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“¿Te gustaría escucharlo?

” preguntó, y yo asentí con la cabeza, inseguro sobre que se


me estaba ofreciendo, pero seguro de que necesitaba lo que fuera que estaba
dispuesta a darme.

Empezó a susurrar algo en mi oído. Lo más extraño sobre la poesía es que sabes que
es poesía incluso si no hablas el idioma. Puedes escuchar el griego de Homero sin
entender una palabra, y aun así sabrías que es poesía. He escuchado poesía polaca,
y poesía inuit, y sabía lo que era sin saberlo. Su susurro era así. No conocía la lengua,
pero sus palabras atravesaron mi ser, perfectas, y en el ojo de mi mente vi torres de
cristal y diamante; y gentes con los ojos del verde más pálido; e, imparable, bajo cada
sílaba, podía sentir el implacable avance del océano. Quizá la besé apropiadamente.
No lo recuerdo. Se que quería hacerlo. Y entonces Vic estaba sacudiéndome
violentamente.

“¡Vamos!” gritaba. “¡Rápido, vámonos!

En mi cabeza empecé a volver desde miles de kilómetros de distancia.

“Idiota. Vamos. Muévete,” dijo, y me insultó. Había rabia en su voz.

Por primera vez durante aquella velada reconocí una de las canciones que sonaban
en el salón. Un triste gemido de saxofón seguido de una cascada de acordes líquidos,
la voz de un hombre que cantaba letras sobre los hijos de la edad del silencio. Quería
quedarme y escuchar la canción.

Ella dijo, “No he terminado. Todavía hay más de mí.”

“Lo siento” dijo Vic, pero ya no sonreía. “Ya habrá otra oportunidad,” me agarró del
hombro, lo retorció y tiró de él, haciéndome salir de la habitación. No me resistí. Sabía
por experiencia que Vic podía darme una buena paliza si se le metía en la cabeza
hacerlo. No lo haría si no estuviera especialmente molesto o enfadado, y en ese
momento estaba muy enfadado.

Ya al final del pasillo, cuando Vic abrió la puerta principal, miré hacia atrás una última
vez, por encima del hombro, esperando ver a Triolet en la puerta de la cocina, pero no
estaba allí. Si que vi a Stella, sin embargo, en la parte superior de las escaleras.
Estaba mirando fijamente a Vic, y vi su rostro.

Todo esto pasó hace treinta años. He olvidado mucho, y olvidaré mucho más, y al final
lo olvidaré todo; y aun así, si tengo alguna certeza de la vida después de la muerte, es
por una sola razón: no creo que pueda olvidar nunca ese momento, o la expresión en
la cara de Stella al ver a Vic huyendo de ella. Voy a recordarlo hasta después de
muerto.

El maquillaje se le había corrido en la cara, y sus ojos…


No querrías hacer enfadar a un universo. Apuesto a que un universo enfadado tendría
aquellos ojos.

Entonces corrimos, Vic y yo, lejos de la fiesta, los turistas y el atardecer, corrimos
como si una tormenta eléctrica nos pisara los talones. Una carrera atropellada por una
confusión de calles, perdiéndonos en el laberinto, no miramos atrás, y no paramos
hasta que no pudimos respirar más; y entonces paramos y jadeamos, incapaces de
seguir corriendo. Estábamos sufriendo. Me aferré a una pared, y Vic vomitó en la
cuneta, mucha cantidad y mucho tiempo.

Se limpió la boca.

“No era…humana” Se paró.

Sacudió la cabeza.

Un nudillo se estrelló con fuerza contra mi sien y se retorció violentamente. Me


pregunté si tendría que pelearme con Vic – y perder – pero después de un momento
bajó su mano y se alejó de mí, haciendo un débil sonido de nausea.

Le miré con curiosidad, y me di cuenta de que estaba llorando: su cara estaba


escarlata; mocos y lágrimas corrían por sus mejillas. Vic sollozaba en mitad de la calle,
tan inconsciente y desgarradoramente como un niño pequeño.

Las farolas se encendieron, una por una. Vic tropezaba por delante de mí, mientras yo
caminaba con dificultad por la acera en aquel anochecer. Mis pies pisaban al ritmo de
un poema que, por mucho que lo intentara, no podía recordar con exactitud y nuca
sería capaz de repetir.

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