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PRIMERA PARTE

MUERTE DE LA PERMANENCIA

Capítulo I

LA 800a GENERACIÓN
En los tres decenios escasos que median entre ahora y el siglo XXI, millones de
personas corrientes, psicológicamente normales, sufrirán una brusca colisión con el
futuro. Muchas de ellas, ciudadanos de las naciones más ricas y tecnológicamente
avanzadas del mundo, encontrarán creciente dificultad en mantenerse al nivel de
las incesantes exigencias de cambio que caracterizan nuestro tiempo. Para ellas, el
futuro llegará demasiado pronto.
Este libro versa sobre el cambio y sobre la manera de adaptarnos a él. Trata de los
que parecen medrar con el cambio y flotan alegremente en sus olas, así como de
las multitudes que le resisten o tratan de evadirse de él. Trata de nuestra capacidad
de adaptación. Trata del futuro y del «shock» inherente a su llegada.
Durante los últimos 300 años, la sociedad occidental se ha visto azotada por la
furiosa tormenta del cambio. Y esta tormenta, lejos de menguar parece estar
adquiriendo nueva fuerza. El cambio barre los países altamente industrializados con
olas de velocidad creciente y de fuerza nunca vista. Crea, a su paso, una serie de
curiosos productos sociales, desde las iglesias psicodélicas y las «universidades
libres» hasta ciudades científicas en el Ártico y clubs de amas de casa en California.
También crea extrañas personalidades: niños que a los doce años han salido de la
infancia; adultos que a los cincuenta son como niños de doce. Hay hombres ricos
que se hacen los pobres; programadores de computadoras que se mantienen con
LSD. Hay anarquistas que, debajo de sus sucias camisas, son furibundos
conformistas, y conformistas que, debajo de sus cuellos planchados, son
desenfrenados anarquistas. Hay sacerdotes casados y ministros ateos, y budistas
zen judíos. Tenemos pop... y op... y art cinétique... Hay «Playboy Clubs» y cines
para homosexuales... anfetaminas y tranquilizadores... irritación, abundancia y
olvido. Mucho olvido.
¿Hay algún modo de explicar tan extraña escena sin recurrir a la jerga del
psicoanálisis o a los oscuros tópicos del existencialismo? Una extraña y nueva
sociedad surge visiblemente en nuestro medio. ¿Hay alguna manera de
comprenderla, de moldear su desarrollo? ¿Cómo podemos ponernos de acuerdo con
ella?
Mucho de lo que ahora nos parece incomprensible lo sería mucho menos si
mirásemos con ojos nuevos el ritmo precipitado del cambio, que a veces hace
aparecer la realidad como un calidoscopio que se ha vuelto loco. Pues la aceleración
del cambio no afecta únicamente a las industrias y a las naciones. Es una fuerza
concreta que cala hondo en nuestras vidas personales, que nos obliga a representar
nuevos papeles y que nos enfrenta con el peligro de una nueva enfermedad
psicológica, turbadora y virulenta. Podemos llamar «shock» del futuro a esta nueva
dolencia, y el conocimiento de sus causas y sus síntomas nos ayudará a explicar
muchas cosas que, de otro modo, desafían el análisis racional.

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EL VISITANTE NO PREPARADO
El término paralelo «shock cultural» ha empezado ya a introducirse en el
vocabulario popular. El «shock» cultural es el efecto que sufre el visitante no
preparado al verse inmerso en una cultura extraña. Los voluntarios del Cuerpo de
Paz lo experimentaron en Borneo o en el Brasil. Probablemente, Marco Polo lo sufrió
en Catay. El «shock» cultural se produce siempre que un viajero se encuentra de
pronto en un lugar donde «sí» quiere decir «no», donde un «precio fijo» se puede
regatear, donde el hecho de tener que esperar en una oficina no es motivo de
enojo, donde la risa puede significar rencor. Es lo que ocurre cuando los conocidos
procedimientos psicológicos que ayudan al individuo a comportarse en sociedad son
retirados de pronto y sustituidos por otros nuevos, extraños e incomprensibles.
El fenómeno del «shock» cultural explica en gran parte el asombro, la frustración y
la desorientación que afligen a los americanos en sus tratos con otras sociedades.
Produce una ruptura de la comunicación, una mala interpretación de la realidad y
una incapacidad de enfrentarse con ésta. Sin embargo, el «shock» cultural es
relativamente débil en comparación con esta enfermedad mucho más grave: el
«shock» del futuro. Este «shock» es la desorientación vertiginosa producida por la
llegada prematura del futuro. Y puede ser la enfermedad más grave del mañana.
El «shock» del futuro no figura en el Index Medicus, ni en ninguna lista de
anomalías psicológicas. Pero a menos de que se tomen inteligentes medidas para
combatirlo, millones de seres humanos se sentirán cada vez más desorientados,
progresivamente incapaces de actuar de un modo racional dentro de su medio. La
angustia, la neurosis colectiva, la irracionalidad y la desenfrenada violencia, ya
manifiestas en la vida contemporánea, son simples prefiguraciones de lo que puede
depararnos el futuro, a menos de que consigamos comprender y tratar esta
enfermedad.
El «shock» del futuro es un fenómeno de tiempo, un producto del ritmo
enormemente acelerado del cambio en la sociedad. Nace de la superposición de una
nueva cultura sobre la antigua. Es un «shock» cultural en la sociedad de uno
mismo. Pero su impacto es mucho peor. Pues la mayoría de los hombres del Cuerpo
de Paz y, de hecho, la mayoría de los viajeros, tienen la tranquilizadora seguridad
de que la cultura que dejaron atrás les estará esperando a su regreso. Y esto no
ocurre con la víctima del «shock» del futuro.
Si sacamos a un individuo de su propia cultura y lo colocamos súbitamente en un
medio completamente distinto del suyo, con una serie diferente de catalizadores —
diferentes conceptos de tiempo, espacio, trabajo, amor, religión, sexo, etcétera—, y
le quitamos toda esperanza de volver a un paisaje social más conocido, la
dislocación que sufrirá será doblemente grave. Más aún: si esta nueva cultura está,
a su vez, en constante agitación, y si —peor aún— sus valores cambian
incesantemente, la impresión de desorientación será cada vez más intensa. Dada la
escasez de claves sobre la clase de comportamiento racional a observar en
circunstancias completamente nuevas, la víctima puede convertirse en un peligro
para sí misma y para los demás.
Imaginemos, ahora, no un individuo, sino una sociedad entera, una generación
entera —incluidos sus miembros más débiles, menos inteligentes y más
irracionales—, trasladada de pronto a este mundo nuevo. El resultado es una
desorientación en masa, el «shock» del futuro a gran ,escala.
Ésta es la perspectiva con que se enfrenta el hombre. El cambio cae como un alud
sobre nuestras cabezas, y la mayoría de la genté está grotescamente impreparada
para luchar con él.

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RUPTURA CON EL PASADO
¿Es todo esto una exageración? Creo que no. Ha llegado a ser un tópico el decir que
estamos viviendo «una segunda revolución industrial». Con esta frase, se pretende
describir la rapidez y la profundidad del cambio a nuestro alrededor. Pero, además
de ser vulgar, puede inducir a error. Pues lo que está ocurriendo ahora es, con toda
probabilidad, más grande, más profundo y más importante que la revolución
industrial. En realidad, un creciente grupo de opinión, digno de confianza, afirma
que el momento actual representa nada menos que el segundo hito crucial de la
historia humana, sólo comparable, en magnitud, a la primera gran interrupción de
la continuidad histórica: el paso de la barbarie a la civilización.
Esta idea aparece cada vez más a menudo en los escritos de los científicos y de los
tecnólogos. Sir George Thomson (1), físico británico, ganador del Premio Nobel,
indica, en El futuro previsible, que el hecho histórico que más puede compararse
con el momento actual no es la revolución industrial, sino más bien «la invención de
la agricultura de la edad neolítica». John Diebold (2), experto fcamericano en
automatización, advierte que «los efectos de la revolución tecnológica que estamos
viviendo serán más profundos que los de cualquier cambio social producido con
anterioridad. Y Sir León Bagrit (3), fabricante inglés de computadoras, insiste en
que la automatización representa, por sí sola, «el mayor cambio en toda la Historia
de la Humanidad».
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(1) La comparación de Thomson aparece en [175](*), pág, 1.
(*) Los números entre claudátores [ ] de las notas, indican títulos comprendidos en
la adjunta Bibliografía. Así, [1] significará el primer titulo de la Bibliografía, Design
for a Brain, por W. Foss Ashby.
(2) La frase de Diebold es de [157], pág, 48.
(3) La cita de Bagrit procede de The New York Times, 17 de marzo de 1965.
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Pero no sólo los hombres de ciencia y los tecnólogos comparten estos puntos de
vista. Sir Herbert Read (4), filósofo del arte, nos dice que estamos viviendo «una
revolución tan fundamental que hemos de retroceder muchos siglos para encontrar
algo parecido. Posiblemente, el único cambio comparable es el que se produjo entre
el Paleolítico y el Neolítico...» Y Kurt W. Marek (5), más conocido por el nombre de
C. W. Ceram, como autor de Dioses, tumbas y sabios, declara que «nosotros, en el
siglo XX, estamos terminando una era de la Humanidad que empezó hace cinco mil
años... No estamos, como presumió Spengler, en la situación de Roma al nacer el
Occidente cristiano, sino en la del año 3000 a. de J.C. Abrimos los ojos como el
hombre prehistórico y vemos un mundo completamente nuevo».
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(4) La declaración de Read se encuentra en su ensayo «New Realms of Art», en
[302], pág. 77.
(5) La cita de Marek es de [165], págs. 20-21. Un librito muy notable.
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Una de las más sorprendentes declaraciones sobre esta cuestión se debe a Kenneth
Boulding (6), eminente economista y sagaz pensador social. Justificando su opinión
de que el momento actual representa un punto crucial de la historia humana,
Boulding observa que, «en lo que atañe a muchas series estadísticas relativas a
actividades de la Humanidad, la fecha que divide la historia humana en dos partes
iguales está dentro del campo del recuerdo de los que vivimos». Efectivamente,
nuestro siglo representa la Gran Línea Divisoria en el centro de la historia humana.

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Y asi, afirma: «El mundo de hoy es tan distinto de aquel en que nací, como lo era
éste del de Julio César (7). Yo nací, aproximadamente, en el punto medio de la
historia humana hasta la fecha. Han pasado casi tantas cosas desde que nací, como
habían ocurrido antes.»
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(6) Boulding, sobre la poscivilización: [134], pág. 7.
(7) La referencia de Boulding a Julio César es de «The Prospects of Economic
Abundance», comunicación a la Conferencia Nobel, Universidad Gustavo Adolfo,
1966.
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Esta sorprendente declaración puede ilustrarse de muchas maneras. Se ha
observado, por ejemplo, que, si los últimos 50,000 años de existencia del hombre
se dividiesen en generaciones de unos sesenta y dos años, habrían transcurrido,
aproximadamente, 800 generaciones. Y, de estas 800, más de 650 habrían tenido
las cavernas por escenario.
Sólo durante los últimos setenta lapsos de vida ha sido posible, gracias a la
escritura, comunicar de unos lapsos a otros. Sólo durante los últimos seis lapsos de
vida han podido las masas leer textos impresos. Sólo durante los últimos cuatro ha
sido posible medir el tiempo con precisión. Sólo durante los dos últimos se ha
utilizado el motor eléctrico. Y la inmensa mayoría de los artículos materiales que
utilizamos en la vida cotidiana adulta ha sido inventada dentro de la generación
actual, que es la que hace el número 800.
Esta 800a generación marca una ruptura tajante con toda la pasada experiencia
humana, porque durante el mismo se ha invertido la relación del hombre con los
recursos. Esto se pone de manifiesto sobre todo en el campo del desarrollo
económico. Dentro de un solo lapso de vida, la agricultura, fundamento primitivo de
toda civilización, ha perdido su predominio en todas las naciones. En la actualidad,
en una docena de países importantes la agricultura emplea menos del 15 por ciento
de la población activa. En los Estados Unidos, cuyas tierras alimentan a
200.000.000 de americanos, amén de otros 160.000.000 de personas de todo el
mundo, aquella cifra está ya por debajo del 6 por ciento y sigue disminuyendo
rápidamente.
Más aún: si la agricultura es la primera fase del desarrollo económico, y el
industrialismo la segunda, hoy podemos ver que existe otra fase —la tercera— y
que la hemos alcanzado súbitamente. Allá por el año de 1956, los Estados Unidos
se convirtieron en la primera gran potencia donde más del 50 por ciento de la mano
de obra no campesina dejó de llevar el mono azul de la fábrica o del trabajo manual
(8). El número de trabajadores de mono azul fue superado por el de los llamados
de cuello blanco, empleados en el comercio al detall, la administración, las
comunicaciones, la investigación, la enseñanza y otras categorías de servicio.
Dentro del mismo lapso de vida, una sociedad ha conseguido, por primera vez en la
historia humana, no solamente librarse del yugo de la agricultura, sino también, en
unas pocas décadas, del yugo del trabajo manual. Así nació la primera economía de
servicio del mundo.
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(8) Las cifras sobre la producción agrícola de los EE.UU. están tomadas de
«Malthus, Marx and the North American Breadbasket», por Ovile Freeman, en
Foreign Affairs, julio de 1967, pág. 587.
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Desde entonces, los países tecnológicamente avanzados se han movido, uno tras
otro, en la misma dirección. En la actualidad, en los países donde los que se

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dedican a la agricultura han bajado al 15 por ciento o incluso más, los trabajadores
de cuello blanco superan en número a los de mono azul: tal es el caso de Suecia,
Inglaterra, Bélgica, Canadá y Holanda. Fueron diez mil años de agricultura. Un siglo
o dos de industrialismo. Y ahora se abre ante nosotros el superindustrialismo (9).
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(9) Todavía no existe un término amplio o totalmente aceptado para designar la
nueva fase de desarrollo social hacia la que parece que corremos.
Daniel Bell, sociólogo, inventó el término «posindustrial» para designar una
sociedad cuya economía se funda principalmente en los servicios, en la que
dominan las clases profesional y técnica, en la que es crucial el conocimiento
teorético, en la que la tecnología intelectual —análisis de sistemas, construcción
modelo, etc.— está muy desarrollada, y en la que la tecnología es, al menos
potencialmente, capaz de desarrollarse por sí misma. Este término ha sido criticado
porque parece indicar que la sociedad venidera no estará fundada en la tecnología,
implicación que Bell rechaza rotunda y concretamente.
El término predilecto de Kenneth Boulding, «poscivilización», se emplea para
contrastar la futura sociedad con la «civilización», como era de comunidades
estables, de agricultura y de guerra. El inconveniente del término «poscivilización»
es que parece sugerir un curso más o menos bárbaro. Boulding rechaza esta mala
interpretación con la misma energía que Bell. Zbigniew prefiere la denominación
«sociedad tecnocrática», con la que quiere indicar una sociedad principalmente
fundada en los avances de las comunicaciones y de la electrónica. Puede objetarse
que, al hacer tanto hincapié en la tecnología, e incluso en una forma especial de
tecnología, olvida los aspectos sociales de la sociedad.
McLuhan empleó los términos «pueblo global» y «era de la electricidad», con los
que cae en el mismo error de describir el futuro a base de dos dimensiones
bastante pequeñas: las comunicaciones y la unión.
También pueden emplearse otros muchos términos: transindustrial, poseconómica,
etcétera. Por mi parte, después de todo lo dicho, prefiero «sociedad
superindustrial». Aunque también resulta insuficiente. Con él pretendo significar
una sociedad compleja, que avanza velozmente y que depende de una tecnología
sumamente adelantada y de un sistema de valores posmaterialista.
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Jean Fourastié (10), planificador francés y filósofo social, ha declarado que «nada
será menos industrial que la civilización nacida de la revolución industrial». La
significación de este hecho sorprendente no ha sido aún digerida. Tal vez U Thant
(11), secretario general de las Naciones Unidas, estuvo muy cerca de resumir el
significado del paso al superindustrialismo cuando declaró que «la estupenda
verdad central de las actuales economías desarrolladas es que pueden tener —en
brevísimo plazo— la clase y cantidad de recursos que quieran... Ya no son los
recursos lo que limita las decisiones. Es la decisión quien hace los recursos. Éste es
el cambio revolucionario fundamentai, tal vez el mas revolucionario que el hombre
ha conocido». Esta inversión monumental se ha producido en la 800a generación.
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(10) Fourastié se cita en [272], pág. 28.
(11) La declaración de U Thant se cita en [217], pág. 184.
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Este lapso de vida es también distinto de todos los demás debido al pasmoso
aumento de la escala y del alcance del cambio. Naturalmente, hubo otros muchos
lapsos de vida en los que se produjeron conmociones. Las guerras, las epidemias,
los terremotos y el hambre trastornaron más de un orden social anterior. Pero

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estos «shocks» y conmociones quedaron limitados a una sociedad o a un grupo de
sociedades contiguas. Se necesitaron generaciones, e incluso siglos, para que el
impacto se dejase sentir más allá de sus fronteras.
En nuestro lapso actual, las fronteras han saltado en pedazos. Hoy, la red de los
lazos sociales es tan tupida que las consecuencias de los sucesos contemporáneos
son instantáneamente irradiadas a todo el mundo. Una guerra en Vietnam altera las
conductas políticas fundamentales en Pekín, Moscú y Washington, provoca
protestas en Estocolmo, afecta a las transacciones financieras de Zurich y desata
secretas maniobras diplomáticas en Argelia.
Desde luego, no sólo los sucesos contemporáneos tienen una irradiación
instantánea, sino que ahora podemos decir que sentimos el impacto de todos los
acontecimientos pasados de un modo diferente. Pues el pasado se vuelve sobre
nosotros. Y nos vemos atrapados en lo que podríamos llamar un «rebote del
tiempo».
Un suceso que sólo afectó a un puñado de personas cuando ocurrió, puede tener
hoy día importantes consecuencias. Por ejemplo, la Guerra del Peloponeso fue poco
más que una escaramuza, si la medimos con un patrón moderno. Mientras Atenas,
Esparta y varias ciudades-Estado próximas se hallaban enzarzadas en la lucha, la
población del resto del mundo seguía sin enterarse o sin preocuparse de esta
guerra. Los indios zapotecas que vivían en México en aquella época no sintieron el
menor efecto. Y tampoco los antiguos japoneses acusaron su impacto.
Sin embargo, la Guerra del Peloponeso alteró profundamente el curso futuro de la
Historia griega. Al cambiar el movimiento de hombres y la distribución geográfica
de genes, valores e ideas, influyó en los ulteriores sucesos de Roma y, a través de
Roma, de toda Europa. Debido a aquel conflicto, los europeos actuales son, en
pequeño grado, diferentes de lo que habrían sido.
A su vez, estos europeos, estrechamente relacionados en el mundo actual, influyen
sobre los mexicanos y los japoneses. Las huellas que dejó la Guerra del Peloponeso
en la estructura genética, las ideas y los valores de los europeos actuales, son
ahora exportadas por éstos a todos los países del mundo. De este modo, los
mexicanos y los japoneses de hoy sienten el lejano e indirecto impacto de aquella
guerra, aunque sus antepasados, que vivían durante el acontecimiento, no se
enterasen de nada. Y de este modo, los sucesos pretéritos, rebotando sobre
generaciones y siglos, surgen de nuevo hoy para influir en nosotros y cambiarnos.
Pero si pensamos no sólo en la Guerra del Peloponeso, sino también en la
construcción de la Gran Muralla de China, en la Peste Negra, en la lucha de los
bantúes contra los hamitas —es decir, en todos los acontecimientos del pasado—,
las consecuencias acumuladas del principio de rebote del tiempo adquieren un peso
mucho mayor. Todo lo que en el pasado les ocurrió, a algunos hombres, afecta
virtualmente a todos los hombres de hoy. Cosa que no siempre fue verdad. En
resumen: toda la Historia se echa sobre nosotros, y, paradójicamente, esta misma
diferencia subraya nuestra ruptura con el pasado. Así, se altera fundamentalmente
el alcance del cambio. A través del espacio y del tiempo, el cambio tiene, en esta
800a generación, una fuerza y un alcance como no los tuvo jamás.
Pero la diferencia definitiva, cualitativa, entre este lapso y los precedentes, es la
que se olvida con mayor facilidad. Pues no sólo hemos extendido el alcance y la
escala del cambio, sino que también hemos alterado radicalmente su ritmo. En
nuestro tiempo, hemos soltado una fuerza social completamente nueva: una
corriente de cambios tan acelerada que influye en nuestro sentido del tiempo,
revoluciona el tempo de la vida cotidiana y afecta incluso a nuestra manera de
«sentir» el mundo que nos rodea. Ya no «sentimos» la vida como la sintieron los
hombres pretéritos. Y ésta es la diferencia última, la distinción que separa al
verdadero hombre contemporáneo de todos los demás. Pues esta aceleración yace
detrás de la impermanencia —de la transitoriedad— que empapa y tiñe nuestra

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conciencia, afectando radicalmente a nuestra manera de relacionarnos con las otras
gentes, con las cosas, con todo el universo de las ideas, del arte y de los valores.
Para comprender lo que nos sucede, al penetrar en la era del superindustrialismo,
debemos analizar el proceso de aceleración y enfrentarnos con el concepto de
transitoriedad. Si la aceleración es una nueva fuerza social, la transitoriedad es su
réplica psicológica, y, sin una comprensión del papel que representa en el
comportamiento humano contemporáneo, todas nuestras teorías sobre la
personalidad, toda nuestra psicología, seguirían siendo premodernas. Precisamente
sin el concepto de transitoriedad, la psicología no puede tomar en cuenta aquellos
fenómenos que son peculiarmente contemporáneos.
Al cambiar nuestra relación con los recursos que nos rodean, ampliando
violentamente el alcance del cambio y —más crucial aún— acelerando su ritmo,
hemos roto irreparablemente con el pasado. Hemos cortado todos nuestros lazos
con los antiguos modos de pensamiento, de sentimiento, de adaptación. Hemos
montado el tinglado para una sociedad completamente nueva, y corremos hacia él
a toda velocidad. Éste es el enigma del 800° lapso de vida. Y esto es lo que induce
a preguntarnos sobre la capacidad de adaptación del hombre. ¿Qué le acontecerá
en esta nueva sociedad? ¿Conseguirá adaptarse a sus imperativos? Y, si no lo
consigue, ¿podrá alterar estos últimos?
Incluso antes de intentar dar una respuesta a estas preguntas, debemos centrar
nuestra atención en las fuerzas gemelas de aceleración y transitoriedad. Debemos
aprender de qué manera alteran la trama de la existencia, imprimiendo formas
nuevas y extrañas a nuestras vidas y a nuestras psicologías. Debemos comprender
cómo —y porqué— nos enfrentan, por primera vez, con el potencial explosivo del
«shock» del futuro.

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