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“La acción trágica es signo de un espíritu noble”, me dijo ella hace
unos días. Y ante mi sarcasmo grosero sobre el aspecto romántico de la
frase, que no me parecía tan cruel como mi prejuicio acerca de los
griegos, ella se ofuscó y dejó de hablarme.
Su propia nobleza se había expresado en la discusión ética sin
compromisos, a fondo, que no aceptaba los términos medios. El héroe
trágico actuaba según sus reglas, con total consecuencia, la desgracia
lo revelaba como si fuera una imagen perfecta bajo los procesos
químicos de la foto analógica. Ella, tras muchos años de enseñar la
nobleza sin esperanzas de la tragedia antigua, había revelado también
para sí misma su espíritu sin claroscuros, su resplandeciente alegría de
existir pese a la conciencia de las desgracias, pese al desorden y la
suciedad del mundo. Su íntimo carácter mostraba un grado absoluto de
sinceridad: hasta en los sueños se dice la verdad a sí misma.
La fortuna quiso que al volver de mi viaje de tres noches ella me
esperara aún, casi sonriendo ya, casi olvidada de mi tono soberbio y de
mi egoísmo hedonista, crónico. Esa noche, otra vez, como desde hace
más de veinte años, la nobleza resplandeciente de su cuerpo se desnudó
para disfrutar de la existencia con mi sexo. Y descubrí, junto a una
nueva pose que hace poco empezó a gustarle más, una nueva manera
de sonreír mientras se entrega a su segundo orgasmo, algo que llamaría
una “sonrisa en u”, ya que parece estar susurrando esa vocal y que en
las comisuras de los labios a la vez se estuviera riendo. Si todavía
hubiera dioses, a los que presidieran las imágenes bellas y al que rigiese
los dones del sexo les agradecería ese descubrimiento. La veo vivir en
ese instante extraordinario, que para ella dura más de un día, un
cuarto de siglo, ¿quién sabe cuánto? De sólo pensar en ese gesto de su
boca, en la posibilidad de que vuelva en poco tiempo, cuando cojamos
de nuevo, todo adquiere un sentido, mis actos rutinarios, hasta mi
tristeza momentánea, se vuelven más nobles.
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En la única foto que le sacaron a Schelling, a mediados del siglo
XIX, en sus últimos años, me asombran las arrugas finísimas e
innumerables: parece como si le hubiesen surcado la cara miles de
vertientes, de arroyos sanguíneos, como si en su frente y sus mejillas se
hubiesen plegado cañadas, se hubiesen excavado ínfimas barrancas.
¡Cuánto habrá sufrido la tensión de pensar la unidad de todas las
cosas, hasta que supo que esa afirmación era imposible! Pero no lo
supo: para él la lengua era una obra de arte de la naturaleza, la prueba
de que entre las cosas y las palabras fluyen mil hilos de agua que las
conectan. Hablar para él era decir la unidad de todo lo que hay, como
un canto tenue del hablante separado hasta de sí mismo que sin
embargo dice: “soy todo y todo es un yo, todo en mí…”.
En un rato tengo que volver a intentar decirles estas antigüedades
especulativas a chicos del presente, les contaré que sin saberlo, sólo por
la locura de estudiar filosofía, ellos son la unidad de todos los
contrarios, la forma inmadura de una perfección inaccesible, les
recitaré los mitos de una tensión inconsciente. ¿Qué es escribir, pensar,
incluso pintar, si no la indiferencia, la imposibilidad de distinguir en
una cosa hecha, con palabras, con ideas de palabras, con dibujos de
palabras, entre lo consciente y lo inconsciente, entre lo planificado y lo
involuntario?
El sol hace brillar matices amarillos en el verde reciente de las
hojas de un árbol de copa redonda, cuyo nombre desconozco. Se acerca
a grandes trancos la próxima primavera. Hay chicas que se ríen bajo
esta luz de claridad suprema. Afuera del bar se sentirá el olor de la
lluvia de anoche. Cuando caía, en la oscuridad total, la mujer de mi
vida o existencia me tocó, y la toqué, y fuimos acaso felices o usamos el
cuerpo de los dos para alentar la ilusión de una satisfacción. Las risas
se comunican con las hojas que brotan o se asoman, con el olor a tierra
húmeda, con mi sensación de entender al menos una pizca de una
filosofía delirante pero consecuente, todo es uno y uno es el todo, como
diría el arrugadísimo alemán, mirándome hierático desde su foto, donde
los ojos demasiado transparentes anuncian la muerte del individuo,
loco de fe en la continuidad del pensamiento.
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Atiendo menos al ritmo que a los temas en estas notas: signo de
decadencia. Tal vez. Ninguna prosa, y quizás ya nada escribible, puede
prescindir de temas, o sea de pensamientos. No hay dioses, todas las
frases parecen filosofía.
De todos modos quiero que cambie un toque aéreo, más frío que
el sol, mi cara de ficción que ahora se dedica a decir “yo”. Y si tiene que
ser una máscara, hecha de relieves o recuerdos falsos, acribillada de
huecos para representar la masa amorfa, negra, del olvido, que al
menos sea una expresión jovial, aunque no del todo cómica; que por el
agujero destinado a la boca puedan salir repiqueteos, tarareos, algo
más que las ideas comunes y las tonadas estupidizantes que no dejan
nunca de sonar, que la cabeza hace resonar desde que se despierta.
Eso te pido, cuaderno casi olvidado, todavía infinito: un
acallamiento, un drama que todavía no empiece, su prólogo o su coro
introductorio. Ritmo para no decir más nada, o para que se diga algo
sin demasiada ilación, sin proyecto. Y sobre todo, como dijeron mis
hijas acerca de mis cuadernos previos, que no se trasluzca una
crueldad, una soberbia irreprimibles, que no contemple olímpicamente
a todos los que no escriben. Antes bien, sigo apilando frases, dibujando
letras, surcando el papel tímido de pálido color crema, para imaginar a
otros, los que murmuran, los que siguen felices sus ritmos de lectura,
pensando, durmiendo, rascándose la cara; no puede ser que nada en
las palabras atestigüe estas vidas que percuten el velo de las cosas, que
desgarran la luz, que llenan de sangre escondida la apariencia curva y
superficial del mundo.
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No parás de caer, lluvia de primavera. No parás en casa, en la
facultad, tampoco dejaste de caer casi nunca durante los cuatro días a
miles de kilómetros de acá. Un manto de rocío y de lloviznas cubre una
gran zona sudamericana, desde el litoral brasileño y sus planicies
interiores, hasta este borde de montañas terciarias en el comienzo de la
pampa.
Todavía escucho la perturbación idiomática de haber pasado
aquellos días procurando hablar en portugués, imitando tonos, alturas,
maneras de preguntar, las “t” y las “d” que querían asomarse entre los
dientes, las líquidas que humedecían sus vocales próximas. Y un poeta
francés que describió las cosas, las frutas, las maneras de caer del agua
que llamamos “lluvia”, “pluie”, “chuva”, nos repetía que sólo
segregábamos palabras, hacíamos ruiditos, como pájaros tropicales,
como ranitas que aprovechan la primavera, la vuelta de arroyos y ríos.
¿Tienen un lenguaje las ranas? Como inventó Aristófanes acaso, a
orillas del Aqueronte, en un pantano que limita con el reino de los
escritores muertos, dirían: “brekekekex, koax, koax”. Ranas apenas
griegas, que conducían a Eurípides, el gran analista y el gran castigado
por los amantes del misterio y el asombro, en su visita a los trágicos
antiguos, para pedir consejo, para hacer un taller de escritura.
¿Y las ranas catarinenses, y las cordobesas ahora, que no
escucho en el barro de la universidad? “Croac, croac”, repiten como un
eco de la última parte del coro aristofánico. También: entonces los
griegos escuchaban más cerca del origen, lo anterior a la mera
resonancia, el íncipit. Lo aristofánico: el mejor brillo, lo que aparece
mejor. Allá, la poesía y la filosofía se miraban de frente, no en Grecia, en
Brasil. Es como si la multitud infinita que canta en su lengua se
estuviera a punto de asomar, ya no con simpleza de antropófago para
disfrazarse con plumas ilustradas, a la infancia y al destino. Fue como
si la universidad en los trópicos produjera algo insólito: coros de ebrios
que podían escribir, decir algo nunca dicho, y al mismo tiempo eran
respuestas a todo lo legible, lo que ya se escribió en ultramar.
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Pasé a la biblioteca. La luz que invade todo, desde las ventanas,
resulta casi enceguecedora. Las flores lilas de los jacarandás pareciera
que bailan, parsimoniosas. Y en otra mesa, en diagonal hacia adelante,
una chica de pelo muy corto, a la garzón, como se dice, me ofrece una
imagen clara de la inocencia física. Tiene una musculosa gris, muy
suelta, con aberturas grandes para los brazos por las que se puede ver,
sin mucha posibilidad de atribuirle intenciones eróticas, que no usa
corpiño. A su lado, un alumno de mi cátedra, que asistió rígidamente,
atento, a casi todas las clases, se acerca a los ojos unas fotocopias. No
ve que la inocencia está pasando, transmigrando, desde la luz violácea
de centenas de flores a la piel clara de la chica delgada, leyendo ahí, a
dos sillas de su afán estudioso.
Parece fácil suponer lugares tan comunes: naturaleza, flores,
chica semidesnuda por un lado, filosofía, exámenes, libros, por el otro.
Pero el máximo encanto de ambos polos está en que se comunican,
bailan en una elipse, giran alrededor del vacío. Y hay una silla vacía
entre el alumno rígido y la chica, que también estudia, subraya. Los dos
se olvidaron por momentos del contrapunto que hacen sus cuerpos. Y
yo debería olvidarme del cuaderno, de mi cuerpo sentado y mis ojos
demasiado curiosos, para escribir otras cosas, para obedecer los tenues
imperativos del año que termina.
Pero intentaré ser íntimo incluso en las cosas que haré por
compromiso, e inocente hasta en la tiranía que me toca ejercer,
maltratando a las muchachas en flor por tonterías universitarias.
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Pensé ayer dos veces en el vellocino de oro. Claro que no en el
objeto mítico, sino en lo que podría significar: la cosa perdida. Manejé
casi dos mil kilómetros en tres días, temiendo por mi cuerpo, el ritmo
del auto, la posible catástrofe de encontrarme con toda una familia, tres
hijas y el varoncito, mi mujer tan decidida y audaz, en medio de un
trópico extranjero, sin recursos para volver o para seguir adelante. De
repente, a pocos minutos de llegar al final del segundo día de viaje,
cerca de Porto Alegre, luego de haber cruzado llanuras agrícolas, ríos
navegables, cañadas y esteros casi desiertos, sierras selváticas, grandes
ciudades que inexplicablemente crecen en lugares poco propicios, se
rompió el auto. El destino bajó a ayudarnos, asumiendo la forma de un
mecánico bahiano, de idioma portugués poco descifrable, y seguimos
viaje.
Ahora pienso en el vellocino, cuyo nombre siempre me resultó
absurdo, una piel de animal no natural, una palabreja sin eufonía, y le
encuentro algún sentido: angustia y salida de la angustia. Y además es
un heptasílabo: el vellocino de oro; o sea un título posible. Pero, ¿a
quién se le ocurre en este clima plenamente tropical, en una isla
brasileña, ponerse a escribir sobre una piel de oveja? Sólo el dorado
podría salvarse, el oro de mis maestros de poesía barroca. En varios
puntos arriesgo más que Jasón, un chico aventurero, lindo, con
facilidad de palabra, jefe de patrulla, al que todas las chicas querían
entregarse y que era envidiado por los hombres, excepto por sus fieles
amigos que lo seguían ciegamente hasta el fin del mundo. Tengo que
cuidar a los que traje, no hay otra posibilidad, de manera que un
trastorno mecánico o mental o incluso financiero no tiene cabida. Sin
embargo, la interrupción súbita de la angustia bajo cuarenta grados de
calor en una montaña selvática dejó una solución indudable e
irremisible: la despreocupación; sólo la enfermedad o el peligro físico
son ominosos. Autos, monedas, vacaciones, todo es remediable.
El vellocino de oro: la luz del sol que salió del mar y entra por un
ventanal de vidrio grueso baña la piel dorada de mi tercera hija, rubia,
adolescente, nacida para ser amada y defendida.
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Ayer fui al velorio de un joven físico, que apenas conocí, con quien
charlé en algunas fiestas o en reuniones diversas sobre literatura. Leía
mucho, le encantaba leer, acaso escribir, más allá de su profesión
misteriosa, por así decir, de físico teórico. Tenía casi mi edad, sin hijos.
Tal vez un oscuro presentimiento de su muerte temprana le hiciera
evitar la descendencia, la estabilidad sentimental, las tempestades de la
filiación. No supe qué decirle a nadie en el velorio, no entré a ver el
cadáver. Recuerdo su tono amable, su manera persuasiva de conversar,
la atención de ojos abiertos que les prestaba a los otros. Siempre me
preguntaba mi opinión sobre algún escritor que estaba leyendo, sobre
los mejores libros nuevos. Casi siempre él sabía más que yo del autor
en cuestión, pero en verdad quería compartir su placer intelectual con
los demás. La muerte no se merece. No hay nada en el fondo que pueda
ser juzgado. Había una multitud de chicos en la vereda de la funeraria,
fumando bajo el aire húmedo de una tormenta intensa que había
pasado después del atardecer: alumnos de física, jóvenes científicos,
colegas y discípulos de mi amigo muerto. Ahora que no está, ¿para qué
distinguirlo como menos que “amigo”? Creo que una docena de charlas
son suficientes para saber que alguien te interesa, que querés que le
vaya bien, que lea bien, que piense lo mejor que pueda, que sea feliz.
No fue larga su agonía, desde el diagnóstico de cáncer. Durante
esos meses, no lo vi ni lo vio nadie que yo conozca lo suficiente como
para recibir un relato de tratamientos, expectativas y últimos actos. El
universo es una burbuja que explotó un día y demora su retorno a la
nada. Él lo sabía, pero su vida fue una serie de sonrisas, una
abnegación dedicada al rigor del estudio, un tono de voz que
demostraba afecto y desapego al mismo tiempo: afecto por otros, por lo
que hacían, interés en comprenderlos; desapego con respecto a su
propia importancia. Estas ondas residuales de la burbuja que se enfría
serían más joviales, más festivas, si él todavía pudiese seguir hablando
Ahora el sol fuerte consume el barro, lo endurece de a poco. El
olor del pasto húmedo se intensifica por el remolino de las cortadoras
en manos de empleados con mamelucos y máscaras de plástico. La
dirección de planeamiento ha mandado a sus jardineros a frenar el
crecimiento salvaje de yuyos, césped y malezas, que se elevaban y se
expandían por obra de la lluvia. Con ese aroma en mí, con el sol
pegándome sobre la ropa negra, siempre inadecuada en este clima,
caminé algunos metros de un pabellón a otro, de un trámite a otro.
Cada papelito entregado brinda un modesto placer, hace creer que las
cosas se encaminan hacia algo o que al menos exigen de uno que las
encamine. Pero no creo tanto en los fines. Ni siquiera puedo apreciar
que los árboles sean o no lindos, interesantes o respetables. Se levantan
verdes con la copa hacia el sol, hunden sus raíces en el barro
humedecido, pero no quieren decir nada.
¿Por qué será que me perturba tanto la belleza, como si hubiese
vuelto a mi temprana juventud? Una alumna rubia y de ojos claros, de
pestañas arqueadas sobre una vista intensa, hija de un viejo conocido y
compañero de charlas estudiantiles, me mostró hace un rato una cara
imposible. Me dije: “no puede ser, no parece real”. Cuando la reconocí
pude cambiar mi alteración por la sublimación filial del profesor
canchero. Y al instante, la filósofa de veinte años que atiende la
secretaría me obnubiló con su rostro enigmático, su boca que podría ser
todo para algún otro. Pero en este caso la remera y el short, los gestos,
indican que tiene demasiada conciencia de lo que produce.
La burbuja expansiva no va en un solo sentido. Muere un tipo
bueno. Nacen flores y chicas tan incomparables e indescriptibles que en
épocas menos nihilistas podrían servir de pretextos a varias comedias
un poco menos divinas. Sé que nada de esto es deseo, que son
contemplaciones stendhalianas, promesas incumplibles en ojos, bocas,
piernas. El deseo, si existe, se dirige a un solo punto, a un solo ser.
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Mi filósofo amigo, viejo, con el que converso a solas una vez por
semana, solo con sus escritos que fueron hechos cuando yo recién
hablaba, parece decir que la vida es un juego serio, se sabe perdida y se
juega en el asombro de ser. Pero yo no creería tanto, asombra más bien
la luz neblinosa que cae en corpúsculos sobre los sauces no llorones y
los álamos y algunos plátanos en la universidad. Me sorprende, curioso,
con ese vicio que Santo Tomás llamaba “concupiscencia de la vista”, el
color grisáceo y perlado de las pupilas de una chica, que sin embargo, a
pesar de su maravilla, de su tinte irreal, mira a través, existe en el
parpadeo de su joven existencia o vida.
No hay a quién ni a qué agradecer este paisaje frío que abre el
otoño, o este rumor de bandada en el bar que hace hablar a las
palabras sin nada que decir, sin que las entienda ni quiera. Lo único
que hay es un principio de alegría, casi de risa, en el hecho de que nada
importe y que esto que hay sea todo y también partes, fragmentaciones
indefinidas en el aire. Frases, términos insignificantes, que espolvorean
como migajas, copos, pelusas, el inexpresable vigor de los cuerpos
presentes, significativamente silenciosos o parlanchines, bañados en la
luz de sus capas grises de frases propias. Cada uno es un yo feliz y
movedizo, que cultiva su muerte como un punto y aparte en la serie de
párrafos que van armando una vida. Yo soy el que escribo, ahora y no
mañana ni cuando exista el libro, con tinta verde de lapicera nueva.
Levanto entonces la curiosidad, avidez volátil, antes que su pareja
virtuosa, el estudio; escritura al vuelo y sin pensar, para que el verde de
mi tinta sea el signo de mi esperanza y no la lectura que la envuelve.
¿Qué espero? La clase, la tarde, los chistes de mi hijo cuando lo busque
en la escuela, un vino, el final de otro día, y después más, muchos más,
llenos de ensayos y poemas y libros, de canciones e imágenes
arborescentes. Espero árboles, soledad, el sol a veces, las estrellas sin
dibujos. Hasta la tontería de ir y venir, ocupando el tiempo,
consiguiendo el dinero de los goces idiotas y geniales. Espero escribir y
dejar de escribir.
Mi amigo diría que querer serlo todo es una consecuencia del
lenguaje, del hecho de hablar, que es escribir. Pero es un deseo de
muerte, de que muera el fragmento que somos, que soy. ¿Se escribe
para morir? No sé, al final tal vez: se lee a los muertos. Escribo como si
nada. Registro feliz, en las palabras siempre es primavera, todo
reverdece.
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Seis hombres y una mujer almorzaron en una mesa triple del bar
de la facultad. Supongo que son físicos, porque todos los días comía con
ellos, a la misma hora puntual de la una de la tarde, en verano al sol o
bajo un árbol, ahora en otoño dentro del prisma de vidrio con que el bar
avanzó hacia su deck original, cada mediodía hasta hace un año tal vez,
o año y medio, comía con ellos un amigo físico, que murió hace pocos
meses. Ellos conversan, son delgados, canosos, alguno de barba,
prolijos pero discretos, de jeans y suéteres o camperas deportivas,
siguen hablando y riéndose sin recordar al otro, al que falta. Pero sólo a
mí me falta, ya que era el único al que saludaba en su intervalo de
alguna misteriosa labor científica. Quizás no hacían nada más que
ocupar el laboratorio, contestar mails, revisar las exigencias de algún
subsidio o las posibilidades de viajar, de publicar: toda esa pila de
maneras de gastar el tiempo, además de algún ejercicio concreto de vez
en cuando. Ahora ya no saludo a los físicos. Es raro que hoy tengan a
una mujer en su mesa. Algunas veces había otra, mayor, que fue
decana de su facultad. Pero ésta no debe tener más de cuarenta o
cincuenta años. Ya me resulta difícil calcular edades. El estatuto de
joven abarca demasiadas décadas. Y yo mismo, este año, empiezo a
acercarme al medio siglo de vida; tengo que empezar a considerarme un
viejo, en algún sentido. Se van los físicos, la mujer, alta, de pelo castaño
largo y apenas ondulado, casi por efecto de la humedad pertinaz, me
pareció más joven, quizás de unos treinta y pico, que la ausencia
absoluta de maquillaje ayudaba a camuflar de una madurez mayor.
También influía la edad de sus colegas. Pienso que todos son solteros o
al menos sin hijos, como mi amigo muerto, que tuvo varias parejas sin
reproducirse nunca. Esta cualidad les permite a veces emparejarse con
mujeres de la generación siguiente. También yo, al mirarme al espejo, al
afeitarme, no reconozco tanto al señor pelado que me clava unos ojos
como agotados, y después me olvido de su cara, vuelvo a la imagen
interna, de los veinte años, sin anteojos, con un jopo castaño sobre la
frente lisa. Hoy en la computadora apareció al azar de las redes una
foto de mi casamiento por civil, de hace 22 años exactamente. Aún soy
en mi fuero interno esa imagen. Esa ilusión interior, la fantasía de tener
algo adentro que no cambia, habrá producido las diversas
supersticiones de la identidad, el alma e incluso el actual fetichismo del
cerebro. ¿Será eso también el amor? ¿Querer detenerse en la imagen
que uno cree? Una simple creencia. Pero así son todas las cosas que
hacen olvidar el paso del tiempo. Que es una máquina de borrarlo todo.
La creencia, que no es física, que no existe, da una herramienta verbal
para no estar acá, como dice otro amigo que murió y habla sólo en sus
libros, “en la planicie de la vida donde todo se borra y desaparece junto
a cualquier pregunta inoportuna”. Preguntarse por uno mismo, el
“¿quién soy?” de los poetas supersticiosos, sería una forma eficaz de no
estar sometido al borramiento inevitable, es creer que el yo no es una
palabra; pero también las creencias, acaso más que las cosas físicas,
están destinadas a borrarse.
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El río, antes marrón, adquiere ahora un tono gris en el final de la
tarde. Las dos jornadas de tarea burocrática en el consejo científico no
dejaron el agobio de siempre. Más vale mirar el anchísimo río, que sería
casi el mar, aunque el taxista que me trajo al aeropuerto me contó
sobre los grandes peces de agua dulce que él había pescado desde la
orilla. “Pero no desde acá – me dijo – sino desde la punta cerca de
ciudad universitaria”. Y señaló unos edificios que se asomaban
enfrente, como introduciéndose en el agua. “Ahí donde estaba la villa de
los travestis – continuó –, que era enorme. Muchos travestis, todos
juntos, viviendo en casas de chapa y cartón. No sé si seguirán estando.
Mi hermano, una vez, sacó un surubí de quince kilos.” Mi conocimiento
de la fauna ictícola es escaso, pero no tanto como para no saber que el
surubí es de agua dulce. O sea que esto que miro es un río. De hecho,
según dicen sus algo fanfarrones ribereños, el más ancho del mundo.
La literatura, si existe, debería no repetir esas frases huecas. Pero tal
vez baste con soplarlas en otros tonos, puntuarlas con otro pulso,
sacarlas del sentido y de su absurda quietud.
De los tres postulantes que tengo que puntuar en el consejo, para
que les den, o no, sueldos, prestigio, una gloria vana y una carrera
burocrática de universitario normal, el que escribe las prosas más
banales, más a la moda, menos pensadas, lejos de toda filosofía
inactual, ajeno al más mínimo atisbo de ironía, el que más desprecia la
literatura porque no tiene un objetivo social, digamos, ése es el que
mejor sale librado. Los otros dos, idealistas irredentos que sueñan con
la literatura mundial y con la filosofía romántica, no tienen tanta
suerte.
Y yo, ¿no debería haber tenido otra vida? Es tranquilo y sin olas el
destino universitario, como el río ancho que se va hundiendo en la
negrura de la noche.
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Contornos que se borran de los árboles verdes después de una
galería, entre columnas que fabrican un cuadro con mis fallas visuales.
Es algo impresionista bajo este sol de otoño, que de repente anima las
conversaciones luego de una semana de lloviznas y heladas. Ayer leí un
fragmento de novela realista, llena de personajes delirantes: un químico
que gasta su fortuna buscando el secreto de las piedras preciosas, que
podría haber comprado sin hacer nada; la esposa renga y devota que
asiste a la catástrofe de la ciencia enloquecedora. No es real ni verosímil
ese dúo amoroso, aunque tal vez lo sea el silencio que muestra otra
comunicación entre ellos. Las palabras que le digo a mi esposa tampoco
parecen realistas, sino cínicas. Siempre la ironía y la imposibilidad de
creer en la estética del matrimonio.
En el silencio, en las exclamaciones, en la absoluta necesidad de
verla que se manifiesta ante la más breve separación, los días de viaje
que parecen eternos, ahí está la prueba de algo, un sistema que no
quiere alejarse de su equilibrio, bailando entre desfiladeros, precipicios.
Estar sistemato le dicen los italianos al casamiento. ¡Ah, esos farsantes
saben bien lo que inventan!
Ahora espero a mi hija que no sabe si sacrificar su niñez reciente
a la ciencia de la física y perderse de hacer otras cosas. Mentalmente,
porque ninguna frase ayudaría, le deseo que no se hunda en lo
absoluto, aunque sé que su humor la salvaría en el más austero de los
laboratorios protestantes. No lo dije, la renga del novelista, la esposa del
químico del absoluto, era católica. El disfraz y la escena deberán serlo
todo. Que no haya otra verdad que la apariencia sin fondo.
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8-9-2016
He decidido empezar con las fechas y que se vuelva un diario,
esporádico, interminable, este cuaderno rojo y brasileño.
Recién percibí el asombro de dos profesoras serias ante mi
reticencia, ni negativa cínica a participar de proyectos, agrupamientos o
investigaciones. Cada día me llama un poco más la promesa de estar
solo, escribiendo, sin objeto. Y por fin se avecina la ansiada primavera
en los árboles verdes y el cielo azul más hondo, mientras yo me dedico a
transcribir la muerte de tres o cuatro amigos en versos dramáticos, que
son los frutos secos de este año. Las cosas que se rompen me provocan
ahora una angustia novedosa, fuerte y paralizante, nada que pueda
escribirse. No quiero ni acordarme de ese abismo, que aun así resulta
insignificante, pero que reclama acciones abrumadoras, opresivas:
comprar, arreglar, llamar por teléfono. Mejor mirar envíos de la nueva
estación: la chica que atiende el kiosco frente al bar de la facultad sale a
caminar un poco bajo el sol, le habla a un celular mientras sus pasos
giran, hace imaginable una vida sin pensamientos lúgubres. Pero no es
cierta la alegría ajena, la ignorancia de la muerte es más triste que la
muerte.
Una de mis hijas, cuyo nombre y cuyo ánimo son signos de
primavera, recibe ahora su diploma del secundario, y mi ciega
obediencia a una reunión vacía me hace estar en otro lado. Este es el
lado donde se escribe siempre, el campo amarillo, la ciudad universal
de lo que se cree continuo y no es más que un entretenimiento hasta
que llegue lo real. ¿Se puede morir contento? No es más que una
ficción, sólo alguien con excesiva fe en lo que escribía podía pensar que
la alegría de estar escribiendo se transformaba en aceptación de una
muerte futura. Era pura embriaguez, olvido de uno mismo, interrupción
del tiempo de los trabajos odiosos. El borracho cree que va a morir
contento, pero al otro día lo despiertan la resaca y sus obligaciones. El
que escribe cree que la muerte no importa, pero después las páginas no
dicen nada, se aburre de decir siempre lo mismo, adivina la forma de la
insignificancia.
Voy a pedirle un agua a la chica de enfrente, a manejar un rato, a
sacar plata para pagar las cuentas. En resumen, los poemas sin
terminar, el ensayo empezado, estos mismos garabatos, más las
cuestiones prácticas del día, serán una razón para su curso. Absurdo
de escribir: esperando la noche al mediodía.
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15-9-2016
Un poeta francés cita en inglés y parece decir: “Hoy vi pasar a una
chica jacinto”. Y acá, en esta ciudad extraña llena de árboles insólitos,
al pie de las montañas más altas del continente, muy distintas, muy
remotas, nada que ver con las sierras que caminé y camino desde chico,
acabo de ver pasar a una que podría merecer tal nombre, con un largo
sacón beige abierto, el pelo castaño oscuro, suelto, que se mueve al
ritmo raudo de sus pasos, en la nariz perfecta, aunque no pequeña, un
piercing. Se me queda mirando cuando cruzamos la vista baudelaireana
que es el bien común de toda ciudad: un brillo, aunque después no
llega la noche, el cielo es más azul, el sol más grato. Era una chica
jacinto mendocina, que creció en el desierto y acaso veía en mis ojos
distraídos, pensando en el hotel y en las necesidades del recién llegado,
una invitación involuntaria. Y es bueno en la mañana solitaria, cansado
de la noche en colectivo, sentirse tal vez como un ticket de viaje, o
apenas el asombrado admirador de una flor de jacinto.
En el mito, era un varón, pero para un dios griego o un poeta
inglés barroco la chica también vale. Tan fuerte me miró que me di
vuelta, como no lo había hecho en décadas, hasta verla desaparecer en
la vereda ancha bajo los altos plátanos y el color verde claro. El amigo
francés me contará su infancia, el amor de sus padres campesinos, lo
que sólo él guardaba en su memoria, en lo olvidado y en lo recordado, y
yo pensaré que con él se fue este año una manera única de ver las
cosas, de leer los libros, de mirar cuadros, pero sobre todo una forma
de hablarse a sí mismo. Quedan las obras, vanas formas de la materia
verbal. Y si me invento que hablo de nuevo con él, ¿puede haber otra
cosa? ¿Estoy usando el verso para decir mentiras? ¿Me hago el verso a
mí mismo? Espero que no. Que el poema no tape mi fe en su existencia,
en que existió, y en que valió la pena dedicarle la vida, hasta el último
año y el último minuto, a esa cosa imposible o poesía.
Después de todo, aun la mentira de escribir es un efecto real, y
tras la cita rara apareció en la calle, perfecta, hablándose en silencio al
caminar, la chica jacinto, su nariz perforada de un brillo indiscutible.
***
23-9-2016
El barrio lleva el nombre de un animalito y hace veinticinco años
que lo visito con intermitencias, con cierto desgano. Es una sede de
vanidades sin causa, sin demasiada alegría, de donde huyen pero
también de donde salen algunos que escriben, que nunca dejan de
escribir. En la mesa de al lado, un narrador nacional, que pone
demasiada fe en la historia, anota citas en una libretita. Parece
extraerlas de un grueso libro grisáceo que se acerca mucho a la cara. La
paz de las capitales reina en el bar esta mañana, eso es lo que me
parece anormal, el cascarón de los centros, lejos de la agitación precaria
en las orillas, en las montañas de donde vengo.
Aún tengo en las pupilas el color naranja de las sierras de ayer y
el rosado del colchón de nubes que se mantenía fijo, algodonoso y
pétreo a la vez, debajo del avión que me traía. Me dije, medio dormido,
medio necio: un griego no podía imaginarse esto. Pero, ¿no lo imaginó
alguno, con sus átomos, sus corpúsculos, sus elementos básicos? ¿No
dijo otro que lo ilimitado era el principio de las cosas, cada una
limitada? Baudelaire me despabiló con su cachetada lúcida: el burgués
del presente, escribió, se cree superior a un romano porque viaja en
tren y alumbran sus calles los faroles a gas, pero es incapaz de casi
todo. Por cierto, entre un avión y yo no hay ninguna conexión posible,
no sé por qué ni cómo vuelan, o sólo lo sé abstractamente. Ni siquiera
conozco la naturaleza básica, la pesca, la apicultura, las apariencias de
dioses que eran brillos ocasionales, festivos, para cualquier griego y aun
para el práctico romano, lleno de supersticiones admirables.
Las nubes, mullidas, con aspecto de materia densa, pero hechas
de vapor suspendido, me impresionaron por la irrealidad del paisaje.
Parecía imposible que estuvieran debajo de mí. Y si la poesía es lo que
se ve, ellas eran versos en copos blancos, en botones de espuma, en su
extensión sin destino. El otro que escribía, tal vez, sus clases, sus ideas
de novela, se fue del bar. Ahora puedo mirar lo que pasa, el tranquilo
consumo de los ciudadanos del mundo. Todo me distrae de lo que vine
a hacer, de la tesis sobre poesía simbolista, que increíblemente aburre
con un tema deslumbrante, que deberé evaluar con mi silencio. Espero
que la autora sea tan refinada como su objeto, y que su modo de hablar
tenga todo el estilo, la gracia y el encanto que faltan en sus trescientas
páginas de glosa detallista. Al menos de las citas, cuando alcanzo a
leerlas, aprendí algo: no es malo que la política quiera prescindir de la
literatura y arreglárselas a tiros o a palos. El poeta, a la espera, está
aparte y conserva lo que aloja su deseo: escribir siempre. Con suficiente
obstinación o tontería como para saber comportarse frente a otros dos
rivales, arte – o técnica – y saberes – o manuales – que parecían reducir
o creyeron confinar la literatura al estatuto de crónicas del día. El ritmo
es prueba de haber estado escribiendo y no trasponiendo cosas del
mundo a la ilusión de describirlas. Un inventario no rima ni hace
síncopa. El continuo se resume así: murmullo, prosa, verso.
***
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31-10-2016
Silba, casi ulula afuera el viento en esta primavera
inexplicablemente fría. La biblioteca está colmada de chicos y chicas
que les rezan a sus apuntes: parciales, entregas, juicios del final del
cuatrimestre. Yo me debo algunos pensamientos sobre una nueva
profanación, tal vez falsa. Escribo un libro de poemas sobre conocidos,
amigos podría decirse, muertos. Los hago hablar, exponerse, ironizarse.
Me hago el hamletiano pero sin los vigores del trágico ausente, sin las
virtudes del humorista lejano; mi propia voz finge los falsetes de los
otros, a quienes les incrusto frases que pudieron anotar, con salvajes
extirpaciones de sus restos. Pero si no existen más, ¿de dónde vendría
la bruma culpable? Quizás de la posibilidad de que todo suene falso, del
virtuosismo, de la canchereada poética. Y sin embargo, juraría que me
fue imposible no empezar a escribir esa veintena de parlamentos, de
entrevistas casi oníricas. Y una vez que empecé, me arrebata la emoción
de escucharlos hablar, juego a que viven, revivo cartas, charlas y
testamentos, representan sus vidas y mi estoicismo, por momentos
carente de musa, les ofrece una dote de justificaciones.
Si ellos vivieron con algún sentido, mi propia entrega al juego de
los versos, tras el velo de una sonrisa seria, también será un papel
justo, una actuación aceptable.
Que esto no se confunda con un prólogo: una chica de uñas
pintadas de violeta intenta memorizar sus copias vanas, atravesadas de
verde, y no se puede decir que manifieste un descontento por el lugar
que le toca. Ojalá que pueda encontrarse al fin con la primavera, en
unas semanas, y que no le pase ni cerca del destino de Ofelia, presa de
los varones que la amaron. Su aparición confirma, por la vía negativa de
los varones muertos con los que charlo, que la felicidad no es imposible
o bien, al menos, que la muerte no es el sentido de haber vivido, ni su
conciencia o su anticipación agotan el impulso de estar vivo. Vivimos
juntos ahora, sobre la misma mesa de madera lustrada, y alzamos la
mirada de nuestros papeles, cada tanto, a décadas de distancia, para
referirnos adentro de nosotros, ella, yo, a lo que creemos ser o a lo que
haremos.
Voy a salir a recibir el soplo de un viento absurdo, pero no le creo,
no le otorgaré ningún crédito. ¿Para qué quiero más poemas, si no para
escuchar a los ausentes y que me acompañen, invisibles, en la alegría
visible del momento?
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24-1-2017
La pausa de las vacaciones parece un purgatorio sin conciencia
de serlo: las bebidas impiden que retorne el deseo de hacer algo que
parezca avanzar hacia una meta. Círculos, pequeños vértigos,
superficies sin incisiones, la playa, la noche, el cuerpo que trabaja con
la ansiedad intacta de una absoluta inutilidad. Antes del purgatorio, la
purgación del trabajo, estaba el noble Sísifo; ahora sólo se trata de
olvidar, negarse a saber que todo esfuerzo es vano. El tiempo no
vacacional, que se acerca día a día, consistía también en la inconciencia
de su vanidad, la de un círculo que se cree línea.
De regreso a casa impone su rigor el clima intensamente
caluroso, “tórrido” sería la palabra exacta. Ahora escribo al amparo del
ambiente refrigerado de un banco estatal, ineficiente en todo salvo en
sus aparatos de aire acondicionado. Creo que deberé pasar dos horas
más acá. Es una piedrita liviana, redonda, para guardar en el bolsillo, el
recuerdo de un trámite imposible, que muy probablemente se
posponga. Hay chicas que vienen solas a esperar; los hombres se van
rápido, no aguantan una hora de meditación introspectiva, no saben
leer y la norma les impide mirar sus teléfonos. Otras chicas acompañan
a sus madres o abuelas, jubiladas que amenizan los minutos
conversando. Ellas tienen mucho de qué hablar, muchas ganas de
hacerlo. El banco es una promesa para las mujeres solas, tal vez
viudas. A mi lado, una chica muy arreglada, morocha, con sandalias
coloridas y de plataformas, shorts de jean cortado, escucha los
comentarios de su madre, que parece una versión alegórica de su
propia cara. El Tiempo juega su carta de triunfo, mortal, en la tácita
comparación de la hija y la madre. Mientras su caricatura, la Espera en
la cola del banco, distrae a los mortales de su único trámite cierto, su
tránsito.
Quizás también Dante confundió la instalación circundante del
sistema bancario, el capitalismo florentino, con un misterio teológico.
La Espera hace pensar que se puede vencer al Tiempo, y ese
pensamiento lleva a la escritura. En la espera sin mayúsculas se asiste
al deseo de escribir. Modestamente lo hago, y no avancé ni un número
en la hilera.
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21-2-2017
Plumines verdes parecen las hojas de unos árboles frondosos que
se mueven con la brisa calurosa de febrero; esperan tal vez la lluvia, la
llaman, tropicalmente le bailan a su inminencia. Terminé un libro sobre
cuatro conocidos que murieron, uno bastante amigo, otros dos algo
menos, uno casi desconocido. Pero los reduje a sus frases, si
escribieron. Tres eran poetas de alguna manera, el cuarto, excepción
que armó el conjunto, se dedicaba a la ciencia sobre el todo, la física,
aunque tenía sus parábolas literarias en un diario de circulación
limitada. Sin embargo, justamente su muerte, ya que era el más joven,
el más cercano a mi edad, desencadenó esa serie de llamados a que
todos hablaran, a que repitieran según mi ritmo sus afirmaciones de
vida. Aunque sé que hay algo turbio en esa utilización poética de los
muertos, no pude evitar escribirme charlando con sus trazos, sus
huellas, sacándoles frases al vacío de sus nombres que ya no designan
un cuerpo.
El verano me encontró pues en la bisagra: enero pertenece al dios
de doble cara. ¿Sigo el libro con poemas más alegres, con anécdotas
familiares y crecimientos múltiples? Entre la necesidad de los poemas
fúnebres y la gratuidad de los más cotidianos, sin embargo, no hay
grandes diferencias. Tampoco las habría entre estas notas y mis versos.
¿Qué significa? Que los mejores planes no se cumplen o sólo llegan a
destino de manera invertida. “El arte debe ser como ese espejo”, según
la cita que le gustaba a uno de mis personajes muertos, mi primer
maestro sobrio de un adolescente excesivamente inspirado; pero, ¿quién
quiere ver su cara todo el tiempo? Lo que sea que haga debería ser
como el espejo de Dionisos, que se rompe en pedazos y da lugar a la
multiplicidad de cosas, seres, climas, piedras. Que el espejo dionisíaco
se rompa y deje ver, entre los destellos de fragmentos que otro dios
provoca, un poco de agua corriendo. Y que la irisación de la luz, los
prismas de cristales rotos, vayan como tiñendo el líquido de un tenue
rojo: sangre que todavía se mueve. Mis amigos deben ahora
conformarse con el goteo de versos, lo que pude verter de ellos en mi
vanidoso poemita. Pero, si este mundo permanece, las chicas que leen,
el ventilador que zumba, la tinta corriendo, los plumajes verdes de
árboles sin nombre, ¿qué importa que yo no esté, nunca más, algún
día?
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18-4-2017
Una llovizna fina cae en el centro de mi ciudad natal, donde visité
el colegio que me alojó durante siete años entre la infancia y la primera
juventud. No recuerdo haber padecido su rigor tradicional, fue más bien
divertido ese período. La más chica de mis hijas mujeres sufre en
cambio su edad, y el escenario de siglos no hace más que acentuar esa
manera dramática de enfrentar a los otros. Le hace falta convertirse en
Antígona, poder hablar y decir su exigencia suprema. Aunque preferiría
que fuese una heroína de novela, orgullosa, que al final encuentre el
amor, el aprecio por sí misma reflejado en la devoción de alguien. Y
están los peligros que aterran el presente, el pánico estimulado
electrónicamente, la perdición de todas las Ofelias que se precipitan
cantando a ciertos pozos privados. No. Será la mensajera de otra
persona, una máscara oriental y pacífica: que su silencio se vuelva
signo.
¿Será que su belleza tan evidente le inocula ese anhelo de las
cosas máximas? ¿Cómo podría resignarse a ser una chica hermosa?
Esto no puede salir del cuaderno.
Hace poco le escribí un poema. Era sobre su voz, que parece
llorar cuando canta, y sobre la canción desoladora que pronunciaba en
su perfecto inglés. No sé el idioma. Busqué la letra y traduje partes para
el poema. Su figura en el conjunto del libro, donde hablan cuatro
varones muertos, se parece a la vida que insiste y sigue, es la vida que
finge locura para poder sostener su íntimo impulso necesario. Yo a la
edad del impulso me empecé a emborrachar regularmente, y probé
varias drogas. Mis padres habrán tenido más miedo que yo, y hubiesen
sacrificado cualquier libro por un poco de paz. Por consiguiente, mi
hijita necesitará escribir, tal vez. Al menos para mí no es una
desconocida, la veo en cada acto y en cada huida como la que siempre
fue. ¿Adivinaré el poema absoluto, hecho de imagen, de caligrafía, de
canciones, de ropa elegida en sueños, que se expresa en su compleja
existencia? Ella es un nudo de ritmos, poesía encarnada en una belleza
adolescente. Su vida no cabe en el alma ni en el discurso, baila, se hace
flexible, se ejercita para llegar al punto extremo. Los planes más
comunes le repugnan. Quiere el punto extremo, la evidencia máxima en
cada cosa que haga. Y no deberé ser el tirano que la castigue con una
regla humana, si ella obedece otras más altas.
***
Mi mujer se subió a su vuelo y yo espero que anuncien el
embarque del mío. El lugar común dice que es mejor: si el avión se cae,
uno de nosotros sobrevive y cuidara a los chicos, todavía. Pero no hay
ansiedad en el aire: apenas si puedo pensar en el sol que ilumina esta
mañana y en la charla de la tarde, en el museo de un típico millonario
argentino, a quien nunca conoceré. Me encontraré entonces
compartiendo la mesa con dos novelistas, uno porteño y otro boliviano,
que llevarán la poesía hierática de los cuadros y los objetos hacia la
noria de los temas, la geografía y la guerra. No sé cómo podré introducir
algún chiste que denuncie sus imposturas de ficción. Pero guardo en la
manga un poema en pseudo-endecasílabos en el que converso con un
viejo pintor cubano, medio chino, cubista y aficionado a las deidades
sincréticas de los afrodescendientes.
Le pregunto qué quiso decir, y no me detengo en el localismo del
tema, sino en los violetas y los verdes que encantan su imagen, en el
sexo de su diosa pintada, en el embarazo de esa mujer de muchas
caras. Aunque lo que más me intriga es una hoja de papel que su
imagen con alas sostiene entre plumas o dedos emplumados, ¿me
invitás a escribir, amigo isleño? Y entre tantas preguntas, en el centro
enigmático de toda imagen, se va armando la vieja confirmación del
adagio: ut pictura poesis. Pero debe entenderse de otro modo, contra
Horacio. No que la poesía deba describir todo lo que se ve o lo que
participa de su relato, ni tampoco que la pintura deba ilustrar lo que se
dijo en poemas y cuentos, sino más bien y sobre todo que ambos
impulsos, el gesto de la mano que pone pinceladas y raspones, el
movimiento raudo de la otra mano que dibuja ínfimos garabatos,
letritas, se dirijan al nacimiento común. La poesía y la pintura se
originan en ese punto indescriptible, no figurable, allí donde la palabra
y la imagen todavía no se diferencian.
***
Así fue. Efectivamente el narrador porteño fabricó una teoría
general, prosaicamente dividida en materia y forma. El boliviano
escribió una ausencia casi completa de reflexión sobre lo que significa
una imagen, salvando las más crasas referencias. Lo abrumaba una
idea de realidad. Confesó que había ido a visitar una cárcel para
“ambientar” su próxima novela. Yo improvisé un señalamiento de
intensidades y cumplí mi papel no narrativo endilgándoles al final mis
versos descriptivos. Cité a Cicerón, repetí la palabra “écfrasis”, era más
de lo que se podía pedir en un evento para entretener a veinte
interesados en esas cosas indeterminadas que se rotulan a sí mismas
para ser arte.
Ahora estoy algo mareado, es raro que me pase después de una
noche de bebida en exceso. Espero poder leer al menos, y caminar un
poco, y soportar la presión del vuelo para el que me faltan seis horas.
Mañana estaré a salvo, pero está muy lejos de mi cuerpo esa orilla.
¡Diosa de la pintura que vi ayer, llevame hasta el otro lado, prometo
publicar tu advenimiento!
***