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EMOCIONES Y SALUD

Enrique G. Fernández-Abascal
y
Francesc Palmero
I.- LAS EMOCIONES Y LA SALUD
1.- Emociones y salud
Enrique G. Fernández-Abascal y Francesc Palmero
2.- Medición en ciencias de la salud
Pilar Jara y Jesús Rosel
3.- Desarrollo emocional y salud familiar
Rosa Ana Clemente Estevan y Lidón Villanueva Badenes
4.- Control, defensa y expresión de las emociones: Relaciones con la salud y la enfermedad
Antonio Cano Vindel, Agustina Sirgo y María Benigna Díaz Ovejero

II.- LA ANSIEDAD
5.- Ansiedad: aspectos básicos y de intervención
Juan José Miguel Tobal y María Isabel Casado
6.- Técnicas para reducir la ansiedad en pacientes quirúrgicos
Jenny Moix Queraltó
7.- Ansiedad y sexualidad. Una revisión conceptual y empírica
José Cáceres Carrasco
8.- Trastornos de sueño y ansiedad
Mariano Chóliz Montañés

III.- LA IRA Y LA HOSTILIDAD


9.- Ira y hostilidad: aspectos básicos y de intervención
Enrique G. Fernández-Abascal y Francesc Palmero
10.- Trastornos cardiovasculares y factores emocionales
Enrique G. Fernández-Abascal y María Dolores Martín Díaz
11.- Ira y hostilidad: Evaluación e implicaciones en el tratamiento psicológico de pacientes
infectados por VIH
Manuel S. Moscoso y María Paz Bermúdez

IV.- LA TRISTEZA Y LA DEPRESIÓN


12.- Tristeza y depresión: aspectos básicos y de intervención
Elena Ibañez, Francesc Palmero, Francisco Martínez y E.G. Fernández-Abascal
13.- Aspectos emocionales del proceso de morir
Ramón Bayés y Joaquín T. Limonero
14.- Depresión, ansiedad y dolor crónico
Miguel A. Vallejo Pareja y María Isabel Comeche Moreno
15.- Respuestas emocionales, enfermedad crónica y familia
F. Javier Pérez Pareja

V.- EL ESTRÉS
16.- El estrés: aspectos básicos y de intervención
Enrique G. Fernández-Abascal
17.- Mecanismos cognitivo-conductuales en la ansiedad y el estrés
César Avila y María Antonia Parcer
18.- Control percibido y estrategias para afrontar el estrés: Influencias sobre la salud
Jordi Fernández Castro
19.- La alexitimia, un factor de riesgo para el padecimiento de los efectos patógenos del estrés
Francisco Martínez Sánchez
Relación de participantes

Agustina Sirgo (Universidad Complutense de Madrid)


Antonio Cano Vindel (Universidad Complutense de Madrid)
César Avila (Universidad Jaume I de Castellón)
Elena Ibañez (Universidad de Valencia)
Enrique G. Fernández-Abascal (Universidad Nacional de Educación a Distancia)
F. Javier Pérez Pareja (Universidad de las Islas Baleares)
Francesc Palmero Cantero (Universidad Jaume I de Castellón)
Francisco Martínez Sánchez (Universidad de Murcia)
Jenny Moix Queraltó (Universidad Autónoma de Barcelona)
Jesús Rosel (Universidad Jaume I de Castellón)
Joaquín T. Limonero (Universidad Autónoma de Barcelona)
Jordi Fernández Castro (Universidad Autónoma de Barcelona)
José Cáceres Carrasco (Universidad de Deusto y Servicio Navarro de Salud)
Juan José Miguel Tobal (Universidad Complutense de Madrid)
Lidón Villanueva Badenes (Universidad Jaume I de Castellón)
Manuel S. Moscoso (University of South Florida, EEUU)
María Antonia Parcer (Universidad Jaume I de Castellón)
María Benigna Díaz Ovejero (Universidad Complutense de Madrid)
María Dolores Martín Díaz (Universidad Complutense de Madrid)
María Isabel Casado (Universidad Complutense de Madrid)
María Isabel Comeche Moreno (Universidad Nacional de Educación a Distancia)
María Paz Bermúdez (Universidad de Granada)
Mariano Chóliz Montañés (Universidad de Valencia)
Miguel A. Vallejo Pareja (Universidad Nacional de Educación a Distancia)
Pilar Jara (Universidad Jaume I de Castellón)
Ramón Bayés (Universidad Autónoma de Barcelona)
Rosa Ana Clemente Estevan (Universidad Jaume I de Castellón)
Índice

PRESENTACIÓN

I.- LAS EMOCIONES Y LA SALUD


Capítulo 1. Emociones y salud
1. INTRODUCCIÓN
2. PROCESO EMOCIONAL
3. DESENCADENAMIENTO EMOCIONAL
4. ACTIVACIÓN EMOCIONAL
5. MANIFESTACIÓN EMOCIONAL
6. CONCLUSIONES

Capítulo 2. MEDICIÓN EN CIENCIAS DE LA SALUD


1. INTRODUCCIÓN
1.1. Indicadores subjetivos de salud
1.2. Estado de salud
2. NECESIDAD DE MEDICIÓN DE LA SALUD
3. CARACTERÍSTICAS QUE DEBE REUNIR LA MEDICIÓN
3.1. Fiabilidad
3.2. Validez
4. ESTRATEGIAS DE MEDICIÓN
4.1. Los autorregistros
4.2. Las escalas
4.3. La entrevista
4.4. La observación
5. CUESTIONARIOS ESTANDARIZADOS EN MEDICIÓN DE SALUD
5.1. Medición del bienestar físico
5.2. Medición del bienestar psicológico
5.3. Medición del bienestar social
6. NUEVAS PERSPECTIVAS EN MEDICIÓN DE LA SALUD

Capítulo 3. DESARROLLO EMOCIONAL Y SALUD FAMILIAR


1. CAMBIOS EMOCIONALES CON EL DESARROLLO. DIFERENCIAS
INTERINDIVIDUALES
2. LA RELACIÓN DE APEGO Y SUS MANIFESTACIONES EMOCIONALES
3. EL TEMPERAMENTO COMO FUNDAMENTO DE LA CONDUCTA
EMOCIONAL
4. LA COMUNICACIÓN, EL LENGUAJE Y LA AUTOCONCIENCIA EMOCIONAL
5. EMOCIONES Y PROBLEMAS INFANTILES
6. A MODO DE RESUMEN

Capítulo 4. CONTROL, DEFENSA Y EXPRESIÓN DE EMOCIONES: RELACIONES


CON SALUD Y ENFERMEDAD

i
1. INTRODUCCIÓN
2. ESTILO REPRESIVO DE AFRONTAMIENTO
3. REPRESIÓN DE EMOCIONES Y ÁREAS ESPECÍFICAS DE SALUD
3.1. Represión de las emociones y actividad autonómica
3.2. Represión de emociones y trastornos cardíacos
3.3. Represión de emociones y nivel de cortisol
3.4. Represión de emociones y sistema inmune
3.5. Represión de emociones y cáncer

II.- LA ANSIEDAD
Capítulo 5. ANSIEDAD: ASPECTOS BÁSICOS Y DE INTERVENCIÓN
1. LA ANSIEDAD: SIMILITUDES Y DIFERENCIAS CON OTROS CONCEPTOS
2. CONCEPTUALIZACIÓN DE LA ANSIEDAD
2.1. Enfoque psicodinámico y humanista
2.2. El conductismo clásico y el enfoque experimental-motivacional
2.3. Primeras teorías rasgo-estado desde el enfoque de la personalidad
2.4. Aportaciones desde el enfoque de la personalidad a partir de los años 60
2.5. Introducción de las variables cognitivas
2.6. Modificación de la concepción unitaria de la ansiedad
3. ANSIEDAD Y PATOLOGÍA
3.1. Ansiedad y trastornos psicofisiológicos
3.2. Los trastornos de ansiedad
4. EVALUACIÓN DE LA ANSIEDAD
4.1. Registro psicofisiológico
4.2. Técnicas de observación
4.3. Autoinforme
5. TÉCNICAS DE REDUCCIÓN DE ANSIEDAD
5.1. Técnicas dirigidas a la reducción de la activación
5.2. Técnicas basadas en la exposición
5.3. Técnicas cognitivas
5.4. Programas terapéuticos o tratamientos combinados

Capítulo 6. TÉCNICAS PARA REDUCIR LA ANSIEDAD EN PACIENTES


QUIRÚRGICOS
1. ESTRATEGIAS PARA LA REDUCCIÓN DE LA ANSIEDAD Y FACILITACIÓN
DE LA RECUPERACIÓN EN PACIENTES ADULTOS
1.1. Infraestructura
1.2. Rutina hospitalaria
1.3. Técnicas psicológicas
2. ESTRATEGIAS DIRIGIDAS A DISMINUIR LA ANSIEDAD Y FACILITAR LA
RECUPERACIÓN DE PACIENTES PEDIÁTRICOS
2.1. Infraestructura
2.2. Rutina hospitalaria
2.3. Técnicas psicológicas

Capítulo 7. ANSIEDAD Y SEXUALIDAD: UNA REVISIÓN CONCEPTUAL Y

ii
EMPÍRICA
1. INTRODUCCIÓN
2. REVISIÓN DE CONCEPTOS
2.1. Ansiedad
2.2. Sexualidad
3. REVISIÓN DE RESULTADOS
3.1. La ansiedad como inhibidora de las respuestas sexuales
3.2. La ansiedad como aumentadora de la excitación sexual
3.3. Estudios clínicos
4. INTEGRACIÓN Y CONCLUSIONES

Capítulo 8. ANSIEDAD Y TRASTORNOS DEL SUEÑO


1. PREÁMBULOS
2. EL SUEÑO Y SUS TRASTORNOS
2.1. Un breve acercamiento a la experiencia dormida
2.2. Los problemas del dormir
3. SUEÑO Y ACTIVACIÓN
3.1. Arousal fisiológico y dificultades del dormir
3.2. Activación cognitiva
3.3. Sobre la relevancia de la distinción entre activación fisiológica y cognitiva
4. ANSIEDAD E INSOMNIO
5. ANSIEDAD Y OTROS DESÓRDENES DEL SUEÑO
6. EL SUEÑO DE LAS EMOCIONES

III.- LA IRA Y LA HOSTILIDAD


Capítulo 9. IRA Y HOSTILIDAD: ASPECTOS BÁSICOS Y DE INTERVENCIÓN
1. INTRODUCCIÓN
2. CARACTERÍSTICAS DE LA IRA Y LA HOSTILIDAD
2.1. Los desencadenantes emocionales
2.2. La activación fisiológica
2.3. El afrontamiento
3. EL SÍNDROME AHI
3.1. La agresión
3.2. La hostilidad
3.3. La ira
3.4. El proceso emocional de la ira
3.5. Modelos explicativos de la unión entre el síndrome AHI y la salud
4. LA EVALUACIÓN DE LA IRA Y LA HOSTILIDAD
5. LA INTERVENCIÓN EN LA IRA Y LA HOSTILIDAD
5.1. Estrategias específicas de intervención
6. CONCLUSIONES

Capítulo 10. TRASTORNOS CARDIOVASCULARES Y FACTORES EMOCIONALES


1. DEFINICIÓN Y DELIMITACIÓN
2. INCIDENCIA Y PREVALENCIA
3. SINTOMATOLOGÍA

iii
4. FACTORES DE RIESGO DE LOS TRASTORNOS CARDIOVASCULARES
4.1. El patrón de conducta Tipo A
4.2. Ira y hostilidad. El síndrome AHI
4.3. Reactividad cardiovascular
5. INTERVENCIÓN EN LOS FACTORES EMOCIONALES
5.1. Intervención preventiva
5.2. Tratamiento de la enfermedad coronaria

Capítulo 11. IRA Y HOSTILIDAD: EVALUACIÓN E IMPLICACIONES EN EL


TRATAMIENTO PSICOLÓGICO DE PACIENTES INFECTADOS POR
VIH
1. INTRODUCCIÓN
1.1. Diferencias conceptuales entre la ira y la hostilidad
1.2. Importancia del estudio de la ira y la hostilidad en la salud
2. LA IRA COMO UNA RESPUESTA EMOCIONAL BAJO CONDICIONES DE
ESTRÉS
2.1. Evaluación cognitiva
2.2. La experiencia y la expresión de la ira
2.3. Relación entre la ira, la hostilidad y la infección por VIH
3. EVALUACIÓN DE LA IRA Y LA HOSTILIDAD
3.1. La distinción estado-rasgo
3.2. La expresión de la ira: ira contenida e ira manifiesta
4. TRATAMIENTO PSICOLÓGICO DE PERSONAS INFECTADAS POR EL VIH
4.1. La ira dentro del proceso de contratransferencia
4.2. La ira y la hostilidad como reacción al diagnóstico positivo de infección por
VIH
5. RESUMEN Y CONCLUSIONES

IV.- LA TRISTEZA Y LA DEPRESIÓN


Capítulo 12. TRISTEZA Y DEPRESIÓN: ASPECTOS BÁSICOS Y DE
INTERVENCIÓN
1. INTRODUCCIÓN
2. APORTACIONES DE LA PSICOLOGÍA A LA SALUD
3. EVALUACIÓN DE LA TRISTEZA Y LA DEPRESIÓN
4. INTERVENCIÓN EN LA TRISTEZA Y LA DEPRESIÓN

Capítulo 13. ASPECTOS EMOCIONALES DEL PROCESO DE MORIR


1. EL MIEDO A LA MUERTE
2. LOS CUIDADOS PALIATIVOS
3. MIEDO, DOLOR Y SUFRIMIENTO
4. EVALUACIÓN DEL SUFRIMIENTO
5. EL PROBLEMA DE LA MUERTE HOSPITALARIA EN EL MUNDO
OCCIDENTAL
6. CONCLUSIONES

Capítulo 14. DEPRESIÓN, ANSIEDAD Y DOLOR CRÓNICO

iv
1. EL PROBLEMA DEL DOLOR CRÓNICO
1.1. Definición y delimitación del problema
1.2. Incidencia y prevalencia de los problemas de dolor crónico
1.3. Sintomatología y alteraciones en los trastornos de dolor crónico
2. RELACIONES ENTRE EMOCIÓN Y DOLOR
2.1. Modelo explicativo
2.2. Efectos de la emoción sobre el dolor
3. EVALUACIÓN Y TRATAMIENTO DE LOS ASPECTOS EMOCIONALES
IMPLICADOS EN LOS PROBLEMAS DE DOLOR CRÓNICO
3.1. Evaluación de los aspectos emocionales
3.2. Tratamiento de los aspectos emocionales

Capítulo 15. RESPUESTAS EMOCIONALES, ENFERMEDAD CRÓNICA Y FAMILIA


1. INTRODUCCIÓN
2. ALGUNAS VARIABLES RELEVANTES EN EL ESTUDIO DE LAS
ENFERMEDADES CRÓNICAS
2.1. La enfermedad considerada como variable experimental
2.2. Tipo de enfermedad crónica
2.3. La edad. El momento del ciclo vital
3. ENFERMEDAD CRÓNICA Y APOYO SOCIAL
3.1. Apoyo social y adaptación a la enfermedad
3.2. La familia del paciente
3.3. La pareja
3.4. Los amigos, compañeros de estudios y/o compañeros de trabajo
3.5. Relación entre el enfermo crónico y el personal sanitario. Cumplimiento de
las prescripciones terapéuticas
4. LA HOSPITALIZACIÓN
5. PROPUESTA DE UN PROGRAMA SEMIESTRUCTURADO DE APOYO A
FAMILIARES DE NIÑOS/AS CON ENFERMEDADES CRÓNICAS
6. A MODO DE CONCLUSIONES

V.- EL ESTRÉS
Capítulo 16. EL ESTRÉS: ASPECTOS BÁSICOS Y DE INTERVENCIÓN
1. INTRODUCCIÓN
2. CARACTERÍSTICAS DEL ESTRÉS
2.1. Los desencadenantes del estrés
2.2. El proceso
2.3. El afrontamiento
2.4. La activación fisiológica
3. RELACIÓN ENTRE ESTRÉS Y SALUD
4. EVALUACIÓN DEL ESTRÉS
5. INTERVENCIÓN EN EL ESTRÉS

Capítulo 17. MECANISMOS COGNITIVO-CONDUCTUALES EN LA ANSIEDAD Y


EL ESTRÉS
1. MECANISMOS PSICOLÓGICOS EN EL ESTRÉS

v
2. EL MODELO DE PERSONALIDAD Y EMOCIÓN DE GRAY
3. ESTRÉS A PARTIR DE UNA ELEVADA ACTIVACIÓN DEL SISTEMA DE
INHIBICIÓN CONDUCTUAL
3.1. Inhibición e incertidumbre
3.2. Sensibilidad al castigo
3.3. Conclusiones
4. ESTRÉS A PARTIR DE UNA ELEVADA ACTIVACIÓN DEL SISTEMA DE
ACTIVACIÓN CONDUCTUAL
5. CONCLUSIONES

Capítulo 18. LAS ESTRATEGIAS PARA AFRONTAR EL ESTRÉS Y LA


COMPETENCIA PERCIBIDA: INFLUENCIAS SOBRE LA SALUD
1. PRIMERA TESIS: SER O NO SER...
2. SEGUNDA TESIS: UNA ORACIÓN PARA NO ABRIR LA BOTELLA
3. TERCERA TESIS: EL IDEAL ESTOICO
4. CONCLUSIÓN: Y A MÍ... ¿QUÉ ME CUENTAS?

Capítulo 19. LA ALEXITIMIA, UN FACTOR DE RIESGO PARA EL


PADECIMIENTO DE LOS EFECTOS PATÓGENOS DEL ESTRÉS
1. INTRODUCCIÓN
2. LA ALEXITIMIA
2.1. Revisión histórica del concepto
2.2. Características
2.3. Etiología
2.4. Evaluación
2.5. El procesamiento de estímulos emocionales en la alexitimia
3. ALEXITIMIA Y ESTRÉS
3.1. Respuestas al estrés en alexitímicos
3.2. Reactividad fisiológica al estrés en la alexitimia
4. CONCLUSIONES

BIBLIOGRAFÍA

ÍNDICE DE MATERIAS

vi
CAPÍTULO 1
EMOCIÓN Y SALUD
Enrique G. Fernández-Abascal y Francisco Palmero

1.- INTRODUCCIÓN
Las emociones son procesos que se activan cada vez que el organismo detecta algún
peligro o amenaza a su equilibrio (Palmero y Fernández-Abascal,1998); son, por lo tanto,
procesos adaptativos, que ponen en marcha programas de acción genéticamente determinados,
que se activan súbitamente y que movilizan una importante cantidad de recursos psicológicos.
Pero las emociones, como tales procesos adaptativos que son, no son estáticas, sino que cambian
en función de las demandas del entorno, por acción de la experiencia.
La principal función de la emoción es la organización. Organización de una actividad
compleja en un lapso de tiempo muy breve, con la finalidad de anticiparse a las consecuencias.
Así, las emociones alteran otros procesos psicológicos como la percepción, la atención, activan
la memoria, movilizan cambios fisiológicos, planificación de acciones, comunicación verbal y no
verbal, motivan a la acción, etc. Y las emociones son precisamente las que coordinan todos estos
recursos psicológicos en un momento dado, para dar una repuesta rápida y puntual a una
situación.

2.- PROCESO EMOCIONAL


Veamos esquemáticamente los rasgos fundamentales de este proceso emocional, que
pueden verse representados en la Figura 1.1. Como puede apreciarse, el proceso se desencadena
por la percepción de unas condiciones internas y externas, que llegan a un primer filtro que

FIGURA 1.1
Representación del proceso emocional

-1-
suponemos formado por un proceso dual de evaluación valorativa. Como consecuencia de esta
evaluación tiene lugar la activación emocional, que se compone de una experiencia subjetiva o
sentimiento, una expresión corporal o comunicación no verbal, una tendencia a la acción o
afrontamiento y unos cambios fisiológicos que dan soporte a todas las actividades anteriores. Sin
embargo, las manifestaciones externas de la emoción o los efectos observables de la misma, son
fruto de un segundo filtro que tamiza las mismas. Así, la cultura y el aprendizaje hacen que las
manifestaciones emocionales se vean sensiblemente modificadas, de esta manera, las experiencias
subjetivas que recogemos mediante autoinformes pueden ser una exageración, minimización o
incluso negación de las mismas, lo mismo ocurre con lo que observamos mediante la
comunicación no verbal, la observación de la conducta manifiesta o, incluso, en las respuestas
fisiológicas.

3.- DESENCADENAMIENTO EMOCIONAL


La conceptualización multinivel del proceso de valoración emocional tiene una larga
tradición y constatación en el estudio de la emoción. Lo único que ha ido cambiando con el
tiempo son las diversas formas de denominación que se les ha aplicado, en función de la
orientación utilizada en su estudio (vease el trabajo de Robinson, 1998, para una amplia revisión
sobre el tema).
Nosotros presumimos que el proceso de evaluación valoración actúa como un primer filtro
en el desencadenamiento emocional. Este filtro cumple un doble papel, por una parte, realiza una
evaluación de la situación en función de características afectivas y, por otra, realiza una valoración
de la situación en función de su significación. Scherer (1984) establece una diferenciación entre
el estadio afectivo subjetivo y el proceso de valoración cognitiva de estímulos, fundamentada en
la diferenciación que existe en sus mecanismos de regulación. Así, el estado afectivo subjetivo
estaría regulado por el sistema de registro, mientras que el proceso de valoración cognitiva lo
estaría por el sistema de información. A su vez, estos dos componentes emocionales tendrían
funciones distintas: el primero permitiría evaluar el ambiente, mientras que el segundo lleva a cabo
la reflexión y el registro.
El primer componente o filtro afectivo de este doble proceso se compondría, según
Scherer (1988, 1990), de una valoración de la novedad de la situación, es decir, se determina si
hay un cambio en el patrón de estímulo externo o interno, particularmente si ocurre una situación
nueva o esperada (probabilidad y predecibilidad). Y de una valoración del agrado intrínseco, es
decir, una determinación de si una situación es agradable, incluyendo tendencias de acercamiento,
o desagradable, incluyendo tendencias de evitación/huida; basado en rasgos innatos o en
asociaciones aprendidas. Esta primera evaluación se realizaría de forma automática mediante
procesos preatencionales (Öhman, 1994).
El segundo componente o filtro de significado se compondría, también según Scherer
(1988, 1990), de una valoración de la significación, en la que se valora si la situación es
pertinente a metas importantes o necesidades del organismo (relevancia), si el resultado es
consistente o discordante con las metas esperadas o planes de acción (expectativa), y si es
conducente u obstructivo para alcanzar las metas respectivas o satisfacer las necesidades
pertinentes (tendencia). Así mismo se valoraría el afrontamiento, es decir, se determina la
causalidad de un evento del estímulo (causalidad) y el afrontamiento potencial disponible al
organismo, particularmente el grado de control sobre la situación (control), el poder relativo del
organismo para cambiar o evitar las consecuencias a través de lucha o huida (poder/capacidad),
y el potencial para el ajuste al resultado final vía la reestructuración interior (ajuste). Y, por
último, las normas que determinan si la situación, particularmente una acción, es conforme a las

-2-
normas sociales, convenciones culturales, o expectativas de otros significantes (normas externas),
y si es consistente con normas interiorizadas o con las normas que forman parte de su autoimagen
(normas interiores).
Este segundo componente o filtro de significado, desde la perspectiva de Smith y Lazarus
(1993), estaría formado por la valoración cognitiva de los componentes de la valoración y del
núcleo de temas relacionados. Consiguientemente el significado subyacente a cada emoción
tendría tres niveles de análisis, que representarían complementariamente las vías de la
conceptualización, de la valoración del significado y las características individuales específicas.
! El primer nivel de análisis, que es de tipo molecular, recoge los componentes de la
propia valoración y describe los juicios específicos hechos por una persona para evaluar una
situación de daño o beneficio particular.

TABLA 1.1
Núcleo de temas relacionados para cada emoción
EMOCIÓN NÚCLEO DE TEMAS RELACIONADOS

Alivio Condición penosa o incongruente que ha cambiado para mejor o ha desaparecido.

Amor Desear o participar en un afecto, aunque no sea necesariamente correspondido o reciproco.

Ansiedad Enfrentamiento a una amenaza incierta, existencial.

Asco Tomar o estar demasiado cerca de un objeto o idea “indigesta” (metafóricamente hablando).

Resentimiento contra una tercera persona por la perdida o el miedo a perder el apoyo o
Celos
afecto de otro.

Compasión Ser conmovido por el sufrimiento de otro, con el deseo de ayudarle.

Culpabilidad Haber transgredido un imperativo moral.

Envidia Desear lo que otra persona tiene.

Esperanza Temerse lo peor, pero esperando que mejore la situación.

Felicidad Hacer progresos razonables hacia la consecución de una meta.

Ira Una ofensa degradante en contra mía o de los míos.

Miedo Un peligro físico, inmediato, concreto y abrumador.

Intensificación del auto-concepto por ganar méritos para conseguir un objeto o meta
Orgullo valiosos, bien por uno mismo, o bien por alguna persona o grupo con quien uno se
identifica.

Tristeza Haber experimentado una pérdida irrevocable.

Vergüenza Fracaso en alcanzar un “yo ideal”.

! El segundo nivel de análisis, que es molar, recoge el núcleo de temas relacionados y


combina los componentes de la valoración individual dentro de “resúmenes”, o quizá más
adecuadamente, configuraciones organizadas de significados relacionados denominados núcleo
de tema relacionado. Un núcleo de tema relacionado es simplemente el daño o beneficio central
que subraya cada una de las emociones negativas y positivas, es decir, cada tipo de emoción tiene
un núcleo de tema relacionado propio. Así, por ejemplo, el núcleo de tema relacionado de la ira

-3-
es “una ofensa degradante contra mí o los míos”, o para el caso del miedo “un peligro físico,
inmediato, concreto y abrumador”. En la Tabla 1.1 se recogen los núcleos de temas relacionados
de las principales emociones (Lazarus, 1994).
! Por último, habría que añadir un tercer nivel de análisis, que recogería el componente
individual de valoración, en el cual se recogen las cuestiones específicas evaluadas en la
valoración, el núcleo de temas relacionados captura eficientemente la relación central de
significado derivada de la configuración de respuestas a esa valoración de cuestiones, que difiere
para cada emoción. Este último nivel de análisis nos explicaría los sesgos en las valoraciones, es
decir, las actitudes cognitivas que preparan a una persona en particular para dar preferentemente
una respuesta emocional en concreto y no otras.

En la Tabla 1.2 se presentan los componentes que intervienen en el proceso de valoración


cognitiva según Lazarus.

TABLA 1.2
Componentes de la valoración
Primera valoración Segunda valoración

Responsabilidad
Relevancia motivacional Potencial de afrontamiento enfocado al problema
Congruencia motivacional Potencial de afrontamiento enfocado a la emoción
Expectativas futuras

Los componentes implicados en la valoración primaria son el de la relevancia motivacional


y el de la congruencia o incongruencia motivacional.
! La relevancia motivacional es una evaluación que alude a los compromisos personales
y al grado en que la situación es relevante para la persona. Es el primer responsable de que se
produzcan respuestas emocionales -que pueden ser tanto positivas como negativas-, cuando la
situación implica relevancia motivacional. Por contra, si la situación es motivacionalmente
irrelevante no se producirá ninguna respuesta emocional.
! La congruencia motivacional se refiere a si la situación es consistente o inconsistente
con los deseos y las metas de la persona. Cuando la situación es motivacionalmente congruente
el resultado será una respuesta emocional positiva, mientras que si la situación es incongruente
el resultado es una respuesta emocional negativa.
Por su parte, los componentes de la segunda valoración son la responsabilidad, el potencial
de afrontamiento enfocado al problema, el potencial de afrontamiento enfocado a la emoción y
las expectativas futuras.
! La responsabilidad determina quién o qué (uno mismo, otra persona o alguna cosa) es
el responsable del mérito (si es congruente motivacionalmente) o de la culpa (si es
motivacionalmente incongruente) en función de los resultados de la situación y, por lo tanto,
quién o qué podría ser objeto del esfuerzo para enfrentarse a la situación.
! Los dos componentes de potencial de afrontamiento se corresponden con los dos tipos
de recursos o medios para reducir las discrepancias entre las circunstancias y, los deseos y
motivaciones que uno tiene. El potencial de afrontamiento enfocado al problema o capacidad
de enfrentarse al problema, implica evaluaciones acerca de la habilidad de la persona para actuar
directamente sobre la situación y solucionarla o para llegar a un acuerdo con los deseos de la
persona.

-4-
! El potencial de afrontamiento enfocado a la emoción, se refiere a las perspectivas
percibidas de ajustarse psicológicamente a la situación modificando la interpretación de la misma,
los deseos o las propias creencias.
! Las expectativas futuras se refieren a las posibilidades, de realizar cambios en la
situación actual o psicológica, que podrían hacer que la situación pareciese más o menos
congruente motivacionalmente.
Por otra parte, dentro de este primer filtro también habría que considerar las disposiciones
relativamente estables en el tono emocional proporcionadas por los rasgos de personalidad y que
explicarían parte de las diferencias individuales. Tradicionalmente se ha venido considerando y
sosteniendo que determinados rasgos de personalidad influencian directamente el procesamiento
emocional; sin embargo, la revisión actual de la evidencia existente no avala tal propuesta y, por
contra, se acerca más a una consideración de los rasgos de personalidad como variables
mediadoras o moderadoras del procesamiento emocional (ver Rusting, 1998). No obstante, una
excepción a estos hechos viene marcada por los estilos emocionales de represión y sensibilización,
y su efecto sobre el procesamiento de la información emocional (Krohne, 1993); así, las personas
represoras son las que intentan evitar o retirar la atención de los estímulos amenazantes, mientras
que las personas sensibles son las que continuamente supervisan el entorno para detectar la
presencia de tales estímulos. Tales estilos parecen guardar una alta relación con los rasgos de
ansiedad y de deseabilidad social (Weinberger, Schwartz y Davidson, 1979).
Así pues, en su conjunto el primer filtro de evaluación valorativa es el responsable del
reajuste de las emociones a nuevas condiciones adaptativas o demandas del entorno, pero también
es el responsable de que las emociones pierdan en un determinado momento su carácter
adaptativo y se tornen perjudiciales para la salud. Y, es precisamente el segundo componente de
este filtro o filtro de significado, el que hace que determinadas personas desarrollen actitudes
cognitivas emocionales que favorecen la aparición de un tipo de emoción sobre otras. Así, estas
actitudes emocionales funcionan reduciendo los umbrales necesarios para producir un tipo de
respuesta emocional concreto (Ekman, 1994). De este modo, las actitudes se comportarían como
estados de hipervigilancia, que permitirían un alto grado de exploración del medio ambiente, pero
que al mismo tiempo conllevarían una atención selectiva y una amplificación de determinadas
informaciones del entorno, lo cual facilitará que se disparen respuestas emocionales ante
situaciones que en caso contrario serían consideradas como neutras y no conllevarían respuesta
emocional. Por lo tanto, estas actitudes cognitivas producen una focalización de la atención hacia
ciertos estímulos considerados como relevantes, dando prioridad a su procesamiento y
prejuzgando el entorno, lo cual prima la aparición de un tipo de respuesta emocional frente a
otras.
De igual forma, la actitud cognitiva emocional produce también sesgos en los procesos
de aprendizaje, los cuales facilitan una mayor retención de hechos relacionados con la emoción
implicada, que la que se produce con otras situaciones emocionales de diferente tono. Sesgos en
la activación de la memoria, que producen una recuperación selectiva de la misma, caracterizada
por el recuerdo de información asociada con la condición emocional responsable de la actitud. Y
sesgos interpretativos, que hace que situaciones ambiguas sean procesadas precisamente dándoles
una significación emocional, que en el caso de no existir tal actitud raramente se producirían.
Estas actitudes cognitivas emocionales parecen producirse preferentemente ante
emociones de tono negativo frente a las positivas. Posiblemente por la ley de asimetría hedónica
(Frijda, 1988) que hace que las emociones de tono negativo tengan una mayor duración temporal
que las positivas y por lo tanto esto facilite su desarrollo.
Las actitudes cognitivas emocionales comparten muchos elementos comunes con las

-5-
emociones, especialmente en lo que se refiere al tono o la valencia (ver Tabla 1.3) pero tienen una
duración temporal mayor; así, mientras que las emociones son respuestas puntuales y sus efectos
son fásicos, las actitudes son estados más mantenidos en el tiempo y sus efectos son tónicos. La
especificidad de la reacción es alta en el caso de la emoción y está producida por unas situaciones
bien definidas y discretas, frente a las actitudes que tienen una especificidad más baja o intermedia
y que están producidas por unas situaciones contextuales. El origen de las emociones es inmediato
en el tiempo y el espacio, mientras que la de la actitud es próxima pero más vago. Por último, y
quizás la más importante de las diferencias se encuentra en el umbral de disparo, que se ve
sensiblemente reducido en las actitudes frente a las emociones.

TABLA 1.3
Características de las emociones y sus actitudes cognitivas
Características Emoción Actitud cognitiva
Tono Valencia positiva o negativa
Duración Fásica Tónica
Especificidad Discreta Contextual
Origen Inmediato Próximo
Umbral Medio Bajo

Así, en uno de los casos que nos interesan, el verse sometido en un lapso relativamente
breve de tiempo a repetidas situaciones que producen la respuesta emocional de miedo, daría
lugar al desarrollo de una actitud cognitiva de ansiedad (Rosen y Schulkin, 1998). De este modo,
el miedo que está producido por un peligro presente e inminente, por lo que se encuentra muy
ligado al estímulo que lo genera, pasa a desarrollar un estado mantenido de ansiedad,
caracterizado por una agitación, inquietud y zozobra parecidas a la producida por el miedo, pero
carente de un estímulo desencadenante concreto. También se ha definido la ansiedad como un
miedo sin objeto, aunque esto no siempre se cumple ya que a veces está asociada a estímulos
concretos, como ocurre en caso de la ansiedad social. La distinción entre ansiedad y miedo podría
concretarse en que la reacción de miedo se produce ante un peligro real y la reacción es
proporcionada a éste, mientras que la ansiedad es desproporcionadamente intensa con la supuesta
peligrosidad del estimulo, es una respuesta mantenida en el tiempo y que se dispara con gran
facilidad.
En lo que se refiere a la respuesta emocional de ira, su continua repetición en cortos
periodos de tiempo da lugar al desarrollo de su actitud cognitiva que es la hostilidad. La respuesta
de ira se produce puntualmente cuando un organismo se ve bloqueado en la consecución de una
meta o en la satisfacción de una necesidad; mientras que la hostilidad implica una actitud social
mantenida de resentimiento, que conlleva respuestas verbales o motoras implícitas mezcla de
indignación, desprecio y resentimiento.
Por último, en lo que se refiere a la respuesta emocional de tristeza y el desarrollo de
actitudes emocionales de depresión subclínica. La tristeza es una respuesta emocional que se
produce como consecuencia de sucesos que son considerados como no placenteros y que denota
pesadumbre o melancolía; y, por su parte, la depresión conlleva pensamientos irracionales de tipo
negativo, dado que el contenido del pensamiento tiene una carga emocional negativa para el

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sujeto, y errores en el procesamiento de la información que le llevan a percibirse como una
persona poco valiosa y poco eficaz.

4.- ACTIVACIÓN EMOCIONAL


En lo referente a la activación emocional, como ya se ha expuesto anteriormente, la
respuesta emocional es de carácter multifactorial e implica diversos efectos. Así, se produce una
experiencia o efecto subjetivo, una expresión corporal o efecto social, un afrontamiento o efecto
funcional y un soporte fisiológico.
La experiencia subjetiva se refiere a las sensaciones o sentimientos que produce la
respuesta emocional, cuya principal temática es el placer o displacer que se desprende de la
situación. Así, en el caso del miedo se genera aprensión, desasosiego y malestar, su característica
principal es la sensación de tensión, preocupación y recelo por la propia seguridad o por la salud,
habitualmente acompañada por la sensación de pérdida de control. En el caso de la ira se
producen sentimientos de irritación, enojo, furia y rabia; también suele ir acompañada de
obnubilación, incapacidad o dificultad para la ejecución eficaz de los procesos cognitivos y
focalización de la atención. Por su parte, la tristeza produce sentimientos de desánimo,
melancolía, desaliento y pérdida de energía; focaliza la atención en las consecuencias de la
situación en el ámbito interno y es una aflicción o una pena que da lugar a estados de desconsuelo,
pesimismo y desesperación que desencadenan sentimientos de autocompasión.
La expresión corporal se refiere a la comunicación y exteriorización de las emociones
mediante la expresión facial y otra serie de procesos de comunicación no verbal tales como los
cambios posturales o la entonación. Además, la expresión emocional cumple otras funciones como
la de controlar la conducta del receptor, ya que permite a este anticipar las reacciones emocionales
y adecuar su comportamiento a tal situación. La expresión facial de la respuesta emocional de
miedo se caracteriza por la elevación y contracción de cejas, de párpados tanto superior como
inferior y tensión en los labios. En el caso de la ira, su expresión facial se caracteriza por unas
cejas bajas, contraídas y en disposición oblicua, tensión del párpado inferior y una mirada
prominente. Por último, en el caso de la tristeza, su expresión facial esta caracterizada por ángulos
inferiores de los ojos hacia abajo, piel de las cejas en forma de triángulo y descenso de las
comisuras de los labios.
El afrontamiento se refiere a los cambios comportamentales que producen las emociones
y que hacen que las personas se preparen para la acción, es decir, al conjunto de esfuerzos
cognitivos y conductuales, que están en un constante cambio para adaptarse a las condiciones
desencadenantes, y que se desarrollan para manejar las demandas, tanto internas como externas,
que son valoradas como excedentes o desbordantes para los recursos de la persona (Lazarus y
Folkman, 1984). El afrontamiento es, por lo tanto, un proceso psicológico que se pone en marcha
cuando en el entorno se producen cambios no deseados o estresantes, o cuando las consecuencias
de estos sucesos no son las deseables. La principal preparación para la acción de la respuesta
emocional de miedo es la facilitación de respuestas de escape o evitación ante situaciones
peligrosas; si la huida no es posible o no es deseada, el miedo también motiva a afrontar los
peligros; en cualquier caso es una respuesta funcional que intenta fomentar la protección de la
persona. El afrontamiento de la ira cumple a una variedad de funciones adaptativas, incluyendo
la organización y regulación de procesos internos, psicológicos y fisiológicos, relacionados con
la autodefensa, así como para la regulación de conductas sociales e interpersonales; su principal
preparación para la acción es un impulso para atacar con la finalidad de eliminar los obstáculos
que impiden la consecución de los objetivos deseados y que generan frustración. La mayor parte
de los trabajos sobre las consecuencias de la tristeza, parecen indicar que esta reduce la actividad

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de la persona por focalizarla hacia uno mismo y para prevenir así el que se produzcan traumas y
se facilita la restauración de energía; también se ha considerado que prepara para la realización
de autoexámenes constructivos, con lo que la reducción de la actividad se vería facilitado
(Cunningham, 1988); por último, cumpliría funciones de cohesión con otras personas,
comunicandolas que no se encuentra bien y reclamando de esa forma ayuda (Averill, 1979).
Por último, el soporte fisiológico se refiere a los cambios y alteraciones que se producen
en el sistema nervioso central, periférico y endocrino. De todos estos cambios, los más estudiados
son los que refieren a los sistemas somático y autónomo (Cacioppo, Klein, Berntson y Hatfield,
1993). Los principales cambios fisiológicos de la respuesta emocional de miedo tiene su efecto
sobre el sistema nervioso autónomo, en forma de respuestas fásicas, y se concretan en importantes
elevaciones de la frecuencia cardiaca, las mayores de todas cuantas se producen en respuesta a
una situación emocional; de la presión arterial sistólica y diastólica, también de una gran magnitud;
de la salida cardiaca; de la fuerza de contracción del corazón; de la conductancia de la piel que
es un indicador de descargas de la rama simpática del sistema nervioso autónomo, con
incrementos tanto en su nivel general, como en el número de fluctuaciones espontáneas.
Reducciones muy marcadas en el volumen sanguíneo y la temperatura periférica, como
indicadores de una importante vasoconstricción, lo que es especialmente evidente en la palidez
de la cara, produciendo la típica reacción de miedo de quedarse “helado” o “frío”. Así mismo, se
producen efectos sobre el sistema somático tales como elevaciones fásicas en la tensión muscular,
que generalmente afecta a todo el cuerpo, y aumentos de la frecuencia respiratoria, que son
acompañados de reducciones en su amplitud, es decir, se produce una respiración superficial e
irregular. Todo ello favorece en un primer instante la sensación de “paralización” o
“agarrotamiento”, y seguidamente proporciona el tono muscular adecuado para iniciar una huida
o evitación de la situación desencadenante. Por último, el miedo puede desembocar en ataques
de pánico que son condiciones extremas de “bloqueo” o de miedo profundo, que se muestran
acompañadas de una actividad fisiológica inusual que implica hiperventilación, temblores, mareos
y taquicardias, así como sentimientos altamente catastrofistas y de pérdida total del control de la
situación.
Los cambios fisiológicos que acompañan a la respuesta emocional de ira se producen
sobre el sistema nervioso autónomo y se concretan en importantes elevaciones de la frecuencia
cardiaca; de la presión arterial sistólica y diastólica; de la salida cardiaca, aunque en menor grado
que el visto en el caso del miedo; y de la fuerza de contracción del corazón. Elevaciones de la
conductancia de la piel, con incrementos en su nivel y especialmente marcados para el caso del
número de fluctuaciones espontáneas, siendo la emoción que más fluctuaciones produce. Así
mismo, produce reducciones tanto en el volumen sanguíneo como en la temperatura periférica,
como consecuencia de una importante vasoconstricción. En lo referente a los efectos producidos
sobre el sistema somático, aparecen elevaciones en la tensión muscular general y aumentos de la
frecuencia respiratoria, sin que se manifiesten cambios en la amplitud. La ira también produce
aumentos en las secreciones hormonales, especialmente en la noradrenalina, lo que proporciona
un incremento de la energía y posibilita el acometer acciones enérgicas. Por último, se produce
una elevación en la actividad neuronal, caracterizada por una elevada y persistente tasa de
descarga neuronal.
Por último, los efectos fisiológicos de la tristeza se producen sobre el sistema nervioso
autónomo y se concretan en moderadas elevaciones de la frecuencia cardiaca, ligeros aumentos
de la presión arterial tanto sistólica como diastólica, incrementos en la resistencia vascular,
elevaciones de la conductancia de la piel (con incrementos en el nivel mayores de los que se
producen en el caso del miedo o la ira) y reducciones en la salida cardiaca, el volumen sanguíneo

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y moderados descensos de la temperatura periférica (vasoconstricción). Así mismo, se producen
efectos sobre el sistema somático tales como elevaciones en la tensión muscular general y cambios
en la amplitud de la respiración sin alteraciones en su frecuencia. También, se produce una
elevación en la actividad neurológica, que se mantiene de forma prolongada.

5.- MANIFESTACIÓN EMOCIONAL


El segundo filtro, que controla la manifestación de las emociones, está basado en el
aprendizaje y la cultura, y es el responsable del control emocional mediante la inhibición,
exacerbación o distorsión que puede manifestar la respuesta emocional (Levenson, 1994). Este
filtro ha sido denominado de formas diversas a lo largo de la literatura antropológica, donde ha
sido ampliamente estudiado; así, Levy (1973) lo denomino “reglas regulativas” para referirse a
cómo se debe manifestar o expresar una emoción como consecuencia de la influencia cultural en
la persona, y Heider (1991) usó el término de “reglas de despliegue” para referirse a este mismo
proceso. En cualquier caso, parece que parte del proceso de socialización y maduración incluye
la adquisición de un autocontrol y un control externo sobre como pueden manifestarse las
emociones, y que actúa en dos direcciones, bien controlando ciertos efectos emocionales para que
se produzca un incremento en la manifestación emocional, o bien un déficit en determinados
componentes de la respuesta emocional.
Estos mecanismos socioculturales de control emocional actúan sobre todos los elementos
que configuran la respuesta emocional; así, las experiencias subjetivas que observamos mediante
técnicas de autoinforme son influenciadas o filtradas por diferentes sesgos e incluso por los estilos
emocionales de represión y sensibilización. De tal manera que en determinados contestos se van
a reprimir estas manifestaciones emocionales, no siendo sinceros en los autoinformes, y en otros
se van a exagerar para pedir ayuda, apoyo o por deseabilidad social. Estas distorsiones pueden
ser tanto controladas como involuntarias, pero en cualquier caso ejercen un control emocional que
es aprendido, como puede observarse en los cambios que se produce en la manifestación
emocional a lo largo del desarrollo desde un recién nacido hasta una persona madura.
Mediante el control emocional, la expresión corporal de las emociones adquiere un papel
funcional o social en lo que podemos observar mediante la comunicación no verbal. La expresión
de las emociones es en su origen una respuesta no instrumental, puesto que es respondiente, es
decir, se produce de forma involuntaria. No obstante, bajo los efectos del aprendizaje y la cultura,
este papel puede alterarse adquiriendo un carácter instrumental, cuando con ello se produce una
función comunicativa de las emociones. Acercándose en ese momento en su funcionamiento al
propio afrontamiento (Camras, 1994).
En lo referente a la conducta motora que podemos observar como manifestación del
afrontamiento, el filtro del aprendizaje y la cultura también ejercen importantes modificaciones.
De tal manera que se produce un paso del afrontamiento automático u original, propio y
característico de cada una de las emociones, a un afrontamiento extendido, más cercano a una
solución de problemas que a un patrón de conducta automático. La base de este cambio está en
que el afrontamiento no garantiza la solución de la situación problemática que lo desencadenó,
por lo tanto todo afrontamiento tiene que adaptarse a las condiciones del entorno en las que se
desarrolla. Pero los procesos de afrontamiento extendidos así desarrollados tienden a
sobregeneralizarse, es decir, todo afrontamiento que ha sido utilizado con éxito en la resolución
de una situación emocional, tiende a ser utilizado con persistencia después de desaparecer el
problema que originó su movilización e incluso se mantiene ante nuevas situaciones en las que no
es funcional su utilización. De forma equivalente, si un afrontamiento fracasa, la
sobregeneralización puede llevar a dejar de utilizarlo ante situaciones frente a los que sí sería

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funcional su uso, pudiendo llegar incluso a generar situaciones de indefensión. Es precisamente
por este hecho del afrontamiento, su tendencia a la sobregeneralización, por lo que se desarrollan
los estilos de afrontamiento, es decir, formas personales características de afrontamiento. De tal
modo que todas las personas desarrollan sesgos o formas preferidas en su manera de responder
ante las emociones. Las dimensiones a lo largo de las cuales se desarrollan estas formas de
afrontamiento extendido (Fernández-Abascal, 1997) son, en primer lugar, el método utilizado en
el afrontamiento, dentro de los cuales tendríamos los estilos de afrontamiento activo, que
movilizan esfuerzos para la solución de la situación; los estilos pasivo, que se basa en inhibir toda
actuación; y los estilos de evitación, que intentar evitar o huir de la situación o de sus
consecuencias. En segundo lugar tenemos la focalización del afrontamiento, que da lugar a los
estilos de afrontamiento dirigidos al problema, que intentan controlar las condiciones responsables
del problema; los afrontamientos dirigidos a la respuesta emocional, que pretenden controlar la
propia respuesta emocional; y los afrontamientos enfocados a modificar la evaluación inicial de
la situación, que focalizan el esfuerzo en obtener más información para analizar con más
profundidad la situación. Por último tenemos el tipo de actividad movilizada en el afrontamiento,
que puede ser actividad cognitiva o actividad conductual.
En el Tabla 1.4 se recogen las estrategias concretas de afrontamiento, fruto de la
combinación de los diferentes estilos de afrontamiento posibles. En el capítulo 16 de esta misma
obra se tratan todos estos aspectos con un detalle mayor.

TABLA 1.4
Relación entre estrategias y estilos de afrontamiento

COGNITIVO
ACTIVO PASIVO EVITACIÓN

EVALUACIÓN Reevaluación positiva Reacción depresiva Negación

TAREA Planificación Conformismo Desconexión mental

EMOCIÓN Desarrollo personal Control emocional Distanciamiento

CONDUCTUAL
ACTIVO PASIVO EVITACIÓN

EVALUACIÓN Supresión actividades distractoras Refrenar el afrontamiento Evitar el afrontamiento

TAREA Resolver el problema Apoyo social al problema Desconexión comportamental

EMOCIÓN Expresión emocional Apoyo social emocional Respuesta paliativa

Por último, en referencia al soporte fisiológico que podemos observar mediante el registro
de respuestas fisiológicas, se pensó durante mucho tiempo que éste se modificaría de igual manera
y sentido que los sesgos, que como hemos visto, se producen en las otras manifestaciones
emocionales. Así, se llega a desarrollar el concepto de “especificidades individuales de respuesta”,
que hace referencia a formas características y personales en la activación fisiológica emocional,
una especie de estilo o patrón de respuesta propio de cada persona. Los estudios recientes de
Marwitz y Stemmler (1998), ponen de manifiesto la debilidad de este concepto ya que la
especificidad individual de respuesta aparece tan sólo en un 33% de las personas y, además, su
estabilidad temporal sólo afecta a un 15% de las mismas. La mayoría de los datos existentes
parece señalar que esta actividad depende más de la intensidad emocional y del tipo de

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afrontamiento movilizado, que de la propia emoción o los sesgos a ella asociados.

6.- CONCLUSIONES
Desde esta conceptualización del proceso emocional, los dos filtros que producen
modificaciones sobre el patrón prototípico de las emociones, son los responsables de la adaptación
de éstas a nuevas condiciones, pero también son responsables de la disfuncionalidad de las
mismas. Así, estos filtros pueden actuar de forma funcional, es decir, modificando el patrón de
respuesta emocional para adaptarlo adecuadamente a nuevas condiciones; de forma no funcional,
es decir, no adaptando la respuesta emocional a las nuevas condiciones del entorno; y de forma
disfuncional, es decir, produciendo respuestas desadaptativas y perjudiciales para la salud de la
persona.
Cuando el primer filtro de evaluación valorativa actúa de forma disfuncional y el segundo
filtro de aprendizaje y cultura actúa de forma no funcional, se dan las condiciones responsables
de que se produzcan múltiples problemas clínicos, en el sentido amplio del término; es decir,
cuando el primer filtro produce respuestas desadaptativas y el segundo filtro no controla su
manifestación, se originan problemas clínicos debidos a causas emocionales. Mientras que cuando
el primer filtro actúa de modo no funcional y el segundo filtro actúa de modo disfuncional, es
cuando se producen problemas de salud.
Estas respuestas emocionales desadaptativas pueden ser las desencadenantes de crisis o
coadyuvantes de las mismas, responsables de las recaídas y también, de forma inversa, las propias
emociones desadaptativas pueden ser consecuencia de la perdida de la salud.
No podemos dejar de mencionar que las emociones, especialmente las de valencia positiva,
también pueden jugar un importante papel en el mantenimiento de la salud, por una parte
ejerciendo cambios fisiológicos saludables y contrarios a los ejercidos por las emociones negativas
(Fredrickson y Levenson, 1998); y, por otra parte, porque en función del “proceso oponente”
cambian el tono emocional y eliminan las influencias perniciosas de las emociones negativas.
Sin duda, las emociones más estudiadas en el contexto de la salud son el miedo/ansiedad,
la ira/hostilidad y la tristeza/depresión. Pero, a la hora de hablar de problemas de salud, es preciso
también mencionar otro proceso adaptativo como es el estrés, que guarda una alta relación con
los procesos emocionales. La relación entre estrés y emociones es compleja y bidireccional. En
primer lugar, el estrés en su fase de valoración da lugar a respuestas emocionales, tanto positivas
como negativas, y por lo tanto se entremezcla con éstas. Y, en segundo lugar, en el proceso
emocional cuando no se dispone de forma de afrontamiento adecuada se produce una respuesta
de estrés. Así pues, el estrés y las emociones se entremezclan entre sí y esto es especialmente
crítico cuando se ve afectada la salud. Por lo tanto es imposible abordar el estudio de la relación
entre emociones y salud sin tener en cuenta el estrés.
En los siguientes capítulos se pretende pasar revisión a los tópicos más importantes de la
intersección entre emociones y salud, organizando esta revisión precisamente en función de los
procesos emocionales implicados.

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CAPÍTULO 2
MEDICIÓN EN CIENCIAS DE LA SALUD1
Pilar Jara y Jesús Rosel

1. INTRODUCCIÓN
La consideración de la salud como objetivo de estudio ha permitido la evolución del
concepto desde perspectivas puramente biológicas hacia planteamientos más globalizadores
(Ballester, 1996). En este sentido, la Organización Mundial de la Salud (OMS, 1948) define la
salud como el “...total bienestar social, psicológico y físico”. De esta definición podrían resaltarse
fundamentalmente dos aspectos: por un lado, la consideración de la salud en tanto que constructo
tridimensional, con lo cual, si el objetivo es medir dicho constructo, debería tenerse en cuenta
cada uno de los componentes, así como su interacción; por otro lado, la OMS enfatiza la
consideración de la salud desde una perspectiva positiva, como indica el enfoque del “bienestar”,
y no como la simple ausencia de enfermedad. En efecto, esta segunda parte alude al término de
salud desde una perspectiva que se enmarca puramente en la dimensión de salud positiva, hecho
que implica la sustitución de la clásica acepción de “salud hace referencia a ausencia de
enfermedad”, por la representación de la eficacia total de la mente, el cuerpo y el ajuste social.
Por tanto, la anterior definición representa un intento para superar la tradicional tendencia
del modelo biomédico en favor de la consideración de la salud desde una perspectiva positiva, en
la que se enfatiza el estado de bienestar del individuo, que incluye aspectos emocionales, sociales
y de adecuación de lo que puede considerarse la conducta habitual del individuo.
Este salto desde el planteamiento puramente objetivo (consideración de la presencia de
una determinada sintomatología asociada a alguna enfermedad física, morbilidad, mortalidad,
limitación para realizar la actividad habitual, etc.) hacia una perspectiva subjetiva, en la que resalta
la importancia de conocer y/o medir cuál es la percepción que el propio individuo tiene de su
salud en cada uno de los diversos estados de bienestar, y por ende de lo que se denomina la propia
calidad de vida, provoca la necesidad de delimitar algunos conceptos que han ido apareciendo.
Tal es el caso de los “indicadores subjetivos de salud”, o el “estado de salud”.

1.1. Indicadores subjetivos de salud


Si preguntásemos a distintos individuos acerca de su estado de salud, posiblemente
encontraríamos que hay sujetos que, aun gozando de una salud objetivamente buena, manifiestan
no encontrarse bien, pudiéndose apreciar incluso, como señalan Blazer y Houpt (1979), que ese
sentimiento no tan positivo que experimentan puede interferir apreciablemente en su actividad
habitual. En contraposición, también encontraríamos otros sujetos que, a pesar de sufrir
aparentemente ciertos problemas físicos, manifiestan encontrarse satisfechos con su calidad de
vida (Goldstein y Hurwicz, 1989). Afirmaciones como las que acabamos de enumerar ponen de
relieve cuán incompletos son los informes sobre salud cuando vienen basados exclusivamente en
medidas objetivas (morbilidad, mortalidad, etc.). Esta manifiesta carencia de la medición objetiva
se complementa incluyendo una perspectiva subjetiva de medición de la salud, desde la que se
pide al individuo que explique cómo experimenta su estado de bienestar y de salud, esto es, cómo
siente la dimensión psíquica; cómo nota la dimensión física; cómo percibe la dimensión social. La
consecuencia de esta evaluación da como resultado una valoración personal del estado de ajuste

1
Algunos datos e ideas expuestos en este capítulo han sido obtenidos de la ayuda de la Dirección
General de Investigación Científica y Técnica PB93-0660, y de la ayuda del Fondo de Investigaciones
Sanitarias 94/1536.

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y funcionamiento global. Este enfoque está basado en la experiencia subjetiva del dolor,
asumiendo que la experiencia individual del malestar no puede medirse por medio de test
objetivos, y que esas percepciones, así como los sentimientos que suscitan, no influyen en la
manifestación de la enfermedad (Fitzpatrick y cols., 1984). Por lo tanto, es obvio que este
enfoque hace que el sujeto participe activamente en la toma de decisiones clínicas en las que
quedan reflejadas las necesidades reales de cada individuo (Wennberg, 1990). Para ello, se pide
información sobre la sintomatología experimentada, su estado funcional, la autopercepción de su
estado de salud, así como los sentimientos que experimenta en relación con su estado. En
definitiva, el sujeto a quien se pretende atender participa activamente en la confección de un plan
terapéutico, partiendo del presupuesto de la importancia de la “psique” como una contribución
a las manifestaciones fisiológicas, así como del hecho de que cada individuo tiene su propia
experiencia y su particular reacción al dolor.
Una definición del enfoque subjetivo podría ser: “la percepción que posee cada individuo
en relación con la gravedad de su enfermedad, o la propia sensibilidad hacia ésta” (Becker,
1974). Por tanto, es la operativización del concepto de salud desde la perspectiva del autoinforme.

1.2. Estado de salud


Este concepto hace referencia a cómo se encuentra la salud de un sujeto cuando se
considera en conjunto su situación de bienestar físico, psíquico y social. En este sentido, una
observación longitudinal de la combinación de los tres aspectos enumerados daría como
consecuencia el conocimiento del nivel basal del estado de salud del sujeto, en tanto que la
observación transversal de las citadas áreas permitiría establecer el estado de salud de los
individuos en un momento concreto que pudiera interesar particularmente al investigador.
Obviamente, cada una de las tres áreas de salud deberá considerarse conformada por un
número determinado de componentes, cuya observación dependerá en cada caso de los objetivos
de medición, pero que, en definitiva, nos conducirá al conocimiento del estado de salud, ya sea
general o particular.

2. NECESIDAD DE MEDICIÓN DE LA SALUD


Cualquier profesional del campo de la salud debería tener entre sus competencias la
observación sistemática de los aspectos implicados en la salud de sus pacientes, ya sea desde
perspectivas globales, ya desde parcelas particulares propias de cada especialista. Para ello, es
necesario partir de distintas estrategias de observación que permitan acercarse tanto como sea
posible a la realidad que se pretende estudiar, sin perder de vista que el fin último es el
establecimiento de conclusiones para acceder al mejor conocimiento del campo en cuestión. Es
decir, que permitan intervenciones con mayores perspectivas de éxito cuando sea posible, o la
mejora hasta donde se pueda de la calidad de vida de individuos en situaciones extremas.
En la distancia que media entre la observación y la intervención adecuada se podrían
establecer una serie de escalones que convendría considerar. Precisamente, la medición es el
primer escalón a tener en cuenta, dado que, como indica Stevens (1951), en la medición de la
salud los investigadores y los clínicos deben asignar números para que representen propiedades
de presencia o ausencia de salud, de modo que permitan evaluar aquellas dimensiones de la salud
del paciente que en cada momento pudieran trazarse.
En cualquiera de los casos, sea cual fuere la estrategia o los objetivos perseguidos con la
medición, se pueden establecer al menos tres aspectos que la hacen necesaria:
a) Desde la perspectiva del científico y/o del clínico: si una de las actividades
fundamentales de la ciencia es la medición de los dominios conceptuales, sin una posibilidad de

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medición de la salud sería prácticamente inviable la obtención de estrategias que pusieran de
manifiesto lo acertado o equivocado de los planteamientos teóricos.
b) Desde la perspectiva del paciente: el hecho de que el sujeto que se encuentra en un
determinado estado de salud sea un sujeto activo, participando en la medición del mismo, permite
en algunos casos que su colaboración le ofrezca la posibilidad de conocer y “controlar” el proceso
por el que está atravesando. En según qué casos, esta posibilidad implica una motivación especial
del sujeto hacia aspectos positivos de conducta.
c) Desde la perspectiva económico-social: el hecho de contar con estrategias cada vez más
sofisticadas para la medición y análisis de datos en relación con algunas áreas de salud, permite
avanzar en el conocimiento y la predicción de determinados aspectos, de tal modo que la inversión
en campañas preventivas será siempre menos onerosa que el hecho de abordar el tratamiento.

3. CARACTERÍSTICAS QUE DEBE REUNIR LA MEDICIÓN

3.1. Fiabilidad
Cuando cualquier intento por obtener información acerca de alguna variable pasa por el
proceso de medición, hay que tener en cuenta determinadas consideraciones, entre las cuales
existen algunas que tienen que ver básicamente con el instrumento de medida que pueda utilizarse.
Así pues, si se considera que la/s variable/s a medir no se ha/n modificado de forma diferencial
entre los individuos que conforman la muestra, es decir, si se asume la estabilidad de la variable
en distintos momentos, debe asegurarse que también se produce estabilidad entre los valores
obtenidos en la medición. Esta característica, que se debe dar en cualquier medición, se conoce
con el nombre de fiabilidad, y está basada en la coherencia observada en ciertos supuestos, como
pudiera ser el hecho de que si hoy se mide la inteligencia de un individuo con un determinado
instrumento, la medida que ese mismo individuo obtenga mañana con el mismo instrumento
deberá ser aproximadamente la misma.
La obtención de la fiabilidad de un instrumento de medida se realiza a través del
coeficiente de fiabilidad, que, de modo muy genérico, podría definirse como la correlación entre
las puntuaciones obtenidas por los mismos individuos en dos formas paralelas (X y X’) de un test.
Si bien, no es absolutamente necesario obtener el coeficiente de fiabilidad partiendo de estrategias
paralelas, dado que existen otros métodos (test-retest, dos mitades) que también hacen viable su
obtención (un estudio más detallado de aspectos que pueden resultar interesantes en relación con
este concepto pueden encontrarse en Muñiz, 1992).

3.2. Validez
En otro orden de cosas, y siguiendo con el planteamiento de las consideraciones que han
de guiar cualquier proceso de medición, ha de tenerse en cuenta, además de lo fiable del
instrumento de medida, su validez. Desde una perspectiva muy general, este hecho implicaría
considerar el grado de confianza que se puede depositar en las inferencias extraídas a partir de una
estrategia determinada de medición.
Los métodos de validación utilizados generalmente en ciencias de la conducta son la
validez de contenido, la validez de constructo y la validez predictiva, si bien existen otras
posibilidades, como pudieran ser: la validez factorial y la validez discriminante-convergente.
La validez de contenido hace referencia a la necesidad de considerar que el instrumento
de medición esté compuesto por una muestra adecuada y representativa de ítems que cubran
todos los aspectos del contenido de aquello que se pretende medir. Por tanto, a ser posible,
convendría que cualquier instrumento de medición tuviese en cuenta todas las áreas de contenido

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que pudieran ser importantes, considerando, además, que el número de ítems de cada área
estudiada sea un reflejo de la importancia de dicha área. Algunos investigadores (Friedman, 1983;
Mosier, 1947; Nevo, 1985; Turner, 1979) recomiendan que los manuales den información de un
tipo particular de validez de contenido, que se conoce como validez aparente, y que no es más
que el hecho de que el instrumento de medida dé la impresión de que sirve para lo que se le
considera. Un fundamento consistente para tener en cuenta este tipo de validez se basa en el
hecho de que la motivación del sujeto para cumplimentar un cuestionario se incrementa si el
contenido del mismo refleja exactamente lo que se pretende observar. Si este hecho no se
produce, es decir, si se utiliza un cuestionario con escasa validez aparente, los individuos que
deben responderlo pueden encontrar el instrumento como algo innecesario o poco relacionado
con sus metas, con lo cual su participación suele ser, en el mejor de los casos, pobre.
La validez de constructo hace referencia a la necesidad de que un instrumento de medición
sirva para captar la evidencia empírica de la existencia de un determinado constructo que
previamente ha sido bien delimitado en el plano teórico. Clásicamente, se ha recurrido a los
procedimientos de análisis factorial y al empleo de la matriz multirrasgo-multimétodo como vías
metodológicas para poner de relieve la validez de constructos psicológicos.
El primer procedimiento, análisis factorial, permite obtener la validez factorial. Esta
técnica de análisis multivariado de datos consiste básicamente en obtener un número de factores
que agrupe a un número mayor de variables teniendo en cuenta su grado de correlación. De este
modo, se consigue explicar el comportamiento de lo observado desde planteamientos más
parsimoniosos.
El segundo procedimiento, el uso de la matriz multirrasgo-multimétodo, permite obtener
la validez convergente-discriminante. Esta estrategia de análisis parte de una matriz de
correlaciones para distintos constructos, que han sido medidos con distintos métodos. Si aparece
un alto grado de correlación para un mismo constructo observado desde distintos métodos podría
concluirse que existe validez convergente, en tanto que, si la correlación entre las medidas de un
constructo tomadas desde métodos distintos es baja se hablaría de validez discriminante.
La validez predictiva indica en qué grado un instrumento de medida puede utilizarse como
estrategia para predecir el comportamiento de una variable determinada, a la que se toma como
criterio. Generalmente, este tipo de validez se obtiene mediante el cálculo de la correlación entre
las puntuaciones obtenidas con el instrumento de medida y el criterio, siendo este último el que
plantea problemas en muchos casos, debido a la dificultad que supone su definición y su
traducción en ítems concretos.
A su vez, este tipo de validez puede dar lugar a lo que se conoce como validez
concurrente, cuando se registran al mismo tiempo la medición mediante el instrumento
considerado y el criterio; validez de pronóstico, cuando las medidas del criterio se realizan algún
tiempo después de la medición mediante el instrumento elegido; validez retrospectiva, cuando se
aplica antes la medición del criterio que la medición con el instrumento seleccionado.

4. ESTRATEGIAS DE MEDICIÓN
La adecuada elección del instrumento a utilizar como estrategia para aprehender la
realidad de un estado de salud es una condición necesaria para conseguir que dicha empresa se
realice con éxito. Así, previamente convendría considerar algunos detalles, como pudieran ser,
por destacar algunos, el hecho de tratar de definir si lo que se pretende medir es un aspecto muy
concreto de salud o si el objetivo es contar con un instrumento que abarque un amplio espectro
de posibilidades. Además, deberíamos conocer en qué tipo de medidas se basa cada instrumento,
deberíamos conocer también la sensibilidad del mismo para con el constructo que pretenda

-15-
medirse y para con la población objeto de estudio, considerando, además, en qué escala de medida
va a llevarse a efecto la medición (nominal, ordinal, de intervalo o de razón).
Esta variedad de consideraciones que podrían darse en la medición de salud nos conduce
a plantear al menos cuatro estrategias a seguir: el autorregistro, el uso de cuestionarios (a la
medida o estandarizados), la entrevista y la observación en ambientes naturales. Cada una de ellas
cubrirá una parcela de las distintas necesidades de medición que en cada caso pudieran precisarse,
en tanto que el uso combinado de algunas de ellas podría permitir un detalle exhaustivo del tema
en estudio; en cualquier caso, como plantean Webb, Campbell y Schwarzt (1966), la estrategia
óptima de medida consiste en medir el mismo fenómeno desde distintos planteamientos.
En las líneas que siguen se hará un recorrido por las cuatro estrategias de medición
aludidas; no obstante, se profundizará un poco más en el apartado de escalas debido a que, por
sus características, puede ser un sistema de recogida de información especialmente interesante.

4.1. Los autorregistros


Esta estrategia consiste en la anotación del estado de salud por parte del propio individuo,
es decir, el sujeto es observador y observado al mismo tiempo. Posee la ventaja de ser fácil de
aplicar y requerir muy poca interpretación por parte del investigador; en contrapartida, cuando
se requiere de mucho tiempo para llevar a cabo la auto-observación se puede producir el
abandono por parte del sujeto.
El uso de esta estrategia debería considerarse cuando ocurra alguna de las siguientes
circunstancias: en primer lugar, cuando el investigador necesite obtener evaluaciones subjetivas
de determinadas experiencias, como por ejemplo pudieran ser las sensaciones que experimenta
un individuo durante la convalecencia de una enfermedad, para conocer su estado de bienestar;
en segundo lugar, cuando el investigador desee medir los cambios que se producen en el estado
de salud, bien debidos a la propia evolución de lo observado, bien debidos al efecto que pudiera
producir un determinado tratamiento aplicado con anterioridad.
La medición de la salud por medio de autorregistros puede abordarse desde distintas
consideraciones:
a) El investigador trata de medir el concepto de interés mediante un solo ítem; de este
modo, se le pide al sujeto que describa su estado de salud a través de una sola pregunta como,
por ejemplo, “¿Cómo describiría su estado de salud?”: “muy bueno, bueno, normal, malo o
muy malo”. Si deseásemos medir el cambio en el tiempo podríamos preguntar al sujeto acerca de
su evolución o deterioro, dándole alternativas como: “mucho mejor, ligeramente mejor, igual,
ligeramente peor, mucho peor”. Esta estrategia de medición puede ser útil para valorar
globalmente algunas manifestaciones de la salud, como pudiera ser la evaluación de intervenciones
específicas que se hayan realizado (Doll, Black, Flood y McPherson, 1993). Sin embargo, no
deberían considerarse cuando se desea valorar condiciones más complejas, dado que en estos
casos puede suceder que mientras determinados aspectos pueden haber mejorado, es posible que
existan otros que se hayan deteriorado. Por tanto, si utilizamos esta estrategia como valoración
de un cambio en el estado de salud, deberíamos considerarla cuando existan variaciones en un
solo síntoma, por ejemplo el dolor.
b) El investigador trata de medir un concepto determinado por medio de varias preguntas
para que el sujeto realice su autoinforme; si las respuestas emitidas acerca del mismo concepto
no se utilizan de modo aditivo o ponderadamente, nos encontraríamos ante lo que se conoce
como una batería de medidas de autoinforme, mientras que, si las respuestas pueden ponderarse
o sumarse, estaríamos ante una escala de autoinforme. Las baterías y las escalas generalmente
permiten al paciente informar de sus avances o sus retrocesos en distintas variables que pueden

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considerarse de interés. De este modo, el paciente puede expresar el desarrollo de su salud con
mayor precisión, a la vez que podría registrar su sintomatología estableciendo una línea base si
utiliza esta estrategia repetidamente; así, podría pedirse a un paciente en rehabilitación que
indique, por ejemplo, diariamente:
¿Cuánta dificultad ha tenido para?:
Levantarse ninguna 9 alguna 9 mucha 9 total 9
Acostarse ninguna 9 alguna 9 mucha 9 total 9
Subir escaleras ninguna 9 alguna 9 mucha 9 total 9
Bajar escaleras ninguna 9 alguna 9 mucha 9 total 9

Este tipo de estrategia tiene algunas ventajas, como son su rápida y fácil cumplimentación
y, sobre todo, el hecho de permitir que se haga una representación de los cambios que se van
produciendo en el estado de salud que se esté midiendo.

4.2. Las escalas


Podríamos definir una escala como un conjunto de ítems que miden una variable, mientras
que por ítem se hace referencia a cada una de las preguntas planteadas. Así, generalmente, se trata
de medir la misma variable mediante distintos ítems (que posteriormente se suman o se ponderan)
con el fin de garantizar el menor error posible en la medición de la variable.
Las fuentes en las que basarnos para elaborar ítems y escalas pueden, y deben ser,
múltiples; podríamos destacar:
a) Los objetivos propios de la investigación.- Es preciso tener claro qué se desea medir
y con qué motivo. Para ello, es recomendable definir la/s variable/s a estudiar y hacer un listado
con los objetivos (y si es posible, con las hipótesis) de la medición a realizar.
b) Escalas confeccionadas por otros investigadores.- Hemos de considerar que otros
profesionales han abordado con anterioridad el trabajo que nosotros tratamos de realizar, por
tanto, conviene buscar escalas que ya hayan sido elaboradas, para, de este modo, comprobar qué
ítems se ajustan mejor a las necesidades y al propio objetivo de estudio.
c) La observación (ya sea de origen clínico o de campo).- Las escalas sistematizan las
observaciones comprobadas por el investigador. Muchos teóricos e investigadores (Moos, 1984;
Kruis y cols., 1984) han sido buenos observadores de la realidad, transformando sus
observaciones en investigaciones, hipótesis o teorías que posteriormente han puesto a prueba.
d) Entrevistas con otros expertos.- La relación con profesionales puede ser de lo más
valioso, porque su conocimiento orientará de forma rápida acerca de los avances recientes e
importantes en aspectos teóricos y metodológicos del campo de investigación. Además, el experto
puede considerarse como una fuente de conocimientos colaterales sobre el tema de trabajo, de
manera que aclare dudas, redefina conceptos y ayude en la logística de la elaboración o de la
aplicación de la escala de medición. En este apartado es conveniente considerar a cuántos
expertos se pretende consultar, en qué orden, y cómo filtrará la información recibida, de manera
que todo ello pueda mejorar la escala final, actualizando los epígrafes de la escala pensada
inicialmente.
La secuenciación de las distintas fuentes en las que podemos basarnos para la elaboración
de una escala no es óbice para pensar que cada alternativa sea excluyente del uso de las demás.
Más bien, la adecuada integración de todas ellas supone un buen procedimiento para asegurar que
los ítems incluidos en la escala constituyen una muestra fidedigna del comportamiento a medir.

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Esta estrategia de medición es una de las más utilizadas como mecanismo de recopilación
de datos en las ciencias de la salud debido, entre otras cosas, a que puede ser un sistema
económico si se tiene en cuenta la razón entre la obtención de datos y el tiempo invertido. No
obstante, la elaboración de cuestionarios a la medida requiere un considerable esfuerzo previo por
parte del investigador; en este sentido, conviene aclarar el mecanismo que puede o debe seguirse
para confeccionar un cuestionario a la medida. En líneas generales podríamos indicar los
siguientes pasos:
1.- Acotar exactamente cuáles son los objetivos que subyacen a las hipótesis del investigador, para
definir el /las área/s en las que pretendemos medir la salud.
2.- Elaborar un conjunto de ítems que pueden ser representativos del área seleccionada en el
punto anterior.
3.- Elaborar un primer borrador del cuestionario, redactando los ítems y sus correspondientes
alternativas de respuesta, para evitar posibles “sesgos” de respuesta; para ello, se pondrá especial
cuidado en la forma y el contenido de cada ítem.
4.- Realizar un ensayo a modo de pre-test en el que se tratará de comprobar, por un lado, que los
sujetos que responden entienden lo que se les pregunta, que los ítems no poseen ambigüedad, y
que no hay preguntas mal formuladas; por otro lado, comprobar qué preguntas planteadas se
responden por casi todos los sujetos, o cuáles no responde casi nadie, para observar si resultan
discriminativas.
Este primer ensayo debería llevarse a cabo preferiblemente en una pequeña muestra de
sujetos que pertenezcan a la población que más tarde se pretende medir, aunque en muchos casos
se recurre a otros colegas que pueden ayudarnos a encontrar algunos matices a considerar.
5.- Corrección del primer ensayo teniendo en cuenta todas las eventualidades que se desprendan
del apartado anterior, suprimiendo o reformulando los ítems que no cumplan los criterios
marcados; de este modo, se estructura el cuestionario nuevamente y, caso de ser necesario, se
realiza una segunda prueba que permita asegurar que los problemas detectados anteriormente han
desaparecido.
6.- Se administra el cuestionario a una muestra de la población que trata de medirse y, una vez
obtenidos los datos, es aconsejable considerar una serie de propiedades psicométricas que
permitirán utilizar dicho cuestionario adecuadamente; tales consideraciones serán las siguientes:
a) Comprobar la consistencia interna de la escala. Para ello, se puede recurrir a la
correlación ítem-escala, y/o a los coeficientes métricos, tales como el alfa (") de Cronbach, o los
de Kuder-Richardson, entre otros.
b) Comprobar el poder discriminatorio de la escala. En este caso se puede utilizar, por
ejemplo, el coeficiente delta (*).
c) Para el caso de considerar encuestas multiescala, sería conveniente comprobar que cada
ítem está en su correcta escala; para ello, se puede realizar un análisis factorial de los ítems
(exploratorio o confirmatorio), teniendo en cuenta además que la consistencia interna de cada
ítem es más elevada con su escala que con cualquiera de las demás.
d) Comprobar la fiabilidad, validez y la función de información de cada escala. Si la escala
no cumple alguno de los anteriores requisitos debería reelaborarse.
7.- Una vez comprobado que los pasos anteriores dan resultados satisfactorios, administraremos
el cuestionario, cuantificaremos la escala total, y baremaremos el test.
El seguimiento de los apartados anteriores puede considerarse como el mecanismo general
para la confección de escalas o cuestionarios tendentes a la medición de la salud; sin embargo, es
preciso detenernos momentáneamente en el modo de abordar alguno de los apartados
anteriormente citados.

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Así, en lo referente a la elaboración de ítems, ha de tenerse e cuenta que la formulación
adecuada de preguntas es la premisa necesaria si se desea obtener respuestas válidas. Existen
algunas consideraciones que deben ser reseñadas.
En primer lugar, hay que hacer preguntas sobre un solo tema, evitando preguntas con
“doble contenido”, dado que cuando se preguntan dos cosas simultáneamente cabe la posibilidad
de que, supuesta la aseveración “Me siento cansado y desanimado”, el hecho de indicar que se
está de acuerdo con la aseveración, no dé información acerca de si sólo está cansado, si sólo está
desanimado o si se encuentra en ambos estados. La planificación adecuada del anterior ejemplo
consistiría en formular dos preguntas: “Me siento cansado” y “Me siento desanimado”. Este tipo
de cuestiones dobles en las que se difumina el contenido de la respuesta es una amenaza para la
fiabilidad y para la validez del ítem.
En segundo lugar, se tiene que controlar la utilización de “jerga técnica”, puesto que el
contenido de estos términos, común a los profesionales, suele, en unas ocasiones, ser
incomprensible para la gente en general, mientras que, en otras ocasiones, no significa lo mismo
(p. ej.: una persona “hipertensa” en el contexto médico será una persona con alta presión arterial,
en tanto que en otros contextos puede hacer referencia a que se encuentre tensa físicamente o
incluso con conflictos de tipo psicológico. En ocasiones se utilizan eufemismos para evitar
términos no deseados (p. ej.: “exitus” en la jerga médica significa fallecimiento). En cualquiera
de estas situaciones procede reformular el ítem de modo que se utilice un lenguaje común que
permita comprender exactamente lo que se pretende preguntar.
En tercer lugar, hay que evitar la ambigüedad de términos que pueden tener significados
distintos para diferentes personas. También conviene precisar los términos espaciales o
temporales; en el siguiente ejemplo: “¿Cuántas veces ha ido a la consulta de un psicólogo este
año?”, puede entenderse como desde hace un año o como desde el primer día de enero.
En cuarto lugar, se aconseja utilizar palabras neutras, evitándose preguntas que contengan
términos con carga afectiva. Las palabras referidas a cualificación implican aspectos valorativos
sobre el contenido que se plantee. También deberían evitarse términos valorativos en cuestiones
sobre dinero, relaciones familiares, relaciones sexuales, etc.
En quinto lugar, es preferible el uso de expresiones afirmativas, antes que negativas.
Siempre que sea posible, las frases deberían enunciarse desde una perspectiva positiva, evitando
términos como “no”, “nunca”, “jamás”, “raramente”, o prefijos como “in-”. Por ejemplo, en la
cuestión “El trasplante no es una buena terapia para quien no le funciona un órgano”, la
respuesta en desacuerdo producirá desconcierto en cuanto a la consideración del desacuerdo con
que el transplante no sea una buena terapia; en tanto que la formulación en sentido positivo como
“El transplante es una terapia adecuada para quien necesita un órgano” da lugar a menor
confusión para responderla.
En sexto lugar, es aconsejable la utilización de ítems de corta longitud, a ser posible
formulados a partir de una sola frase lo más corta posible, pues parece probado que se incrementa
la comprensión por parte del respondiente, y que también produce un incremento en la fiabilidad
del ítem, mientras que una frase larga implica un esfuerzo de memoria por parte de quien
responde, dificultando de este modo su comprensión. Los ítems más fidedignos son los que
poseen una longitud menor de 20 letras (Holden y cols., 1985).
En séptimo lugar, hay que hacer un intento por formular la pregunta del modo más
comprensible que se pueda. La tradición psicométrica aconseja que el texto de los ítems esté
redactado para un nivel lector de doce años, aunque en ocasiones resulta difícil prescindir de
términos concretos relacionados con aquello que se pretende medir -p. ej. “marcapasos”-, por lo
que, en estos casos, previamente ha de definirse del modo más claro posible el significado de

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dichos términos.
En octavo lugar, convendría tener en cuenta alguna estrategia que evitase sesgos por parte
del respondiente. En este sentido, ha de considerarse:
! El efecto que pueden producir preguntas socialmente no deseables. Éstas son preguntas
en las que los individuos tienden a simular su comportamiento real, disminuyendo o aumentando
la frecuencia y/o la intensidad del comportamiento por el que se les pregunta. Algunos autores
(Sudman y Bradburn, 1982; Lee y Renzetti, 1990) han encontrado que las preguntas no deseables
socialmente guardan relación con temas sobre enfermedad (cáncer, de transmisión sexual, etc.),
conducta ilegal o desadaptativa (evasión de impuestos, consumo de drogas, etc.) y situación
económica del respondiente (ingresos, propiedades, ahorros, etc.). En definitiva, aspectos que un
individuo puede considerar como parcelas privadas. No obstante, también cabe la posibilidad de
encontrar el sesgo en la dirección contraria cuando aparece la tendencia a dar respuestas más
favorables de lo que en realidad se produce. En esta ocasión podrían nombrase aspectos como
el cumplimiento ciudadano, conocimientos culturales, compromisos morales y responsabilidades
sociales.
! El impacto de preguntas con efectos “de techo” y “suelo”. Hay ocasiones en las que el
planteamiento de una pregunta (porque es muy fácil o muy difícil, porque presenta gran
deseabilidad o indeseabilidad social, etc.) hace que la mayoría de los entrevistados respondan a
este ítem posicionándose en uno cualquiera de los extremos de la escala de respuesta. Así, si se
pregunta a una persona:
¿Cuál es su opinión sobre la donación de órganos, ¿está usted a favor o en contra?:
9 9 9 9 9 9 9
Completamente En Ligeramente Ni a favor Ligeramente A favor Completamente a
en contra contra en contra ni en contra a favor favor

Muchas personas tienden a responder “Completamente a favor” (el 68%), mientras que
muy pocas personas responden “en contra” (el 4%), con lo cual el ítem no resulta discriminativo
(Rosel y cols., 1996).
Una solución a este problema puede consistir en desplazar la respuesta “neutra” hacia el
lado de la escala de respuesta en el que aparecen menos frecuencias de respuesta:
9 9| 9
En contra Ni a favor Completamente
ni en contra a favor

Dejando que la persona se posicione dentro de la escala, advirtiéndole dónde está el


centro.
Otra posible solución sería utilizar una respuesta fuera de la escala, pero por el lado en el
que aparece la mayor frecuencia:
9 9 9 9 9 9 ... 9
Completament En Ligerament Ligerament A Completament ... Sin duda:
e en contra contr e en contra e a favor favor e a favor ... ¡Absolutame
a nte a favor!

Si bien esta solución puede presentar problemas de posterior medición (¿qué puntuación
asignar a la respuesta “Sin duda: ¡Absolutamente a favor!”?), es un buen procedimiento para
ubicar a las personas a lo largo del continuo de una escala, disminuyendo el efecto “de techo” o
“de suelo” en su caso. Afortunadamente, es posible aminorar el efecto de estos sesgos,

-20-
formulando varias preguntas que incluyan diferentes compromisos de respuesta (en nuestro caso:
“¿Donaría usted sus propios órganos?”, y “Si falleciera un familiar suyo muy próximo y se lo
solicitasen, ¿donaría los órganos de este familiar?”), haciendo posteriormente un “análisis de
clases latentes” (Rosel y cols., 1995; Ato y López, 1996) o un “análisis factorial”, reubicando a
cada persona en una escala única que incluye a las de las preguntas planteadas.
Hay otros riesgos de sesgo de respuesta muy tratados en la literatura: el efecto del “halo”,
por el que si se pregunta sobre una persona, cuando destaca en un aspecto importante para el
interrogado, hay una tendencia a impregnar los demás aspectos de su comportamiento con la
valoración del aspecto importante; la tendencia hacia la media; el efecto de aquiescencia o
tendencia a responder con el “sí señor”; el efecto de respuestas “de eco”, muy frecuente en los
niños, por el que se tiende a dar la última categoría de respuesta planteada; etc. En cualquier caso,
los lectores interesados en profundizar en estos temas pueden consultar algún manual clásico de
psicodiagnóstico en el que podrá constatar formas de comprobar estos posibles sesgos y de poner
los correspondientes sistemas de control.
En cuanto a la elaboración de posibles alternativas de respuesta, hemos de considerar qué
formato es el más adecuado según los objetivos trazados. En líneas generales, existen dos
formatos de respuesta: el formato de preguntas abiertas y el formato de preguntas cerradas.
Las preguntas abiertas son aquellas en las que se deja al individuo la posibilidad de
responder detalladamente a una cuestión. Un ejemplo de pregunta de este tipo sería: “¿Qué opina
del trato que ha recibido durante el parto por parte de su ginecóloga?............”. Las respuestas
así obtenidas exigen un esfuerzo particular de codificación y, normalmente, tienden a dar lugar
a escalas de categorías cualitativas. Además, en la mayoría de los casos se necesita mucho tiempo
para responder y para codificar este tipo de cuestionarios. Todas estas razones hacen que este
formato de respuesta sea poco aconsejable, abogando en favor del de preguntas cerradas.
Las preguntas cerradas son aquellas en las que existe un sistema preestablecido de
opciones de respuesta, el cual se aconseja sea extenso para que pueda incluirse el mayor número
posible de respuestas. Esta alternativa plantea distintas posibilidades que se abordarán a
continuación:
Escalas categóricas; son aquéllas en las que se ofrecen varias alternativas cerradas de
respuesta. Pertenece a esta categoría el siguiente ejemplo:
“Si duermo menos de seis horas me duele la cabeza”.
Las respuestas pueden ser:
“En desacuerdo” 9 “De acuerdo” 9
o bien,
9 9 9 9 9 9
Completamente En desacuerdo Ligeramente Ligeramente De acuerdo Completamente
en desacuerdo en desacuerdo de acuerdo de acuerdo

Las críticas a esta modalidad de alternativas de respuesta son fundamentalmente de tipo


metodológico y conceptual. Las críticas metodológicas cuestionan el uso de categorías en lugar
de un continuo, argumentando que muchas de las variables que se miden son continuas y han sido
artificialmente categorizadas. En cuanto a las críticas conceptuales, éstas se focalizan hacia el
error de medición cuando una persona se sitúa en el límite entre dos opciones, dado que apuntan
hacia el desconocimiento de la ubicación de los límites entre las opciones de las escalas. La
categorización se realiza para simplificar la medición, y serán los valores de fiabilidad y validez
de cada ítem, así como los de la escala, los que determinarán la adecuación o inadecuación del

-21-
instrumento.
Escalas continuas; son aquellas en las que las alternativas de respuesta se pueden ubicar
a lo largo de un continuo que puede ir de cero (completamente en desacuerdo) a diez
(completamente de acuerdo), de modo que el respondiente evalúa su posición entre ambos
extremos. Las respuestas en escalas continuas se pueden dar verbalmente o mediante papel y lápiz
en escalas de analogía visual, como las que a continuación se muestran:
“Atender bien a la familia exige mucho tiempo”
9 9
0 10
Completamente Completamente
en desacuerdo de acuerdo

El respondiente ha de poner una señal (como una línea vertical, o una “x”) en el punto de
la línea horizontal donde se ubique su situación personal respecto de la pregunta.
Se pueden buscar analogías visuales que faciliten al respondiente su respuesta, como p.
ej.: partir la línea en un número de segmentos iguales (normalmente 10 segmentos) con el fin de
facilitar al respondiente la ubicación de su respuesta. Con personas de bajo nivel cultural (o
incluso con niños) se pueden buscar analogías simples, como una escalera o un termómetro
(orientadas verticalmente), o una serie de caras (Katz, 1944). Por ejemplo, en el caso de personas
con dolor:
“Su dolor de estómago hoy ha sido”:
9 9
No he sentido
Insoportable
ningún dolor

Este tipo de escalas ha sido criticado por su falta de fiabilidad, si bien la fiabilidad aumenta
cuando se utilizan múltiples indicadores, es decir, varios ítems, y su fiabilidad se podría comprobar
mediante una matriz multirrasgo-multimétodo. En cualquier caso, resultan de fácil comprensión
para el encuestado, y son útiles en el caso de aplicarse a una muestra que incluya personas con
bajo nivel cultural.
Por último, dentro del apartado correspondiente a las escalas, nos parece interesante
dedicar una líneas a conocer algunos procedimientos para medir actitudes. Ttales procedimientos
podrían agruparse en tres posibilidades: las escalas Likert, las escalas Guttman y las escalas
Thurstone.
Escalas Likert (1932). Son aquellas en las que cada persona responde indicando su
posición entre el “completamente en desacuerdo” hasta el “completamente de acuerdo” (el
segundo ejemplo propuesto en el apartado de escalas categóricas es una escala Likert). La
principal ventaja de este tipo de escalas es la de su flexibilidad, dado que permiten dejar un
término central neutro. Además, admiten desde un mínimo de tres niveles de respuesta hasta
cuantos se desee, recomendándose que la escala sea simétrica.
Escalas Guttman (1941). Son un tipo de escala en la que las alternativas de respuesta
están representadas por una escala unidimensional, llamada escalograma, conformada por los
ítems jerarquizados de mayor a menor intensidad. Sirva como ejemplo el supuesto en el que se
desea elaborar una escala sobre los efectos del dolor de cabeza en la actividad del paciente:
1) ¿Siente usted dolores de cabeza? Sí 9 {1} No 9 {0}.
2) Cuando siente dolor de cabeza, si está realizando una actividad física simple (caminar,
comprar, etc.) ¿ puede continuar realizándola?
Sí 9 {0} No 9 {1}.

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3) Cuando siente dolor de cabeza, ¿puede realizar tareas simples de tipo cotidiano?
Sí 9 {0} No 9 {1}.
4) Cuando siente dolor de cabeza, ¿puede seguir con su ritmo habitual de trabajo?
Sí 9 {0} No 9 {1}.
5) Cuando siente dolor de cabeza, ¿puede continuar la actividad que esté realizando en ese
momento sin necesidad de tumbarse o relajarse?
Sí 9 {0} No 9 {1}.
La escala así elaborada se organiza en un cuadro de doble entrada en el que las filas
representan los ítems y las columnas las personas que han sido encuestadas. Ha de notarse que,
para evitar errores, se marca con un cero (0) la falta de síntomas perjudiciales para el encuestado,
mientras que se marca con un uno (1) la presencia del síntoma disruptivo para el encuestado.
Supóngase que en nuestro caso sobre el dolor de cabeza se tuviesen las personas A, B, C,
D, E y F, que dan las siguientes respuestas:
Personas
Ítems A B C D E F
1) (0) (1) (1) (1) (1) (1)
2) (0) (0) (1) (1) (1) (1)
3) (0) (0) (0) (1) (1) (1)
4) (0) (0) (0) (0) (1) (1)
5) (0) (0) (0) (0) (0) (1)

En esta escala, la persona con más gravedad de síntomas sería la F, mientras que quien
presenta menos síntomas es la persona A. La idea de la jerarquización de la escala implica que si
una persona afirma padecer el síntoma al que se refiere un ítem, también responderá en el mismo
sentido a los ítems en los que se hace referencia a síntomas más leves.
En la práctica, se crea un “banco de ítems”, y se disponen los ítems y las personas en el
cuadro de doble entrada semejante al anterior, sumándose luego los síntomas presentados por las
personas. Así, si “n” es el número de personas y “p” el número de ítems, el ítem que tenga mayor
suma de síntomas será el que más gente lo padece, y la persona que tenga mayor número de
síntomas es la que, en teoría, estará más grave. Una vez sumados los síntomas, se organizan los
sujetos según el número de síntomas. Así, en nuestro caso, se pondría a las personas que
presentan “p” síntomas, después a las que presentan “p-1”, hasta llegar a “0” síntomas. Las
preguntas que no sigan una disposición jerárquica serían eliminadas, hasta dejar una escala con
menos de “6" jerarquías (normalmente con cuatro jerarquías es suficiente).
Este sistema de escalograma de Guttman puede servir a los efectos diagnósticos y
terapéuticos, puesto que, si se administra una escala Guttman con contenidos referidos al
síndrome que se desea escalar en un grupo de personas, el orden de intensidad de la escala puede
servir como referencia terapéutica para iniciar el tratamiento de una persona determinada, desde
el ítem más simple que es capaz de modificar, hasta el más complicado para dicha persona.
Escalas Thurstone (Thurstone y Chave, 1929). Se elaboran seleccionando un elevado
número de aseveraciones (entre 100 y 200) sobre el tema a investigar. Estas aseveraciones son
escritas en tarjetas fácilmente manejables; una vez elaboradas las tarjetas, se decide cuántos
niveles de respuesta de actitud (desde “completamente de acuerdo” hasta “completamente en
desacuerdo”) tendrá cada aseveración. Después se encuesta individualmente a un conjunto de
jueces que colocan cada tarjeta en uno de los niveles de respuesta. Una vez que se ha encuestado
a los jueces, el investigador ha de decidir qué aseveraciones son representativas de cada nivel de

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actitud; para ello se utiliza el método de la “concordancia de respuestas”, seleccionándose aquellas
aseveraciones (normalmente entre 15 y 20) que han sido colocadas en el mismo nivel de respuesta
por la mayoría de los jueces, y que además hayan tenido escasa variabilidad de respuesta entre los
jueces. Así, cada aseveración es puntuada conforme al orden en la escala.
Una vez elaborada la escala con el conjunto de aseveraciones, se presenta a los sujetos con
quienes se va a realizar la investigación, y la instrucción de respuesta es que elijan dos o tres
aseveraciones con las que estén de acuerdo. Cada sujeto es valorado con la puntuación media de
sus elecciones, la cual denota su posicionamiento relativo respecto al tema de investigación.
Por último, dentro del apartado de escalas, es conveniente que el lector conozca cómo
puede cuantificar una escala a partir de los ítems.
Una vez elaborada la escala y aplicada a una muestra representativa de la población, surge
la duda sobre cómo cuantificar el total de la escala en función de las respuestas ofrecidas a cada
ítem. Existen varias aproximaciones, entre las cuales destacaremos las siguientes:
a) Suma de los ítems. En este sistema se realiza la suma simple del número de respuestas dadas;
es el procedimiento más utilizado, pero también es el más impreciso desde un planteamiento
psicométrico.
b) Ponderación de los ítems. Mediante este sistema, se pide a varios expertos que cuantifiquen
la importancia de cada ítem respecto al peso total que ese ítem puede tener en la escala. En los
casos de temas complejos que requieren la discriminación de expertos, así como en los temas
sobre los que no hay investigación previa o criterios externos claros, puede ser un buen
procedimiento de cuantificación de la escala total.
c) Regresión sobre un criterio externo. En el caso de aplicar una escala a una muestra de la que
se conoce cuál es su puntuación en el campo objeto de medición, se puede hacer una ecuación de
regresión con el fin de ponderar cada ítem en función del correspondiente coeficiente obtenido:
b0 + b1x1 + b2x2 + ... + bjxj = y,
en esta ecuación, b0 es la constante de la ecuación, b1, b2, ..., bj son los distintos coeficientes
asociados a la correspondiente valoración de cada ítem x1, x2, ..., xj, los valores de los coeficientes
b0, b1, b2, ..., bj han de ser estimados, y sirven como elementos de ponderación para sucesivas
aplicaciones de la escala.
d) Ponderación mediante coeficientes factoriales. Un sistema estadísticamente correcto consiste
en realizar el análisis factorial de los ítems de la escala, en el que se ha de comprobar que todos
ellos componen un solo factor. Además, se puede calcular el coeficiente factorial de cada ítem
respecto del factor, y obtener la puntuación factorial de cada persona; de este modo, el coeficiente
factorial es la ponderación del ítem respecto de la puntuación total de la escala. El sistema de
extracción factorial más adecuado para la obtención de la puntuación final es el de “análisis de
componentes principales”. Si se transforma cada valor de los ítems (x1, x2, ..., xj) en sus
correspondientes puntuaciones tipificadas (z1, z2, ..., zj, teniendo cada z una media igual a cero y
una desviación típica igual a la unidad), se pueden obtener unos coeficientes asociados a cada ítem
(c1, c2, ..., cj), mediante los que se calcula la puntuación factorial (f) de cada persona:
c1z1 + c2z2 + ... + cjzj = f
Si bien cada sistema de cuantificación puede tener sus inconvenientes, es preciso decidir
el procedimiento más adecuado con relación a la cuantificación final de cada persona en la escala
elaborada. De esta manera, se pueden preparar los datos adecuadamente para su baremación
respecto de la población.
La medición en las ciencias de la salud (sobre todo cuando se desea comprobar cómo se
comporta la población respecto a un tema, o cuál es la posición relativa de una persona en una
puntuación determinada) es un ámbito de trabajo y de investigación que requiere la colaboración

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de expertos en ciencias de la salud y de expertos en psicometría. A partir de esta colaboración ha
de asentarse la investigación y el desarrollo de nuestra materia. Precisamente, fruto de algunas de
estas colaboraciones son los cuestionarios estandarizados que actualmente existen circulando
entre los profesionales de la salud. Debido a la importancia que puede tener el conocimiento de
dichos cuestionarios, más adelante dedicamos un apartado para tratar sucintamente algunos de
los que más relevancia tienen en nuestros días.

4.3. La entrevista
Esta estrategia de recogida de datos está basada en la conversación del investigador con
el sujeto del que se va a recabar el estado de salud. La estructura, el contenido y la forma en que
se obtengan los datos dependerá de la pauta de entrevista que hayamos definido en cada caso.
Si atendemos a la estructura de la entrevista, ésta puede ser categorizada entre dos
extremos: estructurada y no estructurada. El uso de una u otra estrategia dependerá de los
objetivos que en cada momento se haya trazado el investigador.
La entrevista estructurada, en sentido estricto, consiste en leer al entrevistado las
preguntas que se hayan diseñado para obtener la información que se precisa y anotar cada una de
las respuestas que emita el entrevistado. En esta variedad de entrevista, tanto las preguntas como
las respuestas deben ser lo más ajustadas al guión que se utiliza.
Esta estrategia tiene las ventajas de poder recabar la información precisa en poco tiempo
y, además, se es absolutamente uniforme en la información recogida en todos los individuos. Sin
embargo, entre los inconvenientes deberíamos citar el hecho de que la dirección ejercida a lo largo
de la entrevista puede sesgar la información, entre otras cosas porque el entrevistado no siempre
utiliza sus “propias palabras” para expresarse.
La entrevista no estructurada, en su acepción más amplia, consiste en dar las mínimas
orientaciones por parte del entrevistador para que el entrevistado manifieste ampliamente cuáles
son sus problemas.
El hecho de que sea el propio entrevistado quien exprese sus problemas hace que este tipo
de entrevista, en términos generales, no facilite información sesgada. Sin embargo, es una
estrategia que requiere mucho tiempo, y no se obtiene siempre la misma información en todos los
casos.
Es obvio que las dos definiciones que se han apuntado marcan los dos extremos de un
continuo en el que podría darse cualquier entrevista con diferentes grados de estructuración.
Dicha estructuración podría venir definida por matices como los que se apuntan a continuación:
1.- La existencia o no de una serie de preguntas.
2.- Cómo se lleve a cabo el registro de la información.
3.- Cómo sean las preguntas.
4.- La clase de control que ejerza el entrevistador.
Si atendemos a la forma de realizar la entrevista, ésta puede ser “cara a cara” o mediante
comunicación a distancia (p.ej.: telefónicamente).
Las entrevistas “cara a cara” tienen la ventaja de que el entrevistador puede captar un
amplio abanico de expresiones no verbales y de este modo completar las manifestaciones verbales.
No obstante, en la otra cara de la moneda se encuentra el hecho de que este tipo de entrevistas
suele ser, en general, costosa en medios y tiempo, debido a la necesidad de desplazamientos del
entrevistador o del entrevistado, y, en ocasiones, el hecho de tener al entrevistador delante
produce en los individuos la tendencia a reservar información que pueden considerar personal.
Las entrevistas a distancia pueden resultar un método más barato que el anterior para
recabar información, pero tiene sobre todo una desventaja fundamental, y es que el

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desconocimiento del entrevistador puede invalidar las respuestas que se le ofrecen, por lo que
resulta de sumo interés que en estos casos el entrevistador se identifique tanto personal como
institucionalmente, facilitando al entrevistado cuantos datos desee con objeto de que se eliminen
las reservas que puedan tener a la hora de responder.
En cuanto a cómo registrar la información de la entrevista, puede adoptar formas tan
variopintas como se desee, desde tomar anotaciones, hasta el registro magnético o en vídeo. Estas
últimas tienen una ventaja común, y es que la interpretación que extraiga un investigador después
de su estudio puede estar abierta a otros profesionales; no obstante, cada una de las alternativas
tiene sus propias ventajas e inconvenientes, por lo que, dependiendo de los objetivos de la
medición, se habrá de considerar una forma u otra.
El registro en notas libres puede dar lugar a datos sesgados, puesto que el entrevistador
es quien establece suposiciones sobre lo que ha escuchado, y no existe manera de que otros
profesionales accedan a la información de “primera mano”.
El registro en notas estructuradas permite registrar la información en áreas establecidas;
además, si aquéllas están tomadas en registro inmediato, la credibilidad de las anotaciones es alta
y, por tanto, incrementa la validez de la entrevista. Aunque, nuevamente, el entrevistado puede
considerar algún grado de intromisión y afectar a sus respuestas.
El registro en vídeo es una estrategia con la que se obtiene gran cantidad de información
de la entrevista, de tal modo que facilita la observación de actitudes no verbales de comunicación,
a la vez que permite la reconstrucción de transcripciones auditivas de interacción. Además, en la
actualidad es un sistema relativamente adaptable a los presupuestos de la investigación. Sin
embargo, en el polo opuesto permanece el hecho de que la cámara puede producir en
determinados casos la coacción sobre el individuo, lo que, en el peor de los casos, puede llevar
a la negación a participar en la investigación, o a la alteración del desarrollo normal de la
entrevista.
El registro en cinta magnética favorece la posibilidad de una transcripción detallada del
contenido de la entrevista, pero, como sucedía con el vídeo, los entrevistados pueden limitar sus
expresiones por temor al uso posterior que pueda darse a su contenido.

4.4. La observación
La observación es una estrategia de obtención de datos relativos a la salud en la cual se
requiere que un observador se sitúe en la posición adecuada para captar y anotar directamente los
hechos que se producen en relación con el objetivo de estudio.
Existe en la actualidad una gran cantidad de mecanismos para abordar la observación
(Anguera, 1987). Entre los distintos enfoques desde los que se puede abordar esta estrategia de
medición de la salud se pueden encontrar: quién realiza la observación, cuál es la situación en la
que se lleva a cabo y cuáles son los recursos que se utilizan.
Atendiendo a quién realiza la observación, podemos encontrar que sea el mismo individuo
quien la lleve a efecto, o que sea un observador externo quien realice las tareas de observación.
En el primer caso, es decir, cuando es el mismo individuo quien realiza la observación, ya
comentamos anteriormente, en el punto dedicado a los autoinformes, las ventajas e inconvenientes
derivados de esta posibilidad. En el segundo caso, es una segunda persona quien realiza el
registro, con lo que se produce un mayor nivel de objetividad, y sobre todo tiene la ventaja de que
la posibilidad de realizar las observaciones tal como se diseñan es mucho mayor que en la
autoobservación.
En cualquiera de los casos, si hay una segunda persona registrando aspectos relativos a
la salud, debe considerarse cuál será la postura que dicho observador tomará en relación con el

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entorno de la observación. En este sentido, distinguiremos cuatro posibilidades:
1.- Que el observador participe en la situación de estudio sin dar a conocer sus intenciones
de observación, de este modo se reduce la posibilidad de cambio de comportamiento por parte
del sujeto observado. Este supuesto se encuentra en el límite de la ética.
2.- Que el observador participe en la situación de estudio dando a conocer su identidad
y sus pretensiones.
3.- Que el observador no participe, pero sí interactúe con el resto de participantes.
4.- Que el observador no interactúe en absoluto con el resto de participantes.
Si fijamos la atención en las situaciones de observación, encontramos la posibilidad de
hacerlo en su situación natural o en el laboratorio; tanto una como otra son apropiadas para el
estudio del estado de salud, dependiendo, como siempre, de los objetivos diseñados en cada caso.
En líneas generales, la principal ventaja de la observación en laboratorio estriba en la
posibilidad que éste brinda para establecer un riguroso control sobre variables externas que
pudieran influir en las observaciones, además de la posibilidad de la disposición de infraestructura
que facilite los registros observacionales, con lo que se consigue una gran validez interna. Sin
embargo, como era previsible esta situación observacional puede inducir a que el fenómeno
observado se modifique precisamente por lo artificial del entorno, lo cual deriva en verdaderos
problemas de validez ecológica.
En cuanto a la utilización de recursos para la observación, debe distinguirse aquellas
situaciones en las que lo observable es tan patente que no requiere de ninguna instrumentación,
como pudiera ser la observación en el cambio de color de la piel ante determinadas alteraciones
hepáticas o determinados aspectos del comportamiento humano. Ahora bien, hay ocasiones en
las que la observación es bastante complicada si no se cuenta con determinado instrumental (p.
ej.: un sistema de vídeo), lo que hace que este tipo de observaciones no sólo sea posible sino que
además permita aprehender determinados detalles, aunque ha de tenerse en cuenta que el uso de
este material distorsionará en mayor o menor medida lo observado si el sujeto es conocedor de
dicha circunstancia. En contrapartida, si no se utiliza instrumental, se producirá menor distorsión
en lo observado, lo cual es especialmente ventajoso cuando se trata de observar el
comportamiento humano, aunque a veces es menos distorsionante un magnetófono o un vídeo
que un observador tomando notas.
A continuación se presentan esquemáticamente algunas ventajas e inconvenientes que se
dan en las cuatro estrategias a las que nos acabamos de referir.

VENTAJAS INCONVENIENTES
- Acceso directo a las experiencias subjetivas.
- Puede dar medidas sesgadas.
AUTO-REGISTROS - Es económico.
- El registro puede ser impreciso.
- Hay poca intromisión.
- No se pueden perfilar las respuestas.
- Acceso rápido a la información. - Puede haber un alto grado de
- Puede recogerse información de sujetos no abstención.
CUESTIONARIOS
conocidos (uso de correo/teléfono). - Se requiere un determinado nivel
cultural para responder.
- El entrevistador controla las abstenciones. - Es un sistema caro.
- Se pueden perfilar las respuestas. - Deben realizarla expertos.
ENTREVISTA
- Se controla la estrategia de recogida de - El entrevistador puede influir en las
información. respuestas.

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- Da medidas objetivas. - Acceso indirecto a experiencias del
- Los registros suelen ser precisos. sujeto.
OBSERVACIÓN
- Hay ajuste entre lo planificado y lo - Intromisión en el ambiente del sujeto.
observado. - Es caro en medios y tiempo.

5. CUESTIONARIOS ESTANDARIZADOS EN MEDICIÓN DE SALUD


La cantidad de aspectos a observar cuando se trata de la salud permite que cada
investigador ajuste a sus necesidades particulares y confeccione “a la medida” diferentes
cuestionarios con los que pueda abordar los objetivos de su estudio; para ello, podrían
considerarse los aspectos enunciados en el apartado 4.2. Sin embargo, existen escalas ya
confeccionadas para distintos fines. En las siguientes líneas se intentará exponer varios
cuestionarios que pueden utilizarse en el ámbito de la medición de la salud. Si bien algunos no
están todavía adaptados a nuestra lengua, pueden servir como guía para determinadas mediciones.
Teniendo en cuenta las áreas que abarca la definición de salud, pueden considerarse las mismas
como criterio para clasificar los cuestionarios ya elaborados.

5.1. Medición del bienestar físico


Los instrumentos que a continuación se comentan están básicamente referidos a aspectos
físicos, aunque en algunos casos se consideran otras posibilidades conjuntamente.

5.1.1. Index of Activities of Daily Living (ADL), desarrollado por Katz, Ford, Moskowitz,
Jackson y Jaffe (1963), y perfeccionado posteriormente por Katz, Ford y Chinn (1966), Katz,
Vignos y Moskowitz (1968), Katz, Dows y Cash (1970), Katz, Akpom y Papsidero (1973), Katz
y Akpon (1976), está dirigido a personas adultas, especialmente ancianos y enfermos crónicos.
Trata de describir su estado de salud a partir de un índice en el que se recogen distintos aspectos
básicos de la vida cotidiana (alimentarse, vestirse, bañarse, etc.), así como el grado de necesidad
de cuidados requeridos (categorizado en cinco puntos, desde ninguna necesidad hasta necesidad
de atención en cama) por el paciente.
En cuanto a las propiedades psicométricas, ha de resaltarse que, aun siendo una escala
ampliamente utilizada entre los clínicos, debe realizarse más investigación respecto a su validez
y fiabilidad, si bien, hay evidencia de su validez predictiva (Katz y Akpom, 1976; Brorsson y
Asberg, 1984).

5.1.2. Índice de Barthel, desarrollado por Mahoney y Barthel (1965), está dirigido
principalmente a pacientes hospitalizados por alteraciones neuromusculares, musculares u óseas.
Trata de medir la habilidad funcional de los pacientes antes y después del tratamiento. Se basa en
una escala de razón que completa el clínico o el observador, y cubre aspectos básicos de cuidado,
como movilidad de la cama a la silla, alimentación, incontinencia, aseo personal, etc.
En cuanto a su fiabilidad, mediante el procedimiento test-retest,Granger, Albrecht y
Hamilton (1979) obtienen un valor de 0.89 en adultos incapacitados. Respecto a la validez, Wylie
y White (1964) encuentran que es un buen predictor de la mortalidad entre pacientes con
apoplejía, así como del periodo de convalecencia y progresos en el hospital. Granger, Albrecht
y Hamilton (1979) obtienen correlaciones entre -0.74 y -0.90 con su escala “PULSES”.
Se pueden encontrar algunas ampliaciones de este índice en Granger, Albrecht y Hamilton
(1979), en Fortinsky, Granger y Selzer (1981), y en Granger y McNamara (1984).

5.1.3. Quality of Well-Being Scale (QWBS), desarrollada para operativizar un modelo


de política de salud general, está basada en la consideración de cuatro aspectos: sintomatología,

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movilidad, actividad física y actividad social. Puede utilizarse en la población general y aplicarse
a cualquier tipo de alteración (Toevs, Kaplan y Atkins, 1984; Bush, 1984; Bombardier, Ware,
Russell y otros, 1986).
En líneas generales, combina la mortalidad con estimaciones de calidad de vida;
precisamente, este aspecto es la principal novedad de esta escala comparada con las anteriores,
dado que incluye la muerte y considera este dato para mejorar las estimaciones y pronósticos
acerca del estado de salud de la población. Por contra, posee la desventaja de ser un instrumento
de medida muy complejo que requiere un determinado grado de formación para aplicarlo.
Algunos autores (Kaplan y Bush, 1982; Kaplan, Bush, Berry, 1976 y Bush, 1982) han
encontrado índices de fiabilidad de 0.90, 0.93 y 0.98 respectivamente. En relación con la validez
de contenido, Kaplan, Bush y Berry (1976) encuentran una correlación de -0.75 entre QWBS y
número de síntomas informados, en tanto que obtienen una correlación de 0.96 entre QWBS y
el número de problemas crónicos de salud.

5.1.4. Sickness Impact Profile (SIP), que, según Deyo, Inui, Lininger y otros (1982), es
uno de los mejores instrumentos desarrollados para medir el estado de salud percibido, está
dirigido a amplios grupos demográficos y culturales en los que se desee conocer el impacto de
la enfermedad en la actividad diaria (Bergner, Bobitt, Carter y Gilson, 1981). Se trata de un
instrumento para medir la salud general, y está diseñado para percibir diferencias en el estado de
salud, enfatizando la propia percepción de la enfermedad sobre la alteración en sí misma. En este
instrumento se consideran preguntas sobre funcionamiento físico del individuo, bienestar
emocional y funcionamiento social. Concretamente, hace referencia a doce áreas: sueño, reposo,
conducta de comer, deambulación, movilidad, emociones, afectos, vida familiar, interacción
social, comunicación, trabajo y tiempo de ocio.
Se ha aplicado en distintos lugares del mundo, Estados Unidos, Reino Unido, Australia,
etc., así como en muestras con distintas enfermedades: pacientes con problemas cardíacos
(Fletcher, McLoone y Bulpitt, 1988), en evolución de las personas con trasplante de corazón, en
pacientes con artritis reumatoide (Platto, O'Connell, Hicks y Gerber, 1991), en sujetos con
hipotiroidismo. Esta variedad de aplicaciones permite la obtención de un amplio conjunto de
medidas con las que realizar muchas comparaciones entre grupos.
La fiabilidad test-retest es alta, oscilando entre 0.88 y 0.92; la consistencia interna también
es alta, y se encuentra entre 0.81 y 0.97 (Bergner, Bobitt, Carter y Gilson, 1981). Los autores que
acaban de citarse encuentran también resultados satisfactorios en cuanto a la validez convergente
y discriminante.

Además de los citados, existe una amplia gama de cuestionarios que miden aspectos
similares a los que acaban de indicarse. Sin ánimo de ser exhaustivos, podrían nombrarse además
los siguientes:
El Nottingham Health Profile (NHP), que mide el estado de salud percibido por el
paciente antes y después de intervenciones quirúrgicas, abarca seis áreas para la medición de la
salud: movilidad física, dolor, sueño, energía, reacciones emocionales y aislamiento social. Hunt,
McKenna y Williams (1981) y Hunt (1986) encuentran un índice de fiabilidad entre 0.71 y 0.88.
En relación con la validez, existen estudios que permiten hablar de la existencia de validez de
contenido y de criterio (Hunt, McEwan y Mckenna, 1986)
El Health Assessment Questionnaire (HAQ), que mide las consecuencias de la
enfermedad, clasificándolas en cinco posibilidades: mortalidad, incapacidad, malestar, tratamiento
tóxico y coste económico. Trata de medir la habilidad funcional de los enfermos a través de nueve

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componentes: vestirse/arreglarse, levantarse, comer, andar, higiene, logros, control, actividad
externa y actividad sexual. Es un buen cuestionario para medir el nivel funcional de los individuos,
y han sido ampliamente comprobadas su fiabilidad y validez (Fries, Spitz, Kraines y Holman,1980;
Fitzpatrick, Newman, Lamb y Shipley, 1989).
Hay dos adaptaciones a la población española, realizadas por Esteve-Vives y Battle (1991)
y por Campos, Navarro, Prieto y Toyos (1992).

5.2. Medición del bienestar psicológico

5.2.1. Montgomery-Asberg Depression Rating Scale (MADRS), desarrollada por


Montgomery y Asberg (1979), tiene la ventaja de su brevedad de administración, y trata de medir
aspectos psicológicos como: tristeza manifiesta, tristeza percibida, incapacidad para sentir,
dificultad para concentrarse, tensión interna, pesimismo, ideas de suicidio, lasitud, sueño y apetito
reducido.
En cuanto a las propiedades psicométricas de la escala, no existe unanimidad, dado que,
aunque los autores encuentran buenos resultados en su fiabilidad, otros autores (Williams, 1984;
Cooper y Fairburn, 1986) consideran que los ítems y el procedimiento de puntuación ponen en
entredicho la fiabilidad de la escala. Respecto a la validez, también hay opiniones discrepantes,
en el sentido de que los autores encuentran una correlación de 0.70 con el Hamilton Rating Scale,
mientras que Cooper y Fairburn (1986) encuentran medidas parecidas entre grupos de bulímicos
y de depresivos, entre los que, obviamente, se dan síntomas diferentes.

5.2.2. Hamilton Depresion Scale (HDS), desarrollada por Hamilton (1959, 1967),
requiere cierta experiencia para su aplicación, y es especialmente completa para la medición de
aspectos somáticos, si bien no debe utilizarse para diagnosticar, por sí sola, la depresión. En
general, cubre los siguientes aspectos: agitación, insomnio, enlentencimiento, ansiedad (psíquica
y/o somática), sintomatología (gastro-intestinal, somática en general, de carácter sexual -
alteraciones menstruales-), humor deprimido, sentimientos de culpa, ideas suicidas, trabajo y
actividad, intuición, hipocondría y bajo peso.
La valoración psicométrica del instrumento pone de relieve que, a pesar de ser una escala
muy popular, debería utilizarse con cautela, debido a la cantidad de ítems que miden problemas
somáticos (Williams, 1984). A pesar de lo cual, Hamilton (1967) y Rhem (1981) encuentran un
coeficiente de fiabilidad que oscila entre 0.80 y 0.90. En relación con la validez, se ha encontrado
una validez concurrente de 0.70, especialmente con la escala de Beck. Además, Hamilton (1967)
encuentra que la escala discrimina entre hombres y mujeres, en el sentido de que las mujeres
obtienen mayores valores en depresión que los hombres.

5.2.3. Beck Depression Inventory (BDI), diseñado por Beck, Ward, Mendelson, Mock
y Erbaugh (1961), su confección está basada en una escala Guttman, y, como en el caso de la
anterior escala, no debe utilizarse para diagnosticar, por sí sola, la depresión. Los síntomas y
actitudes que parece medir hacen referencia a los siguientes aspectos: pesimismo/desaliento,
tristeza, insatisfacción, sensación de fracaso, culpa, ideas de suicidio, sensación de esperar castigo,
retractación social, llanto, irritabilidad, indecisión, distorsión de la propia imagen, enlentecimiento
en la actividad, preocupación somática, baja libido, bajo peso, anorexia, fatiga, insomnio. Beck,
Steer y Garbin (1988) sugieren que esta escala pone de relieve un síndrome general de depresión
compuesto por tres factores intercorrelacionados: actitudes negativas hacia uno mismo,
comportamiento deteriorado y alteraciones somáticas.

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Distintos análisis de fiabilidad (Beck, Ward, Mendelson, Mock y Erbaugh, 1961; Beck,
1970; Gallagher, Nies y Thompson, 1982; Beck, Steer y Garbin, 1988) ponen de manifiesto la
bondad de este instrumento. En cuanto a la validez, diversos estudios enfatizan su validez
discriminante y su validez concurrente; además, correlaciona con otras escalas, como la de
Hamilton (Carroll, Fielding, y Blash, 1973) y el Minnessota Multiphasic Personality Inventory
(MMPI). Es una escala que puede utilizarse tanto en ambientes clínicos como entre la población
general.

5.2.4. General Health Questionnaire (GHQ), está formado por una amplia gama de ítems
referidos a enfermedades psiquiátricas (particularmente ansiedad y depresión), teniendo la ventaja
de que el propio paciente puede completarlo. Permite la detección de muchas enfermedades
psiquiátricas, aunque, por sí solo, no debe usarse para realizar diagnósticos clínicos. Hay
evidencia de relaciones directas entre el número de síntomas reseñados por el sujeto en el GHQ
y la severidad de enfermedades psiquiátricas (Goldberg y Huxley, 1980); también hay estudios que
evidencian la validez predictiva de la escala (Goldberg, 1985; Williams, 1987). En relación con
la fiabilidad, se observan buenos resultados, tanto por el método de mitades (0.95), como por el
procedimiento test-retest (0.51-0.90). Hay algunos estudios en los que, a partir de la obtención
de correlaciones que oscilan entre 0.77 y -0.93, se pone de relieve su consistencia interna a partir
del a de Cronbach.
Además de los citados, y de otros ya clásicos (como el STAI de Spielberger, que se reseña
más pormenorizadamente en el capítulo dedicado a la emoción de Ansiedad), hay otros
cuestionarios con los que se puede medir también la depresión y la ansiedad. Entre ellos podría
citarse el Hospital Anxiety and Depression Scale (HAD) y el Symptoms of Anxiety and
Depression Scale (SAD).
Existe, además, una serie de cuestionarios que están orientados específicamente hacia
personas de la tercera edad, concretamente podría citarse el Geriatric Mental State (GMS), que
se encuentra traducido al español. El Mental Status Questionnaire (MSQ), con el que puede
medirse la orientación espacial y la memoria. Una forma reducida del anterior da lugar al
Abbreviated Mental Test (AMT).

5.3. Medición del bienestar social

5.3.1. Inventory of Social Supportive Behaviours (ISSB), diseñado por Barrera (1981),
está dirigido a un gran número de sectores poblacionales. Esta escala trata de medir la ayuda que
un individuo ha recibido durante el mes anterior. Para ello, mide cuatro tipos de apoyo:
emocional, instrumental, valoración informacional del apoyo y socializante. Uno de los problemas
detectados en este cuestionario es que, en ocasiones, algunos ítems pueden medir o no sucesos
reales de la vida inmediata de quienes responden, y, en otros casos, más que el apoyo de los que
responden, mide los recursos disponibles de quienes se supone apoyan al individuo.
Existen trabajos que evidencian una buena fiabilidad del cuestionario (Barrera, 1981;
Barrera y Ainlay, 1983; Valdenegro y Barrera, 1983). Sin embargo, debido a determinados
problemas relacionados con la interpretación de la escala, convendría realizar más investigación
en relación a la fiabilidad del cuestionario. Con respecto a su validez, Barrera (1981) y Sandler
y Barrera (1983) defienden la existencia de validez de constructo a partir de correlaciones que
oscilan entre 0.38 y 0.41, encontradas entre la escala y una medición de sucesos cotidianos. Otros
estudios (Barrera y Ainlay, 1983 y Stokes y Wilson, 1984), utilizando un análisis factorial
exploratorio, llegan a la misma conclusión, encontrando tres factores: guía, apoyo emocional y

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apoyo tangible.

5.3.2. Social Support Questionnaire (SSQ), desarrollado por Sarason, Levine, Basham
y Sarason (1983), trata de medir dos aspectos: por un lado, la disponibilidad de apoyo social,
entendida como la percepción que tiene un sujeto de la existencia de un número de personas con
las que contar cuando sea necesario; por otro lado, la satisfacción que cada sujeto experimenta
con dicho apoyo. La idea en la que se basa este cuestionario plantea que la salud de los individuos
se encuentra directamente relacionada con el grado de ajuste que éste tenga con su medio
ambiente. Desde esta perspectiva interactiva sujeto-ambiente, la adaptación o capacidad del
individuo frente a situaciones estresantes que se le planteen o que él mismo pueda crearse tiene
una especial relevancia para su salud.
Algunos estudios sobre la fiabilidad del cuestionario encuentran coeficientes a de 0.97
para la disponibilidad de apoyo y de 0.94 para la satisfacción con el apoyo social. En cuanto a su
validez, los autores encuentran validez de constructo, y obtienen valores moderados para la
validez predictiva (Sarason, Levine, Basham y Sarason, 1983).

5.3.3. Social Network Scale (SNS), basada en un trabajo de Hirsch (1980), ha sido
posteriormente desarrollada por Stokes (1983). Hirsch (1980) consideraba que el apoyo estaba
basado en la interacción que afecta a la habilidad de relación: guía, refuerzo social, ayuda,
socialización y apoyo emocional. Por su parte, Stokes (1983) basó la escala en cuatro dimensiones
de redes que juzgó importantes: tamaño de la red, número de personas cercanas al respondiente,
número de familiares en la red y densidad de la misma.
La medición se realiza pidiendo al sujeto que especifique el conjunto de interacciones con
los miembros de la red en cinco áreas de actividad mantenida, así como el grado de satisfacción
que conllevan dichas interacciones. Además, debe indicarse qué personas son familiares, y a
quiénes pediría ayuda en caso de emergencia.
No se han realizado análisis completos de fiabilidad y validez. Entre los problemas
destacables de esta escala se encuentra el hecho de que no se considere un índice de la proximidad
geográfica, o la frecuencia de contactos con los miembros de la red, y que no distinga entre
diversos tipos de familiares o la naturaleza de los contactos (instrumental, etc.).

5.3.4. Family Relationship Index (FRI), desarrollado por Moos y Moos (1981) y Billings
y Moos (1982), que trata de medir el apoyo intra-familiar. Está conformado desde tres aspectos:
cohesión, mide en qué medida están comprometidos, ayudan y sustentan unos miembros de la
familia a otros; expresividad, que mide hasta qué punto los miembros familiares están motivados
para expresar directamente sus sentimientos; y conflicto, que mide hasta qué punto los miembros
de la familia expresan agresión, conflicto o ira.
Billings y Moos (1981) y Holahan y Moos (1981) encuentran un valor alto para la
consistencia interna del cuestionario (0.89). En fiabilidad test-retest, Moos y Moos (1981) y
Caldwell (1985) encuentran valores entre 0.52 y 0.89. En lo relativo a su validez, no hay
referencias de su validez predictiva para la escala completa, si bien Billings y Moos (1982), en un
estudio longitudinal, ofrecen resultados de validez predictiva para la subescala de relaciones
familiares.
Otras escalas que pueden ser reseñadas a la hora de medir el bienestar social son las
siguientes:
Interpersonal Support Evaluation List (ISEL), desarrollada por Cohen, Mermelstein,
Karmach y otros (1985), trata de medir la disponibilidad percibida de apoyo en cuatro áreas:

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ayuda material, hablar de los problemas con los demás, comparaciones con los demás, personas
con las que se colabora. Los autores indican la existencia de fiabilidad y validez.
Self-Steem Scale (SSS), desarrollada por Rosenberg (1965), está basada en una escala
Guttman, y trata de medir autoestima. El autor indica la existencia de buena fiabilidad para la
escala, además de validez predictiva para la depresión, y validez de constructo.

6. NUEVAS PERSPECTIVAS EN MEDICIÓN DE LA SALUD


En líneas generales, cada una de las estrategias que se han expuesto permite aprehender
el estado de salud de un individuo en un momento concreto de su vida. Este hecho permite
organizar las observaciones en diferentes grupos a los que se supone en distintas graduaciones
evolutivas del estado de salud que se pretende observar. Desde esta perspectiva, la observación
se inicia cuando el estado de salud ya se encuentra alterado, de tal forma que se trata de encontrar
retrospectivamente cuál pudo ser la causa que motivó este estado. En sí mismas, estas premisas
producen distorsiones cuando se trata de observar relaciones entre causas y efectos. Así, es muy
fácil que se produzcan sesgos, ya sea cuando se trata de identificar la ocurrencia de un
acontecimiento (posible cambio en el estado de salud), ya cuando se trata de evaluar la propia
percepción, tanto de dicho acontecimiento, como de las propias respuestas (posibles síntomas).
Un procedimiento que puede resolver problemas como el que acabamos de enunciar es
la focalización hacia los estudios longitudinales, en los que se procede al estudio de la salud desde
una perspectiva secuencial que permite anclar el punto de partida en individuos sanos desde ese
buen estado de salud actual hacia la valoración de posibles modificaciones de dicho estado a lo
largo del tiempo. Desde este enfoque, se registra/n la/s variable/s tomando sus valores en unidades
temporales constantes y equiespaciadas, dando lugar a series de tiempo cuyo análisis puede
abordarse en función de cuál sea el objetivo que guíe los intereses del profesional. Al respecto,
pueden resaltarse distintas razones:
a) Cuando el objetivo es simplemente conseguir una descripción de las características que
envuelven al proceso en estudio (p.e. observar cómo es la evolución del estado de salud de un
sujeto con una patología determinada). En este nivel se pretende comprobar cuál es la dinámica
interna que subyace a cualquier proceso de salud, así como el funcionamiento de una
sintomatología particular. Por tanto, se trata, de un estadio meramente descriptivo en el que las
diferentes mediciones permiten acercarse al conocimiento objetivo del desarrollo del proceso que
se pretende medir.
b) Cuando el objetivo de análisis pretende construir modelos causales que expliquen la
conducta de una determinada sintomatología en relación con otro/s síntoma/s, así como el
desarrollo de modelos estructurales de conducta de salud que, tomado como hipótesis, justifique
las observaciones.
c) Cuando las pretensiones de la medición vienen orientadas hacia el pronóstico del
comportamiento de los síntomas en relación con algún proceso de salud. En este orden de cosas,
se considera que, tanto en el caso de la descripción de la conducta, como en el caso de la
construcción de modelos causales, el comportamiento de la sintomatología en el futuro se basará
en el conocimiento que se tenga del comportamiento de ésta en el pasado.
d) Por último, cuando el profesional pretende el control del proceso de salud que generan
las observaciones. Este control del proceso de salud puede ser planteado desde dos perspectivas:
por un lado, observar las posibles modificaciones que aparecen en la sintomatología, tomada
secuencialmente, cuando se alteran algunas condiciones, p.e. cuando se aplica algún tratamiento;
y, por otro lado, establecer sistemas de intervención dirigidos a regular el proceso de salud hacia
metas preestablecidas.

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En líneas generales, la medición de la salud desde la perspectiva secuencial hace necesario
considerar que la información recogida conlleva determinadas características que han de tenerse
en cuenta, como pudiera ser el hecho de que se están recabando datos del mismo individuo a lo
largo del tiempo, hecho que plantea la no independencia entre las observaciones y, por ende,
seguramente un alto grado de correlación entre los valores medidos. Este hecho orienta la
medición hacia estrategias de análisis particulares que consideren tales aspectos. Así pues, cuando
alguno de los cuatro objetivos que se han enumerado en líneas precedentes guían la medición de
la salud, los procedimientos mediante los que abordar la medición y el análisis de los datos así
derivados se encuentran recogidos en diferentes estrategias analíticas, como pudieran ser los
modelos ARIMA (Box y Jenkins ,1970, 1976), el mecanismo de cointegración (Johansen, 1988),
o los análisis de supervivencia.
Esta estrategia de medición, ampliamente demandada, tanto desde una perspectiva general,
como en el área de la salud en particular (McCain y McCleary, 1979; Hartman, Gottman, Jones,
Gardner, Kazdin y Vaught, 1980; Kasl, 1987; Kobasa, 1988; DeFrank, 1988; Frese y Zapf, 1988;
Arnau, 1981,1986,1995; Vallejo, 1986, 1996; Bono, 1994, Jara, 1995; Rosel y Jara, 1996),
permite identificar la presencia de factores de riesgo para la salud o, en su caso, la aparición de
algunos trastornos, así como las relaciones existentes entre factores de riesgo y trastornos o
enfermedades; pero, además, permite también obtener conclusiones bastante fidedignas en torno
a los estudios que puedan plantearse en el terreno de la salud, donde en ocasiones es bastante
difícil establecer relaciones causales a partir de situaciones no experimentales, debido a la
imposibilidad, en muchos casos por pura ética, de llevar a cabo experimentación. En definitiva,
la medición de la salud desde la perspectiva longitudinal permite hipotetizar con mayor fiabilidad
y validez determinadas relaciones causales en su ámbito, por lo que parece pertinente animar a
los distintos profesionales implicados en esta parcela del conocimiento hacia su utilización.

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CAPÍTULO 3
DESARROLLO EMOCIONAL Y SALUD FAMILIAR
Rosa Ana Clemente Estevan y Lidón Villanueva Badenes

El cambio emocional desarrollado durante las épocas infantiles afecta al bienestar de la


familia en la medida en que los miembros de ésta se comprometen, también emocionalmente, al
crecimiento humano de los niños nacidos en su seno. Los miembros adultos de los grupos
familiares se responsabilizan, como individuos de una especie, de socializar a sus recién nacidos
dentro del grupo de los humanos. Este compromiso lleva acarreado el de acoger las características
innatas de los recién nacidos, entre ellas las manifestaciones emocionales, y conducirlas de forma
adaptada, económica y con garantías de éxito, de acuerdo con las exigencias de la sociedad adulta
en la que la familia desea socializar al nuevo bebé. De cómo se produce esta adaptación, de los
procesos cognitivos, sociales y afectivos que la acompañan, así como de sus consecuencias para
la salud psicológica del niño y del resto de los miembros familiares, tratarán las próximas líneas.
Para un mejor desarrollo de este capítulo se ha creído conveniente organizarlo en dos
subapartados. El primero de ellos, compuesto a su vez por cuatro epígrafes, trata de introducir
al lector en algunos de los planteamientos que subyacen al desarrollo emocional. Se han
considerado especialmente los cambios emocionales que experimenta el niño en su desarrollo y
las referencias al apego como manifestación emocional que capitaliza las relaciones afectivas entre
adultos y niños. Asimismo, se han tenido en cuenta las características de estilo de comportamiento
infantil que se reconocerían como temperamentales o de personalidad, y la socialización de las
emociones mediante su comunicación a terceros. La segunda parte del capítulo se corresponde
con las implicaciones problemáticas asociadas a la regulación emocional. En este sentido, se han
tenido en cuenta los trastornos derivados de una excesiva e inadaptada expresión de las emociones
(externalizantes), los trastornos relacionados con la inhibición emocional (internalizantes), y los
problemas procedentes de sentimientos de soledad en el niño que impiden la comunicación de
emociones a los demás.

1. CAMBIOS EMOCIONALES CON EL DESARROLLO. DIFERENCIAS


INTERINDIVIDUALES
Si bien Darwin propuso que la expresión de las emociones era innata y universal, resulta
paradójico comprobar cómo las primeras propuestas emocionales no tenían formulación evolutiva.
Sólo más tarde, en años relativamente recientes, los científicos se han sentido interesados por
estudiar el cambio emocional infantil, especialmente si hacemos referencia a su investigación más
molecular y detallada.
Se podrían resumir en dos las propuestas teóricas existentes en la actualidad para explicar
las emociones infantiles y su desarrollo.
La primera es la llamada teoría de las emociones diferenciales, cuyos representantes más
conocidos son Izard y Malatesta (1987). Esta opción teórica propugna la existencia en el inicio
de la vida de algunas emociones básicas de carácter innato. A medida que el niño crece, estas
emociones fundamentales se van modificando y diferenciando, de forma que el resto de las
emociones culturalmente conocidas van siendo progresivamente ejercidas y reconocidas a lo largo
del segundo y tercer año de vida. Este enfoque teórico, en la medida en que hace hincapié en la
emocionalidad innata, orienta al estudioso de las emociones infantiles, hacia aspectos
maduracionales y estructurales.
La segunda propuesta teórica es la conocida como de los sistemas dinámicos, en la cual
las principales aportaciones proceden de Fogel y sus colaboradores (Fogel, Nwokah, Dedo,

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Messinger, Dickison, Matusov y Holt, 1992). Según sugiere esta teoría, la emociones no están
provocadas por programas innatos propios, sino que una serie de componentes innatos se
desencadenan como resultado de los modos de interacción de unas personas con otras. Las
emociones surgirían, por tanto, fruto de la interacción entre el niño y su ambiente.
Como puede observarse tanto para una opción como para la otra, las experiencias
emocionales humanas se enraizan en procesos más o menos generales e interactivos, pero ligadas
siempre a tiempos previos al nacimiento.
Descriptivamente, las emociones se desarrollan a lo largo de los tres primeros años de
vida. No parece posible describir emociones concretas en los primeros momentos tras el
nacimiento, sin embargo se sabe que en momentos muy próximos al nacimiento los bebés
demuestran sentir interés, disgusto y felicidad o contento. Otras emociones primarias que
aparecen entre dos/tres meses y seis meses son la cólera, la tristeza, la sorpresa, la angustia y el
miedo.
Está demostrado empíricamente cómo desde el nacimiento los bebés muestran interés
mirando fijamente a un estímulo que atrae su atención. Además, se sabe que el interés de un niño
hacia un objeto o estímulo, desciende con el paso del tiempo y se recupera cuando un nuevo
estímulo entra en acción. Estas fases de cansancio y activación han sido y están siendo muy
productivas de cara a lanzar nuevas hipótesis sobre el desarrollo sensorial y perceptivo.
En lo que respecta al disgusto, éste puede provocarse como respuesta a sabores agrios u
olores desagradables (Rosenstein y Oster, 1988). Sin embargo, las expresiones emocionales
negativas no están bien diferenciadas en los primeros momentos de vida infantil. No hay una
asociación clara entre estímulos y expresiones emocionales, de forma que el disgusto, el miedo,
la cólera o la angustia, etc., no son claramente observables en respuesta a elicitadores concretos.
La sonrisa es la prueba expresiva de los estados emocionales positivos. Como señal de
felicidad y contento no tiene elicitadores claros y, como es bien conocido, en los primeros
momentos se sonríe incluso durante el sueño. A los tres meses, la sonrisa tiene claramente valor
social y, por tanto, de respuesta y provocación a las otras personas del entorno. En cualquiera de
ambos casos, también en los primeros momentos, la sonrisa es siempre un facilitador de las
interacciones positivas con los demás.
El miedo suele provocarse experimentalmente con algún objeto amenazante, ruidos,
abismos visuales o la presencia de un extraño. Según datos de Scarr y Salapatek (1970), los niños
apenas muestran miedo antes de los siete meses a ninguno de estos elicitadores; sin embargo, a
partir de los siete meses, los mejores elicitadores fueron la desaparición de su madre y el abismo
visual. Los niños de más de dos años y durante toda la infancia tienen miedo a la oscuridad, los
monstruos, los malos sueños y a los peligros físicos. En la pubertad, el sentimiento de miedo y
temor es prácticamente semejante al de los adultos.
La interpretación de las expresiones emocionales de los otros, también es, si no innata
como pensaba Darwin, sí muy precoz. Casi todos los autores están de acuerdo en aceptar que con
mucha rapidez los niños copian o imitan tempranamente las expresiones emocionales básicas
expresadas con la cara (especialmente de su adulto cuidador), de forma que demuestran tener un
cierto grado de comprensión intermodal de las expresiones de los otros (Field, Woodson,
Greenberg y Cohen, 1982). Por ejemplo, Sorce, Emde, Campos y Klinnert (1985), realizaron un
experimento usando “un abismo visual superable” mediante el que comprobaron cómo niños de
doce meses capaces de superarlo no se animaban a hacerlo si sus madres al otro lado mostraban
expresiones de miedo, mientras que la mayor parte de los niños cuyas madres mostraban rostro
feliz se animaron a cruzar.
Otras emociones reconocidas como secundarias están ligadas al desarrollo cognitivo y no

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aparecen de forma incipiente hasta el segundo año de vida, por ejemplo: la vergüenza, la pena,
la culpa o el orgullo. Estas emociones secundarias exigen el reconocimiento de sí mismo, así como
de las reglas de conducta que permiten autoevaluarse cognitivamente.
Dado pues el casi innegable carácter innato de las emociones tempranas o de sus
componentes y su valor fundamental para la interacción interpersonal, las diferencias individuales
surgen de las posibilidades que los niños y sus compañeros de vida familiar tienen de regularlas
y controlarlas, de socializarlas, en definitiva, en un sentido más adaptado y aceptable para la
convivencia.
Varios factores intervienen en esta posibilidad de regulación. Sin duda, son la edad, el
género y las variables educativas del medio familiar las más importantes de entre ellas.
La edad demuestra ser un buen elemento para predecir la mejora de las posibilidades del
control emocional infantil. Tanto los gritos, como los llantos o las rabietas son mucho más
frecuentes en niños pequeños que entre mayores. Actualmente ya no es tan frecuente, pero las
viejas descripciones de los cambios evolutivos hacían referencia a épocas en la temprana infancia
de negativismo, disrupción, conflictividad, como evolutivamente normativas, que un nuevo ciclo
de edad contribuía a suavizar (Gesell e Igl, 1972).
Por otro lado, algunos desarrollos emocionales normativos para una edad son índice de
patología en otra. Esto ocurre, por ejemplo, con la afectividad extrema hacia el adulto de apego;
de tal forma que estar enmadrado podría ser un buen síntoma de apego seguro a los dieciocho
meses, pero sería indicativo de sobredependencia emocional si el niño tuviera seis años.
Muchos sucesos evolutivos tienen valor por las repercusiones funcionales que plantean
para el control del exceso emocional y para la socialización de la expresión de las emociones. Así,
comenzar a gatear, controlar la posición de sentado y, por supuesto, caminar, permiten al bebé
conseguir objetos por sí mismo, desplazarse hacia donde está su juguete preferido o ir hacia su
madre, sin necesidad de llorar o gritar para conseguir los mismos resultados. De forma todavía
más relevante, llegar a desenvolverse aceptablemente en la lengua de su medio, como se verá más
adelante, es sin duda el instrumento más importante de los que se producen con el cambio
evolutivo, que conlleva la posibilidad de modificar la forma de expresión de las emociones. Si son
capaces de comprender y expresarse, aunque sea de forma poco fluida o incipiente, los niños
descubren la posibilidad funcional de regular la acción de los otros mediante el uso de enunciados
lingüísticos.
La edad no sólo suaviza y socializa los procesos emocionales, sino que, en muchos casos,
contribuye a variarlos y, si existen problemas en el medio, colabora a su empeoramiento.
De esta forma, los problemas de carácter oposicional, en general más frecuentes en los
niños pequeños (su prevalencia patológica es de entre 6-9 %), se van trasformando en casos
especiales, en problemas más graves de conducta, a medida que los niños se van haciendo
mayores. De la misma forma, la agresión, la expresión de la cólera y el ejercicio externo de una
emocionalidad descontrolada se pueden ir afianzando con la edad si las circunstancias del medio
son adversas.
Por otra parte, la ansiedad y las manifestaciones emocionales de tristeza y angustia
aumentan con la edad. Según datos de Achenbach, McConaughy y Howell (1987) se registran
aumentos de la preocupación paterna por estos problemas entre tres y ocho años. Por su parte,
los preadolescentes informan de una mayor ansiedad social que los niños más pequeños, y esto
parece relacionarse con el hecho de que los preadolescentes se preocupan más por los factores
de auto-representación típicamente asociados con la ansiedad social, por ejemplo, la evaluación
de la propia conducta por los demás (Crick y Ladd, 1993). Otros autores destacan su aumento
hasta la adolescencia o incluso hasta edades adultas.

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Únicamente los problemas de ansiedad o angustia por la separación son más frecuentes
en los niños pequeños, los propios procesos evolutivos explican estas variaciones con la edad. La
angustia de separación debe estar superada, tal como comentaremos en páginas posteriores, a los
cinco años; edad en la que la socialización infantil pasa por solucionar estos problemas de
separación. En la práctica, resulta frecuente que los monitores y responsables de campamentos
o colonias informen de algunos niños que sienten en exceso la ansiedad por la separación y el
reencuentro, sin embargo, este tipo de ansiedades (estar triste después de finalizar una visita
paterna, necesitar llamar por teléfono, etc.) demuestra temor ante la pérdida de la protección
paterna, pero es cada vez más raro a medida que se acerca el niño a la pubertad.
Empíricamente muchos investigadores encuentran diferencias entre las experiencias
emocionales descritas por niños y niñas, es decir diferencias en función del género (Brody y Hall,
1993). Creemos que en buena medida las diferencias son atribuibles a diferencias en la
socialización y crianza que ambos géneros reciben culturalmente. Los datos indican que las niñas
tienen tendencia a expresarse con más frecuencia emocionalmente, son más propensas a demostrar
sus estados emocionales, tanto facial como verbalmente. Los niños por el contrario, tienen
tendencia a ser menos expresivos y a ejecutar acciones como desahogo emocional.
Probablemente, por razones educativas, o por la adaptación de los géneros a los
estereotipos, el ejercicio de formas de expresión externalizantes es muy permeable a las
diferencias de género, de forma que las niñas registran significativamente muchos menos procesos
agresivos que los niños en cualquiera de los ambientes en los que han sido evaluados.
En realidad, existen pocos trabajos que hayan estudiado las manifestaciones de la agresión
en las chicas, la mayoría de los estudios sobre conductas externalizantes escogen exclusivamente
muestras de género masculino (Pope, Bierman y Mumma, 1991; Bierman, Smoot y Aumiller,
1993). La explicación de esta escasa incidencia o reconocimiento de la agresión en las niñas puede
deberse a que éstas presentan un tipo de agresión más sutil e indirecta, difícilmente observable
(French, 1990). Por otra parte, la expresión de cólera por parte de las chicas no parece estar muy
acorde con las expectativas de expresión del afecto de nuestra cultura, y esto se refleja en la
manifestación diferencial que de la agresión hacen chicos y chicas. En un estudio reciente, Crick
y Grotpeter (1995) han probado empíricamente la diferenciación entre la agresión exhibida por
el género masculino (de tipo abierto: agresión física, verbal), y la mostrada por el género femenino
(de tipo relacional). Esta agresión de tipo relacional consiste fundamentalmente en atentar contra
las amistades y sentimientos de pertenencia al grupo de otras personas. Por ejemplo, negándole
la palabra, aislándola, extendiendo rumores sobre ella, etc.
Sin embargo, respecto a la ansiedad son las niñas las que claramente presentan mayores
niveles, acentuándose las diferencias a medida que aumenta la edad. Como en otras experiencias
emocionales, las diferencias podrían explicarse por las diferentes expectativas que las
convenciones sociales, tienen de ambos sexos. Así, probablemente los chicos se sientan igual de
ansiosos en situaciones sociales, sin embargo son más reacios a admitirlo y a mostrarlo que las
chicas.
Finalmente, el propio control externo, así como las técnicas educativas que ejercen los
adultos que cuidan a los niños, contribuye a que estos vayan interiorizando y asumiendo la
adecuación social entre los sucesos y la expresión emocional manifiesta.
Esta socialización de las emociones viene dada por diversos mecanismos que tienen lugar
en el contexto familiar y en el contexto de los iguales: la imitación de un modelo, el refuerzo, etc.
Por ejemplo, los bebés de madres deprimidas muestran más expresiones de tristeza,
probablemente porque imitan aquello que ven con más frecuencia (Pickens y Field, 1993). Las
diferentes técnicas de aprendizaje explicarían, como ya explicó Watson, la expresión diferencial

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de algunas emociones. Así, el miedo desproporcionado a los animales o a la oscuridad, que
demuestran tener algunos niños (Genovard, 1982), sólo se explicaría por condicionamientos
indeseables que, dada la edad del niño, se han producido en el seno familiar.
Por otro lado, también parece un hecho comprobado el que las madres refuerzan con
mayor frecuencia las expresiones de placer en sus bebés, que las muestras de dolor (Keller y
Scholmerich, 1987). Todas estas experiencias cotidianas son las que ayudan al niño a identificar
y a etiquetar las emociones, a través de expresiones faciales y del lenguaje empleado por los
padres: “Pareces enfadado”, “!Qué contento estás hoy!”...
Por todo esto, las características ambientales que rodean al niño son otro factor de
regulación de la expresión emocional. Intentando probar las razones de las diferencias individuales
respecto al temperamento, algunos autores han encontrado cambios en los niños en función del
ambiente familiar. El estudio más serio, en este sentido, es el llevado a cabo por Belsky, Fish e
lsabella (1991), los cuales encontraron cambios en las expresiones emocionales positivas y
negativas en niños de entre tres y nueve meses a partir del examen de una serie de variables
paternas. En particular, encontraron que los niños que empeoraron en el grado de expresión de
su emocionalidad tenían padres que demostraron estar menos positivamente orientados hacia sus
matrimonios antes de que los niños hubieran nacido, así como hacia el propio hecho de tener
hijos. A la inversa, los niños que mejoraron pertenecían a grupos familiares más afectuosos, con
madres que demostraban ser más responsivas y armoniosas.
En otro estudio (Cummings, 1987), se demostró cómo la exposición a demostraciones
emocionales diferentes variaba el comportamiento interactivo-agresivo de dos niños que estaban
jugando juntos, de forma que los comportamiento agresivos aumentaban en los niños que
inmediatamente antes habían sido testigos de argumentos de enfado y cólera de un adulto. La
interacción agresiva aumentaba en las parejas de niños que habían observado varias veces la
expresión emocional negativa del adulto. Si bien este experimento se realizó con adultos extraños,
todo hace suponer que algo semejante pueda ocurrir si los adultos son familiares. Mediante el
modelado los niños pueden aprender que la agresión es una buena vía para solucionar conflictos,
además pueden aprender a interpretar como aceptables propuestas que, en otros niños de otras
familias menos emocionales, tienen carácter neutral.
Por supuesto, las convenciones del ambiente extra familiar también contribuyen a la
socialización de las emociones. En un principio, las emociones del bebé se corresponden fielmente
con la realidad, pero con el tiempo aprenden a controlar los sentimientos. Según Vasta, Haith y
Miller (1996), estos intentos de encubrir las emociones provienen de una comprensión creciente
de las reglas de expresión emocionales de su cultura. Por ejemplo, los chicos pueden percibir
como expectativas de su cultura el que no es muy adecuado que exhiban sus sentimientos,
mientras que en las chicas la expresión emocional sí es aceptable.
Estos argumentos se ven claramente afianzados si añadimos las aportaciones que se
derivan de las diferencias culturales en la expresión de la emocionalidad. Así, por ejemplo, se suele
describir a los niños y adultos orientales como más inhibidos y controlados que los niños y adultos
occidentales. Sus diferencias se atribuyen a la valoración positiva que la cultura oriental hace del
autocontrol y de la inhibición conductual (Chen, Rubin y Sun, 1992).
Los propios padres se muestran más preocupados cuando el comportamiento indeseable
de sus hijos coincide con áreas valoradas por la cultura en la que viven. Así, los padres de los
niños de Kenia parecen estar más preocupados por los problemas de ansiedad o miedo en sus
hijos, mientras que los padres de los niños americanos describen fundamentalmente problemas de
desobediencia o contestaciones (Weisz, Sigman, Weiss y Mosk, 1993). La interpretación de estas
diferencias es, a juicio de los autores, la combinación entre los comportamientos infantiles y las

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expectativas paternas entre las dos sociedades, así mientras los niños americanos crecen en
ambientes permisivos, los niños de Kenia sufren una crianza mucho más estricta y controlada.

2. LA RELACIÓN DE APEGO Y SUS MANIFESTACIONES EMOCIONALES


El apego, como relación afectiva que conecta biológicamente a las criaturas con sus
cuidadores, es el sentimiento fundamental que proporciona la base segura sobre la que desarrollar
emociones positivas y controlar y socializar las emociones negativas.
Bajo la relación de apego subyacen, probablemente, las emociones más positivas e intensas
que los humanos sentimos durante toda nuestra vida. La afirmación anterior, que parece
exagerada, no lo es tanto si pensamos que es el tipo de vínculo que mantiene apegados-
relacionados a los recién nacidos con los adultos (especialmente con uno) que le rodean. Estos,
a cambio, se ocupan de su alimentación, cuidado y crianza; sin embargo, a pesar de que estas
funciones son fundamentales resultan, con toda probabilidad, las menos importantes de los
beneficios que el apego genera para la criatura. El apego exige el contacto corporal, el
intercambio de emociones y de recursos simbólicos. El amor entre individuos que se desarrolla
es la base sobre la que se asientan las diferencias entre el mundo de objetos y el mundo humano
(Trevarthen, 1993), también los inicios de la comunicación y posteriormente el propio lenguaje
de la comunidad (Bloom, 1989). En definitiva, el apego es el sentimiento que mantiene y da
energía a la relación entre las criaturas y los adultos próximos y que, por tanto, contribuye a
apoyar la transformación de los primeros en individuos socializados.
Como es bien conocido, Bowlby usó este término para explicar la tendencia de las
criaturas humanas, así como la de los mamíferos en general, a relacionarse emocionalmente con
sus adultos próximos. Los autores que tras Bowlby han investigado sobre este tema se han
interesado especialmente en las implicaciones que las relaciones de apego tempranas tienen en el
posterior desarrollo emocional, especialmente en lo que hace refencia a la separación de la figura
de apego, a las tipologías de la vinculación y a los problemas de la carencia o la escasa
vinculación.
Según describe la teoría del apego, esta relación se ocupa de mantener el necesario
contacto con la persona de apego para conseguir su protección y cuidados, es por esto por lo que
la separación de la figura de apego activa las manifestaciones emocionales de alarma (gritos,
llantos, etc.), la conocida habitualmente como angustia de separación o emoción cuya ejecución
conductual busca conseguir restaurar la proximidad de la figura de apego. Además, por la relación
que liga el subsistema emocional con el subsistema de exploración, la separación provoca un
descenso de la exploración y en general de todo tipo de actividad cognitiva (el juego espontáneo
o las vocalizaciones, por ejemplo). Los niños necesitan estar seguros de la proximidad de su figura
de apego para desarrollar todas sus competencias activo-cognitivas. En numerosas ocasiones los
niños son separados de forma traumática de sus figuras de apego: hospitalizaciones,
internamientos, escolaridad, etc. En general, siempre que se trate de niños que se encuentran en
la segunda mitad de su primer año de vida, y hasta que la edad infantil permite la construcción y
utilización cognitiva del llamado “modelo interno activo” (Goicoechea, 1991), las consecuencias
de la separación serán la explosión emocional, la búsqueda activa de su figura de apego y el cese
de las conductas exploratorias.
Basándose en las consecuencias de la separación, Mary Ainsworth, una de las seguidoras
de Bowlby, ha investigado acerca de las correlaciones entre la calidad de la relación que el adulto
dispensa al niño o niña y el tipo de vinculación que como resultado se establece. Así las madres
que responden a las propuestas infantiles, que son sensibles a sus demandas, accesibles a sus
necesidades y cooperadoras en las actividades conjuntas, durante el primer año de vida de un

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niño, tienen más probabilidades de que su hijo desarrolle una relación de apego seguro (Lamb,
Thompson, Gardner y Charnov, 1985); mientras que adultos menos atentos, sensibles y
cooperadores podrían contribuir a desarrollar en sus hijos vinculaciones inseguras, bien sean
ansiosas u hostiles.
Según los datos que aporta la literatura, el apego seguro (aproximadamente un 65% de
los bebés reacciona de esta forma) se caracteriza por la confianza en la persona de apego; la
tolerancia a medios extraños y la exploración libre y confiada siempre que su cuidador/a esté
presente; así como las reacciones angustiosas cuando su figura de apego desaparece y de alegría
cuando la recuperan. Por el contrario, los apegos inseguros parecen trasformar a los niños en
personas más indiferentes a la presencia o ausencia de su cuidador/a, no dan muestras de tristeza
cuando su madre se va, ni de alegría al recuperarla (Clemente y Goicoechea, 1996). Las
implicaciones clínicas y patológicas que se derivan de estas diferencias en la vinculación han sido
numerosas. Exponemos a continuación las relacionadas con la depresión infantil y el maltrato. En
páginas posteriores, y relacionándolas con el temperamento infantil, se comprobará el efecto de
la relación vincular en la interacción con los iguales.
Desde la teoría del apego, la relación padres-hijo constituye un factor de riesgo para la
depresión. Por ejemplo, un niño que desarrolle una relación de apego inseguro tiene mayor
probabilidad de percibir el mundo como impredecible o amenazante, y por lo tanto mostrar una
menor competencia, una menor exploración del medio y una mayor indefensión (Armsden,
McCauley, Greenberg, Burke y Mitchell, 1990). Esta desesperanza puede generalizarse a la vida
en general, lo cual produce una pérdida de la autoestima del sujeto y propicia la aparición de
depresión clínica. Este hecho puede verse agravado por dificultades con los iguales, ya que se ha
comprobado cómo los niños depresivos desarrollan una menor actividad social y expresan en
menor medida emociones y afectos (Kazdin, Esveldt-Dawson, Sherick y Colbus, 1985).
Ahora bien, ¿qué vinculación hacia sus adultos desarrollan los niños con contactos
interpersonales difíciles y escasos?, ¿qué ocurre con aquellos niños que viven en hogares caóticos
donde las interacciones interpersonales no existen o son agresivas?
Si analizamos los escasos vínculos que se establecen entre padres e hijos, en los casos de
maltrato, éstos se pueden clasificar en al menos tres diferentes patrones de relaciones de apego.
Según Díaz Aguado (1996), existen, en primer lugar, niños sin vínculos estables, es decir, niños
que son o han sido abandonados por sus adultos, han vivido en instituciones o han cambiado
muchas veces a lo largo de sus cortas vidas de adultos protectores; en segundo lugar, niños que
viven en familias caóticas e imprevisibles en las que no existe organización ni ningún tipo de
relación pautada (por ejemplo, niños en hogares en los que existen problemas de
drogodependencia); y finalmente niños que mantienen relaciones con los adultos, pero que éstas
se producen de forma violenta.
Cabe comentar, en respuesta a las interrogantes anteriores, uno de los casos más
dramáticos relacionado con la escasa vinculación paterno-filial: la violencia en el seno familiar que
da como resultado los niños maltratados. Estos casos se manifiestan a través de omisiones por
parte de los padres en cubrir necesidades básicas (alimento, aseo físico), así como omisiones en
satisfaccer necesidades superiores (afecto, protección), llegando incluso en algunos casos al
maltrato físico activo. La negación, el ocultamiento de estas situaciones (la llamada conspiración
del silencio), así como la nula expresión emocional de los sentimientos que atraviesan todos los
miembros familiares, son algunas de las características básicas de esta situación.
Si se piensa, tal como nosotros mantenemos, que las emociones son instrumento de
expresión de los humanos y por tanto funcionales en la interacción interpersonal, se entenderá
cómo es posible reconocer que ciertas emociones atípicas surgen y se mantienen en ambientes

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atípicos, donde son funcionalmente útiles para la interacción.
Una de las propuestas más repetidas por los autores es aceptar que las personas que
expresan cólera en sus interacciones con los demás suelen obtener provecho del ejercicio de esa
emoción, por ejemplo, consiguen imponer sus opiniones a los miembros más débiles de su familia
o de su grupo de amigos. Los niños que son agresivos, con frecuencia se han criado en hogares
con padres agresivos donde los gritos, la agresión y las propuestas coléricas son funcionales. En
estos hogares la expresión fuerte e incontrolada de los deseos y sentimientos suele ser lo habitual
y además llega a convertirse en la herramienta aprendida por el niño que después tiende a utilizar
en otros ambientes. El niño considera la violencia como un patrón común de relación, y en
ocasiones como la única forma de llamar la atención de sus padres.

3. EL TEMPERAMENTO COMO FUNDAMENTO DE LA CONDUCTA EMOCIONAL


A pesar de la variabilidad de opiniones respecto al significado del temperamento en la
explicación del cambio infantil, así como la falta de unanimidad en definir sus características y
efectos (Goldsmith y Alansky, 1987), analizamos su valor como elemento personal que permite
entender el estilo de respuesta infantil ante la estimulación del entorno. Suele ser más explícito
reconocer en el temperamento infantil el estilo de acción: cómo se actua o cómo se responde a
algo. Sería por tanto uno de los constructos psicológicos que más contribuye a la unicidad del ser
humano.
Campos, Barret, Lamb, Goldsmith, y Stenberg (1983) aseguran que el temperamento está
basado en las mismas estructuras innatas que organizan la expresión de las emociones.
El modelo de temperamento que más se aproxima a este tipo de sugerencias innatistas es
el propuesto por Buss y Plomin (1975). Este modelo, de concepción biologicista, considera el
temperamento como aquellos rasgos de la personalidad que se manifiestan tempranamente.
Muestra además, una de las relaciones más conocidas entre las manifestaciones del temperamento
y la emocionalidad. Según estos autores el temperamento de un bebé puede evaluarse,
básicamente observando sus reacciones emotivas y activas a partir de cuatro dimensiones:
emocionalidad, sociabilidad, actividad e impulsividad.
La primera dimensión, hace referencia explícita a la relación que nos ocupa, especialmente
en referencia a las emociones negativas. Los niños con fuerte temperamento serían aquellos que
muestren excesivas reacciones de llanto, cólera o intranquilidad.
La sociabilidad también está próxima al comportamiento emocional, en la medida en que
evalúa el grado de deseo interactivo que muestra el bebé, así como la frecuencia de iniciativas y
respuestas a situaciones de contacto con otros.
La actividad hace referencia a la activación general del sistema motor. La relación con la
emocionalidad se establece por las referencias a la ejecución motriz con que suelen finalizar los
procesos emocionales.
Finalmente, la impulsividad evalúa el tiempo de reacción, la rapidez con que se responde
(mediante acciones y emociones) a los estímulos del medio.
El papel del temperamento infantil se considera una primera aportación que puede resultar
decisiva si algunos factores ambientales contribuyen a acrecentar sus efectos en un sentido
indeseable. En general, los temperamentos difíciles de los niños se transforman en muy
problemáticos cuando éstos viven en hogares con problemas económicos, con estrés social, lo que
a su vez se alía con la mala relación familiar. En ocasiones los padres no tienen suficiente
tranquilidad emocional como para controlar a sus hijos de forma sistemática, organizada y con
propuestas de modelos correctos, puesto que la propia situación socio-económica que ellos viven
les impide ocuparse de sus hijos y por tanto afrontar el problema de un temperamento difícil con

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unas mínimas garantías de éxito.
Se han encontrado algunas evidencias que relacionan temperamento infantil con las
prácticas educativas paternas, de forma que se produce interacción recíproca entre un actuante
y otro. Es bastante probable que bebés muy llorones y con tendencia al desconsuelo pongan a
prueba en cada momento las capacidades de interacción de su adulto cuidador, de manera que si
éstos son rígidos, y poco receptivos, podrían desarrollar apego inseguro con más probabilidad que
otras madres más flexibles, capaces de activar comportamientos positivos en sus hijos
(Mangelsdorf, Gunnar, Kestenbaum, Lang y Andrews, 1990).
De cualquier forma, y generalizando contextos interactivos, el temperamento infantil y el
tipo de lazo afectivo que se establece con los padres, constituye a su vez una variable predictora
del tipo de relaciones que el sujeto establece con sus iguales. La interacción del niño con los
padres moldea las expectativas que posee sobre los demás sujetos con los que puede interactuar.
Por lo tanto, un niño que posea una relación de apego segura desarrollará un “modelo operativo”
o imagen responsiva de sus padres, que hará que desarrolle expectativas positivas sobre los
demás, las cuales a su vez elicitarán con más probabilidad respuestas positivas de los demás hacia
él (Elicker, Englund y Sroufe, 1992). Por otra parte, una relación de apego negativa se transferirá
a las relaciones con los demás, ya que incluso se ha comprobado cómo los altos niveles de afecto
negativo entre padres e hijos se asocian con una menor habilidad para manejar las emociones
negativas. Se puede decir que el niño aprende patrones específicos de emociones en el seno
familiar, que luego utiliza en las interacciones con los iguales (Calkins, 1994).
A este respecto, Rubin y Coplan (1992) explican en un modelo teórico no comprobado
empíricamente, el desarrollo en el niño de problemas de adaptación con sus iguales. Estos autores
establecen dos vías que conducen al aislamiento y al rechazo entre los iguales: la vía del apego
hostil y la vía del apego inseguro y ansioso.
La primera de estas vías comienza cuando los padres perciben a su bebé como molesto,
hiperactivo y de carácter difícil. Estos bebés normalmente desarrollan relaciones agresivas y poco
responsivas con sus padres, marcadas por un afecto negativo en comparación con los bebés sin
problemas. Y esto es precisamente lo que predomina en sus posteriores interacciones con los
iguales: hostilidad, ira, agresión, impulsividad, etc. Si tenemos en cuenta que la agresión es una
de las principales causas de rechazo entre los iguales, no es de extrañar que este niño agresivo
acabe siendo rechazado. Este rechazo implica como consecuencia una exclusión, un aislamiento
del grupo, cuyo pronóstico a largo plazo sería la aparición de trastornos externalizantes.
Respecto a la segunda vía de aislamiento y rechazo, esta comenzaría a partir de bebés con
predisposición biológica para presentar un umbral de activación especialmente bajo ante diversos
estímulos sociales o no sociales. Las reacciones de los bebés ante los estímulos, los cambios o
novedades, pueden molestar a los padres, quienes reaccionarían de forma insensible, no responsiva
y poco afectuosa. Esto crearía unas relaciones inseguras, ansiosas y de inhibición con los padres,
que posteriormente se extenderán al contexto de los iguales, mostrando una conducta aislada
frente al grupo. La secuencia posterior sería la siguiente: el niño se aísla del mundo de los iguales,
pierde oportunidades para desarrollar las habilidades derivadas de la interacción con los iguales,
y por tanto continúa reforzando su aislamiento. El niño aislado acaba siendo rechazado, con
pronóstico de trastornos internalizantes a largo plazo.
Como puede comprobarse, a pesar de que Rubin y Coplan (1992) consideran principal la
influencia continua del temperamento infantil en las relaciones futuras que el niño establece,
también es evidente la importancia del lazo padres-hijo (apego) como prototipo de posteriores
relaciones.

-43-
4. LA COMUNICACIÓN, EL LENGUAJE Y LA AUTOCONCIENCIA EMOCIONAL
Según la mayoría de los autores, la expresión de algunas emociones es uno de los primeros
sistemas de comunicación utilizados por los bebés con sus cuidadores. Así, la necesidad de
comida, cuidado, limpieza o amor, o al menos las señales interpretadas de alguna de estas formas
por los adultos-as cuidadores, están funcionalmente expresadas por unidades comunicativas que
los niños son capaces de emitir y los adultos de interpretar. Los estudios empíricos han
demostrado cómo los llantos, gritos, eructos, arrullos, movimientos de la boca, ojos o frente, es
decir un buen repertorio de conductas expresivas orales o gestuales, tienen emisión universal -por
parte de los recién nacidos- e interpretación universal rápida y eficaz por el lado del adulto
interlocutor. Así, según informan Izard, Heubner, Risser, Mc Guinnes y Dougherty (1980) los
escolares son ya capaces de identificar con porcentajes que rondan el 70% de éxito las
expresiones de felicidad, tristeza y sorpresa, y con porcentajes algo menores, pero significativos,
la cólera y el disgusto.
Ahora bien, es evidente que, dada la escasa diferenciación de los comportamientos
infantiles, el valor interpretativo de estas expresiones emocionales tiene significado funcional o
pragmático, es decir sirven para ser atendidos, escuchados o jaleados, y sin duda, tienen
extraordinario valor adaptativo para la supervivencia de la especie.
Cuando el niño, aproximadamente durante su segundo año de vida, empieza a ser capaz
de adentrarse en la lengua de su comunidad, la posibilidad de comunicar más exactamente su
emocionalidad, así como de interpretar con mayor diferenciación las de los demás, mejora. Pueden
hablar acerca de lo que les ha producido miedo o alegría sin tener que expresarlo únicamente
mediante movimientos faciales. Algunas de las primeras palabras frecuentes entre nuestros niños
tratan de adentrarse en este mundo emocional, ofreciendo posibilidades a los niños de decir lo que
sienten, y a los padres de mejorar los instrumentos para el control de los excesos emocionales.
Así, “susto”, “pupa”, “tonto”, “feo”, son holofrases que se utilizan como instrumento para
mejorar y diferenciar diferentes emociones que es necesario expresar de forma socializada -
hablando acerca de ello- cuanto antes. Dunn y Brown (1991) comentan en qué medida cuando
se es capaz de expresarse verbalmente, aunque sea de forma muy sencilla y pobre, los padres
consiguen evitar pataletas, rabietas, gritos y llantos a base de la apropiación que el niño hace del
significado de las palabras que va aprendiendo.
Según algunos autores (Johnson, 1988), los niños en edad preescolar ya son conscientes
de sus estados mentales: saben cuándo están tristes, cuándo quieren algo o cuándo han cometido
un error. Generalmente poseen estas emociones mucho antes de poder expresarlas verbalmente.
Sin embargo, es con el lenguaje como se ofrecen pruebas evidentes de autoconciencia emocional.
Hacia los dos años, casi todos los niños emplean palabras para los estados perceptivos “veo”,
“oigo”, y volitivos “quiero”; sin embargo, las referencias a estados emocionales son más escasas.
Principalmente los términos se refieren a emociones básicas como felicidad, tristeza, enfado y
miedo, tal como se ha comentado en el párrafo anterior (Wellman, Harris, Banerjee y Sinclair,
1995).
También parecen ser más frecuentes las referencias al “yo” que las referencias a los demás.
Esto es importante puesto que significa que los niños, al principio, son conscientes de sus estados
emocionales, y posteriormente, interpretan la conducta de los demás proyectando sus propios
estados mentales en los otros (Harris, 1992).
Progresivamente los términos emocionales se amplían a conceptos como sorpresa y odio,
y se atribuyen a muñecas, dibujos, etc., en el juego simbólico (Wolf, Rygh y Altshuler, 1984).
Además, los niños comienzan a hablar sobre las causas y las consecuencias de la emoción, lo cual
refuerza la hipótesis de que los niños a partir de 2-2.5 años poseen una concepción de la emoción

-44-
como experiencia subjetiva (Wellman et al., 1995). Es decir, no poseen únicamente una
concepción objetiva de la emoción (apoyada en expresiones faciales, situaciones, conductas, etc.),
sino que se refieren también a los sentimientos subjetivos y emocionales de ellos mismos y de los
demás. Asimismo, parece ser que estas referencias a las emociones preceden a las referencias
cognitivas de pensamientos y creencias: creer, pensar, saber, las cuales constituyen el cuerpo de
la teoría de la mente.
En muchas ocasiones, esta autoconciencia emocional, así como el reconocimiento de las
emociones de los demás, se encuentran alterados a la par que las relaciones sociales del niño. Esto
se debe precisamente al hecho de que una buena interpretación de las emociones de los demás en
una situación social concreta, o una adecuada expresión de nuestros sentimientos ante los demás,
constituyen condiciones básicas para un equilibrado desarrollo de las relaciones sociales. Cuando
estas capacidades fallan, encontramos niños que no saben reconocer pistas sociales, que no son
empáticos, que no expresan sus emociones de forma adaptativa y que, por lo tanto, van sufriendo
un importante deterioro en su vida social. Por ejemplo, Casey y Schlosser (1994) encuentran que
los niños con desórdenes externalizantes (agresivos, propensos a las rabietas) son menos capaces
de entender sus emociones que los niños sin trastornos. Generalmente dan razones menos
sofisticadas y menos precisas respecto a sus propios sentimientos y son menos capaces de
recordar los sucesos que han provocado las emociones.
También Goldman, Corsini y deUrioste (1980) hallaron diferencias en tareas de
emparejamiento de fotografías con diferentes emociones (asustado, contento, etc.), en función del
estatus sociométrico del niño. Aquellos niños con pobres relaciones con los iguales (rechazados)
ejecutaban peor la tarea que aquellos niños con buenas relaciones con sus iguales (populares y
bien adaptados). Pero no solo existe un escaso reconocimiento de las emociones propias y de los
demás por parte del sujeto rechazado, sino que incluso, cuando existe, este reconocimiento está
sesgado, ya que atribuyen emociones negativas e intenciones hostiles a los demás con mayor
frecuencia de la esperada.

5. EMOCIONES Y PROBLEMAS INFANTILES


La relación entre cambios emocionales y trastornos psicopatológicos es un tema de
investigación reciente, si bien siempre han existido referencias globales a la relación entre
expresión emocional y conducta problemática. Una de las hipótesis con más posibilidades, lanzada
por Tomkins en 1970, es la que considera la asociación entre una emoción y un desorden, de
forma que cuando un niño tenga un problema, una emoción se convierte en prominente. Esta
propuesta podría ser operacionalizada como que un niño depresivo experimenta más tristeza que
otras emociones, o que experimenta más tristeza que otras personas. Tomkins usó un ejemplo
muy frecuente, el que hace referencia a la ansiedad por la separación que sufren los niños que son
hospitalizados y separados de sus figuras de apego durante la época de construcción de estos
vínculos. Esos sujetos habitualmente asocian las batas blancas del personal sanitario que les
atendió cuando no estaban sus padres con personas indeseables y que provocan miedo, incluso
cuando los episodios de separación ya han pasado. Los niños mantienen un recuerdo de temor
asociado a estímulos del medio que habitualmente no deberían provocar respuestas tan fuertes.
Una segunda propuesta menos exclusiva establece que los niños con problemas reaccionan
ante los sucesos con respuestas emocionales desviadas de forma que sus reacciones no se
parecerían a las de otros sujetos no problemáticos. Esta opción mantiene que las asociaciones
entre estímulos desencadenantes y emociones respondidas son inusuales y no apropiadas.
Finalmente, una última opción, que parecería ser la más aceptada, especula sobre la
posibilidad de que los niños con trastornos psicopatológicos no regulen satisfactoriamente su

-45-
sistema emocional, de forma que sus respuestas son más intensas, fuertes y largas que las de la
población media, de forma que sus comportamientos y acciones resultan desmesurados para la
mayor parte de los que conviven con ellos. Así, sus enfados son excesivamente fuertes y
desajustados a la elicitación.
La conexión entre emociones y trastornos se basa en la premisa básica de considerar las
emociones como instrumentos de intercambio para la vida social. Así, la sonrisa es, además de un
signo de emoción positiva o de felicidad, una señal de cooperación; la cólera suele ser una
emoción negativa que puede expresar conflictos interpersonales; el miedo es una emoción que se
interpreta conductualmente como signo de evitación de la interacción y puede generar ansiedad
y angustia. Por lo tanto, tal como comentábamos en el apartado 4, la propia autoconciencia
emocional, así como el reconocimiento de las emociones de los demás, son capacidades prácticas
necesarias para unas adecuadas relaciones sociales. Precisamente los niños con problemas carecen
de esto. Muestran dificultades en la decodificación y en la regulación de emociones, realizan
interpretaciones de éstas poco precisas y en ocasiones sesgadas, y emplean mucho más tiempo
en estas tareas que otros niños sin problemas.
Y precisamente si algo caracteriza a las emociones y a los intercambios sociales diarios
es la rapidez con que se llevan a cabo. En general se tarda entre 0 y 4 segundos en manifestar las
emociones, a más largo tiempo solemos hablar de “humor” como un estado emocional más
permanente y finalmente de acciones y conductas que se ejercen hacia los demás o hacia nosotros
mismos. Estas acciones resumen y finalizan el proceso emocional. Por ejemplo, los niños suelen
consolarse y hacerse daño los unos a los otros. Ambas acciones contrarias son resultado de
procesos emocionales: sentir piedad o tener deseos de desahogarse llevando a cabo acciones
molestas para manifestar un estado de ánimo. El hecho de hacer daño a los demás, de intentar
llamar su atención, así como las tendencias contrarias: aislarse, intentar pasar desapercibido, etc.,
constituyen la manifestación conductual de dos grupos de problemas relacionados principalmente
con la regulación emocional, los cuales trataremos a continuación.
Actualmente, las dificultades infantiles se conceptualizan en dos grandes grupos de
manifestaciones conductuales: trastornos internalizantes y externalizantes (Achenbach y
Edelbrock, 1984). De forma muy semejante, en años anteriores se solía hablar de dos grupos de
trastornos del comportamiento: el neurótico temeroso, emocional, y el antisocial agresivo,
mentiroso y desobediente.
Una de las primeras expresiones teóricas sobre estos dos grandes grupos de trastornos es
la que aparece en el trabajo neopsicoanalítico de Horney de 1954 (citada por Newcomb,
Bukowski y Pattee, 1993), y que refleja muy bien la significación de cada uno de ellos. Según esta
autora, existen tres formas de reacción del niño ante el ambiente que se reflejan conductualmente
en la manifestación de agresión, de aislamiento y de conducta prosocial. Estas formas de reacción
o estrategias pueden desembocar en armonía con el ambiente (conducta prosocial), en conflicto
con éste (agresión o trastornos externalizantes) o en aislamiento (trastornos internalizantes). Las
distintas reacciones o emociones se denominan conductas “hacia”, “en contra” y “de huida”,
respectivamente.
En primer lugar, los trastornos externalizantes representarían una expresión inadaptada
y desmesurada de emociones de cólera, hostilidad y afecto negativo, a través de conductas como
la agresión, el robo, las mentiras, etc. Es decir, la emoción se externaliza principalmente a través
del “movimiento”, ya sea físico (pegar, hacer el payaso, no estarse quieto), como verbal o gestual
(gritar, insultar, quejarse, exagerar, etc.). Es por esto por lo que diversos autores se refieren a
ellos utilizando denominaciones diferentes, como problemas de conducta, agresión no socializada,
conductas no controladas, o conductas externalizantes, (Serbin, Schwartzman, Moskowitz y

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Ledingham, 1991). Todos estos nombres subrayan la falta de regulación emocional. Por ejemplo,
un niño agresivo que no controla sus emociones y no sabe expresarlas de forma adecuada, ante
la regañina de su profesor, en vez de intentar hacerlo mejor, puede descargar su cólera
estropeando el trabajo de su compañero. Bajo todos estos nombres se agrupan conductas como
la agresión física, la disruptividad y la búsqueda de atención (Achenback y Edelbrock, 1984).
Otros autores conceptualizan las mismas conductas bajo nombres diferentes; así Pope, Bierman
y Mumma (1991), señalan la agresión, la hiperactividad y la inatención-inmadurez, como
componentes de las conductas no controladas. Según estos autores, la agresión consistiría en
conductas arrogantes y crueles, la hiperactividad, en un pobre control de los impulsos y en
conductas disruptivas en clase, y la inatención-inmadurez, en un pobre control de las emociones,
que da lugar a labilidad emocional (ponerse como loco fácilmente, portarse como un niño
pequeño, etc.). No obstante, todos estos términos de los distintos autores pueden equipararse:
la agresión, la hiperactividad (o disruptividad), y la inatención-inmadurez (o búsqueda de
atención).
En segundo lugar, los trastornos internalizantes están basados en emociones de tristeza,
ansiedad y temor, las cuales se reflejan en conductas de evitación, de aislamiento y de reclusión
(Rubin y Mills, 1988). Este grupo de trastornos se ha denominado problemas de personalidad,
conductas internalizantes o hipercontroladas. En este caso, y a diferencia de los trastornos
externalizantes, las emociones negativas no se expresan a través del “movimiento” ni a través de
una manifestación desmesurada, sino que el sistema de regulación emocional funciona “al
máximo”, es decir, regula las emociones inhibiendo cualquier tipo de manifestación conductual
externa que no sea la de evitación de todo contacto social. Este tipo de respuestas constituye lo
que Asendorf (1991) llamó “inhibición”, la cual parece predecir dificultades con los iguales debido
a la ausencia de interacción y, por lo tanto, a la ausencia de los beneficios que de ella se
desprenden. También Kagan (1989) ha estudiado a los niños inhibidos o cohibidos, y sostiene el
hecho de que la inhibición es un rasgo temperamental innato que se hace evidente únicamente en
ciertas situaciones.
Continuando con el término más amplio de trastornos internalizantes se han establecido
distintos subtipos de éste (al igual que ocurre con los trastornos externalizantes). En concreto,
parecen existir dos tipos de aislamiento que es necesario diferenciar (ver 3.1).
Younger y Daniels (1992) se refieren a ambos tipos de aislamiento de la siguiente forma:
el aislamiento pasivo consiste en la propia tendencia del niño (debido a sus características
personales) a aislarse del grupo de iguales, a pesar de la oportunidad de interactuar con ellos.
Estas características personales incluyen tristeza, hipersensibilidad, timidez y autopercepciones
negativas sobre la competencia social. El sujeto aislado es infeliz, demasiado tímido, sus
sentimientos son heridos fácilmente, etc. Este aislamiento pasivo sería la expresión pura de la
“hiperregulación” de las emociones, típica en los trastornos internalizantes. Por otra parte, el
aislamiento activo consiste en la tendencia del grupo de iguales a rechazar al niño, a pesar del
posible deseo de éste/a de interactuar con el grupo. En este caso, no hablamos tanto de emociones
individuales ni de características personales, sino del sentimiento de aceptación del grupo hacia
el niño, con lo cual este aislamiento activo sería comparable al fenómeno del rechazo entre
iguales.

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TABLA 3.1
Tipos de aislamiento y sus características diferenciales
ORIGEN EJEMPLOS CONSECUENCIAS
AISLAMIENTO C a r a c t e r í s t i c a s No quiere jugar, Problemas internalizantes:
PASIVO específicas del sujeto está triste... depresión, ansiedad.
(timidez, ansiedad)
AISLAMIENTO Conductas de evitación Le eligen el último Dificultades académicas,
ACTIVO del grupo para los juegos... delincuencia, etc.

Según Rubin y Mills (1988), la necesidad de diferenciar ambos tipos de aislamiento


proviene fundamentalmente de las diferentes consecuencias que implica cada uno de ellos. El
aislamiento activo está asociado a desajustes a largo plazo, como dificultades académicas,
delincuencia, posibles psicopatologías adultas. Sin embargo, el aislamiento pasivo no predice este
tipo de consecuencias, sino más bien problemas internalizantes, como depresión y ansiedad.
Otra de las manifestaciones problemáticas relacionadas con las emociones consiste en los
sentimientos de soledad expresados por el niño. Esta situación incluye vivencia de emociones
negativas, y sentimientos de soledad y de insatisfacción social frecuentemente anlizados con
respecto a las relaciones con los iguales. Generalmente más de un 10 % de los niños en edad
escolar manifiesta mediante autoinforme tener sentimientos de soledad (Asher, Hymel y Renshaw,
1984). El niño puede quejarse de que se encuentra sólo, de que no tiene a nadie con quien hablar,
etc. Pero siempre desde una perspectiva subjetiva, ya que estos sentimientos no tienen porqué
corresponderse con la realidad objetiva, por ejemplo con el número real de amigos que tiene un
niño, sino más bien se corresponde con variables como la calidad o intimidad de esas amistades,
el estilo atribucional que impere en las relaciones sociales, etc.
En un principio, se encontraron estos sentimientos de soledad e insatisfacción social de
forma más notoria en aquellos niños que eran rechazados por sus iguales. Sin embargo, estudios
posteriores (Crick y Ladd, 1993) han demostrado que estos sentimientos también están presentes
en niños bien adaptados, o incluso populares dentro de su grupo de iguales. Este dato resulta muy
significativo, ya que de este modo la aceptación social dentro del grupo de iguales se descarta
como variable única y determinante en el sentimiento de soledad.
Diversos autores han intentado explicar el desarrollo de la soledad. Así Rubin, LeMare
y Lollis (1990) afirman que las dificultades sociales relacionadas con el aislamiento y una
inhibición a nivel social pueden crear las condiciones que llevan a la soledad. Por otro lado, Asher,
Parkhurst, Hymel y Williams (1990) han propuesto un modelo en el que se combina mayor
variedad de elementos que conducen al sentimiento de soledad: una conducta aislada socialmente,
una escasa aceptación del grupo de iguales, escasos amigos y un estilo atribucional
desadaptativo, es decir, atribución del éxito a causas externas y atribución del fracaso a causas
internas. Desde esta última formulación se explica el hecho de que tampoco los niños bien
adaptados o los niños populares (pero con un estilo atribucional desadaptado o con numerosas
relaciones poco satisfactorias) “estén a salvo” de estos sentimientos de soledad.
Sin embargo, en este problema no hay que olvidar que los padres y los hermanos del niño
pueden actuar de “amortiguadores” emociales cuando las cosas no van muy bien con el grupo de
iguales. Este apoyo familiar ayudaría a mitigar esa sensación subjetiva de soledad e insatisfacción
social.

6. A MODO DE RESUMEN
En las páginas que preceden, hemos pretendido esbozar una posible relación entre temas

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que, hoy por hoy, fluyen desde ríos paralelos aunque se ve, en la lejanía, su probable confluencia
futura.
Las características personales infantiles que conforman los elementos constitucionales de
las primeras relaciones interpersonales son, sin duda, materia decisiva para establecer las
condiciones de las primeras pautas de interacción. A partir de ellas, los adultos en los contextos
de crianza, ejercen sus funciones educadoras intentando socializar a los pequeños en las
condiciones más aceptables para su posterior vida como adultos adaptados. La interacción
interpersonal entre niño y adulto, o del niño con sus iguales, deviene en instrumento que consigue
modificar las características infantiles hacia el control de la emocionalidad inmadura y poco
aceptable socialmente.
El capítulo se detiene especialmente en describir algunos de los problemas más específicos
que plantea la ejecución motriz (exteriorización) de las emociones negativas, así como los
conflictos que la interiorización de algunas manifestaciones emocionales ocasionan a los niños que
las padecen y a los miembros familiares que conviven con ellos.
Por último, y para acabar este capítulo sobre desarrollo emocional y salud familiar,
simplemente queremos señalar el gran empuje que actualmente experimenta el tema del desarrollo
emocional del niño. El incremento de publicaciones específicas es constante, así como las
referencias socioemocionales que se apuntan sobre temas que en décadas pasadas se consideraban
ajenos a estos contenidos, baste citar, a título de ejemplo, las nuevas aportaciones sobre las
implicaciones de los conflictos emocionales en el desarrollo de la memoria, del lenguaje, o de la
inteligencia. La necesaria interconexión entre temáticas cognitivas y emocionales empieza a ser
moneda corriente en los tratados sobre desarrollo y cabe esperar que en un futuro próximo
muchos de los temas hoy todavía inconexos empiecen a estar sólidamente relacionados entre sí
por el bien de la explicación global del funcionamiento humano.

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CAPÍTULO 4
CONTROL, DEFENSA Y EXPRESIÓN DE EMOCIONES:
RELACIONES CON SALUD Y ENFERMEDAD
Antonio Cano-Vindel, Agustina Sirgo y Mª Benigna Díaz-Ovejero

1. INTRODUCCIÓN
Vamos a comenzar a desarrollar este capítulo recordando algunos fenómenos elementales
sobre las emociones, que nos van a servir para introducirnos en uno de los campos hoy más
estudiados sobre las relaciones entre “emociones y salud”: el control o represión de emociones
y enfermedad (Cano-Vindel, Sirgo y Pérez Manga, 1994; Miguel-Tobal, Casado, Cano-Vindel
y Spielberger, 1997; Cano-Vindel y Miguel-Tobal, 1997).
La alegría, el miedo, o la ira son emociones naturales que se dan en todos los individuos
de las más diversas culturas. Poseen un sustrato biológico considerable. Son esencialmente
agradables o desagradables, nos activan y forman parte de la comunicación con los demás. A su
vez, las emociones pueden actuar como poderosos motivos de la conducta.
Además de ser importantes para el bienestar/malestar de los individuos y cumplir una
función social en la comunicación, las emociones están íntimamente relacionadas con diversos
sistemas fisiológicos que forman parte del proceso que podríamos denominar “salud-enfermedad”.
Por otro lado, las emociones influyen sobre la salud y la enfermedad a través de sus propiedades
motivacionales, por su capacidad para modificar las conductas “saludables” (ejercicio físico
moderado, dieta equilibrada, descanso, ocio, etc.) y “no saludables” (abuso de alcohol, tabaco,
sedentarismo, etc.)
Pero, veamos qué son las emociones. Las emociones son reacciones que surgen ante
determinadas situaciones y que vivimos como una fuerte conmoción del estado de ánimo o de los
afectos (Cano-Vindel, 1989). Esta vivencia suele tener un marcado acento placentero o
displacentero (desagradable), y va acompañada por la percepción de cambios orgánicos, a veces
intensos. Por lo general, estos cambios orgánicos se caracterizan por una elevada activación
fisiológica, especialmente del sistema nervioso autónomo y del sistema nervioso somático; pero
afectan también a otros sistemas, como el endocrino o el inmune. Al mismo tiempo, esta reacción
puede reflejarse en expresiones faciales características, por ejemplo de alegría, tristeza, o miedo,
así como en otras conductas motoras observables, tales como movimiento, posturas, voz, etc.
(Cano-Vindel, 1995, 1997).
Por lo tanto, hay tres tipos de manifestaciones en una reacción emocional, que es lo mismo
que decir que las emociones se muestran a través de un triple canal de respuesta (Lang, 1968):
(1) subjetivo o experiencial, (2) fisiológico o somático y (3) motor o expresivo.
A pesar de que, por lo general, se alcanza un alto índice de covariación entre los tres
sistemas de respuesta (cognitivo, fisiológico y motor), hay ocasiones en las que las
manifestaciones emocionales a través de los mismos no son concordantes, de manera que no
siempre se encuentran respuestas de intensidad similar en los tres en una determinada reacción
emocional, de ahí que se piense que se trata de tres sistemas parcialmente independientes. Veamos
un ejemplo. Un individuo que se encuentra en una situación fóbica -para él-, y responde con una
intensa reacción de miedo, mostrará en general respuestas de gran intensidad en los tres sistemas;
pero, por ejemplo, si se encuentra en una situación social, es posible que quiera inhibir sus
respuestas observables, y quizá pueda conseguirlo, en cuyo caso se producirá una discordancia
entre las manifestaciones en los tres sistemas de respuesta, pues encontraremos miedo subjetivo,
alta activación fisiológica, pero no respuestas observables.

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Esta discordancia entre los tres sistemas de respuesta tiene importantes implicaciones para
el estudio de la emoción, así como para la evaluación y modificación de reacciones o desórdenes
emocionales.
La experiencia emocional, lo que pensamos y sentimos durante una reacción emocional,
se suele clasificar según tres ejes o dimensiones fundamentales: placer-desagrado, intensidad y
grado de control (Schmidt-Atzert, 1985). En otras palabras, las emociones suelen provocar
sensaciones muy agradables o muy desagradables, pueden ser más o menos intensas y el grado
de control que tenemos sobre ellas es también variable (Cano-Vindel, 1989).
El término “emociones negativas” ha cobrado mucha fuerza en los últimos años, y se
refiere a las emociones que producen una experiencia emocional desagradable, como son la
ansiedad, la ira y la depresión, las tres emociones negativas más importantes. Por el contrario, el
término “emociones positivas” se refiere a aquellos procesos emocionales que generan una
experiencia agradable, como la alegría, la felicidad o el amor.
Hoy en día hay datos suficientes para afirmar que las emociones positivas potencian la
salud, mientras que las emociones negativas tienden a disminuirla (Martínez-Sánchez y Fernández
Castro, 1994). Por ejemplo, en periodos de estrés en los que tenemos que responder a una alta
demanda de nuestro ambiente desarrollamos muchas reacciones emocionales negativas y, cuando
nos encontramos bajo estos estados emocionales negativos, es más probable desarrollar ciertas
enfermedades relacionadas con el Sistema Inmune (como la gripe, u otras infecciones ocasionadas
por virus oportunistas), o adquirir determinados hábitos poco saludables que a la larga pueden
minar la salud (Cano-Vindel, Miguel-Tobal, González e Iruarrizaga, 1994). En cambio, el buen
humor, la risa, la felicidad, ayudan a mantener e incluso recuperar la salud (Lefcourt y Martin,
1986; Nezu, Nezu y Blissett, 1988).
Se han estudiado mucho más las emociones negativas (y sus relaciones con trastornos de
salud) que las positivas. Dentro de las primeras, una de las reacciones emocionales que más se ha
estudiado es, sin duda, la ansiedad (Cano-Vindel y Miguel-Tobal, 1994), considerada como
estado emocional asociado a múltiples trastornos, especialmente los trastornos de ansiedad
(Miguel-Tobal y Cano-Vindel, 1995) y los trastornos psicofisiológicos (Miguel-Tobal y Casado,
1994). Una segunda emoción negativa que está siendo ahora más estudiada es la ira, por su
relación con los trastornos cardiovasculares (Miguel-Tobal y Cano-Vindel, 1992; Miguel-Tobal
y cols., 1997). Por último, la tristeza-depresión, como emoción natural, se considera que es
precursora de la depresión como patología, la cual cursa por lo general con niveles altos de
ansiedad (Sanz, 1991).
Para preservar a la conciencia del malestar producido por una emoción desagradable, las
personas cuentan con diversos mecanismos de control emocional (Cano-Vindel, Díaz-Ovejero y
Miguel-Tobal, en prensa); así, por ejemplo, podemos usar estrategias de afrontamiento que
cambien la situación que provoca la emoción, o bien podemos usar otras tácticas que reduzcan
la intensidad de esa reacción emocional. Estas estrategias de afrontamiento son actividades, unas
veces de tipo cognitivo y otras de tipo conductual, que podemos desarrollar y pueden ir
encaminadas a modificar la situación que provoca la emoción o a reducir la intensidad de la
reacción emocional (Lazarus y Folkman, 1986).
Existen muchas clasificaciones y tipos de afrontamiento (cognitivo vs. conductual, dirigido
a cambiar la situación vs. dirigido a reducir la emoción, activo vs. pasivo, etc.-Lazarus y Folkman,
1986), pero no vamos a entrar en ellas, pues aquí sólo nos interesa el que se ha dado en llamar
“estilo represivo de afrontamiento” (Weinberger, Schwartz y Davidson, 1979; Cano-Vindel y
cols., 1994).
El control o represión de experiencias emocionales desagradables, para eliminar un

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malestar importante, puede tener consecuencias peligrosas para el individuo. Por un lado, puede
estar relacionado con cambios en el Sistema Inmune y, por tanto, influir sobre el proceso salud-
enfermedad. Existen algunos datos, que analizaremos después, que apuntan hacia una cierta
inmunodepresión por parte de los sujetos represores que intentan eliminar las experiencias
emocionales desagradables. Por otro lado, si se eliminan algunas emociones negativas, se están
eliminando también poderosos motivos de la conducta de una persona, pues las emociones pueden
actuar como motivos de la conducta (en general, tendemos a buscar emociones positivas y huimos
de las emociones negativas). Así, por ejemplo, una persona puede no reconocer que tiene cáncer,
con lo cual se evita el distrés y el malestar que produce pensar en su salud, su futuro, las
consecuencias de su enfermedad, etc.; pero, como contrapunto, esta persona no seguirá las
prescripciones médicas, porque no está preocupada por algo que no ha procesado: los datos que
apuntan claramente hacia un diagnóstico de cáncer y que él no quiere ver. Existen algunos datos
de investigaciones que señalan que los sujetos con un estilo represivo de afrontamiento no aceptan
el diagnóstico de cáncer (es “como si no se lo quisieran creer”), no siguen las prescripciones
médicas, reciben dosis menores de quimioterapia, y esto puede afectar negativamente a su
esperanza de vida (Bonadonna y Valagussa, 1981).
Pero, veamos en qué consiste eso que se dado en llamar “estilo represivo de respuesta”
o “estilo represivo de afrontamiento”.

2. ESTILO REPRESIVO DE AFRONTAMIENTO


La formulación inicial de Freud de 1915 sobre defensas inconscientes se centró en la
represión de sucesos específicos en la memoria. Sin embargo, en formulaciones posteriores el
concepto de represión se refiere a la inhibición de la capacidad para experimentar emociones
(Weinberger, 1990).
El estudio científico de la represión comenzó hace ya más de sesenta años como recuerdo
diferencial de sucesos agradables y desagradables (Jerslid, 1931), pero a lo largo de esos años ha
sido estudiado también como defensa perceptual (Bruner y Postman, 1947a, 1947b), rasgo de
personalidad (Page y Markowitz, 1955; Gordon, 1959), estilo de afrontamiento (Weinberger y
cols., 1979), etc.
Los principales intentos de medida y evaluación de este constructo como dimensión de
personalidad no comenzaron hasta los años cincuenta y sesenta (Eriksen, 1954; Carlson, 1954;
Page y Markowitz, 1955; Gordon, 1959), con la combinación de ciertas escalas del MMPI
(Minnesota Multiphasic Personality Inventory). La combinación de estas escalas dio lugar al
solapamiento de ciertos ítems, con lo que las puntuaciones aparecían infladas; por este motivo,
Byrne (1961) estableció un nuevo sistema de puntuación, con lo que quedó establecida la escala
R-S, que evaluaba individuos situados en los dos polos del continuo represión-sensibilización,
describiéndose a los individuos represores como aquellos que bloquean cualquier información
amenazante o estresante y los sensibilizadores como los que dirigen su atención hacia esa
información.
El empleo de esta escala presentó algunos problemas, ya que aparecía una correlación muy
alta (.87) con el rasgo de ansiedad (Golin, Herron, Lakota, y Reineck, 1967), lo que proporcionó
dudas sobre su capacidad para distinguir sujetos con un estilo represivo de afrontamiento y los
verdaderamente bajos en ansiedad. Para resolver este problema, Weinberger y cols. (1979)
propusieron la combinación de dos escalas: la Escala de Ansiedad Manifiesta de Taylor (1953)
y la Escala de Deseabilidad Social de Marlowe y Crowne (1961). A partir de las puntuaciones
obtenidas en ambas escalas, se forman cuatro grupos de sujetos:
a) altos en Ansiedad y altos en Deseabilidad Social (ansiosos y defensivos)

-52-
b) altos en Ansiedad y bajos en Deseabilidad Social (verdaderamente ansiosos)
c) bajos en Ansiedad y bajos en Deseabilidad Social (verdaderamente no ansiosos)
d) bajos en Ansiedad y altos en Deseabilidad Social (represores)
Cuando se realizan registros psicofisiológicos con los cuatro grupos de sujetos se observa
que, comparados con los tres grupos restantes, los sujetos represores aparecen con una mayor
activación fisiológica, a pesar de estar informando de una menor experiencia de ansiedad. Así
pues, los sujetos represores quedan definidos como personas con altas puntuaciones en
deseabilidad social y bajas puntuaciones en ansiedad auto-informada, pero con altas puntuaciones
en registros psicofisiológicos de medida (Weinberger y cols., 1979; Asendorpf y Scherer, 1983;
Kreitler y Kreitler, 1990).
Cabe preguntarse si estos sujetos represores intentan engañar al evaluador en los
autoinformes y se les “detecta” con una escala de mentiras (medidas éstas como deseabilidad
social) y mediante registros psicofisiológicos, o si, por el contrario, resulta que no tienen
conciencia de su ansiedad, pero, para eliminar de su experiencia emocional los sentimientos,
sensaciones y pensamientos desagradables, tienen que hacer un esfuerzo que se traduce en una
alta activación fisiológica. Hasta la fecha, los datos acumulados apuntan sin ninguna duda hacia
la segunda hipótesis, más que hacia la primera (Weinberger, 1990). Estos datos podríamos
resumirlos en los siguientes puntos:
El sujeto represor procesa la información de manera diferente a como lo hacen los sujetos
verdaderamente bajos y los verdaderamente altos en ansiedad, manteniendo un patrón atencional
automático evitativo respecto de estímulos ansiógenos; por el contrario, los sujetos
verdaderamente ansiosos mantienen un patrón de aproximación al estímulo ansiógeno; mientras
que los sujetos verdaderamente bajos en ansiedad no mantienen un patrón atencional fijo (Fox,
1993).
El sujeto represor presenta tiempos de reacción más largos para estímulos emocionales
y sexuales en tareas de asociación de palabras (Weinberger y cols., 1979).
De manera consistente, el sujeto represor ha demostrado tener una peor memoria para
sucesos estresantes o desagradables que el resto de los grupos (Davis y Schwartz, 1987); además,
su primeros recuerdos suelen ser más tardíos; sin embargo, a veces, recuerda sucesos más
tempranos, que ha vivido como altamente traumáticos.
Cuando algún sujeto represor llega a la consulta del psicólogo clínico, no lo hace para ser
atendido por un problema personal, sino para ayudar a otra persona (generalmente su pareja). A
lo largo de las sesiones, claramente se manifiestan tres cosas: a) la escasez de experiencias
emocionales negativas, aun en situaciones estresantes o emotivas; b) el esfuerzo por no
experimentar emociones negativas, como la ira en situaciones de ofensa, la ansiedad en situaciones
de amenaza, o la tristeza en situaciones de pérdida; y c) cuando al sujeto se le describe el estilo
represivo de afrontamiento, manifiesta cierta sorpresa, aunque pronto reconoce este estilo como
característico de su personalidad desde su infancia, y encuentra una explicación para su origen,
explicación que suele coincidir con alguna experiencia emocional intensa y prolongada, para la
que el citado estilo era una forma bastante adaptativa de afrontamiento.
En 1989, formulamos una hipótesis explicativa sobre el comportamiento emocional del
sujeto represor en los tres sistemas de respuesta (Cano-Vindel, 1989). Esta hipótesis se basa en
el concepto de control de respuesta, así como en el concepto jamesiano de voluntariedad, y viene
a afirmar que el sujeto represor intenta controlar todas y cada una de las respuestas que componen
una emoción negativa. No obstante, el grado de control voluntario que posee sobre cada
respuesta es muy diferente, con lo que conseguirá reducir unas pero no otras, lo que originará una
alta discordancia entre los tres sistemas de respuesta. Así, se predice que el sujeto mostrará una

-53-
alta activación fisiológica (que será mayor en las respuestas más involuntarias: primero las
respuestas electrodérmicas, después la tasa cardíaca, respiración y tensión muscular), pero, en
cambio, podrá controlar bien la experiencia emocional y la expresión abierta, observable, de su
reacción emocional.
Desde entonces, en todos los estudios realizados (Cano-Vindel y Miguel-Tobal, 1992;
Cano-Vindel y cols., 1994; Cano-Vindel, Díaz-Ovejero y Miguel-Tobal, en preparación), se ha
comprobado la hipótesis propuesta, encontrando que los sujetos represores presentan niveles más
altos que los otros tres grupos en control emocional percibido, medido por el Inventario de
Control, I.C. (Cano-Vindel y Miguel-Tobal, 1992), así como en rasgo de control, como variable
de personalidad vs. neuroticismo, medido por el Cuestionario de Personalidad, C.E.P., de Pinillos
(1964).
Según Lazarus y Folkman (1986), en los individuos con estilo represivo de afrontamiento
se viene observando una tendencia a la evitación defensiva de la experiencia de ansiedad, así como
de otras experiencias relacionadas con emociones negativas. Creemos que, siguiendo el modelo
de Lazarus y Folkman (1986), esta evitación de la experiencia de ansiedad debería estar producida
por una tendencia de los sujetos represores a valorar las situaciones estresantes o ansiógenas de
una manera poco amenazante, a la vez que deberían mostrar buenas estrategias de afrontamiento
ante tales situaciones.
Pusimos a prueba esta hipótesis con una muestra de 585 estudiantes de Psicología (Cano-
Vindel y Miguel-Tobal, 1995), seleccionando los cuatro grupos habituales en este tipo de
estudios: altos-bajos en ansiedad por altos-bajos en deseabilidad social (Weinberger el al., 1979).
Llevamos a cabo una selección de sujetos extremos o puros, quedándonos con los más altos o los
más bajos, tanto en ansiedad como en deseabilidad social, usando el criterio de corte de la media
más 0.5 desviaciones típicas para los altos, y la media menos 0.5 desviaciones típicas para los
bajos. De este modo, la muestra quedó reducida a 285 sujetos, de los que 68 eran sujetos
verdaderamente bajos en ansiedad, 91 eran sujetos con potencial estilo represivo de
afrontamiento, 82 eran sujetos verdaderamente altos en ansiedad, y 44 eran sujetos altos en
ansiedad y en deseabilidad social.
Los resultados confirmaron las hipótesis, pues encontramos que los sujetos represores
presentaban una valoración menos amenazante de la situación de hablar en público, a la vez que
indicaban un mayor uso de estrategias de afrontamiento activo y un menor uso de estrategias de
afrontamiento evitativo. Estos resultados estaban en consonancia con el mayor grado de control
percibido de la ansiedad en dicha situación por parte de los sujetos represores, quienes, así mismo,
se autoevaluaban mostrando un rasgo de personalidad sobresaliente frente a los otros grupos en
lo que se refiere a control o estabilidad emocional.
De otro lado, algunos autores se han interesado por el tema de la inhibición o represión
de las emociones y los pensamientos y sus repercusiones sobre la salud en general, aunque
evaluando a los sujetos de un modo diferente. Pennebaker (1989, 1990, 1993) y Pennebaker y
cols. (Pennebaker & Susman, 1988; Pennebaker, Kietcolt-Glaser & Glaser, 1988; Pennebaker,
Barger, & Tiebout, 1989; Pennebaker, Colder, & Sharp, 1990; Pennebaker & Harber, 1993)
definen a los sujetos represores como aquellos que fracasan al intentar expresar sus emociones
y pensamientos o se fuerzan a contener una emoción fuerte, un pensamiento o una conducta. Por
tanto, mediante el que evalúan a los sujetos se deriva de la expresión o no expresión de tales
contenidos, con lo que la tarea consiste en analizar el contenido emocional de las divulgaciones
o revelaciones de los sujetos. Para ello, el grupo de Pennebaker emplea dos métodos diferentes:
uno consiste en hablar brevemente delante de un micrófono sobre eventos amenazantes o traumas,
así como sobre un tema superficial, el otro método consiste en escribir acerca de experiencias

-54-
traumáticas o temas superficiales durante 15-20 minutos diarios a lo largo de 3 ó 4 días
consecutivos.
Los sujetos que son evaluados como altos divulgadores presentan marcadores
psicofisiológicos más bajos cuando están hablando de sucesos traumáticos que cuando hablan de
temas superficiales, y, a largo plazo, presentan menos visitas a consultas médicas por enfermedad
a lo largo del periodo comprendido entre los 2-6 meses siguientes.
Como se puede observar, se están usando distintos términos y distintas concepciones para
referirse a un mismo fenómeno: la falta de expresión y de experiencia emocionales que sufren
algunos individuos, especialmente con las emociones negativas de ansiedad e ira. Pero, también
se podrá observar el alto interés mostrado en el estudio de este fenómeno, debido a sus
implicaciones teóricas, relacionadas con el estudio de la emoción, como prácticas, por sus
repercusiones sobre la salud (Singer, 1990; Páez-Rovira, 1993).

3. REPRESIÓN DE EMOCIONES Y ÁREAS ESPECÍFICAS DE SALUD


Una extensa literatura sugiere que los individuos se diferencian ampliamente en el grado
de expresividad emocional. Si seleccionamos dos grupos extremos, unos serán emocionalmente
expresivos y otros emocionalmente inexpresivos. Cincuenta años de investigación siguiendo este
marco teórico han demostrado que los sujetos emocionalmente inexpresivos son fisiológicamente
más reactivos a un variado número de estímulos que los sujetos expresivos. A su vez, algunos
autores proponen que el vínculo de unión entre la inhibición emocional y el estado final de
enfermedad podría ser esta intensificada reactividad fisiológica (Gross y Levenson, 1993). Esta
correlación negativa entre las respuestas conductuales-observables y las respuestas fisiológicas
se ha venido explicando, en algunos casos, a través de un modelo hidráulico que sugiere que
cuando una emoción no es expresada externamente y es inhibida por el sujeto, será liberada por
otra vía o canal no externo, teniendo, así, repercusiones físicas para el sujeto.
La inhibición y el control de emociones están asociados a un gran número de problemas
de salud (Ibáñez, 1991; Sandín, Chorot, Santed y Jiménez, 1995). Así, en los sujetos represores,
se observa una mayor incidencia de determinados tipos de enfermedades, un número mayor de
ausencias al trabajo propiciadas por motivos de salud, o un mayor número de asistencias a los
Servicios de Salud con quejas por problemas reales. Aquí revisaremos algunos estudios que
evidencian las repercusiones fisiológicas del estilo represivo de afrontamiento en algunas áreas
concretas de salud.

3.1. Represión de las emociones y actividad autonómica


Ya hemos mencionado cómo los sujetos represores muestran altos niveles de activación
psicofisiológica, aun cuando informan de bajos niveles de ansiedad, medida a través de
cuestionarios (Newton y Contrada, 1992). Cuando los sujetos represores son confrontados a un
estímulo emocional muestran mayores niveles de conductancia de la piel y aumento de la tasa
cardíaca. Según algunos autores, sucede todo lo contrario que en los sujetos expresivos, a quienes
algunos llaman también sensibilizadores (Berry y Pennebaker, 1993). Muchos estudios sugieren
que esta activación puede reflejar el trabajo de la inhibición conductual, es decir, los sujetos
represores trabajan activamente para suprimir la expresión emocional. Así, Fowles (1980) hace
una revisión de estudios en los que consistentemente se demuestra que cuando los individuos son
forzados a suprimir o inhibir su conducta emocional aparecen aumentos específicos en la actividad
electrodérmica. Este autor concluye diciendo que la actividad electrodérmica puede ser un buen
marcador de la inhibición conductual.
La inhibición activa, tanto verbal como no-verbal, de emociones requiere un esfuerzo, y

-55-
éste produce un incremento en los niveles de la línea base de la activación fisiológica y del estrés
físico. Así, algunos autores (Levenson, Carstensen, Friesen y Ekman, 1991; Gross y Levenson,
1993) vuelven a encontrar el mismo patrón de aumento en la conductancia de la piel y cambios
cardiovasculares entre los sujetos que suprimen sus emociones. Del mismo modo, la inducción
experimental de la supresión de pensamientos específicos se asocia con un incremento en la
conductancia de la piel (Wegner, Shortt, Blake, y Page, 1990; Wegner, 1992). Véase un resumen
sobre este tipo de estudios en la Tabla 4.1.

[INSERTAR TABLA 4.1]

Otro tipo de estudios trata de relacionar el fraccionamiento direccional de la respuesta


cardíaca (Lacey, 1967) con la represión. Lacey (1967) manifestó que la deceleración de la tasa
cardíaca está asociada con atención o "absorción ambiental" y la aceleración con "rechazo
ambiental". Hill y Gardner (1976) interpretan esta diferenciación en las transacciones que un
individuo hace con su ambiente en relación con los dos polos de la escala R-S de Byrne (1961).
Los sujetos que se sitúan en el polo represor se caracterizan, no sólo por represión de la
experiencia emocional, sino también, como ya hemos mencionado, por mecanismos de evitación,
negación y racionalización de las experiencias amenazantes. Por su parte, los sujetos
sensibilizadores se caracterizan por mecanismos de aproximación, intelectualización y rumiación.
Así, los sujetos represores estarían asociados con una aceleración de la tasa cardíaca, mientras que
los sensibilizadores lo estarían con un decremento de la misma. Hill y Gardner (1976) trataron de
comprobar esta hipótesis, sometiendo a un grupo de sujetos sanos a la visualización de un vídeo
con contenido amenazante. La hipótesis planteaba que los sujetos sensibilizadores mostrarían un
patrón de aproximación a la información que el ambiente les ofrece, mientras que los represores
mostrarían un patrón de evitación de esa información y negación de su existencia. El criterio
empleado para conformar los grupos de sujetos fue un corte por la mediana de las puntuaciones
obtenidas en la escala R-S de Byrne (1961). Los resultados confirman la hipótesis de que el estilo
defensivo evaluado por esta escala está asociado con la dirección del cambio cardíaco en
respuesta a un estímulo amenazante. La importancia e interés de este estudio radica en el hecho
de que los resultados relacionan una dimensión de personalidad, evaluada mediante autoinforme,
con la respuesta autonómica a una situación amenazante.

3.2. Represión de emociones y trastornos cardíacos


Desde hace más de dos décadas, un buen número de estudios centrados en la influencia
de los factores psicológicos, y en especial las emociones, sobre los trastornos cardiovasculares
ha intentado demostrar que los sujetos con este tipo de problemas tienden a ser individuos
competitivos, impacientes y hostiles. Es lo que se ha denominado patrón de Conducta Tipo A
(Sánchez Elvira y Bermúdez, 1990). De todas estas variables, la que hoy en día mantiene más
interés es la ira-hostilidad. Se ha observado que los sujetos con trastornos cardiovasculares
reaccionan con ira ante las situaciones que valoran como una amenaza externa. Sin embargo, en
muchas ocasiones esta ira no llega a manifestarse, sino que su expresión externa es controlada por
el individuo. Existen muchos estudios que demuestran que en estos sujetos se encuentra un cierto
estilo represivo de control de emociones (Miguel-Tobal y cols., 1997).
Una de las teorías que se barajan para aclarar cómo los factores psicológicos afectan al
desarrollo y progresión de los trastornos cardiovasculares es a través de la activación del Eje
Neuroendocrino, Eje II (Valdés y De Flores, 1985; Labrador, 1992). Según esto, la respuesta
fisiológica de un sujeto ante una situación de estrés sería una intensa y prolongada activación

-56-
simpática, que produciría una importante liberación de catecolaminas, que sería la consecuencia
más importante en la prolongada activación provocada por este eje, y se encontraría relacionada
con los trastornos cardiovasculares.
En estado de reposo, los sujetos represores muestran una presión sistólica más elevada
que los sujetos no represores (Warrenburg, Levine y Schwartz, 1989). También se ha encontrado
una mayor presión sistólica y un mayor aumento de la reactividad cardíaca como respuesta a una
tarea de laboratorio que suponga reto o desafío mental (King, Taylor, Albright y Haskell, 1990).
A partir de estos argumentos, puede deducirse el hecho de que la represión puede estar
relacionada con el riesgo de trastornos cardiovasculares y coronarios, debido a los efectos que
tiene sobre el Sistema Nervioso a través del incremento en la actividad del Sistema Nervioso
Simpático como respuesta a las situaciones de estrés. Véase la Tabla 4.2.

[INSERTAR TABLA 4.2]

Otros autores están interesados en estudiar la relación entre estilo represivo y lípidos en
sangre. Consideran que esta asociación puede representar un mecanismo más que explique la
relación de la represión con los trastornos cardiovasculares. En concreto, hipotetizan que,
comparados con los no represores, los sujetos represores presentarán un patrón lipoproteínico
anormal (Niaura, Herbert, McMahon y Sommerville, 1992). Estos autores argumentan que su
hipótesis se cumple, ya que se observa que el aumento en las lipoproteínas totales, lipoproteínas
de baja densidad y triglicéridos está asociado con un aumento de la responsividad del Sistema
Nervioso Simpático en las situaciones de estrés, la cual es característica de los sujetos represores.
Con estas premisas, realizaron un estudio en el que controlaron las variables que pudieran tener
efectos sobre el nivel de lípidos en sangre (lípidos totales, de baja densidad, de alta densidad y
triglicéridos) en un grupo de sujetos sanos en quienes se consideraron las siguientes variables:
edad, sexo, estilo de afrontamiento represivo, educación, ingresos, índice de masa corporal,
consumo de tabaco, dieta y, en el caso de las mujeres, ingesta de anticonceptivos orales. Los
sujetos fueron agrupados según las cuatro categorías propuestas por Weinberger y cols. (1979),
después de aplicar las pruebas clásicas que definen el estilo represivo (cuestionarios de
deseabilidad social y ansiedad). Los resultados indican que los sujetos masculinos represores
muestran unos niveles más elevados de colesterol total en comparación con los otros tres grupos
(sujetos verdaderamente no ansiosos, sujetos realmente ansiosos y sujetos ansiosos y defensivos
a la vez), mientras que en las mujeres represoras aparecía el patrón opuesto, es decir mostraban
niveles más bajos de colesterol que las de los otros tres grupos. Por lo tanto, si se toman los
niveles de colesterol como medida de riesgo de las enfermedades cardiovasculares, parece que
los hombres represores presentan mayor riesgo de enfermedades cardiovasculares que los otros
tres grupos. Otra cuestión a tener en cuenta aquí sería saber si el estilo represivo estaría ejerciendo
alguna función protectora en las mujeres, ya que hemos visto que muestran el patrón opuesto a
los hombres. Algunos autores (Frankenhaeuser, 1991) sugieren que el coste fisiológico de la
adaptación a las demandas tiene que ser menor para las mujeres que para los hombres. De hecho,
en comparación con los hombres, las mujeres muestran una respuesta diminuida de catecolaminas
en este tipo de tareas. Por lo tanto, el estilo represivo de afrontamiento parece estar asociado con
el nivel total de lípidos en sangre, pero este efecto parece estar mediado por la variable sexo.

3.3. Represión de emociones y nivel de cortisol


Las hormonas glucocorticoides median o modulan un importante número de procesos. Por
ejemplo, los glucocorticoides facilitan el afrontamiento óptimo ante la amenaza (Takahashi y

-57-
Rubin, 1993); así mismo, tienen efectos moduladores sobre la percepción, el aprendizaje y la
memoria (McEwen, Angulo, Cameron, Chao, Daniels, Gannon, Gould, Mendelson, Sakai,
Spencer, y Woolley, 1992), y sobre las funciones inmunológicas, cardiovasculares y metabólicas
(McEwen, y cols., 1992). Los altos niveles de glucocorticoides producidos por anormalidades en
la función del eje hipotalámico-pituitario-adrenal también se han visto implicados en la depresión
y en otros desajustes emocionales (Murphy, 1991). Así, numerosas investigaciones se han
centrado en estudiar la relación entre cortisol (el glucocorticoide primario en humanos), ansiedad,
distrés y otros indicadores de emociones negativas.
Teniendo en cuenta las diferencias en la actividad autonómica que ya venimos apuntando
entre sujetos represores y no represores, algunos autores sugieren que los sujetos represores
deberían mostrar diferencias paralelas en la activación del eje hipotalámico-pituitario-adrenal, y
predicen que los sujetos represores deberían presentar niveles basales más altos de cortisol que
los sujetos no ansiosos y los verdaderamente ansiosos (Brown , Tomarken, Orth, Loosen, Kalin,
y Davidson, 1996). Basan sus hipótesis en estudios anteriores que demuestran cómo los sujetos
que usan estrategias flexibles de afrontamiento tienen niveles más bajos de cortisol que los que
usan un estilo más rígido y menos adaptable (Brändtstädter, Baltes-Götz, Kirshbaum y
Hellhammer, 1991; Ursin y Olff, 1993), características estas últimas de sujetos represores
(Weinberger, 1990). Otros estudios han indicado la existencia de una asociación entre la tendencia
a usar estrategias evitativas de afrontamiento y los altos niveles de cortisol (Ursin, 1987). Aunque
estos efectos no han sido encontrados en todos los estudios, son relevantes, ya que los sujetos
represores muestran un estilo represivo de afrontamiento que puede inhibir la experiencia de
emociones negativas (Weinberger, 1990).
Pues bien, en un reciente estudio, Brown y cols. (1996) investigaron esta hipótesis,
evaluando los niveles de cortisol basal en un grupo de sujetos represores, un grupo de sujetos
verdaderamente bajos ansiedad y un grupo de sujetos altos en ansiedad. Los resultados obtenidos
vienen a corroborar la hipótesis: los sujetos represores y los sujetos altos en ansiedad tienen
niveles de cortisol basal más altos que los sujetos bajos en ansiedad, siendo los niveles más altos
para el grupo represor.
La importancia de estos resultados radica en la relación del cortisol con el sistema inmune,
pues se considera inmunosupresivo, actuando también como mediador en los altos niveles de
glucosa (Jamner, Schwartz y Leigh, 1988), colesterol (Weinberger, 1990) y presión sanguínea
(King y cols., 1990) de los sujetos represores.
Del mismo modo, algunos autores (Dimsdale, Herd y Hartley, 1983) argumentan que,
debido a su asociación con un desorden en la activación simpática, la represión puede aumentar
el nivel de catecolaminas y cortisol circulantes, los cuales, a su vez, podrían contribuir a la
movilización de ácidos grasos libres, disminuir la evacuación de triglicéridos y aumentar la síntesis
de colesterol que realiza el hígado. Todo ello aumentaría el riesgo cardiovascular.

3.4. Represión de emociones y sistema inmune


El estilo represivo ha sido asociado con un mal funcionamiento del Sistema Inmune
(Sandín y cols., 1995), hecho éste que, a largo plazo, podría favorecer un aumento del riesgo de
padecer algunas enfermedades como el cáncer, y, a medio plazo, un empeoramiento del
diagnóstico de los trastornos por cáncer ya establecidos. Generalmente, esta inhabilidad para
expresar emociones ha sido un predictor muy fuerte del empeoramiento del curso del cáncer.
Pero, a partir de estos resultados no se puede generalizar, sin más, que la represión de emociones
está de algún modo implicada en el mal funcionamiento crónico del Sistema Inmune. Además,
como es bien sabido, no en todos los tipos de cáncer el Sistema Inmune actúa del mismo modo,

-58-
ni tiene la misma función en su control y desarrollo; en algunos tipos de cáncer es el Sistema
Hormonal el que juega el papel más importante, o, en cualquier caso, la interrelación ente el
Sistema Inmune y el Sistema Hormonal (léase aquí, por ejemplo, cáncer de mama).
Existe un problema metodológico importante a la hora de determinar si existe algún tipo
de relación causal entre represión de emociones y cáncer, pues el estilo represivo de afrontamiento
podría muy bien ser una consecuencia del diagnóstico de cáncer, más que un factor
potencialmente cancerígeno. Se ha llevado a cabo ya algún estudio prospectivo que viene a
señalar la ausencia de un perfil psicológico previo en mujeres que posteriormente desarrollarán
un cáncer de mama, si bien se apunta ya una cierta tendencia a la racionalización de emociones
y una clara antiemocionalidad (Bleiker, van der Ploeg, Hendriks y Ader, 1996).
No obstante, al margen de estas aclaraciones y estos datos, de los que hablaremos con más
detalle en el correspondiente apartado, también se han hecho hallazgos que relacionan el estilo
represivo de respuesta con algunas variables del Sistema Inmune. Así, Esterling, Antoni, Kumar,
y Schneiderman (1990) llevaron a cabo un estudio para comprobar la relación entre diferentes
estilos emocionales y control del virus de Epstein-Barr. Hipotetizaron que los sujetos represores
tendrían peor control sobre el virus, y, por lo tanto, mostrarían el mayor número de antígenos.
Para ello, y siguiendo el modo de trabajo de Pennebaker y cols. (1988, 1989, 1993), se pidió a
sujetos sanos que escribieran a un amigo cercano, y durante un período de 30 minutos, una carta
sobre un suceso altamente estresante que les hubiera acontecido y que no hubieran relatado a
mucha gente. En función del contenido emocional de estas cartas, que fue medido considerando
el número de palabras con carga emocional que contenían los escritos, catalogaron a los sujetos
como: altos reveladores de contenido emocional (sensibilizadores), reveladores medios de
contenido emocional y bajos reveladores de contenido emocional (represores). Al mismo tiempo,
los sujetos tenían que cumplimentar un cuestionario de personalidad (Millon Behavioral Health
Inventory -Millon, Green y Meagher, 1982), que evalúa diferencias individuales en estilos de
afrontamiento interpersonal. Según este cuestionario, los sujetos con puntuaciones elevadas en
el estilo represivo muestran una necesidad interna de negar sentimientos negativos a sí mismos
y a los demás, tienden a aparecer contentos de cara a los problemas, y pueden intentar complacer
a los otros con conductas de auto-sacrificio, características todas ellas que, como hemos venido
observando, definen a los sujetos represores. Por su parte, los sujetos con altas puntuaciones en
el estilo sensibilizador aparecen como agresivos, dominantes, competitivos, seguros, tienden a
tener un bajo nivel de tolerancia a la frustración y son rápidos en la expresión de sus sentimientos
negativos.
Los resultados mostraron que los sujetos altamente reveladores del contenido emocional
negativo (sensibilizadores) tienen niveles más bajos de antígeno del virus de Epstein-Barr que los
sujetos bajos reveladores de contenido emocional negativo (represores), siendo significativa esta
diferencia. Los resultados nos señalan también que los sujetos represores, pero definidos así ahora
a través del cuestionario de personalidad, muestran un nivel de antígenos del virus de Epstein-Barr
significativamente más alto que el grupo de sensibilizadores.
Del mismo modo, investigando la relación entre los sujetos represores-sensibilizadores
(según el cuestionario de personalidad) y los “bajos reveladores”-“altos reveladores” de
emociones negativas, se encontró, como era de esperar, un mayor número de sujetos bajos
reveladores de emociones negativas en el grupo de sujetos represores, y un mayor número de
sujetos altos reveladores de emociones negativas en el grupo de sujetos sensibilizadores. Ambas
diferencias fueron significativas, con lo que se corrobora aún más la definición previamente
ofrecida de estilo de afrontamiento interpersonal, evaluado éste a través del cuestionario de
personalidad.

-59-
Estudiando la interacción entre la medida de personalidad y la medida conductual
(revelación de contenido emocional), se observó que, dentro del grupo de sujetos represores, no
hubo diferencias en el número de antígenos en función de si eran altos o bajos reveladores de
emociones negativas (como ya ha sido mencionado, hemos de tener en cuenta que, aunque dentro
de este grupo la gran mayoría eran bajos reveladores de emociones negativas, también había
algunos que pertenecían al grupo de altos reveladores de emociones negativas). Por otra parte,
dentro del grupo de sujetos sensibilizadores, aquellos que aparecían como bajos reveladores de
emociones negativas mostraban mayor número de antígenos, y los altos reveladores de emociones
negativas menor número, diferencia que sí era significativa. Por lo tanto, se ve aquí una
interacción "revelación de emociones negativas X estilo de afrontamiento interpersonal", pero que
parece estar afectando sólo al grupo de sujetos sensibilizadores.
Otros estudios de la misma índole demuestran que la revelación de contenidos
emocionales negativos tiene efectos positivos en la respuesta blastogénica de los linfocitos-T a
los mitógenos (Pennebaker y cols., 1988). La blastogénesis es la medida de proliferación de los
linfocitos (células blancas) en respuesta a la estimulación provocada por sustancias ajenas al
cuerpo (mitógenos). En este estudio se examinaron los efectos que tiene el hecho de revelar
emociones negativas sobre la proliferación de los linfocitos T (tanto cooperadores como
supresores) ante la presencia de Fitohemaglutinina (PHA) y Concavalina A (ConA), dos tipos de
mitógenos diferentes: mientras que la PHA estimula la proliferación de linfocitos T-cooperadores,
la ConA estimula tanto la proliferación de linfocitos T-supresores como linfocitos T-
cooperadores. Los resultados demuestran que los sujetos bajos reveladores de emociones
negativas (represores) tienen una respuesta linfocitaria menor ante la estimulación producida por
la PHA y la ConA.
Otros autores (Jamner y Schwartz, 1986) han propuesto una hipótesis que postula que la
represión de emociones está asociada a una mayor actividad de los opioides endógenos en el
sistema nervioso central. Así mismo, se sabe que los opioides endógenos y los corticoesteroides
modulan la función inmune, de esto se sigue que, en presencia de niveles altos de opioides
endógenos, los niveles altos de corticoesteroides podrían tener un efecto aditivo o sinérgico para
reducir la inmunocompetencia, hecho que vendría indicado por una gran reducción en el nivel de
monocitos (Janmer y cols., 1988). Ver resumen en la Tabla 4.3.

[INSERTAR TABLA 4.3]

3.5. Represión de emociones y cáncer


Desde hace ya más de una veintena de años, éste parece ser el campo más estudiado y en
el que se están encontrando conclusiones más estables en lo que respecta a la influencia de la
expresión de emociones y los problemas de salud. Revisando estudios sobre el impacto de los
factores psicosociales en el cáncer -tanto en lo que se refiere al inicio como a la progresión de la
enfermedad-, se llega a la conclusión de que es la inhabilidad para expresar emociones
(especialmente ansiedad e ira), o el control emocional, el dato más característico entre los sujetos
que padecen esta enfermedad (Stavraky, Buck, Lott, y Wanklin, 1968; Cox y MacKay, 1982;
Greer y Watson, 1985; Temoshok, 1987). Otros autores cuestionan esta argumentación apelando
a la heterogeneidad de los diferentes tipos de cáncer estudiados y a la evidencia de una cierta
predisposición genética en algunos de ellos (Kiecolt-Glaser y Glaser, 1986).
Se ha intentado acuñar la denominación de patrón de conducta Tipo C (por oposición
al Tipo A y Tipo B) para definir las características que serían propias de los sujetos que padecen
cáncer. Temoshok (1987) avanzó un modelo explicativo para integrar todos los factores

-60-
psicosociales que venían encontrándose en sujetos que padecen cáncer. Según esta autora, éste
sería un estilo de personalidad que se desarrolla a lo largo del tiempo como forma de
afrontamiento, y se caracteriza por variables que definen a la persona como: cooperativa y
apaciguada, no asertiva, paciente, sumisa a la autoridad externa y no expresiva de emociones
negativas.
En multitud de estudios se está encontrado que los sujetos con cáncer presentan un patrón
de estilo represivo de afrontamiento. Veamos algunas conclusiones de los estudios llevados a cabo
por nuestro grupo de investigación, en las que se dibuja el perfil psicológico del paciente con
cáncer.
Cano-Vindel y cols. (1994) encontraron que los sujetos con diversos tipos de cáncer, al
ser comparados con un grupo control de sujetos sanos, equiparados en edad, sexo y nivel cultural,
presentaban como grupo un patrón típico de potencial estilo represivo de afrontamiento, con baja
ansiedad y alta deseabilidad social, resultando ser más altos en rasgo de control emocional (como
variable de personalidad), así como en la variable control de la ansiedad ante las revisiones
médicas, más bajos en la expresión de ira, y más altos en racionalización y anti-emocionalidad.
Aproximadamente la mitad de los sujetos con cáncer presentaban un marcado potencial estilo
represivo de afrontamiento (baja ansiedad autoinformada y alta deseabilidad social), y una cuarta
parte de los sujetos presentaba un estilo defensivo de afrontamiento con alta ansiedad (alta
ansiedad y alta deseabilidad social).
Más recientemente (Sirgo, Díaz-Ovejero, Cano-Vindel y Miguel-Tobal, 1996), hemos
encontrado que existe mayor incidencia de un potencial estilo represivo de respuesta en un grupo
de mujeres con cáncer de mama al ser comparadas con un grupo control de mujeres sanas,
emparejadas en edad y otra serie de variables socio-demográficas. Así mismo, en este estudio, el
grupo de mujeres con cáncer presenta mayores puntuaciones en expresión y control de ira y en
expresión de ira "hacia adentro", así como en racionalización de emociones y armonía (búsqueda
de relaciones armónicas). Todos estos resultados son acordes con resultados previos (Cano-
Vindel y cols., 1994), y manifiestan una preocupación constante por evitar quejas para no
preocupar a familiares y personas allegadas.
En otro estudio, Cano-Vindel, Sirgo, Díaz-Ovejero y Pérez-Manga (1997) compararon
a un grupo de mujeres con cáncer de mama (N=34) con un grupo control (N=32), equiparando
a ambos en edad y nivel cultural. Los resultados indican que las pacientes con cáncer presentan
niveles más bajos de ansiedad en las ocho variables medidas por el I.S.R.A. (Miguel-Tobal y
Cano-Vindel, 1986, 1988, 1994): ansiedad en los tres sistemas de respuesta -cognitivo, fisiológico
y motor-, nivel general de ansiedad, y ansiedad ante cuatro tipos de situaciones o rasgos
específicos -situaciones de evaluación, situaciones interpersonales, situaciones fóbicas y
situaciones cotidianas. A su vez, las mujeres con cáncer de mama racionalizan más sus emociones,
buscan más las relaciones armónicas (siendo más altruistas y auto-sacrificadas), y presentan un
nivel igual de optimismo que el grupo control. Este perfil psicológico del grupo de mujeres con
cáncer de mama supone una especie de estilo represivo de afrontamiento si tenemos en cuenta que
muestra un nivel menor de ansiedad en las ocho variables estudiadas, aunque no se evaluó la
deseabilidad social.
En una investigación reciente, llevada a cabo con población española por Fernández-
Ballesteros, Zamarrón, Ruiz, Sebastián y Spielberger (1997), también aparecen diferencias en el
uso de la racionalidad y defensividad emocional. Las mujeres con cáncer de mama son más
racionales y presentan una mayor defensividad emocional que un grupo control o que otro grupo
de mujeres con lesiones benignas.
Además de encontrar un patrón de respuesta emocional específico en los pacientes con

-61-
cáncer, también se ha podido constatar en varios estudios que los pacientes menos expresivos,
más defensivos, más racionales, presentan un peor pronóstico, con una menor esperanza de vida.
Así, Jensen (1987), en un estudio prospectivo con 52 mujeres con historia de carcinoma de mama,
trató de estudiar la incidencia y progresión del cáncer, y comparar estos datos con los de un grupo
de 34 mujeres sanas. Dividió a los sujetos en tres grupos diferentes: mujeres que habían sido
mastectomizadas y tratadas con quimioterapia y radioterapia, y que habían sufrido una recurrencia
o metástasis del cáncer; mujeres con cáncer, pero sin recurrencia, que habían estado en período
de remisión más largo que el grupo anteriormente mencionado; y, finalmente, un grupo de mujeres
sanas sin historia de cáncer de mama. A estos grupos de mujeres se les aplicó una batería de
pruebas, incluyendo las que iban destinadas a evaluar el estilo represivo de afrontamiento:
deseabilidad social y ansiedad. Los resultados muestran que la combinación de altas puntuaciones
en deseabilidad social y bajas puntuaciones en ansiedad aparecía de modo significativamente más
frecuente entre el grupo de mujeres con cáncer que en el grupo de mujeres sanas, y, así mismo,
de forma más consistente entre el grupo de mujeres con cáncer más avanzado, con recurrencias
y metástasis. Este grupo de mujeres represoras presentó períodos más cortos de remisión; es
decir, libres de tumor después del diagnóstico y tratamiento inicial, y en el período de seguimiento
fue más probable encontrar que habían desarrollado una metástasis, o que habían sufrido un
deterioro físico que incluso las llevaba a la muerte. En este marco de referencia, hay otros trabajos
en los que también se observa que la represión de emociones aparece relacionada con el tiempo
de supervivencia al cáncer de mama (Derogatis, Abelhoff y Melisaratos, 1979; Grossarth-Maticek,
Bastiaans y Kanaziv, 1985; Temoshok, Heller, Sagebiel, Blois, Sweet, Di Clemente y Gold,
1985). Ver resumen en Tabla 4.4.

[INSERTAR TABLA 4.4]

Todas estas características se están encontrando en estudios comparativos. Es decir, hay


una mayor incidencia de personas represoras de emociones en el grupo de sujetos con cáncer que
en los grupos control. Además, dentro del grupo de sujetos con cáncer, los represores son los que
tienen peor pronóstico en su enfermedad.
Este estilo de afrontamiento tendría ciertas implicaciones de cara al desarrollo de la
enfermedad, no sólo en el ámbito fisiológico, sino que podría ocurrir que los represores actuasen
de modo tal que rechazasen o hiciesen inefectivos los beneficios de la ayuda profesional. De
hecho, estos sujetos son descritos como más pasivos, presentan menos quejas, y parecen tener un
umbral más alto para la percepción de la experiencia dolorosa que los sujetos no represores, con
lo que, incluso necesitándola, no van a demandar ayuda profesional en la misma medida que lo
hace el resto de sujetos. Del mismo modo, acudirán más tarde a las revisiones médicas, por lo que
el estadío en el que se encuentre el cáncer cuando sea diagnosticado será más avanzado que el del
grupo de sujetos no represores.
Es indudable que la quimioterapia y el resto de los tratamientos médicos han conseguido
importantes avances contra el cáncer, aumentando la supervivencia. Bonadonna y Valagussa
(1981) encontraron tasas diferenciales de supervivencia para mujeres que recibían más del 85%,
entre el 84% y el 65%, o menos del 65% de las dosis de ciclofosfamida y metotrexate
recomendadas en su tratamiento para el cáncer de mama. Los sujetos represores corren el riesgo
de no recibir el tratamiento médico en las dosis recomendadas.
Para finalizar, nos queda referirnos de nuevo al valor causal que se le ha dado a la
represión de emociones y cómo se ha entendido ésta. De un lado, y en función del tipo de estudios
que tomemos en consideración, algunas variables relacionadas con la represión emocional

-62-
aparecen como causa o factor causal del desarrollo del cáncer (en los pocos estudios prospectivos
llevados a cabo), al encontrarse en mayor grado en sujetos que vemos cómo posteriormente
desarrollan cáncer; de otro lado, este estilo represivo aparece como forma de afrontamiento ante
un diagnóstico de una enfermedad que es altamente estresante, una amenaza a la que se ven
sometidos los sujetos que desarrollan tal enfermedad (estudios retrospectivos), ya que no se puede
deducir que estos sujetos presenten este tipo de estilo de personalidad antes de haber desarrollado
el cáncer, sino que, más bien, puede entenderse como consecuencia del diagnóstico. De algún
modo, la controversia entre los estudiosos del tema se centra en este punto, en tanto que, en
función de la postura que se adopte, las implicaciones en el ámbito aplicado serán diferentes.
Parece inapropiado aseverar que el estilo represivo sea el causante del desarrollo del
cáncer, pues las relaciones que existen entre el Sistema Inmune, el Sistema Hormonal y el Sistema
Nervioso están aún por descubrir, pero sí se sabe que estos sistemas están incidiendo de alguna
manera en el desarrollo del cáncer.
En cualquier caso, debemos adoptar una aproximación multicausal al desarrollo del
cáncer, y de modo general a todos los problemas de salud en los que hemos visto que la represión
y supresión de emociones está implicada. Dentro de esas causas que propiciarían su desarrollo se
encontrarían, entre otros, los factores genéticos, los factores medioambientales y también los
factores psicológicos. La forma represiva de afrontamiento sería un factor de riesgo que, de modo
aditivo, estaría aumentando el poder acumulativo del resto de factores. Ya hemos dado algunas
pinceladas sobre los efectos que parece producir un estilo represivo de afrontamiento en el
Sistema Inmune o al nivel de la actividad autonómica. Es decir, que sí se puede hablar de un estilo
de personalidad que propicie el desarrollo del cáncer y otros trastornos de salud, pero sumado a
más factores de riesgo.
En cualquier caso, y refiriéndonos ahora específicamente al cáncer, la importancia de los
factores psicológicos será diferente para los distintos tipos de cáncer. Así, el cáncer de tipo
hormonal, como el de mama, se verá más influido por variables de tipo psicológico que otros de
otra índole.
De otro lado, el hecho de que en los estudios retrospectivos aparezcan consistentemente
más sujetos represores entre las personas con cáncer bien pudiera ser debido, como hemos
mencionado, a una respuesta de afrontamiento lógica ante el diagnóstico. En ese caso, el estilo
represivo es una consecuencia del diagnóstico, consecuencia entendida en el sentido de que es el
resorte de afrontamiento que se activa en el sujeto al encontrarse en esa situación de amenaza
extrema, aunque otro sujeto podría responder de un modo diferente en esa misma tesitura. Al
mismo tiempo, esa forma de afrontamiento es parte de un círculo vicioso, en tanto que las
repercusiones fisiológicas serían todas las que ya hemos comentado, y ya vimos cómo dichas
repercusiones propiciarían un agravamiento y progresión del cáncer.

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TABLA 4.1
Represión emocional y actividad autonómica

ESTUDIOS AUMENTO EN SUJETOS REPRESORES


! Berry y Pennebaker (1993) conductancia de la piel
sujetos confrontados a estímulo emocional tasa cardiaca
! Fowles (1980) actividad electrodérmica
sujetos forzados a suprimir su conducta
! Levenson y cols. (1991) conductancia de la piel
tasa cardiaca
! Gross y Levenson (1993) conductancia de la piel
sujetos que suprimen emociones tasa cardiaca
! Wegner y cols. (1990) conductancia de la piel
! Wegner (1992) conductancia de la piel
inducción experimental de supresión de
pensamientos específicos

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TABLA 4.2
Represión emocional y trastornos cardiacos

ESTUDIOS AUMENTO EN SUJETOS REPRESORES


! Warrenburg y cols. (1989) Presión sistólica en reposo
! King y cols. (1990) reactividad cardíaca
tarea de laboratorio que suponga reto presión sistólica
! Niaura y cols. (1992) nivel de colesterol (decremento en mujeres)
! Dimsdale y cols. (1983) niveles de cortisol
niveles de catecolaminas
(ácidos grasos, triglicéridos, síntesis de colesterol en el
hígado)
! Hill y Gardner (1976) tasa cardíaca

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TABLA 4.3
Represión de emociones y sistema inmune

ESTUDIOS CARACTERÍSTICAS EN SUJETOS REPRESORES


! Esterling y cols. (1990) mayores niveles de antígeno del virus de Epstein-Barr
! Pennebaker y cols. (1988) disminución de linfocitos T ante ConA y PHA (mitógenos)
! Jamner y Schwartz (1986) hipótesis de opioides endógenos
! Jamner y cols. (1988) decremento del nivel de monocitos

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TABLA 4.4
Represión emocional y cáncer

ESTUDIOS SUJETOS REPRESORES


! Stavraky y cols. (1968) inhibición en la expresión de emociones, especialmente ira (y ansiedad,
! Cox y McKay (1982) por definición)
! Greer y Watson (1988)
! Temoshok (1987) acuña patrón Tipo-C
! Jensen (1987) más represores entre grupo con cáncer de mama más avanzado
! Derogatis y cols. (1979) menor supervivencia de los sujetos con estilo represivo
! Grossarth-Maticek (1985)
! Temoshok (1985)
! Cano-Vindel y cols. (1994) grupo cáncer: más represores, más control, racionalización, anti-
emocionalidad, menos expresión de ira (y ansiedad)

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CAPÍTULO 5
ANSIEDAD: ASPECTOS BÁSICOS Y DE INTERVENCIÓN
Juan José Miguel-Tobal y María Isabel Casado

1. LA ANSIEDAD: SIMILITUDES Y DIFERENCIAS CON OTROS CONCEPTOS


Desde las primeras décadas de este siglo, la ansiedad ha ocupado un lugar destacado en
la literatura psicológica, debido fundamentalmente a que la ansiedad es considerada como una
respuesta emocional paradigmática que ha facilitado la investigación básica en el campo de las
emociones en general, permitiendo el desarrollo de técnicas aplicadas a prácticamente la totalidad
de los ámbitos de la psicología actual (Miguel-Tobal, 1990).
Sin embargo, las investigaciones en el área de la ansiedad se han encontrado a lo largo de
su historia con dos grandes problemas: por una parte, la ambigüedad conceptual del constructo
“ansiedad”, y, por otra, los problemas metodológicos para abordar la ansiedad de forma operativa.
Desde el punto de vista del marco teórico, todas las escuelas psicológicas se han
preocupado en mayor o menor grado por el estudio de la ansiedad, encontrando formulaciones
desde líneas psicodinámicas, humanistas, existenciales, conductistas, psicométricas, hasta las más
recientes teorías cognitivas y cognitivo-conductuales.
Toda esta diversidad de enfoques hace muy difícil definir qué es la “ansiedad” de forma
unánime, agravándose, aún más, el problema si consideramos que ésta ha sido abordada en
múltiples facetas: como reacción emocional, respuesta, experiencia interna, rasgo de personalidad,
estado, síntoma, etc., sin que se establezca un límite claro entre los distintos planteamientos.
A su vez, existe una gran confusión terminológica, ya que, bajo la etiqueta de ansiedad,
la literatura científica ha englobado otros términos que en muchos casos se han utilizado de forma
indistinta con el término ansiedad, como es el caso de angustia, estrés, temor, miedo, amenaza,
frustración, tensión, arousal. En esta línea, son muchos los autores que han tratado de clarificar
las diferencias entre los distintos conceptos (Lazarus, 1966; Cattell, 1973; Borkovek, Weerts y
Berstein, 1977; Bermúdez y Luna, 1980; Ansorena, Cobo y Romero, 1983; Miguel-Tobal, 1985;
Casado, 1994), pero, en la práctica, se han empleado y se siguen utilizando frecuentemente como
términos intercambiables. Señalemos, no obstante, las diferencias entre ansiedad y alguno de estos
términos.
Ansiedad y miedo
Habitualmente se ha definido la ansiedad como una emoción cercana al miedo o como un
subtipo de miedo. El miedo es considerado tradicionalmente como una reacción emocional
producida por un peligro presente e inminente, encontrándose por lo tanto ligado al estímulo que
lo genera, mientras que la ansiedad es más bien una respuesta de anticipación de un peligro futuro,
indefinible e imprevisible, siendo la causa más vaga y menos comprensible que en el miedo
(Marks, 1986). Según esta concepción, el miedo puede ser definido como la ansiedad ante un
estímulo determinado, y, a su vez, la ansiedad se definiría como el miedo sin objeto.
Sin embargo, esta diferenciación, no puede ser mantenida en el caso, entre otros, de la
fobia. El trastorno fóbico o fobia específica es clasificada en el DSM-IV como un trastorno de
ansiedad, y es definido como “... un miedo intenso y persistente a objetos o situaciones claramente
discernibles y circunscritos, ante cuya exposición se provoca casi invariablemente una respuesta
inmediata de ansiedad que puede adquirir la forma de una crisis de angustia situacional o más o
menos relacionada con una situación determinada. El diagnóstico es correcto sólo si este
comportamiento de evitación, miedo o ansiedad de anticipación en relación con el estímulo
fóbico...”.
Por tanto, vemos cómo en la propia definición del trastorno de fobia específica ambos

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términos se solapan, haciendo imposible mantener la diferenciación propuesta.
Podemos recurrir entonces a otro elemento diferenciador entre miedo y ansiedad: la
proporcionalidad, esto es, el miedo sería más bien una reacción proporcionada al peligro real u
objetivo, mientras que la ansiedad reflejaría una reacción desproporcionadamente intensa
(Bermúdez y Luna, 1980). Según este criterio, la clave diferenciadora podría ser la concordancia
en intensidad entre la reacción emocional y la amenaza real que para el organismo supone el
objeto o la situación. Así, si el estímulo no representa un peligro real proporcional a la reacción,
podríamos hablar de ansiedad (desproporcionadamente intensa), mientras que, si el peligro es real
y proporcional a la reacción, podríamos hablar de miedo.
Sin embargo, esta diferenciación clásica entre miedo y ansiedad referida al peligro real u
objetivo que supone el estímulo no es fácil de mantener en nuestros días. En la actualidad, existe
un acuerdo generalizado en entender el miedo y/o la ansiedad como resultante del peligro
percibido y por tanto subjetivo. Así, por ejemplo, un perro podría ser interpretado por algunos
individuos como un peligro real y por otros, como un estímulo neutro en el sentido de no
amenazante. Si variamos características objetivas del estímulo (el perro), como el tamaño, la
proximidad de éste, o ciertos movimientos o conductas, habría un mayor número de sujetos que
podrían percibirlo como amenazante (perro grande, cercano, gruñendo, etc), o como no
amenazante (pequeño, lejano, moviendo la cola, etc). En cualquier caso, no existiría una reacción
común a todos los sujetos, ni podríamos decir si el estímulo es objetivamente amenazante o no.
Nos parece que diferenciar constructos psicológicos en función de características como el tamaño
del perro no es especialmente acertado (Casado, 1994).
Concluyendo sobre este punto, miedo y ansiedad pueden ser considerados como
sinónimos en la mayor parte de los casos, aunque siga existiendo una preferencia por el empleo
de un término u otro en función de la “peligrosidad real del estímulo”, distinción que sólo puede
mantenerse en los extremos de un continuo, pero que no daría explicación de la reacción a una
gran parte de estímulos. Como ya hemos señalado, no es la peligrosidad objetiva, sino la
percepción subjetiva la desencadenante de la reacción, coincidiendo en este punto la práctica
totalidad de las orientaciones actuales (Casado, 1994).
Ansiedad y angustia
La utilización de ambos términos ha generado gran confusión a lo largo de nuestro siglo,
utilizándose en muchos casos como sinónimos y en otros muchos como conceptos diferentes.
López Ibor (1969) intentó hacer una distinción entre ambos conceptos, ansiedad y
angustia, teniendo en cuenta distintos elementos:
En la angustia: (1) predominan los síntomas físicos, (2) la reacción del organismo es de
paralización, de sobrecogimiento y (3) el grado de nitidez de captación del fenómeno se encuentra
atenuado.
En la ansiedad: (1) predominan los síntomas psíquicos, sensación de catástrofe, de peligro
inminente, (2) es una reacción de sobresalto, tratando de buscar soluciones al peligro, siendo más
eficaz que la de la angustia, y (3) el fenómeno se percibe con mayor nitidez.
Pero, desde este intento han pasado casi tres décadas, y en la actualidad se torna imposible
mantener dichas diferencias. En nuestros días, dentro del concepto de ansiedad, se hace referencia
a patrones de respuesta en los que se incluyen tanto los síntomas psíquicos o cognitivos como los
conductuales y físicos, que en principio pudieron ser atribuidos con preferencia a la angustia.
Volviendo a hacer referencia al DSM-IV, el trastorno de ansiedad denominado trastorno
de angustia (entre cuyas características esenciales destaca la presencia de crisis de angustia
recidivantes e inesperadas) es traducido al castellano del término inglés “panic disorder”, hecho
que, lejos de ayudar a distinguir entre ambos conceptos, lo complica enormemente. De hecho, los

-69-
problemas derivados de la traducción de términos, o el desdoblamiento de un término por
traducción a otra u otras lenguas, han sido señalados por distintos autores como una de las causas
de la confusión terminológica del concepto ansiedad. El término alemán “Angst”, utilizado por
Freud para describir un afecto negativo y una activación fisiológica desagradable, es traducido al
inglés como “anxiety”, mientras que en español y en francés tuvo una doble acepción, ansiedad
y angustia en el primer caso y anxiété y angoisse en el segundo.
Con el desarrollo de la psicología, y la aparición de las distintas escuelas y enfoques,
ambos conceptos se fueron separando al ser utilizados con preferencia por distintas orientaciones.
Así, en la actualidad, el término ansiedad es utilizado con preferencia por la psicología científica,
y el término angustia por las orientaciones psicoanalíticas y humanistas. Es decir, en último
extremo, nos estaríamos refiriendo a la misma reacción desde perspectivas teóricas diferentes
(véase Miguel-Tobal, 1985, 1990).
Ansiedad y arousal
Según Epstein (1967), el arousal es considerado como un componente común a toda
motivación y estimulación. Un incremento de arousal puede ser producido por estimulaciones no
relacionadas con la ansiedad. El arousal sería una reacción del organismo ante cualquier forma
de estimulación intensa, habiendo sido definido generalmente como nivel general de activación,
que sería común a las distintas emociones y no específico de la ansiedad. Bajo un estado
emocional elevado, la reacción fisiológica estaría causada por la activación general, mientras que
la experiencia subjetiva del individuo etiquetaría cognitivamente la emoción específica que se esté
sintiendo.
Desde este punto de vista, la ansiedad podría definirse como el arousal provocado
específicamente por una percepción de peligro.
Ansiedad y estrés
La distinción más compleja en la actualidad, y a la vez la más importante por la frecuencia
de utilización de ambos términos, es la que se puede establecer entre ansiedad y estrés. Ambos
términos son tratados con frecuencia como procesos intercambiables, incluso en la literatura
especializada, debido principalmente al gran número de elementos comunes.
Para Endler (1988), el concepto de estrés se superpone al de ansiedad, y los dos términos
se han utilizado frecuentemente de forma intercambiable. Lazarus y Folkman (1984), más
partidarios del uso del término estrés, señalan: “...Los libros continúan apareciendo con títulos
en los que el término ansiedad sustituye al de estrés, o bien se utilizan ambos términos, reflejando
así la tendencia a confundirlos... “. Y son estos mismos autores quienes, al hacer un recorrido
histórico por el concepto de estrés, señalan que autores como Freud, Dollar, Miller, May, Taylor,
Spence o Spielberger, entre otros, utilizaron, según su punto de vista, el término ansiedad en lugar
de estrés (Lazarus y Folkman, 1984, pág. 29).
De esta forma, y aunque en su origen pudieron ser términos más diferenciados, un gran
número de elementos característicos del concepto de ansiedad van a ser integrados bajo el
concepto de estrés. Esto es, en muchas ocasiones nos vamos a encontrar con el mismo elemento
de estudio conceptualizado de forma diferente y proveniente de campos distintos, aunque, en
última instancia, sigue refiriéndose al mismo hecho.
Sin embargo, no faltan voces que, desde distintas líneas, buscan las fronteras que separen
ambos términos. Desde la psicofisiología, rama que ha venido utilizando preferentemente el
término estrés, se ha puesto un especial énfasis en los aspectos fisiológicos de la respuesta de
estrés, considerando la ansiedad como el puro sentimiento subjetivo asociado al distrés, junto con
otros como intranquilidad y agresividad. Para autores como Taylor (1986), el término estrés haría
referencia principalmente a la situación, mientras que la ansiedad, junto con otras reacciones

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emocionales como ira o depresión, se consideraría una reacción ante eventos estresantes. En esta
misma línea, Lazarus (1966) conceptualiza la ansiedad como una emoción de estrés, en oposición
a emociones de tono positivo como el amor o la alegría. Otras emociones de estrés podrían ser
la ira, la depresión, la culpa y los celos. Bensabat (1987) describe la ansiedad como una expresión
corriente del estrés. Sostiene, así mismo, que la ansiedad y el estado de estrés crónico se
confunden. Así, para este autor, “la ansiedad es una causa de estrés y el estrés crónico es una
causa de la ansiedad” (pág. 56). Spielberger (1972) sugiere que los conceptos de estrés y miedo
pueden utilizarse para indicar fases temporales diferentes de un proceso que lleva a la evocación
de una reacción de ansiedad. Para Spielberger (1976), el término estrés debería denotar las
propiedades objetivas de los estímulos de una situación, y el término miedo debería referirse a la
percepción que realiza la persona de una situación como peligrosa para ella. Ambos elementos
llevarían finalmente a la reacción de ansiedad.
En todos estos intentos por diferenciar ambos términos aparece un déficit común: no
tomar en consideración todos los elementos que ambos conceptos han ido integrando a lo largo
de su historia, o, dicho de otro modo, en todos los casos se parcelan los conceptos de ansiedad
y estrés, y algunos aspectos que en la práctica podrían ser considerados como intersección entre
ambos conceptos pasan a ser característicos de uno u otro conjunto. El hecho de hacer hincapié
en la respuesta fisiológica del estrés no debe suponer que la ansiedad no conlleve dicho elemento.
Así, desde la perspectiva actual de la ansiedad, tal y como ya puntualizaron hace más de diez años
Ansorena y cols. (1983), debemos considerar que todas aquellas alteraciones asociadas al distrés
forman parte del componente fisiológico y motor de la respuesta ansiosa, junto con el componente
cognitivo (ideas, expectativas, sentimientos de carácter negativo o disfórico, etc.). E incluso, de
acuerdo con el propio Lazarus (1966), las emociones de estrés incluyen tres grandes
componentes: afecto subjetivo o experimentado, acción o impulso hacia la acción, y cambios
fisiológicos. Y, en el sentido opuesto, tampoco sería correcto intentar diferenciarlos limitando el
término estrés exclusivamente al estímulo externo o a las características objetivas de la situación.
Este hecho implicaría olvidar que, cuando Selye introduce en 1936 el concepto de estrés en el
ámbito de la salud, hace referencia a una respuesta inespecífica del organismo.
En resumen, podríamos decir que los términos de ansiedad y estrés pueden distinguirse
o ser términos diferenciados cuando se trabaja de forma parcelada con ellos, poniendo especial
énfasis en determinados elementos que son considerados como parte de uno o de otro de forma
puntual. Ahora bien, considerados de forma global, podemos decir que ambos términos han ido
integrando elementos que pudieron ser en principio más definitorios de uno que de otro, pero que
en la actualidad son compartidos por ambos. En definitiva, creemos que los términos de ansiedad
y estrés están abocados en su desarrollo a seguir líneas paralelas con innumerables
entrecruzamientos.

2. CONCEPTUALIZACIÓN DE LA ANSIEDAD
Tras esta primera aproximación al término de ansiedad y su diferenciación con otros
términos, realizaremos un breve recorrido por la evolución paulatina que ha experimentado este
constructo a la hora de ajustarse a los sucesivos cambios teóricos. Para exponer la evolución
sufrida por el concepto de ansiedad, hemos llevado a cabo una separación en dos períodos, cuya
línea divisoria se sitúa en la década de los años 60. El primer período se extiende hasta los años
60, destacando tres grandes líneas: el enfoque psicodinámico y humanista, el conductismo clásico
y el enfoque experimental-motivacional, y las primeras teorías rasgo-estado desde el enfoque de
la personalidad. A partir de los años 60, el estudio de la ansiedad cobrará un nuevo y espectacular
auge con la incorporación de una serie de cambios que revolucionarán el concepto.

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Fundamentalmente, serán tres: las aportaciones desde el enfoque de la personalidad, la
introducción de las variables cognitivas, y la modificación de la concepción unitaria de la ansiedad.

2.1. Enfoque psicodinámico y humanista


Freud elabora a lo largo de su vida tres teorías de la ansiedad. En su última formulación,
Freud (1926) diferencia tres tipos de ansiedad: Ansiedad real, que es la ansiedad que aparece en
las relaciones del yo con el mundo exterior. Es una señal de advertencia de un peligro real situado
fuera del sujeto que experimenta la ansiedad. Ansiedad neurótica, que ocurre cuando el yo intenta
satisfacer los instintos del ello, pero las exigencias de los mismos le hacen sentirse amenazado,
temiendo que el ello se escape del control del yo. Ansiedad moral, que ocurre cuando el super-yo
presiona al sujeto ante la amenaza de que el yo pierda el control sobre los impulsos, apareciendo
una ansiedad en forma de vergüenza.
Las teorías de Freud tuvieron una gran repercusión en su momento, siendo seguidas por
autores que, aunque compartían la mayoría de las ideas básicas, diferían en el papel asignado a
la libido, al inconsciente y a los mecanismos de defensa.
Las escuelas humanistas y existenciales también otorgarán un papel central al constructo
de ansiedad, cuyo elemento común es la consideración de la misma en tanto que resultado de la
percepción de peligro por parte del organismo.

2.2. El conductismo clásico y el enfoque experimental-motivacional


Frente al discurso psicoanálítico y humanista aparecen nuevos modelos que intentarán un
acercamiento más experimental y operativo. El estudio de la ansiedad se enriquece con las nuevas
teorías aparecidas en el campo del aprendizaje. Desde esta línea, la ansiedad será conceptualizada
básicamente de dos formas: como una respuesta clásicamente condicionada y como un impulso
(drive) que motiva la conducta del organismo. Partiendo de una concepción ambientalista, y
utilizando preferentemente los términos de miedo y temor, Watson y la escuela conductista en
general conceptualizan la ansiedad como una respuesta conductual y fisiológica a una estimulación
o situación externa al sujeto. La ansiedad será definida principalmente como un subtipo de miedo,
un impulso o drive aprendido. Desde este tipo de planteamientos, Hull (1921, 1943, 1952)
considera la ansiedad como un impulso motivacional responsable de la capacidad del sujeto para
emitir respuestas ante una estimulación. En años sucesivos, muchos autores estudian la ansiedad
siguiendo los principios del condicionamiento clásico o instrumental.

2.3. Primeras teorías rasgo-estado desde el enfoque de la personalidad


Partiendo del estudio de la ansiedad como una característica de personalidad surgen las
primeras teorías rasgo-estado, destacando las formulaciones de Cattell y Scheier (1961). Las
primeras formulaciones, que encontrarán su pleno desarrollo a partir de los años 60, defienden
la necesidad de diferenciar dos elementos en el concepto de ansiedad. De esta forma, entienden
la ansiedad como un rasgo o característica de personalidad, definida como la tendencia individual
a reaccionar de forma ansiosa, o como un estado, definido como un estado emocional transitorio
que fluctúa en el tiempo. Desde esta perspectiva, es digno de ser destacado el énfasis otorgado
a la psicometría como instrumento para poder identificar y medir el constructo de ansiedad.

2.4. Aportaciones desde el enfoque de la personalidad a partir de los años 60


El primer gran cambio proviene del estudio de la ansiedad en el campo de la personalidad,
distinguiéndose tres aportaciones relevantes:
a) Desarrollo en plenitud de las teorías rasgo-estado de la mano de Spielberger.

-72-
Spielberger (1966a, 1972) pone especial énfasis en la distinción entre estado y rasgo de ansiedad.
Para él, toda teoría de la ansiedad debe partir de esta diferenciación, tanto desde un punto de vista
conceptual como operativo. Considera el estado de ansiedad como un estado emocional
transitorio, o condición del organismo humano, que varía en intensidad y fluctúa en el tiempo.
Esta condición se caracteriza por ser subjetiva, por la percepción consciente de sentimientos de
tensión y aprensión, y por una intensa activación del sistema nervioso autónomo (Spielberger,
1966b). El nivel de un estado de ansiedad deberá ser alto en circunstancias que sean percibidas
por el individuo como amenazantes, independientemente del peligro objetivo. La intensidad de
un estado de ansiedad sería baja en situaciones no estresantes, o en circunstancias en las que, aun
existiendo peligro, éste no sea percibido como amenazante. El rasgo de ansiedad es definido como
una característica diferencial individual relativamente estable en cuanto a la propensión a la
ansiedad. En función de esa característica idiosincrásica individual habrá diferencias en la
disposición para percibir estímulos situacionales como peligrosos o amenazantes y en la tendencia
a responder ante tales amenazas con reacciones de estados de ansiedad. En suma, el rasgo de
ansiedad puede ser considerado como el reflejo de las diferencias individuales en cuanto a la
frecuencia y la intensidad con las que los estados de ansiedad se han manifestado en el pasado,
y en cuanto a la probabilidad de que tales estados sean experimentados en el futuro.
b) Las aportaciones de las teorías situacionistas.
Frente a las teorías rasgo-estado aparece un grupo de autores, entre los que destaca
Mischel, quien, en su obra “Personalidad y evaluación” (1968), argumenta que la respuesta de
ansiedad depende directamente de las características de la situación, más que de las variables de
personalidad del sujeto.
Para este enfoque, dentro de la línea conductual a la que hicimos referencia en el período
anterior a los años 60, la conducta es principalmente aprendida, siendo el aprendizaje (por
condicionamiento clásico, por condicionamiento operante, o por aprendizaje vicario) el
responsable del desarrollo y mantenimiento de las mismas. Así, el enfoque situacionista propone
el estudio de las variables ambientales como determinantes de la conducta, defendiendo que ésta
sólo se puede predecir y explicar a través de las condiciones antecedentes y consecuentes que se
dan en la situación en la que se emite dicha conducta.
c) La aparición de las teorías interactivas.
De la mano de autores como Bowers (1972, 1973), Endler (1973) o Endler y Magnusson
(1974, 1976), las teorías interactivas vienen a conjugar las aportaciones de los dos enfoques
anteriores. Desde esta nueva aproximación, la conducta ansiosa se explica a partir de la
interacción entre las características de personalidad y las condiciones situacionales. Por sí solos,
ningún factor personal ni situacional determinan la conducta de forma aislada. Surge así un
acercamiento de posturas enfrentadas que aceptarán puntos comunes.
Pero, además, desde este prisma, la ansiedad pasa desde la consideración de rasgo de
personalidad unitario a ser entendida de forma multidimensional, defendiendo la existencia de
áreas situacionales específicas ligadas a diferencias en cuanto al rasgo de ansiedad. Se formula
entonces la Teoría Interactiva Multidimensional de la ansiedad, en la que el rasgo es concebido
de forma multidimensional (Endler y Okada, 1975; Endler, Magnuson, Ekehammar y Okada,
1976; Endler y Magnusson, 1976a, 1976b). Esta teoría encuentra el complemento perfecto en la
Hipótesis de la Congruencia, formulada por el propio Endler en 1977, y que afirma que, para que
la interacción rasgo x situación provoque un estado de ansiedad, es necesario que el rasgo sea
congruente con la situación amenazante.

2.5. Introducción de las variables cognitivas

-73-
Como segundo elemento del cambio que, a partir de los años 60, revolucionará el
concepto de ansiedad destaca el papel prioritario que tomarán las variables cognitivas, dando
lugar a la aparición del enfoque cognitivo-conductual.
Aunque con anterioridad a los años 60 surgieron autores como Tolman (1932), que
destacaron la importancia de las variables cognitivas, hasta esta década no se imponen de forma
generalizada y contundente. En esta década, aparecen formulaciones como la de Lazarus (1966),
centrada en el concepto de estrés y los procesos de afrontamiento, o las de Beck (1976) y
Meichenbaum (1977), en los años 70, que enfatizarán la relevancia de los procesos cognitivos,
no sólo en sus formulaciones teóricas, sino especialmente en sus programas terapéuticos.
Sin duda, la mayor contribución del enfoque cognitivo ha consistido en desafiar el
paradigma E-R que se utilizaba para entender la ansiedad. Este paradigma estaba asentado en una
argumentación mecanicista de causa-efecto. Desde el enfoque cognitivo se afirma que los
procesos cognitivos intervienen entre el reconocimiento de una señal aversiva y la respuesta
ansiosa.

2.6. Modificación de la concepción unitaria de la ansiedad


El tercer elemento de cambio introducido a partir de los años 60 se refiere a la
modificación de la concepción unitaria de la ansiedad, y al desarrollo de la idea de un triple
sistema de respuesta.
La concepción de activación general había sido el sustento de casi todas las líneas teóricas
y experimentales desarrolladas hasta entonces. Bajo este prisma, la ansiedad fue considerada como
un constructo unitario. A partir de la década de los 60, este constructo unitario se revela
inapropiado e ineficaz para dar explicación a los nuevos hallazgos. Se va delineando entonces con
claridad el concepto de especificidad, que será clave para el desarrollo y proyección de las teorías
multidimensionales.
Así, una de las teorías que con más fuerza se impone es la teoría tridimensional de Lang
(1971). Con ella, desde el punto de vista de respuesta emocional, la ansiedad va a ser considerada,
no como un patrón unitario de respuesta, sino como un triple sistema, en el que interactúan las
respuestas cognitivas, fisiológicas y motoras, respuestas que pueden mostrar una escasa
correlación entre ellas. Respecto a esa escasa correlación, incluso entre los distintos índices de
un mismo sistema de respuesta, se acuñan términos como desincronía o fraccionamiento de
respuesta.
En este orden de cosas, hay que reseñar el año 1967 como uno de los hitos históricos, ya
que aparece el trabajo de Lacey. Dentro de la concepción multidimensional de la activación, que
sugiere la existencia de patrones diferentes de respuesta, este autor (Lacey, 1967) defiende el
fraccionamiento direccional de respuesta. A partir de estos cambios, se definen conceptos como
la estereotipia situacional, que hace referencia a la capacidad que tienen algunos estímulos o
situaciones específicas para producir patrones específicos de respuesta, y estereotipia individual,
que se refiere al hecho de que los sujetos difieren entre sí en sus respuestas fisiológicas, y que el
patrón de respuesta de cada sujeto permanece relativamente estable a través de distintas
situaciones.
Recogiendo las distintas orientaciones propuestas, la ansiedad puede ser definida como
“una respuesta emocional, o patrón de respuestas, que engloba aspectos cognitivos,
displacenteros, de tensión y aprensión; aspectos fisiológicos, caracterizados por un alto grado de
activación del sistema nervioso autónomo y aspectos motores, que suelen implicar
comportamientos poco ajustados y escasamente adaptativos. La respuesta de ansiedad puede ser
elicitada, tanto por estímulos externos o situacionales, como por estímulos internos al sujeto, tales

-74-
como pensamientos, ideas, imágenes, etc., que son percibidos por el individuo como peligrosos
y amenazantes. El tipo de estímulo capaz de evocar la respuesta de ansiedad vendrá determinado
en gran medida por las características del sujeto (Miguel-Tobal, 1990).
En la Tabla 5.1 se recogen los síntomas característicos del estado de ansiedad,
manteniendo la diferenciación según el triple sistema de respuesta
-------------------------
INSERTAR TABLA 5.1
--------------------------

3. ANSIEDAD Y PATOLOGÍA
El estudio de la relación entre emociones y enfermedad es un área de investigación
relativamente reciente, si nos referimos a la utilización de una metodología rigurosa y al desarrollo
y puesta en marcha de programas combinados y efectivos de tratamiento. Sin embargo, la idea
de interrelación entre lo mental y lo corporal ha estado presente a lo largo de la historia de la
humanidad, aunque es a partir del siglo XIX cuando tiene lugar una investigación continuada.
En las últimas décadas, y de la mano de disciplinas como la medicina psicosomática, la
medicina conductual, la psicología de la salud y la psicofisiología, se ha ido acumulando una gran
cantidad de datos que explican y matizan la relación entre los factores psicológicos y la salud y
la enfermedad físicas. Dentro de estos factores psicológicos, cobran especial importancia las
emociones.
Las reacciones emocionales, tales como la ansiedad, presentan correlatos fisiológicos que,
bajo la influencia del sistema nervioso, son el resultado de complejos mecanismos que afectan a
las secreciones glandulares, a los órganos y tejidos, a los músculos y a la sangre. Cada vez son
más los estudios que muestran la relación entre la ansiedad y diversos trastornos, como los
cardiovasculares, los digestivos, e incluso los derivados de un mal funcionamiento del sistema
inmunológico.
Las distintas orientaciones desde las que se ha trabajado y se trabaja en este campo
mantienen un denominador común, sosteniendo que la ansiedad puede influir sobre las funciones
fisiológicas, y contribuir a la aparición o exacerbación de numerosos trastornos. Desde todas estas
orientaciones se argumenta que la ansiedad influye negativamente sobre la salud, favoreciendo los
procesos de enfermedad de formas muy diversas. Hay que señalar, no obstante, que en esta
hipótesis de trabajo ha actuado de trampolín la transformación del concepto de enfermedad y las
propias enfermedades en sí mismas.
A mediados del siglo pasado, aproximadamente tres quintas partes de las muertes en los
países desarrollados eran causadas por enfermedades infecciosas: tuberculosis, disentería, cólera,
diarreas, malaria, neumonía, etc. Todas ellas debidas a las precarias condiciones de vida. De modo
progresivo, en su mayor parte, estas enfermedades fueron adecuadamente controladas mediante
el tratamiento de aguas, alimentos, programas públicos de inmunización, prevención y control
ambiental (Terris, 1980). Sin embargo, otras enfermedades vinieron a sustituir a las anteriores en
el impacto sobre la mortalidad. Enfermedades como las cancerígenas, las cardiovasculares, y más
recientemente las llamadas enfermedades inmunológicas y degenerativas crónicas, como el
Alzheimer, que en gran medida podrían ser consideradas como enfermedades relacionadas con
la forma de vida o la conducta de los individuos, son las que en la actualidad tienen mayor
repercusión sobre la población.
De esta forma, en la década de los 60 se comienza a tomar conciencia de la necesidad de
intervenir en la prevención de dichas enfermedades, y con ello de la necesidad de trasformar el
modelo médico tradicional en un modelo biopsicosocial que tenga en cuenta, no sólo los factores

-75-
biológicos, sino también los psicológicos, los sociales y los conductuales en la génesis y
mantenimiento de las enfermedades.
Independientemente del modelo del que se parta, las emociones tildadas de negativas,
como la ansiedad, se han ido considerando de forma indiscutible como una de las variables a tratar
y controlar en el nuevo concepto de salud, estando cada vez más asentado el papel o los distintos
papeles que juegan como factores de riesgo de enfermedad (Fernández Castro, 1993; Fernández
Castro y Edo, 1994a; Martínez Sánchez y Fernández Castro, 1994). Veamos los más importantes:
En primer lugar, cada vez de forma más tajante, la investigación remarca a las emociones
que sistemáticamente han sido consideradas, como la ansiedad, el estrés, la ira, como factores de
riesgo capaces de desencadenar una enfermedad. Desde Selye (1936), pionero en investigar la
implicación del estrés en la etiología de numerosas enfermedades, hasta autores como Lazarus y
Folkman (1984), que introducen la importancia de variables cognitivas tales como la forma de
interpretar y afrontar las situaciones problemáticas, muchos autores inciden en la importancia del
estado emocional como factor de riesgo para la génesis de la enfermedad somática.
Pero, en segundo lugar, un paso aún más importante ha sido el hecho de considerar que
el papel de las emociones no quede restringido a un simple –que no menos importante- factor
precipitador o causante de la enfermedad, sino también como variable responsable del desarrollo,
agravamiento y cronificación de la misma. Muchos son los estudios que así lo confirman en
enfermedades como el asma (Isenberg y col. 1992), el dolor de cabeza (Martínez-Sánchez y cols.
1992), las enfermedades cardiovasculares (Rosenman y cols. 1976), la hipertensión (Fernández
Abascal y Calvo, 1987), la úlcera (Casado, 1994), el cáncer (Spiegel y cols. 1989), distintas
enfermedades de carácter inmunológico (Ader y cols. 1991), o incluso en procesos como la
recuperación postquirúrquica (Moix, 1994).
En tercer lugar, la ansiedad va a representar un factor de riesgo muy especial cuando se
torna crónica, ya que en este caso afecta además a la salud de un modo indirecto, ya que induce
a la ejecución de hábitos conductuales poco saludables, tales como el consumo de alcohol, el
consumo de tabaco, una dieta rápida, poco variada y con exceso de grasas, la falta de ejercicio
físico, etc.
En cuarto lugar, se está comenzando a asumir que la ansiedad puede ser considerada como
un nuevo factor de riesgo en otros ámbitos, ya que puede distorsionar la conducta del paciente
en cuanto a su trato con el personal sanitario y con su propia familia, e incluso influir
negativamente en el cumplimiento de las prescripciones médicas. El paciente puede tomar
decisiones y actitudes que interfieren en su proceso de curación (Martínez Sánchez y Fernández
Castro, 1994). Diversos estudios señalan, por ejemplo, cómo pacientes oncológicos muestran una
gran ansiedad ante los síntomas derivados del tratamiento, llegando incluso al abandono del
mismo (Blasco, 1992). La adhesión al tratamiento se torna también clave en trastornos como la
hipertensión, las úlceras, los trastornos dermatológicos, y en todas aquellas enfermedades en las
que la sintomatología no es estable, y el abandono del tratamiento se incrementa cuando la
sintomatología decrece.

3.1. Ansiedad y trastornos psicofisiológicos


Sin duda alguna, en esta relación entre ansiedad y enfermedad, el mejor campo de estudio
ha sido, y sigue siendo, el de los denominados clásicamente trastornos psicosomáticos o
psicofisiológicos (Miguel-Tobal y Casado, 1994). Las primeras formulaciones psicológicas de los
trastornos psicosomáticos partieron de planteamientos psicodinámicos. Uno de los pioneros en
resaltar la relación entre determinadas enfermedades y características particulares de personalidad
fue Dumbar (1943). Desde ese momento, surgen numerosos intentos por delimitar los rasgos de

-76-
personalidad asociados a determinados trastornos psicofisiológicos. Así, podemos señalar la
popular y reiterada idea de que la úlcera péptica es típica de sujetos ambiciosos, trabajadores, y
que poseen una alta motivación de logro.
En una de las primeras formulaciones psicológicas sobre alteraciones psicosomáticas,
elaborada por Alexander (1950), se defiende la relación entre distintos rasgos de personalidad y
ciertos trastornos somáticos. Posteriormente, otros investigadores interesados en el papel de los
distintos factores psicológicos y de personalidad en los trastornos psicofisiológicos, no satisfechos
con las formulaciones psicodinámicas, comienzan a trabajar centrando su atención en variables
que puedan ser medidas de forma más precisa y objetiva. Desde planteamientos situacionistas, se
defendió la existencia de variables no específicas, destacando especialmente los llamados sucesos
vitales (Holmes y Rahe, 1967). Ya en la década de los ochenta, diversos autores (Friedman y
Booth-Kewley, 1987; Holroyd y Coyne, 1987) reelaboran la relación entre procesos psicológicos
y trastornos somáticos. Y, con la inclusión de las variables cognitivas, muchos han sido los
autores que han ido trabajando en la relación entre características cognitivas y salud.
Esta suma y posterior interacción de elementos ha dado como resultado el hecho de que
una de las características básicas de los trastornos psicofisiológicos sea el carácter múltiple de su
etiología. Este hecho dificulta el estudio de dichos trastornos, si tenemos en cuenta que los
distintos y variados factores desencadenantes pueden adoptar múltiples combinaciones, haciendo
que el peso específico de cada factor sea diferente en cada caso, así como la interacción
resultante. Junto a este hecho, no debemos olvidar que dichas combinaciones pueden variar a su
vez en función del estadio evolutivo en que se encuentre el trastorno.
El interés por los factores determinantes ha potenciado su investigación. Se ha hecho
hincapié principalmente en los factores genéticos, los factores fisiológicos, los factores
psicológicos o rasgos de personalidad y los factores ambientales. Todos ellos, y principalmente
el peso de la interacción como elemento de predisposición del individuo a padecer una
determinada enfermedad, han de ser tomados en consideración si se quiere obtener una
comprensión global de estos trastornos. Dicha multidimensionalidad es el gran mérito de la
investigación psicológica actual en este campo.
1. Los factores genéticos: El papel de la herencia o factores genéticos en la predisposición
a padecer una enfermedad ha sido considerado como uno de los elementos importantes en los
trastornos psicofisiológicos. La investigación centrada en resaltar la importancia de los factores
genéticos se ha llevado acabo principalmente con sujetos biológicamente relacionados (familias,
gemelos), con poblaciones consideradas de alto riesgo por presentar antecedentes familiares de
enfermedad, con poblaciones infantiles en las que la contribución ambiental es mínima, y con
sujetos que, aunque genéticamente no relacionados, comparten un mismo ambiente.
2. Los factores fisiológicos: Existe un amplio número de investigaciones y de modelos
explicativos de los trastornos psicofisiológicos que consideran que las consecuencias derivadas
de la respuesta fisiológica a las situaciones de ansiedad y/o estrés son la causa principal que incide
en el desarrollo de dichos trastornos. El desarrollo de la experimentación biomédica y los avances
en psicofisiología han permitido, en parte, el progresivo desarrollo de esta línea de investigación.
Estos modelos, basados en general en las consecuencias que puede provocar la exposición a
situaciones de estrés, parten de un presupuesto común: el organismo, para realizar su actividad
diaria, necesita cierto grado de activación fisiológica. Por lo tanto, estaríamos ante una respuesta
positiva y adaptativa. No obstante, el panorama cambia cuando se introducen dos nuevos
elementos: por una parte, el organismo no puede mantener de forma constante un ritmo de
activación por encima de sus posibilidades; por otra parte, en el medio en el que se desarrolla el
hombre actual se va perdiendo ese sentido de adaptación, ya que es poco probable que un evento

-77-
capaz de desencadenar tal reacción desaparezca mediante una acción de ataque o huida, en el
sentido planteado por Cannon (Cardona y Santacreu, 1984). En el mundo actual, la forma habitual
de responder ante el evento ansiógeno o estresante es mediante la respuesta cognitiva de
afrontamiento. Estas respuestas cognitivas no consumen el incremento de energía movilizada,
generándose de esta forma el problema de la acumulación excesiva de energía o tensión no
empleada.
Estos dos factores pueden dar lugar a la sobrecarga de determinados órganos, pudiendo
desencadenar trastornos diversos. Por lo tanto, la probabilidad de que un trastorno
psicofisiológico se desarrolle aumentará con el incremento de la frecuencia o la duración de la
respuesta de activación provocada por la propia situación ansiógena, o por la situación
considerada como tal por el sujeto.
3. El papel de las variables psicológicas: Esa evaluación subjetiva de amenaza a la que
acabamos de hacer referencia será la clave que una los factores fisiológicos y los psicológicos. La
forma en la que el sujeto interprete y valore una situación determinará, en parte, la frecuencia, la
duración y la intensidad de la respuesta fisiológica. Es aquí donde entran en juego los factores
psicológicos y/o emocionales, entre los que la ansiedad ha jugado siempre un papel pionero y
paradigmático.
La hipótesis básica que relaciona la ansiedad y los trastornos psicofisiológicos parte del
hecho de que los sujetos con altos niveles en rasgo de ansiedad interpretarán un mayor número
de situaciones como amenazantes, por lo que se verán expuestos con mayor frecuencia a
situaciones que les generen estados de ansiedad. En última instancia, este hecho implica una
mayor y más frecuente activación fisiológica, y por lo tanto mayor probabilidad de desarrollar
trastornos psicofisiológicos.
La consideración conjunta de todos los elementos descritos ha potenciado una interesante
y fructífera investigación básica desde la orientación psicológica, permitiendo que en los últimos
años se diseñen tratamientos efectivos para la modificación de las consecuencias negativas
derivadas de la relación entre la ansiedad y la enfermedad. En esta línea, es de destacar la puesta
en marcha de programas terapéuticos combinados de intervención en distintos trastornos, en los
que se compaginan técnicas médicas tradicionales con distintas técnicas psicológicas, con
resultados altamente positivos (Casado, 1994; Miguel-Tobal y cols. 1994; Miguel-Tobal y
Casado, 1996).

3.2. Los trastornos de ansiedad


Por todo lo señalado hasta el momento, podemos afirmar que la ansiedad es un elemento
central en buena parte de otros problemas relacionados con la salud, dando lugar a que las
personas con problemas de ansiedad llenen las consultas de atención primaria en los hospitales y
centros de salud. Pero, centrándonos ahora más directamente en el campo de la psicopatología,
la ansiedad no sólo va a constituir la base de los denominados trastornos de ansiedad, sino que
va a estar asociada frecuentemente a la depresión, y en general a los distintos trastornos
considerados como neuróticos, a buena parte de los trastornos psicóticos, y, como hemos visto,
a una amplia variedad de trastornos psicofisiológicos. A ello hay que añadir el papel destacado
que la ansiedad juega en los trastornos sexuales, en las conductas adictivas, en los trastornos de
alimentación, etc., y los recientes hallazgos acerca de su influencia sobre el sistema inmunitario,
potenciando su debilitamiento.
En última instancia, la ansiedad patológica se va a manifestar de distintas formas: en crisis
bruscas y episódicas, de forma persistente y continua, como consecuencia de una fuerte situación
de estrés, ante estímulos temidos, como consecuencia de ideas recurrentes y/o rituales, asociada

-78-
a otro tipo de trastornos (depresión, trastornos psicofisiológicos, psicóticos, sexuales, conductas
adictivas, trastornos de alimentación, etc.)
En las páginas siguientes nos centraremos exclusivamente en los denominados trastornos
de ansiedad, trastornos que suponen por sí mismos la patología más frecuente. La clasificación
de dichos trastornos ha sufrido múltiples variaciones en los últimos años. En la DSM-III (APA,
1980) se recogían siete trastornos agrupados en tres categorías: 1) trastornos fóbicos, que incluían
la fobia simple, la fobia social y la agorafobia; 2) estados de ansiedad, donde se agrupaban la
ansiedad generalizada, el trastorno de pánico y el trastorno obsesivo-compulsivo; 3) estrés
postraumático, caracterizado por una ansiedad excesiva como consecuencia de un hecho
traumático.
Posteriormente, en la DSM-III-R (APA, 1987), o la CIE-10 (OMS, 1992), y mas reciente
mente en la DSM-IV (APA, 1994), los trastornos de ansiedad son sometidos a distintas
clasificaciones en las que se observan sucesivos cambios. El número de trastornos se amplía, en
algunos casos por desdoblamiento de anteriores epígrafes, o por la adopción de nuevos criterios
diagnósticos que confieren entidad propia a nuevos trastornos.
Como cambios más notables en la DSM-IV, podemos señalar los siguientes: la fobia
simple pasa a denominarse fobia específica como en la CIE-10; la fobia social incluye el trastorno
por evitación de la infancia del DSM-III-R; se clarifica la distinción entre obsesión y compulsión;
se diferencian los criterios diagnósticos del ataque de pánico y de la agorafobia, presentándose
por separado al principio de la sección; el trastorno de ansiedad generalizada incluye al de
ansiedad excesiva en la infancia del DSM-III-R; el trastorno de ansiedad debido a enfermedad
médica, denominado trastorno de ansiedad orgánica en la DSM-III-R, es ahora recogido en esta
sección; y, por último, el trastorno de ansiedad inducido por sustancias, que era recogido dentro
del trastorno de ansiedad orgánica en la DSM-III-R, cobra ahora entidad propia, variando su
código en función del tipo de sustancia.
Siguiendo la DSM-IV, se diferencian o describen doce trastornos de ansiedad (ver Tabla
5.2). Pero, dado que en el contexto de todos ellos pueden aparecer ataques de pánico (crisis de
angustia) y agorafobia, los criterios para el diagnóstico de estas dos entidades se exponen por
separado al principio de la sección. Pasemos a realizar una breve descripción de estas dos
entidades y de los trastornos de ansiedad propiamente denominados.
! Ataque de pánico o crisis de angustia: Se caracteriza por la aparición súbita de
síntomas de aprensión, miedo intenso o terror, acompañados habitualmente de sensación de
muerte inminente. Aparecen también durante estos ataques otros síntomas, como falta de aliento,
palpitaciones, opresión torácica, sensación de atragantamiento o asfixia y miedo a perder el
control o volverse loco.
! Agorafobia: Se caracteriza por la aparición de ansiedad o comportamiento de evitación
en lugares o situaciones donde escapar puede resultar difícil o embarazoso, o bien donde sea
imposible buscar ayuda en el caso de que aparezca un ataque de pánico o síntomas similares.
! Trastorno de pánico sin agorafobia: Se caracteriza por ataques de pánico repetidos e
inesperados que causan un estado de ansiedad permanente en el paciente.
! Trastorno de pánico con agorafobia: Se caracteriza por ataques de pánico y agorafobia
de carácter recidivante e inesperado.
! Agorafobia sin historia de trastorno de pánico: Se caracteriza por la presencia de
agorafobia y síntomas similares en un individuo sin antecedentes de ataques inesperados de
pánico.
! Fobia específica: Se caracteriza por la presencia de ansiedad clínicamente significativa
como respuesta a la exposición a situaciones u objetos temidos, pudiendo dar lugar a

-79-
comportamientos de evitación.
! Fobia social: Se caracteriza por la presencia de ansiedad clínicamente significativa
como respuesta a situaciones sociales o actuaciones en público del propio individuo, lo que,
también en este caso, suele dar lugar a comportamientos de evitación.
! Trastorno obsesivo-compulsivo: Se caracteriza por la aparición de obsesiones (ideas
recurrentes, persistentes, absurdas y generalmente desagradables, que aparecen con gran
frecuencia sin que el individuo pueda evitarlas) que causan ansiedad y malestar, provocando
compulsiones (comportamientos repetitivos y estereotipados que se realizan en forma de rituales),
cuya finalidad es neutralizar dicha ansiedad.
! Trastorno por estrés postraumático: Se caracteriza por la reexperimentación de
acontecimientos traumáticos, síntomas debidos al aumento de activación o arousal, y
comportamientos de evitación de los estímulos relacionados con la situación traumática.
! Trastorno por estrés agudo: Se caracteriza por la aparición de síntomas similares al
trastorno por estrés postraumático, que aparecen inmediatamente después de un acontecimiento
altamente estresante.
! Trastorno por ansiedad generalizada: Se caracteriza por la presencia de ansiedad y
preocupaciones de carácter excesivo y persistente durante al menos seis meses.
! Trastorno de ansiedad debido a enfermedad médica: Se caracteriza por síntomas de
ansiedad que se consideran secundarios a los efectos fisiológicos directos de una enfermedad
subyacente.
! Trastorno de ansiedad inducido por sustancias: se caracteriza por síntomas de ansiedad
secundarios a los efectos fisiológicos directos de una droga, fármaco o tóxico.
! Trastorno de ansiedad no especifica: Acoge a aquellos trastornos que se caracterizan
por la ansiedad o evitación fóbica que no reúnen los criterios diagnósticos para ser clasificados
en alguno de los apartados anteriores.
----------------------------
INSERTAR TABLA 5.2
---------------------------
Los trastornos de ansiedad suponen la patología más frecuente entre la población.
Tomados en su conjunto, son mucho más frecuentes en las mujeres que en los varones,
presentando las primeras una tasa de prevalencia-vida aproximadamente 2’5 veces superior a la
de los varones. Robins, Helzer y Weissman (1984) indican una tasa de prevalencia-vida del 19’5%
para las mujeres y del 8% para los varones. Solamente la fobia social y el trastorno obsesivo-
compulsivo parecen presentar tasas de prevalencia similares en ambos sexos.
Aunque existe un acuerdo bastante consistente sobre cuáles son los trastornos de ansiedad
y sus características definitorias, en muchos casos no existe una clara línea divisoria entre unos
y otros, solapándose frecuentemente los distintos trastornos, y, en ocasiones, éstos con la
depresión. De hecho, la tasa de prevalencia de comorbilidad en los trastornos de ansiedad es del
68%, según el Munich Follow-up Study (Wittchen, 1987), lo que implica que dos de cada tres
afectados por un trastorno de ansiedad presentan, además, algún otro cuadro clínico. Todos estos
datos ponen de manifiesto la importancia de la relación entre ansiedad y salud, relación que se
extiende mucho más allá de los denominados trastornos de ansiedad.

4. EVALUACIÓN DE LA ANSIEDAD
La ansiedad precisa para su evaluación de diversos métodos, los cuales pueden ser
agrupados en tres categorías capaces de reflejar su naturaleza tridimensional: cognitiva, fisiológica
y motora. Esta tridimensionalidad se traduce en el empleo de técnicas de autoinforme, técnicas

-80-
de registro fisiológico y técnicas de observación. Estas medidas no deben ser consideradas como
equivalentes, ya que los resultados obtenidos mediante uno de dichos métodos no han de
reflejarse necesariamente con el uso cualquiera de los otros.
El método más utilizado es el autoinforme, debido principalmente al alto coste y a las
limitaciones de aplicación que supone el uso de la observación y del registro fisiológico. Así, la
observación sólo permite la evaluación de la respuesta motora y el registro fisiológico, por su
parte, proporciona exclusivamente medidas de naturaleza fisiológica. Por el contrario, el
autoinforme facilita la medida directa de la respuesta cognitiva y la medida indirecta de algunos
tipos o categorías de respuestas motoras y fisiológicas. Pero veamos de forma más detallada cada
uno de estos tres métodos.

4.1. Registro psicofisiológico


La evaluación psicofisiológica es un procedimiento de observación que permite obtener
información sobre procesos psicofisiológicos y procesos psicológicos encubiertos, que
difícilmente pueden ser evaluados de otra forma. Es decir, se trata de un conjunto de técnicas que
valiéndose del registro de la actividad fisiológica nos permite recoger información relevante en
la búsqueda de la relación existente entre determinadas condiciones psicológicas y la actividad
fisiológica.
La evaluación directa de las respuestas fisiológicas supone el uso de los registros
psicofisiológicos. El registro de las respuestas fisiológicas pasa por cinco fases: detección de la
señal que proviene del organismo, transformación de la señal en señales eléctricas, amplificación
de las mismas, registro y conversión de la señal registrada en formas que facilitan su análisis e
interpretación (Fernández-Ballesteros y Calero, 1993).
Se han utilizado registros muy diversos en la evaluación psicofisiológica de la ansiedad:
frecuencia cardiaca, respuesta electrodérmica, frecuencia respiratoria, tensión muscular, presión
arterial, etc., siendo los más utilizados la frecuencia cardiaca y la respuesta electrodérmica. Con
respecto a la frecuencia cardiaca, parece bastante comprobado que ante estímulos generadores
de ansiedad se produce un aumento, lo que la ha llevado a ser una de las respuestas fisiológicas
de la ansiedad más fiables. Sin embargo, como con cualquier otro índice fisiológico para su
correcta evaluación hay que tener en cuenta varios elementos:
! Su relación con variables cognitivas o perceptuales no controladas por el evaluador
! La especificidad individual que hace que algunos sujetos muestren decrementos en su
frecuencia cardiaca ante estímulos ansiógenos
! La especificidad situacional ante alguna situación ansiógena que provoca respuestas de
desaceleración
Un conocido ejemplo en el que interactúan la especificidad individual y situacional es la
reducción de tasa cardiaca con que muchos individuos reaccionan ante la presencia de estímulos
tales como la sangre, heridas abiertas, inyecciones y otros estímulos relacionados.
Con respecto a las respuestas electrodérmicas se han utilizado registros de potencial,
resistencia y conductancia. De manera muy simplificada podemos resumir que cuando se produce
un aumento de ansiedad se incrementa la conductancia o disminuye la resistencia. En la actualidad
existe una acusada tendencia a utilizar prioritariamente registros de conductancia electrodérmica,
siendo casi inexistentes en la investigación de los últimos años las medidas de potencial.
Las medidas fisiológicas presentan, como método de medida en general y como evaluación
de la respuesta fisiológica de la ansiedad en particular, varias ventajas:
! Es una medida relativamente libre de la influencia voluntaria del sujeto, debido a la
naturaleza involuntaria de buena parte de las respuestas fisiológicas.

-81-
! Su medida a través de métodos objetivos la convierten en un sistema de evaluación
altamente fiable.
Pero también es de señalar algunos de sus inconvenientes:
! La influencia de posibles variables intermedias dificulta la atribución de los datos
obtenidos a las condiciones experimentales empleadas.
! La discordancia entre distintas medidas del sistema de respuesta fisiológico puede ser
tan alta como la existente entre los tres sistemas de respuesta.
! La necesidad de personas especializadas en psicofisiológía y de una instrumentación
adecuada, generalmente costosa.
! Las limitaciones para llevar a cabo registros que permitan la medida en ambiente natural
o in vivo.
En resumen, los registros psicofisiológicos constituyen el instrumento directo de medida
de la respuesta fisiológica de ansiedad. Sin embargo, pese a su “naturaleza objetiva y fiable”
comparten muchos de los problemas de las medidas de autoinforme y observación: especificidad
de los estímulos, influencia de las características de la demanda, estereotipia de respuesta,
especificidad situacional, etc. Estos problemas hacen necesario emplear siempre estas técnicas de
forma controlada, con la utilización de varios índices de respuesta, y sin perder de vista sus
ventajas y limitaciones.
Una revisión más extensa sobre este tema puede verse en Fernández-Abascal y Roa
(1993), o Fernández-Abascal y Palmero (1995).

4.2. Técnicas de observación


El método observacional constituye el mejor modo de evaluar las conductas motoras de
ansiedad. Para evaluar dichas respuestas se han desarrollado técnicas de observación conductual
que pueden clasificarse en directas e indirectas (Borkovec, Weerts y Berstein, 1977; Rowan y
Eayrs, 1987; Miguel-Tobal, 1995b):
Respecto a las medidas directas, el método más recomendable es la observación y el
registro directo de las conductas manifiestas de ansiedad en el ambiente o contexto natural en el
que éstas se presentan. Sin embargo, la falta de control sobre la situación por parte del observador
se presenta como una de las limitaciones más frecuentes de este método, al impedir la
comparación válida entre los sujetos. Para evitar este problema, se han desarrollado escalas de
observación que se utilizan ante situaciones estandarizadas de laboratorio, en las que jueces
cualificados registran las conductas mediante la observación directa. La situación ansiógena se
genera mediante instrucciones, con estímulos temidos en vivo, o a través de medios audiovisuales.
Las medidas indirectas se han centrado principalmente en el componente de evitación y
escape característico del comportamiento fóbico. Estos procedimientos han sido ampliamente
empleados ante un gran número de estímulos fóbicos específicos, como arañas (Taylor, 1977),
gatos (Whitehead, Robinson, Blackwell y Stutz, 1978), alturas (Ritter, 1970), claustrofobia y
agorafobia (Emmelkamp y Emmelkamp-Brenner, 1975; Emmelkamp y Wessels, 1975;
Emmelkamp, Kulpers y Eggeraat, 1978). Sin embargo, pese a la utilización de estos métodos
indirectos para la observación de la conducta motora de ansiedad, no deben ser considerados más
que como una medida aditiva a la evaluación directa del componente motor (Miguel-Tobal,
1995a).

4.3. Autoinforme
El autoinforme puede ser considerado como una derivación de la auto-observación
(Fernández-Ballesteros, 1980), ya que se refiere a la información verbal que un individuo

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proporciona sobre sí mismo o sobre su comportamiento. Mediante el método de autoinforme
podemos evaluar los tres sistemas de respuesta: de forma directa -y única- el sistema cognitivo,
y de forma indirecta los sistemas fisiológico y motor, pudiendo ser estas dos últimas medidas
contrastadas con los datos obtenidos mediante el registro fisiológico y la observación.
Con respecto a la forma de clasificación de los autoinformes, si bien no existe un acuerdo
unánime, se tiende a incluir bajo este rótulo aquellas técnicas e instrumentos mediante los cuales
el sujeto proporciona información sobre sí mismo: la entrevista, el autorregistro y los
cuestionarios, inventarios y escalas.
La entrevista supone un intercambio, cara a cara, entre dos personas, una de las cuales
pide información y la otra se la brinda (Fernández-Ballesteros, 1993). Según su grado de
estructuración, la entrevista puede ser clasificada en: no estructurada (se intenta ir al hilo de la
exposición del cliente, limitándose el entrevistador a reflejar sus verbalizaciones, y tratando de ser
lo menos directivo posible), semiestructurada (preguntas abiertas, o pautas e informaciones a
cubrir, que han sido fijadas previamente), y estructurada (lista de preguntas con una frecuencia
y orden prefijado). La entrevista suele ser la técnica guía de evaluación, obteniéndose con ella los
datos necesarios para decidir qué instrumentos utilizar a la hora de obtener más y mejor
información.
A través del autorregistro, es el propio sujeto quien recoge y registra la información
referida a su conducta, una vez ésta ha ocurrido. Cada vez con más frecuencia, se utilizan
autorregistros que contemplan la evaluación de los tres componentes de la respuesta de ansiedad
(cognitivo, fisiológico y motor).
Por último, y con respecto a los cuestionarios, inventarios y escalas, hay que señalar que,
en conjunto, son términos referidos a autoinformes estructurados que se presentan de forma
impresa. La distinción entre los tres conceptos es muy confusa. Se ha señalado que los
cuestionarios conllevan respuestas dicotómicas (si/no, verdadero/falso), mientras que las escalas
suponen una forma de respuesta en la que hay que anotar el grado de conformidad según una
escala ordinal o de intervalo, pudiendo presentar los inventarios ambas posibilidades de respuesta
(nominal u ordinal) (Fernández-Ballesteros, 1993). Sin embargo, en la práctica, la denominación
de los instrumentos no se acoge a estos requisitos, siendo utilizados los tres términos como
sinónimos. En adelante utilizaremos el término cuestionario para referirnos de forma genérica a
las tres modalidades.
Los cuestionarios son el método de medida más frecuente en la evaluación de la ansiedad.
Podemos dividirlos en diferentes categorías, según el enfoque a partir del cual son construidos:
! Enfoque de rasgos: desde este enfoque, se evalúa la ansiedad como una variable
intrapsíquica y relativamente estable, que explica y predice el comportamiento del individuo. Los
ítems hacen referencia a respuestas del sujeto, sin tener en cuenta los aspectos situacionales, e
interpretando la respuesta a los mismos como manifestación del rasgo de ansiedad. Han sido los
cuestionarios más criticados, especialmente desde el modelo conductual, debido a la naturaleza
asituacional que supone la concepción del rasgo, o a las características internas relativamente
estables que explican el comportamiento del sujeto. Cuestionarios representativos de este enfoque
son la Escala de Ansiedad Manifiesta -MAS- de Taylor (1953) y el Inventario Estado-Rasgo de
Ansiedad -STAI- (Spielberger, Gorsuch, y Lushene, 1970).
! Enfoque conductual: se hace especial hincapié en los aspectos situacionales para
explicar y predecir la conducta de un sujeto. Los ítems incluyen situaciones o estímulos que el
sujeto debe valorar, señalando en qué medida le producen una determinada respuesta de miedo,
temor o ansiedad, o la frecuencia o intensidad con las que el sujeto responde ante situaciones o
estímulos concretos. Cuestionarios representativos de este enfoque son los denominados en

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nuestro país Inventarios de Miedos o de Temores (Fear Survey Schedule -FSS-), como el FSS
I, de Lang y Lazovik (1963), el FSS II, de Geer (1965), y el FSS III, de Wolpe y Lang (1964).
En este tipo de cuestionarios, las respuestas de los sujetos son consideradas como muestras de
conducta, y no como signo de una disposición interna o rasgo. Este aspecto, que se supone que
es el postulado básico de la evaluación conductual mediante autoinforme, con frecuencia no se
cumple. Así, no es extraño encontrar que se aconseje sumar las puntuaciones en un FSS (lo que
implica la suma de una misma respuesta ante distintas situaciones o estímulos), o valorar la
severidad de una patología sumando la frecuencia de aparición de distintos síntomas (como
sucede en los repertorios clínicos) y comparar el resultado con los valores obtenidos en distintas
muestras. No creemos recomendable este modo de proceder, al menos desde el modelo
conductual, ya que el resultado no deja de ser la valoración de una tendencia general
transituacional. En definitiva, existe una marcada divergencia entre los principios teóricos que
rigen la utilización de los cuestionarios conductuales y el empleo que se hace de éstos. (Miguel-
Tobal, 1993).
! El enfoque interactivo: generalmente utiliza cuestionarios denominados S-R (situación-
respuesta), en los que los elementos describen una serie de situaciones y respuestas a las que el
sujeto debe contestar señalando la frecuencia o intensidad con las que dichas respuestas aparecen
ante las situaciones propuestas. Por tanto, este tipo de cuestionarios permite la evaluación, tanto
de las respuestas, como de las situaciones, y especialmente de la interacción entre ambas. Este
enfoque supone la integración de los dos enfoques anteriores, asumiendo que la conducta viene
determinada por la interacción de ambos elementos, situación y características internas del sujeto.
La información obtenida por este tipo de cuestionarios es de gran valor para el análisis funcional,
ya que aporta datos del componente situacional, del componente de respuesta, y específicamente
de la interacción entre ambos. Cuestionarios representativos de este enfoque son el S-R Inventory
of General Trait Anxiousness, de Endler y Okada (1975) y el Inventario de Situaciones y
Respuestas de Ansiedad -ISRA-, de Miguel-Tobal y Cano (1986, 1988, 1994), si bien, este
último, además del modelo teórico interactivo (en cuanto al formato y áreas situacionales),
considera el modelo tridimensional o de los tres sistemas de respuesta propuesto por Lang (1968),
lo que permite evaluar por separado la frecuencia de respuestas cognitivas, fisiológicas y motoras
ante distintas situaciones, y obtener un perfil de reactividad individual.
Por último, quisiéramos hacer referencia a algunos autoinformes que, desde los distintos
enfoques, han sido elaborados para su utilización específica en la evaluación de distintos
trastornos de ansiedad. Entre ellos se encuentran los siguientes: la Social Avoidance and Distress
Scale, y la Fear of Negative Evaluación Scale (Watson y Fiend, 1969), para la evaluación de la
fobia social y la ansiedad ante la evaluación; el Maudsley Obsessional-Compulsive Inventory
(Hodgson y Rachman, 1977), creado para la evaluación del trastorno obsesivo-compulsivo; la
Anxiety Disorders Interview Schedule-Revised -ADIS-R (Di Nardo, Barlow, Cerny, Vermilyea,
Himadi, y Waddell, 1985), entrevista estructurada cuya finalidad es el establecimiento del
diagnóstico diferencial entre distintos trastornos de ansiedad siguiendo los criterios del DSM-III
y el DSM-III R.
Una información más extensa sobre evaluación de la ansiedad a través de autoinforme
puede consultarse en Miguel-Tobal (1993, 1995b).

Relación entre métodos y respuestas evaluadas


Al hablar de evaluación de la ansiedad, y tras la descripción de los tres métodos
empleados, es conveniente enfatizar el hecho de que no deben ser nunca considerados como
equivalentes, ya que los resultados mostrados por un método no se reflejan necesariamente con

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el empleo de otro. Nos estamos refiriendo aquí a la baja concordancia entre distintos métodos de
medida, a la que habría que añadir la escasa correlación entre los tres sistemas de respuesta,
fenómeno denominado desincronía y/o fraccionamiento.
Pero, si bien son ya clásicos los numerosos estudios que confirman la escasa correlación
entre los tres sistemas de respuesta (Paul y Berstein, 1973; Rachman y Hodgson, 1974; Borkovec,
Weerts y Bernstein, 1977; Lombardo y Bellack, 1978; Rachman, 1978; Hugdahl, 1981; Himadi,
Boice y Barlow, 1985, 1986; etc.), es necesario señalar que generalmente en la mayor parte de
ellos se realiza la comparación simultánea de diferentes conductas evaluadas por distintos
métodos, confundiéndose, de este modo, método y conducta. Por ejemplo, si contrastamos los
datos obtenidos por un sujeto en un autoinforme de ansiedad (de contenido cognitivo) con los
datos de registro fisiológico (tasa cardiaca o respuesta electrodérmica) y obtenemos una baja
correlación entre ambos, no es posible determinar si dicho fenómeno se debe a que las respuestas
están poco relacionadas, a que los métodos empleados no son equivalentes, o a ambas cosas a la
vez. De hecho, en investigaciones como la de Martín-Javato (1986), en la que, a través de
distintos métodos, se evalúan las mismas conductas, los resultados demuestran que las
correlaciones aumentan.
En cualquier caso, y debido a los problemas de la desincronía de respuesta, consideramos
que, para evaluar correctamente una variable de naturaleza tridimensional como la ansiedad, es
imprescindible la medida de las tres respuestas (cognitiva, fisiológica y motora) mediante los tres
métodos señalados: autoinforme, registro fisiológico y observación. No obstante, siendo realistas,
hemos de admitir que es una práctica muy poco utilizada, debido al coste, tanto económico como
de tiempo, que implica. Por ello, siempre que no sea posible la alternativa anterior, creemos que
lo más acertado es la evaluación directa de las respuestas cognitivas e indirecta de las respuestas
motoras y fisiológicas a través de medidas de autoinforme, aunque hay que tener en cuenta que
el número de respuestas fisiológicas y motoras evaluables mediante autoinforme es limitado, pues
se circunscribe a aquellas de las que el sujeto tiene clara percepción (por ejemplo, no tendría
sentido tratar de evaluar mediante autoinforme las fluctuaciones de la presión sanguínea ante una
determinada situación). Por otro lado, se debe tener en cuenta que tanto el registro fisiológico
como la observación conductual solamente pueden ser utilizados para un tipo de respuestas:
fisiológicas y motoras respectivamente. Una amplia revisión sobre estos aspectos puede
encontrarse en Miguel-Tobal (1993).

5. TÉCNICAS DE REDUCCIÓN DE ANSIEDAD


Existen numerosas técnicas, e incluso variantes de éstas, de características muy diferentes,
hecho que hace difícil su exacta clasificación. Tratando de simplificar, podemos agruparlas en
función de su objetivo principal, dando lugar a tres categorías:
! Técnicas dirigidas a la reducción del nivel de activación. Entre ellas se encuentran las
técnicas de relajación, el entrenamiento en el control de la respiración y las técnicas de
biofeedback.
! Técnicas basadas en la exposición. Aquí se enmarcarían un conjunto amplio de
procedimientos dirigidos a exponer al paciente (de forma imaginada o real, gradual o
intensa) a los estímulos o situaciones provocadores de ansiedad. Aquí se incluyen la
desensibilización sistemática, las distintas formas de exposición, la implosión e inundación
y el modelado.
! Técnicas cognitivas. Agrupan un conjunto muy variado de procedimientos que tienen
como finalidad la modificación del comportamiento a partir del cambio de las cogniciones.
Se incluyen en esta categoría, entre otras, la terapia cognitiva de Beck y la inoculación de

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estrés.
Debemos señalar que, a pesar de que hemos incluido las distintas técnicas en una u otra
categoría, éstas no son incompatibles ni excluyentes, de forma que una técnica cognitiva puede
facilitar la exposición y actuar eficazmente en la reducción de la activación; así mismo, la
relajación, por ejemplo, puede facilitar el cambio cognitivo y hacer la exposición más fácil. Por
otro lado, existen técnicas de difícil clasificación, como, por ejemplo, el entrenamiento en
habilidades sociales.
Es preciso también puntualizar que, debido a la propia naturaleza multidimensional de la
ansiedad, actualmente los tratamientos dirigidos a los denominados trastornos de ansiedad, así
como a cualquier otro trastorno que curse con síntomatología de ansiedad, se basan en programas
terapéuticos que combinan distintas técnicas.

5.1. Técnicas dirigidas a la reducción de la activación


Las técnicas incluidas en esta categoría tienen como objetivo común enseñar al paciente
a conseguir estados de relajación que le sirvan para combatir la activación psicofisiológica o
excitación excesiva característica de los estados de ansiedad. Entre ellas, podemos destacar las
técnicas de relajación, las técnicas de control de la respiración y las técnicas de biofeedback.

Técnicas de relajación
Se puede considerar técnica de relajación a cualquier procedimiento cuyo objetivo es
enseñar a una persona a controlar su propio nivel de activación sin ayuda de recursos externos.
La utilización de la relajación se basa en el hecho de considerarla como una respuesta
incompatible o antagónica con los efectos fisiológicos producidos por la ansiedad y la activación
mantenida. Estas técnicas surgieron en el ámbito clínico como procedimientos adecuados para el
tratamiento de problemas con una base de ansiedad, pero posteriormente su ámbito de actuación
se ha extendido, permitiendo que, además de por su eficacia terapéutica, sean valoradas por su
papel preventivo o de mejora de la calidad de vida.
Los efectos producidos por la relajación han sido constatados en repetidas ocasiones,
siendo contrarios a los efectos de la tensión o activación mantenida (Lehrer, Woolfolk, Rooney,
McCann y Carrington, 1983). Entre los cambios psicofisiológicos destacan: aumento de la
vasodilatación arterial; disminución de la frecuencia respiratoria y aumento en la intensidad y la
regularidad del ritmo respiratorio; disminución de la actividad simpática general; disminución de
los niveles de secreción de adrenalina y noradrenalina; disminución del metabolismo basal;
disminución de los índices de colesterol y ácidos grasos en plasma; incremento del nivel de
leucocitos, con mejora en el funcionamiento del sistema inmunitario; incremento en los ritmos alfa
y theta cerebrales (Labrador, Cruzado y Muñoz, 1993).
Por supuesto, algunos de los cambios más importantes, rápidos y perceptibles para el
sujeto son los cambios subjetivo-cognitivos. En esta línea, queremos resaltar que mediante la
relajación se produce, además de los efectos directos sobre las respuestas fisiológicas, un efecto
positivo sobre el estado de ánimo del sujeto. La relajación favorece la aparición de un estado de
ánimo más positivo, tranquilo y estable. A su vez, este estado subjetivo puede influir
considerablemente en el procesamiento de la información y en los procesos de memoria. Es decir,
un sujeto “relajado” tenderá a percibir con más frecuencia las distintas situaciones con un menor
grado de amenaza subjetiva, lo que le permitirá enfrentarse a ellas de una forma más ordenada y
efectiva.
Las técnicas de relajación constituyen una pieza fundamental del arsenal terapéutico, tanto
por su frecuencia de uso, como por los óptimos resultados que proporcionan. En la actualidad se

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dispone de un amplio espectro de técnicas de relajación que abarca, desde las que están basadas
en la meditación, hasta las que instruyen al individuo para tensar y relajar sus músculos mediante
ejercicios simples, pasando por las técnicas de hipnosis y de imaginación dirigida. En lo referente
a la utilidad diferencial de las distintas técnicas de relajación, los resultados ponen de relieve que
no existen diferencias en cuanto al efecto conseguido.
Las técnicas más utilizadas en la actualidad son la relajación muscular progresiva de
Jacobson (1929) y el entrenamiento autógeno de Schultz (1932) en sus distintas versiones
abreviadas (Wolpe, 1958; Berstein y Borkovec, 1973; Lehrer, Woolfolk y Golman, 1986;
Lichstein, 1988), que permiten un aprendizaje más rápido. También existen distintas
combinaciones a partir de ellas.

Técnicas de control de la respiración.


La respiración es una función involuntaria y automática de la que habitualmente no somos
conscientes. Mediante la respiración llevamos oxígeno a todas las células del organismo y
eliminamos el dióxido de carbono, de forma que una respiración inadecuada producirá una
oxigenación defectuosa de los tejidos, dando lugar a un mayor gasto cardíaco y al aumento de la
tensión muscular, lo que facilitará la aparición de sensaciones de ansiedad. La respiración lenta
y profunda favorece la ocurrencia de la relajación, y puede contrarrestar los efectos nocivos de
la hiperventilación y de sus consecuencias.
La mayoría de las técnicas actuales de control de la respiración tienen su origen en el yoga,
a partir del cual se desarrollan diversos procedimientos simplificados. La técnica completa del
yoga para controlar la respiración engloba tres ciclos, que deben reducirse a un sólo movimiento
lento, rítmico y continuo. Estos son: la respiración abdominal o diafragmática, la respiración
costal o torácica y la respiración clavicular. La respiración abdominal o diafragmática es la más
profunda y la que proporciona una mayor oxigenación, siendo la más utilizada en los
entrenamientos de control de respiración.
Las técnicas de respiración son de gran utilidad para el tratamiento de los distintos
trastornos de ansiedad, siendo especialmente indicado su uso en aquellos trastornos, como el
ataque de pánico, en los que la respiración (o la hiperventilación) tiene un papel fundamental.

Biofeedback
Se considera como procedimiento de biofeedback cualquier técnica que utilice
instrumentación para proveer información inmediata, precisa y directa a una persona sobre la
actividad de sus funciones fisiológicas, de este modo se facilita la percepción de las mismas con
el fin de someterlas a control voluntario. Habitualmente se proporciona información sobre
funciones fisiológicas de las que el individuo no tiene una clara percepción (respuestas vasculares,
ondas cerebrales, actividad de los músculos lisos, etc.). Por lo tanto, es una técnica de
intervención dirigida a identificar ciertos procesos y/o respuestas fisiológicas con el objetivo de
conseguir su control voluntario, inicialmente con la ayuda de instrumentación pertinente, y
posteriormente sin el uso de dicha instrumentación, cuando y donde sea necesario. En definitiva,
con las técnicas de biofeedback se pretende enseñar al paciente a ejercer un mayor control y
autodominio sobre sus respuestas fisiológicas.
Entre los tipos de biofeedback más utilizados destacan los centrados en la percepción de
la actividad muscular (electromiograma –EMG-), de la actividad electrodérmica, de la frecuencia
cardíaca, del volumen sanguíneo, de la presión sanguínea y de la temperatura periférica.
Estas técnicas se han utilizado preferentemente en el tratamiento de diversos trastornos
psicofisiológicos (por ejemplo, cefaleas o dolores tensionales de cabeza), facilitando al paciente

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información inmediata sobre los cambios fisiológicos que están teniendo lugar (siguiendo con el
ejemplo de las cefaleas, se utilizaría biofeedback de la actividad electromiográfica o tensión
muscular en el músculo frontal), y enseñándole a controlarlos. En el tratamiento de la ansiedad
se ha utilizado principalmente biofeedback de la conductancia electrodérmica, de la frecuencia
cardíaca y de la tensión muscular, enseñando al paciente a reducir su actividad y facilitando así
la relajación.

5.2. Técnicas basadas en la exposición


Son un conjunto de técnicas que tienen como denominador común el hecho de enfrentar
al paciente con la situación temida y habitualmente evitada. Dicha exposición puede llevarse a
cabo de forma gradual o brusca, con el paciente acompañado por el terapeuta o solo, previamente
relajado o sin relajación, ante estímulos y situaciones imaginarios/as o reales. La combinación de
estas variables dará lugar a distintas técnicas o procedimientos.
Es importante resaltar que el empleo de las distintas técnicas de exposición debe contar
con el total acuerdo por parte del paciente. Esto es especialmente importante en el caso de las
técnicas en las que se lleva a cabo una exposición prolongada, sin evitación o retirada, a
situaciones generadoras de altos niveles de ansiedad. Sin este acuerdo y convencimiento previo,
la aplicación de las técnicas sería probablemente percibida como un castigo, más que como un
procedimiento útil para resolver sus problemas.
Como fase previa al empleo de cualquiera de las técnicas comentadas, se deben explicar
de forma clara los objetivos de la técnica, sus características y los pasos a seguir, informando
también de las posibles técnicas alternativas. Generalmente, existe una preferencia por parte del
paciente hacia las técnicas que suponen una exposición gradual y hacia los procedimientos que
incluyen la relajación entre sus elementos. Consiguientemente, son éstas las más utilizadas en la
práctica clínica.
En conjunto, las técnicas de exposición son altamente eficaces en aquellos trastornos,
como la fobia específica, la fobia social, la agorafobia, o incluso el trastorno obsesivo compulsivo,
en los que el paciente responde con altos niveles de ansiedad ante estímulos identificables,
mostrando conductas de escape o evitación que le ayuden a reducir su ansiedad
momentáneamente.

La desensibilización sistemática.
Es una de las técnicas más clásicas y representativas de la terapia de conducta dirigida a
reducir la ansiedad y eliminar las conductas de evitación. Puede ser considerada como una de las
técnicas que más tempranamente se incorporaron a los procedimientos terapéuticos de la
modificación de conducta (Wolpe, 1958), especialmente dirigida al tratamiento de las fobias
específicas. Hemos clasificado esta técnica entre las de exposición, ya que, bien de forma
imaginaria, bien ante estímulos reales, la desensibilización sistemática implica la exposición a los
estímulos temidos.
El procedimiento es el siguiente: (1) entrenamiento en relajación, (2) elaboración de una
jerarquía en la que se ordenan de forma gradual los estímulos generadores de ansiedad,
comenzando por los más suaves y finalizando por los más intensos, (3) fase de desensibilización
propiamente dicha, que, en esencia, consiste en relajar al sujeto y presentarle sucesivamente los
elementos de la jerarquía, hasta que es capaz de imaginarlos sin que se produzca respuesta de
ansiedad. Para una descripción detallada sobre esta técnica y su procedimiento de aplicación,
puede consultarse Cruzado, Labrador y Muñoz (1993).
Actualmente, existen distintas variantes de esta técnica, como, por ejemplo, compaginar

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la desensibilización imaginada con una lista de situaciones reales a las que el paciente debe
exponerse por sí mismo a medida que vaya superando los distintos elementos de la jerarquía.
También es más frecuente cada vez la utilización de algún instrumento de registro psicofisiológico
(generalmente una medida de conductancia electrodérmica) que nos suministre información sobre
los cambios fisiológicos mientras el paciente imagina los elementos de la jerarquía.

Exposición in vivo
Se expone al paciente a situaciones reales sin relajación previa. Puede realizarse de forma
gradual o exponiéndole directamente a situaciones que generan una gran ansiedad.
En la exposición in vivo gradual se afronta, por etapas, la situación real temida, siguiendo
un orden de dificultad creciente. Como puede observarse, este procedimiento es muy similar a la
desensibilización in vivo; la diferencia estriba en que aquí el individuo no está relajado, y debe
mantener la exposición durante períodos largos de tiempo hasta que las manifestaciones de
ansiedad se extingan.
En la exposición in vivo no gradual, el paciente se enfrenta a una situación real
provocadora de un alto nivel de ansiedad, eliminando los comportamientos de evitación y
permaneciendo en ella largos períodos de tiempo. En este orden de cosas, la investigación actual
ha puesto de manifiesto que la exposición prolongada a los estímulos temidos es más efectiva que
la exposición breve, recomendándose sesiones de aproximadamente 2 horas de duración.
La exposición in vivo ha sido considerada por algunos autores como el método de
elección en el tratamiento de las fobias (Crowe, Marks, Agras y Leitenberg, 1978), observándose
resultados muy superiores a la desensibilización sistemática en el caso de la agorafobia (Zitrin,
Klein, Woerner y Ross, 1983).

Implosión e Inundación
En la implosión se enfrenta al paciente de forma imaginaria, y sin relajación, con la
situación generadora de ansiedad, hasta que la ansiedad se extingue. La situación debe ser
altamente provocadora de ansiedad, no siendo necesario el realismo en su descripción. La
duración de la exposición imaginaria debe ser prolongada (como mínimo una hora).
La inundación consiste en una exposición prolongada al estímulo o situación real, siendo
su procedimiento idéntico al de la exposición in vivo que hemos descrito anteriormente.

Modelado
Cuando se emplea esta técnica, el terapeuta precede al paciente en la exposición a la
situación real, mostrándole cómo debe actuar, sirviéndole de guía y modelo, y reforzando
posteriormente la actuación del paciente. Para poner en marcha esta técnica, se elabora
previamente una jerarquía graduada de situaciones generadoras de ansiedad, procediendo desde
las menos intensas hasta las más intensas.
Existen dos variantes: el modelado participante, en el que el terapeuta se expone a la
situación ansiógena real, mostrando al paciente el comportamiento adecuado; y el modelado
encubierto, en el que se realiza una representación imaginada de la conducta deseada,
suministrando el terapeuta las instrucciones adecuadas.

Entrenamiento en habilidades sociales


Aunque esta técnica es de difícil clasificación, la hemos encuadrado entre las técnicas
basadas en la exposición, ya que de una manera u otra se incluyen formas de actuación que
suponen afrontar y exponerse a las situaciones temidas.

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Este entrenamiento se utiliza especialmente en los casos de fobia social, y en aquellos
otros en los que el paciente muestra un pobre repertorio de habilidades en las situaciones de tipo
social. Supone la combinación de una serie de técnicas, entre las que destaca el modelado, que
tienen como finalidad dotar al individuo de un conjunto de habilidades adecuadas que le permitan
exponerse con éxito a las situaciones interpersonales y sociales.
Existen multitud de variantes, pero todas ellas incluyen: el modelado, el ensayo
conductual, el feedback y el refuerzo. Además de estos elementos, se combinan distintas
estrategias (por ejemplo, afrontar situaciones múltiples, emplear interlocutores diferentes, realizar
el entrenamiento en grupo, etc.) dirigidas a facilitar el empleo de las habilidades aprendidas en la
consulta en contextos sociales más amplios. Para una revisión más completa de las técnicas de
exposición, puede consultarse Labrador, Cruzado y Muñoz (1993).

5.3. Técnicas cognitivas


Bajo el rótulo de técnicas cognitivas se agrupan actualmente un gran número de
procedimientos terapéuticos, de procedencia muy diversa, que tienen como común objetivo la
modificación de las cogniciones (pensamientos, expectativas, creencias, esquemas mentales, etc.).
Parten del supuesto de que las distorsiones cognitivas están en la base de la mayor parte de los
trastornos psicológicos, siendo, por tanto, necesaria su modificación para el tratamiento del
trastorno.
Está bien demostrado que los pensamientos pueden guiar la conducta e influir de forma
importante en las emociones, ocasionando los pensamientos negativos (por ejemplo, las ideas
catastróficas de las personas con ansiedad generalizada), un notable malestar psicológico y la
aparición de comportamientos poco adaptativos.
Entre las técnicas de mayor repercusión se encuentran la terapia cognitiva de Beck (1976),
la solución de problemas (D'Zurilla y Goldfried, 1971; D'Zurilla y Nezu, 1982; D'Zurilla, 1986;
D'Zurilla, 1988), y el entrenamiento en inoculación de estrés (Meichenbaum y Cameron, 1972).

La terapia cognitiva de Beck


Beck (1976) considera que los trastornos emocionales aparecen como consecuencia de
deficiencias o fallos cognitivos, que conducen al individuo a interpretar la realidad de una forma
errónea o desajustada. Su trabajo inicial se centró en la depresión, haciéndose célebre su expresión
“tríada cognitiva”, para referirse a los fallos o errores cognitivos más importantes de estos
pacientes: pensamientos negativos sobre uno mismo, visión negativa del presente, pesimismo
sobre el futuro. Posteriormente, la terapia ha sido adaptada para su empleo en los trastornos de
ansiedad, destacando la importancia de los pensamientos automáticos de carácter negativista, los
esquemas y los pensamientos deformados.
La terapia cognitiva de Beck se estructura en dos fases. En la primera, se trata de
identificar los pensamientos negativos, entrenando al paciente en diversas estrategias para
conseguirlo. En la segunda, la actividad del terapeuta se centra en la modificación de los
pensamientos negativos previamente identificados. Durante muchos años, esta terapia ha dado
magníficos resultados en el tratamiento de la depresión, convirtiéndose en el procedimiento
terapéutico más utilizado en ese campo. Su adaptación para ser aplicada a los trastornos de
ansiedad es relativamente reciente; sin embargo, los resultados obtenidos hasta el momento le
auguran un futuro prometedor.

Solución de problemas
Solución de problemas en el contexto social de la vida real se refiere al proceso cognitivo-

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afectivo-conductual a través del cual un individuo identifica o descubre medios efectivos para
enfrentarse con los problemas que se encuentra en su vida diaria. Por lo tanto, puede ser
considerada como una técnica general de afrontamiento.
El entrenamiento en solución de problemas tiene como finalidad enseñar al paciente a
hacer frente a los momentos o situaciones que le resultan problemáticos. Se han desarrollado
diversos programas de entrenamiento que abarcan distintas etapas, pero básicamente coinciden
en la inclusión de cinco fases para la solución de problemas (D'Zurilla y Goldfried, 1971; D'Zurilla
y Nezu, 1982; D'Zurilla, 1986; D'Zurilla, 1988):
1. Orientación general u orientación hacia el problema
2. Definición y formulación del problema
3. Generación de alternativas
4. Toma de decisiones
5. Ejecución de la solución y verificación
Cada componente o fase del proceso tiene un determinado propósito o función. Se espera
que, cuando se apliquen los cinco componentes de una forma eficaz a un problema, maximicen
la probabilidad de descubrir y llevar a cabo la solución más adaptativa. El orden de las cinco
etapas representa una secuencia lógica y práctica para el entrenamiento y para una aplicación
sistemática y adecuada.

El entrenamiento en inoculación de estrés


Donald Meichenbaum, creador de esta técnica, es uno de los autores que más relevancia
ha tenido en el desarrollo de la terapia cognitivo-conductual, debido fundamentalmente al éxito
y difusión alcanzados por la técnica que aquí comentamos, y por la técnica de autoinstrucciones,
de la que también es autor. La primera descripción de la técnica se produce a principios de la
década de los setenta (Meichenbaum y Cameron, 1972); desde entonces, Meichenbaum ha
seguido trabajando en el perfeccionamiento y la aplicación de la misma (Meichenbaum, 1975,
1977, 1985).
La inoculación de estrés consiste en un plan de entrenamiento en el que se combinan
distintas técnicas, tales como relajación, modelado, autoinstrucciones, etc. La idea base o punto
de partida consiste en dotar al individuo de una mayor resistencia y capacidad para afrontar
situaciones aversivas. Al igual que con la vacuna en el contexto médico, con esta técnica se
pretende inocular al individuo para crear, en palabras de Meichembaum, “anticuerpos
psicológicos”, que le permitan manejarse de forma más efectiva ante situaciones ansiógenas o
estresantes. La inoculación de estrés es útil para la prevención y el tratamiento de numerosos
problemas clínicos y no clínicos.
El procedimiento consta de tres fases o momentos que, en un principio, se denominaron
fase educativa, fase de ensayo y fase de aplicación, pero que actualmente han pasado a
denominarse: fase de conceptualización, fase de adquisición de habilidades y ensayo, y fase de
aplicación y consolidación.
En cuanto a las técnicas a emplear, éstas varían de un caso a otro, utilizando aquellas que
mejor se ajusten al individuo concreto. Este hecho permite considerar la inoculación de estrés
como un tratamiento altamente individualizado.
El entrenamiento en inoculación de estrés se ha empleado con éxito en un gran número
de problemas, entre los que se incluyen los siguientes: ansiedad interpersonal, ansiedad ante
exámenes, ansiedad a hablar en público, diversas fobias (volar, fobias múltiples, etc.), temores
infantiles, dolor, cefaleas, etc.; y en muy diversas poblaciones: enfermos de cáncer, pacientes con
dismenorrea, víctimas de violaciones y ataques terroristas, grupos profesionales (personal de

-91-
enfermería, maestros, policías, militares, atletas, etc.), mostrando en todos los casos una alta
efectividad.
La inoculación de estrés se ha convertido en un instrumento terapéutico de gran interés,
ocupando un lugar destacado en el arsenal terapéutico de la psicología científica.

5.4. Programas terapéuticos o tratamientos combinados


En los tratamientos psicológicos en general, y en los dirigidos a los trastornos de ansiedad
en particular, se ha observado en los últimos años una creciente tendencia a combinar de forma
ordenada las distintas técnicas, formando programas terapéuticos que han puesto de manifiesto
su superioridad sobre la utilización individual de cada una de las técnicas.
En la elección de las técnicas a combinar para la elaboración de los programas terapéuticos
juega un papel fundamental la naturaleza multidimensional de la ansiedad, ya que en la
programación de un tratamiento no debemos olvidar cuál es el perfil de ansiedad que presenta el
paciente con respecto al triple sistema de respuestas. Dicho de otro modo, cuál es su sistema de
respuesta (cognitivo, fisiológico o motor) más alterado. Así, cuando existe un predominio del
sistema cognitivo, deben utilizarse por su eficacia técnicas como la terapia cognitiva o el
entrenamiento en inoculación de estrés. Cuando el predominio es del sistema fisiológico, la
relajación y la desensibilización sistemática muestran una mayor eficacia. Por último, si el sistema
más alterado es el motor, aparecen como más eficaces las técnicas de exposición in vivo y el
entrenamiento en habilidades sociales (Miguel-Tobal y Cano, 1994).
Estos descubrimientos han dado lugar a que en la actualidad se realicen tratamientos “a
medida”, adecuados a las características de cada individuo, que pueden servir de guía a la hora
de combinar distintas técnicas con el objetivo de elaborar un programa terapéutico eficaz.
En la misma línea, cuando se trata de elaborar un programa terapéutico dirigido a un
número amplio de personas, lo mejor es combinar o agrupar técnicas de alta efectividad sobre
cada uno de los sistemas de respuesta; por ejemplo, terapia cognitiva con relajación y exposición
in vivo. De esta forma, se potencian los efectos de cada una de ellas y se cubren todas las
posibilidades de las diferentes formas de reacción individual.

-92-
TABLA 5.1
Síntomas cognitivos, fisiológicos y motores del estado de ansiedad (Miguel-Tobal, 1996)

SÍNTOMAS COGNITIVOS DEL ESTADO DE ANSIEDAD


Se refieren a pensamientos, ideas e imágenes de carácter subjetivo, así como a su influencia
sobre las funciones superiores:
- preocupación - inseguridad
- miedo o temor - aprensión
- pensamientos negativos: inferioridad, incapacidad - anticipación de peligro o amenaza
- dificultad para concentrarse - dificultad para tomar decisiones
- sensación general de desorganización o pérdida de control sobre el ambiente, acompañada
de dificultad para pensar con claridad
SÍNTOMAS FISIOLÓGICOS DEL ESTADO DE ANSIEDAD
Son consecuencia de la actividad de los distintos sistemas orgánicos del cuerpo humano
- síntomas cardiovasculares: palpitaciones, pulso rápido, tensión arterial elevada, accesos de
calor
- síntomas respiratorios: sensación de sofoco, ahogo, respiración rápida y superficial, opresión
torácica
- síntomas gastrointestinales: náuseas, vómitos, diarrea, aerofagia, molestias digestivas
- síntomas genitourinarios: micciones frecuentes, enuresis, eyaculación precoz, frigidez,
impotencia
- síntomas neuromusculares: tensión muscular, temblores, hormigueo, dolor de cabeza
tensional, fatiga excesiva
- síntomas neurovegetativos: sequedad de boca, sudoración excesiva, mareo, lipotimia
SÍNTOMAS MOTORES DEL ESTADO DE ANSIEDAD
Se refieren a comportamientos observables consecuencia de la actividad subjetiva y fisiológica:
- hiperactividad - paralización motora
- movimientos repetitivos - movimientos torpes y desorganizados
- tartamudeo y otras dificultades de expresión verbal - conductas de evitación

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TABLA 5.2
Clasificación de los trastronos de ansiedad en la DSM-IV

300.01 Trastorno de pánico sin agorafobia


300.21 Trastorno de pánico con agorafobia
300.22 Agorafobia sin ataque de pánico
300.29 Fobia específica
300.23 Fobia social
300.3 Trastorno obsesivo-compulsivo
309.81 Trastorno por estrés postraumático
308.3 Trastorno por estrés agudo
300.02 Trastorno por ansiedad generalizada
393.89 Trastorno de ansiedad debido a enfermedad médica
Variable Trastorno de ansiedad inducido por sustancias
300 Trastorno no especificado de ansiedad

-94-
CAPÍTULO 6
TÉCNICAS PARA REDUCIR LA ANSIEDAD
EN PACIENTES QUIRÚRGICOS
Jenny Moix Queraltó2

Someterse a una intervención quirúrgica es, sin duda, una situación muy distinta al resto
de acontecimientos que solemos vivir a lo largo de nuestra vida, por el alto grado de
incontrolabilidad que supone. De hecho, dejamos en manos de otras personas, a menudo
desconocidas, nuestro cuerpo, nuestra salud y en última instancia nuestra vida. Por ello, no es de
extrañar que la ansiedad sea la emoción más común que sufren los pacientes quirúrgicos.
Reducir la ansiedad que padecen las personas que deben ser intervenidas quirúrgicamente
debe convertirse en uno de los principales objetivos de los profesionales de la salud, no sólo
porque experimentar esta emoción es algo negativo en sí mismo sino porque dicha ansiedad afecta
negativamente a la recuperación postquirúrgica. Cada día son más numerosos los estudios que
apuntan que los pacientes que sufren más ansiedad antes de la operación son los que se recuperan
con más dificultad. En general, se ha mostrado que la ansiedad puede afectar a diferentes
indicadores de recuperación como: el dolor, la toma de analgésicos y sedantes, la adaptación
psicológica, las náuseas, las complicaciones, la fiebre, la presión sanguínea y la duración de la
estancia hospitalaria.
Dado que, como se ha demostrado en varios estudios, la disminución de la ansiedad
implica la disminución de la estancia hospitalaria, y teniendo en cuenta el elevado coste que
supone un día en el hospital, otro de los motivos por los que la reducción de la ansiedad se debe
convertir en un objetivo primordial es el econónomico (Devine y Cook, 1986; Johnston y Vögele,
1993; Sobel, 1995).
La conveniencia de la redución de la ansiedad en pacientes quirúrgicos se convierte
todavía en más patente si pensamos que la disminución de la estancia hospitalaria podría
contribuir a solucionar el problema de las largas listas de espera que se producen en los hospitales
de nuestro país.
Asimismo, como comentan Martínez y Valiente (1994), el tratamiento psicológico del
paciente quirúrgico (que se basa en gran medida en proporcionarle información) es también
necesario por motivos judiciales dado que el consentimiento informado se ha convertido en un
derecho del paciente.
Así pues, tras constatar que reducir la ansiedad ante la cirugía comporta grandes
beneficios, tanto de tipo humano como económico, en las siguientes páginas describiremos las
principales estrategias que se han demostrado eficaces para conseguir dicho objetivo. La
descripción de estas técnicas se dividirá en dos grandes apartados. En el primero describiremos
las estrategias para disminuir la ansiedad en pacientes adultos, y en el segundo haremos referencia
a las técnicas dirigidas a los pacientes pediátricos.

1. ESTRATEGIAS PARA LA REDUCCIÓN DE LA ANSIEDAD Y FACILITACIÓN DE


LA RECUPERACIÓN EN PACIENTES ADULTOS
Las estrategias que se pueden emplear para reducir la ansiedad se pueden catalogar en tres
distintos niveles de actuación:

2
Este trabajo ha sido realizado gracias a la ayuda PB94-0700 de la Dirección General
de Investigación Científica y Técnica (DGICYT).

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1.- Infraestructura
2.- Rutina hospitalaria
3.- Técnicas psicológicas

1.1. Infraestructura
La infraestructura se refiere sobretodo a la arquitectura y a la decoración del hospital.
Diversos estudios nos sugieren que algunas estrategias para disminuir la ansiedad podrían consistir
en realizar cambios en el contexto físico del hospital. Uno de estos trabajos es el realizado por
Ulrich (1984). Este autor, estudiando un grupo de 46 pacientes que debían someterse a una
colecistectomía, comprobó que aquéllos que se encontraban en una habitación con vistas a un
paisaje natural necesitaron menos analgésicos y menos días para ser dados de alta. Probablemente
el hecho de tener una ventana distraía y relajaba a los pacientes. Por tanto, este estudio sugiere
la conveniencia de tener en cuenta en el diseño del hospital la construcción de ventanas, pero no
por un motivo estético sino porque se traduce en una mejoría y redución de la estancia
hospitalaria.
Otro de los estudios que indirectamente nos sugiere ideas respecto a la infraestructura del
hospital es el realizado por un grupo de especialistas de salud mental de Chicago. Según esta
investigación, las mujeres de edad avanzada que poseen una fuerte convicción religiosa,
comparadas con aquellas que carecen de fe, tienen una recuperación más rápida y una menor
tendencia a la depresión tras ser sometidas a cirugía por una fractura de cadera (Vanguardia,
18/1/91). La idea que nos sugiere este estudio es la de crear un espacio para prácticas religiosas
dado que, como queda demostrado, la religión es una técnica de afrontamiento que consigue
buenos resultados en personas muy creyentes. Aunque en algunos hospitales antiguos ya existe
este espacio, se prescinde del mismo cada vez más.
Los dos trabajos expuestos solamente son dos ejemplos de la importancia que puede tener
el contexto físico en el estado emocional y la recuperación. Sin embargo, existen muchos otros
aspectos que deberían tenerse en cuenta en el diseño de los hospitales con el fin de conseguir la
tranquilidad y distracción de los pacientes.

1.2. Rutina hospitalaria


La rutina hospitalaria se refiere a asuntos como la organización interna o los horarios. Son
muchos los estudios que nos sugieren la conveniencia de realizar cambios en la rutina hospitalaria
para mejorar el estado emocional y la recuperación de los pacientes.
Dos investigaciones han puesto de relieve que los sujetos que comparten la habitación con
una persona ya operada disfrutan de una más fácil recuperación que aquéllos que la comparten
con alguien que todavía no ha sido intervenido (Kulik y Mahler, 1987; Kulik, Moore y Mahler,
1993). Normalmente, las razones por las que se asignan las habitaciones a los enfermos suelen ser
meramente burocráticas, sin embargo este estudio apunta la necesidad de tener en cuenta las
características de los enfermos para llevar a cabo esta asignación.
Se ha comprobado que el apoyo social, evaluado a partir del número de visitas por parte
de la pareja del paciente, reduce el dolor y la estancia hospitalaria (Kulik y Mahler, 1989).
Teniendo en cuenta estos hallazgos, se deberían modificar los regímenes de visitas de algunos
hospitales.
En un estudio realizado con pacientes quirúrgicos, Leske (1996) comprobó que si los
familiares de los mismos eran informados en repetidas ocasiones del curso de la intervención
quirúrgica mientras ésta se estaba llevando a cabo, se encontraban menos ansiosos y presentaban
una presión sanguínea y frecuencia cardíaca menor. Esta práctica desgraciadamente no es usual

-96-
en la gran mayoría de hospitales. En vista de estos resultados parece claro que una mayor
información durante la operación resulta una práctica muy conveniente.
Además de estas tres sugerencias indicadas en el presente apartado existen muchas otras
modificaciones que se deberían introducir en las rutinas hospitalarias, las cuales deberían ser el
resultado de un detallado análisis del hospital teniendo en cuenta siempre las necesidades de los
pacientes

1.3. Técnicas psicológicas


Uno de los primeros trabajos, ya clásico, en el que se observó la importancia del
“tratamiento psicológico” para facilitar la recuperación fue el realizado por Egbert, Battit, Welch
y Bartlett en 1964. En este estudio se comprobó que un grupo de pacientes que había recibido la
visita del anestesista el día anterior a la operación, comparado con un grupo al que sólo se le
habían administrado barbitúricos, necesitó menos días para recuperarse, menos analgésicos y
sufrió menos ansiedad.
Desde el estudio de Egbert y colaboradores, las investigaciones que se han realizado con
el fin de comprobar la eficacia de las técnicas psicológicas para reducir la ansiedad y facilitar la
convalecencia han sido numerosas (véase, López-Roig, Pastor y Rodríguez-Marín, 1993).
Las técnicas psicológicas empleadas son muy variadas. En este apartado intentaremos
describirlas agrupándolas en cinco grandes grupos.

Técnicas cognitivas:
En este apartado incluiremos aquellas técnicas cuyo principal objetivo ha consistido en
alejar los pensamientos negativos respecto a la operación.
! Apoyo psicológico. Llamamos técnica de apoyo psicológico a aquélla que se basa
principalmente en crear un clima de confianza para poder hablar con el paciente de forma
distendida sobre sus preocupaciones acerca de la operación. Aunque de todas la técnicas que
describiremos ésta es la menos estructurada, su aplicación también facilita la recuperación (Moix,
Casas, López, Quintana, Ribera y Gil, 1993; Shindler, Shook y Schwartz, 1989; Viney, Clarke,
Bunn y Benjamin, 1985)
! Distracción cognitiva. Esta técnica fue usada en el estudio de Pickett y Clum (1982).
Según la descripción de estos autores, la técnica consistió en la asociación de 10 imágenes de la
operación seguidas de 10 imágenes que dirigían la atención del paciente a una situación relajante.
Los efectos conseguidos fueron: la reducción de la ansiedad y del dolor.
! Reestructuración cognitiva. Esta técnica se basa en la sustitución de los pensamientos
negativos respecto a la intervención y hospitalización por otros positivos. Esto es, consiste en
mostrar al sujeto los aspectos positivos de la intervención, como “aprovecharé para descansar,
leer,...” (del Barrio, 1994; Lozano, 1996).
! Recordar. Esta técnica se utilizó en la investigación de Rybarczyk y Auerbach (1990)
con personas mayores de 65 años y consistió, o bien en recordar acontecimientos positivos
pasados; o bien en recordar ocasiones en las que gracias a la habilidad del sujeto se había
superado con éxito algún obstáculo. Ambos procedimientos se mostraron efectivos. Los
beneficios consistieron en la disminución de la presión sanguínea y de la ansiedad.
! Imaginación guiada. Durante la imaginación guiada, el paciente ha de realizar un viaje
mental por todo el cuerpo hasta la herida y una vez allí imaginarse el proceso normal de curación.
Esta técnica, junto con la relajación, se utilizó en el estudio de Holden-Lund (1988). Los
resultados indicaron que los pacientes a los que se les aplicó esta terapia sufrieron menos
ansiedad, liberaron menos cortisol y presentaron menos eritemas en la herida.

-97-
! Hipnosis. La hipnosis es otra de las técnicas que se ha utilizado en el ámbito de la
cirugía. En este campo se utiliza sobre todo con el fin de tranquilizar al paciente antes de la
operación, y también para sugestionarlo de que va a ser un éxito y que la recuperación será fácil
y rápida. Esta técnica se ha utilizado también con el fin de disminuir la cantidad de anestesia
necesaria para la intervención (Rauscher, 1985). Los beneficios conseguidos mediante la hipnosis
son muchos, por ejemplo la disminución de la ansiedad, de los analgésicos, de los días de estancia
hospitalaria, de las complicaciones, etc. (Véase la revisión de Blankfield, 1991).

Técnicas conductuales
El objetivo de las técnicas conductuales es la colaboración activa del paciente en su
recuperación.
! Relajación. Habitualmente se entrena al paciente en técnicas de relajación antes de la
intervención quirúrgica y se le anima a que las practique diariamente durante su convalecencia.
Como señalan diversos autores (Leserman, Stuart, Mamish y Benson, 1989; Lozano, 1996;
Manyande, Chayen, Priyakumar, Smith, Hayes, Higgins, Kee, Phillips y Salmon, 1992; Markland
y Hardy, 1993), los beneficios conseguidos mediante esta técnica son muchos: disminución de la
ansiedad, reducción de la ingesta de analgésicos, disminución de la presión sanguínea y de la
frecuencia cardíaca, etc.
! Desensibilización sistemática. Esta técnica se basa en la relajación pero además el
paciente debe visualizar los aspectos que le producen ansiedad de forma ordenada. Esto es,
primero debe imaginarse la situación menos estresante. Cuando logra encontrarse relajado
imaginando esta situación, debe visualizar la segunda que más le amenaza, y así sucesivamente
(del Barrio, 1994).
! Modelamiento. Consiste en la visualización de un vídeo donde se muestra a un paciente
afrontando correctamente las diferentes etapas de la hospitalización. Dado que se utilitza
principalmente con niños lo describiremos en el apartado dedicado a éstos.
! Suministro de instrucciones conductuales específicas para facilitar la recuperación.
Las instrucciones conductuales que se facilitan a los pacientes dependen mucho del tipo de
operación a la que han de someterse. Sin embargo, en general podríamos decir que éstas suelen
hacer referencia a cómo debe moverse, toser, y respirar profundamente el paciente después de la
intervención. Aunque muchos de estos consejos ya suelen darse por parte de las enfermeras o
médicos, éstos no suelen facilitar de forma tan sistemática ni prestan tanta atención al factor
motivación para llevarlas a cabo como cuando estas instrucciones forman parte de técnicas
psicológicas. Los beneficios que se obtienen al suminstrar estas instrucciones son difíciles de
evaluar puesto que normalmente dichas instrucciones forman parte de técnicas paquete donde se
combinan diferentes métodos para facilitar la recuperación.

Técnicas informativas
La técnica más utilizada con pacientes quirúrgicos se basa en informar a los pacientes
acerca de la operación y la hospitalización. Esta técnica posee diferentes modalidades que vienen
determinadas por cómo y qué tipo de información se facilita.
Respecto a la forma de suministrar información, se pueden utilizar folletos, cassettes,
vídeos, o hacerlo mediante la simple conversación.
En cuanto al contenido, existen dos clases de información. Una es la que hace referencia
al procedimiento, es decir, se informa al paciente sobre la naturaleza de las diferentes fases: pre,
intra y postquirúrgica. El segundo tipo de información se centra en las sensaciones que
probablemente el paciente sentirá, como son: dolor, somnolencia, rigideces, etc. Evidentemente,

-98-
en muchos casos la información hace referencia tanto al procedimiento como a las sensaciones.
La eficacia de las técnicas informativas depende en gran medida del estilo de
afrontamiento de los pacientes. Diversas investigaciones (Auerbach, Martinelli y Mercuri, 1983;
Greene, Zeichner, Roberts, Callahan y Granados, 1989; Ludwick-Rosental y Neufeld, 1993;
Miller y Mangan, 1983; Shipley, Butt, Horwith y Fabry, 1978; Shipley, Butt y Horwitz, 1979)
demuestran que la información produce efectos beneficiosos a los pacientes “vigilantes” (sujetos
que normalmente intentan superar las situaciones estresantes obteniendo la máxima información
sobre ellas), mientras que incluso puede provocar efectos contraproducentes en personas
“evitadoras” (sujetos que no suelen querer ningún tipo de información, e intentan superar la
ansiedad sin pensar en el problema).

Técnicas combinadas
En los apartados anteriores hemos comentado técnicas de un sólo componente, pero en
muchos casos estos componentes se combinan. Así podemos utilizar por ejemplo la relajación
junto con técnicas informativas, apoyo psicológico más intrucciones conductuales, etc. Una
técnica que podemos considerar combinada ya que incluye tanto elementos cognitivos como
conductuales, es la de la “Inoculación al estrés” que, igual que en otros ámbitos, también se
aplica en cirugía, y se muestra efectiva (Amir, Zlotogorski y Isac, 1990; Wells, Howard, Nowlin
y Vargas, 1986).

Técnicas intraoperatorias
Dentro de esta categoría encontramos técnicas muy distintas a las descritas hasta el
momento, puesto que éstas se aplican durante el periodo intraoperatorio, mientras el paciente se
encuentra totalmente anestesiado.
Estas técnicas se basan en la idea de que es posible el procesamiento de la información
durante la anestesia general. De hecho, varios estudios confirman esta hipótesis (véase la
recopilación de Bonke, Fitch y Millar, 1990).
Uno de los estudios realizados a este respecto es el de Jelicic, Wolters, Bonke y Phaf
(1992). Esta investigación se llevó a cabo con 81 pacientes que debían ser sometidos a una
intervención bajo anestesia general. Estos pacientes fueron distribuidos al azar en dos grupos: el
experimental, al cual, durante la anestesia, se le repitió frecuentemente a través de auriculares dos
nombres de frutas (pera y banana) y dos nombres de colores (amarillo y verde); el control, al que
sólo se le administraron sonidos del mar. Una vez despertados de la anestesia, se les preguntó si
recordaban algo de lo sucedido durante la intervención. Como podemos suponer, ningún paciente
recordaba nada de lo ocurrido. Cuando se les pidió que dijeran los primeros nombres de frutas
y colores que “les vinieran a la cabeza”, el grupo experimental señaló, de forma significativa, un
mayor número de veces los nombres reiterados durante la anestesia que el grupo control.
Si, como parece indicar el estudio anterior, existe algún tipo de procesamiento de la
información durante la anestesia, es lógico que se hayan diseñado técnicas terapéuticas basadas
en este descubrimiento. Estas técnicas consisten en sugestionar al paciente, normalmente mediante
auriculares, mientras el paciente está anestesiado, con que tendrá una fácil y rápida recuperación.
Uno de los trabajos en los que se comprueba que este tipo de técnicas es eficaz es el de
Evans y Richardson (1988). Estos autores utilizaron el método de las sugestiones intraoperatorias
con 39 mujeres que debían someterse a una histerectomía. Estas mujeres fueron repartidas al azar
en dos grupos: al grupo experimental se le facilitó sugestiones terapéuticas a través de auriculares;
al grupo control también se le colocaron auriculares pero el cassette no contenía ningún mensaje.
Los resultados indicaron que las mujeres del grupo experimental estuvieron menos días en el

-99-
hospital, tuvieron menos fiebre, sufrieron menos trastornos intestinales y fueron evaluadas como
más recuperadas por parte de las enfermeras.
Todavía son pocas las investigaciones realizadas en esta línea y, en algunos casos, los
resultados son contradictorios. Por ello, aunque aún es pronto para sugerir que se incorporen
estas técnicas en la rutina hospitalaria, los resultados son suficientemente alentadores como para
proseguir los estudios en este campo.

2. ESTRATEGIAS DIRIGIDAS A DISMINUIR LA ANSIEDAD Y FACILITAR LA


RECUPERACIÓN DE PACIENTES PEDIÁTRICOS
Durante los últimos días tus familiares están algo nerviosos, sabes que es por algo
relacionado contigo pero no te imaginas exactamente por qué. Sin darte muchas explicaciones te
llevan a un edificio en el que nunca habías entrado antes, te resulta totalmente extraño, la gente
que trabaja en este lugar va corriendo de un lado para otro, vestidos de una forma rarísima,
además está todo lleno de aparatos que no sabes para qué sirven. Lo único que sabes es que vas
a estar algunos días en este lugar, que en muchas ocasiones estarás solo entre estos desconocidos
y, que por lo que te imaginas, te van hacer algo desagradable, muy doloroso. Te han dicho que
te someterán a una intervención para arreglarte los ojos, y por lo que te han explicado, interpretas
que te los deberán extraer para poder arreglarlos. El pánico se apodera de tí, sin duda alguna tus
familiares quieren castigarte por algo que has hecho mal.
Salvando todas las distancias que puedan existir, algunos niños experimentan de esta
forma su primera experiencia de hospitalización. No es de extrañar, pues, que algunos pacientes
pediátricos intenten escaparse antes de la operación.
Son muchos los aspectos de la hospitalización y la intervención que preocupan a los niños.
Evidentemente, estas preocupaciones difieren mucho según la edad de los niños, como puede
observarse en la siguiente tabla (Ziegler y Prior, 1994).

Edad Estresores
0-12 meses Ansiedad por separación
Ansiedad por lo desconocido
1-3 años Ansiedad por separación
Ansiedad por lo desconocido
Falta de ambiente y rutinas familiares
4-5 años Ansiedad por separación
Miedo a la mutilación y al dolor
Hospitalización como castigo

6-12 años Miedo a la mutiliación y al dolor


Hospitalización como castigo
Miedo a la muerte
Preocupación por la imagen corporal
13-18 años Pérdida del control y la independencia
Amenaza de cambio en la imagen corporal
Limitación de las actividades físicas
Miedo al rechazo de los amigos
Miedo a la muerte

En muchos de los casos las preocupaciones de los niños no son reales sino simplemente
producto de su imaginación. Por ejemplo algunos niños que deben ser sometidos a intervenciones
oftalmológicas creen que se les “sacarán” los ojos, o pacientes que deben ser operados de fimosis
imaginan que se les “cortará” todo el pene. Ante este hecho, es evidente que informar a los niños

-100-
correctamente para evitar este tipo de interpretaciones no es algo solamente recomendable sino
que se convierte en un asusto urgente y totalmente necesario.
Otro motivo que convierte a la preparación psicológica de los niños en una cuestión
imprescindible es la necesidad de paliar las graves consecuencias de la post-hospitalización. La
ansiedad de los niños antes de la operación afecta negativamente a su recuperación, los niños que
sufren más ansiedad prequirúrgica son los que, una vez dados de alta, sufren más trastornos
emocionales y conductuales (agresividad, depresión, eneuresis, encopresis, conductas regresivas,
etc.) trastornos en los habitos de alimentación y sueño, y más problemas de tipo somático (dolor,
infecciones, cicatrización lenta, etc.) (Lumley, Melamed y Abeles, 1993; Valdés y Flórez, 1995).
Incluso existen casos de niños que sufren crisis de ansiedad caraterizada por ataques de pánico,
sudor, palpitaciones, rasgos catalépticos y en algunas ocasiones alucinaciones visuales (Valdés
y Flórez, 1995).
Evitar la ansiedad de los niños durante su hospitalización y prevenir los posibles trastornos
posteriores son dos motivos que confirman la conveniencia de la preparación psicólogica, pero
existe un tercer motivo no menos importante: sus experiencias médicas futuras. Esto es, según
sea la experiencia de la hospitalización que viva el niño, así será su futuro en cuanto a las
situaciones médicas se refiere (Breitkopf, 1986; Lumley, Melamed y Abeles, 1993), pues una
experiencia negativa puede provocar en el niño miedo permanente hacia los médicos y enfermeras.
Por tanto, preparar psicológicamente al niño no sólo le ayudará a afrontar lo mejor posible la
hospitalización presente sino futuras situaciones parecidas.
La preparación psicológica no sólo supone ventajas para el paciente y sus familiares, sino
también para el personal sanitario. Es mucho más fácill y agradable trabajar con personas
tranquilas y colaboradoras que con pacientes nerviosos.
Ante la necesidad de preparar psicológicamente a los niños y sus progenitores para
afrontar la operación y la hospitalización, la pregunta que se formulan muchos profesionales de
la salud es: ¿cómo conseguirlo?
Como en el caso de los pacientes adultos, existen tres niveles distintos de actuación para
conseguir que el niño viva la experiencia de la hospitalización e intervención lo mejor posible:
1.- Infraestructura
2.- Rutina hospitalaria
3.- Técnicas psicológicas

2.1. Infraestructura
La infraestructura se refiere, como ya hemos comentado, sobretodo a la arquitectura y a
la decoración del hospital. Es evidente que el contexto físico en el que se encuentra el niño influye
en cómo vive la experiencia. No es lo mismo para un niño encontrarse en un edificio oscuro y
lleno de imágenes religiosas que en un lugar donde entra el sol y las paredes están cubiertas con
dibujos de Mikey Mouse. Otro aspecto de la “decoración” del hospital que se debe tener muy en
cuenta es la colocación de ciertos utensilios (como agujas, por ejemplo) que pueden aumentar la
ansiedad de los niños. Estos utensilios se deben intentar colocar en lugares que estén fuera de su
campo de visión. Los aspectos de la infraestructura que deben tenerse en cuenta para que el niño
esté a gusto son muchos, pero requiere una especial atención el espacio donde el niño espera para
entrar en el quirófano, dado que aquí vivirá uno de los momentos más estresantes de toda su
hospitalización. Existen hospitales en los que los niños que esperan para entrar en el quirófano
ven a los que salen del mismo, la mayoría de la veces con manchas de sangre, tiritando o
quejumbrosos. No es difícil imaginarse que esta situación es del todo desagradable y muy
angustiosa para el niño que se encuentra esperando. Por tanto, se debería evitar que los niños que

-101-
esperan puedan ver a los que salen del quirófano, ya sea mediante modificaciones en la
arquitectura del lugar o, ya que en muchos casos ello no es posible, mediante biombos o
soluciones más factibles.

2.2. Rutina hospitalaria


Como ya hemos indicado anteriormente, la rutina hospitalaria se refiere a asuntos como
la organización del personal sanitario o los horarios. En muchos casos los horarios, por ejemplo,
se establecen atendiendo en mayor medida a las necesidades de organización interna que pensando
en el paciente. Muchas madres se quejan, no sin razón, que cuando el niño está dormindo después
de haberle costado mucho tiempo conseguirlo debido al dolor, la enfermera lo despierta para
tomarle la temperatura. Éste es sólo un ejemplo de lo poco que se tienen en cuenta, para según
qué tipo de rutinas, las necesidades del paciente. Estas necesidades fueron estudiadas en la
investigación de Kristjánsdollir (1995), en la que se interrogó al respecto a 34 progenitores de
niños hospitalizados. Muchas de las necesidades expresadas hacían referencia a asuntos referentes
a la rutina hospitalaria, como por ejemplo: posibilidad de permanecer con el niño las 24 horas,
participar en los cuidados del niño (limpieza, temperatura, etc.), facilidad para poder contactar
con los médicos una vez en casa, posibilidad de dormir en el hospital y preferencia de una sóla
persona (siempre la misma) cuidando al niño.
Respecto al deseo de los padres de cooperar en el cuidado de los niños, se han realizado
varios estudios que apuntan la conveniencia de que esto se lleve a cabo. Según estas
investigaciones el hecho de que los padres colaboren (previamente entrenados) comporta
beneficios tanto de tipo sanitario como económico, ya que se reduce el riesgo de problemas
psicológicos, la estancia sanitaria y el coste de la misma (véase: Valdés y Flórez, 1995). Aunque
la colaboración de los padres no está excenta de inconvenientes (interfiere en la organización del
servicio, puede aumentar la ansiedad de los padres en algunos momentos, etc.), éstos pueden
disminuir con una correcta preparación.
Es conveniente que los padres formen parte de la rutina hospitalaria no sólo realizando
tareas de enfermería, sino estando presentes durante los procedimientos dolorosos o estresantes
intentado calmar y distraer a sus hijos. Uno de los momentos en los que se recomienda que los
padres estén presentes es durante la inducción de la anestesia (Glazebrook, Lim, Sheard y
Standen, 1994), aunque respecto a este punto las opiniones son controvertidas ya que depende
mucho del tipo de organización del hospital y sobre todo del “tipo” de padres. Por tanto, se
requieren estudios donde se investigue qué tipo de entrenamiento deberían recibir los padres al
respecto o qué soluciones alternativas podrían existir. Una solución alternativa podría radicar en
que una enfermera que conociera al niño fuera la encargada de acompañarlo. No es necesario
decir que una mejora muy importante en este sentido consistiría en disminuir al máximo posible
el tiempo de espera antes de entrar al quirófano, aunque desgraciadamente en la mayoría de los
casos no es factible por motivos de tipo práctico. También es aconsejable que los padres estén
presenten cuando el niño se despierta, en el estudio de Bru, Carmody, Donohue-Sword y
Bookbinder (1993) comprobaron que los padres que se encontraban con el niño al despertar
sufrían menos ansiedad que aquellos que no se encontraban presentes en ese momento.

2.3. Técnicas psicológicas


Además de cambios en la infraestructura y en la rutina hospitalaria, se debería incluir la
aplicación de algunas técnicas psicológicas con el fin de disminuir la ansiedad de los niños y
también la de sus padres. Las técnicas psicológicas que se han demostrado efectivas son muchas,
a continuación describiremos las más estudiadas.

-102-
Transmitir información a los pacientes pediátricos.
Ante la información sobre la operación y la hospitalización, no todos los pacientes
muestran las mismas actitudes. En el caso de los pacientes quirúrgicos adultos nos encontramos,
en un extremo, con pacientes que muestran una actitud denominada “evitadora”, que no quieren
ningún tipo de información, ya que ésta les produce ansiedad, y, en el otro extremo, con pacientes
con actitud “vigilante”, que buscan constantemente información para tranquilizarse. Con los
pacientes pediátricos sucede lo mismo. Por tanto, dado que es difícil aconsejar la cantidad idónea
de información que se debe transmitir, la mejor solución consitiría en dar la oportunidad al
paciente para que solicite la información que desee, y darle la que pida, ni más ni menos, para lo
cual es aconsejable crear un ambiente de confianza con el paciente a fin de que nos pueda
preguntar todo lo que le preocupa.
La información a los niños se puede suministrar de diversas formas: medios audiovisuales,
folletos informativos, cuentos, libros para colorear, etc.
En el caso de los pacientes pediátricos, en algunas ocasiones y dependiendo
fundamentalmente de la edad de los niños, lo más adecuado es dar la información a los padres
puesto que ellos son los que mejor se la pueden transmitir. De todas formas, y como más tarde
explicaremos, no sólo es necesario indicar a los padres sobre qué aspectos deben informar a sus
hijos, sino también sobre cómo deben hacerlo. En el estudio de Kristjánsdollir (1995) los padres
entrevistados expresaron que la información que querían recibir era la referente a:
- Los procedimientos a los que se sometería al niño
- Estado de la enfermedad del niño y pronóstico
- Cómo cuidar al niño una vez dado de alta
- Conocer rápidamente los resultados de las pruebas
- Conocer el día del alta y los posibles cambios
Por tanto, éstos son los puntos esenciales que se deben tener en cuenta cuando se informe
a los padres. En este estudio se puso también de manifiesto que los padres no sólo querían que
la información fuera trasmitida oralmente sino también por escrito.
Otro punto importante que se debe tener en cuenta respecto a la información es que,
aunque en muchos casos se oculta información o incluso se engaña a los niños con la intención
de tranquilizarlos, esta forma de actuación, en algunas ocasiones, puede tener consecuencias muy
negativas. Esto es, no es aconsejable utilizar frases como “no te va a pasar nada” o “no te va a
doler”. Si engañamos al niño, nunca más va a confiar en nuestras palabras, por lo que estará
constantemente en tensión. Derrickson, Neef y Cataldo (1993) llevaron a cabo un estudio de
carácter experimental en el que mostraron que lo más apropiado es “señalizar” al niño los
momentos de “peligro”. Este trabajo se realizó con un bebé de 9 meses. En la cuna de este
paciente se incorporaron un timbre y un foco. Se realizó un diseño que constó de cuatro fases o
tiempos (diseño ABAB). En la segunda y cuarta fase (fases B) cada vez que se le iba a practicar
al niño un procedimiento doloroso (succión nasal, oral y traqueal, inyecciones y administración
de medicación) se le señalizaba previamente mediante la emisión de un sonido y mediante una luz
roja. En las fases primera y tercera (fases A) no se señalizaban los procedimientos dolorosos.
Mediante la observación del niño, se pudo comprobar que en las fases en las que los
procedimientos dolorosos eran señalizados (fases B), éste emitía más comportamientos positivos
(sonreir, mirar al cuidador,...) y menos negativos (chillar, llorar,...) que en las otras fases (A). Los
autores sostienen la hipótesis de que estos resultados se deben a que, en las fases en las que el
peligro está señalizado, cuando no existe señal alguna el niño puede relajarse, mientras que, en
las fases en las que nunca se señaliza el peligro, el bebé está constantemente en tensión, porque
no sabe qué le va a suceder. Si generalizamos los resultados de este experimento, llegaremos a

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la conclusión de que es más apropiado indicar a los niños cuándo van a sentir dolor, porque de
esta forma confiarán más en nosotros y podrán estar relajados cuando no se les indica ningún
“peligro”. Es usual que los niños reaccionen del mismo modo (gritos, llantos, etc.) ante
procedimientos dolorosos (inyección) y no dolorosos (radiografia, electrocardiograma); si
avisamos sobre el momento en que el niño va a sentir dolor, los ayudaremos a distinguir entre
ambos tipos de procedimiento.
Cuando le indiquemos la posibilidad de sufrir dolor al niño, debemos tener en cuenta que
la palabra “dolor” posee connotaciones muy negativas y, por tanto, será más apropiado hablar de
sensaciones. Es decir, en lugar de decirle al paciente “vas a notar dolor” es más conveniente
decirle al niño: “vas a notar una sensación de calor” o “como si te pellizcara”, etc.

Modelado
El modelado es sin duda la técnica más utilizada para preparar a los pacientes pediátricos.
Esta técnica consiste en que el niño, y en algunos casos también los padres, deben contemplar una
cinta de vídeo o diapositivas en las que se muestra cómo un niño y sus padres afrontan
correctamente todas la etapas de la hospitalización. Se trata de que los niños y sus padres
aprendan por imitación cómo deben actuar en los momentos más difíciles de la hospitalización:
el ingreso, la sepación padres-niño, las inyecciones, el dolor, etc. En estas películas nunca se
plasma ninguna imagen que pueda impresionar demasiado, como son los procedimientos
propiamente quirúrgicos. El modelado puede ser de dos formas: pasivo y activo. En el modelado
pasivo, niños y padres se limitan a visualizar la película, mientras que en el modelado activo los
niños deben imitar el comportamiento del protagonista en el mismo momento en que ven la
película. Un ejemplo de comportamiento que imitan los niños es el de relajación o formas de
respiración profunda para disminuir la ansiedad y calmar el dolor. Aunque varios estudios
muestran la efectividad de ambas formas de modelado para reducir la ansiedad de padres e hijos,
y para aumentar los comportamientos cooperativos (Ellerton y Merriam, 1994; Faust, Olson, y
Rodríguez, 1984; Melamed y Siegel, 1975; Pinto y Hollandsworth, 1989; Campbell, Berry y
Lamberti, 1995), el modelado activo parece ser más eficaz (Klingman, Melamed, Cuther y
Hermecz, 1984).

El juego médico
Otra de las técnicas que incluyen muchos programas de preparación para la cirugía
consiste en jugar con el niño. Para llevar a cabo estos juegos se suele utilizar material inofensivo
propio del hospital (máscaras, jeringuillas, etc.) y muñecos anatómicos. Estos juegos permiten que
los niños expresen sus emociones a través de los muñecos de una forma socialmente más
admitida. Durante el juego el adulto indica al niño que señale la parte del muñeco que le van a
operar, con lo que se puede conocer en muchos casos las ideas erróneas de los niños y
modificarlas. Por ejemplo, muchos niños indican cómo va a ser la cicatriz señalando un área
exageradamente extensa del muñeco, en este caso la utilización del muñeco nos puede ayudar para
corregir al niño e indicarle exactamente el tamaño y el lugar de la cicatriz. Los muñecos también
pueden ser utilizados para explicar a los niños algunos procedimientos médicos, como las
inyecciones o la inducción de la anestesia. Otra ventaja que presentan estos juegos es que
permiten al niño familiarizarse con muchos de los objetos que verá durante su hospitalización, lo
cual es sumamente importante si pensamos en lo nuevo y extraño que resulta el ambiente
hospitalario para la mayoría de los niños. La eficacia de estos juegos se ha demostrado en varios
estudios (Edwinson, Arnbjornsson y Ekman, 1988; Ellerton y Merriam, 1994; Twardosz, Weddle,
Borden y Stevens, 1986).

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El dibujo
Como ya hemos apuntado, la gran imaginación que poseen los niños les lleva en muchos
casos a imaginar la operación como un acto totalmente cruel. Animar a los niños a que dibujen
cómo creen que será la operación es una forma sumamente útil para conocer cómo imagina el
niño la operación, para, a partir de aquí, modificar sus ideas erróneas (Jover, Ponce, Viladoms y
Admetlla, 1983). En muchos de los dibujos se pueden apreciar jeringuillas de tamaños exagerados,
cicatrices que casi abarcan todo el cuerpo, y otras distorsiones parecidas.

Visita al hospital.
En algunos programas de preparación también se incluye la visita al hospital (Ellerton y
Merriam, 1994; Lizasoain y Polaino, 1995). A los niños se les muestran las diferentes secciones,
comentando la rutina hospitalaria con el fin de familiarizarles con el hospital.

Distracción
Las personas no somos capaces de procesar, de forma consciente, dos informaciones al
mismo tiempo. Esto es, no podemos prestar atención a dos estímulos diferentes paralelamente en
el mismo instante. Partiendo de esta evidencia, si cuando sentimos dolor logramos que nuestra
atención se dirija a otra información diferente al dolor, la experiencia consciente de dolor
disminuirá o incluso desaparecerá. Por tanto, es conveniente entrenar a los niños a distraerse, es
decir; a prestar atención a algo diferente al dolor.

Existen varias técnicas basadas en la distracción:


- Ejercicios de respiración. Se debe entrenar al niño a respirar profundamente, para ello,
y según la edad del niño, se pueden utilizar diferentes metáforas (por ej: “imagínate que eres una
rueda y te están hinchando, ahora la rueda se desincha haciendo un pitido”). Es muy útil hacerle
respirar profundamente o soplar durante las inyecciones dado que de esta forma no está tan atento
a las sensaciones que produce la inyección. Igualmente, se ha comprobado que puede resultar
sumamente provechoso para distraer al niño y conseguir que llore menos y se encuentre más
tranquilo, animarle a que hinche un globo antes y durante las inyecciones (Blount, Bachans,
Powers, Cotter, Franlkin y Chaplin, 1992; Manne, Bakeman, Jacobsen, Gorkinkle y Redd, 1994).
Ponemos como ejemplo las inyecciones como procedimiento doloroso en el que se deben utilizar
ejercicios de respiración ya que, sin duda, es uno de los acontecimientos más estresantes para el
niño. Como afirma Palomo (1995), este acontecimiento, relativamente sencillo, simboliza para el
niño su estancia en el hospital. En un estudio realizado por Moix y colaboradores (1996) se
comprobó que el miedo a las inyecciones predecía la ansiedad del niño en la antesala del
quirófano. Esto es, los niños que normalmente tienen más miedo a las inyecciones eran aquellos
que se encontraban más nerviosos antes de entrar al quirófano. Por tanto, si queremos reducir la
ansiedad en un momento tan importante deberemos primero tratar el miedo a las inyecciones.
- Centrar la atención en objetos de la habitación (por ejemplo, “mientras te pongo la
inyección cuenta las baldosas que hay en aquella pared”).
- Libros con actividades (por ejemplo, “encuentra donde está el gato en este libro”).
- Cuentos. Otra forma de distracción consiste en contar cuentos mientras los niños son
sometidos a procedimientos dolorosos de larga duración. Es conveniente describir detalles como:
olores, colores, sabores y sensaciones en general, para que el niño logre “sumergirse” en la
historia y olvidar el dolor. Esta técnica se investigó en el estudio de Smith, Barabasz y Barabasz
(1996), en donde se la denominó hipnosis. En esta investigación se comprobó que los niños
hipnotizables conseguían grandes logros con esta técnica. Concretamente disminuía su dolor y

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ansiedad ante procedimientos médicos dolorosos.
- Actividad verbal. Para que el niño se distraiga, también es útil hacerle contar,
aumentando la dificultad según la edad (por ejemplo, de dos en dos, de tres en tres, al revés). Para
lograr la distracción del niño también podemos animarle a que nos explique temas de su interés,
como su programa de televisión favorito.
- Intentar que el niño tenga un rol activo en las situaciones en las que sea posible. Si el
niño participa, además de distraerse, sentirá que tiene más control sobre la situación.

Relajación
La técnica de relajación es útil por sí misma y también para ayudar a potenciar los efectos
de la distracción. En otras palabras, es más fácil que el niño preste atención a nuestras palabras
si se encuentra relajado que si está agitado. Por tanto, en algunos casos, antes de aplicar las
técnicas de distracción anteriormente descritas, será conveniente utilizar la relajación.
Para que la relajación sea óptima se debe disponer de 10 a 20 minutos. El niño debe
encontrarse en una posición cómoda y se deben evitar las interrupciones. Esto es, el ambiente
debe favorecer la relajación.
Con voz tranquila y suave se debe ir indicando al niño que tense un grupo de músculos
hasta su grado máximo y seguidamente que los relaje saboreando esta sensación. Se puede
empezar por pies, piernas, brazos... hasta llegar a los músculos de la cara.
Los ejercicios de respiración antes descritos le ayudarán a relajarse.
Tal y como nos aconseja Palomo (1995), si el niño tiene menos de 7 u 8 años, se puede
utilizar la técnica “Robot-muñeco de trapo”. En primer lugar, el niño debe actuar como un robot
de forma rígida y tensa, y a continuación como un muñeco de trapo de forma floja y relajada.

Entrenamiento a los padres


En el caso de los pacientes pediátricos, los padres juegan un papel primordial. La ansiedad
de los niños es, la mayoría de las veces, el reflejo de la ansiedad que sienten sus padres. Por ello,
una técnica de algunos programas de preparación para niños consiste en entrenar a sus padres en
relajación u otras técnicas de control del estrés (Zastowny, Kirschenbaum y Meng, 1986) .
Es muy importante que los padres sean conscientes de que la ansiedad de sus hijos
depende en buena medida de su comportamiento. A los padres no solamente se les debe dar
información sobre todos los puntos sobre los que pregunten, sino que también se les debe
aconsejar sobre cómo transmitir esta información a sus hijos. A continuación vamos a enumerar
algunos de los consejos que es conveniente dar a los padres:
! No engañar a su hijo respecto a ningún punto para no perder su confianza. Hay padres
que incluso mantienen en secreto la noticia de la hospitalización hasta el mismo momento del
ingreso. No es necesario decir que, en este caso, a los niños les cuesta volver a creer en la palabra
de sus padres.
! Dedicar un tiempo al hijo para que éste formule todas las preguntas sobre los aspectos
que le preocupan. No dar más información que la que el niño solicita. Recordemos que, como en
el caso de los adultos, existen niños evitadores a los que la información no les calma sino que les
produce ansiedad. Por consiguiente, tampoco es conveniente abrumar a los niños con información
que no desean.
! Cuidado con el vocabulario y con excesivos detalles que producen confusión y
ansiedad. Por ejemplo, si le indicamos al niño que le van a practicar “una extracción de sangre”,
él se puede llegar a imaginar, como ya ha sucedido en algunos casos, que le van a extraer toda la
sangre del cuerpo.

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! Dejar expresar los sentimientos. Evitar frases como “los valientes no lloran”. Es
convieniente comentar con el niño, una vez concluida la fase quirúrgica, cómo ha vivido la
experiencia, así se puede ayudar al niño a que interiorice la experiencia de forma positiva y a
modificar todos los “fantasmas” asociados con la intervención.
! Acompañarlo el mayor tiempo posible durante la hospitalización.
! Suavizar los momentos de separación. Durante la hospitalización existen momentos en
que los padres deben separarse de sus hijos, como cuando el niño debe dirigirse al quirófano.
Muchos padres dan fuertes abrazos y besos a sus hijos como si no los fueran a ver nunca más, lo
cual, evidentemente, debe evitarse. Se debe procurar no actuar de una forma demasiado especial.
Una buena forma de actuar es decirle al niño que tenemos preparado un cuento, un juego o
cualquier cosa que le gusta para cuando salga del quirófano, decirle esto implica suponer que el
niño va a volver, cosa que, en algunos casos y según la edad, los niños no ven como totalmente
segura.
! Confeccionar la maleta adecuada. Es aconsejable llevar el muñeco preferido del niño
o juegos que puedan distraerle.
! Traer algún regalo que pueda distraerle es aconsejable, pero no es necesario traerle un
regalo cada día ya que se convertiría en una situación demasiado especial.
! Resaltar los aspectos positivos de la intervención. Los padres deben explicar a sus hijos
las ventajas de ser operados y sobre todo vigilar que sus hijos no vivan la experiencia quirúrgica
como un castigo, un sentimiento muy común en los niños. En algunos casos, estas creencias
pueden derivarse de algunas referencias anteriores al hospital (por ejemplo, “si no te portas bien,
irás al hospital”).
! Aumentar la confianza en los médicos y personal sanitario en general. En muchos casos
los niños pueden contemplar a los médicos más como técnicos que como personas. Intentar
cambiar esta imagen. Igualmente intentar dar a los niños una imagen más familiar y menos técnica
del hospital, por ejemplo presentándoselo como una gran casa (con cocina, lavabos, camas, etc.).
! Juegos, cuentos, dibujos sobre el hospital y la operación pueden ayudar al niño a
expresar sus preocupaciones y a los padres a conocer las ideas de los niños, y así tener la
oportunidad de modificarlas.
También es conveniente explicar a los padres que, en muchos casos, después de la
hospitalización se producen conductas problemáticas en el niño como: trastornos en el sueño o
en la alimentación, comportamientos regresivos (por ejemplo, el niño se vuelve a chupar el dedo),
enuresis, ansiedad, depresión, etc. Es importante indicar a los padres que no se preocupen en
exceso en el caso de que el niño presente alguno de estos trastornos, ya que en la mayoría de los
casos son pasajeros, y sólo si perduran durante mucho tiempo requieren la consulta a un
especialista.
Habitualmente, cuando los padres hablan con los médicos de la operación de su hijo se
encuentran tensos y esta tensión provoca que no puedan asimilar toda la información que se les
trasmite por simple que ésta sea. Por este motivo es aconsejable que al terminar la entrevista con
los padres se les facilite un folleto con los consejos citados para que, una vez en casa, puedan
leerlos con tranquilidad.
Teniendo en cuenta que cada día se practica, en mayor medida, la cirugía ambulatoria,
entrenar a los padres como hemos descrito adquirirá más importancia cada vez, ya que la
recuperación de sus hijos dependerá en gran parte de los cuidados que les den.

Programas de educación extrahospitalaria


La preparación psicológica para la hospitalización no sólo se puede llevar a cabo con niños

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que deben ser o están hospitalizados, sino también con aquellos que quienes no está previsto
ningún tipo de hospitalización. Elkins y Roberts (1984) comprobaron la efectividad de un
programa extrahospitalario. Este programa consistía en que los niños iban a un hospital simulado
e interactuaban con el personal y los equipos médicos. Asimismo tenían la oportunidad de
preguntar todas sus dudas. Comparando a los niños que habían participado en este programa con
niños de un grupo control, pudieron comprobar cómo los primeros tenían más concociemientos
médicos y obtenían menos puntos en una escala de miedos relacionados con asuntos médicos.
Este estudio demuestra que sería del todo recomendable que en los ayuntamientos o en los
colegios se programaran actividades de este tipo.

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CAPÍTULO 7
ANSIEDAD Y SEXUALIDAD:
UNA REVISIÓN CONCEPTUAL Y EMPÍRICA
José Cáceres Carrasco

1. INTRODUCCIÓN
Muchos autores (por ejemplo, Masters y Johnson, 1970) consideran la ansiedad como un
elemento determinante en la etiología de las diversas disfunciones sexuales, tanto masculinas
como femeninas.
Sin embargo, por lo que sabemos hoy en día, la relación existente entre la ansiedad y la
disfunción sexual es, cuando menos, ambigua. Algunos clínicos, y también investigadores,
mantienen que los niveles altos de ansiedad generalizada interfieren con la vivencia placentera de
la sexualidad. Otros, por el contrario, piensan que no es tanto la ansiedad generalizada como la
ansiedad específicamente relacionada con temas sexuales la responsable de las dificultades
sexuales (Cooper, 1969).
Además del contencioso ansiedad generalizada Vs ansiedad específica, otra cuestión a
tener en cuenta es la de si es la ansiedad la responsable de las disfunciones sexuales, o, al
contrario, ésta sería secundaria a las disfunciones sexuales y el consiguiente trastoque
experimentado en el contexto relacional.
Algunos investigadores se preguntan si la ansiedad y la disfunción sexual se encuentran
necesariamente asociadas en la misma persona o, por el contrario, existen diferencias individuales
al respecto (Kockoctt y cols., 1980). Parte de esta confusión podría estar motivada por lo
complejo y ambiguo de los conceptos de ansiedad y sexualidad.
Lang (1979) ha argumentado que la ansiedad puede tener implicaciones diversas
(subjetivo-cognitivas, fisiológicas y comportamentales) que no necesariamente covarían. Las
reacciones de cada uno de estos componentes podrían encontrarse bajo el control de mecanismos
biológicos diferentes, o podrían haber sido adquiridos a través de diferentes mecanismos de
aprendizaje.
Así mismo, el concepto de sexualidad implica mecanismos diferentes. Tradicionalmente,
se ha venido englobando bajo el concepto de sexualidad aspectos-fases diferentes (deseo,
excitación, orgasmo-eyaculación,...). Probablemente, cada una de estas fases esté también siendo
controlada por mecanismos subyacentes diferentes.
No debemos olvidar, así mismo, que el propio concepto de emoción no deja de ser un
constructo hipotético que intenta explicar, más o menos globalmente, un conjunto de reacciones
generadas en un sujeto en sus intentos por adaptarse al entorno cambiante, y a veces adverso, en
que le toca vivir, y que no se trata de compartimentos estancos.
El objetivo de este capítulo es revisar, en un intento de clarificación, cada uno de estos
conceptos, así como revisar los resultados de diversos estudios empíricos que nos permitan
clarificar lo complejo de esta interacción.

2. REVISIÓN DE CONCEPTOS

2.1. Ansiedad
La ansiedad se puede definir como un sistema biológico de alarma que se activa en
momentos de peligros potenciales. Se convierte en anormal cuando el conjunto de respuesta es
demasiado fuerte, dura un tiempo excesivo, o llega a aparecer en situaciones que se saben no
peligrosas o incluso sin provocación alguna.

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La ansiedad se acompaña de síntomas que implican hiperactividad somática autonómica
y cognitiva.
A pesar de la existencia de considerables diferencias individuales, se ha identificado un
patrón consistente de respuestas fisiológicas (Gray, 1982).
En el miedo intenso, la primera respuesta está dominada por el sistema nervioso
parasimpático: la persona nota que el corazón “se le para”, y puede sentir desvanecimiento y
flojedad. Sin embargo, pronto predomina el tono simpático: aparece sudoración, el corazón se
acelera, los miembros se agitan, y la respiración se hace más profunda (Gellhorn, 1965).
En situaciones de menos temor, las respuestas autonómicas se derivan de las influencias
mezcladas de los sistemas simpático y parasimpático: se experimenta un aumento de la actividad
de las glándulas sudoríparas, por la estimulación de los nervios simpáticos cutáneos; la frecuencia
cardíaca y la presión arterial se activan, como consecuencia de la activación simpática y/o la
inhibición parasimpática; los síntomas gastrointestinales y relacionados con la micción, como la
necesidad de orinar, las molestias abdominales y retortijones, y el deseo de defecar están causados
por la activación parasimpática (Marks, 1987).
Durante las situaciones de estrés, el individuo tiende también a hiperventilar, y la
hipocapnia resultante puede dar lugar a vasoespasmos cerebrales, lo que provoca mareo,
sentimientos de despersonalización, y a veces desvanecimientos. En ocasiones, la alcalosis
respiratoria produce espasmos musculares e hiperestesias.
El miedo agudo se asocia también con un incremento en la secreción de hormonas
específicas. Así, el cortisol se libera merced a la influencia de la hormona adrenocorticotropa. Las
terminaciones nerviosas simpáticas liberan noradrenalina, y se produce adrenalina por la activación
simpática de la médula suprarrenal. Se sabe, también, que la adrenalina responde más que la
noradrenalina a la estimulación psicológica.
Sin embargo, la secreción aumentada de estas dos hormonas no es específica de la
reacción de ansiedad, sino que se da en todas las condiciones de alerta aumentada, incluyendo la
alegría y felicidad (Frankenhauser, 1979).
Algunos efectos ansiolíticos de las benzociacepinas se suelen explicar por el incremento
de la inhibición GABAérgica de las neuronas diana serotoninérgicas en el sistema límbico. Así
pues, diversos datos directos e indirectos indican el posible papel de los mecanismos
serotoninérgicos en la patogenia de la ansiedad (Coplan y cols. 1992; Muller, 1988). Quizá sea
éste el mecanismo mediante el cual se produce un aumento de las disfunciones sexuales durante
el tratamiento con antidepresivos, especialmente los inhibidores selectivos de la recaptación de
la serotonina. Al respecto, Balon y cols. (1993) manifiestan que un 48,4 % de los pacientes con
trastornos de ansiedad y un 37 % de los pacientes con trastornos afectivos, que incluyen los
antidepresivos en su tratamiento, demuestran un importante grado de disfunción sexual. Stein y
cols. (1992) llegan a recomendar medicación serotoninérgica en el tratamiento de las obsesiones
sexuales, de las adicciones sexuales y de las parafilias.
Experimentos en animales y algunos datos limitados de estudios con seres humanos
indican que la activación de las neuronas noradrenérgicas del locus ceruleus se asocia a
manifestaciones comportamentales relacionadas con el miedo y la ansiedad (Norman y cols.,
1990).
Por lo que a la ansiedad sexual se refiere, éstas son algunas de las acepciones que suelen
incluirse al referirse a la misma:
1.- Temor a no reaccionar adecuadamente.
2.- Distracción de las señales sexuales al fijarse en las demandas de la pareja o en la
producción propia de señales asexuales (falta de erección, lubricación,...).

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3.- Más genéricamente, proceso cognitivo que incluye estilos personales de procesamiento
de la información, del contenido de los pensamientos propios, y de la percepción del
comportamiento y de la reacción fisiológica propios.
4.- Rasgo pervasivo de personalidad, o forma peculiar de reacción de un individuo,
limitado a contextos sexuales.
5.- Una reacción psicobiológica que potencia las dificultades, especialmente en las fases
erectivas y orgásmicas, a través de su intervención en los mecanismos autonómicos periféricos.
Grupos de investigadores diferentes en laboratorios diferentes han abordado cada uno de
estos componentes, quizá creyendo, con ello, referirse al proceso total de ansiedad. A nuestro
entender, esta confusión terminológica es en gran medida responsable de la contradicción
existente en algunos de los resultados obtenidos.

2.2. Sexualidad
Deseo Sexual
Aunque el público en general seguramente entienda lo que se quiere decir al hablar de
“estar caliente o cachondo/a”, muy pocos serán conscientes de las dificultades que implica definir
qué sea el deseo sexual.
¿Hemos de entender por deseo sexual la facilidad-predisposición para iniciar o invitar un
contacto sexual, o la preparación de un individuo para aceptar las propuestas sexuales que reciba
de los demás, mecanismos, ambos, bien diferentes entre sí? Son muy pocos los autores que han
intentado medir esta dimensión separadamente del resto de la secuencia sexual (erección,
excitación, orgasmo, eyaculación,...).
Quizá, una de las excepciones la representa Wilson (1988), quien operativiza el deseo
sexual en la dimensión de fantasías-pensamientos sexuales libres, independientes de estímulos
externos o asociados con otro tipo de actividad sexual (masturbadora, coital,...), subagrupándolas
en cuatro apartados (exploratorias, íntimas, impersonales y sadomasoquistas). Mantiene que esta
dimensión tiene una alta correlación con la frecuencia orgásmica y el impulso sexual general. Por
su parte, Smith y Over (1991), tras proponer un cuestionario de fantasías sexuales para hombres,
mantienen que posiblemente las fantasías sexuales estén mediadas por procesos diferentes de
aquellos implicados en otro tipo de fantasías o ensoñaciones diurnas.

Bases biológicas
Si el concepto de deseo sexual está pobremente definido, cabe esperar que la fisiología
subyacente al mismo sea también pobremente entendida (Riley y cols., 1986; Bancroft, 1988).
Los andrógenos parecen estimular el deseo sexual, la prolactina, inhibirlo. Los estrógenos,
aunque es probable que no tengan un efecto directo sobre el deseo sexual femenino, podrían,
indirectamente, aumentar en la mujer deficitaria en estrógenos el sentimiento de femineidad. No
sabemos muy bien qué neurotransmisores centrales aumentan el deseo, aunque sí se sabe que el
5-HT (hidroxitriptamina), o serotonina, seguramente lo inhibe.
La hiperprolactinemia se ha asociado típicamente con un deseo sexual inhibido. La
prolactina, que se encuentra bajo el control del sistema dopaminérgico, aumenta cuando la
actividad dopaminérgica es insuficiente. Suele ser difícil distinguir hasta qué punto la inhibición
del deseo sexual es el resultado de la prolactina en sí misma o de la actividad dopaminérgica
subyacente.
Bancroft y Wu (1982), tras analizar la responsividad sexual de sujetos hipogonádicos ante
estímulos visuales y ante fantasías, y compararla con la de sujetos normagonádicos, descubren que
aquéllos reaccionan menos sólo ante la estimulación fantaseada, ligando así el posible papel

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jugado por las hormonas en la responsividad sexual normal, y el posible desligamiento de la
reactividad sexual ante estímulos sexuales visuales de la acción hormonal.

Excitación sexual
Aunque el término excitación sexual se utiliza ampliamente, y también parece ser
comprensible para cualquiera, su sentido preciso no está tan claro, tendiendo a cubrir una gran
variedad de mecanismos fisiológicos y psicológicos que se organizan en fases diferentes.
La analogía con el hambre puede facilitarnos la comprensión de su complejidad. Ambos
mecanismos dependen de procesos bioquímicos (hipoglucemia en el caso del hambre),
psicológicos (aprendemos a tener hambre y a excitarnos) y externos, pues ambos procesos pueden
activarse e incrementarse por la influencia de los estímulos externos (vista, olfato y otros,...).

Mecanismos subyacentes
Los mecanismos subyacentes a la excitación sexual, especialmente en lo que a los cambios
genitales se refiere, tienen que ver con importantes fluctuaciones cardiovasculares y
hemodinámicas, que facilitan el flujo de sangre a la zona pélvica. En este proceso parecen
colaborar dos submecanismos: uno, mediante el cual se dilatan activamente las arterias, y un
segundo, por el que, también activamente, se cierran las válvulas venosas. Estructuras semejantes
se han descrito en la pared vaginal. Hay estudios en los que, al analizar los resultados obtenidos
tras la implantación de electrodos en el cerebro de monos, se pone de relieve que existen lugares
excitadores e inhibidores en el cerebro implicados en el control neural de estos mecanismos
vasculares.

Eyaculación/orgasmo
De todas las fases sexuales, el orgasmo sigue siendo la más misteriosa y la menos
entendida. Implica toda una serie de cambios genitales y extragenitales (musculares,
cardiovasculares, respiratorios y sensaciones somáticas,...), así como un estado alterado de
conciencia.

Mecanismos subyacentes
Seaman y Langworthy (1938) ya planteaban la existencia de un centro de la eyaculación
en la médula espinal lumbar, que produce la emisión a través del influjo simpático de las dos
primeras raíces lumbares, y la eyaculación a través de impulsos parasimpáticos de la vía sacra
(niveles 2-4). Posiblemente, también participan en el proceso de la eyaculación las contracciones
ischio y vulbocavernosas y el contractor de la uretra.
No está claro hasta qué punto estos mecanismos medulares dependen de acontecimientos
centrales. En algunos primates existen lugares en el sistema límbico cuya estimulación produce
erección y eyaculación, seguida de un estado de quietud. Al respecto, Heath (1972) registró con
electrodos implantados en un hombre y una mujer, ambos epilépticos, descargas localizadas en
el área septal, asociadas con el orgasmo.
En cuanto a los mecanismos neurales implicados en el orgasmo, Geer y Quartaro (1976)
hipotetizan la existencia de una marcada activación parasimpática durante la fase vasocongestiva,
y un incremento en la activación simpática al comienzo de la fase orgásmica, incremento que
remedaría la descarga simpática durante la fase de eyaculación en el caso del varón.
Varias sustancias, especialmente los antiandrógenos y algunos tranquilizantes, pueden
provocar el fracaso en la eyaculación.

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Bases hormonales
Hace muchos años, Ford y Beach (1951) ya señalaron que en los animales más
evolucionados biológicamente la conducta sexual está menos determinada por los factores
hormonales, teniendo más importancia los factores de aprendizaje y los factores ambientales.
No obstante, la conducta sexual de la mayoría de los subprimates está controlada en gran
medida por factores hormonales. En la hembra, la conducta sexual parece depender de las
hormonas ováricas, y el patrón de hormonas implicadas parece variar de una especie a otra. En
las hembras carnívoras (perras y gatas) se requiere la presencia de los estrógenos. En los roedores
se requieren estrógenos y cambios progestagénicos. En el macho, los determinantes hormonales
son mucho menos variados que en la hembra, dependiendo casi exclusivamente de los
andrógenos, fundamentalmente de la testosterona, y ello independientemente de la especie.
En el macho, los lugares de acción de los andrógenos pueden ser fundamentalmente tres:
! El sistema límbico del cerebro, especialmente el hipotálamo anterior.
! La médula espinal, que facilita los reflejos que provocan la erección y la eyaculación,
reflejos que dependen de los andrógenos.
! El pene, que en la mayoría de los animales posee derivaciones nerviosas que aumentan
su sensibilidad, derivaciones dependientes también de los andrógenos.

Interrelación de esteroides y aminas cerebrales y conducta sexual


Los dos principales tipos de aminas cerebrales son: las indolaminas, de las cuales la
serotonina o 5-HT es la principal, y las catecolaminas, de las cuales la dopamina, la noradrenalina
y la adrenalina son los principales ejemplos. La interacción de estas hormonas es compleja, y los
datos conocidos hoy en día están lejos de ser concluyentes.
Bancroft (1983) mantiene que, en las especies subhumanas, la 5-HT inhibe la conducta
sexual en el macho y en la hembra. La adrenalina inhibe la conducta sexual en la hembra y tiene
efectos inciertos en el macho. La noradrenalina aumenta la actividad sexual en la hembra y
posiblemente no afecte al macho. La dopamina parece inhibir la conducta sexual femenina y
excitar la masculina. La relevancia de estos datos y su extrapolación a los primates, incluyendo
al hombre, no está clara.
El hecho de que mujeres adictas a las anfetaminas tengan un mayor grado de disfunciones
sexuales es consistente con el hecho de que existan influencias diferenciales de la dopamina en el
hombre y en la mujer, dado que la anfetamina es un agonista dopaminérgico.
El estudio de la prolactina ha recibido mucha atención en los últimos años. La
hiperprolactinemia se ha reconocido como una de las causas de las disfunciones erectivas y de la
falta de interés sexual en el varón.
La prolactina podría afectar el funcionamiento sexual a través de varios mecanismos. En
primer lugar, los niveles altos de prolactina podrían tener un efecto inhibidor en los centros
sexuales; en segundo lugar, el incremento en los niveles de prolactina podría afectar de manera
adversa el funcionamiento sexual a través de un efecto secundario, consistente en la reducción de
los niveles de testosterona en plasma. A todo ello hay que añadir que un incremento en los niveles
centrales de 5-HT aumentará la secreción de prolactina.
Esta revisión breve de los mecanismos biológicos subyacentes a ambas emociones
(ansiedad y excitación sexual), lógicamente, nos induce a pensar en una cierta semejanza y
también en algunas incompatibilidades entre ambas. Como señalan Heiman y LoPiccolo (1989),
determinados programas de tratamiento incluyen estrategias de entrenamiento para incrementar
la activación fisiológica (por ejemplo, a las mujeres preorgásmicas se les enseña a “engañar a su
propio organismo”, incrementando su tensión muscular, aumentando el ritmo respiratorio,...) para

-113-
facilitar el salto orgásmico, provocando reacciones comunes (por ejemplo el “mareo” orgásmico
y la “despersonalización” del ansioso). (¡Ni que decir tiene que una y otro vivirán experiencias
fisiológicas posiblemente semejantes de manera muy diferente!).
Desde planteamientos empíricos y conceptuales, los estudios y modelos de emoción
propuestos por diversos investigadores y teóricos podrían ayudarnos a clarificar y explicar la
naturaleza de la interacción de ambas emociones en un sentido o en otro.
Así, según Schachter y Singer (1962), en último extremo, sería la etiquetación cognitiva
final de un proceso de activación fisiológica indiferenciada y común en algunos aspectos la que
determinaría la reacción emocional resultante, bien como ansiedad, bien como excitación sexual.
Por su parte, Lang (1995), por lo que a la expresión emocional se refiere, integrando datos
de Konorsky (1967) y Dickinson y Dearing (1979), propone la existencia de dos sistemas
motivacionales opuestos, aversivo y atractivo, cada uno de ellos activado por un número
diferente, pero igualmente amplio, de estímulos incondicionados.
Estos subsistemas supuestamente tendrían “conexiones inhibitorias recíprocas”, que
modularían nuevas respuestas a inputs de estímulos incondicionados, y tendrían como base
diferentes circuitos neurofisiológicos en el cerebro, fundamentalmente subcorticales.
La activación no tendría un sustrato separado, sino que, más bien, reflejaría variaciones
en cuanto a actividad metabólica o neural de ambos subsistemas: apetitivo y aversivo.
Así pues, las demandas tácticas del contexto podrían moldear los diferentes estados
emocionales. Todos estos estados emocionales se organizarían en función de una base
motivacional. En este sentido, la valencia afectiva y el sistema de activación serían las dimensiones
estratégicas existentes tras el mundo emocional. Las dimensiones apetitiva (de acercamiento) y
aversiva (de evitación) competirían por los procesadores de salida del cerebro.
Pero, dado que una configuración estimular podría tener un valor evocador
multidimensional y doble (un varón podría percibir a una mujer como especialmente atractiva,
pero a la vez amenazante-demandante), podrían producirse “conflictos”, según la terminología
de Neal Miller (1944), en los cuales la resolución conductual vendría determinada por la fuerza
relativa de la activación correspondiente a cada una de las valencias motivacionales.
La sexualidad y el miedo alcanzarían niveles semejantes en el eje de activación. Sin
embargo, ambas emociones ocuparían cuadrantes diferentes en el eje apetitivo, encontrándose el
sexo en el lado placentero y el miedo o la ansiedad en el lado desagradable. De ahí la supuesta
conexión de inhibición recíproca.
De hecho, los primeros proponentes de sistemas terapéuticos, tales como la
desensibilización sistemática, que defienden un modelo de inhibición recíproca, proponían, bien
la relajación, bien la adopción de respuestas consumatorias, bien la evocación de respuestas
sexuales, como comportamientos “naturales” inhibidores de la ansiedad.

3. REVISIÓN DE RESULTADOS

3.1. La ansiedad como inhibidora de las respuestas sexuales


Numerosos investigadores han intentado validar la interacción existente entre el concepto
de ansiedad, el concepto de estrés, y la reactividad sexual. Uno de los primeros en investigar la
relación causal existente entre aspectos cognitivos y la excitación sexual fisiológica fue Geer
(Geer y Fuhr, 1976). Estos autores intentan estudiar y verificar la afirmación propuesta por
Masters y Johnson en 1966 en el sentido de que “la erección peneana puede verse interferida
cuando se introducen estímulos asexuales, aunque se continúe simultáneamente la estimulación
sexual externa directa sobre los genitales”.

-114-
En un estudio ingenioso, evalúan el papel de la distracción en la responsividad sexual,
sugiriendo que este fenómeno -la distracción- podría representar otra explicación tan plausible del
éxito de determinadas estrategias terapéuticas como la técnica de la pinza, en el tratamiento de
los eyaculadores precoces, o la de subyacer, en el caso de los individuos con dificultades erectivas
que se concentran demasiado en evaluar su ausencia de respuesta durante la ejecución sexual.
Estos pensamientos, al ser no eróticos, actuarían como interferencia-distracción, y
reducirían tal erección. La inversa de la distracción, la atención, el grado con el que un individuo
puede fijarse en determinados estímulos, es igualmente importante, asumiendo que, para que se
produzca la excitación sexual ante estímulos no genitales (visuales, auditivos,...), debiera ocurrir
un complejo proceso atencional. Si este complejo proceso atencional se ve interferido, la
respuesta fisiológica sexual se verá también disminuida y abortada.
En un experimento elegantemente diseñado en el que participaron 31 sujetos varones
voluntarios, Geer y Fuhr (1976) demostraron que el grado de distracción presentada
correlacionaba perfectamente con el grado de respuesta fisiológica genital ante una serie de
grabaciones auditivas eróticas. Estos autores concluyen que cuanto mayor es el grado de
distracción o de interferencia menor es el nivel de excitación.
Farkas y cols. (1979), utilizando como sujetos a 32 varones funcionales, dirigen sus
investigaciones a dilucidar los efectos del foco atencional sobre algunos de los apartados
señalados más arriba: demandas de ejecución y efectos de la distracción. Sus resultados indican,
también, los potentes efectos de la distracción durante el proceso de la tumescencia, aunque dicha
distracción no pareció tener efectos en la apreciación subjetiva del individuo. Las demandas de
ejecución no son importantes a la hora de distraer la erección; sin embargo, sí lo es la combinación
de las demandas de ejecución y la distracción. Por otra parte, estos autores señalan que el tipo de
estímulos utilizados -películas explícitamente sexuales-, así como el grado de claridad sexual,
tienen un marcado efecto en la apreciación subjetiva, sin que ello repercuta en la tumescencia
fisiológica.
Lange, Wincze y cols. (1981) dirigen sus objetivos hacia la clarificación de los efectos de
las demandas de ejecución, de la distracción y de la activación autonómica del sistema simpático.
Los sujetos fueron 24 varones voluntarios, todos ellos estudiantes, y sus resultados indican que
las demandas de ejecución, la focalización atencional y la automonición de respuestas erectivas
no limitan ni influyen en la magnitud de tales respuestas.
El incremento de la activación autonómica simpática, provocada mediante la inyección de
una solución de adrenalina, pareció facilitar el proceso de detumescencia tras haber reaccionado
a los estímulos presentados, aunque no inhibió el proceso de tumescencia ante estos estímulos.
Otros autores (Barlow y cols., 1983; Beck y cols., 1983, 1987; Beck y Barlow, 1986a,
1986b) han estudiado los efectos del foco atencional en la pareja o en uno mismo a la hora de
reaccionar sexualmente, y ello tanto en sujetos funcionales como disfuncionales. Sus resultados,
aunque especialmente complejos, son muy reveladores. De manera esquemática, se pueden
resumir del siguiente modo:
! Focalizar la atención en las reacciones sexuales propias disminuye la reactividad sexual,
aunque este hecho sólo ocurre si los estímulos ante los que se supone reaccionamos son poco
excitantes, pero no cuando los estímulos poseen una elevada intensidad erótica. Así, ambos
grupos, funcionales y disfuncionales, al focalizar la atención en su reacción genital, reaccionan con
una mayor tumescencia sólo cuando su pareja demuestra un alto nivel de excitación.
! Cuando se les pide que se fijen en el nivel de excitación de la pareja, cuando éste es
ambiguo se produce el nivel más alto de tumescencia.
! Si se les pide que se fijen en la excitación de la pareja, y ésta exhibe un nivel alto de

-115-
excitación, los sujetos funcionales consiguen sus niveles más altos de tumescencia, mientras que
los sujetos disfuncionales consiguen los niveles más altos de tumescencia si se les pide que se fijen
en su propia excitación, tal como hemos señalado más arriba. Cuando estos sujetos -los
disfuncionales- no se fijan en su propio nivel de excitación, y sólo prestan atención a la excitación
de su pareja, un alto nivel de excitación de la misma parece inhibir la excitación del sujeto y su
propia tumescencia.
Abrahanson y cols. (1985), trabajando con sujetos normales y disfuncionales, valoraron
los efectos de la distracción en el proceso de tumescencia ante películas de alto y bajo contenido
erótico. Sus resultados sugieren que un elemento distractor neutro reduce la tumescencia en los
sujetos normales, pero no afecta a los sujetos disfuncionales. Estos autores sugieren que sus
resultados debieran interpretarse como denotadores de la existencia de diferencias cualitativas en
las respuestas cognitivas de los sujetos normales y disfuncionales.
Otros investigadores (Heiman y Rowland, 1983; Heiman, 1980; Morokoff y Heiman,
1980) estudian la interacción de varios de estos aspectos en una muestra de mujeres, incluyendo,
también, mujeres funcionales y disfuncionales, y a éstas antes y después de un tratamiento. Su
principal objetivo es estudiar la interacción entre aspectos fisiológicos, “afectivos negativos”
(culpa, ansiedad, vergüenza,...), y “afectivos positivos”, y su influencia en la reacción subjetiva
y fisiológica ante fantasías eróticas, películas y audiograbaciones. Sus resultados incluyen los
siguientes:
! Las mujeres casadas fueron menos responsivas ante estímulos eróticos que las no
casadas, al menos en la primera presentación de los mismos.
! Se observó menor responsividad sexual, tanto fisiológica como subjetiva, ante las
fantasías que ante los estímulos eróticos externos.
! Los niveles altos de excitación fisiológica correlacionaban mejor con la apreciación
subjetiva de excitación, y eran más tendentes a ocurrir en un contexto afectivo positivo.
! El contexto pareció ser un componente importante a la hora de determinar tanto la
reacción fisiológica como la afectiva.
Estos autores estudian también los mismos aspectos en una muestra de hombres,
considerando igualmente las respuestas de los funcionales y las de los disfuncionales. Intentan,
de nuevo, estudiar de una manera integrada los aspectos afectivos y los fisiológicos en los
patrones de respuesta sexual de estos hombres. Así, treinta hombres, divididos en dos grupos: uno
de funcionales y otro de disfuncionales, que presentaban dificultades erectivas fundamentalmente,
fueron instruidos para crear dos sets mentales: por una parte, se intentaba crear un set de demanda
de ejecución en uno de ellos, mientras que en el otro no se planteaba dicha demanda; por otra
parte, se instruía para que focalizasen la atención en sus propias sensaciones positivas, o para que
adoptasen un papel de espectador de su propia reacción o ausencia de la misma.
Consecuente con lo expuesto hasta ahora, se esperaba que, en el grupo de sujetos
disfuncionales, las demandas de ejecución inhibiesen las respuestas de excitación, mientras que
las instrucciones para focalizar la atención en sus propias reacciones aumentarían tal reacción
fisiológica. Los estímulos presentados fueron dos cintas audiograbadas con voz femenina, en las
que se describía, de manera explícita, actividades heterosexuales o instrucciones para generar
fantasías propias. Los resultados para la muestra de sujetos disfuncionales indican lo siguiente:
! Demostró menos excitación genital ante fantasías autogeneradas.
! Demostró menos excitación sexual subjetiva ante las cintas audiograbadas y ante las
fantasías propias.
! Captó un mayor número de señales corporales y genitales asociadas con la tumescencia
peneana.

-116-
! Informó haber experimentado menos afectos positivos (confortable, relajado curioso,...)
y más afectos negativos (nervioso, enfadado, agresivo,...).
! Obtuvo puntuaciones más altas en ansiedad, depresión, sensibilidad interpersonal,
reacciones paranoides, psicoticismo,...
! Su reacción sexual se vio inhibida por las instrucciones generadoras de demanda de
ejecución, al contrario de lo que ocurrió en el grupo de sujetos normales, en el que las demandas
de ejecución posibilitaron el aumento de su reacción fisiológica.
Estos autores sugieren que sus resultados indican que las intervenciones clínicas debieran
orientarse, no sólo a hacer que el hombre deje de atender y de focalizar la atención en su falta de
erección, sino también a desarrollar una receptividad externa orientada hacia el estímulo y hacia
la pareja, hechos que implican la consideración de los aspectos interactivos de la pareja.
Plantean que, en el caso de un contexto sexual, cuando a un mensaje verbal determinado,
sea éste cual fuere, se responde con curiosidad, relajación, o interés, la situación se vivirá como
facilitadora de la excitación sexual. Sin embargo, si el mensaje se responde con nerviosismo,
enfado, o ansiedad, la situación será vivida como inhibidora de toda excitación sexual. Por lo
tanto, en último extremo, será el procesamiento de determinadas señales y mensajes dentro del
contexto sexual lo que determine el valor erótico o no erótico de dicho contexto para una
persona.
Hale y cols. (1990) midieron las respuestas peneanas de 54 varones ante grabaciones de
vídeo de naturaleza erótica mientras recibían información de la siguiente naturaleza:
! Feedback neutro.
! Feedback que señalaba la posibilidad de recibir una descarga eléctrica, descarga que,
en realidad, nunca recibieron.
! Feedback que señalaba que su nivel de excitación sexual durante la línea base había sido
inferior al normal.
Estos autores concluyen que en aquellos sujetos a quienes se indujo a preocuparse por su
bienestar físico (amenaza de shock), o por su propia “hombría” (feedback negativo), se observó
un menor nivel de excitación.
Sugieren que las diferencias de sus resultados frente a los obtenidos en experimentos
parecidos realizados por Barlow y cols. (1983) -sección posterior-, pudo deberse
fundamentalmente a la edad de los sujetos: más jóvenes los de Barlow y cols. (1983) y adultos
de la comunidad en el estudio de Hale y cols. (1990).
De cualquier forma, no queda claro en qué medida sus efectos inhibidores se deben a la
“ansiedad provocada”, o a la “distracción” obligada de los estímulos eróticos.
De modo resumido, todos estos datos sugieren varios temas importantes:
1.- Las altas demandas de ejecución no tienen por qué ser necesariamente antisexuales.
Su valor vendrá determinado por la reacción emocional ante estas demandas y el sentido que
puedan tener para quien las recibe. Así pues, podría ser que no fuesen "las demandas de
ejecución" las que diferencian a los sujetos funcionales de los disfuncionales, sino los diferentes
estilos cognitivos que les llevan a percibir acontecimientos ambientales como "amenazas", y la
forma en la que estos estilos cognitivos influyen y determinan la posterior reacción fisiológica.
2.- Los hombres disfuncionales podrían beneficiarse más al focalizar su atención en la
receptividad de su pareja, y no tanto al intentar ignorar pasivamente su ausencia de respuestas
genitales.
3.- Las respuestas genitales, las reacciones cognitivo-afectivas, y el funcionamiento
psicológico general son factores que interactúan en la expresión de la sexualidad humana. La
comprensión de cómo se pueden facilitar o inhibir tales respuestas dependerá de los esfuerzos que

-117-
hagamos para evaluar e integrar todos estos factores.

3.2. La ansiedad como aumentadora de la excitación sexual


El sistemático análisis experimental de los efectos de los diversos componentes del
concepto genérico de ansiedad ha proporcionado una serie de resultados reveladores y quizá
contraintuitivos con algunas situaciones clínicas: que la ansiedad, no sólo no inhibe, sino que
puede llegar a aumentar la responsividad sexual.
Así, Hoon y cols. (1977) demostraron que, tras haber presenciado películas
sobrecogedoras y evocadoras de ansiedad, un grupo de mujeres sexualmente funcionales
reaccionaba más (mayor vasocongestión vaginal) ante subsiguientes estímulos eróticos que si la
película que se les había presentado previamente era de naturaleza neutra y no evocadora de
ansiedad. Wolchik y cols. (1980) replicaron parcialmente el estudio anterior con una muestra de
sujetos varones, obteniendo resultados similares.
Para poner a prueba las críticas planteadas por Wolpe (1978) a este tipo de resultados, en
el sentido de que la mayor responsividad sexual observada podría entenderse como consecuencia
de los efectos de alivio de la tensión, y no argumentando que la ansiedad activamente aumentaba
tal reacción, Barlow y cols. (1983) diseñaron un experimento en el que se intentaba provocar la
ansiedad mediante la amenaza de una descarga eléctrica presentada de manera simultánea, que
no anteriormente, a la estimulación erótica. Esta amenaza, independientemente de que fuera
contingente o no a la producción de un cierto nivel de erección, produjo un mayor grado de
tumescencia que en los sujetos de un grupo de control que no habían experimentado tales
amenazas.
En estudios subsiguientes de este equipo de investigadores (Beck y cols., 1987, 1986a,
1986b) se examinaron los efectos que producía la amenaza de shocks de intensidad variable (por
encima o por debajo del nivel de tolerancia del propio sujeto), y los resultados sugieren que los
efectos de la ansiedad están en función de su intensidad, de manera que un nivel medio limitaría
el grado de tumescencia, algo que no ocurriría con niveles bajos o altos. En este estudio
emplearon también una serie de tareas cognitivas para determinar si los efectos observados de la
ansiedad venían mediatizados por el hecho de que el sujeto se viera forzado a focalizar su atención
fuera de los estímulos eróticos. Las implicaciones del estudio sugieren que los niveles medios de
ansiedad producen un incremento de la ejecución en tareas cognitivas, algo que ya sugerían
Yerkes Dodson en 1908, pero que esto ocurre a expensas de la reactividad sexual únicamente si
se dan dos tipos de demandas cognitivas al sujeto: sexuales y no sexuales
Al estudiar los efectos de la ansiedad y del foco atencional sobre la reactividad fisiológica
de hombres disfuncionales y de un grupo funcional de control, Beck y Barlow (1986a, 1986b)
concluyen lo siguiente:
! Que, en el caso de los sujetos funcionales, la amenaza de una descarga eléctrica
contingente con un nivel predeterminado de erección disminuye el grado de erección.
! Que, en el caso de sujetos disfuncionales, la ansiedad así generada, así como las
demandas de ejecución, provocan los niveles más altos de tumescencia.
Aunque estos resultados parezcan contrarios a la “lógica clínica”, sí serían concordantes
con las argumentaciones fisiológico-cognitivas de la emoción (Schachter y Singer, 1962), en el
sentido de que lo que cualifica un determinado estado emocional, en este caso la excitación
sexual, sería un nivel de activación fisiológica indiferenciada y una etiquetación cognitiva.
Beggs y cols. (1987) indican que, para remedar la situación clínica, lo importante en este
tipo de estudios debiera ser la naturaleza de los estímulos ansiógenos. Ellos utilizaron como
estímulos ansiógenos eventos de naturaleza sexual, considerados como tales por sus sujetos, 19

-118-
mujeres funcionales. Concluyen que el grado de vasocongestión vaginal de las mismas aumentó
en presencia, tanto de estímulos ansiógenos (apresuramiento, dolor, ausencia de control propio
sobre la situación, ira y desengaño en relación con la pareja), como de estímulos placenteros
(besos, caricias bucogenitales, estimulación del pecho,...), pero este aumento fue menor ante los
estímulos “ansiógenos”.

3.3. Estudios clínicos


En el ámbito de la clínica, Norton y Jehu (1984) hacen una excelente revisión de estudios
relacionados con el tema de la interacción entre la ansiedad y la responsividad sexual. Revisan un
gran número de artículos, en su gran mayoría estudios de casos únicos o estudios más
sistemáticos que no incluyen los oportunos grupos de control, que han utilizado procedimientos
de relajación o desensibilización sistemática en el tratamiento de las diversas disfunciones
sexuales.
Sus conclusiones generales indican que estos programas de tratamiento parecen ser
eficaces a la hora de reducir los componentes asociados a la ansiedad relacionada con la
disfunción sexual, pero tal reducción no supone una mejoría en el funcionamiento sexual del
sujeto. Ello fue especialmente cierto en lo que a las disfunciones orgásmicas femeninas se refiere.
No mejores resultados han obtenido aquellos autores y clínicos que han intentado mejorar
sus programas de tratamiento con la inclusión de ansiolíticos en los mismos, tal es el caso de
Carney, Bancroft y Mathews (1978).
Muy al contrario, Riley y Riley (1986), en un estudio doble ciego con mujeres como
sujetos, ponen de relieve que dosis relativamente bajas (2, 5 y 10 mgs.) de diazepam (Valium),
un ansiolítico usado por un alto porcentaje de la población, administradas poco antes de la
actividad sexual, inhiben la respuesta orgásmica (tanto la apreciación subjetiva de placer como
su latencia, llegando, incluso, a interferir totalmente con su aparición en las dosis más altas). Algo
semejante ocurre en el caso del alcohol, una sustancia razonablemente ansiolítica. Niveles de
concentración en sangre mayores de 0,05 mgs./ml. suprimen la respuesta erectiva en muchos
sujetos, y posponen o eliminan la respuesta eyaculadora en otros. (Farkas y Rosen, 1976; Wilson,
1977).
Por lo que a la eyaculación precoz se refiere, se había defendido de forma recurrente que
los sujetos considerados eyaculadores precoces poseían una excesiva sensibilidad frente a la
estimulación erótica, no siendo capaces de percibir las sensaciones que anteceden al orgasmo,
quizá debido a procesos distractivos o de ansiedad. Sin embargo, Strassberg y cols. (1987, 1990)
proponen un modelo causal psicofisiológico, defendiendo que los sujetos que presentan la
eyaculación precoz suelen tener, por una parte, un reflejo eyaculador anormalmente alto; es decir,
eyacularían ante niveles más bajos de excitación que los sujetos normales, y, por otra parte, tienen
períodos más largos de abstinencia sexual.
Estos autores (Strassberg y cols., 1990) no encontraron ninguna diferencia entre
eyaculadores precoces y no precoces en cuanto a los niveles de ansiedad -medida a través de
escalas “likert”- ante situaciones sexuales de masturbación o coitales, poniendo de relieve que
ambos grupos exhiben un grado moderado de ansiedad.
En otro orden de cosas, tal como hemos planteado anteriormente (Cáceres, 1997),
diversos pacientes, especialmente determinados sujetos parafílicos (por ejemplo realizadores de
llamadas obscenas), tienden a aumentar la frecuencia de su conducta problemática precisamente
en fases de ansiedad aumentada. Otros sujetos (por ejemplo, algunos exhibicionistas) no llegan
a transgredir, a no ser que en su contexto se encuentren determinados factores de riesgo (por
ejemplo el coche patrulla de la policía municipal). Es más, algunos sujetos parafílicos (por ejemplo

-119-
los masoquistas) llegan a investir con características erógenas ciertos mecanismos fisiológicos
internos supuestamente inhibidores (mecanismos de dolor), mientras que otros transgresores
sexuales (por ejemplo, los violadores) llegan a convertir señales externas de dolor y de ansiedad
en estímulos de excitación sexual.

4. INTEGRACIÓN Y CONCLUSIONES
En un intento de integrar algunos de los resultados de los estudios descritos en secciones
anteriores, Barlow (1986) propone un modelo de trabajo (ver la Figura 7.1), del cual se pueden
derivar importantes implicaciones clínicas en el caso de los varones disfuncionales, pero que, en
cierta medida, se podría también extender al caso de la mujer.
--------------------------
Insertar la Figura 7.1
--------------------------
En resumen, los datos conseguidos hasta el presente, aunque no nos permitan presentar
un cuadro comprensivo definitivo de la situación, sí nos animan a cuestionar algunas ideas
preconcebidas, y a redefinir las diversas teorías propuestas hasta el presente acerca del
funcionamiento sexual, tanto en su dimensión adaptativa como en la disfuncional. Diversos
aspectos relacionados con la reacción de ansiedad no tienen por qué inhibir la reactividad sexual.
El componente cognitivo distractivo a la hora de procesar señales fisiológicas sexualmente
activadoras parece ser el componente con mayor capacidad de interferencia.
Los estudios que se diseñen en el futuro para clarificar este cuestionamiento debieran
considerar los siguientes aspectos:
! Ser especialmente cuidadosos en la selección de los sujetos.
! Asegurarse de que entre los parámetros que se evalúan se incluyen, siguiendo la
terminología de Bancroft (1988), por una parte, “la ventana cognitiva”, preguntándoles a los
sujetos lo que piensan, cómo interpretan las señales sexuales, y cómo generan sus imágenes
mentales internas; por otra parte, “la ventana afectiva”, preguntándoles cómo se sienten, cuál es
su estado de ánimo; por último, “la ventana psicofisiológica” (Cáceres, 1990).
Quizá, todo ello nos ayude a perfilar mejores modelos neurofisiológicos de los sistemas
cerebrales apetitivo y aversivo, y cómo ambos se relacionan con los mecanismos básicos de
atención (Lang, 1995).

-120-
FIGURA 7.1

FUNCIONALES DISFUNCIONALES
(feedback positivo) (feedback negativo)

Demandas de ejecución sexual implicitas o explícitas (por ejemplo pareja “animada” u otros
contextos) nos lleva a una expectativa general de ejecución (erección).

Expectativas y afecto positivo Expectativas y afecto negativo

Percepción de control e informe correcto del No percibe existencia de control sobre


nivel de erección erección. Infraestima el nivel de erección

Foco atencional en señales eróticas Foco atencional en consecuencias de "no


funcionar" u otros temas no eróticos

Aumento de la Activación autonómica Aumento de la Activación autonómica

Cada vez más foco atencional eficaz en señales Mayor foco atencional en consecuencias de
eróticas no funcionar

reacción adecuada reacción inadecuada

ACERCAMIENTO EVITACIÓN

-121-
CAPÍTULO 8
ANSIEDAD Y TRASTORNOS DEL SUEÑO
Mariano Chóliz Montañés

1. PREÁMBULOS
En ocasiones, tanto la conciliación y mantenimiento del sueño, como la calidad de éste y
la ausencia de fenómenos que lo perturben se convierte en una empresa de difícil conclusión,
habida cuenta de los múltiples eventos que pueden perjudicarlo. Y es que el sueño, motivo básico
por lo imprescindible, necesario para el buen orden de tan gran número de funciones tanto
psicológicas como orgánicas, se ve afectado y aún disminuido, cuando no alterado, por la
presencia de numerosas manifestaciones de diversa índole. Es evidente que las reacciones
emocionales, en cuanto experiencia que afecta al individuo en un tan amplio espectro de su
existencia, van a influir y condicionar el dormir en sus más amplias manifestaciones. De entre
todas ellas, la ansiedad posiblemente sea una de las más perturbadoras, tanto para conseguir
dormir, como para mantener un sueño reparador. A la difícil relación entre ansiedad y sueño nos
vamos a referir especialmente en nuestra exposición, si bien debemos hacer constar sobre la
inconveniencia, por inviable, de desligar absolutamente las reacciones de ansiedad de otras
experiencias afectivas como depresión por ejemplo.
En estos preámbulos previos a la exposición en los que nos encontramos, bueno nos
parece detenernos siquiera someramente en la descripción de algunas de las características
principales del sueño alterado que puedan enmarcar nuestro trabajo. Omitimos hacer referencia
a las propias de la ansiedad, por cuanto han sido abordadas con profundidad en este mismo
manual.

2. EL SUEÑO Y SUS TRASTORNOS

2.1. Un breve acercamiento a la experiencia dormida


Con la excepción de las etapas evolutivas correspondientes a la primera infancia y con
frecuencia en la vejez, los estados de sueño y vigilia acontecen en el ser humano caracterizándose
como un ciclo bifásico marcadamente circadiano. Si bien parece que el ritmo endógeno
correspondería a un periodo de veinticinco horas (en lugar de veinticuatro), diferentes zeitgebers,
es decir, sincronizadores externos, de los que la luz es el más significativo (aunque no debemos
olvidar la presencia de otros indicadores ambientales) se encargan de ajustar el periodo de este
ciclo al tiempo que le cuesta a la Tierra girar en torno al astro solar.
Sabido es que el sueño no es un fenómeno homogéneo, sino que transcurre a lo largo de
diferentes etapas de mayor o menor activación que cumplen cada una de ellas una función
diferente en la recuperación biológica o de las propias funciones mentales. Podemos distinguir dos
tipos de sueño: el sueño lento (también denominado NoREM, o sincronizado) caracterizado por
presentar una disminución armónica de la mayor parte de funciones fisiológicas en diferente grado
de profundidad (fases 1 a 4, según el grado de activación sea mayor o menor) y el sueño
paradójico (también denominado REM, o desincronizado), en el que existe una actividad cerebral
característica de estados de vigilia, al tiempo que una hipotonía mucho mayor que en las fases
lentas, aparición de ensoñaciones, etc. La deprivación de sueño, bien sea total (impedir que
alguien duerma nada), o selectiva (imposibilitar que aparezca alguna etapa característica) tiene
una serie de consecuencias molestas y perjudiciales para el sujeto, lo que daría cuenta de la
relevancia de las mismas en el buen orden del funcionamiento orgánico y psicológico. Cuando se
priva totalmente de sueño la necesidad de éste se hace cada vez más urgente cuanto más tiempo

-122-
transcurra sin dormir (si bien existen variables moduladoras como la temperatura corporal), al
tiempo que se presenta una alteración de funciones perceptivas, cognitivas (memoria y atención
principalmente) y de psicomotricidad fina. Si es la fase 4 la que se priva, lo habitual es la presencia
de malestar vago e impreciso, al tiempo que un característico efecto rebote, en el que durante el
sueño cada vez aparece antes la fase que hemos impedido su aparición. Por último, cuando lo que
se pretende es que no se presente la fase REM, lo más relevante son las reacciones afectivas que
ello provoca, especialmente de ansiedad e irritabilidad, así como dificultad de concentración y un
claro efecto rebote, lo que, de nuevo, es significativo de la necesidad de esta etapa para el buen
funcionamiento psicológico y orgánico (ver Palmero, 1995 para una revisión sobre función y
privación del sueño).
A pesar de lo evidente del efecto producido sobre las reacciones afectivas como
consecuencia de la privación de sueño, el grado en que éstas se ven afectadas depende también
de otras variables como los propios ritmos circadianos, la actividad manifestada, presencia de
eventos ambientales y otras como la ingestión de alimentos, por ejemplo (Smith y Maben, 1993).

2.2. Los problemas del dormir


El objeto del trabajo que presentamos es mostrar la relación entre problemas de sueño y
reacciones emocionales, de ansiedad principalmente. Bueno será, entonces, que previo a
desarrollar nuestra exposición, nos detengamos simplemente en enumerar las principales
disfunciones que ocurren en el periodo de dormir para, a continuación, centrarnos en las que
consideramos que pueden tener una relación más significada con dichas reacciones afectivas.
Resulta paradójico el hecho de que el sueño, siendo como es tan necesario para la
supervivencia y el buen orden del funcionamiento psicológico y orgánico, y habida cuenta de los
más que perniciosos efectos que tiene el mal dormir, presente un abanico tan amplio de trastornos
y disfunciones como el que vamos a reseñar, y que pueda ser afectado por tan gran número de
eventos (físicos, biológicos, emocionales, cognitivos, conductuales, o de cualquier otra índole).
Por lo general, el proceder taxonómico de los trastornos del sueño se ha construido en función
de si se trata de alteraciones en la propia actividad del dormir (disomnias), o si se caracteriza por
la aparición de fenómenos más o menos perturbadores que acontecen durante el sueño
(parasomnias).
Las disomnias principales son: a) trastornos en el inicio o mantenimiento del sueño
(TIMS), tradicionalmente definidos como insomnio; b) hipersomnias y c) trastornos del ciclo de
vigilia-sueño. Por su parte, las parasomnias se clasifican en primarias y secundarias, según sean
fenómenos que aparecen únicamente durante el sueño, o se trate de manifestaciones que, pese a
no ser exclusivas de este periodo, se facilita su presentación durante el dormir. La Tabla 8.1
resumen la clasificación más aceptada de los trastornos del sueño, que fue realizada en 1979 por
la Asociación de Centros de Trastornos del Sueño (Association of Sleep Disorders Centers).
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Insertar Tabla 8.1
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3. SUEÑO Y ACTIVACIÓN

3.1. Arousal fisiológico y dificultades del dormir


Habida cuenta de la relación entre activación (tanto fisiológica como cognitiva) y
ansiedad, bueno es que nos detengamos sobre alguno de los temas más relevantes en la
investigación sobre el sueño, como es el de la relación entre activación y problemas de sueño. Uno

-123-
de los argumentos comúnmente asumidos es el hecho de que un exceso en el nivel de activación
perjudica considerablemente la calidad del sueño y dificulta tanto la conciliación como el
mantenimiento del mismo. Así, la conocida “hipótesis de Monroe” (Monroe, 1967) defiende el
que los insomnes se caracterizan por un grado de activación simpática más elevado que quienes
duermen con normalidad, hasta el punto de que sería posible distinguir entre ambos por las
diferencias presentadas en su patrón de arousal fisiológico.
Un argumento lógico y parsimonioso como el descrito fue bien recibido en los ambientes
científicos de la época, debido a que el hecho de que los insomnes presenten mayor arousal
fisiológico parece coincidir con la evidencia de que las deficiencias en la conciliación del sueño
son agravadas por una activación somática excesiva. Del mismo modo, el que procedimientos
terapéuticos cuya finalidad sea la de reducir el nivel de activación (tales como la relajación o
biofeedback) hayan demostrado su eficacia en el tratamiento del insomnio, (Hauri, 1981; Hauri
y cols., 1982; Rickers y cols., 1986; Sanavio, 1988), no parecía sino corroborar este aserto. Según
Monroe (1967) los insomnes se caracterizarían especialmente por presentar en vigilia tasas más
elevadas de conductancia de la piel, temperatura rectal, y frecuencia respiratoria, a la vez que una
cantidad de movimientos mayor. Esta diferencia sería especialmente marcada al final del día
(precisamente cuando el arousal debe ser menor para facilitar la conciliación del sueño), debido
a que los insomnes carecerían de mecanismos eficaces para reducir los niveles de activación tan
elevados que los caracterizan.
A pesar de la lógica de estos argumentos, no se ha podido evidenciar con semejante
claridad un patrón psicofisiológico característico de los trastornos en inicio y mantenimiento de
sueño, ni siquiera en lo que se refiere a la cualidad del mismo. El hecho de que la relajación y
otros procedimientos sean terapéuticamente eficaces para favorecer el sueño, no demuestra que
sus beneficios se deban exclusivamente a la reducción de la activación fisiológica. Así, técnicas
como la relajación, cuyo supuesto mecanismo de acción en la intervención en insomnio es la
reducción de la activación excesiva, son eficaces en favorecer el sueño, a pesar de que los
insomnes no manifiesten un estado de arousal autonómico elevado en el momento de disponerse
a dormir (Lichstein y Rosenthal, 1980). No obstante, es bien cierto (y ello se ha confirmado
experimentalmente en diversas ocasiones) que la dificultad en conciliar el sueño produce aumentos
significativos de los índices de activación simpática incluso en personas que no padecen insomnio
habitualmente (Hauri, 1979).
Quienes sufren de tan incómodo padecimiento como el que estamos reseñando, tampoco
manifiestan un grado mayor de activación simpática durante los periodos de vigilia que aquéllos
que suelen dormir plácidamente, por lo que antes de utilizar procedimientos destinados a la
reducción de la activación general durante el día con la finalidad de dormir bien por la noche
debería demostrarse que efectivamente el sujeto presenta un grado de arousal fisiológico más
elevado de lo normal. Más concretamente, uno de los aspectos más significativos es que los
insomnes son más reactivos fisiológicamente ante las amenazas y tienen menos capacidad para
eliminar los pensamientos intrusivos, que a su vez producirán mayor activación somática. Este
arousal fisiológico impedirá la aparición del sueño y facilitará el que el sujeto se preocupe por su
incapacidad de dormir, lo que hará aumentar todavía más la activación simpática y así
sucesivamente.... Lichstein y Fannning (1990) confirmaron este postulado en un estudio muy
agudo. Se trataba de una investigación sobre polisomnografía, en la que se comunicó a los sujetos
que iban a disponerse a dormir en el laboratorio que el polígrafo al que estaban conectados los
electrodos es posible que tuviera algún tipo de cortocircuito y se produjera una descarga eléctrica
durante el sueño. Quienes padecían insomnio habitualmente manifestaron mayor reactividad
fisiológica evaluada mediante el registro de la conductancia de la piel, así como mayor número

-124-
de movimientos musculares, mientras que quienes no padecían trastornos del sueño consiguieron
relajarse más fácilmente
Uno de los indicadores fisiológicos más característicos, útiles a su vez para discriminar
entre los periodos de sueño y vigilia, son los cambios en ventilación que se producen durante las
fases inciales y previas al dormir. Muy sugerente es el hecho de que los propios cambios en
ventilación como consecuencia de las reacciones de ansiedad son los contrarios a los que aparecen
en el inicio del sueño. El inicio de este periodo coincide con un incremento en la resistencia de las
vías respiratorias, hipoventilación y elevación de la presión arterial de CO2 (Dempsey y Skatrud,
1988; Phillipson y Bowes, 1986). Por contra, la hiperventilación no solamente forma parte de la
sintomatología de la ansiedad, sino que puede ser la causa de ataques de pánico impelidos por la
alcalosis producida al disminuir la pCO2 (Bonn, Readhead y Timmons, 1984; Ley, 1985, 1987).
A su vez, la acidosis, reflejada en un aumento de pCO2, redunda en depresión del snc, por lo que
producirá disminución de la ansiedad y aumentará la somnolencia. Los niveles bajos de pCO2 no
solamente están relacionados con ataques de pánico, sino que además sirven de feedback que
induce a retención de la respiración, reducción de pH, vuelta a niveles normales de CO2 y
finalización del propio ataque de pánico (Ley, 1992). Este tipo de evidencia sería relevante a la
hora de la intervención en insomnio si integramos dentro de un procedimiento terapéutico algún
tipo de estrategia conductual (tal como ejercicios de respiración) que facilite el incremento de la
presión parcial de dióxido de carbono, con la consiguiente reducción de la activación fisiológica
en los momentos previos al dormir (Chóliz, 1995).
Siguiendo con los procedimientos de intervención basados en reducción de la activación,
Espie (1991) recoge en un ya clásico estudio, los resultados de treinta y dos investigaciones en
los que se compara la eficacia de diferentes procedimientos basados en la relajación, tales como
desensibilización sistemática, condicionamiento clásico, biofeedback y técnicas de relajación
muscular progresiva y autógena. La mayoría de tratamientos coinciden en que todos los
procedimientos son más eficaces para facilitar el sueño que el grupo control o la lista de espera,
pero no hay diferencias significativas en los resultados terapéuticos entre ellos. Las principales
conclusiones a las que llega refiriéndose a los procedimientos basados en relajación son las
siguientes:
! Los tratamientos basados en reducción de la activación son más eficaces que el placebo
o los grupos control sin tratamiento en la intervención en el insomnio. Estos resultados son
corroborados tanto mediante autorregistro del sueño, como mediante evaluación de la actividad
electroencefalográfica.
! No se han encontrado diferencias significativas en la eficacia terapéutica entre los
principales procedimientos basados en reducción de la activación.
! Los resultados obtenidos son estadísticamente significativos, pero clínicamente
modestos. Se requieren investigaciones más rigurosas.
Por regla general, los tratamientos basados en reducción de la activación suelen estar
acompañados por otras técnicas conductuales destinadas a modificar hábitos y cogniciones que
afectan al sueño, lo que incrementa la eficacia terapéutica, aunque a nivel experimental confunde
sobre el porcentaje de varianza explicada por parte de los diversos ingredientes de la terapia. Los
procedimientos así descritos suelen ser considerablemente eficaces y más apropiados en muchos
casos que el tratamiento farmacológico convencional que, pese a mostrar un efecto más rápido
que las técnicas psicológicas, dichos beneficios terapéuticos desaparecen antes, no se consolidan
en periodos de seguimiento posterior (McClusky, Milby, Switzer, y Williams, 1991) y, por contra,
suelen presentarse efectos secundarios indeseables tales como dependencia, tolerancia,
perturbación de las fases de sueño y alteraciones considerables en la actividad diurna.

-125-
3.2. Activación cognitiva
Como hemos puesto de manifiesto, si bien es cierto que una activación fisiológica excesiva
dificulta la conciliación del sueño, no parece que quienes padecen insomnio de forma crónica
manifiesten un arousal más elevado, o que éste sea la única causa de su trastorno de sueño.
Incluso los tratamientos destinados a disminuir tal excitación fisiológica no obtienen los beneficios
terapéuticos exclusivamente por la reducción de los parámetros de activación simpática. En este
sentido, es preciso tener en cuenta otra de las variables implicadas en el concepto de activación,
como es la activación cognitiva, es decir, la presencia de pensamientos recurrentes intrusivos que
aparecen en la situación relacionada con el sueño y cuyo contenido hace referencia directamente
a la dificultad en conseguir conciliar el sueño, a la deficiente calidad de éste, o a las consecuencias
desagradables de este patrón desarreglado. Tales pensamientos intrusivos están directamente
relacionados con la dificultad de aparición del sueño. Para Coren (1988) es precisamente la
activación cognitiva la responsable de la dificultad en conciliar el sueño, de forma que si se
pudiera evaluar independientemente de la fisiológica, ello tendría un valor muy sugerente en el
tratamiento del insomnio. No obstante, según este autor, dado que el insomnio es un problema
recurrente y de larga duración, no sería descabellado asumir que el problema que lo genera no
estaría relacionado con la actividad inmediata predormital, sino con la hiperactividad cognitiva
como una predisposición conductual estable. Siguiendo esta lógica desarrolló el cuestionario APS
(Arousal Predisposition Scale) (Coren, 1988) para evaluar la activación cognitiva, con el
propósito de diferenciar entre quienes tienen problemas de sueño de los que duermen con
normalidad y que sirviera, a su vez, no solamente como instrumento de evaluación de disfunciones
de sueño, sino también del arousal cognitivo. Con este procedimiento de autoevaluación (de
formato de contestación tipo “Lickert”) se pretendería distinguir entre los diferentes tipos de
insomnio a quienes padecen este trastorno debido a un problema de hiperarousal cognitivo (ver
Tabla 8.2).
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Insertar Tabla 8.2
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Los resultados obtenidos de los diferentes análisis estadísticos en el desarrollo de la prueba
y en un estudio de validación posterior hacen pensar que se trata de un instrumento con un buen
valor predictivo de algunos trastornos del sueño, tal y como puede verse en la Tabla 8.3.
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Insertar Tabla 8.3
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No obstante, se trata de un cuestionario que todavía no ha superado diferentes
corroboraciones experimentales por parte de investigaciones externas a las del propio autor de
la prueba, por lo que los resultados deben ser tomados con la debida cautela, máxime cuando
otros investigadores han puesto de manifiesto que lo que caracteriza a quienes padecen insomnio
es la presencia de pensamientos intrusivos en el momento de disponerse a dormir y no tanto un
estilo de pensamiento peculiar de los insomnes que se manifieste habitualmente. Según estos
últimos planteamientos, en los momentos previos al sueño los insomnes estarían ocupados por
pensamientos intrusivos difíciles de evitar, pensamientos que aparecerían con mayor frecuencia
en esta población que en quienes no padecen este trastorno y que también concurrirían con
alteraciones en el estado de ánimo (Borkovec, Lane y Van Oot, 1981; Levey y cols., 1991). De
acuerdo con estos postulados, Espie, Brooks y Lindsay (1989) realizaron, a su vez, la
factorización de un instrumento para determinar las variables que perturban el sueño y obtuvieron
un primer factor de “ansiedad mental” que explicaría un 40% de la varianza. Tal factor estaba

-126-
formado por ítems tales como: “soy incapaz de mantener la mente en blanco”, o “mi mente no
puede dejar de dar vueltas al mismo pensamiento”. Estos autores concluyen, en general, que las
cogniciones presentes en los momentos anteriores al sueño son más negativas e inquietantes en
las personas que padecen insomnio que en quienes duermen bien. Así pues, y en lo que se refiere
a la relevancia de los pensamientos intrusivos en la dificultad de dormir, dicho trastorno no se
produciría por el hecho de que se presente una actividad mental intensa en sí, sino por la cualidad
subjetiva de los pensamientos que aparecen, lo que vendría corroborado por trabajos como los
de. Haynes, Adams y Franzen (1981), en el que se puso de manifiesto que la implicación en tareas
aritméticas complejas en los momentos previos al sueño no interfería en su conciliación.
Es en estos postulados en los que se fundamentan las técnicas cognitivas de intervención
del insomnio, tales como la supresión articulatoria, uno de los procedimientos que han mostrado
su eficacia en combatir el insomnio, y cuyo mecanismo de acción es impedir la aparición de
pensamientos intrusivos (Levey, Aldaz, Watts y Coyle, 1991). Basada en el modelo de memoria
de Baddeley, en concreto en la limitación funcional de la memoria de trabajo, esta técnica ha
demostrado su eficacia para bloquear la aparición de pensamientos intrusivos que dificultan el
sueño. Tal procedimiento consiste en la repetición de una serie de fonemas con una frecuencia de
tres o cuatro por segundo, con la finalidad de que acaparen completamente la memoria de trabajo
e impidan la aparición de cualquier otro proceso de pensamiento. El ritmo de repetición de los
fonemas es importante, habida cuenta de que una frecuencia demasiado lenta puede posibilitar la
aparición de pensamientos intrusivos, pero si la repetición acontece de forma excesivamente
rápida es posible que se produzca un exceso de activación. Para convencer al paciente de que con
este procedimiento se impide la aparición de pensamientos intrusivos es conveniente hacer una
demostración consistente en realizar esta tarea al tiempo que se intenta resolver una operación
sencilla, tal como descontar de tres en tres desde un número dado. La tarea aritmética por sencilla
que ésta sea se convierte en una empresa dificultosa, o incluso imposible, evidencia que puede
esgrimirse en favor del argumento de que tampoco será posible ningún otro tipo de actividad
mental, como la aparición de pensamientos intrusivos que impidan dormir, que son los que se
presentan con frecuencia en insomnes. Con independencia de la implicación ideológica, la lógica
del control de los procesos psicológicos implicados es la misma que la de los mantras utilizados
en meditación para el control mental, una de cuyas aplicaciones características es, precisamente,
el optimizar la calidad del sueño. Este tipo de control de pensamiento estaría especialmente
indicado para conciliar el sueño a lo largo de la noche, con posterioridad a un despertar nocturno,
habida cuenta de que en ese momento los pensamientos intrusivos que puedan aparecer son
menos coherentes y más fáciles de bloquear con este tipo de técnicas que si la activación es
elevada, como en el momento de acostarse. Respecto al procedimiento de la supresión
articulatoria en sí, y si bien es preciso un mayor número de trabajos experimentales, algunas de
las indicaciones a tener en cuenta son las siguientes (Levey y cols., 1991): a) es preferible repetir
las sílabas que escucharlas en una grabación, b) deben tener alguna vocal, c) deben emitirse sin
un ritmo fijo (para evitar automatización) y d) deben carecer de significado.

3.3. Sobre la relevancia de la distinción entre activación fisiológica y cognitiva


Los argumentos postulados acerca de la conveniencia de distinguir entre activación
fisiológica y cognitiva en referencia a la etiología del insomnio estriban en su posible utilidad a la
hora de determinar el procedimiento de intervención más apropiado en cada caso. El tipo de
activación determinaría las características del tratamiento. En concreto, para quienes presenten
pensamientos intrusivos se recomendarían técnicas cognitivas (supresión articulatoria, intención
paradójica, detención de pensamiento o reestructuración cognitiva), mientras que quienes se

-127-
caractericen por un arousal autonómico más elevado deberían mejorar su problema con técnicas
psicofisiológicas como la relajación o el biofeedback.
No obstante, a nuestro entender esto induce a pensar que se ha pasado de una hipótesis
en la explicación del insomnio basada en un exceso de activación psicofisiológica (“hipótesis de
Monroe”) a una predisposición causada por un patrón de hiperactivación cognitiva, o al menos
que ciertos tipos de insomnio se caracterizarían por un excesivo arousal somático, mientras que
en otros la variable principal sería un flujo de pensamientos intrusivos. Y hay que destacar que
el hecho de que no se haya demostrado que unas técnicas sean superiores a otras puede reflejar
el que, o bien no se han distinguido correctamente los diferentes tipos de insomnio en función de
su patrón de activación, o bien que en realidad dicho patrón no sea un factor con un poder de
discriminación, ni a nivel etiológico, ni terapéutico. No es que los diferentes procedimientos de
intervención no muestren diferencias en el grado de eficacia terapéutica, sino que técnicas
supuestamente indicadas para la reducción de la activación fisiológica, como las de biofeedback,
también modifican la actividad cognitiva, por ejemplo. En trabajos como los de Sanavio (1988)
en los que se distinguieron diferentes tipos de insomnio en función del grado de activación
(fisiológica o cognitiva) y se aplicaron técnicas específicas para reducir cada tipo de arousal, la
conclusión principal va en la línea de que no solamente todos los procedimientos fueron eficaces
en los dos tipos de insomnio, sino que incluso los insomnes que presentaban pensamientos
intrusivos más frecuentes y amenazadores se beneficiaron más de las técnicas de biofeedback que
de las propiamente cognitivas, técnicas éstas que fueron especialmente eficaces cuando la
dificultad para conciliar el sueño dependía de la aparición de pensamientos ansiógenos no muy
intensos en los momentos previos al dormir. Para estos autores, a pesar de la especificidad en los
resultados que se producen mediante ambos tipos de intervención (fisiológicos unos, cognitivos
otros), no podemos decir que un tratamiento sea más eficaz que otro en el tratamiento del
insomnio, ni siquiera en los casos en los que el retardo en la conciliación del sueño se deba
especialmente a excesiva activación fisiológica y utilicemos técnicas de biofeedback o relajación,
o por contra, se deba a la aparición de múltiples pensamientos intrusivos ansiógenos y elijamos
como intervención intención paradójica o supresión articulatoria. Así, según las conclusiones de
autores como Sanavio (1988), no parece adecuado, entonces, dividir a los pacientes previamente
en función de su tipo de activación (cognitivo o fisiológico) a la hora de elegir un tratamiento
específico para el insomnio, ya que ambos procedimientos reducen el nivel de hiperactivación
general. En ambos casos el sujeto percibe que domina la situación y ello reduce la magnitud de
las consecuencias catastróficas del problema, con lo que se reduce aún más la ansiedad (y por lo
tanto la activación) que le genera el no poder conciliar el sueño. Quizá haga falta el análisis de
variables moduladoras tan relevantes como los efectos del condicionamiento en la conciliación
del sueño, habida cuenta tanto del hecho de que activación y somnolencia pueden tratarse como
una respuesta condicionada, como por la evidencia de la eficacia de las técnicas conductuales en
el tratamiento del insomnio.

4. ANSIEDAD E INSOMNIO
Una vez que nos hemos detenido suficientemente en la descripción de los estrechos
vínculos entre activación y problemas de sueño, vamos a centrarnos más específicamente ahora
en la relación entre ansiedad e insomnio ya que, de entre todos los trastornos del sueño,
posiblemente sea en éste donde la ansiedad ejerce una influencia más evidente. Podemos llegar
a asegurar que un estado de ansiedad de una intensidad moderada produce casi invariablemente
dificultad para conciliar el sueño. Al mismo tiempo, el retardo en conseguir dormir puede
favorecer la aparición de pensamientos intrusivos referentes a las consecuencias perniciosas que

-128-
conlleva una deficiente calidad o cantidad del sueño y sobre lo necesario del dormir para la propia
salud o para encontrarse bien al día siguiente. Tales pensamientos no hacen sino generar un estado
de activación más elevado, tanto fisiológica como emocionalmente, incrementando la respuesta
de ansiedad y cerrando un círculo vicioso que empeora las condiciones para conciliar el sueño.
La relación expuesta entre ansiedad y dificultad para conseguir dormir todavía es más
patente para quienes padecen insomnio crónico, y ello no es debido a que los insomnes presenten
niveles de ansiedad diurna mayores que quienes no tienen este padecimiento, sino porque en
realidad las reacciones de ansiedad les perjudican más a la hora de disponerse a dormir (Chambers
y Kim, 1993). Cuando aparecen conjuntamente insomnio crónico y ansiedad estado no solamente
se agrava la dificultad del inicio y mantenimiento del sueño, sino que se empeora la calidad de
éste, favoreciéndose los efectos indeseables asociados al insomnio. De hecho, parece que el
cansancio diurno característico de los insomnes tiene mucha más relación con la ansiedad sufrida
por el individuo que por la propia ausencia de sueño (Chambers y Kim, 1993). De la misma
forma, y para completar el lamentable círculo vicioso, el insomnio es uno de los síntomas comunes
en la mayor parte de los trastornos por ansiedad (trastorno por angustia, trastorno por ansiedad
generalizada, trastorno por estrés postraumático, trastorno por ansiedad excesiva, etc.), de
manera que quienes padecen alguna de estas alteraciones ven afectada seriamente su capacidad
para conciliar el sueño.
En lo que se refiere a la relación entre trastornos por ansiedad e insomnio, mención aparte
merece el caso del trastorno por estrés postraumático, habida cuenta de las marcadas
consecuencias que tiene sobre el sueño. Caracterizado por la aparición de síntomas psicológicos
como consecuencia de un evento estresante intenso, que no aparece con frecuencia, pero que
tiene un poder ansiógeno para cualquiera que lo sufre (lo que se denomina evento vital
estresante), quienes lo han padecido pueden tener sueños recurrentes desagradables sobre dicho
evento, o cualquier otra forma de rememorarlo. El sueño puede verse alterado y aparecer
dificultades en la conciliación o mantenimiento del mismo. Del mismo modo, los insomnes que
además sufren trastorno por estrés postraumático presentan patrones de sueño más alterados,
movimientos corporales, mayores síntomas de ansiedad y fatiga diurna que quienes padecen
insomnio pero no sufren trastorno por estrés postraumático (Innan, Silver y Doghramji, 1990).
Para constatar la relevancia de la ansiedad en los trastornos en inicio o mantenimiento del
sueño, con la finalidad adicional de establecer qué tipo de factores serían los más relevantes y en
qué orden de importancia, Moffitt y cols. (1991) realizaron cinco análisis de regresión múltiple
de acuerdo con las cinco quejas más importantes sobre el sueño. Como puede verse en la Tabla
8.4, donde se indican las variables principales implicadas en cada una de dichas quejas, así como
el orden de importancia de las mismas, la ansiedad es la más relevante, ya que no solamente es la
única variable que aparece implicada en las cinco quejas, sino que, además, es la principal en tres
de ellas, en otra está en segundo lugar y solamente en lo que se refiere al consumo de pastillas
figura en un tercer lugar. Su significación está por encima de cualquiera otra somática o
psicológica (dolor, problemas de salud, depresión, o edad) y explica mayor porcentaje de varianza
que las demás respecto a la pérdida de sueño, o a la deficiente calidad de éste.
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Insertar Tabla 8.4
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No obstante, si bien se trata de resultados acordes con la literatura y el hecho de señalarlos
aquí se justifica porque es un interesante análisis de regresión múltiple, el procedimiento seguido
en la evaluación de la ansiedad es deficiente, en el sentido que en este estudio no se utilizó una
prueba de evaluación adecuada, sino que se trataba simplemente de una encuesta general que

-129-
constaba de dieciocho ítems en los que se reflejaban los diferentes problemas físicos y
psicológicos que se introdujeron en el análisis de regresión. Así pues, los resultados de este
trabajo no deben ser tomados como definitivos, sino simplemente como ilustrativos de la
relevancia que puede tener la ansiedad en los problemas de sueño que, en cualquier caso sería
preciso demostrar experimentalmente, a pesar de que se trate de una hipótesis coherente con los
postulados teóricos en que nos basamos y que posea una evidencia empírica muy amplia.
Existe un amplio consenso en considerar que tanto la capacidad de predicción como de
control de las consecuencias perniciosas de los eventos ambientales o del propio comportamiento
son dos de las variables principales en el estudio de la ansiedad, responsables en alguna medida
de la aparición o exacerbación de los problemas que conlleva este fenómeno. Relacionado con
ambas, es preciso señalar que los insomnes no suelen padecer problemas en retardo del sueño
todos los días, sino que lo sufren en una proporción determinada (si bien ésta puede ser
extraordinariamente elevada). No obstante, lo más común es que no tengan posibilidad de
predecir cuándo van a poder dormir bien o qué noche van a padecer los inconvenientes de tan
molesto trastorno. Carecen de predictibilidad sobre la aparición de su problema. Por otro lado,
cuando intentan obstinada y firmemente conciliar el sueño se produce un grado de activación
mayor que dificulta el dormir, a pesar de los denodados intentos por conseguirlo, lo que no es
sino evidencia de la carencia de controlabilidad sobre su trastorno.
Pero la relación entre ansiedad y problemas de sueño no solamente se manifiesta en la
dificultad de conciliar y mantener un sueño de calidad cuando el sujeto es prisionero de su
angustia, sino que el mal dormir puede ser la principal causa de los problemas emocionales del día
siguiente y ésta es la queja capital de los pacientes que con frecuencia no pueden caer
plácidamente en los brazos de Morfeo. Las quejas y malestar subjetivo se extienden al día
siguiente a esferas como dificultad para mantener la concentración y atención, alteraciones en el
estado de ánimo, o cansancio (Hauri, 1979). El círculo se cierra de nuevo, al constatarse que estas
molestias dolientes se emiten con mayor vehemencia por quienes manifiestan características de
personalidad neuróticas o preocupaciones excesivas lo que, según algunos autores, favorecería
que aparecieran en estos individuos las consiguientes disfunciones del sueño. A su vez, y para que
el problema quede redondo, las alteraciones emocionales del día siguiente son una de las variables
más relevantes en la dificultad de conciliar el sueño para las personas que alternan periodos de
insomnio con los de dormir normal (Coyle y Watts, 1991).
Para finalizar y reforzar todavía más si cabe la evidencia de la relación tan consistente
entre ansiedad e insomnio, únicamente haremos referencia a un apunte, cual es el hecho de que
la mayoría de procedimientos de intervención del insomnio tienen que ver con el manejo y control
de la ansiedad y ello tanto los que se refieren a técnicas farmacológicas como de psicoterapia.
Prácticamente todos los hipnóticos especialmente las benzodiacepinas, que son los fármacos más
utilizados durante muchos años en el tratamiento del insomnio, tienen tanto efectos sedantes como
ansiolíticos. Por lo general, la curva dosis-efecto de estos productos se caracteriza porque a dosis
bajas ejercen acción ansiolítica y son utilizados en algunos trastornos por ansiedad, mientras que
cuando la concentración de sustancia es elevada se produce sedación, por lo que son prescritos
para los problemas de sueño (Smirne, 1993; Pagot, 1993; Lavoisy, 1992; Declerck, 1992; Post,
1991). Por su parte, los procedimientos conductuales tradicionales de reducción del estrés suelen
ser las técnicas de elección indicadas para recuperación del sueño. De hecho, y como ya hemos
puesto de manifiesto anteriormente, han demostrado eficacia en el tratamiento del insomnio
procedimientos tales como técnicas de relajación (por sí mismas, o integradas en un paquete
terapéutico) (Gustafson, 1992; Jacobs, 1993), técnicas de modificación de conducta (Lacks, 1987;
Espie, 1991; Chóliz, 1994), o procedimientos de biofeedback (Hauri, 1981; Hauri, Percy,

-130-
Hellekson, Hartmann y Russ, 1982; Naifeh, Kamiya y Sweet, 1982)

5. ANSIEDAD Y OTROS DESÓRDENES DEL SUEÑO


Si bien en el tema que nos ocupa, la relación entre ansiedad e insomnio ha sido el tópico
más estudiado, no deja de ser cierto que muchas otras disfunciones del sueño tienen un vínculo
más que relevante con las reacciones de ansiedad, y a ello nos vamos a referir a continuación,
tomando como ejemplo algunas de las parasomnias más significativas
Las parasomnias se caracterizan por ser fenómenos atípicos que acontecen durante el
sueño y de los cuales el sujeto no suele ser consciente al despertar. Pueden tratarse de eventos que
solamente ocurren durante el periodo de dormir (parasomnias primarias), o de fenómenos que,
si bien pueden suceder también en vigilia, es durante el sueño cuando se favorece su aparición
(parasomnias secundarias) (Miquel, Pérez, Mesejo, Cases y López, 1995). Con independencia de
que sea cierto el que todavía se precisa más investigación experimental acerca de la relación entre
los procesos emocionales y estos fenómenos, una hipótesis plausible es que reacciones como la
ansiedad favorecen la aparición de algunos de los más característicos, como pesadillas,
sonambulismo, terrores nocturnos, o enuresis.
a. Pesadillas. Las pesadillas consisten en ensoñaciones de contenido terrorífico y, de
cualquier manera, ansiógeno, que cursan con un incremento moderado en la activación fisiológica
(taquicardia, taquipnea y diaforesis) (Mahowald y Ettinger, 1990). Es habitual que estos sueños
altamente emotivos sean recurrentes y que el contenido aterrador se repita en diversas ocasiones
(Kales y Soldatos, 1980). A diferencia de los terrores nocturnos y de los ataques de pánico, las
pesadillas suelen aparecer en la fase REM y, en concreto, alrededor de tres horas después del
inicio del sueño. Se trata de una experiencia que se recuerda mejor que los terrores nocturnos y
que los propios sueños normales y afectan más que éstos al estado emocional del día siguiente
(Kales, Soldatos, Caldwell, Charney, Kales, Markel y Cadieux, 1980). Son un problema
relativamente frecuente, con inicio en la infancia, generalmente antes de los diez años.
Tradicionalmente se acepta que existe una marcada relación entre pesadillas y ansiedad,
si bien los estudios adolecen de dificultades metodológicas que obligan a ser cautos en estas
conclusiones. Lo que sí puede afirmarse es que los procedimientos terapéuticos más eficaces son
los que se basan en la reducción de la ansiedad que generan estas ensoñaciones terroríficas. A
pesar de que no existe mucha evidencia experimental en lo que se refiere al tratamiento de las
pesadillas y, de cualquier manera, el número de trabajos es mucho menor que los dedicados a
trastornos como el insomnio, parece que existe una cierta evidencia en que los procedimientos
más apropiados se basan en el principio terapéutico de la exposición a los eventos ansiógenos, en
concreto, desensibilización sistemática y escenificación (rehearsal relief).
Mediante la desensibilización sistemática se pretende que el sujeto describa
pormenorizadamente los contenidos, sensaciones y reacciones afectivas que le generan las
pesadillas más comunes, de manera que dicha descripción detallada sea la base para el
establecimiento de la jerarquía de situaciones ansiógenas, de forma similar a la forma de proceder
terapéuticamente con esta técnica ante cualquier otro trastorno por ansiedad. La relación entre
ansiedad y esta parasomnia se manifiesta por el hecho de que cuando el contenido terrorífico de
la pesadilla está relacionado con alguna fobia, la resolución de ésta suele suponer la desaparición
de estas ensoñaciones aterradoras (Marks, 1986).
No obstante, el procedimiento más característico de la intervención en pesadillas es la
escenificación, que consiste en recordar y relatar el contenido de la pesadilla de forma completa
varias veces, siguiendo fielmente la trama argumental, pero finalizando de forma agradable. La
escenificación es una de las formas tradicionales de entrenamiento en el control de los sueños,

-131-
utilizada desde antiguo en diferentes civilizaciones para modificar el contenido de las ensoñaciones
y, de cualquier manera, para intervenir sobre la carga emocional que suponen.
Asumimos que los principios en los que se basa este procedimiento serían exposición,
asociación y sensación de competencia. Mediante la exposición, uno de los principios
fundamentales a la base de múltiples técnicas de control de la ansiedad, se favorece el que el
contenido de la pesadilla se convierta en menos terrorífico, disminuyendo su componente
ansiógeno característico, que es la variable más relevante en esta parasomnia y la que suele
desencadenar el resto de sintomatología. La asociación favorece que durante el sueño aparezcan
una cadena de pensamientos, imágenes o sensaciones menos disruptivas, o que incluso lleguen a
ser placenteras. Es una suerte de entrenamiento en control del pensamiento que favorezca que
durante el sueño aparezcan con facilidad contenidos, imágenes o sensaciones agradables (o al
menos no displacenteras), en lugar de los propios y desagradables de las pesadillas. Por último,
la sensación de competencia, que también es uno de los componentes responsables del éxito
terapéutico de los trastornos por ansiedad, favorece que el sujeto presente menos ansiedad
anticipatoria y no perciba la situación de forma amenazadora. Dicha sensación de competencia,
que se consigue al entrenar a que la ensoñación tenga un buen final, es para algunos autores el
componente terapéutico principal en este caso (Bishay, 1985), si bien, nosotros entendemos que
estos tres principios son los más relevantes en el éxito de la intervención y que se precisa
investigación experimental que determine el porcentaje de varianza explicada por cada uno de
ellos.
b. Terrores nocturnos. Los terrores nocturnos se caracterizan por la emisión de un grito
acompañado de un más que elevado grado de activación simpática, verbalizaciones, pánico y
actividad motora. El sujeto se encuentra en un estado confusional del que no suele despertar y que
no recuerda al día siguiente. A diferencia de las pesadillas, suele presentarse en fase NoREM
(generalmente fases profundas del primer tercio de la noche) y no aparecen ensoñaciones, en todo
caso alguna imagen repentina y momentánea. La etiología del trastorno no está claramente
establecida, si bien se presentan con mayor frecuencia en la infancia que en la edad adulta, siendo,
por lo general, una parasomnia que desaparece con la edad. Conviene distinguirla de alguna forma
de crisis epiléptica temporal, u otra forma de epilepsia atípica, así como de un estado confusional
de origen farmacológico. Como hemos comentado, si bien la etiología no está claramente
establecida, parece que quienes presentan tendencia al padecimiento de terrores nocturnos, éstos
se exacerban en los momentos de estrés.
c. Ataques de pánico durante el sueño. Muy relacionado con las parasomnias que
acabamos de comentar está el hecho reportado en diferentes estudios de que “no es infrecuente”
el que aparezcan episodios de ataques de pánico durante la noche en pacientes que padecen crisis
de angustia habitualmente (Uhde y cols., 1984; Taylor y cols., 1986) (En Mellman y Uhde, 1989).
Los ataques de pánico durante la noche representan una manifestación común pero escasamente
entendida de ataques de pánico “espontáneos”. (Mellman y Uhde, 1989) , que suele venir
acompañado con la presencia de insomnio y sueño intranquilo.
El hecho de que los ataques de pánico durante el sueño sean un concomitante de las
propias crisis de angustia diurnas los define como una parasomnia secundaria, donde el dormir
facilita la aparición de una sintomatología similar a la que tiene el propio sujeto en horas de vigilia
y que provoca el despertar durante el sueño, merced a una intensa actividad fisiológica que no
tiene relación con eventos ambientales o cognitivos. El que se presente especialmente durante las
fases 2 y 3 (es decir, durante sueño NoREM) lo distingue de pesadillas y terrores nocturnos, si
bien el aspecto principal es su relación con la presencia de síntomas de agorafobia, depresión
mayor, trastornos funcionales y buena respuesta a los tricíclicos, lo que condujo a sospechar que

-132-
se tratara de un subgrupo de los trastornos de pánico.
El análisis del hipnograma durante los ataques de pánico nocturnos confirma no sólo que
suelen aparecer en fase NoREM (en concreto, durante la fase 3), sino que en la mayoría de los
casos el momento crítico se produce en una etapa de descenso en profundidad hacia sueño delta,
lo que da pie a algunos autores a mantener que la explicación causal de estos ataques de pánico
debe ser fisiológica, no cognitiva (Mellman y Uhde, 1989). Se trata ésta de una relación
paradójica, habida cuenta de que la aparición de ataques de pánico diurnos viene precedida por
un incremento en arousal basal y ello tanto en los que se producen de forma espontánea, como
los inducidos experimentalmente por inyección de lactato sódico. No obstante, el hecho de que
inducción en relajación pueda instigar ataques de pánico diurnos ya ha sido puesto de manifiesto
en algunos casos de propensión a crisis de angustia (Heide y Borkovec, 1983)(En Mellman y
Uhde).
Mellman y Uhde (1989), aunque de forma tentativa, hipotetizan que puede existir una
relación entre el incremento de latencia de la primera fase REM y los ataques de pánico durante
el sueño, incluso que es posible que dichos ataques aparezcan poco después de dicha fase REM.
Esto sería congruente con el hecho de la relación manifestada entre la propensión a sufrir ataques
de pánico y algunas formas de depresión, que también se presentan con incrementos en latencia
REM. Por último, no hay que desdeñar el supuesto de que los ataques de pánico durante el sueño
estén relacionados con actividad ansiosa diurna, e incluso con presencia diurna de ataques de
pánico.
En la Tabla 8.5 se presenta la comparación de algunos de los parámetros de sueño más
relevantes en un mismo sujeto entre una noche normal y otra en la que se ha sufrido algún ataque
de pánico.
---------------------
Insertar Tabla 8.5
----------------------
Como puede observarse, los parámetros de sueño más relevantes son normales, excepción
hecha de la latencia de la fase REM, que es más breve en las noches de pánico. Ni siquiera la
frecuencia más elevada de movimientos presenta diferencias significativas. Se trata de unos
resultados interesantes, habida cuenta de los escasos trabajos en los que se han realizado
polisomnografías durante los episodios de ataques de pánico.
Una de las hipótesis más extendidas es la que defiende que quienes manifiestan
habitualmente ataques de pánico nocturnos también se caracterizan por una predisposición a
trastornos de pánico durante la vigilia y presentan con mayor frecuencia a lo largo de su vida
sintomatología ansiosa, así como vulnerabilidad a enfermedades crónicas fruto de disfunciones,
tanto simpáticas como límbicas o centrales, trastornos por ansiedad y otros trastornos afectivos
(Labbate y cols, 1994; Rosenbaum y cols., 1988(en Labbate)). No obstante, ésta se trata de una
hipótesis a confirmar, habida cuenta de que los estudios en los que se presenta son trabajos en los
que se evaluó de forma retrospectiva la presencia de estas crisis de pánico durante el sueño y no
se midieron de forma objetiva en laboratorios de sueño. El análisis de trastornos de ansiedad
durante la infancia también suele ser retrospectivo.
Bajo dichas premisas, se hipotetiza que la presencia de ataques de pánico durante el sueño
sería un indicador de diathesis constitucional para trastornos por ansiedad, lo que indicaría que
dichas disfunciones serían más severas si se presenta este trastorno. No obstante, como acabamos
de comentar, habida cuenta de que este tipo de conclusiones se basan en estudios retrospectivos
y sobre los que no existe hasta el momento suficiente literatura que lo confirme (Labbate y cols.,
1994), estas formulaciones, por sugerentes que parezcan, deberán corroborarse

-133-
experimentalmente antes afirmar categóricamente postulados de este tipo, con independencia de
que la idea de poder presentar factores predisponentes a trastornos psicosomáticos sea una
empresa coherente con el modelo diathesis para los trastornos de pánico.
d. Sonambulismo. El sonambulismo se caracteriza por la realización de actos motores
diversos, que incluyen desde incorporarse en la cama y caminar por la casa, hasta actuaciones de
mayor complejidad, si bien no suele haber despertar ni conciencia o recuerdo posterior. Se estima
que el sonambulismo afecta en torno a un 15% de la población infantil y a un 2% de los adultos,
pudiéndose distinguir dos tipos. Una de las manifestaciones, la más frecuente, se caracteriza por
aparición en infancia, con una posible predisposición familiar y desaparición posterior en la
pubertad. La otra forma, menos común, es la aparición a partir de los diez años de este tipo de
manifestaciones cuando no habían estado presentes anteriormente. En este último caso suelen ser
reactivas, o venir inducidas por algún tipo de alteración y es habitual la presencia concomitante
de manifestaciones psicopatológicas (Gaillard, 1990). Al igual que los terrores nocturnos, los
episodios de sonambulismo aparecen en las fases más profundas del sueño.
Respecto a la relación con las reacciones emocionales, el sonambulismo en la infancia no
es indicativo de la presencia de alteraciones afectivas, si bien los episodios de estrés exacerban su
aparición y ello es especialmente cierto en los adultos. Los factores que incrementan la proporción
de estadios 3 y 4, tales como procesos febriles intercurrentes, deprivación de sueño y
administración de psicotropos pueden inducir a la aparición de episodios de sonambulismo
(Huepaya, 1979). Muy relacionado con esto, el procedimiento de intervención más común, como
es la administración de benzodiacepinas, se fundamenta en que, aparte de los efectos ansiolíticos
que pueden mitigar las reacciones de estrés que induzcan los episodios de sonambulismo, suelen
tener como efectos secundarios la reducción de la fase 4 de sueño, con la consecuente
minimización de los episodios de sonambulismo. No obstante, nos parece ésta una medida
excesivamente desproporcionada en la intervención terapéutica, habida cuenta de los efectos
indeseables que el consumo de benzodiacepinas tiene a medio plazo. En su lugar deberemos
atender a medidas de control ambiental para evitar posibles accidentes (poner barreras en
escaleras u otros lugares peligrosos, cerrar ventanas y puertas con dispositivos costosos de abrir,
etc.) y utilizar otros procedimientos conductuales menos intrusivos. Uno de los procedimientos
que estamos estudiando en la actualidad (Chóliz, en preparación) se basa en los efectos que tiene
la siesta sobre la profundidad del sueño nocturno. Sabido es desde hace tiempo que determinado
tipo de siestas contienen una proporción muy elevada de sueño lento (Webb, 1975) y que es
menester tener en consideración este hecho en los casos de insomnio, ya que dicha práctica puede
dificultar el dormir en estos pacientes (Chóliz, 1994), al no precisarse de forma tan inmediata las
fases de sueño profundo. Éste es, precisamente, el fundamento de una posible técnica de
tratamiento del sonambulismo, que se basa, por un lado en que esta parasomnia aparece
generalmente en las primeras fases de sueño lento y, por otra, en que el efecto terapéutico de las
benzodiacepinas es debido fundamentalmente a que tienen como uno de sus múltiples efectos
secundarios la alteración de las fases más profundas de sueño. Ante la evidencia de que algún tipo
de siestas producen un sueño nocturno más superficial, al menos en las primeras etapas, es de
suponer que, dado que el sonambulismo aparece especialmente en las primeras fases profundas
del sueño nocturno, una práctica pautada de siestas controladas terapéuticamente puede mitigar,
o al menos reducir la frecuencia de los episodios de sonambulismo (Chóliz, en preparación). En
cualquier caso, y en el supuesto de que pudieran acontecer alguno de estos durante el periodo de
siesta, siempre es más fácil de controlar y prevenir sus efectos indeseables si otras personas
pueden estar alertas. Este mismo argumento ha sido sugerido para la intervención en terrores
nocturnos (Ferber, 1985) que, como hemos indicado, aparecen en periodos de sueño similares al

-134-
sonambulismo.
En definitiva, y para concluir este apartado, que a pesar de que desde diferentes posiciones
teóricas se asume que los eventos traumáticos, potencial o realmente peligrosos afectan tanto a
la conciliación del sueño como a la aparición de alteraciones en el mismo (tales como pesadillas),
no hay mucha investigación experimental al respecto. Se trata habitualmente de estudios
correlacionales y argumentos basados en la evidencia clínica. Una de las explicaciones comunes
es que los problemas cotidianos (preocupaciones habituales, miedos concretos, etc.) son uno de
los factores que más influyen en los trastornos del sueño Dollinger y cols, 1988). Eventos
traumáticos, tales como la muerte por un rayo de un compañero mientras jugaban a fútbol, no
sólo puede incrementar los miedos específicos ante inclemencias de la naturaleza, sino que
también dificulta la conciliación del sueño y facilita la aparición de pesadillas recurrentes
(Dollinger, 1986). La cuestión a dilucidar, no obstante, es el hecho de si hay susceptibilidad
individual diferencial a verse afectado por este tipo de eventos en función de características como
el neuroticismo, por ejemplo.

6. EL SUEÑO DE LAS EMOCIONES


El registro psicofisiológico de la actividad del durmiente es útil no sólo para conocer
posibles patrones alterados de sueño, o para constatar de qué forma afectan las reacciones
emocionales al buen dormir, sino que se convierte también en una técnica oportuna para la
evaluación de las propias disfunciones afectivas. Así, el hipnograma se convierte en un
instrumento útil tanto para la evaluación de los problemas de sueño como en el propio
psicodiagnóstico clínico, ya que pueden establecerse perfiles diferenciales de diversos síndromes
en base a las características que manifiestan en algunos de los parámetros del sueño más
relevantes. Mediante el hipnograma se suministra información rápida y fiable de la organización,
estructura y calidad del sueño mediante el análisis de variables tales como la cantidad: total de
minutos de sueño, número de despertares nocturnos y eficiencia del sueño (tiempo dedicado a
dormir dividido por el tiempo que pasa en la cama). A pesar de la utilidad de estas variables, que
son, por otra parte, las más utilizadas en la intervención psicológica de problemas de sueño, es
preciso analizar otras propiamente psicofisiológicas para obtener una información adecuada sobre
las características del periodo de dormir, especialmente en lo que hace referencia a su continuidad.
Las más utilizadas en la investigación experimental son las siguientes:
! Latencia de la primera fase REM (tiempo que le cuesta aparecer una vez que el sujeto
se ha dormido).
! Número de cambios a diferentes fases.
! Duración de los episodios REM.
! Eficiencia de los episodios REM.
! Fragmentación de los episodios REM.
! Eficiencia de las etapas NoREM.
! Fragmentación de las etapas NoREM.
Y de entre las aplicaciones más relevantes de los estudios de polisomnografía debemos
reseñar el intento de categorizar como entidades nosológicas diferentes a distintas formas de
trastornos por ansiedad y diversas formas de depresión, en función del patrón psicofisiológico
diferenciado del hipnograma.
Una de las evidencias más firmemente constatadas a lo largo en la literatura es el hecho
de que en la depresión endógena la latencia de la primera fase REM es mucho menor que en
sujetos normales, o que en quienes padecen otra patología (Thase y cols., 1984)(en Lund y cols).
Incluso que cuanto mayor sea la reducción en la latencia de aparición de la fase REM, más severas

-135-
serán las reacciones depresivas que se constatan. Esta relación así establecida no aparece ni en
quienes no manifiestan ninguna patología, ni en algunas otros disfunciones de ansiedad (Hauri y
cols., 1989) (en Lund y cols). Es más, en los estudios polisomnográficos, quienes manifiestan
ansiedad generalizada presentan una latencia de primera fase REM no solamente mayor que los
depresivos, sino incluso más larga que los normales, latencia que va disminuyendo posteriormente
en noches sucesivas. Son estas diferencias las que para algunos autores revelan la diferencia a
nivel biológico entre los síndromes ansioso y depresivo (Lund y cols, 1991) , que se corrobora
por el hecho de que los pacientes que manifiestan un trastorno de ansiedad primaria no presentan
latencia REM corta aunque también se vean afectados simultáneamente por un trastorno por
depresión mayor.
Si bien las diferencias en latencia de primera fase REM es la evidencia constatada en un
mayor número de trabajos para distinguir diferentes síndromes, podemos destacar otras
diferencias entre ansiedad y depresión primaria endógena, por ejemplo, por el hecho de que en
esta última se caracteriza por una densidad mayor de movimientos oculares en la primera fase
REM (Sitaram y cols., 1984), o una frecuencia más elevada de despertares tempranos (Matthew
y cols., 1982).
Respecto a las diferencias entre depresivos y no depresivos, parece que no solamente se
ciñen a las constatadas en el histograma, sino que son de relevancia otras como el hecho que los
depresivos suelen tardar más tiempo en conciliar el sueño, se despiertan antes por la mañana y con
mayor frecuencia durante la noche. En condiciones normales los despertares nocturnos suelen
acontecer en periodos NoREM, pero durante los episodios depresivos no es inusual despertares
en periodos REM, lo que hace disminuir la eficiencia de esta fase del sueño, llegando a verse
afectada el triple que en condiciones normales (Merica, Blois, Bovier y Gaillard, 1993). La
fragmentación de la etapa NoREM, sin embargo, no sufre modificaciones. Además, durante los
periodos de depresión suele aparecer un ciclo NoREM-REM adicional a los normales, ciclo
adicional que no se presenta siquiera en los insomnes, por ejemplo.
Para evidenciar la íntima relación entre trastornos afectivos y sueño solamente haremos
mención de la existencia de una serie de trabajos antiguos sobre el tratamiento de depresión
endógena con deprivación de sueño y sin fármacos antidepresivos, tratamiento que, sin embargo
no resulta tan eficaz (o por lo menos los resultados son equívocos) respecto a depresión neurótica
(Pflug y Tölle, 1971) ((En Larsen y cols, 1976) ); Larsen y cols, 1976). Alrededor del 25% de los
pacientes con depresión endógena mejoran después de tres a seis noches de privación total de
sueño, si bien nunca se produjeron más de dos privaciones en una misma semana. Los resultados
todavía resultarían conservadores, habida cuenta de que solamente se suele privar de sueño
durante más de una noche en los casos en los que hubiera mejoría después de la primera
deprivación, o en quienes, a pesar de no tener éxito en la primera noche en vela, manifestaban su
deseo de continuar con esta práctica. En los estudios a los que nos referimos, el éxito terapéutico
se produjo en depresión bipolar y unipolar y tanto si se trataba de depresiones recurrentes como
de un primer acceso de este trastorno. Parece que los resultados son más esperanzadores si el
cuadro clínico aparece con afecto depresivo, retardo psicomotor y ansiedad y algo menos si se
presenta agitación (Pflug y Tölle, 1971).
Si analizamos las disfunciones de sueño características de algunos de los trastornos
específicos de ansiedad, podemos observar, por ejemplo, que tanto en la ansiedad generalizada
como en la agorafobia con ataques de pánico son comunes las disfunciones del sueño y una
característica disminución de la proporción de ondas lentas, si bien no aparecen las variaciones
en REM que caracterizan la depresión endógena (Mellman y cols, 1989) (en Arriaga y Paiva,
1990). La mayor parte de distímicos tienen el mismo patrón de disfunciones en EEG durante el

-136-
sueño que los ansiosos: tienen fases REM similares, incluída la latencia REM y porcentaje de la
misma, pero hay diferencias en eficiencia del sueño, tiempo total de sueño, porcentaje en fases 3,
4, 3+4 y despertares. Los ansiosos se diferencian de los normales en que tienen menor eficiencia
del sueño, mayores porcentajes en fase 2 y despertares y menores porcentajes en fases 4 y 3+4.
Tienen peor cualidad del sueño los ansiosos y depresivos que los normales, pero no se diferencian
entre sí.
En general, y respecto a las características del sueño en los trastornos por ansiedad, los
resultados más significativos son los siguientes (Arriaga y Paiva, 1990):
! Aparecen con frecuencia quejas relativas a la calidad del sueño, quejas que también son
comunes en otras alteraciones afectivas, como en depresión.
! Los trastornos por ansiedad cursan con dificultades tanto en conciliar como en
mantener el sueño (frecuentes despertares), presentándose diferentes formas de insomnio, si bien
la más común es el retardo en el inicio del sueño.
! La arquitectura del sueño está sensiblemente alterada, concretada por una disminución
de las etapas de sueño lento en beneficio de un incremento en la proporción de fase 2.
! A pesar de que algunas de las disfunciones por ansiedad más características (ataques
de pánico, agorafobia, etc.) presenten patrones electroencefalográficos similares durante el sueño,
no todos los trastornos por ansiedad manifiestan una respuesta EEG similar. Así, como hemos
visto anteriormente, los ataques de pánico se caracterizan por latencias REM más cortas, menor
densidad REM, presencia de movimientos durante el sueño y retardo más acusado en conciliar
el sueño que los normales (Uhde y cols., 1984; Dubé y cols., 1986) (En Papadimitriou).
! En quienes padecen un trastorno obsesivo-compulsivo es frecuente la disminución del
tiempo dedicado a dormir, así como la presencia de despertares tempranos y de menor latencia
REM que normales, pero similar a la dilación característica de la depresión primaria (Insel y cols.,
1982) (En Papadimitriou).
! Por último, por los datos obtenidos en el hipnograma, parece que los ansiosos se
acomodan con mayor facilidad a las condiciones del laboratorio de sueño que los depresivos
(Papadimitriou y cols., 1988).
En resumen, por lo general no hay muchas diferencias en arquitectura del sueño y
disfunciones en el mismo entre ansiedad y depresión, excepción hecha de la latencia de sueño
REM entre depresión y algunos tipos de trastornos de ansiedad.

-137-
TABLA 8.1
Principales disomnias

A.- TRASTORNOS DEL CICLO VIGILIA-SUEÑO

1.- Transitorio:
a.- Síndrome del cambio rápido del huso horario (jet-lag).
b.- Modificación del ritmo vigilia-sueño habitual.
2.- Persistente:
a.- Cambios frecuentes del ciclo vigilia-sueño.
b.- Síndrome de fase de sueño atrasada.
c.- Síndrome de fase de sueño adelantada.
d.- Síndrome de ciclo vigilia-sueño no circadiano.
e.- Ciclo vigilia sueño irregular.
f.- Otras.

B.- TRASTORNOS POR EXCESIVA SOMNOLENCIA (HIPERSOMNIAS)

1.- Psicofisiológica:
a.- Transitoria y situacional.
b.- Persistente.
2.- Asociada a trastornos fisiológicos:
a.- Trastornos afectivos.
b.- Otros trastornos.
3.- Asociada al consumo de alcohol y drogas:
a.- Tolerancia o abstinencia de estimulantes del s.n.c.
b.- Consumo de depresores del s.n.c.
4.- Asociada a dificultades respiratorias durante el sueño:
a.- Apnea de sueño.
b.- Síndrome de hiperventilación alveolar.
5.- Asociada a mioclono nocturno y síndrome de piernas inquietas:
a.- Mioclono nocturno.
b.- Síndrome de piernas inquietas.
6.- Narcolepsia.
7.- Hipersomnolencia idiopática.
8.- Asociada a otras condiciones médicas, tóxicas o ambientales.
9.- Asociada a otras condiciones:
a.- Síndrome de somnolencia intermitente:
! Síndrome de Kleine-Levin.
! Síndrome asociado al ciclo menstrual.
b.- Sueño insuficiente.
c.- Borrachera de sueño.
d.- Otras.
10.- Sin anormalidades:
a.- Sueño duradero.
b.- Quejas subjetivas, sin datos objetivos.
c.- Otras.

-138-
C.- TRASTORNOS DEL INICIO Y MANTENIMIENTO DEL SUEÑO (INSOMNIO)

1.- Psicofisiológico:
a.- Transitorio y situacional.
b.- Persistente.
2.- Asociado a trastornos psiquiátricos:
a.- Trastornos de la personalidad.
b.- Trastornos afectivos.
c.- Otras psicosis funcionales.
3.- Asociado a uso de drogas y alcohol:
a.- Retirada de depresores del s.n.c.
b.- Uso continuado de estimulantes del s.n.c.
c.- Uso continuado o retirada de otras drogas.
d.- Alcoholismo crónico.
4.- Asociado a trastornos respiratorios:
a.- Apnea de sueño.
b.- Hipoventilación alveolar.
5.- Asociado a mioclonía y síndrome de “piernas inquietas”:
a.- Insomnio producido por mioclonía nocturna.
b.- Insomnio producido por “síndrome de piernas inquietas”.
6.- Asociado a otras condiciones médicas, tóxicas, ambientales.
7.- Insomnio de inicio en la infancia.
8.- Asociado a otras condiciones de insomnio:
a.- Interrupciones de la fase REM.
b.- Registros polisomnográficos atípicos.
c.- Inespecíficos.
9.- Pseudoinsomnio:
a.- Periodo corto de sueño.
b.- Quejas subjetivas de insomnio, sin fundamento real.
c.- Inespecíficos.

D.- DISFUNCIONES APARECIDAS DURANTE EL SUEÑO (PARASOMNIAS)

-139-
1.- Fenómenos primarios del sueño: parasomnias primarias:
a.- Asociados al sueño NoREM:
! Sonambulismo.
! Terrores nocturnos.
b.- Asociados al sueño REM:
! Pesadillas.
! Parálisis de sueño.
! Alucinaciones hipnagógicas.
! Trastorno de conducta asociado al REM.
c.- Miscelánea:
! Bruxismo.
! Enuresis.
! Movimientos periódicos del sueño.
! Somniloquia.
! Movimientos rítmicos del sueño.
2.- Fenómenos secundarios al sueño: parasomnias secundarias:
a.- Del sistema nervioso central:
! Crisis epilépticas convencionales.
! Fenómenos paroxísticos nocturnos de difícil clasificación.
! Paseos nocturnos episódicos.
! Distonía hipnogénica paroxística.
! Despertar paroxístico aislado.
! Cefaleas.
b.- Fenomenos cardiopulmonares:
! Arritmias cardiacas.
! Angina de pecho nocturna.
! Asma bronquial nocturno.
c.- Fenómenos gastrointestinales:
! Reflujo gastroesofágico.
! Espasmo esofágico difuso.
! Deglución anormal.
d.- Miscelánea:
! Ataques de pánico.
! Calambres musculares nocturnos.
! Hemoglobinuria paroxística nocturna.
TABLA 8.2
Elementos del APS (Arousal Predisposition Scale)
1. Soy una persona tranquila.
2. Me pongo nervioso cuando tengo que hacer varias cosas a la vez.
3. Los cambios repentinos de cualquier índole me producen una reacción emocional inmediata.
4. La reacción emocional perdura incluso dos o tres horas después de que ha desaparecido la causa que las ha
provocado.
5. Soy una persona nerviosa e intranquila.
6. Mi estado de ánimo se ve fuertemente influenciado al acceder a un lugar nuevo.
7. Me excito fácilmente.
8. Mi corazón late con fuerza durante un tiempo después de que algo me haya conmovido.
9. Me afectan emocionalmente eventos que otras personas consideran neutros.
10. Me asusto fácilmente.
11. Me siento frustrado fácilmente.
12. Sigo conmovido o impresionado durante un tiempo después de ver una buena película.

-140-
TABLA 8.3
Datos de los estudios de validación del APS (datos tomados de Corel, 1988)

Trastornos de sueño Estudio inicial (n=196) Valoración posterior (n=693)

Retraso en la conciliación del sueño 0,35** 0,31**

Despertares nocturnos 0,40** 0,32**

Despertar temprano 0,16* 0,17**

Pesadillas 0,38** 0,32**

Inquietud 0,36** 0,29**

Cansancio diurno 0,35** 0,31*

Alteración global del sueño 0,51** 0,45**

Coeficiente alpha 0,84 0,83


** p<0,001
* p<0,05

-141-
TABLA 8.4
Principales variables implicadas en la quejas sobre el sueño
Las quejas más relevantes fueron las siguientes:
a. “Consumo pastillas que me ayuden a dormir”.
b. “Me despierto muy temprano”.
c. “Estoy en vela la mayor parte de la noche”.
d. “Me cuesta mucho tiempo conciliar el sueño”.
e. “Duermo mal por la noche”.

a b c d e

Variable
Edad Salud física Ansiedad Ansiedad Ansiedad
principal

2ª variable más
Dolor Ansiedad Dolor Dolor Salud física
importante

3ª variable más Finanzas


Ansiedad Edad Dolor
importante domésticas

4ª variable más Finanzas


Peso
importante domésticas

-142-
TABLA 8.5
Características del EEG durante el sueño en los mismos pacientes, en función de la
aparición de ataques de pánico durante la noche (tomado de Mellman y Uhde, 1989)

Medida Pánico durante el sueño Ausencia de pánico en sueño p

Tiempo de sueño total (en min.) 368,8 369,3 ns

Eficiencia del sueño 81,3 82,2 ns

Latencia sueño (min.) 27,8 24,0 ns

Latencia REM (min.) 101,2 69,9 0,05

% REM 20,7 23,6 ns

% fase 1 8,0 5,1 ns

% fase 2 65,0 63,3 ns

% delta 7,0 7,9 ns

Movimientos (min.) 10,2 14,1 0,1

-143-
CAPÍTULO 9
IRA Y HOSTILIDAD:
ASPECTOS BÁSICOS Y DE INTERVENCIÓN
Enrique G. Fernández-Abascal y Francesc Palmero

1. INTRODUCCIÓN
La ira y la hostilidad son dos denominaciones generalmente utilizadas para referirse a un mismo
proceso: la clásica emoción de ira o cólera. Es fácil encontrar argumentos en los que se defiende
que la ira y la hostilidad pueden ser consideradas como dos emociones altamente relacionadas
entre sí, cuya principal diferencia radicaría en la duración temporal e intensidad que caracteriza
la respuesta de cada una de ellas. Desde este punto de vista, la ira sería considerada una respuesta
emocional muy breve pero muy intensa, mientras que la hostilidad tendría habitualmente una
duración mucho mayor en el tiempo y su intensidad sería considerablemente menor (de hecho, la
hostilidad puede ser considerada como una actitud derivada de la emoción de ira, aunque en
ocasiones puede también ser causa de dicha emoción). En cualquiera de los casos, es frecuente
encontrar en los textos especializados la referencia clara al constructo "ira- hostilidad",
posibilitando que sean denominadas como ira caliente, para referirse a la propia ira, y como ira
fría, para referirse a la hostilidad. Por otra parte, también ha habido sistemáticas alusiones a la
especificidad de la ira y a la especificidad de la hostilidad; es decir, ha habido argumentos
perfectamente esgrimidos en los que se defiende que una cosa es la ira y otra, más o menos
diferente, pero otra al fin, es la hostilidad. Desde este segundo punto de vista, quizá fuese
pertinente aclarar que el hecho de considerar como entidades separadas las variables de ira y
hostilidad no significa necesariamente su completa independencia. Es más, creemos que existe una
clara relación entre ellas, relación que tiene que ver con los relativamente recientes esfuerzos por
localizar la interrelación entre cognición y afecto. De este modo, se podría pensar que la ira, como
tal, es la parte afectiva, subjetiva, de un proceso emocional, al que se podría denominar "proceso
emocional de ira", "proceso emocional de ira-hostilidad", etc., mientras que la hostilidad debe ser
considerada como la parte cognitiva, actitudinal, de dicho proceso.
A nuestro modo de ver, tal como hemos expuesto en el capítulo introductorio, existen tres
claras dimensiones en el estudio de los procesos emocionales: una dimensión cognitiva, subjetiva,
experiencial; una dimensión neuroquímica, fisiológica; y una dimensión expresiva, conductual,
motora. Dentro de la primera de las dimensiones aludidas coexisten los factores subjetivos de la
emoción, que implican la propia experiencia, el sentimiento, con los factores cognitivos, que
implican una evaluación y valoración, una toma de decisiones, una actitud. No creemos que deba
argumentarse que la ira es una emoción y la hostilidad otra emoción. Hablamos de un proceso
emocional: la ira. Ahora bien, en ese proceso emocional, además de la dimensión fisiológica
(constatable mediante las fluctuaciones en la secreción hormonal, las variaciones en los parámetros
psicofisiológicos, etc.) y de la dimensión más observable o expresiva (constatable mediante la
simple observación de la conducta motora, los gestos, etc.), existe una dimensión subjetiva, con
claras connotaciones afectivas, que puede ser considerada como el sentimiento de la ira
(erróneamente, se pensó en algunas ocasiones que esa faceta de la emoción, y sólo ‚sa, constituía
la propia emoción de ira), y una dimensión actitudinal, con claras connotaciones cognitivas, que
hace referencia a la hostilidad. Por lo tanto, la hostilidad es una parte (la cognitiva) del proceso
emocional de ira. Aunque en una determinada situación se produzcan respuestas que puedan llevar
a pensar en la similitud conceptual, la ira y la hostilidad no son equiparables sin más. Ciertamente,
guardan una estrecha relación, aquella que se deriva de la conexión existente entre el todo y una
de sus partes.

-144-
En cualquiera de los casos, para el tema que nos ocupa en este momento, lo verdaderamente
importante tiene que ver con la implicación del proceso emocional de ira en la salud. En este orden
de cosas, es en la interacción de la dimensión subjetiva y la dimensión cognitiva donde se
encuentra el núcleo básico de este proceso emocional y de su potencial influencia sobre la salud
de una persona, ya que las percepciones, evaluaciones y valoraciones que dicha persona realice
cada vez que se enfrenta a una determinada situación, así como la actitud basal que exista en ella
cuando recibe la estimulación, van a configurar en gran medida la cualidad y la intensidad de la
hipotética emoción que experimentará. Pero, por otra parte, el estado afectivo basal de una
persona, es decir, el afecto que está experimentando cuando se enfrenta a una determinada
situación o estímulo, también influye de forma considerable en la percepción, evaluación y
valoración que realizaráde la mencionada situación. En suma, resulta bastante ineludible la
referencia a la interacción entre aspectos afectivos y aspectos cognitivos. Lo que tratamos de decir
es que como las emociones, en tanto que procesos, implican también aspectos cognitivos,
podemos hablar de hostilidad como una parte del proceso emocional de ira. Pero, más adelante
especificaremos con algún detalle estas características diferenciales.
Otro de los aspectos de inter‚s cuando se estudia la repercusión de la emoción de ira sobre la
salud tiene que ver con la forma de afrontamiento derivada de su ocurrencia. Así, la forma natural
de afrontamiento en esta emoción es la agresión, en cualquiera de sus posibles modalidades. Sin
embargo, como esta conducta sólo se permite cuando concurren circunstancias extremas, estando
socialmente penalizada y rechazada en cualesquiera otras tesituras, se produce un fenómeno
peculiar, cual es la acumulación de energías y tensión que no pueden ser consumidas por el
organismo. La consecuencia parece lógica: se produce una mayor o menor repercusión interna.
Cada vez que una persona se enfrenta a una situación que le produce ira el organismo se prepara
de forma automática, involuntaria, homeostática, para hacer frente a esa situación. La preparación
del organismo implica la ya clásica reacción de alarma formulada por Walter Cannon, con la
movilización de las energías disponibles. Esas energías se consumirán cuando se consume la
conducta de lucha o de huida. Los vestigios ancestrales de nuestros antepasados, que llegan hasta
nosotros a través de la carga gen‚tica, hacen que nuestro organismo siga movilizándose para la
lucha cada vez que nos enfrentamos a situaciones que pueden suponer un peligro, una amenaza
o, incluso, un desafío. En estas circunstancias, sigue desencadenándose la reacción de alarma, con
los consabidos incrementos de tensión y energía. Pero, por desgracia para nuestro/s organismo/s,
y por fortuna para nuestra propia evolución y crecimiento, ya no es necesario consumir de forma
violenta toda esa energía con luchas y peleas contra quien, o aquello que, la generó. Ahora somos
más prudentes a la hora de evaluar los riesgos -si es necesario huimos, o nos hacemos los
desentendidos-, más pulcros y elegantes a la hora de "atacar" -utilizamos la ironía y el sarcasmo-,
más listos (que no, necesariamente, inteligentes) a la hora de enfrentarnos -utilizamos argumentos
verbales para domeñar al adversario-, etc. En suma, ahora hay una parte de la energía generada
que no es exteriorizada. Esa energía puede llegar a ser perniciosa si no encontramos la forma de
suprimirla o de exteriorizarla de una manera socialmente aceptada. Quizá, la evolución cultural
ha ido más rápida que la evolución biológica. Hay todavía desajustes entre el funcionamiento
básico de nuestro organismo y el funcionamiento de nuestra sociedad y nuestra cultura.

2. CARACTERÍSTICAS DE LA IRA Y LA HOSTILIDAD


A partir de lo comentado en el apartado anterior, parece claro que cabe la posibilidad de
abordar el estudio de la ira desde cualquiera de las dimensiones que la conforman. Ese estudio
sería correcto, pero no exhaustivo. Por esa razón, es fácil encontrar trabajos que tratan de
establecer la repercusión de la hostilidad sobre la salud, y estudios que tratan de dilucidar la misma

-145-
repercusión de la ira; otra cosa es que en estos trabajos se mida realmente el proceso emocional
de ira como un todo, pues parece que lo que están midiendo es una mezcolanza de variables
subjetivas y variables cognitivas, esto es, sentimiento o experiencia y hostilidad.

2.1. Los desencadenantes emocionales


Las situaciones desencadenantes de la ira se refieren habitualmente a condiciones o situaciones
en las que somos heridos, engañados o traicionados; situaciones que tienen que ver con el ejercicio
de un control físico o psicológico en contra de nuestra voluntad; situaciones en las que nos vemos
bloqueados y se nos impide alcanzar una meta que consideramos que nos pertenece o a la que
tenemos derecho. Así, la ira tiene que ver con el hecho de ser testigos de abusos que cometen
otras personas, con la intrusión de extraños en nuestros intereses, con la degradación personal,
con la traición de la confianza, o con la frustración de una motivación. Es decir, la ira se
desencadena ante situaciones que son valoradas como injustas o que atentan a los valores morales
y a la libertad personal; situaciones en las que otras personas nos transmiten abusos verbales o
físicos; situaciones en las que se ejerce un control externo o coacción sobre nuestro
comportamiento y aspiraciones (Hoshmand y Austin, 1987). Así mismo, también pueden actuar
como desencadenantes de la ira la estimulación aversiva, tanto física, como sensorial o cognitiva,
o la falta de un mínimo de estimulación, como ocurre ante una situación de inmovilidad o la
restricción física o psicológica.
Por otra parte, hay situaciones que podrían llegar a provocar directamente la hostilidad,
situaciones en las que se produce violencia física, situaciones en las que percibimos o atribuimos
a otras personas actitudes de irritabilidad, de negativismo, de resentimiento, de recelo o de
sospecha hacia nosotros o hacia personas queridas de nuestro entorno. Podríamos decir que la
hostilidad tiene características "contagiosas", puesto que se desencadena cuando nos sentimos
objeto de la hostilidad de otras personas.

2.2. La activación fisiológica


Los principales efectos fisiológicos de la ira se reflejan sobre el sistema nervioso periférico
(autónomo y somático). Así, en el caso del sistema nervioso autónomo, se producen respuestas
caracterizadas por importantes elevaciones de la frecuencia cardiaca, de la presión arterial sistólica
y diastólica, de la salida cardiaca y de la fuerza de contracción del corazón. Así mismo, también
se producen reducciones, tanto en el volumen sanguíneo, como en la temperatura periférica,
ambas como consecuencia de una importante respuesta de vasoconstricción. Se producen también
elevaciones en las medidas de conductancia de la piel, con incrementos en su nivel tónico, que son
especialmente marcados para el caso del número de fluctuaciones espontáneas o respuestas no
específicas, siendo la emoción que más fluctuaciones o respuestas produce. En lo referente a los
efectos producidos sobre el sistema somático o musculatura periférica, aparecen elevaciones en
la tensión muscular general y aumentos en la frecuencia respiratoria, sin que se manifiesten
cambios en la amplitud de la misma. Además, la ira también produce importantes incrementos en
la secreción hormonal, particularmente en lo que respecta a las catecolaminas de la médula
suprarrenal. Estos incrementos se reflejan en una modificación sustancial del nivel de adrenalina
y noradrenalina, fundamentalmente de esta última. Por último, también se produce una elevación
en la actividad cortical, caracterizada por una intensa y persistente tasa de descarga neuronal.
Todos estos cambios permiten que el sujeto en cuestión experimente una sensación de energía
y fuerza que, si las circunstancias llevan a ello, le permitiráacometer acciones enérgicas. Es decir,
la ira produce una sensación de energía o impulsividad, de necesidad subjetiva de actuar física o
verbalmente de forma intensa e inmediata para solucionar de forma activa la situación

-146-
problemática. Se vive de una forma aversiva, desagradable e intensa, y se la relaciona con la
impaciencia por actuar.
Los efectos fisiológicos de la hostilidad son básicamente similares a los de la ira, aunque más
moderados en intensidad y más duraderos en el tiempo y resistentes a la habituación. Los
principales cambios en el sistema nervioso autónomo se reflejan en elevaciones de la frecuencia
cardiaca, de la presión arterial tanto sistólica como diastólica, y del nivel de la conductancia de
la piel, mientras que se observa una disminución del volumen sanguíneo y de la temperatura
periférica. Los efectos sobre el sistema somático se concretan en una elevación tónica de la
tensión muscular general y en un incremento del número de respiraciones.

2.3. El afrontamiento
Aunque, generalmente, y tal como venimos exponiendo a lo largo del capítulo, la ira es
considerada como una emoción negativa, pues, entre otras cosas, interrumpe la conducta que se
esté realizando en el momento de producirse, ocasiona agitación e interferencia cognitiva,
desencadena una expresión negativa hacia los otros, etc., también hay que señalar los aspectos
positivos que posee. La ira es útil. Cumple múltiples funciones adaptativas, incluyendo la
organización y regulación de procesos internos, psicológicos y fisiológicos, relacionados con la
auto-defensa, así como la regulación de conductas sociales e interpersonales. Como acabamos de
señalar, la ira produce una importante movilización de energía para las reacciones de auto-defensa
o de ataque, caracterizadas por un alto vigor, fuerza y resistencia. Por lo tanto, el principal
afrontamiento relacionado con el proceso emocional de ira tiene que ver con un impulso para
atacar, No obstante, hay que señalar que no siempre la ira culmina con la conducta de agresión,
ya que hay ocasiones en las que la prudencia y el control impiden la ejecución del afrontamiento.
En estos casos, la ira puede desempeñar otro tipo de funciones, pues puede inhibir las reacciones
indeseables de otras personas e incluso evitar una situación de enfrentamiento. Para ello, una
persona manifiesta la hostilidad que, además de ser claramente motivadora de las conductas de
agresión, también puede hacer desistir a los potenciales antagonistas de emprender otro tipo de
acciones más abiertamente ofensivas.
En cualquiera de los casos, culmine o no en agresión, la ira debe ser canalizada. El
afrontamiento de la ira se puede producir canalizando esa energía hacia el exterior, canalizándola
hacia el interior, o ejerciendo un control sobre dicha energía y manifestándola de un modo social
y personalmente adaptativos.
Así pues, el afrontamiento de la ira puede dirigirse hacia el exterior, es lo que se denomina "ira
hacia el exterior". Este tipo de afrontamiento implica la reacción airada y externa enfocada a
resolver la situación desencadenante de la respuesta emocional. La ira se expresa hacia otra
persona o hacia algún objeto del entorno (agresión), que son considerados como responsables de
la situación provocada, o simplemente se expresa sin intención de agredir (expresión de ira). Sin
embargo, la gran presión social que se ejerce sobre los comportamientos agresivos (cuando la ira
provoca una conducta de agresión) y sobre las manifestaciones encolerizadas y airadas (cuando
la ira que se manifiesta no va dirigida a dañar a nada ni a nadie, sino que es sólo una explosión
enérgica de la presión acumulada en el interior) hace que se potencien otros afrontamientos
alternativos, tales como la supresión o represión de dichas manifestaciones, o como la
reconducción de las mismas.
En el caso del afrontamiento de la ira consistente en la supresión o represión de las
manifestaciones emocionales, hablamos de lo que se denomina "ira hacia el interior". Esta forma
de afrontamiento se refiere a la movilización de las acciones, no para solucionar el problema que
ha causado la emoción, sino para suprimir la manifestación externa de la propia emoción. El

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resultado es que la persona se irrita consigo misma y no con la verdadera causa desencadenante
de la emoción de ira. La energía generada por la emoción de ira no se expresa, pero repercute
internamente. La emoción y su tensión no desaparecen, tan sólo dejan de ser externamente
observables.
En tercer lugar, en el caso del afrontamiento de la ira consistente en la reconducción de la
energía y las manifestaciones derivadas de dicha emoción, hablamos de lo que se denomina
"control de la ira". Esta forma de afrontamiento se refiere a los intentos que realiza la persona para
controlar los aspectos relativos a la experiencia y expresión de la ira. Es decir, el afrontamiento
tiene como objetivo, no sólo impedir la exteriorización incontrolada y desadaptativa de la emoción
de ira, esto es, que las demás personas no perciban su estado emocional (Spielberger, Krasner y
Solomon, 1988), sino también la racionalización y el control de la situación desencadenante de
la emoción. No obstante, cuando no se consigue controlar y reducir los niveles de ira, se pueden
producir reacciones más intensas de descarga emocional, tales como gritos, maldiciones, golpear
objetos, etc.
En última instancia, queda claro que la agresión es una de las posibilidades de afrontamiento
cuando se produce la emoción de ira. Quisiéramos detenernos un momento en este aspecto. Por
una parte, tal como acabamos de exponer, la agresión es sólo una forma de afrontamiento, y no
la única, en las situaciones de ira. Hay otras formas de afrontamiento más evolucionadas y
adaptativas; más económicas y saludables; más inteligentes e ingeniosas. Pero, por otra parte,
también hay que reseñar que no todas las conductas de agresión representan un tipo de
afrontamiento derivado de la emoción de ira. Hay múltiples clasificaciones acerca de un término
tan clásico ya como la agresión. Nosotros nos remitiremos a una de las más esenciales y básicas,
aquella que considera dos formas típicas de agresión: la agresión col‚rica o emocional y la
agresión instrumental. En el primer tipo de agresión hablamos de la conducta derivada de la
emoción de ira, conducta que tiene como objetivo causar daño a algo o a alguien. En el segundo
tipo de agresión hablamos de una conducta cuyo objetivo no es producir daño, sino la eliminación
de los obstáculos que impiden la consecución de los objetivos deseados, para impedir que ocurra
la frustración.
No obstante, la relación existente entre la ira, la hostilidad y la agresión, estáúltima en sus dos
manifestaciones conceptuales (que no observables, pues las dos son conductas de agresión), se
establecerán en el siguiente apartado.

3. EL SÍNDROME AHI
Con la emoción de ira ha sucedido lo mismo que con las restantes emociones: se ha tratado
de analizar la interconexión entre los componentes afectivo, cognitivo y conductual. En el caso
de la emoción que nos ocupa, dichos componentes hacen referencia a la Ira (entiéndase en su
dimensión subjetiva o experiencial, y no como el proceso emocional completo), que sería el
componente afectivo, la Hostilidad, que sería el componente cognitivo, y la Agresión, que sería
el componente conductual. Por esta razón, de modo sistemático se alude a la ira en términos de
a la hostilidad en términos de "actitud" y a la agresión en té1rminos de "conducta destructiva".
Se ha estudiado la interrelación de estos tres factores porque, en muchas ocasiones, la ira lleva a
la hostilidad y a la agresión. Es decir, la ira y la hostilidad pueden ser abordadas conjuntamente
con una de las formas más llamativas de afrontamiento: la agresión.
Al respecto, el inter‚s de algunos investigadores se ha centrado en la definición de los tres
componentes o elementos esenciales que acabamos de señalar, acuñando el denominado "AHA
Syndrome" (Spielberger, Johnson, Russell, Crane, Jacobs y Worden, 1985; Johnson, 1990a;
Smith, 1994). El "Síndrome AHA" (A: Anger -ira-, H: Hostility -hostilidad-, A: Aggression -

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agresión-), que en nuestro idioma puede ser acuñado como "Síndrome AHI" (A: Agresión, H:
Hostilidad, I: Ira), adquiere su especial relevancia a partir de los resultados de un estudio
epidemiológico que encontró una mayor prevalencia de accidentes coronarios en los sujetos
hostiles que se encolerizan con facilidad y resuelven su activación emocional a través de conductas
agresivas directas.
Refiriéndose al Síndrome AHI, Smith (1994) opina que "la naturaleza claramente cognitiva de
este tema y las connotaciones conductuales de la tendencia a la acción, ponen de manifiesto la
dificultad a la hora de establecer definiciones conceptuales completamente distintas de ira,
hostilidad y agresión". Sin embargo, estimamos que sí se pueden establecer ciertas diferencias que
ilustrarán la naturaleza básica del constructo denominado Síndrome AHI.

3.1. La agresión
Según Smith (1994), la agresión podría reflejar una respuesta impulsiva, resultado de la
frustración y de la activación de la ira, o un intento de influir en otros y obtener resultados
deseables. Desde esta perspectiva, el término "agresión" puede resultar ambiguo y llevar a la
confusión, ya que no toda frustración lleva a la agresión. En el mejor de los casos, la frustración
incrementa la probabilidad de que aparezca la conducta de agresión, pero no se trata de una
relación causal y directa. Al respecto, Berkowitz (1989) ha planteado que la frustración puede
desencadenar la conducta de agresión sólo cuando el sujeto experimenta un importante afecto
negativo. Es decir, si la no consecución de una meta u objetivo no produce en la persona en
cuestión una emoción negativa es muy poco probable que dicha persona lleve a cabo la conducta
de agresión. Ahora bien, cuando el fracaso en la consecución de un objetivo produce un afecto
negativo entran en juego los factores cognitivos, que permitirán al sujeto el análisis de las
expectativas generadas, de las condiciones ambientales existentes, y de los resultados obtenidos.
A partir de dichos análisis, caben dos posibilidades: por una parte, que el resultado produzca la
emoción de miedo, cuya consecuencia serála huida o el escape de la situación, o la modificación
de las expectativas relacionadas con la obtención del objetivo implicado; por otra parte, que el
resultado produzca la emoción de ira, cuya consecuencia incrementaráconsiderablemente la
probabilidad de que ocurra la conducta de agresión.
A nuestro modo de ver, el término agresión queda mejor definido si lo utilizamos para hacer
referencia a las conductas abiertas o manifiestas, típicamente consideradas como las acciones de
ataque, las destructivas o las dañinas. Pero, también puede ser considerada como una respuesta
de agresión aquella conducta de omisión voluntaria y consciente que hace que alguien reciba un
estímulo aversivo. O, lo que es lo mismo, por una parte, hablamos de conducta de agresión
cuando alguien, de forma intencionada y con ánimo de causar daño, administra una estimulación
aversiva a alguien o a algo; y, por otra parte, seguimos hablando de conducta de agresión cuando
alguien, también de forma intencionada y con ánimo de causar daño, con su silencio o inactividad
para informar o avisar, deja que alguien o algo reciba una estimulación aversiva. Hablamos, en
suma, de agresión por acción y de agresión por omisión, ambas de modo consciente, pudiendo
manifestarse de forma física, ya sea directa o indirecta, activa o pasiva, y de forma verbal (Smith,
1994). Es ‚ste un tipo de agresión en el que asumimos la existencia previa de un sentimiento de
ira, que desencadena la motivación, necesidad o impulso de causar daño. En esta forma de
agresión estápatente, y es el factor fundamental, el deseo o propósito de causar daño a otro
organismo u objeto. Sin embargo, como señalábamos anteriormente, es posible encontrar otra
forma de agresión, que posee connotaciones instrumentales. Esta otra forma de agresión es sólo
un medio para conseguir un objetivo. No hay intención ni propósito de causar daño, sólo inter‚s
por conseguir una meta. Estádirigida a la eliminación de obstáculos entre el agresor y una meta.

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Como es evidente, puede producirse daño también a alguien o a algo, pero, desde un punto de
vista conceptual, este daño es secundario (Johnson, 1990c).
Además de esta distinción esencial entre agresión emocional y agresión colérica, como
indicábamos, ha habido varios intentos para clasificar los subtipos de la conducta de agresión en
función de diversos criterios, tales como los aspectos motivacionales, los de control estimular, los
relacionados con la dirección o destino de la agresión, con la forma de la agresión, con la
naturaleza funcional de la agresión, con la especificidad del sujeto agredido, etc. (Bandura, 1973;
Averill, 1982; Megargee, 1985; Smith, 1994).

3.2. La hostilidad
El proceso emocional de ira implica un sentimiento displacentero que genera una actitud (la
hostilidad), que, a su vez, puede producir un impulso apremiante por hacer algo que elimine o
dañe al agente que provocó aquel sentimiento displacentero. Esta marcada característica de
preparación para la acción hace que la hostilidad posea un importante carácter motivador.
Tal como hemos comentado en otro trabajo (Palmero, Espinosa y Breva, 1994), parece un
hecho bastante constatado que la hostilidad puede ser considerada como una variable multifacética
y de difícil conceptualización, de tal suerte que generalmente se admite que es un constructo en
el que coexisten varios componentes (Buss y Durkee, 1957; Smith y Frohm, 1985; Siegman,
Dembroski y Ringel, 1987; Barefoot, Dodge, Peterson, Dahlstrom y Williams, 1989; Swan,
Carmelli, y Rosenman, 1991; Barefoot, 1991; Burns y Katkin, 1991; Carmelli, Swan y Rosenman,
1991; Helmers, Posluszny y Krantz, 1994).
Como muestra de esta complejidad, hay autores (Buss, 1961) que describen la hostilidad como
una actitud que implica una implícita respuesta verbal; otros (Plutchik, 1980) la consideran como
una mezcla de ira y disgusto, asociada con indignación, desprecio y resentimiento; e incluso otros
(Saul, 1976) la consideran como una fuerza motivadora.
A pesar de las diferencias entre los autores a la hora de definir la hostilidad, sí parece un hecho
aceptado en la actualidad que esta variable o constructo estáconformada por un núcleo cognitivo
de creencias y actitudes negativas y destructivas hacia los demás, tales como odio, rencor y
resentimiento (Johnson, 1990c). Como señala Barefoot (1991), este núcleo cognitivo ha sido
considerado como el componente central y quizáúnico del concepto de hostilidad. Por otra parte,
en algunas ocasiones, la hostilidad puede actuar como motivadora de conductas agresivas y de
venganza (Johnson, 1990a).
Así pues, la hostilidad es una actitud que implica la transmisión social de resentimiento, y que
incrementa la probabilidad de que se desencadenen respuestas verbales o motoras con un claro
tinte de agresión. Esta tendencia, intento o reacción conductual va dirigida a destrozar algún
objeto, o a injuriar o agredir a alguien, pudiendo ir acompañada dicha tendencia o conducta de un
sentimiento de ira.
Además, y esta es una de las características más importantes, la hostilidad es una actitud
mantenida, duradera, en la que se dan cita el resentimiento, la indignación, la acritud y la
animosidad. Es una actitud cínica acerca de naturaleza humana en general, pudiendo llegar al
rencor y la violencia en determinadas situaciones, aunque lo más frecuente es que la hostilidad sea
expresada de modos muy sutiles, que no violen las normas sociales. La hostilidad implica creencias
negativas acerca de otras personas, así como la atribución de que el comportamiento de estas
otras personas es antagónico o amenazador para nosotros. La "atribución hostil" se refiere
precisamente a la percepción de las otras personas como potenciales agentes amenazantes, por
lo que los sujetos que experimentan la hostilidad son muy proclives a manifestar reacciones
agresivas contra dichas personas. En este orden de cosas, Barefoot (1992) plantea que esta

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atribución hostil incrementa la probabilidad de que la conducta de los demás pueda ser
interpretada como antagónica o amenazante, y puede servir como justificante de la hostilidad que
se manifiesta de cara a las conductas antagónicas de los demás. Este autor establece una distinción
entre "cinismo" y "atribuciones hostiles". Así, el cinismo haría referencia a "las creencias negativas
acerca de la naturaleza humana en general", mientras que las atribuciones hostiles se referirían a
"las creencias de que la conducta antagónica de los otros estádirigida específicamente hacia uno
mismo".

3.3. La ira
El último elemento del "Síndrome AHI", según el orden de aparición en su curiosa
denominación, es la ira o cólera. La ira es considerada, en general, como una emoción
displacentera que consiste en sentimientos que varían en intensidad, desde la irritación al enfado,
furia o rabia, y que están causados por la indignación y el enojo que sentimos al vernos vulnerados
en nuestros derechos. Algunos autores (Izard, 1977; Diamond, 1982) describen la ira como una
respuesta emocional primaria, que tiene lugar cuando un organismo se ve bloqueado en la
consecución de una meta o en la satisfacción de una necesidad. Otros autores enfatizan la
importancia de aspectos particulares para referirse a esta emoción. Así, Buss (1961) plantea en
su definición que las reacciones de ira incluyen componentes faciales, esqueletales y autonómicos;
por su parte, Feshbach (1964) considera la ira como un estado indiferenciado de activación
emocional; Kaufman (1970) la define como una emoción que implica un estado de activación
física, que coexiste con actos fantaseados o intencionados, y que culmina con los potenciales
efectos perjudiciales a otras personas. Novaco (1975) enfatiza los factores fisiológicos y
cognitivos en su consideración de la ira como un estado o reacción emocionales.
En cualquier caso, cuando hablamos de la ira como elemento del Síndrome AHI, nos referimos
a los sentimientos, los cuales constituyen el componente subjetivo o experiencial del proceso
emocional de ira, y se acompañan de forma característica de incrementos en la activación del
Sistema Nervioso Simpático y del Sistema Endocrino, tensión en la musculatura esqueletal,
expresiones faciales características, patrones antagónicos de pensamiento y, a la vez, tendencias
a comportarse de forma agresiva. Este complejo emocional resulta más fácilmente elicitado por
aspectos de relación; es decir, por situaciones interpersonales y sociales (Johnson, 1990b; Smith,
1994).
En ocasiones, la ira también va acompañada de obnubilación, incapacidad o dificultad para la
ejecución eficaz de los procesos cognitivos y para la focalización de la atención en los obstáculos
externos que impiden la consecución del objetivo o que son considerados responsables de la
frustración.
Dada la relación sistemática entre las reacciones de ira con las situaciones en las que se
produce una transgresión o violación de los dominios personales y de las reglas sociales, con
mucha frecuencia ha sido considerada como una emoción "moral". Así pues, se trata de una
emoción que se produce ante situaciones de ruptura de compromisos, de promesas, de
expectativas, de reglas de conducta y de todo lo relacionado con la libertad personal. Junto con
el miedo, la ira es de las emociones más intensas o "pasionales", al tiempo que es potencialmente
la más peligrosa, ya que su propósito funcional se relaciona con la destrucción de las barreras del
entorno. Es una emoción muy "explosiva", que en situaciones extremas puede llegar a generar
reacciones de odio y violencia, tanto verbal como física (Fernández-Abascal y Martín, 1994),
pudiendo actuar como un poderoso agente motivacional que impulsa a la persona a llevar a cabo
conductas de agresión.
Por otra parte, al hablar de ira cabe diferenciar entre su experiencia y su expresión. La

-151-
experiencia de la ira, que hace referencia a la característica subjetiva, variará en intensidad,
frecuencia y duración. La expresión de la ira no es más que una respuesta transaccional a las
amenazas del medio que sirve para regular el displacer emocional experimentado (Harburg y cols.,
1973). Como hemos indicado en el punto correspondiente al afrontamiento de la ira, se han
identificado tres estilos o formas de afrontar dicha emoción (Johnson, 1990c): (1) supresión de
la ira (Anger-In), que se refiere al estilo de afrontamiento de la ira de aquellos individuos que
experimentan frecuentemente intensos sentimientos de enfado pero tienden a suprimirlos antes que
a expresarlos física o verbalmente; (2) expresión de la ira (Anger-Out), que ocurre cuando la
frecuente experiencia de ira es expresada o manifestada por el individuo en conductas
agresivas físicas o verbales dirigidas hacia los demás o hacia los objetos del entorno; y (3)
control de la ira (Anger Control-Reflection), que se refiere a un modo de afrontar la ira en el que
el individuo intenta controlar los sentimientos de enfado, e intenta resolver el problema que los
ha provocado.

3.4. El proceso emocional de la ira


Hablar de la ira, del mismo modo que se habla de cualquiera otra emoción, implica la referencia
clara y explícita al ámbito de los procesos. En la Figura 9.1 ofrecemos nuestra perspectiva del
proceso emocional de la ira.
[Insertar Figura 9.1]
Es decir, el proceso podría ser como sigue: la percepción de un estímulo (interno o externo)
implica una evaluación (cognición) e implica un estado afectivo previo (afecto), aquel que posee
el sujeto cuando recibe el estímulo; tras esa evaluación, si el estímulo cumple los requisitos para
ser considerado como un desencadenante de la emoción de ira, la persona experimenta dicha
emoción (sentimiento), reacciona fisiológicamente de manera concordante con la experiencia
emocional (fisiología), genera una disposición actitudinal de hostilidad (cognición), y se activan
las tendencias de acción que, eventualmente, podrían dar lugar a una de las formas de
afrontamiento, aquella que se encuentra relacionada con la expresión abierta de dicha emoción en
forma de conducta de agresión. En cuanto a la respuesta fisiológica, viene definida por el
incremento en la activación simpática, y debe ser considerada como el factor más próximamente
relacionado con las eventuales lesiones y enfermedades. En cuanto a la hostilidad, también
produce incrementos en la respuesta fisiológica y en las tendencias de acción. En cuanto a las
tendencias de acción, los efectos de la ira y la hostilidad producen un impulso o motivación para
la conducta de agresión, que se encuentra modulado o tamizado por las propias posibilidades
(recursos) del sujeto potencialmente agresor: si ‚ste estima que sus posibilidades son reducidas
o nulas no llevaráa cabo la conducta de agresión, pero se produciráun incremento en la hostilidad
(también podría ocurrir un incremento en el sentimiento de ira), por el contrario, si estima que sus
posibilidades son elevadas analizarála pertinencia de llevar a cabo la conducta de agresión
(factores sociales, personales, etc.). Así, cuando no es pertinente llevar a cabo la conducta de
agresión, el sujeto anularádichos impulsos, pero, al igual que en el contexto de las posibilidades,
se produciráun incremento de la hostilidad (también podría ocurrir un incremento en el sentimiento
de ira); si, por el contrario, el sujeto estima que es pertinente la conducta de agresión la llevaráa
cabo. Tanto cuando el sujeto estima que sus posibilidades no le permiten llevar a cabo la conducta
de agresión, como cuando es la pertinencia el factor que impide ejecutar dicha conducta, se
produce un incremento en la hostilidad y un eventual incremento en el sentimiento de ira, con lo
cual se produce también un incremento en la respuesta fisiológica, mediada ‚sta por los efectos
de los incrementos en la ira y en la hostilidad.
Por otra parte, aprovechando la distinción que hemos establecido anteriormente entre la

-152-
agresión emocional y la agresión instrumental, en la Figura 9.1 también se recoge otra posibilidad
interesante mediante la que una persona puede llevar a cabo la estrategia de afrontamiento
relacionada con la agresión sin experimentar la emoción de ira. En este orden de cosas, cabe la
posibilidad de llevar a cabo la conducta de agresión como un medio o instrumento para conseguir
un objetivo o meta. Cuando dicho objetivo se consigue, ahí muere el proceso. Pero, cuando se
fracasa en el intento, se produce frustración (asumimos que el objetivo o meta es valioso para el
sujeto en cuestión, y asumimos también que sus expectativas de conseguirlo eran aceptables
cuando menos). La frustración puede producir un afecto negativo relacionado con el miedo, cuya
consecuencia es la huida, la evitación, el escape. La frustración también puede producir un afecto
negativo relacionado con la ira, con las consecuencias de experiencia subjetiva de dicha emoción,
incremento de la hostilidad, y, eventualmente, tendencias de acción agresiva que, al igual que en
la primera parte del proceso, pueden desencadenar una conducta de agresión. De este modo,
aunque el proceso implica muchas más respuestas y variables (fisiológicas, sociales, etc.), vemos
cómo una forma de agresión no emocional puede llevar a una agresión airada, col‚rica, emocional.
Quizá, la guerra pueda ser un ejemplo de lo que acabamos de señalar.
En definitiva, aunque la presencia de la emoción es, temporalmente hablando, muy breve, como
breve puede ser también la expresión de la emoción en forma de conducta de agresión, las
consecuencias cognitivas de la emoción de ira, esto es, la característica actitudinal que adquiere
la denominación de hostilidad, son más duraderas. Por ello, desde el punto de vista de la
investigación, parece más pertinente estudiar la hostilidad, pues es la característica de la emoción
de ira que mejor refleja la situación de este proceso emocional. Además, es ‚sa también la razón
por la que múltiples estudios que tratan de relacionar la emoción de ira con la salud se centran en
la importancia de esta variable actitudinal. En este mismo sentido se manifiesta Houston (1994)
cuando plantea que, a la hora de entender cómo una variable psicológica puede influir para
precipitar la aparición de una enfermedad particular, lo más sensato es recurrir a aquellos aspectos
considerados como más estables a trav‚s del tiempo. Así, aunque la ira y la agresión, a pesar de
ser variables relativamente transitorias, puedan participar también en la etiopatogenia de ciertos
trastornos (enfermedades cancerígenas, enfermedades cardiovasculares, etc.), la hostilidad es la
variable del proceso emocional de la ira que, con su característica de parámetro afectivo-cognitivo
de larga duración, mejor se presta para entender la relación entre emociones y salud. La hostilidad
es una actitud que puede permanecer en el tiempo sin que se repita la estimulación que la propició
(Johnson, 1990a).

3.5. Modelos explicativos de la unión entre el síndrome AHI y la salud


Existe una gran evidencia estadística de la asociación entre el síndrome AHI y la salud. Ahora
bien, la dificultad surge a la hora de intentar explicar el mecanismo de unión entre un proceso
psicológico y la salud. Algunos de los modelos explicativos más defendidos son los siguientes:
El Modelo de Vulnerabilidad Constitucional o Somatopsíquica, planteado por Krantz y Durel
(1983), es el primero que intenta explicar convincentemente dicho mecanismo de unión. En este
modelo se propone un mecanismo que pone en conexión los rasgos de personalidad y la
enfermedad. Esta perspectiva se basa en las diferencias biológicas individuales como causa de las
manifestaciones biológicas y conductuales de la ira, la hostilidad y la agresión. Según este
planteamiento, la personalidad y la enfermedad no se encuentran causalmente relacionadas, sino
que tienen que ser consideradas como los coefectos de una causa común: la diferencia individual
biológicamente basada. En la Figura 9.2 puede verse representado este modelo de forma
esquemática.
[Insertar Figura 9.2]

-153-
El modelo de Reactividad Psicofisiológica, formulado, entre otros autores, por Smith y Brown
(1991) y Smith y Christensen (1992), constituye una argumentación que se encuentra implícita y
explícita en muchos de los planteamientos que tratan de explicar la unión entre procesos
psicológicos, en este caso ira-hostilidad, y enfermedad. Como su nombre indica, en este modelo
se expone como factor fundamental la excesiva respuesta psicofisiológica a las demandas del
medio ambiente. Concretamente, se defiende que las personas hostiles experimentan episodios de
ira con más frecuencia, y se hallan más a menudo en un estado de vigilancia de su medio ambiente.
Por consiguiente, existe una asociación entre ira y vigilancia, hecho que provoca un importante
incremento de las respuestas cardiovasculares y neuroendocrinas, las cuales se encuentran en la
base del inicio, desarrollo y mantenimiento de diversas enfermedades. En la Figura 9.3 se
presentan de forma esquemática las principales propuestas de este modelo.
[Insertar Figura 9.3]
El Modelo de Vulnerabilidad Psicosocial, formulado también por el equipo de Smith (Smith
y Frohm, 1985; Smith y Christensen, 1992), plantea que la ira y la hostilidad crónica están
asociadas con una variedad de características, relaciones y conductas no saludables, tales como
un bajo apoyo social y un alto nivel de conflictos interpersonales, tanto en el ámbito familiar como
en los ámbitos laboral y social. Precisamente, son estos perfiles negativos los que podrían
aumentar el riesgo de enfermedad, pues, si bien no parecen intervenir de forma directa, sí lo hacen
impidiendo o reduciendo la acción positiva de los agentes y medidas de prevención de las
enfermedades. En la Figura 9.4 se presenta el esquema de la propuesta realizada desde esta
perspectiva.
[Insertar Figura 9.4]
El Modelo Conducta-Salud, formulado por Leiker y Hailey (1988), propone que las personas
hostiles incrementan su riesgo de enfermedad debido a sus pobres o inexistentes hábitos de salud.
Varios autores han encontrado una importante relación entre las elevadas puntuaciones de
hostilidad y la falta de ejercicio físico, el poco cuidado personal, los episodios frecuentes de
ingestión de bebidas alcohólicas y la importante e intensa dedicación a los juegos de azar (véase
Smith y Christensen, 1992). En este mismo orden de cosas, en otros estudios se encuentra una
clara e importante asociación entre altas puntuaciones en instrumentos que miden ira y hostilidad
y consumo de tabaco e ingestión de alcohol (Shekelle, Gale, Ostfeld y Paul, 1983; Koskenvuo,
Kapiro, Rose, Resnaiemi, Sarnaa, Heikkila y Langivanio, 1988). En la Figura 9.5 se representan
esquemáticamente los principales descubrimientos y aportaciones realizadas desde este modelo.
[Insertar Figura 9.5]
El Modelo Transaccional, formulado por Smith y Pope (1990), puede ser considerado como
una integración y extensión de las aproximaciones basadas en la reactividad psicofisiológica y en
la vulnerabilidad psicosocial. Concretamente, hemos visto que el modelo de reactividad¡
psicofisiológica se centra en las respuestas asociadas con la ira y la hostilidad, hemos comentado
que el modelo de vulnerabilidad psicosocial se centra en las pobres relaciones sociales derivadas
indirectamente de la ira y la hostilidad; pues bien, el modelo transaccional describe las
consecuencias sociales o efectos que la ira y la hostilidad provocan de modo directo. Así, desde
este modelo se considera la ira y la hostilidad son procesos que generan estrés. Es decir, no se
trata de que los sujetos que crónicamente experimentan mucha ira y mucha hostilidad sufran más
conflictos interpersonales y tengan menos apoyo social, sino que estas personas crean esas
características en su medio ambiente social mediante sus pensamientos y acciones. Posteriormente,
las respuestas fisiológicas disfuncionales surgen de dos clases de situaciones: por una parte, las
personas hostiles despliegan una alta reactividad en respuesta a los estresores sociales comunes
a todas las personas, pero, por otra parte, tales personas también despliegan esta importante

-154-
reactividad psicofisiológica en respuesta a los estresores adicionales que ellos han creado. En la
Figura 9.6 puede verse una representación esquemática de este modelo.
[Insertar Figura 9.6]

4. LA EVALUACIÓN DE LA IRA Y LA HOSTILIDAD


En lo referente a la evaluación la ira y la hostilidad, son muchos los instrumentos de medida
que existente, la gran mayoría de ellos basados en procedimientos de autoinforme (Fernández-
Abascal y Martín, 1995a).
En la Tabla 9.1 se recogen los principales instrumentos que se utilizan para la evaluación de
la ira, tanto en el campo de la investigación como en el de la salud. A pesar de tal diversidad de
instrumentos y del considerable esfuerzo realizado en los últimos años, para la creación de
medidas fiables, es necesario señalar la existencia de un problema de falta de validez de la mayoría
de ellos. Debido principalmente al poco margen de tiempo que existe desde su construcción hasta
ahora para la validación con estudios longitudinales que confirmen su validez predictiva para el
empleo en al campo de la salud.
El "Inventario de Control de la Ira", es un instrumento de carácter clínico, que esta compuesto
de diez subescalas que comprenden: ver abusos en otros, intrusión, degradación personal, traición
de la confianza, malestar, control externo y coacción, abuso verbal, abuso físico, trato injusto y
bloqueo de metas.
La "Escala de Autoinforme de Ira", es también un instrumento de origen clínico, que mide
cinco subescalas: conciencia de ira, expresión de ira (expresión: general, física y verbal),
culpabilidad, condenación de la ira y desconfianza.
Las "Escalas de Ira de Framingham", desarrolladas para la investigación en el campo de la
salud, miden cuatro aspectos de la ira: síntomas de ira, ira hacia dentro, ira hacia fuera y
comunicación de la ira.
La "Escala de Ira Hacia Dentro y Hacia Fuera de Harburg", tiene su origen en el campo de la
investigación de la salud, consta de tres clasificaciones en la forma de producir la expresión de la
ira: ira hacia dentro, ira hacia fuera y reflexión.
El "Inventario Multidimensional de Ira", es un instrumento construido para estudiar
empíricamente la multidimensionalidad de la ira. Comprende cinco escalas: ira hacia dentro, ira
hacia fuera, rango de situaciones elicitadoras de ira, punto de vista hostil, e ira general.
El "Inventario de Ira de Novaco", es un instrumento que recoge un amplio rango de
situaciones susceptibles de provocar ira, de especial valor clínico y que proporciona un índice
global del nivel de ira. Existe una adaptación de la misma realizada por Martín y Fernández-
Abascal (1994a).
El "Inventario de Reacciones", es un instrumento de origen clínico, la principal información
que aporta es la identificación de situaciones y estímulos específicos generadores de ira.
El "Inventario de Expresión de la Ira Estado-Rasgo" (STAXI), es un instrumento desarrollado
para el estudio empírico de la ira, que consta de ocho escalas: estado de ira, rasgo de ira,
temperamento airado reacción airada, control de la ira, ira hacia fuera, ira hacia dentro y expresión
de ira. Existe una traducción experimental realizada por TEA ediciones.
La "Escala Subjetiva de Ira", es un instrumento de carácter clínico en el que se evalúan la
responsibidad a nueve situaciones potenciales de ira.
Como concusión a los instrumentos de medida de la ira, nos encontramos con dos grandes
instrumentos: el más tradicional que es el "Inventario de Ira de Novaco", y uno de reciente
aparición el "Inventario de Expresión de la Ira Estado-Rasgo (STAXI)" que esta centrado en
torno a él una gran cantidad de investigación y estudios. La diferencia fundamental entre ambos

-155-
es, que si bien el primero tiene tras de sí una mayor historia de uso en el campo de la investigación
y la salud, solo proporciona una puntuación global de ira; mientras que el STAXI proporciona
información sobre ocho escalas de valoración de la ira, especialmente las que se refieren a formas
alternativas de afrontamiento de la misma.
En la Tabla 9.2 se recogen los instrumentos más significativos de cuantos existen para la
evaluación de la hostilidad.
El "Inventario de Hostilidad de Buss-Durkee", es un instrumento utilizado tanto en la clínica
como en la investigación en el campo de la salud. Se compone de siete subescalas: asalto o ataque,
hostilidad indirecta, irritabilidad, negativismo, resentimiento, sospecha o recelo y hostilidad verbal.
Existe una adaptación de este instrumento realizada por Martín y Fernández- Abascal (1994b).
La "Escala de Hostilidad de Cook-Medley" (Ho), es un instrumento que tiene su origen en el
campo de la selección de personal y posteriormente se ha utilizado en el campo de la salud.
Inicialmente solo proporciona una puntuación global de hostilidad, aunque diversos trabajos
puntan a la existencia de diferentes factores que configurarían esta prueba. Blumenthal, Barefoot,
Burg y Williams (1987) señalan la existencia de cuatro dimensiones: hostilidad, estilos de
afrontamiento poco eficaces, neuroticismo y pobre ajuste social. Por otra parte Barefoot, Dodge,
Peterson, Dahlstrom y Williams (1989) proponen cinco factores: cinismo, sentimiento hostil,
respuestas agresivas, atribución hostil y evitación social.
El "Cuestionario de Hostilidad y su Dirección", es un instrumento clínico, que además de una
puntuación total de hostilidad posee cinco escalas relativas a la dirección de la hostilidad:
hostilidad hacia fuera, criticismo de otros, proyección de hostilidad engañosa, auto-crítica y
culpabilidad.
La "Escala de Hostilidad Manifiesta", es un instrumento originario del campo de la
investigación que posteriormente ha sido utilizado en el campo de la salud, proporciona una
puntuación que refleja la fuerza para expresar la hostilidad.
Los "Inventarios de Hostilidad E-R" se refiere a dos formas paralelas, la H-YU-65-A y la H-
UI-65-A, de un instrumento desarrollado para investigar la contribución de la persona, las
situaciones y su interacción en la conducta hostil observada.
El "Cuestionario de Agresión", es un instrumento desarrollado para el estudio empírico de los
diferentes componentes de la hostilidad, estáconstituido por cuatro subescalas: agresión física,
agresión verbal, ira (componente emocional) y hostilidad (componente cognitivo).
La "Entrevista Estructurada", es el único instrumento que no esta basado en autoinforme, sino
que es en parte observación y en parte entrevista, Aunque en su origen fue desarrollada para la
medida del patrón de conducta Tipo A, incluye una medida de hostilidad con tres dimensiones:
el potencial de hostilidad, la ira dirigida hacia fuera y la ira dirigida hacia dentro.
Además de los indicios que podemos obtener con los datos obtenidos mediante los
instrumentos de autoinforme anteriormente expuestos, existe otra serie de indicadores sobre la
hostilidad que pueden obtenerse fácilmente, mediante entrevista. Estos indicadores pueden ser de
tres tipos. En primer lugar, los que se basan en las manifestaciones psicomotoras y comunicación
no verbal durante la entrevista. En segundo lugar, los que se basan en pruebas comportamentales
que podemos realizar por medio de algunas preguntas con la finalidad de observar el
comportamiento, más que el contenido de las respuestas. Y, por último, determinados datos de
su biografía, representativos a la forma habitual de comportarse, que nos señalan cuáles son sus
reacciones emocionales más frecuentes.
- Manifestaciones psicomotoras:
La persona muestra una expresión facial con características de agresión y hostilidad
(en los músculos de los ojos y mandíbula).

-156-
Presenta un tic característico, semejante a sostener el borde del labio inferior con los
dientes, llegando casi a enseñarlos.
Muestra manifestaciones hostiles, talas como una risa discordante.
Utiliza el puño para golpear la mesa o un uso excesivamente fuerte de manos y
dedos.
Presenta una voz explosiva, alta y frecuentemente desagradable.
Uso frecuente de obscenidades.
Muestra irritación y rabia cuando se le pregunta acerca de algún episodio pasado en
el que se encolerizó.
- Pruebas comportamentales directas:
El entrevistador reta o cuestiona la validez de algún comentario o comportamiento
del que haya informado. (Reacciona de una manera hostil o desagradable?.
El entrevistador pregunta acerca de su punto de vista sobre política, racismo,
sexismo, competidores. (Responde con generalizaciones casi airadas?.
- Contenidos biográficos significativos:
Informa de su facilidad para irritarse, si tuviera que esperar por cualquier razón o
conducir detrás de un coche que circula demasiado lentamente para él.
Muestra desconfianza general sobre los motivos de actuación de otras personas, por
ejemplo desconfianza del altruismo.
Informa que, casi siempre que participa en cualquier tipo de juego, le gusta ganar,
incluso cuando lo hace con niños pequeños.
Sin embargo, de nuevo son los autoinformes que permiten una aplicación colectiva los
preferidos en el campo de la intervención preventiva, en este sentido el "El Inventario de
Hostilidad de Buss-Durkee" es el utilizado para la medida de la hostilidad, y nos proporciona una
medida global de hostilidad y 7 subescalas (Asalto, Hostilidad Indirecta, Irritabilidad,
Negativismo, Resentimiento, Sospecha y Hostilidad Verbal).

5. LA INTERVENCIÓN EN LA IRA Y LA HOSTILIDAD


En primer lugar realizaremos unas breves consideraciones acerca de las peculiaridades de este
tipo de intervención, para pasar a continuación a revisar las principales estrategias de intervención
en la ira y la hostilidad.
Cuando se tratan problemas de ira o hostilidad, es altamente aconsejable el prestar una
atención especial y negociar los limites de la confidencialidad de ciertos aspectos ‚ticos y legales.
Por ejemplo, se deben clarificar aspectos generales del quebranto de la confianza sobre temas
como abuso de menores, acciones peligrosas y/o agresivas, actividades ilegales y abuso de
sustancias.
Hay que tener en cuenta que el especial clima terapéutico que se crea con los pacientes con
actitudes hostiles y frecuentes episodios de ira, ya que estos pacientes pueden ser más abrasivos,
activos, desafiantes e intimidatorios, y por el contrario, menos complacientes y aceptantes que
otro tipo de pacientes.
Por último, no debe olvidarse que el objetivo último de la intervención es el control o
establecer un autocontrol sobre la ira y la hostilidad, y no su total eliminación, ya que estas
emociones cumplen unas funciones adaptativas e instrumentales que no deben ser eliminadas.

5.1. Estrategias específicas de intervención


En el tratamiento de la ira y la hostilidad, hay dos bloques de técnicas y dos momentos de
intervención claramente diferenciados. Por un lado tendríamos las estrategias de choque o de

-157-
primera actuación, como son la intervención sobre el autocontrol personal y la disrupción e
interferencia de las respuestas de ira. Y, por otro lado, en segundo momento la intervención de
consolidación y prevención mediante el entrenamiento en habilidades de afrontamiento pasivas,
la reestructuración cognitiva, el entrenamiento en solución de problemas y el entrenamiento en
habilidades comportamentales.
A.- Estrategias de choque:
Incremento del autocontrol personal. A partir de la propia evaluación de la ira y la hostilidad,
o mediante la utilización de alguna técnica de intervención, como la autoobservación, es preciso
aumentan la conciencia del paciente sobre su comportamiento frente a la ira. Muchos pacientes
muestran un grado de conciencia muy reducida sobre su respuesta de ira y hostilidad, lo que hacen
que su incremento sea uno de los primeros objetivos de la intervención. El aumento de la
conciencia mediante la autooboservación y el autocontrol lleva a generar cambios sobre la forma
en que el paciente emplea sus habilidades de afrontamiento.
Disrupción e interferencia de respuestas de ira. Esta fase del tratamiento tiene como finalidad
la utilización de un conjunto de estrategias que pretenden desorganizan o interferir activamente
con la activación de la ira y la hostilidad. El objetivo es la interrupción temporal de la actividad
que se esté realizando, para evitar así las explosiones airadas o agresivas y, de esta manera, se
permita que disminuya la activación, permitiendo recobrar el control emocional de la situación.
Una de las posibles técnicas a utilizar es la interrupción temporal negociada, que puede ser
utilizada de modo unilateral, con una retirada individual, o de modo bilateral, cuando las dos
personas implicadas en la respuesta emocional pueden acordar la retirada temporal.
Otra posible estrategia es buscan una demora en la respuesta, para reducir o evitar la activación
de la ira y, así, dar tiempo para buscar alternativas de respuesta más constructivas. Como por
ejemplo contar hasta diez, o mejor hasta cien, antes de responder cuando se encuentra desbordado
por la ira o la hostilidad.
Otra estrategia comprende la utilización de la técnica de la parada del pensamiento, para
interferir con la ira, sus rumiaciones y refrenar la activación emocional.
Por último, hay un conjunto de intervenciones de interferencia de respuesta implican actitudes
paliativas, visualizaciones y auto-verbalizaciones. Estas son especialmente apropiadas cuando la
persona es incapaz de abandonar y/o dejar la situación provocativa.
Las estrategias de interferencia de respuesta son relativamente simples, pueden ser introducidas
inicialmente y se integran fácilmente con otras intervenciones.
B.- Estrategias de consolidación:
Habilidades de afrontamiento pasivas. El entrenamiento en habilidades de afrontamiento
pasivas, mediante técnicas de desactivación (relajación, respiración, meditación, etc.) es una
estrategia de intervención que desarrolla habilidades con las que el paciente puede reducir
activamente tanto la activación emocional, como la fisiológica y, de ese modo, recobrar una
sensación de calma y control. A su vez, esta calma y control pueden llevar al paciente a obtener
una perspectiva diferente y emplear otras habilidades de afrontamiento.
Reestructuración cognitiva. La dirección de intervenciones de cambio cognitiva proceso de
la información de ira-engendrada, pre-juiciada, que es, contenido cognitivo y errores de proceso
y esquema negativo subyacente.
Estas estrategias son apropiadas para los elementos cognitivos de la ira y la hostilidad y para
valorar como estos contribuyen a los otros sistemas de respuesta.
Desde el punto de vista clínico, tenemos siete procesos cognitivos diferentes, que ocurren
frecuentemente y necesitamos atender en el caso de la ira: la probabilidad de baja estimación,
pensamientos de demanda coactivos, catastrofización, sobregeneralización, pensamiento

-158-
categórico e inflamatorio, pensamiento dicotómico y atribuciones sobe las intenciones y
motivaciones de otros.
Entrenamiento en solución de problemas. El entrenamiento ayuda a los pacientes a definir
afrentas y frustraciones como problemas que deben ser resueltos y en resolverlos de forma
constructiva.
Entrenamiento en habilidades comportamentales. Mientras que algunas personas no poseen
habilidades para la resolución de problemas, otros carecen de repertorios comportamentales con
los que manipular provocaciones inevitables.

6. CONCLUSIONES
Siegman (1994) considera que necesitamos distinguir entre diferentes dimensiones de
hostilidad, diferentes modos de afrontamiento con ira y sus consecuencias para la salud.
Necesitamos distinguir entre ira, hostilidad y conducta agresiva, determinar como estos
constructos están relacionados los unos con los otros. Conocer más sobre la relación entre ira,
hostilidad y las variables de estilo de vida, y conocer más acerca de los mecanismos de mediación
y fisiopatológicos que están implicados en esas relaciones.
Los instrumentos de valoración son una parte crítica del estudio de los efectos de la ira y la
hostilidad sobre la salud, pero instrumentos mal diseñados pueden llevar a fracasos en los estudios
debido a los errores de medida. Igualmente los investigadores pueden encontrar e interpretar
erróneamente asociaciones si sus medidas están confundidas con otros atributos psicológicos
(Barefoot y Lipkus, 1994). Hay un especial problema en la medida de ira y hostilidad debido a que
hay numerosas definiciones y conceptualizaciones de estos constructos, y todos los teóricos no
están de acuerdo sobre su terminología.
Los instrumentos a menudo también proponen cuestiones complejas o requieren respuestas en
formatos que no son familiares para mucha gente. Debido a que ira y hostilidad son disposiciones
evaluadas negativamente, los individuos pueden estar motivados a negar o fallar para reconocer
sus propias tendencias antagonistas (Paulhus, 1984). Este fenómeno tiene un interés aparte de su
implicación en la medida, debido a que se ha sugerido que aquellos quienes son defensivos acerca
de su hostilidad están situados en conflicto psicológico que resulta en niveles altos de riesgo para
la salud (Jamner, Shapiro, Goldstein y Hug, 1991).
Hay un grupo de respuestas que pueden afectar la validez de las medidas. La tendencia de los
sujetos ha presentarse ellos mismos de una forma más deseable socialmente, y ello es
especialmente importante para las medidas de ira y hostilidad.
La conclusión a la que llega Johnson (1989) después de recoger las sugerencias de varios
autores, es que los resultados contradictorios pueden deberse a que los investigadores en esta área
no incluyen medidas que distingan entre intensidad de ira-hostilidad como un estado emocional,
o diferencias individuales en ira-hostilidad como un rasgo de personalidad, y también es debido
a la variedad de medidas utilizadas y en muchos casos pobremente validadas (Riley y Treiber,
1989).

-159-
CAPÍTULO 10
TRASTORNOS CARDIOVASCULARES Y
FACTORES EMOCIONALES
Enrique G. Fernández-Abascal y María Dolores Martín Díaz

1. DEFINICIÓN Y DELIMITACIÓN
La función básica del sistema cardiovascular es conducir hacia los tejidos el oxígeno y
otras sustancias nutritivas, eliminar los productos residuales y transportar sustancias tales como
las hormonas desde una parte a otra de nuestro organismo. Interviene en otras funciones, como
la regulación de la temperatura basal corporal. Para que todas estas funciones sean llevadas a cabo
de una manera adecuada, es necesario que el corazón bombee bien la sangre, que las arterias la
distribuyan, que los capilares faciliten el intercambio de los materiales entre la sangre y los tejidos,
y que las venas y vasos linfáticos recojan la sangre, el agua, los electrólitos, las proteínas y otras
sustancias, devolviéndolas al corazón. Cualquier alteración del corazón y de los vasos tiene
interés, no sólo por la patología que encierra en sí misma, sino también por los problemas de
regulación general que puede acarrear como consecuencia del fallo de aporte de sangre y oxígeno
a los tejidos.
Los trastornos cardiovasculares comprenden una amplia gama, ya que afectan al corazón
y a todo el sistema vascular. La etiología subyacente es la enfermedad de origen congénito,
reumático, hipertensivo o isquémico. Presentar una clasificación exhaustiva sería sumamente
complejo y amplio, por lo que en la Tabla 10.1, y siguiendo a Soler y Bayés (1986) y Wilson y
cols. (1991), ofrecemos una aproximación orientativa de los trastornos, dividiéndolos
artificialmente según dos criterios amplios: por una parte, las enfermedades del corazón, y, por
otra, las del sistema vascular. No obstante, hay que indicar que algunos trastornos, como la
aterosclerosis y la hipertensión arterial, son propios de ambos sistemas, ya que el corazón está
compuesto por un sistema vascular de riego. Como muestra de la cantidad y variedad de
trastornos, Friedman y Child (1991), dentro del bloque de cardiopatías congénitas, recogen 61 de
ellas incluidas en varios grupos, y contemplan otras dos más no incluidas en su clasificación.
Creager y Dzau (1991), dentro de las enfermedades vasculares de las extremidades, contemplan
25 en total, clasificándolas en tres grupos, enfermedades arteriales, enfermedades de las venas y
trastornos linfáticos. Bayés y Oter (1986) consideran en total 32 tipos de arritmias, y así
podríamos seguir con clasificaciones, subclasificaciones y tipos de cada trastorno cardiovascular.
(Insertar Tabla 10.1)
No obstante la existencia de un amplio número de trastornos, como el tema que nos ocupa
tiene que ver con las emociones y su relación con los trastornos cardiovasculares, nos centraremos
en aquellos en los que se ha podido demostrar una asociación significativa entre emociones y
enfermedad, debiendo reseñar que son los siguientes: la aterosclerosis, la hipertensión esencial,
la cardiopatía isquémica, la angina de pecho, y el infarto de miocardio.
La aterosclerosis representa un proceso patológico localizado en una determinada zona
de la arteria. Ha sido definida por la Organización Mundial de la Salud (OMS) como “una
combinación variable de cambios en la pared de las arterias (distinguiéndolas de las arteriolas),
consistentes en una acumulación de lípidos, carbohidratos y complejos de calcio, asociados a
cambios en la capa media arterial (placa de ateroma)” (García y Tomás, 1986, p. 437). La
patogenia de la aterosclerosis depende de una secuencia precisa de eventos que ocurre por una
interacción entre los elementos formes de la sangre y los lípidos de la pared arterial. Cada uno de
estos elementos puede ser modificado o acelerado por los factores de riesgo. La arteriosclerosis
es el proceso natural de envejecimiento de las arterias. Dicho proceso se caracteriza por un

-160-
engrosamiento de la íntima, con pérdida de elasticidad y aumento del diámetro y del contenido en
calcio celular.
La isquemia está producida por la deprivación de oxígeno y la eliminación inadecuada de
los metabolitos. La isquemia del miocardio se debe casi siempre a una disminución del flujo
sanguíneo a través de las arterias coronarias. Por este motivo, las manifestaciones clínicas y las
consecuencias anatomopatológicas de la isquemia coronaria se denominan indistintamente
cardiopatía isquémica o enfermedad coronaria. La OMS (véase García y Tomás, 1986) aceptó
como sinónimos los términos cardiopatía isquémica y cardiopatía coronaria, pero no el de
cardiopatía aterosclerótica, ya que la afección cardíaca aguda o crónica, secundaria a una
reducción o supresión del aporte sanguíneo al miocardio, motivado éste por una disminución del
calibre de los vasos del sistema arterial coronario, puede ser de origen orgánico fijo y/o de origen
funcional (espasmódico) transitorio. Las manifestaciones de la cardiopatía isquémica pueden
presentarse bajo diversas formas: angina estable o crónica, angina inestable, infarto de miocardio,
insuficiencia cardíaca crónica, arritmias y bloqueos y muerte súbita. Las tres últimas aparecen con
frecuencia como complicaciones de la angina o el infarto.
Los episodios de isquemia miocárdica pueden ser de muy larga duración o intensidad, en
cuyo caso suponen la necrosis del tejido afectado (infarto de miocardio), o de intensidad variable
pero relativamente breve (isquemia aguda transitoria). El infarto de miocardio es, entonces, la
consecuencia de una oclusión coronaria aguda que reduce de manera drástica y persistente el flujo
sanguíneo miocárdico, hasta provocar alteraciones metabólicas en la vida celular. El término
infarto de miocardio designa la necrosis aguda de origen isquémico de una zona circunscrita al
músculo cardíaco. Salvo raras excepciones, constituye una complicación de la ateromatosis
coronaria, dando lugar a una enfermedad aguda caracterizada por la tríada: dolor precordial,
alteraciones electrocardiográficas y elevación de los enzimas plasmáticos. La angina de pecho es
el dolor, opresión o malestar generalmente torácico que es atribuible a una isquemia miocárdica
transitoria. La lesión fundamental en el infarto de miocardio es la necrosis isquémica, ausente en
la angina de pecho, en la que, por la menor duración e intensidad de la isquemia, no se llega a la
muerte celular. La angina se clasifica en los siguientes tipos: angina de esfuerzo, angina
espontánea o de reposo y angina mixta.
La hipertensión arterial la define el Comité de Expertos de la OMS como una elevación
crónica de la presión sanguínea sistólica, de la diastólica, o de ambas en las arterias (Nolla y cols.
1986). Según la OMS, se define arbitrariamente como presión arterial normal del adulto una
presión arterial sistólica igual o inferior a 140 mmHg, junto con una diastólica igual o inferior a
90 mmHg. La hipertensión arterial queda definida en el adulto como una presión sistólica igual
o superior a 160 mmHg y, además, o independientemente, una presión diastólica igual o superior
a 95 mmHg. Los valores que se encuentran entre los señalados se clasificarían como hipertensión
límite (Mann, 1986). Pese a los progresos alcanzados en el conocimiento de los mecanismos que
controlan la presión arterial, en un 90-95% de los casos la etiología es desconocida. A los
pacientes con una hipertensión sin causa conocida se les considera que tienen hipertensión
primaria, esencial o idiopática. La hipertensión es una enfermedad progresiva y de etiología
múltiple, existiendo una interacción entre la conducta y el sistema cardiovascular (Obrist y cols.,
1986). La hipertensión arterial es uno de los más importantes factores de riesgo cardiovascular.
Las principales complicaciones cardíacas que presenta son la insuficiencia cardíaca y la cardiopatía
isquémica. Otras complicaciones que presenta la hipertensión se producen en el plano cerebral:
hemorragia cerebral, enfermedad oclusiva de grandes y pequeños vasos, amaurosis fugaz, y
encefalopatía hipertensiva; en el plano ocular: retinopatía hipertensiva; o en los planos renal y
vascular: aneurisma disecante.

-161-
2. INCIDENCIA Y PREVALENCIA
Según las estimaciones de la OMS (Gyarfas, 1992), los trastornos cardiovasculares
provocan en los países industrializados el 50% de todas las muertes, constituyendo la primera
causa de mortalidad; en los países en vías de desarrollo ocupan el tercer lugar, con un 15% ó 16%
aproximadamente. En cuanto a la incidencia por áreas geográficas, en Europa Oriental la
mortalidad ha aumentado en las dos últimas décadas. En América del Norte, Europa Occidental,
Japón, Australia y Nueva Zelanda, estas enfermedades son aún las más mortíferas, a pesar de la
tendencia decreciente que se viene observando desde los años 70 (por ejemplo, en Estados Unidos
han disminuido un 40% en las tres últimas décadas).
Los estudios más detallados y documentados son los realizados prospectivamente. Uno
de los más importantes, el “Framingham Study of Coronary Risk”, realizado con una población
de 5.127 personas a lo largo de 26 años de seguimiento, arroja datos tan importantes como los
siguientes (Lerner y Kannel, 1986): Del total de estas personas, hubo 1.240 sucesos
cardiovasculares, 752 hombres (60%) y 488 mujeres (40%). En los hombres, el infarto de
miocardio fue la principal expresión de trastornos cardiovasculares, con un 43% del total de
sucesos; el 39% fue angina de pecho, un tercio de los cuales fue concurrente con el infarto; la
muerte súbita se produjo en el 10%, y la insuficiencia coronaria en el 8%. En las mujeres, más de
la mitad de todos los trastornos cardiovasculares fueron de angina de pecho; el infarto de
miocardio constituyó el 30% de los sucesos; la muerte súbita y la insuficiencia coronaria
comprendieron algo menos del 10%.
En nuestro país, el trabajo pionero sobre factores de riesgo y epidemiología en la población
adulta lo iniciaron Abadal, Vintró y Bernat en 1968, centrándose en la población laboral de
Manresa (véase Plaza y cols., 1989).
En el ámbito nacional, uno de los pocos estudios centrados en algún trastorno
cardiovascular fue el realizado por López-Sendón y cols. (1990), teniendo como objetivo analizar
la incidencia del infarto de miocardio en España. Participaron 102 hospitales, incluyendo un total
de 10.390 pacientes. El número total de pacientes ingresados con infarto agudo de miocardio se
estimó en 32.900/año, sin considerar los que fallecieron antes de llegar al hospital ni los que no
recibieron asistencia hospitalaria.
No obstante, existen varios proyectos de estudios de epidemiología en el ámbito de las
comunidades autónomas de nuestro país. Uno de ellos, el proyecto Euzkadi, cuyo objetivo es
conocer la prevalencia de la enfermedad arteriosclerótica y los factores de riesgo en la Comunidad
Autónoma Vasca. La muestra que se ha estudiado está conformada por 4.800 varones (de entre
25 y 64 años), seleccionados al azar. La prevalencia de la enfermedad arteriosclerótica ha sido del
69 por mil. De este porcentaje, el infarto de miocardio comprende el 28 por mil, la angina de
pecho el 21 por mil (12 por mil típica y 9 por mil atípica), la insuficiencia arterial (isquemia) de
los miembros inferiores el 13 por mil, y los accidentes cerebrovasculares de origen
presumiblemente arteriosclerótico el 7 por mil. La prevalencia de cardiopatía isquémica (angina
típica más infarto) aumentó con la edad: 6% entre los 25 y 34 años, 22% entre los 35 y 44 años,
43% entre los 45 y 54 años, y 84% entre los 55 y 64 años (Iriarte y cols., 1991).
Otro dato que podríamos tener en cuenta es el número de ingresos en 64 unidades
coronarias tomadas del total de los 133 hospitales españoles que disponen de dichos servicios. En
estas unidades, el volumen asistencial en 1987 fue de 30.408 enfermos ingresados; de ellos,
12.039 (41,3%) fueron por infarto agudo de miocardio, 5.986 (38,2%) por angina de pecho, y
el resto (20,5%) por otras patologías.
Para hacernos una idea de lo que suele ocurrir con los pacientes que han sufrido un infarto
de miocardio, podemos ver los datos obtenidos por Brackett y Powell (1988) del “Recurrent

-162-
Coronary Prevention Project”, realizado con 1.012 pacientes que habían sufrido este trastorno.
Después de 4,5 años de seguimiento, se produjeron 23 muertes cardíacas súbitas, 87 recurrencias
cardíacas no fatales, y 870 sujetos no sufrieron ninguna recaída cardíaca.

3. SINTOMATOLOGÍA
Los síntomas producidos por las enfermedades cardíacas suelen derivar de la isquemia
miocárdica, de alteraciones de la contracción o relajación del miocardio, o de la existencia de un
ritmo o frecuencia cardíaca anormales (Braunwald, 1991).
Las manifestaciones clínicas debidas directamente a la elevación de la presión arterial son
muy escasas. Únicamente puede considerarse como síntoma específico una cefalea retrooccipital
al despertar -que, incluso, puede llegar a despertar a la persona en cuestión-, que suele presentarse
con presiones diastólicas elevadas, aunque Williams (1991) indica que la cefalea sólo es
característica de la hipertensión grave, y se localiza preferentemente en la región occipital. Otros
posibles síntomas relacionados tienen que ver con los mareos, las palpitaciones, la fatigabilidad
y la impotencia. Solamente cuando existen repercusiones orgánicas (cardiovasculares, cerebrales,
retinianas o renales) aparece el cuadro clínico propio de las mismas (Nolla y cols., 1986).
Durante mucho tiempo, el diagnóstico de la isquemia miocárdica aguda transitoria giró
exclusivamente alrededor de la identificación del dolor isquémico o anginoso. Hoy sabemos que
este dolor es sólo una de las posibles manifestaciones de dicha entidad clínica, ya que puede
también manifestarse bajo la forma de disnea súbita, arritmia aguda o incluso ser asintomática. A
pesar de todo, el dolor isquémico coronario es en la práctica el síntoma guía en la identificación
del síndrome isquémico miocárdico, tanto en fases de esfuerzo como durante el reposo. Aunque
los episodios de angina se producen típicamente como consecuencia del ejercicio o con la
experiencia de emociones, y se alivian con el reposo, también pueden ocurrir en reposo y durante
la noche, cuando la persona está reposando. El paciente puede despertarse por la noche con las
típicas molestias precordiales y disnea (Selwyn y Braunwald, 1991). Con frecuencia, el dolor es
de tipo visceral, profundo, pesado, fuertemente opresivo o constrictivo. Otras veces, sólo se
manifiesta mediante una sensación de estrechez, opresión, peso o quemazón, sin que exista un
componente doloroso (García y Tomás, 1986). El dolor es continuo, no pulsátil, de aparición y
desaparición gradual. En ocasiones, puede acompañarse de sensación de falta de aire (disnea), o
bien de sudoración abundante, palidez, nauseas y/o sensación de inestabilidad.
La localización más frecuente se sitúa en torno al esternón, pudiendo ser percibido en toda
la región o en cualquier punto entre el epigastrio y la faringe. Con frecuencia se irradia hacia el
pectoral izquierdo o hacia ambos lados a la vez, hacia uno o ambos hombros, descendiendo por
su cara interna o externa hasta la muñeca, o incluso hasta los dedos, de una o de ambas
extremidades superiores; se puede irradiar también hacia la región laterocervical, hasta el maxilar
inferior y los dientes, y hacia la región dorsal. Puede ocurrir que el dolor se presente únicamente
en cualquiera de las zonas que acabamos de enumerar, o bien que, tras iniciarse en dicha zona, se
irradie centrípetamente hacia la región del esternón. En cualquiera de los casos, en un paciente
determinado, el dolor suele tener una localización bastante constante, cualquiera que sea ésta
(García y Tomás, 1986).
En el infarto de miocardio, el dolor retrosternal es el síntoma dominante. Este dolor es
parecido al de la angina de pecho en lo que se refiere a cualidad, localización e irradiaciones, pero
es mucho más intenso y prolongado. Aproximadamente la mitad de los pacientes con infarto de
miocardio tienen pródromos de angina inestable (Pasternak y Braunwald, 1991). En algunos
pacientes, la irradiación se manifiesta sólo por sensación de parestesia. El dolor suele aparecer en
reposo, a menudo en las primeras horas de la mañana, alcanzando la máxima intensidad en pocos

-163-
minutos, se prolonga por lo general más de 30 minutos, aunque puede durar horas o,
excepcionalmente, días. El dolor se origina en las terminaciones nerviosas del miocardio isquémico
que rodea al tejido infartado. Aunque el dolor es el síntoma más frecuente de presentación, al
menos entre el 15% y el 20% de los infartos de miocardio son indoloros. A diferencia de la angina
de pecho, se acompaña con frecuencia de manifestaciones neurovegetativas. Las nauseas y los
vómitos pueden hacer acto de presencia, sobre todo si existe un componente vagal importante.
En algunas ocasiones, aparece distensión o plenitud epigástrica, eructación dolorosa o necesidad
imperiosa de defecar. A veces, la sudoración es profusa, y se acompaña de frialdad de la piel
(Navarro y cols., 1986). Otras formas de presentación menos frecuentes, con o sin dolor, tienen
que ver con la pérdida brusca de la conciencia, el estado de confusión, la sensación de gran
debilidad, las arritmias, los signos de embolia periférica o simplemente un descenso inexplicable
de la presión arterial (Pasternak y Braunwald, 1991).
El infarto se presenta de forma atípica cuando las características del dolor son anómalas,
o cuando se inicia con una complicación que domina el cuadro clínico (Navarro y cols., 1986).

4. FACTORES DE RIESGO DE LOS TRASTORNOS CARDIOVASCULARES


La naturaleza de los trastornos cardiovasculares es compleja y no existe un único factor
responsable de su aparición y desarrollo. Son trastornos multifactoriales, por lo que nos
encontramos en la necesidad de hablar de “factores de riesgo” que parecen estar asociados con
la mayor incidencia, tal como se ha demostrado epidemiológicamente. Según el “Informe del
Comité de Expertos de la OMS”, elaborado en 1988, (véase Plaza y cols., 1991), las
características por las que a un factor de riesgo se le atribuye un papel etiológico son: la presencia
de dicho factor antes del comienzo de la enfermedad, la relación estrecha entre la magnitud del
factor de riesgo y la enfermedad, el valor predictivo de dicho factor en poblaciones diferentes, la
plausibilidad patogénica, y la reducción o eliminación de la enfermedad una vez haya sido reducido
o eliminado el factor de riesgo.
Para su estudio, se hace una división de los factores de riesgo en tres bloques, atendiendo
al peso de sus componentes y al desarrollo en su estudio. Estos tres bloques, que vienen reseñados
en la Tabla 10.2, son los siguientes: factores inherentes de riesgo, factores clásicos de riesgo y
factores emocionales de riesgo. Los factores inherentes de riesgo resultan de condiciones
genéticas o físicas que no pueden ser cambiadas aunque se modifique el estilo de vida. Los
factores clásicos de riesgo son aquellos que tienen un mayor componente físico/biológico, y
aquellos otros que, a pesar de poseer un mayor componente conductual que biológico, están ya
establecidos como factores clásicos de riesgo. Dentro del grupo de los factores emocionales de
riesgo, que son los que se tratan en el presente capítulo, se consideran el patrón de conducta Tipo
A, los constructos de ira y hostilidad, la reactividad cardiovascular, y el apoyo social como factor
preventivo. Estos factores de riesgo no se presentan aisladamente, sino que se influyen
mutuamente, no pudiéndose delimitar finamente dónde comienza uno y dónde lo hace otro, y,
además, interactúan con los factores clásicos de riesgo.
(Insertar Tabla 10.2)

4.1. El patrón de conducta Tipo A


El patrón de conducta Tipo A (PCTA) es un constructo epidemiológico que surge a partir
de las observaciones que Friedman y Rosenman realizan de la conducta de sus pacientes cardíacos
durante los años cincuenta (Matthews, 1982). Desde la introducción del concepto por Friedman
y Rosenman, empieza un debate que ha sido de los más prominentes y controvertidos en el estudio
psicosomático de la enfermedad coronaria (Byrne, 1987).

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Friedman y Rosenman (1974, p. 67) formularon la siguiente definición de PCTA: “Es un
complejo particular de acción-emoción, que puede observarse en algunas personas
comprometidas en una lucha relativamente crónica para lograr un número ilimitado de cosas
de su medio ambiente en el menor tiempo posible, y, si es necesario, contra los esfuerzos
opuestos de otras personas o cosas de su mismo ambiente”.
En 1981, el “National Institute for Heart, Lung and Blood” de los Estados Unidos, reunió
un amplio grupo de especialistas en ciencias biomédicas y conductuales, y aceptó el PCTA como
un factor de riesgo independiente para los trastornos coronarios, con el mismo orden de magnitud
que el riesgo asociado a cualquiera de los factores tradicionales, tales como la presión sistólica,
el tabaco o el nivel de colesterol en suero (Review Panel on Coronary-Prone Behavior and
Coronary Heart Disease, 1981).
Este patrón se concibe actualmente como un perfil multidimensional, constituido por
factores de diversa naturaleza. En esencia, está constituido por componentes formales (voz alta,
habla rápida, excesiva actividad psicomotora, gesticulación y otros manierismos típicos),
conductas abiertas o manifiestas (urgencia de tiempo, velocidad, hiperactividad e implicación en
el trabajo), aspectos motivacionales (motivación de logro, competitividad, orientación al éxito y
ambición), actitudes y emociones (hostilidad, impaciencia, ira y agresividad) y aspectos cognitivos
(necesidad de control ambiental y estilo atribucional característico).

4.1.1. Unión entre el PCTA y los trastornos cardiovasculares


A pesar de que la relación entre PCTA y trastornos coronarios es generalmente aceptada,
los mecanismos que sostienen dicha relación no han sido del todo definidos (Lane, White y
Williams, 1984). Dentro de los modelos, podemos hablar de cuatro enfoques distintos, aunque
actualmente existen varias líneas de trabajo que intentan encontrar un nexo de unión entre el
PCTA y los trastornos cardiovasculares.
El “Modelo Interaccional Mecanicista”, en el que se considera que el PCTA hace
referencia a un estilo característico de responder a ciertas clases de estímulos (desafíos, demandas
o amenazas al control). La expresión de la conducta Tipo A está asociada a un aumento de la
reactividad del sistema nerviosos simpático. Esta activación simpática contribuye al desarrollo y
progresión de las lesiones ateroscleróticas. La reactividad fisiológica puede crear las condiciones,
y proporcionar las materias primas para la enfermedad coronaria. Finalmente, la reactividad
fisiológica en presencia de enfermedad coronaria puede precipitar manifestaciones agudas, tales
como la angina, el infarto de miocardio y la muerte súbita. Algunos autores (Glass, 1977;
Williams, 1975) abogan por este modelo. Se han propuesto diversas variaciones del mismo,
asumiendo que el PCTA se encontraría elicitado situacionalmente.
El “Modelo Interaccional Biológico”, en el que se argumenta que el PCTA refleja factores
constitucionales (Krantz y cols., 1982; Krantz y Durel, 1983). Al igual que en el modelo anterior,
las conductas manifiestas Tipo A y la reactividad fisiológica ocurren como respuesta a desafíos
y demandas. Sin embargo, esas conductas y respuestas fisiológicas son vistas como coefectos de
la misma causa. Este modelo contempla, al menos, algunas conductas Tipo A como el resultado
más que la causa de los procesos fisiológicos. Algunas versiones de este modelo sugieren que la
reactividad constitucional de ciertas personas puede ser más elevada de lo normal, de tal suerte
que, ante su propia reactividad fisiológica, estas personas experimentarán un mayor aumento en
las respuestas emocionales observadas, las cuales, a su vez, darán como resultado un aumento en
la reactividad.
El “Modelo Interaccional Biopsicosocial”, en el que, si bien, tal como ocurría en los dos
modelos anteriores, los desafíos y las demandas elicitan la conducta Tipo A en personas

-165-
predispuestas, también se considera, ahora en contraste con los dos modelos anteriores, que el
PCTA no es simplemente una forma de conducta resultado de las situaciones estresantes, pues las
personas Tipo A son capaces -quizá con bastante frecuencia- de generar desafíos y demandas
adicionales en su medio ambiente (Smith y Anderson, 1986). El sujeto Tipo A sistemáticamente
construye un medio ambiente que es rico, subjetiva y objetivamente, en aquellos estímulos
conocidos que elicitan conductas abiertas Tipo A y aumentan la reactividad.
El “Modelo Cognitivo de Aprendizaje Social”, propuesto por Price (1982), en el que se
propone que el origen y mantenimiento de este patrón de conducta se explica desde una
perspectiva cognitiva de aprendizaje social. La complejidad del comportamiento humano depende
de la interacción de factores cognitivos, comportamentales y ambientales, pero son las
cogniciones, y en particular las creencias, los aspectos que conforman la esencia de este patrón
de conducta. Las cogniciones favorecen la existencia de una serie de creencias y miedos
personales que son el núcleo central del PCTA, con lo cual favorecen el desarrollo del mismo, así
como el exceso de reactividad fisiológica. En este modelo, Price (1982) contempla los factores
implicados en la adquisición y mantenimiento de la conducta Tipo A, incluyendo los antecedentes
y consecuencias medioambientales y personales.
Otra aportación importante tiene que ver con la interacción entre persona y situación que
se produce en el PCTA, de tal manera que las diferencias entre Tipo A y Tipo B son más
pronunciadas bajo circunstancias particulares desafiantes. Las conclusiones del metaanálisis de
Suls y Wan (1989) van en esta dirección: encuentran consistentemente una alta reactividad en
presión sistólica en los individuos Tipo A.
Otra línea de trabajo investiga los componentes específicos del tradicional constructo
PCTA que están relacionados con la enfermedad coronaria. También se intenta averiguar la
interrelación de los diferentes componentes de este patrón de conducta y su conexión con la
enfermedad coronaria, aunque en este segundo punto se han realizado pocas investigaciones
(Houston y cols., 1992). Pioneros en estas investigaciones son Matthews y cols. (1977), quienes,
analizando factorialmente las puntuaciones de la Entrevista Estructurada obtenidas en el
“Western Collaborative Group Study (WCGS)”, encuentran cinco factores, cada uno de ellos con
características diferentes. Los análisis posteriores de las características individuales revelaron que
la hostilidad y ciertos estilos de voz fueron los más predictivos de la enfermedad coronaria.
Houston y cols. (1992) consideran que los individuos clasificados como Tipo A son
heterogéneos en sus características, y no hay que ignorar que ciertas combinaciones o patrones
de componentes pueden predecir el riesgo de enfermedad coronaria. Estos autores, reanalizando
los datos del WCGS, encontraron que hay más de un patrón con características Tipo A que está
relacionado positivamente con la incidencia de la enfermedad coronaria, más de un patrón que no
está relacionado con dicha enfermedad, y más de un patrón que está inversamente relacionado,
es decir, que podría ser considerado como un patrón protector. Sin ajustar los análisis para los
demás factores de riesgo, el más relacionado con el riesgo de enfermedad coronaria es un patrón
compuesto por las características de voz elevada y alta hostilidad; pero, cuando se ajustan los
análisis para todos los factores, el más relacionado con el riesgo para la enfermedad coronaria es
un patrón conformado por la combinación de la competitividad y la prisa, sin contener la variable
de hostilidad. Este patrón resultó ser el más predictivo, y se sugiere que puede representar una
hostilidad encubierta.
Haciendo una revisión de los resultados de los principales estudios prospectivos, los datos
nos llevan a la confirmación del PCTA como un factor de riesgo cardiovascular, y también como
un agente que aumenta la ocurrencia de nuevos sucesos cardiovasculares cuando ya se ha tenido
alguno. El primer estudio prospectivo diseñado para examinar el riesgo coronario del PCTA fue

-166-
el WCGS (Rosenman y cols., 1975). Realizado con una muestra de 3.154 hombres libres de
trastornos coronarios, y con un seguimiento de 8,5 años, pone de relieve que los sujetos que
presentaban este patrón de conducta, diagnosticado mediante la Entrevista Estructurada, tuvieron
el doble de probabilidad de desarrollar un trastorno coronario que aquellos otros sujetos
diagnosticados como Tipo B. En el “Framingham Study of Coronary Risk” (Haynes, Feinleib y
Kannel, 1980), realizado con una muestra de 1.674 individuos, y con 8 años de seguimiento se
pudo observar una relación significativa entre PCTA -diagnosticado mediante la Escala de
Framingham- y enfermedad coronaria. Concretamente, en mujeres con PCTA se encontró una
incidencia del doble en enfermedad coronaria y del triple en angina de pecho comparadas con las
mujeres Tipo B. Por su parte, en los hombres cuyas edades oscilaban entre los 45 y los 64 años
de edad este patrón de conducta se asoció con una duplicación del riesgo de angina de pecho, de
infarto de miocardio y de enfermedad coronaria en general; esta asociación fue independiente de
los demás factores de riesgo. En un tercer gran estudio, el “Belgian-French Pooling Project”
(Belgian-French Pooling Project, 1984), usando la Bortner Rating Scale para diagnosticar el
PCTA, se encontró el doble de incidencia de trastornos coronarios en las personas cuyas
puntuaciones se situaban en el percentil 75, o por encima, comparadas con las personas cuyas
puntuaciones se localizaban en el percentil 25, o por debajo.
Otros estudios prospectivos muestran semejantes resultados. Concretamente, en el estudio
“Recurrent Coronary Prevention Project” (Brackett y Powell, 1988), realizado con una muestra
de 1.012 pacientes que habían sufrido infarto de miocardio, durante 4,5 años de seguimiento, se
observó que el PCTA -diagnosticado mediante la Entrevista Estructurada- fue un predictor
independiente de muerte cardíaca súbita, pero no de muerte cardíaca no súbita. Sprafka y cols.
(1990), con parte de los sujetos del “Minnesota Heart Survey”, encontraron una relación
significativa entre el PCTA -diagnosticado mediante el Inventario de Actividad de Jenkins- y la
prevalencia de la enfermedad coronaria, aunque esta prevalencia varió con las razas, siendo más
altas las incidencias de la angina de pecho y del ataque cardíaco en personas de raza negra que en
blancos.
No obstante, hay que reseñar que algunos estudios no han sido positivos en sus
predicciones con respecto a este patrón de conducta. Así, en el “Multiple Risk Factor
Intervention Trial” (Shekelle y cols., 1985), realizado con una población de 12.700 hombres
libres de trastornos coronarios al comienzo del estudio, tras un promedio de 7 años de
seguimiento, el PCTA -diagnosticado mediante la Entrevista Estructurada y el Inventario de
Actividad de Jenkins- no estuvo relacionado con la incidencia de la enfermedad coronaria.
Tampoco se encontró este valor de predicción en el “Aspirin Myocardial Infarction Study”
(Shekelle, Gale y Norusis, 1985), realizado con 2.070 hombres y 244 mujeres que habían tenido
infarto de miocardio, el PCTA -diagnosticado con el Inventario de Actividad de Jenkins- no pudo
ser relacionado con el riesgo de recurrencia de eventos coronarios mayores.
Los resultados de la revisión llevada a cabo por Booth-Kewley y Friedman (1987) ponen
de manifiesto que existe una relación entre PCTA y enfermedad coronaria y otras enfermedades
oclusivas, siendo su efecto comparable al de otros factores de riesgo de la enfermedad. El
diagnóstico realizado mediante la Entrevista Estructurada es mejor predictor que el realizado
mediante el Inventario de Actividad de Jenkins, y los aspectos que más se relacionan con la
enfermedad son la conducta inflexible y competitiva.
Sin embargo, en la revisión del metanálisis realizado por Matthews (1988) no aparecen
datos tan optimistas. Aunque se llega a la conclusión de que el PCTA, diagnosticado mediante la
Entrevista Estructurada, está relacionado significativamente con la incidencia de la enfermedad
coronaria a lo largo de los estudios, no se puede afirmar lo mismo cuando el diagnóstico se realiza

-167-
con el Inventario de Actividad de Jenkins.
A partir de la revisión de estudios sobre el PCTA y los trastornos coronarios realizada por
Goldstein y Niaura (1992), estos autores resumen los datos de la siguiente manera “la evidencia
epidemiológica sugiere que el PCTA es un factor de riesgo para el desarrollo de la enfermedad
coronaria, pero la evidencia reciente indica que, cuando la enfermedad coronaria ya existe o el
riesgo es alto, la presencia del PCTA global no incrementa el riesgo de tener posteriores sucesos
mórbidos, excepto, quizá, muerte cardíaca súbita” (Goldstein y Niaura, 1992, p. 138).

4.2. Ira y hostilidad. El síndrome AHI


Tal como se ha expuesto anteriormente (ver capítulo introductorio de este bloque
temático), la ira, la hostilidad y la agresión conforman el síndrome AHI. Como se puede apreciar
en la Figura 10.1, cada uno de sus elementos interacciona con los otros dos, y todos ellos en
conjunto afectan negativamente a la salud.
(Insertar Figura 10.1)
La ira es una emoción negativa que conlleva, como cualquier emoción, su experiencia
subjetiva o sentimiento, su activación fisiológica, su expresión facial característica y su
afrontamiento, que se refiere a la tendencia o el impulso a la agresión.
La hostilidad puede ser considerada como una variable multifacética, caracterizada por una
tendencia a, o deseo de, infligir daño a otros, o la tendencia a sentir ira hacia otros (Smith, 1994).
En parte, la hostilidad comparte características emocionales con la ira, tales como la activación
fisiológica o el afrontamiento, pudiendo ser considerada como una actitud cognitiva que implica
enemistad, denigración, cinismo y deseo de mal para otras personas.
La agresión es el afrontamiento común de la ira y la hostilidad. En el entorno social en el
que vivimos, este afrontamiento ha perdido la mayor parte de las veces su carácter adaptativo, y
se ha convertido en una fuente de conflictos sociales y problemas que repercuten sobre la salud.

4.2.1. Unión entre el AHI y los trastornos cardiovasculares


Se han propuesto diversos modelos para explicar el nexo de unión entre estas emociones
y los trastornos cardiovasculares (ver su revisión en el capítulo sobre ira y hostilidad).
El “Modelo de Vulnerabilidad Constitucional o Somatopsíquica”, de Krantz y Durel
(1983), propone la existencia de diferencias biológicas individuales responsables de las
manifestaciones psicológicas y comportamentales de la ira, la hostilidad y la agresión. El factor
biológico subyacente es una hiperresponsividad del sistema nervioso simpático, la cual sería la
responsable de la vulnerabilidad para el desarrollo de enfermedades cardiovasculares. Así pues,
habría personas predispuestas biológicamente para tener unos mayores niveles de AHI, y como
consecuencia serían más vulnerables al desarrollo de trastornos cardiovasculares. Por el contrario,
habría otras personas biológicamente resistentes, que tendrían un menor riesgo o una prevención
coronaria (Engel, 1977).
El “Modelo de Vulnerabilidad Psicosocial”, de Smith y cols. (Smith y Frohm, 1985; Smith
y Christensen, 1992), propone otra explicación del nexo de unión entre AHI y salud basada en la
hostilidad interpersonal. Las personas más hostiles informan de un mayor número de conflictos
interpersonales en el trabajo, en sus familias de origen, y en sus relaciones de pareja. Tal hecho
tendría como consecuencia un bajo nivel de apoyo social y un elevado número de conflictos
interpersonales, todo lo cual desencadenaría un mayor riesgo de desarrollo de enfermedades
cardiovasculares.
El “Modelo Conducta-Salud”, de Leiker y Hailey (1988), propone que las personas
hostiles incrementan su riesgo de enfermedad cardiovascular debido a sus malos hábitos para la

-168-
salud. Así, se ha encontrado una alta relación entre altos niveles de hostilidad y la falta de ejercicio
físico, el bajo cuidado personal, episodios de incremento en la bebida, el consumo de tabaco y
otras conductas perjudiciales para la salud cardiovascular. Precisamente, el estudio prospectivo
epidemiológico “Coronary Artery Risk Development in Younh Adults” (CARDIA) ha puesto de
manifiesto la relación entre hostilidad y el incremento de estas conductas de riesgo para la salud
cardiovascular (Scherwitz y Rugulies, 1992). Adicionalmente, también se ha encontrado que estas
mismas características del AHI contribuyen a una pobre adherencia a los tratamientos prescritos.
El “Modelo de Reactividad Psicofisiológica”, de Williams, Barefoot y Shekelle (1985),
propone que la hostilidad contribuye a la enfermedad cardiovascular por la manera en que las
respuestas fisiológicas son aumentadas, incrementando la potencialidad patógena de los estresores.
Este modelo sugiere que las personas hostiles experimentan con más frecuencia e intensidad
episodios de ira, y están más frecuentemente en un estado de hipervigilancia ante el entorno social.
La ira y la hipervigilancia se asocian con un incremento de las respuestas cardiovascular y
neuroendocrina, lo cual contribuye al desarrollo de la enfermedad cardiovascular.
Dadas las específicas características del síndrome AHI, los estudios de laboratorio han
puesto de manifiesto que la reactividad cardiovascular se circunscribe a situaciones de estrés
social, no apareciendo ante otro tipo de condiciones estresoras no sociales. En este orden de
cosas, Averill (1982) ya había argumentado que la ira y la hostilidad frecuentemente representan
intentos de regular o controlar las acciones de los otros. Es, precisamente, en esos intentos para
influir sobre los otros donde se han encontrado los importantes incrementos en la reactividad
cardiovascular (Smith y cols., 1989, 1990).
Existen bastantes investigaciones que indican esta asociación. Entre ellas, los datos del
estudio de seguimiento llevado a cabo en Detroit, con 1.006 personas, ponen de relieve que los
sujetos con más alto nivel de expresión de ira muestran niveles más bajos de presión sistólica que
aquellos sujetos con puntuaciones medias o bajas. Este resultado se repitió cuando se ajustaron
los análisis para los factores de edad y peso (Gentry y cols., Chesney, 1982). Sin embargo,
Christensen y Smith (1993) encuentran que, en una tarea de discusión de auto-revelación, los
sujetos con puntuaciones altas en hostilidad obtienen unos niveles más altos de reactividad en
presión sanguínea que los sujetos con puntuaciones bajas en esta emoción.
El “Modelo Transaccional”, de Smith y Pope (1990), representa una integración y
extensión de las aproximaciones basadas en la reactividad psicofisiológica y en los aspectos
psicosociales. Así, postula que las personas hostiles, debido a sus expectativas y creencias sobre
las intenciones y comportamiento de las demás personas, provocan un elevado número de
conflictos interpersonales y pierden apoyos sociales; es decir, que ellos mismos crean esas
características en su medio ambiente social a través de sus pensamientos y acciones. Por último,
las respuestas fisiológicas patológicas surgen de la alta reactividad que despliegan estas personas
hostiles ante los estresores sociales comunes a todas las personas, pero también ante los estresores
adicionales que ellos han creado.
En cada caso, la evidencia preliminar sugiere que todos estos modelos son plausibles,
aunque todos ellos requieren mayor investigación. Por último, se están investigando los efectos
interactivos que tienen otras variables. Entre estos predictores se encuentra la estabilidad y el nivel
de autoestima (Kernis, Grannemann y Barclay, 1989); la defensividad (Jamner y cols., 1991); el
recelo y la desconfianza (Williams y cols, 1980; Barefoot, Dahlstrom y Williams, 1983); el rol
masculino (Eisler, Skidwore y Ward, 1988); la edad (Stoner y Spencer, 1987); el estatus social
(Harburg, Blakelock y Roeper, 1979); la posibilidad de expresar o no las opiniones dentro de un
medio ambiente (Engebretson, Matthews y Scheier, 1989).
Otra de las líneas de trabajo que identifica la hostilidad como factor de riesgo de trastornos

-169-
coronarios ha centrado su atención en la consideración de la hostilidad como componente del
PCTA. Son ya varios los estudios en los que se ha encontrado que la ira y/o la hostilidad pueden
ser tomadas como las variables de dicho patrón de conducta con capacidad para predecir los
trastornos cardiovasculares (Haynes, Feinleib y Kannel, 1980; McDougall, Dembroski y Krantz,
1981; Dembroski y Costa, 1987; Hill y cols., 1987; Hecker y cols., 1988; Dembroski y cols.,
1989). En este marco de referencia, Yuen y Kuiper (1991) llegan a la conclusión de que la
hostilidad, la ira y la agresión pueden ser vistos como los componentes cognitivo, afectivo y
conductual del PCTA, de tal suerte que las actitudes hostiles características del PCTA pueden
formar un esquema cognitivo desadaptativo que, en conjunción con un amplio rango de sucesos
medioambientales, produciría con más frecuencia e intensidad estados de ira.
Además de la relación de la hostilidad con las variables de presión sistólica, diastólica y
tasa cardíaca, se han establecido otras asociaciones interesantes. Así, se ha encontrado una
relación positiva entre el nivel de hostilidad y la elevación del colesterol total en plasma (Weidner
y cols., 1987), y entre hostilidad e incrementos en colesterol y epinefrina (Suarez y cols., 1991).
Entre los estudios de seguimiento que aportan datos sobre la relación de la ira y los
trastornos cardiovasculares, se encuentran los más conocidos y ya famosos, como el
“Framingham Heart Study”, en el que, al cabo de ocho años de seguimiento de pacientes que
habían sufrido trastornos coronarios, se encuentra una asociación entre la supresión de la
manifestación de ira -medida con la Framingham Anger Scale- y los trastornos coronarios en
trabajadores de cuello blanco con edad inferior a 65 años. En las mujeres con edades entre 55 y
64 años también se encontró significativa la puntuación de ira hacia dentro, siendo su puntuación
más alta que la del grupo que no desarrolló trastornos. También fue significativa la puntuación de
discutir sobre ira; concretamente, era más baja en el grupo con patologías; se establece, pues, una
relación predictiva de la ira hacia dentro para los trastornos coronarios (Haynes, Feinleib y Kannel,
1980).
Un estudio de seguimiento de 25 años, realizado por Barefoot, Dahlstrom y Williams
(1983) con 255 médicos, dio una incidencia de enfermedad coronaria del 0,9 por mil en los sujetos
que puntuaron por debajo de 13 en hostilidad, medida ésta mediante la Cook-Medley Hostility
Scale (Ho), y del 4,5 por mil en los sujetos que puntuaron por encima de 13, siendo el promedio
de mortalidad para quienes tenían puntuaciones por encima de la media 6,4 veces más alto que
para aquellos que puntuaron por debajo de la media. Con los participantes del “Western Electric
Study”, a quienes se les aplicó la anterior escala, se pudo apreciar que, tras diez años de
seguimiento, las puntuaciones altas en hostilidad fueron predictivas de enfermedad coronaria, y
seguían siéndolo, incluso de más trastornos, a los veinte años de seguimiento. En ambos
momentos se controlaron los demás factores de riesgo (Shekelle y cols., 1983).
Entre los trabajos que encuentran relaciones significativas y utilizan muestras de sujetos
hipertensos, está el de Van Der Ploeg, Van Buuren y Van Brummelen (1985), realizado con una
muestra de 104 pacientes con hipertensión esencial y un número igual de personas como grupo
control. El grupo total de hipertensos (hombres y mujeres) mostró un nivel más alto nivel de
estado de ira y de expresión de estado de ira que el grupo de normotensos. Cuando la
comparación se efectuó por sexos, se pudo observar que los hombres hipertensos obtuvieron
puntuaciones significativamente más altas que el grupo de control, tanto en estado como en rasgo
de ira, y puntuaciones más altas en la expresión del estado de ira y temperamento que los
normotensos. En el grupo de mujeres no aparecieron diferencias significativas. La escala utilizada
fue el Inventario de Expresión de Ira Estado-Rasgo (STAXI).
El reanálisis de los datos del WCGS, realizado por Houston y cols. (1992), muestra que
las tasas de estilo hostil son importantes en la relación con la enfermedad coronaria.

-170-
Los dos grandes metaanálisis de revisión sobre las conductas, factores de personalidad y
emociones asociados con los trastornos coronarios, a saber, el de Booth-Kewley y Friedman
(1987) y el de Matthews (1988), apuntan en sus resultados que la ira y la hostilidad son
predictores significativos de los trastornos coronarios, con la matización de que, de las dos, la
hostilidad presenta la más alta asociación.
Las investigaciones han intentado establecer relaciones, no sólo con la incidencia de
enfermedad, sino también con la severidad de la misma. En esta línea está el trabajo de Siegman,
Dembroski y Ringel (1987), en el que se encuentra que las puntuaciones de hostilidad neurótica
-medida con el Inventario de Hostilidad de Buss-Durkee- en pacientes con enfermedad coronaria,
estuvieron inversamente relacionadas con la severidad de enfermedad; en cambio, las puntuaciones
de hostilidad no neurótica estaban positivamente relacionadas con la extensión de la enfermedad.
Para terminar, la importante conclusión a la que llega Johnson (1990b, p. 83) acerca de
la ira y la hostilidad es que “la experiencia y la expresión (o la falta de expresión) de ira y
hostilidad en formas extremas está asociada con un riesgo incrementado de enfermedad
cardiovascular, así como con ciertos factores clásicos de riesgo de enfermedad cardíaca”. Esta
conclusión de Johnson coincide con los datos de un estudio realizado por Fernández-Abascal y
Martín (1994b) en varios grupos de la población española. Concretamente, los resultados
muestran que las personas con trastornos coronarios (angina de pecho e infarto de miocardio)
presentan las más altas puntuaciones en reacción de enfado-ira, ira hacia fuera (expresión de ira),
rasgo de ira, ira hacia dentro y nivel de hostilidad global, que el resto de los grupos e personas sin
trastornos cardiovasculares.

4.3. Reactividad cardiovascular


El concepto de reactividad cardiovascular se refiere a los cambios que se producen en una
variedad de parámetros psicofisiológicos en respuesta a los estímulos medioambientales (Smith
y cols., 1989). Una exagerada responsividad cardiovascular a los estresores diarios y a cierto tipo
de conductas y afrontamientos está implicada en el desarrollo de la expresión clínica de la
enfermedad coronaria (Krantz y Manuck, 1984; Clarkson, Manuck y Kaplan, 1986; Van Egeren
y Sparrow, 1989) y de la hipertensión esencial (Obrist, 1981; Fredrikson, 1991). Dentro de los
patrones de respuesta existentes, hay un patrón particular de respuesta que implica la activación
de la rama beta-adrenérgica del sistema nervioso simpático, y en el que Obrist (1981) y su equipo
se han centrado intensamente por su especial relación con los trastornos cardiovasculares.
La evidencia de la asociación entre la reactividad autonómica y neuroendocrina, y la
enfermedad coronaria viene determinada por los datos obtenidos en investigaciones con animales,
por los resultados procedentes de investigaciones prospectivas y de control de caso realizadas con
humanos, y por las reseñas derivadas de los estudios experimentales que han examinado los
correlatos fisiológicos de las conductas de riesgo coronario (véase Manuck y Krantz, 1986). Esta
reactividad cardiovascular permanece más elevada incluso después de haber sufrido un trastorno
cardiovascular. Así, en un estudio realizado con 30 pacientes diagnosticados de infarto de
miocardio y 26 personas sanas, Sundin y cols. (1995) encuentran que, durante una tarea de
aritmética mental, los sujetos infartados presentaban un patrón más consistente de activación beta-
adrenérgica que las personas sanas.

5. INTERVENCIÓN EN LOS FACTORES EMOCIONALES


Dentro de los trastornos cardiovasculares, en los cuales los factores emocionales suponen
un riesgo, elegimos la enfermedad coronaria en conjunto (angina, infarto de miocardio,...) para
indicar la intervención en el tratamiento de las emociones. En este apartado no abordamos la

-171-
intervención sobre los factores clásicos de riesgo, pues nos ceñiremos únicamente a la intervención
en el PCTA y en las emociones.
En función de las personas a quienes va dirigida la intervención en la enfermedad
coronaria, ésta se ha desarrollado en dos niveles diferentes: por una parte, tenemos la intervención
preventiva, basada en la reducción de los factores clásicos de riesgo y de los factores emocionales
de riesgo; y, por otra parte, la intervención en la rehabilitación y tratamiento de personas que han
padecido algún tipo de evento coronario (Fernández-Abascal, 1994). Ambos tipos de intervención
comparten múltiples objetivos terapéuticos, pero también mantienen procedimientos diferentes,
por lo que se desarrollarán de forma separada.

5.1. Intervención preventiva


La prevención de la enfermedad coronaria debe incluir necesariamente intervenciones,
tanto sobre los factores tradicionales y clásicos de riesgo, como sobre los factores emocionales
de riesgo (Fernández-Abascal y Martín, 1995b). La aplicación de programas comportamentales
con técnicas que garanticen la modificación del comportamiento es la alternativa eficaz para
ayudar a la gente a cambiar los estilos de vida y las conductas, de modo que se reduzca el riesgo
de desarrollar la enfermedad. En la Tabla 10.3 se recoge un esquema con los elementos que
constituyen la propuesta de un programa preventivo comportamental. Para cada uno de los
bloques que componen el programa, su aplicación puede realizarse de modo individual y en
grupos. Hay un primer bloque de intervención para los factores clásicos de riesgo, sobre los que
hay que actuar con un módulo específico, en el caso de que estén presentes en un sujeto concreto,
y un segundo bloque de intervención para los factores comportamentales, que típicamente se ha
centrado en el PCTA. Es importante resaltar que debe actuarse sobre cada factor de riesgo con
su módulo, pues los efectos de estos entrenamientos son específicos, y los beneficios obtenidos
en uno de ellos no tienen por qué generalizarse a los restantes. Todos los sujetos deben ser
sometidos a un seguimiento de la efectividad de la intervención.
(Insertar Tabla 10.3)
Dentro del módulo del PCTA, el primer programa terapéutico lo publicó en 1974 Richard
Suinn, y lo denominó “Programa de Administración de Tensión Cardíaca”. Otro enfoque en el
tratamiento del PCTA de forma preventiva es el “Proyecto de Prevención Coronaria Periódica”,
de Friedman y cols. (1982, 1986), que fue desarrollado durante cinco años con 900 personas Tipo
A en el Hospital Mount Zion de San Francisco. La duración media de los programas de
intervención es de unas 30 horas de entrenamiento, tal como se constata en el “Programa de
Conducta de Proyecto Montreal”, de Roskies y cols. (1979), en la “Intervención Educativa para
Tipo A”, de Curtis (1974), o en la “Terapia Multimodal de Comportamiento”, de Jenni y
Wollersheim (1979).
Independientemente del tipo de programa utilizado, se ha empleado una amplia gama de
técnicas, consideradas como potencialmente útiles en reducir el riesgo del componente emocional
en este patrón de conducta. En función del metaanálisis realizado por Nunes, Krank y Kornfeld
(1987), las técnicas que poseen un mayor efecto preventivo son las siguientes:
! La “educación del riesgo Tipo A”, que es un procedimiento basado en sesiones educativas, en
las que se informa sobre la asociación entre los comportamiento Tipo A y la enfermedad
coronaria. Por término medio, este tipo de procedimientos es responsable de un 39% de los
efectos positivos que se obtienen en los programas preventivos de intervención en los que es
incluido.
! La “reestructuración cognitiva”, que es un procedimiento enfocado, en primer lugar, a la
identificación de las cogniciones típicas del comportamiento Tipo A y del síndrome emocional de

-172-
ira y hostilidad, y, en segundo lugar, a la modificación de tales cogniciones y síndrome emocional
mediante su reestructuración. Este tipo de intervención parece aportar el 37% de los efectos
positivos.
! La “imaginería”, que es una técnica que se basa en imaginar situaciones de alta activación y/o
de confrontación, las cuales son utilizadas para practicar habilidades específicas de afrontamiento,
desarrolladas mediante la relajación o la reestructuración cognitiva. La aportación de este tipo de
técnicas en los programas de intervención preventiva es del 21% de los efectos positivos de los
mismos.
! La “relajación”, que es el entrenamiento en alguna técnica de desactivación, entre las cuales
las más utilizadas han sido los procedimientos basados en la relajación progresiva y en el yoga.
El porcentaje de efectos beneficiosos debidos a este tipo de técnicas es del 18%.
! La “educación del riesgo coronario”, que es un procedimiento instruccional mediante el cual
se educa a los sujetos en la relación entre los factores tradicionales de riesgo y el desarrollo de la
enfermedad coronaria, excluyendo los factores emocionales de riesgo. Este tipo de intervención
es responsable de un 18% de los efectos positivos.
! El “afrontamiento Tipo B”, que es un entrenamiento principalmente basado en la técnica del
juego de roles, y que tiene como finalidad el desarrollo de habilidades de afrontamiento típicas del
patrón de conducta Tipo B; es decir, estrategias de afrontamiento alternativas a las manifestadas
por el sujeto Tipo A. Los beneficios de este tipo de entrenamiento son del 15% del total.
En cuanto a las emociones de ira y hostilidad, aunque hay varios estudios que muestran
datos relevantes respecto a la modificación de las reacciones de ira (Moon y Eisler, 1983;
Deffenbacher y cols., 1987), esos tratamientos no fueron diseñados para alterar explícitamente la
hostilidad y la ira predictivas de enfermedad coronaria, y no se educó a los sujetos en una relación
comprensiva ente estas emociones y la enfermedad coronaria. Así, en el “Recurent Coronary
Prevention Project” se encontró que el tratamiento del PCTA, que redujo los sucesos cardíacos,
también redujo los niveles de hostilidad (Mendes De Leon, Powell y Kaplan, 1991), pero esos
tratamientos no consideraban la ira y la hostilidad como factores de riesgo con entidad propia,
sino que estaban integrados como componentes del PCTA. Algunos autores, como Dembroski
y Costa (1987), sostienen que centrarse en la hostilidad y en sus componentes predictivos de
enfermedad coronaria como blanco terapéutico puede ser más efectivo a la hora de prevenir la
enfermedad coronaria en individuos con riesgo que hacerlo sobre el constructo PCTA.

5.2. Tratamiento de la enfermedad coronaria


La OMS (véase Langosch, 1984) define la rehabilitación cardíaca como la suma de las
medidas necesarias para proporcionar al paciente postinfartado las mejores condiciones físicas,
psicológicas y sociales que le permitan recuperar una posición normal en la sociedad y una vida
tan activa y productiva como sea posible.
El papel de los factores comportamentales en la fase de tratamiento clínico de la
enfermedad coronaria mantiene ciertas coincidencias, en problemática y en objetivos, con el
programa preventivo anteriormente visto. Así pues, para evitar repeticiones, aquí nos referiremos
exclusivamente a los aspectos diferenciadores, remitiéndonos al apartado anterior para todo lo
referente a los demás aspectos.

5.2.1. Condiciones previas al tratamiento


Hay un importante problema con respecto a la enfermedad coronaria que se escapa del
propio programa de tratamiento, y que se corresponde con el segmento temporal que se inicia con
la aparición del propio evento y dura hasta la iniciación del programa de intervención

-173-
comportamental. Quizá, algunos de sus aspectos deberían haberse incluido dentro de los
programas de prevención de la enfermedad coronaria, mientras que otros caen fuera de lo que son
los programas de tratamiento coronario al uso. Pero, por seguir una secuenciación temporal en
el proceso, hemos preferido incluirlos en este punto.
Un primer aspecto de las condiciones previas al tratamiento se refiere al hecho de que, por
una parte, muchas personas mueren de forma repentina como consecuencia de un infarto de
miocardio u otras complicaciones de la enfermedad, y, por otra parte, alrededor de la mitad de
ellas lo hacen en un plazo de una hora después de haber aparecido los síntomas agudos de dolor
de pecho, falta de aire y fatiga. Según los trabajos de Moss y Goldstein (1970) y Gentry y Haney
(1975), después de experimentar los síntomas de la enfermedad, las personas demoran la búsqueda
de ayuda médica apropiada más allá de la primera hora crucial. Estas demoras en la llegada al
hospital son consecuencia del tiempo empleado en la toma de la decisión, intervalo durante el cual
los pacientes coronarios tienen que trabajar a través de una secuencia cognitiva compleja de
percepción y reconocimiento de la naturaleza y severidad de sus síntomas, y la necesidad de
tratamiento; y, así mismo, tienen que ajustar la comunicación con su cónyuge, familiar y/o amigos
para solicitar asesoramiento sobre cómo tratar esos síntomas. Éste es el intervalo en el que los
factores comportamentales juegan su papel más importante.
La forma de abordar el problema de la negación de la enfermedad y de facilitar la toma de
decisiones rápidas y efectivas ante la aparición de síntomas de la enfermedad coronaria se centra
en educar al paciente sobre la sintomatología más común del infarto agudo (descrita
anteriormente), y también, en la medida de lo posible, en involucrar a todas las personas del
entorno que intervienen en este proceso de toma de decisión, lo que implica un amplio programa
de educación para la salud.
Un segundo aspecto de estas condiciones previas al tratamiento se refiere a las condiciones
psicológicas (alteraciones emocionales) en las que se encuentra el paciente una vez ingresado en
una “Unidad de Cuidados Coronarios”, y que pueden estar relacionadas con la morbilidad y
mortalidad si no se atienden adecuadamente. Los estudios existentes ponen de manifiesto que
estas condiciones psicológicas que aparecen en esta unidad se mantienen incluso al salir de ésta,
aunque habitualmente sólo suelen durar entre uno y dos días, remitiendo por sí solas. Estas
manifestaciones psicológicas pueden ser:
A.- Ansiedad, que aparece en algún grado en un importante número de pacientes, concretamente,
en torno al 80% de los casos.
B.- Depresión, aproximadamente en el 58% de los casos.
C.- Hostilidad, aproximadamente en el 22% de los casos.
D.- Agitación, aproximadamente en el 16% de los casos.
La ansiedad y la depresión, que, por su incidencia, son los dos problemas psicológicos más
importantes de esta fase, no aparecen asociados en el tiempo. Así, la ansiedad se presenta en los
primeros momentos de la fase aguda y va desapareciendo a medida que ésta se supera, mientras
que los sentimientos depresivos comienzan su aparición al superar la fase aguda y van creciendo
progresivamente a medida que el paciente se recupera, es dado de alta, y se reintegra a su casa.
Precisamente, es en ese momento cuando la depresión puede llegar a convertirse en un problema
importante.
En todos estos problemas, además de las propias características del paciente y la severidad
de la enfermedad, tienen especial relevancia las condiciones ambientales de la propia “Unidad de
Cuidados Coronarios”, la información/especulación del paciente acerca del progreso de la
enfermedad, y las secuelas que implicará.

-174-
5.2.2. Programa de intervención
El programa de intervención debe dar comienzo una vez terminado el tratamiento médico
de la fase aguda, y debe realizarse en coordinación con el equipo médico que supervise el caso,
o por un equipo interdisciplinario. El objetivo de esta intervención es la prevención de futuras
reincidencias, para lo cual deberemos incidir sobre los factores de riesgo coronario, teniendo en
cuenta que, en este caso, frente a los programas preventivos, dichos factores ya han conseguido
provocar la enfermedad, por lo que la intervención debe ir dirigida a la obtención de los objetivos
terapéuticos.
El lugar donde se lleve a cabo el programa no es indiferente, por lo que es preferible
desarrollarlo en conjunto con el equipo médico y en el mismo lugar donde se encuentre éste.
Algunos puntos de este programa ya han sido revisados al hablar del programa de prevención. Nos
centraremos en aquellos aspectos más específicos. En la Tabla 10.3, se recoge un esquema con
los elementos que constituyen la propuesta del programa de tratamiento emocional-
comportamental de la enfermedad coronaria. Con excepción del módulo de tratamiento individual,
la aplicación en cada uno de los bloques que componen el programa puede realizarse tanto de
modo individual como en grupos.
! Módulo de Evaluación Psicológica
La evaluación psicológica deberá aplicarse a todos los sujetos que vayan a participar en
el programa de tratamiento. Se evaluará cada uno de los factores de riesgo y las variables
psicológicas colaterales que aparecen en conjunto con la enfermedad. Se seleccionarán las
consecuentes conductas objetivo, y se diseñará un programa de intervención para ellas. Como
señalan Bueno y Buceta (1996), la evaluación inicial del paciente infartado debería incluir los
siguientes apartados: a) factores de riesgo de infarto de miocardio, b) funcionamiento general, c)
funcionamiento familiar, d) funcionamiento laboral, e) funcionamiento social, f) funcionamiento
sexual, g) estado de ánimo tras el infarto, y h) actitud hacia la enfermedad. Dentro de los factores
comportamentales, es interesante también la evaluación de los estilos de afrontamiento y los de
tipo general relacionados con su salud.
! Módulo de Tratamiento Individual
Esta línea de intervención funciona como un apoyo a los restantes módulos específicos.
Al principio debe establecerse como una tutoría que dirige al sujeto durante su intervención. El
aspecto rector debería ser el de la terapia de mínimo contacto, aunque en la práctica esto no suele
ser así, porque no debe descartarse una intervención más extensa cuando el paciente presente
otros problemas psicológicos colaterales a la enfermedad y desee atención y asistencia para ellos.
! Módulo de Adherencia al Tratamiento
Este programa lo deben seguir todos los pacientes y tiene tres objetivos principales: 1)
aumentar la adherencia al tratamiento médico, que, generalmente, será de tipo medicamentoso;
2) preparar al paciente para las intervenciones médicas dolorosas; 3) preparar al paciente para las
intervenciones quirúrgicas y períodos de post-operatorio.
En este programa puede utilizarse todo tipo de materiales para la información del sujeto
respecto a su enfermedad y los tratamientos disponibles. Igualmente, puede utilizarse la auto-
observación y programas de auto-control para mejorar la adherencia. La preparación para las
intervenciones médicas añade a los factores anteriores la utilización de estrategias cognitivas de
enfrentamiento, además de utilizarse procedimientos breves de relajación y/o pautas de sugestión.
La adherencia al tratamiento comportamental también debe cuidarse en algunos casos,
especialmente en aquellos en los que el paciente no entiende la finalidad de éste o lo rechaza por
asociarlo con enfermedades mentales (Fernández-Abascal, 1994).
! Módulo de Reinserción Social

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Este módulo es de especial aplicación en los casos en los que se mantiene un severo
tratamiento médico y/o se han producido fuertes incapacidades como resultado del proceso de su
enfermedad (Fernández-Abascal, 1994). Se trata de señalar al sujeto sus verdaderas limitaciones
y adaptarle socialmente. Si fuera necesario, junto a los programas de actividades y de
entrenamiento en habilidades específicas, pueden utilizarse programas de información. Por último,
junto a los demás contenidos de cualquier programa de inserción social, resulta de especial
importancia considerar los aspectos laborales y sexuales.

-176-
TABLA 10.1
Trastornos cardiovasculares

ENFERMEDADES DEL CORAZÓN


GRANDES SÍNDROMES CARDIOCIRCULATORIOS
Insuficiencia cardíaca
Edema agudo de pulmón
Arritmias hiperactivas. Arritmias hipoactivas
Hipertensión arterial
Hipertensión pulmonar
Hipotensión
Shock
Síncope
Muerte súbita

ENFERMEDADES PRIMARIAS DEL CORAZÓN, PERICARDIO Y GRANDES


ARTERIAS
Cardiopatías congénitas
Valvulopatías
Aterosclerosis
Cardiopatía isquémica. Angina. Infarto de miocardio
Enfermedades del miocardio
Fiebre reumática
Endocarditis infecciosa
Endocarditis trombótica abacteriana
Enfermedades del pericardio
Tromboembolismo pulmonar (Cor pulmonale agudo)
Cor pulmonale crónico
Tumores y quistes cardíacos
Enfermedades de la aorta torácica

ENFERMEDADES SECUNDARIAS DEL CORAZÓN


Enfermedades sistémicas
Conectivopatías hereditarias
Endocrinopatías
Enfermedades renales
Diselectrolitemias
Enfermedades neurológicas
Enfermedades hematológicas
Enfermedades neoplásticas

TRASTORNOS DEL SISTEMA VASCULAR

-177-
Aterosclerosis
Hipertensión arterial. Vasculopatía hipertensiva
Enfermedades de la aorta
Enfermedades vasculares de las extremidades. Enfermedades arteriales. Enfermedades de
las venas. Trastornos linfáticos.

-178-
TABLA 10.2
Factores de riesgo de trastornos cardiovasculares

FACTORES DE RIESGO FACTORES DE RIESGO FACTORES DE RIESGO


INHERENTE CLÁSICOS EMOCIONALES
- Edad (mayor edad más - Colesterol y Triglicéridos - Patrón de conducta Tipo
riesgo) (Lipoproteínas de baja A
- Sexo (varones mayor densidad (LDL) mayor nivel - Ira
riesgo) más riesgo, Lipoproteínas de - Hostilidad
- Diabetes alta densidad (HDL) mayor - Reactividad
- Historia familiar de nivel menos riesgo) cardiovascular
trastornos cardiovasculares - Acido úrico
- Hipertensión arterial
- Obesidad (el exceso de
peso en el área abdominal
aumenta el riesgo)
- Falta de ejercicio físico
- Cafeína
- Tabaco

-179-
TABLA 10.3
Intervención en los trastornos cardiovasculares

INTERVENCIÓN PREVENTIVA
EVALUACIÓN DE RIESGOS
RIESGOS CLÁSICOS RIESGO EMOCIONAL
COMPORTAMENTAL
Anti-hipertensión Conducta Tipo A
Anti-tabaco Ira
Anti-alcohol Hostilidad
Control dieta
Ejercicio físico

PROGRAMA DE INTERVENCIÓN
EVALUACIÓN PSICOLÓGICA
TRATAMIENTO TRATAMIENTO
INDIVIDUAL GRUPO
------------------> ADHERENCIA TRATAMIENTO
----- Anti-hipertensión
----- Anti-tabaco
----- Anti-alcohol
----- Control dieta
----- Ejercicio físico
----- Programa Tipo A
----- Tratamiento Ira-Hostilidad
----- Reinserción social

-180-
FIGURA 10.1
El síndrome AHI

-181-
CAPÍTULO 11
IRA Y HOSTILIDAD: EVALUACIÓN E IMPLICACIONES
EN EL TRATAMIENTO PSICOLÓGICO DE
PACIENTES INFECTADOS POR VIH
Manuel S. Moscoso y María Paz Bermúdez

1. INTRODUCCIÓN
La ira y la hostilidad son emociones que se encuentran descritas en la filosofía, la literatura
y la religión desde hace muchos siglos. Desde un punto de vista histórico, los efectos de estas
emociones negativas han sido ampliamente enfatizados en la etiología de problemas psicológicos
tales como las neurosis, la esquizofrenia y los procesos maníaco-depresivos. Sin embargo, en los
últimos años, estas dos emociones están recibiendo la debida atención e importancia por parte de
la medicina y la psicología de la salud. En la actualidad, la ira y la hostilidad representan un papel
fundamental en los estudios acerca de la etiología y desarrollo de ciertas enfermedades, y en la
elaboración de programas de tratamiento psicológico para contrarrestar los efectos negativos que
estas emociones generan durante el desarrollo de la enfermedad y su natural proceso de deterioro
físico y emocional (Moscoso, 1993, 1995a).
Williams, Barefoot y Shekelle (1985) han sugerido que la hostilidad y la ira contribuyen
al desarrollo de ciertas enfermedades, aumentando la actividad neuroendocrina, que, a su vez,
causa irregularidades en el funcionamiento del sistema inmune, disminuyendo el umbral de
vulnerabilidad de la persona enferma. Consideramos que éste es un tema central en el proceso de
deterioro de los individuos afectados por VIH/SIDA. Es necesario que se potencie el desarrollo
e implementación de estudios empíricos que corroboren dicha hipótesis.
El objetivo principal de este capítulo es establecer la importancia que tienen la ira y la
hostilidad en personas infectadas por el VIH, y hacer un breve análisis atribucional de la
causalidad y formación de estas emociones dentro del proceso de interacción en la comunidad.
Así mismo, también queremos destacar la diferencia entre ambos conceptos como respuestas
emocionales a situaciones de estrés. Por último, se discutirán sus implicaciones en los procesos
de evaluación y tratamiento psicológico.

1.1. Diferencias conceptuales entre la ira y la hostilidad


Uno de los problemas observados dentro de esta línea de investigación y estudio es la
ambigüedad y confusión que existen en cuanto a la utilización de los términos ira, hostilidad y
agresión. Muchos autores tienden a referirse a estos conceptos de manera indiferenciada. Esta
confusión conceptual queda claramente reflejada en la diversidad de operaciones realizadas en la
evaluación de estas emociones y en la construcción de pruebas psicométricas cuya validez es
seriamente cuestionada (Biaggio, Supplee y Curtis, 1981). La distinción propuesta por Buss
(1961) entre cognición, afecto y conducta, nos ofrece un marco teórico muy útil. Desde este
punto de vista, el concepto de ira se refiere a un estado emocional que incluye sentimientos que
varían en intensidad, desde una ligera irritación o molestia hasta furia intensa o rabia, ocurriendo,
por lo general, como respuesta a la percepción de provocación o maltrato. Así mismo, la ira, no
sólo debe ser considerada como una reacción emocional, sino también como una predisposición
de personalidad, permitiendo hablar de las diferencias individuales en la frecuencia e intensidad
de esta emoción. (Spielberger y cols., 1985).
Algunos autores consideran que la ira no funcional está mezclada con reacciones de
defensa, por ejemplo la ira puede negarse, desplazarse, interpretarse o proyectarse en los demás.

-182-
En otras ocasiones, la ira se manifestaría ante situaciones concretas, como sentirse criticado o
cuestionado en su autoridad. Por otra parte, hay personas que se sienten encolerizadas de forma
crónica, existiendo un gran número de situaciones capaces de provocarles con facilidad; estas
personas sufren una especie de irritabilidad generalizada que les hace responder con un enfado
más intenso y duradero (Deffenbacher, 1993).
La confusión es aún mayor cuando nos referimos a la definición de hostilidad. La
hostilidad puede ser entendida como la tendencia a desear hacer daño o sentir ira hacia otros
(Chaplin, 1982). Otros autores la definen como un conjunto de actitudes, creencias y evaluaciones
con relación a otros. Hostilidad implica la percepción de los demás como una fuente frecuente de
provocación, maltrato y frustración, asumiendo como resultado la creencia de que los otros no
merecen la confianza ni el respeto. Dentro de este marco teórico, Barefoot (1992) sugiere que el
componente afectivo de la hostilidad incluye una variedad de emociones muy relacionadas, por
ejemplo ira, enfado, irritabilidad y resentimiento. El componente cognitivo incluye creencias
negativas hacia la naturaleza humana en términos generales. Por último, el componente conductual
incluye una variedad compleja de manifestaciones antagonistas, falta de cooperación y agresión
verbal y/o física.
Debido a la interposición significativa de las definiciones de ira, hostilidad y agresión, así
como también la variedad de procedimientos operacionales utilizados para evaluar estos conceptos
por medio de instrumentos psicométricos, Spielberger y cols., (1985) se suele referir a ellos bajo
la denominación conjunta de síndrome AHI (ver Fernández-Abascal y Palmero, presente obra).
Es obvio que la ira se encuentra en el núcleo del síndrome AHI. Sin embargo, debemos indicar
que ciertos aspectos de esta emoción son típicamente enfatizados en definiciones de hostilidad y
agresión.
Con el propósito de entender la naturaleza del síndrome AHI, Johnson, Spielberger,
Worden y Jacobs (1987) desarrollaron un modelo básico que explica los mecanismos a través de
los cuales la mayoría de las personas experimentan ira: la ira es definida como una respuesta
psicofisiológica (que incluye sentimientos negativos, pensamientos de naturaleza antagonista y una
activación fisiológica de aceleración) que es inducida por situaciones sociales en las que el
individuo percibe la pérdida (o peligro de pérdida) de algo que le pertenece (un derecho, objeto
material, salud, empleo o matrimonio), de manera arbitraria e injusta por acción de otros (persona,
grupo o sociedad). Esta reacción de ira será experimentada intensamente cuando la pérdida ocurra
inesperadamente, cuando sea percibida como excesivamente injusta, y cuando comprometa un
aspecto altamente valorado por el individuo. La intensidad y duración de este episodio estará en
relación directa con la cantidad de tiempo que se requiera para modificar dicha situación.
En la literatura psicológica, la supresión de la ira es aceptada como una respuesta de
afrontamiento a la provocación. En la medida en la que este tipo de respuesta se presente de
manera usual a través de diferentes situaciones sociales, el individuo va a desarrollar un estado de
resentimiento y hostilidad. Bajo estas condiciones emocionales, los procesos psicofisiológicos se
estimulan en función de un conjunto de actitudes y creencias de naturaleza antagonista. El ritmo
cardíaco y la presión sanguínea se elevan, lo cual produce una excitación del sistema nervioso
central. Es decir, se experimenta un estado de ira sin lograr una adecuada forma de expresarla. De
acuerdo con los estudios descritos por Johnson (1990), estas respuestas psicofisiológicas
asociadas con la experiencia subjetiva de la ira pueden ser altamente nocivas para la salud,
pudiendo ser entendidas como estresores específicos que alteran el balance bioquímco del
organismo, así como también el funcionamiento del sistema inmune. Este autor afirma que la
alteración del balance bioquímico del organismo causada por el síndrome AHI podría estar
también asociada a ciertos tipos de cáncer.

-183-
Tras un cuidadoso análisis de los estudios psicológicos disponibles acerca de la ira, la
hostilidad y la agresión, Spielberger, Jacobs, Russell y Crane (1983) propusieron definiciones
operacionales para cada uno de estos conceptos, las cuales merecen ser tomadas seriamente en
consideración. Así, estos autores indican lo siguiente:
“El concepto de ira se refiere a un estado emocional que incluye sentimientos que varían
en intensidad, desde una ligera irritación o molestia hasta rabia o furia intensa. A pesar de que la
hostilidad incluye usualmente sentimientos de ira, suele implicar un complejo conjunto de
actitudes, lo cual puede provocar conductas agresivas encaminadas a la destrucción de objetos o
a la producción de daño físico a los otros. Mientras los conceptos de ira y hostilidad hacen
referencia a sentimientos y actitudes, el concepto de agresión implica generalmente una conducta
punitiva o destructiva hacia otros” (p.160).

1.2. Importancia del estudio de la ira y la hostilidad en la salud


La ira y la hostilidad son conceptos de gran importancia para entender el efecto de los
factores psicosociales en el desarrollo de ciertas enfermedades. Numerosos estudios de
investigación indican que la experiencia y la expresión de la ira contribuyen al progreso de algunos
trastornos físicos, tales como la diabetes (DeShields y cols., 1989), el cáncer (Cox y MacKay,
1982), la hipertensión y las enfermedades coronarias (Diamond, 1982; Chesney y Rosenman,
1985; Spielberger y Moscoso, 1995), y el VIH/SIDA (Robins y cols., 1994; Brown, Schultz y
Gragg, 1995). Esta aparente asociación entre ira y hostilidad con la salud genera un interrogante
acerca de los mecanismos subyacentes a esa relación. Al respecto, se han considerado varias
posibilidades:
Un primer mecanismo de asociación entre ira y hostilidad y salud se refiere al modelo de
vulnerabilidad psicosocial. En algunos estudios e investigaciones se indica que las puntuaciones
elevadas en hostilidad se encuentran positivamente correlacionadas con niveles altos de conflictos
interpersonales y niveles bajos de apoyo social (Scherwitz, Perkins, Chesney y Hughes, 1991). En
este sentido, otros autores (Smith, Pope, Sanders, Allred y O’Keeffe, 1988) han puesto de relieve
la existencia de este tipo de asociaciones dentro del contexto laboral y familiar, debido a que la
ira interfiere con la la interacción personal, la concentración y la realización de tareas.
Una segunda posibilidad de relación entre estas emociones y la salud se puede explicar a
partir del modelo transaccional. Desde este punto de vista, las personas hostiles, no solamente
responden a los estresores diarios con un mayor nivel de actividad neuroendocrina, sino que, en
función de sus actitudes y creencias, pueden, además, generar un alto nivel de tensión y ansiedad
durante el contacto con los estresores (Smith y Pope, 1990). Interpretar las acciones de los otros
con desconfianza y anticipar la provocación y el maltrato genera un comportamiento antagonista,
lo cual facilita el conflicto interpersonal en la vida diaria. El modelo transaccional nos ofrece una
buena explicación del proceso biopsicosocial, a través del cual la hostilidad es considerada como
un factor de riesgo para la adquisición de ciertas enfermedades, como, por ejemplo, los trastornos
coronarios.
Una tercera posibilidad de asociación se basa en el modelo de salud conductual. En este
orden de cosas, Leiker y Hailey (1988) sugieren que los individuos hostiles podrían ser personas
de alto riesgo para contraer enfermedades debido a sus muy pobres hábitos de salud, tales como
un excesivo consumo de tabaco y de alcohol, la falta de entrenamiento físico y las pocas horas
destinadas al sueño. Houston y Vavak (1991) plantean que las elevadas puntuaciones en hostilidad
estaban significativamente relacionadas con el consumo de alcohol y con la conducción de
vehículos en estado de embriaguez. De igual manera, la hostilidad está relacionada con otras
conductas peligrosas que afectan a la salud, como, por ejemplo, el riesgo de contraer

-184-
enfermedades venéreas y VIH/SIDA, debido a un alto índice de promiscuidad. Perkins, Leserman,
Murphy y Evans (1993) encuentran que las puntuaciones altas en ira y hostilidad están asociadas
con un alto índice de riesgo de contraer el VIH, debido al uso infrecuente del preservativo. Otros
estudios de investigación indican que, debido a una actitud de desconfianza y de oposición, las
personas hostiles podrían aplazar o ignorar la necesidad de tratamiento médico, además de evitar
cumplir con las prescripciones médicas y continuar un tratamiento adecuado (Suls y Sanders,
1989). Esta demora a la hora de recibir tratamiento médico o de someterse a un diagnóstico por
problemas físicos sin importancia aparente están significativamente asociadas con el desarrollo de
enfermedades como la infección por VIH/SIDA, el cáncer y las enfermedades coronarias.

2. LA IRA COMO UNA RESPUESTA EMOCIONAL BAJO CONDICIONES DE


ESTRÉS
El término estrés es un concepto ampliamente utilizado, pero que puede llegar a suscitar
considerable controversia. Hace algún tiempo, Hans Selye indicó lo siguiente: “El estrés es un
concepto científico que ha sufrido el hecho de ser muy conocido y muy poco entendido” (Selye,
1976). Según el modelo propuesto por este autor, se define el estrés como una respuesta no
específica del organismo a algún tipo de demanda con características negativas para el mismo.
Selye se refirió a este patrón no específico con el nombre de Síndrome General de Adaptación
(SAG), que, como es bien conocido, consta de tres fases: reacción de alarma, resistencia y
agotamiento.
De forma general, en la literatura psicológica disponible en este ámbito de estudio se
acepta que la experiencia y la expresión de la ira y la hostilidad pueden ser consideradas como
respuestas emocionales al fenómeno denominado estrés (Spielberger y Moscoso, 1996). Desde
la perspectiva del síndrome general de adaptación, es posible que el estado de resistencia se acorte
en la medida en que la experiencia de la hostilidad se mantenga exacerbada por episodios
frecuentes e intensos de ira provenientes de estresores. Esta situación podría precipitar una crisis
de adaptación que puede culminar en la fase de agotamiento, ocasionando una depresión de las
funciones inmunes, particularmente en aquellas en las que participan los linfocitos CD4. A partir
de estudios psicoinmunológicos, sabemos que estos linfocitos CD4 tienen implicaciones muy
importantes en el caso de individuos que sufren de VIH/SIDA (Moscoso, 1994). En función de
los estudios realizados por Johnson (1990), la experiencia de un episodio de ira genera un estado
de alarma y un proceso de adaptación a la fase de resistencia sin peligro de llegar a la fase de
agotamiento, debido a que un simple episodio de ira es experimentado por lo general de manera
breve. Este mismo autor sugiere que la ira y la hostilidad contribuyen directa o indirectamente con
un incremento en la activación del sistema nervioso simpático. Esta activación está asociada con
enfermedades crónicas.
Broman y Johnson (1988) han estudiado la implicación del grado de expresión de la ira
como respuesta al nivel de estrés personal en el pasado y el presente en una muestra de 713
adultos en USA. Estos investigadores sugieren que la ira y la hostilidad juegan un papel primordial
en los problemas de salud. Además, señalan que los sentimientos muy fuertes de ira y hostilidad
cumplen una función vital en la gestación de estados de estrés en la vida diaria. Estos autores
aportan cuatro conclusiones significativas: (1) la frecuencia con la que se expresa la ira hacia
fuera, hacia otros, (ira manifiesta) podría servir como indicador de los eventos negativos de estrés
de un individuo; (2) los eventos negativos de estrés fueron asociados con un elevado número de
problemas de salud en dicha muestra; (3) el número de eventos negativos de estrés y la frecuencia
en la expresión de ira hacia afuera (ira manifiesta) mostraron que, de manera independiente, eran
indicadores de problemas de salud; (4) los sujetos de estudio que presentan los más altos niveles

-185-
de ira muestran también los más altos grados de alteración emocional.
Finalmente, estos autores concluyen que la ira es un factor de riesgo para los problemas
de salud a través de su asociación con los eventos negativos y con el estrés. Estos resultados
apoyan la hipótesis de que los individuos que muestran dificultades en el control de la ira son los
más propensos a destruir sus propias fuentes de apoyo social y, en general, sus relaciones con
otras personas, quienes, en circunstancias diferentes, podrían servir como mediadoras y como
dispensadoras de ayuda en la relación que se establece entre los eventos estresantes y los
potenciales problemas de salud que les pueden afectar.
Desde el punto de vista de la teoría transaccional, el estrés psicológico es entendido como
una forma particular de transacción entre la persona y su medio ambiente. Esta transacción incluye
tres elementos básicos: el agente estresor, la percepción de amenaza, y la reacción emocional
(Lazarus, 1966, 1993). Lazarus defiende que las transacciones de estrés se inician como resultado
de cualquier situación o evento, el cual es percibido por el sujeto como potencialmente peligroso,
dañino o frustrante, con lo cual esta situación o evento puede ser considerado como un agente
estresor por ese sujeto. Cuando este agente estresor, en función de una evaluación cognitiva que
la persona realiza de manera consciente o automática, es percibido e interpretado como una
amenaza se desencadena una reacción emocional.

2.1. Evaluación cognitiva


El concepto de evaluación cognitiva, elaborado inicialmente por Arnold (1960), y
estudiado más ampliamente por Lazarus (1966, 1984), cumple un papel fundamental en el proceso
de estrés. La evaluación cognitiva podría ser entendida como el proceso de negociación entre las
demandas del medio ambiente y los recursos del individuo, determinando las consecuencias que
esta persona va a experimentar. Este proceso de evaluación toma en consideración los valores,
las creencias y la prioridad de metas del individuo, y tiene una función vital en cuanto a las
reacciones de ira y hostilidad dentro del proceso de estrés. La evaluación cognitiva de un evento
considerado como “amenazador” va a influir significativamente en el tipo de reacción emocional
que esta persona va a experimentar. Así, un estímulo estresor está íntimamente relacionado con
las reacciones de ira y hostilidad a través de la percepción de amenaza; igualmente, está
relacionado también con las interpretaciones y atribuciones que este individuo pueda generar en
el proceso de evaluación de dicho estresor. De esta manera, las reacciones de ira y hostilidad son
el resultado del proceso de evaluar cognitivamente el significado de lo que en ese momento está
poniendo en peligro nuestra seguridad, autoestima y estabilidad personal (Moscoso, 1996). La
siguiente secuencia temporal de eventos simplifica este concepto:

En varios estudios se ha demostrado que las distorsiones cognitivas o las dimensiones del
procesamiento sesgado de la información, que se presentan con mayor frecuencia en pacientes con
irritabilidad crónica son: (1) estimar erróneamente las probabilidades, sobrestimando la
probabilidad de hechos negativos y subestimando la probabilidad de hechos positivos; (2) atribuir
erróneamente las causas, tendiendo a encontrar intenciones ocultas en lo que los demás dicen o
hacen; (3) sobregeneralizar, utilizando constructos generales como siempre, nunca, todo... para

-186-
valorar el tiempo y a las personas; (4) utilizar etiquetas de provocación, lo cual implica la
codificación de hechos de forma negativa y a menudo grosera; (5) pensar de forma dicotómica,
con lo cual la persona clasifica los acontecimientos según dos extremos -positivo o negativo- sin
considerar posiciones intermedias; (6) actuar de modo egoísta, con lo que la conducta está
marcada de forma exigente por deseos personales; (7) considerar los eventos de modo
catastrofista, hecho que posibilita que los acontecimientos negativos se codifique de un modo
dramático y muy negativo (Deffenbacher, 1993).

2.2. La experiencia y la expresión de la ira


A pesar de que la mayoría de los investigadores en el área del estrés y las emociones están
de acuerdo en que la experiencia y la expresión de la ira y hostilidad son reacciones a eventos
estresantes, es necesario indicar que algunos han sugerido que estas reacciones pueden ser
consideradas como respuestas transaccionales a la provocación, asociadas con relaciones
interpersonales de carácter problemático (Averill, 1982; Megargee, 1985). Otros autores señalan
que la reconstrucción de eventos externos –como, por ejemplo, las atribuciones realizadas acerca
de las acciones e intenciones de los otros- sirven de base para la ocurrencia de las reacciones de
ira y hostilidad (Harburg y cols., 1973; Novaco, 1975). Creemos que esta última hipótesis tiene
implicaciones muy importantes con relación a la atribución e interpretación de la responsabilidad
individual en la adquisición del VIH. Este análisis se desarrollará con mayor detalle en epígrafes
posteriores.

2.3. Relación entre la ira, la hostilidad y la infección por VIH


El control de la transmisión del Virus de la Inmunodeficiencia Humana (VIH) requiere de
un claro y preciso entendimiento de los factores psicosociales que, de una manera u otra,
contribuyen al progreso de la epidemia y al incremento de los hábitos y las conductas de alto
riesgo, los cuales, a la vez, precipitan un rápido deterioro de la salud de la persona que sufre esta
enfermedad. Desde sus inicios, a comienzos de la década de los años ochenta, el VIH/SIDA
emerge como un estresor con características muy peculiares, debido básicamente a tres razones
importantes: (1) su naturaleza crónica, (2) al nivel de incertidumbre que este proceso genera en
el individuo desde el momento en el que se le informa de su diagnóstico de seropositividad, y (3)
al estigma social inherente a la epidemiología de esta enfermedad. Debido a estas condiciones, el
hecho de tener que afrontar esta enfermedad y sus consecuentes efectos psicológicos negativos
se presenta como uno de los retos más difíciles para el ser humano (Mays y Moscoso, 1995).
Así pues, no es sorprendente que, durante este largo proceso, dichos individuos
experimenten niveles significativos de ira y hostilidad como una forma de afrontamiento ante la
notificación de seropositividad y ante los estresores característicos de la propia enfermedad.
Ciertamente, estas emociones han sido observadas en personas con diagnóstico seropositivo que,
además, sufren de hemofilia (Brown y cols., 1995). En una investigación sobre afrontamiento y
adaptación, realizada con una muestra de 297 jóvenes seropositivos, estos individuos mostraron
un significativo nivel de ira al recordarles su diagnóstico de seropositividad.
Así mismo, Perkins y cols., (1993) señalan que la ira y la hostilidad pueden ser
consideradas como indicadores de conductas de alto riesgo en una muestra de varones
homosexuales seronegativos. Estos autores concluyen que los niveles elevados de ira están
asociados con altos índices de riesgo (por ejemplo, el uso infrecuente del preservativo) y con un
patrón de conductas autodestructivas. Finalmente, recomiendan la necesidad de intervenciones
psicológicas en estos individuos que faciliten un mejor entendimiento de las formas adaptativas
para controlar la ira.

-187-
A pesar de que la comunidad científica ha aceptado la prevalencia de la ira y la hostilidad
en personas VIH/SIDA, ciertos aspectos conceptuales de estas emociones requieren de más
investigación y esclarecimiento empírico. Este mayor esfuerzo permitirá tener un mejor
entendimiento de cómo estos individuos organizan sus procesos cognitivos -llámense
interpretaciones, atribuciones, o evaluaciones de carácter personal-, los cuales originan estas
reacciones emocionales durante el curso natural de su enfermedad. Consideramos importante
preguntarnos en qué medida la ira y la hostilidad podrían acelerar la aparición de síntomas del
SIDA, debido a una posible influencia de dichas emociones sobre el sistema inmune.
Sabemos que existe una asociación positiva entre depresión y decremento en células CD4
(Perry, Fishman, Jacobsberg y Frances, 1992; Rabkin y cols., 1991). Sin embargo, desconocemos
esta relación en el caso de la ira y la hostilidad. Existe un creciente interés por parte de la
psicología y la medicina por responder a este tipo de pregunta. A pesar de este interés, los
estudios de investigación acerca de la ira y la hostilidad en personas afectadas por el VIH y el
SIDA no han recibido aún la debida atención como en los casos de la hipertensión arterial y las
enfermedades cardiovasculares (Moscoso, 1995b). El estudio de la ira como factor de riesgo para
la hipertensión arterial fue inicialmente señalado por Alexander (1939). Años más tarde, según los
estudios acerca del patrón de conducta tipo A, el número de estudios sobre la ira y la hostilidad
en la hipertensión, así como también en los problemas coronarios, se multiplicó significativamente.
Esto no ocurre de igual manera en el área del VIH/SIDA.
Actualmente, en la década de los noventa, se han iniciado estudios de investigación que
establecen cierto tipo de relaciones entre la ira y la hostilidad y el VIH (Brown y cols., 1995;
Robins y cols., 1994). Probablemente, este retraso se debe al hecho de que la epidemia VIH/SIDA
tiene relativamente una corta existencia en comparación con las enfermedades mencionadas
anteriormente. Por otro lado, una gran parte del apoyo económico en este campo de investigación
y estudio ha sido dirigida, en un principio, a aquellos estudios en el campo de la medicina básica
que se encuentran relacionados con el descubrimiento de la vacuna, así como también a los
experimentos clínicos de tratamiento farmacológico. Desde el punto de vista psicológico, el
esfuerzo e interés científico han sido dirigidos a los aspectos de prevención, así como al estudio
de los estilos de vida relacionados con conductas de riesgo para la adquisición de esta enfermedad.
Sin lugar a dudas, la ira y la hostilidad son dos emociones que se encuentran en el seno de
esta enfermedad. La planificación de estrategias de tratamiento psicológico y programas de
psicoterapia con el propósito de reducir la prevalencia de estos síntomas implica un mejor
entendimiento de su etiología, particularmente desde el punto de vista social, debido a que la ira
y la hostilidad son reacciones emocionales que se originan en el contexto de las relaciones
interpersonales. De la misma manera, es muy importante comprender los mecanismos psicológicos
(como, por ejemplo, evaluaciones cognitivas, interpretaciones, percepciones, atribuciones causales
y estilos de afrontamiento del estrés) que estas personas emplean comúnmente en un desesperado
esfuerzo por mantener un nivel adecuado de adaptación dentro del grupo cultural o de la sociedad
en la que se desenvuelven.
Con el propósito de posibilitar un mejor entendimiento acerca de las conexiones entre la
ira, la hostilidad y el VIH/SIDA, es necesario hacer un análisis social-atribucional de la
responsabilidad individual en la adquisición de esta infección. Quince años después del inicio de
esta epidemia, la atribución de la responsabilidad personal y la culpa por parte de la sociedad hacia
los individuos infectados por este virus no tiene precedentes en la historia de la medicina y de la
psicología. Esto se debe básicamente a la epidemiología de la enfermedad. Se sabe que la
transmisión del virus se encuentra asociada con ciertos grupos sujetos a censura social, en gran
medida personas homosexuales, bisexuales, toxicómanos y sus parejas. Como resultado de esta

-188-
situación, la infección por VIH está íntimamente relacionada con conductas sujetas a rechazo
social, por lo cual la sociedad percibe a estos sujetos como responsables de sus consecuencias
(Shultz y Schleifer, 1983). De este modo, asignar responsabilidad personal por la adquisición del
virus es una lógica extensión del proceso de rechazo social, lo cual ha sido ampliamente
reconocido en la bibliografía psicológica y médica (Haney, 1988).
Pero, además, este proceso de asignar responsabilidad personal por adquirir el virus, no
solamente tiene como consecuencias adversas la generación de ira y hostilidad por parte de las
personas infectadas, sino también el distanciamiento y estigmatización por parte del sector de la
comunidad que no sufre de este mal (Wolcott, Namir, Fawzy, Gottlieb y Misuyasu, 1986). Macks
(1987) observó que, debido al estigma social, muchas personas infectadas por el VIH son
rechazadas por quienes temen ser contagiados. El resultado de este rechazo social pone de relieve
que los individuos afectados por el VIH no tienen las mismas oportunidades de participación en
sus comunidades, con lo cual se les priva de una vida socialmente activa.
Rounds (1988) encontró que la culpabilidad asignada a los homosexuales supuso una
barrera para el desarrollo de los servicios médicos y psicológicos en áreas rurales de los Estados
Unidos de América. De esta manera, el rechazo de personas con VIH suprime una respuesta de
servicios médicos y psicológicos en el momento que más requieren de esta atención. Coates
(1990) pone de manifiesto que el cuerpo médico no ha tomado un papel de liderazgo en cuanto
a la educación acerca del SIDA. Dicho autor también indica que ello se debe a la actitud social
hacia este tipo de pacientes. Somogyi, Watson-Abady y Mandel (1990) señalan que la “antipatía”
sentida hacia pacientes con el VIH/SIDA, reflejada por el rechazo social, podría estar asociada
con el poco interés por atender a este tipo de pacientes en la práctica privada. Considerando que
este tipo de pacientes requiere de un extenso cuidado médico como uno de los servicios básicos,
es realmente intolerable pensar que médicos y psicólogos eviten ofrecer sus servicios debido a este
rechazo social hacia personas afectadas por el VIH. Como resultado de esta situación, observamos
un elevado nivel de ira, hostilidad y aislamiento social en este grupo de personas. Este rechazo
social hacia personas que están afectadas por VIH se debe a las atribuciones de responsabilidad
inherentes en la epidemiología de esta enfermedad.
La teoría atribucional sostiene que, en función de esta asignación de responsabilidad por
dicha acción, se producen diversas consecuencias negativas. Una de estas consecuencias es el
desarrollo de sentimientos negativos, particularmente la experiencia y la expresión de la ira y la
hostilidad, no solamente por parte de la comunidad en general, sino también por parte de las
personas a quienes se les ha asignado dicha responsabilidad. En la medida en la que esta ira y
hostilidad son significativas en ambos sectores de la comunidad, las posibilidades de ofrecimiento
de ayuda son menores. Este último aspecto ha sido verificado en un buen número de estudios e
investigaciones (Reisenzein, 1986; Weiner, Perry y Magnusson, 1988). En este orden de cosas,
Coates (1990) observó que, debido a estos sentimientos de hostilidad y aislamiento social, los
pacientes infectados por el VIH tienden a no participar en los programas de salud pública. Así
mismo, existe la evidencia empírica que indica que las personas homosexuales y bisexuales no
muestran interés por los exámenes serológicos de detección del VIH bajo condiciones en las que
se requiere un informe obligatorio (Kegeles, Coates, Lo y Catania, 1989).

3. EVALUACIÓN DE LA IRA Y LA HOSTILIDAD


En el pasado, la evaluación de la ira y la hostilidad se basó en entrevistas clínicas, en
observaciones conductuales y en técnicas proyectivas; por ejemplo, entre estas últimas se
encuentra la prueba de Rorschach y el test de Apercepción Temática (TAT). Los correlatos
fisiológicos y conductuales de la ira y la hostilidad también se han investigado en un buen número

-189-
de estudios. Sin embargo, la experiencia fenomenológica de la ira (por ejemplo, los sentimientos
de ira) ha sido completamente ignorada en la investigación psicológica. Incluso más, la mayoría
de las evaluaciones y mediciones psicométricas de la ira y la hostilidad tienden a confundir los
sentimientos de ira con la expresión de la misma. La experiencia y la expresión de la ira son dos
conceptos distintos fenomenológica y científicamente. Un análisis más detallado de este tema será
presentado en las páginas siguientes.
A comienzos de la década de los años cincuenta se elaboraron varias escalas psicométricas
con el propósito de evaluar la hostilidad (Buss y Durkee, 1957; Caine, Foulds y Hope, 1967;
Cook y Medley, 1954; Schultz, 1954; Siegel, 1956). En la construcción del inventario de Buss y
Durkee para evaluar la hostilidad se utilizó una estrategia racional-empírica. Este inventario ha
sido considerado como el instrumento que proporciona la medida psicométrica más completa de
hostilidad. Al definir la hostilidad como un concepto multidimensional, Buss desarrolló ítems o
reactivos que miden siete factores de este concepto, cada uno de los cuales se define como una
subescala de hostilidad. A pesar de que el Inventario de Hostilidad de Buss y Durkee evalúa siete
dimensiones, Bendig (1962) pudo identificar únicamente dos grandes factores, a los que se refiere
como hostilidad manifiesta y hostilidad encubierta. Por su parte, Russell (1981) logró identificar
tres factores significativos en el Inventario de Hostilidad de Buss y Durkee, a los que denominó:
(a) neuroticismo, (b) hostilidad general y (c) expresión de ira.
La necesidad de hacer distinciones entre la ira y la hostilidad fue reconocida a comienzos
de la década de los años setenta con la aparición en la literatura psicológica de algunos
instrumentos psicométricos para evaluar la ira, entre ellos el Inventario de Reacción de Ira (IRI)
y el Inventario de la Ira (II). El primero de ellos, el IRI, fue desarrollado por Evans y Stangeland
(1971), con el propósito de evaluar el grado de ira producido en situaciones específicas (como,
por ejemplo, “cuando la gente empuja en la cola o línea de espera”). Similar al IRI en cuanto al
concepto y la forma, el II, elaborado por Novaco (1975), incluye 90 ítems que describen
incidentes que provocan ira (por ejemplo, ser calificado como “estúpido” o “mentiroso”). Debido
a que el IRI se ha utilizado únicamente en dos o tres estudios de investigación en los últimos 25
años, la validez de constructo de este instrumento psicométrico no ha podido ser establecida de
manera concluyente. Sin embargo, el Inventario de la Ira (II) ha sido utilizado en la investigación
psicológica de manera más frecuente. Biaggio, Supplee y Curtis (1981) encontraron que no existe
una correlación significativa entre este inventario y otras escalas que miden ira y hostilidad;
además, en el intervalo de dos semanas, estos autores encontraron que el nivel de fiabilidad test-
retest de este instrumento fue únicamente de 0,17.
Un problema muy común en los instrumentos psicométricos que se utilizan para evaluar
la ira y la hostilidad -con la excepción del State-Trait Anger Expression Inventory de Spielberger
(1988)- es que estas escalas confunden la experiencia y la expresión de la ira. Además, ninguno
de estos instrumentos considera de manera explícita la importante distinción entre Estado y Rasgo.
La subescala de “llegar a ser consciente” de otro instrumento, el Autoinforme de Ira (AI), es la
que más se aproxima a examinar la medida en la que estos sujetos experimentan sentimientos de
ira. Sin embargo, este cuestionario no logra evaluar la intensidad de estos sentimientos. Un
importante número de ítems del Inventario de Hostilidad de Buss y Durkee se interesan,
específicamente, por la frecuencia de la expresión de la ira (por ejemplo, “a veces me muestro
iracundo”, “casi todas las semanas me encuentro con alguien que no me agrada”). A pesar de
que estos ítems evalúan implícitamente diferencias individuales en cuanto a características de
personalidad, la mayoría de los ítems del inventario de Buss y Durkee evalúan realmente actitudes
hostiles (por ejemplo, resentimiento, negativismo, suspicacia), en lugar de sentimientos de ira.
Parece ser que el fenómeno evaluado por estas escalas e inventarios es de naturaleza

-190-
heterogénea y de gran complejidad. En una serie de estudios, algunos autores (Biaggio y cols.,
1981; Biaggio y Maiuro, 1985) hicieron comparaciones de la fiabilidad, la validez concurrente,
la validez predictiva y las correlaciones de estos cuatro inventarios que miden la ira y la hostilidad
descritos anteriormente. Biaggio y colaboradores, concluyeron que la validez de estos
instrumentos psicométricos es fragmentada, y la fiabilidad es bastante limitada también.
Se sabe que la ira y la hostilidad cumplen un papel fundamental en el desarrollo y progreso
de ciertas enfermedades. Por ello, la evaluación de estos conceptos por medio de instrumentos
psicométricos que tengan un marco teórico coherente de trabajo es muy importante. Actualmente,
se requiere un mayor número de pruebas que evalúen las diferencias entre la ira y la hostilidad
como conceptos psicológicos, y, a la vez, tomen en consideración las distinciones entre estado y
rasgo.

3.1. La distinción estado-rasgo


La ira, como estado emocional, es una reacción transitoria a una transacción entre el
individuo y el medio ambiente. En este caso, dicho estado emocional sugiere que un individuo
siente o reacciona con ira en un determinado tiempo y lugar. La ira, como estado emocional, es
una condición psicobiológica que incluye sentimientos subjetivos negativos, los cuales varían en
intensidad, desde una pequeña irritación o molestia hasta furia o rabia intensa. A la vez, incluye
una activación o estimulación del sistema neuroendocrino. Así mismo, este estado de ira fluctúa
en un periodo de tiempo en función de las frustraciones, las percepciones de afrontamiento, la
injusticia, o la provocación.
La ira, como rasgo emocional, se refiere a las características de una persona en términos
de disposición o tendencia a reaccionar como un individuo iracundo. Nos referimos a las
diferencias individuales de personalidad, incluyendo intensidad y frecuencia de estados de ira, que
se experimentan en un determinado periodo de tiempo. Cuando nos referimos a un individuo que
es iracundo, estamos describiendo un rasgo, no un estado emocional. Los individuos con niveles
elevados de rasgo de ira llegan a percibir un mayor número de situaciones que provocan ira (por
ejemplo, molestia, irritación, enfado, furia) que aquellos sujetos con niveles bajos de rasgo de ira;
es decir, los primeros son propensos a experimentar incrementos en estados de ira con mayor
frecuencia e intensidad en situaciones de dificultad o frustración.
El estado de ira y el rasgo de ira están íntimamente relacionados. El primero es provocado
o percibido bajo ciertas condiciones situacionales; el segundo influye en esta provocación o
percepción, incrementando o disminuyendo los umbrales para experimentar la ira. Cuando nuestro
interés de estudio está fijado en la ira como un estado emocional, se asume un grado de
variabilidad en la reacción. Cuando este interés está centrado en la ira como un rasgo emocional,
se asume un grado de consistencia y estabilidad en la reacción. El único instrumento psicométrico
disponible en la actualidad que considera en su formato la distinción estado/rasgo es el State-Trait
Anger Scale, elaborado por Spielberger (1980).

3.2. La expresión de la ira: ira contenida e ira manifiesta


La expresión de la ira fue inicialmente estudiada por Funkenstein, King y Drolette (1954).
Estos investigadores presentaron condiciones experimentales de ira inducida en un laboratorio a
un grupo de sujetos con el propósito de evaluar su presión sanguínea y su pulso. El grupo que
abiertamente mostró cierto grado de ira durante el experimento y la dirigió hacia el investigador
o hacia las situaciones de laboratorio fue clasificado como el grupo de ira manifiesta; aquellos
que lograron suprimir la ira o la dirigieron hacia sí mismos fueron clasificados como el grupo de
ira contenida. Esta distinción conceptual y operacional entre “ira manifiesta” e “ira contenida” ha

-191-
sido reconocida ampliamente en el ámbito de los trabajos psicológicos y médicos como las dos
formas de expresión de la ira. Siguiendo los procedimientos utilizados por Funkenstein y cols.
(1954) en sus investigaciones sobre la expresión de la ira, otros autores continuaron esta línea de
trabajo y llegaron básicamente a las mismas conclusiones (Averill, 1982; Tavris, 1982). Así
mismo, es bien conocido que, cuando la ira es contenida, ésta puede experimentarse
subjetivamente como un estado emocional que varía en intensidad y fluctúa en un periodo de
tiempo, en función de las circunstancias que la provocan. Mientras que los pensamientos y
reacciones relacionados con situaciones que provocan ira pueden suprimirse y, por tanto, no
experimentar esta emoción de manera directa, la ira manifiesta, por lo general, incluye la
experiencia de esta emoción y su expresión en alguna forma de conducta agresiva. Así mismo, la
ira manifiesta puede expresarse a través de actos físicos (por ejemplo, rotura de objetos y ataques
a otras personas) y de forma verbal, a través de críticas hacia otros, amenazas, e insultos.
Considerando las autoevaluaciones realizadas por los propios sujetos de investigación en
cuanto a la forma de expresar la ira después de ser tratados injustamente por un supervisor, un
oficial de policía, o el propietario del inmueble, se clasificó a dichos sujetos en dos grupos: ira
manifiesta e ira contenida. En diversos trabajos se pudo constatar la existencia de una relación
significativa entre expresión de la ira y salud, demostrando que la ira manifiesta y la ira contenida
tienen diferentes efectos sobre la presión arterial (Harburg, Schull, Erfurt y Schork, 1970;
Harburg, Erfurt, Hauenstein, Chape, Schull y Schork, 1973; Harburg, Blakelock y Roeper, 1979;
Harburg y Hauenstein, 1980; Gentry, Chesney, Hall y Harburg, 1981, 1982).
En este mismo orden de cosas, Spielberger, Johnson, Russell, Crane, Jacobs y Worden
(1985) han construido el State-Trait Anger Expression Inventory (STAXI). Este instrumento
toma en consideración los conceptos de ira manifiesta e ira contenida. La ira manifiesta es definida
en términos de la frecuencia con la que un individuo expresa sentimientos de ira de manera verbal,
o muestra una conducta agresiva. Por su parte, la ira contenida es definida en términos de la
frecuencia con la que un individuo experimenta y, además, suprime los sentimientos de ira. Esta
distinción conceptual de la ira en sus dos formas de expresión ha recibido un amplio
reconocimiento y aceptación en el ámbito psicológico relacionado con los aspectos de evaluación
psicométrica.
Más recientemente están realizando investigaciones con muestras multiculturales de origen
iberoamericano, con el propósito de adaptar el STAXI y revisar la estructura factorial de la prueba
original en sujetos de habla hispana (Moscoso y Reheiser, 1996a; 1996b).

4. TRATAMIENTO PSICOLÓGICO DE PERSONAS INFECTADAS POR EL VIH


El tratamiento psicológico y psicoterapia con individuos infectados con el VIH se ha
enfocado por lo general a la reducción de la ansiedad y la depresión, la evaluación de las
posibilidades de suicidio, y la consideración de aspectos existenciales del paciente, tales como
aquellos relacionados con las evaluaciones del concepto de muerte. No tenemos conocimiento de
estudios ni investigaciones que den a conocer la implementación de programas orientados a la
reducción de la ira y la hostilidad, a pesar de su importancia en la mejora del estilo de vida de estas
personas. Una excepción podría ser el trabajo de Kelly y cols. (1993), llevado a cabo con un grupo
de pacientes depresivos, en el cual se encontró una reducción significativa de los niveles de
hostilidad.
La utilización de psicoterapia grupal de apoyo ha sido indicada como una técnica efectiva
para la reducción de la ira y la ansiedad en el caso de individuos que han recibido el diagnóstico
de su seropositividad hace muy poco tiempo (Crandles y cols., 1988). Después de la reacción
natural de shock ante la noticia de ser portador del virus, estas personas reaccionan con un alto

-192-
grado de ira, hostilidad y ansiedad (Gold, Seymour y Sahl, 1986; Brodie, Chaisson, Moss y
Volberding, 1988). Estas reacciones de ira y hostilidad se dirigen muchas veces a la persona
responsable de la infección o a la situación que propició el contagio. Con frecuencia se observa
que dicha hostilidad se dirige a la comunidad en general. Por ello, puede ser más fácil para algunos
de estos pacientes dirigir su ira hacia las personas a quienes tienen mayor acceso, siendo el
psicoterapeuta una de ellas.
El tratamiento psicológico para el control de la ira y la hostilidad en pacientes infectados
de VIH debe estar dirigido al inicio de un autocontrol en el estilo de vida y de sus relaciones
interpersonales (Moscoso, 1995c). Desde un punto de vista cognitivo-conductual, los principales
componentes del tratamiento consisten en la reevaluación cognitiva, la utilización de técnicas de
meditación y relajación, la solución de problemas y el afrontamiento activo. El tratamiento
psicológico con pacientes infectados por VIH implica un elevado nivel de estrés. Ello es debido
al elevado tono emocional y a los aspectos de carácter terminal que están implicados dentro el
proceso terapéutico. Ser consciente de las respuestas de contratransferencia facilita enormemente
la labor del terapeuta, favoreciendo de esta manera el tipo de ayuda que podemos ofrecer a estos
pacientes.

4.1. La ira dentro del proceso de contratransferencia


En función del grado significativo de ira y hostilidad que estos pacientes muestran dentro
del proceso psicoterapéutico, es muy probable que el terapeuta pueda responder de diferentes
maneras como una forma de contratransferencia. Una de estas formas es uniéndose a la respuesta
de ira y hostilidad del paciente, lo que Racker (1957) define como “identificación concordante”.
La otra posibilidad contratransferencial se presenta cuando el terapeuta es el objeto de la ira y la
hostilidad del paciente. Generalmente, ante esta situación, el terapeuta abandona el proceso
terapéutico para evitar la expresión de su propia ira y hostilidad hacia el paciente como una
respuesta de contraataque.

4.2. La ira y la hostilidad como reacción al diagnóstico positivo de infección por VIH
La preparación para el análisis de VIH, seguida del momento en el que se comunican los
resultados del análisis de anticuerpos anti-VIH, son las situaciones que pueden proporcionar un
mayor impacto emocional o un alto nivel de estrés en la persona. Siguiendo a Baratas y cols.
(1996), la comunicación de los resultados comprende: la situación de espera de resultados, la
transmisión del diagnóstico y la comunicación de ese diagnóstico a parejas, familiares y allegados.
Como señalan algunos autores (Miller, 1988; Bayés, 1995), cuando una persona recibe un
diagnóstico de seropositividad tras el análisis de VIH, aun cuando el resultado es algo esperado
por haber reconocido que han existido prácticas o conductas de riesgo, se produce una importante
reacción psicológica. La reacción inmediata es de un gran impacto emocional, al asociar el
diagnóstico con la proximidad de la muerte. Los trastornos psicológicos que con más frecuencia
aparecen asociados al diagnóstico de la infección por VIH son los estados de ansiedad, las
distimias o las reacciones adaptativas prolongadas. En gran medida, esta reacción depende de
diversos factores, tales como las expectativas de resultado positivo, el conocimiento sobre la
enfermedad, la preparación previa ante ésta y la muerte, el estado de salud, los valores éticos, los
apoyos o presiones sociales y familiares que el paciente pueda tener (Baratas y cols., 1996), o el
grupo de riesgo al que pertenece el paciente (Ayuso y cols. 1991). Al respecto, en un estudio
realizado por Ayuso y cols. (1991), mediante el cual se pretendía evaluar el tipo y la incidencia
de las manifestaciones neuropsiquiátricas asociadas a la infección por VIH, se encontró que el
trastorno por dependencia de sustancias distintas al alcohol fue el más frecuente, seguido de

-193-
alcoholismo. En otros pacientes se detectó un trastorno adaptativo relacionado con la enfermedad,
observándose que en algunas personas aparecían síntomas depresivos, en otras aparecían
trastornos afectivos, en algunas otras se producía delirium, demencia o ambos. En un porcentaje
reducido de personas de produjo un trastorno esquizofreniforme.
Bajo este impacto, algunas personas se ven envueltas en un estado de confusión y
desconcierto que se manifiesta en una clara desconexión de la realidad. Calvo (1995) describe esta
reacción como “estado de shock”, en el que la mente parece estar en continua agitación, pasando
de un tema a otro sin descanso, y planteando las mismas cuestiones repetidamente, dada la gran
dificultad para ser comprendidas y el olvido que se produce en tan corto periodo de tiempo. En
el estudio realizado por Ayuso (1991), se relacionó la ideación suicida con el diagnóstico de
trastorno de personalidad anterior a la seropositividad. En este primer momento, otras personas
manifiestan un llanto incontrolado (que, según Bayés (1995), no siempre debe ser interpretado
como indicador de depresión, ya que también puede ser signo de liberación de emociones),
temblor generalizado, e incluso reacciones agresivas; en otros casos, en opinión de Calvo (1995),
la persona permanece quieta y muda. Algunos pacientes pertenecientes al grupo de riesgo más
numeroso en España, el de los drogodependientes, continúan consumiendo drogas tras conocer
la seropositividad, probablemente como forma de negación y desplazamiento de la agresividad
(Ayuso y cols. 1991). Como señalan algunos autores (Miller, 1988; Bayés, 1995), otras de las
reacciones psicológicas posteriores al primer momento de impacto son: miedo y ansiedad,
depresión -en pacientes pertenecientes a los grupos de riesgo no usuarios de drogas por vía
parenteral (Ayuso, 1991)-, ira y frustración, culpabilización y trastornos obsesivos. El hecho de
que se produzca una respuesta emocional de ira y frustración tiene su origen en: a) la sensación
de impotencia para vencer al virus; b) la necesidad de adoptar un nuevo estilo de vida lleno de
límites y prohibiciones; c) la sensación de sentirse atrapado sin posibilidad de salida; d) la
incertidumbre ante el futuro.

5. RESUMEN Y CONCLUSIONES
Las investigaciones recientes en la profundización conceptual de la ira y la hostilidad han
permitido hacer distinciones muy importantes entre estas dos emociones, lo cual ha estimulado
notoriamente la elaboración y construcción de instrumentos psicométricos que permiten un nivel
de evaluación más específica de estos conceptos. Así mismo, la distinción entre las
consideraciones del estado de ira y el rasgo de ira permiten avanzar en el campo de la elaboración
de pruebas psicológicas que intenten evaluar la ira.
El estudio científico y sistemático de la ira y la hostilidad nos ha permitido entender la
importancia de estas dos emociones en la salud general del individuo. Los trabajos empíricos en
psicología de la salud, así como también en medicina conductual, han revitalizado una hipótesis
psicosomática bastante antigua: que la ira y la hostilidad cumplen un papel muy importante en la
etiología de enfermedades que amenazan la vida de una persona, tales como el cáncer y las
enfermedades coronarias. Es muy probable también que la ira y la hostilidad sean factores
psicosociales que aceleren el deterioro de las personas diagnosticadas con VIH.
En nuestra opinión, el estudio de la ira y la hostilidad en el caso de individuos
seropositivos puede ser entendido de una manera más objetiva desde las perspectivas del modelo
transaccional del estrés y del análisis atribucional. Como indicáramos anteriormente, desde los
trabajos psicológicos se sugiere que las atribuciones de responsabilidad forman una base para
marginar en la comunidad a los individuos infectados por el VIH, lo cual, a su vez, genera un
elevado índice de ira, hostilidad y aislamiento social en estas personas.
Es importante entender que esta interacción del individuo y su comunidad es de naturaleza

-194-
bidireccional, lo cual tiene serias implicaciones para la intervención psicológica. Así, existe la
necesidad de examinar empíricamente la medida en la que esta atribución de responsabilidad puede
tener influencia en los programas y servicios psicológicos que se ofrecen a estos pacientes. Así
mismo, se ha de observar en qué medida estos procesos atribucionales afectan a la relación
terapéutica.
Finalmente, es importante indicar que la intervención con pacientes infectados por VIH
es, sin lugar a dudas, muy difícil y compleja. Además de la ira como un elemento de
contratransferencia, existen otros factores que se pueden tomar en consideración, tales como los
sentimientos del terapeuta en cuanto al estilo de vida del paciente, sea éste homosexual o
toxicómano.

-195-
CAPÍTULO 12
TRISTEZA Y DEPRESIÓN:
ASPECTOS BÁSICOS Y DE INTERVENCIÓN
Elena Ibáñez, Francesc Palmero, Francisco Martínez-Sánchez y
Enrique G. Fernández-Abascal

1.- INTRODUCCIÓN
El título de este capítulo trata de resumir las aportaciones que se van a realizar en el
mismo. De la emoción normal y habitual que denominamos tristeza pasaremos a la patología de
la misma, la denominada depresión, para concluir en la necesidad de intervenir psicológicamente
cuando las personas sienten que padecen eso que los clínicos denominamos Depresión.
Sin embargo, no queremos comenzar este capítulo sin hacer una breve incursión en por
qué son tan importantes las emociones en la actualidad, en una sociedad que se ha descrito a sí
misma como «post-emocional» por un lado, y por otro lado como «terapéutica». Para ello,
debemos entender que si la Salud no fuese tan importante en el mundo de hoy, si el cuerpo no
hubiese adquirido un papel protagonista en la denominada sociedad Post-moderna, dejando a un
lado su visión como mera encarnadura del alma, en términos de Michel Foucault, la tristeza, la
depresión, en definitiva todas aquellas emociones negativas que corroen las entrañas de los
individuos, no habrían adquirido tanta importancia y habrían permanecido, como debería ser, en
el limbo de las injusticias. Pero la sociedad actual, la post-modernidad como le dicen, no sólo
convirtió al cuerpo en nuestra tarjeta de visita sino que además fomentó su exhibición en lugares
públicos y privados y, al hacerlo, permitió una mayor percepción de nuestras emociones y de los
estragos que estas pueden hacer en «nuestras carnes»; las emociones negativas, la pérdida de
sentimientos, el sentimiento de vacío que reflejan los cuerpos “light” se convirtió pronto en
Depresión y, por tanto, en objetivo prioritario de la intervención psicológica, convirtiéndose los
psicólogos en los nuevos sacerdotes que podían acabar con el hastío y la tristeza de la post-
modernidad.

2.- EL NUEVO PARADIGMA DE LA PSICOLOGÍA DE LA SALUD


Se discute, sin llegar a grandes conclusiones, sí la Psicología de la Salud es una nueva
disciplina o si no es nada más que la Psicología Clínica transformada en Medicina Comportamental
que, como no le gustaba el nombre, prefirió denominarse Psicología de la Salud. Evidentemente,
existen opiniones para todos los gustos, como muy sabiamente puso de manifiesto el Profesor
Pelechano y otros en la monografía publicada a este respecto en Análisis y Modificación de
Conducta, y, aunque éste no es el lugar más indicado para establecer las razones por las que nos
inclinamos a pensar que la Nueva Psicología de la Salud no tiene nada que ver con la Vieja
psicología Clínica, sí vamos a intentar establecer las bases en las que se sustenta el nuevo
paradigma de la Salud, en tanto en cuanto pensamos que sirven, también, para explicar por qué
la depresión constituye una de las patologías más sobresalientes de la Sociedad Contemporánea.
De todos es sabido que, desde Hipócrates, la melancolía se consideró una característica
permanente y estable de las personas —el carácter melancólico; asimismo dicho carácter se
asociaba al padecimiento de diversas enfermedades tanto físicas —el Cáncer— como psíquicas
—la Melancolía. Es decir, aún cuando se puede argumentar que el punto de vista hipocrático
probablemente perjudicó la aparición de la psicología clínica como disciplina independiente, lo
cierto es que en aquella época —finales de Grecia— no se planteaba, en el ámbito de la
salud/enfermedad, una división tan radical como la existente en nuestros días entre «lo físico» y
«lo mental», «lo normal» y «lo patológico». Fueron necesarios muchos años de historia para que

-196-
hoy en día, quizás en una época tan final como aquella, se pueda volver a plantear la unidad psico-
física a nivel de lo normal y lo patológico. Esto se debe, fundamentalmente a la aparición del
Nuevo paradigma de Psicología de la Salud (ver Tabla 12.1) que al mismo tiempo que iguala
Salud con Mente-Cuerpo-Espíritu se diferencia del viejo en los siguientes aspectos (Peck y
Bezold, 1992):

TABLA 12.1
Paradigmas en Psicología de la Salud
VIEJO PARADIGMA NUEVO PARADIGMA

La Salud es un problema corporal La Salud es espíritu, mente y cuerpo


La Salud es igual a ausencia de enfermedad La Salud es igual a talento y realización
Examina a Individuos Examina a Sociedades
El modelo es Causal Modelos Multifactoriales
Se focaliza en lo patógeno Punto de Vista Sistémico
Es Alopática Holista
Dominada por los Médicos Orientada hacia el consumidor
Centrada en el enfermo Hospitalizado Centrada en el paciente ambulatorio
Modelo Bio-médico Modelo Bio-Psico-Social
Producción masiva Personalizada

Como podemos ver en la Tabla 12.1, la psicología clínica tradicional seguía, en cierta
medida, el patrón del viejo paradigma y no sólo eso sino que además tomaba como analogía, aún
sin quererlo, el punto de vista de la Medicina tradicional. Tenemos así como el problema consiste
en sustituir lo físico por lo mental y lo patológico por lo desadaptativo o anormal. Dicho de otra
manera, para la psicología clínica la Salud es un problema mental o psicológico en lugar de un
problema corporal, indudablemente la Salud implica adaptación en lugar de ausencia de
enfermedad, se focaliza en individuos, busca en los antecedentes de la conducta las posibles
«causas» o mantenimiento del problema —modelo causal centrado en la conducta problema— lo
patológico, los tratamientos pueden considerarse tanto alopáticos como omeopáticos, está
dominada por el psicólogo —es el experto en técnicas terapéuticas—, se centra en el cliente, sigue
cualquiera de los modelos experimentales sustentados por la Psicología de su época, y aún cuando
plantea la individualización de los tratamientos, las técnicas terapéuticas son las mismas para todos
los clientes y prácticamente para todos los problemas.
Por otro lado, el nuevo paradigma de Salud se sustenta fundamentalmente en una
concepción global de la Persona; a este respecto, si tenemos en cuenta los procesos de
globalización, no es raro que se plantee que la Salud es también un tema espiritual —sobre todo
si tenemos en cuenta el concepto de espiritualidad de la Sociedad Postmoderna, mental
—recordemos que vivimos en la Sociedad «Psi» y corporal —es especialmente relevante, en este
caso, el nuevo concepto que se está teniendo del cuerpo.
Junto a ello, el nuevo paradigma de la Salud persigue más que el antiguo la calidad de
vida del hombre, su bienestar subjetivo, y para ello nada mejor que centrarse en el grado de
satisfacción que una persona obtiene con el desarrollo de sus capacidades así como con su vida
en general. La autorealización es más importante, a este respecto, que la motivación de logro o
que la competencia personal o profesional.
Además es más importante el grupo que el individuo. Las patologías, en general, tanto

-197-
físicas como mentales, afectan a determinados grupos y no sólo eso sino que además los enfermos
se asocian para conocer más y defenderse mejor de sus patologías. La epidemiología de las
enfermedades es más importante que la causalidad de las mismas, el modelo epidemiológico va
sustituyendo al etiopatogénico, y las asociaciones de enfermos sustituyen al profesional como
experto. Al mismo tiempo que la ciencia y el conocimiento sobre la salud se fragmenta en distintas
áreas —bioquímica, genética, inmunología, etc.— los modelos se hacen más Multifactoriales y
plurales sin que realmente pueda existir un experto capaz de sintetizar y encontrar una base para
ese tipo de conocimiento. El clínico se va convirtiendo en un pragmatista que aplica técnicas que,
a su vez, cada vez están más alejadas de lo que sería un conocimiento auténtico.
Por otro lado, el nuevo paradigma al centrarse en una perspectiva sistémica y holista
permite analizar la salud y la enfermedad de una forma estructural y dinámica al mismo tiempo.
Analiza, por un lado, los distintos sistemas que están alterados, pero asimismo tiene en cuenta las
distintas interacciones existentes entre ellos. Así, por ejemplo, en el campo de la psicología clínica
tradicional se esté dando una gran importancia hoy en día tanto a los trastornos de la personalidad
como al estudio de la personalidad premórbida, por ejemplo la personalidad depresiva, y a los
factores de personalidad —bien del terapeuta bien del cliente— que influyen en el éxito o fracaso
de una determinada intervención psicológica, entendiendo que la personalidad es el concepto que
mejor permite integrar el funcionamiento del individuo como una totalidad múltiple en el sentido
que Stern le dio a este concepto.
También desde la perspectiva del nuevo paradigma de la Salud se considera al enfermo
como un usuario —consumidor— de los distintos servicios de salud. De hecho, como veremos
posteriormente, el tratamiento combinado —fármacos más intervención psicológica— para la
Depresión es una de las estrategias más utilizadas y recomendadas hoy en día. En este sentido el
enfermo no sólo utiliza diversos servicios sanitarios sino que además se ve atendido, más que en
ningún otro momento, por un auténtico equipo sanitario que se ocupa de las diversas parcelas que
necesita para su tratamiento. Se estudia así, tanto al funcionamiento emocional y social del
enfermo como el estado fisiológico y evolutivo de su enfermedad, al mismo tiempo que se tienen
en cuenta tanto sus estrategias de afrontamiento como su habilidad para conseguir un apoyo social
eficaz. Por otro lado, las asociaciones de enfermos son auténticas asociaciones de consumidores,
en las mismas no sólo se apoya al enfermo y a su familia sino que además se le facilita información
sobre su enfermedad, sobre asistencia técnica, sobre ayudas económicas y sociales y un amplio
etcétera.
Indudablemente un modelo, tal y como lo hemos descrito, se sustenta obligatoriamente
en una consideración bio-psico-social del individuo; dicho de otra manera, el nuevo paradigma de
la Salud no es Bio-Psico-Social porqué se preocupe o integre los aspectos bio-psico-sociales del
enfermar sino porque implica un cambio en su concepción del individuo y de la Sociedad. Si se
prefiere decirlo de otra manera, la psicología de la Salud actual no es psicología de la salud por
la definición que plantea de salud y enfermedad sino porqué presenta las características que hemos
señalado anteriormente y, en ese sentido, se aleja radicalmente de las visiones tradicionales tanto
de la Medicina como de la psicología clínica.

3.- DE LA TRISTEZA A LA DEPRESIÓN. ASPECTOS BÁSICOS


En la Psicología Post-moderna se tiende a considerar a las emociones como «roles sociales
transitorios», y por tanto conceptos sin significado fuera del contexto en el que se producen. Sin
embargo, cuando se analiza la aparición de estados emocionales se tiende a recurrir a los procesos
psicológicos en los que parecen sustentarse; de este modo, y a partir de la célebre polémica entre
la primacía de la cognición o del afecto tiende a considerarse que no existe emoción sin

-198-
pensamiento y, también se podría decir, que no existe pensamiento sin emoción; o dicho de otra
manera, el pensamiento racional y/o no-emocional sería aquel en el que no hay primacía de ningún
estado emocional con lo que le prestamos más atención al pensamiento que a la emoción que le
acompaña, de ahí que podríamos decir que el pensamiento racional es un tipo de pensamiento
emocionalmente neutro.
Si esto es así, la tristeza y también la depresión serían pensamientos racionales que se
acompañan de un estado emocional triste y/o depresivo, lo cual equivaldría, en terminología de
Beck, a hablar de pensamientos irracionales de tipo negativo dado que el contenido del
pensamiento tiene una carga emocional negativa para el sujeto. No está tan claro, aunque desde
nuestro punto de vista parecería lógico, afirmar que los pensamientos que se acompañan de un
estado emocional alegre y/o excesivamente alegre serían pensamientos irracionales de tipo
positivo, lo cuál explicaría de alguna manera la aparición de los estados maníacos.
[Insertar Figura 12.1]
Lo que sí parece claro, en un intento de unificar las distintas teorías Psicológicas existentes
acerca de la Depresión es que, como se señala en la Figura 12.1 (esquema modificado de Greer
y cols. 1995) los cambios bruscos en el estado de ánimo suelen producirse a partir de la
percepción que el sujeto tiene de sus circunstancias ambientales; dicho de otra manera existen
acontecimientos, situaciones, personas, etc. capaces de alterar el estado de ánimo del sujeto y, una
vez que éste se ha producido empiezan a aparecer una serie de errores en el procesamiento de la
información que le llevan, inevitablemente, a percibirse como una persona poco valiosa y poco
eficaz. Es decir, el sujeto tiende a maximizar las dificultades que se plantean a su alrededor (por
ejemplo, puede comenzar a darse cuenta o a percibir que la vida es injusta únicamente para él
–Falacia de Justicia-- o bien a creer que los demás piensan mal de él –Lectura del Pensamiento—
y así, una serie de pensamientos automáticos negativos que es necesario modificar a la hora de
realizar un tratamiento.

4.- LA EVALUACIÓN DE LA DEPRESIÓN


Desde la aparición de la escala de Moore (1930), se han dado importantes avances en la
evaluación psicométrica de la psicopatología afectiva. Lo que en un principio constituyó un
intento de solución para paliar los escasos índices de fiabilidad diagnóstica interjueces, se ha
convertido en uno de los campos de la evaluación psicológica más prolíficos -y útiles-, tanto para
la Psicología, la Psiquiatría y la Atención Primaria.
Los procedimientos de evaluación psicológica de la depresión persiguen la obtención de
información cuantitativa, rápida, estandarizada y mínimamente distorsionada, que permitan
establecer diagnósticos más fiables, así como pautas terapéuticas más acertadas mediante la
elección de los procedimientos y técnicas de tratamiento adecuados a la especificidad del paciente.
Con este fin se han desarrollado numerosas pruebas de autoinforme, entrevistas diagnósticas
estructuradas y escalas de valoración observacionales que permiten identificar, describir y
clasificar la patología, así como la eficacia de los distintos tratamientos psicológicos y
farmacológicos a lo largo del proceso terapéutico (Sánchez, 1992; Wetzler y van Praag, 1989).
El proceso evaluativo permite múltiples abordajes, entre los que destacamos: 1) él enfoque
categórico, nosológico o tipológico, orientado a la clasificación diagnóstica dentro de los ejes
descritos en el DSM-IV (APA, 1994) o en la CIE-10 (World Health Organization, 1992); en este
proceso, el clínico ha de clasificar al paciente dentro de una categoría diagnóstica definida por la
nosología vigente. Además de las ventajas obvias que presenta, es preciso señalar la simplificación
a la que irremediablemente tiende (van Praag, Korf, y Kakke, 1975); 2) el enfoque funcional o
dimensional, está dirigido a la valoración del grado de intensidad de los diversos componentes del

-199-
estado psicopatológico.
Por otra parte, si atendemos a las técnicas de evaluación, en la actualidad se dispone de
un amplio arsenal de instrumentos y procedimientos que ofrecen valiosa información a lo largo
de las distintas fases del proceso diagnóstico y terapéutico, atendiendo a este criterio podemos
clasificarlos en: 1) entrevistas estructuradas, permiten un diagnóstico categorial que se adecua
a los criterios nosológicos estandarizados, 2) escalas de observación heteroaplicadas, que se
desarrollan durante el proceso de la entrevista global estructurada del paciente, y son
administradas por un clínico capacitado, 3) pruebas de autoinforme, constituyen un heterogéneo
conjunto de técnicas e instrumentos que incluyen los denominados cuestionarios, inventarios y
escalas. Dentro de este grupo pueden identificarse las pruebas o instrumentos generales (por
ejemplo, el MMPI) que, además de otros constructos psicológicos, evalúan el estado afectivo, así
como las pruebas específicas de evaluación de la patología afectiva (por ejemplo, el Inventario de
Depresión de Beck).

TABLA 12.2
Instrumentos utilizados para la evaluación de la depresión
NOMBRE Tipo AUTOR
Instrumentos Generales
Symptom Checklist 90 (SCL-90) AI Derogatis, 1983

Minnesota Multiphasic Personality Inventory (MMPI) AI Hathaway y McKinley, 1943

Millon Clinical Multiaxial Inventory (MCMI) AI Millon, 1983

Diagnostic Interview Schedule (DIS) EE Robins y cols., 1981

Structured Clinical Interview for DSM-III EE Spitzer y cols., 1986

General Health Questionnaire AI Langer, 1962

Instrumentos Específicos
Beck Depression Inventory (BDI) AI Beck y cols., 1961

Zung Self-Rating Depression Scale AI Zung, 1975

Center for Epidemiological Studies Depression Scale AI Radloff, 1977

Carroll Rating Scale for Depression (CRSD) AI Carroll y cols., 1981

Schedule for Affective Disorders and Schizofrenia (SADS) EE Endicott y Spitzer, 1978

Hamilton Rating Scale for Depression (HRSD) EO Hamilton, 1960

Modified Hamilton Rating Scale for Depression (MHRSD) EO Miller y cols., 1985

Bech-Rafaelsen Melancholia Scale EO Bech y Rafaelsen, 1980

Montgomery-Asberg Depression Rating Scale (MADRS) EO Montgomery y Asberg, 1979


Siendo: AI = Autoinforme; EE = Entrevista estructurada; EO = Escala de observación.

Siguiendo esta clasificación, expondremos los principales instrumentos y procedimientos


de evaluación de la depresión en adultos (ver Tabla 12.2), conscientes de la dificultad y escasa
utilidad que tendría realizar una revisión exhaustiva de las numerosas pruebas existentes. Es

-200-
preciso señalar que cada modelo o teoría de la depresión utiliza una serie de variables centrales
que le permiten explicar el origen, mantenimiento y cronificación del trastorno; cada uno de estos
modelos (Beck, Ellis, Abramson, etc.), utiliza consecuentemente diversos instrumentos para la
evaluación de los constructos nucleares que sustentan el modelo, para una revisión sobre el tema
puede consultarse Bas y Andrés (1996). Por último, una revisión de los instrumentos de
evaluación de la depresión en niños, puede consultarse del Barrio y Moreno (1996).

4.1.- Entrevistas estructuradas


La difusión de sistemas nosológicos aceptados universalmente (DSM-III, DSM-III-R,
DSM-IV, CIE-9, CIE-10) ha posibilitado el incremento en la fiabilidad diagnostica. A su amparo
se han desarrollado entrevistas estructuradas (básicamente, una lista de conductas, síntomas y
acontecimientos a explorar, así como algunas reglas que sirven de guía para dirigirla y registrar
los resultados obtenidos) que permiten la inclusión fiable de los pacientes dentro de una categoría
diagnóstica.
Entre las entrevistas estructuradas que valoran psicopatología general destaca la Entrevista
clínica estructurada para el DSM-III-R, SCID, (Spitzer, Williams y Gibson, 1987). Otro
instrumento, la Escala de Esquizofrenia y Trastornos Afectivos, SADS, (Endicott y Spitzer, 1978)
está muy difundida en el ámbito de la investigación, si bien, en la práctica clínica es poco utilizada,
ya que requiere dos horas aproximadamente para su cumplimentación, además de una preparación
específica por parte del clínico. Otro modelo de entrevista estructurada, basada también en el
DSM-III, es el Protocolo de Entrevista Diagnóstica, DIS, (Robins y cols., 1981). Por último, al
amparo de las modificaciones en los criterios diagnósticos que se recogen en el DSM-IV, se
dispone de un nuevo Manual de diagnóstico diferencial (First, 1996), así como de una revisión del
procedimiento de Entrevista clínica (Olhmer, 1996).

4.2.- Escalas de observación heteroaplicadas


Las escalas de observación son instrumentos heteroaplicados en las que el clínico evalúa
principalmente la gravedad de la patología, obteniendo información en torno a las dimensiones
más relevantes del trastorno (Wetzler y van Praag, 1989). Son especialmente útiles en pacientes
con serios problemas de concentración o con dificultades para comprender el lenguaje escrito.
El resultado de estos procedimientos depende, en gran medida, de la experiencia y práctica
del clínico en el uso del sistema diagnóstico y en la administración del tipo de entrevista
estructurada. Desafortunadamente, el prolongado tiempo que requiere su aplicación desaconseja
en ocasiones su uso; además, diversos sesgos cognitivos y emocionales propios del trastorno
pueden condicionar la información que se obtiene a lo largo del proceso, así por ejemplo, los
deprimidos tienden a recordar mejor los acontecimientos negativos que los positivos (Matt,
Vázquez y Campbell, 1992).
La escala de observación más utilizada es la Escala para la Evaluación de la Depresión
de Hamilton (HRSD), publicada en 1960, si bien la versión más utilizada es la más breve de 1967,
debido probablemente a la elevada correlación interjueces obtenida en varios estudios. Está
compuesta por 17 ítems que evalúan la gravedad de los síntomas que presenta el paciente en una
escala que va de 0 a 2 para unos ítems y de 0 a 4 para otros. Una importante característica es que
valora más los síntomas somáticos y comportamentales que los psicológicos y cognitivos. Se
considera que la puntuación de corte, a partir de la cual estamos ante una depresión ligera, es de
18 puntos. Entre sus características es preciso destacar su sensibilidad a los cambios ocurridos
durante el tratamiento, así como sus destacadas propiedades psicométricas (Senra y Polaino,
1993), así, por ejemplo Hamilton señala una elevada correlación inter-evaluadores (0,90). Se

-201-
recomienda su uso exclusivamente a terapeutas entrenados puesto que los criterios de evaluación
están poco especificados, siendo difícil diferenciar entre intensidad y frecuencia de cada síntoma;
ha de utilizarse para valorar pacientes diagnosticados previamente de depresión, con el objeto de
obtener un índice de la intensidad de los síntomas y cuantificar su evolución (Conde y cols., 1988).
Se conoce una versión posterior de la escala (Bech y cols., 1981), que incluye una subescala de
melancolía.
A partir de la escala de Hamilton, se desarrolló la Escala Modificada de Hamilton para
la Evaluación de la Depresión (MHRSD), de Miller, Bishop, Norman y Maddever (1985). En
esta versión, que consta de 25 ítems agrupados en las 17 categorías de la HRSD, se describen con
mayor precisión los ítems y los criterios de valoración; además, se incluyen ítems que valoran
diversos síntomas cognitivos, así como el grado de melancolía. Es preciso señalar que su
cumplimentación no exige tanta cualificación como la escala de Hamilton.
También partiendo de la escala de Hamilton (HRSD) se creó la Escala de Melancolía de
Bech-Rafaelsen, (Bech y Rafaelsen, 1980). Se trata de una escala heteroaplicada de 11 ítems en
los que se valora, en una escala de 0 a 5 puntos, la presencia de síntomas depresivos. Vázquez
(1995) recomienda su uso especialmente en pacientes graves.
Por último, la Escala de Evaluación de la Depresión de Montgomery-Asberg, (MADRS)
(Mongomety y Asberg, 1979), fue desarrollada con el fin principal de valorar los cambios
producidos durante el tratamiento de la depresión; está compuesta por 10 ítems que se valoran
en una escala de 0 a 7 puntos. Se considera 9 la puntuación de corte. La fiabilidad inter-
evaluadores es alta, oscilando entre 0.89 y 0.95 (Conde y cols., 1988). Una versión en castellano
puede encontrarse en Conde y Franch (1984).

4.3.- Pruebas de autoinforme


Pueden considerarse como un tipo de auto-observación, mediante el cual el paciente
provee información sobre sí mismo y su comportamiento; son, con mucho, el método de
evaluación con una mejor razón coste-eficacia, proveyendo una gran cantidad de información en
un tiempo razonable, tanto para el paciente como para el clínico. Además permiten obtener niveles
aceptables de fiabilidad y validez (Plutchik, y van Praag, 1987). No obstante conviene tener en
cuenta que están sujetos a numerosas fuentes de error, que provienen tanto de la construcción y
estructura del propio instrumento (Fernández-Ballesteros, 1991), como de las distorsiones o
sesgos de respuesta del sujeto (Fernández-Ballesteros, 1992).

TABLA 12.3
Puntos de corte más utilizados en las principales escalas de evaluación de la depresión
(Tomada de Vázquez, 1995).
No Depresión Depresión Depresión
Rango
depresión ligera moderada grave
BDI 0-63 0-9 10-15 16-23 24-63
HRSD 0-52 0-6 4-17 18-24 25-52
Bech-Rafaelsen 0-44 0-5 6-14 15-25 26-44
SDS 20-100 20-35 36-51 52-67 68-100
HAD 0-42 0-7 - - -

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De entre los diferentes autoinformes, el más utilizado es el Inventario de Depresión de
Beck, BDI (Beck, 1961; Beck y cols., 1979). Del BDI, inicialmente desarrollado en un formato
heteroaplicado, existen diversas formas, transformándose sus 21 ítems en la forma de
autoevaluación más difundida; si bien existe una versión abreviada de 13 ítems no se recomienda
su utilización puesto que el índice de errores de clasificación es superior al de la versión de 21
ítems (Kendall y cols, 1987). Sus propiedades psicométricas son aceptables, siendo, en la versión
española, el coeficiente alfa de Cronbach de 0,82, y la fiabilidad test-retest tras un mes de intervalo
de 0,72 (Vázquez y Sanz, 1991), concordantes con los informados por Beck, Steer y Garbin
(1988) tras revisar numerosos estudios. EL BDI se caracteriza por evaluar preferentemente
síntomas cognitivos (desesperanza, pérdida de autoestima, etc.), congruentemente con los
postulados que sostiene su modelo cognitivo en el que las distorsiones cognitivas, los
pensamientos automáticos y la aptitudes disfuncionales contribuyen al mantenimiento del trastorno
(Beck y cols., 1979). Se considera que puntuaciones mayores de 10 puntos son indicativas de la
existencia de depresión (véase la Tabla 12.3). Una versión en castellano del BDI puede
encontrarse en Conde, Esteban, y Useros (1976). Es preciso señalar que esta escala no está
orientada al diagnóstico de la depresión, sino a la cuantificación de la intensidad de sus síntomas
(Vázquez, 1986).
La Escala de Depresión de Zung (SDS), Zung (1965), consta de 20 frases relacionadas
con la depresión que evalúan prioritariamente la frecuencia de los síntomas emocionales y
fisiológicos, por encima de los cognitivos (por ejemplo, “Me siento triste”). Existen diversas
versiones españolas de esta escala (Conde y Franch, 1984) que posee propiedades psicométricas
destacables (Conde y Esteban, 1975), cada vez menos utilizada (Vázquez, 1995) ya que no parece
sensible a los cambios producidos en el tratamiento. Se dispone también de un modelo de
entrevista clínica semiestructurada, “The Depression Status Inventory” (Zung, 1972), que
cuantifica la severidad de los síntomas apreciados por el clínico, ajustándose al SDS.
A partir de la escala de Hamilton (HRSD) se desarrolló la Escala de Carroll para la
Evaluación de la Depresión, (SRSD), Carroll y cols. (1981), compuesta por 52 ítems que amplían
el espectro de síntomas del HRSD, estando indicada principalmente para valorar la severidad del
trastorno. Los autores señalan que puntuaciones superiores a 10 indican la existencia de
depresión.

4.4.- Otros procedimientos de evaluación


Existen otros procedimientos de evaluación de la depresión, además de los fisiológicos
(principalmente el Test de la supresión de la dexametasona), mediante el empleo de las
denominadas Escalas Analógicas Visuales y de las Listas de Adjetivos.
Las Escalas Analógicas Visuales consisten en una línea en la que los extremos representan
el nivel máximo y mínimo de depresión que experimenta el sujeto. Se interroga al sujeto sobre cuál
es su estado de ánimo, expresado en un punto en el continuo que representa la escala. Si bien
tienen ventajas asociadas a su simplicidad e inmediatez, por contra, carecen de valor diagnóstico.
Vázquez y Ring (1993) hallaron una correlación de 0.70 entre los resultados de la estimación del
nivel de estado de ánimo obtenidos con esta escala y los resultados del BDI.
Por su parte, las Listas de Adjetivos, consisten en instrumentos que valoran el estado de
ánimo, solicitando al sujeto que elija, de entre una amplia lista, los adjetivos que mejor describan
su estado de ánimo, de entre ellos destaca la Lista de Adjetivos Depresivos de Lubin (Lubin,
1967) compuesta por 128 ítems que diferencian significativamente sujetos normales de los
depresivos.

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5.- INTERVENCIÓN EN LA TRISTEZA Y LA DEPRESIÓN
En primer lugar nos referiremos a los principales objetivos que deben guiar la intervención
tanto en la tristeza como en la depresión (F32.x y F33.x del DSM-IV y CIE10), para pasar a
continuación a revisar las principales estrategias y técnicas terapéuticas que se utilizan en su
tratamiento.
La finalidad u objetivos del tratamiento de la tristeza y, especialmente, de la depresión se
centran en modificar los siguientes tipos de efectos:
! Los efectos de carácter cognitivos, que son principalmente referidos a las creencias de
tipo irracional, a las atribuciones catastrofistas, a la atención selectiva sobre acontecimientos
negativos y a la autocrítica.
! Así mismo, también deben modificarse los efectos comportamentales referidos a la
pasividad, el aislamiento, la escasez de situaciones gratificantes y la confrontación deficitaria con
los problemas de carácter práctico.
! Los efectos afectivos específicos, tales como el llanto, y otras respuestas emocionales
que pueden verse involucradas, tales como la ansiedad, la culpabilidad, la vergüenza o la ira.
! Los problemas relacionados con la perdida de motivación general y la creación de
situaciones de excesiva dependencia.
! Y, por último, también será necesario intervenir sobre los síntomas somáticos que
pueden aparecer asociados, tales como alteraciones de la alimentación y el sueño, pérdida del
interés sexual y cansancio crónico.
No todos estos efectos tienen que aparecer en un caso concreto, sino que en función de
los que aparezcan como más relevantes deberá priorizarse la intervención.

5.1.- Estrategias específicas de intervención


El primero de los objetivos de la intervención, sobre los efectos de carácter cognitivo, es
la eliminación de las creencias de carácter irracional, que pueden abordarse mediante
reestructuración cognitiva. Hay que prestar especial atención a lo que Beck (1976) denomina la
“triada cognitiva”, es decir, la imagen de sí mismo como inútil, el presente como algo imposible
de realizar y el futuro como carente de positividad.
Las atribuciones catastrofistas puede abordarse mediante las técnicas de atribución de
responsabilidad de Rehm (1988). La atención selectiva mediante técnicas de focalización. Y la
autocrítica también mediante reestructuración cognitiva.
En lo referente a la intervención sobre los efectos comportamentales negativos, todos ellos
se pueden abordan globalmente mediante el desarrollo de programas de actividades, dentro de los
cuales debe planificarse con especial cuidado un incremento significativo de las actividades
satisfactorias.
Con respecto a los sentimientos asociados, hay que identificar y reestructurar los
pensamientos de tristeza y desesperanza, establecer un control sobre la expresión de la tristeza,
y potenciar la realización de actividades distractoras para los momentos de crisis.
La motivación también mediante la programación de actividades, buscando que estas sean
especialmente reforzantes. Y por medio de experimentaciones con comprobación de hipótesis.
Por último, con respecto a los síntomas somáticos solo será necesario su actuación
específica sobre ellos cuando estos no van desapareciendo con las intervenciones sobre los
objetivos anteriormente expuestos.

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FIGURA 12.1

CAMBIOS EN EL ESTADO DE ANIMO

Precipitantes

Lógicos Errores

Pensamientos Evaluaciones
Automáticos Distorsionadas
Negativos

Maximización Minimización
Dificultades Recursos

Sesgos
Cognitivos
recordar
información Análisis Falta de Expectativas
Causal Estrategias Resultado
Falso Pobres

Atribuciones Internas
de Fracaso

CAMBIO DE HUMOR

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CAPÍTULO 13
ASPECTOS EMOCIONALES DEL PROCESO DE MORIR
Ramón Bayés y Joaquín T. Limonero

1. EL MIEDO A LA MUERTE
Aun cuando la muerte forma parte irrenunciable de la condición humana y suscita intensas
emociones, hasta hace pocas décadas han sido escasos los trabajos que la han estudiado desde un
punto de vista psicológico (Kastenbaum y Costa, 1977) o que la han utilizado como un fenómeno
natural a través del cual investigar las reacciones emocionales (Limonero, 1996).
Las emociones negativas, como el miedo, son características de la mayoría de los
mamíferos y suele considerarse que han evolucionado para favorecer la adaptación al medio y
mejorar la supervivencia de las especies (Darwin, 1872, Izard, 1993; MacLean, 1990, Myers,
1992). El miedo ante un predador prepara a nuestro organismo para huir del peligro; el miedo a
una lesión nos protege del daño; el miedo a las represalias del contrario controla nuestra ira. Se
cree, por tanto, que el miedo -lo mismo que el dolor- posee una misión biológica importante al
actuar, en la mayoría de circunstancias, como un instrumento eficaz para preservar la vida, o los
objetos, ambientes y personas por los que sentimos aprecio. De hecho, la función última de todas
nuestras reacciones de dolor, o de miedo ante un posible daño, es conseguir que se restaure el
equilibrio biológico alterado o que ni siquiera llegue a alterarse. Algunas personas -
afortunadamente muy pocas- padecen una terrible enfermedad que consiste en la imposibilidad de
sentir dolor y todas ellas mueren muy jóvenes, no porque la enfermedad sea mortal en sí misma,
sino debido a que la insensibilidad las coloca ante un contínuo riesgo (Vila, 1996). Y,
posiblemente, si consiguen sobrevivir algunos años se lo deban únicamente al miedo.
Existen miedos, a los que suele llamarse biológicos, que, para aparecer, sólo precisan de
un débil o prácticamente nulo aprendizaje, como son el miedo a las serpientes y a las arañas y,
sobre todo, el miedo a la muerte. Cuando Hebb (1980) mostró por primera vez a un grupo de
chimpancés la cabeza moldeada en arcilla de un miembro de su especie, los primates fueron presa
del pánico y su reacción fue similar a la de las personas que descubren el cadáver de un ser
humano descuartizado. Por otra parte, a lo largo de nuestra historia personal en el seno de una
cultura determinada, a través de numerosas y complejas asociaciones e interacciones con la muerte
de seres humanos y con el proceso que la precede, aprendemos a sentir miedo de objetos,
personas, situaciones o fenómenos, diferentes de aquellos que causan miedo a otros miembros de
nuestra propia especie, comunidad o familia. Así, un enfermo en situación terminal puede tener
múltiples miedos y temores relacionados tanto con la sintomatología física que padece como con
los tratamientos que se le aplican, la pérdida de sus funciones psicológicas y papeles sociales, un
posible castigo divino y, cómo no, puede sentir miedo de la misma muerte.
Por ello, tal como veremos más adelante, el único medio de conocer qué cosas concretas
inquietan o producen temor a un enfermo ante la proximidad de la muerte, será preguntándole por
los síntomas, comportamientos y situaciones que personalmente considera que amenazan o pueden
amenazar su integridad psicológica o corporal, o su propia vida.
A pesar de que existen algunos antecedentes, y de que psicólogos históricamente
reconocidos, como Fechner (1836) o Wiliam James (1910), se han ocupado de la muerte, es
posible que el primer intento estructurado de acercarse al tema desde la psicología, haya sido el
simposio organizado por Feifel en 1956, bajo los auspicios de la American Psychological
Association, titulado El concepto de muerte y su relación con el comportamiento (Cfr. Feifel,
1990).
Durante las décadas de los años sesenta y setenta, trabajos como los de Kübler-Ross

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(1969), Templer (1970), Kastenbaum y Aisenberg (1972), y Parkes (1972), o la aparición de la
revista OMEGA en 1969, se han ocupado también del problema, aunque probablemente no se ha
generalizado el interés por la investigación científica del tema de la muerte, incluyendo los
aspectos emocionales que conlleva, hasta el advenimiento del movimiento multidisciplinario
Hospice, liderado por Cecily Saunders, y la posterior y rápida expansión por todo el mundo de
los denominados cuidados paliativos.
En nuestra opinión, quizá sea Claude Bernard quien mejor resuma, en su fecunda labor
profesional (Bernard, 1865), la doble dimensión, clínica y científica, de una actividad
permanentemente dedicada a la búsqueda de conocimientos para dar soluciones a los problemas
de sus enfermos. Claude Bernard nos señala el difícil camino de integrar la ciencia y la clínica en
la labor profesional cotidiana, camino que, en el caso del sufrimiento humano, tan oportunamente
nos ha recordado Cassel (1991) al señalar que la relación personalizada del profesional sanitario
con el paciente debe encontrarse en estrecha simbiosis con la moderna tecnología y creciente
especialización biomédica, y no considerarse como una alternativa de segundo orden.
Considerando a Bernard (1865) y a Cassel (1991) como dos faros paradigmáticos
susceptibles de iluminar nuestra labor, trataremos de resaltar en estas páginas la necesidad de
individualizar el proceso de morir, ya que, como ya señaló Webster en 1612 (Cfr. Nudland, 1993),
“... la muerte tiene diez mil puertas distintas para que cada hombre encuentre su salida”, a la vez
que no olvidamos que la investigación científica de las emociones suscitadas por la proximidad
de la muerte nos puede proporcionar herramientas evaluativas y terapéuticas que pueden ayudar
al clínico a desempeñar su labor paliativa con mayor eficacia. Es interesante señalar que,
recientemente, Testa y Simonson (1996a), en un artículo publicado en The New England Journal
of Medicine que ha encontrado ya un eco considerable entre la clase médica (Buchholz, 1996;
Bradlyn y Pollok, 1996; Meran, 1996), señalan la importancia que revisten los aspectos subjetivos
en otro concepto -calidad de vida- que, como los de sufrimiento y soporte emocional, cada día
son más valorados por los profesionales sanitarios: “Desde el momento en que las expectativas
que conciernen a la salud, y la habilidad para afrontar las limitaciones y minusvalías, pueden
afectar considerablemente la percepción que las personas tienen de su propia salud y su grado de
satisfacción con la vida, dos personas con el mismo estado de salud pueden tener una calidad de
vida muy diferente (pp. 835)”. Posteriormente, estos mismos autores (Testa y Simonson, 1996b)
remachan el clavo: “Cuando se les pide a los pacientes que nos indiquen su estado de salud, en
sus respuestas usan juicios subjetivos” (p. 522).

2. LOS CUIDADOS PALIATIVOS


Morir -excepto en los accidentes, crisis inesperadas y muertes violentas- es un proceso
cuya principal característica es la pérdida progresiva, aunque no siempre predecible, de control
sobre uno mismo, el ambiente y el curso de los acontecimientos. Las unidades de cuidados
paliativos, nacidas para hacer frente a los problemas que presentan los enfermos que ya no
responden a los tratamientos curativos, no son un lujo de nuestra sociedad sino una respuesta a
la pregunta de la muerte, pregunta aparentemente olvidada, oscurecida, disfrazada, distanciada
u ocultada, durante largo tiempo por la consumista cultura occidental, pero a la que todos
habremos de responder algún día (Cassem, 1974).
Tras la reciente universalización de las ideas y proyectos formulados hace ya algún tiempo
por Cicely Saunders (1966, 1967, 1984) y la cristalización en muchos lugares del mundo del
movimiento Hospice, el nuevo camino que muestran los cuidados paliativos se está imponiendo
en nuestra sociedad. Este camino es, y debe ser, multidisciplinario y en él el control de los factores
emocionales juega un papel destacado (Arranz y Bayés, en prensa; Bayés, Arranz, Barbero y

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Barreto, 1996). Partiendo del concepto de Saunders (1984) de “dolor total”, que integra
componentes de dolor “físico, mental, social y espiritual”, el movimiento Hospice -rebautizado
por Mount como cuidados paliativos- ofrece atención biológica, psicológica, social y espiritual,
tanto al paciente en situación terminal como a los familiares que lo atienden.
La Organización Mundial de la Salud define los cuidados paliativos como “el cuidado
activo de los pacientes cuya enfermedad no responde al tratamiento curativo” (WHO, 1987), y
proporciona algunas normas prácticas de actuación a los profesionales sanitarios. Dichas normas
señalan, en palabras de Johnson y Abraham (1995), que los cuidados paliativos:
1º) Afirman la vida y contemplan la muerte como un proceso natural, y en ningún caso
deben acelerarla o retrasarla.
2º) Proporcionan alivio del dolor y otros síntomas perturbadores.
3º) Incorporan los aspectos psicológico y espiritual al cuidado del paciente.
4º) Ofrecen soporte a los pacientes para que vivan tan activamente como les sea posible
la última etapa de su existencia.
5º) Proporcionan soporte a los familiares durante la enfermedad del paciente y en el
momento de la muerte del mismo.
A escala internacional quisiéramos destacar la aparición en las décadas de los años ochenta
y noventa de las revistas: Journal of Palliative Care, en 1985, y Palliative Medicine, en 1987,
de algunos artículos importantes sobre el tema del sufrimiento (Cassel, 1982) y de la
comunicación con el enfermo oncológico en situación terminal (Maguire y Faulkner, 1988a,
1988b), así como la publicación de numerosos libros, en especial del Oxford texbook of palliative
medicine (Doyle, Hanks y MacDonald, 1993).
En nuestro país, los pioneros han sido Jaime Sanz, quien crea en 1984 una unidad de
cuidados paliativos en el Departamento de Oncología Médica del Hospital Marqués de Valdecilla
de Santander -reconocida oficialmente como tal en 1987- y Xavier Gómez-Batiste y Jordi Roca,
quienes establecen en 1986 en el Hospital de la Santa Creu de Vic (Barcelona) un programa de
atención domiciliaria para enfermos de cáncer en situación terminal, y en 1987 una unidad de
cuidados paliativos. Aunque pronto surgen nuevos emprendedores -Porta, en Lérida, Gómez-
Sancho, en Las Palmas, Núñez-Olarte, en Madrid, García-Conde y Pascual, en Valencia, etc.- y
se crean unidades de cuidados paliativos en hospitales de todo el territorio español (Sanz, 1992).
Finalmente, es preciso señalar, por su importancia, organización y coherencia, la red de cuidados
paliativos establecida en Cataluña (Gómez Batiste, Borrás, Fontanals, Stjernswärd y Trias, 1992).
Hitos importantes en el desarrollo de las unidades de cuidados paliativos en España han
sido: a) la fundación, el 20 de mayo de 1989, de la Societat Catalano-Balear de Cures
Pal.liatives, b) la celebración en Vic (Barcelona), en marzo de 1992, del Primer Congreso de
Cuidados Paliativos de Cataluña, con la participación de destacados especialistas extranjeros
(Doyle, Parkes, B. Saunders, Stjernsward, Twycross, Ventafrida, etc.), c) la fundación, en enero
de 1992, de la Sociedad Española de Cuidados Paliativos, d) la publicación, en 1993, de la guía
“Cuidados Paliativos: Recomendaciones de la Sociedad Española de Cuidados Paliativos”
(Sanz, Gómez-Batiste, Gómez Sancho y Núñez Olarte, 1993), a instancias del Ministerio de
Sanidad y Consumo, e) la celebración en Madrid, en febrero de 1994, del 1er Congreso
Internacional de Cuidados Paliativos, f) la aparición, en 1994, de la revista multidisciplinaria
Medicina Paliativa, g) la celebración en Barcelona del Symposium “La atención hospitalaria al
enfermo moribundo” (Morlans y Abel, 1995), h) la celebración en Barcelona, en Diciembre de
1995, del IV Congreso de la Sociedad Europea de Cuidados Paliativos y del 1er. Congreso de
la Sociedad Española de Cuidados Paliativos, i) la publicación de los libros: Tratado de medicina
paliativa y de soporte en el enfermo con cáncer (González Barón, Ordóñez, Feliu, Zamora, y

-208-
Espinosa, 1996) y Cuidados paliativos en oncología (Gómez-Batiste, Planas, Roca y Viladiu,
1996).
Como puede observarse por los datos que acabamos de citar, el movimiento de cuidados
paliativos es muy reciente. Es preciso subrayar que a pesar de sus constantes proclamas de
multidisciplinariedad, lo cierto es que, hasta el momento, ha tenido una fuerte impronta biomédica
y un claro objetivo aplicado -proporcionar el mayor bienestar posible a los enfermos en situación
terminal, en especial a los enfermos oncológicos- al cual se ha tendido, en general, de forma
empirista. Personalmente consideramos que, dado que uno de sus principales instrumentos de
trabajo para enfrentarse al problema de la muerte es el apoyo emocional (Arranz y Bayés, en
prensa), los análisis y estrategias utilizados podrían y deberían beneficiarse de los descubrimientos
que, desde la Psicología Básica, Psicología Social y Psicología Clínica, se han realizado y
continuan haciéndolo en el campo de las emociones (Fernández-Abascal, 1995; Moltó, 1995;
Páez, 1993). En este momento, estamos convencidos de que algunos de los hallazgos, hipótesis
y modelos de autores como Lazarus y Folkman (1984) o Lang (1968), por ejemplo, pueden servir
-y de hecho, aun sin conocerlos, en parte ya los utilizan intuitivamente algunos autores
procedentes del campo de la medicina- para ayudar con mayor eficacia a afrontar y disminuir el
sufrimiento de los enfermos en situación terminal e incrementar su grado de bienestar.

3. MIEDO, DOLOR Y SUFRIMIENTO


A medida que una enfermedad grave -como, por ejemplo, el cáncer o el SIDA- avanza
hacia un final temido e irreversible, las personas que la padecen tienen, esencialmente, dos tipos
de miedo:
A) Miedo a sufrir la acción de estímulos físicos desagradables sobre su organismo: dolor,
disnea, debilidad, parálisis, etc, sobre todo si se cree que dicho padecimiento ya no cesará jamás,
y
B) Miedo a experimentar pérdidas de carácter psicosocial (Arranz, Barbero, Barreto y
Bayés, en prensa) que pueden concretarse en cosas, funciones y/o relaciones con personas:
! Que el enfermo antes tenía, ahora no tiene y cree que ya nunca podrá recuperar.
! Que todavía tiene pero teme perder para siempre.
! Que nunca ha tenido, quisiera tener y a las que debe renunciar definitivamente.
Como dijo Nietsche y nos ha recordado recientemente Klagsbrun (1994), lo que supone
un sufrimiento intolerable para el ser humano es “tener una experiencia desagradable que cree que
no tendrá fin”.
Cuando a este miedo -que se siente como una amenaza para la propia vida y/o la integridad
de la persona, tanto de tipo biológico como psicosocial o espiritual- se une la percepción subjetiva
de impotencia para controlarlo, se produce sufrimiento. Cuanto más intensa se percibe la
amenaza y menor la sensación de control percibido, mayor es el sufrimiento. A u n q u e a
veces se utilicen indistintamente dolor y sufrimiento, no son términos conceptualmente
equivalentes. La International Association for the Study of Pain (IASP) define el dolor como “una
experiencia sensorial y emocional desagradable, asociada a lesiones tisulares reales o probables,
o descrita en función de tales daños” (Cfr. Merskey, 1979). Como subrayan Chapman y Gravin
(1993), la definición de la IASP sugiere la intervención de, como mínimo, dos tipos de proceso:
a) sensorial, que facilita al cerebro informaciones de tipo espacial, temporal y cuantitativo; y b)
emocional, que puede colorear dicha percepción sensorial en forma de amenaza. En esta misma
línea, Fordyce (1994) defiende que es imperativo distinguir entre dolor y sufrimiento, y, de esta
forma, separar “el dolor como una señal” de las reacciones y emociones que manifiestan las
personas que “padecen dolor”.

-209-
En el presente contexto, quizá también valga la pena señalar que la influencia de los
factores psicológicos en la percepción de dolor ha sido reconocida por muchos autores (Baines,
1990; Fordyce, 1976; Penzo, 1989; Saunders, 1984; Twycross y Lack, 1990; Wall y Melzack,
1984). En un trabajo ya antiguo, Beecher (1956, 1959) mostró dramáticamente la importancia de
los factores psicológicos en la modulación del dolor al comparar los datos procedentes de 150
soldados estadounidenses que habían sido heridos en la playa de Anzio durante la Segunda Guerra
Mundial, con los de otros 150 pacientes civiles de la misma edad, que vivían en Estados Unidos,
sometidos a una intervención quirúrgica que afectaba de forma similar a su organismo. Mientras
que sólo el 32% de los primeros manifestó que el dolor que experimentaban era lo suficientemente
intenso como para precisar tratamiento analgésico, el 83% de los segundos solicitó dicho
tratamiento. A juicio de Beecher, “no existe una relación directa simple entre la herida per se y
el dolor experimentado. El dolor se encuentra determinado, en gran parte, por otros factores y,
en este caso, es de suma importancia el significado que adquieren las heridas para los afectados”.
Para los soldados, las heridas estaban asociadas a la vuelta al hogar y al alejamiento de la guerra;
para los civiles, las mismas sólo poseían connotaciones negativas.
Dolor y sufrimiento, por tanto, no son términos sinónimos. No todas las personas que
padecen dolor sufren, ni todas las que sufren padecen dolor. Las personas que padecen dolor
—escribe Cassel (1982)— declaran frecuentemente que sufren únicamente cuando su origen es
desconocido, cuando creen que no puede ser aliviado, cuando su significado es funesto, cuando
lo perciben como una amenaza. En otras palabras, el dolor se transforma en sufrimiento cuando
se teme su prolongación o intensificación en el futuro sin posibilidad de control. En este sentido,
una mujer, al dar a luz a un hijo deseado, tiene dolor pero no sufre si cree que alcanzará su
objetivo; por otra parte, si una persona pierde a un ser querido no existe daño biológico pero sufre
intensamente.
Recordamos que, hace ya años, Lazarus (1966) distinguía entre tres clases de estresores:
los que producían daño, los que causaban amenaza y los que suscitaban reto. Para Lazarus, daño
hace referencia a un mal psicológico que ya ha sucedido; amenaza, a la anticipación de un daño
que todavía no ha tenido lugar pero que puede ser inminente; y reto, a la consecuencia de una
demanda difícil que nos sentimos con fuerzas para afrontar mediante la movilización de nuestros
propios recursos (Lazarus, 1993). El daño y la amenaza producen sufrimiento; el reto, sólo en el
caso de que el control sea dudoso y el resultado incierto.
En nuestra opinión, posiblemente hayan sido Chapman y Gravin (1993) quienes hasta el
momento han efectuado un análisis más depurado del sufrimiento ante la proximidad de la muerte,
en una línea que, en sus aspectos fundamentales, nos recuerda la teoría de Lazarus y Folkman
(1984) sobre la emoción.
En efecto, Chapman y Gravin (1993) definen el sufrimiento como “un estado cognitivo
y afectivo, complejo y negativo, caracterizado por la sensación que experimenta la persona al
encontrarse amenazada en su integridad, por el sentimiento de impotencia para hacer frente a esta
amenaza, y por el agotamiento de los recursos personales y psicosociales que permitirían
afrontarla” (pp. 38). Recordemos brevemente que, de acuerdo con Lazarus, la naturaleza de la
respuesta emocional vendría determinada por la evaluación subjetiva de la situación y no por las
características objetivas de la misma, y que dicha evaluación tiene dos componentes: una
evaluación primaria, en la que el sujeto aprecia si la situación es beneficiosa o perjudicial para él,
y una evaluación secundaria, en la que el sujeto analiza los recursos de que dispone para afrontar
dicha situación en el caso de que la juzgue como una amenaza.
Resumiendo lo que llevamos dicho, en nuestra opinión, una persona sufre cuando: a)
experimenta un daño físico o psicosocial importante, o teme que acontezca algo que percibe

-210-
como una amenaza para su existencia personal y/u orgánica; y b) al mismo tiempo, cree que
carece de recursos para hacerle frente (Bayés, Arranz, Barbero y Barreto, 1996). Es interesante
subrayar que Schröder (1996), en un trabajo empírico recientemente realizado con enfermos en
situación terminal, ha descubierto que la percepción de amenaza y la percepción de control se
encuentran estrechamente asociadas y que, en la práctica, parecen presentarse -lo mismo que las
evaluaciones primaria y secundaria de Lazarus- no de forma consecutiva sino simultáneamente.
La sensación de amenaza y el sentimiento de impotencia son subjetivos. El sufrimiento,
por tanto, también lo será. Por otra parte, no debemos olvidar que el sentimiento de amenaza -y
el miedo- se poducen siempre con referencia al futuro. De esto se desprende que la mera
observación de lo que pasa -un índice de Karnofsky o un listado de los síntomas que padece una
persona- no serán datos adecuados para valorar el sufrimiento que experimentan los pacientes.
El mismo acontecimiento -un diagnóstico de cáncer, similar intensidad de dolor, o de
sensación de pérdida de una función corporal o de un ser querido- no produce la misma sensación
de amenaza en todas las personas, ni todas ellas poseen los mismos recursos para hacerle frente.
Lo importante, desde el punto de vista del apoyo emocional, no son los síntomas que tiene o
percibe un enfermo, ni la similitud de la situación en que se encuentra -la misma fase de la misma
enfermedad- en relación con otros enfermos, sino el grado de sensación de amenaza que alguno
de estos síntomas, la constelación de varios de ellos, o la situación en su conjunto, le producen
a él personalmente. Los síntomas que padece el enfermo pero que no le suscitan amenaza -
aunque en muchos casos posean una gran utilidad para llevar a cabo un diagnóstico o seguir el
curso de un tratamiento- no deberían merecer, en la mayoría de los casos, una atención
prioritaria desde el punto de vista del soporte emocional y la paliación del sufrimiento. En este
sentido, lo importante no son los síntomas en sí mismos sino las percepciones que éstos
suscitan en los enfermos.
El modelo de intervención integral que proponemos (Bayés y cols., 1996) consta de los
elementos y secuencias siguientes: una estimulación experimentada como desagradable por el
enfermo, sea biológica -por ejemplo, dolor, disnea, etc.- o psicosocial -por ejemplo, soledad,
sensación de pérdida, etc.- es percibida por el enfermo como una amenaza importante para su
persona o su bienestar. Ante dicha amenaza, el sujeto evalúa sus recursos y, si se siente impotente
para hacerle frente, esta situación le genera sufrimiento. Dicho sufrimiento, por una parte, puede
amplificar la intensidad o presencia del síntoma, lo cual, a su vez, subraya la importancia de su
falta de control sobre la situación y aumenta el sufrimiento. Por otra parte, este sufrimiento no
ocurre en el vacío sino que se produce en una persona con un estado de ánimo concreto. Si éste
es ya ansioso, depresivo o irritable, lo potenciará; si no lo es y el sufrimiento persiste en el tiempo,
puede fácilmente conducirlo hacia la ansiedad, la depresión o la ira (Figura 13.1).
------------------------------------------------------------------------
INCLUIR APROXIMADAMENTE AQUÍ LA FIGURA 13.1
------------------------------------------------------------------------
En la medida en que se acepta este modelo, el mismo puede servir de guía para mejorar
la eficacia de las intervenciones terapéuticas que se lleven a cabo. De acuerdo con él, si se
pretende disminuir el sufrimiento del enfermo e incrementar su bienestar será preciso:
a) Identificar en cada momento aquellos síntomas -biológicos, psicosociales o espirituales-
que son percibidos por el paciente como una amenaza importante, estableciendo su grado de
priorización amenazadora desde el punto de vista del paciente.
b) Compensar, eliminar o atenuar dichos síntomas. Se trata, en gran parte, del clásico
“control de síntomas” llevado a cabo por los médicos y el personal de enfermería, y referido, en
especial, a aquellos síntomas que preocupan a cada paciente concreto. Si no es posible conseguirlo

-211-
y, en todo caso, paralelamente, será necesario tratar de suavizar la amenaza que representan para
el paciente, incrementando, por ejemplo, su percepción de control sobre la situación al facilitarle
una información verdadera tranquilizadora. Es preciso mencionar que, ocasionalmente, un buen
control de síntomas físicos puede suponer la substitución del sufrimiento debido a dichos
estímulos por el sufrimiento causado por la aparición de estresores psicosociales o espirituales,
que incluso puede ser de mayor intensidad al permitir al enfermo una contemplación más realista
de su situación vital. En otras palabras, el deseable y necesario control de síntomas biológicos
puede conducir al paciente, en algunos casos, a descubrir un significado o sentido a su vida pero,
en otros, puede intensificar su sufrimiento (Gregory, 1994; Schröder, 1996).
c) Detectar y potenciar los propios recursos del enfermo, con el fin de disminuir, eliminar
o prevenir su sensación de impotencia. Complementariamente, será necesario tratar de aumentar
su percepción de control sobre la situación. Es importante señalar que la experiencia con
enfermos en situación terminal muestra que, en general, estas personas son capaces de contribuir
de un modo activo a su proceso de tratamiento, y que poseen recursos suficientes para hacer
frente a la amenaza de la enfermedad y a la sucesión de pérdidas que ésta conlleva, incluida la
propia muerte.
d) En el caso de que el estado de ánimo del enfermo presente características ansiosas o
depresivas, habrá que utilizar las técnicas específicas adecuadas -farmacológicas y/o psicológicas-
para modificarlo o compensarlo, mejorando de este modo su grado de bienestar. Si se considera
que el paciente se adapta bien a su situación, se analizará la conveniencia de utilizar, con carácter
preventivo, algunas estrategias que impidan la ulterior aparición de estados negativos de ánimo
-ansiosos, coléricos o depresivos- Asimismo, se planteará en este caso la posibilidad de
proporcionar al paciente estimulación positiva y reforzante, susceptible de incrementar su
bienestar. En otras palabras, siempre que sea posible, no se tratará sólo de eliminar o paliar el
sufrimiento sino de aumentar la gama de satisfactores, proporcionando, en la medida de lo
posible, alegría, deseo de vivir con intensidad el presente -si la amenaza se da en el futuro, vivir
el presente alejará la amenaza, ya que será incompatible con ella- y, obviamente sin mentir,
esperanza. Esta última, lo mismo que la amenaza, también tiene lugar en tiempo futuro y es,
además, incompatible con ella. Por tanto, el objetivo del soporte emocional no será sólo evitar o
paliar el sufrimiento sino proporcionar al paciente bienestar en el presente y, si es posible, algún
objetivo realista en su futuro -quizá un reto- como puede ser, en algunos casos, la posibilidad de
morir con dignidad.
Desde un punto de vista funcional, el modelo de sufrimiento al que nos hemos referido
puede ampliarse, prácticamente sin variación, tanto al cuidador principal y a sus familiares -en
especial, en la prevención y atención del duelo- como a los miembros del equipo sanitario que se
hacen cargo del enfermo -para prevenir y/o atenuar el burnout-, aun cuando, obviamente, el tipo
de síntomas desagradables desencadenantes percibidos como amenazadores, los contenidos de la
exploración, las pautas de evaluación y las estrategias psicológicas que se utilicen deban ser, en
cierta medida, diferentes (Bayés y cols., 1996).

4. EVALUACIÓN DEL SUFRIMIENTO


De los tres componentes de las emociones propuestos por Lang (1968) hace más de 25
años, en los estudios que se lleven a cabo sobre el tema de la proximidad de la muerte deberemos
desestimar, de entrada, la evaluación de la dimensión fisiológica, tanto por razones éticas, como
por encontrarse, en la mayoría de casos, fuertemente contaminada por los efectos de la
enfermedad que padece el paciente y de los tratamientos que se le administran. Por otra parte, los
datos proporcionados por la observación de la dimensión verbal-motora espontánea parece que

-212-
poseen poca utilidad para la evaluación del sufrimiento (Schröder, 1996), ya que algunas personas
pueden sufrir intensamente tras silencios e inmovilidades impenetrables para el mero observador.
Para conocer si un enfermo está sufriendo, las causas de su sufrimiento y su intensidad -lo mismo
que para determinar su grado de bienestar o calidad de vida- (Bayés, 1995; Buchholz, 1996;
Limonero, 1994; Limonero y Bayés, 1995) será necesario hablar con él, preguntarle, es decir,
profundizar, de forma casi exclusiva, en la dimensión cognitivo-experiencial.
En cuanto a la evaluación del sufrimiento, debemos señalar que el instrumento adecuado
debe reunir las características siguientes:
a) poseer carácter subjetivo, ya que son subjetivas la percepción de amenaza y la
evaluación de los recursos para hacerle frente.
b) ser fácilmente comprensible para la mayoría de enfermos en situación terminal, ya que
muchos de ellos se encuentran débiles y padecen posibles pérdidas o deterioros cognitivos.
c) no ser invasivo ni plantear a los enfermos nuevos problemas o sugerirles posibilidades
amenazadoras en las que no han pensado.
d) ser sencillo y rápido de administrar.
e) poderse aplicar repetidamente, sin pérdida de fiabilidad, con el fin de obtener datos
longitudinales comparativos, y permitirnos conocer hasta qué punto son eficaces nuestras
intervenciones para mejorar el bienestar de los enfermos y disminuir su sufrimiento. Es preciso
recordar que las percepciones de los pacientes, tanto en el caso de enfermos oncológicos
sometidos a quimioterapia curativa (Griffin, Butow, Coates, Childs, Ellis, Dunn y Tattersall, 1996)
como en el de enfermos en situación terminal (Sanz y cols, 1993), son variables y pueden cambiar
con rapidez.
En el campo sanitario, nos gustaría señalar que nuestro modelo ideal de instrumento de
evaluación -que hacemos extensivo a la evaluación de los aspectos subjetivos de los enfermos-
puede compararse, por su sencillez y ductilidad de aplicación, con el termómetro clínico, el cual
nos indica si la temperatura sube, baja, o se mantiene estacionaria, y nos proporciona con ello un
dato valioso sobre la evolución de la enfermedad, pero no nos explica el porqué. Una temperatura
alta puede tener su origen en una infección grave o en un simple resfriado sin importancia. La
medida que nos proporciona el termómetro es sólo una señal, un toque de campana. Si deseamos
saber la causa de la fiebre tendremos que explorar al paciente, pedir análisis complementarios, etc.
En cuidados paliativos, conocemos cuatro instrumentos que consideramos que reúnen las
condiciones antes mencionadas: a) el índice de Karnofsky, mediante una escala observacional
como medida de funcionalidad motora; b) la evaluación del dolor a través del desplazamiento de
un cursor que autorregula el propio paciente sobre una escala analógica visual de 100 mm; c) The
Edmonton Symptom Assessment System, para la evaluación sistemática de síntomas (Bruera,
Kuehn, Miller, Selmser y MacMillan, 1991); y d) la percepción subjetiva del paso del tiempo como
medida de malestar (Bayés, Limonero, Barreto y Comas, 1995). Estamos convencidos de que, a
pesar de todos sus problemas y limitaciones, estos instrumentos nos abren un camino por el que
será necesario seguir y profundizar.
En nuestra opinión, los instrumentos de calidad de vida diseñados para enfermos crónicos
-como el EORTC, por ejemplo- o los que poseen un número elevado de ítems, no son adecuados
para la evaluación de los enfermos en situación terminal (Bayés, 1991).

5. EL PROBLEMA DE LA MUERTE HOSPITALARIA EN EL MUNDO OCCIDENTAL


En Noviembre de 1995 se han dado a conocer los resultados de una amplia investigación
llevada a cabo en Estados Unidos con más de 9.000 enfermos hospitalizados con un proceso
avanzado de una o varias enfermedades letales, y con una tasa media de mortalidad del 47 ! en

-213-
un periodo de seis meses (Support, 1995). El estudio constaba de dos fases: la primera consisitía
en un análisis sistemático de cerca de 4.500 pacientes de estas características admitidos en cinco
hospitales universitarios; la segunda, en una intervención realizada en un número similar de
pacientes por enfermeras especialmente entrenadas con el objetivo de mejorar la calidad de la
atención prestada. La envergadura del trabajo realizado queda de manifiesto por el coste que ha
supuesto, 3.500 millones de pesetas (Miller y Fins, 1996). Algunos de los resultados más
llamativos de esta investigación son, a nuestro juicio, los siguientes:
a) El 38% de los pacientes de la primera fase pasaron un mínimo de 10 días en una unidad
de cuidados intensivos.
b) El 50% de los pacientes conscientes que murieron en el hospital padecieron dolor entre
moderado e intenso al menos la mitad del tiempo que permanecieron en el hospital.
c) El 25% de los pacientes de ambas fases murieron en el hospital.
d) La intervención llevada a cabo por enfermeras especializadas con el fin de mejorar la
situación no consiguió su propósito.
e) La comunicación entre los médicos y los pacientes fue escasa y deficiente.
Ante esta realidad -se pregunta Lo (1995)- aun cuando cada una de las intervenciones
biomédicas realizadas podría posiblemente justificarse como una respuesta a una complicación
tratable, ¿tomaron los médicos en consideración, antes de llevarlas a cabo, el pronóstico global
del paciente, o hasta qué punto el enfermo deseaba someterse realmente a terapéuticas
extremadamente agresivas?
Los datos obtenidos confirman que una gran proporción de los enfermos graves ingresados
en los hospitales norteamericanos no reciben un tratamiento adecuado para mitigar su dolor, y se
ven obligados a pasar por un costoso y prolongado proceso de muerte, caracterizado por el uso
de una avanzada tecnología biomédica invasiva -en lo que se ha llamado “encarnizamiento
terapéutico”- y un impacto emocional considerable, tanto en el enfermo como en sus familiares
o en los propios profesionales sanitarios que los atienden.
Los cálculos realizados a partir de los datos de esta investigación permiten estimar que el
40% de las personas que mueren en Estados Unidos reúnen las mismas características de
enfermedad y severidad que los enfermos estudiados (Support, 1995).
En la otra cara de la moneda, Christakis y Escarce (1996) señalan que cada año 200.000
pacientes son ingresados, también en Estados Unidos, en unidades de cuidados paliativos -en las
que reciben, además de otros tipos ayuda, un soporte emocional adecuado- pero la media de
supervivencia en ellas es sólo de 36 días, y el porcentaje de pacientes que fallecen antes de que
se cumplan los 7 días de su ingreso es del 15,6%. Estos autores recomiendan que se incremente
el número de enfermos ingresados en las unidades de cuidados paliativos y que éstos se incorporen
a ellas mucho antes; sin embargo, como señala Lynn (1996), esta propuesta puede ser difícil de
llevar a la práctica debido a la incertidumbre del pronóstico, sobre todo, en muchas enfermedades
no cancerosas: demencias, cardiopatías, obstrucción pulmonar, SIDA, etc. No deberíamos olvidar
que Christakis y Escarce (1996), en el mismo artículo antes citado, mencionan que si bien el
15,6% de los enfermos ingresados en una unidad de curas paliativas -en su mayoría oncológicos
y de más fácil pronóstico- fallecen en un plazo de 7 días tras su ingreso, un 14,9% vive más de los
seis meses previstos. Entre nosotros, diversos autores (Limonero, Bayés, Espaulella y Roca, 1994;
Porta, 1996) han mostrado la dificultad de efectuar pronósticos precisos incluso en enfermos de
cáncer en situación terminal, sobre todo cuando el pronóstico sobre la estimación de vida es
superior a un mes.
A juicio de Lynn (1996), las unidades de cuidados paliativos se encuentran aceptablemente
adaptadas a las necesidades de los enfermos oncológicos en situación terminal, pero es improbable

-214-
que sus actuales programas de actuación se adecuen a otros grupos de enfermos que igualmente
precisan de una ayuda multidisciplinaria en la que son prioritarios, entre otros, el soporte
emocional y espiritual al enfermo y a su familia, y en cuyo tratamiento la avanzada tecnología
biomédica ocupa, en general, un lugar muy secundario.
Miller y Fins (1996) descubren interesantes analogías en los procesos de nacer y de morir.
Estos autores señalan que en nuestras sociedades occidentales el advenimiento de un niño se ha
visto acompañado en los últimos años de notables cambios en los conocimientos y
comportamientos de los futuros padres, muchos de los cuales siguen con detalle las fases del
embarazo y se preparan y adiestran para el momento del parto, con el fin de ser capaces de
facilitar al recién nacido los cuidados que precisa. Para estos padres, la evolución del feto y el acto
del nacimiento han dejado de ser un misterio para convertirse en algo “natural” que suele seguir
una evolución predecible. Sin embargo, hace tan sólo un par de décadas la mayoría de las mujeres
pasaban su embarazo y llegaban al parto sin preparación alguna, el padre no podía asistir al
nacimiento de su hijo y, a menudo, durante el parto, se administraba a la madre anestesia general.
Esta casi completa medicalización del embarazo y el parto se ha ido desvaneciendo con el tiempo
y, como acabamos de señalar, se ha “naturalizado” el proceso de nacer.
En contraste con el embarazo, el parto y las primeras etapas de un recién nacido, la muerte
y el proceso de morir no siguen, en general, una pauta típica. No existe una ruta clara hacia la
muerte (Lo, 1995; Nudland, 1993), aunque el final de algunas enfermedades degenerativas, como
el cáncer, pueda ser hasta cierto punto predecible (Limonero y cols., 1994).
Teniendo en cuenta estas dos realidades de la condición humana, Miller y Fins (1996)
sugieren que en los hospitales:
a) Se reestructuren los cuidados que se prestan a los enfermos en situación terminal, con
el fin de incluir a los pacientes y a sus familiares en programas de preparación para las complejas
y difíciles decisiones que deben tomarse, en muchas ocasiones, a lo largo del proceso de morir,
y en la etapa del duelo.
b) Paralelamente a las unidades de cuidados intensivos -que priorizan la utilización de la
tecnología avanzada y cuyo objetivo es intentar la curación o la supervivencia del enfermo a
cualquier precio- existan unidades de cuidados paliativos centradas en el cuidado del enfermo, lo
cual facilitaría, en los casos en que fuera oportuno, la adopción de decisiones con pleno
conocimiento tanto para el propio enfermo como para sus familiares.
En resumen, la propuesta de Miller y Fins supone promover en la población una educación
para la “naturalización” de la muerte y del proceso de morir -es decir, la atenuación, a través de
la información, de las intensas reacciones emocionales negativas-, de la misma manera que en las
últimas décadas se ha desarrollado una educación para la gestación y el advenimiento de los bebés.
Personalmente, creemos que en dicha educación para la muerte deberían considerarse obviamente
prioritarios tanto el estudio de las emociones que acompañan el proceso como la práctica del
soporte emocional (Arranz y Bayés, en prensa).

6. CONCLUSIONES
El proceso de morir suele ir acompañado de intensas reacciones emocionales que, a pesar
de su importancia, hasta épocas recientes ha sido escasamente estudiado desde el campo de la
psicología.
La aportación que presentamos sólo pretende facilitar al psicólogo el acceso a nuevas vías
de reflexión, investigación y aplicación práctica en el difícil e interesante campo interdiscisciplinar
de las emociones y la salud, situándonos específicamente dentro del contexto de la proximidad de
la muerte.

-215-
Consideramos que el renovado interés actual de la psicología básica por el estudio
científico de las emociones, así como la inclusión de psicólogos clínicos en muchos equipos
multidisciplinarios de cuidados paliativos, abren en nuestro país una vía que tendrá una gran
trascendencia teórica y práctica en un futuro inmediato.
Estamos convencidos de que las modernas teorías de la emoción nos ofrecen caminos de
solución a través de los cuales probablemente será más fácil “naturalizar” el proceso de morir y
proporcionar un soporte emocional eficaz que ayude a muchos enfermos y a sus allegados a
recorrer, con menor temor y sufrimiento, la última etapa de la existencia.

-216-
FIGURA 13.1
(Bayés, Arranz, Barbero y Bareto, 1996)

-217-
CAPÍTULO 14
DEPRESIÓN, ANSIEDAD Y DOLOR CRÓNICO
Miguel A. Vallejo Pareja y María Isabel Comeche Moreno

1. EL PROBLEMA DEL DOLOR CRÓNICO

1.1. Definición y delimitación del problema


El dolor es una experiencia que, casi sin excepciones, todo ser humano sufre en diferentes
momentos de su vida. Desde bien pequeños aprendemos que el dolor es una señal de alarma que
nos avisa de qué cosas son peligrosas o de que algo anda mal en nuestro organismo. Aprendemos
también a asociar el dolor con otros síntomas de enfermedad y daño corporal y a buscar ayuda
para que remedien nuestro mal. Finalmente, también aprendemos que lo normal es que cuando la
herida cura y los demás síntomas remiten, el dolor desaparezca con ellos.
El dolor cumple, por tanto, una función biológica, adaptativa. Los extraños casos de
analgesia congénita sirven para ilustrar precisamente este valor del dolor (Sternbach, 1968). Estas
personas, incapaces de sentir dolor, no aprenden a discriminar qué cosas pueden hacer o cuáles
deben evitar y, en consecuencia, sufren numerosos accidentes a lo largo de su infancia. Además,
el hecho de no percibir dolor como uno de los primeros síntomas de alarma de enfermedad, suele
conducirles a acudir en busca de remedio cuando el proceso está ya avanzado y se reconoce por
la aparición de otros síntomas (Melzack y Wall, 1982 y 1988).
El tipo de dolor hasta aquí descrito, el dolor agudo, tiene una finalidad beneficiosa para
la integridad del organismo, al funcionar como una señal de alarma que nos avisa de que se ha
producido una herida o de que estamos enfermos. Además, este tipo de dolor tiene carácter
temporal ya que lo habitual es que vaya remitiendo con el tratamiento adecuado de la herida o
enfermedad y desaparezca finalmente cuando acaba el proceso de curación.
Pero el dolor no siempre cumple esa función adaptativa. Existen múltiples casos, como el
dolor de miembro fantasma o la neuralgia post-herpética, en los que la percepción de dolor se
prolonga mucho más allá del momento final del proceso de enfermedad o la curación de la herida.
En otras ocasiones, como es el caso de la mayoría de las cefaleas, puede no haberse producido
ninguna herida ni conocerse daño orgánico responsable del dolor. En estos casos, el dolor no
cumple ninguna función útil para el individuo, muy por el contrario, cuando sigue persistiendo
durante meses e incluso años, es decir cuando se cronifica, el dolor pasa a ser un martirio que
condiciona toda la vida del paciente y de quienes se encuentran a su alrededor.
Vemos pues que, a diferencia de la temporalidad característica del dolor agudo, el dolor
crónico tiene un carácter persistente, ya que, o bien se extiende durante largos períodos de tiempo
tras el proceso de curación (seis o más meses), o bien aparece y desaparece de forma recurrente
sin que se conozca la causa orgánica que lo provoca o mantiene.

1.2. Incidencia y prevalencia de los problemas de dolor crónico


La relevancia del dolor crónico como tema de estudio puede quedar avalada por los datos
sobre la prevalencia de los diferentes síndromes de dolor crónico en la población, así como por
las consecuencias socio-económicas que su padecimiento supone.
La mayor parte de los trabajos que proporcionan datos de este tipo se basan en encuestas
realizadas en amplias muestras de población, en diferentes países. Quizá, el más conocido de todos
ellos sea el Informe Nuprin (Taylor y Curran, 1985). Se trata de una encuesta realizada por
teléfono, sobre una muestra de 1.254 personas, representativas de toda la población
estadounidense mayor de 18 años. Los resultados de este trabajo mostraron una alta prevalencia

-218-
de los diferentes síndromes de dolor en la población en general. La cefalea se reveló como el tipo
de dolor más frecuente entre los norteamericanos, ya que un 73% de los encuestados informaban
haber padecido uno o más episodios durante los doce meses anteriores. Le seguía en importancia
el dolor de espalda (56%), los dolores musculares (53%) o articulares (51%), el dolor de
estómago (46%) y el dolor perimenstrual en las mujeres (40%). Al considerar sólo aquellas
personas que manifestaban haber padecido dolor más de cien días por año (período que según
algunos criterios indica ya cronicidad), el dolor articular mostraba ser el más prevalente (10%),
seguido del dolor de espalda (9%), la cefalea (5%) y el dolor muscular (5%).
Según este informe, con excepción del dolor articular, cuya prevalencia se incrementaba
con la edad, los demás tipos de dolor se daban más frecuentemente en las personas jóvenes, siendo
más habituales en las mujeres que en los hombres. El padecimiento de dolor estaba también
relacionado con la ocupación laboral, con una mayor frecuencia en los desempleados, trabajadores
a tiempo total y madres que trabajan fuera del hogar. También parecía guardar relación con ciertos
estilos de vida, siendo las personas que decían hacer ejercicio regular, no fumar, beber poco o
nada y no ver la televisión, las que informaban padecer menos dolor.
Algunos estudios epidemiológicos más recientes, realizados en otras muestras de
población, presentan resultados parcialmente discrepantes. Por ejemplo, Andersson y cols. (1993)
informaron de los resultados de una encuesta realizada en Suecia mediante un cuestionario
remitido por correo, con una muestra de 1.806 sujetos. El 55% de los encuestados decía haber
padecido dolor de forma persistente durante más de tres meses y el 49% durante más de seis. El
dolor se localizaba más frecuentemente en la zona del cuello y hombros (30,2%), seguida de la
zona lumbar (23,2%). La prevalencia del dolor variaba con el nivel socio-económico,
encontrándose la mayor frecuencia entre los trabajadores.
Centrándose únicamente en el dolor lumbar, Girolamo (1991) revisó doce trabajos
realizados en Estados Unidos, Israel y algunos países europeos (Dinamarca, Holanda, Suecia,
Italia y Finlandia) que estudiaban la prevalencia de este tipo de dolor. Los datos globales indican
que entre el 50% y el 75% de los sujetos decía haber padecido dolor lumbar en algún momento
de su vida. Aunque en la mayor parte de los casos el dolor desaparecía antes de llegar a
cronificarse, en aproximadamente el 5% de los encuestados el dolor persistía durante más de tres
meses. La mayoría de los episodios de dolor lumbar ocurrían entre los 25 y 55 años, y no parecía
haber unas claras diferencias entre sexos. También se informa de una relación entre el
padecimiento de dolor lumbar y ocupación laboral, con una mayor prevalencia en los sujetos que
desarrollan trabajos que requieren esfuerzo físico.
Con respecto a las cefaleas, Stang y Osterhaus (1993) informaron de los datos relativos
al padecimiento de migraña en Estados Unidos, procedentes de la Encuesta Nacional de Salud de
1989. Los resultados mostraban que un 4% de la población padecía migraña, lo que representaba
cerca de 10 millones de estadounidenses. La mayor prevalencia se daba entre los 25 y 44 años,
siendo 2,5 veces más frecuente en mujeres que en hombres. También en una encuesta realizada
en Finlandia, con una muestra de 22.809 adultos (Honkasalo y cols. 1993), se encontraron
diferencias en función de la edad y el sexo. Mientras que sólo un 2,5% de los hombres padecían
migraña, las mujeres migrañosas representaban por término medio el 10% de la población, siendo
el período de máxima prevalencia (11,5%) el comprendido entre los 40 y 49 años.
Respecto a España, no se dispone de estudios epidemiológicos que señalen la prevalencia
de los diferentes síndromes de dolor en la población. Sólo se conocen algunos estudios de menor
alcance que informan de la prevalencia de la cefalea en algunas muestras muy localizadas. Por
ejemplo, Puente (1989) estudió la ocurrencia de cefalea entre los pacientes que acudían a un
Centro de Salud de Madrid. De los 537 pacientes encuestados, sólo 30 se quejaron de cefalea, lo

-219-
que supone un 5,6% de la muestra total de sujetos que acudieron a consulta médica. De los
pacientes que padecían cefalea, el 66% decía tener uno o más episodios a la semana (3,7% de la
muestra total). El 87% eran mujeres y el 13% hombres, siendo el intervalo de edad más afectado
el comprendido entre los 21 y 30 años, en el que estaban encuadrados el 36% de dichos pacientes.
En otro trabajo realizado con población española (Castro, 1990) se estudió la prevalencia
del dolor de cabeza en una muestra de 1.155 estudiantes de la Universidad de Santiago de
Compostela. Un elevadísimo porcentaje de estudiantes (el 95%) decían haber padecido algún
episodio de cefalea a lo largo del año anterior a la realización del estudio, presentándose una
frecuencia de uno o más episodios por semana en el 24% de los sujetos. El 72,4% de los
estudiantes afectados eran mujeres, mientras que el 27,6% eran hombres.
De los estudios de prevalencia reseñados cabe concluir, por una parte, las notables
diferencias encontradas en los resultados de dichos trabajos, posiblemente debidas a la utilización
de diferentes criterios metodológicos, por ejemplo, la consideración del padecimiento de un sólo
tipo de dolor en unos estudios y de diversos tipos simultáneamente en otros. Por otra parte, y a
pesar de las diferencias señaladas, es de destacar la gran magnitud que el problema del dolor
crónico tiene en las diferentes muestras estudiadas. Un dato que de forma consistente aparece en
todos los trabajos es la mayor ocurrencia del dolor, en general, en las mujeres que en los hombres.
Aunque con pequeños matices según los estudios y el tipo de dolor, también parecen consistentes
los datos que señalan la mayor frecuencia de problemas de dolor crónico entre la población
trabajadora.
Una vez comprobada la magnitud del problema del dolor crónico, vamos a detenernos
brevemente en las consecuencias económicas y sociales que su padecimiento genera. A pesar de
las dificultades que supone su cuantificación, las consecuencias económicas parecen ser
especialmente relevantes en el caso del dolor crónico, ya que, a los gastos directos en concepto
de consultas médicas, pruebas diagnósticas o fármacos que estos pacientes generan, debe añadirse
la importante partida de gastos indirectos que representan los días de trabajo perdidos a causa del
dolor.
Respecto al primer tipo de datos, resulta poco menos que imposible calcular los gastos
directos que supone el dolor crónico en nuestra sociedad. Como ejemplo de este tipo de gastos,
baste con señalar que la estimación que Castro (1990) realiza sobre la cantidad de envases de
analgésicos no narcóticos y antimigrañosos vendidos en España durante el año 1989 supera los
noventa millones de envases.
Otra importante fuente de gastos es el absentismo laboral que se produce a causa del
dolor. Según el Informe Nuprin (Taylor y Curran, 1985), a partir de los datos obtenidos en la
muestra estudiada, se estimaba que, en total, los estadounidenses habían perdido más de 4.000
millones de días de trabajo por culpa del dolor. Considerando únicamente la población de
trabajadores a tiempo total, se producían al año un total de 550 millones de jornadas completas
perdidas de trabajo por culpa del dolor, lo que representa aproximadamente 5 días por persona
y año (Keefe y Williams, 1989).
El dolor lumbar parece ser el problema de dolor crónico que más gastos genera en los
países desarrollados, debido principalmente a la gran incidencia de este tipo de dolor entre la
población trabajadora. Por ejemplo, Webster y Snook (1990) calcularon que en Estados Unidos
el coste total del dolor lumbar en 1986 ascendió a 11.000 millones de dólares (algo menos de un
1 billón y medio de pesetas al cambio actual del dólar). De este importe, los costes médicos
representan sólo una tercera parte, mientras que las indemnizaciones suponen las dos terceras
partes restantes del gasto.
También resultan impactantes los gastos provocados por el padecimiento de migraña en

-220-
ese país. Stang y Osterhaus (1993) informaron de un total de 74,2 millones de días por año en los
que se producía una restricción de actividad por culpa de la migraña. La falta de productividad
derivada de tal restricción ocasionaba unos gastos estimados en 1.400 millones de dólares por año
(más de 175.000 millones de pesetas).
Junto a los problemas económicos, mínimamente esbozados, que cualquier tipo de dolor
crónico genera, debe considerarse el impacto que su padecimiento tiene sobre la vida del sujeto.
Es evidente que el dolor resulta aversivo para la persona que lo sufre. En consecuencia, dicho
padecimiento, sobre todo cuando es continuo o repetitivo, condiciona muchas de las actividades
de la vida del paciente: sus relaciones laborales, familiares, sociales, el tiempo de ocio, etc. No
resulta pues extraño que, en las familias en las que algún miembro sufre dolor de forma crónica,
el resto de los integrantes acusen su influencia. En este sentido, Dura y Beck (1988) constataron
que, en las familias en las que la madre padecía dolor crónico, las propias pacientes, sus esposos
y sus hijos mostraban más elevados niveles de depresión que los de las familias que no tenían
problemas de dolor. Además, como señala Girolamo (1991) refiriéndose al caso de la lumbalgia
crónica, estos pacientes frecuentemente manifiestan problemas de ansiedad, depresión, abuso de
bebidas alcohólicas y tranquilizantes, junto a una mayor insatisfacción laboral, aunque, por otra
parte, no se conoce si estos problemas son causa o efecto del dolor.
En definitiva, el dolor crónico parece ser un problema relevante de estudio, tanto por el
número de personas a las que afecta, como por las tremendas consecuencias económicas (jornadas
perdidas de trabajo, dinero gastado en fármacos, pensiones de invalidez, etc.) y sociales que
genera.

1.3. Sintomatología y alteraciones en los trastornos de dolor crónico


El padecimiento del dolor crónico genera un gran número de cambios en el
comportamiento habitual del paciente, cambios que son tanto más importantes e incapacitantes
en función de la gravedad del problema. El grado de afectación es máximo cuando además está
relacionado con un proceso terminal, como es el caso del dolor neoplásico, o cuando impide
severamente la vida laboral de la persona. En otros tipos de dolor, como algunas cefaleas,
neuralgias, etc., las alteraciones, siendo importantes, pueden permitir al paciente el mantenimiento
de sus actividades cotidianas.
Como punto de partida, puede decirse que la percepción de incapacidad, malestar,
pesimismo, etc., en relación con la solución del problema, es el origen de la mayor parte de las
alteraciones, pudiendo ir, como se ha señalado más arriba, desde situaciones incapacitantes a
problemas como el insomnio, la falta de deseo sexual, etc., que hacen aún más penoso el
padecimiento del dolor. Desde la perspectiva más grave, puede considerarse la incapacidad, y el
malestar generado por ésta, como una de las principales consecuencias del dolor. Kerns (1996)
resalta la importancia de estos factores asociados al dolor, destacando la poca utilidad de centrarse
sólo en medidas del dolor, sin tener en cuenta los cambios que éste produce. Esto es
especialmente evidente cuando la incidencia y el coste de la incapacidad asociada al dolor son tan
elevados; cuando se ha demostrado una cierta independencia entre la percepción del dolor, la
incapacidad y el malestar (estrés, ansiedad) asociado a ésta; y, finalmente, cuando se demuestra
que los programas de tratamiento pueden reducir, no sólo el dolor, sino también dicha
incapacidad.
La disminución de la actividad física, social y laboral constituye una de las fuentes más
importantes que relacionan incapacidad y dolor. La asunción del rol de enfermo y la inmovilidad,
como forma de tratamiento y prevención del dolor, son asumidas, no sólo por el enfermo y su
familia, sino también por algunos médicos. Esto es especialmente grave en problemas como la

-221-
lumbalgia, que tiene una gran repercusión laboral. Debe resaltarse que es incorrecta la suposición
de que el aumento de actividad produzca un aumento del dolor. Diversos trabajos lo han puesto
de manifiesto (Linton, 1985; Estlander y cols., 1993), y no hacen sino evidenciar que se trata, no
de un hecho, sino de una expectativa errónea que genera en el paciente pasividad, disminución de
su percepción de autocontrol y autoeficacia, la asunción del rol de enfermo y la práctica
desaparición de la actividad en su repertorio habitual de comportamiento.
Estas expectativas sobre el efecto de la actividad física se suman a los cambios producidos
por la baja percepción de autoeficacia (French y cols., 1992), y al hecho de que el paciente centre
la atención de forma casi exclusiva sobre el dolor, lo que produce un mayor grado de
incapacitación y potencia los efectos de pasividad y bajo estado de ánimo. El papel de estos
cambios cognitivos es fundamental en la génesis de la depresión generada por el dolor (Estlander,
1996).
Finalmente, el dolor produce también cambios fisiológicos que pueden generar efectos
negativos sobre la actividad del paciente y sobre el mismo dolor. El aumento de la tensión
muscular esquelética, la vasoconstricción periférica, debida a los desajustes autonómicos ligados
a la percepción del dolor, son cambios que pueden perpetuar el dolor y también generar o
potenciar otros trastornos psicofisiológicos.

2. RELACIONES ENTRE EMOCIÓN Y DOLOR


Las relaciones entre dolor y estado emocional han sido objeto de numerosas
investigaciones, siendo comúnmente aceptada la existencia de una interacción entre ambos
fenómenos, es decir, que el estado emocional influye en la percepción de dolor y que, a su vez,
el dolor influye en el estado emocional consecuente.
La vinculación entre dolor y estados emocionales positivos, como optimismo, alegría o
humor, ha recibido poca atención. No obstante, algunos autores resaltan la beneficiosa influencia
de estas emociones en la modulación del dolor, y proponen su potenciación como estrategia de
tratamiento (Turk y cols., 1983; Philips, 1988 y Hanson y Gerber, 1990). Por el contrario,
numerosos trabajos se han ocupado de estudiar las relaciones entre dolor y emociones negativas,
especialmente ansiedad y depresión.
La distinción entre aspectos emocionales negativos y dolor no siempre está claramente
delimitada. Y es que el dolor constituye en sí mismo un estado emocional negativo, como lo
demuestra el hecho de que, al definir el dolor, el Comité de Taxonomía de la "International
Association for the Study of Pain" (IASP), lo describa como: "Una sensación y experiencia
emocional desagradable asociada con daño real o potencial, o descrita en términos de tal daño"
(IASP, 1979, pág. 250, negrillas añadidas).

2.1. Modelo explicativo


El dolor, la percepción de dolor, está íntimamente relacionada con cambios emocionales
negativos. El dolor es, simplificando, un suceso altamente aversivo, por lo que generará cambios
emocionales acordes con la naturaleza y valor del suceso. En general, como comentábamos, puede
decirse que la relación entre dolor y emoción es bidireccional, aunque es la experiencia de dolor
la que genera, en principio, los cambios emocionales y no a la inversa. Esto no quita, como se verá
más adelante, para que ciertas emociones, o estados emocionales, puedan incidir en el dolor, a
pesar de que, en principio, no estén originadas por el dolor.
Las relaciones dolor-emoción se ven afectadas, además, por la naturaleza del dolor. El
dolor agudo y el dolor crónico afectan de manera distinta a las emociones. Las características del
dolor agudo suponen una alta focalización de la atención sobre el dolor y un elevado componente

-222-
autonómico que apenas se traduce en un estado emocional definido. El aumento de la activación
autonómica y la ansiedad, junto a una duración limitada de la experiencia dolorosa y una
relativamente rápida reducción significativa del dolor, son las características esenciales en la
ocurrencia y curso terapéutico de esta modalidad de dolor. En cambio, el dolor crónico, debido
a su duración, estabilidad, y menor eficacia de la terapéutica dirigida a su control, sí genera unos
cambios emocionales persistentes.
En la Figura 14.1 se puede observar un modelo que representa las relaciones existentes
entre la emoción y el dolor, centrándose, como en la totalidad de este capítulo, preferentemente
en el dolor crónico. En primer lugar, cabe recordar y destacar que el dolor es una actividad
perceptiva. Como toda actividad perceptiva, depende del grado de atención prestada a las
características sensoriales de la estimulación, a la intensidad de ésta, a los factores asociados, etc.
Naturalmente, cuando una persona tiene un dolor, por ejemplo un dolor de cabeza, una neuralgia,
o un dolor producido por un tumor, las características del prpio dolor hacen que éste se
“imponga” atencionalmente sobre cualquier otra actividad o fuente de estimulación sensorial. Esta
saliencia o “imposición” es característica del dolor; sin embargo, el grado en que la atención se
centra en el dolor puede variar y verse afectado por los cambios emocionales relacionados con el

FIGURA 14.1
Modelo Emoción-Dolor

dolor.

En segundo lugar, el dolor como resultado de un conjunto de actividades biológicas y


fisiológicas tiene su propio sistema de autorregulación natural. Dicho sistema de modulación
nociceptiva, a cargo fundamentalmente de sustancias como los opiáceos endógenos, y
monoaminas como la serotonina, está a su vez en directa relación con el sustrato neuroquímico
de las emociones. Por tanto, las emociones pueden favorecer o dificultar el sistema natural de
regulación o modulación del dolor.
El dolor como desencadenante de cambios emocionales implica una evaluación o

-223-
valoración cognitiva de la propia percepción de dolor. Sólo cuando el dolor es valorado como
negativo o indeseable, y la intensidad de dicha valoración es alta, las emociones generadas son más
negativas. En general, parece obvio que el dolor siempre es valorado negativamente. Esto es
cierto; sin embargo, la intensidad de dicha valoración no es siempre la misma. Por ejemplo, las
creencias religiosas pueden hacer que el dolor pueda tener un sentido que reduzca la inicial y
lógica valoración negativa. Esta valoración también puede verse matizada por factores culturales
y personales, de modo que las experiencias negativas son consideradas con mayor naturalidad,
resignación y resistencia a la frustración.
El papel de la valoración es especialmente importante en la caracterización de los cambios
emocionales. El hecho de que el dolor persista por largos periodos de tiempo, resulte
incapacitante en diversos ámbitos de la vida del paciente, y tenga una respuesta pobre a los
tratamientos convencionales, hace que la valoración del dolor se torne más compleja, por la
pluralidad de factores implicados en él.
Las emociones más directamente relacionadas con el dolor, cuando éste es valorado
negativamente, son el miedo y la tristeza. Ambas emociones quedan justificadas en una visión
exclusivamente negativa del problema, y llevan a un conjunto de cambios fisiológicos, cognitivos
y conductuales que pueden caracterizarse clínicamente con los rótulos de ansiedad y depresión.
Como se comentará más extensamente en los siguientes apartados, tanto la ansiedad como la
depresión producen un agravamiento en el problema del dolor. Este agravamiento se ve
producido, principalmente, por la actitud pasiva, la reducción de la actividad general, la adopción
del rol de enfermo, de incapacitado, etc. Todos estos cambios afectan negativamente al paciente
en general, y también dificultan seriamente la solución del problema del dolor.
Otra emoción que suele estar asociada a la valoración cognitiva del dolor, y a la que se le
ha prestado menor atención, es la ira. Algunos autores (Berkowitz, 1990) consideran que la
respuesta natural al dolor, incluso sin mediación cognitiva, es la ira. La respuesta inmediata ante
un suceso injusto (el dolor) y que afecta a la propia dignidad de la persona en su mayor intimidad
sería, por tanto, la ira. Esta respuesta automática, sin intervención cognitiva, provocaría un estado
difuso y flotante de ira, que daría lugar a cambios de estado de ánimo, que tienen una consistencia
mayor que los que están asociados a cambios emocionales ante episodios concretos (Izard, 1991).
La ira se va a expresar mediante rasgos o factores de predisposición como la hostilidad, o más
comportamentalmente mediante la agresión. También, desde un punto de vista clínico, como es
conocido, la ira puede ir dirigida hacia el propio paciente, hacia los demás, o, como punto
intermedio entre ambas, manifestar la agresividad pasiva. Esta agresividad, como señalan
Fernández y Turk (1995), supone una comunicación a los demás de la ira en términos encubiertos,
no cooperativos, a diferencia de la expresión manifiesta de la ira.
En principio, como se ha señalado, la ira sería la forma natural de reaccionar del paciente
de dolor crónico. Sin embargo, la aceptación de esta emoción, y consiguientemente su expresión,
es más problemática que otras emociones. En efecto, parece socialmente más aceptado el
reconocimineto y expresión de una emoción como el miedo o la tristeza que la ira, principalmente
por motivos de deseabilidad social. En consecuencia, muchos pacientes rechazan o niegan la
existencia de dicha emoción (Corbishley y cols., 1990), y en consecuencia de su expresión. Esto
ha sido constatado en distintos pacientes de dolor en los que se ha observado cómo la ira, además
de factor emocional característico, es negada por ellos (Tschannen y cols., 1992), y cómo esto no
ocurre en los sujetos normales, quienes no niegan sus sentimientos de ira o agresión (Franz y cols.,
1986).
Siendo la ira la respuesta emocional que caracteriza al paciente de dolor crónico, en la
mayoría de los casos la ira sería negada por el paciente y expresada de forma indirecta a través de

-224-
la propia expresión del dolor, con lo que el cuadro clínico se muestra más confuso y abigarrado.
Como se observa en la Figura 14.1, la inhibición de la expresión de la ira podría, a su vez, a través
del miedo y la tristeza, producir un nivel de ansiedad, y especialmente de depresión, característico
de los pacientes de dolor crónico. Además, la represión de la ira afecta negativamente al buen
funcionamiento del sistema inmunológico, y reduce la eficacia del sistema de modulación
nociceptiva, facilitando por tanto la depresión y el dolor (Beutler y cols., 1986).
Cuando la ira se expresa, además del fuerte rechazo social que ocasiona, produce un
sinnúmero de problemas. Algunos autores (Leiker y Hailey, 1988) se refieren a la hostilidad
cínica para describir una forma de comportamiento de los pacientes de dolor crónico que
mantienen una actitud de desconfianza y resentimiento que dificulta, si no impide, la relación
terapéutica.
La alternativa más adecuada es la regulación de la ira. Esto es, buscar una expresión
adecuada y positiva de ésta. Se trata de abordar la situación negativa y desagradable de padecer
un dolor crónico como un medio para aprender y ser capaz de resolverlo eficazmente, sin reprimir
las emociones. Naturalmente, no es una tarea fácil, pero un enfoque del problema en esta línea
sería de gran ayuda terapéutica. El uso del humor, como actitud y como estrategia de
afrontamiento, puede ser útil. Así, podría expresarse la ira y la hostilidad de un modo socialmente
tolerable y constructivo, facilitando, al mismo tiempo, estrategias de afrontamiento. Weisenberg
y cols. (1995) han constatado la utilidad del humor como medio de aumentar la tolerancia al dolor
en una tarea de dolor inducido experimentalmente. Posiblemente, éste sea un camino a explorar,
aunque, como estos autores señalan, el efecto del uso del humor parece ser más de naturaleza
distractiva que cognitiva.
El factor atencional resulta ser central en la modulación del dolor. Como se comentó más
arriba, el hecho de que la percepción de dolor requiera un determinado nivel de atención, hace que
la reducción de éste, mediante emociones, pensamientos, actividades, etc., redunde en un beneficio
inmediato en la intensidad del dolor percibido. Es por esta vía por la que distintas emociones y
actividades no relacionadas con el dolor parecen ejercer un efecto positivo, produciendo una
reducción del dolor (ver Figura 14.1). En este sentido, cabe destacar que tradicionalmente se ha
considerado que el miedo y la ansiedad producían una disminución del dolor. La propuesta de
Bolles y Fanselow (1980) fue muy sugerente, puesto que, con argumentos biológicos y de
comportamiento adaptativo, defendía una inducción de la modulación del dolor mediante la
generación de miedo y ansiedad. Esto planteaba la paradoja de que el dolor podría ser reducido
por la ansiedad y el miedo que producía el mismo dolor.
Los conocimientos actuales apoyan en parte la posición de Bolles y Fanselow (1980): el
miedo y la ansiedad pueden reducir el dolor, pero sólo cuando dicho miedo y/o ansiedad está/n
producido/s por una situación que no tiene que ver con el dolor. Por contra, la ansiedad derivada
del dolor produce un aumento en la percepción de éste. Recientemente (Janssen y Arntz, 1996),
se ha desentrañado en parte el medio por el que esas situaciones ajenas al dolor que provocan
miedo o ansiedad reducen el dolor. Ejercen su efecto positivo porque disminuyen el foco de
atención sobre el dolor; así, el hecho de atender de forma intensa (hasta el extremo de provocar
ansiedad) a una situación ajena al dolor, produce la reducción de éste. Por otro lado, también
resulta posible que el aumento en la liberación de opiáceos endógenos ligados a la exposición a
la situación ansiógena facilite el sistema de modulación antinociceptivo (Arnsten y cols., 1983 y
Chapman y Turner, 1988). Por tanto, siempre que no estén relacionadas con el dolor, las
emociones pueden ejercer un efecto positivo, desde el punto de vista atencional y de modulación
nociceptiva.
La actividad general no relacionada con el dolor ejerce también ese efecto modulador a

-225-
través de las vías antes señaladas. Como ejemplo, baste recordar la llamada “cefalea de fin de
semana”, que ocurre cuando el nivel de actividad se reduce drásticamente. En estas condiciones,
el nivel de estimulación y de respuesta emocional se ven reducidos hasta el punto de bajar los
niveles de aquellas sustancias implicadas en la modulación del dolor, como la serotonina y los
opiáceos endógenos, con lo que los episodios de dolor pueden desencadenarse y mantenerse más
fácilmente. Esta relación entre los cambios emocionales y las crisis de cefalea, especialmente de
cefaleas vasculares, ha sido constatada desde diversas perspectivas (Harrigan y cols., 1984).

2.2. Efectos de la emoción sobre el dolor


Los cambios emocionales ligados a la percepción de dolor, así como el efecto positivo que
la vivencia de ciertas emociones tiene sobre el dolor, ejercen su influencia a través de dos cuadros
de conocida importancia clínica: la ansiedad y la depresión. Tal y como quedó señalado en la
Figura 14.1, cuando no hay un adecuado manejo de los cambios emocionales producidos por el
dolor, la concurrencia de la ansiedad y la depresión afecta de un modo determinante a la
percepción del dolor. Por contra, un control y expresión adecuados de los aspectos emocionales
ligados al dolor va a hacer que ni la ansiedad ni la depresión acontezcan, como problema clínico,
lo que permite un mejor enfoque terapéutico del dolor crónico.

2.2.1. La emoción como factor de riesgo para padecer dolor

2.2.1.1. La ansiedad como factor de riesgo


La influencia de la ansiedad en la percepción de dolor ha sido poco estudiada con sujetos
clínicos. Algunos de los trabajos que investigan estas relaciones han sido estudios correlacionales
realizados mediante cuestionarios en amplias muestras de población. Un ejemplo de este tipo de
trabajos es el que llevaron a cabo Jones y Page (1986), poniendo de relieve la existencia de
correlaciones positivas de pequeña magnitud, aunque estadísticamente significativas, entre
ansiedad rasgo y frecuencia y severidad de la cefalea.
La mayoría de los trabajos que estudian el papel de la ansiedad como factor de riesgo de
padecer dolor han sido investigaciones de laboratorio. Un amplio grupo de estos trabajos se ha
centrado en el estudio del efecto que tiene la inducción de ansiedad sobre el dolor percibido. Por
ejemplo, Malow (1981) señalaba que el nivel de dolor informado por los sujetos estaba
relacionado con el nivel de ansiedad inducida. En algunos trabajos (Weisenberg y cols., 1984;
Dougher y cols., 1987), se observa que solamente se produce el incremento en la percepción de
dolor cuando la inducción de ansiedad está relacionada con el dolor. Cornwall y Donderi (1988)
contrastaron los niveles de tolerancia al dolor, umbral de dolor y dolor informado en tres
condiciones: ansiedad relacionada con el dolor, ansiedad no relacionada con el dolor e
instrucciones. Los autores informan de un mayor nivel de dolor en las dos condiciones de ansiedad
que en la de instrucciones. Sin embargo, en contra de los estudios anteriores, no se encontraron
diferencias significativas en función de la relevancia de la ansiedad.
Siguiendo esta línea de trabajo, algunos autores (Al Absi y Rokke, 1991; Arntz y cols.,
1991) investigan la influencia del foco atencional y el tipo de estímulo ansiógeno sobre la
percepción de dolor. Estos autores señalan que, cuando la atención de los sujetos se focaliza hacia
un estímulo ansiógeno relacionado con el dolor, se incrementa la percepción de dolor, mientras
que, cuando la atención se focaliza hacia alguna tarea no relevante para el dolor, se reduce la
respuesta de dolor. En esta misma línea de trabajo, Arntz y Jong (1993) observaron recientemente
que el nivel de dolor informado por los sujetos estaba más relacionado con la situación de atención
o distracción hacia el dolor que con el nivel de ansiedad inducida. Finalmente, estos autores

-226-
apuntan que es el foco atencional, y no el nivel de ansiedad del sujeto, el que influye sobre su
percepción de dolor. Pese a la lógica precaución al generalizar estos datos no procedentes de
pacientes de dolor crónico, las ideas aportadas en estos trabajos apoyarían la conveniencia de
utilizar estrategias cognitivas de focalización de atención en el tratamiento del dolor.
Dada la relación entre ansiedad y dolor, relación evidente en la mayor parte de los trabajos
revisados, parece coherente la utilización de técnicas de reducción de ansiedad en el tratamiento
de los problemas de dolor. De hecho, como ya se ha indicado, este tipo de técnicas son las
estrategias psicológicas de tratamiento del dolor más frecuentemente utilizadas en la clínica,
formando parte también de la mayoría de los paquetes de tratamiento que se aplican de forma
estándar (Blanchard y Andrasik, 1985; Philips, 1988).
Lo paradójico del caso es que, a pesar de la probada eficacia de las técnicas de reducción
de ansiedad para aliviar los problemas de dolor, los mecanismos de dicha eficacia permanecen
poco claros. Una explicación clásica (Chapman y Turner, 1986) consiste en suponer que la
ansiedad produce un incremento en la actividad simpática, lo cual tiene como consecuencia la
liberación de epinefrina en los terminales sinápticos, y la sensibilización o activación de los
nociceptores, junto a un incremento en la tensión muscular de la zona dañada. Por este motivo,
se supone que la mejoría observada en los pacientes de dolor que practican técnicas de reducción
de ansiedad está mediada por una disminución en la activación simpática. Sin embargo, muchos
trabajos demuestran que los efectos que la relajación y el biofeedback tienen sobre la reducción
del dolor no parecen estar mediados exclusivamente por una disminución de la activación
simpática, sino que es evidente la importante mediación de variables cognitivas, como la
focalización de la atención anteriormente citada.
Otros autores, por el contrario, proponen que la activación autonómica característica de
la ansiedad y el miedo, la respuesta de huida o lucha, inhibe la respuesta de dolor (Wall, 1979;
Bolles y Fanselow, 1980). Es decir, la respuesta de miedo aparece en el momento de producirse
el daño, posibilitando que el sujeto ponga en funcionamiento las estrategias adecuadas para
solucionar el problema. El dolor aparece posteriormente, cuando el problema está solucionado,
y la ansiedad y activación asociadas disminuyen. Esta inhibición del dolor en presencia de la
ansiedad explicaría la información de ausencia de percepción de dolor por parte de los soldados
heridos en el campo de batalla, así como la aparición del dolor cuando, una vez a salvo,
desaparece el miedo.

2.2.1.2. La depresión como factor de riesgo


A diferencia de lo que sucedía con la ansiedad, en el estudio de la depresión como factor
de riesgo de padecer dolor se han realizado muy pocos experimentos de inducción de depresión
en laboratorio con sujetos análogos, posiblemente por las dificultades que entraña la inducción del
estado de ánimo depresivo. A este respecto, Zelman y cols. (1991), utilizando el método de
inducción de humor de Velten (1968), encontraron que el humor de estado de ánimo depresivo
afectó a la disminución en el tiempo de tolerancia al dolor que mostraban los sujetos, pero no al
nivel de dolor informado.
En el grupo de trabajos que estudian la prevalencia de dolor crónico en pacientes de
depresión, se comprueba que, en general, el dolor es una de las quejas más frecuentes en los
pacientes deprimidos. No obstante, el nivel de dolor informado por los pacientes de depresión
varía ampliamente de unos estudios a otros. Por ejemplo, Ward y cols. (1979) informan que el
100% de un grupo de 16 pacientes moderadamente deprimidos padecieron dolor persistente
durante más de seis meses. Porcentajes inferiores encuentran otros autores, como Lindsay y
Wyckoff (1981), quienes, en un grupo de 196 pacientes deprimidos, encontraron que el 59%

-227-
padecía dolor durante más de tres meses. Un porcentaje similar ha sido localizado por Von
Knorring y cols. (1983) en una muestra de 161 pacientes con trastornos depresivos, de los que
el 21% padecían dolor severo y el 36% dolor ocasional.
En un estudio que comparaba el dolor informado por pacientes de depresión y por sujetos
sanos utilizados como control (Mathew y cols., 1981), se encontraron problemas de cefalea en
el 76,5% de los pacientes de depresión comparado con el 39,2% de los controles, y dolor de
pecho en el 37,3% de los pacientes depresivos comparado con sólo un 5,9% en los sujetos sanos.
A pesar de la disparidad de datos, resulta evidente, por tanto, que los pacientes de depresión
muestran una gran prevalencia de problemas de dolor crónico, y que ésta resulta ser superior a
la mostrada por la población general.
En otro grupo de trabajos se establecen comparaciones entre pacientes de dolor crónico
deprimidos y no deprimidos en variables relacionadas con la experiencia de dolor, tales como la
intensidad, el nivel de actividad, las conductas de dolor o el grado de interferencia que supone el
dolor en su vida. En algunos de estos trabajos la relación entre depresión e intensidad de dolor no
resultó significativa (Marbach y cols., 1983; Parker y cols., 1983; Kerns y Haythornthwaite,
1988). Por el contrario, en otros estudios se ha encontrado que, comparados con los sujetos
control, los pacientes de dolor crónico mostraban una relación positiva entre depresión e
intensidad del dolor percibido, junto a menores niveles de actividad (Keefe y cols., 1986; Brown
y cols., 1989; Doan y Wadden, 1989). También Haythornthwaite y cols. (1991) encontraron que
los pacientes de dolor crónico deprimidos informan de mayores niveles de intensidad de dolor,
más interferencia debida al dolor y mayor cantidad de conductas de dolor que los pacientes no
deprimidos.
A pesar de las discrepancias encontradas entre estudios, posiblemente debidas a las
diferencias en las muestras de pacientes estudiados y a la variedad de instrumentos de diagnóstico
utilizados, la prevalencia media de dolor crónico en pacientes de depresión podría cifrarse en torno
a un 60%. Esta cifra, además de confirmar la relación entre dolor crónico y depresión, sería
indicativa del elevado riesgo de padecer problemas de dolor crónico que muestran los sujetos
depresivos.

2.2.2. La emoción como factor de mantenimiento del dolor

2.2.2.1. La ansiedad y el miedo como factores de mantenimiento del dolor


Una de las más frecuentes manifestaciones de ansiedad en los pacientes de dolor es el
miedo a que cualquier actividad o movimiento incremente el dolor. Según Lethem y cols. (1983),
este miedo al dolor llevaría a la evitación de todas las actividades potencialmente productoras de
dolor, situación que, con el paso del tiempo y en virtud de mecanismos operantes, conduciría a
la característica limitación de actividad observada en los pacientes de dolor crónico. Esta relación
entre miedo al dolor y conductas de evitación, así como la consecuente equivalencia funcional de
ansiedad y dolor, ha sido defendida por algunos autores (Philips y Jahanshahi, 1985; Philips,
1987).
Por último, Waddell y cols. (1993) proponen que son las creencias de miedo-evitación,
relacionadas específicamente con la actividad física y el trabajo, las que influyen en la limitación
de actividad observada en los pacientes de dolor crónico de espalda. Estos autores encontraron
que las creencias de miedo-evitación respecto al trabajo daban cuenta del 23% de la varianza de
la incapacidad observada en tareas cotidianas, y del 26% de la varianza de la pérdida de trabajo.

2.2.2.2. La depresión como factor de mantenimiento del dolor

-228-
El hecho de que muchos de los síntomas y conductas habituales en los pacientes de dolor
crónico sean, a su vez, característicos del estado de ánimo depresivo, puede plantearnos la duda
de si ambos problemas están interrelacionados causalmente, o si la presencia de la alteración
emocional estaría funcionando como un factor de mantenimiento del problema de dolor.
En efecto, las influencias entre dolor y depresión, una vez el problema del dolor se ha
cronificado, parecen responder mejor a la forma de relación circular, responsable del
mantenimiento de ambos problemas, que a la forma de relación lineal. Por ejemplo, las conductas
iniciales de búsqueda de soluciones para el problema del dolor, al no producir las soluciones
esperadas, irán desapareciendo y siendo sustituidas por actitudes pasivas y sentimientos de
incontrolabilidad e indefensión, propios de los trastornos depresivos (Abramson y cols., 1978).
A su vez, el estado de ánimo depresivo subsecuente potenciará el mantenimiento del dolor
mediante la interacción entre el propio dolor, las limitaciones conductuales características de los
pacientes depresivos y las cogniciones negativas auto-referidas, tan frecuentes en este estado de
ánimo (Hanson y Gerber, 1990).
Un punto de vista alternativo en la relación dolor-depresión, que podría considerarse como
complementario de la perspectiva cognitivo-conductual referida, sería el aportado por la biología.
Desde esta perspectiva, se sostiene que ambos síndromes son interdependientes, debido a la
semejanza en los procesos biológicos que en ellos se producen (alteraciones en la liberación y
modo de acción de ciertas aminas biogénicas, como serotonina y norepinefrina, disminución de
endorfinas, incremento de cortisol, etc.). Este modelo biológico se ha visto apoyado por la
evidencia de que los antidepresivos tricíclicos son también eficaces en el alivio de muchos de los
problemas de dolor crónico (Butler, 1984; Feinmann, 1985). En definitiva, parece que ambos
trastornos, depresión y dolor crónico, están tan ampliamente relacionados, tanto desde el punto
de vista psicológico como biológico, que una vez instaurados resulta muy difícil desvincular la
influencia del uno en el padecimiento del otro.

2.2.3. La emoción como consecuencia del dolor

2.2.3.1. La ansiedad como consecuencia del dolor


De los dos estados emocionales negativos más estudiados como consecuencia del dolor,
la ansiedad ha sido tradicionalmente asociada con las crisis de dolor agudo, mientras que la
depresión ha recibido mayor atención como una consecuencia del dolor crónico.
Es frecuente encontrar que los pacientes que sufren algún trastorno que produce dolor
agudo manifiesten signos de ansiedad. En realidad, la ansiedad y el miedo asociados al dolor son,
en algunos casos, positivos para el sujeto, ya que le motivan para buscar ayuda médica. Sin
embargo, en otros casos pueden producir el efecto contrario: el sujeto evita acudir a consulta por
miedo a que descubran que el dolor es síntoma de algún grave trastorno (Hanson y Gerber, 1990).
La ansiedad se considera una consecuencia tan común en los procesos que cursan con
dolor agudo (como post-operatorios, partos, etc.), que en muchos casos se previenen los efectos
negativos de su aparición mediante el entrenamiento en técnicas de reducción de ansiedad, como
la relajación (Lamaze, 1970).
Aunque con menos frecuencia, ansiedad y miedo aparecen también en algunas ocasiones
como consecuencia de los procesos de dolor crónico. No resulta extraño encontrar que el paciente
de dolor crónico, aunque ya no se alarme por la sensación de dolor, se muestre temeroso ante la
imposibilidad de encontrar soluciones a su problema, la dificultad para manejar el dolor, o las
consecuencias que a largo plazo se derivarán de su incapacidad.
En un amplio grupo de trabajos se han estudiado las relaciones entre ansiedad y dolor en

-229-
experimentos de laboratorio con sujetos análogos, induciendo primero dolor y midiendo a
continuación los cambios en el estado de ansiedad. En general, en estos trabajos se comprueba la
existencia de una relación positiva entre dolor percibido y nivel de ansiedad informada (Dougher,
1979; Weisenberg y cols., 1985; Ahles y cols., 1987; Malow y cols., 1987).

2.2.3.1. La depresión como consecuencia del dolor


El estado emocional que más frecuentemente aparece como consecuencia de los problemas
de dolor crónico es la depresión. Aunque algunos autores hipotetizan que el dolor de etiología
desconocida es siempre consecuencia de una depresión enmascarada (Blumer y Heilbronn, 1982),
la hipótesis más ampliamente aceptada en este ámbito es que la depresión es una consecuencia del
dolor crónico y las limitaciones que supone su padecimiento (Hendler, 1984). Según esta
perspectiva conductual, la depresión sería una consecuencia lógica del estilo de vida característico
de los pacientes de dolor crónico: evitación de las actividades que podrían incrementar el dolor
(laborales, sociales, de ocio, etc.) y pérdida de los reforzadores que con ellas obtendrían. Además,
las conductas de evitación de los pacientes de dolor crónico, lejos de parecerse a la evitación
activa de los pacientes fóbicos, acaban asemejándose a la evitación pasiva de los depresivos (Arntz
y Schmidt, 1989).
Una forma de averiguar la medida en que la depresión es una consecuencia del problema
de dolor es mediante el estudio de la prevalencia de problemas depresivos en los pacientes de
dolor crónico. En este tipo de trabajos existen grandes diferencias entre estudios, encontrando
porcentajes que oscilan entre el 10% informado por Pilowsky y cols. (1977), y el 100% referido
por Turkington (1980). Según Romano y Turner (1985), estas diferencias podrían deberse a la
disparidad de criterios utilizados en el diagnóstico de la depresión, siendo escasos los estudios en
los que se utilizan sistemas diagnósticos estandarizados, como el Research Diagnostic Criteria
(RDC; Spitzer y cols., 1978) o el Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders, tercera
edición (DSM-III; American Psychiatric Association, 1980). Sin embargo, aun en los casos en los
que se utilizan estos criterios, la prevalencia informada también difiere ampliamente, fluctuando
entre el 87% (Lindsay y Wyckoff, 1981) y el 25% (Kramlinger y cols., 1983).
Sullivan y cols. (1992) proponen que la falta de consistencia en este tipo de estudios
podría deberse a la combinación de diferentes síndromes bajo el título común de pacientes de
dolor crónico. Para maximizar la homogeneidad de las muestras de estudio, revisan los trabajos
que informan sobre la prevalencia de depresión exclusivamente en pacientes de lumbalgia. Según
los criterios del DSM-III, la prevalencia de depresión mayor en pacientes de lumbalgia crónica
oscila entre el 32% encontrado por Katon y cols. (1985) y el 5% informado por Fishbain y cols.
(1986). Además, en este último estudio existe un 51% de la muestra que presenta algún síntoma
depresivo (un 23% trastorno distímico y un 28% trastorno de ajuste), con lo que el porcentaje
total de pacientes con alguna sintomatología depresiva asciende al 56%.
Utilizando el RDC, la prevalencia del trastorno depresivo mayor en pacientes de lumbalgia
crónica es considerablemente más elevada: entre el 21% informado por France y cols. (1986) y
el 45% encontrado por Krishnan y cols. (1985). Si se consideran conjuntamente los restantes tipos
de trastornos depresivos diagnosticados según el RDC, la prevalencia total asciende hasta el 82%
en los dos trabajos citados. Otros estudios que utilizan también este sistema diagnóstico muestran
una prevalencia total de trastornos depresivos en pacientes de lumbalgia crónica en torno al 63%
(Atkinson y cols., 1986; Kramlinger y cols., 1983).
En los trabajos que utilizan el Inventario de Depresión de Beck (BDI; Beck y cols., 1961)
para estimar la prevalencia de depresión en pacientes de lumbalgia crónica, también se encuentra
una amplia disparidad de resultados en el porcentaje de pacientes que muestran depresión ligera:

-230-
26% en el estudio de Love (1987), 44% en el de Atkinson y cols. (1988) y 78% en el de Sullivan
y D'Eon (1990).
En la mayor parte de los estudios citados, los pacientes proceden del ámbito clínico,
estando algunos incluso internados en clínicas de tratamiento de dolor. Con el fin de maximizar
la representatividad de los datos aportados en cuanto a la prevalencia en la población general,
Magni y cols. (1990) presentan datos extraídos de una encuesta llevada a cabo en una amplia
muestra de población. El 23,6% de los pacientes que informaron padecer dolor crónico
musculoesqueletal fueron identificados como deprimidos. Magni y cols. (1992) realizaron nuevos
análisis con parte de los datos de la citada encuesta, encontrando que, en los pacientes hispanos
de la muestra, el dolor abdominal estaba asociado con síntomas depresivos y depresión clínica.
En un trabajo recientemente publicado (Magni y cols., 1993), estos autores analizan los datos del
seguimiento, realizado con un intervalo de 8 años. Un 32,5% de los sujetos que informaban
padecer dolor en la primera encuesta se mostraban libres de él en el seguimiento. Por el contrario,
el 59% de los sujetos que informaban padecer dolor en el seguimiento no lo tenían inicialmente.
Respecto a la prevalencia del dolor en el seguimiento, el 16,4% de los sujetos con dolor crónico
padecían también depresión, comparados con el 5,7% de los sujetos sin dolor crónico.
En varios de los trabajos que establecen comparaciones entre pacientes de dolor y sujetos
sanos, se ha encontrado un mayor nivel de depresión en pacientes de cefalea que en sujetos sin
dolor (Crisp y cols., 1977; Ziegler y cols., 1978; Andrasik y cols., 1982). En otro estudio
(Marbach y Lund, 1981), no se encontraron diferencias significativas en las puntuaciones de
depresión entre pacientes de dolor facial y sujetos control sin dolor.
En definitiva, a través de este conjunto de estudios se podría confirmar la existencia de
relación entre dolor crónico y depresión. Por una parte, la prevalencia media de depresión en
pacientes de dolor crónico se aproxima al 50%. Por otra parte, esta media coincide con los datos
observados por Magni (1987), quien también descubre que en la mayoría de los trabajos esta
prevalencia oscilaba, por término medio, entre el 30% y el 60%.
Finalmente, queremos destacar que, tal como señalan Keefe y cols. (1992), uno de los
mayores problemas en la investigación de las relaciones dolor-depresión tiene que ver con el hecho
de que en gran parte de los trabajos se utilizan diseños correlacionales, que sirven para
documentar el grado de conexión encontrada entre ambos síndromes, pero no la dirección causal
de tal relación.
Sólo algunos trabajos presentan diseños innovadores, con análisis estadísticos destinados
a aportar nuevos datos acerca de las relaciones causales entre ambos trastornos. En este sentido,
Brown (1990), usando un diseño prospectivo y análisis estructural, estudió las relaciones
temporales entre dolor y depresión durante un período de tres años y medio a intervalos de seis
meses. Este autor encuentra que, durante el último año del estudio, los resultados muestran
claramente un modelo causal, en el que el dolor predice el estado de ánimo depresivo. Por otra
parte, Rudy y cols. (1988), utilizando el análisis de sendas (path analysis), encontraron que no
existe un camino directo entre dolor y depresión, ya que variables como la interferencia en la vida
del paciente y el auto-control estarían mediando entre ambos trastornos. Utilizando también
análisis de sendas, Smith y cols. (1988) encontraron que, en pacientes artríticos, algunas
distorsiones cognitivas mediaban entre la severidad del trastorno de dolor y la depresión.
Los resultados de los trabajos que estudian la relación causal entre dolor y depresión,
aunque limitados por su exiguo número, apoyan los postulados del modelo cognitivo-conductual
respecto a que la depresión es una consecuencia del dolor crónico, mediada por variables
cognitivas y conductuales.

-231-
3. EVALUACIÓN Y TRATAMIENTO DE LOS ASPECTOS EMOCIONALES
IMPLICADOS EN LOS PROBLEMAS DE DOLOR CRÓNICO
Como se ha señalado en los apartados precedentes, la influencia de la emoción sobre el
dolor, principalmente a través de la concurrencia de la ansiedad y la depresión, tiene claros efectos
sobre el riesgo a padecer el dolor, su mantenimiento, y la facilidad para verse influido por la propia
experiencia de dolor.
Es preciso reiterar que, si bien el dolor se ve afectado por la ansiedad, la depresión y otros
cuadros clínicos relacionados con las emociones, mantienen una clara independencia. Es posible
evaluar y tratar la ansiedad o la depresión en un problema de dolor crónico sin que ello lleve a la
eliminación del dolor. En otras ocasiones, el dolor puede verse reducido y no hacerlo la ansiedad
y la depresión, por estar mantenida/s ésta/s por factores escasamente relacionados con el dolor.
No obstante, este último supuesto es menos frecuente, ya que en la mayoría de las ocasiones los
cambios emocionales están originados por la experiencia de dolor.
Este intento por delimitar, evaluar y tratar las vías de relación entre los aspectos
emocionales, el dolor y los cambios comportamentales ha dado lugar a múltiples investigaciones.
En general, tal como se ha comentado más arriba, se puede señalar que mantienen una cierta
independencia. De Gagné y cols. (1995) realizaron un análisis factorial confirmatorio utilizando
tres cuestionarios frecuentemente aplicados a la evaluación del dolor crónico: el cuestionario de
dolor de McGill (Melzack, 1975), el cuestionario multidimensional de West Haven-Yale (Kerns
y cols., 1985) y el inventario de depresión de Beck3 (Beck y cols., 1988). Estos autores ponen de
relieve que se pueden agrupar en cuatro factores diferenciados y que abordan las siguientes áreas:
estrés emocional, apoyo social, dolor percibido y capacidad funcional.
La diferenciación entre los distintos factores pone de manifiesto que se da una coexistencia
entre los aspectos emocionales y el dolor, lo que recalca la necesidad de un abordaje
multidimensional y, a menudo, diferencial del problema del dolor.

3.1. Evaluación de los aspectos emocionales


La ansiedad, la depresión y la ira son los aspectos emocionales más frecuentemente
evaluados. Para la evaluación de la ansiedad se ha utilizado preferentemente el STAI-R, y para
la depresión el inventario de Beck.
La evaluación de la ira ha sido menos frecuente, posiblemente por conducir en algunos
casos a la ansiedad o a la depresión. Se ha utilizado el Perfil de Estados Emocionales (McNair y
cols., 1971), que facilita una puntuación sobre ira-hostilidad; el Inventario de Expresión de la Ira-
Estado (Spielberger, 1988), así como la Escala de Expresión de la Ira: escala AX (Spielberger y
cols., 1985). En menor medida, también se han utilizado cuestionarios más generales, como el
MMPI, o el SCL-90.

3.2. Tratamiento de los aspectos emocionales


Los cambios emocionales originados por la experiencia de dolor se abordan facilitando
estrategias de afrontamiento del problema, iniciadas con una información adecuada a la capacidad
de comprensión del paciente sobre las características e importancia del problema.
El entrenamiento en inoculación de estrés para el control del dolor (Turk y cols., 1983)
es una muestra del modo de abordar este problema: a) facilitar información sobre las

3
Una versión española de este cuestionario puede consultarse en el texto: Comeche, M.I., Díaz, M.I. y
Vallejo, M.A. (1995) Cuestionarios, inventarios y escalas. Ansiedad, depresión y habilidades sociales.
Madrid: Fundación Universidad Empresa.

-232-
características del dolor, con el fin de eliminar ideas irracionales y reducir el miedo; b) señalar
cómo la valoración cognitiva, las expectativas, etc., tienen una influencia emocional inmediata,
posibilitando la aparición de cambios emocionales negativos (estrés, ansiedad, incapacidad de
control, depresión, etc.); y c) posibilitando finalmente estrategias para afrontar estos cambios,
tanto desde un punto de vista cognitivo-evaluativo, como atencional, fisiológico y
comportamental.
Este esquema es igualmente válido para la expresión de otras emociones como la ira. Su
detección, aceptación y expresión de modo regulado constituyen la principal indicación
terapéutica.
Finalmente, queremos reseñar la importancia de potenciar emociones positivas y su
expresión, en tanto que pueden ejercer un papel beneficioso, no sólo sobre las emociones
generadas por el dolor, sino sobre el dolor mismo. El aumento de actividades, la exposición a
ambientes estimularmente ricos, el afrontamiento de distintos problemas con eficacia, etc.,
contribuyen a incrementar la percepción de control sobre situaciones problemáticas, y a conseguir
una mejor optimización de los sistemas fisiológicos implicados en la modulación del dolor: el
sistema de analgesia opiácea, así como distintos elementos en íntima relación con el sistema
inmunológico, o con el sistema general de regulación fisiológico-emocional.

-233-
CAPÍTULO 15
RESPUESTAS EMOCIONALES,
ENFERMEDAD CRÓNICA Y FAMILIA
F. Javier Pérez Pareja

1. INTRODUCCIÓN
A principios de siglo, la mayoría de las enfermedades graves eran de naturaleza
infectocontagiosa. La duración de las mismas era relativamente corta, es decir, en cuestión de
semanas las personas sanaban o morían.
Sin embargo, gracias al avance de las técnicas y conocimientos biomédicos, en estos años
hemos podido conocer mejor los mecanismos de la enfermedad infectocontagiosa, de manera que,
al menos en los países occidentales, ésta ha llegado a controlarse y a dejar de ser un problema de
salud pública. Igualmente, dichos avances nos han permitido combatir enfermedades y dolencias
de todo tipo, prolongando las expectativas de vida de la población general y las esperanzas de
supervivencia de la población enferma en particular.
Todo ello ha dado lugar al incremento en el decurso temporal de los trastornos de salud,
y por ello, actualmente, la mayoría de las enfermedades son de naturaleza crónica. Es decir,
enfermedades que se desarrollan, persisten o recurren durante un prolongado periodo de tiempo.
Es evidente que la enfermedad, o los trastornos crónicos, vienen definidos por su larga
duración. Sin embargo, esta dimensión no basta para caracterizarlos.
En sentido estricto, la miopía, como trastorno, una vez diagnosticada acompaña al miope,
en la mayoría de los casos, durante toda su vida. Ahora bien, lo que diferencia a la miopía de un
trastorno como el asma, es su carácter incapacitante. Es decir, si bien la dimensión temporal nos
permite catalogar como crónicos un amplio abanico de trastornos, va a ser el grado de
incapacitación la dimensión que determine la aparición de problemas comportamentales,
fundamentalmente emocionales, y por tanto, la oportunidad de la intervención psicológica. Tal
como señalan Kelly y Field (1996), la estrecha conexión entre los aspectos biológicos y sociales
y psicológicos, determinan el concepto del “yo” (self) y de la propia identidad. Por ello, en los
casos de enfermedad crónica estos aspectos pueden ser profundamente alterados.
Igualmente, las enfermedades crónicas aparecen, se mantienen o se agravan en función de
las conductas individuales, así como de los estilos de vida de quienes las padecen. Sin embargo,
pese a que los hábitos de vida son comportamientos voluntarios y que dichos hábitos constituyen
el factor de mayor peso en la salud / enfermedad, la mayoría de las personas siguen percibiendo
la salud y la enfermedad como aspectos de su vida sobre los cuales no tienen ningún control.
Pelechano, Sosa y Capafóns (1991) señalan que no existen diferencias significativas en el “locus
de control” interno entre personas con enfermedades crónicas y población normal. Igualmente,
dichos autores señalan cómo los enfermos crónicos tienden a culpar a los demás de los fracasos
sociales sufridos con mayor frecuencia que el resto de la población.
Por otra parte, si bien se ha indicado que en los últimos años las principales causas de
muerte se encuentran estrechamente relacionadas con los comportamientos voluntarios, no
podemos olvidar que todavía persisten algunas enfermedades causadas por virus y bacterias. En
este punto es necesario señalar que no existe una total falta de control sobre estas infecciones,
dado que la exposición a las mismas está determinada, en gran parte, por la conducta. Este es el
caso paradigmático del SIDA, enfermedad de origen infeccioso, que se desarrolla como
enfermedad crónica, y cuya prevención se asienta, fundamentalmente, en comportamientos
individuales.
Asimismo, en los enfermos crónicos, tal como indica Rodríguez Marín (1995) se produce

-234-
una quiebra importante en una de las variables que se consideran un componente esencial de la
calidad de vida: el estado de salud. Numerosos autores incluyen la condición física de los
pacientes, su bienestar psicológico y la ejecución de actividades como componentes de la calidad
de vida de los enfermos, pero, en cambio, pocos son los que incluyen el funcionamiento social o
el apoyo social en sus definiciones de calidad de vida, aunque los resultados de algunos estudios
indican que la calidad del apoyo social puede ser un buen indicador de la calidad de vida de los
mismos (Campbell, 1976, Shaw, 1977).
Las enfermedades crónicas, con frecuencia, no sólo producen alteraciones físicas, sino
también sociales y psicológicas (Moos, 1977). Esta cuestión, cobra especial relevancia si
atendemos al hecho de que, tradicionalmente, los cuidados del enfermo han tendido a limitarse a
los aspectos físicos de su enfermedad, considerando los aspectos emocionales y psicológicos de
la enfermedad como un mal menor (Taylor, Abrams y Hewstone, 1988), y, por tanto, no
prioritario, abandonándose a la suerte de la buena disposición del personal sanitario que, sin
embargo, no siempre se encuentra preparado personal y profesionalmente para atender estas
necesidades.
La enfermedad crónica requiere una importante tarea de adaptación. En términos de
enfermedad, el enfermo debe:
1.- Afrontar el dolor y la incapacitación.
2.- Afrontar, si es el caso, el ambiente hospitalario, así como los procedimientos
diagnósticos y terapéuticos.
3.- Desarrollar relaciones adecuadas con el equipo sanitario.
4.- Aprender estrategias para afrontar los tratamientos médicos, que se suelen
prolongar durante mucho tiempo, incluso de por vida.
Asimismo, la enfermedad crónica requiere tareas tales como:
1.- Preservar el equilibrio emocional.
2.- Presentar una autoimagen satisfactoria.
3.- Conservar las relaciones con la familia, amigos y demás contextos de relación social.
4.- Prepararse para un futuro incierto.
5.- Reincorporarse, en la medida de lo posible, a la actividad cotidiana: escuela, trabajo.
La realización de estas tareas dependerá, al menos en parte, de la fase en que se encuentre
la enfermedad; y por otro lado, del modo en que la persona perciba su enfermedad -como una
amenaza, como un reto, etc.- (Lazarus y Folkman, 1986).
Cualquier enfermedad puede producir estrés en cuanto implica una interrupción repentina
de las funciones habituales. Puede que el enfermo tenga que afrontar una hospitalización y
separación prolongada de su familia y amigos, así como dolor e impotencia, cambios permanentes
en su aspecto o en su función corporal, un futuro inseguro e imprevisible, incluyendo la posibilidad
de muerte.
De cualquier modo, el carácter estresante de la enfermedad depende de muchos factores,
entre los que destacan:
1. Su forma de aparición: repentina e inesperada, lenta y evolucionada, manifiesta o
insidiosa.
2. Su intensidad y gravedad.
3. Las etapas propias de la enfermedad en cuestión.
4. Y la duración de la misma.
Sin embargo, tal como señala Nichols (1984), el estrés psicológico asociado a la
enfermedad es difícilmente evaluable, puesto que el enfermo tiende a negarlo aunque parece estar
presente, en mayor o menor medida, en la gran mayoría de los enfermos. En este sentido, se ha

-235-
evidenciado que, con frecuencia, el estrés asociado a la enfermedad se manifiesta en: ansiedad,
depresión, culpa, desamparo, desesperación, vergüenza, disgusto, ira y otros estados emocionales
negativos.
Asimismo numerosos estudios indican que determinadas enfermedades pueden producir
con mayor probabilidad que otras reacciones emocionales y problemas psicológicos. Así, por
ejemplo, las infecciones virales como la hepatitis suelen ir seguidas de depresión (Lipowski, 1967),
así como los problemas cardíacos, de colitis ulcerosa, asma, neurodermatitis, anemia, desórdenes
endocrinos y tumores malignos.
Igualmente, Neary (1976) tras una revisión de la literatura sobre el tema, indica que la
reacción mas común al fallo renal es la depresión, y que en un tercio de los casos de enfermedades
crónicas se produce ansiedad e irritabilidad.
Por otra parte, el cáncer de mama y la mastectomía producen altos niveles de estrés en
muchas mujeres, muchas veces acompañados de un estado de animo deprimido. Trastornos que
parecen mantenerse al menos durante el año posterior a la intervención quirúrgica.
Este tipo de respuestas es el resultado de la apreciación del acontecimiento de la
enfermedad como estresante, es decir, de su evaluación como amenaza, daño, pérdida o desafio,
y la carencia de recursos adecuados para afrontar las demandas del acontecimiento.
Esta valoración puede elicitar estados emocionales negativos, entre los cuales la ansiedad
y la depresión son los mas habituales. Aunque la ansiedad no sólo puede aparecer como resultado
directo de la apreciación de estrés, sino que también puede hacerlo en fases posteriores como
consecuencia del fallo del ajuste realizado, o de la posibilidad de recurrencia del acontecimiento
(recidiva), incluso puede aparecer si la persona no puede afrontar correctamente la depresión o
la pena (Wilson-Barnett, 1979) que aparece como consecuencia del acontecimiento doloso.
Además no hay que olvidar que la misma situación de enfermedad hace problemática la
puesta en marcha de los mecanismos fisiológicos o psicológicos de ajuste a la situación, así como
de la emisión de las respuestas de afrontamiento correspondientes. Los enfermos, por otra parte,
son una población especialmente vulnerable ante estresores que en otras poblaciones producen
pocos efectos negativos.
Por tanto, la capacidad para resolver los problemas asociados al diagnóstico de una
enfermedad crónica depende de una gran variedad de factores, que incluyen características
personales, de edad, inteligencia, desarrollo emocional y autoestima, así como las implicaciones
y repercusiones de la enfermedad en la propia vida. Igualmente, la enfermedad no sólo produce
estrés en la persona que la padece, sino que tiene efectos estresantes, en mayor o menor grado,
en los familiares del enfermo. La dinámica de las relaciones intrafamiliares se ve afectada por la
enfermedad y, en su caso, por la hospitalización de uno de los miembros de la familia,
produciéndose cambios en las relaciones familiares habituales. Estos cambios constituyen por sí
mismos una fuente de estrés que se suma a la propia situación del enfermo.
Cuando la enfermedad es crónica las características estresantes se incrementan, así como
su impacto de perturbación social. Las enfermedades largas pueden incluso conducir a discordias
familiares, a menudo relacionadas con problemas económicos, o por la resistencia por parte de
algunos de los miembros de la familia a participar en el cuidado del enfermo. Sin olvidar que las
relaciones afectivas y sexuales pueden verse seriamente afectadas en el caso de la pareja, y que
los roles paterno filiares pueden sufrir alteraciones de importancia. Aspectos que señalamos
simplemente a modo de ejemplo, sin ocultar que la realidad puede ser mucho más compleja.
Como se ve, la calidad de vida del enfermo crónico depende, en gran medida, de su nivel
de adaptación a la enfermedad, al tratamiento y a los efectos de una y de otro. Asimismo, la
adaptación, desde una perspectiva psicológica se refiere a la capacidad de la persona para

-236-
mantener niveles óptimos en su calidad de vida y en su funcionamiento social (Rodríguez Marín,
1995). Si bien, este último se reduce significativamente durante la hospitalización y durante las
sucesivas crisis que pueden ir apareciendo en el decurso de enfermedades tales como el cáncer o
el SIDA.
Aunque hasta el momento nos hemos referido a las implicaciones emocionales en términos
genéricos, no podemos obviar el hecho de que los niños presentan distintos problemas que los
adultos ante la misma enfermedad. Todos los autores están de acuerdo en señalar diferencias en
función del momento del ciclo vital.
Por supuesto, las enfermedades que requieren mayores ajustes físicos causan más
problemas que aquellas enfermedades que implican pocas restricciones en el funcionamiento físico.
Por otra parte, el entorno, igualmente, puede contribuir al incremento del estrés o, por el
contrario, servir como fuente de ayuda y confort. Autores tales como Taylor (1987) y Rodríguez
Marín (1995), enfatizan el hecho de que dado que el personal sanitario asume todo el control de
medios, recursos y movilidad de los pacientes, la persona hospitalizada debe pedir todo lo que
necesita o desea, unas veces con éxito, otras sin él, lo cual devalúa su autoconcepto y aumenta
su nivel de dependencia. La hospitalización conlleva un obligado cambio de hábitos
comportamentales, de manera que la persona hospitalizada pierde su contexto habitual, y, al
mismo tiempo, la separación de su contexto familiar, social y laboral o escolar implica una pérdida
de apoyo social, tanto de la cantidad como de la calidad de contactos personales, de
comportamientos y de refuerzos. Con lo cual las probabilidades de incrementar las conductas de
dependencia, así como las de estado de ánimo deprimido, son muy altas. Cabe precisar que la
enfermedad crónica y la hospitalización pueden ser especialmente problemáticas en aquellos casos
en los que los enfermos son niños. En primer lugar, los niños no comprenden totalmente la
naturaleza del diagnóstico y del tratamiento, de modo que aparecen estados emocionales tales
como la confusión. Segundo, dado que los niños no participan de forma activa en su autocuidado
y tratamiento, la familia debe participar en su cuidado y prescripciones terapéuticas mucho más
que en los casos en los que el enfermo es un adulto. Tercero, frecuentemente, los niños, debido
a las exigencias de los tratamientos, generan sentimientos de soledad, e igualmente se pueden ver
expuestos a procedimientos que les provocan miedo, lo cual, a su vez, puede producir problemas
de adaptación. En términos generales, estos niños muestran una amplia variedad de problemas
conductuales, tales como mostrarse rebeldes y retraídos con los demás, baja autoestima, etc.
Estos problemas suelen agravarse en aquellas familias en las que no existen estilos de
comunicación y de resolución de conflictos adecuados (Minuchin, Rosman y Baker, 1978). En
este sentido, se ha encontrado que la expresión de las emociones, así como los contactos y el
apoyo social, están significativamente relacionados con la supervivencia de los enfermos
oncológicos.
Otra de las cuestiones básicas en el caso particular de los enfermos oncológicos son los
efectos secundarios a la quimioterapia, así como la anticipación de síntomas. Con frecuencia, los
síntomas relacionados con los tratamientos oncológicos (nauseas, vómitos, mareos, etc.) se han
considerado como un mal menor, puesto que la prioridad es, si no la curación del enfermo, sí, al
menos, incrementar el periodo de supervivencia del mismo. Sin embargo, es obvio que tales
síntomas inciden negativamente en la calidad de vida del enfermo oncológico, y, como se ha
demostrado, está fuertemente relacionada con la evolución de la enfermedad y, por tanto, con la
supervivencia. De hecho, la ansiedad anticipatoria que generan determinados tratamientos
oncológicos (quimioterapia, radioterapia) tiene como consecuencia que algunos enfermos se
resistan a sesiones de segundo nivel.
Por otra parte, tal como indican autores como Kolbe y cols. (1986) y Bayés (1991), se ha

-237-
comprobado que el estado de ánimo y la actitud frente a la vida, la enfermedad o la muerte,
inciden significativamente en la salud de la persona, en su calidad de vida y en la evolución de
algunos procesos mórbidos como el cáncer.
Cuestiones que pueden depender, al menos en parte, del modo en que se perciba la
hospitalización que, en términos generales, tal como indica Rodríguez Marín (1995), aparece
como:
1. Un estresor cultural: la persona debe aceptar nuevas normas, valores, etc. del ámbito
hospitalario que, con frecuencia, difieren bastante de su vida cotidiana.
2. Un estresor social: porque el papel del paciente hospitalizado entraña elementos que
presionan fuertemente sobre la identidad psicosocial de la persona, y las interacciones sociales en
un hospital pueden llegar a ser una importante fuente de estrés por sí mismas.
3. Un estresor psicológico: porque puede introducir desde fenómenos de disonancia entre
dos o mas fenómenos cognitivos a situaciones de dependencia extrema.
4. Un estresor físico: debido a que la mayoría de las percepciones físicas del hospital
(olores, ruidos, etc.) y el propio entorno físico del mismo pueden causar emociones negativas en
la mayoría de los pacientes.
Nuevamente, merece especial mención el caso de la hospitalización de niños dado que se
estima que entre el 20 y el 36% de los niños/as hospitalizados muestran reacciones adversas, entre
las que destacan las conductas de dependencia, quedarse en cama, desarrollo de miedo extremo,
y ansiedad como la respuesta emocional más habitual. Si bien hay que señalar que aunque muchas
de estas reacciones pueden ser observadas durante el tiempo en que el niño/a está hospitalizado,
a menudo las respuestas problemáticas a la hospitalización no se hacen evidentes hasta que regresa
a casa, y se prolongan durante meses. Durante mucho tiempo se ha creído que las reacciones
negativas a la hospitalización por parte de los niños se debían, casi exclusivamente, al miedo o
ansiedad por la separación de su familia. Sin embargo, el hospital mismo, dadas sus características
(tener que permanecer en cama, "nada que poder hacer”, falta de color, etc.) puede producir
sentimientos de soledad y abandono (Terrassa y Pérez Pareja, 1996).

2. ALGUNAS VARIABLES RELEVANTES EN EL ESTUDIO DE LAS


ENFERMEDADES CRÓNICAS

2.1. La enfermedad considerada como variable experimental


El análisis de la relación entre el estrés y la enfermedad se puede hacer desde dos puntos
de vista:
1. Considerando al estrés y otras variables psicosociales como agente causal o
coadyuvante en la génesis y desarrollo de la enfermedad. En este caso, dichas variables
producirían cambios fisiológicos que conducirían al desarrollo de la enfermedad, y afecterían
igualmente a la conducta de la persona, a consecuencia de lo cual se produciría o facilitaría la
enfermedad.
2. Considerando a la enfermedad como agente de cambio psicosocial y fuente de estrés,
tal como señalamos en el apartado anterior.
Es decir, desde el punto de vista experimental, la enfermedad, en función de las variables
psicosociales, podría considerarse bien como variable dependiente o bien como variable
independiente.
En el primer caso (VD), suponemos que el estrés afecta al sistema biológico y, por tanto,
a la salud. La respuesta fisiológica al estrés es una activación generalizada del organismo que
implica una liberación de hormonas (fundamentalmente catecolaminas y corticosteroides). La

-238-
liberación de dichas hormonas durante la activación en la situación estresante puede alterar el
funcionamiento del sistema inmune, produciendo efectos inmunosupresores.
En este sentido, la acción de los estímulos estresantes sobre la actividad del sistema
inmunológico se manifestaría con la aparición de en fenómenos alérgicos, infecciones,
enfermedades inmunitarias y formación de neoplasias (Valdés y Flores, 1985).
De cualquier modo, cuando se produzca una relación directa entre estrés y enfermedad,
hay que resaltar la importancia de la vulnerabilidad biológica previa. Es decir, probablemente ni
el estrés por sí mismo, ni la vulnerabilidad biológica por sí misma, puedan explicar la enfermedad,
sino que sea la interacción entre ambos factores la responsable del desarrollo de algunas
enfermedades.
Igualmente y tal como hemos señalado, el estrés afecta a la conducta provocando cambios
en ella que, a su vez, perturban la salud de la persona (por ejemplo, ante acontecimientos tales
como la ruptura matrimonial la persona puede dejar de comer con normalidad, dormir mal,
incrementar el consumo de alcohol y/o tabaco, etc.), lo cual va en detrimento de la salud y puede
conducirle a la enfermedad. Se ha demostrado que las personas que presentan altos niveles de
estrés tienden a desarrollar conductas que incrementan la posibilidad de enfermar y tener
accidentes (Wiebe y McCallum, 1986).
Por ultimo, el estrés puede producir también conductas de enfermedad. En aquellos casos
en los que el estrés genera trastornos como ansiedad, depresión, fatiga, insomnio, problemas de
atención, etc., algunas personas interpretan estos problemas como síntomas o signos de
enfermedad y muestran conductas de enfermedad, como buscar tratamiento y ayuda médica.
Por otra parte, hay que recordar que muchas personas con alto riesgo de experimentar
situaciones estresantes no desarrollan enfermedades de este estilo. En consecuencia, debemos
plantearnos cuestiones tales como ¿cuál es la evidencia de la relación estrés/ enfermedad?, o ¿en
qué enfermedades está implicado el estrés?, o ¿qué mecanismos pueden intervenir para establecer
la conexión entre estrés y enfermedad?
En cualquier caso, la premisa central subyacente en la asociacion entre estrés y estado de
salud es que el estrés tiene un efecto supresor en el funcionamiento del sistema inmune. En este
sentido, numerosas investigaciones han demostrado que una gran variedad de estresores afectan
a la respuesta inmune tanto en animales como en humanos.
En el segundo caso, cuando la enfermedad actúa como agente de cambio psicosocial y
fuente de estrés (VI), los efectos dependerán de la valoración que la persona haga de su
enfermedad, la definición de las tareas de adaptación necesarias, y la elección y eficacia de las
técnicas de afrontamiento; es decir, el comportamiento de una persona ante la crisis que supone
la enfermedad se ve influido por tres grupos de factores (Moos, 1977):
1.- Socio-demográficos y personales: edad, sexo, posición económica, inteligencia,
madurez emocional y cognitiva, autoestima, creencias religiosas o filosóficas, enfermedades
previas y experiencias de afrontamiento previas.
2.- Relacionados con la enfermedad: clase y localización de síntomas, duración, etc.
3.- Ambientales: condiciones físicas (espacio personal disponible, grado de estimulación
sensorial) y sociales (relaciones con los familiares, apoyo social, normas y expectativas culturales).
Tal como hemos señalado con anterioridad, afrontar la enfermedad implica tratar de
adaptarse a la nueva situación, de modo que se puede hablar de un conjunto de tareas de
adaptación que se ha de plantear en su proceso de afrontamiento, cuyo objetivo es la restauración
del equilibrio, readaptación, o la consecución de un nuevo equilibrio. Además, la enfermedad
crónica pone de manifiesto aspectos tales como el papel del apoyo familiar y social en general y
la participación del propio enfermo en su tratamiento.

-239-
2.2. Tipo de enfermedad crónica
Parece evidente que la naturaleza de la enfermedad crónica ha de ser una variable
fundamental a la hora de afrontar el estudio de la misma.
Con independencia de la mayor o menor importancia que la base genética y las condiciones
(vulnerabilidad) biológicas puedan ejercer sobre cualquier trastorno de salud de naturaleza
crónica, una primera aproximación nos permitiría distinguir entre:
A. Trastornos graves de origen claramente genético. Como es el caso de la fibrosis quística
(F.Q.).
B. Trastornos de mejor pronóstico, como la diabetes o los respiratorios (asma, efisema
pulmonar), o los cardivasculares (hipertensión).
C. Trastornos degenerativos de peor (mal) pronóstico, como las neoplasias y el SIDA.
D. Por último, trastornos crónicos de los denominados “mentales”, tales como la
esquizofrenia; o, mejor, “las esquizofrenias”.
Sin ánimo de ser exhaustivo, desearía desarrollar algunos aspectos, tal vez novedosos, de
los trastornos enumerados.

2.2.1. Trastornos “claramente” de origen genético: la fibrosis quística


La fibrosis quística o mucoviscidosis es una enfermedad genética muy grave y frecuente
en la raza blanca. Su incidencia aproximada en España es de 1/3.500 nacimientos.
El régimen terapeútico que deben seguir estos pacientes es bastante complejo, aunque
básicamente se desarrolla en el ámbito de la familia. Con frecuencia, dichos enfermos precisan
periodos de hospitalización.
Entre las medidas terapeúticas cotidianas, se incluyen: dieta estricta, medicación oral muy
frecuente, fisioterapia diaria y uso constante de aerosoles. Todo ello, implica gran dedicación y
disponibilidad para el cumplimiento de la terapia.
Gracias a los recientes avances de la genética, las expectativas de vida de las personas con
F.Q. han aumentado considerablemente, llegando la mayoría a la edad adulta. Pero esta
enfermedad, es progresiva y comporta mayores limitaciones en la adolescencia y en la edad adulta.
La mayoría de estudios, sugieren que un gran número de niños y adolescentes con F.Q. presentan
dificultades de adaptación y alteraciones cognitivo-conductuales. También es frecuente el
incumplimiento de las prescripciones terapeúticas, en especial la fisioterapia, o de las medidas
dietéticas.
En el trabajo realizado por Forns y cols. (1996) en el que se estudiaba la población
española (Cataluña), se han encontrado problemas y parámetros similares a los de otros países,
y se destaca un cierto nivel de incremento en las respuestas de ansiedad de los niños con F.Q.
frente a la población normal, y una baja autoestima.
En esta linea, un grupo de investigadores (Pérez Pareja y cols., 1996) venimos
desarrollando un programa similar en el ámbito de la isla de Mallorca, y los problemas detectados
son de igual naturaleza, siendo uno de los más importantes el ajuste emocional de los padres
(familia). En este sentido la frecuente aparición de pensamientos relacionados con la anticipación
de la muerte del hijo, producen costantes incrementos de las respuestas de ansiedad y la aparición
de estados de ánimo de depresión, sobre todo en los primeros meses trás el diagnóstico.

2.2.2. Enfermedades crónicas de mejor pronóstico


Para ejemplificar este grupo de trastornos, me centraré exclusivamente en los respiratorios.
La bronquitis crónica, el enfisema y el asma, constituyen el grupo de trastornos respiratorios

-240-
agrupados bajo el término: afecciones respiratorias crónicas inespecíficas (ARCI).
Su etiología no es muy conocida, aunque los síntomas principales de todos ellos son
similares: tos, falta de respiración y expectoración de flema. Igualmente, existen algunas
diferencias notables entre los mismos; por ejemplo, los pacientes asmáticos presentan periodos
asintomáticos que en principio son más largos que los periodos con síntomas, mientras que en el
caso de la bronquitis crónica y el efisema los síntomas permanecen casi constantes y tanto de día
como de noche.
El asma, constituye uno de los trastornos de salud que más estudios ha generado en los
últimos años. Ello es debido, fundamentalmente, tanto a su enorme incidencia en las sociedades
occidentales, como al gran gasto que supone para los sistemas de salud públicos. Asimismo, las
variables psicológicas que pueden actuar sobre el asma como factor de riesgo (el denominado
origen psicogénico de algunas crisis asmáticas), así como la influencia que el asma como trastorno
crónico puede ejercer sobre los aspectos de adaptación comportamental de las personas, han
suscitado la atención de muchos investigadores. El asma, pues, representa un buen ejemplo de la
introducción de la Psicología en el tratamiento de las enfermedades pulmonares (Vázquez y
Buceta, 1996).
Sin embargo, tanto del efisema como de la bronquitis crónica se se sabe bastante menos.
Ahora bien, tal como señalan Donker y Sierra (1993) la mayoría de problemas psicológicos que
presentan este tipo de enfermos son la ansiedad, la depresión y la sensación de desamparo. Según
los mismos autores, la ansiedad que presentan los pacientes con ARCI se manifiesta a través de
síntomas afectivos y emocionales (irritabilidad, frecuentes cambios de humor, sentimiento de
culpa, etc.), pérdida de capacidad de concentración, dificultades en la atención, así como todo un
conjunto de síntomas fisiológicos (dolor de cabeza, trastornos digestivos, insomnio, etc.).
Por último, tal vez uno de los problemas más importantes y comunes a todos los trastornos
que he denominado “de mejor pronóstico” se refiere a la adherencia/no adherencia a los distintos
tratamientos, entre los que se encuentran los ejercicios de fisioterapia. Tal como manifiestan la
mayoría de médicos especialistas, la interrupción del tratamiento farmacológico y de los
programas de fisioterapia son mayoritariamente los factores responsables de las crisis agudas de
estas enfermedades. Igualmente, hacen hincapié en la importancia que tendría para prevenir dichas
crisis el aprendizaje de comportamientos y síntomas anticipatorios por parte del paciente y de sus
familiares.

2.2.3. Enfermedades de peor (mal) pronóstico


No es este el momento para desarrollar un tema tan extenso como el del cáncer, ya que
ha dado lugar a toda una subespecialidad de la Psicología. Me limitaré, por tanto a señalar sólo
algunos aspectos de definición.
Siguiendo a Holland (1993, 1996) la Psicooncología se presenta como una especialidad
orientada al estudio de dos dimensiones psicológicas del cáncer:
1. El impacto del cáncer sobre las funciones psicológicas del paciente, la vida familiar del
paciente y sobre el personal que trabaja con este tipo de pacientes.
2. El papel que las variables conductuales y psicológicas (fundamentalmente las de
naturaleza emocional) tienen sobre el riesgo de padecer cáncer y sobre la supervivencia de los
pacientes.
Estas dos dimensiones, desde mi punto de vista, son generalizables a cualquier tipo de
trastorno crónico. Sin embargo y para el caso del cáncer, desarrollaré un poco más detenidamente
los aspetos relacionados con los problemas de ajuste psicosocial en el apartado 2.3.

-241-
2.2.4. La enfermedad mental crónica. La esquizofrenia
No voy a extenderme en este punto, pues este trabajo no contempla este tipo de
trastornos. Sin embargo, no parece adecuado considerar a los mismos de manera independiente.
Mucho menos desde una concepción biopsicosocial de los problemas de salud, y desde la
consideración de la unicidad del ser humano más allá de los dualismos cartesianos.
Con independencia de los aspectos específicos de este trastorno, pienso que, al menos
desde el punto de vista conceptual, la esquizofrenia debe de considerarse como una enfermedad
crónica más.

2.3. La edad. El momento del ciclo vital


Es indudable que la edad, el momento del ciclo vital en el que se recibe el diagnóstico de
una enfermedad crónica, junto con el diagnóstico de la misma, va a ser fundamental para la vida
del enfermo y de sus familiares.
La mayoría de nosotros estamos dispuestos a asumir un diagnóstico de asma en nuestros
hijos, sin embargo, si el diagnóstico fuera de cáncer.... Igualmente, si el diagnóstico de cáncer se
refiere al abuelo de ochenta años no tiene la misma repercusión que si éste se realiza al nieto de
siete. Y, por último, no se vive de igual manera la enfermedad crónica cuando se es niño que
cuando se es joven, adulto o anciano.
Siguiendo a Rowland (1993), a continuación desarrollaré un modelo sobre la evolución
y adaptación a la enfermedad neoplásica en adultos. Dicho modelo es relativamente reciente ya
que la mayoría de los trabajos se han realizado para niños y adolescentes.
En apartados anteriores ya hemos señalado algunos aspectos diferenciales de la
enfermedad crónica en los niños. Igualmente, en próximos apartados aparecerán más cuestiones
sobre los mismos, pero, como ya he señalado, la existencia de un gran número de trabajos
relativos a estas edades me han decidido a obviar este momento evolutivo en este apartado.
Solamente señalar, que en los trabajos que venimos realizando con niños y adolescentes
hospitalizados con cáncer hemos comprobado como característico la aparición casi unánime de
miedos, ansiedad y estados depresivos (Terrassa y Pérez Pareja, 1996), sobre todo en los más
mayorcitos.
Volviendo a los adultos, en dicho momento, lo social está incrementado y lo biológico en
impás o decadencia. Como lo social depende del contexto cultural no podemos hablar de un
modelo unitario. Dentro del modelo para adultos podemos distinguir varias etapas: adulto joven
(19 a 30 años), el adulto maduro (31 a 45), adulto mayor (46 a 65) y anciano (66 y más).
A. El adulto joven (Tumores más comunes: Hematológicos: leucemia, Hodgkin y linfomas.
Testículo en varones y pecho en mujeres. Osteosarcomas y cerebral):
La transición desde la adolescencia a la edad adulta se asume que ocurre sobre los 20 años,
y está marcada por la madurez física y psicológica. Uno de los objetivos fundamentales de esta
etapa es la consecución de la autonomía social y afectiva.
A menudo, la aparición de cáncer en jóvenes adultos, tiene grandes repercusiones en el
desarrollo de su mundo afectivo, en el trabajo y en el mantenimiento de su independencia.
Frecuentemente la apariencia física y la fertilidad quedan comprometidas.
Debido a que la supervivencia es cada vez mayor, las secuelas psicológicas crónicas se
dilatan y adquieren mayor importancia. A continuación, señalaremos las más frecuentes.
Por una parte, aparecen problemas para mantener relaciones interpersonales y para
establecer nuevas (miedos y fobias sociales). Asimismo, durante los tratamientos es necesario
depender de otros, por ello, pueden aparecer sentimientos de ira que a veces se demuestra
rechazando o colaborando poco con el tratamiento. En estos casos la familia puede tender a

-242-
sobreproteger al paciente y fomentar las escasas demandas de independencia y, como
consecuencia, se pueden incrementar los problemas emocionales.
Por otra parte, el diagnóstico de cáncer influye sobre las expectativas educativas y
profesionales del joven adulto, dando lugar al miedo (ansiedad) de no poder alcanzar los logros
profesionales y personales trazados.
Igualmente, la imagen corporal e integridad personal pueden verse afectadas, dando lugar
a problemas relacionados con la disminución del atractivo, la capacidad de elicitar afectos en los
demás, y la capacidad para establecer y mantener relaciones sexuales. En estos casos es frecuente
la aparición de ansiedad y depresión.
B. El adulto maduro (tumores más comunes: pulmón, pecho, colon y recto, útero, ovario,
páncreas, cerebro y sistema nervioso, entre los sólidos. Leucemia y linfomas, entre los hemáticos):
Este periodo se caracteriza por el crecimiento personal y la consolidación de la carrera y
las metas sociales. Quizás es el periodo más estable del ciclo vital, debido, en gran medida, a que
en este momento la vida está centrada en la crianza de los hijos y la mejora laboral.
En estos enfermos aparece una gran preocupación por la familia y por la convivencia con
la pareja, así como por aspectos sociales, financieros y educacionales. En estos casos, los
sentimientos pueden oscilar entre la ira y la desesperación, tanto en el paciente como en su familia
(pareja), sobre todo en función de las expectativas de supervivencia. Asimismo, las
responsabilidades suelen ser asumidas por la pareja y ciertas metas vitales y laborales pueden
alterarse o abandonarse. Como en el caso anterior, aparecen problemas ligados a la imagen
corporal e integridad personal.
C. Adulto mayor (tumores más comunes: sólidos: pulmón, pecho, colon y recto, próstata,
páncreas, ovario, útero, estómago y cerebro):
En este periodo de la vida existe una enorme variabilidad en la experiencia y adaptación
a los cambios emocionales y sociales que se producen. Asimismo, al final de este periodo se puede
notar pérdida de memoria y/o de las capacidades intelectuales, acompañados de cambios en la
sexualidad e identidad psicosexual. Todo ello conduce a un ajuste de expectativas ante la realidad
y cambios de metas.
En este periodo también se producen alteraciones en las relaciones, aunque ciertas
preocupaciones como la crianza de los hijos o las económicas, son menores que en el periodo
anterior.
Los pacientes pueden quedar invalidados para vivir solos y pasar a depender de su pareja
o de los hijos. Como en el periodo anterior, y sobre todo en los años más tempranos, pueden
aparecer sentimientos de ira y frustración ante la interrupción de logros y los cambios en la imagen
corporal y la integridad. Algunos pacientes tienen un riesgo muy alto de desarrollar serias
dificultades psicológicas, incluida la depresión y las ideas de suicidio. Además, el incremento de
la introspección y la reflexión características de este periodo vital potencian el menosprecio de la
vida produciendo una tendencia a “cerrarse en sí mismo” y dejarse morir, abandonar.
D. Por último, en el anciano, y dependiendo de la edad y las características individuales,
el diagnóstico de cáncer puede ser el menos dramático de todo el ciclo vital, viviéndose en muchos
casos como el fin lógico de la existencia.

3. ENFERMEDAD CRÓNICA Y APOYO SOCIAL

3.1. Apoyo social y adaptación a la enfermedad


Existe un gran número de definiciones de apoyo social, algunas de las cuales se basan en
aspectos específicos del apoyo (ayuda material, intercambio de información, satisfacción de

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necesidades sociales básicas, etc.); otras lo definen simplemente de forma descriptiva o, incluso,
las hay que introducen los aspectos emocionales.
En cualquier caso, la mayoría de conceptualizaciones del apoyo social pueden agruparse
bajo dos dimensiones primarias: 1. Cuantitativa vs. cualitativa. 2. Apoyo instrumental vs. apoyo
expresivo. Habitualmente, el apoyo social tiene connotaciones positivas, pero, sin embargo,
supone una implicacion de otras personas, lo que, en ocasiones, tendrá efectos negativos (ejemplo,
un determinado tipo de apoyo social durante la rehabilitación puede crear dependencia y dificultar
la recuperación).
Por otra parte, las distintas investigaciones realizadas han demostrado una relación entre
el apoyo social y la recuperación de la enfermedad, si bien los diseños utilizados no pueden
demostrar una relación de causalidad. Aún así, se ha observado que:
1. Los postinfartados con mejor recuperación tenían esposas que habían recibido ayuda
de más fuentes de apoyo durante el periodo de recuperación.
2. Las buenas relaciones sociales están asociadas con una supervivencia más larga de lo
esperado sobre la base del pronóstico en pacientes oncológicos terminales.
3. La disponibilidad percibida del apoyo social está negativamente relacionada con el nivel
de depresión.
Si bien hay que señalar que cuando el apoyo social se convierte en “sobreprotección”
parece tener efectos negativos.

3.2. La familia del paciente


Cuando se diagnostica una enfermedad el problema no sólo afecta al enfermo sino también,
y en distinto grado, a todos los miembros de su familia. Las respuestas por parte de la familia, así
como el tipo de problemas que puedan aparecer, dependerán, en gran parte, de la severidad de la
enfermedad en términos de ruptura con su estilo de vida, así como de la eficacia de las estrategias
de afrontamiento a la nueva situación que posea. Igualmente, hay que señalar que la familia puede
constituir un estresor adicional para el enfermo.
En cuanto a los factores relacionados con la enfermedad, el pronóstico y las limitaciones
que pueda implicar en el desarrollo de actividades físicas y emocionales determinan parcialmente
el grado en el que se altera la vida de la familia.
Asimismo, el tratamiento puede tener efectos inmediatos y a largo plazo en la familia en
términos de malestar que produce, complejidad y dificultad implicadas en su administración, su
frecuencia y sus efectos secundarios. Estos aspectos resultan de especial importancia si tenemos
en cuenta que el papel desempeñado por la familia permite que el paciente responda a su
enfermedad en términos de indefensión o la afronte de forma activa, influyendo también sobre su
autoimagen y autoestima.
El modo en que responde la familia de los pacientes es altamente variable (Hansen y Hill,
1964). Cuando una familia tiene dificultades para aceptar la realidad de la enfermedad e intenta
afrontarla negando sus serias implicaciones, el paciente presenta más probabilidades de
experimentar un incremento de ansiedad; mientras que las familias que están junto al paciente
favoreciendo el hablar abiertamente acerca de sus miedos y preocupaciones, facilitan la adaptación
a la nueva situación.
En este sentido se ha encontrado que las familias que poseen las habilidades necesarias
para comunicarse, y que son cohesivas pero flexibles en sus roles, son capaces de utilizar sus
recursos, tomar decisiones orientadas a abordar el problema, identificar los estresores, aceptarlos
y afrontarlos adecuadamente. Por contra, las familias con problemas internos suprimen la
comunicación, adoptan una posición individualista orientada a culpar a los otros, ejercen su rol

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rígidamente, se muestran poco afectados, hacen poco uso de sus recursos, presentan dificultades
para entender el estrés que están experimentando y, posiblemente, utilicen la negación para
afrontarlo.
De cualquier modo, cuando se comunica el diagnóstico de una enfermedad de un miembro
de la familia, la familia se encuentra con una variedad de respuestas psicológicas resultantes que
incluyen separación y pérdida, expresión emocional, reajustes de los valores y alteración del
sistema familiar.
De tal forma, la familia aparece como un paciente "adicional" o "secundario" puesto que
deben adaptarse al estrés producido por la enfermedad de uno de sus miembros. En este sentico,
Minuchin (1974) y Minuchin y Fishman (1981) caracterizaron la adaptación de la familia a la
nueva situación en tres fases:
1. Fase aguda: al conocer el diagnóstico todos los miembros reaccionan incrementando
en las respuestas de ansiedad. Algunos familiares pueden presentar más ansiedad que el propio
paciente. Pero a la vez, también es un momento de movilización. La disponibilidad de información
exacta en este momento es crítica para ayudar a la familia a pasar de una respuesta afectiva a una
respuesta efectiva. En ocasiones, con el objeto de proteger al paciente, en muchas familias
disminuye la comunicación y se crea una “conspiración de silencio”. “Conspiración” que suele
tener efectos negativos en las relaciones familiares y en el bienestar de la persona. Los mecanismos
del periodo “agudo” incluyen no sólo el tratamiento inicial, sino que también contempla las
recidivas, así como las complicaciones inesperadas.
2. Fase crónica: momento en que los miembros de la familia pueden manifestar problemas
tales como ira, ansiedad y/o depresión. “La familia se siente so1a en el momento que más lo
necesita”, y, con frecuencia, intenta distraerse de sus propios problemas orientando su conducta
hacia el enfermo.
3. Resolución: en aquellos casos en los que el desenlace es la muerte, ésta afectará de
distinto modo a cada uno de los miembros de la familia en función de sus características
personales y recursos, e, igualmente, su impacto será distinto en función de la disrupción que
cause esta pérdida en el funcionamiento de la familia.
Las repercusiones que todo ello puede tener confieren gran importancia a la necesidad de
evaluar el funcionamiento psicosocial de la familia, puesto que la pronta identificación de
problemas y la atención apropiada a los mismos pueden marcar la diferencia entre una buena y
mala adaptación a la nueva situación.
En cuanto a la atención que se puede prestar a las familias con el objeto de facilitar una
buena adaptación destaca la comunicación, la cual constituye un elemento básico para reducir la
ansiedad. Sin embargo, la comunicación con la familia, con frecuencia, exige al personal sanitario
tener que repetir la misma información muchas veces. En este sentido, hay que señalar que,
habitualmente, son los médicos quienes informan acerca del diagnóstico, tratamiento, etc. No
obstante, dado que se tiende a procesar y entender só1o una pequeña parte de la información
recibida, es importante que otros miembros del equipo sanitario pregunten y determinen si la
información ha sido bien entendida, lo cual repercute positivamente en la satisfacción de la
atención sanitaria, así como en la reducción de la ansiedad.
Asimismo, en aquellos hospitales que cuentan con psicólogos, es importante que exista
una estrecha comunicación entre éstos y el personal sanitario en general, puesto que prodrá
proporcionar información sobre la adaptación de la familia a la nueva situación, así como sobre
características de la misma que pueden estar interfiriendo en el tratamiento; y, lo más importante,
pueden indicar tanto a los médicos como a las enfermeras las vías mediante las cuales acceder a
la familia y sobre la cantidad de información que está puede tolerar. Es decir, el estrés de la familia

-245-
puede reducirse considerablemente con un equipo multidisciplinar cohesivo, bien organizado y
cooperativo, y que cuente entre sus miembros con especialistas en ciencias de la conducta.
De cualquier modo, debido a determinadas carencias, en ocasiones es aconsejable recurrir
a especialistas para reducir el estrés, aprender a resolver problemas, tomar decisiones o para
modificar los patrones inadecuados del sistema familiar.

3.3. La pareja
En el caso de los enfermos adultos crónicos la mayoría suelen vivir en pareja. De manera
que el foco fundamental de la vida afectiva (exceptuando a los hijos) y la mayor fuente de
refuerzos emocionales provienen de la pareja.
Biskup y Bandelow (1996) han elaborado un cuestionario para evaluar la percepción de
la pareja durante el padecimiento de enfermedades crónicas, singularmente de tipo coronario.
Dichos autores señalan la existencia de cuatro factores bipolares en dicha percepción:
dependencia-independencia (autonomía); optimismo vs. pesimismo (se refiere a la resignación
frente a la esperanza en relación a los condicionantes físicos/orgánicos); anticipación y
expectativas positivas vs. negativas, en relación a la repercusión social; y, por último, motivación
dirigida a uno mismo o a la pareja vs. motivación de logro respecto a uno mismo o respecto a la
pareja.
De este modo, resulta de capital importancia el tipo de reacción y de ajuste que se vaya
realizando a lo largo del decurso/transcurso de la enfermedad.
En los apartados precedentes, tanto en el referido a variables relevantes en el manejo de
las enfermedades crónicas como en el anterior (la familia), ya han aparecido algunos de los
aspectos más relevantes y aplicables al que nos ocupa. Por ello, sólo añadiré algunas cuestiones
relativas a las relaciones sexuales.
Son de sobra conocidos los trabajos que relacionan la inhibición de las relaciones sexuales
en los enfermos con trastornos cardiovasculares crónicos (caso de los hombres) y en las enfermas
de neoplasias mamarias con y sin mastectomía. En el primer caso, la mayoría de autores relacionan
la posible inhibición sexual con el miedo a padecer una crisis cardiaca, singularmente un infarto,
durante la actividad amatoria. En el caso de las mujeres con cáncer de mama, el tema se relaciona
con la supuesta pérdida de “atractivo sexual” que va a influir en una disminución de la autoimagen
corporal y de la autoestima, dando lugar a una inhibición en la aproximación sexual al menos
durante el primer año la tumoroctomía o mastectomía. En muchos casos, se ha comprobado que
aunque la actividad sexual se reanude la mayoría de estas mujeres eluden que sus compañeros
acaricien la zona corporal herida, tanto si la mama ha sido extirpada como si sólo se ha practicado
la extracción del tumor. En este sentido, la cirujía de reconstrucción o “estética” ha permitido a
muchas parejas el control y reducción de este tipo de problemas.

3.4. Los amigos, compañeros de estudios y/o compañeros de trabajo


En este apartado he querido distinguir las tres situaciones que se pueden presentar de
manera más estándar.
En primer lugar, hemos de señalar que gran parte de las relaciones amistosas del enfermo
crónico van a depender de la propia actitud que mantenga el enfermo hacia los amigos, y, en
segundo lugar, del grado de incapacitación que la propia enfermedad suponga para la vida social
del enfermo.
Si la enfermedad supone largos periodos de hospitalización, así como incapacidad laboral,
el enfermo habrá perdido una fuente de refuerzos de gran importancia. En estos casos, las
sensaciones de pérdida y la aparición de alteraciones en el estado de ánimo son frecuentes y en

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algunos casos de gran importancia, siendo por ello imprescindible el tratamiento psicológico
especializado. Asimismo, el enfermo no sólo pierde el contacto directo con personas de su
entorno, sino, lo que resulta más importante, se ve privado de su medio habitual de relación social
como es el trabajo.
En el caso de los niños, nos encontramos con dos factores esenciales. Por una parte, el
absentismo escolar propicia un cierto aislamiento ya que el niño se ve privado del núcleo
fundamental para el aprendizaje de las habilidades sociales y de interacción; por otra, a medida que
los niños con enfermedades crónicas tales como asma, diabetes o fibrosis quística van creciendo
las interacciones con los grupos de iguales van cambiando. De manera que toda una serie de
comportamientos preventivos y profilácticos (por ejemplo: no fumar, no estar en ambientes
cerrados y cargados de humos, etc.) van siendo relegados para no quedar marginados de los
grupos de compañeros.
En estos casos, o bien el niño para seguir cumpliendo las normas terapeúticas se aísla
socialmente, lo cual empieza a desarrollar respuestas de ansiedad, estado de ánimo depresivo y
baja autoestima; o bien, le ofrecemos alternativas para poder mantener sus hábitos saludables en
una situación social cambiante. En otro aspecto, es indudable que el absentismo escolar puede
influir en el desarrollo intelectual y personal, disminuyendo las posibilidades de adaptación social
y laboral en el momento de incorporarse al mundo adulto.

3.5. Relación entre el enfermo crónico y el personal sanitario. Cumplimiento de las


prescripciones terapeúticas
La investigación en el campo del cumplimiento de prescripciones ha evidenciado una alta
tasa de incumplimiento de las prescripciones y regímenes terapeúticos por parte de los enfermos
(DiMatteo,1979). El término “incumplimiento” sugiere que el fallo radica en el paciente, si bien
se ha demostrado que este fenómeno depende en gran parte de la relación “profesional de la salud-
enfermo”, en el sentido de que el cumplimiento se incrementa drásticamente cuando aumenta la
satisfacción del paciente con un trato amigable y cálido por parte del personal sanitario (Stone,
1979, Spacapan, 1987); así como cuando existe una adecuada comunicación de los profesionales
de la salud con los enfermos y sus familiares, puesto que permite conseguir la implicación del
paciente en su tratamiento y cuidado.
Es importante hacer notar que cuanto mas específico sea el mensaje, cuanto mejor se
concreten las instrucciones respecto al cómo, cuándo y dónde actuar, mayor es la probabilidad de
que resulte eficaz y de que se mantenga a largo plazo (Taylor, 1986).
Los estudios indican que los profesionales tienden a subestimar la importancia de la
información sobre el diagnóstico y pronóstico, y sobreestimar la importancia de la información
sobre el tratamiento, aunque esta tendencia no parece conducir a dar una información consistente
y completa sobre los fármacos utilizados. Los pacientes, por el contrario, desean información
sobre el diagnóstico, el pronóstico y las causas de su enfermedad.
De igual modo, hay diferencias importantes entre la cantidad de información que el
paciente desea obtener y la que el profesional está dispuesto a dar. En este aspecto, llama la
atención el hecho de que el 80% de los enfermos terminales saben que van a morir y quieren
hablar de ello, mientras que el 80% de los médicos se niegan a ello y piensan que los pacientes no
deberían ser informados (Weinman, 1981). Muchos creen que deberían dar só1o buenas noticias
y que, si no hay ninguna, es mejor no decir nada. Es posible que ello facilite el trabajo del
profesional, puesto que dar malas noticias es un asunto difícil y, a menudo, cargado de
emocionalidad. Sin embargo, para el paciente “ninguna noticia” significa “no buenas noticias” y
eso es una invitación al miedo. Mientras que una información clara facilita la buena comunicación,

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la falta de la misma genera incertidumbre y ésta, ansiedad, depresión y miedo.
Dos objeciones frecuentes por parte de los profesionales sanitarios a dar información son:
falta de tiempo, y la falsa creencia de que los enfermos no quienen tener información. La primera
creencia está sustentada por la experiencia de que el paciente que recibe alguna explicación es más
probable que tienda a responder con más preguntas que el paciente que no recibe ninguna
explicación. La segunda creencia tiene su base en el hecho paradójico de que, justo por no dar
información, se conduce al paciente a una mala interpretación y a la adopción de un rol pasivo en
la interacción con el personal sanitario. Por su parte, esta pasividad es interpretada por el
profesional sanitario como una indicación de desinterés.
Muchos pacientes, además, no preguntan porque temen la reacción del personal sanitario,
creen que les molestará, que no se fían de su juicio, etc. Asimismo, pocos pacientes creen que el
personal sanitario desea que le hagan preguntas, y, por último, en este tipo de situaciones, pocos
pacientes tienen la destreza sufciente para ordenar sus pensamientos con claridad y articular
suficientemente sus preguntas.
Sin embargo, el intercambio de información conlleva elementos actitudinales. Los
pacientes atribuyen una motivación positiva al profesional que les proporciona información
abundante y clara. El profesional que se toma tiempo para informar al paciente es considerado por
éste como sincero, preocupado por sus problemas, interesado y dedicado.
De este modo, la satisfacción del paciente es uno de los determinantes más relevantes del
cumplimiento de las prescripciones terapeúticas. La importancia del problema del incumplimiento
de los tratamientos en el marco de la salud es bastante evidente si tenemos en cuenta que, cuando
menos, un tercio de los pacientes no los cumple. Ese incumplimiento hace ineficaz el tratamiento
prescrito, produce un aumento de morbilidad y mortalidad, y aumenta los costos de la asistencia
sanitaria. El incumplimiento, además, proporciona una información falsa al profesional de la salud.
Se calcula que en el caso de las enfermedades agudas las tasas de incumplimiento son
aproximadamente del 20%, mientras que en las crónicas alcanza el 45%; y en el caso de regimenes
terapeúticos que consisten en cambios de hábitos o estilos de vida la tasa de incumplimiento es
todavía mayor. Hay que tener en cuenta que tales porcentajes subestiman el incumplimiento
puesto que los estudios se suelen hacer con pacientes que desean participar, por lo que se puede
suponer que son pacientes “más motivados” en todos los sentidos, también para cumplir. Pero
además el cumplimiento puede ser parcial, de modo que el paciente no se considera no cumplidor
cuando se le pregunta.
La conducta del cumplimiento se puede definir como la acción de una persona que
responde a las recomendaciones médicas o sanitarias -en términos de ingestión de medicamentos,
seguimiento de dietas, o realización de cambios de vida- en la medida en la que coincide con el
consejo médico o sanitario.
La conducta de incumplimiento incrementa su probabilidad cuando las prescripciones no
son curativas sino profilácticas o preventivas. Situación que se produce muy frecuentemente en
enfermedades crónicas (por ejemplo: los ejercicios de fisioterapia y respiración en enfermedades
respiratorias). Asimismo, el incumplimiento es más frecuente cuando el tratamiento se refiere a
problemas de salud asintomáticos. Por el contrario, en enfermedades que se manifiestan con
síntomas dolorosos o incómodos será muy probable que el paciente cumpla el tratamiento, si este
alivia los síntomas, porque el alivio del síntoma es un reforzamiento negativo de la conducta de
cumplimiento.
Por otra parte, en los trastornos crónicos el paso del tiempo y la disminución de la
sintomatología aguda favorece la habituación y la pérdida de sensación de amenaza. En efecto,
se ha podido comprobar que en enfermos operados de tumores cancerosos, tras el ajuste inicial

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y una vez eliminados los tratamientos más agresivos (quimioterapia, radioterapia, iridioterapia,
etc.) ha aparecido una tendencia a minimizar la dolencia y a prescindir de algunos
comportamientos preventivos, como por ejemplo, cambios en la dieta.

4. LA HOSPITALIZACIÓN
En los enfermos crónicos, los ingresos hospitalarios pueden ser frecuentes y ser
originados, tanto por el padecimiento de una crisis aguda, como por la necesidad de recibir
tratamientos, realizar diagnósticos o hacer seguimientos del curso de su enfermedad. La
hospitalización impone un cambio de vida y normalmente es un acontecimiento indeseado y no
planificado, y tiene fuertes características estresantes, comenzando por el propio marco físico y
arquitectónico ya que la mayoría de hospitales no son muy alentadores.
La característica fundamental del enfermo hospitalizado es la dependencia. Dependencia
que incluye tanto la obediencia de las instrucciones dadas por el personal sanitario como el
cumplimiento de las rutinas generales del hospital.
Por otra parte en la mayoría de los casos, la hospitalización constituye un acontecimiento
vital estresante. La persona que ingresa está enferma, y por ello, sus recursos de afrontamiento
del estrés y de la enfermedad están reducidos. Con frecuencia, los pacientes ya ingresan ansiosos
y/o deprimidos como consecuencia de su propia condición de enfermos, se enfrentan con una
perspectiva preocupante y no conocen su propio futuro, sin olvidar el abandono de sus actividades
habituales. El ingreso hospitalario no alivia el estado emocional del paciente, sino que tiende a
incrementarlo negativamente (Franklin, 1974). Los trabajos realizados sobre las repercusiones
emocionales resultantes de la hospitalización indican que tanto el ingreso como la estancia
hospitalaria causan efectos negativos, tales como depresión y ansiedad. Rodríguez Marín y cols.
(1989), han evidenciado que el nivel percibido de estrés por hospitalización es un buen predictor
del grado de ansiedad y depresión de los pacientes.
Mención especial merece el caso particular de la hospitalización de niños, dado que se
estima que entre el 20 y el 36% de los niños hospitalizados manifiestan reacciones adversas, entre
las que destacan las conductas de dependencia, como quedarse en cama, y el miedo extremo.
Aunque muchas de estas reacciones pueden ser observadas durante el tiempo que el niño/a está
hospitalizado/a, a menudo las respuestas problemáticas a la hospitalización no se hacen evidentes
hasta que se regresa a casa, y su presencia puede prolongarse durante meses, tal como señalamos
en apartados anteriores.
La ansiedad es la respuesta emocional negativa más habitual ante la hospitalización. En
edades tempranas (entre 2 y 4 años) la ansiedad puede manifestarse en un deseo de estar con la
familia cuanto sea posible, incluso más allá de tal posibilidad. Los niños de entre 3 y 6 años
pueden presentar trastornos relacionados con el sentimiento de ser rechazado, abandonado e
incluso castigado por la familia. Entre 4 y 6 años, los niños pueden manifestar su ansiedad
presentando nuevos miedos, tales como miedo a la oscuridad o al personal sanitario. A veces,
igualmente, la ansiedad puede manifestarse con síntomas físicos como dolor de cabeza o de
estómago. En cambio, en los niños mayores (6-10 años) la ansiedad puede hacer que se muestren
más irritables. Finalmente, los adolescentes, parecen presentar problemas asociados al hecho de
tener que “exponerse” a desconocidos, aunque, realmente, todos los niños pueden sentirse
confusos y temerosos ante los procedimientos diagnósticos y terapeúticos.
Por otra parte, la mayoría de autores señalan que los niños que han recibido información
directa de los médicos y enfermeras se muestran mas cooperativos así como más dispuestos a
seguir el tratamiento.
En general, es aconsejable ofrecer a los pacientes, incluso implícitamente, la posibilidad

-249-
de restringir parte o toda la información en la toma de decisiones médicas a aquellas personas que
ellos designaran. Es decir, la participación en la toma de decisiones médicas se debe restringir a
ellos mismos, o compartirla con los parientes más significativos de acuerdo con sus hábitos y
deseos. Involucrar a la familia es especialmente importante en el caso de pacientes con niveles
disminuidos de responsabilidad (niños, mayores o pacientes incompetentes).
La preparación psicológica de los parientes así como de los pacientes es crucial, ya que
contribuirá de forma significativa a la capacidad del paciente y de la familia para adaptarse al
diagnóstico de una enfermedad crónica, sobre todo si es de peor pronóstico y/o si además, afecta
a niños. Igualmente, dicha preparación ayudará a sobrellevar el estrés del tratamiento y a lograr
un grado mayor de adhesión al mismo, así como una mejor adaptación y anticipación de los
posibles desajustes conductuales a lo largo del tiempo.
Por todo ello, creemos que es de gran interés la construcción, aplicación y validación de
programas de apoyo psicosocial a familias con enfermos crónicos en su seno para que desde los
servicios de salud, hospital y fundamentalmente atención primaria, y a través de dichos programas,
contribuyamos al incremento de la calidad de vida de estos pacientes y sus familias.

5. PROPUESTA DE UN PROGRAMA SEMIESTRUCTURADO DE APOYO A


FAMILIARES DE NIÑOS/AS CON ENFERMEDADES CRÓNICAS
A modo de ejemplo y esquemáticamente, proponemos el programa que de manera
estandarizada venimos aplicando y desarrollando en estos últimos años (Pérez Pareja y Terrassa,
1995). El programa dota a los familiares de estrategias que no sólo les servirán para sobrellevar
de una forma más positiva la enfermedad del niño/a, sino que también les ayudará a afrontar mejor
sus problemas cotidianos, emocionales, etc.
Este programa ofrece asistencia y tratamiento integral y personalizado para lograr:
A) Prevenir que el/la niño/a con una enfermedad crónica presente una larga serie de
déficits en las áreas social, ocupacional, económica, de autocuidado y de ocio, de forma que se
consiga una socialización y adaptación de la forma más normalizada posible.
B) Ofrecer apoyo psicológico a los familiares y personas allegadas, a fín de fomentar el
aprendizaje de las habilidades necesarias para saber convivir con la enfermedad, de forma que
exista un clima familiar positivo.
C) Incidir en la propia enfermedad, incrementando los periodos libres de síntomas y
disminuyendo la agudeza y frecuencia de las recaídas.
D) Disminuir la posible aparición de problemas emocionales asociados a la enfermedad,
tanto por parte del niño/a como de los familiares.
Dado que tanto la familia como los miembros de cada núcleo familiar tienen problemáticas
diferentes, el tratamiento debe ser individualizado. Por otra parte, los programas deben ser
específicos para los diferentes tipos de enfermedades crónicas, y estar en función de la edad de
aparición, la sintomatología y los problemas asociados, y de la evolución propia de cada
enfermedad. A continuación, aparecen las diferentes fases del programa, así como los objetivos
para cada una de ellas:
1. Fase de evaluación inicial, para conocer las condiciones psicosociales del paciente y su
familia.
2. Fase de información. En esta fase se informa a los padres sobre el origen, los síntomas,
el curso y el tratamiento de la enfermedad que padece el niño/a.
3. Fase de entrenamiento de estrategias de afrontamiento en función de los distintos
problemas planteados (relajación, autoinstrucciones, inoculación, etc).
4. Fase de manejo de contingencias. En esta fase se trata de controlar las posibles variables

-250-
que puedan incidir en el bienestar del niño y también incrementar las conductas preventivas y de
adhesión al tratamiento.
5. Fase de entrenamiento en habilidades de comunicación.
6. Fase de entrenamiento en resolución de problemas.
7. Fase de reevaluación. En este paso se evalúa el cambio terapéutico producido por la
intervención.
8. Fase de seguimiento. Tras la finalización del programa, se comprueba el mantenimiento
de los logros terapéuticos y, en su defecto, se subsanan los fallos. Para ello, en futuras
elaboraciones, se prevé la posibilidad de introducir sesiones recordatorias y/o de refuerzo/s
específico/s para cada caso.
Pensamos, que la generalización de este tipo de programas debidamente validados y
estandarizados en protocolos claros y específicos pueden contribuir decididamente a decrementar
las emociones y conductas negativas asociadas a la enfermedad crónica y a incrementar la calidad
de vida de estos enfermos y sus familiares.

6. A MODO DE CONCLUSIONES
Como hemos visto en los apartados precedentes, los problemas de ajuste emocional,
personal y social a la enfermedad crónica son múltiples y complejos. Dicho ajuste va a depender
de las distintas variables relacionadas con la propia enfermedad, con el momento vital de la
persona que la padece y de las redes de apoyo social del enfermo (familia, amigos, compañeros
y personal sanitario). Así mismo, hemos podido hacer hincapié en los ajustes especiales que exijen
la hospitalización y el ambiente hospitalario.
Todo ello nos ha permitido señalar la gran importancia que tiene el apoyo psicológico para
la adaptación del enfermo crónico. Sin embargo, hemos de insistir en el hecho de que dicho ajuste
es un proceso que, en la mayoría de los casos, continúa durante el resto de la vida del enfermo y,
por tanto, de su familia.
En última instancia, pensamos que es fundamental la construcción de programas
estandarizados, fiables y válidos para apoyar psicosocialmente a los enfermos crónicos y a sus
familiares.

-251-
CAPÍTULO 16
EL ESTRÉS: ASPECTOS BÁSICOS Y DE INTERVENCIÓN
Enrique G. Fernández-Abascal

1. INTRODUCCIÓN
El primer punto que es necesario abordar, es el de diferenciar éste proceso de los restantes
procesos emocionales que se han visto en los apartados anteriores. El estrés es un proceso
adaptativo y de emergencia, necesario para la supervivencia de la persona, que en su
funcionamiento genera emociones, pero que no es una emoción en sí mismo.
Las diferencias entre el estrés y las emociones la podemos encontrar en que estas últimas,
son desencadenadas por un tipo de situaciones muy específicas y concretas, mientras que el estrés
se desencadena ante cualquier tipo de alteración en las rutinas cotidianas. En que las emociones
poseen unos efectos subjetivos o sentimientos propios de cada una de ellas, mientras que el estrés
carece de tales efectos. En que las emociones tienen una expresión facial y corporal típica de cada
una de ellas, mientras que el estrés tampoco posee tales características. Por último, en que las
emociones se caracterizan por poseer una forma de afrontamiento propia para cada emoción,
mientras que el estrés moviliza una amplísima gama de posibles formas de afrontamiento.
El origen del término “estrés” parece provenir del vocablo distress, que en inglés antiguo
tenía un significado equivalente al de “pena” o “aflicción”, pero que con el uso ha perdido parte
de su primera sílaba (“dis”), hasta convertirse en el actual de stress. El vocablo estrés fue tomado
por Selye de la física, donde se utiliza para referirse a la fuerza que actúa sobre un objeto y que,
al rebasar una determinada magnitud, produce la deformación, estiramiento y/o destrucción del
objeto. Para Selye el estrés es la respuesta inespecífica del organismo ante cualquier exigencia. Es
decir, el estrés no se refiere a la demanda ambiental, como parecería desprenderse de su origen
en la física, sino que se refiere a sus consecuencias. Se trata de un proceso en origen adaptativo,
que pone en marcha una serie de mecanismos de emergencia necesarios para la supervivencia y
sólo bajo determinadas condiciones sus consecuencias se tornan negativas y perjudiciales para la
salud.
Desde esta perspectiva, podemos definir el estrés como un proceso psicológico que se
origina ante una exigencia al organismo, frente a la cual éste no tiene información para darle
una respuesta adecuada, activando un mecanismo de emergencia consistente en una activación
psicofisiológica que permite recoger más y mejor información, procesarla e interpretarla más
rápida y eficientemente, y así permitir al organismo dar una respuesta adecuada a la demanda.

2. CARACTERÍSTICAS DEL ESTRÉS

2.1. Los desencadenantes del estrés


Una revisión de los principales tipos de desencadenantes del estrés, que se han utilizado
para su estudio e investigación, nos puede proporciona una primera aproximación a la
comprensión de los estresores. Así, en la literatura científica aparecen ocho grandes categorías de
estresores: las situaciones que fuerzan a procesar información rápidamente, los estímulos
ambientales dañinos, las percepciones de amenaza, la alteración de funciones fisiológicas
(enfermedad, drogas, etc.), el aislamiento y el confinamiento, los bloqueos en nuestros intereses,
la presión grupal y la frustración.
Por su parte, para Lazarus y Folkman (1984), el estrés psicosocial es una relación
particular entre el individuo y el entorno, que es evaluado como amenazante o desbordante de sus
recursos y que pone en peligro su bienestar. Estas características de los estresores ha hecho que

-252-
se les considere como acontecimientos con los que tropiezan las personas. Estos desencadenantes
implican cambios en las rutinas de la vida cotidiana de las personas, roturas con sus automatismos,
lo que provoca nuevas condiciones y necesidades ante las cuales la persona tiene que valorar su
forma de responder.
La taxonomía de los desencadenantes del estrés, se ha realizado en función de la
significación que tiene los cambios en la vida de una persona. Así, cabría hablar de tres tipos de
desencadenantes psicosociales, a los que habría que añadir una última categoría con los
desencadenantes de naturaleza biogénica:
En primer lugar tendremos los estresores únicos o cambios mayores, que hacen referencia
a cataclismos o cambios dramáticos en las condiciones en el entorno de vida de las personas, y que
habitualmente afectan a un gran número de ellas. Dentro de esta categoría se incluirían: las
situaciones bélicas; las víctimas del terrorismo; las víctimas de la violencia (violación, maltrato,
etc.); las enfermedades terminales y situaciones de cirugía mayor; la migración y el desarraigo; las
catástrofes naturales (terremotos, inundaciones, cataclismos, etc.); y los sucesos altamente
traumáticos (divorcios, pérdidas familiares, etc.).
En segundo lugar están los estresores múltiples o cambios menores, que se refieren a
cambios significativos que afectan solo a una persona o a un pequeño grupo de ellas, y que se
corresponden con acontecimientos que suelen hallarse fuera del control de las personas. Dentro
de esta categoría se incluirían: muerte de un ser querido, una amenaza a la propia vida, una
enfermedad incapacitante o la pérdida del puesto de trabajo; o también a otros tipos de
acontecimientos que están fuertemente influidos por la propia persona, como es el caso de los
divorcios, tener un hijo o someterse a un examen importante.
La última categoría de estresores psicosociales son estresores cotidianos, que se refieren
al cúmulo de molestias, imprevistos y alteraciones en las pequeñas rutinas cotidianas. Y que
corresponden a una serie de pequeñas cosas que pueden irritarnos o perturbarnos en un momento
dado. En esta categoría se incluirían: los problemas de tipo práctico (perder algo, un atasco de
tráfico, quedarse sin dinero, etc.); los sucesos fortuitos (fenómenos meteorológicos, rotura de
objetos, etc.); y los problemas sociales (discusiones, decepciones, problemas familiares, etc.).
Además, existen los estresores biogénicos, que son mecanismos físicos y químicos que
disparan directamente la respuesta de estrés, sin la mediación de los procesos psicológicos.
Ejemplo de este tipo de desencadenantes son determinadas sustancias químicas, tales como las
anfetaminas, la fenilpropanolona, la cafeína, la teobromina, la teofilina o la nicotina, y ciertos
factores físicos, como los estímulos que provocan dolor, el calor extremo o el frío extremo.

2.2. El proceso
El estudio del estrés como un proceso psicológico, aborda a éste como una serie de
subprocesos cognitivos y emocionales, que van entrando en funcionamiento a medida que se
procesa la información proveniente del exterior y/o del propio organismo. Este proceso, como se
representa en la Figura 16.1, se compone de dos grandes bloques. En primer lugar, se produce un
procesamiento de tipo automático por medio de los mecanismos pre-atencionales, que en función
de las características físicas de la propia estimulación, es el responsable de poner en
funcionamiento una respuesta emocional ante el estresor. Seguido de un segundo bloque de
procesamiento controlado, que cumple las funciones de identificación, valoración y toma de
decisiones frente al estresor. Este segundo bloque que corresponde a los procesos mediacionales
controlados, supone un proceso perceptual individualizado y vulnerable a predisposiciones
biológicas, factores estructurales, historia personal de aprendizaje, experiencias previas y fuentes
disponibles de afrontamiento.

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------------------------------------
Insertar Figura 16.1
------------------------------------
Así pues, dentro de los factores implicados en el proceso del estrés, podemos distinguir
varios componentes:
La reacción afectiva, que forma parte de la valoración automática de la situación o del
desencadenante del proceso. Corresponde a una primera evaluación automática, o automatizada
por el uso, de la situación en términos de sí es amenazante o no para el organismo. Esta
evaluación automática es muy rápida, corresponde a lo que Öhman (1986, 1993) denomina
“reacción afectiva”, y es predominantemente afectiva y no consciente. Esta reacción afectiva está
constituida por el patrón de respuesta funcional de orientación-defensa. Estos dos patrones son
en cierta medida antagónicos entre sí y aparecen ante condiciones ambientales inespecíficas, antes
de que sean procesadas. Una respuesta de orientación corresponde a un proceso
fisiológico/cognitivo de respuesta emocional de curiosidad o aceptación de los estímulos,
preparando el organismo para su recepción y análisis; mientras que una respuesta de defensa
corresponde con una respuesta emocional negativa o de rechazo de los estímulos, preparando el
organismo para defenderse de ellos.
En lo que se refiere el proceso controlado, Smith y Lazarus (1993) postulan que los
elementos fundamentales que configuran la valoración cognitiva tienen tres niveles de análisis: los
componentes de la valoración, el núcleo de temas relacionados y las diferencias individuales.
A.- Los componentes de la valoración, configuran el primer nivel de análisis, que es de tipo
molecular, y que describe los juicios específicos hechos por una persona para evaluar una situación
como daño o beneficio particular.
B.- El segundo nivel de análisis, que es molar, recoge el núcleo de temas relacionados y
combina los componentes de la valoración individual dentro de “resúmenes”, o quizá más
adecuadamente, configuraciones organizadas de significados relacionados denominados núcleo
de tema relacionado. Un núcleo de tema relacionado es simplemente el daño o beneficio central
que subraya cada una de las emociones negativas y positivas, es decir, cada tipo de emoción tiene
un núcleo de tema relacionado propio. Así, por ejemplo, el núcleo de tema relacionado de la ira
es “una ofensa degradante contra mí o los míos”, o para el caso del miedo “Un peligro físico,
inmediato, concreto y abrumador”.
C.- Por último, tendremos un tercer nivel de análisis, que recoge el componente individual
de valoración, en el cual se describen las cuestiones específicas evaluadas en la valoración, el
núcleo de temas relacionados captura eficientemente la relación central de significado derivada
de la configuración de respuestas a esa valoración de cuestiones.
Además hay otra diferenciación importante a tener en cuenta en el proceso de valoración
propuesto por Lazarus y cols. y es la existencia de dos momento o dos pasos a la hora de realizar
la valoración: En un primer momento tiene lugar la valoración primaria que concierne al “sí” y el
“cómo” una situación es relevante para el bienestar de la persona. En ella la persona decide si los
resultados que se prevén en una situación dada tendrán consecuencias para su bienestar de forma
positiva, negativa o, por el contrario, son irrelevantes. Y, posteriormente se realiza, la valoración
secundaria que se refiere a los recursos y opciones de la persona para hacer frente a la situación.
En ella la persona decide sobre lo que debe o puede hacer, tras la evaluación de la situación.
Los componentes implicados en la valoración primaria son la relevancia motivacional
y la congruencia o incongruencia motivacional. La relevancia motivacional es una evaluación que
alude a los compromisos personales y al grado en que la situación es relevante para la persona.
Mientras que la congruencia motivacional se refiere a sí la situación es consistente o inconsistente

-254-
con los deseos y las metas de la persona.
La primera valoración o valoración de las demandas de la situación es un proceso mediante
el cual la persona evalúa las demandas de la situación y realiza cambios en su forma de actuar en
función de como él la valora. Hay tres tipos de valoración del medio y sus demandas, la valoración
irrelevante, la valoración benigno-positiva y la estresante. Estas tres categorías no son excluyentes
entre sí, y toda condición tendrá un cierto grado de las tres.
A.- La valoración como irrelevante de una condición estimular, hace referencia a los casos
en los que se valoran las demandas del entorno como indiferentes, que no conllevan implicaciones
para la persona y/o no tiene interés por sus consecuencias. La reacción emocional que se produce
en este caso es neutra y agota el proceso.
B.- La valoración como benigna-positiva de una condición estimular, se produce en los
casos en los que se evalúa el medio y a las demandas de este como favorables para lograr o
mantener el bienestar personal. Esta valoración conlleva una respuesta emocional placentera, tal
como alegría, felicidad, amor, etc., no desencadenando la respuesta de estrés. Es poco usual que
una condición sea evaluada como totalmente benigna o positiva.
C.- Por último, la valoración de las condiciones estimulares puede clasificar a estas de
estresantes, las cuales a su vez pueden valoradas de tres formas diferentes:
! La valoración estresante que implica daño o pérdida, se produce cuando la persona
tiene algún prejuicio ante esta condición por haber sufrido anteriormente algún tipo de
lesión física, daño social o deterioro en su autoestima. La valoración de una condición
dentro de esta categoría supone la inmediata movilización del patrón de respuesta de
estrés, sin que tenga que mediar ningún otro proceso cognitivo-emocional.
! La valoración de una situación como generadora de amenaza, se produce por la
anticipación de daños o pérdidas, que aún no le han ocurrido a la persona, pero que él
prevé que pueden acontecer si no hace algo para evitarlo. Así pues, implica la valoración
del potencial lesivo del estresor, al tiempo que moviliza emociones negativas y la segunda
valoración para buscar un afrontamiento anticipativo.
! La valoración de una situación como desafío supone, como en el caso anterior, una
anticipación de daños o pérdidas, pero en este caso valorando los recursos necesarios para
dominar la situación. Así pues, implica la valoración de la capacidad de control de la
situación, al tiempo que moviliza emociones positivas y la segunda valoración.
Las valoraciones de amenaza y desafío no son excluyente entre sí, es decir, muchas
condiciones estresantes son en parte valoradas como amenaza y en parte como desafío. Por lo
tanto, la respuesta al estrés no es general o unitaria, sino que se diversifica según los resultados
de la primera valoración.
Por su parte, los componentes implicados en la segunda valoración son la
responsabilidad, el potencial de afrontamiento enfocado al problema, el potencial de afrontamiento
enfocado a la emoción y las expectativas futuras. La responsabilidad determina quién o qué (uno
mismo, otra persona o alguna cosa) es el responsable del mérito (si es congruente
motivacionalmente) o de la culpa (si es motivacionalmente incongruente) en función de los
resultados de la situación y, por lo tanto, quién o qué podrían ser objeto del esfuerzo para
enfrentarse a la situación. Los dos componentes de potencial de afrontamiento corresponden con
los dos tipos de recursos o medios para reducir las discrepancias entre las circunstancias y, los
deseos y motivaciones que uno tiene. El potencial de afrontamiento enfocado al problema o
capacidad de enfrentarse al problema, implica evaluaciones acerca de la habilidad de la persona
para actuar directamente sobre la situación y solucionarla o para llegar a un acuerdo con los
deseos de la persona. Y el potencial de afrontamiento enfocado a la emoción, se refiere a las

-255-
perspectivas percibidas de ajustarse psicológicamente a la situación modificando la interpretación
de la misma, los deseos o las propias creencias. Por último, las expectativas futuras se refieren a
las posibilidades de realizar cambios en la situación actual o psicológica, que podrían hacer que
la situación pareciese más o menos congruente motivacionalmente.
La segunda valoración es una valoración de recursos, que corresponde con la apreciación
del repertorio de comportamientos o habilidades necesarias para hacer frente a la situación
estresante. En esta fase el proceso se moviliza cuando se ha producido una valoración estresante
como amenazante o desafiante, es decir, una valoración de que hay que actuar sobre el medio para
evitar el daño. La valoración se centra en evaluar si puede hacer algo para enfrentarse con éxito
a la situación, es decir, se anticipa la capacidad de los recursos de afrontamiento. Por lo tanto, esta
valoración está condicionada por las capacidades y recursos, que la persona posee; al tiempo, que
el resultado de esta valoración está muy determinado por la valoración primaria, pues el que la
persona valore que puede controlar o no una situación de estrés depende directamente de las
demandas percibidas en ésta.
El resultado de esta segunda valoración puede ser que la persona posea estrategias eficaces
para evitar el daño, en cuyo caso se movilizará la siguiente fase del proceso que es la movilización
de las propia respuestas; o bien, que no posea estrategias eficaces para evitar el daño anticipado,
lo cual movilizará la respuesta de estrés y agotará el proceso cognitivo-afectivo. En cualquier caso
se va a producir un proceso de reevaluación, es decir, de replanteamiento de la primera valoración
a la luz de los recursos que existen para enfrentarse a la situación.
Por último, tiene lugar la fase de selección de la respuesta, es la elección que la persona
realiza, de acuerdo con las valoraciones que ha hecho anteriormente, de entre las posibles
respuestas que puede utilizar, la que estima más adecuada para hacer frente a las demandas
percibidas. Las respuestas seleccionadas para actuar pueden ser o bien específicas para esa
situación, o bien generales que sirven para una amplia gama de situaciones. Si no se dispone de
ninguna respuesta de estos dos tipos, el sujeto o bien despliega una nueva respuesta o permanece
pasivo desencadenando la respuesta de estrés.

2.3. El afrontamiento
El afrontamiento es una preparación para la acción, que se moviliza para evitar los daños
del estresor. Por lo tanto, el afrontamiento es un conjunto de esfuerzos tanto cognitivos como
comportamentales, constantemente cambiantes, que se desarrollan para manejar las demandas
específicas externas e internas, que son evaluadas como excedentes o desbordantes de los recursos
del individuo.
Son muchas las formas en que se puede concretar el afrontamiento, es decir, hay múltiples
estrategias de afrontamiento que pueden utilizarse frente al estrés. En La Tabla 16.1 se recogen
las dieciocho estrategias de afrontamiento del estrés, que han sido definidas a lo largo de la
literatura científica (Fernández-Abascal, 1997).
------------------------------
Insertar Tabla 16.1
------------------------------
El uso de estrategias de afrontamiento no siempre es positivo, incluso aunque tenga éxito
en eliminar el estresor, es decir, el afrontamiento siempre tiene un precio. El coste que pagamos
por el uso del afrontamiento se concreta en: fatiga, sobregeneralización y efectos secundarios del
propio afrontamiento.
Por una parte, si el afrontamiento es un esfuerzo cognitivo y/o conductual,
independientemente de que la estrategia de afrontamiento seleccionada tenga éxito o no en

-256-
eliminar el estresor, el proceso en sí mismo conlleva una fatiga. Fatiga que puede llegar a tener
las mismas consecuencias negativas que el propio estresor, ya que las demandas prolongadas de
respuestas de afrontamiento agotan la capacidad psíquica y limitan los recursos de persona.
Por otra parte, cuando una estrategia de afrontamiento es utilizada con éxito frente a un
estresor determinado, se persiste en su uso en nuevas situaciones en las que aun no ha demostrado
su eficacia. Es la tendencia a sobregeneralizar el uso de estrategias de afrontamiento que
anteriormente han tenido éxito, aunque en esas nuevas situaciones puede que no sea la más
adecuada e incluso puede ser contraproducente. De forma equivalente, aunque inversa, si una
estrategia de afrontamiento fracasa, la sobregeneralización lleva a dejar de utilizarla ante
situaciones en las que si pudiese ser exitosa, pudiendo llegar incluso a generar situaciones de
indefensión. Esta tendencia a la sobregeneralización lo que hace es reducir progresivamente
nuestras capacidades de afrontamiento.
Por último, el propio afrontamiento, aunque sea exitoso, puede ser pernicioso en sí mismo.
En algunos casos el proceso de afrontamiento es directamente patógeno, como en el caso del
afrontamiento activo para personas con riesgos coronarios, ya que su empleo provoca la
activación del sistema cardiovascular, agravando su problemática. En otros casos, el proceso de
afrontamiento interfiere con la salud, como por ejemplo cuando el control es difícil de ejercer, que
tiene como efecto secundario el generar altos niveles de ansiedad y de activación simpática,
semejantes a los que producen los estímulos aversivos incontrolables.
Basándose en esa tendencia a la sobregeneralización en el uso de estrategias de
afrontamiento, se producen formas personales o estilos de afrontamiento, que son la forma
característica y relativamente estable que las personas tienen de enfrentarse a las situaciones
estresantes. Englobando los datos existentes en la actualidad sobre los estilos de afrontamiento
(Fernández-Abascal, 1997), podemos decir que existen tres dimensiones básicas a lo largo de las
cuales se sitúan los diferentes estilos de afrontamiento posibles, estas dimensiones son:
A.- El método empleado en el afrontamiento, dentro de la cual podemos distinguir:
! El estilo de afrontamiento activo, es decir, aquél que moviliza esfuerzos para los
distintos tipos de solución de la situación
! El estilo de afrontamiento pasivo, es decir, aquél que se basa en no hacer nada
directamente sobre la situación, sino simplemente espera a que cambien las condiciones.
! El estilo de afrontamiento de evitación, es decir, el que se basa en intentar evitar o huir
de la situación y/o sus consecuencias.
B.- La focalización del afrontamiento, dentro de la cual podemos distinguir:
! El estilo de afrontamiento dirigido al problema, es decir, a manipular o alterar las
condiciones responsables de la amenaza.
! El estilo de afrontamiento dirigido a la respuesta emocional, es decir, a reducir o
eliminar la respuesta emocional generada por la situación.
! El estilo de afrontamiento dirigido a modificar la evaluación inicial de la situación, es
decir, a la reevaluación del problema.
C.- La actividad movilizada en el afrontamiento, dentro de la cual podemos distinguir:
! El estilo de afrontamiento cognitivo, es decir, aquel cuyos principales esfuerzos son de
tipo cognitivo.
! El estilo de afrontamiento conductual, es decir, aquel cuyos principales esfuerzos están
formados por comportamiento manifiesto

2.4. La activación fisiológica


Una de las principales consecuencias del estrés es la respuesta de ataque o huida, o

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reacción de alarma, definida por Cannon (1932). Esta reacción de ataque o huida, es un
mecanismo de emergencia que ante una amenaza y en un período muy corto de tiempo -pocos
segundos- energiza el organismo capacitándolo para responder de forma adecuada ante la
amenaza, atacando o huyendo de la misma. Los componentes de esta respuesta son principalmente
fisiológicos y corresponden a una descarga del sistema nervioso autónomo mediante su rama
simpática, lo cual activa una serie de órganos diana de forma directa y facilita la liberación de
hormonas por la médula suprarrenal -adrenalina y noradrenalina- que a su vez actúan sobre los
mismos órganos diana y sobre otros periféricos que carecen de inervación simpática directa. Al
mismo tiempo se incrementa la activación del sistema somático, aumentando el tono muscular y
la frecuencia respiratoria.
El resultado final de esta reacción de alarma es un aumento en la dilatación bronquial y en
la capacidad respiratoria general, lo cual junto con una elevación de la frecuencia cardiaca,
produce un mayor flujo de oxígeno a todos los órganos, especialmente al cerebro y músculos, para
facilitar una mejor toma de decisiones y ejecución; redistribución de la sangre circulante y
liberación de glóbulos rojos en la sangre, para prevenir hemorragias; una dilatación pupilar y un
aumento de la atención y eficacia perceptiva, especialmente de la visión. Es decir, una preparación
para afrontar un ataque o una huida.
Selye, que dedicó sus estudios sobre el estrés precisamente a sistematizar sus
consecuencias, recogió los planteamientos de Cannon y los integró dentro de lo que definió como
el patrón de respuesta al estrés, conocido como síndrome general de adaptación.
El síndrome general de adaptación es un patrón de respuesta no específica que implica
un esfuerzo del organismo por adaptarse y sobrevivir. Es un síndrome o conjunto de reacciones
que conforma un patrón típico de respuesta. Este patrón es general, frente a las reacciones locales
-síndrome local de adaptación- producidas por agresión, por ejemplo física o química, a un órgano
específico. En el caso del síndrome general de adaptación, la agresión se produce mediante los
sistemas perceptivos no locales y la respuesta es independiente del tipo de agresión. Y, por último,
es adaptativa por cuanto siempre implica un esfuerzo del organismo para sobrevivir.
La reacción de alarma, que se produce en primer lugar, y que es la forma de reaccionar
el organismo cuando se ve expuesto ante condiciones para las que no está adaptado. Esta reacción
a su vez tiene dos momentos o fases, la de choque, que es la reacción inicial e inmediata -
corresponde con la reacción de ataque o huida de Cannon-; y la de contra-choque, que es una
reacción de rebote, y se produce por efectos de los mecanismos homeostáticos, que intentan
contrarrestar los efectos del choque y retornar al organismo a los niveles previos al inicio de la
respuesta. La activación que se produce durante esta fase se debe a la activación de los ejes neural
y neuro-endocrino, que se exponen posteriormente.
El estado de resistencia, al que se llega cuando las condiciones estresantes se mantienen
en el tiempo y el organismo se encuentra ante la imposibilidad de mantener de forma continuada
la activación que implica una reacción de alarma ante un estresor. Cuando la reacción de alarma
no ha sido suficiente para eliminar el estresor y éste se mantiene, el organismo pasa a la fase de
resistencia, que en muchos aspectos es una adaptación de la de alarma, pero que le permite seguir
manteniendo unos altos niveles de activación fisiológica. La activación que se produce durante
esta fase se debe al eje endocrino.
La fase de agotamiento, si persiste el mantenimiento de las condiciones estresoras, el
seudo-equilibrio obtenido en la fase de resistencia se pierde, produciéndose el agotamiento del
propio organismo por falta de reservas para seguir manteniendo estos niveles de activación,
llegando en sus últimos extremos al estado de coma y muerte del mismo.
Si antes de haberse pasado a la fase de agotamiento del síndrome general de adaptación,

-258-
éste se ve interrumpido por la a parición de un nuevo estresor, la consecuencia será que no se
producirá fase de contra-choque o de resistencia, sino que se iniciará de nuevo una fase de choque
que puede llegar a pasar directamente a la fase de agotamiento.
Además de las reacciones fisiológicas, estas fases van acompañadas de respuestas
emocionales. Así la primera de estas fases puede ir acompañada de emociones tanto positivas
como negativas, sin embargo las siguientes fases dependientes del eje endocrino van acompañadas
casi exclusivamente de emociones negativas, como consecuencia de un aumento en el cortisol
circulante en sangre.
Como hemos visto las consecuencias fisiológicas del estrés, definidas en el síndrome
general de adaptación, es genéricamente un aumento general de la activación del organismo,
aunque esta activación dependiendo de la fase implicada tendrá como responsable la activación
selectiva de diferentes mecanismos neurales, neuro-endocrinos y endocrinos. Estos mecanismos,
ejes o sistemas de respuesta son diferentes, aunque complementarios entre sí, y dependen de la
duración e intensidad de las condiciones desencadenantes.
El eje neural, se refiere a los tres sistemas nerviosos, implicados por este eje y que
corresponden con los sistemas nerviosos simpático, parasimpático y somático. Estos tres caminos
son los primeros que se activan en la respuesta de estrés debido a que su vía de actuación es
completamente neural. La estimulación simpática causa un efecto excitador en ciertos órganos e
inhibidor en otros. Análogamente la estimulación parasimpática unas veces excita y otras inhibe.
Estos dos sistemas de cuando en cuando actúan recíprocamente, cuando la estimulación simpática
excita un órgano determinado, la parasimpática suele inhibirlo. Sin embargo, la mayor parte de
los órganos están controlados sobre todo por uno de los dos sistemas. El efecto de la activación
del sistema nervioso autónomo es rápido, pero no sostenido, debido a la incapacidad del mismo
para liberar de forma continuada los neurotransmisores, mediadores del cambio de actividad en
los órganos terminales. Por último existe evidencia de que el sistema somático es también un
blanco principal de la activación inmediata de la respuesta de estrés. Esta activación si es excesiva
puede producir multitud de disfunciones neuromusculares así como una excitación límbica
incrementada y por lo tanto una activación emocional aumentada.
El eje neuro-endocrino, entra en funcionamiento para mantener la respuesta de estrés
durante un período más prolongado de tiempo. El sistema neuro-endocrino, que es un sistema
mixto neural y endocrino. La estimulación simpática activa la médula suprarrenal que constituye
la parte central de las glándulas suprarrenales, estas glándulas están situadas sobre el polo superior
de cada riñón; esta activación provoca la liberación de grandes cantidades de noradrenalina y
adrenalina hacia la sangre circulante. Aproximadamente el 20% de la secreción es de noradrenalina
y el 80% de adrenalina, aunque las proporciones relativas de estos dos productos pueden cambiar
según las condiciones fisiológicas. Su efecto es un incremento en la actividad adrenérgica somática
y las consecuencias son funcionalmente idénticas a las que produce la inervación simpática directa,
excepto en que sus efectos duran de 5 a 10 minutos porque estas hormonas se eliminan lentamente
de la sangre.
El eje endocrino, es el tercero en entrar en funcionamiento y produce las respuestas al
estrés más prolongadas. Este eje puede subdividirse a su vez en cuatro subejes. El más importante
de los cuales es el eje hipófiso-córtico-suprarrenal. La organización de la respuesta córtico-
suprarrenal se realiza a tres niveles: el hipotálamo, la hipófisis y la propia corteza suprarrenal. La
actuación del eje hipófiso-córtico-suprarrenal favorece la producción de glucocorticoides (cortisol
y corticosterona) en las células de la capa fasciculada de la corteza suprarrenal, esta producción
se realiza gracias a la acción de la hormona adrenocorticotropa (ACTH) -hormona de la hipófisis
anterior-, que una vez en sangre alcanza estas células suprarrenales, interactuando con los

-259-
receptores específicos para favorecer la esteroidogénesis a partir del colesterol y producir los
glucocorticoides.
El cortisol ejerce un feedback negativo sobre la producción de ACTH por parte de la
hipófisis, sin embargo en situaciones estresantes este sistema de control se anula y los niveles de
ACTH y cortisol llegan a valores muy superiores a los normales, en estos casos la estimulación
nerviosa hipotalámica aumentada prevalece sobre la acción inhibidora de los corticoides
plasmáticos.
El eje hipófiso-gonadal también se ve afectado por las situaciones de estrés, las hormonas
sexuales, tanto masculinas como femeninas están controladas por el sistema hipotalámico-
hipófisis, por la acción del estrés la testosterona en los hombres disminuye y en la mujer la
disminución de las hormonas ováricas se traduce frecuentemente en amenorrea.
Otras respuestas hormonales que sufren modificaciones como consecuencia del estrés es
con aumentos considerables la prolactina, la hormona del crecimiento, la tirotropina y la tiroxina,
la insulina sufre una disminución aunque tiende a aumentar en una segunda fase.

3. RELACIÓN ENTRE ESTRÉS Y SALUD


En el apartado anterior hemos dando por válido el supuesto de Selye de que la respuesta
al estrés es general, es decir, indiferente de las condiciones estresantes y de las personas que las
producen. Aunque esa forma de respuesta al estrés debería ser la habitual, esto no siempre es así
puesto que existen dos fenómenos, complementarios entre sí, que pueden distorsionar este
principio. Tales fenómenos son la especificidad situacional y la estereotipia individual, que nos
hablan de respuestas preferidas al estrés distintas del patrón general de respuesta definido en el
síndrome general de adaptación.
El fenómeno de la especificidad situacional se refiere a la existencia de patrones de
activación psicofisiológica adecuados a situaciones estimulares particulares. Es decir, que
determinadas características de las situaciones provocan una forma particular de respuesta
psicofisiológica en todas las personas, distinta del síndrome general de adaptación. Así por
ejemplo, las situaciones en las que se produce la “visión de sangre”, producen un patrón de
respuesta que en buena medida es contrario al síndrome general de adaptación. El responsable de
la especificidad situacional es una preparación genética para responder a determinadas situaciones.
El fenómeno de estereotipia individual en la respuesta, hace referencia a la forma
característica de responder cada persona con su sistema fisiológico. Así por ejemplo, ante una
situación de estrés como es “preparar exámenes” no todas las personas responden igual, unos
generan molestias de estómago, otros dolores de cabeza, etc.; y además esas personas tienen a
responder siempre de la misma manera ante diferentes situaciones de estrés. En contraste con la
especificidad de respuesta a las situaciones, este concepto muestra que cada sujeto en particular
puede llegar a desarrollar una forma personal de respuesta al estrés. Aunque especificidad de
respuesta y estereotipia individual, pueden parecer conceptos contradictorios, no lo son. Así, la
especificidad de respuesta hace referencia a la tendencia de respuesta ante un estímulo por parte
de un grupo de personas; mientras que la estereotipia individual, hace referencia a la tendencia de
respuesta de una persona ante un grupo de situaciones estimulares. Pero además, como hemos
mencionado ambos conceptos son complementarios ya que estos fenómenos se producen por
interacción de ambos, es decir, estas especificidades tienden a producirse en determinadas
personas y determinadas condiciones.
Ambos fenómenos, aunque con mayor insistencia en el segundo de ellos, son los que se
han propuesto como responsables de los efectos negativos que el estrés tiene sobre la salud.
Veamos los principales modelos que nos proponen la unión entre estrés y salud.

-260-
El primer modelo es el de la respuesta estereotipada de Sternbach (1966), según el cual
una frecuente activación de la respuesta de estrés daría lugar a que se desarrollase un fallo en los
mecanismos homeostáticos de un determinado órgano, produciendose desde ese momento una
respuesta estereotipada, lo que haría que apareciera siempre el mismo patrón de respuesta ante
cualquier tipo de condiciones, y con lo cual ese órgano diana llegaría a dañarse por efecto del
estrés (ver Figura 16.2).
-------------------------
Insertar Figura 16.2
-------------------------
Lachman (1972) propone un modelo de predisposición debido a factores genéticos y
ambientales. Según este modelo el desarrollo de una respuesta estereotipada en un órgano diana
se debería, por una parte, a una predisposición biológica, que harían que el órgano genéticamente
más débil sea el que antes sufra los efectos negativos del estrés y; por otra parte, que factores de
tipo ambiental (la alimentación, los traumatismos físicos y los procesos infecciosos) harían que en
un determinado momento un órgano tenga menor capacidad de soportar el estrés y genere una
estereotipia de respuesta (ver Figura 16.3).
------------------------
Insertar Figura 16.3
------------------------
El modelo conductual de Stoyva (1976) toma como punto de partida el modelo de
respuesta estereotipada de Sternbach. Dada cualquier situación, aunque esta sea transitoria, en la
que se dé una alta frecuencia de respuesta al estrés, un fallo en los mecanismos homeostáticos o
una respuesta estereotipada, tendrá como consecuencia la aparición de unos síntomas que se
manifestaran en un contexto social, síntomas que van a ser susceptible de recibir refuerzo social
-atenciones, cuidados, etc.- lo cual va a ser el responsable de potenciar y mantener tal estereotipia
de respuesta al estrés (ver Figura 16.4).
------------------------
Insertar Figura 16.4
-------------------------
El modelo de disrregulación de Schwartz (1977) que propone como responsable a
situaciones de estrés autogeneradas por la interpretación que la persona realiza de la situación, es
decir, por las expectativas, el estado de ánimo y los pensamientos, que le hacen responder con una
alta intensidad ante situaciones que carecen totalmente de peligro. Todo ello llevaría al fallo
homeostático, la respuesta estereotipada y sus efectos nocivos sobre la salud de los órganos diana
(Ver Figura 16.5).
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Insertar Figura 16.5
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Estos procesos, que no son excluyentes entre sí, son los responsables de que todas las
personas no seamos iguales ante el estrés. Como consecuencia de ello nos encontramos que unas
personas trabajan mejor cuando están bajo condiciones de estrés, que otros desarrollan una ulcera
de estómago o que otras sufran un infarto de miocardio. En la Tabla 16.2 se presentan los
trastornos psicofisiológicos que más frecuentemente aparecen asociados al estrés y que son
consecuencia de la alteración del síndrome general de adaptación.
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Insertar Tabla 16.2
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-261-
4. EVALUACIÓN DEL ESTRÉS
El estrés, al ser un proceso complejo, presenta formas de evaluación parciales enfocadas
a los diferentes momentos y elementos del propio proceso (una revisión más exhaustiva puede
verse en Fernández-Abascal y Martín, 1995c). Así nos encontramos con procedimientos de
medida mediante autoinforme de los desencadenantes del estrés, los correlatos cognitivo-afectivo
o el afrontamiento; que es en los aspectos que nos centraremos aquí. Pero además existe toda una
serie de procedimientos de evaluación psicofisiológica que se escapa de los objetivos de este
capítulo (Fernández-Abascal y Roa, 1993).
En la Tabla 16.3 se recogen los principales instrumentos de medida de desencadenantes
psicosociales del estrés.

TABLA 16.3
Medida de los desencadenantes del estrés
Instrumento Autores
La Escala de Reajuste Social Holmes y Rahe (1967)
La Escala de Experiencias Vitales Sarason, Johnson y Siegel (1978)
La Escala de Contrariedades Kanner, Coyne, Schaefer y Lazarus (1981)
El Inventario de Experiencias Vitales Kohn, Lafreniere y Gurevich (1990)
Recientes para Estudiantes Universitarios

El instrumento pionero y, al mismo tiempo, el más extendido es la “Escala de Reajuste


Social” de Holmes y Rahe (1967). La escala consta de una lista de 43 sucesos vitales ordenados
de más a menos estresante, aunque no todos los sucesos estresantes tienen que producir cambios
indeseables, algunos de ellos son considerados como cambios positivos. Esta escala ha sufrido
varias críticas, entre ellas que no permite a los individuos valoraciones subjetivas de la situación
estresante (Lazarus y Folkman, 1984; Sarason, Sarason y Johnson, 1985). Otros investigadores
han argumentado que los acontecimientos estresantes indeseables son mejores predictores de
enfermedad que los deseables (Paykel, Prusoff y Uhlenhuth, 1971) visto el énfasis de Holmes y
Rahe considerando cualquier cambio, deseable o indeseable, como estresante. Otros autores
consideran que las molestias menores o acontecimientos diarios de menor importancia son
predictores más importantes de enfermedad que los acontecimientos vitales principales (Kanner,
Coyne, Schaefer y Lazaras, 1981). Por último, Hudgens (1974), considera que 29 de los 43
sucesos de esta escala son frecuentemente síntomas o consecuencias de trastornos físicos.
La “Escala de Experiencias Vitales” de Sarason, Johnson y Siegel (1978) consta de 57
elementos con contenidos similares a los de la escala anterior. Los elementos se evalúan
separadamente respecto a dos criterios: deseabilidad e impacto. Una de las críticas que se le hace
a esta escala por Brown (1989) es que en la práctica la mejora predictiva aportada por esta escala
ha sido mínima, ya que sigue utilizando la suma de acontecimientos vitales ocurridos en un
determinado intervalo temporal.
La “Escala de Contrariedades” de Kanner, Coyne, Schaefer y Lazarus (1981) mide sucesos
diarios menores. Originariamente desarrollaron dos inventarios separados pero relacionados, la
propia Escala de Contrariedades y la Escala de Excitaciones. El solapamiento existente entre los
acontecimientos vitales y las molestias diarias, fue explicado por Lazarus (1984) como una
evidencia de que los acontecimientos vitales tienen algunos efectos en las rutinas diarias, pero que

-262-
la mayoría de las rutinas diarias son independientes de los acontecimientos vitales. Algunas críticas
que se recogen de esta escala son las de Kohn, Lafreniere y Gurevich (1990) que indican que los
elementos presentan contaminación por reflejar problemas de salud físicos y psíquicos.
El “Inventario de Experiencias Vitales Recientes para Estudiantes Universitarios” de Kohn,
Lafreniere y Gurevich (1990), su especificidad se justifica, según sus autores, en primer lugar a
que son una población muy utilizada en investigación y por las peculiaridades de la experiencia
en la universidad, lo que les hace idóneos para desarrollar medidas especiales en el área del estrés.
En la Tabla 16.4 se recogen una serie de auto-informes que nos permiten explorar
correlatos cognitivo-afectivo del estrés, mediante la evaluación de variables emocionales,
fisiológicas y de personalidad en él implicadas.

TABLA 16.4
Medida de los efectos del estrés
Instrumento Autores
El Inventario de Conductas de Salud Millon, Green y Meagher (1982)
El Inventario de Estrés y Síntomas Everly y Sobelman (1987)
El Perfil de Estrés Derogatis (1980, 1987)

El “Inventario de Conductas de Salud” de Millon, Green y Meagher (1982) es un


instrumento desarrollado con el objetivo de facilitar los pasos requeridos para formular un plan
de tratamiento del estrés. Para Everly y Sobelman (1987) se trata del mejor de los inventarios de
amplio espectro de esta clase.
El “Inventario de Estrés y Síntomas” de Everly y Sobelman (1987), es un instrumento que
valora 20 estados cognitivo-afectivos que correlacionan altamente con la activación de las
respuestas de estrés.
El “Perfil de Estrés” de Derogatis (1980, 1987), es un instrumento que valora respuestas
emocionales, variables mediacionales, de personalidad y sucesos medio-ambientales.
En la Tabla 16.5 se recogen los principales instrumentos de medida del afrontamiento, así
como las estrategias de afrontamiento que explora cada uno de ellos. Como puede verse se
recogen la tipología de Meichenbaum y Turk (1982); el “Inventario Multidimensional de
Afrontamiento” de Endler y Parker (1990); el “Inventario de Tipos de Afrontamiento” de
Folkman, Lazarus, Dunkel-Schetter, DeLongis y Gruen (1986); el “Catálogo de Afrontamiento”
de Schreurs, Willige, Tellegen y Brosschot (1987); el COPE o “Estimación del Afrontamiento”
de Carver, Scheier y Weintraub (1989); el “Inventario de Estrategias de Afrontamiento” de
Holroyd y Reynolds (1982); el “Inventario Breve de Propensión a la Enfermedad” de Eysenck
(1991) y el “Inventario de Estrategias y Estilos de Afrontamiento” de Fernández-Abascal (1997).
Como puede apreciarse hay una gran variedad tanto en el número de estrategias que oscila entre
tres y dieciocho, como en la terminología utilizada para definirlos.
----------------------------
Insertar Tabla 16.5
----------------------------
5. INTERVENCIÓN EN EL ESTRÉS
La modificación de los efectos negativos del estrés, deberán abordarse siguiendo la misma
secuenciación temporal en que hemos visto que se desencadena el proceso del estrés. De esta
manera, habrá que intervenir en primer lugar sobre los desencadenantes, mediante procedimientos

-263-
conductuales tales como las técnicas de “control estimular” y de “autocontrol”; posteriormente,
sobre los procesos de valoración cognitiva y afectiva, mediante procedimientos de intervención
cognitiva tales como las técnicas de “solución de problemas” y de “reestructuración cognitiva”;
y, por último, sobre las propias consecuencias del estrés, mediante procedimientos de intervención
fisiológica tales como las técnicas de “desactivación” y “biofeedback”.
Aquí nos centraremos exclusivamente en las técnicas destinadas a actuar sobre las
consecuencias de estrés, ya que se trata de procedimientos de intervención desarrollados
específicamente para intervenir en el estrés y sus alteraciones emocionales; mientras que el resto
de los procedimientos de intervención son de uso más general.
Tenemos en primer lugar las técnicas de desactivación que son procedimientos que tienen
como finalidad el reducir los niveles de activación fisiológica, es decir, producir estados de
relajación. Estas técnicas pueden actuar de dos modos diferentes, o bien modificando directamente
la propia activación fisiológica, o bien modificando los efectos que la actividad cognitiva tiene
sobre ella. Estos dos tipos de procedimientos se basan en vías de acción diferentes. Pero a su vez,
la manipulación de los niveles de activación fisiológica se puede realizar mediante: ejercicios de
tensión-distensión o mediante ejercicios de respiración. Aunque la mayoría de los procedimientos
de relajación mezclan estos tres tipos de estrategias, podemos clasificar las técnicas de
desactivación en función del peso que dan a cada uno de estos elementos en tres categorías: las
basadas en ejercicios de tensión-distensión, las basadas en procedimientos de respiración, ambas
a su vez manipularían directamente la activación fisiológica, y las basadas en procedimientos de
imaginación mental. En la Tabla 16.6 se recogen las principales técnicas de desactivación,
clasificadas en función de esta categorización de los procesos de inducción.

TABLA 16.6
Técnicas de relajación según los procedimientos de inducción
Tensión-distensión Respiración Imaginación
! Relajación progresiva ! Respiración ! Entrenamiento autógeno
! Programa de entrenamiento en diafragmática ! Relajación controlada por sugestión
relajación ! Meditación Zen ! Auto-hipnosis
! Secuencia de entrenamiento en ! Yoga ! Respuesta de relajación
relajación ! Relajación condicionada al metrónomo
! Tranquilidad refleja

En segundo lugar, tenemos las técnicas de biofeedback o de retroalimentación biológica,


que son un conjunto de técnica que permiten la búsqueda y desarrollo de estrategias para
establecer un autocontrol sobre determinadas actividades fisiológicas. El biofeedback se basa en
medir la actividad fisiológica del órgano diana, es decir, la que se encuentra alterada como
consecuencia del estrés; la cual no es perceptible para la persona, y a continuación se amplifica
esa actividad para que puedan discriminarse los cambios que se produzcan en la misma por
mínimos que estos sean y, por último, se le muestran tales cambios mediante un sistema visual o
auditivo, para que pueda aprender a controlarlos.
----------------------------
Insertar Tabla 16.7
---------------------------
El entrenamiento que se realiza con el biofeedback consta de tres partes. En primer lugar,
hay que hacer una “búsqueda de estrategias” entre los recursos de la propia persona, para
encontrar por ensayo y error la más mínima modificación de la actividad fisiológica que es objeto

-264-
de entrenamiento. Es la fase en sentido estricto de biofeedback. En segundo lugar, hay que
“entrenar las estrategias” para conseguir gradualmente mayores cambios en la actividad, cada vez
más rápidos y bajo el control voluntario de la persona entrenada. En último lugar, hay que
“generalizar el entrenamiento” es decir, que la persona consiga ejercer el control sobre su
actividad fisiológica sin la necesidad de que esta sea reflejada por el instrumento de feedback, de
tal modo que pueda utilizar lo aprendido en cualquier condición, especialmente cuando se
encuentre ante una situación estresante para contrarrestar y anular las consecuencias no deseadas
del estrés.
En la Tabla 16.7 pueden verse las principales actividades que son objeto de entrenamiento
mediante procedimientos de biofeedback.
Así pues, mediante los procedimientos de desactivación y de biofeedback podemos
modificar las consecuencias negativas del estrés y, restaurar la respuesta inicial y adaptativa que
es el síndrome general de adaptación.

-265-
TABLA 16.1
Estrategias de afrontamiento utilizadas frente al estrés
Estrategias Características
Se refiere a las estrategias de afrontamiento activo enfocadas en crear un nuevo significado
Reevaluación positiva
de la situación problema, intentando sacar todo lo positivo que tenga la situación

Comprende los elementos correspondientes a sentirse desbordado por la situación y a ser


Reacción depresiva
pesimista acerca de los resultados que se espera de la misma

Significa una ausencia de aceptación del problema y su evitación por distorsión o


Negación
desfiguración del mismo en el momento de su valoración

Hace referencia a la movilización de estrategias de afrontamiento para alterar la situación,


Planificación
implicando una aproximación analítica y racional al problema

Significa tendencia a la pasividad, la percepción de falta de control personal sobre las


Conformismo
consecuencias del problema y la aceptación de las consecuencias que puedan producirse

Desconexión mental Se refiere al uso de pensamientos distractivos para evitar pensar en la situación problema

Que incluye elementos sobre la consideración del problema de una manera relativa, de auto-
Desarrollo personal estímulo y de un positivo aprendizaje de la situación, centrándose sobre todo en el desarrollo
personal

Control emocional Se refiere a la movilización de recursos enfocados a regular y ocultar los propios sentimientos

Distanciamiento Implica la supresión cognitiva de los efectos emocionales que el problema genera

Supresión de actividades Significa un esfuerzo en paralizar todo tipo de actividades, para centrarse activamente en la
distractoras búsqueda de información para valorar el problema

Se refiere al aplazamiento de todo tipo de afrontamiento hasta que no se produzca una mayor
Refrenar el afrontamiento
y mejor información sobre el problema

Implica no hacer nada en previsión de que cualquier tipo de actuación puede empeorar la
Evitar el afrontamiento
situación o por valorar el problema como irresoluble

Se caracteriza por decidir una acción directa y racional para solucionar las situaciones
Resolver el problema
problema

Se refiere a la tendencia a realizar acciones encaminadas a buscar en los demás información


Apoyo social al problema
y consejo sobre como resolver el problema

D e s c o n e x i ó n
Implica la evitación de cualquier tipo de respuesta o solución del problema
comportamental

se caracteriza por canalizar el afrontamiento hacia las manifestaciones expresivas hacia otras
Expresión emocional
personas de la reacción emocional causada por el problema

Se refiere a la búsqueda en los demás de apoyo y comprensión para la situación emocional


Apoyo social emocional
en que se encuentra envuelto

Se caracteriza por incluir en su afrontamiento elementos que buscan la evitación de la


Respuesta paliativa
situación estresante, es decir, intenta sentirse mejor fumando, bebiendo o comiendo

-266-
TABLA 16.2
Trastornos psicofisiológicos asociados al estrés
Sistema afectado Tipo de trastorno
! Enfermedades coronarias
! Hipertensión esencial
! Taquicardias
Cardiovascular
! Arritmias
! Migraña vascular
! Enfermedad y síndrome de Raynaud
! Impotencia
! Coito doloroso
Sexual
! Dismenorrea
! Alteraciones de la activación sexual
! Dermatitis atópica
Dermatológico ! Prurito
! Psoriasis
! Ulcera péptica
! Dispesia funcional
Gastrointestinal
! Colitis ulcerosa
! Síndrome de intestino irritable
! Dolor neuromuscular
! Cefalea tensional
Muscular ! Tics y temblores musculares
! Bruxismo
! Dolor miofacial
! Asma bronquial
Respiratorio
! Síndrome de hiperventilación
! Hiper e hipotiroidismo
Endocrino
! Síndrome de Cushing
Inmunológico ! Depresión de la respuesta inmune

-267-
TABLA 16.7
Actividades entrenadas con biofeedback en el tratamiento de trastornos psicofisiológicos
Actividad objeto de entrenamiento Trastornos psicofisiológico
Presión arterial sistólica y diastólica Hipertensión esencial

Frecuencia cardiaca Arritmias cardiacas

Respuesta vasomotora arteria temporal Migraña vascular

Temperatura periférica Enfermedad y síndrome de Raynaud

Respuesta vasomotora del pene Impotencia sexual masculina

Presión y temperatura paredes vaginales Dismenorrea funcional

Pletismografía vaginal Vaginismo

Temperatura periférica Psoriasis

Ulcera péptida
pH estomacal
Acidez gástrica

Reflujo esofágico
Presión esófago
Espasmo esofágico

Colon irritable
Presión colon
Diarrea funcional

Presión esfínter anal externo Incontinencia fecal

Actividad perianal Incontinencia urinaria

Actividad muscular Tensión muscular

Músculos frontal y trapecio Cefalea tensional

Músculo esternocleidomastoideo Tortícolis

Músculos masetero y temporal Bruxismo

Músculo masetero Dolor miofacial

Resistencia del aire en la respiración Asma

Ondas cerebrales theta Insomnio

-268-
FIGURA 16.1
PROCESOS AUTOMÁTICOS PROCESOS CONTROLADOS
+))))))))))))))))))),
* Reevaluación *
64444444444P4444444444444444444P444444444444444444444444447
5 ? * 5
5 +))))))))))))))))))), +)))))2))))))), +))))))))))))), 5
5 *Primera valoración * * Segunda * * Selección * 5
5 /)))))))))))))))))))1 * valoración * *de respuesta * 5
5 *Irrelevante: * /)))))))))))))1 /)))))))))))))1 5
5 * desinterés * *Evaluación de* *Afrontamiento* 5
5 * emoción neutra * *estrategias * *dirigido al * 5
5 /)))))))))))))))))))1 *de * *problema * 5
5 *Benigna-positiva: * *afrontamiento* * /)O)))))),
6444444447 5 * bienestar * *y * * * 5 *
5ReacciónK))<5 * emoción placentera* *expectativas * *Afrontamiento* 5 *
5afectiva5 5 /)))))))))))))))))))1 *de * *dirigido a * 5 *
+))))))), 5))))))))5 5 *Estresante: * *resultados: * *la emoción * 5 *
*ENTRADA/))<5Percep- 5 5 * * * * * /)O)), *
.)))))))- 5ción y 5 5 * Amenaza (previsión* * Hay * * * 5 * *
5atención5 5 * de daño) * * estrategias * * * 5 * *
944444L448 5 * Desafío (previsión/)<* eficaces /)<* * 5 * *
> * 5 * de dominio) * * * * * 5 * *
* * 5 * _ _ _ _ _ _ _ _ _ * * _ _ _ _ _ _ * * _ _ _ _ _ _ * 5 * *
* * 5 * * * * * * 5 * *
644444444447
* * 5 * Daño o pérdida * * No hay * * No hay * 5
.)))3))<5Respuestas5
* * 5 * (prejuicio ya * * estrategias * *afrontamiento* 5 +))3))<5
verbales K),
* * 5 * acaecido) * * eficaces * * * 5 * *
944444444448 *
* * 5 .))))))))0))))))))))- .))))))0))))))- .)))))0)))))))- 5 * *
644444444447 *
* * 94444444444P44444444444444444444P444444444444444P4444444448 *
.))<5Respuestas5 *
* * * ? ? * +))<5
motoras K)1
* * * 64444444444444444444444444444444444444447 * *
944444444448 *
* * .<5 Síndrome general de adaptación K))))))))- *
TABLA 16.5
Estrategias de afrontamiento e instrumentos de medida
Meichenbaum y Endler y Parker Folkman, Lazarus, Dunkel- Schreurs, Willige, Carver, Scheier y Weintraub Holroyd y Reynolds Eysenck (1991) Frenández-Abascal
Turk (1982) (1990) Schetter, DeLongis y Gruen Tellegen y Brosschot (1989) (1982) (1997)
(1986) (1987)

Autorreferente Tarea Confrontación Reacción depresiva Afrontamiento activo Problema Hipoestimulación Reevaluación positiva

Autoeficaz Emoción Distanciamiento Respuesta paliativa Planificación Reestructurado Hiperexcitación Reacción depresiva

Negativista Evitación Autocontrol Evitación y espera Supresión de actividades Evitación del Ambivalente Negación
pasiva distractoras afrontamiento

Búsqueda de apoyo social Apoyo social Refrenar el afrontamiento Apoyo social Autónomo Planificación

Aceptación de la Resolución activa de Apoyo social por motivos Auto-denigrante Racional Conformismo
responsabilidad problemas instrumentales

Huida-evitación Expresión de emoción e Apoyo social por motivos Psicopático Desconexión mental
ira emocionales

Planificación Cogniciones confortantes Desahogar las emociones Desarrollo personal

Reevaluación positiva Desconexión conductual Control emocional

Desconexión mental Distanciameinto

Reinterpretación positiva y Supresión de actividades


desarrollo personal distractoras

Negación Refrenar el afrontamiento

Religión Evitar el afrontamiento

Resolver el problema

Apoyo social al problema

D e s c o n e x i ó n
comportamental

Expresión emocional

Apoyo social emocional

Respuesta paliativa

-270-
FIGURA 16.2
Modelo de respuesta estereotipada

-271-
FIGURA 16.3
Modelo de predisposición

-272-
FIGURA 16.4
Modelo conductual

-273-
FIGURA 16.5
Modelo de disrregulación

-274-
CAPÍTULO 17
MECANISMOS COGNITIVO-CONDUCTUALES
EN LA ANSIEDAD Y EL ESTRÉS
César Avila y Mª Antónia Parcet

1. MECANISMOS PSICOLÓGICOS EN EL ESTRÉS


Con excesiva frecuencia vivimos experiencias estresantes que podemos explicar con todo
tipo de detalles. Sin embargo, el estrés es un concepto difícil de definir y cuantificar. La razón de
esta dificultad estriba en la heterogeneidad existente en los mecanismos de percepción y respuesta
a los diversos acontecimientos aversivos. A pesar de ello, el estrés es un concepto tremendamente
útil para el estudio de los factores psicológicos que contribuyen al desarrollo de la enfermedad.
Diversos problemas de salud, entre los que podríamos citar el asma, el infarto de miocardio y
alteraciones gastrointestinales e inmunológicas, se han visto retrospectivamente asociados a
experiencias vitales estresantes (McEwen, 1995).
Clásicamente se ha venido atribuyendo la relación entre estrés y enfermedad a una
alteración de la homeostasis, es decir, el estrés suponía una amenaza para el mantenimiento de la
homeostasis fisiológica (Selye, 1976). Recientemente, se ha realizado una descripción distinta de
la conexión entre el estrés y la enfermedad basada en el concepto de alostasis, que refleja la
posibilidad de que se produzcan cambios fisiológicos relevantes, manteniendo la homeostasis, por
la continua demanda de incremento de la actividad (Sterling y Eyer, 1988). Este sistema alostático
se basa en la acumulación de diversos acontecimientos aversivos o desafiantes que conduce al
desgaste de los órganos y tejidos, y que causa, a largo plazo, la enfermedad (McEwen, 1995).
El presente capítulo tiene el objetivo principal de describir dos mecanismos psicológicos
de percepción y respuesta al estrés cuya acción no tiene siempre como consecuencia la supresión
del mismo, sino el incremento de la probabilidad de tener nuevos acontecimientos estresantes en
el futuro. Estos mecanismos de círculo vicioso (el estrés conduce a más estrés) facilitarán la acción
del mecanismo alostático que lleve a la enfermedad por múltiples experiencias aversivas. Creemos,
por tanto, que investigar los mecanismos cognitivo-conductuales que conducen al estrés será un
buen sistema para poder conocer las consecuencias que produce en los individuos.
La exposición que realizaremos de los mecanismos cognitivo-conductuales que
predisponen al estrés se basará en el marco que hemos ido desarrollando en los últimos años, y se
moverá dentro de unos parámetros concretos que queremos delimitar previamente. En primer
lugar, el concepto de estrés que nos interesa no se relaciona con el estrés producido por hechos
relevantes concretos que afectan a casi todo el mundo (por ejemplo, muerte de un ser querido,
traumas físicos o pérdida del empleo), sino que nos interesa el papel de aquellos estímulos que
cotidianamente provocan pequeñas reacciones de alerta y plantean problemas para resolver, y que,
por lo tanto, no son percibidos de la misma forma por todos los individuos. Se trata del estrés será
causado básicamente por la presencia de estímulos aversivos para el individuo.
En segundo lugar, la aproximación teórica que llevaremos a cabo se centrará en la diferente
predisposición a percibir y responder de forma determinada al estrés en función de los diversos
rasgos de personalidad. Esta aproximación contrasta con otras que insisten en la importancia del
análisis de cada acontecimiento estresante en sí mismo (Lazarus y Folkman, 1984). Entre las
teorías de personalidad, destacaremos y expondremos brevemente el modelo de personalidad de
Gray, que nos servirá para poner los cimientos del planteamiento teórico que desarrollaremos.
El capítulo quedará estructurado en tres partes distintas. En la primera, expondremos
brevemente el modelo neuropsicológico de Gray en el que hemos basado nuestro trabajo, y que
será el hilo conductor del capítulo. En la segunda parte expondremos los mecanismos cognitivo-
conductuales que conducen al estrés en personalidades ansiosas. Por último, la tercera parte estará
dedicada a exponer un modelo cognitivo-conductual que explica hasta qué punto una alta
sensibilidad a la recompensa puede predisponer al estrés.

-275-
2. EL MODELO DE PERSONALIDAD Y EMOCIÓN DE GRAY
El trabajo de Gray desde finales de los años 60 ha tenido como objetivo global describir
las bases neuropsicológicas de la emoción, centrándose especialmente en el sistema límbico y sus
conexiones (Gray, 1982, 1995). Sus trabajos se han basado en la mayoría de los casos en la
investigación animal, pero sus aportaciones teóricas se han aplicado directamente al campo de la
emoción y la personalidad humana.
El modelo de Gray postula la existencia de tres sistemas independientes que interaccionan
en el control de la conducta emocional. Estos tres sistemas difieren en cuanto a los estímulos que
son capaces de activarlos, las emociones que generan y los aprendizajes que median. El más
relevante para el estudio del estrés es el Sistema de Inhibición Conductual (SIC), que se activa en
presencia de estímulos que señalan la posibilidad de recibir estímulos aversivos o no recompensas,
y estímulos nuevos. Según la descripción de Gray (1982), el SIC tiene dos modos distintos de
funcionamiento: el modo comprobador y el modo control. En el primer caso el SIC actúa como
un comparador, monitorizando toda la información ambiental con el objetivo de detectar
información relevante que pueda activarlo (en concreto, estímulos aversivos y estímulos que no
coincidan con las expectativas). La activación del SIC supone un cambio a modo control por el
que se genera un estado de ansiedad que tiene como manifestaciones conductuales la inhibición
del programa motor apetitivo que se esté llevando a cabo, y el incremento de la activación y la
atención hacia el ambiente. La activación del SIC en modo control genera las emociones de miedo
(en el caso de estímulos aversivos y nuevos) o frustración (en el caso de estímulos de no
recompensa), lo que promueve, respectivamente, los aprendizajes de evitación pasiva y extinción.
Un segundo sistema relevante es el Sistema de Aproximación o Activación Conductual
(SAC). Este sistema se activa en presencia de estímulos condicionados de recompensa o señales
de seguridad promoviendo una conducta de aproximación hacia el estímulo para conseguir las
características positivas asociadas al mismo. Este sistema genera las emociones de esperanza (en
el caso de señales asociadas a recompensa) y alivio (para las señales de seguridad), interviniendo,
respectivamente, en los aprendizajes de recompensa y evitación activa. El sistema, sin duda, menos
desarrollado es el Sistema de Lucha/Huida, que se activa en presencia de estímulos
incondicionados aversivos promoviendo las reacciones de lucha o huida. Este sistema produce las
emociones de ira y terror.
Según el modelo de Gray, en su aplicación teórica a humanos, las diferencias individuales
estables en el nivel de activación y respuesta de cada uno de estos sistemas emocionales dan lugar
a tres dimensiones básicas de personalidad ortogonales. La descripción neuropsicológica de estos
tres sistemas de control emocional llevó a Gray a proponer que los rasgos básicos de la
personalidad humana tenían que depender de su funcionamiento diferencial. De esta manera, las
diferencias individuales en el funcionamiento del SIC, del SAC y del Sistema Lucha/Huida se
relacionan con las dimensiones básicas de personalidad de Ansiedad, Impulsividad y Psicoticismo,
respectivamente (Gray, 1981, 1987a). Aunque la adscripción de la tercera dimensión al
Psicoticismo de Eysenck es una mera tentativa hasta el momento, las dimensiones de Ansiedad e
Impulsividad han servido para desarrollar o derivar una gran cantidad de investigación.
A pesar de la enorme aceptación que el modelo de Gray tiene en general, no se debe
olvidar que las bases neuropsicológicas del mismo se han desarrollado a partir de investigación
animal, y que, por tanto, su aplicación en humanos requiere un trabajo de adaptación. En ese
sentido, uno de los principales requerimientos para realizar ese trabajo es tener instrumentos
psicométricos que nos permitan estudiar el nivel de activación de los sistemas emocionales
propuestos por Gray. El desarrollo del Cuestionario de Sensibilidad al Castigo (SC) y Sensibilidad
a la Recompensa (SR) cumple ese objetivo ya que incluye dos escalas que contienen ítems
diseñados para medir la actividad del SIC y del SAC (Torrubia, Avila, Moltó y Grande, 1995). Las
escalas cumplen los requisitos de fiabilidad y consistencia interna de forma similar a otras escalas
de personalidad, así como también muestran una aceptable validez de constructo en relación a las
dimensiones de personalidad propuestas por Eysenck (ver Torrubia et al., 1995, para una
información más concreta).
A partir del modelo de Gray, desarrollaremos los dos mecanismos psicológicos que

-276-
facilitan la continua interacción de una persona con acontecimientos aversivos o estresantes. El
sistema principal que participa en ambos mecanismos es el SIC: mientras en el primer caso se basa
en la acción directa de este sistema, el segundo mecanismo requiere una fuerte activación inicial
del SAC. Una aproximación similar a la que proponemos en este capítulo la derivó Cloninger
(1986) de sus observaciones clínicas. Cloninger propuso la existencia de dos vías distintas que
conducen a la ansiedad crónica, es decir, a tener una mayor probabilidad de entrar en contacto con
estímulos aversivos que generen reacciones de miedo y alerta. La primera surge por la alta
activación del SIC que produciría una hipervigilancia y una predicción excesiva de sucesos
aversivos, es decir, sería el mecanismo básico por el que la ansiedad rasgo predispone al estrés.
La segunda vía sería la que se iniciaría en una alta activación de un sistema similar al SAC, que
conduciría a hipovigilancia y a un déficit en la predicción de sucesos aversivos que conduciría al
estrés. En ambos casos el estrés es la consecuencia de una discriminación errónea de las
situaciones de peligro y seguridad: en el primero, el exceso conduce a la predicción excesiva de
posibles peligros, mientras que en el segundo, el sujeto no aprende a predecir los posibles peligros,
por lo que la percepción no esperada de ellos incrementa el nivel de activación somática. La
consecuencia de este déficit en la discriminación es la sensibilización, es decir, que se produzcan
reacciones de defensa ante estímulos neutros tras tenido hecho ante estímulos aversivos.
En este capítulo nos basaremos en una aproximación totalmente distinta para llegar a
conclusiones similares a las obtenidas por Cloninger a partir de observaciones clínicas. Nos
basaremos en investigaciones realizadas básicamente en el laboratorio utilizando muestras de
estudiantes universitarios clasificados según sus puntuaciones en escalas de personalidad (en la
mayoría de los casos nos basaremos en trabajos propios realizados con el Cuestionario de
Sensibilidad al Castigo y a la Recompensa). A partir de ellas, describiremos dos sistemas de
procesamiento de la información aversiva que conducen al estrés.

3. ESTRÉS A PARTIR DE UNA ELEVADA ACTIVACIÓN DEL SISTEMA DE


INHIBICIÓN CONDUCTUAL
El nivel de activación del SIC se ha asociado a distintos estados emocionales (Brebner y
Martin, 1995; Torrubia et al., 1995). Tal como se ha indicado antes, los sujetos con un SIC
hiperactivo tienen una mayor ansiedad rasgo que predispone hacia los estados de ansiedad y hacia
el estrés. En cambio, los sujetos con un SIC hipoactivo tienen mayor tendencia hacia la felicidad.
Brebner y Martin (1995) obtuvieron correlaciones de -0'60 y -0'56 entre la escala SC y los
cuestionarios de felicidad Personal State Questionnaire y Oxford Happiness Inventory.
Tal como se deriva de la descripción que realiza Gray, las diferencias individuales en la
activación del SIC dependen de dos aspectos relevantes independientes. Estos son, por un lado,
el nivel de sensibilidad a las señales de castigo, que se podría definir como el umbral a partir del
cual el SIC pasa de actuar de modo comprobador a hacerlo en modo control. Este factor se
relaciona con la función de comparador del SIC que, sin duda, es el aspecto más controvertido del
modelo de ansiedad de Gray (Eysenck, 1992). El segundo aspecto que modula las diferencias
individuales es el nivel de inhibición conductual producido por el estímulo aversivo cuando el SIC
está activado en modo control. En el modelo de Gray se enfatiza más el papel de la inhibición
porque en investigación animal generalmente los estímulos aversivos son percibidos como tales
por la mayoría de los sujetos. Sin embargo, en sujetos humanos el papel de la sensibilidad es, por
lo menos, tan importante como el de la inhibición, ya que la mayoría de los estímulos aversivos
no son universales. Expondremos por separado ambos componentes dependientes por el SIC.

3.1. Inhibición e incertidumbre


La presencia de estímulos aversivos o nuevos genera una inhibición conductual por la que
se suprimen los programas motores apetitivos que se estén llevando a cabo en ese momento. La
inhibición conductual se puede considerar como un patrón de conducta estable que se puede
observar en animales, desde ratas hasta primates (Suomi, 1985). En humanos, los trabajos
muestran la existencia de diferencias individuales estables en el grado de inhibición desde edades
muy tempranas (Asendorpf, 1989; Kagan, Reznick y Snidman, 1988) que predisponen a padecer

-277-
trastornos de ansiedad (Biederman et al., 1990).
La inhibición conductual en humanos se debe conceptualizar de forma más amplia que en
el campo animal debido a la mayor complejidad de las situaciones y a la mayor mediación de
variables cognitivas. En este sentido, diversos trabajos muestran que la respuesta más probable
de sujetos con elevada ansiedad en situaciones aversivas no es siempre la inhibición conductual,
sino aquella que la situación experimental marca como más aceptable (Geen, 1987, Wallace,
Bachorowski y Newman, 1991). A pesar de estas excepciones, en la mayoría de las situaciones
la respuesta más aceptable es la inhibición conductual que impide que una respuesta sea castigada.
El mejor escenario para estudiar las diferencias individuales en inhibición conductual son
las situaciones que plantean conflictos atracción-evitación, es decir, aquellas en las que una única
respuesta puede conducir a recompensa o a castigo. Un buen ejemplo son los deportes que
conllevan riesgo como el paracaidismo, ya que saltar puede suponer una recompensa (disfrutar del
salto) o un castigo (tener un accidente). Por tanto, en estas situaciones hay que escoger entre
emitir la respuesta que lleva a recompensa o evitar hacerlo por miedo al castigo.
Los exámenes de elección múltiple reales realizados por los estudiantes nos
proporcionaron un buen sistema para estudiar los conflictos atracción-evitación (Avila, Moltó,
Segarra, y Torrubia, 1995). Cada pregunta tiene varias alternativas de respuesta y sólo una es
correcta. Por tanto, en estos exámenes se plantean continuos conflictos atracción-evitación ya que
responder a una pregunta puede suponer una recompensa si es correcta (sumar un punto) o un
castigo si es errónea (perder una fracción de punto). En los exámenes existen dos tipos de errores:
respuestas incorrectas y omisiones. El análisis de 1576 exámenes nos ha mostrado que los sujetos
con altas puntuaciones en la escala SC tienen una mayor probabilidad de cometer errores de
omisión, mientras que los que tienen bajas puntuaciones en la escala SC tienen mayor probabilidad
de emitir respuestas incorrectas (Figura 17.1). Por tanto, los sujetos con un SIC hiperactivo tienen
mayor tendencia hacia la inhibición conductual cuando la respuesta puede implicar recompensa
y castigo.
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Insertar aquí la Figura 17.1
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La inhibición conductual no genera las mismas consecuencias que la emisión de respuestas.
La diferencia que creemos que es más relevante entre ambas situaciones es el grado de
información: en la mayoría de los casos responder produce un mayor nivel de información (sea
positiva o negativa) que inhibir la respuesta. Ese aspecto es relevante ya que la incertidumbre
generada por la inhibición es un buen caldo de cultivo para las preocupaciones, manteniéndose,
de esa manera, un contacto continuo con la situación aversiva. Pongamos por ejemplo, una
persona que quiere pedir una cita a otra persona (arriesgándose a recibir un sí o un no). Emitir la
respuesta genera información que soluciona (bien o mal) el problema, pero no pedir la cita
mantiene las ganas de hacerlo y la incertidumbre acerca de la respuesta. Por tanto, la inhibición
genera estados aversivos de incertidumbre y preocupación.

3.2. Sensibilidad al castigo


Los mecanismos cognitivo-conductuales específicos que sirven para demostrar las
diferencias en sensibilidad al castigo están lejos de estar consistentemente establecidos. Gray
(1981) derivó de sus trabajos la hipótesis de condicionabilidad por la que los sujetos con un SIC
hiperactivo tendrían una mayor facilidad para aprender relaciones aversivas que aquellos que
tienen un SIC hipoactivo. Son numerosos los trabajos que han mostrado esa relación utilizando
diversos paradigmas que incluyen el condicionamiento operante verbal (Gupta y Shukla, 1989),
el laberinto mental de Lykken (Torrubia, 1983), problemas aritméticos (McCord y Wakefield,
1981), tareas de búsqueda visual y recuerdo de números (Boddy y Carver, 1986), y tareas de
detección visual (Derryberry, 1987). Todos estos trabajos plantean situaciones de aprendizaje
aversivo y muestran que los individuos ansiosos (o neuróticos introvertidos) tienen un mejor
aprendizaje que los no ansiosos. Esta mayor capacidad para establecer relaciones aversivas implica
estrictamente una mayor predictibilidad de las situaciones aversivas que puedan aparecer en el

-278-
futuro, lo que generará, en principio, un mejor afrontamiento de la situación, y un menor estrés.
Sin embargo, diversos trabajos han aportado datos que evidencian la existencia de mecanismos
facilitadores del estrés continuado que se derivan de la mayor condicionabilidad a estímulos
aversivos de los sujetos con un SIC hiperactivo. Destacaremos a continuación algunos de los
factores más relevantes que modulan la sensibilidad al castigo.

3.2.1. Cancelación de asociaciones apetitivas


Un procedimiento que hemos utilizado para el estudio de la ansiedad son las tareas de
elección. En estas tareas los sujetos deben escoger continuamente entre dos respuestas que se
plantean y que se asocian a diferentes contingencias de aprendizaje. Con este procedimiento hemos
investigado las diferencias individuales en resistencia a la extinción (Avila, 1994). La tarea
consistía en dos fases que eran completadas sin interrupción. En la primera los sujetos tenían que
realizar una conducta de elección entre dos programas de reforzamiento distintos pero
equivalentes en cuanto a la magnitud de recompensa obtenida. En la segunda fase se seleccionaba
al azar una de las dos respuestas para que no fuera nunca más recompensada, mientras que la otra
permanecía recompensada de forma idéntica que en la primera fase. Se utilizó el número de veces
que se emitía la respuesta que nunca era recompensada en la segunda fase como índice de
resistencia a la extinción. Los análisis mostraron que los individuos que puntuaban alto en la escala
SC tenían una menor resistencia a la extinción que los que puntuaban bajo. Por tanto, los sujetos
con un SIC hiperactivo cancelan antes las asociaciones positivas generando una mayor tendencia
hacia el pesimismo. En este sentido, la no recompensa actúa de forma similar a como lo hacen los
estímulos aversivos.

3.2.2. Cancelación de asociaciones aversivas


Otro de los mecanismos que pueden ser generadores de estrés es la facilidad para la
cancelación de relaciones aversivas cuando las contingencias desaparecen. Torrubia et al. (1995)
realizaron un trabajo que mostraba cómo los sujetos con una alta puntuación en la escala SC
tenían una mayor dificultad para cancelar una relación aversiva que los que puntuaban bajo. El
procedimiento consistió en la ejecución de una tarea apetitiva continua de discriminación en la que
se recibía recompensa (dinero) por cada respuesta. Tras 200 ensayos, en la segunda fase mediante
instrucciones se establecía una relación aversiva por la que si se realizaba la respuesta apetitiva en
presencia de un estímulo determinado (un círculo de color rojo) se recibía un estímulo aversivo
(sonido intenso). El círculo rojo aparecía en un 10% de los 200 ensayos de que constaba esta
segunda fase, mientras que en el 90% restante los sujetos continuaban emitiendo la misma
respuesta apetitiva ante círculos de otros colores distintos. Todos los sujetos aprendieron de forma
rápida a inhibir la respuesta apetitiva en presencia del color rojo. Una vez finalizada esta fase, el
sujeto recibía instrucciones que indicaban que nunca más aparecería el estímulo aversivo (ni en
presencia del círculo de color rojo ni en presencia de cualquier otro estímulo). En esta tercera fase
se observó que los sujetos con altas puntuaciones en la escala SC respondían de forma mucho más
lenta en presencia del color rojo que los que tenían bajas puntuaciones, mostrando una mayor
dificultad para cancelar relaciones aversivas.

3.2.3. Generalización de los aprendizajes aversivos


La generalización es un procedimiento por el que el aprendizaje realizado ante un
determinado estímulo discriminativo se transfiere a otros estímulos nuevos por la relación de
semejanza que guardan con el estímulo original. Brebner (1991) propuso que la generalización de
sucesos aversivos era una de las fuentes más importantes de estrés en personalidades
caracterizadas por una alta ansiedad o introversión.
Utilizando una versión diferente de la tarea explicada en el apartado anterior, hemos
llevado a cabo un trabajo que muestra las diferencias individuales en generalización a partir de un
condicionamiento inhibitorio. Un grupo de 63 estudiantes universitarios completaron esa tarea con
algunas diferencias: no se realizaron fases ni se incluyeron instrucciones que explicaran la
contingencia aversiva. Por tanto, los sujetos debían aprender por ensayo y error que la presencia

-279-
de un círculo azul (no rojo como en el caso anterior) señalaba la posibilidad de recibir un castigo
en el caso de emitir la respuesta (en este caso, el castigo era pérdida de puntos reduciendo el
marcador a la mitad). Tras 200 ensayos, y una vez aprendido que se debía inhibir la respuesta en
presencia del círculo de color azul, se procedió sin interrupción ni instrucciones a la fase de
generalización. En esta fase se presentaban tres tipos de ensayos: 146 fueron ensayos neutros con
colores no azules, 18 fueron ensayos con el color azul original en los que se castigaba la respuesta
apetitiva, y, por último, 36 fueron ensayos de generalización con 6 colores azules similares al
original (la respuesta, en caso de producirse, era recompensada). Los resultados globales aparecen
en la Figura 17.2, y mostraron que el grupo de altas puntuaciones en la escala SC tiene una mayor
generalización que el grupo de bajas puntuaciones, ya que realizaban un mayor número de
inhibiciones en presencia de colores parecidos al original.
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Insertar aquí la Figura 17.2
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Esta mayor capacidad de generalización es un sistema ilimitado de transformación de
estímulos neutros en amenazantes. En situaciones interpersonales cotidianas la posibilidad de
generalización de unas a otras (ya sean aversivas o apetitivas) es mayor que en el laboratorio, ya
que los estímulos discriminativos que las señalan son más inciertos. Por tanto, la mayor
generalización de estímulos aversivos mostrada por los sujetos con un SIC hiperactivo puede
conceptualizarse como un sistema de incremento del número de estímulos amenazantes.

3.2.4. Contracondicionamiento
Un último procedimiento mediatizado por el SIC es el contracondicionamiento, es decir,
la capacidad para eliminar las propiedades aversivas de los estímulos por la asociación con
estímulos apetitivos que se presentan posteriormente. La técnica del contracondicionamiento sirve,
por tanto, para reducir la aversividad de los estímulos convirtiéndolos en estímulos apetitivos
secundarios (Gray, 1987b).
En un estudio previo, Avila y Torrubia (en preparación) mostraron que los sujetos con un
SIC hipoactivo tenían una mayor probabilidad de desarrollar expectativas de recompensa después
del castigo. A partir de este trabajo, hipotetizamos que el contracondicionamiento, es decir, la
mayor facilidad para asociar estímulos aversivos a estímulos apetitivos posteriores, podría ser el
mecanismo por el que los sujetos con un SIC hipoactivo mantendrían las expectativas positivas
después de la estimulación aversiva. Para probar esta hipótesis, desarrollamos un procedimiento
de contracondicionamiento utilizando una versión diferente de la tarea de elección explicada
anteriormente. La tarea planteaba dos alternativas de respuesta: emitir la respuesta A producía una
recompensa de pequeña magnitud (ganar puntos), mientras que la respuesta B producía siempre
un castigo pequeño (perder puntos). Sin embargo, la realización de la respuesta B se asociaba
también a una recompensa muy superior por la primera respuesta A realizada tras dos ensayos,
es decir, el castigo se asociaba a la obtención posterior de una mayor cantidad de puntos. El
aprendizaje de esa contingencia suponía recibir castigos, pero era la mejor estrategia para
conseguir el mayor número de puntos. Los resultados mostraron que los sujetos con bajas
puntuaciones en la escala SC emitieron un mayor número de respuestas castigadas que los que
tenían altas puntuaciones, es decir, aprendieron mejor el contracondicionamiento (Figura 17.3).
Este mecanismo tiene implicaciones relevantes para reducir el estrés asociado a los estímulos
aversivos.
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Insertar aquí la Figura 17.3
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3.2.5. Mecanismos cognitivos en la ansiedad


Desde principios de los 80, el estudio de los mecanismos cognitivos de la ansiedad ha
revolucionado el conocimiento y la investigación sobre la etiología y el mantenimiento de la
ansiedad y los trastornos de ansiedad. La mayoría de estos trabajos se basan en la utilización de

-280-
dos tipos de muestras: estudiantes clasificados en su nivel de ansiedad rasgo (utilizando
normalmente el cuestionario STAI) o muestras clínicas de pacientes con trastornos de ansiedad.
Diversas tareas cognitivas de atención y memoria han sido administradas a estos grupos para
conocer los sesgos que presentan en el procesamiento de información. El resultado típicamente
obtenido es que los pacientes con trastornos de ansiedad y las personalidades ansiosas muestran
sesgos atencionales hacia el procesamiento de palabras que guarden relación con amenazas (por
ejemplo, cáncer, fracaso, ridículo, etc). En cambio, los resultados no han sido tan consistentes
cuando se utilizaban tareas de memoria del material amenazante (Eysenck, 1992; Mathews y
MacLeod, 1994).
Las tareas típicamente utilizadas en los estudios de sesgos atencionales en ansiedad, y que
han obtenido resultados consistentes, son:
1. Stroop emocional (ver Williams, Mathews y MacLeod, 1996, para revisión). Esta tarea
es una modificación del clásico procedimiento Stroop en el que se utilizan dos listas: una de
palabras con significado amenazante y la otra de palabras con significado emocional neutro. Las
palabras están escritas con diversos colores y la tarea del sujeto consiste en nombrar el color con
el que están escritas. El resultado típicamente obtenido es que los sujetos con mayor ansiedad
tardan más tiempo en nombrar los colores de las palabras con significado amenazante que el grupo
de baja ansiedad. Este resultado se interpreta como indicador de que los sujetos con alta ansiedad
tienen una mayor dificultad para ignorar la información amenazante de los estímulos cuando ésta
no es relevante para la tarea.
2. Tareas sobre atención espacial (MacLeod y Mathews, 1988). En esta tarea presentan
durante unos segundos dos palabras, una con significado amenazante y otra no, situadas una 3 cm
por encima de la otra. En los ensayos clave, la desaparición de las palabras va seguida de la
aparición de un estímulo objetivo que sustituye a una de las dos palabras. Los resultados
típicamente obtenidos muestran que los sujetos con elevada ansiedad detectan más rápidamente
el estímulo objetivo cuando sustituye a una palabra amenazante, mientras que los individuos con
baja ansiedad lo detectan antes cuando sustituye a la palabra neutra. Este patrón es interpretado
como un indicativo de que los sujetos con elevada ansiedad tienen mayor probabilidad de dirigir
su atención hacia estímulos amenazantes, mientras que los de baja ansiedad parecen dirigirla lejos
de esos estímulos.
3. Sesgos interpretativos (Mathews, Richards y Eysenck, 1989; Richards y French, 1992).
Estas tareas utilizan dos palabras homófonas, o un homógrafo siempre que el significado de uno
de los dos componentes sea amenazante y el otro emocionalmente neutro. Utilizando diversos
procedimientos que plantean situaciones ambiguas, los diversos trabajos muestran la existencia de
sesgos interpretativos hacia la información amenazante en los sujetos de elevada ansiedad.
En definitiva, estos estudios cognitivos muestran que la elevada ansiedad rasgo se asocia
a un procesamiento selectivo dirigido fundamentalmente a la detección y el procesamiento de
estímulos con significado amenazante. Este proceso parece cumplir algunos criterios de
automaticidad, es decir, que se podría afirmar que el sujeto no puede evitar atender y procesar más
los estímulos amenazantes (aunque Wells y Matthews, 1994, han puesto en entredicho que se
cumplan estrictamente los criterios de automaticidad). En cambio, los sujetos con baja ansiedad
muestran el patrón opuesto, ya que parecen tener una mayor tendencia a dirigir su atención lejos
de los estímulos amenazantes. Entre las aproximaciones a este proceso que se han realizado desde
la psicología de la atención, queremos destacar la llevada a cabo por Derryberry y Reed (1994).
Basándose en un procedimiento clásico utilizado por Posner (1980), estos autores han mostrado
que la diferencia entre sujetos de alta y baja ansiedad se debe a la diferente capacidad para
"desengancharse" de estímulos amenazantes: todos los sujetos detectan de forma parecida los
estímulos amenazantes, pero los sujetos de baja ansiedad se "desenganchan" antes de ellos, es
decir, desplazan su atención lejos de ellos. Estudios en niños de 4 meses (Rothbart, Posner y
Boylan, 1990) y estudiantes universitarios clasificados según la escala SC (Poy, 1996) coinciden
en mostrar que la capacidad para "desengancharse" de estímulos nuevos periféricos es mayor en
el grupo de baja ansiedad, lo que conlleva un menor procesamiento de dichos estímulos. Esta
mayor capacidad se ha interpretado como un sistema de defensa para reducir el estrés producido

-281-
por esos estímulos en personalidades no ansiosas.

3.3. Conclusiones
Los diversos aspectos revisados parecen confirmar la idea de que los individuos con alta
y baja ansiedad procesan la información aversiva de forma diferente. Estas diferencias dependerían
de la actividad del SIC, aunque los mecanismos cognitivos propuestos son más complejos y
precisos que los descritos por Gray. El funcionamiento atencional sería básico a la hora de
determinar esas diferencias. Actualmente, la función de la atención se relaciona con la realización
de la mejor selección de los estímulos presentes para llevar a cabo la acción (Allport, 1987). En
este sentido, el sistema atencional de las personalidades ansiosas está orientado hacia una más
rápida detección y codificación de la información para poder predecir mejor en el futuro cuándo
aparecerá un estímulo aversivo. En cambio, en las personalidades con baja ansiedad el sistema
atencional se dirige lejos de la información aversiva para poder reducir inmediatamente el estrés
asociado a ella. De estas diferencias se deriva que las personalidades ansiosas estén más pendientes
de la información ambiental que las no ansiosas, ya que cualquier estímulo nuevo es
potencialmente amenazante (Eysenck, 1992).
Estos sesgos atencionales hacia la información amenazante facilitarán el establecimiento
de asociaciones aversivas y la cancelación de apetitivas debido al mayor procesamiento de señales
aversivas. Ese mayor procesamiento también facilitará otros dos procesos descritos: la
generalización de esas asociaciones con lo que se transferirán las propiedades aversivas a
situaciones neutras, y la mayor dificultad para cancelarlas al estar mejor aprendidas. En las
personalidades ansiosas con un SIC hiperactivo, todo este mecanismo formará un círculo vicioso:
el procesamiento de información amenazante generará un mayor procesamiento de información
amenazante en el futuro. Este proceso, por tanto, conducirá a una excesiva predicción de sucesos
aversivos, lo que predispondrá al estrés por acumulación de situaciones aversivas. Por último, esta
mayor tendencia al contacto con situaciones aversivas en personalidades ansiosas también se
asociará a un mayor nivel de inhibición conductual, que generará incertidumbre y estrés.
También es importante destacar que la baja ansiedad no se asocia simplemente a una menor
capacidad para establecer asociaciones aversivas. Anteriormente, hemos aportado indicios que nos
llevan a sostener la hipótesis de que la baja ansiedad se relaciona con un sesgo atencional que
rechaza el procesamiento de las propiedades aversivas de los estímulos. Este rechazo produciría
una mayor facilidad para el contracondicionamiento y una mayor dificultad para cancelar
asociaciones positivas, lo que generaría optimismo y felicidad.

4. ESTRÉS A PARTIR DE UNA ELEVADA ACTIVACIÓN DEL SISTEMA DE


ACTIVACIÓN CONDUCTUAL
Intuitivamente, no parece existir una relación directa entre una alta sensibilidad a la
recompensa (un alta actividad del SAC) y estrés. No obstante, el razonamiento esgrimido por
Fowles (1987) bastaría para establecer esa relación. Para explicarlo, es necesario suponer que toda
toma de decisión acerca de la realización de una conducta se produce en situación de conflicto
atracción-evitación, es decir, cuando la respuesta apetitiva tiene un riesgo de producir
consecuencias aversivas. En su análisis de la teoría de Gray, Fowles argumentaba que los
individuos con un SIC hiperactivo serían evitadores del riesgo, es decir, intentarían no emitir
respuestas que les condujeran a situaciones estresantes. De hecho, la descripción del SIC implica
la inhibición de respuestas que puedan tener consecuencias aversivas. En cambio, la búsqueda de
recompensas de los sujetos con SAC hiperactivo les conducirá a buscar el riesgo, es decir, a tener
una mayor probabilidad de enfrentarse cotidianamente a situaciones aversivas. En conclusión, la
búsqueda de recompensas se asocia a un incremento tanto en la obtención de recompensas como
de situaciones aversivas, lo cual genera estrés. Por tanto, se podría argumentar que los individuos
con una alta sensibilidad a la recompensa serían más capaces de predecir las consecuencias
apetitivas que las aversivas que se podrían producir tras sus respuestas.
Recientemente, Patterson y Newman (1993) han descrito el mecanismo cognitivo-
conductual que podría ocasionar el déficit en la predicción de sucesos aversivos que generaría el

-282-
estrés. Ellos relacionaron este mecanismo con el concepto de desinhibición, que ilustra una
incapacidad para aprender de las consecuencias aversivas que produce nuestra conducta. Esta
desinhibición tendría como consecuencia el incremento de probabilidad de enfrentarse a
situaciones aversivas, lo que a individuos con un SIC de actividad normal produciría estrés.
Sus trabajos se basaron en una tarea de discriminación go/no go en la que se tenía que
aprender, por ensayo y error, cuándo se debía responder y cuándo inhibir la respuesta (Newman,
Widom y Nathan, 1985). La tarea utilizaba 10 números de dos cifras que se repetían en 8
ocasiones. El sujeto debía aprender a responder ante la mitad de esos números para obtener
recompensa (ganar dinero) y a inhibir la respuesta ante la otra mitad para no recibir un castigo
inmediato. No se proporcionaba ninguna información si el sujeto no respondía. Diversos trabajos
han encontrado que los sujetos impulsivos con una SAC hiperactivo muestran una mayor dificultad
para aprender qué números se asocian a castigo, es decir, para inhibir respuestas que pueden ser
recompensadas (Avila et al., 1995, Experimento 1; Newman et al. 1985; Thornquist y Zuckerman,
1995). En un trabajo posterior, Patterson, Kosson y Newman (1987) mostraron que este déficit
de aprendizaje se debía a una menor reflexión (una menor cantidad de tiempo procesando la
información) tras recibir el castigo que disminuía la probabilidad de aprender qué estímulo
discriminativo predecía el estímulo aversivo.
A partir de estos trabajos, Patterson y Newman (1993) propusieron un mecanismo de
cuatro fases que explica el déficit en la predicción de sucesos aversivos que caracteriza a los
sujetos con un SAC hiperactivo en conflictos atracción-evitación:
1. Aprendizaje de un patrón de respuesta apetitivo que conduce a recompensa. Todo el
mundo es capaz de aprender ese patrón de respuesta, pero siguiendo el modelo de Gray, las
personalidades que se caracterizan por tener un SAC hiperactivo aprenderían antes esa relación,
se activarían con mayor intensidad en presencia del estímulo discriminativo que marca la
posibilidad de realizar esa respuesta y estarían más preparados para ejecutarla. En definitiva, en
esta primera fase se aprende una relación apetitiva que genera en los individuos con un SAC
hiperactivo una focalización de los recursos atencionales en los estímulos relevantes y una mayor
tendencia hacia la emisión de respuestas. Es importante resaltar que en estas diferencias se basa
todo el mecanismo que propondremos.
2. Un suceso aversivo se produce tras la emisión de la respuesta apetitiva. La presentación
inesperada de un estímulo aversivo después de la respuesta apetitiva produce dos reacciones en
todos los sujetos mediadas por el SIC: incremento automático del procesamiento de la información
e incremento de la activación porque una expectativa positiva no se ha cumplido. El elemento
clave de los dos es el incremento de activación, que es superior en los sujetos con un SAC
hiperactivo (véase Wallace et al., para explicación), y que conduce a un mayor vigor en las
respuestas que se llevarán a cabo posteriormente (Gray, 1987b). En el caso de los sujetos con un
SAC hiperactivo, estas respuestas consisten en reacciones de defensa en busca de la recompensa
más que en un incremento del procesamiento de la información propio del SIC.
3. Déficit de modulación de respuesta. La modulación de respuesta se relaciona con la
reflexión (incremento del procesamiento de la información) producida tras un suceso inesperado
o aversivo. Generalmente, la modulación de respuesta consiste en una reacción de coping pasivo
por la que se analizan las causas del estímulo aversivo, y que tiene como objetivo el incremento
de la probabilidad de predecir en el futuro cuándo volverá a aparecer el estímulo aversivo. Esta
reacción caracteriza especialmente a los individuos con un SIC hiperactivo. En cambio, los sujetos
con un SAC hiperactivo mostrarán déficits de modulación de respuesta debido a que la mayor
tendencia a buscar recompensas les conducirá a perseverar en el patrón de respuesta apetitiva.
Estos déficits se deben a que el incremento en la probabilidad de responder impulsivamente tras
los sucesos inesperados reduce la posibilidad de reflexionar y de predecir en el futuro el
acontecimiento aversivo.
4. Naturaleza de los déficits de aprendizaje. La menor reflexión retrospectiva tras los
estímulos aversivos descrita en el fase anterior produce un déficit en el aprendizaje del mecanismo
causal que los produce. La consecuencia es que los sujetos con un SAC hiperactivo guardan en
la memoria un menor número de asociaciones aversivas en situaciones en las que se está

-283-
respondiendo para obtener recompensa. Esa menor cantidad de asociaciones aversivas generará
una menor reflexión prospectiva cuando el sujeto deba procesar señales que avisen de sucesos
aversivos, produciendo un déficit en la predicción de esos sucesos, y facilitando el comportamiento
impulsivo, perseverativo y buscador de recompensas.
En resumen, el modelo explica el mecanismo por el que se producen los déficits de
inhibición de respuestas motivadas apetitivamente en individuos con un SAC hiperactivo. La
consecuencia final del modelo es que estos sujetos muestran un déficit en la predicción de sucesos
aversivos cuando responden por recompensas. Para aplicar el modelo al campo del estrés, tenemos
que pensar que la mayoría de nuestras respuestas en la vida cotidiana tienen un componente
apetitivo (aunque sea pequeño). Según el modelo de Cloninger, que hemos explicado
anteriormente, ese déficit conduce a recibir de forma inesperada númerosos estímulos aversivos
(sobre todo si pensamos que la búsqueda de recompensas se asocia a conductas de riesgo)
generando estrés.
El modelo se podría aplicar a diversas conductas de riesgo para la salud. Pongamos el
ejemplo de fumar, una conducta tremendamente reforzada apetitivamente, ya que la mayoría de
los cigarrillos que se fuman se asocian a recompensa inmediata. Según el modelo, los individuos
con un SAC hiperactivo tendrán una mayor dificultad para modificar el hábito de fumar aun a
pesar de padecer algún problema de salud o de las campañas publicitarias. En ambos casos, los
estímulos aversivos serían menos capaces de producir una modulación de respuesta y un cambio
de hábitos, ya que prevalecería el componente apetitivo. Los datos parecen confirmar esa hipótesis
en hábitos como el fumar (Pérez y García-Sevilla, 1986) y el consumir café (Pérez, 1986).

5. CONCLUSIONES
En los últimos años el estudio de los mecanismos de interacción entre cognición y emoción
ha evolucionado enormemente. Esta línea de trabajo se basa en la idea de que las dimensiones de
personalidad (que predisponen a determinados estados emocionales) se asocian a diferentes formas
de procesamiento de la información. En nuestro análisis de la relación entre estrés y enfermedad,
hemos señalado la importancia del concepto de alostasis, que ilustra cómo a partir de la
acumulación de diversos sucesos estresantes se desarrolla la enfermedad. Nuestra propuesta se
basa en la descripción de mecanismos cognitivo-conductuales de respuesta a estímulos aversivos
por los que ciertos rasgos de personalidad facilitarían la acción del mecanismo alostático. Por una
lado, la personalidad ansiosa (con un SIC hiperactivo) tiene un sesgo hacia el mayor
procesamiento de la información aversiva, lo que conduce a predecir excesivamente la posibilidad
de aparición de esas situaciones en el futuro. Por otro lado, la personalidad impulsiva (con un SAC
hiperactivo) tiene un sesgo hacia el mayor procesamiento de la información apetitiva, lo que le
conduce a infraestimar la posibilidad de recibir estimulación aversiva por sus respuestas. En ambos
casos, se producirá un déficit, por exceso o por efecto, en el aprendizaje de relaciones aversivas
que incrementará el contacto con ellas.

-284-
CAPÍTULO 18
LAS ESTRATEGIAS PARA AFRONTAR EL ESTRÉS
Y LA COMPETENCIA PERCIBIDA:
INFLUENCIAS SOBRE LA SALUD
Jordi Fernández Castro4

Este trabajo parte de dos supuestos, defiende tres tesis y llega a una conclusión. El primer
supuesto del que parte es que el estrés es un proceso, es decir una sucesión de cambios
interrelacionados entre sí, que se dan tanto en el individuo como en su entorno y que se
desarrollan en pos del mutuo ajuste; esto significa que el estrés no se puede reducir solamente ni
a una reacción orgánica, ni a un estado emocional, ni a una apreciación cognitiva. El segundo
supuesto es que la influencia del estrés sobre la salud sigue diversos caminos por medio de
distintos mecanismos psicológicos y fisiológicos.
La primera tesis expone que dada una fuente concreta de estrés no se puede predecir
prácticamente nada sustancial acerca de su impacto biológico y psicológico, a menos que se
conozca el grado de control que se puede ejercer sobre esa fuente de estrés.
La segunda tesis es que las formas de afrontar el estrés más adaptativas a largo plazo son
las que desarrollan el máximo grado de control posible -tanto sobre la situación como sobre las
propias emociones- dentro de lo permitido por las circunstancias externas y por las habilidades del
sujeto, especialmente cuando la fuente de estrés es el padecer una enfermedad, ya sea por su
pronóstico grave, su carácter crónico o la incapacidad que causa.
La tercera es que adoptar las formas más adaptativas de afrontar el estrés depende mucho,
aunque no exclusivamente, de las creencias sobre la propia capacidad de hacer frente con éxito
a las dificultades que surgen en la vida en general, creencia denominada competencia percibida.
La conclusión pretende ayudar a la promoción de las formas saludables de afrontar el
estrés en general, y el provocado por padecer una enfermedad en particular, y es que se debería
determinar qué puede hacer cada uno por sí mismo (sea poco o mucho) para combatir la fuente
de estrés, enseñando y motivando a realizar dicha actividad salvando las barreras cognoscitivas
que se oponen a dicho objetivo, la mayor de las cuales es posiblemente creer que uno mismo no
tiene la competencia adecuada para llevar a cabo estos esfuerzos.

Primer supuesto: El estrés no existe...


El concepto de estrés adolece de una enojosa falta de una definición aceptada por los
propios especialistas. Esta indefinición se hace más patente cuando se compara el uso del término
que se hace en los diferentes campos aplicados. Una revisión rápida de la literatura especializada
nos revela, de inmediato, que la naturaleza de aquello que se considera estrés puede cambiar
profundamente según el punto de vista de cada autor. En este sentido se puede hallar hasta cinco
diferentes clases de definiciones de estrés, según se considere el estrés como:
a) una condición ambiental como, por ejemplo, estar en paro, haber perdido el cónyuge,
estar enfermo o tener demasiado trabajo.
b) una apreciación personal de la situación en que uno mismo se halla, como sentirse
angustiado por creer que no se podrá encontrar empleo o por creer que la enfermedad que
se padece tendrá un desenlace fatal o sentirse agobiado por las tribulaciones habituales de
la vida cotidiana.
c) una respuesta a ciertas condiciones ambientales, bien de carácter fisiológico, como un
aumento en el nivel de corticoesteroides o catecolaminas plasmáticas, o bien psicológica,
como un incremento en el estado de alerta o una respuesta de huida.

4
Este trabajo ha sido realizado gracias a la ayuda PB94-0700 de la Dirección General de
Investigación Científica y Técnica (DGICYT). El autor quiere agradecer a Tomás Blasco y a Jenny Moix sus
pacientes y valiosos comentarios y a Lluís Captevila su oportuna ayuda.

-285-
d) una relación de desequilibrio entre las demandas ambientales y la competencia para
cumplir con ellas como tener un trabajo por debajo de la cualificación profesional
adquirida o, por el contrario, responsabilidades que exceden los propios recursos para
hacerlas frente.
e) una consecuencia nociva concreta derivada de alguna de las anteriores; por ejemplo:
trastornos psicofisiológicos, depresión, insomnio, irritabilidad o bajo rendimiento.
Sin embargo, no parece nada malo que no haya una definición de estrés aceptada por
todos. Paterson y Neufeld (1989), por ejemplo, han señalado que muchas ideas complejas tienen
límites laxos y que una definición demasiado rigurosa podría llegar a la arbitrariedad, por lo que
proponían dejar el estrés como algo vago pero, definiendo con precisión los conceptos específicos
que engloba el término.
En otro lugar hemos intentado realizar esta tarea definiendo y ordenando los conceptos
específicos que contiene el término estrés (Fernández Castro y Edo, 1996) cosa que no vamos a
repetir aquí. Aunque a modo de resumen podría exponer que dentro de eso que se llama estrés,
se podría distinguir un núcleo, unas consecuencias y unos moduladores (ver Figura 18.1).
(Insertar la Figura 18.1)
El núcleo estaría constituido por los elementos imprescindibles para que haya lo que se
llama estrés; es decir, una fuente de estrés (compuesta por una situación objetiva y su apreciación
subjetiva), las reacciones orgánicas que suscitan estas fuentes de estrés y la forma de afrontarlas,
junto con los estados emocionales que experimenta el individuo sometido a dichas fuentes de
estrés. Todo ello influyéndose mutuamente entre sí y no dispuesto en una cadena causal de tipo
lineal.
Las consecuencias del estrés serían las repercusiones de este núcleo sobre el rendimiento
(académico, laboral, deportivo, etc.) o sobre la salud. En muchas ocasiones se identifica el estrés
con un menoscabo del rendimiento, de la salud o de ambos, cosa que no es correcta, el hecho que
la experiencia de estrés sea desagradable, no quiere decir que el estrés, o lo que sea, sea nocivo.
El caso es que el proceso de estrés influye en la salud pero no de forma exclusiva, sino
combinándose con el estado general de salud del individuo y con la exposición a los agentes
patógenos: microorganismos, tóxicos, etc. Es decir no se puede identificar estrés con patología
o considerarlo como una causa exclusiva de la patología (ver para una discusión más detallada:
Martínez Sánchez y Fernández Castro, 1994). El estrés afecta también al rendimiento, tanto físico
como intelectual, pero esta influencia, como en el caso de la salud, no depende únicamente del
grado de estrés experimentado sino también, por ejemplo, de la dificultad de la tarea o de la
capacidad general de resolverla que tenga el individuo. Es más, en muchas ocasiones el estrés tiene
efectos beneficiosos e incluso es indispensable para la adaptación. El hecho que en muchas
ocasiones sea difícil establecer la línea divisoria entre los efectos beneficiosos o nocivos de lo que
hemos llamado el núcleo del estrés (ver Fernández-Abascal, 1996) no justifica identificar estrés
con patología.
Dejando aparte el núcleo del estrés y sus consecuencias, existe una serie de factores que
influyen mucho en el estrés, y que son los denominados moduladores, es decir factores
imprescindibles para determinar y predecir cual será el curso del proceso de estrés, pero sin tener
un efecto causal directo. Hay moduladores de carácter social, como el apoyo que se puede recibir
una persona en dificultades y las pautas culturales que canalizan y predisponen la apreciación de
las fuentes de estrés, y otros de carácter personal como las creencias, las competencias, la
experiencia y los rasgos de personalidad. Estos moduladores existen aunque el individuo no esté
sometido a estrés y le afectan probablemente siempre, pero en las situaciones de estrés pueden
destacar por ser capaces de determinar a casi todos los elementos que constituyen el núcleo del
estrés y, por tanto, también a sus consecuencias nocivas o beneficiosas.
En resumen si echamos un vistazo al la Figura 18.1 y nos preguntamos en qué cuadradito
se podría colocar la palabra estrés, podríamos decir que en todos y en ninguno, ya que el estrés
sería todo el proceso. Muy posiblemente las confusiones de definición a las que hemos aludido
antes se producen cuando se identifica el estrés con uno de sus componentes particulares (la
apreciación de amenaza, por ejemplo, los sentimientos de desesperación o algún trastorno

-286-
psicofisiológico). El hecho de tomar la parte por el todo podría estar en el origen de la confusión.
Y para acabar con el primer supuesto, una observación que servirá para pasar a exponer
el segundo. Las consecuencias negativas sobre el rendimiento o sobre la salud pueden ser a su vez
nuevas fuentes de estrés, con lo que se cierra un ciclo que nos puede ayudar a ver más claramente
que el estrés en un proceso y no un hecho puntual. La enfermedad puede ser tanto una
consecuencia (parcial como hemos dicho ya) del estrés o una causa del mismo y de las dos
maneras lo vamos a considerar de ahora en adelante.

Segundo supuesto: ... y si existe el estrés, no es uno sino más de tres


Posiblemente, la asociación entre estrés y patología venga del hecho que los primeros
trabajos sobre estrés pusieron de manifiesto que si se prolongaba podía ser nocivo para el
organismo y constituir un verdadero peligro para la salud (Selyé, 1936, 1956). A medida que se
ha ido demostrando que las preocupaciones, la percepción de amenaza, el conflicto, la
incertidumbre y otros hechos psicológicos pueden ser capaces de suscitar las mismas reacciones
orgánicas que las fuentes físicas de estrés, ha ido cobrando fuerza la hipótesis que el estrés, ya sea
iniciado por condiciones físicas o psicológicas, es dañino para la salud puesto que suscita
condiciones orgánicas que, si son prolongadas o intensas, pueden dejar el organismo inerme ante
cualquier tipo de agresión (infecciosa, tóxica, traumática, etc.). Sin embargo este modelo no es
el único que se puede postular, sino que se puede identificar al menos cuatro vías (Fernández
Castro, 1993, Fernández Castro y Edo, 1994a, Sandín, 1993) de relación entre estrés y patología
que voy a exponer brevemente:
El estrés aumenta la vulnerabilidad del organismo. Como acabamos de decir es la vía de
acción más conocida implica sistemas fisiológicos de respuesta como el eje hipofisiario-adrenal
y el eje neurovegetativo que, a su vez, afectan al sistema inmune (Bayés, 1994). Estos efectos no
constituyen un factor patógeno concreto sino que consisten en un aumento inespecífico de la
vulnerabilidad de los organismos ante cualquier agente patógeno con el que entre en contacto
eventualmente.
Junto a este efecto inespecífico general, también hay evidencia de efectos específicos, en
los que un tipo particular de experiencia de estrés representa un riesgo para una enfermedad
concreta. Es el caso del patrón A de conducta, en el que una tendencia a vivir intensamente
situaciones de estrés marcadas por la hostilidad y la competición con otras personas está
relacionada con la enfermedad coronaria (Rosenman, Brand, Scholtz y Friedman, 1976; Valdés
y Sender, 1994; Palmero, Espinosa y Breva, 1994)
El estrés afecta a los hábitos saludables. Se ha podido demostrar que las situaciones de
estrés pueden afectar a la salud, no sólo por sus efectos orgánicos sino porque alteran las hábitos
saludables de las personas sometidas a estrés (Wibe y McCallum, 1986; Fernández Castro, Doval,
y Edo, 1994). Las personas con estrés crónico tienden a hacer menos ejercicio físico, descuidan
sus hábitos higiénicos y las precauciones ante el contagio de enfermedades, dan vueltas a sus
preocupaciones mientras realizan otras actividades potencialmente peligrosas como conducir y
duermen y comen peor. Cada uno de estos cambios por si sólo podría llegar a explicar muy bien
la relación entre estrés y enfermedad, con más razón cuando se combinan dos o más.
El estrés puede agravar enfermedades que ya existen. El estrés no solamente es un riesgo
para enfermedades futuras, sino que también puede agravar enfermedades previas, bien
convirtiendo episodios esporádicos en estados crónicos, bien aumentado la frecuencia o intensidad
de las crisis (Penzo, 1990). Estos efectos se producen mediante los mismos mecanismos que en
el primer caso, los ejes hipofisiario-adrenal y neurovegetativo, con la diferencia crucial que esta
activación fisiológica no se desarrolla de la misma manera en un organismo sano sino un
organismo que sufre ya un proceso patológico.
El estrés distorsiona la conducta de los enfermos. La apreciación de una enfermedad
como un riesgo grave para la integridad física o incluso la vida propia, las limitaciones impuestas
por una dolencia crónica, el dolor o la incapacidad son fuentes de estrés ante las cuales las
personas no reaccionan sólo orgánicamente sino también con una reestructuración tanto de sus
hábitos cotidianos como de sus esquemas vitales. En muchos casos el estrés desencadena

-287-
conductas que pueden ser perjudiciales para la salud como, por ejemplo, demorar la visita al
médico ante el miedo que un bulto sospechoso sea un cáncer, abandonar la quimioterapia del
cáncer a causa de la angustia y malestar que produce, renunciar a operaciones quirúrgicas
menores- como las dentales- por el miedo al dolor, negar la gravedad real de la enfermedad, etc.
Todo ello aleja a los enfermos de la mediación y de las pautas higiénicas y dietéticas indicadas y,
por lo tanto, puede ser un peligroso agravante de la enfermedad (Bayés, 1985).
A partir de estos cuatro modos básicos de relación entre estrés y enfermedad se puede
describir interacciones más complejas entre factores psicológicos y procesos biológicos como es
el caso del análisis de Blasco (1994) de los vómitos y las nauseas asociados a la quimioterapia; que
presentan un panorama fascinante e inasequible a esquemas simples.

1. PRIMERA TESIS: SER O NO SER...


¡Ser o no ser; he aquí el problema! ¿Qué es más noble para el espíritu, sufrir los dardos
y los golpes de la insultante Fortuna, o tomar las armas contra un piélago de calamidades y,
haciéndoles frente, acabar con ellas?. Sin duda alguna este pobre Hamlet era un angustiado;
dudaba entre sufrir y actuar y continuaba divagando sobre cuál de sus opciones era más moral.
Pero qué acierto en el planteamiento porque, al menos en nuestra opinión, cuando se trata de
infortunios, penas y calamidades, lo más importante es ser o no ser; o dicho de otra manera actuar
o sufrir, vamos a ver por qué.
Durante mucho tiempo la investigación básica sobre el estrés ha consistido en el estudio
de las reacciones vegetativas, endocrinas e inmunitarias a una amplia serie de fuentes físicas de
estrés (Ver Gray, 1993) como los agentes tóxicos, el calor o el frío excesivo, una alimentación
insuficiente y otras cosas más, aunque de entre todas ellas destacan, sin duda, dos: producir dolor
en los animales mediante estimulaciones eléctricas e inmovilizarlos físicamente durante períodos
prolongados de tiempo. Así se podía estudiar la relación entre la intensidad, la cualidad, la
duración o la frecuencia de los estímulos y los diversos cambios orgánicos por ellos inducidos.
Esta forma de estudiar el estrés revela una concepción reactiva o, dicho en otras palabras,
que el estrés consiste en unas reacciones concretas ante unos hechos dañinos para el organismo
que se relacionan mediante una función lineal directa. Este modelo también se ha aplicado a los
humanos, introduciendo un elemento nuevo, que es la representación psicológica de las
condiciones nocivas o de cualquier tipo de amenaza; de manera que se puede llegar a producir
todos estos cambios vegetativos, endocrinos e inmunitarios sin que están realmente presentes
fuentes físicas de estrés. Dicho de otra manera: la diferencia entre animales y humanos sería que
fuentes simbólicas producen los mismas reacciones que las físicamente nocivas, aunque en ambos
casos el modelo es reactivo.
Este modelo reactivo, sin ser falso, es totalmente insuficiente tanto para explicar cómo
reaccionan ante el estrés las personas, como para explicar las reacciones orgánicas de los
mamíferos no humanos ante fuentes físicas de estrés puesto que desde finales de la década de los
sesenta y el principio de la siguiente se realizaron una serie de experimentos que pusieron de
manifiesto que las reacciones orgánicas de los animales ante el estrés no dependían únicamente de
las condiciones a las que eran expuestos sino también de la conducta que realizaban ante ellas.
Vamos a exponer algunos de estos trabajos.
Una línea de trabajo especialmente destacada fue la llevada a cabo por Jay M. Weiss en
la Universidad Rockefeller. Weiss, Stone y Harrell (1970) trabajaron con un aparato compuesto
por una especie de banco con tres cajitas en las que introducía una rata en cada una de ellas. A dos
de los animales se les ponía un electrodo a través del cual se aplicaban estímulos eléctricos. El
circuito estaba hecho de tal manera que los dos animales siempre recibían la misma corriente,
mientras que el tercero no recibía corriente sino que tan sólo estaba encerrado en la cajita tanto
tiempo como sus dos compañeros a modo de control. Volviendo a los dos primeros, aunque
ambos estaban sometidos al mismo dolor, uno de ellos podía empujar una palanca con lo que
desconectaba la corriente eléctrica, es decir un animal podía ejercer control sobre el estímulo y el
otro no. A lo largo de las sesiones experimentales los animales que podían apretar la palanca lo
hacían cada vez que se les presentaba el estímulo, y con ello también se beneficiaba el otro animal

-288-
que recibía los mismos estímulos pero no podía apretar nada. Es decir, los dos sufrían lo mismo
pero sólo uno actuaba. El resultado fue que ambos padecieron tal grado de estrés que se pudieron
detectar importantes alteraciones bioquímicas en su cerebro, pero los cambios sufridos por los
animales sin control fue muchísimo mayor.
Es decir: el impacto de las fuentes de estrés sobre el organismo depende, al menos, de la
magnitud de la propia fuente y del control que se pueda ejercer sobre dicha fuente. Además de los
trabajos de Weiss que hemos citado como ejemplo destacado, a esta idea se ha podido llegar
siguiendo diferentes estrategias experimentales, registrando diversos parámetros fisiológicos y
siendo los sujetos experimentales tanto animales como sujetos humanos. Por ejemplo Obrist
(1981) comparó las situaciones en la que se requería afrontar de forma pasiva o activa las
situaciones aversivas. El afrontamiento pasivo es el que se produce cuando el sujeto no puede
ejercer control y solamente puede soportar lo mejor posible la situación aversiva, mientras que el
afrontamiento activo es aquél en el que el sujeto puede realizar una acción para controlar la
situación. Obrist descubrió que el afrontamiento activo, en igualdad con el resto de condiciones
con el pasivo, da lugar a una activación cardiovascular que se hace patente en una frecuencia
cardíaca y una presión sanguínea mayores. Efectos similares se pueden hallar en la corticosterona
(Herrmann, Hurwitz y Levine, 1984), en las respuestas inmunitarias (Sklar y Anismar, 1979) y,
en el caso de los humanos, la actividad electrodérmica (Fernández Castro, Carasa, Torrubia y
Tobeña, 1988).
Mención especial merece también el fecundo trabajo sobre control y estrés de Martin E.P.
Seligman y su larga lista de discípulos de la Universidad de Pennsylvania. Seligman (1981) también
halló que el estrés incontrolable es mas grave que el estrés controlable -siendo la magnitud del
estímulo la misma-, pero además, ha podido demostrar que los efectos negativos de la falta de
control no se reducen a las reacciones orgánicas, sino que abarcan también cambios cognoscitivos,
motivacionales y emocionales. A partir de sus trabajos Seligman ha defendido que las personas
son capaces de aprender que las fuentes de estrés son incontrolables, efecto al que llama
indefensión aprendida, y que tiene efectos relativamente permanentes, de tal manera que las
personas con indefensión aprendida pueden seguir mostrando formas pasivas de afrontar
situaciones que en realidad serían controlables.
Incluso en el campo del tratamiento de los trastornos de ansiedad, donde los modelos
reactivos han tenido tanta aceptación, han surgido voces que defienden la idea que lo esencial es
el grado de control. Destaca especialmente el meticuloso trabajo de Eifert, Coburn y Seville
(1992) en el que sostienen que los procesos de extinción, habituación, inhibición recíproca o
contracondicionamiento, a pesar de estar muy acreditados, no dan cuenta de todos los aspectos
de los métodos clínicos de reducción de la ansiedad utilizados actualmente; por el contrario
sostienen que los cambios en la percepción de control son los responsables de la mejora en los
trastornos de ansiedad. Esta idea está apoyada en una cuidadosa revisión de un gran número de
trabajos que demuestran que para superar este tipo de trastornos es crucial creer que se puede
controlar los siguientes factores: a) las respuestas fisiológicas en situaciones de ansiedad, b) los
estímulos o situaciones que provocan la ansiedad y c) la propia conducta de exposición a dichos
estímulos o situaciones.
En fin, todos estos datos fortalecen la idea que a partir de una fuente concreta de estrés
no se puede predecir prácticamente nada sustancial acerca de sus consecuencias vegetativas,
endocrinas, inmunitarias, cognoscitivas, motivacionales y emocionales, a menos que se conozca
el grado de control que se puede ejercer sobre esa fuente de estrés y si realmente se afronta de
manera activa o pasiva.

2. SEGUNDA TESIS: UNA ORACIÓN PARA NO ABRIR LA BOTELLA


Dios mío concédeme la serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar, el valor
de cambiar las que pueda y la sabiduría para establecer la diferencia. Estas palabras provienen
de oración compuesta por el teólogo Rienhold Niebuht y que fue adoptada en Estados Unidos por
la organización Alcohólicos Anónimos. Traduciendo la oración a la jerga de los psicólogos
actuales sería que en situaciones incontrolables, la mejor estrategia de afrontamiento sería la

-289-
aceptación pasiva y en situaciones controlables, en cambio, lo más adecuado sería plantearse una
estrategia para afrontar activamente la fuente de estrés. Las personas más adaptadas serían, según
esto, las capaces de discriminar las situaciones potencialmente controlables de las que no lo son.
¡Ay, si fuese tan sencillo! ¡Qué bien si se pudiera sintetizar de una manera tan clara lo que se debe
hacer! Desgraciadamente, es muy posible que la forma en que las personas afrontan las
penalidades de la vida sea algo más complicada que lo reflejado en estas, a pesar de todo, sabias
palabras y voy a intentar explicar por qué.
Para empezar, el control no es un concepto unidimensional. Cuando se trata de
experimentos de laboratorio es relativamente fácil establecer la diferencia entre poder accionar un
botón que controla un estímulo aversivo y no tener ninguna posibilidad de hacerlo. En las
situaciones de la vida cotidiana, se puede ejercer control de varios modos diferentes y hay
situaciones que no se pueden controlar de una manera directa, pero si de otra distinta por ejemplo
enfocándola desde una punto de vista diferente. En la Tabla 18.1 aparecen tres clasificaciones
diferentes de los tipos posibles de control propuestas por Averll (1978), por Miller (1979) y por
Thompson (1981), como podrá observar el lector, aunque no hay coincidencia total entre las tres,
queda claro que los caminos para controlar las situaciones aversivas o amenazantes son diversos
y variados.
(Insertar la Tabla 18.1)
Por otra parte, los esfuerzos para controlar las situaciones aversivas dependen de la
valoración, necesariamente subjetiva, de la capacidad y de los recursos que tiene uno mismo para
hacer frente a la situación. Esta es la operación cognoscitiva denominada apreciación secundaria
y forma parte del modelo de afrontamiento del estrés propuesto por los psicólogos Richard S.
Lazarus y Susan Folkman de la Universidad de California, responsables del Berkeley Stress and
Coping Project que ha sido sin duda alguna el grupo más influyente en el desarrollo de la
investigación sobre el estrés humano especialmente entre 1979 y 1989.
Si hay varias maneras de ejercer control, no es posible dividir el afrontamiento solamente
en activo o pasivo. Lazarus y Folkman (1986) formularon una definición de afrontamiento que ha
llegado a ser clásica y que permite muchas más posibilidades, para ellos el afrontamiento está
constituido por aquellos esfuerzos cognitivos y conductuales constantemente cambiantes que se
desarrollan para manejar las demandas específicas externas y/o internas que son evaluadas
como excedentes o desbordantes de los recursos del individuo (p.164) Es preciso destacar dos
aspectos de esta definición, el primero es que se refiere al esfuerzo de hacer frente a las situaciones
que provocan el proceso y no al resultado de dicho esfuerzo, es decir afrontar quiere decir intentar
solucionar un problema de forma satisfactoria pero no necesariamente conseguirlo, y el segundo
es que manejar, en esta definición, significa tanto dominar o controlar, es decir resolver
activamente el problema planteado, como también minimizar, tolerar, evitar, sortear o aceptar el
problema, las emociones desatadas por el problema, o bien ambas cosas.
Cuando las situaciones son infinitas y las formas de actuar ante ellas innumerables, surgen
preguntas obvias, por ejemplo: ¿Existen unas formas de afrontar el estrés más sanas que otras?
¿Cuáles son éstas? ¿Podemos seguir manteniendo que el impacto sobre la salud que tiene un
proceso de estrés depende de la forma concreta de afrontamiento que desarrolle el sujeto? Y si
es así, ¿Cómo predecir las consecuencias del estrés a partir de la manera en que se afronta?
Para poder saber algo sobre la eficacia de todas estas diferentes formas de afrontar el estrés
se debería, primero, clasificarlas y ordenarlas reduciendo el abanico de posibilidades a unas
cuantas, pocas, formas generales de actuar para así poder investigar posteriormente su impacto
en la salud y la adaptación.
La medida y evaluación de las estrategias de afrontamiento ha sido una tarea ardua, que
aún no se ha resuelto de forma satisfactoria para todos los especialistas. Cuando se intenta medir
el afrontamiento, el primer problema que aparece consiste en escoger entre una descripción
general con validez universal, a costa de poca precisión y otra más potente y precisa pero
circunscrita a grupos concretos de personas sometidas a una misma fuente de estrés, como por
ejemplo personas que deben afrontar un primer diagnóstico de cáncer, una intervención quirúrgica,
o sufren una enfermedad crónica como la artritis o la diabetes.

-290-
En el primer caso, para obtener descripciones generales hay que observar a la población
general ante problemas diversos. En un principio muchas investigaciones sencillamente
preguntaban sobre la forma de actuar en general ante los problemas. Las respuestas dadas ante
este tipo de preguntas son totalmente inconsistentes y actualmente prácticamente no se usa este
método. Hay dos alternativas a las preguntas generales. Una consiste en pedir a los sujetos que
contesten un cuestionario en donde hay una lista de posibles formas de afrontar los problemas pero
pidiendo que hagan constar lo que hicieron realmente ante un hecho productor de estrés que hayan
pasado recientemente y que deben hacer constar. Otra alternativa es plantear una serie de
situaciones de estrés comunes, que todos los sujetos o bien han pasado o bien han podido vivir de
cerca y preguntar cómo responderían ante ellas, por ejemplo si tuviesen una enfermedad grave,
perdiesen el empleo, tuviesen una discusión con un familiar o se tuvieran que presentar a un
examen o entrevista para obtener un empleo. En todo caso, parece que la primera alternativa sigue
siendo la más usada.
Aún hay que tomar otra decisión, que consiste entre optar por una estrategia deductiva o
inductiva. En el primer caso se trata de definir ciertas categorías hipotéticas mutuamente
excluyentes y que, en conjunto, representen una relación exhaustiva de todas las posibles
respuestas de afrontamiento, en consonancia, evidentemente, con una teoría que la sustente. Se
trata, por supuesto, de comprobar si estas categorías cuadran con las respuestas observadas en
grupos de personas estudiadas. Estas taxonomías tienen la ventaja de ser lógicamente simples y
coherentes y simétricas. Otra ventaja es que son suficientemente generales para cubrir diferentes
personas y situaciones. Los problemas para esta manera de proceder surgen cuando no son
contrastadas empíricamente o cuando las categorías en principio diferentes aparecen con altas
correlaciones entre sí. Este tipo de investigaciones se realiza, en general, desglosando cada
categoría, en varias afirmaciones particulares que la concreten como pensé en el problema como
un reto, recé o pedí consejo a un pariente o a un amigo.
La vía inductiva consiste sencillamente en examinar qué hace la gente ante un problema
específico o general, a veces partiendo de listas abiertas de posibles formas de afrontamiento y
mediante técnicas estadísticas ir descubriendo agrupaciones empíricas de respuestas que revelen
estrategias generales.
Lazarus y su grupo de Berkeley desarrollaron un cuestionario para evaluar el
afrontamiento llamado Ways of Coping (WOC) (Folkman y Lazarus, 1980, 1988). En su versión
del año 1988 este cuestionario constaba de 63 ítems que podían ser agrupados en ocho escalas de
modos generales de afrontamiento. Pero de este cuestionario se han hecho una gran cantidad de
versiones diferentes, añadiendo y suprimiendo ítems - desde 46 hasta ochenta o más -, obteniendo
además una extraordinaria diversidad de factores que va desde dos hasta catorce. Aliaga y
Capafons (1996) han expuesto un completo panorama de las vicisitudes por las que ha atravesado
este cuestionario. Si se contrasta la cantidad de investigaciones realizadas en pos de una
clasificación de las formas generales de afrontar el estrés y el acuerdo obtenido en los resultados,
el balance es realmente desalentador por la confusión que produce.
La consecuencia es que los especialistas más destacados han hecho cada uno su versión
propia del WOC quitando o añadiendo ítems e introduciendo cambios de detalle; quizás las
versiones más citadas sean el CSI (Coping Scale Inventory) de Tobin, Holroyd y Reynolds (1984)
, la versión del WOC de Vitaliano, Russo, Carr, Maiuro y Becker (1985) y el COPE de Carver,
Scheier y Weintraub (1989). Para no hacer esta exposición inútilmente minuciosa, voy a describir
brevemente tan sólo una de ellas, el CSI; simplemente a modo de ejemplo que valga por todos
puesto que ofrece una taxonomía deductiva de modos de afrontamiento general que ha
demostrado tener consistencia empírica aceptable y una utilidad indiscutible tanto para la
investigación como para la intervención en los trastornos de estrés, pero haciendo constar que no
es ni la única ni, mucho menos, la definitiva.
El CSI elaborado por Tobin, Holroyd y Reynolds (1984) y reformulado por Tobin,
Holroyd, Reynolds y Wigal (1989) es un cuestionario de autoinforme constituido por 72 ítems
diseñado para evaluar conductas y pensamientos realizados ante fuentes específicas de estrés. A
los sujetos se les pide que describan en uno o dos párrafos un suceso provocador de estrés; que

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puede ser bien uno cualquiera, bien uno relacionado con algún problema particular sugerido por
el entrevistador. Después deben rellenar el CSI reflejando en una escala de 5 niveles (de nada hasta
mucho) el grado en el que han realizado cada ítem ante el problema descrito antes.
El cuestionario contiene 14 subescalas: 8 primarias, 4 secundarias y 2 terciarias (Figura
18.2). Fueron obtenidas a partir la rotación jerárquica de Wherry en un análisis factorial de un
conjunto de ítems consistente en una selección de ítems del WOC más otros redactados
específicamente por los autores a partir de sus hipótesis.
(Insertat la Figura 18.2)
Las escalas primarias consisten en estrategias específicas de afrontamiento en respuesta
a las fuentes de estrés y son las siguientes: Resolución de Problemas (cambiar la fuente de estrés),
reestructuración cognitiva (cambiar el significado de la situación), contacto social (buscar apoyo
en amigos y familiares), expresar emociones (dejar ir las emociones y comunicarlas), evitación del
problema (negar la existencia del problema y evitar pensar o actuar en relación a él), pensamiento
desiderativo (tener fantasías en las que todo se soluciona fácilmente), retraimiento social
(guardarse los sentimientos para sí y evitar los contactos sociales) y autocriticarse (echarse la
culpa a uno mismo y reprocharse los errores pasados cometidos).
La escalas secundarias son cuatro: aceptación centrada en el problema que incluye la
resolución de problemas y la reestructuración cognitiva, aceptación centrada en las emociones
que comprende el contacto social y la expresión de las emociones, el rechazo centrado en el
problema a la que corresponden la evitación del problema y el pensamiento desiderativo y,
finalmente, el rechazo centrado en la emociones que está íntimamente relacionada con el
retraimiento social y el autocriticarse.
Finalmente los factores terciarios son dos. El primero es Aceptación que comprende los
dos factores de aceptación ya sea centrado en el problema, ya sea centrado en las emociones. Los
autores usan el término engagement, que significa algo así como compromiso y tiene mucha
relación con el concepto de aproximación como opuesto a evitación. En la primera versión de este
instrumento los autores denominaban a este factor cambio, puesto que aceptar que hay un
problema implica alterar algo de la transacción entre individuo y su entorno, ya sea la situación,
su apreciación, las emociones o las conductas.
El segundo factor terciario es el de Rechazo y abarca los dos factores que implican rechazo
bien del problema, bien de las emociones. La palabra inglesa usada por los autores para este factor
es disengagement que aparte de rechazo también significa desentenderse de algo; también tiene
algo que ver con el concepto de negación y el de evitación. En la primera versión se le denominaba
estabilidad puesto que las estrategias incluidas en este factor tienen en común el no hacer nada,
el intentar eludir el hecho que no se puede continuar manteniendo la situación anterior al inicio del
problema.
Como ya se ha señalado antes, los autores del CSI han realizado diversos estudios sobre
la fiabilidad de la escala, y la solidez de su estructura factorial, y también han comprobado la
validez de criterio (discrimina entre depresivos y normales, neuróticos y normales y enfermos y
sanos). Asimismo, han explorado la validez de constructo del CSI, comprobando que cuanto más
autoeficacia muestran los sujetos, usan más estrategias de resolución de problemas y menos de
evitación del problema (Tobin y cols., 1989).
Dentro del grupo de intentos de clasificación de estrategias de afrontamiento no generales
sino específicas a problemas concretos, destaca la desarrollada por Moorey y Greer (1989) para
personas que han de hacer frente a un diagnóstico de cáncer. Esta tipología aunque se refiere a una
fuente de estrés muy específica tiene gran interés para poder conocer cómo las personas, en
general, hacen frente a sus preocupaciones y problemas.
Este modelo se basa en la teoría Transaccional de Lazarus y la descripción de cada
estrategia incluye un conjunto particular de apreciación cognoscitiva inseparable de la propia
estrategia de afrontamiento y consisten en:
! Espíritu de lucha. Interpretan el diagnóstico como un reto ante el que hay que crecerse,
perciben un alto grado de control sobre la situación, tienen una visión optimista del pronóstico y
sus estrategias de afrontamiento típicas son la búsqueda moderada de información, intentar tener

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papel protagonista en la recuperación e intentar proseguir con la vida actual. El tono emocional
es positivo, aunque manifiestan una ligera ansiedad.
! Evitación o negación. No aprecian ninguna amenaza en el diagnóstico. Tienen una
visión del pronóstico optimista y su estrategia de afrontamiento consiste en minimizar la
enfermedad y sus síntomas. Su tono emocional es sereno.
! Fatalismo. Tienen una visión del diagnóstico que se traduce en una amenaza moderada.
No perciben ninguna posibilidad de control. Se plantean aceptar el desenlace de la enfermedad,
sea bueno o malo, con dignidad. Sus estrategias de afrontamiento se centran en la aceptación
pasiva y no despliegan ningún tipo de estrategias dirigidas al problema.
! Indefensión y desesperanza. Ven el diagnóstico como una amenaza terrible y segura.
No perciben ninguna posibilidad de control. Son pesimistas respecto el pronóstico. Sus estrategias
de afrontamiento se reducen a expresar su desesperación sin mostrar ninguna iniciativa dirigida
al problema. Su tono emocional es depresivo.
! Preocupación ansiosa. Ven el diagnóstico como una gran amenaza. Experimentan una
gran incertidumbre sobre si se puede ejercer control o no sobre la situación. Su visión del
pronóstico se caracteriza también por la incertidumbre respecto al futuro. Sus estrategias de
afrontamiento son la búsqueda compulsiva de seguridad (búsqueda excesiva de información y
medicinas alternativas), la rumiación y la excesiva atención a los síntomas físicos dirigidos a
detectar la recaída. Su tono emocional se caracteriza por la ansiedad.
Heim (1991) ha realizado un laboriosa investigación consistente en un metanálisis de las
investigaciones sobre formas de afrontamiento y cáncer. Seleccionó un reducido número de
investigaciones que ofrecían garantías de solidez metodológica y tradujo las categorías y
definiciones de las formas de afrontar el diagnóstico de cáncer a un único código y luego a
comprobar cuáles habían sido las más favorables y cuales las peores para el curso de la
enfermedad. Este estudio lo realizó por separado para el ajuste o adaptación psicosocial como
variable dependiente y para el curso -biológico- de la enfermedad; quizás lo más interesante es que
las estrategias más y menos efectivas coincidían en un alto grado. Las estrategias más adaptativas
en el mayor número de investigaciones fueron tomar una actitud activa en el cuidado de la
enfermedad (Informarse, consultar, seguir escrupulosamente consejos médicos, etc.), buscar el
apoyo emocional y profesional de toda aquella persona dispuesta a cuidar o a escuchar al
paciente, y mostrarse optimista. Por el contrario, las estrategias que en ningún caso fueron buenas
ni para el ajuste psicosocial, ni para el curso biológico de la enfermedad fueron resignarse, pensar
que no se puede hacer nada, aislarse socialmente y dar vueltas continuamente a las
preocupaciones.
A pesar que, como vemos, tenemos algunos instrumentos consistentes para medir la
manera de afrontar el estrés y su impacto sobre la salud, aún hay dificultades que no se han
superado del todo. Quizás una de las principales es que las personas no hacen una sola cosa a la
vez, quizás intenten varias simultáneamente o algo respecto las emociones y otra cosa diferente
respecto el problema. Por otro lado la gente también puede cambiar su forma de afrontar los
problemas de forma sucesiva, por ejemplo: intentar luchar con todas sus fuerzas durante un
tiempo, luego sumirse en la depresión y, después, vuelta a luchar. Quizás algo realmente nuevo
que hace frente a esta dificultad lo podemos encontrar en el reciente trabajo de Smith y Wallston
(1996) en el que estudiaron perfiles de afrontamiento en enfermos de artritis y sus niveles de
adaptación psicológica y social. Para ello utilizaron un cuestionario basado en el WOC y el COPE
ya citados, pero con la novedad de que el resultado no es una medida única, ni una estrategia
predominante, sino un perfil formado por la puntuación en cada una de las once estrategias
contempladas y expresado como desviaciones respecto la media de todo el grupo Analizando
estadísticamente estos perfiles con métodos multivariantes obtuvieron cuatro agrupaciones
diferentes en las que podían ser clasificados cómodamente todos los pacientes estudiados.
Los cuatro perfiles que obtuvieron fueron afrontamiento activo, en el que las escalas que
miden las estrategias activas tienen una puntuación algo superior al resto, afrontamiento pasivo,
que es la inversa del perfil anterior, afrontamiento mínimo, en el cual los enfermos puntuaban muy
bajo en todas las escalas y autocrítica, en que los sujetos puntuaban alto en casi todas las

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estrategias pero sobresaliendo, y mucho, en la de autocrítica. Es interesante comprobar que todos
los pacientes realizan todas las estrategias en algún grado y que alguna de ellas como las prácticas
religiosas o el pensamiento desiderativo estaba muy extendida en todos los grupos y que el aislarse
o el luchar directamente eran las menos usadas.
Los sujetos clasificados dentro del grupo afrontamiento mínimo eran los que, en general,
partían de unos niveles de dolor inferiores. Por otro lado, el resto de los grupos tenían niveles
similares de intensidad de dolor e incapacidad provocada por la enfermedad. Analizando el ajuste
psicosocial controlando el grado de dolor y la gravedad de la enfermedad, hallaron que los sujetos
de los grupos activo y mínimo mostraban mayor adaptación que los del grupo pasivo y de
autocrítica.
Adoptando un punto de vista necesariamente general y salvando casos concretos, las
estrategias activas en las que las personas hacen todo lo que pueden para solucionar el problema,
y aún en el caso que realmente no sean muy efectivas, son las que permiten una mayor adaptación,
es decir el mayor bienestar y calidad de vida posibles dada la situación objetiva que impone la
enfermedad. Aquellos casos en los que negar el problema o evitarlo sea beneficioso, lo mismo que
aceptarlo con fatalismo, nos remite a situaciones en las que objetivamente no hay nada que hacer
y en los que el no atender al problema al menos reduce la excitación emocional del paciente, cosa
sin duda alguna no es nada malo. ¿A qué conclusión podíamos llegar que incluyese estos dos
datos? Pues, sencillamente, a que las estrategias de afrontamiento serán más adaptativas cuantos
más activas sean dentro de las posibilidades de control que ofrezca cada situación, o enfermedad,
en concreto.

3. TERCERA TESIS: EL IDEAL ESTOICO


El hombre no se ve turbado por los acontecimientos, sino por la visión que tiene de ellos.
Éste es un viejo aforismo de Epícteto. No es ni mucho menos la única enseñanza que nos legaron
los antiguos filósofos estoicos pero sí la más conocida; no en vano actualmente decir que alguien
es un estoico quiere decir que acepta las desgracias sin inmutarse y que actúa tanto ante lo bueno
como ante lo malo con la misma dignidad. Y es precisamente lo que, después de muchos trabajos
y sesudas reflexiones, han descubierto los psicólogos del siglo XX: que el impacto emocional de
lo que nos pasa depende de la apreciación cognoscitiva que nos hacemos de ello y no de sus
características objetivas.
¿De qué depende que la gente afronte bien o mal el estrés? ¿De factores situacionales o
personales? Al igual que los estoicos, la respuesta que voy a proponer mira hacia las personas y
no hacia las situaciones, la gravedad de las enfermedades o la incapacidad que producen. Se ha
propuesto muchas ideas sobre qué tiene las personas que se adaptan bien a las situaciones de
estrés: la autoestima (Coopersmith, 1969), la extroversión (Amirkhan y Risinger, 1995), el
optimismo (Scheier y Carver, 1985), el locus de control interno (Rotter, 1954). También se ha
propuesto características que tienen las personas que se adaptan mal como por ejemplo la
represión (Byrne, 1961; Cano, Sirgo y Pérez, 1994) o la alexitimia (Sifneos, 1972; Martínez
Sánchez, 1995).
Voy a defender ahora que el concepto de Competencia Percibida puede ser especialmente
útil para explicar por qué unas personas se adaptan bien a situaciones de estrés y minimizan su
impacto en la salud mientras que otras, no. No creo que sea el único factor sino que sencillamente
es uno de los más importantes y que, como es una creencia, puede ser modificado para poder
ayudar a la gente sometida a situaciones de estrés a adaptarse más satisfactoriamente.
La competencia personal percibida, o más sencillamente competencia percibida, es una
creencia general sobre el grado en el que uno mismo es capaz de conseguir aquellas metas u
objetivos deseados. Las personas con competencia percibida alta creen que, en general, son
capaces de ir superando las dificultades de la vida de forma razonablemente satisfactoria. La
competencia percibida implica un locus de control interno puesto que este último es una creencia
en que lo que acontece en la vida depende de las acciones de cada uno y no de factores como el
azar, la suerte u otros más poderosos, pero con algo más que es la creencia en que uno mismo es
capaz de hacerlo. La competencia percibida tiene mucho en común con la expectativa de

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autoeficacia (Bandura, 1987; Villamarín, 1990); pero mientras que ésta es una expectativa
contextual, es decir el grado en el que una persona cree que será capaz de realizar una conducta
concreta en un momento determinado; la competencia percibida es una creencia general. La
competencia percibida tal como la ha definido Wallston (Wallston, 1992; Fernández Castro y Edo,
1994b). es muy similar al concepto de competencia personal de White (1959); al de dominio de
Pearlin, Menaghan, Lieberman y Mullan (1981) y al de autoeficacia general (Shwarzer, 1994).
Smith, Dobbins y Wallston (1991) estudiaron la relación entre competencia percibida y
adaptación psicosocial en un grupo de personas aquejadas de artritis, puesto que en esta situación
se da un ajuste psicosocial bajo y también una gran variabilidad individual. Su hipótesis era que
la competencia percibida era el mediador entre la enfermedad y la adaptación psicosocial.
entrevistaron a un grupo de más de doscientos pacientes aquejados de artritis tres veces a lo largo
de un año medio. Se evaluó el dolor referido, la incapacidad social, las creencias de control, el
apoyo social, la competencia percibida, la sintomatología depresiva y la satisfacción vital. Los
autores analizaron tanto las relaciones entre dichas variables en cada uno de los tres momentos,
como su evolución a lo largo del tiempo.
Los resultaron dieron un buen espaldarazo a la hipótesis que la competencia percibida
juega un papel mediador entre los antecedentes que en este caso serían su los problemas de salud
(dolor, incapacidad, etc.) y la adaptación psicosocial; es decir, ausencia de depresión y satisfacción
vital. Analizando cada uno de las momentos puntuales de la investigación, la competencia
percibida mostraba una correlación tanto con los antecedentes como con las consecuencias, pero
la relación más fuerte y directa se halló entre la competencia percibida y las medidas de adaptación
psicosocial.
Si se examinan los datos a lo largo de la duración del estudio, se pudo demostrar que los
pacientes que mantuvieron una competencia percibida alta, a pesar de los cambios en dolor e
incapacidad, siempre manifestaron mayor adaptación psicosocial que el resto de la muestra. Sin
embargo, dado que no pudieron demostrar que los cambios en los antecedentes (gravedad de la
enfermedad) durante la primera mitad del período son los responsables de los cambios en la
adaptación en la segunda mitad, la hipótesis no pudo ser corroborada totalmente, aunque tampoco
rechazada. En todo caso lo que se pudo ver fue que las duras condiciones que imponen la
gravedad de la enfermedad junto con otros factores aún desconocidos pueden tener consecuencias
negativas en la adaptación psicosocial del paciente en la medida en que deterioren la competencia
percibida, ya que si ésta permanece incólume la adaptación parece ser buena.
Veamos el papel que puede representar la competencia percibida ante una fuente de estrés
totalmente diferente. Fernández Castro, Rovira, Jiménez y Torralba (1996) compararon dos
grupos de padres y madres, uno de los grupos se caracterizaba por tener un hijo con una
discapacidad que le obligaba a asistir a un centro de educación especial. Ambos grupos estaban
igualados respecto la edad, el sexo y el número de hijos. Los datos obtenidos mediante un
cuestionario revelaron que los padres de hijos con necesidades especiales manifestaban algunas
diferencias notables con el otro grupo, como por ejemplo en el grado de atención que requerían
sus hijos, sin embargo no hubo diferencias en absoluto en el estrés percibido por los padres y
madres de ambos grupos. Por otro lado también se administró a los participantes una adaptación
española de la escala de competencia percibida usada por Smith y cols. (1991), al dividir todos los
participantes en el estudio en personas con competencia percibida alta o baja, sin tener en cuenta
si los hijos tenían discapacidades o no, se observó que las personas con una competencia percibida
baja manifestaban un estrés percibido mayor ante los problemas causados por el cuidado de sus
hijos. Estos resultados sugieren que puede llegar a pesar más las características y creencias de las
personas sometidas a estrés, que la gravedad y características de la propia situación que lo origina.
En una muestra de estudiantes sin ningún problema de salud específico, también se ha
podido hallar una estrecha relación entre competencia percibida y manifestaciones de estrés
(Fernández Castro, Álvarez, Blasco, Doval y Sanz, 1996) y además también pudimos comprobar
que existía una alta correlación entre la competencia percibida y el locus de control interno. Por
medio de correlaciones parciales pudimos demostrar que la competencia percibida predice mejor
las manifestaciones de estrés, que el locus de control.

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Incluso se ha constatado el papel modulador de la competencia percibida también en las
reacciones afectivas puntuales ante situaciones de estrés. Sanz, Villamarín y Álvarez (1996)
realizaron una investigación en la que un grupo de noventa y seis sujetos fue sometido a una
prueba de razonamiento aritmético bajo diversas condiciones de incentivo y observaron que el
grado de competencia percibido modula los cambios experimentados por los estados emocionales
ante las diversas situaciones. También parece que tiene un papel mediador en la percepción de la
amenaza ante el fracaso.
¿Qué estoy intentando explicar? ¿Que la competencia percibida es un curalotodo
psicológico perfecto? Pues no, la competencia percibida tiene mucho que ver con la buena
adaptación a las situaciones de estrés pero no la asegura. La competencia percibida es solamente
una creencia general que no produce directamente la adaptación psicosocial, posiblemente, lo que
pasa es que las personas con una competencia percibida alta tienden a afrontar el estrés de manera
activa y por lo tanto a adaptarse mejor. Ferguson, Dodds, Ng y Flannigan (1994) han expuesto
muy bien esta idea, han demostrado que se puede diferenciar empíricamente entre las expectativas
de autoeficacia concretas, por ejemplo de salvar una dificultad, y las creencias generales que son
más abstractas y, también, más estables. Las expectativas de autoeficacia son los precursores más
inmediatos de las conductas dirigidas a afrontar activamente el estrés y se forman a partir de la
experiencia propia y vicaria, la persuasión verbal y las propias sensaciones orgánicas (Bandura,
1987; Villamarín, 1994). En igualdad de condiciones, es muy probable que las personas con una
competencia percibida alta pueden formar estas expectativas antes que las personas que se vean
así mismas como incompetentes.
Ferguson y sus colaboradores argumentaron, además, que las situaciones de estrés son,
casi por definición, nuevas, extrañas, ambiguas o inciertas y que justamente por esta razón las
expectativas específicas y los hábitos aprendidos anteriores no sirven de mucho. Sin embargo, las
creencias generales en la competencia personal, al no depender de contextos concretos, pueden
tener mucha importancia para motivar los esfuerzos de afrontar activamente las situación de estrés
y adaptarse a ellas cuando los recursos habituales son insuficientes.
La competencia percibida también tiene sus limitaciones. La competencia percibida
obtenida por autoinforme, tal y como hemos explicado podría ser una ilusión, Alloy y Abramson
(1988) han demostrado que la ilusión de control, en contextos experimentales, es un fenómeno
que afecta a la mayoría de la gente, la ilusión de control es sencillamente creer que se controla algo
que en realidad es producto del azar. Por lo tanto una competencia percibida alta en situaciones
claramente no controlables podría ser poco adaptativo. Helgeson (1992) en una investigación
sobre la adaptación de enfermos crónicos, descubrió que la competencia percibida es buena
cuando la amenaza (la gravedad potencial objetiva de la enfermedad) es moderada o grave, pero
de dudosa utilidad ante pequeñas contratiempos de salud, puesto que en este caso se dedica
innecesariamente a controlar amenazas sin importancia. También descubrió que, en los enfermos
que estudió, no aparecía el fenómeno de ilusión de control en términos absolutos sino que la
creencia de control sobre la enfermedad es beneficiosa siempre y cuando no sea extremadamente
mayor que el control que realmente se puede ejercer.
La conclusión que se desprende de estos trabajos es que una competencia personal alta
(incluso cuando no sea del todo realista) podría ser una creencia que facilitase la formación de
expectativas de autoeficacia altas y el desarrollo de estrategias de afrontamiento activas
especialmente cuando las personas están en situaciones nuevas en las que no tienen una
experiencia personal directa. Es posible que la competencia personal alta no sea beneficiosa
cuando la gente se propone alcanzar metas o superar dificultades poco importantes y cuando la
diferencia entre sus creencias y la realidad sea extremadamente grande.

4. CONCLUSIÓN: Y A MÍ... ¿QUÉ ME CUENTAS?


¿De qué nos sirve todo lo que he ido exponiendo a lo largo de este capítulo? ¿Qué
importancia práctica tiene estudiar la percepción de control, las estrategias de afrontamiento y la
competencia percibida? ¿Qué aporta este conocimiento a la mejora de la atención a la salud?
Cada vez está más fuera de duda la íntima relación entre las emociones humanas y la salud;

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sin embargo esta idea aún tiene que superar algunos escollos importantes antes de dar todos los
frutos prácticos que entraña. Richard Lazarus (1985) ha utilizado el término frivolización de la
angustia para glosar una dificultad para el progreso del estudio de las emociones y su impacto
sobre la salud; la frivolización de la angustia consiste en suponer que la aflicción y la tristeza que
producen los avatares de la vida, especialmente las enfermedades, son un producto de un fallo
personal, de una falta de entereza ante las dificultades o sencillamente a una especial de debilidad
del carácter. La consecuencia de este punto de vista es que se coloca a los angustiados la etiqueta
de débiles o, como máximo, dignos de compasión, y se desdeña la posibilidad de tratar la aflicción
y la angustia como un objetivo prioritario dentro del tratamiento integral del enfermo.
Tratar el estrés no es un asunto trivial, pues no solamente es la mejor vía para promover
la adaptación psicosocial y la calidad de vida, sino que es, indiscutiblemente, una manera de
prevenir una gran cantidad de enfermedades e incluso de favorecer la curación o retrasar el curso
de enfermedades que ya se han desarrollado. En este último punto son esperanzadores trabajos
como el de Fawzy, Fawzy, Hyun, Elashoff, Guthrie, Fahey y Mortn (1993) en el que una
intervención psicológica tuvo un efecto sustancial en la tasa de supervivencia de un grupo de
pacientes oncológicos recién operados.
Aunque los efectos negativos del estrés sobre la salud posiblemente son producto de no
haberlo afrontado correctamente, y que esto último depende de ciertos factores personales como
la competencia percibida, no se puede decir que la gente sea culpable de su ansiedad, agobio o
aflicción. En todo caso, es producto de unas creencias poco adaptativas; pero las creencias pueden
cambiarse. En la mayor parte de los tratamiento contra el estrés, ya sea en el terreno de la
prevención con personas sanas, ya sea en pacientes con alguna enfermedad declarada, el énfasis
siempre está en la reducción de la ansiedad, posiblemente por mimetismo con las técnicas
desarrolladas para tratar los trastornos de ansiedad. Pero las personas afligidas por el estrés, no
son como los pacientes ansiosos sino que tienen un problema real, más o menos serio pero real.
Posiblemente se podría avanzar mucho en la eficacia de los tratamientos del estrés intentando
aumentar la capacidad de las personas para intentar afrontar activamente el estrés.
La conclusión de este trabajo es que, sin olvidar reducir la ansiedad, habría que orientarse
hacia el incremento de la competencia percibida todo lo que permitan las circunstancias de la
situación y de la persona. Hay que enseñar a los individuos lo que pueden hacer para solucionar
sus propios problemas o combatir su enfermedad, aunque sea muy poco lo que se pueda hacer,
es preciso dar a esta implicación toda la importancia que se merece e impulsarla entre las personas
que pasan por trances de estrés. En el caso de los enfermos, aunque es absolutamente necesaria
un confianza total en la actuación médica, ello no es incompatible con el protagonismo el paciente.
Entrenar a las personas en técnicas de relajación para hacer frente al estrés puede ser valioso
quizás más como forma de aprender que puede hacer algo para luchar contra las amenazas, la
incertidumbre y la angustia que le guarda el futuro que por el hecho de llegar a conseguir unos
minutos, u horas, de desactivación biológica.

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CAPÍTULO 19
LA ALEXITIMIA,
UN FACTOR DE RIESGO PARA EL PADECIMIENTO
DE LOS EFECTOS PATÓGENOS DEL ESTRÉS
Francisco Martínez Sánchez

1. INTRODUCCIÓN
Sorprende comprobar cómo hasta bien entrado el siglo XIX los científicos no establecían
relación causal alguna entre cerebro y emoción; de hecho, se creía que las emociones tenían su
asiento en diversos órganos internos (corazón, pulmón, hígado y vesícula biliar). Por extrañas que
hoy puedan parecernos estas creencias, no dejaban de tener un fondo de verdad, ya que los
médicos habían observado que las emociones intensas influían en los órganos internos; así por
ejemplo, Beaumont (1833) demostró que el miedo y la ira producían efectos sobre la mucosa
gástrica.
Posiblemente fuera el carácter manifiesto de los cambios fisiológicos paralelos que
acompañan a ciertas emociones intensas, ya descritos por W. James (1890) hace más de un siglo,
el motivo de la elección de la emoción por parte de los primeros investigadores, de entre el
conjunto de los procesos psicológicos, como factor etiológico potencial de diversas enfermedades.
Con el tiempo, y al amparo del impacto de numerosos trabajos, especialmente de quienes
difundieron los efectos del estrés (Selye, 1936), se han multiplicado las investigaciones en torno
a esta área, convirtiéndola en una de las más prolíficas y de más alta integración multidisciplinar
de cuantas ocupan a los científicos. Sin embargo, a pesar de los avances logrados, y más allá de
las evidencias capaces de proveer los estudios correlacionales y epidemiológicos, tanto la medicina
como la psicología se han visto desprovistas de argumentos sólidos para explicar las polimorfas
relaciones entre emoción y salud, de hecho, cabe preguntarse si actualmente algún modelo posee
el estatus de paradigma.
Durante gran parte de este siglo, la investigación psicosomática se realizó al amparo del
paradigma del conflicto intrapsíquico propuesto por el psicoanálisis. La hipótesis sobre la que se
asentó sostuvo que la tensión psicológica, causada por los conflictos emocionales de carácter
inconsciente, inducía un estado de hiperactividad fisiológica capaz de provocar la disfunción del
órgano en aquellos sistemas constitucionalmente vulnerables. Sin embargo, este paradigma se ha
revelado más una propuesta “apoyada en imágenes que en explicaciones” (Valdés, 1983). Tal vez
por ello, los modelos que han tratado de dar explicaciones en torno a la relación causal existente
entre las emociones y la salud, apenas han coincidido más que en sostener la capacidad de las
emociones para influenciar las funciones somáticas.
En las últimas décadas se han acumulado sólidos apoyos, especialmente epidemiológicos
(Barefood, Dahlstrom y Williams, 1983), a las diversas hipótesis que atribuyen a los factores
emocionales un papel variable en la etiología de múltiples alteraciones somáticas (O'Leary, 1990).
Se constituyen las respuestas emocionales, de esta manera, en factores de riesgo para la salud, en
su calidad de agentes capaces de influenciar las funciones somáticas de muy diversas maneras que,
además, inciden en diferentes momentos del proceso de enfermar (Fernández Castro y Edo, 1994).
Se han postulado diversos constructos teóricos, orientados a explicar la capacidad
predictiva que la expresión y/o la represión de las emociones tienen sobre la morbilidad y
mortalidad de ciertos trastornos (Pennebaker, 1995), entre ellos destacamos la supresión de la ira
(Chesney y Rosenman, 1985), la inhibición emocional (King y Emmons, 1992), el patrón de
conducta tipo A (Rosenanm, 1991; Palmero y Codina, 1996), el síndrome ¡AHI! (Fernández-
Abascal y Martín, 1994a), el estilo represivo de afrontamiento (Weinberger, 1990), la ambivalencia
de la expresión emocional (King y Emmons, 1990) y, por último, la alexitimia (Taylor, 1994).
Todos ellos comparten la característica común de ser descriptores de los estilos de expresión y
afrontamiento de la respuesta emocional.
Centrándonos en este último constucto, la alexitimia, se ha postulado investigar las

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disfunciones en la identificación y expresión de las emociones como uno de los mecanismos
capaces de esclarecer las relaciones que se establecen en el complejo binomio emoción-salud
(Taylor, 1984). Esta propuesta supone desplazar el interés desde la magnitud (intensidad,
frecuencia y duración) de la estimulación a la que se ve sometido el individuo, hacia los procesos
cognitivos, moduladores en última instancia de los continuos procesos adaptativos. De esta
manera se propone una alternativa a las simplistas concepciones que establecen una relación lineal
cuasiproporcional entre emociones negativas y patología somática, a la vez que se postula que las
relaciones entre agentes patológicos y trastornos psicosomáticos no son simples, ni por supuesto
lineales (Martínez-Sánchez y Fernández Castro, 1994).
Contrasta esta orientación con el escaso interés que las relaciones entre emoción y
cognición han despertado entre los psicólogos cognitivos hasta hace apenas veinte años; de hecho,
algunos autores (Acosta, 1990) se han hecho eco de la dificultad que presenta encontrar los
términos “afecto” o “emoción” en los índices temáticos de revisiones sobre ciencia cognitiva hasta
los años ochenta.
En este trabajo, a la vez que se introduce brevemente el concepto de alexitimia
(sintomatología, hipótesis etiológicas, instrumentos de evaluación, así como su hipotético papel
en la etiología de diversos trastornos) conceptualizándolo como un trastorno emocional en el
procesamiento de la información afectiva, así como en la regulación de los afectos (Taylor, Bagby
y Parker, 1997); se postula su consideración como un factor de riesgo para el padecimiento de los
efectos patógenos del estrés, en su calidad de alteración en la modulación de la activación
fisiológica en respuesta al estrés.
Se propugna el estudio de la alexitimia como un área de interés potencialmente útil en el
estudio de las relaciones entre Emoción, Cognición y Salud, con la intención de que su estudio
favorezca el desarrollo de un paradigma capaz de integrar la investigación multidisciplinar, así
como el bagaje teórico, clínico y experimental acumulado por las Ciencias de la Conducta y
Biomédicas a lo largo de décadas de investigación.
Subyace en esta propuesta la tesis que sostiene la necesidad de avanzar en el conocimiento
de los determinantes de la conducta humana -de los Procesos Psicológicos Básicos-, para dar
respuesta a los retos presentes y futuros en la atención a la salud que la sociedad nos plantea
(Fernández Castro, 1993).

2. LA ALEXITIMIA

2.1. Revisión histórica del concepto


Diversos antecedentes prefiguran la primera formulación del concepto de alexitimia, todos
ellos tienen en común la originalidad de atribuir a la identificación y expresión emocional un
importante papel en la génesis de la enfermedad funcional, en un momento en que el conflicto
intrapsíquico era utilizado por la medicina psicosomática y la psicología como el principal
mecanismo explicativo de los trastornos psicosomáticos “clásicos” (Alexander, 1950).
En 1948, Ruesch informó que los pacientes psicosomáticos mostraban una “personalidad
infantil” caracterizada por una deficiente capacidad simbólica de expresión emocional, marcada
dependencia y expresión a través de canales somáticos y de acción. Por su parte, McLean (1949)
coincide en señalar, además, su aparente incapacidad para verbalizar emociones, especulando en
torno a lo que denomina “lenguaje del órgano”, un mecanismo por el cual en situaciones de estrés
esta incapacidad tendría su cauce expresivo a través de la somatización, y cuyo origen atribuye
a una supuesta alteración neurológica causada por la disfunción de las conexiones entre el sistema
límbico y los centros corticales.
Ya en la década de los cincuenta, tanto Horney (1952) como Kelman (1952) repararon en
el peculiar estilo cognitivo de estos pacientes, y lo que es más importante, diferenciaron la
estructura que caracteriza a los alexitímicos de los rasgos propios de las neurosis, atribuyendo el
trastorno a un mecanismo de defensa. Más tarde, Marty y de M'uzan (1963) observaron en estos

-299-
pacientes una estructura de personalidad, denominada “la pensée opératoire”, caracterizada por
una reducida capacidad de fantasía, así como un lenguaje y un peculiar estilo cognitivo orientado
hacia los detalles externos, además de un tipo de pensamiento limitado a la reproducción de los
detalles de acciones pasadas sin añadir el matiz subjetivo alguno a su descripción.
La descripción de las manifestaciones sintomáticas de un grupo formado por 20 pacientes
psicosomáticos, de los cuales 16 presentaban características alexitímicas, supone la primera
formulación estructurada del trastorno (Nemiah y Sifneos, 1970); de ellos, los autores destacan
principalmente (en contraposición a los neuróticos) su marcada dificultad para expresar
verbalmente los sentimientos, así como para someterse a una terapia clásica, dadas sus dificultades
de expresión verbal y manejo simbólico en la comunicación de los afectos con el terapeuta; lo que
Freedman y Sweet (1954) denominan gráficamente “analfabetos emocionales”.
Por último, en el Congreso Europeo de Investigación Psicosomática de 1976 se difunde
y define con mayor precisión el término (Brautingam y von Rad, 1977).

2.2. Características
La alexitimia -etimológicamente, ausencia de palabras para expresar las propias emociones-
es un constructo hipotético multidimensional, formulado en la década de los setenta por Sifneos
(1972) para describir una compleja constelación de manifestaciones cognitivo-afectivas observadas
en pacientes aquejados de alteraciones psicosomáticas, y cuya prevalencia se estima en torno al
8 por ciento en varones y del 1,8 por ciento en mujeres (Shipko, 1982), así como en el 30 por
ciento de los pacientes con trastornos psicopatológicos (Smith, 1983).
Se considera (Ayuso, 1993; García-Esteve, Núñez y Valdés, 1988; Martínez-Sánchez,
1995; Taylor, 1984) que quienes padecen altos niveles de alexitimia muestran una alteración
caracterizada por:
1) Dificultad para identificar emociones, sentimientos y afectos. Esta indiferenciación
entre los distintos estados emocionales se produce no solo respecto a los propios estados del
individuo, sino también con relación al reconocimiento (facial, vocal o conductual) de las
manifestaciones emocionales en otros sujetos.
2) Dificultad para describir emociones, sentimientos y afectos. Esta alteración tiene su
expresión en una marcada dificultad para verbalizar las emociones y describir a los otros todo lo
referente al ámbito de lo afectivo y subjetivo.
3) Dificultad para diferenciar los sentimientos de las sensaciones corporales que
acompañan a la activación emocional. Las manifestaciones fisiológicas asociadas a la activación
emocional son atribuidas erróneamente a síntomas físicos vagos, equiparándolas a la emoción
misma. En situaciones emocionales intensas, el alexitímico refiere simplemente la existencia de
malestar físico, incapaz de describirlo con precisión.
4) Constricción en los procesos simbólicos. Se aprecia una reducida capacidad de fantasía,
rememoración y manejo simbólico de las emociones y afectos. El alexitímico se caracteriza por
un pensamiento concretista, un hilo discursivo parco y desprovisto de tintes afectivos, así como
por unos pobres y rígidos ademanes (TenHouten, 1994).
5) Estilo cognitivo caracterizado por una preocupación hacia los detalles y
acontecimientos externos. Su lenguaje se caracteriza por la parquedad de referencias abstractas
y simbólicas, por el contrario, aparece repleto de detalles estériles y monótonos, limitado a
describir los detalles de sus conductas en ausencia de coloración afectiva.
6) Utilización de la acción como estrategia de afrontamiento en situaciones de conflicto.
Se cree que la manera de resolver el estado emocional displacentero -la activación física
indiferenciada que percibe- se reduce exclusivamente a la realización de conductas directas
(Blanchard, Arena y Pallmeyer, 1981).
Lesser (1985) refiere una serie de características que permiten identificar los rasgos
alexitímicos en la clínica:
1) el paciente parece “recitar” (más que describir adecuadamente) de manera aburrida y

-300-
monótona sus síntomas físicos, sin relacionarlos en ningún momento con situaciones o contextos
emocionales capaces de elicitarlos, ni referir antecedentes de estrés.
2) la incapacidad de caracterizar y describir con claridad las sensaciones corporales.
3) la falta de conciencia, o dificultad para relacionar proporcionalmente a su magnitud,
sobre la importancia de los estresores -y los procesos adaptativos en general-, como antecedentes
o consecuentes de los diversos estados emocionales.
4) la incapacidad para describir los afectos y sentimientos asociados a cualquier contexto,
situación o proceso.
5) con frecuencia, estas características están presentes en sujetos que han padecido eventos
traumáticos de gran intensidad.
6) el sujeto suele mostrarse aparentemente conforme y participativo en el tratamiento, sin
embargo no suele responder de acuerdo a lo esperado.
Estas características son conceptualizadas dentro de un patrón o rasgo de personalidad
expresado a través de un continuo que correlaciona positivamente con el neuroticismo y la
depresión (Hendryx, Haviland y Shaw, 1991), la ansiedad (Bagby, Taylor y Atkinson, 1988) y en
sentido contrario con la extroversión (Parker, Bagby y Taylor, 1989) y la capacidad para
experimentar emociones positivas (Prince y Berenbaum, 1993); por otra parte, diversos autores
(Horton, Gewirtz y Kreutter, 1992), entienden la posibilidad de que la alexitimia pueda
considerarse también como un “estado” emocional -alexitimia secundaria- consecuente a la
depresión y/o la ansiedad (Hendryx, Haviland, Shaw y Henry, 1994), así como a diversos
trastornos crónicos psicopatológicos y somáticos.
En este contexto se dispone de poca información relativa a los niveles de estabilidad de la
alexitimia a lo largo del tiempo, se desconoce también su margen de variabilidad en función de las
contingencias situacionales, así como su rango de covariación en relación con otras variables
emocionales a las que se sabe que está relacionada, tales como la ansiedad (Martínez Sánchez,
Sánchez, Castillo, Gordillo y Ortiz, 1996).
Existen informes (Freyberger, 1977; Ketikangas-Järvinen, 1987) que apuntan a la
existencia de cambios discretos en el nivel de alexitimia contingentes con la mejora de los
trastornos somáticos a los que se haya asociada, así como otros que no observan cambio alguno
(Schmidt, Jiwany y Treasure, 1993). El único estudio que ha realizado un seguimiento longitudinal
de los niveles de alexitimia (Salminen, Saarijärvi, Äärela y Tamminen, 1994) informa que éstos no
experimentan cambios significativos a lo largo de un año, a pesar de que otros índices de evolución
clínica sí varían significativamente recogiendo las mejorías clínicas de un grupo formado por
pacientes con trastornos psicopatológicos.
A pesar del valor clínico y heurístico de este constructo, es preciso señalar que diversos
autores han considerado parsimoniosa su utilización, puesto que diversas variables psicológicas,
algunas de ellas con gran tradición en investigación, pueden dar explicación del fenómeno
alexitímico; en esta línea Mayer y Salovey (1993) proponen interpretar los fenómenos relacionados
con la alexitimia dentro de una alteración en la “inteligencia emocional”, un subtipo de la
inteligencia social, conceptualizado como la habilidad para procesar y regular, fiable y
eficientemente las emociones.
Por su parte, Lolas (1989) considera la necesidad de desarrollar un eje diagnóstico de la
expresión o comunicación de sentido emocional como una dimensión estable y necesaria dentro
de la nosología psicopatológica. Este autor valora más adecuada la consideración de la alexitimia
como una parte del continuo de la descripción de sentido emocional, “gran parte del debate (en
torno al concepto de alexitimia) se ha desviado de manera errónea a la búsqueda de la
especificidad de rasgos alexitímicos (en los pacientes psicosomáticos), cuando el aspecto central
es situar en primer plano (...) una característica de comunicación con capacidad descriptiva en el
diagnóstico, pronostico y tratamiento (del trastorno psicosomático). Una óptica sistémica del
constructo sugiere que debe ser considerado como un trastorno en la interacción, más que un
estado o un rasgo” (Lolas, 1989, p. 216).

-301-
Diversos autores (García-Esteve, Núñez y Valdés, 1988; Lesser y Lesser, 1983) aconsejan,
con buen criterio, ser prudentes a la hora de relacionar el concepto de alexitimia con los trastornos
psicosomáticos, a la espera de nuevas investigaciones que clarifiquen sus relaciones.

2.3. Etiología
Si bien hasta el momento no existe una hipótesis unánimemente aceptada sobre el origen
de esta alteración, son al menos cuatro las teorías elaboradas en torno a su etiología.
Las explicaciones neurofisiológicas la atribuyen a una inhibición de la transmisión límbico-
neocortical. Existen diversas hipótesis convergentes al respecto; así, recientemente se ha descrito
un incremento en la actividad de ciertas estructuras límbicas implicadas en la regulación de la
expresión de las emociones predominantemente por vías motoras, frente a las áreas que las regulan
a través del uso de la expresión verbal (Gur et al., 1995). Septien et al. (1992) refieren las
similitudes sintomatológicas entre alexitímicos y sujetos a los que se ha efectuado una
comisurectomía provocando la falta de conexión interhemisférica; hasta tal punto se supone
plausible esta hipótesis que Kyle (1988) se refiere a los alexitímicos como “comisurectomizados
funcionales”. En esta línea, Zeitlin, Lane, O'Leary y Schrift, (1989) han realizado diversos trabajos
con alexitímicos, interpretando en base a una desconexión funcional interhemisférica su ejecución
en diversas tareas que evalúan especialización hemisférica cerebral. En conexión con esta
hipótesis, complejos procedimientos de registro de los movimientos oculares laterales durante el
procesamiento de la información parecen confirmar que el trastorno puede estar asociado a la
dominancia de la lateralización izquierda cerebral (Parker, Taylor y Bagby, 1992).
Mientras que las teorías genéticas (Heiberg y Heiberg, 1978) sostienen la existencia de un
componente hereditario en el trastorno, las teorías de corte sociológico subrayan la importancia
de los patrones culturales y sociales (Kirmayer, 1987) en la expresión lingüística de las emociones
y la sintomatología asociada a la activación emocional. En esta línea, se sabe que la alexitimia está
determinada por diversos factores socioculturales, ya que se han identificado más alexitímicos
entre mujeres que entre hombres, así como entre las clases populares. Por último, las teorías
dinámicas -recordemos que el concepto tiene un origen psicodinámico- lo atribuyen a un complejo
mecanismo de “fijación pregenital” de la personalidad.

2.4. Evaluación
La alexitimia es un constructo hipotético de difícil evaluación. Desde la década de los
setenta se han desarrollado numerosos instrumentos de medida, desde los basados en las
observaciones de la conducta del sujeto en la entrevista clínica, tales como el Alexithymia
Provoked Response Questionnaire de Krystal, Giller y Cicchetti (1986), y el Beth Israel Hospital
Psychometric Questionnaire (BIQ) de Sifneos (1973), hasta autoinformes tales como el Schalling-
Sifneos Personality Scale-Revised (SSPS-R) de Sifneos (1986); el Analog Alexithymia Scale de
Faryna, Rodenhauser y Torem (1986), la Escala de Alexitimia del Minnesota Multifasic
Personality Inventory (Kleiger y Kinsman, 1980), y el SAT 9, de Cohen, Auld y Demers (1985).
Numerosos estudios (Bagby, Taylor y Atkinson, 1988; Norton, 1989) han mostrado serios
problemas relativos a la fiabilidad y validez de muchas de estas escalas. Sobre la base de este
hecho se desarrolló la Escala de Alexitimia de Toronto (TAS), de Taylor, Ryan y Bagby (1985);
diversos estudios han valorado la fiabilidad y validez de la escala en diferentes culturas (Sriram,
Chaturvedi, Gopinath y Subbakrishna, 1987).
La última versión de esta escala (Bagby, Parker y Taylor, 1994), la TAS-20 muestra una
solución factorial compuesta por tres factores coherentes con el constructo: (1) dificultad para
identificar sentimientos, (2) dificultad para describirlos, y (3) pensamiento orientado a lo externo;
posee unas notables propiedades psicométricas, tanto en la evaluación de poblaciones no clínicas
(Bagby, Parker y Taylor, 1994; Martínez-Sánchez, 1996a) como psicosomáticas (Bagby, Taylor
y Parker 1994).

-302-
2.5. El procesamiento de estímulos emocionales en la alexitimia
Desde el ámbito disciplinar de la psicología de la emoción se ha interpretado la alexitimia
como un fenómeno de carácter predominantemente cognitivo (Martínez Sánchez y Fernández
Castro, 1994), potencialmente capaz de ofrecer información en torno a las relaciones entre
emoción y cognición (Martínez Sánchez, 1995); a este respecto, recientemente se han validado
experimentalmente gran parte de las premisas conceptuales que subyacen al constructo,
especialmente las referentes a las alteraciones del procesamiento de la información emocional.
Estos estudios apuntan a la existencia de una serie de disfunciones, entre las que destacan:
1) dificultad para procesar información afectiva de carácter no lingüístico, tal y como
se ha demostrado en tareas de presentación taquitoscópica de estímulos no lingüísticos (Dewaraja
y Sasaki, 1990); esta alteración es especialmente manifiesta a la hora de identificar información
emocional transmitida a través de expresiones faciales (McDonald y Prkachin, 1990). Este mismo
hecho ha sido observado por Parker, Taylor y Bagby (1993) quienes presentaron fotografías de
nueve emociones distintas a 131 mujeres y 85 hombres pidiéndoles que describieran las emociones
que representaban; los resultados señalan las dificultades que entraña esta tarea a los alexitímicos.
2) dificultad para discriminar entre distintos estados emocionales. Bagby, Parker, Taylor
y Acklin (1993) mostraron cómo los alexitímicos presentaban dificultades para distinguir entre
diversos estados emocionales y afectivos, valorados mediante tareas en las que se utilizan
descriptores verbales del estado de ánimo.
3) déficit en el procesamiento verbal de estímulos emocionales. Lamberty y Holt (1995)
observan alteraciones específicas en el desarrollo de las habilidades verbales relacionados con la
descripción de estados emocionales complejos en sujetos con altos niveles de alexitimia. De la
misma manera, Nuñez, Valdés, García y Marcos (1986) aprecian una menor inteligencia verbal
(medida con la subprueba de Wechsler), aunque no estadísticamente significativa, en un grupo de
alexitímicos.
4) patrones atencionales específicos de la información emocional. Utilizando una
variación del procedimiento experimental Stroop (tarea experimental frecuentemente utilizada para
estudiar los procesos atencionales), Martínez Sánchez y Marín (1997a) comprobaron que los
sujetos con altos niveles de alexitimia tenían dificultades para procesar estímulos emocionales en
la conocida tarea nombre-color, siendo menos selectivos a los estímulos que evocaban activación
emocional que los sujetos con bajos niveles de alexitimia; es más, en otro estudio se comprobó
posteriormente cómo este efecto es especialmente acentuado ante estímulos descriptores del
estado de ánimo (Martínez Sánchez y Marín (1997b). Este mismo efecto ha sido también
comprobado en diversos trastornos relacionados con la alexitimia, como en el caso de pacientes
con trastornos de pánico (McNally, Riemann y Kim, 1990).
5) procesamiento no simbólico de la información visual. Basándose en las propuestas
conexionistas del grupo que propugna la posibilidad de modelizar el funcionamiento de ciertas
funciones cerebrales mediante el Procesamiento Distribuido en Paralelo (Rumelhart y
McClelland, 1986), Montreuil y Jouvent (1989) desarrollaron una prueba basada en este modelo
cognitivo, dirigida al análisis de los patrones de procesamiento (analítico vs. global) de dos grupos
de sujetos, un grupo de pacientes psicosomáticos y otro de control. Los resultados (Montreuil et
al., 1991) mostraron que el grupo “psicosomático” analizaba la información visual de manera
inmediata, lógica y no simbólica, de acuerdo a las características de los alexitímicos. Los autores
interpretan estos resultados sobre la base de la hipótesis de la existencia de una “comisurectomía
funcional” que justificaría las diferencias en el procesamiento de la información.
6) dificultades en la propiocepción visceral de las manifestaciones fisiológicas asociadas
a la activación emocional. Se ha puesto de manifiesto la falta de fiabilidad de los alexitímicos para
estimar diversos parámetros físicos asociados a la activación emocional tales como la tasa cardíaca
(Sachse, 1994; Näring y van der Staak, 1995); por el contrario, se ha apreciado (Pauli et al., 1991)
que los sujetos con trastornos de ansiedad perciben con mayor fiabilidad su tasa cardíaca que los
sujetos normales.

-303-
7) patrones específicos de activación cerebral en respuesta a estímulos afectivos. Tanto
Parker, Taylor y Bagby (1992) como Berembaum y Prince (1994), atribuyen las deficiencias de
los alexitímicos para interpretar la información emocional relevante a una disminución de la
actividad cerebral hemisférica derecha. Estos hallazgos son concordantes con las diversas
evidencias que han mostrado el papel del hemisferio cerebral derecho en el procesamiento de la
información emocional (Silberman y Weingartner, 1986), por ejemplo, en la expresión facial de
las emociones (Mandal y Singh, 1990) o en el reconocimiento de sonidos emocionales tales como
el llanto o la risa (Bradshaw, 1989).

3. ALEXITIMIA Y ESTRÉS

3.1. Respuestas al estrés en alexitímicos


Diversos estudios han descrito la frecuente asociación entre los trastornos asociados al
estrés y la alexitimia, este es el caso de los trastornos por estrés postraumático (Krystal, Giller y
Cicchetti, 1986; Zeitlin McNally y Cassiday, 1993), estrés cotidiano (Kohn et al., 1994), etc.
A raíz de esta observación, Martin y Phil (1985) formulan la denominada “hipótesis del
estrés” que sostiene que la presencia de características alexitímicas supone un factor de riesgo
capaz de agravar las repercusiones patógenas del estrés, propiciando las condiciones favorables
para el desarrollo de trastornos que cursen con el estrés. El proceso acaecería, en situaciones de
adaptación, por la confluencia de una serie de procesos (véase Martínez Sánchez, 1996b):
1) la limitada conciencia afectiva y el patrón de afrontamiento orientado a la acción, junto
a la dificultad para diferenciar los sentimientos de las sensaciones corporales que acompañan a la
activación emocional, favorecen la amplificación, retroacción y el prolongamiento de los
componentes somáticos de la activación emocional (Lane y Schwartz, 1987).
2) las deficiencias en la habilidad para modular el nivel de activación simpática y reaccionar
de manera adecuada (homeostática), en el plano cognitivo, fisiológico y conductual, que permita
la resolución y el afrontamiento adecuado del estado emocional displacentero.
3) la disociación entre respuestas fisiológicas y subjetivas incapacitan al sujeto para percibir
la activación como una señal interna indicadora de la existencia de procesos de adaptación, por
tanto, el sujeto tendería a seguir expuesto a sus efectos patógenos al carecer de la información
precisa, no solo para realizar un afrontamiento dirigido a la emoción, sino también hacia el
problema, o en su caso para poner en marcha estrategias de evitación o huida.
--------------------------------------------------------------------------------------------------
Insertar Figura 19.1
--------------------------------------------------------------------------------------------------
La Figura 19.1 recoge esquemáticamente un modelo explicativo de los mecanismos
implicados en la reacción adaptativa y alexitímica al estrés; como puede apreciarse, el proceso no
adaptativo implicaría la disfunción en los procesos que permiten integrar adecuadamente la
reacción afectiva, junto a la valoración cognitiva para favorecer un afrontamiento eficaz y, por
tanto, restituir la homeóstasis al sistema, permitiendo modular contingentemente la activación
fisiológica a las circunstancias que se demandan. Este proceso habría de entenderse, a nuestro
juicio, más como el fruto de la interacción entre los rasgos alexitímicos y el estrés, que en términos
sumatorios.
Cobra especial importancia, en este contexto, la incapacidad del sistema para mantener el
equilibrio en el funcionamiento, favoreciéndose su disrregulación (Schwartz, 1983; Weiner, 1989).
Este concepto supone la existencia de una serie de procesos (atenuación, distorsión, demora y
desconexión) opuestos a la autorregulación que acaecen en situaciones de desequilibrio (por
ejemplo, a causa del estrés), y en los que los procesos de activación fisiológica son regulados por
un mecanismo de feedback negativo, encargado de restablecer al organismo a un estado de
equilibrio; si por el contrario no se produce la autorregulación correctora, el prolongamiento de
la hiperactivación simpática podría jugar un papel de factor de riesgo, capaz de incrementar la

-304-
morbilidad del sistema. La consideración del organismo regulado por una compleja jerarquía de
susbistemas autorregulados permite vislumbrar las complejas relaciones entre sistemas; así, existen
evidencias de que el sistema neuroendocrino no sólo puede influir en la regulación de la función
inmune, sino que también éste puede ejercer una función recíproca sobre las funciones
neuroendrocrinas (Blalock, 1989).
La confluencia de los factores que contempla el modelo propiciaría las condiciones
somáticas (autonómicas, endocrinas e inmunes) facilitadoras del trastorno, en conjunción con el
resto de factores de riesgo individuales y en interacción con los factores ambientales; a este
respecto, numerosos estudios han informado el hallazgo de relaciones significativas entre
alexitimia, síntomas y patologías somáticas en un amplio espectro de patologías asociadas a
etiología emocional: abuso de sustancias psicoactivas (Kauhanen, Julkunen y Salonen, 1992);
trastornos por estrés postraumático (Zeitlin, McNally y Cassiday, 1993); trastornos de pánico
(McNally, Riemann y Kim, 1990); anorexia nerviosa (Ayuso y Baca, 1993); cáncer (Todarello et
al., 1989); dolor crónico (Chaturvedi, 1988), hipocondríasis y somatización (Kauhanen, Julkunen
y Salonen, 1991), etc.
Este modelo supone un intento por reinterpertar el trastorno desde una óptica psicológica,
encuadrándolo dentro de los trastornos emocionales y entendiéndolo como el resultado de un
déficit en los procesos afectivos, producto de la escasa asociación entre representaciones
cognitivo-conductuales y actividad fisiológica que se produce dentro de los esquemas cognitivos
responsables de mediar en las respuestas afectivas. A su vez, esta conceptualización permite
entender esta alteración como independiente de otros fenómenos emocionales con los que se
encuentra relacionada, tales como las dimensiones represión-sensibilización (Byrne, 1964), la
ansiedad, etc.
En última instancia, y dentro de la investigación de las relaciones entre emoción y
cognición, los fenómenos que describimos se han interpretado como una apoyatura de la posición
que defiende la independencia entre cognición y emoción propuesta por Zajonc (1984),
entendiéndose como manifestaciones fruto de la incapacidad para realizar valoraciones
situacionales más allá de niveles básicos (“valoraciones cognitivas primarias” en los términos
propuestos por Lazarus), así como a un déficit para valorar la propia capacidad de afrontamiento
en el continuo proceso transaccional de valoración y afrontamiento.
Por otra parte, es importante señalar que si bien la alexitimia podría jugar un importante
papel como marcador premórbido, el trastorno se encuentra asociado a diversas categorías
diagnósticas y presente en los diversos momentos del proceso de enfermar, por lo que no tiene por
qué vincularse con carácter exclusivo a los trastornos psicosomáticos. Por ello, la utilización de
la alexitimia como sinónimo de “síntoma” asociado a las alteraciones psicosomáticas se ha
estimado errónea (Lesser y Lesser, 1983); por el contrario, parece más adecuado su consideración
como factor de riesgo, capaz de incrementar la susceptibilidad al trastorno. Esta hipótesis podría
explicar los estudios, como el de Greenberg y Dattore (1981), en que no ha podido demostrarse
su carácter de predictor premórbido.

3.2. Reactividad fisiológica al estrés en la alexitimia


La reinterpretación que proponemos del fenómeno alexitímico, en términos de un déficit
en los procesos afectivos, de carácter primordialmente cognitivo, despierta especial interés en el
estudio de las relaciones entre emoción y salud, dada su vinculación, junto a los fenómenos de
represión emocional, a diversos problemas de salud física y mental (Páez, 1993).
Diversos estudios parecen confirmar en el trastorno la existencia de un proceso de
disociación entre las representaciones cognitivo-conductuales y fisiológicas, a la vez que confirman
la existencia de altos niveles de activación en fases tónicas (Pandey y Mandal, 1996). El primero
de los trabajos que observó este hecho fue realizado por Nemiah, Sifneos y Apfel-Savitz (1977);
los autores estudiaron los patrones de consumo de oxígeno de sujetos con altos niveles de
alexitimia y controles normales en estados de relajación, así como durante fases de inducción

-305-
experimental de estrés. Los resultados mostraron patrones diferentes de consumo de oxígeno en
ambos grupos, hecho interpretado como muestra tanto de los altos niveles de reactividad
fisiológica de los alexitímicos, como de sus dificultades para reducir los niveles de activación en
fases de ausencia de estimulación.
Martin et al. (1986) estudiaron la posibilidad de predecir las características alexitímicas.
El procedimiento consistió en valorar diversas respuestas fisiológicas (EMG frontal, tasa cardíaca,
amplitud de volumen del pulso) y psicológicas en situaciones de relajación, anticipación, control
y recuperación de un estresor. Los resultados mostraron que los sujetos con altos niveles de
alexitimia mantenían altos niveles de activación simpática, incluso en fas fases de recuperación tras
la exposición a los estresores, por lo que se ponía de manifiesto la deficiente capacidad de
modulación de la actividad simpática en respuesta a las demandas del entorno.
Martin y Pihl (1986a) valoraron diversas respuestas fisiológicas (EMG frontal, tasa
cardíaca y amplitud de volumen del pulso) y psicológicas (ansiedad y reacciones afectivas) en
situaciones de estrés y recuperación. Los resultados, concordantes con los informados
anteriormente, mostraron que los sujetos con altos niveles de alexitimia mantenían altos niveles
de activación simpática, incluso en fases de relajación tras la exposición a los estresores.
En la Figura 19.2 puede apreciarse cómo las correlaciones entre las variables fisiológicas
y subjetivas son menores en los sujetos con altos niveles de alexitimia durante el periodo de
recuperación (p.<.05), evidenciando la disociación entre ambos tipos de respuestas; en la Figura
19.3 se observa cómo la correlación entre las respuestas EMG y la tasa cardíaca son
significativamente superiores durante la fase de estrés (p.<.01) y recuperación (p.<.05) en el grupo
de baja alexitimia, que las obtenidas por el grupo de alta alexitimia. Este efecto evidencia la
existencia de un desajuste cardio-somático (Obrist, 1981) en el grupo con altos niveles de
alexitimia, por cuanto el nivel de activación simpática se mantiene inalterable durante ambas fases,
al contrario que en el grupo de baja alexitimia en el que se produce una recuperación satisfactoria
en la fase de recuperación, poniendo de manifiesto la predominancia de la actividad parasimpática.
----------------------------------------------------------------------------------
Insertar Figuras 19.2 y 19.3
---------------------------------------------------------------------------------
En diversas ocasiones se han tratado de replicar estos trabajos, así, Papciack, Feurestein
y Spiegel (1985) valoraron la posible desconexión entre respuestas fisiológicas y subjetivas al
estrés en alexitímicos. Los autores predecían que el grupo de mujeres clasificadas como
“alexitímicas” tardarían significativamente más tiempo en recobrar los niveles fisiológicos basales,
y a su vez se mostrarían menos reactivas en términos subjetivos al estrés que las normales. Los
resultados mostraron que ambos grupos manifestaron incrementos significativos en la tasa
cardíaca, presión sanguínea y niveles EMG frontales durante la fase de inducción experimental de
estrés, sin embargo, al contrario de las predicciones, ambos grupos no difirieron respecto a sus
respuestas subjetivas al estrés. No obstante, el grupo de alexitímicos mostró niveles tónicos
significativamente superiores de tasa cardíaca.
Más tarde, Rabavilas (1987) seleccionó grupos con niveles altos y bajos de alexitimia en
sujetos con trastornos psicopatológicos, y los sometió a un procedimiento de valoración de la
actividad electrodermal en respuesta a diversos estímulos. Los resultados pusieron de manifiesto
que los sujetos con altos niveles de alexitimia exhibían niveles superiores de fluctuaciones
espontáneas en los niveles de conductancia, mayor amplitud en la respuesta, así como niveles más
lentos de recuperación a estímulos novedosos. Sin embargo, los resultados no pudieron validar
la existencia de disociación entre respuestas subjetivas y fisiológicas.
Hyer, Woods y Boudewyns (1990) exploraron también la relación entre alexitimia y
activación fisiológica en un grupo de excombatientes de Vietnam aquejados de un trastorno por
estrés postraumático. Al revisar los episodios traumáticos de cada individuo, obtenidos de su
propia historia clínica, se comprobó que los sujetos con niveles superiores de alexitimia mostraron
menores incrementos en la tasa cardíaca entre los periodos de estrés y línea base.

-306-
Por último, Wehmer, Brejnak, Lumley y Stettner (1995) sometieron a un grupo compuesto
por setenta y dos estudiantes a un conjunto de imágenes capaces de provocar reactividad
emocional. Los resultados pusieron de manifiesto que los sujetos con niveles superiores de
alexitimia tendían a mostrar también niveles superiores de tasa cardíaca en la línea base, así como
a responder con niveles inferiores de tasa cardíaca y respuesta electrodermal durante la exposición
a las imágenes emocionales.

4. CONCLUSIONES
A la luz del estado actual de la investigación en esta área, puede concluirse que los
individuos que presentan dificultades para identificar y expresar emociones muestran altos niveles
de activación fisiológica; éste podría ser el mecanismo explicativo que daría cuenta de su alta
prevalencia en el padecimiento de trastornos psicosomáticos.
La reinterpretación del trastorno que aquí se propone, desde una óptica psicológica,
encuadrándolo dentro de los trastornos emocionales y entendido como el resultado de un déficit
en los procesos afectivos, permite su consideración en calidad de factor de riesgo para el
padecimiento de los efectos patógenos del estrés, en sujetos en los que confluyan las
características atribuidas al fenómeno alexitímico.
La utilidad clínica del conocimiento, evaluación y tratamiento, de los fenómenos descritos
es indudable, ya que tanto en las consultas de Atención Primaria como en la Clínica Psicológica
los rasgos alexitímicos aparejados a la sintomatología somática constituyen una parte importante
del trabajo clínico. Posiblemente sean las consultas de Atención Primaria donde más
frecuentemente aparezcan los pacientes con rasgos alexitímicos, pacientes sin patología orgánica
verificada, y de los que se sospecha etiología psicológica o psiquiátrica a sus demandas de
atención y tratamiento (Goldberg y Bridges, 1988).
El coste económico de estos procesos asistenciales, normalmente infructuosos, supone una
gravosa carga para los limitados presupuestos de los servicios sanitarios (Shaw y Creed, 1991;
Simon et al., 1995), por cuanto muchos de los que refieren síntomas somáticos “vagos” presentan
en un alto porcentaje trastornos predominantemente emocionales, especialmente Trastornos
Somatoformes, de Ansiedad y Afectivos (Lipowski, 1988), y en los que en una proporción
significativa la alexitimia juega un destacado papel, en su calidad de factor predictor premórbido,
factor iniciador y mantenedor del trastorno y/o indicador pronóstico de la respuesta terapéutica
al tratamiento.

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