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¿Crisis o exacerbación de la historia literaria?

Por Jineth Ardila

Fue el mismo René Wellek, uno de los pilares de la teoría de la historia literaria, quien

afirmó en 1973, sentencioso y desasosegado: "No hay progreso ni desarrollo, ni historia del

arte a excepción de la historia de los escritores, las instituciones y las técnicas. Esto viene a

ser, al menos para mí, el fin de una ilusión, el ocaso de la historia literaria".1 Sin embargo,

Wellek no decretaba con esta autocrítica su propio mutismo, sino la imposibilidad de que

alguna forma de la historia, entre ellas la literaria, diera alguna explicación totalizadora del

mundo; desde entonces y hasta ahora no han desaparecido sino que se han multiplicado las

historias literarias y las reflexiones y teorías acerca de sus temas y problemas.

Nadie confundiría ya el hecho de que se hable de crisis en alguna disciplina con el

riesgo de que aquella se convierta en materia muerta. Así mismo, cuando se habla de crisis

de la historia o crisis de la literatura, se trata más bien de la exacerbación de la conciencia

acerca de las maneras como aquellas enfrentan su tema de estudio o, en los casos más

extremos, se trata de hacer notar un cambio sustancial en la manera de concebir su objeto.

Síntoma, entonces, de su buena salud, es la crisis como negación de la historia literaria a

dejarse anquilosar o estigmatizar en una u otra postura y, con ello, la proliferación

paradójica de textos autorreferenciales, es decir, centrados en su propia consideración.

Quizá no sobre tener en cuenta otro par de generalidades antes de continuar: en

primer lugar, historizar es algo que el ser humano como lo conocemos ha hecho desde que

fue capaz de concebir y conservar los primeros relatos acerca de la humanidad: no otra cosa

son todos los mitos fundacionales y de creación que buscaban dotar de sentido la existencia
                                                                                                               
1
Citado en Historia literaria / Historia de la literatura. Leonardo Romero Tobar (editor). Zaragoza: Universidad de
Zaragoza, 2004, p. 74.

  1  
del hombre en pero diferente del mundo. Para Gadamer, de hecho, “la historia es el

elemento inextirpable de desorden humano en un todo ordenado”.2 Con lo que quiso decir

que el mundo para los griegos estaba ordenado: el cosmos, los dioses, todo lo que existía

era cobijado por un orden trascendente, eterno e inmutable. La historia, en su pretensión de

inscribir la historia del hombre (que no es eterno sino que nace, crece y tiene que morir)

inaugura el necesario desorden: la necesidad de dar cuenta del cambio, de la ruptura, del fin

de unas cosas y el comienzo de otras.

En segundo lugar, hacer historia de los textos literarios es una actividad intelectual

que se puede rastrear por lo menos desde que se dio la necesidad de organizar y seleccionar

los diferentes libros y géneros que componen nuestro libro canónico por excelencia: la

Biblia; es decir, desde el muy lejano siglo IV. No se llamaba a esa actividad historia

literaria, por supuesto. Esta solo se refirió a sí misma como un modo de conocimiento

particular, es decir, como una disciplina, en el s. XVIII, pero tal parece que se podrían

rastrear sus cambios en la misma dirección que han variado los métodos con que los

eruditos se han acercado a los textos bíblicos.3

La historia literaria tiene su propia historia. Tiene su propio sentido histórico. Y ser

más consciente de esa historia y de ese sentido la ha hecho cada vez más autónoma, o

relacionarse de un modo más libre con las dos materias de las que deriva. Es esa

                                                                                                               
2
Gadamer, Verdad y método II. Colección Hermeneia, p. 138. Consultado en
https://archive.org/stream/GadamerHansGeorgVerdadYMetodoVol.II/Gadamer,%20Hans-Georg%20-
%20Verdad%20y%20metodo%20vol.%20II_djvu.txt
3
Luis Beltrán Almería, en la primera página de su introducción al libro que compila bajo el nombre de Teorías de la
Historia Literaria, insinúa dicho paralelismo entre la historia literaria y la historia de los textos bíblicos: “La historia
literaria remonta su origen a la expansión de los estudios bíblicos que tiene lugar en el siglo XVIII. El método crítico
histórico que, en diversas etapas, se desarrolló durante los siglos XVIII y XIX —y que hoy identificamos con el nombre
de Wellhausen y las hipótesis documentarias— sirvió de base para el impulso de una nueva disciplina, la filología clásica,
y, a continuación, de unas filologías nacionales. Ese método histórico crítico entró en crisis en el marco de los estudios
bíblicos a principios del siglo XX. En estos estudios aparecieron alternativas a ese método fundacional, en especial la
llamada Formgeschichte o historia de las formas” (“Antiguos y modernos en la historia literaria”. Teorías de la Historia
Literaria. Madrid: Arco/Libros, p. 9).

  2  
autoconciencia la que decido encontrar en el acercamiento sumario a la historia de la

historia literaria, presente en el artículo de Lee Patterson titulado “Historia literaria”,

publicado en español en un compendio de Teorías de la historia literaria (2005).

Profesor de la Universidad de Yale, formado en el mismo ambiente intelectual que

René Wellek y Auerbach (profesores en la misma universidad), Lee Patterson es heredero

de una fuerte tradición europea de la historia literaria (y no solo de la estadounidense).

Inspirado en la famosa distinción que Wellek hiciera acerca de las dos grandes

concepciones de la literatura (como monumento y como documento4), divide la historia

literaria en dos: la historia inmanente, es decir, intrínseca, y la historia extrínseca, es decir,

causalista (para la cual la obra literaria es solo el efecto de causas sociales); es decir divide

la disciplina entre quienes conciben que la historia literaria es precisamente: historia de la

literatura (inmanentes) y quienes la conciben como la relación entre historia y literatura, en

donde la historia es una serie de acontecimientos que se ve reflejada en la literatura

concebida como una colección de textos.

La debilidad del segundo tipo de historia (la extrínseca o causalista) es que la

historia del s. XIX pretendía capturar aquello que llamaban el “Espíritu de la época”, a lo

que habría que agregar el propósito simultáneo de determinar el espíritu nacional; y en esa

búsqueda no se dudó en homogeneizar autoritariamente la historia de las ideas y del arte,

junto con sus expresiones y productos. En esta concepción la literatura quedó bajo la

                                                                                                               
4
“René Wellek advirtió a mediados del siglo XX que había dos grandes concepciones de la obra literaria, la de los que
veían la obra como documento y la de los que la veían como monumento. La primera llevaba a la disolución de la historia
literaria en la historia de la cultura, lo que hemos visto medio siglo después que sucede en los estudios culturales. La
segunda exigía un desarrollo de la historia literaria fundado en la estética y es una tarea que está sin culminar”. Luis
Beltrán Almería. “Horizontalidad y verticalidad en la historia literaria”, en Historia literaria / Historia de la literatura.
Zaragoza: Universidad de Zaragoza, 2004, p. 15.

  3  
“tiranía de lo histórico”, ya que solo podía interpretarse en relación con aquello que la

historia sentenciara como verdad de la época o de la nación.

La respuesta contra esta concepción de la literatura como un síntoma de algo que la

historia literaria debía diagnosticar provino del formalismo de comienzos del s. XX que,

por el contrario, se preguntaba por aquello que era específicamente literario y diferente de

las otras maneras en las que se expresa el hombre (el habla, la historia, la ciencia, el arte, la

ley). Buscaba, en palabras de Patterson, “profundizar la disparidad entre palabras y cosas”,

entre “lo escrito y el mundo”.5

A partir de la segunda mitad del s. XX “profundizar” en esa “disparidad” no fue

visto con buenos ojos, y se decidió atacar al formalismo como una manifestación de

esteticismo y considerarlo como una forma de conocimiento que evade la realidad y se

refugia en el saber inmanente. De este modo, se volvió a insistir en la necesidad de ver la

literatura en su relación con la historia. No obstante, algunos habían dado un paso en una

dirección tangencial, al concebir que la primera ya no era el simple reflejo o síntoma de la

historia, sino que, en tanto se tenía en cuenta su forma particular de ser, su literariedad,

más bien expresaba la realidad mediante analogías, metáforas y otras desviaciones que

había que leer a partir de los mismos textos. De ese modo se tuvo en cuenta la manera

como la estética propia de la literatura ofrecía una interpretación de la realidad histórica, y

se le concedió a la literatura un grado de autonomía creativo respecto de la realidad. Ese, no

lo reseña Patterson en su historia abreviada, sería el aporte fundamental del estructuralismo

y la hermenéutica que concibieron teóricos y críticos literarios como Roland Barthes.

Como derivación del formalismo, en tanto lo único que concibe es el texto, pero en

contravía del formalismo, el deconstruccionismo de los años setenta abrió la caja de


                                                                                                               
5
Ibíd., p. 52.

  4  
Pandora que inauguró la era del escepticismo frente a todos los discursos: el de la historia y

el de las demás ciencias humanas. Se afirmó algo que debía haber sido más obvio: que la

historia no es una serie de acontecimientos sino un texto más, producido no bajo sus

propias leyes, sino derivadas de otras que no son sino las de los textos escritos, las de la

literatura. Se ha afirmado recientemente, por ejemplo, que la historia reproduce las reglas

de cualquier otra narración (en donde hay un narrador, un estilo, palabras que se

seleccionan y combinan en lugar de otras, etc), con la única salvedad de que la narración

que se construye, a diferencia de la ficción, tiene la pretensión (engañosa) de ser tomada

como realidad, no solo como verosímil sino como espejo de lo real. Engañosa se supone

esa pretensión porque no hay nadie que pueda narrar objetivamente aquello que es la

realidad.6 Es, entonces, la realidad la que se volvió esquiva para las disciplinas sociales y

humanas. Ya no la literariedad.

En este sentido resulta fructífero mencionar como cierre la revancha jocosa de la

literatura contra las pretensiones de la historia literaria. Se trata de la novela Historia

abreviada de la literatura portátil (1985), de Enrique Vila-Matas: nada menos que una

historia literaria de ficción. Túa Blesa, un experto en paratextos y en las relaciones

irrespetuosas que establece la literatura con la teoría, en un artículo titulado “Un fraude en

toda regla”,7 demuestra que la obra de Vila-Matas cumple con

[…] todas las exigencias del texto de la historia literaria. Se narran allí los avatares de un
movimiento literario, y aun artístico, como es el portatilismo, dando cuenta de sus figuras, sus
principios programáticos, sus productos, etc. [...]. En suma, el texto novelesco se construye con todos
los elementos del discurso de la historia literaria. Con todos, excepto uno: el que los acontecimientos
y el ismo que se rescatan son absolutamente falsos.8

                                                                                                               
6  Ver, por ejemplo, en Paul Ricoeur. Tiempo y narración (2007 en español), su idea del crédito que el lector le tiene que
conceder a toda historia como si fuera un testimonio verídico de lo real.
7
Túa Blesa. “Leyendo en las historias géneros y estilos”. Historia literaria / Historia de la literatura. Ibíd.
8
Ibíd., p. 40.

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