You are on page 1of 41

,

'

Edmundo Paz Soldán

Amores imperfectos
094146

Wfhat a tangled web we weave


© 1998, Edmundo Paz Sold án When we first practise to deceive
© 1998, Sanrillana, S.A. Walter Scott
Av. Arce 2333 La Paz - Bolivia
© De esra edición:
2001 , Sancillana USA Publishing Company, lnc.
2 105 N\Xf 86th Avenuc
Miami, FL 33122
Teléfono: (305) 591 -9 522
Fax: (305) 463-9066
'Nww.alfagua ra.nei

Grupo Sanrillana de Edici11ncs S.A.


Torrelaguna 60 28043, Madrid. Espaí1a
Agu ilar. Altea. Tauros, Alfaguara. S.A. de C.V.
Avda. Univer• idad 767. Col. del Valle, 03100, Méx ico
Ediciones Santillana S.A.
Calle 80, 1023. 13ogocá, Colombia
• Aguilar C hilena de Eclicione• Licia.
Doctor Anlhal Ari'-tia 1444, l'roi•iclencia. Sa111iago dl' Chile, C hilt'
Ediciones Samillana S.A.
Cons1i111ción 1889. 1 1800, Mon1cvidco, Urugu<t)'
Sanrilbna de Ediciones S.A.
Avenida Arce 2333, Barrio de Salina.,, La l'a1.. Bolivia
Samillana S.A.
Río de Janciro 12 18, Asunción, l'ar.i.guar
Sancillana S.A.
Avda. San Felipe 73 1 - Jesú~ Maria, Lima, l'cn'1

ISBN: 950-5 11-587-3

Disci10: proyccio de Enrie Satué


Diseiio d<: cubierta: A & D Huró Creativo

Impreso en Colombia
Primera edición: abril de 2000

Todo.!. los dc1cd1m. rc~crvaJu,,


l:s1a public:tción no pucd~ ~cr
rcproduócla, en iodo ni en p:tn l·.
ni rcgistrad:1en o u.1n.!.midd~ por
1111 sis1cma de recupcr.lció n clt'
i11 fmmaci611 , en ni11gun:1 ICirmJ
ni pur ning.,'in medio, ,;e;,, mcdnicv.
fo1m¡11 ímico, clcc1rfmi t..o. magné11co.
dec1roÓpliCo , por fu11>eopia,
o cualc.1uler mro, !iiin d pcrm i~1 previo
poi cscriw de l:i edi111rial.
< ~ / J
// - / r , '
A T111nra, mi amorpe1fecto
Índice

Primera parte

Historia sin mo raleja 15


La puerta cerrada 21

Rome9 y Julieta 27

Rj rual del atardecer 31


Forografías en el fin de semana 35
En el co razó n de las palabras 41

Co m inuidad de Jos parqu es 45


El museo en la ciudad 49
Imágenes photoshop 55
La ciudad d e las maquetas 59
Epitafios 65
Cartografías 71

El rompecabezas 77
Segunda parte
Primera parte
Persisten cia d e la m emoria 89

Presenrimi enro del fin 101

El dolor de tu ausencia 119

Tiburón 131

El info rme de Jos ciegos 15 ]

La invención del Marqués 163

Amor, a la distancia 175

C uando rt'.i n o estabas 185

La escena del crimen 201

Dochera 217
Historia sin moraleja
En el parque una tarde soleada de junio,
Marissa juega con Blackie, su cocker spaniel blan -
co. Arroj a una pelota d e tennis hacia la fuente en el
cemro del parque, y Blackie, sus largas y sucias
o rejas rncando el pasto recién recortado, corre rras
ésrn tratando d e seguir con los ojos levantad os su
cu rvamra parabólica en el aire sofocante, poblado
d e libélulas y mariposas amarillas. Un momento
después, Blackie reaparece con la pelota entre los
dientes, y la deposita a lo.s pies de Marissa. Ella, la
amplia palera anaranj ada en la que se apoyan sus
se nos inquietos y si n sostén -es la humedad- ,
acaricia el en redado pelaj e d e Blacki e, necesitado
de un baño, y juega con su cola mientras repite, en
ritm o de cumbia, mariposas amarillas Mauricio Ba-
bilonia. Luego vuelve a tirar la pelota. El juego se
repite alrededor de media h ora, y tanto Marissa co-
mo Blackie parecen disfrutar de la repetición, co-
mo si una precondición para su placer fuera la au-
sencia d e novedad, o como si, a su man era, cada
repetición pusiera en juego la n ovedad del princi-
pio y por ese solo hecho fu era nueva.
El juego termina cuando Blackie vuelve si n
la pelota y con dos billetes de cien d ólares entre
los di en tes. Es el in icio de la maravilla. Marissa le
-
18 19

pregunta a Blackie de dónde los ha sacado. Blackie, regalado a su primer ~mor, un pasaje en avión, só-
por toda respuesta, mueve la cola. ¿Y la pelota? lo de ida a San Francisco.
Blackie saca la lengua. Marissa se dirige hacia la Después de esa semana, ~rnnca ~.ás. Blackie
fuente. No hay rastros de la pelota. Mira de un la- no perderá el gozo, pero volvera a la vieJa costum-
do a otro con ojos culpables a unos chiqu ill os ju- bre de regresar co n la pelota de te~nis entre ~~s
gando .fi'isbee y a una pareja de adolescentes besán- d ientes. Se sucederán los días, obsesivos, repetiti-
dose en un ban co -ambos llevan placas dental es, vos circulares. Es tan largo el amor y tan corto el
Marissa cree que puede ser peligroso, un beso eléc- olvido, dirá Marissa una tarde de junio cin~o años
trico puede termina r en corto circuito, en lenguas después de la primera vez, ansiosa, nostálgica, e~­
chamuscadas-, y a un anciano de orejas enormes perando codavía en el parque el regreso ~e .Blacl~e
leyendo en el periódico acerca de una guerra civil con algo diferente en la boca, acaso el lap1z lab1a1
en África. Nadie parece reparar en ella. No lo pue- que uno de sus novios había sacado de su cartera _Y
de creer, pero tampoco le interesa h acerlo o no. Al no quiso devolverle, acaso, a1 menos, la moraleja
día siguiente, con otra pelota -y otra palera, una de la historia.
con un dibujo de Licluenstein, una pareja discu-
tiendo-, la magia se repite ante sus ojos azo rados,
y esta vez Blaclcie vu elve con la foto ajada del pri-
mer amor, ferviente marxista, «desaparecido» por
las fuerzas de seguridad del Estado en un golpe mi-
litar diecisiete años atrás. D espués, durante una se-
mana, vendrán la novela manuscrita de un enamo-
rado suyo q ue se creía O netti, las llaves que creía
pérdidas d el sotana de su casa en el que jugaba
con fantasmas cuando niña, las entradas rojas de
la serie so bre film noir que vio en la Cinemateca
un invierno lluvioso cuatro años atrás, una bote-
lla de vino blanco de Mendoza que le recordaba a
un amante que tuvo y se fu e pero en realidad no
-siempre, de un modo u otro, se las ingeniaba
para acompañarla- , una tarjeta en la que se leía
en su propia letra temblorosa la frase 1 do crazy,
wiLd things far J'OU, un camisón azul que le había
La puerta cerrada

f1 León
Acabamos de enterrar a papá. Fue una ce-
remonia majestuosa; bajo un cielo azul salpicado
de hilos de plata, en la calurosa tarde de este vera-
no agobiador, el cura ofició una misa conmovedo-
ra frente al lujoso ataúd de caoba y, mientras nos
refrescaba a todos con agua bendita, nos conven-
ció una vez más de que la verdad~ra vida recién co-
mienza después de ésta. Personalidades del lugar
dejaron guirnaldas de flores frescas a los pies del
ataúd y, secándose el rostro con pañuelos perfu-
mados, pronunciaron aburridores discursos, des-
tacando lo bueno y desprendido que había sido
papá con los vecinos, el ejemplo de amo r y abne-
gación que había sido para su esposa y sus hijos,
las incontables cosas que hab(a hecho por el desa-
rrollo del pueblo. Una banda tocó L11 medi11 vuel-
ta, el bolero favorito de papá. Te vas porque yo
quiero que te vayas, a la hora que yo quiera te deten-
go, yo sé que mi cariño te hace falta, porque quieras o
no yo soy tu dueño. Mamá lloraba, los hermanos de
papá lloraban. Sólo mi hermana no lloraba. Tenía
un jazmín en la mano y lo olía con aire ausente.
Con su vestido negro de una pieza y la larga cabe-
llera castaña recogida en un moño, era la sobrie-
dad encarnada.
24 25

Pero ayer por la mañana M aría tenía un as- portarnos en sociedad , debían actuar com o si no
pecto muy diferente. Yo la vi, por la puerta entrea- lo supieran. Acaso m amá, mien tras lloraba, se sen-
bierta de su cuarto, empuñar el cuchillo para des- tía al fin liberada de un peso enorm e, y los perso-
tazar cerdos con la mano que ahora oprime un najes im portantes, mientras elogiaban al hombre
jazmín, e incrustarlo con saña en el estómago de que fue mi padre, se sentían aliviados de tenerlo al
papá, una y o tra vez, hasta que sus entrañas co- fi n a u n metro bajo tierra, y el cura, mientras pro-
m en zaron a salírsele y él se desplomó al suelo. Lue- metía el cielo, pensaba en el infierno para esa frágil
go, M aría di o un os pasos como son ámbula, se d i- carne en el ataúd de caoba.
rigió a tientas a la cama, se echó en ella y, todavía Acaso todos los h abi tantes del pueblo se-
con el cuchillo en la m ano, ll oró com o lo h acen los pan lo q ue yo sé, o más, o menos. Acaso. Pero no
niños, con tanta angustia y d esesperación que uno podré saberlo con seguridad mi entras n o hablen . Y
cree que acaban de ver un fa ntas ma. Ésa fue la úni- lo más p robable es que lo hagan sólo después d e
ca vez que la h e visto llorar. M e acerqué a ella, la q ue a algú n borracho se le ocurra ab rir la boca. Al-
conso lé diciéndole que no se preocupara, que yo guien será el primero en ha,blar, pero ése no seré
estaría allí para protegerla. Le quité el cuchillo y yo, porq ue no quiero revelar lo q ue sé. No quiero
fui a tirarlo aJ río. q ue María, de regreso a casa con m amá y conmigo,
María m ató a papá porque él jan1ás respetó mord iendo el jazmín y co n la frente húm eda por el
la puerta cerrada. É l ingresaba al cuarto de ella calo r de este verano q ue no nos da sosiego, deci da,
cuando mamá iba al mercado por la m añana, o a ve- com o lo hizo antes co n papá, cerrarme la p uerta de
ces, en las tardes, cuando mamá iba a visitar w1as su cuarto.
amigas, o, en las noches, después de asegurarse de
que mamá estaba profundamente dormida. D esde
mi cuarto, yo los oía. Oía que ella le decía que la
puerta de su cuarto estaba cerrada para él, que le pe-
saría si él continuaba sin respetar esa decisión. A sí
sucedió lo que sucedió. M aría, poco a poco, se fue
armando de valor, hasta que, un día, el cuchillo para
destazar _cerdos se convirtió en la única opción .
Este es un pueblo chico, y aquí todo, tarde
o temprano, se sabe. Acaso tod os, en el cemente-
rio, ya sabían lo que yo sé, pero acaso, por esas fo r-
mas extrañas pero obl igadas que tenemos de corn-
Romeo y Julieta
En un claro del bosque, una tarde de sol
asediado po r nubes estiradas y movedizas, la niña
rubia de largas trenzas agarra el cuchillo con firm e-
za y el niño de ojos grandes y delicadas manos con-
ti ene b respiración.
- Lo haré yo primero - dice ella, acercan-
do el acero afilado a las venas de su mufieca dere-
cha-. Lo haré porque re amo y por ri soy ca paz qe
dar todo, hasta mi vida misma. Lo harem os porqúe
no hay, ni habrá, amor que se compare al nuestro.
El niño lagrimea, alza el brazo izquierdo.
- No lo hagas todavía , Al e.. . Lo haré yo
primero. Soy un hombre, debo dar el ejemplo.
- Ése es el Gabriel que yo co nocí y apren-
dí a amar. Toma. ¿Por qué lo harás?
- Porque re amo como nunca creí que po-
día amar. Porque no hay m ás que yo pu eda darte
que mi vid a misma.
Gabriel empuña el cuchillo, lo acerca a las
venas de su muñeca derecha. Vacila, las negras pu -
pilas dilatadas . Alejandra se inclina sob re él, le da
un apasio nado beso en la boca.
- Te amo mucho, no sabes cuán to.
- Yo también re amo mucho, no sabes cuánto.
30
-¿Ahora sí, mi Romeo?
-Ahora sí, mi Julia. Ritual del atardecer
-Julieta.
-Mi Julieta.
Gabriel mira el cuchillo, toma aire, se seca
las lágrimas, y luego hace un movimiento rápido
con el brazo izquierdo y la hoja acerada encuentra
las venas. La sangre comienza a manar con furia.
Gabriel se sorprende, nunca había visto un líqui-
do tan rojo. Siente el dolor, deja caer el cuchillo y
se reclina en el suelo de tierra: el sol le da en los
ojos. Alejandra se echa sobre él, le lame la sangre,
lo besa.
- Ah, Gabriel, cómo te amo.
-Ahora te toca a ti-dice él, balbuceante,
sintiendo que cada vez le es más difícil respirar.
-Sí. Ahora me toca - dice ella, incorpo-
rándose.
- ¿Me... me amas?
- Muchísimo.
Alejandra se da la vuelta y se dirige hacia su
casa, pensando en la tarea de literatura que tiene
que entregar al d ía siguiente. D c::rás suyo, inconte-
nible, avanza el charco rojo.
Acabo de ver a m i hija Duanne haciendo el
amor con su aman te. Hace m ucho que d escubrí su
secrero: hacer de su cuarto un territorio d e furtivos
encuentros al atardecer, aprovechándose de nues-
tra ausencia. Lo descubrí por casualidad: había
vuelto a casa porque había olvidado mis lentes
cuando escuché ruidos inconfundibles - para mí.
Caminé d e puntillas hacia el baño que olía a viole-
tas en alco hol al lado d e su cuarto, y a través de
una hendija detrás del espejo los observé, dos cuer-
pos en rítmica armonía sobre las arrugadas sába nas
grises, la almohada de plumas de paro tirada en el
suelo. Mi primer impulso fue armar un escándalo,
echarlos de la casa a paradas. Pero las palabras no
pudieron ser pronunciadas, y me quedé mi rándo-
los hipno tizado , con horror y fascinación. Como
hace cinco años, la primera vez que vi a Duanne a
través de la hendija creada para satisfacer la curio-
sidad que provocaba, a través de insinuantes vesti-
dos y shorrs, la transformación de una niña en
muJer.
Después se me hizo costumbre: volver a ca-
sa de tarde en tarde, esperar en la esquina hasta la
llegada del muchacho de turno, darles tiempo para
el descontrol, entrar por el jardín y la puerta de
34
atrás, dirigirme al baño y observarlos con ansia
desde la hend ija, luego escabullirm e en el momen- Fotografías en
to en que ambos, tirados en la cama, miraban ha-
cia el techo y rracaban de prolongar por algunos
el fin de semana
minutos los efectos d e la reciente explosión de pla-
cer. Un ritual que dura ya dos años y que so rpren-
de precisamente por su larga duración: da qué
pensar que Duanne en tanto tiempo no haya des-
cubierto esta hendija, no haya escuchado alguna
vez mis pasos, o el agitado ruido de mi respiración
en la tensa espera. Acaso ya descubrió algo hace ra-
to, y hace las cosas que hace en su cuarto sabiendo
que hay alguien en la casa que la está observando.
Uno es el últim o en enterarse de que en cuestiones
de la vida los hijos saben más que nosotros. Ape-
nas empezamos el viaje, ellos ya están de vuelta.
Esta histo ria debería tener un final feliz.
Pero no, aquí estoy, encerrado en este baño que
huele a violetas en alcohol, detrás de una pared
que n o sabe contener el ruido de gozosos jadeos,
incapaz de ir m ás allá de esta mirada que sufre y
disfruta. Aunque, quién sabe; h e notado entre los
últimos visitantes al cuarto de mi hija y yo una in-
quietance, conmovedora similitud: los mismos pó-
mulos de trazos duros, la misma pronunciada y fir-
me quijada, las mismas tenues líneas de las costillas
en la carne fibrosa. Acaso ella busca en ellos lo que
yo no le doy. Acaso ella encuentre pronto en mí lo
que ellos le dan.
Enrique, mi ex esposo, vino a visitarme el
pasado fin de semana. Siempre había querido co-
nocer Berkeley, decía, y ahora que se encontraba
tan cerca, en San José, en un cursillo de actualiza-
ción para programadores de computadoras, no po-
día dejar pasar la oportunidad. Llegó delgado y
sonriente, con un pequeño maletín en la mano. y
una cámara fotográfica último modelo al cuello.
Era una telucienre Cannon negra provista de un
largo teleobjetivo: una máquina que intimidaba
por la sofisticación y el poder de su tecnología, q ue
prometía develar los rostros del mundo inaccesi-
bles a nuestra simple vista.
Enrique, sin una sola pregunta acerca de
mis estudios o mi nueva vida, y mucho menos un
comentario acerca de mi nuevo corte de pelo, me
pidió que lo llevara a los lugares que habían hecho
legendaria a Berkeley: quería, más que conocerlos
en persona, fotografiarlos para luego poder decir
que los había conocido en persona. Y en la tarde
de un sábado de fría brisa proveniente de la bahía
de San Francisco , debí llevarlo por Telegraph
Street y People's Park y Cody's Books y el campus
de la universidad y Sproul Hall y la Campanile y
el lugar donde se había originado el Free Speech
38 39

Movemenr. Enrique, casi sin di rigirme la palabra, D espués nos fuimos a to1T1ar un café. La fría brisa
concentrado en su arre, sacó con entusiasmo ma- se había transformado en viento gélido.
niático fotos d e edificios y cafés y hippies y punks y Antes de despedirse me sacó una foto y ~e
deadheads y vagabundos tirados en las calles de la dijo que m e la enviaría apenas la revelara. Le d1¡ e
ciudad. Era admirable y patético verlo en acción. que le quedaría muy agradecida. Después se fue.
Pude entender una vez más por qué m e había di-
vorciado.
Al final del recorrido, m e preguntó si se ol-
vidaba de fotografiar algo . Le dije que sí, que acaso
hubiera sido un gesto más o ri ginal no sacar ningu-
na de las foros que había sacado, y dedicarse a fo-
tografiar a todos aquellos edifi cios y ca.lles y esqui-
nas que no habían h echo legendaria a Berkeley. El
verdadero universo de la ciudad,. la anónima y fas-
cinante topografía q ue permitía y sobre la que des-
cansa ba la existencia de algunos ya m uy obvios
símbolos d e postal. La esquina de College y Alca-
traz, por ejemplo, con una licorería y un restau-
rant y una pastelería q ue de tan prosaicos alcanza-
ban lo sublime; un semáfo ro que no fun cionaba,
en la acera periódicos tirados en el suelo y repetiti-
vos buzones azules del correo, en las paredes posters
de colores chillo nes anunciando a Ziggy Marley y
a la última de Oliver Srone. Le dije que el verdade-
ro desafío co nsistía en visitar Nueva York y no sa-
car fotos de la estatua de la Libertad, ir a París e ig-
norar a la torre Eiffel, en la ciudad de México
recorrer el Zócalo sin una cámara fotográfica a la
mano .
Enrique m e escuchó y so nrió. Me palmeó
la espalda y me hizo un guifio travieso , cómplice,
como diciéndome que había entendido la broma.
En el corazón de las palabras

1
1

.. - : ...

:..~ ' '\
Colin abrió los ojos y vio a su esposa apun-
tándol e a la sien izquierda con un revólver de ca-
chas nacaradas, el rostro tenso , los ojos rojos. No
cardó en descubrir lo que sucedía: anoche había
llegado a casa borracho, y se había dormido desnu -
do olvidando los excesos de M aría José en su cuer-
po, qué inconsciente María. José, le había dicho
que fuera cuidadosa pero nada, ella no entendía el
placer sin rasguños ni mordiscos, el place r d ebía
dejar duraderas marcas en el cuerpo para ser pla-
cer. Qué inconsciente ella, o acaso muy conscien-
te, acaso lo que quería era precisamente esto, la
madrugada sorprendiendo a Cl eyenne con el ine-
vitabl e descubrimiento, con algo que ella no po-
dría negar, debía perderlo a Colin para que M aría
José lo ganara. Y él tampoco muy consciente, o
acaso sí, no había hecho mu cho po r detenerla, ha-
bía dejado que ella prosiguiera con la escritura en
su temblorosa piel morena.
¿Y ahora qué? Te amo mucho, le decía
siempre C leyenne mordiéndose los labi os y con
abrumadora seriedad, te amo tanto que te mataría
si me enganaras. Cleyenne tan apegada a lo literal ,
can ajena a lo figurado, a los ambiguos placeres de
la retórica del amor: había que creerle por más que
44

la frase en sí fue ra digna de risa y uno pudiera que-


jarse, con muchísima razón, de su excesiva falta de Continuidad de los parques
originalidad (había que creerle, aunque qué dife-
rente h abría sido todo si la frase hubiera sido te
amo tanto que me pegaría un tiro si nie engañaras).
Sí, cariño, no te preocupes, te seré fiel hasta la
muerte. ¿Hasta qué muerte? Una frase extraída del
diccionario de ideas comunes del amor, algo que,
debía ser obvio hasta para un adolescente, no ha-
bía que tomárselo literalm ente ... Colin intentó
adivinar el cuerpo de C leyenne tras el camisón
l
morado, la mano derecha que sostenía con firm eza 1
el revólver, y concluyó que el principal problema
1
entre ella y él era uno de lenguaj e. En vista de que
jamás habían llegado a entenderse sólo a través de 1
miradas y gestos, como algunas parejas afirmaban
q ue lo hacían después de años de convivencia, y de
que no tenían otro lenguaje que el de las palab ras
para comunicarse, se trataba en realidad de un
problema muy serio.
-Discúlpame - dijo él, el tono convin-
cente- . Te amo mucho, Cley. Daría mi vida por ri.
- Yo también te amo -susurró ella-. Más
de lo que re imaginas.
Luego, disparó.
El mayordomo salió del cine pensando en
lo que acababa de ver. Le había parecido interesan-
te, al p rincipio, la mezcla de realidad y ficción que
ocurría entre los personajes de la película y los de
las novelas que leían, pero se fue cansando de ella a
medida que la confusión tornaba imposible deter-
minar a ciencia cierta dónde terminaba la «reali-
dad» y co menzaba la «fi cción». Mientras volvía en
tren a la finca, leyendo distraído una novela gráfica
- una adaptación de Simenon- en un comparti-
miento q ue olía a madera quemada, encendió un
habano robado al patrón y pensó qu e era un realis-
ta acabado, que los artificios de la fi cción dentro
de la fi cción lo entretenían por un raro, pero a la
larga lo aburrían. Sin embargo, se había quedado
pensa ndo en el argumento de la película, pues en-
contraba en él ciertos parecidos con la vida real.
Era cierto que hacía un par de meses que la esposa
del patrón actuaba de manera muy rara, como si
estuviera ocultando algo. ¿No sería posible que
ella, como en la película, tuviera un amante, y que
entre ambos estuvieran conspirando para acabar
con la vida del parrón? Entonces recordó que la es-
cena final , la muerte del patrón a manos del aman-
te, ocurría precisamente en un crepúsculo co mo
48
ése, en la soledad de la finca aprovechando una
tarde libre del mayordomo. Sí, eso era. Dejó el li- El museo de la ciudad
bro a un lado. Debía hacer algo para salvar la vida
del patrón. Pero, ¿qué? Se hallaba atrapado en la A Juan Gonzdlez, minucioso lector
desesperante lentitud del tren. Miró hacia el paisa-
je a través de las ventanas salpicadas de polvo, ex-
halando una larga bocanada. Vio al patrón recos-
tado en un sillón de terciopelo verde, leyendo una
novela que él le había regalado una semana arrás,
en su cumpleaños. Era la historia de un mayordo-
mo que salvaba la vida de su patrón al contarle, en
la página 127, que su esposa y su amame planea-
ban asesinarlo al final de una tarde como ésa. Tal
vez, al llegar a la página 127, el patrón descubriría
que había demasiadas continuidades entre la fic-
ción y la realidad, sospecharía que acaso ambas
era n lo mismo , y se levantaría del sillón a tiempo,
para que el puñal que cruzaba el aire en ese instan-
te no encontrara su cuerpo y se hundiera en el ver-
de terciopelo.
Cuando llegó a la finca, el mayo rdomo se
dirigió corriendo hacia el estudio que miraba al
parque de los robles. D esde la sangre galopando en
sus oídos le llegaba una voz urgente: primero una
sala azul, despu és una galería, un a escalera alfom-
brada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera
habitación, nadie en la segunda. La puerta del sa-
lón , y entonces el parrón muerto, el cuerpo hundi-
do en el airo respaldo del sillón, ningún libro a la
vista, el Correcaminos en la televisión encendida.
Vivo en una ciud ad con mucha historia.
Cerca a la laguna del Solar está la tumba de Túpac
Apaza, el lider indígena que en el siglo XVIII se
enfrentó, con un reducido grupo d e insurrectos, a
las tropas del Imperio. Hacia el sur se encue ntran
los ca mpos de Torotoro , donde las huestes patrio-
tas triunfaron en una decisiva batalla frente a las
españolas, durante los días gloriosos de la guerra
independentista. Po r la plaza de los Eucaliptos, en ·.
el centro, se encuen tra el lugar donde el d ictador
Morales fue acribillado a balazos por un m iembro
de su escolta, mientras en los al tavoces se oía la
marcha nupcial de C ho pin. Y en el barrio deAran-
juez está la caso na d e tejas rojizas y palomar, don-
de un octubre a fines del siglo ancerio r nació Isaac
Arancibia, nacionalizador d e minas y del petróleo.
Prácticamente no hay call e q ue no conmemore al-
gún hecho más o menos importante de nuestra
h istoria.
Por supuesto, h ay hechos m ás sign ificativos
que otros. Pero, quizá debido a que ésta es una ciu-
dad muy chica y es necesario contentar a todos pa-
ra así evitar convertirnos en un infi erno grande, o
quizás porque en los tiem pos que corren hemos
perdido la perspecti va histó rica y ya no sa bemos
52 53
cómo diferenciar la paja d el grano, en los últimos Dicen que la Junta de Notables prepara un
años hemos asistido a una proliferación de plaque- decreto en contra de esta abusiva proliferación.
tas y bustos en plazas, y casas co nvertidas en patri- Mientras lo h ace, he decidido poner por mi cuenra
monio regional o nacional. Es comprensib le que una plaqueta en la puerta de mi casa, que dice:
en el barrio de la G lori eta se haya erigido una esta- Aquí nació en 1967 RUJ' Díaz, terco enamorado des-
tua de seis metros en honor a Juana Arze, una pre- de los quince años)' para siempre de Fíon.a, una felli-
clara guerrillera de la independencia nacional, o niana mujer que es su vecina)' lo ignora debido a
que la casa del poeta decimonónico Diómedes de que, dice, estd tan p ndida de anwr por su esposo co-
nw cuando lo conoció, un verano del que, por suerte,
Arreaga esté ahora abierta al públi co, para que to-
dos podamos apreciar el azu l gabi nete de trabajo Rt~J' no tiene 111emoria.
donde se inyectaba morfina antes de iniciar cual-
qui era de sus composiciones decadentistas, pero ya
no lo es tan to que haya que cerrar una cuadra en el
barrio Norte para converti rla en zona pearonaJ en ·
homenaje a .Pedro Q uispe, marchista que ocupó el
vigésimo seg'undo lugar en las Olimpiadas de Bar-
celo na, apenas cinco años amís. O que, debido a la
inAuencia del senador Galindo, se esté co nstru-
yendo, cerca de la Avenida del Ejérciro, un retorci-
do m o num en ro onda exp resio nismo abstracto pa-
ra co nmemo rar el fugaz paso de su pad re por el
Ministerio de Transportes, trece días en la década
del 60. Y qué decir de las d iarias peregrinaciones aJ
orfa nato dond e se crió Angélica Loza, actriz de re-
parto que acaba de aparecer durante tres segundos,
esperando un taxi un lluvioso domingo en Man-
hattan , en la última película de Arnold Schwarze-
negger. Uno de estos días tendremos que cerrar
nuestro Museo Municipal, porque ya no lo necesi-
tarem os: poco a poco, toda la ciudad se está con-
vini endo en un confuso museo.
Imágenes photoshop
Vícto r nunca recordó con nostalgia su in-
fancia en aquel pueblo árido, de calles estrechas y
parques sin gracia y cielo plomizo. Por eso, apenas
aprendió a usar Photoshop, retocó sus foros, en-
sanchó sus call es, añadió una Torre Eiffel a la des-
valida plaza principal, renovó los cielos con un
azul sobresaturado.
Tampoco tuvo un interés.particular en sus
co mpañeros de curso, a quienes consideraba tor-
pes, bulli ciosos, de rostros y cuerpos para el olvido.
Uno por uno, alteró sus caras en su Macinrosb, de
modo que al final no se asemejaban en nada a sí
mismos. Uno de sus compañeros parecía ahora un
mellizo de M ichel Platini, su jugador favoriro.
Üt1'0 era igual a Richard Gere, su actor preferido.
Cuando le hacían notar las simil itudes, él sonreía.
N unca se llevó bien con sus padres, de
quienes había heredado su feal dad, y los cambi ó
por seres sim ilares a Roben M itchurn y a Gene
T ierney. Hizo desaparecer a sus tres hermanos de
rodas las foros, y se quedó de único hijo. Una vez
que comenzó, le fue fáci l seguir. Retocó su propio
rostro su rcado de arrugas antes de tiempo, la papa-
da abusiva y la prematura calvicie, y se prestó los
ojos de Alain Delon cuando era joven, y el resto
58

del rostro y del cuerpo de Antonio Banderas. A su


gorda esposa, a quien quería cada vez menos a me- La ciudad de las maquetas
dida qu e ella pasaba de la juventud a la madurez y
se afeaba, la transformó en una Cameron Díaz pe-
lirroja. A su hija, patéticamente parecida a su ma-
dre, en una aprendiz de Valeria M azza. Mostraba
con orgullo las foros en su billetera. C uando al-
guien que las ll egaba a conocer en persona le hacía
norar la diferenci a, él decía, con solemne co nvic-
ción, que ellas eran muy fotogénicas.
C uando su esposa se enteró que él la había
borrado de sus foros, rompió con rabia las fotos
que guardaba de él, en las que se hallaba sospecho-
samente parecid o a un maduro Ricky M arrin. C uan-
do su hij a lo supo , se dijo que debía combatir la
ofensa con una ofensa m ayor. ¿Cóm o hacerlo? En-
cendió la compu radora y buscó en los archivos las
foros de su padre. Se le ocurrió borrar con furia ese
rostro que era la sumatoria de los de Brad Pitt y
Batistuta. En su lugar, colocó un intocado retrato
de su padre, calvo y mofletudo, feo y avej entado,
cruel víctima del tiempo antes de tiempo.
Lo primero que verá G ustavo aJ llegar a
Piedras Blancas, desd e la ve ntanilla de la avioneta,
es el pequeño y derruido galpón que hace las veces
de terminal de aeropuerto. Con las paredes agrie-
tadas y de color terroso, el galpón alberga una sala
sin aire acondicionado, donde se hacinan los pasa-
jeros que arriban y los que está n a punto de irse y
los que se encuentran en tránsito.
Gustavo entra a la sala por una puerta es-
trecha, se hace sellar su pasaporre, cam ina por un
pegajoso piso d e mosaicos sucios y se pregunta por
los azares del destino que h an co njurado para traer-
lo a este olvidado lugar del mundo, mientras por
los altoparlantes voces in in tel igibles anuncian ll e-
gadas y salidas y vendedores ambulantes ofrecen
revistas y mendigos piden limosnas y las m oscas se
agolpan sobre las maletas. Gustavo ha venido aquí
porque un am igo le aseguró que en Piedras Blancas,
«ciudad a la vanguardia de la arqu itectura contem-
poránea», enco ntraría excelentes ideas para renovar
su casa, heredada de sus abuelos y preservada desde
entonces como se la recibió, a manera de homena-
je a su memoria. Ahora quiere renovarla para sor-
prender a su esposa, que todos los días se queja del
estado poco moderno de la sala y el living, del aire a
62 63

muse? que se respira en las habitaciones del segun - una maqu eta de la Cated ral, que plagia orgullosa-
do piso, de la glo ri eta trasquilada en el jardín. menre a la Sagrada Familia de Gaudi, y una de la
Q uizás la renovació n de la casa logrará el milagro Alcaldía, y arras del Teatro Municipal y de la Fede-
de la renovación del amor, que se ha id o quedando ración de Fútbol y del Estadio y del edificio d e Te-
tal como se fue qued ando la casa, destrozado por lecomunicaciones y del Correo y del Liceo d e Se-
la velocidad d e las cosas. ñoritas Salustiano Carrasco. Cuando G ustavo vaya
Gustavo camina por ese luga r oscuro, p ece- a al morzar a la d eslavad a casa de un lejano pariente
r~ con el agua muy turbia, y piensa que su amigo le (dos habitaciones en un conventi llo), y descubra
hizo una broma de muy mal gusto. D e pronto se en el living una maqueta d e la futura casa (tres pi-
topa, en el centro d e la sala, con una maqueta de sos, ja rdín y piscina), concluirá que no hay en Pie-
v~nesta y plasroformo del futuro aeropuerto de la dras Blancas edificación alguna que carezca d e ma-
ciudad. Es un aeropuerto ulrramod erno, de varios queta. E n la plaza principal, al lado del busto de
pisos con vidrios espejados, de esca leras m etálicas un decimonónico Libertador, se encuentra incluso
)' piso alfombrado )' refl ectores qu e iluminan con la minu ciosa maqueta de la futura ciudad (teleféri-
potencia su perímetro y crean en la noche un d ía cos y centros comerciales subterrá neos).
artificial : el ambicioso sueño de los habitanres de G ustavo pensará que, si las maquetas fue-
Piedras Blancas. A un costado hay un recipiente de ran más modestas, habría m ás posibilidades de que
latón en el que se piden co ntribuciones para hacer se to rnaran realidad . Luego, cua ndo se entere que
realidad este proyecto. G ustavo deposita unas mo- en la Facultad d e Arquitectura hace mucho que se
~ edas, )'se aleja turbado, pensando en la maqueta ha dejado d e enseñar a los estudian tes el arte de
incongruente, d emasiado sofisticada y pretenciosa construir casas y edificios, y que ahora se ensefia el
para ciudad tan d esangelada. arte de construir maquetas, concluirá que los habi-
Ése es tan sólo el comienzo. E n los días si- tantes de Piedras Blancas no están interesad os en
guientes, G ustavo encontrará, a la enrrad a del de- tornar realidad sus sueños de venesta y plasrofor-
crépito hospital de la ciudad, una maqueta esplen- mo, acaso porque saben que no pueden, acaso por-
dorosa que promete un hospital a la altura de las q ue no quieren. El sueño ha adqu irido su propia
grandes capi tales del mundo (depositar unas mo- dinám ica, y ahora, po r sí solo, es para ellos más que
n edas), y en el hall principal de la Prefectura, cu- suficiente.
yos cimientos apenas resisten el ir y venir del obeso E n la avioneta de regreso, Gustavo mirará
Prefecto , una faraónica maqueta d el futuro edifi- Piedras Bancas por última vez, y comenzará a di-
cio de la Prefectura, tan extenso que para cons- señar en su m ente, extasiado, la espectacular e im-
truirlo h abría que desalojar dos manzanos. Hay posible m aqueta de su futura casa, esperando que
64

logre la renovación del amor con su esposa. O qui-


zá, quién sabe, la renovación sea, como la maque- Epitafios
ta, un modelo en miniatura, un proyecto de reali-
dad que jamás abandonará esa condición.
a Isidra
No debiste hacerlo, Rosa: fa traición de amor
es muerte de vida.. . Pero para que se entienda esa
frase d eberé primero contar una historia, ahora
q ue rodavía quedan palabras. A los dieciocho años
quise suicidarme, y ella, el cabello rizado y la cara
alargada, a la Modigliani, no me creyó: me pensó
un romántico a destiempo, pijo que ya nadie mo-
ría d e amor en esta era sin gracia. Mejor dedícate a
la poesía corno rodos en tu familia, me dijo con su
habitual sarcasmo, así de por ahí te sirve de algo tu
desengaño. Pero en el fondo ella esperaba mi suici-
dio: qué mejo r honor, qué mejor anécdota para
co ntar a las amigas, mi primer amor se mató cuan-
do lo d ejé .. . Y cuando al fin le dij e que no lo haría
debido a la tradición de epitafios creativos en mi
familia, fingi ó alegría aunque se sintió burlada,
pensó que m i razón era la tonta excusa de alguien
que de pronto había madurado y se había dado
cuenta que de todo valía la pena morir en esta vi-
da, menos de amor. Y yo no dije nada.
Ahora, nueve años después, por fin puedo
decir algo. La tradición es la tradición. Y ésta se ini-
ció en 1679, cuando uno de mis antepasados, un
muy laureado poeta a quien parecía no importarle
otra cosa que la poesía y Ja lectura de los clásicos, le
68 69
dijo a su esposa que quería en su tumba la siguiente Mi tía abuela María Lilia deja estos versos
inscripción: en 1929:
Ovejas en campos verdes pacen ¡Ser!¡ Vida! ¡Plenitud!
yo desde el azul rebaifos cuento. Esas palabras, me temo,
Cuando murió , su hermano menor, quien no son Lo que yo J'ª soy
rambi én era su principal rival en los certámenes Y mi padre, quince años atrás.
poéticos de la época, no pudo menos que admirar Con tu puedo y con mi quiero, ¿somos mucho
aquellos versos y, dispu esto a no quedarse arrás, es- más quedos?
cribió en su resramento que quería estas palabras Ahora somos mucho más que dos, compañero,
en su epitafio: somos nada que divaga en in.finito.
Oscurecerpodrá mis ojos la Luz del día ¡Cómo no sen tirse pequeño ante tanto ra-
mas mi canto permanece)' dura. lenro! ¡Y cómo no sentir la tremenda responsabili-
A partir de ahí, los descendientes de estos dad de mantener la tradición familiar en pie! Na-
hermanos se enfrascaron en una dura y sutil lucha die quiere pasar a la posteridad como aquel que
por, a la vez, mamener el nivel de excelencia alcan- quebró una gloriosa continuidad d ~ más de tres si-
zado por la fam ilia en la creación de epitafios, y su- glos ... Hace nueve años, no era simplemente cues-
perar a los demás pari entes con un epitafio con- rión de suicidarse. Había que encontrar primero
tundente, m agnífico en su hermosura. las palabras que permitirían una salida h onorable.
Desde chico oí historias acerca del deslum- Por eso este largo silencio. Tiempo de continua
brante talento poético que corría en la sangre de la búsqueda, tiempo angustioso debido al hecho ine-
familia, y d e cómo mu chos antepasados prefirie- ludibl e de m i nulo talento poético: de mi familia
ron renunciar a la búsqueda de la fama literaria a he heredado muchas cosas, no lo que debía.
través de la publicación de pulcros y predecibles li- Han transcurrido nueve años. Por fin he
bros de ·poemas, para co ncentrar toda su energía en contrado una frase que, si no excelsa, al menos
en encontrar la inscripción que, desde la rumba, logrará salvar mi honra. Por fin puedo morir de
justifi caría su vida con creces. Estas palabras, por amor po r ti, Rosa.
ejemplo, jusrifican a mi tatarabuelo Esteban, muer-
to hacia 1899:
Hay un sepulcro y una estatua en el centro del
jardín de oro
Yo estoy en el centro del jardín
oro convertido en polvo
Cartografías
Francisco mira su reloj con impaciencia: pron-
to será n las seis de la tarde, hora de dejar los edifi-
cios d e la C orporación y de encontrarse co n su es-
posa. La imagen radianre de Lilian a esperándolo
sentada en el inrerior del Toyota Coroll a 94, un ci-
garrillo en la boca y la radio encendida - jazz,
siempre jazz-, es lo único que lo sostiene durante
esas últimas horas de trabajo en la oficina, rutina-
ri as excursiones en la panralla de una computadora
que alguna vez prometió una irresrricra libertad
pero ahora no es m ás que una sofisticada m áscara
de la n ada -íconos a colores, e-mail qu e se acu-
mula, .files que proliferan, el fluj o visual e informa-
tivo de cyberspace que se convierte pronto en vóm i-
to, where would you Lilee to go today? Por suerte, a
las seis, vendrá la verdadera libertad , breve y quizá
ilusoria pero aJ m enos verdadera.
Sus compañeros, con camisas blancas y co r-
batas de diseños búlgaros y pantalones kaki en sus
cubículos de paredes de color metálico, las mujeres
con faldas plisadas, azules, mi ran a las compu tado-
ras enfrente suyo con aire de seducción en la noche
del sábado , les sonríen, las acarician , les hacen bro-
mas pesadas, les piden disculpas después de una
mala palab ra. W'<: sing the bodj1electric, proclama el
74 75

slogan de la Corporación, y aquí están, piensa manejando, moviéndose de un lado a otro para
Francisco, los monjes del coro, recluidos en la ver- evitar la ira policial.
sión moderna del monasterio medieval. Ellos no -¿Cuál es el juego? -había preguntado,
quisieran irse a sus casas. ¿Para qué? Más valen cien ingenuo, Francisco.
virtualidades volando que una realidad a mano. -Encontrarme - había dicho ella, con una
Todavía no han descubierto el tupido velo de la sonnsa perversa.
fulgurante pantalla, el pozo ciego detrás ella. ¿Có- Y ahí va Francisco, caminando de un lado a
mo culparlos? No era nada fácil. No todos tenían otro en busca de Liliana. Cuando cree divisar la si-
cerca a alguien como Liliana, la cabellera pelirroja lueta de un Corolla, corre sin descanso hasta descu-
enmarcando una cara de líneas só lidas y rectas -la brir, con el aliento perdido, que estaba equivocado.
geometría de la belleza- , el espíritu juguetón ca- Sube y baja colinas con olor a manzanos en flo r,
paz de animarse a cruzar codos los puernes, a fran - pasa por calles adoquinadas y avenidas de farolas
quear rodas las puertas. en formación militar, va encontrando, entre la an-
A las seis, Francisco sale a paso rápido del gustia y el éxtasis, el convento de -las Hermanas de
edificio de vidrios espejados. Recién ahora comien- los Pies Descalzos, el parque de las Acacias Temblo-
za el juego para él. Había sido idea de Liliana, una rosas, barrios góticos y viccorianos y urbani zacio-
vez que un policía le puso una multa fuerte por es- nes de casas con electricidad solar (dicen que la
tacionar en doble fila a las puertas de columnas Corporación es siempre más extensa hoy que ayer,
dóricas de la Corporación. Los ejecutivos tenían que poco a poco va devorando 'a la ciudad, que
un lugar de estacionamiento propio, pero, para Jos pronto la Corporación será la Ciudad). A veces se
demás empleados, había pocos espacios disponi- mete en callejuelas oscuras donde, malicias del azar
bles, lo que producía embotellamientos de escán- -o travesuras de Liliana-, Jo esperan, uno detrás
dalo a los alrededores de los edificios de la compa- de otro, Corollas dorados a ambos lados. A veces el
ñía. Se sabía de gente que, para ganar un lugar, iba auto está pintado de otro color, y Francisco debe
al trabajo con dos o tres horas de anticipación. Pe- extremar recursos para descubrirlo. A veces, como
ro Francisco no podía ir al trabajo en auto, Líliana ese día, llega hasta su casa extenuado despu és de
lo necesitaba para ir al colegio donde enseñaba dos horas de búsqueda, para descubrir al Toyora en
francés. Francisco sugirió irse en bus. Liliana se ne- el garaje y a Liliana con el asiento reclinado en su
gó enfáticamente y sugirió, más bien, un juego: interior, esperándolo vestida apenas co n ropa inte-
ella llegaría una hora antes de las seis, daría vuel- rior turquesa (su color favo ri to), los ojos verdes
tas alrededor de los edificios hasta encontrar un lu- parpadeantes e iluminados. Se saca por fin la cor-
gar disponible y, si no lo encontraba, continuaría bata y se desnuda y Liliana lo acaricia y ha cen el
76
amo r en el auto , un C D de Coltrane de fon do. We
sing the body electric, dice Liliana, y ambos ríen con El rompecabezas
una carcajada violenta.
Luego ella le dice que en el colegio están pen-
A mi hermano Marcelo
sando eliminar la enseñanza del francés. Es la nue-
va moda, dice. Ya a nadie le in teresa.
-¿No te preocupa?
-De nada sirve - dice ella, moviendo la
cabeza-. Algo aparecerá.
Fran cisco dibuja en el parabrisas empaña-
do la cartografía de los lugares donde se h a encon-
trado con Lilian a: el mapa es una incoherente,
proliferante trabazón de líneas. ¿Pueden esas líneas
co ntinua r de man era infini ta, co mo en cyberspace?
Un rayo de intuición lo sacude: algún día
todo esto acabará. Algún día Liliana no estará es-
perándolo: de otro modo , ella no sería ella. Algún
día ella se pasará al otro bando, será contratada por
la Corpo ración: ése era el destino eventual de to-
dos los habitantes de la ciudad. El juego ha term i-
nado, el sabor agridulce ha dejado paso al miedo y
la amargura.
- ¿En qué pi ensas?
- En q ue mañana tengo que levanranne a
las seis y media.
-El día pasará rápido -susurra Liliana,
dándole un beso tierno en los labios-. Te lo pro-
n1eto.
Francisco abraza su cuerpo desnudo como
si fuera una boya, se pierde entre sus senos co mo
un ni ño con su madre.
Raúl esraba deprimido porque su novia lo
había dejado. Julia se había cansado de qu e él no
cuviera jamás un p eso en el bolsillo, de que siguie-
ra persisriendo en su inrenro d e convenirse en un
escriror a pesar de que así nadie, salvo contadas ex-
cepciones, se ganaba la vida. Para que pensara en
orra cosa, se me ocurrió regalarle un rompecabe.-
zas. Armarlos era el pasatiempo favorito de su in-
fancia, una de esas diversiones que hacemos a un
lado no porque ya no fascinen con su magia, sino
porque creernos, de manera equivocada, que el pa-
so de un a erapa a otra de la vida conlleva despren-
derse de ciertos símbolos muy representativos del
período que dejamos arrás. C uando imaginaba a
mi hermano mayor, lo veía a los pies de la cama
doble en el cuarto que compartíamos, sobre el co-
bertor co n dibujos de Walr Disney -Rico McPa-
ro contando su din ero y el ratón M ickey en un rri-
neo- , concentrado en la búsqueda de la pieza que
le falraba para armar uno de los veintitrés idénticos
barcos en la bahía de Monrecarlo, el azul del mar
del mismo tono del azul del cielo, el blanco de las
gaviotas similar al de los barcos. Una organizada
cira con el ocio, pensé, una sofisricada forma de
que inrenrara olvidar a Julia.
80 81

C ompré un rompecabezas de mil piezas, to y lo comprendo. Cuando él hacía sus periódicos


industria alemana, con el paisaje montañoso y ne- de n iño, yo se los com praba con las monedas que
vado de los Alpes. Raúl me agradeció el regalo, pe- había al10rrado con esfuerzo; cuando una vez, a la
ro lo dejó sin abrir sobre su escritorio. Estuvo una hora de la cena, nos dijo, solemne, que de grande
semana ah í, acumulando polvo. Me dije q ue h abía q uería ser escritor, les dije a mis papás que yo sería
fracasado en el intento, y que era mejor dejar que ri co para poder m antener a m i herman o. No tengo
los temperamentos románticos enconrraran por sí m ucho dinero, pero hace un año que trabajo en un
so los la salida del laberinto que ellos mismos crea- banco y gan o lo suficiente como para, de tiempo
ban al enfermarse de amo res en una época en q ue en tiempo, deslizar unos billetes en la vacía billete-
eran o tras las enfermedades de moda. Sin embar- ra de Raúl.
go, una tarde, al volver de mi trabajo en el banco, Me acerqué a la mesa del living. Raúl se ha-
m e encontré con Raúl en el living. H abía desple- bía dejado crecer la barba y tenía el ai re descuida-
gado las fichas del rom pecabezas sobre la mesa, y, do de los estudiantes de ingeniería en semana de
bajo la luz m ortecina de la araña de cristal, -armaba exámenes. No había avanzado mucho con el rom-
una esquina del paisaje de los Alpes. Me acerqué, pecabezas.
puse dos fichas en su lugar, y luego subí a mi cuar- -Los años no pasan en vano~ · -dije-. An-
to, tarareando una canción de los Beatles. tes eras una luz.
Los días pasa ron . Yo tenía probl emas en el -Es raro -me dijo-. A medida que avan-
trabajo, y entré en ese vertiginoso mundo de lla- zo, parecería q ue m e fal ta más. Por cada ficha que
madas a cualquier hora del día y ofi cinas que uno po ngo, parecería q ue aparecen dos más peq ueñas.
no puede abandonar hasta la madrugada. U na ma- -¿Las has contado?
ñana, mamá se me acercó y me pidió que la ayuda- -Son mil, tal cual. Por eso digo que pare-
ra a convencer a Raúl a qu e abandonara el living. ce ría.
Tenía una recepción el viernes, veinte invitados, -Es una ilusión , tu forma rara de expli-
necesitaba la mesa donde estaba instalado el rom- carte el hecho de q ue ya n o eres tan hábil como
pecabezas. M e había olvidado de mi hermano, pe- cuando eras niño - dije, buscando provocarlo.
ro me preparé a ofi ciar de intermediario una vez -No se trata de eso -me contestó-.
más; mis papás, los amigos y las novias de Raúl Además, ¿estás seguro que te han dado las fichas
siempre me han visto como el único capaz de con- correctas? Porque en el medio del rompecabezas,
vencerlo de ciertas cosas que a ellos se les antoja de entre el paisaje m ontañoso, está apareciendo el
sen tido común pero ·a mi hermano no. Él es muy rostro de una m ujer. ¿Lo ves? Y eso no está en el
di ferente a mí, pero de algún modo lo com plemen- paisaje original en la caja.
82 83

Era cierto, al centro del paisaje parecía di- Pasó una sem ana. De vez en cuando entra-
bujarse el contorno brumoso de un rostro ovalado ba al living, a ver los progresos de Raúl. U na ma-
de muj er, las lín eas todavía incompletas de un oj o ñana comprobé que era verdad lo que me había di-
almendrado y una nariz recta emergiendo de las cho, q ue a medida q ue iba colocando las fichas en
quietas aguas de la bahía. Sugerí que podía ser un su lugar éstas parecían multiplicarse con el desen -
error de imprenta, la superposición de un a fo to- freno de conejos. Le sugerí contarlas cada día.
grafía sobre otra. Era una sugerencia tonta: ¿cómo - Las cuento. M il , siem pre mil, ni una
no se habrían dado cuenta de ell o los responsables más, ni una menos.
de turno de la prestigiosa firma alemana? Luego me mostró un dibujo que había he-
- Con a rmar el rostro me daría por satisfe- cho la noch e a nterio r. Era un ros tro ovalado de
cho - me d ijo, con una mirada que me convenció mujer: el pelo negro cortado al ras, las orejas pe-
q ue no lo sacaría del li ving h asta concluir su nueva queñas, la nariz recta, los ojos almend rados color
misión. M e al egré de que mi treta para que olvida- café, un lunar en fo rma de estrella en el ca rnoso
ra a Julia hubi era dado resulrado, y m e preparé pa- pómulo derecho. Lo puso al lado del rostro en el
ra hablar co n mam·á y tratar de hacerle co mpren- ro mpecabezas. Estaban el contorno ovalado, el
der de la importancia del rompecabezas en Ja vida ojo derech o almendrado y la nariz recta, pero na-
de Raúl. No sería di fíci l, pensé: ella siempre ha tra- da más.
tado a Raúl como un convalesciente de una enfer- -Tu d ibuj o pod ría ser tan to como no ser
medad m isteriosa, un ser que habita en su propia
-dije, como único comentario. . . ,
burbuja de cristal, que respira su propio aire y qu e Me miró entre molesto y ofendido. Dec1d1
podría mori r al contacto del q ue respiramos los
dejarlo solo y me fui a m i trabajo .
demás, lleno de bacterias asesinas. Mamá quisiera Después comenzaro n los rumores. Se decía
tener su recepció n, pero no le molestaría cancelar-
que Raúl deambulaba por las calles de la ciudad ,
la si entendiera que co n ell o contribuiría a la salud
con su dibujo en la mano. Que a veces detenía a
de su hij o.
m ujeres, com paraba el rostro que tenía en~rente
- Que por lo menos lo termine -dijo pa-
con el del dibujo, movía la cabeza con desaliento,
pá cuando mamá lo enteró de las razones para pos-
y con tin uaba su cam ino. No hice caso a los rui:io-
tergar la recepción ; h acía rato que se había resig-
res po rq ue los hallé tan de acuerdo co n un posible
nado a aceptar la inutilidad de Raúl para la vida
práctica como una extravagancia del azar, que re- comportamiento de Raúl q ue pensé .que tan ~a
parte esos impo nderables aun entre las fam ilias coincidencia era imposible. Para tranquilizar a mis
más dadas a la norma social- . Tanto tiempo per- papás, una tarde decidí seguirlo. Comp robé que
d ido tiene que servir para algo. era cierro lo que se decía de él: iba por las calles co-
84 85

mo un poseído, sin importarle el tráfico, co rriendo Después de colocar d os o tres fichas en su lu~ar, lo
una cuadra y d eteniéndose de pronto, para luego dejo: no vaya a ser que me suceda lo que a m1 her-
volver a correr tras una mujer que acababa de en- mano.
trar a una tienda d e ropa interior. Quise acercar-
me, pero, aJ final, no lo hice. M e com encé con se-
guirlo de lejos. Sabía lo que le pasaba, pero eso no
ayudaba mucho: se había enamorado del mapa in-
co mpleto que había aparecido un a tarde en el li-
ving de la casa, lo había terminado con la labor de
su imaginación, y ahora, en procura de encontrar
una quimera , andaba tropezando de realidad en
realidad. ¿Qué decirle, después de todo? ¡Ah, Raúl!
Me imagino que ése era ru destino. Los que saben
de las cosas prácticas de este mundo no entienden
a gente como tú, que vive en una geografía encan-
tada donde las casaS. son de cartón y el dinero es
polvo que se desvanece en los bolsillos.
Esto ocurrió h ace mucho. Raúl jamás vol-
vió a casa; a veces nos enteramos que alguien lo ha
visto por tal calle o parque en determinada tarde.
Ti ene una barba de pa triarca y las ropas harap ien-
tas. Mis papás no se han resignado a su desapari-
ción, pero tampoco han querido forzarlo a volver.
Se contentan, por ahora, con verlo de lejos con
ojos fu rrivos, con saber que esrá vivo, y a través de
amigos le envían comida y zapatos y algunos bille-
tes. Un día nos extrañará y regresará, dice mamá;
sé que lo hará. Inrenté hablar co n él un par de oca-
siones, pero no me escuchó o fingió no hacerlo. El
rompecabezas sigue, incompleto, en el living. A
veces, cuando visito a mis padres en noches ll uvio-
sas y me ataca la nosralgia, me siento a arma rlo.

You might also like