente, los elementos fundamentales para entender el presente, sus rasgos principales, sus tendencias y potencialidades. Es decir, para guiar nuestras acciones y nuestros proyectos. La libertad como ideal general tuvo una enorme relevancia, pero en su asunción por amplios sectores fue más concretada que su matriz europea —aunque esta había recibido un impulso decisivo con la Revolución francesa— y expresó diferencias muy notables en cuanto a ella. Señalo solo tres. La libertad política —sin la renuncia a la implantación de libertades individuales— tenía otro centro más colectivo, ya que encarnaba la libertad de un país respecto a la metrópoli y era un anhelo de la gente del país frente a un enemigo extranjero. La libertad personal resultaba un problema fundamental de justicia social, más que de banderas políticas, para la mayoría de los trabajadores y demás individuos sometidos a la esclavitud y a desigualdades de castas. La clase dominante criolla no podía enarbolar la libertad personal y las libertades individuales como una bandera revolucionaria, porque en gran parte estaba ligada al trabajo de los esclavos y a las prestaciones serviles —o vivía de ellos—, lo que exigía que los oprimidos no gozaran de libertad personal, o de igualdad formal y ciudadanía plena. La historia de la independencia americana está llena de contradicciones en el seno de los grupos sociales, de tensiones y enfrentamientos, de proceres y movimientos que rompen con fundamentos del orden vigente al abolir la esclavitud y de repúblicas que después la mantienen; de militancias decididas por razones sociales y no por el lugar de nacimiento; de respetos y camaraderías imposibles en la vida social previa, nacidos de tremendas experiencias y sacrificios compartidos; de nuevas instituciones y normas que resulta muy difícil llevar a la práctica y hacer permanentes; y de promesas incumplidas. Apunto algunos datos relativos a la composición de la población. Solo la quinta parte de los habitantes de la América española era clasificada como blanca, y los africanos y afrodescendientes eran más de la tercera parte de los habitantes en las actuales Colombia y Argentina, y más del 60 % en Venezuela y Brasil. Los pueblos autóctonos eran mayoría en unas regiones y una proporción altísima en otras, a pesar del genocidio cometido contra ellos. Eran explotados o esquilmados, y considerados seres inferiores, a pesar de algunos intentos legales metropolitanos en la última fase de la época colonial. En general, la construcción social de razas y racismo en las colonias americanas era una función del modo de producción y el sistema de dominación, pero su plasmación cultural fue profundamente abarcadora y persistente; si era un factor de gran peso en la división colonial entre los oprimidos, en las repúblicas siguió siéndolo en gran medida y ha sido un cáncer crónico hasta hoy. La primera oleada de levantamientos en las colonias de Tierra Firme, en las últimas dos décadas del siglo XVIII, fue protagonizada por sectores de los más oprimidos, en su mayoría no blancos, y en su centro estuvieron demandas de justicia social. Aunque no conectada con ellos, la Revolución haitiana fue con mucho el mayor movimiento y el único que triunfó. En una de las colonias más productivas del mundo, una masa enorme de esclavos se sublevó y obtuvo su libertad. Los revolucionarios de Sainte Domingue forjaron sus instrumentos y sus objetivos, vencieron a sus dueños, a la invasión británica y las agresiones de España, a un gran ejército de Napoleón en la campaña final de 1803, y declararon la independencia nacional. El Io de enero de 1804 se fundó Haití, el primer Estado independiente de la América Latina y el primero sin esclavitud de las Américas, dos hechos históricos trascendentales. Haití estrenó el internacionalismo en el continente, influyó en las ideas sociales revolucionarias de Bolívar y le dio todo el apoyo material que pudo, y fue un ejemplo práctico y un rayo de esperanza para los esclavizados de América. En el proceso revolucionario de los quince años que van del Grito de Murillo a la Batalla de Ayacucho, confluyeron las protestas, las rebeldías y los motines de los humildes con los movimientos encabezados por personas y grupos de notables que se propusieron de inicio la independencia o terminaron impulsándola. La gente de abajo tuvo que hacer a un lado las estrategias de supervivencia, que suelen primar cuando se vive en situaciones de miseria y desvalimiento; la fragmentación y la distancia extraordinarias en que se encontraban sus sectores, muchas veces enfrentados entre sí; la violencia contra ellos mismos, que es una reacción tan extendida en estos órdenes sociales; el rencor y el rechazo profundo a los de arriba, que era natural en esas sociedades de castas y opresiones despiadadas; las concepciones del mundo y de la vida diferentes que muchos de ellos conservaban, aunque fuera parcialmente; y la posibilidad que tenían de retirarse a zonas alejadas de los conflictos en un continente que estaba lejos de haber sido completamente ocupado por las estructuras de colonización. Decenas de miles de personas humildes dieron los pasos necesarios y militaron en las filas de las revoluciones, les aportaron su sangre y sus esfuerzos, priorizaron la nueva identidad y los nuevos valores que asumieron, y adelantaron la integración de naciones y de un ideal americano a un grado que hubiera sido impensable pocos años antes. A su vez, los caudillos y apóstoles revolucionarios los condujeron y les abrieron horizontes superiores a sus actividades y sus sueños, oportunidades de aumentar sus capacidades, su autoestima y sus lugares sociales, y de pretender libertades personales y políticas aseguradas y permanentes. Los decretos y las iniciativas de estos líderes, que abolían la esclavitud, las prestaciones serviles y los tributos, derrotaban y castigaban a los tiranos y esbirros coloniales, daban paso al mérito militar, fomentaban la igualdad en el trato y abrían oportunidades prácticas de tener ingresos y de instrucción, constituyeron gajes concretos de las revoluciones y ayudaron a instituir individuos y sociedades con expectativas muy superiores al mundo previo. El resultado de conjunto fue un formidable avance cultural a escala continental. La libertad, las naciones y la justicia social han vivido muy dilatados y complejos procesos en nuestra América desde 1824 hasta hoy. Tenemos que lograr que nadie crea que todo sucedió como la luz del día sucede a la noche, para que la historia pueda cumplir sus funciones a favor de los pueblos. La forma republicana de gobierno fue invocada siempre y terminó predominando, pero las libertades fueron recortadas, conculcadas o no cumplidas en la práctica en innumerables ocasiones y lugares; la justicia social siguió siendo negada a las mayorías y las naciones se fueron forjando paulatinamente, tanto que algunas no se han completado todavía. Sin embargo, en nombre de estas y del nacionalismo se implantaron regímenes de dominación, se reprimieron las luchas sociales y de los grupos étnicos oprimidos y se emprendieron numerosas guerras y conflictos entre países del continente. Desde la independencia en adelante, las potencias capitalistas de Europa —y Estados Unidos, según fueron ganando fuerzas a lo largo del siglo xix— jamás dejaron de buscar y establecer relaciones económicas ventajosas para ellos con los nuevos Estados, ni de utilizar medios extraeconómicos para esos fines. Fueron numerosas las invasiones a países, las guerras o las agresiones con fuerzas navales, siempre dirigidas a imponer sus intereses explotadores y depredadores; también utilizaron mucho la cooptación de gobiernos y sectores dominantes para enfrentar a unos países contra otros. Sabían que ya no podrían instaurar de nuevo colonias en América Latina, pero aprovecharon el tipo de sociedades de dominación que se establecieron en la región para convertir a sus beneficiarios en socios subordinados o en cómplices, en dominantes y dominados al mismo tiempo. Estos sacrificaron los intereses generales de sus sociedades para man-tener los de ellos y los de sus nuevos mandantes. Ilustro esa situación histórica con un caso trágico: el aplastamiento del Paraguay, país que se independizó de España y del Río de la Plata en 1811, y se desarrolló de manera autónoma durante medio siglo. El poderoso Estado paraguayo liquidó a la oligarquía, repartió la tierra a los campesinos, tuvo un fuerte sector agrario, canales, riego, caminos; desarrolló astilleros, fundiciones con su propio hierro, una marina mercante; instaló el ferrocarril y el telégrafo, contrató técnicos extranjeros; produjo textiles, papel, pólvora, cañones, con inversión pública y sin contraer deudas; tuvo una moneda fuerte, controló el comercio exterior y protegió con gran rigor la industria y el comercio nacionales. Eliminó el hambre y alfabetizó a una población que ascendía a un millón de personas en 1864. Ningún país sudamericano había logrado tanto. Paraguay necesitaba salir al mundo por el Río de la Plata. ¿Seria el camino la colaboración y la alianza con la Argentina en formación, y proteger entre ambos a Uruguay frente a Brasil? ¿0 quizás formar entre los cuatro Estados una alianza más amplia? Sucedió todo lo contrario. Las clases dominantes de Buenos Aires y Brasil se aliaron a la Gran Bretaña, que estaba empeñada en destruir la experiencia y el ejemplo paraguayos. Con su apoyo —y con los empréstitos del Banco de Londres, Baring Brothers y Rothschild—, la Triple Alianza que formaron añadiendo a Uruguay le hizo a Paraguay una guerra de exterminio entre 1865 y 1870. El pueblo paraguayo peleó heroicamente junto a su presidente, Francisco Solano López; el 75 % de la población pereció en la guerra. Los invasores arrasaron el país, le arrebataron 150 000 km2 y aniquilaron su desarrollo.3 No puede ser propósito de estas breves comunicaciones abarcar demasiado, por lo que desisto de hacer más referencias al contenido del lapso histórico que va de La independencia a la actualidad. Pero quisiera al menos mencionar tres cuestiones generales, entre otras muy importantes. Una, los que han ejercido la dominación les han negado la igualdad real y muchos derechos en sus repúblicas a amplios sectores de la población, en todo lo que consideraron necesario y todo el tiempo que han podido hacerlo, para defender y ampliar sus ganancias, mantener su poder político y social, su propiedad privada y la forma estatal nacional con un ordenamiento legal y político que los favorezca. Han preferido no ser clase nacional y, cuando ha sido necesario, han sido antinacionales. Dos, en su desarrollo mundial, el capitalismo ha seguido imponiéndose en la región de acuerdo con las características de sus fases sucesivas, aplastando resistencias y rebeldías, cooptando y subordinando, hasta que en la actualidad su propia naturaleza ha cerrado la posibilidad de que bajo su sistema América Latina pueda 3 Ver Juuo José CHIAVENATTO: Genocidio Americano: A Guerra do Paraguai, Editora Brasiliense, Sao Pauto, 1975; Eduardo Galeano: «Del antiguo apogeo a La humillación de nuestro tiempo», Pensamiento Crítico, (51): 215-227; La Habana, abr., 1971. satisfacer las necesidades básicas de sus poblaciones, desarrollar sus economías y sus sociedades, aprovechar sus recursos y organizar su vida según el medio natural y mantener sus soberanías nacionales. Tres, existe una gran acumulación cultural en el continente de capacidades económicas, cultura política y social, identidades, experiencias e ideas, que es potencialmente capaz de enfrentar en mejores condiciones que otras regiones del mundo los males a los que fue sometido en las últimas décadas y la rapacidad y la agresividad del imperialismo, y de emprender transformaciones profundas que le permitan hacer posible y convertir en realidad lo que le está impidiendo el sistema capitalista. Termino estas palabras con un comentario acerca de aspectos del tema que he abordado, en la situación actual. En América Latina ha crecido el rechazo masivo a las políticas neoliberales y la capacidad de comprender que ellas son también un instrumento ideológico de la dominación; el comportamiento cívico de millones, en las movilizaciones y las protestas, y a la hora de votar, evidencia ese avance. Algunos Estados de la región se han alejado del FMI y muy pocos se permiten invocarlo, aunque lo cierto es que muchos siguen dentro del campo de las políticas que esa institución y el Banco Mundial preconizaron e impusieron. Vuelve a ganar terreno la conciencia que identifica el carácter internacional del sistema capitalista de dominación, ahora con la ventaja de un nivel masivo de cultura política que hace cuatro décadas no existía. Aumenta también la convicción de que contra el desastre permanente que implica el sistema para las mayorías, la resistencia y la viabilidad de los cambios imprescindibles necesitan la creación de vínculos internacionales. Numerosos Estados participan en coordinaciones en busca de nexos que les sean beneficiosos y cierta autonomía respecto a los centros del capitalismo mundial; al mismo tiempo, los gobiernos tienen más en cuenta que los pueblos cada vez toleran menos las democracias de entreguismo, negocios sucios y miseria generalizada. Surgen también situaciones en las cuales ciertos intereses del propio país se fortalecen y encuentran vehículos políticos y consensos amplios, utilizan los mecanismos gubernativos y enfrentan urgencias de una parte de los sectores más desposeídos. Como sucede en los eventos que después serán históricos, en la época que comienza se está levantando una concurrencia de fuerzas muy diferentes —incluso divergentes —, a quienes unen necesidades, enemigos comunes y factores estratégicos que van más allá de sus identidades, sus demandas y sus proyectos. Quizás haya hoy todavía más optimismo que logros, pero eso no es perjudicial. Después de décadas de matanzas, represiones, derrotas, engaños, indefensión y pesimismo, en las que se intentó hacer permanente la sujeción de las mentes y los sentimientos al dominio del capitalismo en la vida cotidiana y la vida ciudadana, mientras se sufría en los hechos el capitalismo más brutal y mezquino, hoy millones sienten que es posible luchar otra vez por la vida y el futuro en América, y se ponen en marcha. Una internacional de voluntades está convocando al pasado, el presente y el futuro. A mi juicio, el alcance, las victorias y la permanencia de los procesos de cambio dependerán en última instancia de la calidad y el peso de las luchas de los movimientos populares organizados, combativos y conscientes. El momento es incierto, y prefiero referirme a él mediante algunas preguntas. ¿Se levantarán en América Latina y el Caribe nacionalismos enfrentados al imperialismo, capaces de formar gobiernos y bloques sociales fuertes, ganar legitimidad por sus actos y encontrar fuerza en la memoria y la cultura de rebeldía, de expresarse a través de políticas, acciones e ideologías en las que participen las colectividades? ¿Serán capaces esos nacionalismos de comprender la necesidad de establecer coordinaciones internacionales antiimperialistas como un requisito para ser factibles, poder luchar, triunfar, man-tenerse y avanzar? Si eso sucede, ¿qué predominaría: los intereses de sectores minoritarios, pero con influencia decisiva en la economía y las instituciones, y hegemónicos en la sociedad; o los intereses de la sociedad, a través de las movilizaciones, la concientización y las organizaciones populares que luchen por sus objetivos y se opongan al imperialismo y los sistemas de dominación? ¿0 será que en la situación actual una o la otra opción solo puede salir adelante coordinándose, o inclusive uniéndose? Pero, ¿es posible que sostengan ese tipo de relaciones, o una opción deberá gobernar la otra? La causa principal actual de las resistencias y las movilizaciones populares es la injusticia social, más que la cuestión nacional. Quizás la primera necesidad a resolver para avanzar hacia una integración sea unir ambas culturas de rebeldía, la nacional y la social, en causas que se pongan al servicio de las necesidades y los anhelos de los pueblos. Esa tarea es sumamente difícil, y exigirá a las diversas vertientes —entre otras cosas— superar historias y prejuicios que las separan y hacer análisis muy críticos de los propios proyectos, las organizaciones, los métodos, el alcance que se da a los objetivos, los lenguajes. Habrá que aprender bien en qué consiste el «rescate» de lo nacional, y qué demandas y creaciones resultan imprescindibles y no postergables en materia de justicia social. Pero serán las prácticas lo decisivo, y como le sucede a todo el que entra en política en tiempos cruciales, las cuestiones trascendentales del poder y de la organización aparecerán en toda su centralidad. Y pronto se abrirá paso una exigencia del proceso: se trata de hacer realmente una nueva política —no de decirlo—, que deberá ser no solo opuesta, sino muy diferente a la política que hacen los que dominan. En el plano más general, opino que una política eficaz deberá tener muy en cuenta: a) la elaboración de prácticas ajenas al capitalismo; b) estrategias políticas de articulación entre los movimientos, formación de bloques revolucionarios con los poderes populares y actuaciones que sean conscientes de las realidades, de acuerdo con lo que cada coyuntura exija; c) el análisis de las experiencias propias y de las actividades y los objetivos de los adversarios; d) el debate y la formulación de propuestas de nuevas relaciones sociales, políticas y económicas, de gobierno y de relaciones con la naturaleza. Nuestra América y el águila temible4 Pienso que me han pedido una de las conferencias de este ciclo porque se desea incluir una visión cubana de la América Latina en la apretada selección que se ven obligados a hacer. Una visión cubana tiene varios referentes que le son específicos. Ante todo, procede de un país de nuestra América que desde hace cuarenta y cinco años ha estado viviendo un proceso revolucionario hecho de gigantescos cambios espirituales y materiales de las personas, las relaciones sociales y las instituciones, de esfuerzos, proyectos y esperanzas, de combates por la justicia y la libertad, de resistencia a fuerzas que han parecido cada vez más todopoderosas; un país que resulta insólito y es, a la vez, muy familiar. Segundo, vengo de uno de los países de la llamada América atlántica, en cuya composición étnica y cultural participa de manera notable el aporte de origen africano —yo mismo soy ejemplo de ello— y donde la esclavitud, como en Brasil, fue una institución masiva y terrible, colocada en el centro mismo de la construcción de la riqueza económica y del poblamiento. Un país, el mío, sumamente sensible para la economía capitalista de Occidente durante toda la larga época de su expansión americana, formado en sus intereses, sus encrucijadas, sus dinamismos y sus guerras, y profundamente influido por su cultura. 4 Conferencia en el Ciclo «Ocho visiones de la América Latina», convocado por el Centro Cultural del Banco de Brasil. Cuba es también un país de esta América que ha tenido antiguos y muy estrechos vínculos con la otra América desde la conquista europea, con la colonia británica y después con Estados Unidos. Este último estrenó el neocolonialismo en el mundo con nosotros, hace poco más de un siglo, y se convirtió en un adversario jurado de Cuba desde hace casi media centuria, por habernos liberado de aquella subordinación y del dominio de una minoría nativa que era su cómplice, explotadora y carente de proyecto nacional. La nación cubana no nació solamente de la acumulación y la sedimentación lentas de una comunidad y un complejo cultural determinado —como es usual—, sino, sobre todo, de la subversión revolucionaria popular contra la esclavitud y el colonialismo, y de una guerra de masas que se convirtió en un holocausto, sucedido una generación después del de Paraguay, pero que resultó victorioso en cuanto creador del Estado y de intensos vínculos espirituales que hasta hoy constituyen el núcleo de la nación. En cuanto a vínculos con lo que hoy llamamos América Latina, estos fueron muy fuertes desde el inicio de la colonización europea del continente, y tan emblemáticos que la metrópoli hispana llamaba a Cuba «antemural de las Indias y llave del Nuevo Mundo», dos calificativos que eran referencia directa a su papel militar y de comunicaciones del imperio. Mientras América luchaba por su independencia política, entre 1791 y 1824, Cuba vivía las primeras décadas de su gran boom exportador de azúcar y café —le llamaron entonces la colonia más rica del mundo—, por lo que su poderosa clase dominante criolla optó por seguir fiel a España y obtener el comercio libre con Europa y Estados Unidos. Aunque la nueva realidad que se creó en la región estuvo en su pensamiento, la agenda de esa clase miraba hacia sus metrópolis. Pero América en revolución estuvo en las ideas y los afanes de una gama de opositores y resistentes durante aquellos años. No hubo guerra de independencia en la isla; no obstante, miles de esclavos pusieron su esperanza en la victoria y el ejemplo haitianos, y hubo rebeldías y conspiraciones de la gente humilde; no faltaron conspiradores criollos ni voluntarios de Cuba en los ejércitos americanos. Las nuevas repúblicas fueron un polo atractivo durante cuarenta años, y cuando en 1868 comenzó la primera revolución por la independencia y la abolición de la esclavitud en la isla —la Guerra de los Diez Años—, la bandera inicial de los insurgentes era como la chilena con los colores cambiados de lugar. En los noventa años siguientes a 1868, sin embargo, se repitió en Cuba una paradoja latinoamericana. Por una parte, existía sensibilidad, un interés enorme y permanente en América Latina y una pertenencia espiritual innegable; pero frente a ellos, las relaciones externas fundamentales eran las sostenidas con el mundo desarrollado, en nuestro caso sobre todo con Estados Unidos. Aunque cientos de combatientes intemacionalistas latinoamericanos y caribeños pelearon en las revoluciones cubanas entre 1868 y 1898, estas contaron con muy poco apoyo de los Estados del continente. Desde la concepción patriótica republicana y el proyecto de liberación continental de José Martí hasta los años cincuenta del siglo xx, esta región tuvo siempre un lugar privilegiado en el mundo de los proyectos de cambio cubanos, porque en las condiciones del dominio neocolonial y del despliegue del imperialismo, la identidad nacional buscaba completarse en un referente mayor que afirmara en sí mismo un proyecto de liberación continental. El triunfo revolucionario de 1959 produjo un salto portentoso en la relación entre Cuba y la América Latina y el Caribe. Los impactos y la influencia de la Revolución cubana fueron extraordinarios en todo el continente, y a través de una historia que registra cambios y permanencias persisten hasta hoy. Cuba se sintió iniciadora de la segunda independencia que había preconizado Martí, y ha cumplido con rigurosa consecuencia su deber intemacionalista. Por otra parte, hoy existe una visión cubana de América Latina, y ella es un aspecto importante de la cultura nacional. Además, en la política exterior de Cuba esta es una región de máxima importancia. Las visiones actuales sobre nuestro continente —cualesquiera que sean su asunto y su perspectiva— están siempre asediadas por el grado de mundialización a que ha llegado el capitalismo imperialista en el período reciente. La homogeneización inducida de los procesos de pensamiento es una de las formas de un proceso mundial de recolonizaciones que están en curso. La importancia de mantener y profundizar esa colonización mental es crucial para la ínfima minoría que domina en el planeta, porque aunque los poderes centralizadores y el alcance mundial del capitalismo actual son incomparablemente mayores que los de los siglos del xvi al xix, es falso que en América Latina pueda cerrarse sin más un ciclo de dos siglos de esfuerzos, experiencias y elaboraciones autónomas, y volver al punto de partida de un tipo colonial de dominio. Por cierto, la heroica y tenaz resistencia del pueblo iraquí contra los ocupantes extranjeros demuestra que no solo en América Latina se han constituido pueblos que aman su soberanía y no volverán a ser colonias y, sobre todo, que el imperialismo norteamericano no es omnipotente. Desde la diversidad de criterios que seguramente tenemos acerca de los modos de abatir la pobreza en las sociedades, garantizar a las personas la libertad y la justicia, las formas más convenientes de organización política y de gobierno y otras cuestiones, uno de los motivos fundamentales que nos reúnen aquí es la pertenencia a esa identidad particular que es América Latina, y la consecuente vocación de pensar entre todos, con autonomía y para la libertad, un presente y un futuro nuestros. No resulta posible narrar historias ni detallar datos en una actividad como esta: es preferible plantear problemas e ideas, y hacer comentarios que pudieran ser útiles. La dimensión histórica nos es esencial, como a todas las comunidades que han sido víctimas de colonizaciones, porque en esos casos la especificidad debe ser demostrada una y otra vez, es objeto de angustias y des-confianzas de sí —como sucede siempre a los de abajo, por ejemplo, en las construcciones raciales—, y debe competir siempre con la necesidad de asumir lo que procede de la constante difusión y el prestigio de lo foráneo, que resulta tan natural. Entonces la identidad depende en buena medida de tener una historia propia. Pero, ¿qué quiere decir eso de «propia»? ¿De quién y para qué es esa historia? Enseguida que nos asomamos a las identidades en las comunidades humanas, aparecen los grupos sociales que existen en cada una, y sus acomodos y conflictos, o para ser más francos, las clases sociales y los conflictos, relaciones y subordinaciones de clases. Es decir, las identidades no existen aparte de la constitución social íntima de cada pueblo ni aparte de las dominaciones que se establecen. Sucede esto con la historia que se elabore, con los pensamientos acerca de América Latina, como con casi todo lo demás. Me valgo del pensamiento y los ideales de José Martí para situar la dimensión histórica de nuestro problema, no por ser Martí cubano —aunque eso fue algo más que un accidente feliz—, sino porque este pensador produjo la primera concepción orgánica y abarcadora de los principales problemas sociales de América Latina y el Caribe, desde una perspectiva al mismo tiempo moderna y radicalmente anticolonial. Martí identificó los elementos básicos y los problemas fundamentales de este continente, y distinguió los procesos civilizatorios de los de liberación; todo esto lo llevó a avanzar mucho en una crítica de la modernidad. La producción del pensamiento martiano coincidió en el tiempo con el apogeo de procesos modernizadores en gran parte de los Estados independientes formados medio siglo atrás en la América española y en Brasil, con economías basadas en la exportación de productos primarios, con el fin de la esclavitud y el paso de imperio a república en Brasil, con el rápido crecimiento de Estados Unidos después de su Guerra Civil, con una nueva fase de auge en la colonización europea del mundo afroasiático, con el nacimiento de la época imperialista del capitalismo, y con los triunfos del evolucionismo y del racismo «científico» en las interpretaciones de la vida social y de la condición humana. El cubano era un joven de familia de blancos pobres de La Habana, capital de una de las dos colonias remanentes de España en América. En Cuba había madurado una formación económica basada en la gran exportación siempre creciente de azúcar hacia centros del capitalismo mundial, y la esclavitud masiva de africanos y sus descendientes. Tecnología, mercadeo, consumos y cultura material y espiritual de minorías eran sumamente modernos, y se estaban priorizando los vínculos económicos con Estados Unidos. Revolucionario activo desde adolescente, Martí vivió exiliado casi toda su adultez, en España, México, Guatemala, Venezuela, pero sobre todo en Estados Unidos. Fue uno de los más grandes poetas de la lengua española, y también orador, pensador social, literato y periodista, mas dedicó su genio y su vida a la causa de la libertad con justicia para Cuba y América Latina. Organizó un partido político ilegal y una revolución democráticos y de base popular, con el fin de liberar a Cuba de España, cerrarle el paso a la pretensión de Estados Unidos de dominar la isla y el continente, e iniciar lo que llamó «la segunda independencia» de América Latina. Murió en combate en Cuba en mayo de 1895, a los tres meses de iniciada la guerra revolucionaria que promovió. Aún en vida le llamaban «el apóstol». La elaboración conceptual de Martí nos incita, por una parte, a conocer a través de qué medios y en qué circunstancias el pensamiento debe cumplir su primer deber, que es ser superior al medio social en que se produce, y no una mera reproducción más o menos elaborada de sus condiciones de existencia. Por otra, la concepción de Martí es un instrumento intelectual muy valioso hoy, porque plantea los problemas centrales latinoamericanos desde una posición independiente de la corriente principal, colonialista o colonizada, porque sus temas y las preguntas que despierta resultan actuales a un grado perturbador, y por ser una piedra miliar en la historia de la construcción de interpretaciones latinoamericanas de América, y una visión del mundo desde aquí. El conocimiento de lo esencial latinoamericano fue la base del alcance asombroso de la obra de madurez intelectual y política de Martí. Menciono las tesis de su famoso ensayo Nuestra América, para ilustrar la posición martiana: a) las estructuras coloniales han permanecido en las repúblicas; b) el liberalismo no es la opción de progreso que «civilizará» a América Latina; c) el peligro mayor para América Latina es Estados Unidos; d) nuestra América solo se salvará con soluciones propias y con participación de la masa de oprimidos; e) la unidad de los que van a luchar no puede ser abstracta. Ella debe servir para una actuación («la marcha unida»); conquistar la segunda independencia; levantar a los humildes para una lucha popular que cambie la vida de todos. Sin este tercer rasgo de la unidad, la liberación no podría vencer, porque no tendría fuerza suficiente y porque al no ser para el disfrute de todos, no valdría la pena. En Martí, las necesidades prácticas y conceptuales de la revolución cubana tienen nexos profundos con su comprensión de la América Latina y su proyecto de liberación. A diferencia de casi toda América, Cuba no tenía Estado propio a fines del siglo xix, pero era, en varios sentidos, tanto o más «moderna» que la mayoría de la América Latina respecto a dinámica económica, niveles técnicos, servicios, comunicaciones, integración al ca-pitalismo mundial y relaciones con Estados Unidos. Su formación social combinaba la continuidad de la sujeción colonial y de una sociedad que vivía un siglo de esclavitud masiva y castas con la discontinuidad aportada desde los años sesenta en adelante por radicales cambios económicos, sociales, ideológicos y de vínculos internacionales. Sus contradicciones eran potencialmente muy virulentas. La posibilidad de que la revolución cubana fuera el inicio de una segunda revolución continental tenía fundamentos ciertos. Luchar por la independencia en esas específicas condiciones presentaba problemas que Martí supo comprender y plantear, e intentó resolver: a) saber qué Estado y qué nación habría que fundar, y en qué medio internacional real habría que pelear, negociar y concertar; b) presentar un programa anticolonial beneficioso y atractivo para el pueblo, sin cuya participación masiva era imposible su proyecto; c) organizar instrumentos democráticos de combate armado y trabajar en la propia guerra revolucionaria «de manera que al desceñirnos las armas, surja un pueblo»; y d) elaborar un proyecto factible de Estado-nación de base y objetivos populares, dados los fines de su proyecto, que eran liberación nacional más que independencia; eliminación social, y no solo político-estatal, del colonialismo; inicio de la lucha contra el neocolonialismo. La concepción de Martí ha guiado las visiones cubanas de América Latina durante más de un siglo, hasta hoy. Apunto tres rasgos de su trascendental influencia: a) asocia fuertemente el nacionalismo cubano con un compromiso latinoamericanista, un rasgo no muy frecuente entre los nacionalismos de la región; b) exige una vinculación permanente del patriotismo con la justicia social, las clases populares y una inusual combinación de militancia y democracia; c) sitúa a Cuba y América Latina como teatros de proyectos revolucionarios por completar y de ideales no cumplidos aún, es decir, presenta el futuro como tiempo fundamental de lo político. nion continental la nultiplicará su fuer- ¡mientos y las ideas rimidos de cada país nacional, y sean el mundo, con sus Estados independientes. Sin embargo, las reformas a favor de la justicia social y la unidad regional seguían siendo sueños. El capitalismo en cada país daba pasos sucesivos, pero sus vínculos fundamentales no eran con su región, sino con centros europeos y Estados Unidos, y el continente era insertado una y otra vez como parte subalterna en el desarrollo del capitalismo mundial. En América Latina se desplegó el modo neocolonial de universalización capitalista. Durante el siglo xx, la profunda inconformidad latente se volvió actuante a escala más general, al menos en dos olas revolucionarias que son identificables como de «los años treinta» y «los años sesenta». En la primera florecieron movimientos y personalidades que pusieron a la orden del día nuevos problemas. Los elementos previos de sus contextos se enriquecieron con la Revolución mexicana, iniciada en 1910, con los efectos de la Revolución bolchevique y la aparición de un movimiento comunista, y con el desgaste moral del imperialismo, iniciado con la Primera Guerra Mundial y agudizado por la más profunda crisis económica del capitalismo, el auge del fascismo y el plano inclinado que llevó al mundo a una segunda y más terrible guerra mundial. En ese marco aumentó de manera relativa la autonomía de las forma- dones económicas de la región, proceso favorecido por la sustitución de importaciones, y se produjeron notables cambios económicos, sociales, políticos e ideológicos. Hasta el primer cuarto del siglo xx, la parte decisiva del pensamiento latinoamericano se sentía más cerca de Europa que de los factores componentes de sus propios países. Entendió la «civilización» como el modelo a alcanzar, practicó el racismo «científico» y confió en el crecimiento económico dependiente, Estados fuertes y educación dispensada por las élites como cauces sociales apropiados para completar el orden republicano, sin enfrentar la subordinación al capitalismo mundial ni la manifiesta injusticia social en sus países. Esa América Latina tuvo que enfrentarse a la época de crisis con un espíritu que se debatía entre Europa, el sistema político norteamericano y las culturas autóctonas; entre los dogmas y las creaciones; entre la defensa del orden, la modernización de la dominación y el ansia de autodeterminación. Dudaba en reconocer los retos y los cambios, y en valorizar las actitudes de la plebe y los distintos saberes. Los cruciales años veinte-treinta no culminaron con la liberación plena de ningún pueblo latinoamericano, a pesar de esfuerzos maravillosos realizados y de la difícil situación de los imperialistas y la bancarrota de viejos grupos dominantes locales. Pero dejaron logros extraordinarios, como la inclusión de la diversidad étnica y racial americana en el pensamiento y las artes, el auge de los movimientos obreros organizados, la democratización del nacionalismo, la naturalización de las ideas socialistas y un campo nuevo de experiencias e ideas acerca de los factores reales de las sociedades con vistas a procesos combinados de liberación nacional y social. La identidad latinoamericana se volvió más dueña de sí, con sentido de su diferencia y su especificidad, avances en la identificación de sus enemigos y nuevos elementos que enriquecieron sus prácticas simbólicas. Los pactos sociales respaldados por los Estados, aunque renovadores de la hegemonía burguesa, facilitaron cierto bienestar, sobre todo a sectores urbanos, y espacios más amplios a expansiones y progresos de la cultura política. Aprovecho que la segunda ola revolucionaria —«los sesenta»— está más cerca en el tiempo para no alargar esta charla intentando un balance de ella. Tampoco puedo comentar aquí el lapso transcurrido entre ambas olas, en el que en apariencia «no sucede nada», que suele ser olvidado por las historias simplificadoras que atienden únicamente a los tiempos de revoluciones. Apunto solo dos comentarios. Uno, en «los sesenta» la identidad latinoamericana fue asociada a que sucedieran cambios muy profundos, a no seguir siendo lo que éramos. Podía ser cumplir un destino, liberarse del imperialismo, pasar al socialismo, transformar estructuras insoportables, realizar reformas radicales o moderadas; existía toda una gama de proyectos, enunciados y posiciones, y prácticamente todos los implicados querían cambios o reconocían su inevitabilidad.5 Dos, América Latina se despegó del espejo de su pasado para acabar de asumirse como era, intentó dotarse de instrumentos para entender y manejar ese presente suyo, y sobre todo exigió un futuro. 6 La Revolución cubana, con sus hechos y sus formulaciones, las ideas del Che Guevara, los proyectos de liberación de las organizaciones insurreccionales, pero también el ambicioso intento transformador de la Unidad Popular de Chile, las reformas de diferentes alcances y propósitos emprendidas por gobiernos en Perú, Bolivia, Panamá y algunos otros países. Incluso los que se opusieron a cambios profundos se declaraban a favor de «reformas agrarias», inspiradas por la Alianza para el Progreso, o de una «vía no capitalista de desarrollo», como la Democracia Cristiana Chilena. David Rockefeller reconocía que en América Latina era inevitable la revolución, por lo que era necesario lograr que «no se haga contra nosotros». En la Nicaragua de los años sesenta, Luis Somoza Debayle trataba de «civilizar» el somocismo, tomar el PRI mexicano como modelo político y hacer que el Estado se ocupara en alguna medida de la economía. Uno de los sentidos que tuvo la represión abierta, y mayormente la conservatización de los espacios públicos que ha sobrevenido, ha sido lograr el retroceso de aquellas dos asunciones latinoamericanas, y reducir la conciencia a un único y mezquino tiempo, el presente, y a un descreimiento inmovilista. Entre los años cuarenta y los ochenta, en términos generales, las ideas y las prácticas asociadas al sistema vigente en los países de América Latina tuvieron sus máximas expresiones de desarrollo relativamente autónomo, después se sujetaron más al capitalismo central y por último entraron en decadencia. Los regímenes que protagonizaron la expansión habían sido en general hegemónicos en sus países — aunque con promedios más bien altos de autoritarismo—, pero fueron retados por cuatro procesos coincidentes en el período, si bien diferentes entre sí: el dominio irrestricto de Estados Unidos, que ha empleado todos los medios para lograrlo; ampliaciones económicas efímeras, ante la nueva fase económica centralizadora, parasitaria y excluyente del capitalismo, que ha tenido efectos funestos para la región; un gran ciclo de protestas y rebeldías populares que llegaron a plantear la liberación nacional y social, y una represión terrible y sistemática; y la Revolución cubana.6 ¿Cómo situarnos hoy ante la identidad latinoamericana y caribeña? La posición de comprenderla y defenderla desde la cultura tiene arraigo y se ha ganado un espacio legítimo. En la dimensión personal —que es tan principal— expresa su realidad y su riqueza de mil maneras, 6 Me refiero más ampliamente a esos cuatro procesos en «Política revolucionaria e integración latinoamericana», también en este libro. aquellas en que las siente cada uno. En una ocasión la expuse con estas palabras: [...] es un paraje íntimo, un lugar del amor más trascendente — por lo general, platónico —, la esperanza más limpia, nunca maculada y siempre lavada con sangre. Un largo triángulo escaleno en puntillas, y encima una humareda que se densa y se interrumpe bruscamente para no ser Estados Unidos. Los juegos y disfraces de nuestros niños, ciertas malas palabras, las canciones, la hora de los juramentos. El peso de una cultura, la posibilidad de que la emoción presida al pensamiento, la fuerza misteriosa que nos legitima frente a tanta modernidad racionalista que nos exige desde su dominio, nos desprecia por no llegar nunca a ser como ella, y nos seduce desde sus encantos, que son ciertos, y sus mentiras, que son grandes.7 Sin embargo, al pasar a las dimensiones de los conocimientos útiles, o de las ideas para trabajar por nuestra identidad, habría que reconocer que —a diferencia, por ejemplo, de la francesa o la norteamericana— la identidad latinoamericana se encuentra en riesgo. Otro rasgo advertible es que persiste la propensión a atribuirnos un destino o a asumir América Latina como un proyecto, y eso se debe a la conjunción de necesidades acuciantes y de una cultura política acumulada. La necesidad de defenderse y la de proyecto encuentran en la especificidad regional una fuerza suya, y en la cultura hallan la expresión por excelencia de lo que les pertenece y de lo que buscan. Pero hay otra razón, obviamente: la defensa de la identidad desde la cultura parece ser la única posible. 7 F. Martínez: «Prólogo», en Che, el argentino, Ediciones de Mano en Mano, Buenos Aires, 1997. Ante los designios de explotación, depredación y dominio que se imponen en tantos terrenos a los países de América Latina, y ante las consecuencias terribles que padecen sus sociedades, quizás la mayor victoria cultural del capitalismo actual sea el formidable retroceso de lo que se considera posible. Los que asumen funciones y los que proponen cursos de acción ante la situación suelen desconfiar demasiado de las propias fuerzas, o llegan a no poder identificarlas, y está sumamente extendida la idea de que es imposible cambiar ningún aspecto importante del sistema vigente. Así las cosas, resulta ambigua la asunción de la defensa de la identidad de nuestra región desde la cultura, y hasta puede ser contradictoria. Es cierto que fortalece la noción imprescindible de una especificidad consciente de sí, contribuye a paliar la urgente necesidad de autoconfianza y puede proveer material para resistencias culturales frente a la guerra cultural mundial que libra el imperialismo. También puede ser útil para la acumulación de fuerzas propias y la búsqueda de caminos que permitan avanzar desde la resistencia hacia la proposición de opciones viables y atractivas contra la dominación, y a su implementación. Pero esa identidad cultural puede no ser útil, e incluso resultar engañosa, si reduce su ámbito y sus perspectivas a autorreconoci- mientos, autoctonía y diversidades, y oposición a ir más allá de lo que parece espontáneo y propio. Lo cultural debe integrar el mundo real en que vivimos, y desde de él hacerse consciente de las conflictividades y las dominaciones — ideológicas, sociales, económicas, políticas—, y de la necesidad de crear conciencia y organización popular, para enfrentarlas con posibilidades de triunfar. Si no lo hace, será muy débil frente al imperialismo y los que dominan en cada país, o será una función del predominio de estos. Debo repetir aquí que para los pueblos que están en nuestras circunstancias, la rebeldía es la adultez de la cultura. Solo como una aproximación que quiere contribuir a un conocimiento de América Latina que está en construcción, diría que ella es un complejo social resultante de: a) culturas autóctonas destrozadas, subyugadas, explotadas, disueltas o apartadas, dominadas durante siglos, pero persistentes y vivas en diferentes tipos y grados de vinculación social e institucional, que hoy son más conscientes y están en mejor posición para luchar por sus derechos; b) sociedades formadas a partir de la coloni-zación ibérica — excepto una parte del Caribe—, para ser explotadas y dominadas por el capitalismo mundial, a imagen de Occidente y en gran parte con elementos suyos, si bien después de lentas acumulaciones consiguieron crear realidades sociales nuevas, y en el entorno del siglo xix lograron eliminar la condición colonial por sus iniciativas propias, sobre todo a través de gestas nacionales; c) una región geográfica muy definida del mundo respecto al resto del planeta, reunida primero por las acciones europeas y de la acumulación capitalista, después por las necesidades de esas comunidades de ser efectivamente autónomas, y la comprensión y los sentimientos de que la unión era indispensable para lograr el triunfo, o era el destino para mantenerse y ser viables. Y luego disgregada por los particularismos y las rivalidades de sus países, la geopolítica mundial y la orientación de cada economía hacia centros extrarregionales que las han subordinado; d) Estados republicanos y procesos de modernización con una larga historia de esfuerzos, logros y reveses, pero siempre presos en la incongruencia entre sus fundamentos y sus prácticas, sus objetivos y sus medios, sus regímenes representativos e ideologías de libertad por un lado y sus mayorías sin satisfacción para sus necesidades, control ciudadano ni suficientes derechos garantizados; e) representaciones compartidas por las cuales la mayoría de los latinoamericanos se identifica como perteneciente a una identidad supranacional no confundible con ninguna otra, cuyo carácter específico le es familiar, y que considera sujeta a perfectibili-dad o a realización; una parte de ellos relaciona esas representaciones con la identificación de los enemigos de su identidad. Este último aspecto se torna principal a inicios del siglo xxi, porque la combinación de las profundas limitaciones estructurales del capitalismo actual y la ofensiva mundial del poder norteamericano no deja ningún espacio para que América Latina aproveche coyunturas favorables o negocie con alguna ventaja. Las relaciones bilaterales de saqueo y dominio, sumamente reforzadas por las acciones del FMI y el Banco Mundial, han llegado a tal punto que, en vez de debatirse los problemas concretos de desigualdad en las relaciones, un tema principal de discusión actual es si se establecen o no subordinaciones multilaterales mayores de la región a Estados Unidos. Y no se ha formado un bloque defensivo latinoamericano que priorice acciones consecuentes a la conciencia del peligro de ser cada vez más débiles y más inermes. La identificación del enemigo es esencial para defender la vida de las poblaciones de esta región y la soberanía de sus países. El imperialismo norteamericano es, sin duda, el «águila temible» que hace presa de América Latina. Es cierto, pero ¿está solamente enfrente el águila temible? En realidad, las sociedades latinoamericanas están hoy profunda e íntimamente intervenidas por el sistema imperialista. Están desapareciendo los espacios reales que conquistó una región que ha tenido mayor capacidad que otras de resistencia al neocolonialismo, y de transculturar con el llamado Primer Mundo con provecho y eficacia. Se pierde la posibilidad de defender los proyectos nacionales, los recursos naturales, las riquezas creadas, la autodeterminación de los pueblos —ganada y proclamada aquí más de un siglo antes de que al fin la Onu la aceptara, y les fuera impuesta a los colonialistas—, y también se pierde la soberanía de los Estados, que nos declaraba dueños irrestrictos de los territorios y sujetos plenos del Derecho Internacional. No pueden separarse esos quebrantos de los retrocesos de las economías —desde las capacidades productivas hasta el lugar en el comercio internacional—, y sobre todo de dos rasgos funestos de ellas: su extrema funcionalidad al sistema internacional capitalista, y no a la vida nacional; y su estrangulamiento por las instituciones y los mecanismos financieros internacionales, realmente parasitarios y delincuenciales. Los países están siendo sometidos al trabajo de Sísifo de tratar de pagar los intereses de la deuda externa mientras se pauperizan. Las políticas sociales cesan o resultan completamente insuficientes frente al empobrecimiento generalizado y la exclusión que hizo a Cepal pronosticar para este año 220 millones de pobres, de ellos 95 millones de indigentes. Pagar y exportar, mientras caen el empleo, las oportunidades —ya no se habla de ciclos— y la capacidad negociadora de los que están empleados, se refuerza la explotación y se precariza el trabajo: el ingreso de los de abajo se contrae, sordo a los éxitos o a los fracasos de la macroeconomía. Las mayorías no pueden ejercer la mayor parte de sus derechos ciudadanos, y en muchos casos no sabrían cómo hacerlo. El modelo educativo que incorporó a tantos millones de personas hace tres décadas, ampliando bastante la preparación general, está hoy en una crisis que es comprensible si la miramos desde los intereses de la dominación. Si no va a haber más autonomía, si son imposibles el desarrollo y aun el moderado crecimiento con equidad que se pedía hace quince años, ¿para qué preparar tantos jóvenes? De sus promesas políticas, la democracia solo ha cumplido con mantener la alternancia electoral y un relativo respeto al estado de derecho, pero ya ni siquiera se hacen promesas sociales. Si Alejandro de Humboldt escribió en 1814: «México es el país de la desigualdad», hasta Vicente Fox debió decir, en 2000: «Hay que distribuir la riqueza. De la forma que está, cualquier crecimiento solo beneficiaría a unos pocos». Esta situación ha exigido la intemacionalización de la dominación en cada país. Cuando las políticas económicas y sociales responden a las necesidades y exigencias de la transnacionalización y el dinero parasitario, y la gestión pública en general no puede satisfacer el interés nacional ni el popular, es forzoso que la hegemonía tienda a desnacionalizarse. El propio neocolonialismo «ortodoxo» está decayendo, porque el imperialismo apela cada vez más a sus propios medios y arbitrios, en un franco proceso de recolonización selectiva del mundo. Una guerra cultural planetaria pretende lograr que Las mayorías —hasta una gran parte de los excluidos— den su consentimiento a la dominación, para ocultar la realidad de que a la naturaleza actual del capitalismo le resultan sobrantes una parte de los trabajadores y una gran parte de la población mundial. La dominación cultural trabaja con medios fabulosos su gran tarea de homo- geneizar el consumo —o el deseo— de los productos, las informaciones, la opinión pública, las ideas y los sentimientos que le interesan a ella, y generalizar una cultura del miedo, la indiferencia, la resignación y la fragmentación. Intenta prevenir las rebeliones e igualar los sueños, contrapesar la gigantesca y creciente fractura social del mundo mediante un complejo espiritual «democratizado» que convierta en naturales las iniquidades sociales, mida con el «éxito» o el «fracaso» a las personas y los países, haga que la línea divisoria social principal pase entre los incorporados y los excluidos, y al mismo tiempo tolere, cobije o manipule todas las diversidades, bajo el principio unificador de que la manera de vivir del capitalismo es la única factible en la vida cotidiana y el único horizonte posible para la vida ciudadana.8 Pero una dominación imperialista tan abarcadora —ejercida directamente en tantos terrenos y que introduce tantos elementos externos al complejo cultural de la dominación de cada país— pone a los sistemas latinoamericanos en un plano inclinado. Porque no se debilita 8 «La producción cultural de homogeneización conforma todo un sistema mundial dirigido a la neutralización, canalización y manipulación del potencial de rebeldía contenido en avances obtenidos por la Humanidad, tales como la creciente conciencia de tolerancia —política, étnica, de género, etcétera—, la exigencia de formas democráticas, el rechazo a que exista la miseria, la conciencia ecológica y otros, con el fin de que ellos no se vuelvan contra el dominio del capitalismo». (F. Martínez: «Nación y sociedad en Cuba», Contracorriente, (2); La Habana, oct.-dic., 1995.) solamente la capacidad de reproducción de la vida y de la convivencia social también decaen la legitimidad de cada régimen y los medios con los que cumple un requisito hege- mónico fundamental: expresar la identidad del propio país y ser reconocido como representación institucionalizada de la nación, aun por los que están desacuerdo con su desempeño. La forma de gobierno democrática que se generalizó en la región hace unos veinte años fue un avance notable respecto a los retrocesos brutales de las dictaduras que se llamaron «de seguridad nacional», y abrió un campo promisorio para la evolución política de las sociedades. Pero hoy, cuando confronta una crisis muy seria por todos los problemas que hemos señalado y por otros, se encuentra a la vez a contrapelo de la corriente principal del capitalismo mundial, que con su acción recolonizadora socava las bases de la democracia en América Latina, y con su ofensiva cultural debilita esa dimensión nacional que debe estar en la base de la hegemonía de sus clases dominantes. Si no es contrarrestada esa tendencia, la democracia y los que gobiernan en cada país perderán credibilidad, y su política se verá reducida a buscar gobernabilidad. Quizás los gobernantes de Estados Unidos crean que los de América Latina pueden ser rebajados a administradores suyos, pero nosotros debemos mirar más profundamente, y en otra dirección. El colonialismo, el capitalismo y el imperialismo han sido y son instancias unificadoras de América Latina, pero también lo han sido y lo son sus identidades —las autóctonas y las creadas por los contingentes étnicos y sus combinaciones y fusiones—, sus gestas contra los colonialistas y los invasores, y sus tenaces y abnegadas luchas sociales y políticas populares contra las opresiones y la explotación, y por la libertad, la justicia social y una democracia del pueblo. Las naciones y los nacionalismos, las comunidades, los grupos sociales más diversos, han creado valores y han foijado instrumentos y representaciones propios, han sido protagonistas de resistencias y rebeldías. El conjunto constituye una formidable acumulación cultural latinoamericana, una inmensa fuerza potencial que en mi criterio puede ser la decisiva para echar adelante los cambios radicales y muy profundos que necesita América Latina, que es la región del mundo más cargada de contradicciones susceptibles de quebrar y modificar el orden actual. Estamos en una hora cruciaL Como en tiempos de José Martí, la cuestión nacional y la cuestión social se levantan, cada una con su especificidad, e incluso con tensiones y conflictos entre ambas, pero la salvación y la liberación latinoamericanas pueden depender de un encuentro y una feliz combinación entre ellas. Existe, además, una enorme diferencia entre el tiempo de Martí y el nuestro, en las circunstancias y en las experiencias acumuladas. A primera vista, el mundo de hoy se parece peligrosamente al mundo de 1904. Como hace un siglo, viene el imperialismo abiertamente, imponiendo su moneda, su idioma, sus consumos, sus modas, su fuerza bruta, su racismo, sus modelos y sus temas de pensamiento. Si miramos con más cuidado, sin embargo, hay diferencias que pudieran tener un peso decisivo. El imperialismo actual ya no tiene un proyecto de civilización ni hace promesas de progreso, ya produjo el nazismo y hoy pone en peligro el planeta, ha dejado de proveer lugares de trabajo y de explotación a una gran parte de la población mundial, depende demasiado de la especulación financiera y de las formas de asalto o estafa vinculadas a ella, expandió al fin la democracia después de 1945, pero logró desgastarla en medio siglo. Y frente al dominio capitalista, el xx fue un siglo de cultura de autoidentificaciones, protestas y rebeldías de los pueblos, las clases, las etnias, los géneros; de triunfos de revoluciones sociales y creación de una multitud de entidades nacionales, de la bancarrota del colonialismo. Un siglo de prácticas e ideales que involucraron a cientos de millones de personas y que han dejado profundas huellas de experiencias y esperanzas. Hoy, una gran parte de la población del globo vive marginada y tratando de sobrevivir, mil millones son analfabetos, pero la mayoría lo sabe y no quiere vivir así, aunque no sepa cómo superar su situación, y gran parte de ellos no crea que es posible hacerlo. En la vida pública, nadie se atreve a sostener que el orden vigente es el orden natural. Si a aquella que llamaron «la bella época», hace cien años, le esperaban la Primera Guerra Mundial y la Revolución bolchevique, ¿qué puede esperarle a esta época que ningún vocero osa considerar hermosa o admirable? En América Latina existen numerosas señales promisorias para su defensa y para el avance de proyectos de cambios favorables, señales de una riquísima diversidad, después de una etapa en que la suma de las represiones, la conservatización, el desastre social, el retroceso de la economía y la desilusión democrática parecieron aplastar las voluntades y derrotar las esperanzas. En diferentes lugares de la región se han producido eventos o están en marcha procesos en los cuales participan contingentes populares que buscan solución a los problemas de las sociedades, con Los instrumentos a su alcance y, en algunos casos, creando sus propias vías; en Venezuela un gobierno de orientación y amplio apoyo popular ha logrado vencer a la reacción, rescatar 1a soberanía y emprender una política social a favor de las mayorías. Las contradicciones pueden llevar a intereses latinoamericanos con expresión estatal a buscar más autonomía respecto al capitalismo mundial. La motivación fundamental de las protestas y movilizaciones populares —que han apelado más de una vez a insurrecciones cívicas— son los reclamos sociales. Se abre un enorme grupo de interrogantes acerca de los objetivos, las vías, las alianzas, las coordinaciones internacionales que necesitarían o podrían asumir los movimientos latinoamericanos que luchen por cambios verdaderos, entre otras preguntas. Es bueno que el pensamiento tome estos datos muy en cuenta, aunque no es el caso que entremos a discutirlos aquí. El pensamiento social tiene una coyuntura promisoria en nuestra América. Ha logrado buenos niveles de profe- sionalización, pero muchos evitaron el abandono «obje- tivista» de los valores y el apoliticismo. Posee los instrumentos intelectuales del siglo xx de Occidente, mas ha sabido servirse de ellos en vez de limitarse a servirlos, y llegó a elaborar teorías y reflexiones propias, desde la economía hasta la teología. Hoy tiene a su alcance una tradición respetable y una inmensa cantidad de conocimientos acumulados. Sin embargo, todavía no florece en una nueva etapa que parta de sus contactos con los problemas básicos de la región y que permita identificar un pensamiento propiamente latinoamericano, que se conduzca como tal y exprese una especificidad autocomprendida, ubicada y esgrimida —es decir, una identidad—, y que formule problemas y proyectos particulares. En su lugar se debaten —o simplemente coexisten— numerosos cuerpos de ideas, muchas veces valiosas, acerca de problemas puntuales, o de un país; además, se consumen o se producen ideas más generales, pero no somos aún capaces de hacer interpretaciones generales, prever o profetizar, y menos de inspirar estrategias. Lo esencial latinoamericano sigue en el terreno de las representaciones y las creencias. El nuevo conservadurismo liberal, los usos manipuladores del lenguaje, la imitación colonizada y la espera de la filantropía privada y la compasión del Primer Mundo no pueden ser nuestras fronteras y motivaciones. Fuimos muy débiles e ignorantes; ahora solo somos débiles. Existe una formidable acumulación cultural de rebeldías, de identidades asumidas y de experiencias políticas y sociales. Millones de personas son capaces de reconocerlas en miles de lugares del continente. Y existe una producción intelectual valiosa y no pequeña que reta al sistema o se opone a él, poco visible todavía frente al dominio casi totalitario ejercido por los medios del sistema. Ella apenas coincide, o tiene insuficiente trato con los movimientos prácticos, que han sido tan aislados y pelean en gran desventaja. Quizás falte más tiempo del que creo para la próxima aventura de liberación ameri-cana; si así fuera, resultaría aun más necesario el avance de un pensamiento radical —que deberá ser anticapitalista para ser viable— que provea el material de ideas, análisis, estrategias, profecías y sueños de una etapa de acumulación de fuerzas. Nuestro continente solo se salvará si es capaz de declarar su segunda independencia de proyecto. América Latina solo puede realizar el ser suyo si se reconoce a sí misma como una comunidad plural, de pueblos que no aceptan vivir bajo la opresión, diferente al Occidente burgués en la forma de relacionarse las personas entre sí y con la naturaleza, creadora de un nuevo tipo de convivencia social que aproveche los recursos, reparta equitativamente las riquezas, brinde oportuni-dades a cada individuo de desplegar su actividad y sus características en un marco apropiado, y tienda a acabar con todas las dominaciones. En ese camino tendrá que hacer retroceder el sentido común, y prepararse a derrotarlo, porque se trata de crear libertad y justicia, no de renovar el orden vigente. El pensamiento tiene que ser capaz de ayudar a prefigurar esa utopía, es decir, ese más allá que se tornará posible a través de la praxis consciente, y no menos que eso, porque los tiempos no exigen menos, y la gente común pronto lo exigirá y se pondrá en movimiento. Río de Janeiro, junio de 2004 Política revolucionaria e integración latinoamericana i ¿Cómo es posible pensar la integración de una región del planeta que se extiende desde el trópico de Cáncer a la Antártica, que tiene más del doble del tamaño de Europa y en la que existen más de treinta países? ¿Cómo pensarla, si esa región ha sido encuadrada sucesivamente en los mapas mundiales del capitalismo, desde hace más de quinientos años hasta hoy, como una región siempre subalterna y en explotación? El colonialismo y el neoco- lonialismo son dos conceptos claves para comprender esos encuadres sucesivos, tanto en los análisis que se hagan desde el ángulo económico como desde los ángulos político y cultural. En los hechos y los procesos reales, estos tres aspectos están muy interrelacionados y solo pueden explicarse integrándolos en totalidades de conocimiento, aunque es imprescindible investigar y profundizar en cada uno de ellos. Las colonizaciones les confieren un carácter monstruoso a las sociedades. Los historiadores de la economía han estudiado y explicado las formaciones económicas que ha vivido este continente, determinadas por esas colonizaciones; ellas van desde los primeros «pactos coloniales» hasta hoy. Va en 1524, Hernán Cortés le recomendaba al emperador Carlos V ordenar a sus súbditos que colonizaran a México, en vez de limitarse a depredar el país.5 Tres siglos y medio después, Carlos Marx explicaba que el capitalismo no es sobre todo un modernizador de las sociedades, sino un devorador de ganancias, que para obtenerlas no desdeña utilizar las formas más brutales o «arcaicas» de producción y relaciones sociaLes o el saqueo, junto al dinamismo colosal y las revoluciones continuadas de las condiciones económicas que lo caracterizan.10 América fue sometida a un despoblamiento genocida de sus habitantes autóctonos que no tiene paralelo, pero también a un poblamiento forzado mediante el mayor traslado de seres esclavizados de la historia humana, desde África. Sobre la base de este sistema infame pudo desarrollarse el capitalismo en Europa. Sin embargo, nuestra historia y nuestras realidades no se reducen a las colonizaciones. La historia política americana no se ha limitado a una sucesión de creaciones, conflictos, acomodos y funcionamiento de las relaciones sociales, los poderes y las instituciones coloniales. Entre 1791 y 1824 se produjo un fenómeno cultural inédito y trascendental: el estallido de movimientos revolucionarios autónomos que en sus prácticas y sus alianzas, y a través de las fuerzas desatadas por ellos, convir-tieron en realidad lo que parecía imposible: a) exigir y pelear sin descanso, hasta obtener la independencia y la formación de Estados soberanos casi en toda la región, 5 Al final de su cuarta carta de relación, el 15 de octubre de ese año. En Hernán Cortés: Cartas de relación de la conquista de México, p. 228, Espasa-Calpe S.A., Madrid. 10 Ver Manifiesto comunista, cap. 1, o en el tomo I de El capital: cap. 8, acápite 5; cap. 13, acápite 9; cap. 24, acápite 6, el que cierra con la famosa sentencia: «el capital viene al mundo chorreando sangre y lodo por todos los poros, desde los pies a la cabeza». organizados en repúblicas, excepto Brasil hasta 1889; b) desarrollar mediante esos procesos —y a consecuencia de ellos— la autoestima y las capacidades de las personas que habían vivido en la condición colonial; c) conquistar algunas victorias importantes contra las formas de servidumbre por razón de las cuales se explotaba y aplastaba a los pueblos autóctonos y a los esclavos y, ante todo, deslegitimar esas formas de dominio sobre las personas; y d) dar lugar a identidades nacionales que fueron coincidentes en cuanto a rechazar la situación colonial y a considerarse a sí mismas como parte de un conjunto americano, aunque, por lo demás, las entidades emergentes de la independencia eran muy diferentes entre sí, como lo habían sido los sectores sociales participantes, los objetivos y la composición del liderazgo, los hechos concretos y las circunstancias de cada una de las revoluciones. La primera vez en la historia que se planteó y se avanzó hacia una identidad y una posible integración de lo que hoy llamamos América Latina y el Caribe fue a partir de las revoluciones, de sus actos políticos y sus ideas. Esta es una enseñanza invaluable, y la idea central que mueve este texto es que han sido y siguen siendo las revoluciones las vías eficaces para lograr poner en marcha una integración continental. Aquella primera vez no se logró una integración o federación de los nuevos Estados que se fundaron en la región —el proyecto de Simón Bolívar— ni se plasmaron los objetivos de los revolucionarios más radicales, sobre todo en cuanto a la justicia social, pero se crearon nuevas realidades que cuatro décadas antes de 1824 no eran consideradas posibles, y que muy pocos soñaban. Añado un comentario que me parece imprescindible, ahora que se acerca el bicentenario del inicio de la revolución independentista contra el colonialismo español en Tierra Firme. No es posible seguir olvidando que la revolución en Nuestra América se inició en Haití, una de las más ricas colonias del mundo, en agosto de 1791, y que el primer Estado independiente latinoamericano se fundó en Haití, en 1804. Los rebeldes haitianos derrotaron a las autoridades coloniales, a los soldados de Gran Bretaña y España, y vencieron en 1803 a un fuerte ejér-cito de Napoleón. Si nos atenemos a sus participantes y su contenido, fue la más profunda de las revoluciones de América: los esclavos se liberaron totalmente y para siempre, los oligarcas no pudieron retener el poder, el liderazgo y el gobierno fueron ejercidos por hombres de las más humildes procedencias y se puso en práctica el pensamiento social más avanzado de Europa. Los revolucionarios de Tierra Firme encontraron solidaridad intemacionalista en Haití; allí ondeó por primera vez la que sería bandera venezolana en una tierra libre, y Bolívar pudo contar con la ayuda material haitiana. Sus acciones y su victoria eran inconcebibles para los poderes del mundo, que sometieron a Haití al aislamiento, enormes exacciones y una gigantesca difamación. En el último siglo ese país ha sufrido ocupaciones militares e intervenciones casi continuas de Estados Unidos. Hoy padece los mayores indicadores de pobreza de América, permanece ocupado por una fuerza armada extranjera y ha sido desolado por un horroroso cataclismo natural. El proceso histórico de esta región ha producido acumulaciones culturales extraordinarias que priorizaron y fueron profundizando y enriqueciendo la especificidad de cada país y la autoconciencia de sus singularidades, sin que a pesar de todo se perdiera la dimensión latinoamericana de sus identidades. Al mismo tiempo, América Latina ha sido el continente externo al Primer Mundo más parecido a él y más ambicioso de desarrollarse siguiendo sus patrones. Asomarnos a esta última cuestión —que hace tan específica a América Latina dentro del mundo que ha sufrido el colonialismo y el neocolonialismo— exigiría otro trabajo. Quisiera llamar la atención acerca del gran alcance que han tenido las ideas y las prácticas políticas dentro del proceso histórico del continente. En esta región se ha pretendido mucho en cuanto a transformaciones, y para sintetizar, enumero cuatro momentos y tendencias del pensamiento y la organización en los que las voluntades y las actuaciones políticas aspiraron a realizar esos ideales y proyectos: 1) las iniciativas y los proyectos revolucionarios radicales en el seno de los procesos ¡ndependentistas; 2) las influencias de las ideas revolucionarias europeas más avanzadas; 3) los movimientos e ideas latinoamericanos de lucha por la soberanía, la economía y las identidades nacionales; y 4) las corrientes y concepciones anticapitalistas. En América Latina se han puesto en práctica instituciones democráticas, políticas sociales a favor de amplios sectores y defensas de las soberanías nacionales, y se han sentido y pensado todas las formas de conquistarlas o de ampliarlas y perfeccionarlas. La acumulación cultural política resultante es otra de las características distintivas de este continente entre los del llamado Tercer Mundo, y constituye un potencial fundamental de conflicto frente a la dominación que el imperialismo actual ejerce sobre él, caracterizada por procesos de recolonización selectiva, cierre de oportunidades para economías nacionales, exigencia de grandes tributos y saqueo de recursos naturales. Esa acumulación cultural también puede ser muy útil para la elaboración de nuevas estrategias opuestas a la dominación y proyectos nuevos de liberación social y humana, viables y atractivos, que son indispensables en el mundo actual. Pero debo insistir en mi planteamiento inicial: las relaciones económicas internacionales principales de cada país se han establecido de forma sucesiva con centros del capitalismo mundial, y su sentido ha residido en las funciones que han desempeñado en los circuitos económicos de esos centros y en el carácter siempre subalterno de la relación. En unos casos, las formaciones económicas han sido incapaces de impulsar el desarrollo del propio país, y en otros han resultado francamente contrarias a que exista esa posibilidad. A la vez, los tipos de relaciones y estructuras económicas establecidos han conspirado con mucha efectividad contra la integración económica y nacional de cada país. Sea como un enclave o sometiéndose a existir de maneras distorsionadas, por tener una razón de ser ajena e incontrolable, la vida económica de los países de la región y sus correlatos sociales, políticos y culturales implican enajenaciones, inequidades y resultados monstruosos de todo tipo. Escollos que parecen insuperables se han levantado ante los proyectos o los intentos de establecer complemen- taciones económicas y coordinaciones estatales y empresariales de los países de la región entre sí. Destaco dos consecuencias: a) las estructuras decisivas de cada formación económica y social —y la tradición de las clases dominantes de cada país— han sido y son particularistas, y se autoca- lifican de nacionales mientras privilegian las relaciones subalternas que sostienen con un centro o centros del capitalismo mundial, que es lo más común, pero también lo hacen cuando se encuentran en coyunturas en que aumenta su grado de autonomía, o por sus intereses fomentan empresas, estructuras y proyectos más propios o locales; b) la mayor parte de las ideas, los movimientos y fuerzas que se han opuesto a las relaciones de dominación, sea de maneras parciales o totales, lo han hecho con fuerzas y en el nombre de la nación —de cada nación— y siguiendo proyectos nacionales autónomos. Los más radicales han dado un paso decisivo: identificar a la nación con los oprimidos, explotados y humildes en general, y a su causa como de liberación nacional y social en un solo proceso. La identidad nacional y el nacionalismo son también, por tanto, conceptos claves para comprender a América Latina. De un lado, son instancias unificadoras de la amplia gama de diversidades existentes en el seno de cada sociedad, y de los comportamientos individuales, y forman complejos simbólicos que dan sentido a comunidades que no están suficientemente consolida-das por su formación económica y social. Brindan un referente originario —que en muchos casos incluye una gesta nacional—, una base ideológica compartida por las mayorías dentro de la compleja situación actual de cada país y un factor a favor de la formulación de destinos y proyectos nacionales. Por otra parte, la identidad nacional y el nacionalismo han servido a las clases dominantes de cada país para presentar sus sistemas de dominación como las realizaciones de los intereses y Los ideales nacionales, mediante ideologías —tradicionales o renovadas— que reivindican a la patria y esgrimen sus atributos formales.11 Los luchadores y pensadores realmente opuestos a la dominación les niegan a esas clases dominantes su pretensión de portar la legitimidad patriótica. La batalla es muy compleja, porque más de una vez las causas sociales han sido descalificadas o aisladas en nombre de la patria, el nacionalismo y hasta la seguridad nacional. Pero también se ha cometido a menudo el error de subestimar la dimensión nacional y el nacionalismo en nombre de identidades clasistas y de luchas sociales. El problema de las relaciones entre lo nacional y lo social, y la complicada madeja de conflictos, tensiones, combinaciones o uniones fructíferas que trae consigo, han sido desde el siglo xix uno de los campos principales de los eventos y los procesos políticos, de las organizaciones y las ideologías en América Latina y el Caribe. En el curso del siglo xx esa importancia se acentuó, y permanece 11 «La dominación social promueve, desalienta, oculta, discierne, dispone el orden de muchos de los elementos de la cultura nacional, ayuda a famas y decreta olvidos. La nación ya plasmada implica —igual que una economía 'nacional' y un Estado-nación — una cultura dominante dentro de la pluralidad cultural, que subordina de maneras sutiles o no a las demás formas culturales existentes en lo que afecte a su dominación, como hacen el Estado y la economía nacionales con la diversidad social y las economías domésticas y de los grupos sociales. Además, aunque lo permanente es rasgo dominante en este tema, cada nación tiene historia, cambian elementos de lo nacional en el decurso histórico, y los valores que se les da». (F. Martínez: «En el horno de los 90. Identidad y sociedad en la Cuba actual», en El corrimiento hacia el rojo, p. 70, Editorial Letras Cubanas, La Habana, 2001.) hasta hoy. Como en otros terrenos, las influyentes ideas y tendencias procedentes del Primer Mundo han contribuido a complejizar aún más la cuestión. En el curso de los últimos dos siglos se han mantenido ideas favorables a la integración latinoamericana. Quisiera mencionar dos corrientes. Una, la que hasta cierto punto continuó la primera tradición independentista a lo largo del siglo xix, a pesar de que durante ese período hubo numerosas guerras o choques armados y otras confrontaciones y diferencias entre muchos países de la región. Se suele reducir el viejo latinoamericanismo al Congreso Anfictiónico de Panamá, en 1826. Si recordamos solamente ese tipo de eventos, se celebraron otros: en Lima, 1847-1848; en Santiago de Chile, 1856; otra vez en Lima, 1864-1865; y en Caracas, 1883, año del centenario del nacimiento de Bolívar. En ellos participaron sobre todo países suramericanos, pero en uno estuvo Guatemala, y en otro El Salvador y México. Sus objetivos no eran la integración económica, sino la coordinación de defensa mutua frente a las amenazas y agresiones europeas, y la prevención de conflictos entre los participantes.12 En la primera mitad del siglo xx, esa corriente favorable a nexos fue renovada en dos direcciones: la búsqueda de identidades autóctonas y el antimperialismo. El rechazo cultural al imperialismo —ligado en gran medida a la lengua y la tradición— fue trascendido desde los 12 Ver Salvador E. Morales: Primera Conferencia Panamericana: raíces del modelo hegemonista de integración, pp. 22-38, Centro de Investigación Científica «Jorge L. Tamayo», México, D.F., 1994. También, Edmuno Jan Osmañoyk: Enciclopedia mundial de relaciones internacionales y Naciones Unidas, p. 853, Fondo de Cultura Económica, Madrid, 1976. años veinte por las críticas al imperialismo económico y la formación de tendencias ideológicas y políticas antimperialistas. La gran crisis económica del capitalismo desatada al inicio de los años treinta y la Segunda Guerra Mundial favorecieron las políticas de sustitución de importaciones en cierto número de países y las tendencias a la autonomía. El carácter antifascista que asumió la guerra mundial brindó cobertura ideológica apropiada a una alianza continental liderada por Estados Unidos. Después de aquella contienda, el gigante norteamericano llegó al apogeo de su dominio en el campo capitalista y se lanzó a un control total de América Latina. Sin embargo, muchos Estados de la región se habían fortalecido y las sociedades habían vivido procesos modernizadores; el imperialismo necesitó un proceso complejo para imponer su predominio, en el que combinó todo tipo de acciones. De todos modos, en la segunda mitad del siglo se registró cierto número de iniciativas panlatinoamericanas, ligadas a pactos económicos tendientes a la integración de regiones; el más antiguo fue el Mercado Común Centroamericano, de 1960. Se crearon otros órganos con propósitos de acopiar datos y valoraciones, y proponer estrategias, como la Comisión Económica para América Latina (Cepal, 1948), de la Onu. Han existido coordinaciones de Estados con fines de defender áreas económicas y otros intereses compartidos, para mediar en conflictos, o en su carácter de miembros de agrupaciones de países, como la Onu, el Movimiento de los No Alineados o agrupaciones de productores. El latinoamericanismo popular tiene una historia muy larga. Desde el siglo xix, la mayoría de los movimientos políticos más radicales o patrióticos tuvo en cuenta esa dimensión, y en varios casos se llegó a experiencias prácticas de combate o de solidaridad internacional latinoamericanas. José Martí fue un pionero excepcional de una nueva fase de las ideas de liberación del continente, con sus análisis de países, su concepción acerca de la naturaleza específica de la región, su historia, su radical diferencia respecto a Estados Unidos, la necesidad de enfrentar con éxito su expansión imperialista, y su propuesta de una segunda revolución de independencia de Nuestra América que acabara con «la colonia que sobrevive en las repúblicas» y creara un nuevo orden social y político en ellas. Durante el siglo xx, el auge del antimperialismo, y de las ideas y movimientos de liberación nacional y socialistas, promovió y profundizó el contenido y el alcance del latinoamericanismo popular, que buscó sus raíces en el rescate de la memoria histórica revolucionaria continental y asoció sus proyectos a los de aquellos esfuerzos e ideas. Frente al particularismo de los Estados y el cierre al ámbito nacional de la política y la economía, numerosos movimientos y corrientes de pensamiento del campo popular han reivindicado una y otra vez el latinoamericanismo. En términos generales, las repúblicas burguesas mantuvieron la opresión y la situación social y cultural de inferioridad de los pueblos originarios de América como parte de sus sistemas de dominación. En la segunda mitad del siglo xix les arrebataron sus tierras y medios de vida, en medio de matanzas atroces, muchas veces en el marco de las llamadas revoluciones liberales. Se ade-lantaban así dos objetivos del capitalismo latinoamericano: expropiar los medios de vida a los pobres para someterlos más completamente a relaciones de explotación y dominación y aumentar las riquezas, las ganancias y el poder; «blanquear» los países, masacrando pueblos originarios y trayendo cientos de miles de inmigrantes europeos. Otro curso de acción favorecía el mestizaje, como «adelanto» hada un ideal «blanco». En el medio ideológico mexicano previo a 1910 se había valorado positivamente el mestizaje, pero fue la gran revolución que estalló aquel año la que abatió jerarquías sociales de base étnica, proclamó los aportes inmensos de las culturas autóctonas e influyó fuertemente en toda la región. La expresión Indoamérica se popularizó, y movimientos tan diferentes como el Apra peruano o el Ejército Defensor de la Soberanía Nacional de Sandino reivindicaron a los americanos autóctonos. Las ideas de José Carlos Mariátegui fueron un aporte extraordinario a un marxismo que intentaba unlversalizarse en los años veinte-treinta.13 En las últimas décadas, un número creciente de pueblos originarios y sus descendientes se identifican como tales desde valoraciones positivas, e incluso, con orgullo, rescatan y reivindican sus culturas, se organizan y defienden su identidad y sus demandas, a la vez que en muchos casos imponen su presencia en las luchas populares de sus países. En algunas ocasiones han desempeñado papeles protagónicos, como en Chiapas con el EZLN, y en dos países en que tienen un peso poblacional y cultural muy grande, Ecuador y Bolivia; a este último me referiré más adelante. La autonomía local o regional de comunidades de pueblos originarios tiene ya una historia de algunas décadas de prácticas o de bregas por implantarlas en cierto número de países de la región. Las 13 Ver sobre todo Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana, de 1928. reivindicaciones y La presencia efectiva de los pueblos originarios y sus culturas como parte de La vida y los proyectos de las sociedades del continente, ya son realidades o demandas para las ideas y los movimientos que pretenden cambios sociales y humanos profundos, y son influyentes en medios más amplios. Otra corriente de corte integracionista es el panamericanismo, externo a la región y dirigido desde su origen a viabilizar La conducción y el control de Estados Unidos sobre el continente por medios políticos e ideológicos,14 que da al mercado y la inversión capitalistas el papel protagónico en la dominación. La Primera Conferencia Panamericana, de 1889-1990, fue un preludio del neoco- lonialismo. Se estableció una institución permanente con representantes de cada país, radicada en Washington, que pronto fue conocida como Unión Panamericana.15 Pero esa línea de trabajo imperialista siempre fue a remolque de las políticas generales. En el primer tercio del siglo xx la opacaron las políticas del Gran Garrote, las cañoneras y la diplomacia del dólar. Después vinieron la política del Buen Vecino y la Segunda Guerra Mundial, y Estados Unidos, ya con las manos libres en América, plasmó en 1948 el llamado sistema panamericano, con la fundación de La Oea y los tratados militares de «asistencia mutua». La sujeción se completó con el establecimiento de gobiernos lacayos, aunque fuera necesario apelar a golpes castrenses. Una gigantesca combinación de dominio económico, político, cooptaciones, represiones y ofensivas culturales con-sumó el predominio norteamericano. u S. E. Morales: ob. cit. 15 Ver E. J. Osmañczyk: ob. cit., pp. 1107-1108. El complemento cultural latinoamericano del panamericanismo se formó a partir de los pensadores y publicistas que durante el siglo xix hicieron el elogio de Estados Unidos, y propusieron la imitación, las relaciones intimas y la sujeción a la «gran república americana» como la vía idónea para que el continente alcanzara el progreso y la civilización. Sin duda, fueron variadas sus motivaciones —y algunas de ellas seguramente loables—, pero el balance fue francamente negativo. El modelo norteamericano, conservador, plutocrático y racista, resultaba más bien idóneo para ser ideología de los sectores dominantes de los nuevos Estados que se asociaban de maneras subordinadas al capitalismo mundial. Aunque estuvieran expuestos a ser considerados inferiores por los norteamericanos, podían así sentirse superiores a la masa del pueblo de sus propios países, calificable como seres inferiores a los que habría que explotar y oprimir mientras se lograba «blanquearlos» e inculcarles «laboriosidad», «eficiencia», capacidad de juicio político y otras supuestas virtudes. La historia ulterior de esta corriente se tornó cada vez más fea. Con las modernizaciones, las experiencias populares de protestas y luchas, el desarrollo del pensamiento revolucionario, el dominio completo del imperialismo norteamericano sobre la región, las represiones y las dictaduras, la inconciencia de los ideólogos pronorteamericanos disminuyó y el papel de los intereses mezquinos y mercenarios se volvió fundamental. Por otra parte, Estados Unidos ha sido capaz de organizar muy bien su penetración cultural sistemática, que posee numerosos niveles, vías y medios diferentes, y utiliza enormes recursos. El panamericanismo ha sido sobre todo político e ideológico, y nunca auspició programas para integraciones económicas. Las relaciones bilaterales desiguales han sido siempre las principales para mantener, ampliar o reformular la dominación del imperialismo de Estados Unidos en esta región.16 Así sigue siendo hasta el día de hoy. Los Tratados de Libre Comercio que ha establecido con una parte de los países latinoamericanos son un instrumento privilegiado de ese tipo de relaciones en la actualidad, aunque el grado de centralización del poder mundial en manos yanquis en la década pasada y su abierta ofensiva de aspiración imperial mundial los llevó a la pretensión de agregar en América Latina una instancia colectiva más completa de su dominio, a través del proyecto Alca. II Entre las décadas quinta y octava del siglo xx, las ideas y las prácticas de políticas de desarrollo relativamente autónomas de los países tuvieron su máxima expresión; pero pronto cayeron en decadencia. Los burgueses de América Latina que protagonizaron la etapa económica expansiva habían sido en general hegemónicos en sus países, mas fueron retados por cuatro procesos simultáneos, aunque diferentes entre sí: a) la emergencia de Estados Unidos después de 1945 como el poder decisivo en el continente y a escala del 16 «El influjo excesivo de un país en el comercio de otro, se convierte en influjo político [...] Lo primero que hace un pueblo para llegar a dominar a otro es separarlo de los demás pueblos. El pueblo que quiera ser libre, sea libre en negocios.» (José Martí: Obras completos, t. VI, p. 160, Editorial Nacional de Cuba, La Habana, 1963.) capitalismo mundial, lo que le permitió doblegar las resis-tencias, desmantelar las autonomías e imponer la incorporación de cada país a su dominio político y económico; b) la extrema centralización del sistema capitalista mediante los procesos de transnacionalización y el dominio financiero y comercial, la especulación, el gigantesco parasitismo de la deuda externa, la tiranía ejercida por el Banco Mundial y el FMI. Sus consecuencias han sido la pérdida del espacio de maniobra de las burguesías subalternas, la reducción del papel de América Latina en el comercio mundial, quiebras o deformaciones de ramas industriales y predominio de sectores primarios exportadores, una gran multiplicación de la entrega de excedente como tributo, la anulación de la capacidad de los Estados para cumplir sus funciones de factor de equilibrio social, y la conservatización y el desarme de una gran parte del pensamiento económico; c) el gran crecimiento de las luchas sociales y políticas que llegaron a ser radicales en su actuación y en sus proyectos de cambio del sistema y que deslegitimaron a numerosos grupos de poder, desafiaron la hegemonía burguesa, proclamaron proyectos populares y profundizaron el antimperialismo. Estas experiencias llegaron a ser muy ricas y diversas: movimientos de masas muy combativos, luchas armadas en una docena de países, el Gobierno de Unidad Popular en Chile de 1970-73 y varios intentos nacionalistas en otros países; d) la liberación de Cuba —un país pequeño, pero estratégico del Caribe, con dos grandes expansiones económicas entre 1780 y 1930 y un extraordinario proceso revolucionario anticolonial, sometido al neocolonialismo por Estados Unidos desde fines del xix— de sus ataduras, mediante una insurrección triunfante y una revolución muy profunda, social, política y de las conciencias. En Cuba fueron liquidados el poder de la burguesía y el del imperialismo, y se lograron colosales cambios sociales y económicos que transformaron las relaciones fundamentales, la vida pública y las instituciones, aportaron dignidad y bienestar a toda la ciudadanía y la soberanía nacional plena. Esos ejemplos, y la resistencia y las victorias sobre la agresión y el bloqueo imperialistas durante medio siglo, han despertado un arco muy amplio de esperanzas, rebeldías, solidaridad, odio y agresiones. La Revolución cubana ha estado siempre presente desde 1959 en los asuntos latinoamericanos, por sus actuaciones, por las reacciones que provoca, por las relaciones que se sostienen con ella y por su influencia en la política norteamericana hacia los demás países de la región. En la actualidad es un factor muy importante para las acciones y los proyectos que promueven soberanía, polí-ticas sociales a favor de los pueblos, autonomía, integración y unidad continental. Ante las profundas transformaciones que acontecieron en las cuatro décadas citadas, la política burguesa en América Latina no se dividió entre los arcaicos y los modernos, los entreguistas y los «nacionales», como suponían la creencia y la esperanza pertinaces que albergaban fuertes corrientes de pensamiento y organización dentro del campo popular. En líneas generales, los modernos abandonaron las políticas de cierto desarrollo autónomo —allí donde las había— y se «integraron» de modo subordinado al gran capital, y en todo lo esencial al imperialismo norteamericano. En el terreno político, en vez de entrar en alianzas con los movimientos de rebeldía o resistencia populares, se plegaron a las exigencias imperialistas, aceptaron las nuevas dictaduras —los llamados regímenes de «seguridad nacional»— o fueron incluso coautores en los procesos represivos en numerosos países de la región, que llegaron hasta el genocidio en algunos casos. En vez de una integración, se llegó a organizar una internacional del crimen. Los regímenes capitalistas neocolonizados arrasaron o desmontaron las formas organizativas del pueblo y los instrumentos de la soberanía nacional de sus propios países, y provocaron fuertes retrocesos culturales conservadores, daños que han persistido hasta hoy en muchos ámbitos. La política revolucionaria fue la principal en esta etapa en que las clases dominantes mostraron su entraña antinacional y fueron verdugos de sus propias sociedades. Por primera vez en el siglo xx latinoamericano, se pensó y se actuó en busca de una transformación radical liberadora a una escala de participación notable. Los revolucionarios intentaron derrocar el sistema de dominación de cada país, combatieron el imperialismo, plantearon abiertamente la continentalización de las luchas y practicaron el internacionalismo en la medida en que pudieron. Los avances conceptuales en cuanto al sistema capitalista y la necesidad del socialismo contribuyeron también al profundo desarrollo de la conciencia política que sucedió. A pesar de los sacrificios, las movilizaciones, el heroísmo y la tenacidad que desplegaron, las extraordinarias luchas populares de esta época no lograron con-vertir en realidad sus ideales y sufrieron derrotas políticas, no solo represivas. Pero por segunda vez en la historia latinoamericana fueron la política y el pensamiento re-volucionarios los que pusieron a la orden del día una unidad continental basada en un proyecto radical de liberar a la región de la dominación extranjera y obtener la libertad, la justicia social y la ciudadanía completa para las mayorías. Al unir ambas metas, proveían una motivación necesaria para la movilización de los oprimidos y explotados, la mayor fuerza con que cuenta el continente para generar y realizar cambios que lo beneficien, y planteaban el único objetivo capaz de hacer viables y darles bases a esos cambios: la liberación del imperialismo. Y la propuesta se firmó con sangre. En estas últimas décadas, el imperialismo ha puesto en el centro de su actuación hegemónica y antisubversiva una guerra cultural a escala mundial, con la que enfrenta las debilidades en cuanto a sistema de dominación que le acarrean su naturaleza actual —centralizadora, parasitaria, creadora de miseria y depredadora— y los avances extraordinarios que durante el pasado siglo multiplicaron las capacidades de los seres humanos y las colectividades para pretender bienestar, derechos, igualdad, con- vivencia, respeto de las diversidades, justicia, paz, control y participación popular en el gobierno, autodeterminación de los pueblos y naciones que fueron colonizados. Esa guerra cultural consiste en una gigantesca operación de prevención de las rebeldías, que a la vez trata de ocultar y suplir la incapacidad creciente del sistema para satisfacer las necesidades perentorias de miles de millones y las aspiraciones de sectores modestos o medios, para mantener libertades y prácticas democráticas, auspiciar las iniciativas económicas, reconocer a las naciones y tolerar sus espacios propios. Se utilizan los más poderosos instrumentos y colosales recursos para controlar de manera totalitaria y eficaz la información que es consumida, la formación de opinión pública, e incluso emociones, gustos y deseos. El objetivo es homogeneizar las ideas y los sentimientos de todos —de los incluidos de algún modo en el sistema, y de los excluidos también—, según patrones generales que garanticen su encuadramiento dentro de una cultura del miedo, la indiferencia, la fragmentación y la resignación. Se ejerce así una terrible y cotidiana violencia, aunque disimulada, contra los individuos, los diversos grupos y las naciones.17 Entre otros empeños, la guerra cultural combina la demonización y el olvido de los combates, las experiencias y las ideas de liberación y socialismo del siglo xx. Ella ha sacado gran provecho a la profunda debilidad de las luchas de clases y de liberación nacional durante las dos últimas décadas del siglo xx. Su objetivo es despojar a los pueblos de la inmensa riqueza cultural que aquellas prácticas y pensamientos dejaron, porque sabe que constituyen un potencial subversivo muy peligroso y una fuente invaluable de proyectos y de autoconfianza, hoy que el sistema de dominación ha abandonado las antiguas promesas de la «modernidad», y hasta las ideas de progreso y de desarrollo. El proceso latinoamericano de esos últimos veinte años del siglo fue presidido por las democratizaciones de los sistemas políticos y por un desastre escandaloso de la situación social de las mayorías. El neoliberalismo como política económica y como ideología dominante 17 F. Martínez: «Medios, cultura y resistencia» (conferencia en el IV Foro Social Mundial, en Mumbai, enero de 2004), La Jiribilla de Papel, (18), Instituto Cubano del Libro, La Habana, febrero de 2004. Una versión revisada apareció en Cine Cubano, (160/161): 88-94, La Habana, abr.-sep., 2006. consumó el retroceso de las formaciones económicas y los Estados nacionales, el colosal deterioro de las sociedades y el entreguismo al imperialismo. Las instituciones y los servicios que existen para servir o representar a la ciudadanía, las conquistas obtenidas a lo largo de muchas décadas, cayeron o se debilitaron al extremo. El poder quedó en manos de los órganos del gran capital transnacional y parasitario, y de funcionarios no sometidos a controles populares ni legales. El cuadro de des-gracias puede engrosarse con la catástrofe urbana, la gigantesca delincuencia común —cara violenta de la miseria y la desesperanza para los humildes, lugar de enormes ganancias y de crimen y autoritarismo vestido de combate por la «seguridad» para los poderosos—, el imperio del narcotráfico que corroe las sociedades y la política, y la corrupción rampante. Por otra parte, se establecieron un estado de derecho e instituciones políticas que resultan muy positivas si se las compara con la etapa anterior, y como espacios en los que encuentran cabida actividades ciudadanas y populares, individuales y de movimientos sociales. El sistema político y la alternancia electoral fueron concebidos como teatro de una convivencia pública más bien pacífica y regida por los negocios y los fastos de la misma política previa, con algunos afeites nuevos. Ellos no debían trascender jamás las reglas del sistema ni dar paso al control ciudadano sobre sus representantes o a efectivos equilibrios de poderes. La miseria y la disgregación social ayudan al modo de dominación, porque minan las iniciativas, las organizaciones y los liderazgos populares, y facilitan el desmontaje de los órganos de presión, negociación y confrontación de la sociedad, la cooptación, el clientelismo y el asistendalismo. En nombre de esa nueva etapa se exaltó la democrada como un valor abstracto y supremo que permite ser ciego ante la entrega del país, la indigencia de millones de personas y la profunda inmoralidad del sistema, promover la desmovilizadón social y anatematizar la violencia en abstrarto en medio de un mar de violencias. Es decir, la democracia como el calmante político para ocultar, paliar o acostumbrarse a sufrir tantos males. Los regímenes de dominación democrática no resolvieron ninguno de los problemas fundamentales del continente, ni lo defendieron frente a sus poderosos extorsionadores y saqueadores externos y sus voraces cómplices nacionales. Tampoco dieron ejemplos nota-bles de transformación de las formas de gobierno en instrumentos de servicio público, ni de relacionar la política con la ética. Los «apellidos» adjudicados por muchos analistas a esas democradas aluden a sus graves limitado- nes y su inevitable crisis crónica, entre las exigendas de los ciudadanos de que cumplan sus promesas — o al menos sus reglas—, y la persistenda de los poderosos en seguir utilizando la democrada para conseguir gobemabilidad y manipular a la población, pero sin permitirle desarrollar sus potencialidades ni aliviar la situación social. La política se ha regido por la convicción o la creencia de que no es posible suprimir el yugo que determina el desastre social, y eso la ha llevado a tener muy poca relación con la vida cotidiana y los problemas reales de las mayorías. La miseria ha sido un tema ajeno a la política práctica, incluida la de organizaciones que se reclaman o son de orientación popular. La complicidad o la debilidad de los poderes de cada país ante la dominación externa, su incapacidad de mantener políticas sociales, servicios y bases políticas estables, su imagen ajena a la soberanía y los intereses nacionales, sabotearon la reformulación de la hegemonía burguesa que es indispensable para estabilizar una nueva fase de 1a dominación. El predominio de elementos de la cultura del Primer Mundo en los modelos de vida, la ideología política y la formación de opinión pública — criaturas de los cen-tros del sistema y de su guerra cultural— completó la incapacidad de lograr la reformulación de hegemonías burguesas nacionales. La dominación democrática es la ropa que visten el autoritarismo del lucro y la dictadura del gran capital, colocados sobre la Ley, el gobierno y la soberanía; ella disculpa sus flaquezas invocando una fatalidad que tendría origen externo; la supuesta subordinación inexorable de todos a las llamadas leyes de la economía. El posible éxito de cada país —como el de las personas— reside en someterse a esas «leyes», y el éxito es la categoría privilegiada. Su antítesis es «fracasar», otra palabra clave de la neolengua que pretende imponerse. Se ha estrechado así cada vez más el campo de la autonomía nacional para la mayor parte de los países. En realidad está en curso un proceso de recolonización selectiva del mundo, que ha hecho retroceder incluso las relaciones neocoloniales «ortodoxas» desarrolladas en el curso del siglo pasado, y está vaciando de contenido la forma democrática de dominación. Ese sería el final de dos pilares principales del equilibrio y el consenso logrados por el capitalismo de la segunda mitad del siglo xx. La internacionalización de la dirección de los procesos y de los medios del control social —que alcanza una notable efectividad— es, sin duda, algo muy grave para los países latinoamericanos, y parece comprometer el destino de la región durante un plazo impredecible. Sin embargo, otra vez como en 1791-1824, como entre 1959 y los años setenta-ochenta, la historia y las realidades del continente no se reducen a las colonizaciones y al dominio capitalista. Aunque no alcancen sus fines más radicales, las revoluciones verdaderas siempre dejan una herencia invaluable y adelantan los puntos de partida de los que vienen después. Hoy existe en América Latina y el Caribe una cultura política incomparablemente superior a la de hace medio siglo. Ante el debilitamiento de los poderes que dieron continuidad al sistema de dominación, esa cultura puede brindar bases a la constitución y el desarrollo de fuerzas independientes, que combatan por cambios sociales a favor de los oprimidos, por la soberanía nacional y popular, y por cambios de sistema. III Hace apenas veinte años —aún sin completarse el proceso continental que llamaron de democratización— ya se lloraba la «década perdida» para la economía de la región y moría la esperanza hueca expresada en la consigna del «desarrollo con equidad». Pero numerosos movimientos populares crecían y se enfrentaban a la desmovilización que trataban de imponerles los políticos «democráticos». Las protestas sociales nunca cesaron, aunque con baja efectividad, y se organizaron algunos partidos de raíz y base popular que, sin embargo, no lograban alterar la esencia del sistema. Cuesta arriba de las ideologías de la derrota y del neoliberalismo, del posibilismo político, la desesperanza y la cooptación, el campo popular persistió y resistió durante los duros años noventa. A veces estallaron abiertas rebeldías, como la del EZLN en Chiapas, en enero de 1994, que renovó la esperanza en el papel de la revolución; sus protagonistas son descendientes de los pueblos originarios de América. Cuando el motín del pueblo de Caracas fue reprimido con un baño de sangre en febrero de 1989, nadie preveía que en la década siguiente las protestas populares pondrían en crisis el sistema político, ni que el movimiento bolivaríano de militares de 1992 asumiría una vía cívica que llevó a su líder, Hugo Chávez Frías, a ganar la presidencia en 1998. Cada año del nuevo siglo ha ofrecido pruebas del vigor de la protesta contra la entrega de los recursos naturales y el mal gobierno, como sucedió en el estallido popular en Argentina, en diciembre de 2001. En Venezuela, Hugo Chávez ha ganado ampliamente diez consultas electorales, pero también tuvo el pueblo que ganar una prueba de fuerza decisiva frente al golpe de Estado de la reacción, en abril de 2002. En Bolivia, el pueblo humilde se puso en pie de lucha desde 2000, en defensa de sus recursos y contra el mal gobierno, y protagonizó la insurrección cívica de octubre de 2003. Ese nivel de conciencia llevó en diciembre de 2005 a un dirigente social, el aymara Evo Morales, a la presidencia de la república. Desde puntos de partida muy difíciles, Evo encabeza un proceso que ha avanzado desde la defensa y el rescate de las riquezas del país y de su propio pueblo hacia transformaciones profundas de 1a sociedad y la política. Con un respaldo popular mayoritario y capaz de actuar y movilizarse, se toman medidas de beneficio popular y se extienden ideas acerca del bienestar de todos como finalidad superior de una vida social en concordancia con la naturaleza. Una nueva Constitución, escrita «por quienes han sido despojados de sus terrenos, de sus costumbres y de su cultura», ha proclamado los derechos de todos y un Estado Multinacional. El movimiento boliviano es abiertamente antimperialista y latinoamericamsta, y el país forma parte del Alba. No es necesario para este tema entrar en detalles, pero sí afirmar que lo decisivo en los casos de Venezuela y Bolivia es la constitución de poderes populares, comprometidos solo con sus pueblos y con la soberanía nacional. Cada uno en su circunstancia, brinda ejemplo y esperanza, y ha inaugurado una nueva etapa del continente en la que se extiende la confianza en que es posible enterrar el neoliberalismo y plantear metas ambiciosas de autonomía o de liberación. El gobierno venezolano que preside Chávez respeta las reglas del juego institucional — el sistema político electoral diseñado para sofocar dentro de su cauce todo intento de cambio radical—; pero ha emprendido un proceso de justicia social y de transformaciones tan extraordinario que con todo derecho se denomina revolución. La política exterior de la Revolución bolivariana favorece cambios muy profundos en la situación de numerosos países de América Latina y el Caribe, en cuanto a satisfacer sus necesidades energéticas, fortalecer su autonomía económica y política, y dar pasos a favor del bienestar de sus pueblos. A escala mundial, Venezuela se ha convertido en un actor completamente independiente de Estados Unidos y muy importante por los vínculos que teje y la influencia que ejerce; está contribuyendo a una elaboración de nexos económicos y políticos que pueden reducir progresivamente el poder omnímodo mundial que pretende mantener el imperialismo norteamericano. El mapa económico del orbe se vuelve más complejo y diverso, variable que tiene un peso muy notable para cualquier proyecto de integración latinoamericana. Las relaciones económicas entre Cuba y Venezuela han dado un salto gigantesco en un plazo muy breve, y siguen profundizándose. El petróleo y sus derivados de Venezuela, el personal de salud y el equipamiento de esa rama de Cuba son cruciales para ambos países; pero los intercambios y las inversiones conjuntas en numerosos campos crecen sin cesar. Sin embargo, la relación cuba-no-venezolana no está basada en la magnitud y el dinamismo de los negocios, sino en una voluntad política que rige lazos y acuerdos fraternales, y en la estrategia de poner el bienestar y el ejercicio de los derechos de sus pueblos por encima de las consideraciones de ganancia e interés. El 15 de octubre de 2007, Chávez avanzó ideas acerca de la formación de una confederación entre ambas naciones.18 De este modo, dos países de la región cuyas relaciones económicas eran insignificantes hace diez años avanzan decididamente en su integración con grandes beneficios palpables, y le brindan al continente el ejemplo de que ella es factible si los que emprenden ese camino son realmente soberanos y dueños de sus recursos y sus proyectos. 18 «Nosotros ahora deberiamos mirar más allá, Cuba y Venezuela perfectamente pudiéramos conformar en un futuro próximo una confederación de repúblicas, una confederación, dos repúblicas en una, dos países en uno». Desde hace medio siglo se han establecido mercados comunes en América Latina y el Caribe, pero sus acuerdos y prácticas no obtuvieron resultados relevantes para el desarrollo de los miembros ni para una futura integración de la región, y han estado sujetos a grandes dificultades y duras críticas. En diciembre de 2004, Venezuela y Cuba acordaron integrarse en la Alternativa Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América. Bolivia se integró al Alba en La Habana, el 29 de abril de 2006, y le aportó su noción de Tratados de Comercio de los Pueblos.19 El Alba no es una consecuencia de aquella historia de mercados comunes, porque tiene puntos de partida y contenidos muy diferentes: en realidad, implica también una alternativa frente a ellos. Además de sus realidades concretas, el Alba plantea una nueva posición definida respecto a la integración continental. El rasgo común fundamental de los fundadores del Alba, en mi opinión, es su forma de gobierno: son poderes populares. El más antiguo, el cubano, proviene de una revolución socialista de liberación nacional; Venezuela y Bolivia, de los triunfos electorales de líderes populares. En enero de 2007, el recién electo gobierno de Nicaragua que preside Daniel Ortega obtuvo el ingreso de ese país en el Alba. En abril, Ecuador y Haití firmaron acuerdos en Venezuela que los aproximaron al Alba. En esos días de la V Cumbre del Alba y la primera Cumbre Energética Sudamericana se evidenció la formación de nexos entre países y 19 Los Tratados de Comercio de los Pueblos (TCP) son instrumentos de intercambio solidario y complementario entre los países destinados a beneficiar a los pueblos, en contraposición a los Tratados de Libre Comercio, que persiguen incrementar el poder y el dominio de las transnacionales. grupos autónomos respecto a tos centros del imperialismo en ese campo tan vital. El caso de Ecuador me permite volver sobre la fuerza de los movimientos populares, fundamental para el impulso de las resistencias y los cambios en el continente. Si llega a formarse un bloque de movimientos y poderes populares, la alternativa revolucionaria al dominio imperialista y a los poderes burgueses neocolonizados podrá triunfar. Quince años de «levantamientos» indígenas en el Ecuador, desde 1990, les dieron alta conciencia y niveles organizativos a esta masa principal de su población y derribaron tres gobiernos; aunque no consiguieron cambios significativos en el sistema de dominación. Este clima favoreció el triunfo electoral del independiente Rafael Correa. El gobierno iniciado en enero de 2007 desplazó a los grupos políticos tradicionales e inició un régimen que impulsa cambios sociales y políticos notables y una independencia efectiva del país.20 Ecuador tiene lazos fraternales con la Revolución bolivariana, y ambos países firmaron un convenio de integración energética. Menciono sucintamente el papel de Cuba en estos esfuerzos por un nuevo tipo de integración. Ante todo, los ejemplos dados por su Revolución, a los que me referí arriba; a ellos se sumaron su resistencia —que parecía a muchos una tozudez inadmisible— a rendirse durante La formidable crisis que padeció en 1a primera mitad de los años noventa, y su capacidad de enfrentar la crisis sin apelar a recetas neoliberales, sacrificar a su propio pueblo 20 En su discurso inaugural de enero de 2007, Correa llamó a acabar con «el sistema perverso que ha destruido nuestra democracia, nuestra economía y nuestra sociedad», y a fundar «un nuevo socialismo del siglo xxi». y menguar su soberanía nacional. La resistencia de Cuba socialista rinde nuevos frutos en estos últimos años de ofensiva latinoamericana y caribeña. Sus acciones de servicio y apoyo a necesidades humanas básicas de decenas de millones de desposeídos son una expresión práctica, concreta, de que otras relaciones sociales y otra distribución del bienestar son posibles, si se tiene una conciencia y un poder socialistas.21 La unión del prestigio singular que posee la Revolución cubana, la solidaridad y los nexos íntimos espirituales que sostiene con innumerables fuerzas sociales y activistas de la región, las relaciones estatales que ha sabido tejer, su política de principios y su enorme flexibilidad táctica, sus capacidades reales de intervención y de mediación, constituyen factores muy importantes para los nuevos procesos integracionistas de la región. El Alba es ya un nuevo polo latinoamericano que avanza, porque tiene una identidad muy definida y expresa 21 Un ejemplo señero es el despliegue de acciones solidarias y de colaboración en el campo de la salud, en 97 países, con 46 000 cubanos en el exterior, de ellos 36 000 médicos, formación de jóvenes de los países necesitados como médicos, en Cuba y en planteles extranjeros en los que Cuba participa, brigadas que acuden ante desastres naturales y epidemias, equipamiento de salud, asesorías. En América Latina y el Caribe está el esfuerzo mayor, y dentro de ella en Venezuela, que está realizando la más amplia y dinámica expansión de los servicios de salud del continente; ningún país desarrollado realiza tareas como esta, y es muy difícil que pudiera realizarlas. En la Escuela Latinoamericana de Medicina de Cuba (Elam), que provee formación gratuita, se han graduado casi 5 000 jóvenes de la región. La «Operación Milagro» es un gigantesco empeño conjunto de Cuba y Venezuela. Cirujanos cubanos ya le han devuelto la visión a un millón de personas de 31 países, y Cuba ha donado 37 centros de cirugía oftalmológica a ocho países. voluntades políticas que están proponiendo una alternativa de integración continental basada en el beneficio de los pueblos y la soberanía nacional sobre los recursos y sobre el proyecto de vida de cada país. Cuenta con recursos y fuerzas propias y los está utilizando de una manera que resulta escandalosa: sin afán de lucro, sin tener como motores la búsqueda de mayores ganancias y de ventaja sobre otros, ni de privilegios. Obviamente, su mera existencia significa un desafío abierto al dominio imperialista de Estados Unidos, que utiliza contra los países miembros todas las formas de agresión o socavamiento que están a su alcance, y presiona o amenaza a los que se acercan al Alba. Los hechos y la historia de una verdadera integración de los países de este continente nunca podrán reducirse a la dimensión económica, y durante una etapa que puede ser prolongada, sus principales dilemas y batallas siempre tendrán aspectos no económicos. A mi juicio, en las coyunturas de crisis o de grandes alternativas, estos últimos aspectos serán los decisivos. Para lograr la integración latinoamericana necesitamos asumir objetivos radicales y emplear medios eficaces, porque habrá que crear nuevas realidades que hoy no parecen posibles, pero que ya muchos soñamos. Como hace doscientos años, no serán las formulaciones y proyectos previos de «alternativas» económicas los que abran las puertas de las transformaciones necesarias, esas que después de suceder son consideradas asombrosas. El largo camino recorrido y los combates, experiencias, sentimientos e ideas atesorados están a nuestro favor. Hoy tenemos una acumulación cultural y una situación incomparablemente más favorable para emprender el camino de la liberación americana que las existentes en aquella primera época histórica, en aquel 1810 en que un cura insurrecto en la Nueva España se proclamó «General de los ejércitos de América» y un pueblo enardecido en el Río de la Plata forzó a un cabildo abierto a nombrar nuevas autoridades. Solo después que estaban embarcados en ellas se dieron cuenta de que lo que hacían eran revoluciones, y que su única opción era profundizarlas. Opino que ahora son no solamente posibles, sino obligatorios, trabajos gigantescos y profundas transformaciones sociales y humanas, de las cosas y de las personas que protagonizarán los cambios. Solo así resultará pensable, y al cabo viable y realizable, algo que parece tan poco realista como una integración que sea realmente latinoamericana, una unión de pueblos que sirva realmente a los pueblos del continente. La Habana, febrero de 2008 Pensamiento latinoamericano, cultura e identidades22 Cinco siglos de colonización y subordinación al capitalismo mundial en América Latina y el Caribe han producido un complejo de dominación que estamos obligados a conocer muy bien, para poder destruirlo y superarlo, y que no pueda renacer y reproducirse bajo nuevas formas. La reproducción con cambios de la dominación burguesa e imperialista tiene una historia, que es la de las reformulaciones de su hegemonía. Para ser eficaz, siem-pre se ve precisada a incluir partes de lo que estuvo excluido, tiene que utilizar una parte de los símbolos y de las demandas de las rebeldías que la han combatido. Tenemos que recuperar la historia de las revoluciones y las rebeldías, la historia de las resistencias múltiples y diferentes a las diversas formas de opresión de las personas y las sociedades que han formado un todo finalmente con el capitalismo, y que encuentran su último sentido y su capacidad de mandar o de sobrevivir en esa dominación capitalista. Pero también nos es imprescindible recuperar la historia de las adecuaciones y las subordinaciones de las sociedades y los individuos a la dominación, y conocer el entramado de formas en que sucede esa supeditación, ver cómo se teje una y otra vez el dominio, identificar los copartícipesy las complicidades, que van desde 22 Intervención para provocar el debate en la Comisión del mismo nombre, durante el VIII Taller Internacional sobre Paradigmas Emancipatorios, organizado por Galfisa, del Instituto de Filosofía. La Habana, 5 de septiembre de 2009. los criminales, las empresas y los gobernantes corruptos hasta una parte de nuestras propias actividades, motivaciones e ideas. Me toca entonces escoger solamente algunos temas. Ante todo, llamo la atención sobre la colonización mental y de los sentimientos. Nuestro continente ha sido un teatro privilegiado de la mundialización del capitalismo, que cometió aquí genocidios, ecocidios, destrucción de culturas, los mayores traslados de poblaciones de la historia mundial para explotarlas como esclavos. Pero también surgieron en América sociedades nuevas, fruto de la combinación de culturas muy disímiles, que elaboraron identidades originales de grupos y nacionales. Este continente ha utilizado las revoluciones para darse identidades propias y Estados republicanos desde hace más de dos siglos, proceso que se inició por la más grande y victoriosa revolución de esclavos de la historia, la haitiana, que venció a las grandes potencias y proclamó una Constitución más avanzada que la famosa de Estados Unidos. Asimismo, ha sido nuestra región la primera en sufrir la neocolonización, que es la forma fundamental de la expansión mundial del capitalismo maduro. Los regímenes neocoloniales son regidos por el imperialismo y las clases dominantes de cada país, clases que son, al mismo tiempo, beneficiarías, cómplices y sometidas. Se han desarrollado contradicciones muy profundas en repúblicas que excluyen a una parte de sus poblaciones de los derechos ciudadanos y de la riqueza nacional; realizan esfuerzos civilizatorios y modernizadores que aplastan a comunidades y economías locales, e imponen idiomas, leyes y costumbres; difunden una ideología del progreso que ha legitimado esos aplastamientos y el racismo; y emprenden proyectos de desarrollo que en vez de aportar independencia del capitalismo internacional explotador han resultado renovaciones de la integración subordinada a él y formación de nuevos grupos explotadores y de poder que se suman a los existentes o los desplazan. Ya es un lugar común decir que América Latina está viviendo un tiempo de cambios. Pocos se preguntan, sin embargo, cómo hace diez años prácticamente nadie pronosticaba que ese tiempo estaba próximo a comenzar. Otro tanto pudiera comentarse de un evento que se desató hace unos veinte años e influyó en todo el mundo: el final de los regímenes llamados socialistas en Europa y la desaparición de la URSS. Hace treinta y cinco años, cuando las criminales dictaduras de «seguridad nacional» se extendían por América Latina, los análisis de los opositores a los sistemas de dominación todavía tenían fuerza, audacia y diversidad, y discutían entre sí, además de enfrentar al adversario. Investigadores, profesores y cuadros dedicados a la acción revolucionaria se leían unos a otros o producían ellos mismos los análisis y las interpretaciones. El legado extraordinario del pensamiento latinoamericano de aquella época permanece marginado hoy o se reconoce con admiración, pero sin estudio, cuando nos hace tanta falta. Los triunfos represivos conllevaron también derrotas políticas e ideológicas del campo popular. Una a una desaparecieron las palabras que permitían pensar la subversión necesaria, aunque también las que permitían analizar las realidades materiales y espirituales del continente. Temas, conceptos, tesis de la ciencia social comprometida fueron abandonados o silenciados. Al enorme recorte de los objetivos políticos populares que sucedió con el establecimiento de la llamada democratización —o «las democracias»—, le correspondió la aceptación de la cultura del capitalismo y un desolador empobrecimiento del discurso «de izquierda» o progresista. Ahora el campo intelectual se conformó con modestas antinomias, como las de fascistas vs. demócratas y dictadura vs. gobierno civil, que dejaban intangible el sistema. Primero en formulaciones como las de «los dos demonios», después, más francamente, fue condenada y tenida por inadmisible toda violen-cia revolucionaria. No importa que la vida de decenas de millones sea martirizada por innumerables formas de violencia diaria en este continente, activistas y personas decentes del pueblo oprimido rechazan y abominan a los que pelean contra el sistema con armas en la mano. Esta victoria cultural del capitalismo persiste hasta hoy, y lastra iniciativas tan loables como los foros sociales. En el último cuarto del siglo xx, el imperialismo se cen-tralizó en un grado muy profundo y se tornó parasitario, excluyente y más depredador que nunca, por lo que necesitó modificar sus instituciones y sus ideologías económica y política, decretar el fin del «desarrollo» del llamado Tercer Mundo y de la idea de progreso, ir reduciendo el neoco- lonialismo a recolonización selectiva e implantar un sistema totalitario de información y formación de opinión pública. Los temas trascendentes del pensamiento social se sometieron a la trivialización o 1a renuncia, y se ensayó la eliminación del futuro y del pasado. Coincidieron, por último, las necesidades del capitalismo y la postración del pensamiento opuesto a él. Dos salidas parecían quedarles solamente a los opositores. Una, ser adversarios éticos y posibilistas del neoliberalismo, un poco a la izquierda de «la equidad», «el liberalismo social», «el rostro humano» y otras lindezas de los políticos y los ideólogos del sistema; mostrarse «respetables» para ser aceptados por las reglas del juego electoral y de los comportamientos políticos. La otra opción, mucho menos asumida, era mantener una pureza dogmática y sectaria que no se contamina con gajes ni ideas del poder, ni hace alianzas con la mayor parte de los líderes populares, que suelen ser condenados al no poder pasar el examen de anticapitalistas teóricos. Los primeros son comparsas reformistas del sistema, los segundos permanecen bajo su techo, pero solos. Aprecio a los segundos y detesto a los primeros, mas reconozco que ambos resultan funcionales a los intereses más generales de la dominación. En la fase inicial de su predominio abierto, el imperialismo norteamericano había logrado la eliminación de la política económica de sustitución de importaciones y el fin de algunos gobiernos independientes con apoyo popular. Impuso dos oleadas de dictaduras para facilitar su implantación, pero en la segunda, retado por el auge de las protestas y rebeldías, y por el ejemplo cubano, apeló a una represión sistemática que llegó en algunos lugares al genocidio, aplicada por los esbirros y ejércitos de la región. Se forjó así una unión criminal, cuya base fueron lazos mucho más íntimos con los gobiernos, empresarios y partidos del orden. La mayoría de los burgueses «nacionales» fueron cómplices del imperialismo, pero el nuevo orden económico que se impuso agravó la supeditación y tendió al desmantelamiento de las eco-nomías y los proyectos nacionales. Los gobiernos civiles que sustituyeron a las dictaduras de «seguridad nacional» en tantos lugares son democracias con apellidos alusivos a sus limitaciones, que más o menos restauraron o instauraron el estado de derecho y un buen número de libertades ciudadanas, aunque con mandatarios sin poder real frente al gran capital, alternancia electoral dentro del sistema y la política como un espectáculo para ocupar el tiempo libre cívico. Confiados en la gran represión y en el desplome de las luchas de liberación y de clases, los dominantes no advirtieron que la cultura política de decenas de millones había sufrido un gigantesco crecimiento. Mientras retrocedían sin cesar el empleo y los servicios sociales, se entregaban los recursos naturales, se pagaban enormes tributos, se generalizaba la miseria y su horror era escándalo en las ciudades, los dominantes tampoco die-ron importancia a la débil reformulación que hacían de su hegemonía, desnacionalizada y con una endeble legitimidad. Creyeron en la efectividad en América Latina de la homogeneización mundial capitalista de las concepciones de la vida cotidiana y ciudadana, como unificadora del sistema a pesar de los abismos de injusticia, pobreza y frustraciones que los separaban de las mayorías. Creyeron que se arraigaría la cultura del miedo, la indiferencia, la resignación y la fragmentación. Se equivocaron. El desarrollo de la conciencia política de los pueblos y el descontento, el rechazo y la resistencia frente a la situación a la que se ha llegado, se han ido reuniendo y ali-mentándose mutuamente, y el continente se ha puesto en marcha. La subordinación ideológica ha caído en bancarrota a lo largo de las grandes jornadas cívicas y de movimientos populares de los últimos diez años. Al desandar el tiempo, hoy advertimos que el primer acto fue en Venezuela en 1998, al ser electo presidente Hugo Chávez Frías, un militar insurrecto y bolivariano al que nadie conocía hasta 1992, preso político hasta 1994. El pueblo de Venezuela —marcado a fuego por la matanza de febrero de 1989— había dejado de creer en el bipartidismo y buscaba una nueva salida. La «guerra del agua» en Bolivia y el motín del pueblo de Buenos Aires saludaron el inicio del siglo, pero esta vez no se trataba de las usuales erupciones periódicas de rabia de los oprimidos ante abusos puntuales. Cada año de la década que está terminando ha sido testigo de las acciones de los movimientos populares, y de jornadas cívicas que han establecido y defendido gobiernos diferentes, y están cam-biando la correlación de fuerzas en la región. No pretendo hacer ni un somero análisis de las nuevas realidades y los nuevos proyectos que se están desplegando, solo deseo apuntar que millones de personas están viviendo cambios positivos en su vida, sus sentimientos y sus ideas, y ellos y otros millones luchan por tenerlos o avanzar más. Se afianza la conciencia de que el buen gobierno consiste en que el poder y los recursos estén al servicio del bienestar, los derechos, las oportunidades y la dignidad de las mayorías. En los escenarios más avanzados, el mejoramiento humano y el cambio social intentan mancomunarse: que la persona ocupe el centro de la escena política y social, y que entre todos sea creada una nueva política y una nueva organización social. Se ha vuelto posible que los países reconquisten sus riquezas y sus soberanías, y se lancen a hacer viables y factibles el bienestar de sus poblaciones y una reproducción decente de la vida social que se ponga también de acuerdo con la naturaleza. Aumenta la convicción de que América Latina y el Caribe están llamados a integrarse sólidamente, por un camino en el que el centro de las alianzas tendría que ser político para lograr autonomía frente a Estados Unidos y el capitalismo mundial; compartir sus recursos, sus políticas nacionales y sus potencialidades para que se complementen y fortalezcan; y poder llevar a cabo sus proyectos y sus sueños. Tampoco intentaré describir la multitud de problemas, escollos, enemigos e insuficiencias que tiene ante sí esta puesta en marcha latinoamericana. Nada está asegurado, y se reúnen contra los avances el peso enorme —a veces insondable— de la sociedad burguesa neocolonizada y sus monstruosidades con la actividad sistemática, y más de una vez sagaz, del imperialismo. Pero la situación ya no resulta abrumadora, porque la acción y la esperanza están predominando, y se están abriendo paso nociones de hacer política radical, tener el poder y elaborar nuevas leyes para el pueblo, tomar y utilizar los recursos propios, unirse o aliarse. Así como entra al mundo de las realidades el «milagro» de devolverle la visión a un millón de pobres, entran temas que eran inconcebibles hace diez años; energéticos de la región para los países de la región, a precios bajos y con facilidades de pago; intercambios y complementaciones económicas; proyectos de seguridad alimentaria. Después de medio milenio de saqueos e integraciones subordinadas al capitalismo mundial, nuestra América comienza a probar la opción de ser para sí. La coyuntura es favorable. El imperialismo se desprestigió a fondo bajo el gobierno de Bush y su grupo, y se empantanó por la resistencia heroica de los pueblos iraquí y afgano; el joven Obama no trae cambios relevantes. La tremenda crisis financiera iniciada en octubre de 2008 hizo obvias tas debilidades y la naturaleza del sistema capitalista. Crecen las relaciones entre América Latina y cierto número de países de Asia y Europa con recursos, intereses económicos y voluntad política de forjar un mundo multilateral. Por todo eso se ha puesto a la orden del día volver a pensar en grande en América Latina y el Caribe, pero se hacen palpables la debilidad y el retraso del pensamiento social. Las teorías y los conceptos acerca de la política, el Estado, los movimientos sociales, tas formaciones económicas, los sistemas de organización social, los conflictos y sus soluciones, y tantos otros temas, muestran su inadecuación para servir como instrumentos o se dan de narices con las realidades, se esgrimen como detentes religiosos, crujen, o son abandonados. El regreso del socialismo como tema del día y del futuro cercano —y no solo como lejano ideal—, tan poco tiempo después de su desastre europeo, es escandaloso y se convierte en un reto para un buen número de estudiosos. Mientras, Hugo Chávez, Evo Morales, Rafael Correa y otros líderes políticos se refieren al socialismo con naturalidad como el camino de la América Latina, y lo mismo hacen muchos activistas, ideólogos e intelectuales comprometidos con las causas de los pueblos. V a los cincuenta años del triunfo de su revolución socialista de liberación nacional —la primera en Occidente—, Cuba socialista forma parte muy activamente del movimiento y goza de un enorme prestigio latinoamericano. El pensamiento critico ha dejado de ser asunto de minorías toleradas. Está hoy en un tiempo de crisis y de urgencias, de elaboración de nuevas preguntas y de reformulaciones, de creaciones y de echar mano a los logros que ya tiene en esta región, a mi juicio, la de mayor dinamismo y atención a Los problemas cruciales en cuanto a los conocimientos sociales. En nuestra América, las dominaciones han sido combatidas por resistentes y rebeldes desde hace siglos hasta hoy. Somos Los herederos de esos combates y estamos obligados a resistir mejor y a inventar, crear las formas de triunfar y de cambiarnos a nosotros mismos, al mismo tiempo que transformamos las sociedades a través de las luchas emancipatorias, y que instituimos y sostenemos poderes revolucionarios capaces de servir como instrumentos para proyectos cada vez más ambiciosos de Liberación. Una parte importante de esas prácticas es la elaboración y el desarrollo de un pensamiento revolucionario propio, nuestro, que logre liberarse de las neocolonizariones mentales y de los sentimientos, y de las fragmentaciones, confusiones, sectarismos y otras deficiencias que portamos. Está claro que es muy difícil, pero todas las cosas importantes son muy difíciles. Tenemos que apoderarnos del lenguaje y liberarlo de subordinaciones, de fronteras, quitarnos el temor a ser dueños de él y que nos sirva para pensar, porque el lenguaje es imprescindible para pensar. No hay lenguaje inocente: nuestros enemigos lo saben bien y tratan de ponerlo a su servicio, sostienen una guerra del lenguaje, como sostienen en conjunto una gigantesca guerra cultural mundial. El pensamiento latinoamericano sufrió mucho por las victorias del capitalismo en la última parte del siglo xx; aunque ya padecía problemas propios muy graves. El lenguaje de la liberación se perdió en un grado alto. Es cierto que en las etapas peores no es cuerdo hablarles a todos como si estuviéramos al borde de la victoria. Me gusta que hayamos usado la palabra «alternativa», porque ha sido un buen recurso cuando, por una parte, parecía imposible mencionar «revolución», «socialismo», «imperialismo» o «liberación», y por otra, muchos tenían una sana desconfianza de las grandes palabras que no habían podido guiar la resistencia y la rebeldía hacia triunfos, o al menos defender lo que se había conquistado o conseguido, mientras que los dominantes tenían una fuerza que parecía todopoderosa y un dominio cultural muy grande. Hoy estamos en un momento muy diferente en América Latina y el Caribe. Algunos poderes revolucionarios actúan y se fortalecen, está ascendiendo la conciencia social y política de los pueblos, crecen los movimientos populares, existe un grado mayor de autonomía frente a Estados Unidos que es utilizado por cierto número de países, y desde diferentes posiciones e intereses avan-zan procesos y conciencia de coordinaciones continentales. Al mismo tiempo, Estados Unidos —que ahora tiene el rostro de un joven negro en la proa— se mueve en abierta contraofensiva, como queda claro con el golpe de Estado en Honduras y el establecimiento público de sus bases en Colombia, que forma parte de una política militar agresiva que toma posiciones a lo largo del continente. El recurso de agredirnos está ante nosotros y es el más visible, pero no es el único. Dividir, confundir, cooptar, chantajear, seguir dominando culturalmente siguen siendo armas muy efectivas. Para liberar el lenguaje y el pensamiento no se necesita poseer grandes recursos materiales, y en la medida en que lo logremos, tendremos una fuerza tremenda a nuestro favor y una capacidad creciente de desarrollar cada una de nuestras identidades, proyectos y luchas. Y de unirnos, no de palabra o de buenas intenciones, para que las ideas y los problemas concretos que nos separan sean más comprensibles y para que sea más factible superarlos. El último siglo ofrece a la humanidad un saldo extraordinario para las potencialidades de emancipación humana y social. En América Latina y el Caribe de hace medio siglo se levantaron las resistencias y los combates de una ola revolucionaria que formó parte de la segunda ola mundial del siglo xx, que a diferencia de la primera —la iniciada con la Revolución bolchevique, en 1917— tuvo su centro en el Tercer Mundo. Pero los conocimientos y las posiciones de los que combatieron y resistieron eran demasiado insuficientes. Hoy no es así. Contamos con una inmensa acumulación cultural de identidades y formas organizativas populares, de experiencias y de ideas de insumisión y de rebeldías. Por su parte, el imperialismo se ve constreñido, por su naturaleza actual extremadamente centralizada, parasitaria, excluyente y depredadora, a poner en el centro su guerra cultural, a conseguir que las grandes mayorías, por mucho que se desarrollen, permanezcan presas en sus propios horizontes delimitados y fraccionados, no desafíen los fundamentos mismos de la dominación y acepten de un modo u otro que la única organización factible de la vida cotidiana o ciudadana es la que rige el capitalismo. La estrategia de la dominación resulta entonces compleja, y utiliza una multiplicidad de formas que están a su alcance. Por el saqueo de los recursos y el ejercicio de su poder es capaz de todo, como siempre. Ahí está el genocidio en Irak, la ocupación militar permanente de países, como hacía el viejo colonialismo, en pleno siglo xxi; aunque está también la lección para todos de que los pueblos que se levantan a pelear no pueden ser derrotados ni por la potencia militar más grande y desarrollada del planeta. El imperialismo amenaza con sus bases, golpes y flotas en nuestro continente; pero sin dejar de armar y sostener a sus servidores y cómplices, actuar a favor de la división entre los países, sabo-tear los avances de las autonomías, las alianzas y la integración continental, ofrecer fracciones de lo que ha saqueado y saquea, presionar y forzar a los que se muestran tímidos y débiles. En otros planos, trabaja a favor de su dominio —en estrecha unión con los dominantes en cada país—, valido de un sistema totalitario de información y de formación de opinión pública y de una parte de los gustos, de su inmensa producción e implantación cultural, del atractivo que ella conserva, de los avances de una homogeneización mundial controlada que penetra, anega y socava las culturas de los pueblos. Fomenta una cultura del miedo, del individualismo, de la conversión de todo en mercancía, de la indiferencia, del sálvese quien pueda, que permite, por ejemplo, mostrar en un mismo noticiero a una multitud de víctimas del hambre, índices financieros que nadie entiende y visitas y anécdotas de los poderosos. Al mismo tiempo, la dominación puede reconocer multiculturalidades y diversidades, siempre que no afecten sus intereses esenciales, envenenar el medio en que viven comunidades o despojarlas de él cuando conviene a sus negocios, cooptar líderes, hacer un poco de filantropía o mandar a matar a díscolos y rebeldes. El pensamiento latinoamericano tiene tareas extraordinarias que realizar. Trataré de sintetizarlas en unos comentarios finales. a) superar el retraso que tiene, que fue inducido, frente a la nueva situación y a problemas principales que son más antiguos; b) retomar el socialismo como horizonte, y asumir críticamente el marxismo que está regresando, el marxismo de los revolucionarios. No permitir de ningún modo el regreso del dogmatismo. El pensamiento no debe ser un fetiche ni un adorno para sentirse bien o para adquirir seguridad; c) apoyar los esfuerzos contra la subordinación de los movimientos populares y los oprimidos a la dominación de la burguesía y el imperialismo, comprender las relaciones que existen entre los medios, identidades, demandas, luchas y proyectos de cada movimiento y el sistema de dominación como una totalidad, con sus fuerzas, acciones, ideología y contradicciones. Ayudar a comprender la dominación cultural, y las reformulaciones de la hegemonía de las clases dominantes; d) abandonar la soberbia de exigirles a los que luchan que entren en las camisas de fuerza de concepciones dogmáticas, y, cuando no lo hacen, denunciarlos como «traidores» y «colaboradores». Partir de las realidades que existen y de su ser real, no de lo que creamos que deben ser, pero no para adecuarnos o resignarnos a ellas, sino para participar en el trabajo de cambiarlas a favor de los pueblos y las personas; e) colaborar en la defensa y la conservación de la autonomía de los movimientos populares en todos los procesos en que participen. A los poderes populares les será muy beneficiosa esa autonomía de los movimientos, precisamente para lograr ser reales poderes populares y avanzar como tales; f) planteara los movimientos populares la centralidad de lo político, y argumentar y convencer acerca de esa necesidad. Al mismo tiempo, aprender y desaprender acerca de problemas fundamentales de lo político, como son la naturaleza de la organización política; las relaciones entre los activistas y los demás miembros del pueblo; la necesidad de construir el poder, conocer qué es el poder y cómo puede hacerse realidad el proceso; las alianzas; los problemas de la estrategia y de las tácticas; la necesidad de considerar y combinar todas las vías y todas las formas de lucha, incluida la violencia revolucionaria; las relaciones acertadas entre los cambios y el aumento de capacidades de las personas y los grupos sociales, y los cambios que debe ir registrando el movimiento popular revolucionario en su conjunto; g) desarrollar el pensamiento acerca de temas y problemas que en tiempos pasados no se veían o no se apreciaban, y que los avances de los movimientos populares han plasmado y hecho muy clara su importancia; h) emprender y ganar la guerra del lenguaje, recuperar las nociones que han formado y desarrollado las culturas de los pueblos, y trabajar con ellas en las nuevas condiciones y para los nuevos problemas; i) utilizar nuestros instrumentos de educación para la formación y las tareas que tenemos, no depender de ellos como si fueran nuestros objetivos; j) revolucionar las ideas mismas que se han tenido acerca del pensamiento, incluido el crítico, y sus funciones. No pretender ser la conciencia crítica del movimiento popular, sino militantes del campo popular. Avanzar hada nuevas comprensiones de las relaciones entre el pensamiento y los movimientos populares, y en la formación de nuevos intelectuales revolucionarios. Ser funcionales al movimiento popular, pero sin perder la autonomía y los rasgos principales de su tipo de trabajo y su producción. Ejercer realmente el pensamiento, creador, crítico y autocrítico, sin miedo a tener criterios propios ni a equivocarse. Recuperar la memoria histórica y ayudar a formular los proyectos de liberación social y humana. Que la ley primera del pensamiento sea servir desde su especificidad; y k) ser siempre superiores a la mera reproducción de la vida vigente y de sus horizontes. Sin dejar de atender a lo cotidiano y a las luchas en curso, contribuir a la elaboración de estrategias y proyectos, y a la destrucción de los límites de lo posible, que es la única garantía de que sea viable la formación de nuevas personas y nuevas sociedades. Foro Social de las Américas 201023 ¿Podría hacer un balance histórico de lo que ha dejado el espado del Foro, surgido en un momento de incertidum- bres, desilusiones, fracturas, hasta hoy en que el contexto político es más favorable para esos procesos de transformaciones? Se habla incluso de nuevas propuestas de socialismo para América Latina. Para su balance me gustaría apuntarle dos palabras claves: resistencia y construcción de alternativas. Me hacen muy feliz estos foros regionales, porque hoy el continente es el escalón fundamental e imprescindible de debate, concientización, estrategias y organización; aunque no hay que olvidar nunca la dimensión mundial. El primer Foro Social Mundial, hace diez años, fue una maravilla, porque mostró las fuerzas populares latentes en un mundo de imperialismo y capitalismo triunfantes, que intentaba que todos aceptaran romo naturales sus iniquidades más sucias y sus crímenes, hacer tabla rasa con todas las conquistas y avances humanos y sociales del siglo xx en cuanto pudieran servir para las liberaciones, y valerse de todos los medios imaginables para asegurar su poder y sus ganancias. Las ideas revolucionarias y la autoconfianza habían sido muy quebrantadas por la criminal represión sistemática continental de las rebeldías y las protestas de las décadas previas, y la conservatización política y social que lograron, operación de desarme político e ideológico que continuó ” Entrevista de Idania Trujillo para La Jiribilla, agosto de 2010. bajo formas de gobierno de dominación democrática y de imperio del neoliberalismo. La crisis de ideales y de resistencia creada por ese proceso latinoamericano fue agravada por la caída en Europa del sistema de dominación que en nombre del socialismo existía en la URSS y los países de su campo, lo que conllevó un colosal desprestigio del socialismo. Los latinoamericanos que habíamos mantenido levantada la bandera del anticapitalismo, las resistencias populares y el pensamiento crítico durante la negra etapa precedente, sentimos la alegría de aquel refuerzo mundializador frente a la ideología burguesa y colonialista de la globalización. Decenas de miles de participantes portaban sus identidades, sus demandas y sus ban-deras, y los movimientos populares combativos se conocían y confraternizaban. Los nuevos resistentes y luchadores, asistidos por los que nunca abandonaron la causa popular, podían levantar la cabeza, sentir que estaban vivos y en movimiento, y lanzar nuevas propuestas. Diez años después las cosas son muy diferentes, y no es necesario detallar los datos. Sin intentar pasar un balance meditado y fundamentado —que no cabría aquí— me atengo a tus dos palabras claves para hacer algunos comentarios, con una salvedad básica: hay extraordinarias diferencias entre los países de América Latina y el Caribe para el tema que tratamos; por ello, lo que apuntamos son tendencias, casos o ilustraciones. Es total-mente legítima la óptica continental, pero solo un océano de luchas y avances logrará hacer una a nuestra América. Los movimientos populares han seguido creciendo sostenidamente, y hay una novedad decisiva: poderes populares en Venezuela y Bolivia y un gobierno que avanza en esa dirección en Ecuador; lazos muy estrechos entre ellos y la Cuba revolucionaria; el polo atractivo del Alba, que ha crecido en miembros y en nexos de nuevo tipo. A mi juicio, el enorme desarrollo de la cultura política de los pueblos de la región ha sido determinante para que las vías políticas del sistema —recambios electorales de la dominación— se hayan vuelto contra él. Movimientos combativos y líderes revolucionarios lo han desa-fiado en su propio terreno en diferentes países, y han vencido. Las constituciones de Venezuela, Bolivia y Ecuador son pasos más avanzados de afirmación de cambios liberadores latinoamericanos. En el gigantesco Brasil, Lula y el Partido de los Trabajadores triunfaron y ejercen el gobierno desde 2003; este ha realizado cierta redistribución que beneficia a millones de personas, y el papel continental que ha asumido Brasil es un factor muy positivo en la coyuntura actual. Algunos otros países han ganado autonomía frente a Estados Unidos, y en general los gobiernos son más sensibles a los reclamos de políticas sociales favorables a sus pueblos. Los foros, por consiguiente, han cumplido papeles sumamente importantes, y favorecieron el auge del movimiento popular en su conjunto. Han expresado muy bien las resistencias, el despliegue de las identidades y las propuestas sociales de los sectores y los pueblos, la cultura ligada a todo esto, el pensamiento crítico y los debates que tanto ayudan a conocerse, potenciar las capacidades y las fuerzas, y avanzar. Los tres Foros Sociales de las Américas que se han celebrado han permitido también mayores intercambios, iniciativas comunes, propuestas de alternativas más concretadas y factibles y, en general, fortalecer la dimensión continental. El gran déficit en este balance es el relativo a la política. Al inicio, los foros fueron renuentes a darles entrada como tales a organizaciones y líderes políticos, incluidos los de izquierda. Esto podía ser comprensible, dada la historia reciente, aunque a mi juicio siempre fue censurable que tampoco admitieran organizaciones que han reivindicado la vía armada frente a la feroz violencia sistemática de la dominación. Pero según fue avanzando 1a década y haciéndose realidad o necesidad que hagamos una nueva política en América Latina, esas prevenciones se convirtieron en una limitación, que ha terminado por lastrar los foros y reducir su papel. La cultura revolucionaria que ha enfrentado al capitalismo, al colonialismo y a sus numerosos y terribles productos desde el siglo xix —y sobre todo a lo largo del siglo xx— ha sabido reconocer la centralidad de la política para tener posibilidades de resistir con éxito, combatir y vencer; los que no lo hicieron, pagaron muy caro su error. Una cosa es comprender que la política del campo popular cometía muchos errores y quizás se parecía demasiado a la de sus adversarios, y otra creer que toda política es perversa, porque eso solo les conviene a los dueños capitalistas de la política. Es como la idea de que todo poder es perverso: solo sirve a quienes tienen el poder, mientras los que nunca lo han tenido pierden la posibilidad de equivocarse y aprender ejerciéndolo, y de crear poder popular. Desde hace años, voces muy respetables dentro de los foros han señalado esta grave limitación, que resulta peor precisamente por el establecimiento de dos poderes populares y el auge de los movimientos combativos en la región. Estos últimos podrían hacer aportes fundamentales a la nueva política necesaria, con su potencial de liberación de las personas y los grupos humanos mucho mayor que lo que se había concebido antes, sus propuestas alternativas más capaces de expresar las complejidades, necesidades y sueños, y sus experiencias prácticas. Sin descuidar jamás lo que ha permitido reunirse y mantenerse durante una década, los foros están obligados, en mi opinión, a discutir lo que es esencial para la liberación, y ayudar a los pueblos y los órganos que ellos vayan creando a ser capaces y eficaces frente a las tareas y los desafíos inmensos que se ven venir. ¿En qué medida consideras que se han podido armonizar las iniciativas sociales locales con los principales problemas que están hoy en pleno desarrollo en América Latina? Mi primera respuesta ha sido tan larga que me ayudará a ser más breve en las demás. Es cierto que la naturaleza de los participantes en los foros pone en primer plano problemas, aproximaciones a las realidades, visiones, discusiones e iniciativas sociales muy diferentes entre sí. Se podría hacer un mapa por tipos de movimientos, identidades, percepciones, estrategias y demandas. Pero la voluntad tan firme de mantener y desarrollar estos espacios indica claramente que cada uno sabe que es vital reunirse, practicar la solidaridad, constituir redes y, de ser posible, unirse. También es cierto que las diferencias nacionales resultan siempre muy significativas, tanto las de vieja data como las de coyunturas, que marcan condicionamientos específicos a los movimientos de cada país, y a veces a los de determinadas regiones dentro de los países. Ni por un momento subestimo la importancia crucial que tienen las iniciativas, la conciencia y las formas organizativas que llamas «locales» en tu pregunta, para que logremos avanzar hacia una nueva política, nuevos proyectos y procesos de liberación de todas las dominaciones y creación de vínculos sociales y personales nuevos. Veo dos aspectos muy positivos en el desempeño de los movimientos populares en la relación entre las especificidades y el movimiento en su conjunto. Uno es la gran capacidad que muestran en cuanto a comunicarse e intercambiar experiencias e ideas, apoyarse en asuntos concretos, y emprender y sostener campañas juntos en situaciones cruciales para sus países. El otro es la fuerte propensión de muchos a pertenecer a redes u or-ganizaciones internacionales, sea de su tipo de movimiento o con un fin determinado. En la medida en que lo político vaya teniendo su lugar en los movimientos populares, será más factible armonizar sus necesidades y sus iniciativas con los principales problemas generales del continente. Pero quisiera agregar que es muy probable que entonces sea cuestionada la procedencia de al-gunos de los problemas que todavía se consideran principales, y que se establezcan otros que todavía no se advierten bien. ¿Cómo puede incidir el Foro Social de las Américas en el nuevo contexto político y social que viven nuestra región y el mundo? La actividad de numerosos países y gobiernos latinoamericanos está centrada en su viabilidad económica y también en la defensa de su autonomía. Aumentan las relaciones y coordinaciones regionales, y aunque las economías siguen ligadas a negocios y vínculos externos a la región, crece la tendencia a establecer nexos entre nuestros países. Como te dije antes, el Alba es una realidad y un polo atractivo hacia 1a integración. Esa es la agenda, me parece. La del Foro puede ser eficaz y aportar mucho, a mi juicio, si pone su centro en tres campos: a) la elaboración de prácticas ajenas al capitalismo y el análisis de sus experiencias; b) estrategias políticas de articulación entre los movimientos, formación de bloques revoludonarios con los poderes populares y actuación consdente en sus realidades políticas nadonales, de acuerdo con lo que cada coyuntura exija; y c) el debate y 1a formulación de propuestas socialistas de relaciones sociales, política, economía, gobierno y relaciones con la naturaleza. No hay que olvidar la larga historia de controles, cooptaciones y manipulaciones de los movimientos sociales por parte de los poderes en cada país, ni la historia de presiones y negociaciones de aquellos para sacarles a los dominantes demandas o ventajas para sus sectores. Así se han logrado o reformulado también consensos y hegemonías. No es un toma y daca entre igua-les: el mango de la sartén casi siempre lo ha tenido el poder. Pero de lo que se trata no es de reformar esa historia, sino de acabar con ella y crear un nuevo orden de relaciones y avanzar hacia una nueva política y un nuevo sistema. Los poderes revolucionarios deben evitar la antigua tentación de mandar, y también abandonar las creencias en que la diversidad social actuante los debilita y lesiona la unidad. Los movimientos deben defender sus identidades y sus campos de actuación, aportar su riqueza, aunque priorizando en las grandes luchas 1a liberación de todos y el poder popular, sin el cual nunca estarán seguros ni irán muy lejos los avances de cada uno. En lo que les toca, esa podrá ser también una gran contribución de los foros. ¿Estaremos asistiendo con este nuevo momento en América Latina a un paso de las resistencias a las ofensivas? No lo creo así. La escalada agresiva militar de Estados Unidos es una buena preparatoria para la guerra, si la necesitan, pero estimo que todavía su línea política principal consiste en presionar, sumar cómplices, chantajear, atemorizar, utilizar a varios aliados que mantienen, y múltiples resortes que se les facilitan por su antigua y formidable implantación dominante en la región. Sin duda, se trata de una contraofensiva, mas dentro de los marcos actuales de los enfrentamientos en este continente. No excluyo que la situación pueda modificarse y que el imperialismo apele a agresiones directas, siempre involucrando a fuerzas reaccionarias latinoamericanas. Sería lógico esperar que Venezuela sea una víctima priorizada, por la importancia y el peso que tiene ese proceso. En un plano más general y estratégico, opino que si las alianzas autónomas se profundizan y los poderes populares avanzan y tienden a extenderse, será inevitable una escalada imperialista y sobrevendrán conflictos violentos. Ante esa situación, la radicalización de los procesos será imprescindible para su propia supervivencia. No solo serían suicidas los retrocesos y las concesiones desarmantes frente a un enemigo que sabe ser implaca-ble, lo principal es que al nivel que han alcanzado la cultura política de los latinoamericanos y las esperanzas de libertad, justicia social y bienestar para todos, los movimientos, los poderes y los líderes prestigiosos y audaces pueden multiplicar las fuerzas populares si ponen la liberación efectiva de los yugos del capitalismo en la balanza de sus convocatorias a luchar. ¿Qué puede hacerse hoy, desde el Foro y más allá de sus ámbitos de discusión, para enfrentarla ideología conservadora? Tu pregunta envuelve varias cuestiones diferentes, trataré de abordar algunas. La ideología de la dominación constituye un cuerpo muy complejo, en el que el conservatismo es solo un aspecto. En mi opinión, la guerra cultural mundial imperialista de la que tanto he hablado y escrito en estos últimos quince años es el instrumento fundamental de la dominación. Dentro de ella, la ideología tiene sus contenidos y sus funciones, pero no es necesariamente lo central. Globalización, nuevas tecnologías, multiculturalismo, diversidades y otros muchos temas nunca resultan inocentes: pueden entenderse y utilizarse en contra o a favor de la dominación. Por otra parte, lograr que una rica y poderosa cultura autóctona de variados factores y orígenes se mantenga constituye sin duda un triunfo de la resistencia de los de abajo, pero su sola existencia no traerá ningún avance de La liberación social y humana. Y la madurez y las necesidades de un sistema que ya no tiene ninguna promesa de progreso y desarrollo que ofrecer le puede sacar provecho a cierta aceptación de esas ricas y poderosas culturas, que confunda a los oprimidos y explotados y los anime a creer que conservar es su tarea o proyecto principal, y no la de convocar a todos a combatir las opresiones y la explotación. No será suficiente pelear de riposta. La palabra «alternativa» ha expresado muy bien lo más ambicioso del campo popular durante una época terrible. Hoy sigue siendo necesario ser alternativos, y más de una vez expresa lo que podemos lograr. Sin embargo, la política revolucionaria no podrá conformarse con ser alternativa, porque sabemos que la naturaleza del sistema lo ha situado históricamente en un callejón sin salida, pero su poder y sus recursos actuales le permiten maniobrar e inclusive dejarles un nicho de tolerancia a algunas alternativas, para que se «naturalicen» como parte de las realidades y se desgasten. La política nuestra no puede conformarse, sobre todo porque ya aprendimos que ninguna evolución progresiva llevará a la humanidad a una liberación decretada y ninguna crisis —por extensa o profunda que sea— será suficiente para acabar con el imperialismo. Por lo tanto, estamos obligados a ser muy creativos, a convocar todas las cosas espontáneas que puedan ponerse a nuestro favor; pero al mismo tiempo a hacer cada vez más intencionada nuestra actuación, más meditada, debatida y consensuada, más hija de un pensamiento que tenga puntos de partida diferentes, y no solo opuestos a las dominaciones del capitalismo, y que sea capaz de pensar y actuar en otro terreno. Un movimiento que comprenda que cada aparente lugar de «llegada» es solo un hito que señala el camino hacia nuevas y complejas creaciones. Solo así nos acercaremos a la victoria. índice 5 Presentación 9 Libertad, naciones y justicia social: dos siglos de reuniones y contradicciones 25 Nuestra América y el águila temible 53 Política revolucionaria e integración latinoamericana 85 Pensamiento latinoamericano, cultura e identidades 101 Foro Social de las Américas 2010 Villa Clara PEPE MEDINA Colón, No. 402, entre Gloria y Mujica, Santa Clara 42 205965 Cienfuegos Dionisio San Román Ave 54, No. 3526, entre 35 y 37 43 525592 Sancti Spíritus JULIO ANTONIO MELLA Calle Independencia, No. 67, entre Callejón del Cero y Ave. de los Mártires 41 324716 Ciego de Ávila JUAN ANTONIO MÁRQUEZ Calle Independencia, No. 15, entre Simón Reyes y José María Agraraonte 33 222788 Camagüey MARIANA GRAJALES Calle República, No. 300, entre San Esteban y Finlay 32 292390 VlET NaM Calle República, No. 416, entre San Martín y Correa 32 292189 Las Tunas FULGENCIO OROZ Calle Colón, No. 151, esq. Francisco Vega 31 371611 Holguín ATENEO VILLENA BOTEV Calle Frexes, No. 151, esq. Máximo Gómez 24 427681 Granma ATENEO SILVESTRE DE BALBOA Calle General García, No. 9, entre Canducha Figueredo y Antonio Maceo, Bayamo 23 424631 LA EDAD DE ORO Calle José Martí, No. 242, esq. Antonio Maceo, Manzanillo 23 573055 Santiago de Cuba AMADO RAMÓN SÁNCHEZ Calle José Antonio Saco, No. 256, entre Carnicería y San Félix 22 624264 Guantánamo ÑANCAHUASU Calle Paseo, No. 555, entre Luz Caballero y Carlos Manuel de Céspedes 21 328063 Isla de la Juventud FRANK PAÍS Calle José Martí, s/n, esq. 22, Nueva Gerona 46 323268 ISBN 978-959-265-219-4 Hoy no cabe alabar el Bicentenario como ingenuos, ni negarlo como supuestos sabios. Hoy es imprescindible asumir aquel descomunal evento histórico en su complejidad real, en su heterogeneidad y su grandeza, para conocerlo, para recuperar su memoria histórica desde la perspectiva de la causa popular. Así escribe Martínez Heredia en la introducción de este libro, significativo por el momento histórico en que se ofrece no solo al lector, sino a la propia política latinoamericana, urgida de orientaciones preci -sas para su futuro inmediato. Con una revisión de los enfoques en torno a libertad, naciones y justicia social en los dos últimos siglos, y el abordaje de la política revolucionaria y de integración eri el contexto de la cultura y las identidades, el ideario de Martínez Heredia se irá paso a paso proyectando hasta las páginas finales del volumen, donde, con tono mucho más coloquial que ensayístico, hace un balance histórico de lo que ha dejado el Foro Social de las Américas desde sus iniciales momentos de incertidumbre, fracturas y de silusiones, hasta hoy en que el contexto político es más favorable para los procesos de transformación; y respon de interrogantes sobre las nuevas propuestas de socialismo para Latinoamérica, la necesaria construcción de alternativas o el tránsito eventual de las resistencias a las ofensivas en la región. Libro de esencia política y vitalidad orientadora, nunca será más oportuno que en 2011, cuando América Latina y el Caribe viven momentos que pueden llegar a ser de decisiones trascendentales. & £ i colección
León Trotsky, Nikolái Bujarin, Yevgueni Preobrazhenski, Lev Kámenev, Iósif Lapidus y Konstantin Ostrovitianov - El Debate Soviético Sobre La Ley Del Valor