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Homilía en la Misa de la Vida Consagrada


Queridos religiosos y religiosas,

Miembros de la vida consagrada:

Consagrados al servicio del Reino

Celebramos esta Santa Misa, en la capilla del glorioso Regimiento de


Granaderos en el contexto de la 2da. Reunión de Religiosas de los Hospitales Militares
y para dar comienzo en el Obispado Castrense al Año de la vida consagrada. La
Eucaristía es la forma suprema de nuestra celebración. Aquí estamos ante la fuente del
sentido de todo cuanto hacemos en la Iglesia. Es la escuela que nos educa, el manantial
donde abrevamos nuestra sed, el alimento que repara nuestras fuerzas, el impulso a la
tarea misionera.

En la Eucaristía se abren nuestros ojos para reconocer a Cristo, para entender la


vida a la luz de su misterio pascual. Cada santa Misa nos invita a interpretar la
existencia como peregrinación hacia lo definitivo, y por tanto, a relativizar lo
transitorio. Pero lejos de volvernos indolentes ante el drama de nuestra historia, nos
llena de motivación para empeñarnos en transparentar en las realidades temporales la
luz de la eternidad. La Eucaristía nos habla de aquel que, aun siendo el glorioso Hijo del
hombre, “no vino a ser servido sino a servir y dar su vida en rescate por una multitud”
(Mc 10,45).

El camino de Cristo, Servidor de Dios y de los hombres, ha de ser también el


camino de todo bautizado. El servicio es la forma de la existencia cristiana, y es la
expresión de la caridad.

Algunos miembros de la Iglesia, cuerpo de Cristo, son llamados por él, a través
de la voz interior del Espíritu Santo, en orden a radicalizar el compromiso bautismal,
dando a sus vidas la forma de una consagración exclusiva a Cristo y a los valores del
Reino de Dios.

El papa San Juan Pablo II decía en la exhortación Vita consecrata: “La vida
consagrada, enraizada profundamente en los ejemplos y enseñanzas de Cristo el Señor,
es un don de Dios Padre a su Iglesia por medio del Espíritu. Con la profesión de los
consejos evangélicos los rasgos característicos de Jesús —virgen, pobre y obediente—
tienen una típica y permanente « visibilidad » en medio del mundo, y la mirada de los
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fieles es atraída hacia el misterio del Reino de Dios que ya actúa en la historia, pero
espera su plena realización en el cielo” (VC 1).

Ustedes, hermanos y hermanas, son miembros de diversas familias espirituales,


antiguas y recientes, y viven su consagración en distintos ámbitos y según estilos
específicamente diferentes. Son expresión de la acción multiforme del Espíritu Creador
que hace crecer el cuerpo eclesial de Cristo con la diversidad enriquecedora de sus
carismas. No olvidamos a la vida contemplativa que desde la distancia se asocia.

En su conjunto, tienen en común la vocación profética, mediante la cual el Reino


es anunciado no sólo a través de las palabras, sino principalmente por el compromiso de
una vida donde los votos asumidos obligan a los hombres a pensar.

La fecundidad de sus vidas no se deja medir según criterios humanos, pues


según enseña Jesús: “El Reino de Dios es como un hombre que echa la semilla en la
tierra: sea que duerma o se levante, de noche y de día, la semilla germina y va
creciendo, sin que él sepa cómo. La tierra por sí misma produce primero un tallo, luego
una espiga, y al fin grano abundante en la espiga. Cuando el fruto está a punto, él aplica
en seguida la hoz, porque ha llegado el tiempo de la cosecha” (Mc 26-29).

“Sin que el hombre sepa cómo”. Aquí está la clave. Renunciamos a la pretensión
de ocupar el lugar de Dios. Somos instrumentos de su gracia. Lo cierto es que por
caminos que él sabe, nuestra vida es fecunda.

Pero si ustedes son expresión de la gran diversidad de la gracia santificadora del


Espíritu de Cristo, es bueno que hoy expresen la necesaria unidad dentro del cuerpo
de la Iglesia, en torno al Obispo, garante de la comunión.

Sé que cuento con ustedes, y puedo siempre percibir el deseo de unidad que los
anima. Por eso, hoy estoy aquí presidiendo esta Eucaristía, que sella nuestro común
afecto y reconocimiento.

Humildemente los aliento para que desde sus carismas, vivan una “Iglesia en
salida”, sean cristianos misioneros.

Se trata ante todo de ‘salir de sí mismos’ para estar centrados totalmente en la


voluntad de Dios en nuestras vidas. Santa Teresa del Niño Jesús, viviendo en su
Carmelo, ‘salía’ siempre de sí y estaba siempre en su Jesús y en las grandes causas del
Reino y de la Iglesia”.
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Los animo a responder al llamado del Papa a ser una Iglesia en salida, según su
carisma. “Según el deseo del Papa, la vida consagrada debe servir para despertar al
mundo de su somnolencia y de sus falsas ilusiones.

Expresen con entusiasmo y sencillez la alegría del Evangelio a nuestros


hermanos y hermanas militares y a sus familias, invoquen sin cesar al Espíritu de Cristo
y confíense a los brazos maternales de María.

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