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Herbert Read
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La política de los apolíticos
Herbert Read
Extraído de:
Al diablo con la cultura
Herbert Read
(Utopía Libertaria)
2013
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La política de los apolíticos
Si algunos escritores se creen lo bastante
emancipados de todo cuanto es huérfano –lo
bastante intelectuales, dirían, ellos– como para
seguir cumpliendo, en cualesquiera
circunstancias, las extrañas funciones del
pensamiento abstracto, allá ellos. Pero quienes
sólo conciben su papel de escritores como medio
que les permite explorar y conocer un modo de
vida que quieren humano; quienes sólo escriben
para sentirse vivir integralmente, esos no tienen,
derecho a desentenderse. Si la corriente de los
acontecimientos y la evolución de las ideas llevan
hasta el fin el curso que hoy siguen, el ser humano
será víctima de una deformación inaudita. Quien
contemple el futuro que se nos está preparando y
vea el monstruoso, desnaturalizado hermano al
que habrá de parecerse, sólo puede reaccionar
abrazándose a un egoísmo extremo. Y nuestro
deber es rehabilitar ese egoísmo. Hoy por hoy, el
problema de la persona desplaza a todos los otros.
La inteligencia se encuentra en situación tan
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angustiosa que desinterés y resignación vienen a
ser lo mismo.
Thierry Maulnier, La crise est dans l'homme.
Paris, 1932.
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Del mismo género son los sistemas –éstos
republicanos– imperantes en Francia, Estados
Unidos, Italia y Alemania; sólo se diferencian por
el nombre y las insignias de los uniformes.
No obstante, estamos obligados a reconocer
(aunque sólo sea para justificarnos por la fingida
adhesión que en diversas oportunidades tantos
de nosotros hemos manifestado respecto de la
democracia) que la doctrina política conocida con
este nombre entraña un principio valioso, el cual
–de no haber sido desvirtuado sistemáticamente–
nos daría derecho a seguir empleando el vocablo.
Ese principio es el de la igualdad, doctrina ética,
dogma religioso inclusive. La igualdad del hombre
comporta varias cosas, pero nunca lo que significa
en sentido literal. Nadie cree que los hombres
sean iguales en capacidad o en talento; por el
contrario, se diferencian en esto de manera
notoria e indiscutible. Sin embargo, para usar la
fraseología cristiana, son iguales ante los ojos de
Dios; y afirmar nuestra común humanidad es el
artículo primero de la libertad. Sea cual fuere el
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gobierno que establezcamos, nuestro modo de
vivir, toda nuestra fe, estará cimentada en el error
si no respetamos los derechos de la persona; es
decir, su derecho a ser persona, a ser una entidad
única.
Esta es la doctrina fundamental del comunismo
cristiano, así como de toda otra corriente
comunista. Es fundamental incluso en el
comunismo de Marx y Engels. Mas la igualdad
reconocida por la democracia ha sido, en la
práctica, diferente. Se ha eliminado a Dios de la
fórmula y nos hemos quedado con una mera
igualación o nivelación de hombres con hombres.
Se ha dejado de lado la medida espiritual y el ser
humano ha tenido que manejarse con valores
materiales; por eso, durante siglos, la vara de
medir ha sido una moneda de plata.
La democracia sólo ha sabido tasar la igualdad
en términos de dinero, y la incapacidad del
movimiento sindical –sobre todo del británico y
del alemán– para apartarse de esta valoración
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monetaria es el factor que más ha contribuido a
desviar al movimiento obrero democrático de los
caminos revolucionarios.
No nos referimos aquí a los valores por los
cuales ha de juzgarse al hombre en forma
absoluta, pero diremos que en cuanto ser social,
en cuanto hombre entre sus prójimos, deberá
juzgárselo por su capacidad creadora, por su
capacidad para aumentar los bienes del común. El
valor de cada hombre reside en el valor del arte
que ejerce, ya sea el arte de curar o el de
componer música, el de construir carreteras o el
de cocinar. En lugar primerísimo podríamos
colocar el arte de hacer hijos, porque de él
depende la continuidad de la especie. Acaso la
procreación sea el único arte creador en sentido
literal; los demás serían simplemente inventivos.
Por esta razón, y por otras de orden más
estrictamente sociológico, nuestra filosofía social
debe empezar por la familia. Si enfocamos los
problemas de la vida humana con criterio realista
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veremos que la familia es la unidad integral, sin la
cual no habría organización social, progreso
social, orden social ni felicidad humana. Mas
corresponde subrayar que este problema es
sociológico, por lo cual no compartimos la opinión
de quienes creen posible resolverlo con prédicas
moralizadoras. La institución familiar prospera si
existen condiciones materiales capaces de
garantizar la seguridad de la vida y de la
propiedad, si la vivienda es decorosa y si el
ambiente permite que la crianza y la educación de
los niños se desarrollen en forma serena y natural.
La moral y la religión pueden ratificar con su
autoridad la unidad social así establecida, pero
sólo la mentalidad fascista es capaz de creer que
esa autoridad sirva de sustituto a la acción
económica.
El grupo social básico que viene
inmediatamente después de la familia es la
corporación, la asociación de hombres y mujeres
formada de acuerdo con la profesión o la función
práctica de sus integrantes. (Me obstino en
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conservar la palabra corporación, pese a sus
connotaciones medievales y sentimentales,
porque es más humana y eufónica que otras como
“cooperativa”, “soviet”, etc.) La corporación es
una organización vertical y no horizontal:
comprende a todas las personas que participan en
la producción de un artículo determinado. La
corporación agraria, por ejemplo, incluiría a los
conductores y a los mecánicos que atienden los
tractores; la de los ingenieros, a los que hacen los
tractores. Pero la organización vertical se dividiría
en unidades regionales y en distritos, y los
asuntos principales de la corporación se
desarrollarían siempre en las unidades de distrito;
las decisiones surgirían del contacto personal, no
de los cónclaves abstractos y legalistas de una
oficina central.
Vemos así que la descentralización está también
en la esencia de esta salida democrática. “La
política real es la política local”; por ello el poder
y la autoridad deben fragmentarse y
descentralizarse al máximo posible. Es la única
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forma en que se puede garantizar, a cada persona
integrante de la sociedad, el sentido de la
responsabilidad y de la dignidad humanas. Para el
hombre corriente estas cualidades sólo salen a la
luz en la esfera del trabajo concreto y en el ámbito
de lo local.
La tendencia hacia la centralización es una
enfermedad de la democracia y no –como a
menudo se cree– de la máquina. Nace,
inevitablemente, de la concentración del poder
en el Parlamento, de la separación operada entre
la responsabilidad y la actividad creadora, de la
masificación de la producción tendida hacia la
obtención de mayores ganancias y salarios más
altos. La evolución de la democracia es paralela al
crecimiento de la centralización, pero este último
fenómeno no es en modo alguno inevitable. La
guerra moderna ha puesto de relieve su
extraordinaria ineficacia; así, los guerrilleros
yugoslavos demostraron más iniciativa que los
burócratas de Londres o de Berlín. La
centralización del mando en un estado
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democrático es pesada, inhumana y torpe.
Carente de pensamiento, de originalidad y de
espíritu de empresa, sólo es capaz de actuar bajo
la dictadura de un Hitler o de un Churchill, y ni
siquiera le hacen efecto las voces estridentes de
la prensa exasperada.
La salud y la felicidad de la sociedad dependen
del trabajo y la ciencia de sus integrantes; pero no
habrá salud y felicidad a menos que el trabajo y la
ciencia estén dirigidos por los trabajadores
mismos. Por definición, todo hombre que domine
su oficio adquiere, gracias a ello, el derecho a voz
en la conducción de su taller, y adquiere también
el derecho a tener bienes e ingresos. En realidad,
bienes e ingresos dependerán de su aptitud más
que de sus esfuerzos. Deberá empezar a percibir
ingresos desde el momento en que ha elegido
ocupación y se lo ha admitido como aprendiz de
algún oficio o profesión, cosa que ocurrirá mucho
antes de que haya terminado la escuela. Sus
entradas dependerán de la idoneidad que
demuestre, y nada más que de ella. Toda sociedad
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racional utilizará, desde luego, los servicios de un
trabajador competente, porque así aumenta el
bienestar general. Si no lo hace, estará
restringiendo la producción; y si, por motivos de
interés general, se ve compelida a ello,
prescindiendo de los servicios del obrero, deberá
pagárselos hasta el momento en que vuelva a
necesitarlo, o bien le pagará para que se adiestre
y adquiera otro oficio de utilidad más inmediata.
El talento natural y la aptitud adquirida
constituyen los bienes del ciudadano, su
contribución a la riqueza común. La sociedad
debe organizarse en forma de sacar el máximo
provecho de su riqueza intrínseca, y las propias
organizaciones productoras decidirán entonces
cual es la forma que mejor permite el aumento de
la riqueza: si la utilización de la máquina o la
aplicación del trabajo manual; si las grandes
fábricas o los talleres pequeños, si la actividad
urbana o la rural. El criterio rector será el de los
valores humanos comprendidos en ello, y no la
búsqueda de ganancias abstractas y numéricas.
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En una sociedad de este género, la educación es
iniciación. Es la revelación de las aptitudes
innatas, el adiestramiento de tales aptitudes para
la realización de actividades socialmente inútiles,
la disciplina de dichas actividades en procura de
una finalidad estética y moral.
En esta organización natural de la sociedad,
poco o nada tiene que hacer el Estado como tal.
Queda como simple árbitro encargado de zanjar,
en bien de todos, los conflictos que surjan entre
las partes. Tal es la función que ejerce
actualmente el poder judicial cuando actúa con
independencia, función que podría extenderse
hasta abarcar los derechos del ciudadano en su
condición de consumidor. Para proteger al
conjunto de la sociedad contra la política
restrictiva que pudiera aplicar alguna
corporación, sería preciso establecer un consejo
económico constituido en forma análoga a los
tribunales de justicia. Este encauzaría el volumen
general de la producción y mantendría un ritmo
equilibrado de rendimiento entre las
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corporaciones tributarias. Dado este
ordenamiento de la sociedad y la economía, no se
ve la necesidad de que exista ninguna otra
autoridad central.
Podría pensarse que esto se asemeja a un
programa mucho más definido y dogmático que
lo que prometía el título. Sucede, empero, que ser
apolítico no significa carecer de política: toda
actitud que trascienda el egoísmo es, por eso
mismo, social, y actitud social equivale a actitud
política. Pero una cosa es tener una política y otra
meterse en política. Una cosa es tener una fe, y
otra mercar con la fe del creyente. Lo que
objetamos no es la esencia de la política, sino los
métodos del político. No hemos de confiar
nuestros intereses privados en manos de una
política de partido, porque sabemos que lo que no
pueda obtenerse por la transformación de las
mentalidades –cambio que también es una
revolución de la razón– sólo se logra mediante el
engaño y la impostura.
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Resumamos, pues, los rasgos que definen a la
sociedad natural:
1.-La libertad de la persona.
2.-La integridad de la familia.
3.-La recompensa a la aptitud.
4.-El autogobierno de las corporaciones.
5.- La abolición del parlamento y del gobierno
centralizado.
6.-La institución del arbitraje.
7.-La delegación de la autoridad en los
organismos de base.
8.-La humanización de la industria.
El orden social así concebido es
internacionalista porque es –en virtud de su
propia esencia– pacífico; es pacífico porque –en
virtud de su propia esencia– es internacionalista.
Está enderezado a crear la abundancia en todo el
globo, apunta a la humanización del trabajo y a la
eliminación de todos los conflictos económicos.
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Puede que el instinto de agresividad sea innato en
el hombre –como creen algunos filósofos– y que
no hay organización social capaz de impedir su
expresión. En tal caso, el mundo resultará
tolerable en la medida en que la razón sea capaz
de dominar ese instinto. Mas la razón no podrá
campear por sus fueros si los hombres padecen
hambre o si hay causas que los lleven a
experimentar celos y envidia. Podrá hacerlo, en
cambio, si se despoja a la economía de todo rasgo
competitivo, y si el máximo rendimiento de la
producción se distribuye con cordura y equidad
entre todos los seres humanos. Los instintos no
son inmutables; es posible transformarlos,
sublimarlos, desviarlos por cauces creadores. La
energía en sí no es un mal; se convierte en mal
cuando se la aplica a fines contrarios al bien.
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