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D. F. Sarmiento
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Capítulo II
Jerarquía de excelencia y desigualdades de capital cultural.
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esté certificado mediante un título. El mismo valor del título formal está sujeto a
interpretación y ésta se modula de acuerdo, con los demás índices. Quienes tienen que
tomar decisiones saben que no puede otorgarse una confianza absoluta a los títulos
expedidos por las escuelas o por las demás instancias de certificación. Saben que el
título no calibra todas las competencias pertinentes en el momento de contratar a un
profesional.
Hábitos y representaciones.
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Entre los humanos hay dos formas de poner en práctica el capital cultural:
1) El capital cultural se invierte de manera directa en la acción, sin
mediación de los juicios de los demás.
2) El segundo mecanismo, por el contrario hace depender el efecto de las
diferencias de capital cultural de su aprehensión por terceros, a través de
los juicios de excelencia o competencia, más o menos formalizados; así el
capital cultural no es útil de manera directa e inmediata para resolver un
problema o realiza un proyecto: es eficaz con la condición de que sea
reconocido, valorado.
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La excelencia exigida.
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En las escuelas, la situación es diferente, pues se asiste a ellas para adquirir las
competencias. Cuando se reprocha a un alumno, niño, adolescente o adulto, que no haya
adquirido las competencias que una determinada enseñanza debería haberle
proporcionado, se da por supuesto que era capaz de ello. Esto apela a una competencia
muy especial, la de adquirir nuevas capacidades o, si se prefiere la aptitud para
aprender.
En el análisis que versa sobre las representaciones corrientes más que sobre el
estado más reciente de la investigación psicológica, basta con dejar asentado que las
nociones de aptitud natural, don hereditario, inteligencia innata, sin lograr la
unanimidad, gozan de gran aceptación. Estas categorías de pensamiento son practicadas
por gran cantidad de actores sociales siempre que tratan de explicar la desigualdad de
las competencias adquiridas. Así, apelamos a la “desigualdad de aptitudes” para
explicar por qué ciertos alumnos fracasan en la escuela, cuando al menos al principio,
incluso manifiestan interés en aprender y toman en serio el trabajo escolar.
Las jerarquías de excelencia, relativas a prácticas observables, apelan, al menos en
parte, a una desigualdad de competencias. Para explicarla podemos poner de manifiesto,
la probable diversidad de los docentes, la desigual voluntad de aprender, la inversión
diferente efectuada en el trabajo escolar. Si la desigualdad de competencias adquiridas
subsiste cuando la voluntad y el trabajo son iguales, en condiciones idénticas de
formación, se apelaría a la desigualdad de “aptitudes para aprender”. En este estado de
la cuestión, es preciso saber si es que hay que concebirlas como dones innatos o como
capital cultural rentable desde el punto de vista escolar.
Capítulo III
La escolarización de la excelencia.
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La excelencia y la formación.
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determinado, en una red concreta, las familias sabían que estaba destinado a estudios de
larga duración o a la vida activa.
A medida que se desarrollaba la escolarización, las diferencias culturales se
convirtieron cada vez más en desigualdades de nivel de instrucción, de dominio de la
misma cultura básica. Pero durante mucho tiempo han sido vividas como diferencias
cualitativas. Entre la instrucción elemental y la cultura adquirida en la enseñanza
secundaria, la jerarquía es de valor, más que de excelencia.
Respecto a la escolaridad elemental, será preciso esperar a la unificación de las
redes y a la instauración de una competición escolar entre todos los niños para que las
desigualdades culturales a esta edad sean consideradas, como jerarquías de excelencia,
como grados diferentes de dominio de la misma cultura.
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práctica, arte, ciencia o técnica, conjunto de saberes y saber hacer que presenta una
cierta unidad: geometría, danza, astronomía, dibujo técnico artes del Trivium o
Quadrivium; por otra, la disciplina como conformidad con las reglas de conducta o
como un conjunto de mecanismos de control social que aseguran la interiorización o el
respeto.
Al filo del siglo XIX, una evolución de la escuela primaria, atempera un poco las
disciplinas para otorgar mayor importancia a la lección de moral y a la instrucción
cívica. Esto en la escuela laica. En las escuelas confesionales, el catecismo y la
disciplina formativa de un hábito cristiano seguirán siendo partes integrantes del
currículum y crean la reputación de ciertos centros.
Estas transformaciones importantísimas, que afectan también a la escuela
confesional, conducirán con lentitud a la escuela primaria que conocemos hoy, que
concede mayor importancia a la adquisición de saberes y de saber hacer lingüístico,
lógico-matemáticos o gráficos y de conocimientos básicos de historia, geografía y de
ciencias de la naturaleza, o al desarrollo de la inteligencia, de la personalidad, del
sentido crítico, de la solidaridad, de la conciencia ecológica, de la creatividad. Durante
mucho tiempo, la excelencia escolar, en la enseñanza elemental, era una excelencia
moral, religiosa, cívica, más que intelectual: buenas costumbres, amor al trabajo,
esmero, piedad, obediencia, humildad, caridad, patriotismo, respeto a las instituciones,
constituían en el principio de las jerarquías de excelencia, muy alejadas de las que hoy
día, fundamentan la selección escolar.
En los colegios, creados casi todos por órdenes religiosas, o por la autoridad
eclesiástica secular, católica o reformada, la preocupación por la educación religiosa y
moral no era menor. Pero las disciplinas intelectuales ocupaban mayor espacio y
contribuían con mayor rapidez a promover jerarquías distintas de excelencia. La
inmensa mayoría de quienes asistían a los primeros cursos de los institutos era de origen
burgués y sus integrantes se consideraban a sí mismos como “elegidos” llamados a
acceder a la cultura por su condición social. En los primeros grados se trataba de
familiarizarlos con esta cultura, de prepararlos para estudios de larga duración y no de
seleccionarlos.
En las escuelas primarias abiertas a los niños de las clases populares, la selección
tampoco tenía mucho sentido; sólo algunos alumnos de mayor brillantez podían
convertirse en becarios y proseguir estudios. La mayoría tenía marcado su destino social
desde antes de ingresar en la escuela. Para las autoridades escolares, lo esencial era
escolarizar a los niños, darles un mínimo de educación religiosa y de instrucción antes
de su “entrada a la vida”, entre los 10 y los 13 años. Las clasificaciones escolares no
eran necesarias.
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excelencia durante los primeros años de escolaridad obligatoria, quizá también más
adelante, según la estructura del sistema de enseñanza.
Distinguiremos tres tipos de estructuras en la enseñanza pública:
1) Un “tronco común” de algunos años de duración precede, para unos a la
admisión, previo concurso de méritos o examen, en una escuela secundaria;
para otros, la continuación de la escolaridad obligatoria en las clases
primarias, denominada en ocasiones “de fin de estudios”
2) Después de un tronco común de cinco a siete años de duración, todos los
alumnos acceden a una escuela media que, manteniendo una cierta unidad de
currículum, los orienta hacia secciones jerarquizadas de forma global, o
hacia cursos de niveles u pociones, en general de manera progresiva y en
parte reversible, a veces al término de un ciclo de observación, que prolonga
el tronco común primario.
3) Toda escolaridad obligatoria se desarrolla en una escuela única, denominada
a veces “básica”, con posibles opciones en los últimos grados, aunque sin
selección antes de los 15 ó 16 años.
Esta diversidad de estructuras modula la amplitud de la cultura enseñada a todos,
que puede ir desde una instrucción elemental, relativa al saber hacer y a conocimientos
básicos –lectura, escritura, cálculo, fundamentos de ciencias, geografía, historia,
higiene, educación cívica– hasta enseñanzas más completas de literatura, lenguas
extranjeras, matemáticas, biología, física. Incluso cuando existe una selección temprana
y una clara distinción de las enseñanzas impartidas a continuación, subsisten puntos
comunes.
La cultura escolar, destinada a todos tiene, dos componentes. El más patente
corresponde al currículum de la enseñanza primaria antes de la primera selección, y el
más oculto se refiere al denominador común de los contenidos de la enseñanza en los
distintos niveles posteriores a la primera selección.
Las prácticas y las normas de evaluación en la escuela primaria moderna, son el
resultado de una larga historia la de la aparición de normas de excelencia escolar que
se imponen a todos los alumnos de una misma generación.
Lo que sólo era una jerarquía entre culturas distintas, basada en la dominación y
en juicios de valor, se ha convertido en jerarquía de excelencia basada en el dominio
desigual de una cultura enseñada, en principio, a todos y, en gran medida, valoradas
por todos.
Esta jerarquía afecta, por tanto, a todos los niños escolarizados en la enseñanza
primaria, o sea, entre los 6 y 12 años, pero se extiende a todos a quienes han pasado por
la escuela primaria y han salido de ella más o menos airosos; porque el destino escolar
de los adolescentes y después, el destino social y profesional de los adultos, depende en
gran medida de su grado de excelencia en la escuela primaria. Su éxito en estos
primeros años de escuela desempeña un papel determinante en el momento de la
primera selección para el ingreso en la enseñanza secundaria.
La excelencia escolar reconocida en la enseñanza primaria, o los aprendizajes
reales que sanciona pesan sobre la primera orientación y niveles inmediatos, y, por
tanto, de modo indirecto, sobre el desarrollo de la carrera académica posterior, sobre el
nivel final de formación básica, las posibilidades de empleo y el nivel socio profesional
que se considera, garantizan los títulos obtenidos.
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Las jerarquías escolares siguen a los individuos más allá de su etapa escolar.
Porque ellos los han interiorizado y porque están certificadas por diplomas o,
indirectamente, por la naturaleza y duración de los estudios post-obligatorios y por la
profesión ejercida.
La excelencia escolar, en cuanto dominio de una cultura general, produce efectos
mucho más allá de la época escolar y se encuentra en la base de las jerarquías y de las
distinciones culturales percibidas con mayor frecuencia e interiorizadas en las
sociedades industriales. Las jerarquías escolares, en una sociedad industrial:
a) Incluyen, aun en contra de su voluntad, a todos los individuos, desde su más
tierna infancia.
b) Preparan de forma manifiesta las jerarquías estrictamente profesionales, en
cuanto condiciones de acceso a los procesos de formación profesional o
componentes de las escalas de cualificación.
c) Determinan en parte la naturaleza y las representaciones de las diferencias
culturales en los dominios más ajenos al currículum escolar.
Nuestra sociedad está escolarizada, en un segundo sentido: en ella, las jerarquías
escolares ocupan un lugar central, se articulan con la pertenencia a una clase, la renta,
el poder, las formas de vida y muchas otras diferencias culturales.
Si el dominio de la cultura escolar básica se ha convertido en una norma a la que
nade escapa en una sociedad desarrollada, falta saber cómo se establece el grado de
excelencia de cada uno, lo que nos remite a la evaluación escolar, a la que procediendo
mediante balances periódicos rige el éxito o el fracaso, la fortuna frente a la selección.
Capitulo IV
La imagen de la excelencia escolar en el “currículum” formal.
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previo del currículum prescrito y de las normas de excelencia que define, de forma
directa o indirecta, nos autorizará a describir las prácticas de los maestros como
desviaciones, variaciones en relación con lo que la organización escolar les encarga de
enseñar y de evaluar.
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sugiere que, a la vez, tienen una imagen de excelencia y de las exigencias precisas, en
relación con el grado correspondiente y el trabajo realizado.
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El currículum no tiene por que estar escrito. Podemos concebirlo como una
representación predominante, oficial, de lo que hay que enseñar o evaluar, esté
consignado por escrito o se imponga a la manera del derecho consuetudinario. Dada la
importancia del escrito en nuestra cultura, discutiremos a continuación los textos que
integran el currículum formal, examinando después los aspectos no escritos.
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El currículum formal no debería identificarse con los textos, de igual manera que
las normas legales en vigor no pueden reducirse al derecho escrito en naciones que
reconocen el derecho consuetudinario. En algunos países, los textos consignan lo
esencial del derecho en vigor o del currículum formal. En otros, la relación es menos
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Para acoger a una amplia mayoría y producir la ilusión del consenso social
respecto a las finalidades de la enseñanza, se edulcoran los textos hasta que resultan
compatibles con cualquier ideología.
Esto no impide la existencia de representaciones dominantes más precisas de las
finalidades de la escuela o de un tipo determinado de enseñanza. Se trasluce una visión
predominante de los fines de la enseñanza, más precisa que la formulada en los textos
que revelan una procedencia legal.
Esas finalidades encuentran más bien una “traducción”, con el desfase debido a la
relativa inercia del currículum, en los programas y planes de estudio.
Ciertos planes de estudios recientes suelen estar formulados en términos de
objetivos. Otros de forma más tradicional, mencionan, sin embargo, algunas finalidades,
a menudo en forma de preámbulo al capítulo que detalla el plan de estudios a una rama
determinada para cada año.
Existen currículum fragmentados que dividen la cultura escolar en ramas o en
disciplinas claramente determinadas: lengua materna, matemáticas, historia, geografía,
ciencias, educación artística, educación física, etc. Cada una de esas disciplinas puede
estar fragmentada, a su vez.
Bernstein opone al currículum fragmentario (“collection code”) el currículum
integrado (“integrated code”). En los países en que el currículum integrado sucede a un
período de fragmentación, puede presentarse como una apertura de las disciplinas
tradicionales, una interpretación más o menos profunda de la lengua materna,
matemáticas, estudio del medio ambiente y actividades creadoras. En otros países, al
menos en la enseñanza primaria, no existe tradición alguna de fragmentación del
currículum y la imagen de la apertura no da cuenta de la forma de representación y de la
organización de la cultura escolar que tienen los docentes a efectos de ordenación del
tiempo de que disponen, de las actividades y de la evaluación.
Capítulo V
La evaluación formal de la excelencia escolar.
Cada vez que una práctica determinada se deja ver o se manifiesta a través de
obras o productos, se esboza un juicio de excelencia. Incluso en un lugar en el que la
interacción social se reduce a su mínima expresión, en donde las personas se rozan sin
conocerse, los juicios de excelencia atraviesan de forma constante nuestro campo de
consciencia, y tan pronto como se forman, se olvidan.
Cuando vivimos o trabajamos durante más tiempo con las mismas personas, esta
evaluación informal se hace más consistente, y los juicios de excelencia influyen en las
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Una vez recogidos los ejercicios, con independencia de las condiciones en las que
se haya realizado la prueba, el maestro se encuentra ante un conjunto de trabajos hechos
de manera más o menos completa y más o menos correcta. ¿Cómo pasa de estas
informaciones a una calificación? Sobre este punto no existe reglamentación alguna. En
cuanto a las formas de calificar las respuestas orales, conferencias, presentaciones de
libros, lecturas en voz alta, recitaciones de poemas o un conjunto de tareas regulares, es
imposible calibrar una doctrina, identificar algunas constantes.
Podríamos decir que las prácticas observables participan de una combinación
intuitiva de la evaluación de referencia normativa y de la evaluación de referencia
criterial, ambas muy artesanales, cada una de las cuales neutraliza en parte los posibles
excesos de la otra.
La evaluación tiene una referencia normativa cuando cada alumno es evaluado
con respecto a una población. La prueba, una vez preparada, se administra a una amplia
población de niños de la misma edad y se contabilizan los resultados obtenidos por cada
uno. Si aquella está bien constituida, se supone que la distribución de los resultados
tendrá la forma de la campana de Gauss, o curva normal.
En función de la distribución de los resultados, se transformarán las puntuaciones
en porcentajes.
En una evaluación de referencia criterial, no se compara al alumno con los demás.
Su trabajo se relaciona con un criterio, con un límite de dominio definido de antemano.
Cualquiera que sea la forma de calificar que empleen los maestros, criterial o
comparativa, rigurosa o laxa, estable o cambiante, conduce a maestros distintos a
adjudicar sentidos diferentes a las mismas notas, bien porque se trate de clases distintas
(tanto por el nivel medio como por la dispersión en torno a la media), bien porque no
plantean las mismas exigencias absolutas cuando se trata, por ejemplo, de poner un 4 en
lectura o en matemáticas. A lo que se añaden todas las variaciones cualitativas en la
interpretación y especificación de las normas de excelencia.
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Capítulo VI
Evaluación y progresión en el ciclo.
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La selección inconfesable.
Con frecuencia se toma la repetición del curso como el signo de fracaso del
alumno, al menos en los esquemas de interpretación más corriente. Repeticiones de
cursos de los alumnos considerados como pocos “dotados”, “poco motivados”,
“demasiado lentos”, “víctimas de desventajas socioculturales o lingüísticas”. Aunque no
se sientan responsables de cada repetición, los maestros parecen cada vez más sensibles
al hecho de que los alumnos y sus familias lo viven como un fracaso y una desventaja;
el espíritu de los tiempos se vuelve igualmente más sensible a lo que implica un juicio
negativo de valor que versa no sólo sobre el trabajo y los aprendizajes escolares, sino
sobre la propia persona del niño e, incluso, sobre su familia. Para una parte de los
docentes y de los inspectores, constituye una razón suficiente para no proponer la
repetición siempre que pueda darse otra solución, aunque suponga posponer el problema
y obligar a que otros asuman, en el curso siguiente, la responsabilidad de la selección.
La aplicación de una selección draconiana a los alumnos pone de manifiesto, en
nuestros días, una actitud política tanto como pedagógica; los partidarios de la selección
corren el riesgo de que se les atribuya, con o sin razón, una ideología elitista, una
voluntad de impedir el acceso de todos a la cultura, una oposición política a la
democratización de la enseñanza. En este aspecto, no existe consenso y el debate sigue
siendo muy vivo. Pero, por el mero hecho de su significación política, la selección no
puede ser defendida con tanta facilidad como en el pasado en nombre de los intereses
del niño y de su familia, ni reivindicada en el marco de una racionalidad exclusivamente
didáctica.
Las críticas contra la selección se refieren también a su poca eficacia: afirman
que, entre los alumnos repetidores, pocos mejoran y, en cambio, experimentan un
fracaso, pierden un año, acumulan un retraso que podría tener repercusiones negativas
en adelante. Se afirma que muchos alumnos orientados hacia escalas poco exigentes de
la enseñanza secundaria no obtuvieron provecho alguno, rechazaron aún más la escuela
y la cultura y se convirtieron en marginales, no sólo desde el punto de vista escolar, sino
también social.
Pero estas críticas referidas a su racionalidad están ligadas permanentemente a un
rechazo ideológico de la misma idea de selección, a la afirmación de la apertura de la
escuela primaria a todos, con independencia de sus capacidades. Quienes privilegian la
plenitud del niño y el desarrollo global de la persona rechazan la selección porque da
prioridad estrictamente a los aprendizajes escolares y, a la vez, porque constituye en sí
misma una experiencia desvalorizadota para una parte de los alumnos.
Si la escuela lograra proporcionar a todos el dominio de lo esencial del
currículum, la selección no tendría objeto. Dado que la escuela no puede instaurar la
igualdad, algunos piensan que la única solución consiste en rechazar la selección en la
enseñanza primaria, retrasarla al máximo hacia el final de la escolaridad obligatoria. Es
evidente que esta postura se opone a las tesis de quienes denuncian “el igualitarismo
furioso” y afirman el carácter inevitable de “la desigualdad del hombre”. Entre ambos
extremos encontramos posturas más moderadas que se esfuerzan por conciliar selección
y democratización.
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las fuerzas políticas que actúan a favor del statu quo o de la democratización de los
estudios.
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concreto. Los adversarios de los exámenes argumentan, no sin razón, a favor de una
evaluación continua, más representativa de lo que realmente saben hacer los alumnos, y
que, por basarse en períodos largos, neutraliza las fluctuaciones inevitables, de los
resultados escolares y elimina parte del carácter dramático de las pruebas. La evaluación
continúa simplifica también el final del curso escolar, sin obligar a los maestros a
consagrar varias semanas a revisiones cuyo único interés reside en permitir a los
alumnos hacer un buen papel en el examen anual. La evaluación continua evita también
a la familia y a los niños la tentación de una preparación acelerada e intensiva para logra
unos resultados satisfactorios en el examen entrenándose con pruebas administradas en
años anteriores.
Los sistemas escolares que no organizan exámenes anuales o que los dejan a la
discreción de los maestros saben aún menos que los demás lo que en realidad dominan
sus alumnos al final de un curso escolar.
Los trabajos que evalúan las adquisiciones reales de los alumnos omiten la
definición del nivel de dominio que podría considerarse “normal” o necesario al final de
cada curso. Por tanto, sin fijar un nivel de exigencia ni codificar criterios mínimos de
dominio, nadie puede apreciar el rendimiento, de un sistema escolar. Quienes pretenden
poner de manifiesto el escaso rendimiento de la escuela pueden decir que esta sólo logra
sus objetivos cuando todos los alumnos dominan el programa íntegro de todos los
cursos. Esto está muy lejos de convertirse en realidad. Si se estima, en cambio, que la
excelencia no puede corresponder sino a una minoría y que un dominio medio del
currículum constituye la única ambición realista, podemos considerar que la escuela
primaria hace bien su trabajo con los medios puestos a su disposición.
La imprecisión que planea sobre este aspecto no se debe al azar y no es imputado
a la ausencia de instrumentos adecuados de evaluación. Si persiste se debe a que, en las
sociedades pluralistas, esa impresión permite que la escuela sobreviva y funcione
conciliando pragmáticamente ideologías contradictorias.
Cabe preguntarse si ¿Se interesa, el maestro por el éxito de sus alumnos, si lo vive
como el éxito o el fracaso de su proyecto educativo? El fracaso del alumno no supone
el del maestro; como contrapartida; un maestro no se atribuye cada éxito individual. A
veces sabe hasta qué punto su influencia ha sido débil, ya que el alumno conocía ya
cosas y tenía facilidad para aprenderlas.
En el mejor de los casos, el maestro espera conducir a la mayoría de su clase a un
resultado digno y a no agravar la situación de los alumnos que ya han perdido desde el
momento en que los recibe. Modera sus ambiciones y se limita a lo que le parece
accesible. El maestro no puede considerarse responsable de los fracasos respecto a los
cuales se siente muy distanciado. Como todo profesional que se enfrenta a una tarea de
resultados inciertos, el docente clasifica los fracasos entre dos polos: por una parte,
aquellos respecto a los que “nada se podía hacer”; por otra los que “hubieran podido
evitarse”.
Entre ambos extremos, aparecen casos intermedios, más ambiguos. Sería falso, no
obstante, creer que todo docente procede de antemano a efectuar una división precisa de
sus alumnos en tres categorías: quienes no pueden fracasar, quienes no pueden tener
éxito y aquellos, sobre los que nada hay decidido. Sin duda, algunos docentes ponen
demasiado pronto estas etiquetas, lo que permite suponer un “efecto Pigmalión”. Pero
es más frecuente que esta clasificación no sea cerrada y, sobre todo, que se lleve a cabo
a lo largo del año o, incluso a posteriori, a modo de balance.
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demostremos que sea imposible, desde un punto de vista sociológico, que una sociedad
pueda crear y mantener un sistema de enseñanza más igualitario.
Ningún maestro piensa, en realidad, que todos los alumnos que recibe dominen el
programa del curso anterior. Pero puede servirse de esta ficción para descargar su
responsabilidad, por ejemplo, atribuyendo el desigual progreso de sus alumnos a la falta
de cumplimiento de la norma en los cursos precedentes.
Un docente no puede permanecer indiferente a su reputación, en especial si los
docentes que reciban a sus alumnos trabajan en la misma escuela o en el mismo barrio.
Un profesor que haya “preparado bien” a sus alumnos es felicitado directamente, lo que
le causa satisfacción, pero le confirma que está siendo juzgado. Aunque carezca de
retroalimentación (feedback) el docente prevé las reacciones. Al juzgar a sus colegas de
los cursos inferiores, sabe que será, a su vez, juzgado sin compasión.
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En definitiva, son raras las escuelas en las que se pueda permanecer con total
indiferencia respecto a las expectativas de los otros maestros.
Todo maestro sabe que quien reciba a sus alumnos no tendrá en cuenta si dominan
el programa del curso anterior en su integridad, sino sólo si lo conocen “en una medida
razonable” así mismo, sabe que su colega del nivel superior se mostrará, ante todo, muy
sensible a las adquisiciones que faciliten su propio trabajo. Para estar, si no de manera
“irreprochable”, al menos “dentro de una norma” a los ojos del maestro que reciba a sus
alumnos, el docente debe, identificar a su vez los saberes más valorados y el nivel de
dominio que se juzga aceptable.
Los saberes más valorados, en principio, deberían corresponder a los aprendizajes
fundamentales, sobre cuya base habría que edificar otros conocimientos. El maestro
dará más importancia a la homogeneidad a los aprendizajes en apariencia secundarios.
Las normas de trabajo escolar, el respeto a las convenciones, importan tanto como la
asimilación de los conceptos, al menos según la apreciación del trabajo que efectúan
los colegas de cursos superiores. Que un alumno no comprenda nada en absoluto de las
estructuras profundas confirma sobre todo al maestro en la idea de que sus aptitudes son
limitadas. Los maestros tienen la impresión de que determinados alumnos, aunque
repitiesen tres veces cada curso, siempre presentarían dificultades de importancia. Por
el contrario, si no dominan las técnicas elementales del trabajo escolar, en principio al
alcance de todos, con la condición de poner en ello cierto interés, la acción y el rigor del
maestro precedente quedarán en entredicho.
Por tanto, la enseñanza y la evaluación se orientarán, en la práctica, menos
respecto al currículum formal que a las expectativas supuestas en los maestros de los
cursos siguientes.
La evaluación escolar, se presenta como un dispositivo racional destinado a medir
el progreso de los alumnos respecto a la asimilación del currículum, porque el
cometido de la escuela consiste en hacer aprender. En la práctica, la articulación del
ciclo en niveles sucesivos no es tan racional como parecería sobre el papel.
La evaluación, si funcionara de forma autónoma, al modo de las encuestas
pedagógicas, pondría en evidencia las contradicciones de la organización y de las
prácticas. Como se encuentra bajo el control de la autoridad escolar, y de los maestros,
les permite, en cambio, funcionar sin quedar paralizados por completo a causa de las
contradicciones insuperables debidas al pluralismo de ideologías y estrategias. El
sistema de evaluación formal, en una organización tan compleja como la escuela, tan
relacionada con el aparato del Estado, tan vinculada a las familias, a las colectividades
locales, a la sociedad global, no puede ordenarse en relación con la única preocupación
de hacer progresar a todos los alumnos hacia el dominio del currículum. Se adapta a las
exigencias de la organización y de la práctica.
Capítulo VII
Cuando la excelencia constituye verdaderamente la norma.
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El éxito y el proyecto.
En toda red social uno de los privilegios que proporciona el poder consiste en
poder definir la realidad, en particular respecto al éxito de las empresas de unos u otros.
Este poder puede llegar hasta “adjudicar” deliberadamente a los otros proyectos,
intensiones, que jamás hayan tenido, lo que permite estigmatizar su fracaso o al menos,
hacerles responsables del desarrollo de los acontecimientos.
Por eso, las nociones de éxito y de fracaso tienen un sentido variable según la
naturaleza de las relaciones sociales. Distingamos dos situaciones extremas:
a) En una de ellas, el individuo hace sus proyectos con total autonomía
y juzga su éxito, con total independencia al abrigo de las miradas de los
demás o, al menos, sin tener que rendir cuentas a nadie;
b) En otra, el individuo está completamente sometido al juicio de los
demás: se le juzga sin preocuparse de sus opiniones, de acuerdo con
criterios sobre los que no tiene control alguno, adjudicándole, si es
preciso, un proyecto ficticio.
Entre esos dos extremos, existen mil situaciones diferentes.
En nuestra sociedad, desde hace algo más que un siglo, la ley impone una
instrucción obligatoria, que prevé unos contenidos mínimos, etapas, edades límite; en
determinados países, impone la escolarización, dejando a voluntad la opción por la
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Un alumno que obtiene pésimos resultados suscita una represión tan dura que
acaba haciendo alarde de una completa indiferencia hacia los juicios de excelencia. Un
alumno que, a pesar de aparentes esfuerzos, “no llega a hacerlo bien” puede asegurarse
la indulgencia de sus maestros. El que se mofa del trabajo escolar y lo manifiesta resulta
más amenazador, porque perturba la clase, “da mal ejemplo” y, sobre todo, porque se
resiste al propósito de inculcación, con el riesgo de suscitar el despotismo del maestro y
de los alumnos más dóciles.
¿Qué pueden hacer quienes, sin que les interese demasiado la escuela, pretendan
evitar los enfrentamientos directos y las humillaciones y temen las consecuencias
prácticas o simbólicas del fracaso? ¿Cuál son las estrategias disponibles para hacer un
buen papel en la evaluación? Si creemos a los adultos –padres o docentes– la única
posible consiste en tomar en serio la escuela, trabajar, estar atento y mostrarse activo en
clase, hacer los deberes concienzudamente. Ciertos alumnos interiorizan esta actitud.
Algunos de ellos van más allá de las expectativas de los adultos y viven en una
permanente angustia ante la posibilidad de no salir airosos. Otros adoptan estrategias
menos costosas, quizá vayan en contra de sus propios intereses a largo plazo, pero
muchos niños viven en el presente e inmediato futuro. Sus estrategias pueden parecer
cínicas, pero, sobre todo, son pragmáticas. Con frecuencia son poco explícitas, en
especial entre los más jóvenes, pero pueden ponerlas en práctica desde los primeros
cursos. A medida que avanza en su vida académica, el alumno comprende mejor como
se fabrican los juicios de excelencia y aprende el “uso adecuado” de la evaluación.
En este aprendizaje los hermanos o hermanas, los alumnos de más edad o más
despabilados y, a veces, los propios padres desempeñan un papel, nada despreciable.
Facilitan una comprensión más rápida de:
(a) Que el éxito, tal como lo define de modo oficial la escuela, no se basa sino en
la evaluación efectuada en clase, completada a veces por una prueba
normalizada o un examen anual;
(b) Que para alcanzar el éxito basta con hacer buen papel en la evaluación en los
momentos decisivos y en las materias determinantes;
(c) Que lo que cuenta es el resultado, y todos los medios que se pongan son
“buenos” mientras no le descubran a uno;
(d) Que no es indispensable ser excelente en todo, y basta con estar situado en la
media para progresar en el ciclo académico.
Gran cantidad de alumnos comprende con bastante rapidez, que, para tener éxito,
basta manifestar en el momento adecuado un nivel medio de excelencia.
Proponemos una tipología de aptitudes que los alumnos puedan adoptar en un
momento determinado del trabajo escolar.
1. Trabajar por interés;
2. Evitar problemas: el alumno trabaja para evitar todo tipo de confrontaciones
reales o imaginarias (angustias, trabajos que acabar durante el recreo, deberes
suplementarios, castigos, reprimendas del maestro o de los padres,
sometimiento a vigilancia más continuada y atenta, envío a clase de
recuperación, fracaso) o para asegurarse toda clase de ventajas (autoestima,
satisfacción de los padres, prestigio, liderazgo, integración, buenas relaciones
con el maestro, tiempo libre, relativa autonomía.). La excelencia escolar no
interesa al alumno sino como medio para satisfacer sus intereses;
3. Intento de simulación: el alumno no es indiferente a las ventajas que le
reportaría un dominio auténtico, pero no quiere asumir el trabajo
correspondiente; trata, pues, de engañar, de rehuir el trabajo sin rechazarlo de
forma clara, de recurrir a la ayuda de los otros, con más o menos discreción,
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¡cállate y trabaja!, ¿Aún no has acabado? ¿Estás dormido? ¿Y dónde estará el ejercicio
siguiente?
El motor de las actividades no es pues, el dominio que se supone han de
proporcionar, sino el deseo de satisfacer una necesidad inmediata, ajustarse a las
expectativas del maestro o de los padres, no reducir el propio prestigio antes los
compañeros, confirmar su pertenencia al grupo, impresionar a causa de su trabajo,
imponerse a los demás, hacer un buen papel en la evaluación. O simplemente para
determinadas actividades, el placer de hacer, sin más, unido, bien al contenido de la
actividad, bien a su novedad, o al grupo o marco o en cuyo seno bien donde se
desarrolle.
Las pedagogías difieren considerablemente según los motores que privilegian: las
más activas apelan al placer del descubrimiento, de la creación, de la cooperación en la
realización de un proyecto, de la comunicación. Las más tradicionales son menos
realistas: se basan en el miedo a los castigos, el atractivo de las recompensas, el placer
de la competición, el deseo de excelencia, la necesidad de integración social o de
aprobación. Si las pedagogías activas y tradicionales no se refieren a los mismos
motores, es obvio, que no tratarán de suscitar las mismas actividades. La escuela activa
no puede esperar generar aprendizajes sino proponiendo actividades abiertas,
significativas, que permitan una elección y una fuerte entrega personal. La escuela
tradicional se da a sí misma los medios para imponer actividades en cuyo desarrollo la
producción de placer es menor; lo que exige del maestro menos imaginación y trabajo
en cuanto a su concepción y preparación.
Casi todas las pedagogías menos dependientes de restricciones se desarrollan
fuera de la enseñanza pública. Adoptan otros medios porque persiguen otros objetivos.
Las pedagogías más dependientes de las restricciones impuestas también suelen ser
ajenas a la enseñanza pública. Se encuentran en determinadas escuelas privadas,
confesionales o no, cuya especialidad consiste en hacer trabajar a los alumnos más
perezosos, imponiéndoles un régimen férreo.
En la escuela pública encontramos también un amplio abanico de pedagogías, pero
los docentes más favorables a las ideas de la escuela activa o de la escuela moderna
deben contar con las numerosas imposiciones restrictivas de la institución.
En el seno de un marco de este tipo, el maestro más a fin a las ideas de la escuela
activa no puede sobrevivir sin imponer a los alumnos un trabajo escolar que
espontáneamente no habrían escogido.
Para los docentes, imponer actividades y exigir un trabajo, constituyen rutinas.
Para sobrevivir en la institución es preciso, cumplimentar un contrato, progresar en el
plan de estudios, facilitar que los alumnos hagan un buen papel durante el año siguiente,
y por tanto, imponerles exigencias y esperar que cada uno lleve a cabo su trabajo con
suficiente, seguridad y constancia para asegurar:
a) El buen funcionamiento del grupo de clase, el orden material y moral que se
crea necesario;
b) El progreso en el plan de estudios;
c) Un balance “globalmente positivo” a fin de curso, tanto en el nivel medio de
los alumnos, como en el clima y la disciplina.
Por eso, para los alumnos, la escuela es, en primer término, un lugar de trabajo.
Esto no significa que todos estén dispuestos a seguir el juego, a trabajar sin reservas.
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Entre los alumnos y el maestro que no responden a sus expectativas hay siempre una
tensión, más o menos fuerte, más o menos constante.
No tratamos de analizar aquí, el conjunto de las desviaciones escolares, sino de
poner en evidencia que el trabajo escolar, constituye una conducta, compleja, que
presenta, casi siempre, un doble sistema de interpretación.
Poder y querer...
El carácter peculiar del trabajo escolar produce una variedad muy especial de
doble interpretación. Podríamos definirla del siguiente modo: la conducta actual del
alumno manifiesta una incapacidad real, se diría que no puede, que no sabe hacer lo que
se le pide. Pero, si no sabe, si ahora no puede es porque no ha querido aprenderlo
cuando tenia tiempo para ello.
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asimilar todas las funciones del sistema de evaluación formal y para comprender que los
juicios de excelencia escolar se escapan a la vez del modelo de la medida científica y
del propio del establecimiento judicial de una culpabilidad.
Capítulo VIII
El “currículum” real y el trabajo escolar.
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Aunque los maestros enseñen bien todas las disciplinas previstas en el plan de
estudios, pueden hacerlo sin conceder a cada una el tiempo necesario, en principio, para
estudiar los contenidos prescritos.
A parte de la dotación horaria, está la propia naturaleza de la enseñanza. Hay
muchas maneras de trabajar sobre la ortografía y, por tanto, de evaluarla. Así pues, la
diversidad de las prácticas lleva consigo, inevitablemente, una igual diversidad de
expectativas y de juicios de excelencia.
No nos corresponde hacer la crítica ideológica del currículum real. En cambio,
desde el punto de vista sociológico, importa comprender las causas de esas variaciones
y, en particular, determinar la medida en la que son aleatorias o, por el contrario,
responden a variaciones de la composición social del público escolar o de características
políticas o culturales propias de cada establecimiento o de la comunidad local que lo
rodea.
El currículum formal funciona como mecanismo unificador, en la medida en que
los maestros lo interioricen y en que su aplicación sea objeto de control ejercido no
sólo por la jerarquía, sino por los otros maestros, los alumnos y los padres. De otro
modo, la diversidad de interpretaciones está limitada por las semejanzas de hábito y de
relación con la cultura que los maestros deben a su relativa identidad de formación,
posición en la división del trabajo o de origen social. Los mecanismos unificadores
varían de un sistema escolar a otro, pero en todas partes los responsables del sistema se
esfuerzan por hacerlos lo bastante fuertes para que el currículum real creado por cada
docente no se aparte excesivamente del de sus colegas y para que todos se inscriban en
el campo marcado por el currículum formal.
Si quisiéramos asimilar las líneas generales de la cultura y de las excelencias
escolares, el análisis del currículum formal sería suficiente. Si pretendemos situar la
fabricación de los juicios de excelencia en el marco del trabajo escolar cotidiano, es
preciso aceptar la diversidad. No todos los alumnos se enfrentan a las mismas
expectativas porque no todos experimentan el mismo currículum real. Esto es cierto
dentro de la misma clase, y es aún más cierto en las aulas distintas, aunque el
currículum prescrito sea completamente uniforme.
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menos ocasión a las intervenciones de los alumnos. Cada maestro dispone de un sistema
de intervención, que le permite manejar con mayor o menor eficacia el imprevisto. Pero
nunca es “completamente dueño de la situación”. El currículum real es el resultado de
una negociación entre el maestro y sus alumnos y, más frecuentemente, de una
confrontación, hora a hora, de sus estrategias respectivas, con independencia de que se
dé un compromiso explícito o la neutralización recíproca, dentro de una relación de
fuerza. Lo específico de las actividades susceptibles de provocar aprendizajes consiste
en que existe un trabajo, esfuerzo, interés, la implicación personal del alumno y no un
simple conformismo superficial. Los alumnos pueden, por tanto, “comerciar” con su
buena voluntad. La orientación de la pedagogía de la enseñanza primaria hacia una
escuela más activa, hacia situaciones de aprendizaje más abiertas tiene como
consecuencia el incremento de la libertad del maestro respecto de la institución, pero, al
mismo tiempo, la ampliación del campo de la negociación con sus alumnos.
Los alumnos disponen, en particular, de cierto control sobre el ritmo e intensidad
del trabajo escolar. No siempre lo ejercen de un modo consciente, y aún menos,
concertado.
Asimismo el maestro tiene en cuenta las preferencias y resistencias de sus
alumnos en la selección de las actividades. La transposición pragmática del currículum
formal no sólo está regida por las concepciones didácticas del maestro y su imagen de
la cultura. Depende también de los alumnos y de la dinámica del grupo de clase.
Aunque sea detallado, el currículum formal no puede “programar” completamente
la actividad del maestro y de los alumnos y a ellos compete la organización de su
trabajo diario a partir de la trama que les proporciona la institución. A ello se añaden las
preferencias del maestro y de los alumnos y las distintas restricciones que dan, por fin,
forma y sustancia al currículum real. De ello se sigue que todo lo aprendido en la
escuela no queda explicitado en el currículum formal.
¿La noción de currículum oculto añade gran cosa a esta idea? Todo depende del
sentido que se le dé.
El currículum oculto designa una acción de la escuela que, sin ser desconocida o
inevitable, a menudo se presenta al exterior bajo formas idealistas o edulcoradas,
aunque podrían descubrirse intenciones más pedestres: contribuir a la socialización de
las nuevas generaciones, hacer que interioricen el orden moral y social, la existencia y
legitimidad de las desigualdades y jerarquías, la necesidad de trabajar y de esforzarse, el
respeto a la autoridad e instituciones.
Al describir el currículum oculto, o mediante la simple introducción de esta
noción, la sociología de la educación obliga a tomar conciencia de la importancia y de la
relativa unidad de los aprendizajes que, sin figurar de manera muy explícita entre los
objetivos de la enseñanza, son, no obstante, producidos regularmente por la escuela.
El aprendizaje del cometido del asalariado, del ciudadano, del consumidor, del
agente o cliente de organizaciones constituye una preocupación importante para la
sociedad global, en especial para quienes están vinculados al orden social. Para dirigir
esos aprendizajes y asegurar que van en el sentido deseado, la clase política y la opinión
pública no pueden dejar completamente de lado las representaciones de lo que aprenden
los alumnos y de lo que deben aprender. A pesar de su formulación vaga, esta parte del
currículum no escapa del todo de la conciencia de los actores sociales.
En cambio, la toma de conciencia de esos aprendizajes es muy desigual y, a
menudo, confusa. Podemos estar seguros de que la escuela prepara a los alumnos para
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su vida de adultos sin saber muy bien cómo lo hace ni en qué consiste exactamente esta
preparación.
La conciencia de los efectos de socialización de la escuela es más clara que la de
los mecanismos que la producen.
Para reconstruir una representación realista del currículum real y de sus
relaciones co el currículum prescrito, quizá hubiera que desechar una oposición frontal
entre un currículum manifiesto y otro oculto y tomar, más bien, en consideración una
gradación continua en el seno del currículum real, yendo desde lo más patente a lo más
oculto sin solución de continuidad: algunos aprendizajes que se efectúan de modo
regular se adecuan a la perfección a los prescritos por el currículum formal; otros, en
cambio, pasan casi desapercibidos, sin que figuren en ningún texto normativo y se
llevan a cabo con total inconsciencia, tanto de maestros como de alumnos. Entre ambos
extremos, hay sitio para una gradación continuada de aprendizajes que, sin estar
totalmente ausentes del currículum prescrito, no aparecen formulados con claridad ni se
asocian de manera explícita con los medios didácticos o con momentos determinados
del horario escolar.
De todas formas, ningún aspecto de la socialización, por oculto que esté, se
encuentra completamente al abrigo de una elaboración teórica ingenua o perspicaz. Las
ciencias de la educación y el debate ideológico sobre la escuela contribuyen a modificar
poco a poco la representación de fines y efectos de la enseñanza. La manifestación clara
del currículum en realidad oculto no llevará consigo su desaparición, si no el debate, y
en ocasiones polémica violenta, sobre su legitimidad y su posible significación respecto
a las nuevas formulaciones de los objetivos educativos y del currículum formal. La
racionalización del currículum no pasa, en general, por su depuración, sino por la
ordenación y correcta denominación de los aprendizajes ya originados, con el
desconocimiento de todos o de la mayoría.
¿Existen aprendizajes clandestinos, en sentido estricto, de lo que no tengan
conciencia la mayoría de los interesados?
Según Perrenoud, los aspectos más ocultos del currículum atañen menos a los
valores y a las representaciones que a los sistemas de pensamiento o al hábito. Un
enfoque antropológico de la escuela, como lugar de vida y de aprendizaje mediante la
práctica, es aún más fecundo que el análisis de los contenidos “ideológicos de la
enseñanza”.
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En definitiva el aprendizaje del sentido común forma parte del aprendizaje del
oficio de alumno. Eso mismo puede decirse de la mayor parte de los aprendizajes
favorecidos por el currículum oculto, lo que no impide que surta efecto, más allá de la
escolaridad, efectos pertinentes desde le punto de vista de la integración social, en su
sentido más amplio.
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aprender los alumnos de acuerdo con los objetivos generales de la enseñanza encubre,
en parte lo que deben aprender para mantener durante nueve años o más su papel dentro
de la organización escolar para desempeñar adecuadamente su “oficio”.
Asimilar el currículum, supone convertirse en oriundo de la organización escolar,
hacerse capaz de desempeñar su papel de alumno sin perturbar el orden ni exigir una
atención especial.
Como organización la escuela tiene sus propias aspiraciones culturales. En su
escala, cada establecimiento tiende a transmitir su propia cultura. Y sigue siendo cierto
respecto a cada maestro en su propia clase. Por eso la excelencia escolar, definida en
abstracto como la apropiación del currículum formal, se identifica muchas veces, en la
práctica, con el ejercicio cualificado del oficio de alumno. La evaluación informal
consiste, pues, en gran parte, en asegurar que el alumno aprenda y desempeñe su
cometido de manera adecuada. Es evidente que esto no es independiente de cierto
dominio de los saberes y saber hacer inscritos en un plan de estudios. Pero este dominio
se empareja con las formas y contenidos de un trabajo escolar que siempre, y hasta
cierto punto, está desligado de sus finalidades educativas, transformando en un conjunto
de rutinas, como cualquier actividad regular en una organización burocrática.
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Conclusión.
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