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Federación de Educadores Bonaerenses

D. F. Sarmiento
Departamento de Apoyo Documental e-mail: documentacionfeb@uolsinectis.com.ar

Perrenoud, P. La construcción del éxito y del fracaso escolar. Morata. Madrid.


Primera edición 1990.
(Ficha Bibliográfica)

Capítulo II
Jerarquía de excelencia y desigualdades de capital cultural.

La evaluación escolar se refiere a normas particulares de excelencia, propias del


sistema de enseñanza y de sus agentes.
La excelencia se relaciona con las prácticas, pero siempre manifiesta una
competencia, resultante de un aprendizaje, que forma parte del capital cultural.

Normas y jerarquía de excelencia.

En el seno de la sociedad más “primitiva” se valoran especialmente ciertas


prácticas: el arte de la guerra, de la caza, del mando, de preparar los alimentos etcétera.
En cada dominio, una parte de los miembros del grupo entra en competición mutua, más
o menos declarada. Habrá quien dé las mayores pruebas de excelencia, quien demuestre
que supera a los demás y merece su respeto, admiración o sumisión. En las sociedades
más complejas encontramos la misma competición en el seno de cualquier corporación.
Una corporación es un círculo de profesionales en ejercicio: artesanos, artistas,
deportistas, jugadores, aficionados o profesionales que practiquen la misma disciplina.
Aunque sea de manera informal, los individuos comparan sus respectivas destrezas y se
hacen una idea del lugar que cada uno ocupa dentro de una jerarquía de excelencia.
Tales comparaciones suponen que determinadas prácticas de la misma naturaleza
se comparen, de forma más o menos explícita, con una norma de excelencia compartida
o impuesta. Puede definírsela como la imagen ideal de una práctica dominada a la
perfección, cumplida, auténtica.
Toda norma de excelencia, ya sea escogida de forma libre o impuesta, funciona
como punto de referencia en el seno de un grupo o de una sociedad. La norma induce a
un orden, a una clasificación de acuerdo con su grado de dominio, su distancia de la
norma. Hablaremos pues de una jerarquía de excelencia, de niveles de excelencia.
Se define la excelencia como el “grado eminente de perfección que una persona o
cosa tiene en su género” la jerarquía de excelencia es una jerarquía fundada en el grado
en el que una práctica se aproxima a la excelencia, entendida como dominio efectivo,
elevado grado de perfección. La jerarquía de excelencia se origina a partir de una
norma de excelencia, respecto a la cual se compara la ejecutoria de cada uno; pero
clasifica a todos quienes manifiestan alguna pretensión de alcanzar la excelencia, con
independencia de la distancia que medie entre su estado actual y aquel ideal.
Competencias son las disposiciones latentes, inobservables, que subyacen a la
excelencia, haciendo de esta la calidad de una práctica. Una práctica es un conjunto de
conductas puestas al servicio de una finalidad global.
Las normas y los juicios de excelencia son omnipresentes en todo grupo social: la
excelencia no es una categoría de pensamiento exclusiva de la institución escolar.
Existe en todos los campos de la vida social, en formas diversas, y la excelencia escolar
es una variedad entre tantas otras, aunque en nuestra sociedad, ha adquirido un lugar
destacado y tendemos a pensar en cualquier jerarquía de excelencia según el modelo
escolar o en relación con el dominio de la cultura escolar.

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¿Quién define la excelencia?

Distingamos dos situaciones extremas. En un caso, la norma compartida surge de


la transacción entre los actores. La norma constituye el resultado de una elaboración
colectiva, organizada o difusa, sin que pueda identificarse un poder lo bastante fuerte
como para imponerla. En el otro extremo encontramos, las normas de excelencia
decididas por un poder instituido que se imponen a la mayor parte de los actores a él
sometidos.
Según nos encontremos ante una u otra situación, la excelencia representará bien
un ideal al que uno se adhiere con libertad, bien un modelo impuesto. Pero cualesquiera
que sean sus modalidades de definición, una norma de excelencia, no puede funcionar
más que a condición de convertirse en el punto de referencia común, aceptado con
mayor o menor libertad, para cierto número de profesionales en ejercicio.
La mayor parte de las prácticas complejas que se desarrollan en una sociedad han
sido elaboradas en alguna ocasión, más o menos reciente, por alguien. Se integran en la
herencia común, en la cultura compartida. Y eso es porque muchas personas tienen una
imagen de estas prácticas, por haber oído hablar de ellas o haberlas observado.
Entre todos los que poseen una representación de una práctica, procedimiento,
ritual, técnica, hay algunos que ostentan una maestría efectiva, más o menos asumida,
experimentada, cualificada. Puede reconocerse sin dificultad una práctica y no ignorar
la forma de adquirir los conocimientos y competencias correspondientes: eso no
equivale al dominio, en sentido estricto, y aun menos a la excelencia.
La representación de la excelencia desempeña un papel importante en las
situaciones de formación. El aprendizaje de la práctica precede a veces a su
representación, pero empuja a los alumnos a representarse de algún modo la habilidad
que se les promete. El formador encarna la norma, actúa como un espejo ante los ojos
de los aprendices o de los alumnos respecto a la excelencia que, si todo va bien,
lograrán en algunas semanas, meses o varios años más tarde.
La norma de excelencia funciona no sólo como criterio de evaluación de una
práctica actual, sino como objetivo movilizador en principio, lo que supone en el
alumno un reto para llegar a ser excelente, bien por la satisfacción intrínseca de dominar
una práctica difícil, bien por las ventajas materiales o simbólicas que esto suponga.

La excelencia pone de manifiesto una competencia.

La competencia puede definirse como excelencia virtual, o sea, como una


capacidad estable, interiorizada, aunque no tendrá valor sino por su manifestación
mediante una práctica en un nivel de dominio determinado. Salvo algunas conductas
reflejas, toda práctica humana es el resultado de un aprendizaje. Toda forma de
excelencia apela a una competencia poco compartida, dado que constituye el resultado
de un aprendizaje largo y difícil que no todos quieren hacer o supone una formulación
no accesible a cualquiera.
La excelencia requiere poner en práctica conocimientos, saber hacer, técnicas, un
oficio, sabiduría, arte, ciencia, que no todos pueden dominar con facilidad, que exige
una asimilación progresiva y paciente, al precio de un trabajo, de determinados
sacrificios, de una disciplina consentida con mayor o menor libertad y, a veces, de larga
experiencia o de una formación exigente.
A veces se relaciona la excelencia con características muy generales: inteligencia,
personalidad, moralidad, fuerza vital e, incluso, la salud. En otros terrenos, la excelencia
requiere aprendizajes muy definidos: ciertas habilidades, determinadas actitudes o

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costumbres, algunas cualificaciones o competencias especializadas. A menudo se


produce una mezcla de ambos.
Si queremos saber qué da como resultado un buen nadador, un buen violoncelista,
un buen vendedor, un buen docente…trataremos de relacionar la ejecutoria con una
competencia específica, susceptible de medirse o modelarse.
Tras la excelencia de una práctica, existe una competencia, “algo” que el
profesional en ejercicio ha asimilado. La única garantía de una excelencia duradera o
renovada consiste en la adquisición de una competencia estable. Para evaluar, basta
observar las prácticas, estimar su grado de excelencia media e inferir un determinado
nivel de competencia que se presume estable. Así, una jerarquía de excelencia origina,
una jerarquía de niveles de competencia, hasta el punto de que, en el lenguaje corriente,
excelencia y competencia son con frecuencia intercambiables.

La incierta evaluación de las competencias.

Todo sería más sencillo si pudiera juzgarse constantemente “a pie de obra” la


maestría de cada profesional en ejercicio. Pero, en una sociedad compleja, estamos
lejos de tener acceso a las prácticas cada vez que se requiere evaluar la competencia de
un profesional.
Si cada uno se entrega a su propia apreciación, la evaluación de las competencias
llevaría mucho tiempo y energía, sin poder prevenir los riesgos de error. Al delegar la
evaluación a las instancias de formación o a otras instituciones oficiales, los patronos,
pero también los usuarios de todo tipo de servicios, se ahorran gran cantidad de trabajo.
La referencia a un título expedido por la institución escolar o por una corporación
profesional, garantizado a veces por el Estado, nos dispensa de asumir por nuestros
propios medios, la evaluación de la competencia.

La certificación de las competencias.

El título o diploma se convierte en un “pasaporte para el empleo”, en un


instrumento de calificación dirigido a los empresarios que ignoran las condiciones de la
formación, pero que otorgan su confianza al sistema de certificación. En la mayoría de
los países, el Estado o las corporaciones profesionales ejercen un control sobre el valor
de los títulos académicos.
La competencia que se reconoce a un individuo constituye una forma de capital o,
al menos, de “crédito”. El título académico puede considerarse, no como un capital
cultural en sentido estricto, sino como una forma de capital social o simbólico, un
reconocimiento más formal de competencias, más universal y menos sujeto a
fluctuaciones incontrolables que una reputación.
Los títulos certifican la posesión de una forma específica de competencia y
dispensan, por tanto, a los interesados de una parte del trabajo de evaluación. Con el
título académico, ese certificado de competencia cultural que confiere a su portador un
valor convencional, constante y jurídicamente garantizado con respecto a la cultura, la
alquimia social produce una forma de capital cultural que tiene una autonomía relativa
en relación con su portador e incluso en relación con el capital cultural que posee de
forma efectiva en un momento determinado del tiempo.
En realidad, el título no es el único indicio del capital cultural efectivo y, en
especial, de la calificación profesional. Por tanto no puede reducirse la “reputación” de
un individuo a los títulos que ostente, lo que significa que el capital cultural
reconocido, no se considera nunca de una vez por todas y de la misma manera, aunque

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esté certificado mediante un título. El mismo valor del título formal está sujeto a
interpretación y ésta se modula de acuerdo, con los demás índices. Quienes tienen que
tomar decisiones saben que no puede otorgarse una confianza absoluta a los títulos
expedidos por las escuelas o por las demás instancias de certificación. Saben que el
título no calibra todas las competencias pertinentes en el momento de contratar a un
profesional.

El capital cultural ¿es un capital?

El niño se encuentra en la encrucijada de múltiples influencias culturales que


nunca son exactamente las mismas para cada individuo. A diferencia del patrimonio
genético, fijado de manera irreversible desde el momento de la concepción, el capital
cultural no cesa de transformarse, enriqueciéndose, empobreciéndose, estructurándose
con arreglo a la experiencia, lo que, en parte, explica su singularidad.
El niño no es una masa plástica de cera que el ambiente pueda moldear a su gusto;
él construye de forma activa sus esquemas de pensamiento y de acción, su
representación del mundo, sus conocimientos.
El capital cultural constituye, en un sentido más amplio, la memoria del individuo,
sus adquisiciones, la resultante de los aprendizajes que no cesa de efectuar, sobre todo si
es joven. En el centro del capital cultural se encuentra el hábito, sistema de
disposiciones, costumbres, gustos, actitudes, necesidades, estructuras lógicas,
estructuras simbólicas y lingüísticas, sistemas perceptivos, de evaluación, de
pensamiento y de acción. En torno a este nódulo central, que puede permanecer en gran
medida inconsciente y manifestarse sólo en estado práctico, se despliega un conjunto de
representaciones.
El capital cultural es el resultado de una acumulación progresiva y podemos, sin
merma, invertirlo, bien en la lectura de la experiencia, bien en la acción inmediata, bien
en empresas individuales o colectivas a más largo plazo: un oficio, una formación
nueva, el ejercicio de un poder, el mantenimiento de una posición, la consecución de
una carrera profesional o mundana.

Hábitos y representaciones.

El hábito es el sistema de esquemas de pensamiento, percepción, evaluación y


acción del que dispone un individuo en un determinado momento de su vida, como la
gramática generativa de sus prácticas.
La noción de esquema es esencial y se distingue de la de costumbre. El esquema
no es una regla de acción, un modelo cultural, un esquema consciente. Funciona en la
práctica, a menudo en forma inconsciente, regulando nuestras acciones. El esquema, al
contrario que la costumbre en su sentido corriente, no constituye un programa rígido. Su
puesta en práctica no adopta en general la forma de una conducta estereotipada, sino de
una acción adaptada a una situación, construida por diferenciación, acomodación y
coordinación de varios esquemas. De ahí, la imagen de “gramática generativa”, que se
opone al “repertorio de frases hechas”.
Hay que distinguir en el capital cultural dos facetas complementarias: por una
parte, el hábito como gramática generativa de las prácticas, como conjuntos de
esquemas más o menos inconscientes que guían la acción, en el sentido más amplio; por
otra las representaciones figurativas, conscientes, de una realidad pasada, presente o
futura o, aun, de una realidad posible, deseable o imaginable. En este sentido amplio, las
representaciones pueden versar sobre cualquier aspecto, de la realidad, comprendidas

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otras representaciones, el hábito o funcionamiento mental de cualquier actor. Pueden ser


compartidas, comunes a un cierto número de personas, o singulares, o combinar en
proporciones variables elementos compartidos y otros que cada actor deba a su
experiencia individual, a su especial relación con la realidad.
El hábito gobierna la práctica a la vez de forma directa y por mediación de
representaciones subyacentes a la construcción.
El individuo está habituado por su capital cultural, lo lleva consigo, incorporado,
inscrito en su ser biológico, en su cerebro y en su sistema nervioso, en el conjunto del
cuerpo respecto de cierto número de esquemas de percepción y acción.
Cada uno detenta un capital cultural al tiempo que es ese capital, el que le
proporciona su singularidad, su identidad y todo lo que le permite entrar en relación con
el mundo y con los demás.
Mediante la reflexión, el individuo puede hacerse consciente de su capital cultural,
de sus representaciones, de una parte de su hábito. La imagen del capital cultural del
que dispone participa de la imagen de sí mismo y, por tanto, de un complejo proceso de
valoración o de evaluación de sí mismo.
La imagen de sí mismo, de lo que sabe hacer, se opone, de todas formas, a la
imagen que los otros nos devuelven de nuestra excelencia o de nuestra competencia.
Para satisfacer las expectativas ajenas en materia de competencia o excelencia,
uno puede, a medio plazo, tratar de acrecentar o transformar su capital cultural, adquirir
nuevas competencias o mejorar las que ya posee, mediante el trabajo personal, una
experiencia formativa, un psicoanálisis o una formación. Pero la transformación del
hábito lleva tiempo, exige disponibilidad mental, energía y, a veces, dinero o la
posibilidad práctica y formal de seguir una formación.
Hay dos formas de servirse del capital cultural, que provocan dos tipos de
desigualdades.

Dos formas de emplear el propio capital cultural.

Entre los humanos hay dos formas de poner en práctica el capital cultural:
1) El capital cultural se invierte de manera directa en la acción, sin
mediación de los juicios de los demás.
2) El segundo mecanismo, por el contrario hace depender el efecto de las
diferencias de capital cultural de su aprehensión por terceros, a través de
los juicios de excelencia o competencia, más o menos formalizados; así el
capital cultural no es útil de manera directa e inmediata para resolver un
problema o realiza un proyecto: es eficaz con la condición de que sea
reconocido, valorado.

En la mayor parte de las situaciones, los individuos utilizan a la vez su capital


cultural para orientar su acción y para hacer valer su competencia ante los demás, lo que
les proporciona distintos tipos de derechos, privilegios, poderes, decisiones.
Las diferencias y desigualdades objetivas de capital cultural ejercen sus efectos a
través de mediaciones diversas que pueden, sin que medien juicio alguno, ser
directamente el origen de desigualdades de poder, de dominio de las cosas y del curso
de los acontecimientos, de ocasiones de éxito en distintas competiciones o, incluso, de
aprendizaje. También pueden colocar a los individuos en posiciones más o menos
favorables respecto al juicio de otros en relación con su excelencia o competencia.

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La excelencia exigida.

Quien aspira a un nivel de excelencia elevado en una disciplina, espera


satisfacciones personales o ventajas simbólicas o materiales. Como contrapartida,
acepta consagrar mucho tiempo y energía a su formación y al mantenimiento de sus
competencias. Quien desea la excelencia afronta también los riesgos y la tensión
vinculados a la competición, a la posibilidad del fracaso. Los costes de la excelencia
explican que ciertos actores renuncien a ella: resignándose a una relativa mediocridad,
se aseguran una vida más tranquila, mayor cantidad de tiempo libre, menos trabajo y
momentos de angustia.
La excelencia es a menudo una cuestión que supera a los individuos. Quienes se
encuentran en la cumbre de una jerarquía de excelencia se ven incitados constantemente
por su entorno a permanecer allí o a ascender todavía más.
La norma de excelencia funciona, pues como norma en el sentido estricto del
término. No sólo ofrece la imagen ideal de una práctica perfectamente dominada,
imagen hacia la que todos deben dirigirse a su ritmo o modo, sino que se convierte en
obligatoria: es preciso ser excelente, aproximarse lo más posible al dominio pleno, o al
menos, alcanzar el nivel mínimo que garantice la selección para una competición
envidiable, la obtención de una beca, la admisión en una grande école, o la calidad de
trabajo de un profesional. El profesional en ejercicio debe alcanzar, por imperativo
moral o legal, el nivel más elevado posible de excelencia o, el nivel mínimo; si no lo
alcanza, es por desinterés, pereza o negligencia y no por que carezca de las
competencias necesarias. La falta de excelencia se interpreta como una desviación
porque se sabe que el profesional podría hacerlo mejor y se comprometió a “dar lo
mejor de sí mismo”.
La noción de competencia es esencial para calibrar la significación de un juicio de
desviación. Para que una conducta se considere como desviada, no basta con que
defraude determinadas expectativas normativas. Es preciso que los sujetos de conducta
desviada sean capaces de alcanzar la norma, o sea, tengan la competencia necesaria
para comprender las expectativas y satisfacerlas. Se considera que el desviado tiene la
competencia necesaria para desempeñar su papel. Pero parece no estar dispuesto a
adoptar su conducta a la norma, por lo que su desviación se interpreta como un rechazo
deliberado a seguir las reglas, rechazo del que se le juzga culpable.
Ciertas conductas que transgreden de forma manifiesta diversas normas no se
interpretan como desviaciones porque no se considera a su autor responsable absoluto:
“no puede”, “no llega”, no es “dueño de sí”, o “no sabía”, sin más. Esta forma de
trasgresión “justificada” suele atribuirse de modo especial a los niños, a los locos,
oligofrénicos o a quienes durante unos minutos u horas, se encuentren bajo el dominio
de una pasión incontrolable. Estos sujetos tienen en común que parecen “no saber lo que
hacen”, no ser responsables de sus actos.
En la escuela, determinados niños son o serán etiquetados: caracteriales,
disminuidos, psicóticos, débiles, inadaptados. También encontramos a niños
inmigrados, para los que la escuela constituye un lugar de vida fundamental en una
sociedad en la que aún son extranjeros. Por último, incluso hay niños naturales del país,
que hablan la lengua correspondiente, pero que se sienten extranjeros en la escuela
porque carecen de los códigos y desconocen las normas y las formas. La trasgresión de
las normas escolares no constituye, en estos casos, un signo de mala voluntad, sino de la
imposibilidad de comprender y de hacer lo que exigen tanto la maestra como la
organización escolar.

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La falta de excelencia no suele interpretarse como una verdadera desviación


cuando tampoco hay competencia. A menos que la competencia constituya una
obligación estatutaria o contractual, sólo la falta de competencia será tenida como
desviación.
Así, cuando un profesional se compromete a poner sus cualificaciones a
disposición de un cliente o patrono, ha de ser competente, tener las cualificaciones
garantizadas por su título.
Al aceptar formar parte de un grupo o desempeñar algún papel en una
organización o sistema político, la persona en cuestión se compromete a tener las
competencias correspondientes o a adquirirlas con la mayor rapidez.

De la falta de competencia a la carencia de aptitud…

En las escuelas, la situación es diferente, pues se asiste a ellas para adquirir las
competencias. Cuando se reprocha a un alumno, niño, adolescente o adulto, que no haya
adquirido las competencias que una determinada enseñanza debería haberle
proporcionado, se da por supuesto que era capaz de ello. Esto apela a una competencia
muy especial, la de adquirir nuevas capacidades o, si se prefiere la aptitud para
aprender.
En el análisis que versa sobre las representaciones corrientes más que sobre el
estado más reciente de la investigación psicológica, basta con dejar asentado que las
nociones de aptitud natural, don hereditario, inteligencia innata, sin lograr la
unanimidad, gozan de gran aceptación. Estas categorías de pensamiento son practicadas
por gran cantidad de actores sociales siempre que tratan de explicar la desigualdad de
las competencias adquiridas. Así, apelamos a la “desigualdad de aptitudes” para
explicar por qué ciertos alumnos fracasan en la escuela, cuando al menos al principio,
incluso manifiestan interés en aprender y toman en serio el trabajo escolar.
Las jerarquías de excelencia, relativas a prácticas observables, apelan, al menos en
parte, a una desigualdad de competencias. Para explicarla podemos poner de manifiesto,
la probable diversidad de los docentes, la desigual voluntad de aprender, la inversión
diferente efectuada en el trabajo escolar. Si la desigualdad de competencias adquiridas
subsiste cuando la voluntad y el trabajo son iguales, en condiciones idénticas de
formación, se apelaría a la desigualdad de “aptitudes para aprender”. En este estado de
la cuestión, es preciso saber si es que hay que concebirlas como dones innatos o como
capital cultural rentable desde el punto de vista escolar.

Capítulo III
La escolarización de la excelencia.

Las normas y jerarquías de excelencia escolares no se distinguen por su contenido,


sino por el carácter de la organización en la que se presentan, en relación con un
currículum y por su solidaridad con las prácticas de enseñanza y selección.
La aparición histórica de las normas de excelencia escolar es inseparable de la
escolarización de las sociedades occidentales. La historia de la excelencia escolar sería
inseparable de la de los sistemas de enseñanza y de las culturas escolares.
No podemos asimilar la excelencia escolar sin situarla en el conjunto de valores,
saberes y saber hacer, de las formas de hacer y de pensar constitutivas de cada cultura
escolar.

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La excelencia y la formación.

La excelencia se adquiere por un aprendizaje, un incremento del capital cultural,


una transformación y enriquecimiento del hábito y de las representaciones, en especial,
de los saberes y del saber hacer.
En la vida diaria, cada uno aprende y se perfecciona constantemente, observando
las prácticas o las “obras” de los demás. La excelencia se afirma a través de
comparaciones, en una competición que engendra a la vez deseos de superarse y las
oportunidades de incrementar la propia destreza en contacto con otros sujetos en acción.
En casi todos los oficios, artes, deportes, juegos, los individuos se observan unos a
otros y aprenden en contacto mutuo.
Si el profesional con experiencia puede aprender a observar a sus colegas mientras
trabajan o examinando sus productos, a veces de forma inconsciente o en contra de su
voluntad, es raro que el aprendizaje básico se desarrolle completamente de este modo.
El aprendizaje inicial exige a menudo la cooperación del profesional observado, sus
consejos, ciertas demostraciones o explicaciones, si no una auténtica formación. En gran
cantidad de campos la forma más trivial de acceder a la excelencia, consiste en seguir
las enseñanzas de un maestro, que desempeñan su papel no sólo para perfeccionar una
formación autodidacta, sino en la orientación de la formación básica. Un aprendiz puede
seguir la enseñanza de diversos maestros, de forma paralela o sucesiva. Cuando existe
una progresión en un currículum y una división vertical del trabajo de formación, se
establece una jerarquía entre formadores. Sólo quienes se encargan de las fases finales
de un largo proceso de formación deberán ser profesionales en ejercicio con un nivel de
excelencia muy elevado. Para los niveles elementales, es probable que sea suficiente
con la presencia de profesionales del inferior nivel o, incluso, de formadores cuya tarea
principal consista en enseñar, sin que ocupen una posición muy prestigiosa en la
jerarquía de excelencia.
La formación de nuevos profesionales es una forma de “sacar partido” de una
excelencia reconocida.
Uno de los aspectos ambivalentes de la relación profesor-alumno se da cuando el
maestro logra alcanzar de la forma más completa posible su objetivo declarado –
transmitir todo lo que sabe– se hace vulnerable frente a alguien más joven que sepa
tanto como él y pronto le supere; la paradoja de una formación cumplida consiste en que
tiende a anular la desigualdad inicial que la ha hecho posible.
Una sociología de la excelencia y de las competencias debe extenderse a las
formas de aprendizaje que permiten acceder a ellas y, a los modos de formación más o
menos organizados que hacen posible ese aprendizaje. Hablar de información no
significa referirnos a la escolarización. En todas las sociedades, ciertas formas de
excelencia constituyen el objeto de una transmisión explícita, organizada,
institucionalizada; pero puede adoptar múltiples fórmulas, como de educación familiar,
iniciación ritual, formación mutua en el seno del grupo de iguales, aprendizaje por la
práctica guiado por un maestro o compañero, o en forma de trabajo escolar dirigido por
un docente. La formación puede organizarse según modelos diferentes al escolar.

La escolarización como forma predominante de socialización

En las sociedades industriales, la escolarización es la forma predominante de la


transmisión cultural. Cuando surge una práctica nueva y, una nueva forma de
excelencia, su difusión pasa por la información en las competencias correspondientes
que, se confía a formadores que, sin que constituyan siempre una auténtica escuela,

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imparten cursos y representan trabajos prácticos organizados a la manera del modelo


escolar: delimitación de un público, horario regular, anuncio de un programa que
desarrollar en un tiempo determinado. Lo mismo ocurre en el campo de la vida privada
y el ocio.
Puede verse como escolariza la formación en sectores relativos al ocio. Por
ejemplo, en prácticas artesanales –alfarería, tejido, etcétera– o en deportes individuales:
esquí, tenis, submarinismo, vela, ala delta, constituyen una serie de nuevas disciplinas
en la que la formación de los aficionados se organiza según el modelo escolar.
En el terreno artístico, la profesionalización va, con frecuencia, a la par de una
fuerte escolarización de las formaciones: conservatorio de música, escuela de arte
dramático, de danza, de arte visual, de televisión o de cine. En cuanto a la formación
religiosa de los laicos, ésta sirvió de modelo a las primeras escuelas primarias. La
escolarización constituye la difusión hacia formaciones diversas de un modelo de
socialización que, desde la Antigüedad hasta la Alta Edad Media, fue utilizado y
conservado por la iglesia para formar su clero y, como consecuencia, para catequizar a
sus fieles. En nuestros días, la formación religiosa de las nuevas generaciones de
creyentes se lleva a cabo siempre de acuerdo con el modelo escolar. Normalmente, los
maestros generalistas no enseñan religión. En ciertos sistemas de enseñanza, la
formación religiosa está integrada en el currículum formal o, al menos, en el horario
escolar.
En el terreno de las prácticas domésticas, familiares e incluso en el campo de las
relaciones humanas y sexuales, los procedimientos formativos se multiplican: hay
escuelas de padres, cursos de preparación para el matrimonio o cursos, seminarios de
educación sexual.
La hipótesis de una formación escolarizada es aún más clara cuando se trata de
competencias de tipo académico, sean filosóficas, literarias, científicas, jurídicas o
técnicas. En este caso, no se plantea la cuestión de la pertinencia del modelo escolar: se
da por supuesta. En nuestros días, la escolarización de cualquier tipo de formación no
sorprende en absoluto. A continuación se esbozará la aparición de una norma de
excelencia sin precedentes en la historia, dado que se aplica a todos los niños y, por
extensión, a todos los alumnos de una sociedad, y esto, mucho antes de la
escolarización masiva de la educación que desemboca en la instauración de la
escolaridad obligatoria en el siglo XIX.

Desigualdades culturales y jerarquías de excelencia en la Edad Media.

Examinaremos el cariz de las desigualdades culturales en una sociedad sin


escuela. Nos atendremos a la Edad Media europea. No es una sociedad “sin escuela”,
pero la escolarización en ella es extremadamente marginal.
En una sociedad medieval, distinguiremos la cultura de los nobles y sus variantes:
mundana, militar, eclesiástica: la cultura de los clérigos; la de los campesinos; la de los
artesanos y comerciantes de las ciudades; los laicos instruidos en derecho, medicina,
ciencia, filosofía, literatura; la de la gente de armas, los soldados, e incluso la de los
mendigos, bandoleros, vagabundos.
En esta sociedad el estado de las divisiones sociales culturales no puede explicarse
salvo con la condición de relacionarlas con unas formas de producción y de reparto de
los bienes, con el estado de desarrollo de las fuerzas productivas y de los conocimientos
científicos y técnicos, y con la historia de la propia formación considerada. En la
sociedad medieval, se da la reproducción de las diferencias culturales de generación en

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generación, porque la mayor parte de los individuos están destinados a permanecer en


su condición de origen.
La movilidad social es muy escasa. La educación consiste en el aprendizaje de las
formas de ser y de hacer, de pensar y de creer, de la cultura propia de cada condición.
Las desigualdades económicas y políticas son muy grandes, pero no dependen de las
desigualdades de capital cultural, puesto que el lugar que ocupan los adultos en la
estructura social no está en función de su formación, sino de su condición de origen, que
determina su capital cultural, y no a la inversa. El capital cultural es el corolario
obligado de una condición de clase heredada directamente de acuerdo con los títulos
nobiliarios o el patrimonio económico.
Las jerarquías de excelencia se establecen en el seno de cada condición o, incluso,
de cada corporación particular. Entre gentes del mismo oficio hay jerarquías formales e
informales.
Las jerarquías de excelencia existen pero no traspasan las fronteras de clase. Sólo
hay dos excepciones: por una parte, las costumbres civiles, que distinguen a las gentes
de calidad del pueblo llano; por otra, las prácticas religiosas que impuestas por el clero,
atraviesan las fronteras entre las clases sociales y entre comunidades locales. Habrá que
esperar al final de la Edad Media para que a este primer “denominador común” se una la
sumisión al rey y el inicio de un sentimiento nacional. Cuanto más sustancial llegue a
ser la cultura compartida, más razones habrá para que se instauren auténticas jerarquías
de excelencia que atraviesen las fronteras de las diversas condiciones sociales.
En la Edad Media, la jerarquía cultural entre clases sociales está muy presente. Sin
embargo las jerarquías culturales no son jerarquías de excelencia en el sentido en que
las hemos definido. De ellas se deriva una escala de valor en las que las respectivas
culturas de las distintas clases sociales ocupan un lugar correspondiente a su posición en
cuanto a las relaciones económicas o políticas.
Para que se dé un principio de “consenso” respecto a la jerarquía de las culturas es
preciso que se instaure una relación de dominación o de dependencia. Pero una
dominación político-militar no es suficiente, no más que una dependencia económica.
Para que la sociedad dominada reconozca, al menos en parte, la superioridad cultural de
la sociedad dominante, es preciso que la dominación sea también cultural, al precio de
una violencia simbólica.
Encontramos estas dominaciones culturales, en el seno de la sociedad. Las clases
dominantes afirman con fuerza la superioridad de su cultura, de su modo de vida, y
disponen de los medios para “persuadir” a las demás clases sociales. Una dominación
total lleva a las clases dominadas a interiorizar el sentimiento de su propia indignidad
cultural, o sea, de su carencia de cultura. En una sociedad medieval, la superioridad de
su cultura es evidente para los nobles o para los clérigos instruidos, tanto sobre los
villanos como sobre la naciente burguesía.
En la Edad Media, las jerarquías culturales se establecen entre culturas muy
extrañas entre sí, de acuerdo con una relación de dominación que impone a todos el
sistema de valores, de la nobleza y del clero. En las sociedades modernas, esta jerarquía
de valores subsiste, pero se recubre de una jerarquía de excelencia, basado en el grado
de maestría reconocido por una cultura valorada, si no poseída en pie de igualdad, por
todas las clases sociales.
Esta cultura en la que la maestría se ha convertido en la norma de excelencia que
se impone a todos, es la cultura escolar, la cultura denominada “general”, que la escuela
pretende enseñar y exigir a todos. Pero no se convertirá en “universal”, no atravesará las
barreras sociales y regionales hasta que no se produzca un lento proceso de
escolarización de las sociedades occidentales.

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El dominio de una cultura escolar: una nueva forma de excelencia.

La escolarización progresiva de las sociedades nos conducirá hasta el siglo XIX a


la instauración de la escuela obligatoria. Pero desde la Edad Media asistimos al
renacimiento de las escuelas destinadas a un público restringido. Allí se elaboran las
formas de codificación y transmisión de la cultura que servirán de modelos a la
instrucción obligatoria. Definieron nuevas formas de excelencia escolares, que
engendraron nuevas jerarquías basadas en el grado de dominio de una cultura enseñada
de antemano. En cada escuela se instalo el modelo meritocrático, según el cual, tras
ofrecer a todos “las mismas oportunidades” de formación, pueden considerarse como
más meritorios aquellos que demuestren un grado más elevado de excelencia. La
jerarquía de excelencia se asegura una legitimidad inatacable, pudiendo transformarse
incluso en una jerarquía moral, en especial en determinados colegios o en las primeras
escuelas de caridad, allí donde el éxito parezca depender sobre todo del trabajo de los
alumnos, de su voluntad de adaptarse a disciplinas formativas, de su perseverancia en el
esfuerzo.
El contenido de las normas de excelencia difiere según se trate de una escuela
destinada a los clérigos de una escuela de gramática que proporciona los fundamentos
del saber a los laicos de edades diversas, de una escuela dirigida por un maestro
escribano que transmite su práctica, de una escuela profesional, de una universidad
medieval.
Podemos reconocer en las formas escolares que resurgen una cierta unidad, en
ellas se instaura una relación pedagógica asimétrica, un maestro que realiza el oficio
de enseñar su arte a los alumnos que aceptan una cierta disciplina, consintiendo
desarrollar un determinado trabajo, exponiéndose a una evaluación dentro de un espacio
cerrado que se irá convirtiendo, poco a poco, en un edificio especializado, una “casa de
escuela”, y de acuerdo con una distribución peculiar del tiempo, marcan un ritmo de
horas, días, semanas, años escolares.
La forma escolar implica también la definición de una cultura centrada en los
saberes y en el saber hacer, separados en parte de las prácticas para las que se supone
han de preparar, de una cultura que poco a poco va dejando de formar parte integrante
de un modo de vida y, cada vez más, se constituye en el capital necesario para dedicarse
más tarde a determinadas prácticas intelectuales o profesionales. La escolarización, es
una forma de transmisión de la cultura que supone una relativa separación entre la
formación y la práctica que se busca desarrollar en último término.
Cada escuela suscita por su mismo funcionamiento, aprendizajes que no proceden
de ningún proyecto pedagógico explícito. Corresponden a lo que suele denominarse
currículum oculto. La fundación de una escuela supone la elaboración de una imagen de
la excelencia que desarrollar, de las competencias que adquirir. Esta imagen se hace
autónoma y se convierte en la imagen de una cultura digna de ser enseñada y evaluada,
sin que se sepa siempre qué vínculos se establecen entre la excelencia escolar y otras
formas de excelencias reconocidas fuera de la escuela. Este tipo de imagen, ordenada,
idealizada, es una condición de la delegación de las tareas de formación a docentes
profesionales. Constituye una condición de funcionamiento de una organización escolar
de tipo burocrático, basada en una división del trabajo didáctico entre docentes que se
encargan de forma sucesiva de los mismos alumnos. Esta codificación de la cultura que
transmitir lleva a su cristalización en un currículum formal, preparado a base de de
disciplinas separadas y de programas anuales.

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Jerarquías de excelencia y evaluación formal.

En las escuelas medievales, el maestro se dirigía a un público heterogéneo. Sus


alumnos tenían edades, necesidades e intereses diferentes, conocimientos previos muy
desiguales. El maestro enseñaba lo que sabía, abordando de forma cíclica cierto número
de temas sin preocuparse demasiado de determinar los progresos que hacía su público.
Los alumnos se preocupaban de estudiar –o de vivir juntos– más que de logra éxitos, y
los maestros, de enseñar más que de evaluar.
La definición de normas de excelencia escolares, en sentido estricto, no lleva a
someter a los alumnos en cada escuela a una evaluación regular, escrita, formal,
estandarizada. En las primeras escuelas de gramática, universidades, colegios, los
maestros no parecen que dedicaran mucho tiempo a evaluar las adquisiciones de sus
alumnos. Cada uno de ellos tenía que evaluar sus propios aprendizajes comparándose
con los demás o con los profesionales en ejercicio que admirara, empezando por el
maestro.
La autoevaluación prevalecía sobre la evaluación. Los primeros maestros de
escuela ofrecían sus servicios en el “mercado escolar”. Y los primeros alumnos
actuaban como consumidores; como tales, les correspondía saber cuáles eran sus deseos
y en qué medida la enseñanza recibida les proporcionaba satisfacción respecto a
aquéllos.
El maestro encarna la norma de excelencia y el alumno la interioriza, pero dicha
norma no es forzosamente el fundamento de las clasificaciones formales y mucho
menos aún de las evaluaciones que modificarían el ritmo o el contenido del discurso
magistral. La necesidad de evaluar con mayor rigor, de forma metódica y regular, los
aprendizajes sólo se establece, paulatinamente. Es preciso esperar el siglo XIX para
contemplar la instauración de la evaluación formal en Inglaterra. Algunos autores
relacionan la aparición de la evaluación formal con la estructuración del sistema de
enseñanza en el siglo XIX.
A partir del comienzo del siglo XIX, se pone de manifiesto un movimiento de
racionalización de la evaluación formal bajo el imperio de tres factores principales:
1) El desarrollo de la docimología en sus aspectos críticos (cuando pone de
manifiesto los errores metodológicos de las prácticas corrientes de evaluación) y
en sus aspectos prescriptivos (al proponer modalidades de evaluación más
racionales).
2) La práctica de un dispositivo de orientación y de selección en el seno del sistema
escolar, que exige una evaluación menos orientada hacia la certificación que
hacía el pronóstico.
3) Una tendencia general a racionalizar la evaluación del comportamiento y de las
características humanas en todos los campos de la práctica social, para
racionalizar mejor las mismas prácticas, en especial, el trabajo y la forma de
hacerse cargo de las personas.
No hay ninguna historia general de la evaluación escolar, por tanto, podemos
suponer que, se desarrollo en la medida en que se produjeron las transformaciones del
sistema de enseñanza y en especial:
a) De la fragmentación del currículum en grados sucesivos, con la división del
trabajo pedagógico que supone, pasando cada alumno al grado siguiente si
hubiera dominado el currículum del anterior.
b) De la inversión de la relación de poder entre el alumno y la escuela: el alumno
ya no es quien decide lo que quiere aprender, sino la escuela, que sabe lo que ha
de enseñar y lo somete, con este fin, a un trabajo escolar y a controles regulares.

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c) De la integración progresiva de escuelas y niveles en un sistema de enseñanza


único, en cuyo interior se regula la circulación de los alumnos mediante normas
de selección y de orientación que exigen una evaluación codificada.
d) De la creciente demanda de certificaciones de las competencias adquiridas para
el mercado de trabajo y, a la vez, para la admisión en otras escuelas u otros
niveles de formación.
e) De la normalización del currículum y de la creciente movilidad geográfica de los
alumnos.
f) Del desarrollo de la psicometría y de la docimología, que invaden el campo de
la evaluación escolar en nombre del rigor científico.
g) En época más reciente, del intento de lograr el mayor rendimiento posible de la
acción pedagógica e individualizarla, apoyándose en una evaluación formativa.
La cultura escolar, se ha definido, en un principio, como una cultura que debe
enseñarse, transmitirse. Su codificación en forma de currículum explícito no se orienta
hacia la evaluación instrumentada de la excelencia escolar, sino hacia la especificación
de los contenidos de la enseñanza de los temas del discurso magistral.
Incluso en ausencia de evaluación formal, la formación se orienta en función de
una imagen de la excelencia. En un primer momento, las normas de excelencia fundan
jerarquías intuitivas, que no pasan por una evaluación formal e instrumentada, sino que
se elaboran en el seno de un “público escolar”, a veces, sin intervención activa del
maestro, por simple comparación mutua. Las normas de excelencia, siguen siendo
propias de cada escuela. Están vigentes en el seno de una corporación de profesionales
en ejercicio de la que proceden los maestros y a la que los alumnos esperan acceder.
La escolarización progresiva de distintos procesos formativos, antiguos o de
nueva creación, no transforma inmediatamente la naturaleza de las jerarquías
culturales a escala de la totalidad de la sociedad. Las normas de excelencia escolar se
unen o sustituyen a las normas tradicionales, pero se circunscriben a círculos
restringidos. Las normas de excelencia escolar no llegarán a instaurar una jerarquía a
escala de la sociedad global sino de manera gradual. Y ese será el resultado de una
evolución que hará que la instrucción escolar se convierta en principio de jerarquía
cultural a escala de la sociedad global, antes de quedar consagrada norma de
excelencia universal, reconocida incluso por quienes no van a la escuela o no alcanzan
el éxito en ella.

La instrucción en el principio de las nuevas jerarquías culturales.

A partir del siglo XV aproximadamente, la alfabetización se pone en marcha. La


norma que se instaura: es preciso saber leer para gozar de cierta consideración social y,
mejor aún, si se sabe escribir y se dispone de una instrucción general. La existencia de
una formación escolarizada devalúa poco a poco los demás modos de transmisión del
saber hacer, hasta el punto de que quienes no han pasado por la escuela acaban por ser
considerados como “incultos”, sin cultura. Antes de convertirse en obligatoria la
formación escolar pasa a ser el principio de la jerarquía.
Progresivamente, la acumulación de un capital escolar va apareciendo como
necesaria para legitimar la pertenencia hereditaria a las clases privilegiadas y más aún,
la entrada a esas clases a partir de un origen más modesto.
Todavía no se pueden vincular las desigualdades culturales al funcionamiento de
un auténtico “sistema” de enseñanza, porque no existe aún como tal, a menos que
pretenda definirse en este sentido un conjunto heterogéneo de escuelas. Hasta la
revolución, los estados monárquicos u oligárquicos carecen de una política escolar,

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aunque controlen directamente determinadas escuelas y puedan contribuir a crear otras.


Las iglesias, si mantienen una política educativa, otorgan poderes o ejercen presiones
sobre ellos para que sostengan sus iniciativas, obligando por ejemplo, a los municipios a
crear escuelas elementales y a confiarles al clero. En cuanto a la instrucción del pueblo,
no es materia de preocupación más que para una fracción de las clases dirigentes,
hombres de iglesia o filósofos liberales.
Se considera que la desigualdad de formaciones que reciban el pueblo y la elite se
ajusta al orden natural de las cosas, de acuerdo con la condición de cada cual.
Esta forma de pensar evolucionará lentamente y no se verá alterada por los tres
procesos principales que operan desde el siglo XVI:
1) La proporción de niños que asisten a la escuela durante unos años, al menos,
crece regularmente y, por tanto, también el grado de alfabetización.
2) Las escuelas, independientes hasta entonces, tienden poco a poco a integrarse
en un sistema escolar controlado por el Estado, de forma directa cuando dirige
y financia la enseñanza pública, e indirecta cuando orienta y supervisa las
escuelas privadas, laicas y confesionales.
3) Se hace cada vez más evidente que la educación de los niños no puede dejarse
al azar y es preciso asegurar a cada uno, al menos, una instrucción elemental,
lo que se lleva a la práctica a través de la imposición por la fuerza de la ley o
ejerciendo grandes presiones sobre las familias, por parte del clero, las
personas influyentes o, incluso, los patronos.
La continuada expansión de la escolarización no desemboca hasta el siglo XIX en
la instauración efectiva de la escolaridad obligatoria. Durante decenios persistirán, en
muchos países, redes de escolarización primaria cerradas en grado notable.
La preparación de distintos futuros en las redes escolares cerradas camina a la par
de notables diferencias respecto al contenido y nivel de las enseñanzas. Esta división
interna de la enseñanza primaria subsistirá a veces, hasta mediado el siglo XX.
En cuanto a la escuela primaria, había una pluralidad de escuelas cuyo
denominador consistía en estar dirigidas a los niños pequeños para enseñarles una
“cultura básica”.
Cada escuela definía esta cultura básica a su manera. Su currículum coincide con
el de otras escuelas, a veces en aspectos de detalle, en ocasiones en líneas más
generales, por ejemplo, en la enseñanza de las matemáticas o de la gramática. La
formación de los maestro y sus categorías respectivas no son universales; las
concepciones didácticas y los medios de enseñanza, difieren; el nivel de exigencia no es
el mismo, y es obvio que la composición social del público muestra un claro contraste,
dado que la condición de clase es uno de los factores que decide, con la adscripción y la
práctica religiosas, la inscripción en una u otra escuela.
En nuestros días, a pesar de la unificación parcial de la enseñanza primaria pública
a escala regional o nacional, subsiste esta diversidad. No impide esta diversidad
jerarquizar, desde le punto de vista de la excelencia escolar, de la cultura general básica,
a los alumnos que asisten a distintas escuelas primarias porque los contenidos del
currículum no difieren tanto como para vaciar de sentido una jerarquía de excelencia.
Convendremos en que la jerarquía más indiscutible se establece entre alumnos de una
misma escuela, dado que, se enfrentan al mismo currículum y a las mismas normas de
evaluación.
Esta jerarquía ha permanecido durante mucho tiempo en un nivel muy trivial: en
la medida en que coexistían redes de escolaridad primaria cerradas sobre sí mismas, era
evidente, que ciertos niveles eran “superiores” a otros, y todo porque la selección
predecía al ingreso en la escuela. Al escolarizar al niño en un establecimiento

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determinado, en una red concreta, las familias sabían que estaba destinado a estudios de
larga duración o a la vida activa.
A medida que se desarrollaba la escolarización, las diferencias culturales se
convirtieron cada vez más en desigualdades de nivel de instrucción, de dominio de la
misma cultura básica. Pero durante mucho tiempo han sido vividas como diferencias
cualitativas. Entre la instrucción elemental y la cultura adquirida en la enseñanza
secundaria, la jerarquía es de valor, más que de excelencia.
Respecto a la escolaridad elemental, será preciso esperar a la unificación de las
redes y a la instauración de una competición escolar entre todos los niños para que las
desigualdades culturales a esta edad sean consideradas, como jerarquías de excelencia,
como grados diferentes de dominio de la misma cultura.

Del hábito cristiano a la excelencia moral y cívica.

La escolaridad elemental fue instaurada en un contexto de preocupación por la


educación religiosa y moral, más que en cuanto, formación propiamente intelectual.
Desde el siglo XVI hasta el XVIII, se intenta crear un hábito cristiano. La tarea
principal del maestro consiste en “instruir a los niños en las verdades de la Religión”.
Hasta principio del siglo XIX, habida cuenta de la estrecha unión entre la Iglesia y
estado, la escuela está dominada, dirigida e inspeccionada por la Iglesia. A “la idea de
formar cristianos, el humanismo, ya después del siglo de las luces, había añadido, o
mejor, sustituido por la de formar ciudadanos. En la primera mitad del siglo XIX, se
trata de mantener el equilibrio entre ambas”.
En todos los países, católicos o reformados, la instrucción elemental permaneció
durante mucho tiempo muy cerca de una catequesis completada con el aprendizaje de la
lectura; sobre esas bases indispensables se edificó, por un lado, un currículum
“académico”, y por otro un “currículum moral” que forma parte de la educación
religiosa o la sustituía en las escuelas laicas.
La educación moral puede concebirse, como inculcación de principios morales, de
reglas de conductas en situaciones en las que están en juego el “bien” y el “mal”. Esta
forma de educación moral conservó cierta importancia en todos los países
industrializados, al menos hasta la Segunda Guerra Mundial. Desde entonces y de forma
desigual según los regímenes políticos, la educación moral se hace menos patente, en
función de la evolución de las costumbres, de la disminución de las prácticas religiosas,
de la pluralidad de los valores, de la voluntad de las familias de que la escuela no
inculcase a sus hijos creencias que no coincidieran exactamente con las suyas. Esto en
los regímenes llamados democráticos.
Esta fase ideológica de la historia de la escuela, característica de la segunda mitad
del siglo XIX, se fundamenta en otra fase dominada por las disciplinas. La misma
apuntaba más a los “cuerpo dóciles”. La docilidad de los cuerpos garantizaba la
conformidad de conducta y pensamientos. La socialización disciplinaria es una
modalidad de control de cuerpos y espíritus al servicio de ortodoxias diversas, laicas o
confesionales, políticas o profesionales.
El trabajo escolar es una disciplina. En el aprendizaje de la lectura, escritura,
cálculo, la disciplina a la que se obliga al escolar y que interioriza cuenta tanto como el
dominio de un determinado saber hacer. Eso explica el tiempo empleado en repeticiones
si fin, en correcciones minuciosas, en copias interminables. Se concede a esas formas de
trabajo escolar tantas virtudes disciplinarias como eficacia didáctica. La noción de
disciplina, todavía no ha adquirido en esa época los dos significados autónomos que le
asignamos en la actualidad: por una parte, la disciplina como parcela del saber o de la

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práctica, arte, ciencia o técnica, conjunto de saberes y saber hacer que presenta una
cierta unidad: geometría, danza, astronomía, dibujo técnico artes del Trivium o
Quadrivium; por otra, la disciplina como conformidad con las reglas de conducta o
como un conjunto de mecanismos de control social que aseguran la interiorización o el
respeto.
Al filo del siglo XIX, una evolución de la escuela primaria, atempera un poco las
disciplinas para otorgar mayor importancia a la lección de moral y a la instrucción
cívica. Esto en la escuela laica. En las escuelas confesionales, el catecismo y la
disciplina formativa de un hábito cristiano seguirán siendo partes integrantes del
currículum y crean la reputación de ciertos centros.
Estas transformaciones importantísimas, que afectan también a la escuela
confesional, conducirán con lentitud a la escuela primaria que conocemos hoy, que
concede mayor importancia a la adquisición de saberes y de saber hacer lingüístico,
lógico-matemáticos o gráficos y de conocimientos básicos de historia, geografía y de
ciencias de la naturaleza, o al desarrollo de la inteligencia, de la personalidad, del
sentido crítico, de la solidaridad, de la conciencia ecológica, de la creatividad. Durante
mucho tiempo, la excelencia escolar, en la enseñanza elemental, era una excelencia
moral, religiosa, cívica, más que intelectual: buenas costumbres, amor al trabajo,
esmero, piedad, obediencia, humildad, caridad, patriotismo, respeto a las instituciones,
constituían en el principio de las jerarquías de excelencia, muy alejadas de las que hoy
día, fundamentan la selección escolar.
En los colegios, creados casi todos por órdenes religiosas, o por la autoridad
eclesiástica secular, católica o reformada, la preocupación por la educación religiosa y
moral no era menor. Pero las disciplinas intelectuales ocupaban mayor espacio y
contribuían con mayor rapidez a promover jerarquías distintas de excelencia. La
inmensa mayoría de quienes asistían a los primeros cursos de los institutos era de origen
burgués y sus integrantes se consideraban a sí mismos como “elegidos” llamados a
acceder a la cultura por su condición social. En los primeros grados se trataba de
familiarizarlos con esta cultura, de prepararlos para estudios de larga duración y no de
seleccionarlos.
En las escuelas primarias abiertas a los niños de las clases populares, la selección
tampoco tenía mucho sentido; sólo algunos alumnos de mayor brillantez podían
convertirse en becarios y proseguir estudios. La mayoría tenía marcado su destino social
desde antes de ingresar en la escuela. Para las autoridades escolares, lo esencial era
escolarizar a los niños, darles un mínimo de educación religiosa y de instrucción antes
de su “entrada a la vida”, entre los 10 y los 13 años. Las clasificaciones escolares no
eran necesarias.

La excelencia escolar y la selección en la escuela primaria.

Las jerarquías escolares cobran su valor cuando se llega a reconocer la creciente


importancia de los conocimientos y del saber hacer intelectuales, pero no revestirán una
significación decisiva, a escalas de generaciones enteras, hasta que la selección quede
desplazada al final de la escolaridad elemental. Las jerarquías propiamente escolares,
establecidas en el transcurso de los primeros años se convertirán en determinantes para
la posterior carrera académica de loa alumnos de toda condición, cuando se produzca la
apertura de las redes y la instauración de un “tronco común” de escolaridad obligatoria.
Interesa abordar la aparición histórica de una nueva norma de excelencia a escala
social. En esta perspectiva, podemos decir que, todos los niños de la misma generación
se enfrentan a una variantes de la misma cultura escolar, al mismo tipo de normas de

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excelencia durante los primeros años de escolaridad obligatoria, quizá también más
adelante, según la estructura del sistema de enseñanza.
Distinguiremos tres tipos de estructuras en la enseñanza pública:
1) Un “tronco común” de algunos años de duración precede, para unos a la
admisión, previo concurso de méritos o examen, en una escuela secundaria;
para otros, la continuación de la escolaridad obligatoria en las clases
primarias, denominada en ocasiones “de fin de estudios”
2) Después de un tronco común de cinco a siete años de duración, todos los
alumnos acceden a una escuela media que, manteniendo una cierta unidad de
currículum, los orienta hacia secciones jerarquizadas de forma global, o
hacia cursos de niveles u pociones, en general de manera progresiva y en
parte reversible, a veces al término de un ciclo de observación, que prolonga
el tronco común primario.
3) Toda escolaridad obligatoria se desarrolla en una escuela única, denominada
a veces “básica”, con posibles opciones en los últimos grados, aunque sin
selección antes de los 15 ó 16 años.
Esta diversidad de estructuras modula la amplitud de la cultura enseñada a todos,
que puede ir desde una instrucción elemental, relativa al saber hacer y a conocimientos
básicos –lectura, escritura, cálculo, fundamentos de ciencias, geografía, historia,
higiene, educación cívica– hasta enseñanzas más completas de literatura, lenguas
extranjeras, matemáticas, biología, física. Incluso cuando existe una selección temprana
y una clara distinción de las enseñanzas impartidas a continuación, subsisten puntos
comunes.
La cultura escolar, destinada a todos tiene, dos componentes. El más patente
corresponde al currículum de la enseñanza primaria antes de la primera selección, y el
más oculto se refiere al denominador común de los contenidos de la enseñanza en los
distintos niveles posteriores a la primera selección.
Las prácticas y las normas de evaluación en la escuela primaria moderna, son el
resultado de una larga historia la de la aparición de normas de excelencia escolar que
se imponen a todos los alumnos de una misma generación.
Lo que sólo era una jerarquía entre culturas distintas, basada en la dominación y
en juicios de valor, se ha convertido en jerarquía de excelencia basada en el dominio
desigual de una cultura enseñada, en principio, a todos y, en gran medida, valoradas
por todos.
Esta jerarquía afecta, por tanto, a todos los niños escolarizados en la enseñanza
primaria, o sea, entre los 6 y 12 años, pero se extiende a todos a quienes han pasado por
la escuela primaria y han salido de ella más o menos airosos; porque el destino escolar
de los adolescentes y después, el destino social y profesional de los adultos, depende en
gran medida de su grado de excelencia en la escuela primaria. Su éxito en estos
primeros años de escuela desempeña un papel determinante en el momento de la
primera selección para el ingreso en la enseñanza secundaria.
La excelencia escolar reconocida en la enseñanza primaria, o los aprendizajes
reales que sanciona pesan sobre la primera orientación y niveles inmediatos, y, por
tanto, de modo indirecto, sobre el desarrollo de la carrera académica posterior, sobre el
nivel final de formación básica, las posibilidades de empleo y el nivel socio profesional
que se considera, garantizan los títulos obtenidos.

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El peso de las jerarquías escolares fuera de la escuela.

Las jerarquías escolares siguen a los individuos más allá de su etapa escolar.
Porque ellos los han interiorizado y porque están certificadas por diplomas o,
indirectamente, por la naturaleza y duración de los estudios post-obligatorios y por la
profesión ejercida.
La excelencia escolar, en cuanto dominio de una cultura general, produce efectos
mucho más allá de la época escolar y se encuentra en la base de las jerarquías y de las
distinciones culturales percibidas con mayor frecuencia e interiorizadas en las
sociedades industriales. Las jerarquías escolares, en una sociedad industrial:
a) Incluyen, aun en contra de su voluntad, a todos los individuos, desde su más
tierna infancia.
b) Preparan de forma manifiesta las jerarquías estrictamente profesionales, en
cuanto condiciones de acceso a los procesos de formación profesional o
componentes de las escalas de cualificación.
c) Determinan en parte la naturaleza y las representaciones de las diferencias
culturales en los dominios más ajenos al currículum escolar.
Nuestra sociedad está escolarizada, en un segundo sentido: en ella, las jerarquías
escolares ocupan un lugar central, se articulan con la pertenencia a una clase, la renta,
el poder, las formas de vida y muchas otras diferencias culturales.
Si el dominio de la cultura escolar básica se ha convertido en una norma a la que
nade escapa en una sociedad desarrollada, falta saber cómo se establece el grado de
excelencia de cada uno, lo que nos remite a la evaluación escolar, a la que procediendo
mediante balances periódicos rige el éxito o el fracaso, la fortuna frente a la selección.

Capitulo IV
La imagen de la excelencia escolar en el “currículum” formal.

Nos ocuparemos sobre todo de la enseñanza primaria en nuestra época. En muchas


ocasiones nos referimos a la escuela francófona o a la ginebrina, sin que renunciemos a
tomar ejemplos de otros sistemas escolares o de volver sobre la historia cuando ayude a
iluminar el presente.
En último extremo, nos interesan los juicios de excelencia concretos que formulan
a diario maestros concretos a propósito de alumnos también concretos; juicios que,
sintetizados, combinados según procedimientos más o menos codificados, rigen el
mundo académico. ¿Cómo captar estos juicios? Lo más seguro consistiría en colocar
observadores en gran cantidad de clases, pedirles que observaran las conductas
respectivas de maestros y alumnos, registrarán sus interacciones, sus propósitos y, en
especial, los juicios que hicieran unos sobre otros.
Sin embargo no disponíamos de los medios para realizar una observación de este
tipo, salvo en unas pocas clases, ni tampoco de la posibilidad de interrogar a muchos
docentes en cuanto a sus prácticas de evaluación. La escuela define un currículum
formal, que prescribe, al menos en líneas generales, lo que ha de enseñarse y, como
mínimo de forma indirecta, lo que ha de evaluarse. Los reglamentos escolares
establecen, por otra parte, las modalidades de la evaluación, su frecuencia, las
disciplinas objeto de evaluación, los plazos, la naturaleza de la información facilitada a
los padres, el sistema de calificación o de evaluación cualitativa. El análisis de estas
reglas y del currículum formal no reemplaza a la observación directa de las prácticas,
pero permite, al menos, calibrar lo que los maestros deben enseñar y evaluar. El análisis

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previo del currículum prescrito y de las normas de excelencia que define, de forma
directa o indirecta, nos autorizará a describir las prácticas de los maestros como
desviaciones, variaciones en relación con lo que la organización escolar les encarga de
enseñar y de evaluar.

Normas de excelencia “inmersas” en el “currículum” formal.

No podemos esperar que un sistema de enseñanza pueda proporcionar una


codificación de la excelencia hasta tal punto detallada que baste para que los docentes la
apliquen al pie de la letra.
Hay muchos textos de distinta categoría relativos a lo que la escuela debe enseñar,
sobre los límites de la cultura escolar, desde leyes y reglamentos que fijan los objetivos
generales de la instrucción pública o de cada escuela hasta metodologías e instrucciones
didácticas, pasando por los programas y planes de estudios. Por el contrario, a pesar de
esta profusión, o por su causa, apenas podemos aislar un conjunto de normas de
excelencias bien definidas, precisas, detalladas.
Da la sensación de que, prescribiendo lo que ha de enseñarse, la institución
simulará haber definido ipso facto lo que es preciso evaluar, y esto la dispensaría de
formular de manera separada y distintas las normas de excelencia. Las indicaciones
formales relativas a la evaluación nos conducen, por tanto, a los procedimientos: en
unos niveles, poner notas, a qué ritmo, de acuerdo con qué escala; en otros niveles,
limitarse a efectuar apreciaciones cualitativas, cómo redactarlas; según qué reglas
combinar apreciaciones y notas para decidir el éxito o el fracaso, o fundamentar
determinadas decisiones como la repetición, el ingreso a las aulas de apoyo, revisión
médico-pedagógica, envío a aulas de educación especial.
Pero hacernos una primera idea del contenido de las normas de excelencia, haría
falta, por tanto, analizar los textos que especifican, en general, o en relación con un
ciclo o un nivel concreto, los objetivos de la enseñanza, contenidos, nociones, saberes y
saber hacer que enseñar, los métodos, actividades, y los procedimientos didácticos
aconsejados. Examinando de cerca los medios de enseñanza puestos a disposición de
docentes y alumnos (manuales, ficheros, cuaderno de ejercicios, formularios de
evaluación), podremos hacernos una idea más clara de la naturaleza de las tareas
propuestas en el marco del trabajo escolar ordinario y que, trasladados a los momentos
de evaluación formal, dan lugar a los juicios de excelencia.
En estos textos, la excelencia está por todas partes, pero a menudo en forma
implícita, identificable de un modo indirecto, a través de objetivos, contenidos,
ejercicios, ejemplos didácticos. Se aprecia con claridad que todo gira en torno a la
lengua escrita, la expresión oral, ortografía, gramática, matemáticas, geometría y, en
menor medida, historia, geografía, ciencias o dibujo. Dado que los interesados,
administradores, docentes, alumnos y padres, parecen saber bastante bien lo que hay
que evaluar y cómo, pues lo hacen a diario, estamos en presencia de un sistema escolar
que fabrica juicios de excelencia de forma perfectamente rutinaria.
Es difícil imaginar que un tribunal de justicia pudiera funcionar sin que jueces,
jurados, ministerio público, acusado y defensor o la posible acusación privada se
refieran a normas compartidas, código penal o código de procedimiento. Si hay
interpretación, siempre es a partir de un punto conocido y compartido en sus aspectos
esenciales, sea un código escrito o consuetudinario. En la escuela no hay nada de esto:
no sólo no están consignados por escrito como tales las normas de excelencia ni los
niveles de exigencia. Sin embargo, los mismos docentes evalúan a sus alumnos, lo que

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sugiere que, a la vez, tienen una imagen de excelencia y de las exigencias precisas, en
relación con el grado correspondiente y el trabajo realizado.

La evaluación subordinada a la enseñanza.

Es absolutamente imposible comprender esta situación si hacemos abstracción del


hecho del que el sistema de enseñanza no está orientado, en primer lugar, a la
evaluación. La evaluación formal se desarrolla en un momento tardío; durante un largo
período de la historia de la escuela, los maestros se ocupaban sobre todo de enseñar. La
necesidad de certificar los conocimientos adquiridos, tanto en el seno del sistema
escolar como en el mercado del empleo, no llega a imponerse hasta que se produce la
integración del sistema escolar, inseparable de su burocratización; o en función de la
creciente escolarización de las formaciones profesionales.
El sistema escolar doble cometido: evalúa, y esta práctica ocupa en determinados
grados del ciclo, en ciertas escuelas y niveles, una parte considerable respecto al tiempo
y organización del trabajo escolar. Pero antes de evaluar la escuela constituye un lugar
de enseñanza y aprendizaje.
Desde el punto de vista sociológico, las prácticas de la evaluación están lejos de
ser tan marginales como los profesionales de la escuela indican a veces. Los debates a
cerca de la selección escolar remiten siempre a un sistema de evaluación de excelencia.
Los maestros se ven así mismos como educadores o docentes por vocación, y
evaluaciones por necesidad, ya que la institución les exige administrar pruebas, poner
notas, redactar boletines; por ello han de conocer bien cómo van los alumnos, para
informar a los padres o controlar el progreso de la clase respecto del programa.
La importancia conferida a la enseñanza reaparece en la formación de los
maestros. Se insiste en ella a la manera de enseñar, de animar y de estar en clase, de
fabricar o utilizar medios de enseñanza. Las técnicas de evaluación, la forma de poner
notas, no están ausentes, pero ocupan un lugar marginal en los estudios de los futuros
maestros.
La evaluación es igualmente marginal en los terrenos de los medios puestos a
disposición del docente. La mayor parte de ellos se refieren a la enseñanza: manuales,
libros de lectura, cuadernillos de ejercicios, fichas, obras de referencia, documentales,
instrumentos, objetos que se prestan a manipulaciones físicas o matemáticas.
Por último, el desequilibrio aparece en los textos que definen el currículum
formal. En lo esencial, prescriben lo que hace falta enseñar o lo que los alumnos deben
estudiar. En efecto, el currículum, tal como está formulado, no es compatible con
ningún tipo de evaluación escolar, sino que el maestro debe extraer las normas de
excelencia de entre el conjunto de textos en los que, de algún modo, están inmersas.
Dudamos que el maestro algo experimentado trabaje con el plan de estudios en la mano.
Evaluación y enseñanza constituyen rutinas que, una vez dominadas, no exigen un
retorno constante al programa, ni siquiera a las metodologías. La mayor parte de los
maestros planifican su enseñanza apoyándose en su memoria, en su documentación, en
los medios de enseñanza y, en caso de duda, se remiten a los textos más oficiales. En
cuanto a la evaluación, consiste, en la mayoría de las ocasiones, en repetir,
reformándolos un poco, los ejercicios y las tareas cotidianos, para utilizarlos en una
prueba escrita o en preguntas orales.
Por tanto, no es posible calibrar la excelencia escolar concreta sino mediante el
análisis del currículum real y las prácticas. Conviene examinar de antemano el
currículum formal.

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El currículum no tiene por que estar escrito. Podemos concebirlo como una
representación predominante, oficial, de lo que hay que enseñar o evaluar, esté
consignado por escrito o se imponga a la manera del derecho consuetudinario. Dada la
importancia del escrito en nuestra cultura, discutiremos a continuación los textos que
integran el currículum formal, examinando después los aspectos no escritos.

La cultura escolar en forma escrita.

La cultura, en sentido estricto, existe cuando se pone en práctica, se traduce en


actos, a cargo de individuos o grupos concretos.
Los saberes, en las sociedades occidentales, se ponen por escrito; los textos
parecen constituir una memoria colectiva independiente de los individuos particulares,
lo que apoya la idea de que los saberes están ahí, disponibles, almacenados; el
desarrollo de la informática, de las “bases de datos” manejadas por ordenador y el
teletexto acentúan aún más este fenómeno. En cualquier cultura que conceda un amplio
espacio a saberes librescos se corre el riesgo de tener la imagen de una entidad
autónoma, independiente de los individuos que le dan valor, sentido y la ponen en
práctica.
Esta tendencia se amplifica por el hecho de que se trata de una cultura escolar,
destinada a ser transmitida y aprendida, porque con esta intención didáctica se trata:
a) De dar a los alumnos y los que se relacionan con ellos una imagen
simplificada de la cultura a dominar, con el fin de motivar el aprendizaje y
orientar la elección entre distintos tipos de estudios;
b) De organizar la progresiva apropiación de esta cultura, lo que supone su
fragmentación en distintas áreas y, en el interior de las mismas, en capítulos,
en etapas sucesivas;
c) De hacer que esta cultura sea comunicable de forma oral o escrita, poniéndola
en una de esas formas, con todas las restricciones sociolingüísticas y
materiales de la comunicación en el aula;
d) De organizar la división del trabajo pedagógico, desde el momento en que
varios profesores, que sólo enseñan determinados aspectos del currículum,
toman a su cargo, de forma sucesiva o paralela, a un mismo alumno;
e) De hacer accesible a los alumnos la cultura escolar, memorizable,
“ejercitable”, inteligible hasta el punto de poder establecer una progresión
didáctica.
Por todas estas razones, la representación de la cultura escolar no constituye una
imagen cualquiera de una cultura dada. Se trata de una representación formulada, a
menudo expresada por escrito, metódica, estructurada de acuerdo con objetivos
pragmáticos: información de los interesados, planificación de la acción didáctica,
división del trabajo pedagógico, control del sistema de enseñanza y de los maestros.
Llamaremos currículum formal al resultado de dar forma a todo esto; hablaremos
también del currículum prescrito, porque especifica lo que hay que enseñar o hacer
aprender. Por una parte lo distinguiremos de las representaciones más intuitivas y
globales de la cultura escolar; por otra, del currículum real, definido como contenido
efectivo de la enseñanza y de las situaciones de aprendizaje.
Los contenidos del currículum prescrito quedan más precisados cuando
accedemos al detalle de los planes de estudios, a los programas de las distintas
disciplinas, de los diferentes niveles. La imagen de la cultura contenida en esos
documentos queda, no obstante, en un nivel de abstracción elevado. Se trata de listas de
contenidos o listas de objetivos pedagógicos, nos encontramos siempre ante documentos

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relativamente condensados, pues el conjunto de lo que ha de ser enseñado o aprendido a


lo largo de un curso escolar ocupa, de ordinario, varias decenas de páginas, y a veces
menos.
Los planes de estudios y listas de objetivos sólo son recordatorios que remiten,
por una parte, a otros documentos, menos oficiales pero más sustanciales; por otra, a
representaciones no escritas. Los textos no agotan, por tanto el currículum formal, pero
como el acceso a ellos es más fácil, no es inútil hacer un rápido inventario. Podemos
distinguir seis tipos de textos:
1) Los textos legislativos, que asignan objetivos o contenidos a la escolaridad;
2) Los programas y planes de estudio oficiales; que aclaran los textos legales y
marcan unos límites;
3) Los programas y planes de estudio oficiales, que aclaran los textos legales
aspiran a fijar la interpretación;
4) Las metodologías, que, como presentan modelos de clases, de actividades,
situaciones didácticas, hacen referencia obligada a contenidos y objetivos,
ilustrándolos, reformulándolos, dándoles más fundamentación de la que
aparece en los planes de estudio. Entendemos aquí por “metodología” tanto las
obras oficiales referidas a la didáctica de conjunto de una disciplina, como los
“libros del maestro”, los prefacios y anexos metodológicos de los planes de
estudio y los medios de enseñanza y publicaciones didácticas dirigidas a
profesionales;
5) Los medios de enseñanza destinado a los alumnos: libro de lectura,
cuadernillos, cuadernos de ejercicios, fichas, mapas, documentos
audiovisuales. Estos tienen la finalidad principal de formular la cultura escolar
para los alumnos y de facilitarles su asimilación mediante un trabajo metódico.
Pero su función secundaria consiste en hacer corresponder a las nociones
abstractas del plan de estudios contenidos más concretos: reglas, ejercicios,
preguntas, respuestas, modelos, caminos que seguir;
6) Determinados modelos de evaluación, que ponen de manifiesto, hasta cierto
punto, las normas de excelencia escolar, proponen formularios de evaluación o
ejemplos de preguntas o de pruebas.
En determinados países o regiones no se experimenta la necesidad de codificar por
escrito la cultura escolar. Remitiéndonos a la historia de cada sistema escolar y su
correspondiente currículum. El grado de codificación escrita del currículum no se debe
al azar.
Plasmar por escrito la cultura escolar constituye el trabajo de los profesionales de
la escuela, docentes, altos funcionarios, inspectores, especialistas del currículum o
metodólogos, formadores de docentes. Sobre la base de los textos por ellos redactados
se ejerce el control político, mediante la aprobación o rechazo de sus proposiciones. Por
tanto los profesionales de la escuela elaboran el currículum formal con fines
pragmáticos, de acuerdo con sus necesidades concretas, que consisten en administrar,
controlar, formar a los maestros, crear los medios de enseñanza y, sobre todo enseñar.

¿Es preciso presentar por escrito el “currículum” formal?

El currículum formal no debería identificarse con los textos, de igual manera que
las normas legales en vigor no pueden reducirse al derecho escrito en naciones que
reconocen el derecho consuetudinario. En algunos países, los textos consignan lo
esencial del derecho en vigor o del currículum formal. En otros, la relación es menos

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clara, y el derecho o el currículum, existen en cuantas representaciones compartidas,


“ancladas” sólo de forma parcial en textos oficiales.
En una sociedad industrial avanzada, el derecho consuetudinario o el currículum
no escrito no pueden asimilarse del todo a la tradición oral en las sociedades que
carecen de escritura. Nuestras sociedades no pueden dejar de fijar por escrito sus
prácticas esenciales, aunque sólo sea con el fin de informar al público a través de la
prensa, de formar a los profesionales, de alimentar a los debates en el parlamento o la
opinión pública o de hacer un análisis en el marco de las ciencias sociales.
Una representación predominante del currículum la definiremos como la que
implique a los poderes organizadores de la escuela, a quienes posean el derecho de
decir o especificar lo que ha de enseñarse. Se trata de los mismos poderes que dan
“fuerza de ley” a los textos; precisando su interpretación ortodoxa y eliminando las
posibles lagunas.
Para identificar con precisión, para cada escuela, las fuentes de las
representaciones dominantes del currículum será preciso efectuar un análisis de la
estructura de poder propia de cada sociedad política y de cada sistema escolar. En los
sistemas en que la enseñanza depende sobre todo del Estado, el poder de definir de
manera oficial el currículum reside en el Ministerio de Educación, bajo el control del
gobierno y del parlamento. En los sistemas más descentralizados, la definición del
currículum puede corresponder a las regiones o entidades locales.
Es difícil poder hablar de un currículum formal a la escala de una sociedad global,
incluso respecto a la enseñanza primaria, cuya estructura es más sencilla. En general,
cuando existe una pluralidad, la ley fija unas grandes líneas de orientación que se
imponen a todos los poderes escolares, privados o públicos, locales o nacionales. En
este marco, cada instancia define el currículum formal de las escuelas que controla, de
forma escrita o consuetudinaria.
Sin duda alguna, habremos de preguntarnos acerca de la unidad del poder que
dicta el derecho o el currículum
En la medida en que tratemos de comprender el fundamentote la excelencia
escolar, sin pretender analizar con todo detalle el currículum formal, nos atendremos a
lo esencial a los textos que se presenten como el nódulo central de la definición
predominante, oficial, de la cultura escolar.

La formulación prudente de objetivos generales.

En la medida en que se suponga que las leyes generales de instrucción pública


expresen una voluntad política, podríamos esperar encontrar en ellas, al menos,
formulaciones de las finalidades globales, una imagen del tipo de hombre o mujer que la
escuela obligatoria deba formar, los saberes y saber hacer que un individuo habría de
dominar para convertirse en un buen ciudadano, buen trabajador, o sea, un “hombre
libre”, según la tradición de la escuela “liberadora”.
Las finalidades de la enseñanza pública, de la enseñanza primaria, son vagas más
en los textos que en las mentes, acostumbradas a la idea de una instrucción primaria
definida desde el primer momento como un bagaje mínimo para entrar en la vida y
convertido después en la base de los estudios posteriores. Si las formulaciones son
vagas no es porque la gente no sepa muy bien lo que espera de la escuela primaria, sino
porque no esperan exactamente lo mismo. En una sociedad pluralista, parece cada vez
más difícil de delimitar con nitidez una imagen del hombre y de la cultura que pueda
producir un consenso político, salvo que nos atengamos a un humanismo abstracto que
atraiga la unanimidad porque no comprometa demasiado.

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Para acoger a una amplia mayoría y producir la ilusión del consenso social
respecto a las finalidades de la enseñanza, se edulcoran los textos hasta que resultan
compatibles con cualquier ideología.
Esto no impide la existencia de representaciones dominantes más precisas de las
finalidades de la escuela o de un tipo determinado de enseñanza. Se trasluce una visión
predominante de los fines de la enseñanza, más precisa que la formulada en los textos
que revelan una procedencia legal.
Esas finalidades encuentran más bien una “traducción”, con el desfase debido a la
relativa inercia del currículum, en los programas y planes de estudio.
Ciertos planes de estudios recientes suelen estar formulados en términos de
objetivos. Otros de forma más tradicional, mencionan, sin embargo, algunas finalidades,
a menudo en forma de preámbulo al capítulo que detalla el plan de estudios a una rama
determinada para cada año.
Existen currículum fragmentados que dividen la cultura escolar en ramas o en
disciplinas claramente determinadas: lengua materna, matemáticas, historia, geografía,
ciencias, educación artística, educación física, etc. Cada una de esas disciplinas puede
estar fragmentada, a su vez.
Bernstein opone al currículum fragmentario (“collection code”) el currículum
integrado (“integrated code”). En los países en que el currículum integrado sucede a un
período de fragmentación, puede presentarse como una apertura de las disciplinas
tradicionales, una interpretación más o menos profunda de la lengua materna,
matemáticas, estudio del medio ambiente y actividades creadoras. En otros países, al
menos en la enseñanza primaria, no existe tradición alguna de fragmentación del
currículum y la imagen de la apertura no da cuenta de la forma de representación y de la
organización de la cultura escolar que tienen los docentes a efectos de ordenación del
tiempo de que disponen, de las actividades y de la evaluación.

Capítulo V
La evaluación formal de la excelencia escolar.

Es imposible entender los procedimientos de fabricación de los juicios de


excelencia sólo a partir del análisis del contenido de las normas que figuran, implícita o
explícitamente, en el currículum formal. Ante la profusión de posibles jerarquías de
excelencia y de formas de fabricación y expresión de los juicios, ¿cuáles escogen los
maestros?
Trataremos de comprender hasta qué punto estas elecciones están regidas por los
textos o directrices verbales que emanan del sistema escolar o de la dirección del centro.
Para comprenderlo es preciso esbozar algunas hipótesis sobre las funciones de la
evaluación formal en el sistema de la enseñanza.

La noción de evaluación formal.

Cada vez que una práctica determinada se deja ver o se manifiesta a través de
obras o productos, se esboza un juicio de excelencia. Incluso en un lugar en el que la
interacción social se reduce a su mínima expresión, en donde las personas se rozan sin
conocerse, los juicios de excelencia atraviesan de forma constante nuestro campo de
consciencia, y tan pronto como se forman, se olvidan.
Cuando vivimos o trabajamos durante más tiempo con las mismas personas, esta
evaluación informal se hace más consistente, y los juicios de excelencia influyen en las

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conductas y en la dinámica de las relaciones sociales, aunque no se expresen, incluso;


aunque sólo se formen de manera inconsciente en las personas interesadas.
En una clase, la evaluación es aún más constante, dado que la búsqueda de la
excelencia forma parte de la situación, exigida continuamente por el maestro y valorada
por una parte de los alumnos. Desde el punto de vista profesional, el maestro no deja de
valorar en ningún momento lo que hacen sus alumnos. Los alumnos se juzgan entre sí,
de acuerdo tanto con las normas de excelencia propiamente escolares. Como con otras
normas ajenas a la institución como por ejemplo hacer trampas sin hacer que le llamen
la atención. La excelencia del maestro también es juzgada por sus alumnos y, de modo
indirecto, por sus compañeros.
Todo ello forma parte de una evaluación informal, que se integra en el flujo de las
interacciones cotidianas, en la que no se repara, y que no está codificada, registrada ni
negociada. Esto no quiere decir que no tenga consecuencias, sino todo lo contrario.
Decir que la evaluación es informal no significa, por tanto, de ningún modo, que sea
insignificante y que pueda dejarse de lado en un análisis de la fabricación de los juicios
de excelencia. No podemos ya considerar que la evaluación informal dependa sólo de la
ecuación personal del maestro, que la organización escolar no tenga influencia alguna
sobre los criterios, modalidades y los pormenores.
Al formar a los maestros imponiéndoles un currículum y un pliego de requisitos,
se condiciona el conjunto de sus prácticas, incluyendo las normas de excelencia que
ellos interiorizan y la evaluación informal a las que estas normas siempre subyacen. En
evaluación formal, interviene la organización escolar de forma explícita, formulando
reglas imperativas, acompañadas de consejos o ejemplos, menos restrictivos, pero que
influyen también sobre las prácticas.
La evaluación formal implica a la organización escolar. Aunque sea elaborada
por el maestro, una vez agotadas posibles vías de recurso, la evaluación formal fija
oficialmente el nivel de excelencia reconocido a cada alumno, sea para una prueba
particular, para un período de trabajo o en una materia definida, o relativa al conjunto
del programa o curso escolar. La evaluación formal (debido a su carácter oficial, a que
fundamenta decisiones de orientación o selección y a que llega a conocimientos de
alumnos, padres y administración) suele estar escrita y normalizada, en su forma,
periodicidad, difusión y, en principio en sus consecuencias respecto a las repeticiones de
curso, al apoyo pedagógico y a la orientación.
En cada sistema escolar, la evaluación formal combina de manera original las
apreciaciones formuladas por maestros y las pruebas o exámenes normalizados que los
maestros se limitan a administrar. La evaluación formal descansa, esencialmente en las
notas y apreciaciones de los maestros en el transcurso del año escolar. El éxito o fracaso
depende de la síntesis de las evaluaciones parciales efectuadas por los docentes, a las
que acompañan, en ciertos grados y ramas, los resultados obtenidos en pruebas
comunes administradas de manera simultánea a todas las clases que siguen el mismo
programa.
En ningún sistema escolar es posible, en realidad, comunicar a los alumnos,
padres o administración toda la información de la que disponen los maestros sobre la
excelencia y competencia de sus alumnos. Cada organización escolar se procura un
lenguaje codificado que le permite clasificar, ordenar a los alumnos en las principales
materias. La gradación de los niveles de excelencia se simboliza a menudo mediante
letras (p. ej., de la A a la F) o notas (según escalas que pueden ir de 0 a 6, 10, 20 ó,
incluso 100.)

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De uno a excelente: la atribución de notas.

La escala de calificaciones no constituye un simple código, en el que podrían


reemplazarse las cifras por letras. Las notas son objeto de operaciones aritméticas: la
calificación obtenida al final del curso escolar es la medida de tres notas trimestrales, las
cuales son, a su vez, medias de notas atribuidas a evaluaciones parciales
correspondientes, en la mayor parte de los casos, a pruebas escritas. El carácter
doblemente selectivo de la evaluación formal:
1) Sirve de base principal para las decisiones que afectan al desarrollo de la
carrera académica (promoción al grado superior, orientación al final del ciclo
primario);
2) Afecta a una parte del currículum, correspondiente a lo que con frecuencia se
denominan materias principales.
La segunda función manifiesta de la evaluación formal consiste en informar a los
padres acerca del trabajo escolar y del nivel de excelencia de su hijo en las ramas
principales, nos sólo al final del curso escolar, sino de cada trimestre y preferentemente
más a menudo, mediante las evaluaciones parciales.
Estas medias llegan a conocimiento de los padres con una apreciación cualitativa
que precisa el significado de alguna de ellas, por ejemplo, cuando el maestro quiere
situar el nivel actual de excelencia del alumno en relación con su progreso en el
transcurso del año, o poner de manifiesto un desfase entre sus posibilidades y sus
resultados reales.

Las condiciones prácticas de la evaluación formal.

El formalismo y el ritualismo de un auténtico examen exigen, la ausencia de


familiaridad entre el evaluador y el evaluado, y la insistencia en el carácter excepcional
y definitivo de la prueba. La evaluación practicada en clase carece de estas
características, aún cuando sea formal y calificada. En cierto modo, el escolar pasa el
tiempo preparándose para la evaluación haciendo ejercicios, respondiendo a preguntas,
resolviendo problemas análogos a los que encontrará en la prueba escrita o en la
próxima pregunta oral. Por eso las conductas sobre las que se basa la evaluación formal
de la excelencia escolar no se distinguen con toda claridad del conjunto de prácticas
cotidianas en clase. Aunque los alumnos estén habituados a encontrase ante tareas
análogas en su trabajo ordinario, la situación de evaluación puede modificar su
conducta.
El contraste entre los momentos de evaluación y los de trabajo resulta más o
menos marcado según las clases. En algunas, la tensión es permanente, el maestro ejerce
una presión constante para que los alumnos trabajen rápido, bien, solos, sea en un
ejercicio sin consecuencias o en una prueba importante. En otras clases, sino hay
diferencias claras entre la evaluación y otros momentos del trabajo escolar, se debe a
que ambos se caracterizan por una atmósfera distendida, teniendo los alumnos la
posibilidad de hablar, de levantarse. Sin embargo, la evaluación sigue siendo un
momento que se distingue de los demás por una cierta dramatización, y se pretende que
sea una incitación suplementaria para trabajar. La dramatización crea una angustia y una
tensión que obstaculizan el buen funcionamiento intelectual.
El factor tiempo reviste una importancia considerable porque crea en muchos
alumnos una tensión que les hace perder parte de sus habilidades y, a la vez, porque
impide que los más lentos hagan todos los ejercicios de manera que se les evalúa tanto
por su ritmo de trabajo como por la exactitud de sus respuestas.

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Según la actitud del maestro la evaluación de la excelencia tiene en cuenta, y en


una medida variable, la disposición a cooperar y la buena voluntad del alumno ante las
tareas propuestas en una prueba escrita.

De la prueba corregida a las notas.

Una vez recogidos los ejercicios, con independencia de las condiciones en las que
se haya realizado la prueba, el maestro se encuentra ante un conjunto de trabajos hechos
de manera más o menos completa y más o menos correcta. ¿Cómo pasa de estas
informaciones a una calificación? Sobre este punto no existe reglamentación alguna. En
cuanto a las formas de calificar las respuestas orales, conferencias, presentaciones de
libros, lecturas en voz alta, recitaciones de poemas o un conjunto de tareas regulares, es
imposible calibrar una doctrina, identificar algunas constantes.
Podríamos decir que las prácticas observables participan de una combinación
intuitiva de la evaluación de referencia normativa y de la evaluación de referencia
criterial, ambas muy artesanales, cada una de las cuales neutraliza en parte los posibles
excesos de la otra.
La evaluación tiene una referencia normativa cuando cada alumno es evaluado
con respecto a una población. La prueba, una vez preparada, se administra a una amplia
población de niños de la misma edad y se contabilizan los resultados obtenidos por cada
uno. Si aquella está bien constituida, se supone que la distribución de los resultados
tendrá la forma de la campana de Gauss, o curva normal.
En función de la distribución de los resultados, se transformarán las puntuaciones
en porcentajes.
En una evaluación de referencia criterial, no se compara al alumno con los demás.
Su trabajo se relaciona con un criterio, con un límite de dominio definido de antemano.
Cualquiera que sea la forma de calificar que empleen los maestros, criterial o
comparativa, rigurosa o laxa, estable o cambiante, conduce a maestros distintos a
adjudicar sentidos diferentes a las mismas notas, bien porque se trate de clases distintas
(tanto por el nivel medio como por la dispersión en torno a la media), bien porque no
plantean las mismas exigencias absolutas cuando se trata, por ejemplo, de poner un 4 en
lectura o en matemáticas. A lo que se añaden todas las variaciones cualitativas en la
interpretación y especificación de las normas de excelencia.

Los grados de libertad en la calificación de las pruebas escritas.

Distinguiremos 5 aspectos principales:


1) La administración de la prueba: en esta etapa al maestro no le interesa la nota,
sino la ejecución misma de la prueba; la norma de equidad formal, pretendía
que todos sus alumnos trabajaran de forma individual, sin comunicación
alguna, beneficiándose de las mismas explicaciones iniciales, disponiendo del
mismo tiempo y trabajando en idénticas condiciones. Sin embargo en la
práctica no siempre se desarrolla así.
2) La corrección ítem por ítem: el maestro aunque en un principio se dote de una
codificación uniforme, se encuentra siempre con casos límite, errores
inadvertidos, respuestas que no son verdaderas ni falsas, razonamientos falsos
pero interesantes, respuestas inexactas aunque admisibles o que ponen de
manifiesto cierta reflexión. Cuando juzga los casos complicados o evalúa de
modo global un ejercicio, el maestro está influido por el conjunto del trabajo y
por todo lo que sabe del alumno. Así, puede tomar, más o menos

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deliberadamente una decisión que mejore o empeore la puntuación final, y por


consiguiente, quizá la nota.
Por otra parte, el maestro no llega a detectar todos los errores, los deja de lado e,
incluso si el alumno o sus padres se dan cuenta de ello, no tienen apenas motivos para
señalarlos. A la inversa, el maestro puede considerar como errores respuestas o
razonamientos correctos. Pero los errores voluntarios no ocurren al azar. Hay maestros
que dejan pasar más errores en los trabajos de los alumnos buenos que en los de los
malos. La percepción del docente puede estar influida por las actitudes, con
independencia del tema al que se refiera. A veces vemos la realidad, no como es, sino
como quisiéramos que fuera. La corrección no es ajena a este mecanismo, tanto más
cuanto que se trata de una rutina cotidiana, un trabajo bastante molesto en el que no es
posible conseguir una cierta eficacia más que al precio de una determinada proporción
de errores.
3) El cálculo de la presentación global: si cada ejercicio vale una cantidad
concreta de punto, la calificación total suele calcularse mediante una simple
adición; pero el maestro puede reservarse la corrección de esa puntuación (o la
nota misma) para tener en cuenta factores generales como la calidad de la
presentación, la escritura, la ortografía, forma de colocar las operaciones, de
diseñar los diagramas, el respeto de las convenciones relativas a márgenes, la
fecha, el nombre, etc. De un maestro a otro varía mucho la importancia
otorgada a tales convenciones.
4) La elección del baremo: por definición, un baremo atribuye la misma nota a
los alumnos que hayan tenido idéntica puntuación global o cometido el mismo
número de errores. Aunque uno parezca menos apto que otro, el maestro no
puede diferenciar sus notas mediante el baremo. Si el maestro escoge un
baremo muy exigente, se trata de una decisión general, pero tiene
consecuencias particulares, puede privar de una buena nota a ciertos alumnos
que, a los ojos del docente, no la merece, o llevar a atribuir una nota más
ajustada a la realidad a alumnos que el maestro considera realmente ineptos.
Actuando sobre la división de intervalos, el maestro puede incluir o excluir a
un alumno de un determinado nivel de excelencia.
5) La consideración de las pruebas: el maestro puede equilibra los resultados
proponiendo una prueba más o menos difícil. Puede otorgar a determinadas
pruebas un coeficiente. En el momento de hacer las medias, siempre han de
tomarse ciertas decisiones para redondear las notas. Incluso, entonces, se
introducen correcciones.
En relación con la imagen del examen como procedimiento imparcial, esas cinco
formas de intervención correctora pueden parecer muy arbitrarias. Hay que subrayar
que no introducen más que ligeras correcciones, para que, esencialmente, las notas
encierren parte de “verdad”, para que las medias trimestrales reflejen con claridad una
jerarquía de excelencia estable más allá de los aspectos azarosos de los procedimientos
de evaluación formal. El juicio de excelencia que el maestro efectúa de manera intuitiva
se extiende a veces no sólo a las competencias del alumno, sino a sus “aptitudes”. Pero
esto sólo ocurre con algunos chicos, cuando, según el maestro, existe una contradicción
manifiesta entre sus resultados actuales y sus posibilidades. En la “corrección” de las
notas mediante la evaluación intuitiva hay algo de pronóstico. Las relaciones entre la
evaluación formal y la intuitiva son, pues, bastante sutiles, y resultan difíciles de
calibrar porque es más fácil descalibrar la intuición que las pruebas escritas, razón por la
que los maestros, suelen mostrase muy discretos respecto a su forma de redondear las
notas.

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La autonomía de la evaluación formal no es total cuando se trata de una


evaluación continua concebida y dirigida por el maestro en clase. En parte está
controlada por la evaluación informal que hace día a día, y que origina en el
pensamiento del maestro, unas jerarquías intuitivas bastante estables. Para calibrar la
esencia de la excelencia escolar, no basta el análisis de los procedimientos de la
evaluación formal. Hace falta tener en cuenta la realidad del trabajo escolar y la
evaluación intuitiva que lo acompaña para asimilar el contexto en el que se inserta la
evaluación formal.

El sentido ambiguo de las calificaciones.

Podemos suponer que diferentes maestros no calificarían la misma prueba de


manera contradictoria, salvo que cuando lo determinante sea la apreciación estética, en
el dibujo o la composición, por ejemplo. Pero nada permite esperar una concordancia
notable entre maestros distintos, habida cuenta de la forma de elaboración de las notas
Los especialistas en medición reprochan a las notas su falta de validez: las pruebas
escolares, en especial cuando se elaboran a escala de una sola clase, no evalúan una
muestra suficientemente representativa del conjunto de nociones y de saber hacer
pertinentes de una materia. Para juzgar la validez, haría falta saber con exactitud qué
competencias se pretenden medir. Pero no todos los maestros sienten necesidad de
aclarar y de nombrar las competencias que tratan de evaluar en una prueba concreta.
Aunque su validez estuviera asegurada, las notas carecerían de fiabilidad: el limitado
número de preguntas y el escaso rigor de las condiciones de administración de las
pruebas tiene como consecuencia grandes variaciones de notas correspondientes a igual
competencia. Así, la persistencia del sistema de calificación mediante notas no se
explica en realidad por el desconocimiento de sus limitaciones metodológicas.
Tales críticas valen ya para la evaluación de un solo alumno por un solo maestro,
pues éste no aplica siempre las mismas normas de excelencia a todos sus alumnos. Si
cada maestro tiene su propia imagen de la excelencia, de las exigencias
correspondientes a un determinado grado del ciclo, en parte se debe a sus preferencias
pedagógicas o ideológicas. Pero el maestro adapta de igual modo sus exigencias a los
alumnos que tiene adelante. Es imposible mantener exigencias que condenarían a todos
los alumnos de una clase al fracaso, con independencia del nivel absoluto de dominio
que muestren. Bajo la presión de los alumnos, de sus padres, sus compañeros, el
maestro adapta sus baremos al nivel de su público.
A parte de las críticas metodológicas, las prácticas actuales de evaluación se
cuestionan desde un doble punto de vista:
1) El de la equidad: las formas corrientes de evaluación sobreestiman la
excelencia escolar de determinados alumnos y subestiman la de otros, por
tanto, son sancionados, recompensados, seleccionados, orientados
injustamente. Si las notas no significan lo mismo en todas las escuelas, con
capitales escolares iguales, hay una desigualdad patente ante la selección;
2) El de la eficacia de la acción didáctica y de orientación: en principio, las
decisiones tomadas a propósito de un alumno-envío a clases de apoyo,
repetición de curso, atención médico-pedagógica, transferencia a otra
especialidad- serán más adecuadas si se basan en una apreciación justa de sus
conocimientos escolares. Dicho de otro modo, una evaluación menos
normativa permitiría orientar mejor la acción pedagógica corriente, sin
necesidad de presentar continuamente a los “alumnos malos” una imagen poco
gratificante de su posición en una jerarquía.

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La credibilidad de las calificaciones a los ojos de los padres.

La discordancia entre las exigencias de los maestros es lo bastante visible como


para que muchos alumnos y padres tengan la impresión de que el significado de las
calificaciones es bastante aleatorio. El alumno y sus padres, por tanto, en cierto modo,
están en mejor situación que los docentes para tener conciencia de la diversidad de los
modos de calificación. Lo que ellos observan no deja de empañar la credibilidad de la
evaluación formal, con independencia de las críticas que le dirigen los especialistas en
medición.
La forma en que los maestros elaboran las notas, distan mucho de ser evidente
para todos sus alumnos, y aun para sus padres. Algunos docentes explican su sistema al
principio del curso y responden sin problemas a cuantas preguntas les planteen respecto
a una prueba concreta; ponen de manifiesto sus criterios de corrección, comunican sus
baremos y justifican los casos de fracaso. En el otro extremo, hay maestros que protegen
con todo cuidado “el secreto de fabricación” de sus notas, porque estiman que no tienen
que rendir cuenta a los alumnos o a los padres o porque temen tener que justificar una
práctica poco coherente, o sea, contraria al reglamento. Así cuando un maestros, que
carece de calificaciones suficientes, basa su medida en una sola prueba, utiliza una
prueba compuesta para poner notas en varias materias o vuelve a tomar la media del
trimestre anterior, no estará muy dispuesto a la transferencia…
Respecto del eje severidad-laxitud, los comentarios abundan en las clases y en las
familias. La tendencia general hacia una evaluación más global y menos frecuente no
ayuda a los padres a comprender como se elaboran las medias. Como alumnos,
conocieron, en general, un sistema que comunicaba a los padres, cada semana o cada
quincena, el detalle de los resultados obtenidos. Como padres, viven un sistema en el
que reciben cada tres meses una nota media calculada a partir de controles que no
aparecen recapitulados; en el mejor de los casos, lo han visto y firmado, pero sin
comprender siempre el sentido de las preguntas, las modalidades de corrección, la
lógico del baremo y sin saber el peso de esa nota en la media que aparezca en el boletín
trimestral.
Muchos padres y alumnos dan importancia a las calificaciones porque conforman
la media anual y, por tanto, el éxito o fracaso escolar. Las notas funcionan como índices
que anuncian que todo va bien, que la carrera académica sigue su curso, que el alumno
trabaja con normalidad; o que hay que empezar a preocuparse, que está presente, la
amenaza del fracaso escolar. Por tanto, a los alumnos y a los padres les importan que
las notas sean buenas, o al menos suficientes para asegurar la promoción sin problemas
de un curso al siguiente.
Cuando un niño recibe una calificación, espera, y sus padres con él, que sea justa.
Esto supone que los alumnos sean evaluados de la misma forma, en idénticas
condiciones y, en segundo lugar, que las notas correspondan al nivel real de excelencia
de cada uno, sin exceso de severidad ni de laxitud. La forma de atribuir las
calificaciones, variable de un maestro, una materia, una prueba a los demás, no
contribuye a hacer creíble la equidad de la evaluación formal. Cuando el docente no se
toma la molestia de explicar su forma de elaborar las notas y, cuando da muestras de
que toda pregunta o toda crítica son mal recibidas, refuerza la impresión de que la
evaluación no es muy rigurosa.
Las controversias de que son objeto las calificaciones y otros procedimientos de
evaluación entre especialistas o profesionales de la escuela no pueden permanecer en el
marco estricto del sistema escolar. La existencia de un debate, de críticas que autorizan

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las ciencias de la educación, de experiencias limitadas de prácticas alternativas


“salvajes”, indican a los padres y a la opinión pública, que el sistema actual no goza de
la unanimidad de los docentes, de los responsables, de los especialistas.
Si el sistema cambia poco, en parte se debe a que es objeto de críticas
contradictorias. Las críticas de los especialistas y de una parte de los docentes piden
más bien la supresión de las calificaciones y su reemplazo por una evaluación de
referencia criterial, de la que los padres podrían recibir una versión simplificada. Los
padres no se muestran unánimes en cuanto a las notas escolares. Los más próximos a las
corrientes de la escuela moderna o activa se unen a los docentes que critican las
calificaciones. Otros se oponen a las notas porque evalúan negativamente a sus hijos,
los llevan a una competición muy dura de la que salen perdiendo. Pero muchos padres
no desean la supresión de las notas, porque ven en ellas una justa retribución de la
excelencia escolar y del trabajo, una invitación al esfuerzo, pero, sobre todo, porque las
consideran una información familiar, simple, que sirve de barómetro o de termómetro
de la situación escolar de su hijo, sin obligarles a entrar en el detalle de los objetivos y
de los criterios. Las notas responden con exactitud a las necesidades de una parte de
los padres. Los partidarios de la selección escolar desean también con vehemencia su
mantenimiento, porque ven en el abandono de las calificaciones un signo de laxitud y la
seguridad de un “descenso de nivel”.
Este sistema de evaluación resiste a las críticas porque permite a la organización
escolar sobrevivir, a pesar de contradicciones importantes. Es lo que trataremos de
mostrar analizando el sistema de evaluación formal, desde el punto de vista privilegiado
en todos los debates, el de la selección escolar. Tendremos ocasión de examinar más de
cerca poniendo de manifiesto los vínculos entre la evaluación formal y la progresión en
el ciclo, la división del “currículum” en programas anuales y sus implicaciones para la
fabricación de la excelencia escolar.

Capítulo VI
Evaluación y progresión en el ciclo.

Una de las cuestiones que plantea todo análisis de los procedimientos de


evaluación formal consiste en saber por qué un sistema tan criticado por los
especialistas en medición y que no goza de la aceptación unánime de padres ni maestros
sigue en vigor durante decenios. Pretendemos comprender qué servicios prestan estas
notas para que haya tanta resistencia a abandonarlas, a pesar de su limitada racionalidad
desde el punto de vista de la medida “objetiva” de la excelencia.
La selección escolar constituye una cuestión escolar importante en las sociedades
industriales occidentales y este tema divide a la opinión pública y a la clase política; las
fuerzas conservadoras piden, por regla general, una selección dura y precoz, mientras
que las fuerzas progresistas proponen, en cambio, atenuar la selección y retrasarla al
máximo posible en el ciclo escolar. Sin embargo el desequilibrio existente entre las
fuerzas, habida cuenta de las contradicciones internas de cada una, no es tan grande
como para afirmar, que la selección escolar que se practica en la actualidad en la
mayoría de los sistemas escolares sirva exclusiva y totalmente a los intereses de las
clases sociales y de los partidos políticos favorables a la conservación del orden social y
a la reproducción de las desigualdades. Las prácticas selectivas en son el resultado de un
compromiso inestable entre doctrinas opuestas, conflicto que no sólo afecta a la
sociedad política, sino también al sistema de enseñanza y al cuerpo docente.

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Ese compromiso produce, en cada sistema escolar, una determinada situación de


selección. Sea como fuere, por sí sola no explica las modalidades de elaboración de los
juicios de excelencia. Si existe una selección, con independencia del grado del ciclo en
el que se produzca, supone una evaluación formal de los conocimientos adquiridos o de
las “aptitudes”. Esto todavía no nos dice por qué la evaluación formal habría de adoptar
o conservar la forma de calificaciones de excelencia escolar relativa.
La problemática de la reproducción de las relaciones entre clases y de
desigualdades sociales y culturales permanece en el centro del debate en sociología de
la educación.

Cursos anuales y diversidad de los ritmos de aprendizaje.

En su origen, la división en cursos sucesivos tenía como objetivo organizar una


progresión rigurosa en los aprendizajes. En la organización de la escolaridad primaria
en cursos anuales sucesivos, se contemplan que los alumnos que habían dominado los
aprendizajes previstos para el primer curso puedan pasar al segundo, y así
sucesivamente. En gran medida se sigue contemplando hoy día, la misma construcción
progresiva de los saberes y saber hacer.
En la escuela primaria que conocemos desde hace al menos un siglo, la norma
pretende que todos progresen al mismo ritmo y empleen un año escolar para asimilar el
programa correspondiente a un curso.
Cuando esto no ocurre la institución escolar introduce tres correctivos
importantes:
1. La relegación a una clase especializada: estas clases se destinan a los niños
que se consideran “inadaptados” a la escolaridad ordinaria, bien por causa de
la lentitud de su desarrollo intelectual y su ritmo de aprendizaje, bien como
consecuencia de minusvalías físicas o de trastornos conductuales.
2. La variación en la edad de ingreso en el primer curso de enseñanza primaria:
durante siglos, la edad de los escolares que recibían la misma enseñanza era
muy variable, y esto preocupaba muy poco. Con la aparición de las leyes de
escolarización obligatoria empieza a considerarse necesario fijar una edad
legal a partir de la cual todos los niños estuviesen sometidos a instrucción,
durante un período también fijado por la ley que, en el siglo pasado, solía ser
de seis o siete años y, desde entonces, de nueve o diez años en la mayoría de
los sistemas escolares. Se hizo normal que todos los niños de seis años
entraran al mismo tiempo en el primer curso de escuela obligatoria.
Sin embargo, con el desarrollo de la escuela materna o infantil, comenzó a ser
raro que un niño fuese inscripto en la escuela obligatoria sin haber asistido de
antemano a una escuela maternal o jardín de infancia. La generalización de la
escolaridad preobligatoria sentó, no obstante, las bases de una relativa
diferenciación de las edades de entrada en primer curso de primaria. Por una
parte porque la división en cursos no es tan estricta en la escuela maternal: en
ella es posible entrar más pequeño o saltar una o dos etapas. La simple
existencia de una escolaridad antes de los 6 años permite justificar también
que determinados alumnos entren en el primer curso de primaria con uno o, de
manera excepcional, dos años de adelanto.
3. La repetición de un curso: es en esto consiste la principal modalidad por
medio de la cual la enseñanza primaria hace frente a la diversidad de ritmos de
adquisición. Ya no se trata, en este caso, de que un alumno permanezca en un
curso durante el tiempo que necesite para dominar el currículum. Más bien es

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una especie de “doble o mitad”. Si en el término de un año escolar el alumno


no ha adquirido manifiestamente el mínimo necesario para seguir la enseñanza
en el curso siguiente, repetirá el año entero, quedando sometido a la misma
forma de empleo del tiempo, a los mismos aprendizajes, a los mismos
controles de quienes se encuentran por primera vez en ese curso.

Los límites de la diferenciación.

¿Bastan esos tres tipos de medidas –especiales, modulación en la edad de ingreso


y repeticiones de curso– para garantizar que los alumnos que acceden al mismo curso se
encuentran en condiciones de asimilar el programa? Dicho de otro modo: ¿los
procedimientos estructurales descritos permiten considerar que la división en cursos
asegura un progreso en los aprendizajes?
Es cierto que, en determinadas áreas, la estructura de los saberes y del saber hacer
es hasta tan lineal y acumulativa que puede fijarse un límite absoluto por debajo del cual
no tenga sentido al acceso al curso siguiente, de modo que la pobreza de los saberes
aprendidos por el alumno le impidan de forma radical la más mínima asimilación del
currículum correspondiente. Se sabe de niños que, desde el principio hasta el fin de su
escolaridad primaria, pasan de un nivel a otro con muy escaso margen, porque no se
quiere hacerles repetir curso aunque se sepa que tendrán las mismas dificultades al año
siguiente.
A fuerza de enfrentarse a la realidad de los extravíos y de los fracasos, la escuela
primaria se dota progresivamente con estructuras y medios didácticos que permitan una
diferenciación más útil que la relegación a la educación especial, las dispensas de edad
o las repeticiones de curso, esto es: la introducción de pedagogías de apoyo o las
remisiones al tratamiento médico-pedagógico, que dejan a los alumnos en sus clases.
Al mismo tiempo, asistimos a tentativas de mayor diferenciación de la enseñanza
dentro del aula. Esta es una de las justificaciones utilizadas con más frecuencia para
pedir la reducción del número de alumnos por clase. Las clases menos numerosas hacen
más fácil una cierta diferenciación de la enseñanza: el recurso al apoyo permite que
determinados alumnos superen dificultades pasajeras, y a otros, seguir el programa con
apoyo permanente. Incluso entonces, el sistema sigue teniendo que afrontar una gran
diversidad de alumnos admitidos para cursar el currículum correspondiente a un
determinado curso, sin que las posibilidades de diferenciación en el interior del mismo
sean proporcionales a la diversidad de los alumnos.
En la enseñanza secundaria, pueden homogeneizarse las clases del mismo curso
practicando una severa selección en el ingreso a las escalas más exigentes y, después, en
el momento del paso de un curso a otro. Los alumnos que no alcanzan el nivel exigido
pueden repetir, si esa medida parece suficiente para mantenerlos en la escala escogida;
pero quienes presentan más dificultades son “orientados” hacia niveles menos
exigentes, bien desde el principio, o cuando ya han comenzado los estudios
correspondientes a su escala. La enseñanza primaria dispone de unos recursos selectivos
mucho más limitados. La relegación a una clase especial no afecta más que a un
reducido número de cada generación y no se acepta, en principio, más que para aquellos
alumnos que padecen una seria desventaja a raíz de un diagnóstico clínico, o sea, de
una revisión médico-psiquiátrica más que pedagógica.
En cuanto a la edad de ingreso en los primeros cursos de la escolaridad
obligatoria, queda delimitada por las disposiciones legales. En cuanto a las repeticiones
de curso, la mayor parte de los docentes y de los responsables de la escuela primaria se
persuadieron (siguiendo en esto las conclusiones de gran cantidad de investigaciones

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psicopedagógicas) de que la repetición de curso no era una buena solución, porque no


mejoraba sensiblemente las posibilidades de los alumnos que repetían un año,
suscitando en ellos un sentimiento de fracaso más o menos duradero y multiplicando los
años de escolaridad.

La selección inconfesable.

Con frecuencia se toma la repetición del curso como el signo de fracaso del
alumno, al menos en los esquemas de interpretación más corriente. Repeticiones de
cursos de los alumnos considerados como pocos “dotados”, “poco motivados”,
“demasiado lentos”, “víctimas de desventajas socioculturales o lingüísticas”. Aunque no
se sientan responsables de cada repetición, los maestros parecen cada vez más sensibles
al hecho de que los alumnos y sus familias lo viven como un fracaso y una desventaja;
el espíritu de los tiempos se vuelve igualmente más sensible a lo que implica un juicio
negativo de valor que versa no sólo sobre el trabajo y los aprendizajes escolares, sino
sobre la propia persona del niño e, incluso, sobre su familia. Para una parte de los
docentes y de los inspectores, constituye una razón suficiente para no proponer la
repetición siempre que pueda darse otra solución, aunque suponga posponer el problema
y obligar a que otros asuman, en el curso siguiente, la responsabilidad de la selección.
La aplicación de una selección draconiana a los alumnos pone de manifiesto, en
nuestros días, una actitud política tanto como pedagógica; los partidarios de la selección
corren el riesgo de que se les atribuya, con o sin razón, una ideología elitista, una
voluntad de impedir el acceso de todos a la cultura, una oposición política a la
democratización de la enseñanza. En este aspecto, no existe consenso y el debate sigue
siendo muy vivo. Pero, por el mero hecho de su significación política, la selección no
puede ser defendida con tanta facilidad como en el pasado en nombre de los intereses
del niño y de su familia, ni reivindicada en el marco de una racionalidad exclusivamente
didáctica.
Las críticas contra la selección se refieren también a su poca eficacia: afirman
que, entre los alumnos repetidores, pocos mejoran y, en cambio, experimentan un
fracaso, pierden un año, acumulan un retraso que podría tener repercusiones negativas
en adelante. Se afirma que muchos alumnos orientados hacia escalas poco exigentes de
la enseñanza secundaria no obtuvieron provecho alguno, rechazaron aún más la escuela
y la cultura y se convirtieron en marginales, no sólo desde el punto de vista escolar, sino
también social.
Pero estas críticas referidas a su racionalidad están ligadas permanentemente a un
rechazo ideológico de la misma idea de selección, a la afirmación de la apertura de la
escuela primaria a todos, con independencia de sus capacidades. Quienes privilegian la
plenitud del niño y el desarrollo global de la persona rechazan la selección porque da
prioridad estrictamente a los aprendizajes escolares y, a la vez, porque constituye en sí
misma una experiencia desvalorizadota para una parte de los alumnos.
Si la escuela lograra proporcionar a todos el dominio de lo esencial del
currículum, la selección no tendría objeto. Dado que la escuela no puede instaurar la
igualdad, algunos piensan que la única solución consiste en rechazar la selección en la
enseñanza primaria, retrasarla al máximo hacia el final de la escolaridad obligatoria. Es
evidente que esta postura se opone a las tesis de quienes denuncian “el igualitarismo
furioso” y afirman el carácter inevitable de “la desigualdad del hombre”. Entre ambos
extremos encontramos posturas más moderadas que se esfuerzan por conciliar selección
y democratización.

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La relativa confusión ideológica que prevalece a propósito del papel principal de


la escuela primaria se añade a la inestabilidad o coherencia de las mayorías políticas en
casi todos los países democráticos; éstos son gobernados bien de forma alternativa por
la izquierda o la derecha, bien por mayorías de coaliciones muy heterogéneas. Por eso,
es difícil identificar en dichos países una política educativa coherente respecto a la
cuestión de la selección escolar, y la democratización. Cada sistema se encuentra más
bien dividido entre las fuerzas contradictorias que se enfrentan en el terreno político,
pero también en el interior del sistema escolar y en los establecimientos.
Uno de los efectos perversos de estas contradicciones consiste en la imposibilidad
que parecen tener las escuelas, en especial las de la enseñanza primaria, para definir y
hacer aplicar en todas las clases una doctrina coherente. A la falta de voluntad o de
poder para atacar las causas profundas de las desigualdades y del fracaso escolar, se
trabaja esencialmente sobre las apariencias, en particular sobre las tasas de repetición
de curso. Si disminuyen, si el retraso escolar desciende, en consecuencia, la escuela
tiene una apariencia menos selectiva, más democrática.
Los docentes y la organización escolar se enfrentan a otro problema: no dar pie a
reforzar la tesis, que una y otra vez vuelve a estar de actualidad, según la cual la escuela
es una máquina totalmente ineficaz que engulle supuestos astronómicos con resultados
decepcionantes. La crítica puede ser más o menos violenta, y sus consecuencias van,
desde la propuesta para desescolarizar la sociedad, al simple rechazo de aumentar de
forma constante, en todas las edades, las tasas de escolarización, la oferta de educación,
las inversiones públicas o privadas. Así, las elevadas tasas de fracaso escolar o de
abandono se convierten en signos de ineficacia del sistema mismo.
Al reducir la selección visible, la escuela y los docentes salen beneficiados, al
menos en cuatro aspectos:
1. Reducen sus sentimientos de culpabilidad y se proporcionan así mismos una
imagen más compatible con los valores de contribución al desarrollo pleno del
niño, de escuela activa y de democratización de la cultura;
2. Se evaden de las críticas más virulentas de los movimientos pedagógicos o
políticos que denuncian la selección escolar y las funciones de reproducción de
las desigualdades sociales a cargo del sistema de enseñanza;
3. Reducen el número de ocasiones de conflicto y de negociación con los
alumnos o con sus familias, víctimas de la selección, y que reaccionan, de
forma tanto más violenta cuanto más se asocian éxito escolar y éxito social; si
se presiente con ansiedad la devaluación de los títulos, y el posible desempleo,
ello no conduce a volver la espalda a la formación, sino, al contrario, a
desempeñarse con mayor ahínco en la competición escolar;
4. Salvaguardan la imagen de docentes que conocen su oficio, de una escuela que
conduce racionalmente a la mayor parte de los alumnos al dominio del
currículum.
La contribución del sistema de enseñanza a la reproducción de las desigualdades
sociales no ha disminuido de ningún modo. La selección sólo tiende a desplazarse hacia
el final del ciclo. Las desigualdades se crean en el interior de cada generación en las que
el nivel formal de instrucción se eleva y cuyo período medio de escolarización aumenta.
Pero esta evolución basta para inquietar a quienes encuentran que los privilegios quedan
aún mejor salvaguardados si la selección escolar se opera a los 10 ó 12 años y elimina
de manera definitiva de los estudios superiores a las tres cuartas partes de una
generación. Es preciso insistir en que el desplazamiento de la selección es muy variable
según los distintos sistemas escolares, en función de la coalición o de la alternancia de

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las fuerzas políticas que actúan a favor del statu quo o de la democratización de los
estudios.

El sistema actual de evaluación salva las apariencias.

La división vertical del trabajo pedagógico ya no está regida, si es que lo ha


estado alguna vez, por una racionalidad didáctica coherente. Incluso en las sociedades
más ricas, cuyo sistema de enseñanza dispone de medios importantes, es imposible a los
ojos de muchos, al menos con las técnicas y didácticas disponibles, hacer adquirir a
todos los niños de cada generación el dominio completo del currículum de la enseñanza
primaria. La contradicción sigue existiendo. La escuela trata de manejarla de la forma
menos explosiva posible, tanto en el interior del establecimiento y del sistema, en las
relaciones entre éste y las familias o la opinión pública, como a escala de la sociedad
política. La escuela, como organización pública, visible, vive si duda mucho más que
otras, la contradicción entre lo que está encargado de hacer y lo que ocurre cada día.
Así, su sistema de evaluación formal es uno de los recursos esenciales de los que
dispone la escuela para enmascarar esta contradicción o para enmendarla. Si
traducimos el currículum de cada curso a objetivos bien definidos, que den fe de un
nivel mínimo de dominio, y exigimos que un alumno alcance ese nivel mínimo en todos
los campos importantes para poder pasar al curso siguiente, ocurrirá una de estas dos
cosas:
1. Se mantendrán elevadas exigencias, que proporcionen confianza suficiente a
los padres de los buenos alumnos y a los defensores de las elites.
2. Los objetivos y, sobre todo, los límites de dominio estarán definidos, de
modo que, en realidad, nueve décimas pares de los alumnos puedan
alcanzarlos en las condiciones actuales de funcionamiento de la enseñanza
pública; en tal caso, es seguro que una parte de los alumnos que no tienen
dificultades escolares perderían el tiempo durante largos años en la escuela y
vivirían en la ociosidad y el aburrimiento, con gran daño para sus padres y
para todos quienes afirman que la escuela frena la aparición de elites, lo que
suscitaría, según las fuerza políticas operantes en ese momento, bien una
elevación espectacular del nivel de exigencia y, en consecuencia, de la
proporción de fracasos, bien una multiplicación de escuelas privadas de alto
nivel y el renacimiento de una doble red de enseñanza primaria.
La forma de evaluación que se practica en la actualidad en la enseñanza primaria
permite navegar, lo más cerca posible, entre estos dos extremos. Como no existen
criterios de dominio definidos con claridad que se impongan a todos los alumnos al
final de un determinado curso, nadie sabría decir con exactitud hasta que punto habría
que dominar el currículum para pasar al nivel siguiente. Cada docente puede fijar, a su
modo y por su cuenta, los límites de dominio y aplicarlos a sus propios alumnos. Pero
en la medida en que no constituya una práctica generalizada, o que no exista consenso
sobre posibles criterios, ni una definición institucional, es imposible valorar “el
rendimiento medio” de cada curso de enseñanza.
Los sistemas escolares que pretendan lograr una visión del nivel de dominio de las
principales asignaturas que estudian sus alumnos tienen la posibilidad de organizar
exámenes al final del curso escolar cada año o al terminar un ciclo de estudios de dos o
tres años. Esta práctica varía mucho de un sistema a otro, pero, en todo caso, tiende a
desaparecer. Las razones que suelen invocarse se refieren al carácter artificial del
examen, a la dificultad y a la injusticia que supone juzgar el nivel de excelencia de un
alumno en virtud de una prueba, sobre la base de los resultados obtenidos en un día

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concreto. Los adversarios de los exámenes argumentan, no sin razón, a favor de una
evaluación continua, más representativa de lo que realmente saben hacer los alumnos, y
que, por basarse en períodos largos, neutraliza las fluctuaciones inevitables, de los
resultados escolares y elimina parte del carácter dramático de las pruebas. La evaluación
continúa simplifica también el final del curso escolar, sin obligar a los maestros a
consagrar varias semanas a revisiones cuyo único interés reside en permitir a los
alumnos hacer un buen papel en el examen anual. La evaluación continua evita también
a la familia y a los niños la tentación de una preparación acelerada e intensiva para logra
unos resultados satisfactorios en el examen entrenándose con pruebas administradas en
años anteriores.
Los sistemas escolares que no organizan exámenes anuales o que los dejan a la
discreción de los maestros saben aún menos que los demás lo que en realidad dominan
sus alumnos al final de un curso escolar.
Los trabajos que evalúan las adquisiciones reales de los alumnos omiten la
definición del nivel de dominio que podría considerarse “normal” o necesario al final de
cada curso. Por tanto, sin fijar un nivel de exigencia ni codificar criterios mínimos de
dominio, nadie puede apreciar el rendimiento, de un sistema escolar. Quienes pretenden
poner de manifiesto el escaso rendimiento de la escuela pueden decir que esta sólo logra
sus objetivos cuando todos los alumnos dominan el programa íntegro de todos los
cursos. Esto está muy lejos de convertirse en realidad. Si se estima, en cambio, que la
excelencia no puede corresponder sino a una minoría y que un dominio medio del
currículum constituye la única ambición realista, podemos considerar que la escuela
primaria hace bien su trabajo con los medios puestos a su disposición.
La imprecisión que planea sobre este aspecto no se debe al azar y no es imputado
a la ausencia de instrumentos adecuados de evaluación. Si persiste se debe a que, en las
sociedades pluralistas, esa impresión permite que la escuela sobreviva y funcione
conciliando pragmáticamente ideologías contradictorias.

El fracaso escolar vivido como fatalidad.

Cabe preguntarse si ¿Se interesa, el maestro por el éxito de sus alumnos, si lo vive
como el éxito o el fracaso de su proyecto educativo? El fracaso del alumno no supone
el del maestro; como contrapartida; un maestro no se atribuye cada éxito individual. A
veces sabe hasta qué punto su influencia ha sido débil, ya que el alumno conocía ya
cosas y tenía facilidad para aprenderlas.
En el mejor de los casos, el maestro espera conducir a la mayoría de su clase a un
resultado digno y a no agravar la situación de los alumnos que ya han perdido desde el
momento en que los recibe. Modera sus ambiciones y se limita a lo que le parece
accesible. El maestro no puede considerarse responsable de los fracasos respecto a los
cuales se siente muy distanciado. Como todo profesional que se enfrenta a una tarea de
resultados inciertos, el docente clasifica los fracasos entre dos polos: por una parte,
aquellos respecto a los que “nada se podía hacer”; por otra los que “hubieran podido
evitarse”.
Entre ambos extremos, aparecen casos intermedios, más ambiguos. Sería falso, no
obstante, creer que todo docente procede de antemano a efectuar una división precisa de
sus alumnos en tres categorías: quienes no pueden fracasar, quienes no pueden tener
éxito y aquellos, sobre los que nada hay decidido. Sin duda, algunos docentes ponen
demasiado pronto estas etiquetas, lo que permite suponer un “efecto Pigmalión”. Pero
es más frecuente que esta clasificación no sea cerrada y, sobre todo, que se lleve a cabo
a lo largo del año o, incluso a posteriori, a modo de balance.

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En las condiciones actuales de la enseñanza primaria, el principal objetivo del


maestro consiste en salir airoso en su año escolar.
No todos los maestros mantienen idénticas relaciones con su trabajo, no todos
contemplan de igual manera el año escolar, ni valoran los mismos aspectos de su
práctica, pero todos tienen un proyecto para su clase, cuyo éxito no está por completo
subordinado al éxito individual de todos sus alumnos.
El maestro se refiere en primer lugar al grupo de clase, a un conjunto. Si todos sus
alumnos son excelentes, estará encantado. Pero su éxito –como docente– es compatible
con el fracaso de algunos. Otros consideran “normales” las desigualdades de éxito, y no
se inquietan salvo si el número de fracasos en su clase supera una cantidad “razonable”.
Pero, aún aquí, se trata de la proporción de fracasos en el grupo. Tomado de forma
individual, el fracaso de un alumno nunca amenaza al maestro, salvo si pone de
manifiesto una falta profesional de envergadura.
Admitamos que esta relación sólo estratégica con el éxito de sus alumnos sea un
caso extremo. Pero es muy difícil que, incluso un maestro concienzudo, amante de su
profesión, preocupado por el futuro de los niños, pueda vivir cada fracaso de un alumno
como el de su propio proyecto pedagógico.
Para los profesionales en ejercicio, salvo algunos que no se resignan a ello, el
fracaso escolar es vivido como una fatalidad. Y no siempre en la forma espectacular de
la repetición de curso, de la remisión a un aula especial, de la relegación al ghetto
escolar de las escalas al final de la escolaridad. La disposición de las estructuras
escolares y de las normas de selección puede dulcificar el fracaso escolar, hacerlo
menos visible. Pero lo fatal a los ojos de los profesionales de la escuela, es que todos los
alumnos no aprenden, no asimilan el currículum en la misma medida o, al menos, al
mismo ritmo.
Este fatalismo no tiene por qué ser la expresión de una ideología del don, de una
creencia de aptitudes innatas o naturales. Puede constituir también una referencia a las
desigualdades “socioculturales”, a las “desventajas” lingüísticas, intelectuales o
culturales. Incluso puede tratarse del reconocimiento del hecho de que la escolarización
es, para determinados niños, como consecuencia de su origen social o de su
personalidad, una experiencia carente de sentido, que les propone aprendizajes que no
consideran interesantes al precio de un trabajo que no quieren realizar.
Cuanto más se adhiera uno a la “ideología del don”, más se resigna ante el fracaso
escolar. Los docentes que piensan que “otra escuela” produciría menos fracasos se
encuentran en una postura poco cómoda; deben conciliar su impotencia con el
sentimiento de que se debe a factores modificables a escala de sistema escolar: el
número de alumnos por clase, la sobrecarga de los programas, la inadecuación de las
didácticas o de los medios de enseñanza, las formas de evaluación, los criterios de
selección.
Cada uno, allí donde se encuentre, tendrá que definir a su modo “lo ilusorio y lo
posible”. Debemos pues, preguntarnos a qué representación de la realidad corresponde
el “realismo de un docente. Porque ese realismo –“¡respecto a ciertos fracasos, no puedo
hacer nada!”– es también una protección, vital, contra la culpabilidad y la angustia. En
un cometido tan difícil, no se puede vivir en un fracaso permanente, una vez tras otra.
Las diferencias entre alumnos, por sí solas, no explican nada, y no se transforman
en desigualdades de éxito escolar sino a través del peculiar funcionamiento del sistema
de enseñanza. En la medida en que los fracasos y las desigualdades escolares no
corresponden al orden de naturaleza de las cosas, sino al de la historia de las sociedades
y de sus sistemas de enseñanza, no podemos hablar de fatalidad, salvo que

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demostremos que sea imposible, desde un punto de vista sociológico, que una sociedad
pueda crear y mantener un sistema de enseñanza más igualitario.

Los signos externos de eficacia didáctica.

¿Respecto a qué indicios se juzga al maestro en relación con el nivel conseguido


por sus alumnos? Distinguiremos varios signos externos de eficacia didáctica:
1) Las medias trimestrales y anuales y las repeticiones que determinan;
2) Los resultados obtenidos por la clase en las pruebas normalizadas propuestas
por los inspectores o por el servicio de investigación pedagógica;
3) Las reacciones de los padres durante el año escolar;
4) Las reacciones del inspector;
5) Las reacciones de los docentes que reciben a sus alumnos en los cursos
superiores.
Examinemos, estas formas de regulación, que pueden ser vividas, según los casos,
como una retroalimentación (feedback) gratificante y constructiva, que ayuda al maestro
a “pilotar” mejor su enseñanza, o como una denigración y una amenaza.
En contra de lo que se pudiera creer, las medias y la cantidad de repeticiones, no
son por sí solas, indicadores muy fiables del “rendimiento” de la enseñanza en una
clase, por que tales indicadores se encuentran en gran medida bajo el control del
maestro, que puede enmascarar hasta cierto punto el bajo nivel de sus alumnos
poniendo las notas “con generosidad”.
Las pruebas normalizadas permiten situar el nivel medio de una clase y su
heterogeneidad en relación con el conjunto de aulas del mismo nivel. Desde que los
maestros no tienen que atenerse a un plan de estudios trimestral, las pruebas
normalizadas no versan, en principio, sobre el programa del año en curso, sino sobre el
del año anterior. En consecuencia, incluso unos resultados desastrosos no acusan al
maestro encargado de los alumnos en ese momento, salvo que los hubiera tenido
durante el año precedente, que no es raro. Cualesquiera que sea ésta, con razón o sin
ella, muchos maestros se sienten controlados a través de las pruebas normalizadas, lo
que, en algunas clases, conduce a un modo de preparación intensiva que adopta la forma
de revisión a fondo del programa o de un entrenamiento sobre la base de pruebas
administradas en el transcurso de años anteriores y que muchos docentes conservan o
hacen circular según las necesidades.
Las reacciones de los padres desempeñan también un papel importante en las
vivencias de la mayor parte de los docentes, bien como fantasmas o como resultado de
experiencias auténticas.

Las expectativas de otros maestros y el “currículum”

Ningún maestro piensa, en realidad, que todos los alumnos que recibe dominen el
programa del curso anterior. Pero puede servirse de esta ficción para descargar su
responsabilidad, por ejemplo, atribuyendo el desigual progreso de sus alumnos a la falta
de cumplimiento de la norma en los cursos precedentes.
Un docente no puede permanecer indiferente a su reputación, en especial si los
docentes que reciban a sus alumnos trabajan en la misma escuela o en el mismo barrio.
Un profesor que haya “preparado bien” a sus alumnos es felicitado directamente, lo que
le causa satisfacción, pero le confirma que está siendo juzgado. Aunque carezca de
retroalimentación (feedback) el docente prevé las reacciones. Al juzgar a sus colegas de
los cursos inferiores, sabe que será, a su vez, juzgado sin compasión.

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En definitiva, son raras las escuelas en las que se pueda permanecer con total
indiferencia respecto a las expectativas de los otros maestros.
Todo maestro sabe que quien reciba a sus alumnos no tendrá en cuenta si dominan
el programa del curso anterior en su integridad, sino sólo si lo conocen “en una medida
razonable” así mismo, sabe que su colega del nivel superior se mostrará, ante todo, muy
sensible a las adquisiciones que faciliten su propio trabajo. Para estar, si no de manera
“irreprochable”, al menos “dentro de una norma” a los ojos del maestro que reciba a sus
alumnos, el docente debe, identificar a su vez los saberes más valorados y el nivel de
dominio que se juzga aceptable.
Los saberes más valorados, en principio, deberían corresponder a los aprendizajes
fundamentales, sobre cuya base habría que edificar otros conocimientos. El maestro
dará más importancia a la homogeneidad a los aprendizajes en apariencia secundarios.
Las normas de trabajo escolar, el respeto a las convenciones, importan tanto como la
asimilación de los conceptos, al menos según la apreciación del trabajo que efectúan
los colegas de cursos superiores. Que un alumno no comprenda nada en absoluto de las
estructuras profundas confirma sobre todo al maestro en la idea de que sus aptitudes son
limitadas. Los maestros tienen la impresión de que determinados alumnos, aunque
repitiesen tres veces cada curso, siempre presentarían dificultades de importancia. Por
el contrario, si no dominan las técnicas elementales del trabajo escolar, en principio al
alcance de todos, con la condición de poner en ello cierto interés, la acción y el rigor del
maestro precedente quedarán en entredicho.
Por tanto, la enseñanza y la evaluación se orientarán, en la práctica, menos
respecto al currículum formal que a las expectativas supuestas en los maestros de los
cursos siguientes.
La evaluación escolar, se presenta como un dispositivo racional destinado a medir
el progreso de los alumnos respecto a la asimilación del currículum, porque el
cometido de la escuela consiste en hacer aprender. En la práctica, la articulación del
ciclo en niveles sucesivos no es tan racional como parecería sobre el papel.
La evaluación, si funcionara de forma autónoma, al modo de las encuestas
pedagógicas, pondría en evidencia las contradicciones de la organización y de las
prácticas. Como se encuentra bajo el control de la autoridad escolar, y de los maestros,
les permite, en cambio, funcionar sin quedar paralizados por completo a causa de las
contradicciones insuperables debidas al pluralismo de ideologías y estrategias. El
sistema de evaluación formal, en una organización tan compleja como la escuela, tan
relacionada con el aparato del Estado, tan vinculada a las familias, a las colectividades
locales, a la sociedad global, no puede ordenarse en relación con la única preocupación
de hacer progresar a todos los alumnos hacia el dominio del currículum. Se adapta a las
exigencias de la organización y de la práctica.

Capítulo VII
Cuando la excelencia constituye verdaderamente la norma.

En la medida en que la excelencia escolar no siempre corresponde a una profunda


aspiración del alumno, la falta de excelencia es fundamentalmente ambigua. Puede
manifestar los límites de lo que sabe y sabe hacer el alumno en un momento
determinado, pero también puede explicarse por una falta de interés en la tarea o en el
trabajo de preparación y de ejercitación que precede a la evaluación.
Si la escuela se dedicara estrictamente a la evaluación, podría desinteresarse de la
cuestión de saber si el alumno ha desempeñado su cometido de la mejor manera posible.

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Pero el juicio de excelencia no es comparable a un veredicto salvo cuando sirve de


fundamento a una decisión de certificación o de selección. El paso de un maestro a otro
no rompe la presión constante ejercida sobre todos los alumnos para que trabajen sin
desmayo. De principio a fin de curso escolar, los chicos reciben exhortaciones, en tonos
y con argumentos diversos, para hacerlo lo mejor que puedan, para aplicarse, trabajar y
concentrarse para alcanzar el nivel de excelencia más elevado posible.
Para los maestros y los padres, alcanzar un determinado nivel de excelencia
escolar, sea absoluto o relativo en comparación a los demás, supone asegurar el éxito; en
cambio, quedarse más debajo de un nivel mínimo de excelencia o “descender”, supone
correr hacia el fracaso. Para la mayor parte de los adultos, es evidente que hace falta
aspirar a la excelencia escolar, por sí misma o como indicador del éxito escolar y, por
tanto, profesional y social.
Así pues, la excelencia, en la escuela, no es, un simple ideal propuesto a los
alumnos, de manera que cada uno sea libre para tender o no hacia él, con mayor o
menor constancia y energía. La norma de excelencia constituye una norma en el sentido
más fuerte del término. Es preciso ser excelente o, al menos, alcanzar un nivel mínimo
que corresponda a las posibilidades, a las “aptitudes” que uno tiene. Ningún alumno
puede, por tanto renunciar abiertamente a la excelencia sin afrontar numerosas malas
caras.
La excelencia escolar es una de las formas de excelencia más sometidas a
coacción social. Fuera de la escuela, las jerarquías de excelencia se establecen entre
profesionales en ejercicio que valoran la excelencia, aunque no todos estén dispuestos a
asumir el trabajo, la tensión y los deberes vinculados a toda competición.
Este capítulo constituye un principio de análisis del trabajo escolar como actividad
a la vez impuesta por el hecho de la autoridad del maestro y evaluada en virtud de las
normas de excelencia.

El éxito y el proyecto.

En toda red social uno de los privilegios que proporciona el poder consiste en
poder definir la realidad, en particular respecto al éxito de las empresas de unos u otros.
Este poder puede llegar hasta “adjudicar” deliberadamente a los otros proyectos,
intensiones, que jamás hayan tenido, lo que permite estigmatizar su fracaso o al menos,
hacerles responsables del desarrollo de los acontecimientos.
Por eso, las nociones de éxito y de fracaso tienen un sentido variable según la
naturaleza de las relaciones sociales. Distingamos dos situaciones extremas:
a) En una de ellas, el individuo hace sus proyectos con total autonomía
y juzga su éxito, con total independencia al abrigo de las miradas de los
demás o, al menos, sin tener que rendir cuentas a nadie;
b) En otra, el individuo está completamente sometido al juicio de los
demás: se le juzga sin preocuparse de sus opiniones, de acuerdo con
criterios sobre los que no tiene control alguno, adjudicándole, si es
preciso, un proyecto ficticio.
Entre esos dos extremos, existen mil situaciones diferentes.

La instrucción obligatoria: un proyecto para los niños.

En nuestra sociedad, desde hace algo más que un siglo, la ley impone una
instrucción obligatoria, que prevé unos contenidos mínimos, etapas, edades límite; en
determinados países, impone la escolarización, dejando a voluntad la opción por la

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enseñanza pública o las escuelas privadas; en otros sistemas; lo único obligatorio es la


instrucción, dejando en libertad a la familia para que la asegure por sí misma o la confía
a un preceptor, mientras el Estado comprueba la eficacia de la formación impartida
mediante exámenes periódicos.
Los padres pueden utilizar la parte de autonomía que la ley les conceda sin tener
en cuenta la opinión de sus hijos. En ninguna sociedad se deja la instrucción de los
niños a su libre albedrío. En cualquier sociedad el control social se ejerce
considerablemente sobre las prácticas educativas de las familias. En las sociedades de
derecho, la legislación otorga al Estado el poder y la obligación de asegurar la “policía
de las familias” lo que refuerza el control informal que ejercen los vecinos, los
miembros de la familia más amplia o la iglesia.
Esto no significa que los niños o adolescentes carezcan de todo proyecto de
formación, del deseo de aprender. Desde su nacimiento, cada niño se esfuerza para
dominar determinadas prácticas. Sus deseos de aprender se adelantan con frecuencia a
los de los adultos. Cuando el deseo de aprender parece aceptable, conveniente,
constructivo, el poder de los padres se ejerce aún en el nivel de realización del
proyecto: ellos deciden el empleo del tiempo y los desplazamientos de los niños.
Incluso en el terreno de los juegos o de las actividades artísticas, artesanales o
deportivas, la libertad de formación de los niños tiene límites.
En todas las sociedades los niños y adolescentes se hallan en una situación
restrictiva por partida doble. En primer lugar, porque sus propios proyectos de
formación, cuando existen no pueden ponerse en práctica sin la aprobación ni el apoyo
material de los adultos de quienes dependen de forma directa. Su capacidad de tener un
proyecto autónomo de formación y de ponerlo en práctica es, pues, limitada en grado
sumo. Lo que aquí, ponemos de manifiesto es la dependencia de niños y adolescentes
respecto a los adultos en materia de formación. El hecho de que esta dependencia haya
tenido como resultado una escolarización masiva presenta una inmensa importancia
histórica. Pero la escuela sólo tiene una autoridad delegada por la familia, la iglesia o el
Estado sobre el niño y el adolescente. Ni es, pues, la fuente primaria de las limitaciones.

Un proyecto atribuido al alumno.

Cuando elaboran el proyecto de instruir a un niño o adolescentes sus padres,


maestros y demás adultos, tienen suficiente poder para imponerle una asistencia regular
a la escuela, cierto respeto hacia la disciplina escolar, determinando trabajo y una
evaluación periódica de lo que asimile.
Esto no garantiza que se produzcan los aprendizajes deseados. Hacer aprender a
alguien que carece de todo deseo e interés es difícil. Por eso los docentes consagran una
parte de su tiempo a motivar a sus alumnos, a crear o mantener el deseo de aprender.
Saben que necesitan de la cooperación activa de los niños y adolescentes para
instruirlos. A los adultos les interesa que los niños o adolescentes deseen aprender:
1) Lo que la escuela quiera enseñarles;
2) A la edad y durante el período en que se juzga necesario ese aprendizaje;
3) Al precio del trabajo escolar que se considera necesario para garantizar
determinado nivel de excelencia:
4) Según las modalidades impuestas por los medios de enseñanza, las
metodologías, la cantidad de alumnos por clase y las reglas de la organización
escolar.

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Los padres y maestros se sienten satisfechos cuando los niños y adolescentes


hacen suyo el proyecto concebido según los dictados de aquéllos, hasta el punto de creer
que lo han elegido con libertad. Producen:
a) Una adhesión global a la idea de que vale la pena ir a la escuela “para aprender
cosas”, porque son interesantes, o porque ¡más tarde serán útiles”
b) Un deseo de comprender, de aprender determinadas cosas; saber leer, dibujar,
construir un cuadrado; saber cómo viven las ranas o cómo hacían fuego los
hombres de las cavernas.
Los deseos de aprender de los alumnos, cuando existen difieren:
1. Por sus contenidos: no todos los niños desean aprender, lo mismo en el mismo
momento;
2. Por el nivel de dominio en perspectiva: no todos los niños tienen las mismas
ambiciones o necesidades;
3. Por su grado de estructuración: no todos los niños tienen una idea clara de lo
que pueden y quieren aprender.
Los docentes y los padres lo saben. Pero se sienten tentados de hacer como si cada
alumno deseara aprender exactamente lo que se le enseña y exige de él.
Cuando los niños o adolescentes tienen en efecto el deseo de aprender algo y de
dominarlo, pueden, como todo el mundo, salir airosos o fracasar en esta empresa.
Cuando este deseo coincide con lo que quieren enseñarle en el mismo momento, su
sentimiento personal de éxito o fracaso puede unirse a la evaluación practicada por la
escuela. Pero esta coincidencia no constituye la norma.
Al atribuir sistemáticamente el éxito y el fracaso al alumno, cualquiera que sean
sus proyectos y deseo de instruirse, los docentes cometen un tipo de abuso lingüístico,
que forma parte de la empresa de convencer al alumno de que se trata de su éxito o su
fracaso y, por tanto, de su proyecto de formación. Este abuso enmascara la naturaleza
real del éxito o fracaso escolar, resultados de juicios de excelencia automáticos a los que
no puede substraerse el alumno. Con independencia de su deseo de trabajar y de
aprender, será evaluado sin remisión. Si fracasa o tiene dificultades, se tomarán medidas
que le afecten y que pueden ser tan desagradables como el trabajo escolar. Ningún
alumno puede, pues, quitar toda importancia al juicio que sobre él haga la escuela. Debe
logra el compromiso entre sus propias ambiciones y lo que se exige de él. Pero hacer
suyo el proyecto de los adultos no es la única estrategia posible.

Las estrategias de los alumnos frente a las exigencias de la escuela.

Se acepte o rechace, no es posible evitar las consecuencias, formales o informales


de un éxito, y más aún, de un fracaso, tal como la escuela los declara.
Las consecuencias formales más visibles son: la repetición de curso, el envío a una
clase de apoyo, la asignación a un grupo de nivel más abajo o, aún más grave, la
relegación a la educación “especial” o el impedimento para el ingreso en las escalas más
exigentes de la enseñanza secundaria. Las consecuencias informales afectan a la vida
cotidiana del alumno, a su autoimagen, su autonomía, sus relaciones con maestros y
padres.
Pocos alumnos pueden permanecer indiferentes ante el coste social de un posible
fracaso; pocos se mantendrán insensibles a los beneficios sociales que garantiza el éxito.
Por otro lado, con independencia de las consecuencias prácticas, incluso los alumnos
que carecen de todo deseo de aprender, y que afirman que ¡la escuela es un atraso!
asimilan muy mal una evaluación negativa. En especial entre los 6 y 12 años.

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Un alumno que obtiene pésimos resultados suscita una represión tan dura que
acaba haciendo alarde de una completa indiferencia hacia los juicios de excelencia. Un
alumno que, a pesar de aparentes esfuerzos, “no llega a hacerlo bien” puede asegurarse
la indulgencia de sus maestros. El que se mofa del trabajo escolar y lo manifiesta resulta
más amenazador, porque perturba la clase, “da mal ejemplo” y, sobre todo, porque se
resiste al propósito de inculcación, con el riesgo de suscitar el despotismo del maestro y
de los alumnos más dóciles.
¿Qué pueden hacer quienes, sin que les interese demasiado la escuela, pretendan
evitar los enfrentamientos directos y las humillaciones y temen las consecuencias
prácticas o simbólicas del fracaso? ¿Cuál son las estrategias disponibles para hacer un
buen papel en la evaluación? Si creemos a los adultos –padres o docentes– la única
posible consiste en tomar en serio la escuela, trabajar, estar atento y mostrarse activo en
clase, hacer los deberes concienzudamente. Ciertos alumnos interiorizan esta actitud.
Algunos de ellos van más allá de las expectativas de los adultos y viven en una
permanente angustia ante la posibilidad de no salir airosos. Otros adoptan estrategias
menos costosas, quizá vayan en contra de sus propios intereses a largo plazo, pero
muchos niños viven en el presente e inmediato futuro. Sus estrategias pueden parecer
cínicas, pero, sobre todo, son pragmáticas. Con frecuencia son poco explícitas, en
especial entre los más jóvenes, pero pueden ponerlas en práctica desde los primeros
cursos. A medida que avanza en su vida académica, el alumno comprende mejor como
se fabrican los juicios de excelencia y aprende el “uso adecuado” de la evaluación.
En este aprendizaje los hermanos o hermanas, los alumnos de más edad o más
despabilados y, a veces, los propios padres desempeñan un papel, nada despreciable.
Facilitan una comprensión más rápida de:
(a) Que el éxito, tal como lo define de modo oficial la escuela, no se basa sino en
la evaluación efectuada en clase, completada a veces por una prueba
normalizada o un examen anual;
(b) Que para alcanzar el éxito basta con hacer buen papel en la evaluación en los
momentos decisivos y en las materias determinantes;
(c) Que lo que cuenta es el resultado, y todos los medios que se pongan son
“buenos” mientras no le descubran a uno;
(d) Que no es indispensable ser excelente en todo, y basta con estar situado en la
media para progresar en el ciclo académico.
Gran cantidad de alumnos comprende con bastante rapidez, que, para tener éxito,
basta manifestar en el momento adecuado un nivel medio de excelencia.
Proponemos una tipología de aptitudes que los alumnos puedan adoptar en un
momento determinado del trabajo escolar.
1. Trabajar por interés;
2. Evitar problemas: el alumno trabaja para evitar todo tipo de confrontaciones
reales o imaginarias (angustias, trabajos que acabar durante el recreo, deberes
suplementarios, castigos, reprimendas del maestro o de los padres,
sometimiento a vigilancia más continuada y atenta, envío a clase de
recuperación, fracaso) o para asegurarse toda clase de ventajas (autoestima,
satisfacción de los padres, prestigio, liderazgo, integración, buenas relaciones
con el maestro, tiempo libre, relativa autonomía.). La excelencia escolar no
interesa al alumno sino como medio para satisfacer sus intereses;
3. Intento de simulación: el alumno no es indiferente a las ventajas que le
reportaría un dominio auténtico, pero no quiere asumir el trabajo
correspondiente; trata, pues, de engañar, de rehuir el trabajo sin rechazarlo de
forma clara, de recurrir a la ayuda de los otros, con más o menos discreción,

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o a diversos subterfugios en los momentos en los que se encuentra con


dificultades. Cada vez que se le coge en falta respecto a su trabajo, adopta una
postura sumisa y jura y perjura que hará un esfuerzo y muestra signos de
buena voluntad durante algunos días;
4. Rechazar toda cooperación: siempre que encuentra una excusa, el alumno no
asiste a clase, a veces con la complicidad de sus padres, cuando acude, no hace
nada o casi nada, se divierte, molesta a los que trabajan; suele ser castigado,
pero se burla y no se lo toma en serio; a veces la escala de sanciones y
provocaciones, conduce a una expulsión más o menos duradera o al envío al
cuidado médico-psiquiátrico, o judicial. Si el desafío planteado al orden
escolar establecido resulta soportable, si el maestro prefiere no recurrir a la
autoridad jerárquica, puede establecerse un modus vivendi hasta el final de
curso, a falta de medios eficaces de control social a escala de clase.
Ante tal diversidad de actitudes, el maestro no puede limitarse a “despertar los
espíritus”, a funcionar como animador, como “persona-recurso” al servicio de los
alumnos para tratar de llevar a cabo la realización de un proyecto de formación. Para
instruir a parte de sus alumnos, debe forzar su actividad, imponerles un trabajo sin
poder contar en todo momento con su buena voluntad.

Aprendizajes y trabajo escolar.

La acción constante del maestro no se ejerce directamente sobre los aprendizajes,


sino sobre el trabajo, la actividad de los alumnos: participación en las lecciones y en los
trabajos de grupo, deberes y ejercicios individuales, actividades de reflexión y de
investigación.
Desde un punto de vista didáctico, en sentido estricto, se trata de identificar las
actividades que lleven a provocar o a consolidar uno u otro aprendizaje. Las
metodologías y medios de enseñanza proponen respuestas más o menos detalladas a
estas cuestiones. El docente puede apartarse de ellas pero se recomienda,
encarecidamente respetar las metodologías oficiales; éstas indican una gama de
actividades (juegos, ejercicios, investigaciones) y remiten a medios de enseñanzas
concretos. Los docentes no tienen tiempo ni medios para crear todas las situaciones de
aprendizaje ni todos los medios de enseñanza que corresponderían a sus opciones
personales.
Para muchos maestros, el tipo de actividades parece, en la práctica, tan restrictivo
como los contenidos, aún cuando la didáctica se deje en gran medida a la iniciativa del
maestro como “profesional competente”. De todas maneras aunque tenga la energía y el
valor de concebir y preparar actividades completamente originales, significativas,
individualizadas, el maestro no podrá proponerlas sin más, dejando a los alumnos la
libertad de decidir. Un alumno que no escoja nada o que se decida por otras actividades
diferentes pronto será llamado al orden, animado a escoger y, en última instancia,
obligado a ponerse a trabajar.
El cometido del maestro no consiste, sólo en proponer actividades susceptibles de
generar aprendizajes. Su esfuerzo constante a de dirigirse a conseguir de sus alumnos un
compromiso activo en su tarea. Estas tareas exigen concentración, esfuerzo,
perseverancia, curiosidad; cualidades todas ellas, cuya adquisición no se produce de
forma constante ni por todos los alumnos.
Por eso el maestro ejerce, una presión más o menos fuerte sobre sus alumnos, para
comprometerlos con las tareas propuestas y evitar que dispersen su atención o inviertan
su energía en actividades ajenas al trabajo escolar; ¡continúa!, ¡vuelve a tu sitio!,

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¡cállate y trabaja!, ¿Aún no has acabado? ¿Estás dormido? ¿Y dónde estará el ejercicio
siguiente?
El motor de las actividades no es pues, el dominio que se supone han de
proporcionar, sino el deseo de satisfacer una necesidad inmediata, ajustarse a las
expectativas del maestro o de los padres, no reducir el propio prestigio antes los
compañeros, confirmar su pertenencia al grupo, impresionar a causa de su trabajo,
imponerse a los demás, hacer un buen papel en la evaluación. O simplemente para
determinadas actividades, el placer de hacer, sin más, unido, bien al contenido de la
actividad, bien a su novedad, o al grupo o marco o en cuyo seno bien donde se
desarrolle.

Enseñanza y control de las actividades.

Las pedagogías difieren considerablemente según los motores que privilegian: las
más activas apelan al placer del descubrimiento, de la creación, de la cooperación en la
realización de un proyecto, de la comunicación. Las más tradicionales son menos
realistas: se basan en el miedo a los castigos, el atractivo de las recompensas, el placer
de la competición, el deseo de excelencia, la necesidad de integración social o de
aprobación. Si las pedagogías activas y tradicionales no se refieren a los mismos
motores, es obvio, que no tratarán de suscitar las mismas actividades. La escuela activa
no puede esperar generar aprendizajes sino proponiendo actividades abiertas,
significativas, que permitan una elección y una fuerte entrega personal. La escuela
tradicional se da a sí misma los medios para imponer actividades en cuyo desarrollo la
producción de placer es menor; lo que exige del maestro menos imaginación y trabajo
en cuanto a su concepción y preparación.
Casi todas las pedagogías menos dependientes de restricciones se desarrollan
fuera de la enseñanza pública. Adoptan otros medios porque persiguen otros objetivos.
Las pedagogías más dependientes de las restricciones impuestas también suelen ser
ajenas a la enseñanza pública. Se encuentran en determinadas escuelas privadas,
confesionales o no, cuya especialidad consiste en hacer trabajar a los alumnos más
perezosos, imponiéndoles un régimen férreo.
En la escuela pública encontramos también un amplio abanico de pedagogías, pero
los docentes más favorables a las ideas de la escuela activa o de la escuela moderna
deben contar con las numerosas imposiciones restrictivas de la institución.
En el seno de un marco de este tipo, el maestro más a fin a las ideas de la escuela
activa no puede sobrevivir sin imponer a los alumnos un trabajo escolar que
espontáneamente no habrían escogido.
Para los docentes, imponer actividades y exigir un trabajo, constituyen rutinas.
Para sobrevivir en la institución es preciso, cumplimentar un contrato, progresar en el
plan de estudios, facilitar que los alumnos hagan un buen papel durante el año siguiente,
y por tanto, imponerles exigencias y esperar que cada uno lleve a cabo su trabajo con
suficiente, seguridad y constancia para asegurar:
a) El buen funcionamiento del grupo de clase, el orden material y moral que se
crea necesario;
b) El progreso en el plan de estudios;
c) Un balance “globalmente positivo” a fin de curso, tanto en el nivel medio de
los alumnos, como en el clima y la disciplina.
Por eso, para los alumnos, la escuela es, en primer término, un lugar de trabajo.
Esto no significa que todos estén dispuestos a seguir el juego, a trabajar sin reservas.

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Entre los alumnos y el maestro que no responden a sus expectativas hay siempre una
tensión, más o menos fuerte, más o menos constante.
No tratamos de analizar aquí, el conjunto de las desviaciones escolares, sino de
poner en evidencia que el trabajo escolar, constituye una conducta, compleja, que
presenta, casi siempre, un doble sistema de interpretación.

Poder y querer...

La excelencia consiste en la calidad de una práctica. Cuando esta última se ejerce


bajo cierta coacción, la falta de excelencia siempre es ambigua: puede poner de
manifiesto una falta de competencia como una falta de buena voluntad.
En cierto modo el maestro, debe resolver, en su escala, la cuestión de la
responsabilidad penal que se plantea a todo tribunal que debe juzgar un delito
establecido. Si el autor del mismo es declarado responsable, de sus actos, se le pedirán
cuentas, y será tratado como culpable. Si la investigación psiquiátrica, prueba, en
cambio, su responsabilidad, será declarado, inocente, con la condición de que sea
tratado o internado.
En la escuela es raro que se establezca la responsabilidad a través de un examen
psiquiátrico. Antes de llegar a ese extremo, ante desviaciones banales, el maestro a de
dilucidar la cuestión de la responsabilidad, que no se plantea, en términos de patología,
aunque esa idea no esté del todo ausente a propósito de ciertos alumnos que plantean
con frecuencia problemas al docente. Lo más habitual suele ser considerar la
responsabilidad como cuestión de madurez o de educación familiar. El niño será
considerado completamente responsable de alguno de sus actos. Respecto a otras
conductas, se le concederá el beneficio de la duda: no sabía... no se daba cuenta... lo ha
hecho sin mala fe...
Antes las conductas desviadas de loa niños, los educadores, sean padres o
docentes, desarrollan una casuística compleja. No sólo varía el sentido de una misma
conducta de un adulto a otro y según el niño de que se trate, sino también respecto al
mismo adulto en relación con el mismo niño, la interpretación de una conducta puede
variar cuando se adopta una cierta distancia, el razonamiento supera a la emoción, la
irritación, el miedo, la cólera, la decepción. Si interrogamos a un docente a cerca de lo
que ha de tenerse en cuenta para clasificar una conducta como desviada, nos exponemos
a oír a menudo “¡eso depende!”, lo que no impedirá, una vez dentro de la situación,
decidir, a menudo de forma muy rápida, la interpretación de una desviación, bien como
una manifestación de incapacidad, bien como de mala voluntad. El esquema de decisión
funciona bien, en el caso concreto, tanto en la familia como en la escuela, aunque sea
difícil codificar y verbalizar los criterios.
Lo más frecuente es que se imponga una interpretación dominante con bastante
rapidez, habida cuenta de las circunstancias, de lo que el maestro sabe del alumno, de
anteriores experiencias del mismo tipo. Hay situaciones más ambiguas, en las que el
maestro duda, oscila entre dos lecturas de la realidad.

“¡Hay que trabajar antes!”

El carácter peculiar del trabajo escolar produce una variedad muy especial de
doble interpretación. Podríamos definirla del siguiente modo: la conducta actual del
alumno manifiesta una incapacidad real, se diría que no puede, que no sabe hacer lo que
se le pide. Pero, si no sabe, si ahora no puede es porque no ha querido aprenderlo
cuando tenia tiempo para ello.

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Gran parte de los malos resultados escolares pueden considerarse como la


consecuencia de una falta de trabajo, de seriedad, de asiduidad en el transcurso de los
meses o años precedentes. Una actitud moralista, que otorgará gran importancia a la
voluntad, a la perseverancia, al gusto por el esfuerzo, puede achacar con facilidad, una
parte de la responsabilidad de cualquier fracaso actual al pasado.
¿Cuándo se produce la “prescripción”, en el sentido legal de extinción de la
persecución? ¿Cuándo se dice dejar de reprochar a un alumno sus negligencias o
perezas pasadas, aunque se sepa que constituyen el origen de las actuales dificultades
escolares? La respuesta que el docente dé a estas cuestiones modela, en gran medida, su
relación con un “mal alumno”.
La interpretación de una falta de excelencia se sitúa entre estas dos posiciones
extremas:
1. En uno de ellas, el alumno no es considerado responsable de su falta de
excelencia, que no se imputa ni a su actual mala voluntad, ni a la falta de
trabajo en un pasado lo bastante próximo como para tenérselo en cuenta.
2. En la otra, el alumno es, en cambio, completamente responsable, a los ojos del
maestro, de una manifiesta falta de excelencia, porque no se molesta en
absoluto en hacer las cosas bien, o porque no ha realizado el trabajo
encomendado en un pasado lo bastante reciente como para poder tenérselo en
cuenta, lo que autoriza al maestro para reprochárselo, para juzgarlo desde un
punto de vista moral. La situación reclama, entonces, una acción reprobatoria,
o sea, represiva.
Las conductas que pueden tener doble interpretación, o una interpretación incierta,
subsisten. Según que la conducta condenada suscite una respuesta represiva o
educativa, la interacción posterior maestro-alumno se presentará de manera muy
distinta. Una respuesta represiva provoca, casi necesariamente, una reacción agresiva o
negativa del alumno. La desaprobación del maestro afecta, a su amor propio y a sus
intereses. El niño se enfrenta a varios desafíos:
a) Conservar una imagen positiva de sí mismo;
b) No perder su categoría ante el maestro o sus compañeros;
c) Evitar sanciones;
d) No provocar el endurecimiento de la norma o de la actitud del maestro
respecto a él mismo. Puede optar por acatar la intervención represiva sin
protestar. Esto no quiere decir que admita su culpa y acepte con sinceridad el
juicio del maestro. A veces, en cambio, conservará un sentimiento de
humillación o de rabia impotente, o sea, de injusticia o persecución.
Es extremadamente raro que una acción represiva de cierto vigor no deje huellas,
en el niño (que ve en el maestro a quien lo ha estigmatizado o castigado) y en el maestro
(que ve al alumno como alguien que ha transgredido una norma, decepcionando sus
expectativas y, más aún, lo ha forzado a intervenir en sentido represivo, cuando él se
considera ante todo como educador). Todo ello puede influir sobre los posteriores
juicios del maestro en el sentido de una mayor exigencia respecto a ese alumno.
Una respuesta educativa supone, en cambio, una relación de ayuda, una
cooperación, intereses comunes. Sin embargo, la relación es, sobre todo, asimétrica; el
maestro detenta el poder de imponer al alumno un trabajo suplementario, un ritmo más
vivo, una reflexión más sostenida, un rigor mayor. En todas, o casi todas las aulas, hay
uno o dos alumnos que se enfrentan constantemente a unas exigencias que pueden
experimentar como exorbitantes: reparar sus graves fallos pasados mediante un
compromiso constante respecto a todas las tareas propuestas, a las que se une un trabajo

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suplementario de recuperación. Esas mismas expectativas bastan para devolver al


alumno a la situación de fracaso de la que se pretendía ayudarle a salir.

Desviación e incompetencia, una dialéctica de larga duración.

El control social represivo no conduce en todos los casos a la ruptura de la


relación pedagógica. En los casos benignos se atiende a esferas separadas. “Tú no sabes
hacerlo, no comprendes, por tanto, yo te ayudo”, “Tu te portas mal, no haces, lo que yo
quiero, sólo haces, lo que te viene en gana, por tanto, yo te castigo”, y en eso se queda
todo. Pero, en los casos más graves, ambas esferas se comunican. Maestros y alumnos
corren el riesgo de encontrarse, atrapados en un círculo vicioso. El proceso puede
iniciarse de dos maneras:
1. Las conductas desviadas, reprimidas con regularidad, marginan al alumno lo
excluyen de la comunicación y del trabajo escolar; de ello se siguen pésimos
resultados escolares que, a su vez, provocan nuevas conductas desviadas;
2. Las dificultades graves escolares provocan una atención didáctica
individualizada o una presión más fuerte sobre el alumno para que trabaje y se
“encargue del asunto”. Esto conduce a determinados enfrentamientos respecto
al esfuerzo necesario y a estrategias de escape o de simulación.
Las conductas desviadas y las dificultades escolares se complementan
mutuamente sin que sepamos muy bien cómo se desencadena la situación. Algunos
alumnos están perfectamente habituados a ser llamados al orden a causa de desviaciones
de menor importancia. El maestro también está acostumbrado a ello, y no afecta para
nada al estado de sus relaciones.
El docente desarrolla con cada alumno un juego de estrategias y contra -
estrategias que dura uno, o a veces, varios cursos escolares.
No podemos comprender totalmente el sentido de una interacción puntual, de un
juicio a cerca de la excelencia o la conformidad, sin conocer la historia de la relación,
los envites, los precedentes, rutinas, modus vivendi establecido, el tipo de complicidad
que se instaura entre el maestro y cada alumno.
En la economía global de las relaciones entre el maestro y el alumno,
determinadas conductas adquieren todo un sentido, mientras otras parecen ininteligibles
para el visitante esporádico.
Por eso, la partida que se desarrolla entre maestros y alumnos, es muy diferente de
una partida de ajedrez. Se integra en la memoria, consciente o inconsciente de los
protagonistas, en sus costumbres, fruto de su experiencia común.
La relación pedagógica se inscribe en el marco de las relaciones de poder; el
maestro trata de hacer trabajar a los alumnos recurriendo a diversos medios de
estimulación. En ese marco, los juicios de excelencia, en especial cuando son formales,
tienen consecuencias, se dirigen a los padres, constituyen uno de los recursos del
maestro, en particular cuando ante él se encuentran alumnos que no temen el conflicto,
no les preocupa caer bien, son insensibles a su autoridad, no valoran la excelencia
escolar. Si son cada vez más indiferentes a las notas, el maestro carece en la práctica de
medios de presión y sólo puede esperar el final de curso... Si en cambio, esos alumnos
temen las reacciones de padres muy exigentes o por ambición o amor propio, tratan de
evitar el fracaso, la amenaza de las malas notas puede ayudar al maestro a mantenerlos
tranquilos o a ponerlos a trabajar.
El discurso pedagógico idealista no suele evocar las relaciones de fuerza que se
establecen entre los maestros y determinados alumnos desde los cursos superiores de la
enseñanza primaria. Sin embargo, es una realidad que hay que tener en cuenta para

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asimilar todas las funciones del sistema de evaluación formal y para comprender que los
juicios de excelencia escolar se escapan a la vez del modelo de la medida científica y
del propio del establecimiento judicial de una culpabilidad.

Capítulo VIII
El “currículum” real y el trabajo escolar.

La función declarada de la evaluación formal consiste en estimar el grado de


dominio del currículum. Y esa es la intensión de la mayoría de los docentes cuando
proceden a efectuar preguntas orales o administran una prueba escrita al conjunto de su
clase. Pero ¿a qué currículum se refieren? ¿Al currículum formal, a los objetivos
generales mencionados en las leyes o en el preámbulo del plan de estudios? ¿O al
currículum real, al enseñado o al estudiado en realidad en clase?

Una cultura en parte reinventada por el maestro.

El currículum formal, si permite cierto control de la enseñanza, tanto en el interior


como en el exterior de la escuela, sigue siendo demasiado vago y abstracto para guiar la
práctica pedagógica diaria y la evaluación. La cultura que debe ser concretamente
enseñada y evaluada en clase sólo queda encauzada por el currículum formal. Solo
proporciona la trama a partir de la cual los maestros elaboran un tejido compacto de
nociones, esquemas, informaciones, métodos, códigos, reglas, que tratan de inculcar.
Para pasar de la trama al tejido, el maestro lleva a cabo un trabajo permanente de
reinvención, explicitación, ilustración, reformulación y concreción del currículum
formal.
La formación de los docentes está orientada a prepararlos para su trabajo de
explicitación e interpretación del currículum formal, especialmente para garantizar una
normalización del currículum real. Esto implica no sólo una formación didáctica stricto
sensu, sino el dominio personal de la cultura que enseñar y evaluar y quiere decir
también que los maestros deben tanto a su escolaridad general como a su formación
pedagógica. El docente moviliza lo que sabe para dar forma y sustancia al currículum
real. Su formación didáctica le proporciona un método: lo prepara para componer una
lección, para encontrar ejemplos o ejercicios, para utilizar los manuales u otras obras de
referencia con el fin de ilustrar los saberes y saber hacer que inculcar. Esto quiere decir
que la cultura escolar en realidad enseñada y evaluada es, en parte, creada o recreada
a diario, en la preparación de las lecciones y del trabajo de clase. Así, como de una
cultura y una memoria, el maestro dispone de esquemas generadores de contenidos
nuevos, de ejemplos, problemas, ilustraciones, explicaciones, ejercicios. Esos esquemas,
que forman parte de su hábito profesional, están también anclados en su relación
personal con la cultura, el mundo, la lengua, la excelencia.
Si se inspira muy de cerca en las metodologías y medios de enseñanza, el maestro
puede limitar su parte de reinvención. Si prefiere guardar distancias respecto a las
didácticas oficiales, deberá invertir más de sí mismo. De ahí, que los maestros,
encargados de aplicar el mismo currículum formal, no impartan de hecho, la misma
enseñanza, ni propongan el mismo currículum real. Al hablar del currículum, de la
cultura escolar, postulamos, pues, una unidad que existe, en efecto, en los textos, pero
no en las prácticas.
El programa no alcanza la misma precisión en todas las materias. A veces, resulta
muy elíptico o más indicativo que imperativo.

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Aunque los maestros enseñen bien todas las disciplinas previstas en el plan de
estudios, pueden hacerlo sin conceder a cada una el tiempo necesario, en principio, para
estudiar los contenidos prescritos.
A parte de la dotación horaria, está la propia naturaleza de la enseñanza. Hay
muchas maneras de trabajar sobre la ortografía y, por tanto, de evaluarla. Así pues, la
diversidad de las prácticas lleva consigo, inevitablemente, una igual diversidad de
expectativas y de juicios de excelencia.
No nos corresponde hacer la crítica ideológica del currículum real. En cambio,
desde el punto de vista sociológico, importa comprender las causas de esas variaciones
y, en particular, determinar la medida en la que son aleatorias o, por el contrario,
responden a variaciones de la composición social del público escolar o de características
políticas o culturales propias de cada establecimiento o de la comunidad local que lo
rodea.
El currículum formal funciona como mecanismo unificador, en la medida en que
los maestros lo interioricen y en que su aplicación sea objeto de control ejercido no
sólo por la jerarquía, sino por los otros maestros, los alumnos y los padres. De otro
modo, la diversidad de interpretaciones está limitada por las semejanzas de hábito y de
relación con la cultura que los maestros deben a su relativa identidad de formación,
posición en la división del trabajo o de origen social. Los mecanismos unificadores
varían de un sistema escolar a otro, pero en todas partes los responsables del sistema se
esfuerzan por hacerlos lo bastante fuertes para que el currículum real creado por cada
docente no se aparte excesivamente del de sus colegas y para que todos se inscriban en
el campo marcado por el currículum formal.
Si quisiéramos asimilar las líneas generales de la cultura y de las excelencias
escolares, el análisis del currículum formal sería suficiente. Si pretendemos situar la
fabricación de los juicios de excelencia en el marco del trabajo escolar cotidiano, es
preciso aceptar la diversidad. No todos los alumnos se enfrentan a las mismas
expectativas porque no todos experimentan el mismo currículum real. Esto es cierto
dentro de la misma clase, y es aún más cierto en las aulas distintas, aunque el
currículum prescrito sea completamente uniforme.

De la enseñanza al trabajo escolar.

Gracias al desarrollo de la psicología del aprendizaje y de la psicopedagogía, nos


resulta evidente la disociación existente entre lo que enseña el maestro y lo que aprende
el alumno. Las nuevas teorías insisten en que el aprendizaje depende sobre todo de la
actividad del alumno, lo que tiende a redefinir el papel del maestro: de dispensador del
saber, se convertiría en creador de situaciones de aprendizaje, organizador del trabajo
escolar. De la imagen de un saber transmitido a través del discurso magistral, pasamos a
la imagen de un saber construido mediante una actividad disciplinada, un trabajo.
Durante mucho tiempo, parecía no existir ninguna diferencia sustancial entre lo
que el maestro enseñaba y lo que aprendía el alumno, sino en el grado de destreza, en la
amplitud y solidez de los saberes y del saber hacer adquiridos. Esto no impedía
concebir el aprendizaje como una transferencia de conocimientos o imitación de la
excelencia, no sin esfuerzo, no sin trabajo escolar. Pero ese trabajo ha sido definido
durante mucho tiempo, y sigue siéndolo a veces, como un trabajo de memorización del
discurso del maestro o del manual. De ahí, la importancia concebida a la repetición y al
aprendizaje de memoria, que parecen haber sido las claves de las pedagogías que
apelaban a la memoria, a la capacidad de registrar el discurso magistral y de
reproducirlo.

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Esta concepción de la pedagogía participaba del primitivo estado de las ciencias


humanas y de la educación. Pero el hecho de dirigirse en primer lugar a adultos o
adolescentes desempeñó, sin duda, un papel determinante.
Limitándonos a la comunicación oral, debemos renunciar a asimilar el contenido
de un mensaje, habida cuenta de su complejidad y del hecho de que no todo el mundo
participa en todos los intercambios. El contenido de los innumerables mensajes que
circulan en una clase durante una jornada constituye una realidad multiforme.
Pero lo esencial es que la comunicación no agota las prácticas escolares. En una
clase, siempre se está haciendo cosas.
A pesar de las diferencias siempre descubrimos una constante: enseñar, en la
escuela primaria, nunca se limita a hablar a los alumnos. Consiste más bien, en
organizar un conjunto de actividades y de intercambios con objeto, en principio, de
favorecer los aprendizajes escolares, pero también para hacer posible la vida común,
mantener el orden, proporcionar a cada uno la sensación de pertenencia al grupo,
emplear el tiempo, el espacio y las cosas de forma adecuada. La enseñanza, provoca un
trabajo, una serie de actividades, que, en su mayor parte, exigen esfuerzo, disciplina y
concentración, y movilizan saberes y saber hacer específicos. Con frecuencia, este
trabajo viene impuesto por el maestro. En parte, está preparado y planificado fuera de
clase y en parte, improvisado dependiendo de las reacciones e iniciativas de los
alumnos. A este trabajo, a este conjunto de actividades, haremos corresponder la noción
de currículum real.

El “currículum” real como trabajo negociado.

Nuestra insistencia en las prácticas, en el trabajo escolar, trata de subrayar que el


currículum real, tal como lo entendemos aquí, no sólo es una interpretación más o
menos ortodoxa del currículum formal. Constituye una transposición pragmática.
Dicho de otra manera, el currículum formal y el currículum real no son de la misma
naturaleza. El currículum formal es una imagen de la cultura digna de transmitirse, con
la división, codificación, formación correspondiente a esta intención didáctica; el
currículum real es un conjunto de experiencias, tareas, actividades, que originan o se
supone han de originar los aprendizajes.
Esta definición no se refiere ya a lo que el maestro hace o dice, sino a las
actividades suscitadas con la intención de instruir a los alumnos; lo que cubre no sólo la
recepción más o menos activa del discurso magistral y el conjunto de mensajes escritos
o audiovisuales tomados de otras fuentes y mediados por el maestro, sino también la
serie de actividades y experiencias vividas en clase.
En la transposición pragmática del currículum formal al real hay que tener en
cuanta no sólo la ecuación personal del maestro, que determina su interpretación del
currículum formal y su concepción del trabajo escolar, sino también de las restricciones
de todo tipo con las que debe contar en la gestión efectiva de su clase. Nunca el
currículum real constituye la estricta realización de una intención del maestro. Las
actividades, el trabajo escolar de los alumnos, escapan en parte a su control, porque, en
su andadura didáctica, no todo se selecciona de forma totalmente consciente y, sobre
todo, porque las resistencias de los alumnos y los avatares de la práctica pedagógica y
de la vida cotidiana en clase hacen que las actividades nunca se desarrollen
exactamente como estaba previsto.
Nadie puede asegurar que todo se desarrollará según tal escenario. El maestro
sabe de antemano que deberá adaptarse al ritmo de trabajo de sus alumnos y sacar
partido de lo que propongan. El maestro puede limitar la parte de imprevistos dando

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menos ocasión a las intervenciones de los alumnos. Cada maestro dispone de un sistema
de intervención, que le permite manejar con mayor o menor eficacia el imprevisto. Pero
nunca es “completamente dueño de la situación”. El currículum real es el resultado de
una negociación entre el maestro y sus alumnos y, más frecuentemente, de una
confrontación, hora a hora, de sus estrategias respectivas, con independencia de que se
dé un compromiso explícito o la neutralización recíproca, dentro de una relación de
fuerza. Lo específico de las actividades susceptibles de provocar aprendizajes consiste
en que existe un trabajo, esfuerzo, interés, la implicación personal del alumno y no un
simple conformismo superficial. Los alumnos pueden, por tanto, “comerciar” con su
buena voluntad. La orientación de la pedagogía de la enseñanza primaria hacia una
escuela más activa, hacia situaciones de aprendizaje más abiertas tiene como
consecuencia el incremento de la libertad del maestro respecto de la institución, pero, al
mismo tiempo, la ampliación del campo de la negociación con sus alumnos.
Los alumnos disponen, en particular, de cierto control sobre el ritmo e intensidad
del trabajo escolar. No siempre lo ejercen de un modo consciente, y aún menos,
concertado.
Asimismo el maestro tiene en cuenta las preferencias y resistencias de sus
alumnos en la selección de las actividades. La transposición pragmática del currículum
formal no sólo está regida por las concepciones didácticas del maestro y su imagen de
la cultura. Depende también de los alumnos y de la dinámica del grupo de clase.
Aunque sea detallado, el currículum formal no puede “programar” completamente
la actividad del maestro y de los alumnos y a ellos compete la organización de su
trabajo diario a partir de la trama que les proporciona la institución. A ello se añaden las
preferencias del maestro y de los alumnos y las distintas restricciones que dan, por fin,
forma y sustancia al currículum real. De ello se sigue que todo lo aprendido en la
escuela no queda explicitado en el currículum formal.
¿La noción de currículum oculto añade gran cosa a esta idea? Todo depende del
sentido que se le dé.

¿Existe un “currículum” verdaderamente oculto?

El currículum oculto designa una acción de la escuela que, sin ser desconocida o
inevitable, a menudo se presenta al exterior bajo formas idealistas o edulcoradas,
aunque podrían descubrirse intenciones más pedestres: contribuir a la socialización de
las nuevas generaciones, hacer que interioricen el orden moral y social, la existencia y
legitimidad de las desigualdades y jerarquías, la necesidad de trabajar y de esforzarse, el
respeto a la autoridad e instituciones.
Al describir el currículum oculto, o mediante la simple introducción de esta
noción, la sociología de la educación obliga a tomar conciencia de la importancia y de la
relativa unidad de los aprendizajes que, sin figurar de manera muy explícita entre los
objetivos de la enseñanza, son, no obstante, producidos regularmente por la escuela.
El aprendizaje del cometido del asalariado, del ciudadano, del consumidor, del
agente o cliente de organizaciones constituye una preocupación importante para la
sociedad global, en especial para quienes están vinculados al orden social. Para dirigir
esos aprendizajes y asegurar que van en el sentido deseado, la clase política y la opinión
pública no pueden dejar completamente de lado las representaciones de lo que aprenden
los alumnos y de lo que deben aprender. A pesar de su formulación vaga, esta parte del
currículum no escapa del todo de la conciencia de los actores sociales.
En cambio, la toma de conciencia de esos aprendizajes es muy desigual y, a
menudo, confusa. Podemos estar seguros de que la escuela prepara a los alumnos para

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su vida de adultos sin saber muy bien cómo lo hace ni en qué consiste exactamente esta
preparación.
La conciencia de los efectos de socialización de la escuela es más clara que la de
los mecanismos que la producen.
Para reconstruir una representación realista del currículum real y de sus
relaciones co el currículum prescrito, quizá hubiera que desechar una oposición frontal
entre un currículum manifiesto y otro oculto y tomar, más bien, en consideración una
gradación continua en el seno del currículum real, yendo desde lo más patente a lo más
oculto sin solución de continuidad: algunos aprendizajes que se efectúan de modo
regular se adecuan a la perfección a los prescritos por el currículum formal; otros, en
cambio, pasan casi desapercibidos, sin que figuren en ningún texto normativo y se
llevan a cabo con total inconsciencia, tanto de maestros como de alumnos. Entre ambos
extremos, hay sitio para una gradación continuada de aprendizajes que, sin estar
totalmente ausentes del currículum prescrito, no aparecen formulados con claridad ni se
asocian de manera explícita con los medios didácticos o con momentos determinados
del horario escolar.
De todas formas, ningún aspecto de la socialización, por oculto que esté, se
encuentra completamente al abrigo de una elaboración teórica ingenua o perspicaz. Las
ciencias de la educación y el debate ideológico sobre la escuela contribuyen a modificar
poco a poco la representación de fines y efectos de la enseñanza. La manifestación clara
del currículum en realidad oculto no llevará consigo su desaparición, si no el debate, y
en ocasiones polémica violenta, sobre su legitimidad y su posible significación respecto
a las nuevas formulaciones de los objetivos educativos y del currículum formal. La
racionalización del currículum no pasa, en general, por su depuración, sino por la
ordenación y correcta denominación de los aprendizajes ya originados, con el
desconocimiento de todos o de la mayoría.
¿Existen aprendizajes clandestinos, en sentido estricto, de lo que no tengan
conciencia la mayoría de los interesados?
Según Perrenoud, los aspectos más ocultos del currículum atañen menos a los
valores y a las representaciones que a los sistemas de pensamiento o al hábito. Un
enfoque antropológico de la escuela, como lugar de vida y de aprendizaje mediante la
práctica, es aún más fecundo que el análisis de los contenidos “ideológicos de la
enseñanza”.

La formación de un hábito y del sentido común.

La noción de currículum oculto, en sentido estricto, se refiere a las condiciones y


rutinas de la vida escolar que originan regularmente aprendizajes ignotos, ajenos a los
que la escuela conoce y declara querer favorecer.
Eggleston reconoce siete tipos de aprendizajes que favorecen regularmente el
funcionamiento de la escuela, sin que aparezcan entre los objetivos oficiales de la
enseñanza. Así tenemos que en la escuela:
1. se aprende a “vivir dentro de una masa”, definida como centración de
individuos en un espacio relativamente exiguo; lo que supone, en especial, una
intimidad muy débil, la necesidad de vivir siempre bajo la mirada de los
demás; por tanto, se aprende también a asilarse, a no prestar atención o tolerar
las interrupciones, a diferir la satisfacción de los deseos personales o a
renunciar a ellos;

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2. se aprende paralelamente a matar el tiempo, a esperar, a acostumbrarse al


aburrimiento y la pasividad como componente inevitable de la vida en la clase.
En una palabra, se aprende la paciencia;
3. se aprende a dejarse evaluar por otros; no sólo por el maestro, sino también
por los discípulos. Aprendemos, pues, a ser evaluados de la forma que mejor
sirva a nuestros intereses y proteja de la mejor manera nuestra tranquilidad;
4. así, mismo, se aprende, mediante la evaluación u otros tipos de refuerzo, a
satisfacer las expectativas del maestro y de los compañeros, para lograr su
estima o cualquier otra forma de recompensa;
5. se aprende a vivir en una sociedad jerarquizada y estratificada y, por tanto, a
vivir como normales y legítimas la desigual distribución del poder y la
existencia de individuos o grupos con diferentes categorías;
6. se aprende, de acuerdo con los otros alumnos, a controlar o, al menos, a influir
sobre el ritmo de trabajo escolar y sobre el progreso en el programa, mediante
diversas estrategias de distracción: planear nuevas preguntas, pretender que no
se entiende, no encontrar el material necesario;
7. se aprende, por último, a funcionar dentro de un grupo restringido, a compartir
y emplear los valores y códigos de comunicación.
Habría que añadir a la lista de aprendizajes:
a) una referencia al tiempo, a través de los horarios y la división del tiempo
escolar, la experiencia de los plazos, de las esperas, rendimientos, ritmos
impuestos por otros, previsión, regularidad;
b) una referencia al espacio privado y público, mediante la interiorización de las
distancias adecuadas en la interacción social, las fronteras invisibles que han
de respetarse;
c) una referencia a las reglas y los saberes.
En el currículum real encontramos:
 por una parte, lo que contribuye a hacer interiorizar representaciones,
creencias, gustos, ideologías, modelos conscientes;
 por otra, la que induce una transformación del hábito como sistemas de
esquemas de percepción, pensamiento, evaluación y acción.
En el segundo caso, el aprendizaje es oculto por partida doble: no sólo se
desconoce el papel que desempeña la escuela en la formación del hábito, sino que los
esquemas que lo constituyen siguen siendo inconscientes en parte, funcionando sólo en
la práctica.
No sólo no existe referencia alguna a este aprendizaje en el currículum formal,
sino que los alumnos no son conscientes de este aspecto de su hábito. En tales casos,
podemos hablar de currículum oculto en el sentido más profundo de la expresión.
La escuela en la medida en que se encarga ampliamente de los niños y los
enfrenta con problemas intelectuales que no siempre encuentran fuera de ella,
desempeña un papel fundamental en la adquisición de ciertos aspectos del sentido
común, en la formación de las rutinas intelectuales gracias a las cuales damos por
sentadas, evidentes, indiscutibles, múltiples facetas de la realidad, así como las formas
de describirlas, organizarlas desde le punto de vista lógico, transformarlas. De hecho lo
que consideramos evidente es el resultado de una construcción en parte arbitraria, pues
otras sociedades humanas, a partir de las mismas bases biológicas, construyen otra
visión del mundo y otras formas de pensar. Pero el sentido común se define
precisamente por el desconocimiento de esta arbitrariedad, la certidumbre de que
nuestra forma de ver el mundo y de definir la realidad es la única posible o, en todo
caso, la única con sentido.

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En definitiva el aprendizaje del sentido común forma parte del aprendizaje del
oficio de alumno. Eso mismo puede decirse de la mayor parte de los aprendizajes
favorecidos por el currículum oculto, lo que no impide que surta efecto, más allá de la
escolaridad, efectos pertinentes desde le punto de vista de la integración social, en su
sentido más amplio.

Aprender el oficio de alumno.

Para asimilar la unidad de los aprendizajes más o menos ocultos, podríamos


atenerlos a dos observaciones principales:
a) el aula constituye un medio de vida especial, un grupo restringido, hasta cierto
punto estable, inserto en una organización burocrática; las experiencias
anteriores a la primera escolarización preparan en parte a la vida en este
medio; por lo demás, hace falta aprender “sobre la marcha”; en el transcurso de
meses y, después, de años, el escolar adquiere los saberes y el saber hacer,
valores y códigos, costumbres y actitudes que lo convertirán en el perfecto
“indígena” de la organización escolar o, al menos, le permitirán sobrevivir sin
demasiadas frustraciones, o sea vivir bien gracias a haber comprendido las
maneras adecuadas. En la escuela se aprende el oficio de alumno;
b) el aprendizaje de la vida en un grupo restringido y en una organización
burocrática prepara también, más allá de la escolarización, para vivir y
funcionar en otras organizaciones, sea como trabajador, enfermero, cliente, o
para vivir en otros grupos restringidos, la escuela prepara para la vida, al
menos a través del hábito de actor social y de las cualificaciones y
conocimientos que permite adquirir.
Esos dos tipos de aprendizajes no se oponen, aunque unos se refieran a la vida del
alumno y los otros a la vida del adulto, porque, aprendiendo el oficio de alumno, se
aprende también el de ciudadano, actor social o asalariado. El término “oficio” no se
considera desde el punto de vista de las calificaciones académicas o profesionales, sino
de las “disciplinas” que permiten abordar una tarea productiva en el seno de una
organización, con lo que ello supone de restricciones, retrasos, visibilidad, respeto a las
normas en cuanto a los recursos que emplear, técnicas que utilizar, autoridades que
consultar en cada etapa de un trabajo cualquiera.
Interesa la primera categoría de aprendizajes, porque nos remiten más
directamente a las normas de excelencia y a la evaluación. En efecto, nada puede
entenderse de la enseñanza si olvidamos que le período de escolaridad no constituye
sólo un medio, una preparación para la vida, sino un momento de la vida en sí mismo,
que tiene ya una organización compleja. ¡Tener éxito en la escuela, supone aprender las
reglas del juego!
Cuando se habla de cultura escolar, de ordinario no se designa lo equivalente
respecto a las personas que se encuentran en la escuela, sino los saberes o saber hacer,
costumbres y actitudes que no pertenecen en sí ni a la escuela ni a las personales de la
escuela. La definición de la cultura escolar supera el sistema de enseñanza, aunque sea
el lugar privilegiado no sólo para su transmisión, sino para su práctica.
La atención dispensada al currículum formal impide a menudo ver que, como las
demás organizaciones, la escuela mantiene en secreto su cultura interna. Y esto ocurre
también porque, al menos para los alumnos, no hay demarcación clara entre la cultura
escolar, que se encarna en el currículum, y la cultura de la organización, que es para
los alumnos lo que la cultura hospitalaria para los pacientes, la carcelaria para los
presos o la judicial para los reos. No hay demarcación clara porque lo que deben

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aprender los alumnos de acuerdo con los objetivos generales de la enseñanza encubre,
en parte lo que deben aprender para mantener durante nueve años o más su papel dentro
de la organización escolar para desempeñar adecuadamente su “oficio”.
Asimilar el currículum, supone convertirse en oriundo de la organización escolar,
hacerse capaz de desempeñar su papel de alumno sin perturbar el orden ni exigir una
atención especial.
Como organización la escuela tiene sus propias aspiraciones culturales. En su
escala, cada establecimiento tiende a transmitir su propia cultura. Y sigue siendo cierto
respecto a cada maestro en su propia clase. Por eso la excelencia escolar, definida en
abstracto como la apropiación del currículum formal, se identifica muchas veces, en la
práctica, con el ejercicio cualificado del oficio de alumno. La evaluación informal
consiste, pues, en gran parte, en asegurar que el alumno aprenda y desempeñe su
cometido de manera adecuada. Es evidente que esto no es independiente de cierto
dominio de los saberes y saber hacer inscritos en un plan de estudios. Pero este dominio
se empareja con las formas y contenidos de un trabajo escolar que siempre, y hasta
cierto punto, está desligado de sus finalidades educativas, transformando en un conjunto
de rutinas, como cualquier actividad regular en una organización burocrática.

El trabajo escolar como conjunto de rutinas.

En las escuelas en las que los docentes trabajan de manera estrictamente


individual, la aleatoriedad de la formación de las clases hace que un alumno pueda
seguir su escolaridad con una continuidad bastante grande o, por el contrario, vivir
experiencias muy contrastadas, pasando de un maestro experimentado a un principiante,
de una pedagogía muy tradicional a otra más activa, de un aula en la que se escribe
durante todo el tiempo a otra en la que se discute sin cesar.
En rigor, para situar las exigencias y las prácticas de evaluación de un maestro,
haría falta reconstruir la organización de conjunto del trabajo escolar en su clase.
Para el maestro en el trabajo diario, el buen alumno no es sólo el que domina el
currículum, sino también y quizá más, el que se compromete en las actividades
propuestas o impuestas y respeta las reglas. Es evidente que estas últimas atañen al
valor intelectual, en sentido estricto, del trabajo elaborado, a su exactitud en las tareas
de precisión, a su corrección en las referentes al respeto a las normas, a su validez en las
que requieren respuestas justas, a su originalidad en las tareas creativas. Pero a menudo,
a estos criterios de excelencia se añaden otros:
a) respeto a las convenciones y normas de representación, escritura, confección,
corrección; todo trabajo escrito exige, en especial en la escuela, “guardar las
formas”; algunos maestros son intransigentes al respecto, y otros, menos; pero
ninguno permanece indiferente a estos aspectos formales;
b) respeto a las reglas de cooperación y de comunicación; el trabajo escolar no
es solidario; está destinado al maestro, a veces a los padres o a los demás
alumnos; se desarrolla en el seno de un grupo cuyo funcionamiento depende de
la disciplina de cada uno; la manera de hacer importa tanto como la calidad del
trabajo: silencio, rapidez, organización, visibilidad, limpieza, calma, precisión
y educación en la expresión; respeto al trabajo de los demás.
c) compromiso con la tarea: interés, perseverancia, esfuerzo, participación.
Volvemos a encontrar la interrelación puesta de manifiesto en el capítulo anterior
entre excelencia y conformidad. Conformidad con las convenciones gráficas,
lingüísticas o matemáticas, pero conformidad también con las normas morales, en la
relación con los otros y con las tareas propuestas.

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Un trabajo distinto a los demás.

El trabajo escolar no es como los demás porque carece de utilidad inmediata,


visible, en el sentido de que lo producido rinda algún servicio a alguien, resuelva un
problema real o enriquezca un patrimonio.
El trabajo escolar no procura remuneración monetaria alguna, sino que garantiza
de inmediato la aprobación de los adultos y, quizá a más largo plazo, el éxito escolar.
En la escuela hacer un buen trabajo consiste en realizar un trabajo que uno no ha
escogido y por el que uno no tiene por qué sentir mayor interés.
El carácter repetitivo de las tareas escolares no contribuye a acrecentar el interés.
Muchos alumnos, cuando descubren una actividad nueva, manifiestan curiosidad. En
muchas clases, los ejercicios son muy estereotipados: operaciones y problemas en
cadena, frases que analizar y transformar, ejercicios de completar frases,
correspondencias, construcciones de clasificaciones, cálculos de múltiplos o divisores,
formas verbales que completar o transformar, figuras que construir. Todos lo ejercicios
son distintos en cuanto a los detalles, pero tienen la misma forma y pronto dan la
impresión de lo ya conocido. En la escuela, hacer un buen trabajo consiste en hacer el
encomendado, aunque sea repetitivo y aburrido.
Así mismo, consiste en hacer bien un trabajo extremadamente fragmentado. A
menudo se trata de una serie de ejercicios más o menos dispares. Una vez, hechos y
corregidos, no se habla más de ellos y se pasa a la siguiente actividad. Ese
fraccionamiento se debe en gran medida a la existencia de un horario semanal. Esta
división conduce a una fragmentación extremada del trabajo escolar, con una rápida
alternancia de fases de puesta en marcha, trabajo intensivo, reordenación, transición a
otra actividad. En la escuela, hacer un buen trabajo consiste en comprometerse en
tareas fragmentarias, aceptar construir un rombo desde las 8 a las 8.30, responder a
preguntas sobre un texto desde las 8.30, hasta las 9.05, cantar de 9.05 a 9.20, ir al
recreo, buscar homónimos de 9.40 a 10.10, hacer a continuación 10 minutos de cálculo
mental y después 30 minutos de lectura continuada. Este despropósito permanente exige
no sólo unas mínimas competencias en cada materia, sino la capacidad de movilizarlas
en unos minutos.
En la escuela, hacer un buen trabajo consiste también en razonar, escribir,
calcular, dibujar, expresar, leer permaneciendo constantemente bajo la mirada del
maestro y, a veces, de otros alumnos.
Es obvio: en la escuela, hacer un buen trabajo consiste en realizar un trabajo no
retribuirlo, en gran medida impuesto, fragmentado, repetitivo y supervisado
constantemente. Podemos concebir que, en esas condiciones, la energía de los alumnos
no s invierta siempre en la búsqueda de la máxima excelencia posible. El papel del
maestro consiste en hacer que los alumnos trabajen y mantener su compromiso con la
tarea a pesar de la fatiga, del deseo de hacer otra cosa, del aburrimiento o de la falta de
sentido de ciertas actividades para el alumno. Pero ese control respecto al compromiso
en relación con el trabajo escolar se duplica con el ejercicio sobre su calidad, sobre el
grado de excelencia que manifiesta.
Ese es el papel principal de la evaluación informal, que el maestro practica a
diario.

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Conclusión.

De las desigualdades reales a la fabricación de la excelencia.

Aunque la evaluación escolar fabrique las jerarquías formales a partir de las


diferencias reales entre alumnos, nunca dice “toda la verdad y nada más que la
verdad” acerca de estas diferencias. Por el solo hecho de poner en práctica
determinadas normas de excelencia más que otras, de que utiliza ciertos instrumentos y
procedimientos más que otros, de que interviene en unos momentos más que en otros, la
evaluación pone de manifiesto determinadas diferencias y desigualdades más que otras.
Según la edad o el momento que se lleve a cabo la evaluación, según la forma de
definir la excelencia, según la naturaleza de los instrumentos de medida, la evaluación
escolar no genera la misma representación de las desigualdades, no fabrica las mismas
jerarquías formales a partir de desigualdades reales idénticas, incluso si, en todos los
casos, las jerarquías formales tienen una base “objetiva”, de la que extraen su
legitimidad.
La evaluación escolar, cuando procede de manera sobre todo comparativa corre
siempre el riesgo de olvidar todo aquello por lo que los alumnos se asemejan, para
marcar diferencias acusadas que, desde un punto de vista antropológico, pueden parecer
menores ante el trabajo de uniformidad cultural que lleva a cabo el sistema educativo.
La fabricación de los juicios de excelencia y de las correspondientes jerarquías no
conduce nunca, por tanto, a un puro “reflejo”, a una simple “fotografía” de las
desigualdades reales. Proporciona una representación selectiva, situada, fechada,
dramatizada, y, así, en parte arbitraria. Arbitraria, pero no inexplicable: en cada sistema
de enseñanza, la fabricación de las jerarquías escolares tiene una razón de ser. Cumple
determinadas funciones en el interior de la organización escolar, a veces, sin que sus
agentes se den cuenta. Quienes instituyen o ponen en práctica los procedimientos de
evaluación formal evocan la necesidad de una acción pedagógica racional, de una
progresión regulada en el ciclo académico, de una selección u orientación fundadas
sobre una “justa apreciación” de las adquisiciones y posibilidades. Pero lo que parece
necesario (por ejemplo, poner notas, evaluar la lectura o la ortografía a una determinada
edad, dar uno u otro peso a las matemáticas, exigir ciertas condiciones para la
promoción) varía de un sistema a otro y se transforma en el interior de cada uno; cosa
que los actores no ignoran, pues una parte del debate pedagógico se nutre de las
comparaciones entre sistemas escolares regionales o nacionales.
El análisis, según Perrenoud, debe evitar dos errores. El primero consistiría en
subestimar el papel de la evaluación, pretender que las desigualdades reales producen
tarde o temprano, los mismos efectos, haya o no evaluación formal; el otro error sería
sobreestimar el peso de la evaluación, hacer como si las desigualdades no existieran o
no tuvieran consecuencia alguna en la medida en que no dieran lugar a jerarquías
formales.
La evaluación formal modifica la autoimagen del niño y la representación que se
hacen sus padres, compañeros y los docentes que lo reciban en años sucesivos. Aunque
no enseñe gran cosa al maestro de la clase, pone en circulación una imagen oficial del
“valor escolar” de niños y adolescentes. Por eso mismo, modifica su vida cotidiana de
escolar, su lugar en el grupo de clase, las relaciones con sus padres, la autonomía y la
confianza que se le conceda, su tiempo libre, el control que se ejerza sobre él, el trabajo
que se le imponga en clase o en casa. La evaluación formal, cuando fundamenta una
comprobación de fracaso en una materia o durante un período escolar de cierta
importancia, modifica la relación pedagógica (trabajo más individualizado con el

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maestro, envío a un aula de apoyo, posible consulta al psicólogo escolar). En cuanto a


las decisiones de selección u orientación, descansan totalmente en la evaluación formal.
La evaluación formal no crea las desigualdades de los aprendizajes iniciales, los
que, instaurándose en los primeros mese de escuela, preceden a la primera evaluación.
Por tanto, el papel de la evaluación formal es ambiguo. Por una parte, desanima a
determinados niños, los encierra en una identidad de “malos alumnos”, les impide otros
aprendizajes; por otra parte, permite que los maestros tomen conciencia de los fracasos
y, en la medida de sus posibilidades, intervengan para impedir su agravamiento.
No se trata sólo de la evaluación, sino de lo que hace una escuela. Explicar la
desigualdad ante la escuela consiste en primer lugar en mostrar cómo una definición
particular de la cultura y de las normas escolares y un funcionamiento particular del
sistema de enseñanza transforman las diferencias y desigualdades extraescolares de todo
tipo en desigualdades reales de aprendizaje o de capital escolar. El análisis de la
fabricación de los juicios de excelencia sólo da cuenta de la última fase de la génesis de
las desigualdades, fase en cuyo transcurso se hacen visibles gracias a la evaluación
escolar.
La escuela, origina de forma regular desigualdades a través de su funcionamiento.
La sociología de la educación puede contribuir a explicar por qué el sistema de
enseñanza se ha dado y conserva una organización pedagógica generadora de
desigualdades.
Si la excelencia requiere diversos componentes, el fracaso o el éxito escolares
tienen varias explicaciones posibles. En la escuela primaria distinguimos dos
situaciones extremas:
1. En una, el éxito apela, en primer lugar, al trabajo, la aplicación, la
conformidad tanto con las reglas de conducta como con los modelos de
expresión y de pensamiento.
2. En la otra, el éxito se apoya en un desarrollo intelectual y un acervo cultural
suficientes –con respecto al currículum del curso correspondiente– para
permitir la asimilación de lo esencial de los saberes y saber hacer y para
desempeñar un buen papel en la evaluación sin necesidad de esfuerzos
inmensos.
Ello coincide con una intuición de todos los maestros de enseñanza primaria: entre
los alumnos que salen airosos, unos son inteligentes –algunos dirían “dotados”– y pasan
la escolaridad primaria sin mayores dificultades, trabajando más bien poco,
manifestando cierta desenvoltura que puede irritar al docente o agradarle, pero sin
influencia sobre las notas, siempre suficientes y, a veces, excelentes. Así mismo,
alcanzan el éxito los alumnos serios y trabajadores, que tienen menos facilidad
intelectual, pero responden mejor a la imagen clásica del buen alumno, ordenado,
aplicado, cuidadoso, meticulosos, que lleva a cabo su trabajo escrupulosamente,
desempeñando su papel a la perfección.
No proponemos aquí una tipología elaborada de éxitos y fracasos. Sólo queremos
subrayar la importancia de estos dos ejes que se adaptan muy bien a lo que está en juego
en el trabajo escolar y la evaluación: por una parte, la inteligencia, el acervo cultural
rentable en la escuela, las competencias generales y transferibles; y, por otra, la
seriedad, el sentido del esfuerzo, cierta conformidad, hábitos, arte de saber repetir lo
ejercitado.

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