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La misión apostólica
El Señor Jesús, Hijo de Dios hecho Hijo de Mujer para obtenernos el don de la reconciliación, revela al ser humano la grandeza de su vocación, la sublimidad de su
propio destino: vivir el horizonte plenificador del amor. De ahí que optar por el Señor Jesús es optar por el amor, porque Él mismo es amor (1).

Todo cristiano está llamado a vivir el amor como Cristo lo vivió: «Éste es el mandamiento mío...» (2). El Señor quiso que la comunidad de los creyentes que es la
Iglesia fuese una auténtica «comunión de vida» (3), «signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (4). La Iglesia es,
pues, misterio de comunión. Nacidos del agua y del Espíritu, los creyentes estamos llamados a participar del amor y de la vida misma de Dios Padre, Dios Hijo y Dios
Espíritu Santo, comunidad divina de amor, así como a vivir la comunión con nuestros hermanos humanos (5).

Invitados a la comunión y participación

Este misterio de comunión que es la Iglesia, no es de ninguna manera una realidad estática, pasiva o indiferente. Quien busca participar del amor del Señor, también
busca proyectarse en un dinamismo amorizante a los demás. El compromiso interior con Jesús que brota del encuentro personal con Él nos mueve a salir también al
encuentro de los hermanos humanos. Por eso la comunión, por su propia naturaleza, genera comunión. Así nos lo enseña el Papa Juan Pablo II: «Es el amor, que no
sólo crea el bien, sino que hace participar en la vida misma de Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo. En efecto, el que ama, desea darse a sí mismo» (6).

Dar fruto es, por tanto, una exigencia apremiante de quien aspira a vivir la dinámica de comunión y participación en el amor inaugurada por el Señor Jesús. De ahí que
todos los cristianos estamos llamados a anunciar a todos los hombres y mujeres la Buena Nueva así como a conducirlos, bajo la acción del Espíritu, hacia la nueva
comunión que el Hijo de Dios e Hijo de Santa María ha iniciado en la historia humana: «Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos, para que también vosotros estéis
en comunión con nosotros. Y nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo, Jesucristo» (7).

Urgencia de la misión

La urgencia de la misión apostólica nace, pues, de la íntima convicción que posee el creyente de que sólo el Señor Jesús es capaz de ofrecer una respuesta
plenificadora para los anhelos más hondos del ser humano; ella «brota de la radical novedad de vida, traída por Cristo y vivida por sus discípulos» (8). Lo mismo que
los primeros discípulos del Señor, «no podemos dejar de hablar de lo que hemos visto y oído» (9), pues «estas multitudes tienen derecho a conocer la riqueza del
misterio de Cristo, dentro del cual creemos que toda la humanidad puede encontrar, con insospechada plenitud, todo lo que busca a tientas acerca de Dios, del hombre
y de su destino, de la vida y de la muerte, de la verdad» (10).

El cristiano no puede dejar de anunciar que Cristo es real, que el amor es real, que salvan. No puede dejar de proclamar que Jesús «ha vencido el pecado y la muerte,
y ha reconciliado a los hombres con Dios» (11), pues «¿cómo invocarán a aquel en quien no han creído? ¿Cómo creerán en aquel a quien no han oído? ¿Cómo oirán sin
que se les predique?» (12). Por eso repetimos con el Apóstol: «El amor de Cristo nos apremia» (13).

Vocación al apostolado

El apostolado es fruto del dinamismo amorizante que nace del encuentro con el Señor Jesús y de la gracia infundida en nuestros corazones por el Espíritu Santo. Se
trata también de una vocación, de un llamado, de una misión que Dios mismo nos ha encomendado. A nosotros se nos ha concedido la gracia de anunciar «la
inescrutable riqueza de Cristo» (14); se nos ha confiado «el ministerio de la reconciliación» (15).

La misión apostólica es «la misión esencial de la Iglesia... la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda» (16). No se trata, pues, de algo opcional
o facultativo, de un aspecto más de nuestra vida cristiana. El apostolado es tarea y misión, deber ineludible de todo cristiano, como claramente nos enseña San Pablo:
«Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe. Y ¡ay de mí si no predicara el Evangelio!», pues «es una misión
que se me ha confiado» (17).

El llamado del Señor -«Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación» (18)- no ha perdido actualidad, pues el Evangelio sigue siendo la única
respuesta plenificadora para los anhelos más hondos del ser humano. Es más, la misión apostólica hoy en día se presenta cada vez más urgente y en nuestras manos,
según la capacidad y las posibilidades de cada uno, está la suerte de tantos hombres y mujeres de hoy que viven -a pesar de las apariencias- en una grave
incertidumbre acerca de ellos mismos, víctimas de las rupturas y contradicciones de la sociedad hodierna, atrapados en la vana ilusión que ofrecen las ofertas de la
cultura de muerte.

Para meditar

Llamados a dar fruto: Jn 15,1-2; Jn 15,4-5; Jn 15,16-17.

Sólo el Señor Jesús responde a los anhelos del hombre: Jn 4,10-15; Jn 6,67-69.

Convocados a ser apóstoles: Jer 1,4-8; Mt 24,14; Hch 5,42; Hch 17,3; Hch 20,24; 1Cor 4,1; 2Cor 4,5-6; 2Tim 1,11.

El Señor nos envía como Él fue enviado por el Padre: Mt 10,7-8; Mt 28,19; Mc 16,15; Jn 17,14-18.

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Notas

1. Ver 1Jn 4,8. [Regresar]

2. Jn 15,12. [Regresar]

3. Lumen gentium, 9. [Regresar]

4. Lumen gentium, 1. [Regresar]

5. Ver Christifideles laici, 8. [Regresar]

6. Dives in misericordia, 7. [Regresar]

7. 1Jn 1,3. [Regresar]

8. Redemptoris missio, 7. [Regresar]

9. Hch 4,20. [Regresar]

10. Pablo VI, Evangelii nuntiandi, 53. [Regresar]

11. Redemptoris missio, 11. [Regresar]

12. Rom 10,14. [Regresar]

13. 2Cor 5,14. [Regresar]

14. Ef 3,8. [Regresar]

15. 2Cor 5,18. [Regresar]

16. Pablo VI, Evangelii nuntiandi, 14. [Regresar]

17. 1Cor 9,16.17b. [Regresar]

18. Mc 16,15. [Regresar]

Disponibilidad apostólica

Al mirar a la Virgen aprendemos de Ella a vivir conformándonos a su Hijo. Como en Ella, nuestra espiritualidad se hace vida en el servicio. El Señor Jesús quiso asociar
de una manera estrecha a su Madre en el servicio apostólico. El llamado al apostolado que Dios nos hace se realiza en colaboración con la acción maternal de Santa
María por llevarnos hacia su Hijo, acción en la que es plenamente libre y disponible.

Así pues, la respuesta a la convocatoria que el Señor Jesús nos hace nos introduce en el camino de María, camino de una cada vez mayor libertad y disponibilidad que
crece al crecer nosotros en santidad y que se proyecta en el servicio apostólico.

Amor y libertad

Estamos llamados a vivir el amor. Y este camino de realización en el amor es un llamado a compartir con los hermanos el don recibido. Este don no es otro que el amor
del Hijo de Dios que se hace Hijo de María para traernos la reconciliación. El amor es difusivo, nos impulsa a entregarnos a los hermanos en un servicio apostólico
eficaz, radical y constante. Y en esta entrega descubrimos nuestra verdadera libertad. Paradójicamente, quien más se entrega, más tiene, quien se hace servidor de
sus hermanos, es más libre. La dinámica propuesta por el Señor Jesús aclara esta paradoja: «El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la
encontrará» (19). Se trata de una cuestión de libertad de opción: será verdaderamente libre quien poseyéndose en el silencio y en el dominio de sí se entregue a vivir
el Plan de Dios con todas sus consecuencias en la vida cotidiana.

Amor y apostolado

Esta vocación a vivir el amor se hace concreta en el servicio apostólico. Por el apostolado vamos cumpliendo la misión que se nos ha encomendado: instaurarlo todo en
el Señor Jesús bajo la guía de María. El llamado del Señor a ir por todo el mundo y proclamar la Buena Nueva a la creación entera sigue, hoy como ayer, vigente. En un
mundo que padece todo género de divisiones, estamos llamados a anunciar la Buena Nueva de la reconciliación que nos ha traído el Señor Jesús, a anunciar a tiempo y
a destiempo el Evangelio (20).

Ser disponibles

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Este llamado al apostolado exige una respuesta radical de nuestra parte, un esfuerzo constante por conformarnos con el Señor Jesús, por encontrarnos personalmente
con Él para poder anunciarlo, ya que nadie da lo que no tiene. El primer campo de apostolado soy yo mismo. Vanamente predicaríamos la reconciliación si no hacemos
esfuerzos serios por vivirla. Nuestro combate espiritual es una preparación para el apostolado. Siguiendo el ejemplo de María, paradigma de unidad, debemos
esforzarnos por estar disponibles, por quitar con nuestra fidelidad los obstáculos al amor, todo aquello que esté en contraste con el Plan de salvación. La disponibilidad,
es decir la disposición de ponernos a tiempo y a destiempo al servicio de los hermanos en el apostolado, es un camino de plenitud, de libertad, de santidad. Este
camino, sin embargo, debe ser vivido por cada uno en su situación concreta según el máximo de las propias capacidades y posibilidades.

La disponibilidad apostólica es una consecuencia lógica del amor. Quien verdaderamente ama dona todo su tiempo a la persona que ama. Difícilmente pondrá
obstáculos o inventará excusas para no encontrarse con aquel a quien ama. La disponibilidad en el apostolado es fruto del dinamismo amorizante del encuentro con el
Señor Jesús. Cuanto más nos acercamos a Él, más nos señala a María; y cuanto más nos acercamos a la Madre, Ella nos enseña con su corazón doloroso y puro el
camino de encuentro con su Hijo. Y en este camino de amorización descubrimos en ambos una disponibilidad absoluta para el cumplimiento del Plan de Dios, un amor
sin medida a todos los hermanos humanos, y una recta relación con toda la creación.

¿Cómo vivir la disponibilidad?

Para estar disponibles al apostolado debemos enamorarnos de la misión apostólica, descubrirla en nuestras vidas como el anhelo que ciertamente late en lo profundo
de nuestros corazones. Y para ello recurrimos a María.

María es por excelencia ejemplo de disponibilidad apostólica. Ella, desde su libertad poseída, se ofrece libremente al Plan de Dios. Lo hace con la conciencia de que está
iniciando un camino con unas exigencias que Ella no controla (21). Nos muestra el camino del amor que responde de manera inmediata y total a las exigencias de
Aquel que es Amor, porque sabe, con el conocimiento que le da la fe, que en vivir estas exigencias está la plena realización de su libertad.

María nos enseña también el desapego a los frutos de nuestro apostolado, a estar disponibles siempre (22). María vive enamorada de la misión apostólica, por eso no
duda en hacerse disponible. «El amor de Cristo nos apremia» (23), de allí que la disponibilidad, la generosa donación de nuestro tiempo y afán al apostolado no sea
sino una consecuencia lógica de nuestro amor al Señor Jesús.

Es necesario, pues, acudir constantemente a María, pedirle que nos alcance de su Hijo la gracia de ser disponibles al apostolado como Ella lo fue. Debemos desarrollar
en nosotros un sólido amor filial, una sintonía con Aquella que es paradigma de unidad y libertad en el cumplimiento del designio divino.

Precisamente por esta piedad filial descubrimos la necesidad de recurrir frecuentemente a los sacramentos, de esforzarnos por vivir con mayor intensidad la liturgia,
por irnos formando en el silencio, en la escucha permanente a Dios y a nuestros hermanos.

La disponibilidad apostólica es un asunto central en nuestra vida. Se trata de la respuesta amorosa a la vocación al apostolado, al don de la reconciliación traído por el
Hijo de María; una respuesta total y verdaderamente libre como la de Santa María, a la nostalgia profunda, al hambre de Dios que late en todos los corazones
humanos.

Para meditar

Llamados a un amor que se hace concreto en la entrega generosa: 2Cor 12,15; 2Tim 4,2; 2Tim 4,5; 1Pe 4,8-10.

Viviendo la disponibilidad apostólica: Mt 4,17; Mt 8,18; Mt 9,35; Mc 2,1; Lc 4,43; Lc 9,57-60; Hch 21,13; 2Cor 11,23b-30; 1Pe 2,9.

El amor por la misión nos lleva a un mayor celo apostólico: Hch 18,25; 1Cor 15,58; 1Tes 2,1-4.

Notas

19. Mt 10,39. [Regresar]

20. Ver 2Tim 4,2. [Regresar]

21. Ver Luis Fernando Figari, María, paradigma de unidad, Vida y Espiritualidad, Lima 1992, p. 11. [Regresar]

22. Ver Lc 2,50. [Regresar]

23. 2Cor 5,14. [Regresar]

Servicio evangelizador

El mundo actual nos plantea a los cristianos un gran reto. Nos encontramos en una sociedad que vive de espaldas a Dios, encerrada en el dinamismo suicida del
egoísmo y la mentira existencial como forma usual de vida. Un mundo esclavo de múltiples rupturas y contradicciones, donde la cultura de muerte, con su
endiosamiento del poder, del tener y del placer desenfrenados, lo penetra todo. Un mundo en el que muchos de los seres humanos se precipitan -aun sin darse al
principio bien cuenta de ello- por la dramática pendiente de la desesperanza, en que tantos y tantos corazones sufren la terrible angustia de sentirse viviendo en medio
del desierto del sinsentido, de la soledad, del sufrimiento. En un mundo que agoniza por falta de luz y calor, no debemos permanecer indiferentes.

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Frente al duro panorama que nos rodea, hoy más que nunca suena con dramática urgencia el llamado que el Señor Jesús nos hace a cada uno de nosotros: «Id, pues,
y haced discípulos a todas las gentes» (24). El Señor Jesús es la respuesta a la crisis del hombre, ya que sólo Él es Camino, Verdad y Vida (25), sólo Él tiene palabras
de vida eterna (26), sólo Él es el agua viva que calma nuestra profunda sed de infinito (27). Y quien se ha encontrado con el Hijo de Santa María no puede hacer
menos que comunicarlo a los demás. Optar por el Señor Jesús es optar por el amor y su dinamismo, que desde la realidad personal se extiende hacia los demás. El
apostolado es sobreabundancia de amor.

El horizonte evangelizador que se nos presenta es inmenso, pues «es todo un mundo el que se ha de rehacer desde los cimientos, que es necesario transformar de
salvaje en humano, de humano en divino, es decir según el corazón de Dios» (28). Grande y a la vez apasionante tarea, que lleva a las personas que han ahondado en
su interior a repetir con el Apóstol: «¡Ay de mí, si no predicara el Evangelio!» (29).

Llamados a ser apóstoles

La evangelización es una vocación propia de la Iglesia, la esencia de su identidad más profunda (30). Por el Bautismo nacemos en el Cuerpo Místico de Cristo, que es la
Iglesia. Por eso, la vocación de todo fiel cristiano es, por su propia naturaleza, vocación al apostolado (31). Es el mismo Señor Jesús quien nos convoca a ser sus
apóstoles (32), llamándonos a cada uno por nuestro nombre (33), encomendándonos el ministerio de la reconciliación (34).

El apostolado es, pues, una tarea fundamental para todo cristiano. Somos convocados a secundar a María en su labor evangelizadora de conducir a todos los hombres
hacia el encuentro con el Señor Jesús, su Hijo. En efecto, por el don de la maternidad espiritual, María debe dar a luz a Cristo en los hombres, según el Plan de Dios.
Cuando hacemos apostolado, colaboramos con nuestra Madre en su tarea evangelizadora.

Anunciadores de la Buena Nueva

Ser apóstol no es el resultado de un estudio frío, racional, técnico, sino fruto del encuentro personal con el Señor Jesús, del compromiso profundo con el Hijo de María.
Es ser testigo de la resurrección del Señor. Ser apóstol es proclamar al Señor en primera persona, trasmitiendo lo que se vive (35), en el ambiente donde cada uno se
encuentra. Este anuncio de la Buena Nueva comienza con el propio testimonio de vida. Pero también se hace necesario dar razón de nuestra esperanza (36) mediante
un anuncio claro, audaz y explícito del Señor Jesús, en un compromiso apostólico concreto.

Evangelizadores permanentemente evangelizados

Un ciego no puede guiar a otro ciego (37). De ahí que el primer campo de apostolado sea uno mismo. El apóstol debe trabajar incansablemente por su propia
conversión, debe colaborar activamente con la gracia para vivir la reconciliación; formándose sólidamente en la fe, alimentándose en la Eucaristía, renovándose en el
sacramento de la reconciliación, cimentándose en la oración asidua (38). El apostolado que no nace de un corazón cada vez más reconciliado es estéril, se convierte en
una mera proyección de la propia ruptura interior (39).

Bajo la guía de María

En nuestra acción apostólica nos acompaña la presencia maternal de María como Estrella de la Nueva Evangelización que guía nuestros pasos y como modelo del
servicio apostólico (40). Aquella que fue la primera discípula del Señor, que con su presencia anunció la Buena Nueva a su prima Isabel y presidió con su oración el
inicio de la evangelización de la naciente Iglesia, bajo la acción del Espíritu Santo, es testimonio vivo y actual de servicio evangelizador y de entrega amorosa a los
seres humanos.

Para meditar

Llamados por el Señor a ser apóstoles: Hch 9,3-9.13-16; Rom 1,1-5; Gál 1,1; Col 2,1-3; 1Tes 2,8-12.

Proclamar al Señor en primera persona: 1Cor 15,3-8; 2Cor 4,5; Gál 1,11-12; Gál 1,15-16.

El apostolado es un servicio que manifiesta el amor: Hch 3,6; 2Cor 12,15; Gál 4,19; Col 3,23-24.

El amor impulsa a darlo todo por el apostolado: 1Cor 4,9-13; 2Cor 4,7-10; 2Cor 11,23-29; 2Tim 4,2.

Notas

24. Mt 28,19. [Regresar]

25. Ver Jn 14,6. [Regresar]

26. Ver Jn 6,68. [Regresar]

27. Ver Jn 4,10.14. [Regresar]

28. Pío XII, Por un mundo mejor, 10/2/1952, 4. [Regresar]

29. 1Cor 9,16. [Regresar]

30. Ver Pablo VI, Evangelii nuntiandi, 14-15; ver también Lumen gentium, 5. [Regresar]

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31. Ver Apostolicam actuositatem, 2. [Regresar]

32. Ver Jn 15,16. [Regresar]

33. Ver Mt 10,2-4. [Regresar]

34. Ver 2Cor 5,18. [Regresar]

35. Ver Flp 1,21; 3,7-8. [Regresar]

36. Ver 1Pe 3,15. [Regresar]

37. Ver Mt 15,14. [Regresar]

38. Ver Juan Pablo II, Mensaje a los jóvenes, Lima, 15/5/1988, 4. [Regresar]

39. Ver Mt 7,16-19. [Regresar]

40. Ver Pablo VI, Evangelii nuntiandi, 82. [Regresar]

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