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Cuaderno brasileño

Ayer murió un amigo, o al menos alguien con quien compartí


muchos planes, libros, toda una vida de traducirlos o imaginarlos. No
puedo imaginar ahora su íntima interrupción pero en mí se interrumpe
una larga fila de proyectos, media docena de nombres franceses, vivos y
muertos, que íbamos a traer para acá, hacia nuestra comunidad
erudita y libre, que tal vez no exista más que en el sueño de los que
hacen libros. Ni siquiera los carteles han cambiado. Repiqueteaban sus
insulsos eslóganes mientras viajaba en taxi a la universidad, bajo un
cielo invernal en parte gris, en parte celeste.
Recuerdo una canción barroca en inglés, que era el idioma culto
del editor muerto, como el francés para mí. En ella se pide o se anuncia
una tumba, como si fuese una vivienda oscura. “Déjame morar en las
tinieblas”, dice. Pero nadie sigue estando en la tumba. De hecho, él ni
siquiera tendrá una. Hoy lo estarán cremando y sus cenizas quizás
viajen a su ciudad natal. Pienso que el pedido absurdo, así como el
estiramiento de las vocales, no es más que una negación de la
interrupción. No se puede soportar la interrupción definitiva. Sí pensar
en el fin, en el horizonte, en el límite. “Déjame vivir en la oscuridad” no
es una frase que tenga sentido, salvo porque en el lenguaje hasta un
muerto puede hablar. O incluso: únicamente el que está muerto habla;
y el que escribe imagina su muerte, aunque no pueda ni sospechar el
sinsentido de la interrupción, que es además lo único seguro. “Que el
techo me prohíba la querida luz”, sigue el barroco inglés. ¿Puede cantar
un muerto, de mal carácter, en cierto modo raté como escritor? “Y que
las paredes negras lloren húmedas y mi canción se hunda y sólo suene
para expulsar el sueño de los amigos.” Casi no tenía amigos ya, vivió y
murió para dejar libros a su paso, sin concederse ni un poco de
comprensión para la virtud ajena. Si la canción termina diciendo
“déjame estar en la oscuridad total”, un momento antes se confiesa. A él
no le fueron permitidas últimas palabras. En un instante nos
escribimos, intercambiamos listas de títulos para traducir, hacer,
asociar, para este año y el que viene, y al instante siguiente me llamó su
único amigo constante, llorando, anunciándome su inaccesibilidad de
ahí en adelante. “No sé, nunca estuve en una situación así, no sé qué
hacer. Estamos esperando que lo vengan a buscar” – me decía el aún
joven amigo del difunto, con la voz estrangulada. “Unido con mis
arrepentimientos, acostado, déjame vivir mientras me voy muriendo”,
admite sus pecados el cantante. ¿Habrá tenido tiempo de saber que se
moría mi ex-amigo?
No era en verdad un escritor, aunque de joven cometiera un libro
preciso y oportuno, con poemas fotográficos, con la cultura cosmopolita
de nuestras provincias de inmigrantes campesinos. Eso lo ubicaba en la
ambigua categoría de la amistad laboral, pero igualmente era el lector
de todos mis traslados entre lenguas, y también uno de los últimos
creíbles, confiables para juzgar mis intentos de literatura. El mundo,
esto único que persiste hasta que se interrumpa, un poco se despuebla.
Antes de entrar al bar de la facultad, a escribir esto, una chica me
saluda con un beso y me dice “Silvio”; yo no estoy muy seguro de su
nombre, la conocí en una función política, como anarco-estudiantil de
clase media alta, que me miraba con la altivez que inspira el joven
profesor demasiado adaptado. Pero sentí hoy su aprecio, la sonrisa
intelectual, su indudable belleza y su acaso también indudable
inteligencia. Se dedica a la filosofía, no sé qué hará con eso. ¿Será cierto
lo que un amigo le dijo a otro, ambos los mejores escritores de mi tribu,
y que en el arte de escribir siempre nacen los otros? Una especie de
consuelo, digamos.
No hay nadie más que yo en este mundo, en este cuadernillo que
comienza.

***

La suspensión de los trabajos induce a escribir. Y al lado de las


obligaciones, artículos y conferencias de ocasión, modos de aparentar
inteligencia o cultivo de la ironía, se presenta el gran blanco de estas
hojas brasileñas, más amarillas que blancas, abundantes y sin marcas.
No tengo a mano una serie de objetos imaginarios, sólo la sensación de
algo interrumpido o la inminencia de su interrupción. E incluso esa
impresión, como si se hubiese realizado sobre un material blando y
elástico, apenas más espeso que un líquido, tiende a disiparse.
Punto de consolación: tener un cúmulo de hojas vacías por
delante. Segundo punto de consolación: en medio del invierno salió el
sol; y el intenso celeste de la tarde fría parece una señal de que la
primavera no está tan lejos. La espero, su primera verdad y los cuerpos
que simulan otra sinceridad. Aunque sea mentira, toda primavera se
anuncia como posibilidad de nuevos planes: prosas, versos,
excursiones. No estoy contando ritmos a esta hora. La poesía no es una
carrera sino falsamente. Se salta a cada rato al abismo de la
interrupción, a la llamada “obra”.
El verdadero público de estos diarios es un conjunto que no los
leerá. El cuaderno une a los muertos con los muertos. El demonio de
los minutos contados, viscoso, ubicuo, me agarra el cuello con su mano
izquierda y trae en la derecha dos cosas: una almohada y un libro.

***

Anoche, en la pieza del hotel barato donde me ubica un


organismo cultural del estado, vi en la tele una clase para cuatro chicos
poco informados que les daba mi amigo muerto, el verdadero amigo, y
un escritor que se podía admirar, que se dejaba admirar. Entusiasta,
algo declamatorio, les leía largos poemas satíricos y los aprendices
parecían no entender más que el asombro de esa voz que no era de este
mundo.
Ahora escucho en la ciudad cosmopolita voces de clase alta, en el
barrio de la Recoleta, y es como si el dinero otorgara cierta verborragia,
e incluso en algunos casos se podría llamar “elocuencia”: mujeres que
analizan sus vidas, sus familias, sus economías y el cuidado de sí
mismas en horas de café, en un ocio que parecen haber pagado
generaciones atrás.
Yo me entrego a escribir, a la imposibilidad de escribir tal vez. No
me importa el registro, sólo quiero que la microfibra y la tinta salpiquen
la suavidad de este papel brasileño, ir como formando bichitos, huellas
de aves minúsculas, palos y yuyos que sirvan para contar no los
minutos, que no tienen sentido y obedecen a las máquinas
cronométricas, sino momentos.
En una hora tendré que volver a hablar de un escritor francés,
cuya necrológica escribí hace años en el diario de mi ciudad natal.
También ayer participé en un show para aficionados acerca de la
escritura difusa, suspicaz, extraviada de otro francés. En ambos casos,
ya que no podían hacer un poema bueno y además se les dificultó la
prosa no ensayística, podríamos traer a colación la palabra “raté”. Pero
sus nombres imperan, suenan más alto que muchos. Eruditos para
quienes la literatura era cosa del pasado, una memoria de ultratumba.
No querían contar casi nada. Camuflaban sus vidas como filtraciones
mínimas en ensayos, aforismos, fragmentos. Y acá, en la capital de los
antropófagos, se devoran sus nombres con particular fruición. Espero
que la poeta que me va a entrevistar, casi de mi edad pero con un novio
joven y el esplendor de un divorcio antiguo y eficaz, me sonría como
hace décadas, cuando la conocí, deslumbrante. Su boca aristocrática se
apartó un tanto de la estulticia de su clase, y sí es capaz de hacer
algunos poemas buenos, resistentes al clima del presente. Puede contar
su vida en parte, dejar al menos unos momentos para sus hijos y los
pocos que leerán cuando nuestros cuerpos se eclipsen.

***

Mentí con anécdotas cuando me preguntaron hace tiempo por mi


amigo, el poeta, el novelista y el clown. No dije que extrañaba su timbre
de barítono y sus conminaciones o sentencias constantes. No dije que
en el silencio que rodea, en el bar más ruidoso y más parlanchín, un
momento de escribir, en esa absorción, sin pensarlo, me dirigía a él, a
su alegría. Fuera de todo recuerdo, en nuestras muchas diferencias,
edades, gustos, técnicas aprendidas, en ese intervalo, incluso sin
vernos más que un par de veces por año, durante quince años, más
alguna charla telefónica esporádica, más los mails ocasionales, debo
velar por su silencio, debo encender una vela imaginaria, porque soy
uno de los pocos vivos que todavía le escribe y que quizás le siga
escribiendo siempre.
Nada de eso dicen los testimonios estúpidos que llevan mi
nombre, sobre episodios cómicos, sobre excesos, sobre paseos o
escenas. Para escucharlo, para volver a decirle algo, es imprescindible
la forma del verso.

***

En la mesa en que escribo una chica se duerme. Apoyó la frente


encima de ambas manos, que separan la piel del rostro de unas
fotocopias nada limpias. Tiene el pelo rubio atado con una goma verde,
un arito de strass brilla en su oreja rosada. Sería imposible que no esté
soñando después de haber caído así, rendida a los poderes de la siesta,
cuando los papeles, su volumen, su coacción, la llamaban a estudiar, o
al menos a subrayar algo. El lápiz que descansa al lado de sus manos
parece probar que soñó su estudio. De pronto se incorpora, mueve las
manos, y de nuevo se hunde en el sueño. Ya no sacude las cejas ni los
labios, las imágenes deben haberla abandonado. Plácidamente se
acomoda a la ausencia su cara de veinteañera. La belleza, por así decir,
baja de los tubitos fluorescentes de la biblioteca, aunque más aún de la
luz de las ventanas hacia el parque, los árboles, la ante-primavera que
se anuncia, adelantándose, en el final de agosto; la belleza ha bajado a
su cara sin gestos, quitándole un poco el velo de la normalidad; veo en
ella, en su entrega a dormir que es una forma clara de dejarse ver, un
signo surgido de la insignificancia. Yo estuve a punto de tambalearme,
en un instante sentí que mi cabeza se precipitaba hacia adelante. Pero
saqué la microfibra china y evité el minuto de un sueño inesperado. La
dejadez de un tipo de cuarenta, entre una revista de cien años llena de
hojarasca amarilla, polvo, y un libro francés de cuero marrón y lomo
dorado, no atraería el mismo misterio de un velo que se corre, y detrás
del cual la belleza se encarnaría, con elegancia.
Llegan otros estudiantes a la mesa, despiertan a la chica rubia,
que mira prosaicamente su teléfono celular y parpadea y vuelve a
recorrer las líneas de sus fotocopias con los ojos bajos. Como un soplo,
un aleteo de la luz, con el sueño, se acabó la escena; pero al menos
sucedió, está escrita.

***

El sol matinal blanquea la grisalla de viejas fachadas sobre


Avenida de Mayo, mi calle en la ciudad desconocida. Vuelvo a recordar
a los ausentes que en otros años hubiera podido visitar. Mis planes
ahora son más precarios, no veré a nadie con quien pueda hablar de
literatura. Afortunadamente anoche, en Córdoba, antes de viajar, nos
reímos dos horas con un amigo de décadas, el único que sigue
escribiendo, seriamente, de los que conocí a los dieciocho. ¿De qué
hablábamos? De Licofrón, de Maurice Scève, de Montale y de Yeats, de
Julien Gracq –que me acompaña en este mismo instante, en este bar
porteño lleno de rituales, con sus ensayos casi memorialistas–;
parecíamos viejos o tan sólo algo melancólicos, pero nuestro
escepticismo sobre la vanidad de los libros era jovial. El atontamiento
de los que fingen escribir nos alegraba. En esa ciudad, cuya ausencia
no se nota en mí, porque la llevo en la cadencia de mis frases, incluso
mentales, nos sobrarían los dedos de una mano para contar los
nombres de aquellos con los que podríamos compartir juicios, lecturas,
profundo nihilismo, incondicional apego a la forma de las frases. Uno
más viejo, uno más joven, nosotros dos.
Pero desafortunadamente anoche también, mientras me llevaba a
la terminal la mujer de mi vida o existencia –¿de qué otra forma podría
llamarla?– me reprochó la tontería de este viaje, junto a mis
desatenciones semanales, mi insoportable ostentación de una dudosa, e
inmunda, superioridad intelectual, que apenas es libresca. La
posibilidad de un divorcio me llena de incertidumbre, quizás sea
tristeza. Pero mientras haya esperanza en el fondo de la caja, que se
desaten al viento de primavera todas las calamidades, su banalidad:
que me abran la pieza del hotel, ir a firmar dos contratos de traducción
a dos editoriales donde nadie sabe leer, escuchar una tediosa defensa
de tesis de sociología. A la noche, un evento pseudo-teatral con un par
de escritores, aspirantes a figurar demasiado enfáticamente fuera de los
libros, que ellos consideran tal vez innecesarios.
En la adolescencia, un maestro, que escribía poco pero había sido
capaz de varios poemas sostenibles, que “funcionaban” –él usaba este
verbo–, me dijo: “lo que se escribe tiene que ser necesario”. Nunca llegué
a entender esa necesidad. ¿Cómo puede ser imprescindible para la vida
un poema, un cuento, una cosa llamada “libro”? Ahora llego a divisar,
como una línea blanca en el horizonte opaco, como la luz de la mañana
que se expande y hace silbar tangos a los parlanchines habitantes de
esta ciudad infinita, qué podría significar un escrito “necesario”: el que
tal vez no esté hecho para desembocar en un libro, el que trazamos en
soledad, para estar solos, para ocupar el tiempo y registrarlo. Poema,
diario, relato que junte a ambos. Como el de una broma que me hará mi
amigo de anoche de toda una vida casi, en su próximo libro de cuentos,
donde un personaje que lleva mi nombre gana el premio Nobel y otro
que se parece a él quiere usar unos subrayados de mi “poesía completa”
para cogerse a una lectora hermosa. Como este desahogo, esta falta
absoluta de proyectos. Este instante en que podría morir y lo único que
lamentaría sería no llegar a ver cómo se vuelve un hombre el niñito que
es mi hijo más chico. Y no me siento culpable de poner acá la palabra
“niñito”, ni de haber dejado caer la síntesis cómoda del adjetivo
“hermosa”. Es fácil escribir bien, editarse uno mismo, lo difícil es seguir
escribiendo siempre, toda la vida. Hasta que se acabe.

***
“La acción trágica es signo de un espíritu noble”, me dijo ella hace
unos días. Y ante mi sarcasmo grosero sobre el aspecto romántico de la
frase, que no me parecía tan cruel como mi prejuicio acerca de los
griegos, ella se ofuscó y dejó de hablarme.
Su propia nobleza se había expresado en la discusión ética sin
compromisos, a fondo, que no aceptaba los términos medios. El héroe
trágico actuaba según sus reglas, con total consecuencia, la desgracia
lo revelaba como si fuera una imagen perfecta bajo los procesos
químicos de la foto analógica. Ella, tras muchos años de enseñar la
nobleza sin esperanzas de la tragedia antigua, había revelado también
para sí misma su espíritu sin claroscuros, su resplandeciente alegría de
existir pese a la conciencia de las desgracias, pese al desorden y la
suciedad del mundo. Su íntimo carácter mostraba un grado absoluto de
sinceridad: hasta en los sueños se dice la verdad a sí misma.
La fortuna quiso que al volver de mi viaje de tres noches ella me
esperara aún, casi sonriendo ya, casi olvidada de mi tono soberbio y de
mi egoísmo hedonista, crónico. Esa noche, otra vez, como desde hace
más de veinte años, la nobleza resplandeciente de su cuerpo se desnudó
para disfrutar de la existencia con mi sexo. Y descubrí, junto a una
nueva pose que hace poco empezó a gustarle más, una nueva manera
de sonreír mientras se entrega a su segundo orgasmo, algo que llamaría
una “sonrisa en u”, ya que parece estar susurrando esa vocal y que en
las comisuras de los labios a la vez se estuviera riendo. Si todavía
hubiera dioses, a los que presidieran las imágenes bellas y al que rigiese
los dones del sexo les agradecería ese descubrimiento. La veo vivir en
ese instante extraordinario, que para ella dura más de un día, un
cuarto de siglo, ¿quién sabe cuánto? De sólo pensar en ese gesto de su
boca, en la posibilidad de que vuelva en poco tiempo, cuando cojamos
de nuevo, todo adquiere un sentido, mis actos rutinarios, hasta mi
tristeza momentánea, se vuelven más nobles.

***
En la única foto que le sacaron a Schelling, a mediados del siglo
XIX, en sus últimos años, me asombran las arrugas finísimas e
innumerables: parece como si le hubiesen surcado la cara miles de
vertientes, de arroyos sanguíneos, como si en su frente y sus mejillas se
hubiesen plegado cañadas, se hubiesen excavado ínfimas barrancas.
¡Cuánto habrá sufrido la tensión de pensar la unidad de todas las
cosas, hasta que supo que esa afirmación era imposible! Pero no lo
supo: para él la lengua era una obra de arte de la naturaleza, la prueba
de que entre las cosas y las palabras fluyen mil hilos de agua que las
conectan. Hablar para él era decir la unidad de todo lo que hay, como
un canto tenue del hablante separado hasta de sí mismo que sin
embargo dice: “soy todo y todo es un yo, todo en mí…”.
En un rato tengo que volver a intentar decirles estas antigüedades
especulativas a chicos del presente, les contaré que sin saberlo, sólo por
la locura de estudiar filosofía, ellos son la unidad de todos los
contrarios, la forma inmadura de una perfección inaccesible, les
recitaré los mitos de una tensión inconsciente. ¿Qué es escribir, pensar,
incluso pintar, si no la indiferencia, la imposibilidad de distinguir en
una cosa hecha, con palabras, con ideas de palabras, con dibujos de
palabras, entre lo consciente y lo inconsciente, entre lo planificado y lo
involuntario?
El sol hace brillar matices amarillos en el verde reciente de las
hojas de un árbol de copa redonda, cuyo nombre desconozco. Se acerca
a grandes trancos la próxima primavera. Hay chicas que se ríen bajo
esta luz de claridad suprema. Afuera del bar se sentirá el olor de la
lluvia de anoche. Cuando caía, en la oscuridad total, la mujer de mi
vida o existencia me tocó, y la toqué, y fuimos acaso felices o usamos el
cuerpo de los dos para alentar la ilusión de una satisfacción. Las risas
se comunican con las hojas que brotan o se asoman, con el olor a tierra
húmeda, con mi sensación de entender al menos una pizca de una
filosofía delirante pero consecuente, todo es uno y uno es el todo, como
diría el arrugadísimo alemán, mirándome hierático desde su foto, donde
los ojos demasiado transparentes anuncian la muerte del individuo,
loco de fe en la continuidad del pensamiento.

***

El aire, invadido de corpúsculos de tierra, se ha cargado de una


indescriptible opacidad. No sé si veo menos porque hablé durante dos
horas o porque la siesta sopla su confusión atmosférica. El bar y sus
alrededores se despueblan, el fragmento de terreno entre árboles y
arbustos se convierte en muestrario de un desierto. No hay sistema
presente ni posible. No existe ni el deseo de escribir. Pero pasó este día,
esto que escribo pertenece al siguiente, todo es demasiado
transparente: celeste y verde resplandecen a mitad de la mañana.
Si ahora fuese un poeta de las cosas, podría describir el pan que
como, el que sólo en mi zona llaman “criollito”: salado, crocante en sus
dos tapas, la de arriba con puntitos a veces, la de abajo, más quemada,
en el medio estratos de miga, como capas livianas y superpuestas en el
criollo tradicional, que se vuelven ostentosas y barrocas en el de
hojaldre, que me gusta menos. Pero no puedo hoy tomar partido por las
cosas, aunque sean comestibles y tan amables como mi
acompañamiento del café en el bar de la facultad. Una cosa, un
utensilio, la microfibra o birome a chorro de tinta, en gel, se está
agotando. Cambio a otra, tampoco tiene mucho más que ofrecer. ¿Qué
haré con mis palabras entonces? ¿Por cuánto tiempo más todavía habré
de soportar una ansiedad inasible? Entre poemas que ya no vendrán
por mucho tiempo y el ensayo que me falta para terminar con los
encargos del año, este diario es lo único que me impide caer en la
enfermedad mortal, como le decía Kierkegaard con habitual
tremendismo. Sé que estoy desesperado, así que ya empecé a curarme.
Como Job, otro exagerado, cuando preguntó: “¿Habrá aún esperanza
para mí?”
Quizás tan sólo se trate de no ser lírico, demasiado subjetivo, pero
tampoco ensayístico, demasiado objetivo, sino de avanzar en el camino
incierto, sin género, en la mezcla, en el patchwork de retazos de géneros
coloridos. Ahora que ni la tragedia ni la novela pueden fingir que son el
género sintético, subjetivo-objetivo y dramático, objetivo-subjetivo y
épico, queda la confesión que cuenta o cree que piensa. En realidad, no
existen ya el teatro ni el relato, tampoco una confesión que no se dirige
a nadie. Entre lo que veo y yo, entre lo que escribo y yo, frases, manía
de hacer frases, simbolismo y pronto alegoría. Una hoja seca revolotea
cerca del ventanal de vidrio junto a mi mesa. Por un momento, mientras
escribía, creí que era una mariposa ocre. Después vi que la sacudía el
viento en el extremo de una telaraña que quedó colgando, ya sin su
dueña, del marco de la ventana. ¿A qué se parece alguien que escribe?
Definitivamente, se secó la lapicera. Para que pueda empezar algo
nuevo, pongo punto y aparte.

***

El frío que hace no corresponde al comienzo de esta primavera.


Una nube inamovible se posó en el cielo desde hace tres días, o más.
Una canción kitsch de un mexicano barbudo, lo que errónea o
perversamente se llama “romántico”, habla del frío de un cuerpo. La
otra noche, en una fiesta, dos o tres literatos ebrios discutían si era una
mujer ausente por huida, o por muerta. Pero google informa con
precisión que se trataba del frío del cadáver de un hijo asesinado a los
quince años, y al que el cantante extraña, con estrafalaria, obscena
pasión y notas agudas, suplementadas de asonancias en las íes de
“feliz”, “ti”, etc.
Y sin embargo, esa referencia hace insostenible el juego de cantar
su estribillo cursi, tenoresco, entre borrachos. Vamos a estar al borde
del llanto la próxima vez. Pero sale el sol, espero el almuerzo, brilla la
pintura gris plata de varios autos estacionados. Nadie se ha ido a
ninguna parte. Felicidad lograda, yo camino encima tuyo como en una
tapia con vidrios de botellas incrustados.
***

Quisiera armar una frase: que el cuaderno cobrara una


consistencia similar, una atracción para la vista (¿mía?) o para el pulso
(mío) semejante a la que ejerce la nueva moza del bar de la facultad.
Una chica de piel cetrina, entre cuyos labios oscuros se abren paso
dientes blanquísimos cuando te atiende o te saluda. Relampaguea
también, entre las mesas, juntando platos y vasos, su manera de
caminar. Pero nada en las palabras puede dar de su presencia más que
vagas ideas. Sin embargo, ella, su amabilidad, su lejanía del mismo
ámbito en el que trabaja, su feliz distanciamiento de todo libro, tiende a
proponer otro modo de valorar el mundo. Ella es una frase no perfecta,
viviente, una frase que se deja leer por todos, que llama los ojos de
todos. Está escrita en el libro de verso y prosa en el que nos metemos
cada vez que salimos del cuaderno y de la edición en rústica cotidiana.
El libro de la primavera infinita no se cierra nunca, y cuando creemos
que pasamos sus hojas, quedamos envueltos en esa volátil foliación
incesante. La moza va y viene, pero no es una frase aislada, se compone
en un párrafo rítmico con las sillas de madera y los manteles de hule
bordó, se remata o culmina en el fondo, en la coda final, cuando su pelo
negro recorta una silueta precisa contra el follaje verde de los árboles
detrás de los grandes ventanales.

***

Tardíamente la primavera saca a relucir un sol sin nubes. Bajo


sus rayos matinales, frente al ventanal de un bar, una chica de rodete
castaño y desordenado le ofrece su cara al viento norte y a la acción del
calor, que se va a incrementar con el correr del día. Hace pocas
semanas me encontré acá con una compañera de mi época estudiantil,
que estaba con un nene, su tercer hijo, según me contó, al que había
traído a las clases de música que se dan casi gratis en un pabellón
cercano. Mi hija mayor, que ya cursa su carrera universitaria, también
asistió hace décadas a esas clases de un método japonés.
La compañera, de baja estatura, rubia, de ojos celestes, no había
cambiado mucho. Recordé que se casó con su novio de aquel entonces,
un actor o director de teatro, que después terminó siendo funcionario
de cultura en algún organismo del estado. Recuerdo también que en
una primera charla a los dieciocho años le expuse mi teoría sobre la
altura de los descendientes de piamonteses, que pueblan el sudeste de
la provincia, de donde ella había venido, y ella se paró esa noche y me
dijo: “Pero, ¿me viste bien?”, aludiendo a su delgadez y al metro y medio
de estatura. Recuerdo además que un par de años después tuvo un
romance clandestino con un tipo algo mayor que nosotros, ahora
profesor mediocre y balbuceante, cuando ya creo que estaba viviendo
junto al futuro padre de sus hijos. Igual, ninguna chica tiene dueño, y
ella parece feliz. Me dijo que algún día tomemos un café. Sé que esa
promesa distará mucho de cumplirse, al menos por mi parte. No sé de
qué podríamos hablar.
Mi lapicera china se volvió a gastar. Compré una nueva. Caminé
bajo el sol que ya molesta. Ahora, sin el buzo que un poeta chileno se
olvidó en mi casa y que me puse temprano, escribo en la pacífica, fresca
y casi silenciosa biblioteca. Una chica de lentes y nariz aristocrática
subraya de rosa, verde flúo y naranja su cuadernillo de fotocopias. No
creo que estudie filosofía ni letras. Debe recorrer otros ámbitos, aunque
me mire con el rabillo del ojo cuando se siente observada, y estará
destinada a mundos más prosaicos, todavía menos rítmicos que este
registro sin metas donde quise consignar la elegancia de su puente
nasal y la manera en que sus anteojos se encabalgan ahí, como
anunciando en un verso siguiente, que al final se levanta con el último
acento, la punta respingada y jovial.

***
Atiendo menos al ritmo que a los temas en estas notas: signo de
decadencia. Tal vez. Ninguna prosa, y quizás ya nada escribible, puede
prescindir de temas, o sea de pensamientos. No hay dioses, todas las
frases parecen filosofía.
De todos modos quiero que cambie un toque aéreo, más frío que
el sol, mi cara de ficción que ahora se dedica a decir “yo”. Y si tiene que
ser una máscara, hecha de relieves o recuerdos falsos, acribillada de
huecos para representar la masa amorfa, negra, del olvido, que al
menos sea una expresión jovial, aunque no del todo cómica; que por el
agujero destinado a la boca puedan salir repiqueteos, tarareos, algo
más que las ideas comunes y las tonadas estupidizantes que no dejan
nunca de sonar, que la cabeza hace resonar desde que se despierta.
Eso te pido, cuaderno casi olvidado, todavía infinito: un
acallamiento, un drama que todavía no empiece, su prólogo o su coro
introductorio. Ritmo para no decir más nada, o para que se diga algo
sin demasiada ilación, sin proyecto. Y sobre todo, como dijeron mis
hijas acerca de mis cuadernos previos, que no se trasluzca una
crueldad, una soberbia irreprimibles, que no contemple olímpicamente
a todos los que no escriben. Antes bien, sigo apilando frases, dibujando
letras, surcando el papel tímido de pálido color crema, para imaginar a
otros, los que murmuran, los que siguen felices sus ritmos de lectura,
pensando, durmiendo, rascándose la cara; no puede ser que nada en
las palabras atestigüe estas vidas que percuten el velo de las cosas, que
desgarran la luz, que llenan de sangre escondida la apariencia curva y
superficial del mundo.

***

En el aeropuerto de San Pablo, unas voces se alternan en los


parlantes estridentes, femenina y masculina, y parecen desesperarse
porque les faltan varios pasajeros, que no se deciden a cruzar la puerta
de embarque que los llevará a Manaos. Repiten, con su típico acento, o
más bien en su idioma infinito, si la cantidad de hablantes y la
extensión del territorio dilatan los tonos posibles de una lengua, ese
llamado: a Manaos, Manaos… Tal vez yo nunca conozca lo que ese
nombre exótico designa, quizás hasta me horrorizaría el clima, la fatal
indolencia, la ausencia de motivos para estar ahí.
Y sin embargo, tampoco tengo motivos para ir a Florianópolis,
ciudad fundada en la playa acaso por algún aristócrata u hotelero
llamado Florian. Bastó una invitación a leer un ensayo. Y esa nadería
me trae acá, me hizo soportar casi doce horas de aviones, conexiones,
esperas, aduanas, explicaciones, organizaciones familiares, rencores de
quienes viven conmigo y comprueban, una vez más, la vacuidad de un
egoísmo que no logra nada. Si no me gusta moverme, viajar, ¿por qué lo
hago? ¿Acaso la absoluta falta de justificación me hace culpable de
algo? ¿O me redime la inocencia de que sólo vengo a no hacer nada, a
poner el pensamiento y los horarios en un hielo extranjero, que flotará
en las bebidas del olvido en cuatro noches de soledad casi absoluta?
Porque también es cierto que no soy muy sociable, no hago
amigos en estos eventos, apenas les hablo a los demás participantes. Y
entonces termino leyendo, comiendo, tomando algo sin compañía, y en
el hotel, en la impersonal decoración de una pieza, donde finalmente,
por aburrimiento, voy a trabajar: traje un libro para terminar de
traducir, y una obrita de teatro de un genio argentino que escribió en
francés, totalmente inédita, tipeada en una vieja máquina de escribir.
Curiosamente, tratándose de Brasil, la obra se titula La coupe du
monde. No la leí, está situada en Argentina, al menos en la primera
didascalia. ¿Hablará de fútbol?
Viajar es un intento de revivir un estado de angustia que nunca
se tuvo. Está, sí, el trauma de vivir “ido”, de tener raptos en que no se
quiere nada, cautivado por una búsqueda de inconciencia. Y para
fabricarle un relato a esa sensación de extrañeza se viaja, o se toma, o
se lee desmesuradamente, inventando un recuerdo falso, el origen
angustiante de lo que no se vivió, conscientemente, nunca.

***
No parás de caer, lluvia de primavera. No parás en casa, en la
facultad, tampoco dejaste de caer casi nunca durante los cuatro días a
miles de kilómetros de acá. Un manto de rocío y de lloviznas cubre una
gran zona sudamericana, desde el litoral brasileño y sus planicies
interiores, hasta este borde de montañas terciarias en el comienzo de la
pampa.
Todavía escucho la perturbación idiomática de haber pasado
aquellos días procurando hablar en portugués, imitando tonos, alturas,
maneras de preguntar, las “t” y las “d” que querían asomarse entre los
dientes, las líquidas que humedecían sus vocales próximas. Y un poeta
francés que describió las cosas, las frutas, las maneras de caer del agua
que llamamos “lluvia”, “pluie”, “chuva”, nos repetía que sólo
segregábamos palabras, hacíamos ruiditos, como pájaros tropicales,
como ranitas que aprovechan la primavera, la vuelta de arroyos y ríos.
¿Tienen un lenguaje las ranas? Como inventó Aristófanes acaso, a
orillas del Aqueronte, en un pantano que limita con el reino de los
escritores muertos, dirían: “brekekekex, koax, koax”. Ranas apenas
griegas, que conducían a Eurípides, el gran analista y el gran castigado
por los amantes del misterio y el asombro, en su visita a los trágicos
antiguos, para pedir consejo, para hacer un taller de escritura.
¿Y las ranas catarinenses, y las cordobesas ahora, que no
escucho en el barro de la universidad? “Croac, croac”, repiten como un
eco de la última parte del coro aristofánico. También: entonces los
griegos escuchaban más cerca del origen, lo anterior a la mera
resonancia, el íncipit. Lo aristofánico: el mejor brillo, lo que aparece
mejor. Allá, la poesía y la filosofía se miraban de frente, no en Grecia, en
Brasil. Es como si la multitud infinita que canta en su lengua se
estuviera a punto de asomar, ya no con simpleza de antropófago para
disfrazarse con plumas ilustradas, a la infancia y al destino. Fue como
si la universidad en los trópicos produjera algo insólito: coros de ebrios
que podían escribir, decir algo nunca dicho, y al mismo tiempo eran
respuestas a todo lo legible, lo que ya se escribió en ultramar.
***

Se entrevió un haz de claridad soleada, mientras caminaba desde


el pabellón rojo de mi última clase del año hasta un bar cercano, frente
a la facultad de matemáticas, donde en pocos meses, el año que viene,
mi segunda hija empezará a estudiar física. Y la fysis no deja de
celebrar ese momento luminoso: entre árboles altos, robles, álamos,
pinos, graznaron unas cornejas, aunque no en alejandrinos. Ni siquiera
sé distinguir una corneja de otro pájaro. Tampoco reconozco mucho un
álamo o un alerce. Pero eran graznidos de primavera alegres, y
revoloteos, quizás combates o cortejos prenupciales. Y en mí, quizás, se
dé una primavera de palabras, algo por saber, por aprender. En la
arboleda menos frondosa antes del bar, la lluvia hizo caer flores
violetas, azuladas, de una extensa hilera de lapachos o jacarandás –que
habrán de ser parientes en la familia arbórea– y en el barro marrón
oscuro palpitan agitados por la brisa, secándose un poco, los pétalos
lilas, brillantes, sin perder ni un ápice de la intensidad que tienen,
contra el fondo gris claro del cielo, sus hermanas floreciendo todavía en
las copas redondeadas, centelleando al compás de un soplo de aire.
Ya otras veces, en otros cuadernos, en otras primaveras, me
acordé del poeta que casi no hacía versos, el que pedía florecimientos de
palabras, nuevas flores a la prosa que nunca se seca, a pesar del exceso
de uso. Pero en mi caso, se avecina una época de ansiedad y de vértigo,
con nuevas imposiciones que el ritmo de escribir le hace mi vanidoso
yo: prólogos posibles, las mil formas del ensayo. Todo para no recordar,
no contar desde hace cuántos meses que no me dedico a una página en
verso. Y se acumulan los poemas sin leer, de otros poetas amados, que
no firman con mi nombre, y que esperan la apropiación, el plagio, que
toda la literatura sea firmada por mí.
En ese estrecho monstruoso, entre el sabelotodo que puede
comentar cualquier género y el versificador que puede simular cualquier
intensidad y hasta fingir una experiencia ajena, este cuaderno puede
ser la verdadera primicia, la primavera al fin: mirar flores esparcidas
como constelaciones violáceas en el cielo de barro, oír en lo alto el
chillido furtivo de pájaros invisibles.

***

La resaca de un viernes en que debo hablar en público no vino


acompañada de tristeza. Hoy pude nadar dos mil metros, aunque había
fumado bastante. Pero sobre todo las burbujas de euforia encima del
espeso cansancio se deben a tres chicas que tomaron cerveza, en casa,
anoche: una se casó conmigo hace más de veinte años. Las otras dos
son amigas casi nuevas: una escribe poemas asombrosamente precisos;
la otra estudió alguna ciencia social. Se ríen, hacen chistes, preparan
carteles para una marcha política en forma de corazones enormes de
cartón fucsia. La palabra “amor” para ellas es una causa justa, una
razón, una promesa. Las mueve una pasión que tal vez yo ignore, pero
tanta alegría no puede estar equivocada. Votaré por ellas.
En unos minutos, tengo que leer un discurso alocado, entusiasta,
que hice a toda velocidad. Diez páginas sobre “poesía y locura”, tema
kitsch, que no elegí, y lo único que me importa es que no me falten
fuerzas para pronunciarlas. Después, que no levanten la mano para
opinar los distorsionadores de un “discurso del alma”, que todo termine
rápido, que se abran para mí los brazos de la noche, su risa sin fin.

***

La luz del sol a la mañana se filtra entre hojas lanceoladas, de


color verde oscuro, y otras que crecen en manojos, que se apiñan en un
puntillismo de verdes más claros. Sin los anteojos para ver de lejos, en
el bar, a través de los grandes ventanales o puertas-ventanas, se
difumina más aún la luminosidad de afuera. La primavera se expresa
ya con una fuerza que se hizo esperar, y además pone signos de
admiración notables en un arbusto que prolifera de flores rojas pero
opacas, casi borravino, diríase.
Me distrae en la mesa de enfrente la voz persistente de un
director de teatro, que ahora, en la madurez o la vejez, retirado de las
tablas, se ha vuelto escritor. Tengo que presentar su último libro,
repleto de una ingenua promiscuidad homosexual, en un par de
semanas. ¿Me servirá de inspiración oír tantos minutos de su tono de
voz melifluo, no del todo amanerado, pero decididamente a distancia de
un estereotipo demasiado varonil? De todos modos, su mejor libro
habrá de ser, casi con seguridad, el que escribió sobre la vejez de su
madre, teñido de la intensidad proustiana de los recuerdos de infancia,
de una sensibilidad que despertaba en su pueblo perdido y que le
dictaría una vocación artística.
Sólo quiero conservar una palabra para describir las aventuras
sexuales ocasionales, con desconocidos, sin nombres propios, entre
cuerpos que no revisten siquiera signos de clase, sin ropa, que se
acumulan discontinuamente en el libro que leo, al que el editor le
cambió el título localista, que aludía al nombre de un cine porno y
espacio ciudadano de intercambios eróticos múltiples, innumerables tal
vez, por un concepto abstracto de la privacidad. No, no se trata de
“intimidad”, la verdadera palabra que define ese arrojo, esa búsqueda
de un ejercicio interminable del deseo sexual, sería más bien
“inocencia”. Es como si la falta de nombres, de presentaciones, de
estratos sociales, en parte, eliminara la culpa de los cuerpos, la culpa
de hablar.
La brisa hace temblar las hojas puntillistas de los árboles más
redondeados. Escucho libros, veo cuadros, intento escribir lo que pasa.
Nada de intimidad, sino las palabras que me pasan, que pasan por mí
para expresar, para hacer florecer algunas frases. Y así, quizás, la
expectativa oculta que me impulsa, sin que me dé mucha cuenta, deje
unas marcas rítmicas en este cuaderno.

***
Pasé a la biblioteca. La luz que invade todo, desde las ventanas,
resulta casi enceguecedora. Las flores lilas de los jacarandás pareciera
que bailan, parsimoniosas. Y en otra mesa, en diagonal hacia adelante,
una chica de pelo muy corto, a la garzón, como se dice, me ofrece una
imagen clara de la inocencia física. Tiene una musculosa gris, muy
suelta, con aberturas grandes para los brazos por las que se puede ver,
sin mucha posibilidad de atribuirle intenciones eróticas, que no usa
corpiño. A su lado, un alumno de mi cátedra, que asistió rígidamente,
atento, a casi todas las clases, se acerca a los ojos unas fotocopias. No
ve que la inocencia está pasando, transmigrando, desde la luz violácea
de centenas de flores a la piel clara de la chica delgada, leyendo ahí, a
dos sillas de su afán estudioso.
Parece fácil suponer lugares tan comunes: naturaleza, flores,
chica semidesnuda por un lado, filosofía, exámenes, libros, por el otro.
Pero el máximo encanto de ambos polos está en que se comunican,
bailan en una elipse, giran alrededor del vacío. Y hay una silla vacía
entre el alumno rígido y la chica, que también estudia, subraya. Los dos
se olvidaron por momentos del contrapunto que hacen sus cuerpos. Y
yo debería olvidarme del cuaderno, de mi cuerpo sentado y mis ojos
demasiado curiosos, para escribir otras cosas, para obedecer los tenues
imperativos del año que termina.
Pero intentaré ser íntimo incluso en las cosas que haré por
compromiso, e inocente hasta en la tiranía que me toca ejercer,
maltratando a las muchachas en flor por tonterías universitarias.

***

Escuché esta mañana a dos alumnos extravagantes: uno


ostentaba su condición de preso por delitos secretos, que pronto
recuperaría su “libertad”, y al que sería de mal gusto someter
filosóficamente para bajarle la nota; el otro tenía varios tics nerviosos y
parecía alterarse excesivamente por la situación de examen. Ninguna
benevolencia de parte mía o de mi colega aún más relajado podía
modificar la impostura de uno o la exasperación del otro. Cuesta más
escuchar y saber cortar el rito en el momento justo que exponer lo que
sea. Salimos bien del trance.
Y ahora espero y escribo, escribo y espero. El sol de la siesta
incendia las plantas. Los árboles y el paso parecen virar al amarillo
como si anunciaran que tanta intensidad va a calcinarlos. A los pies de
la gente que pasa afuera del bar, en los bordes de sus pies aislados, se
forman charcos de tinta china de la sombra, espesa, pesada.
Escribí una reseña sobre un poeta inglés al que podría imitar,
cuya traducción es inmejorable, sin lograr interesarme, como si
cumpliera vagamente un deber trivial. El pensamiento sobre la
literatura ya no parece un estímulo, ni siquiera un plan que se pueda
seguir. La memoria tampoco traza perspectivas en el porvenir incierto,
no hay en mí recuerdo alguno que valga el esfuerzo de escribir o que al
menos sirva para fingir la vida en el acto de escribir.
“Por eso yo elegí lo que elegí”, dice el amigo inglés traducido por
un amigo porteño. O sea: elegí escribir porque sí. ¿Elegí o elegía? ¿Será
todo esto alguna clase de lamento por una cosa perdida que en verdad
nunca se tuvo? De chico, elegía escribir para abrir la vida y darle acaso
sombras a la insidia de la luz. Ahora no hay mucho que elegir. O
escribir o escribir. Lo que interrumpe es sueño, pausa, olvido en
inmersiones tecnológicas. Si leo, mido el tiempo en páginas-minutos. Y
escribo, una página cada cuarenta minutos. Pero ochenta minutos al
día es el máximo posible de escritura. Para otros puede ser más – lo
dudo sin anfetaminas u otros entusiasmos adictivos –, para otros
menos – muchos, la mayoría pasan semanas, meses, sin una página en
el horizonte ansioso. Quisiera volver a casa, traducir los borradores de
un fanático de la expresión imposible, y avanzar cinco páginas en
camino al libro ajeno.

***
Pensé ayer dos veces en el vellocino de oro. Claro que no en el
objeto mítico, sino en lo que podría significar: la cosa perdida. Manejé
casi dos mil kilómetros en tres días, temiendo por mi cuerpo, el ritmo
del auto, la posible catástrofe de encontrarme con toda una familia, tres
hijas y el varoncito, mi mujer tan decidida y audaz, en medio de un
trópico extranjero, sin recursos para volver o para seguir adelante. De
repente, a pocos minutos de llegar al final del segundo día de viaje,
cerca de Porto Alegre, luego de haber cruzado llanuras agrícolas, ríos
navegables, cañadas y esteros casi desiertos, sierras selváticas, grandes
ciudades que inexplicablemente crecen en lugares poco propicios, se
rompió el auto. El destino bajó a ayudarnos, asumiendo la forma de un
mecánico bahiano, de idioma portugués poco descifrable, y seguimos
viaje.
Ahora pienso en el vellocino, cuyo nombre siempre me resultó
absurdo, una piel de animal no natural, una palabreja sin eufonía, y le
encuentro algún sentido: angustia y salida de la angustia. Y además es
un heptasílabo: el vellocino de oro; o sea un título posible. Pero, ¿a
quién se le ocurre en este clima plenamente tropical, en una isla
brasileña, ponerse a escribir sobre una piel de oveja? Sólo el dorado
podría salvarse, el oro de mis maestros de poesía barroca. En varios
puntos arriesgo más que Jasón, un chico aventurero, lindo, con
facilidad de palabra, jefe de patrulla, al que todas las chicas querían
entregarse y que era envidiado por los hombres, excepto por sus fieles
amigos que lo seguían ciegamente hasta el fin del mundo. Tengo que
cuidar a los que traje, no hay otra posibilidad, de manera que un
trastorno mecánico o mental o incluso financiero no tiene cabida. Sin
embargo, la interrupción súbita de la angustia bajo cuarenta grados de
calor en una montaña selvática dejó una solución indudable e
irremisible: la despreocupación; sólo la enfermedad o el peligro físico
son ominosos. Autos, monedas, vacaciones, todo es remediable.
El vellocino de oro: la luz del sol que salió del mar y entra por un
ventanal de vidrio grueso baña la piel dorada de mi tercera hija, rubia,
adolescente, nacida para ser amada y defendida.
***

Un día de convalecencia general, después de consumir algo


contaminado o tal vez por los cambios de ambiente, que terminó con
una copiosa lluvia tropical, cálida y como una cortina densa. Pero
siempre sale el sol. Quisiera escribir un relato que dé lugar a un
puñado de versos. Voy a recuperar poemas de hace veinte años, un
libro balbuceante pero esperanzado, y se lo daré a una editorial más
provinciana aún que las de mi ciudad. Sin embargo, los planes de
publicar resultan algo deprimentes. Significan que no tengo nada que
escribir. Excepto que repita los métodos de siempre: un largo poema de
viaje, descriptivo, con epifanías cada veinticinco versos. Pero sé que
será difícil superar o siquiera alcanzar los que escribí antes. ¿Sé?
Más arriba del balcón de nuestro alojamiento, se asoman ramas
exuberantes e intensamente verdes, con flores rojas chicas y violetas
más grandes; parece que las plantas zumbaran celebrando la humedad
y el sol. Un aire leve las mece y sus siluetas bamboleantes se recortan
contra el entramado caótico de techos de tejas, a dos aguas, a cuatro,
superpuestos. Entre varios techos rojizos, una copa de palmera,
seguramente en el patio de una casa más grande. Como diría un poeta
casi amigo, aunque hablamos pocas veces: “Bajo estos airecitos
tropicales, en una isla superpoblada, a la espera de la jornada trajinada
de la playa, ¡qué raro parece llamarse Silvio!”

***

Empieza el año y amenaza ocuparme con más y más pedidos,


prosas, artículos, prólogos, meros refugios para una simulación de
diálogo, para que no me ataque o me atraiga el soliloquio del verso.
Cuaderno, tu peligro es tan leve que se parece demasiado a la prosa
defensiva.
Mi hija está en su clase de guitarra, alimentando una tendencia
que tal vez no coincida con su carrera universitaria. Pero ya compuso
muchas canciones, tristes e inspiradas, una poesía del futuro.
Hoy recibí una versión al portugués de un poema mío largo, sobre
San Pablo, y de pronto me pareció que estaba mejor, que ése era su
destino y su ritmo. El original es un prejuicio, una superstición. La
palabra “mío” es otra superstición.
Escribo bajo un clima para nada propicio. En el bar caluroso se
oyen murmullos, no palabras ni frases, borbotones de una lengua local.
A través de tonos, acentos, marcas de humor sonoras, siento la avidez
de cada garganta individual. Con buenos sentimientos no se escribe,
nunca se escribió. Se usa el afecto para convertirlo en cosa, se usa al
que sea para volverlo un personaje escrito. Pero es un hecho que mis
hijas no pudieron leer los cuatro cuadernos ya publicados, a tal punto
mi perspectiva - mi desprecio de todo - resultaba malsana, pantanosa.
¿Qué habrán visto en esos arrebatos de nihilismo los jóvenes editores
que tanto entusiasmo les pusieron? Ahora, hasta la excusa rítmica se
ha ido. Y los temas siguen iguales, pronto volveré al verdísimo follaje de
la ciudad universitaria en el final del verano. Cuaderno, no sos un dios,
ni un daimon siquiera, pero dame fuerzas para mirar de nuevo a los
otros, para quererlos o detestarlos, casi es lo mismo. Las palabras
siempre abundan, el impulso es escaso, el oro de pocos minutos, el
centelleo del sol sobre el vello rubio de algún cuerpo sin nombre.

***

Una lluvia copiosa, densa, cae en plena mañana y ha vuelto gris


el cielo y el aire. A mitad de febrero resulta extraño no ver el sol ni un
ápice de luz azul por ningún lado. Sólo hay cuatro mujeres en el bar,
dos en cada mesa; reanudan una larga charla que nadie podría saber
cuándo empezó. Se ríen, se animan, se cuentan cosas. Sin dudas:
hablar es un placer, aunque a veces yo no pueda sentirlo con la
intensidad que tiene. ¿Prefiero escuchar?
La lluvia arrecia, alimenta el pasto y los árboles del campus. En
media hora tengo una reunión inútil en un consejo de gestión
burocrática, pero que alberga una esperanza leve, porque el director
suele hacer que lleven frutas, a tono con cierto ecologismo alimenticio
de las mujeres que participan.
En casa quedó una amiga, poeta, crítica, algo neurótica,
divorciada hace años y con tres hijos. A pesar de su edad, conserva una
agilidad de movimientos juvenil, a la cual contribuye su tamaño
corporal, la delgadez, la baja estatura. Su inteligencia notable, su
habilidad para escribir curiosamente se traducen en cierta paranoia
sobre las cosas más simples, trámites, cuestiones laborales. No es raro
el síntoma en el interior enigmático, superficialmente intrincado, del
mundillo universitario. Como si un trabajo demasiado simple, pero
basado en prestigios invisibles, incomprobables y casi siempre
infundados, requiriese de ese esfuerzo persecutorio. Aquel me odia, tal
otro me aprecia, este de acá me entiende o me cita, y así sucesivamente.
La amiga, sin embargo, o quizás con ese leve enrosque sobre sí misma,
exhibe a cada instante un encanto que no cesa. Va a llegar al medio
siglo de edad con el aspecto de una niña pensadora, que sonríe apenas
para esconder su parte de dolor, para revelarla al mismo tiempo.
Las gotas de agua disminuyen afuera del bar, y pareciera que
hubiesen pintado el cielo de un plateado opaco, sin fisuras. Para
cuando empiecen las clases, después de este febrero tropical,
catastróficamente aguado, volverá el sol, todo será dorado, tórrido y
celeste, profundamente entintado de esa claridad que no viene del cielo,
que ha de ser el reflejo en las capas aéreas de la inmensidad de las
aguas de todos los mares del planeta. Daré entonces un seminario
sobre un viejo filósofo y poeta y consumidor experto de vivencias, que es
casi un amigo, de quien oí hablar a mis padres en la infancia, a quien
conocí hace un cuarto de siglo, cuando di muestras de poder simular
un pensamiento escrito y él me saludó ese arte en un paseo bajo el
robledal de este mismo campus.
Sus escritos insisten en proponer cuestiones místicas, pero eso
que no se puede decir les otorga a sus frases, a su manía de escribir
durante décadas y décadas, una vertiginosa elocuencia, una
insatisfacción originaria que es la única manera de seguir escribiendo.
Sin una mínima brisa, las hojas inmóviles de tantos árboles que
me rodean asisten al agotamiento de la lluvia, a su conversión en gotas
que van decreciendo. La plata del ambiente se pule sin nadie, un
escudo plateado que protege mis pasos. Voy a salir como disparado por
el arco de plata de un dios extinto, camino a mi reunión de profesores
frugívoros.

***

Definitivamente tropical, no sería raro que este clima me


contagiara virus exóticos. Siento duro el diafragma y espero que se me
pase como si nada, sin hacer nada. Mi hija mayor mira sus cuadros
sinópticos muy prolijos, a varios colores, y lee fotocopias sin fin sobre
pequeñas zonas de la historia. O más bien: zonas de la narración de
varias cosas que sólo se llaman “historia” porque son cuentos. La musa
que hacía contar no estaba lejos de la que incitaba a bailar o de la que
dictaba versos. Ahora es casi siempre una prosa sin musa, pero cuando
vuelve, cuando Historia se pone a susurrar largos relatos en oídos
jóvenes, puede ser el mejor estilo de cualquier prosa, la prosa por
excelencia.
La humedad inamovible y calurosa parece aplastar los árboles de
afuera. Del calor debe salvarla a mi hija el moño rojo que delicadamente
recoge su pelo abundante y de color cobrizo, castaño con trenzas de
fuego rubio. No hay casi nadie más. Empieza una semana que no
requiere nada. Después, las de exámenes y al comienzo de marzo, una
batalla jovial con lo intransmisible, un esfuerzo de seducción que lo
intransmisible empezará a hacer para que aparezcan risas o momentos
de asombro en ojos que aún no conozco. Usaré a mi viejo, viejísimo
amigo filosófico para que un puñado de chicos entiendan que el
pensamiento es un estado de entusiasmo que sólo se revela escribiendo.
Aunque también puede pasar lo que todos temían, lo que secretamente
yo esperaba: que no se anote nadie, ni un alumno, en el seminario que
ofrecí. Imposible, y lo imposible sólo ocurre en las novelas. Aunque no
quiera, la prosa de mi vida se limita a los hechos, se ata a la historia. La
poesía está en las plantas y en el pasto, en las manchas celestes de
unas columnas de antiguo azul desteñido. Para la prosa están los
seminarios.
No espero aprendizajes ni mensajes dados vuelta, sino una simple
escansión, un nudo de ritmos en el fluir de una docena de semanas. Y
que este año no me deje solo la única a la que escucho con atención, la
que avanza tarareando nueve, once, trece notas, catorce sílabas, cinco o
seis acentos, la que no se deja ver. ¿Existe una voz? A eso, voz, le dicen
invisible, pero no imposible.
Será por casualidad, por ansiedad, nada de momentos
privilegiados; apenas la pausa entre dos esfuerzos, dos intentos de
explicarme o de explicar algo, dos siestas con sol o nubladas. Y en el
intervalo, lo que buscaba y no sabía, lo que no buscaba y siempre sé, lo
que no digo. Pareciera imposible delinear un programa bajo este aire de
plomo y agua hirviendo, pero no lo es. Imposible es que no haya más
cosas que hacer. Improbable, deseable, aun si fuera invisible, es lo que
voy a buscar en el tiempo que viene. Pero sin ir a ninguna búsqueda,
sin compañeros de viaje, sin salir de este mismo lugar, los días van a
venir, escucharé, si puedo, el ruido de sus pasos.

***

Ayer fui al velorio de un joven físico, que apenas conocí, con quien
charlé en algunas fiestas o en reuniones diversas sobre literatura. Leía
mucho, le encantaba leer, acaso escribir, más allá de su profesión
misteriosa, por así decir, de físico teórico. Tenía casi mi edad, sin hijos.
Tal vez un oscuro presentimiento de su muerte temprana le hiciera
evitar la descendencia, la estabilidad sentimental, las tempestades de la
filiación. No supe qué decirle a nadie en el velorio, no entré a ver el
cadáver. Recuerdo su tono amable, su manera persuasiva de conversar,
la atención de ojos abiertos que les prestaba a los otros. Siempre me
preguntaba mi opinión sobre algún escritor que estaba leyendo, sobre
los mejores libros nuevos. Casi siempre él sabía más que yo del autor
en cuestión, pero en verdad quería compartir su placer intelectual con
los demás. La muerte no se merece. No hay nada en el fondo que pueda
ser juzgado. Había una multitud de chicos en la vereda de la funeraria,
fumando bajo el aire húmedo de una tormenta intensa que había
pasado después del atardecer: alumnos de física, jóvenes científicos,
colegas y discípulos de mi amigo muerto. Ahora que no está, ¿para qué
distinguirlo como menos que “amigo”? Creo que una docena de charlas
son suficientes para saber que alguien te interesa, que querés que le
vaya bien, que lea bien, que piense lo mejor que pueda, que sea feliz.
No fue larga su agonía, desde el diagnóstico de cáncer. Durante
esos meses, no lo vi ni lo vio nadie que yo conozca lo suficiente como
para recibir un relato de tratamientos, expectativas y últimos actos. El
universo es una burbuja que explotó un día y demora su retorno a la
nada. Él lo sabía, pero su vida fue una serie de sonrisas, una
abnegación dedicada al rigor del estudio, un tono de voz que
demostraba afecto y desapego al mismo tiempo: afecto por otros, por lo
que hacían, interés en comprenderlos; desapego con respecto a su
propia importancia. Estas ondas residuales de la burbuja que se enfría
serían más joviales, más festivas, si él todavía pudiese seguir hablando
Ahora el sol fuerte consume el barro, lo endurece de a poco. El
olor del pasto húmedo se intensifica por el remolino de las cortadoras
en manos de empleados con mamelucos y máscaras de plástico. La
dirección de planeamiento ha mandado a sus jardineros a frenar el
crecimiento salvaje de yuyos, césped y malezas, que se elevaban y se
expandían por obra de la lluvia. Con ese aroma en mí, con el sol
pegándome sobre la ropa negra, siempre inadecuada en este clima,
caminé algunos metros de un pabellón a otro, de un trámite a otro.
Cada papelito entregado brinda un modesto placer, hace creer que las
cosas se encaminan hacia algo o que al menos exigen de uno que las
encamine. Pero no creo tanto en los fines. Ni siquiera puedo apreciar
que los árboles sean o no lindos, interesantes o respetables. Se levantan
verdes con la copa hacia el sol, hunden sus raíces en el barro
humedecido, pero no quieren decir nada.
¿Por qué será que me perturba tanto la belleza, como si hubiese
vuelto a mi temprana juventud? Una alumna rubia y de ojos claros, de
pestañas arqueadas sobre una vista intensa, hija de un viejo conocido y
compañero de charlas estudiantiles, me mostró hace un rato una cara
imposible. Me dije: “no puede ser, no parece real”. Cuando la reconocí
pude cambiar mi alteración por la sublimación filial del profesor
canchero. Y al instante, la filósofa de veinte años que atiende la
secretaría me obnubiló con su rostro enigmático, su boca que podría ser
todo para algún otro. Pero en este caso la remera y el short, los gestos,
indican que tiene demasiada conciencia de lo que produce.
La burbuja expansiva no va en un solo sentido. Muere un tipo
bueno. Nacen flores y chicas tan incomparables e indescriptibles que en
épocas menos nihilistas podrían servir de pretextos a varias comedias
un poco menos divinas. Sé que nada de esto es deseo, que son
contemplaciones stendhalianas, promesas incumplibles en ojos, bocas,
piernas. El deseo, si existe, se dirige a un solo punto, a un solo ser.

***

Escribo sobre un novelista que aún vive, pero ya murió el amigo


que sin querer me lo recomendó. Mis raíces se hunden en el siglo
pasado, junto con las aventuras exóticas, el humor formal, el lirismo
antirrealista de nuestro narrador. Como una contrapartida a esa
inmersión en trescientas páginas de sucesos, digresiones y rasgos de
ingenio, tendré que dedicarme después a otro libro, el de una joven
poeta argentina, que nació en Rusia. El misterio es saber cómo se
convirtió en una poeta local, qué rara migración la trajo desde la
infancia. Los números cuentan su historia: la Unión de la Repúblicas
Socialistas Soviéticas se deshizo cuando ella cumplía tres años. El
paisaje soñado, helado de una llanura insólita no abandona sus versos,
de todos modos íntimos, casi confesionales. Habla del padre, habla del
mar y de la nieve. No ahorra imágenes y sorpresas al final de cada
poema, como si hubiese nacido liberada del pudor argentino, de la
objetividad regular de la poesía en el presente. Y así es, toda una
literatura inmensa, ilimitada, se abre a los vientos de la estepa paras
que ella, blanquísima, eslava, pronuncie poemas de joven argentina,
nacida para ser amada y defendida, como diría una escritora amiga.
Los teléfonos celulares transmiten incansables sus parpadeos
tácitos en esta biblioteca sin susurros. Chicas ausentes de cuerpo
presente. Un mechón azul, casi turquesa, de una morocha de espaldas
pareciera querer agregarle una chispa al silencio de la siesta. Se mueve
un poco, y el mechón tiene otro color más, una franja violeta, menos
gruesa que la azul. El viento agita las hojas de unos árboles sin
nombre. Un álamo plateado, esbelto, se mueve menos, está como
descansando contra la pared de cemento, amarilla, gris, verdosa, de un
edificio de aulas.
Para sentir, me dice un libro, hay que tener una vida, hay que
recibir la parte que toca en suerte. ¿Puede quererse entonces el destino
de un lugar, lo remoto, lo inapropiable? Una chica bielorrusa se vuelve
una porteña feliz, creativa, traductora de años y libros de infancia. Y en
su lengua extranjera, su música de nuevos climas, la poeta no miente,
encuentra a cada paso, seis libros en seis años, una siguiente vitalidad,
una vida que sigue.

***

Nervioso espero el sorteo de un tema que deberé exponer en


cuarenta y ocho horas corridas: vana gimnasia de los concursos
universitarios, fijados a otros siglos, a bolillas de madera en esferas
giratorias. Cualquier lema vinculado a las cosas sensibles podría salir,
pero no tienen tanta imaginación los adeptos a la filosofía. Suponen que
la imagen es un camino al concepto, desconocen el sonido de las
palabras que produce imágenes sin fondo. Por eso sería difícil que no
hubiera, en la fórmula sorteada, un nombre propio, una autoridad. Y
pasaré dos días de indagación ansiosa, de leve temor al vacío de la
cabeza, leyendo y escribiendo para el olvido. Ese arte efímero, como
toda actuación irrepetible, no llega a tener conciencia de lo que muere:
hace falta algo fijo o un memorándum para que lo finito abra en el
mundo su grieta de fragilidad.
Pienso en un gordito, típicamente mal vestido, intelectual porteño
al que vi hace unos días defender una tesis, que era una sospechosa,
irracionalista utopía telúrica, pero en un momento, perdido en sus citas
de memoria, sentado y sin usar pantalla o pizarrón, pareció
conmoverse, casi llorar por el recuerdo de algo, por su propia
conversión intelectual, por las frases de maestros muertos. Y eso bastó
para darle sentido a su revisión de un filósofo cordobés, con matices
esencialistas y territoriales. ¿Podré llorar en dos días cuando ofrezca mi
clase magistral a tres jueces llenos de dudas y de suposiciones? No
creo. Suelo ponerme por encima de todo, con ironía, reduciendo cada
tema a su nada original, socráticamente insoportable. Y cuando se
despierten los miembros del jurado, todavía estaré hablando.
Pero la imagen, las lágrimas, cierto hiato en el correr del habla,
acaso la esperanza más que el miedo, deberían otorgarme un refugio
alternativo, si me fallan los libros o si mi espíritu competitivo llegara a
flaquear. Que la frase secreta se aproxime, en los quince minutos que
vienen, al azar de un verso, a su necesidad más allá de las series
fantasmales de nombres, de títulos. Y que si debo conocer algo nuevo,
se parezca a lo que busco, una desesperada vitalidad, un sentido
posible más allá de los libros.

***

En menos de una hora, estaré hablando de tres filósofos o más


bien de tres libros, muy rápida y ansiosamente. Se me ocurrió una frase
mientras los estudiaba, los resumía y los copiaba, que no parece mía.
Aunque puede decirse que ninguna frase le pertenece al que la dice o la
escribe. Y la esperanza de un acontecimiento real y no ritual, vital y no
erudito, se esconde en la intención secreta que ahora me atribuyo.
Decir la frase, ponerla en el aire del aula. Apostar a ella. Que reza: “La
vida se juega y se sabe perdida”.

***

Hoy llovió todo el día y todavía no piensa parar. Por la espalda me


sube una ráfaga de frío, mientras espero que le cambien las gomas al
auto. En este raro lugar de espera, me dediqué a versificar o versionar
un pedazo de Hamlet para un evento sobre Shakespeare – no sé
cuántos siglos se cumplen este año de su nacimiento o de su muerte.
Elegí el momento en que el tan querido príncipe, rockstar barroco, se
emociona por el poema que cuenta la muerte de Príamo, que describe el
grito inhumano de Hécuba cuando ve que matan a su viejo marido,
envuelta en la colcha de cama que agarró apurada, sin peinarse, sin
ninguna atención a su aspecto. Y Hamlet se sabe de memoria el poema,
se lo recuerda o le da el pie al actor recién llegado que lo declama.
También sin vestuario, sin escenario. Lo único que adorna el relato, la
retórica de la desgracia, son las lágrimas que empañan las pupilas del
actor. Después, ya solo, nuestro héroe de la capa de tinta negra dice lo
que intenté retraducir, con mi poco de inglés y mi nada de anticuario,
para salvar esa exaltación del oyente melancólico y ponerla en nuestro
idioma, que tanto se aleja de las “molleras”, los “vosotros”, los agobios
de ultramar en el léxico y las conjugaciones verbales. ¿Qué decís,
Hamlet? Una pregunta, varias preguntas.
¿Por qué se emociona él, por qué yo, por Hécuba? Por la historia
de una mujer que tiene la desgracia de observar la muerte de su
compañero de toda la vida, pero en un mito, en una figura lejana. Y sin
embargo, el actor casi llora. Yo mismo lloraría, porque parece imposible,
o al menos improbable, que las palabras escritas hagan llorar, que los
cuentos en verso parezcan tan auténticos. El viejo Homero, que nos
acompaña desde siempre y que tampoco existió, ya decía que las chicas
que lloraban en el velorio de Patroclo o el de Héctor no lloraban por los
muertos, sino por ellas mismas. ¿Y entonces? Mi leve conmoción es por
la arrinconada poesía, por su orgullo malsano, porque habla de
cualquier cosa pero les recuerda a todos que esta vida es la única y que
el cielo llueve sin ninguna consonancia con el llanto. Las palabras
parecen decir que tenemos una vida, pero no más que Hécuba, y dura
lo que demora el tiempo en disolver un cuerpo, en borrar los detalles
que no fueron escritos.

***

Mi filósofo amigo, viejo, con el que converso a solas una vez por
semana, solo con sus escritos que fueron hechos cuando yo recién
hablaba, parece decir que la vida es un juego serio, se sabe perdida y se
juega en el asombro de ser. Pero yo no creería tanto, asombra más bien
la luz neblinosa que cae en corpúsculos sobre los sauces no llorones y
los álamos y algunos plátanos en la universidad. Me sorprende, curioso,
con ese vicio que Santo Tomás llamaba “concupiscencia de la vista”, el
color grisáceo y perlado de las pupilas de una chica, que sin embargo, a
pesar de su maravilla, de su tinte irreal, mira a través, existe en el
parpadeo de su joven existencia o vida.
No hay a quién ni a qué agradecer este paisaje frío que abre el
otoño, o este rumor de bandada en el bar que hace hablar a las
palabras sin nada que decir, sin que las entienda ni quiera. Lo único
que hay es un principio de alegría, casi de risa, en el hecho de que nada
importe y que esto que hay sea todo y también partes, fragmentaciones
indefinidas en el aire. Frases, términos insignificantes, que espolvorean
como migajas, copos, pelusas, el inexpresable vigor de los cuerpos
presentes, significativamente silenciosos o parlanchines, bañados en la
luz de sus capas grises de frases propias. Cada uno es un yo feliz y
movedizo, que cultiva su muerte como un punto y aparte en la serie de
párrafos que van armando una vida. Yo soy el que escribo, ahora y no
mañana ni cuando exista el libro, con tinta verde de lapicera nueva.
Levanto entonces la curiosidad, avidez volátil, antes que su pareja
virtuosa, el estudio; escritura al vuelo y sin pensar, para que el verde de
mi tinta sea el signo de mi esperanza y no la lectura que la envuelve.
¿Qué espero? La clase, la tarde, los chistes de mi hijo cuando lo busque
en la escuela, un vino, el final de otro día, y después más, muchos más,
llenos de ensayos y poemas y libros, de canciones e imágenes
arborescentes. Espero árboles, soledad, el sol a veces, las estrellas sin
dibujos. Hasta la tontería de ir y venir, ocupando el tiempo,
consiguiendo el dinero de los goces idiotas y geniales. Espero escribir y
dejar de escribir.
Mi amigo diría que querer serlo todo es una consecuencia del
lenguaje, del hecho de hablar, que es escribir. Pero es un deseo de
muerte, de que muera el fragmento que somos, que soy. ¿Se escribe
para morir? No sé, al final tal vez: se lee a los muertos. Escribo como si
nada. Registro feliz, en las palabras siempre es primavera, todo
reverdece.

***

Breve nota mental: mi mujer, eterna joven más allá de la edad, en


los últimos meses descubrió el placer de estar arriba mío, después de
veinte años de otras poses, que no le interesaba cambiar. Y con la
nueva postura sexual, descubrió también goces más profundos,
terriblemente expresivos, tanto que incluso sueña que les comenta a
otros: “¡Descubrí el secreto del placer femenino!”. Pero el secreto no se
dice en el sueño, se cubre con la molestia de que las frases parezcan de
otro, de que otros piensen que la causa soy yo. Despierta, ella lo sabe, y
es silencio, hasta que se vuelva grito sofocado, jadeo, una serie de
adverbios, pura afirmación de su vida. Mi curiosidad se estimula: es
una chica nueva que se inventó a sí misma. Para decirlo con frases
vulgares: es la mujer de mi vida que ahora tiene más vida, se multiplica
en series ilimitadas. Y sabe más de lo que puede decir.

***

Espero un vuelo en el aeropuerto, qué banalidad. Pero también es


verdad que nada parece más contable que estos lugares sin ningún
suceso, puramente entregados al correr del minuto. Leo
entrecortadamente a un amigo muerto, que parece hablarme todavía en
sus libros póstumos, media docena de años después de morirse.
Compré dos de sus modos de hablar y de escribir: una vieja entrevista,
de hace veinte años, donde me promociona enfáticamente; y una novela
inédita, donde me anuncia lo que debo hacer en la introducción del
libro, llamado justa, quizá provisoriamente, La introducción: comprar,
leer, olvidar. Pero yo no soy un lector, no tolero tanto la lectura, y en
lugar del olvido voy a tratar de usar sus frases post mortem para unos
versos hamletianos. Mi amigo parece joven, nunca se calla los chistes,
dice que los libros son productos para gente poco adaptada a las
normas de valor social. No pavadas, porque los símbolos sirven
mientras transitan por el espacio brevísimo de la compra.
Y al mismo tiempo, alterno sus bromas y sus palmadas y sus
espléndidas parrafadas de prosa sensible, sensorial, visual y táctil, con
los versos escuetos de una chica ruso-argentina, que tenía diez años y
recién llegaba al país y al idioma cuando nosotros nos conocíamos, yo
al escritor admirado, él al joven recién editado. La rusa tiene un aire
maldito o hermético, en sus momentos más cursis, pero también
destellos de simbolismo, imágenes de nieve, pájaros, catástrofes
radioactivas y caídas de muros, que suscitan bastante curiosidad. ¿Hay
alguna virtud en querer leer algo nuevo? Pero no, quiero escribir sobre
lo nuevo, consumirlo en una prosa más lúcida que su propia fuente;
sospechemos del aplauso. Kant decía que nadie puede ser obligado a
aplaudir, que el favor, el gusto no es forzoso. No obstante, algo más
fuerte obliga a buscar qué aplaudir, para confirmar que también uno
puede ser fuente de un modesto placer. El único placer que alarga la
vida escrita es el de creer que se va a seguir, que todo lo leído se seguirá
escribiendo en el cuerpo que nos toca.

***

Vuelvo a la biblioteca y el día se aclara: una franja celeste aparece


en el cielo después de dos semanas de lluvia constante, inusual en esta
zona. El clima no es un tema, aunque sea una materia en donde todo el
tiempo podemos entrar.
Entro entonces en tema. La edad me obliga a sacarme los lentes
para escribir y leer, para mirar las rayas y los arabescos que mi mano
desprolijamente tira sobre la hoja sin renglones. Pero tengo que
ponérmelos de nuevo para distinguir las caras de los otros. Como una
chica elegante, de suéter bordó y chalina beige, con el pelo
cuidadosamente atado, castaño claro, cuyos bucles apenas se
despliegan a partir de la cinta que los agrupa atrás de su cabeza.
También hay cierta elegancia en su nariz, aunque algo desarmoniza el
conjunto de su cara, la frente sin dudas demasiado amplia y convexa.
Con otro estilo, pelo suelto y remera, apunte menos subrayado de
colores flúo, aros menos discretos, podría resplandecer, podría
acompañar la salida del sol en esta siesta luego de una mañana
encapotada. Ojalá, desconocida, te sacases al menos la chalina que
rodea tu cuello y tus hombros y que un otoño benévolo hace ahora
innecesaria. Todo la separa del descuido jovial que la rodea, de los otros
que leen en la sala. Hasta mi propio aspecto es rockero y poco
profesoral, chupín negro, remera negra sin cuello, zapatos negros
puntiagudos y acordonados, piloto negro cruzado con capucha y
anteojos azules de marco muy grande. Quizás con veinte años menos
que yo, la chica de la chalina beige ha decidido ser una mujer adulta,
una señora, y apartarse del contagio juvenil y de sus miradas ávidas.
Entro en materia, en dos horas tendré que hablar dos horas sobre
un amigo vivo y otro conocido por los libros, muy frecuentado, muerto.
El tema: ¿cómo se tiene una experiencia de la continuidad si somos, si
soy yo algo discontinuo? En términos absolutos: ¿cómo se obtiene o se
padece un efecto de continuidad escribiendo, leyendo, cuando las
palabras son esencialmente discontinuas, letras, funciones
gramaticales, contenidos escandidos con cada punto, con cada
agotamiento del sentido? En la cabeza parece haber un flujo de
palabras, algo que no se detiene, pero es una ilusión literaria, como
sacar los signos de puntuación a un montón de páginas; de todos
modos, siguen siendo frases separadas; yo no soy otro. Tocar a alguien,
en el sentido más literal posible, sería querer anular la discontinuidad
que sin embargo subsiste, que existe antes, como deseo, y que
persistirá después, como pérdida.
¿Y si la ropa normal, que indicaría literalmente que no se desea
contacto alguno, fuese un modo de intensificar el deseo ajeno,
incitándolo a transgredir la separación de los cuerpos? La chica que se
vistió de censora levanta la vista de su apunte grueso con demasiada
frecuencia, juega mucho con el teléfono, parece no poder concentrarse.
Cada tanto mi vista nublada, sin lentes, se cruza con la suya,
inexpresiva. Y se diría que espera algo, un estallido de la vida, una
fiesta, el sueño del ser continuo, la idea de serlo todo, no una persona
descriptible y clasificable.
Mi conocido muerto, el francés – aunque el amigo vivo, el
cordobés, también lo apoyaría –, me viene a recordar que querer serlo
todo es un anuncio de la muerte, ícono de la discontinuidad.

***

Tengo que dejar de escribir sin ritmo, pero es casi imposible


soportar esta espera leyendo. Miro por la ventana y el verde intenso, un
cielo azul abierto, el reverbero lumínico de algunas frondas de árboles
altos, todo me induce a volver al cuaderno. Y las caras ansiosas de la
multitud de vidas nuevas que ofrecen su misterio y que esconden el
resto también parecieran ser motivos para escribir. Por la misma razón
que podrían ser, misteriosas sin que exista ningún misterio, caras que
se vuelven motivos para vivir feliz. El sol despierta a los seres que se
hablan a solas, con papeles y pantallas, y es como si me dijera lo que
les hace sentir, habla en mí para los cuerpos de los otros: “respirá
hondo, abrí y cerrá los ojos, acelerá tus latidos con el libro”. Aunque
casi seguramente es malo, no está en sus hojas el poema, que es el goce
de alguien para la devoción de cada uno; mejor aún si es cada una.
Otro amigo me dijo hace unos días: lo que no les gusta a las mujeres no
vale nada. Y hablaba de cuentos, era un personaje real dentro de un
cuento demasiado realista; como la cara de la chica de enfrente,
aniñada y morocha, que lee con su netbook regalada por el estado en
los colegios secundarios públicos, es un misterio, pero no oscuro, sino
jovial.

***

Seis hombres y una mujer almorzaron en una mesa triple del bar
de la facultad. Supongo que son físicos, porque todos los días comía con
ellos, a la misma hora puntual de la una de la tarde, en verano al sol o
bajo un árbol, ahora en otoño dentro del prisma de vidrio con que el bar
avanzó hacia su deck original, cada mediodía hasta hace un año tal vez,
o año y medio, comía con ellos un amigo físico, que murió hace pocos
meses. Ellos conversan, son delgados, canosos, alguno de barba,
prolijos pero discretos, de jeans y suéteres o camperas deportivas,
siguen hablando y riéndose sin recordar al otro, al que falta. Pero sólo a
mí me falta, ya que era el único al que saludaba en su intervalo de
alguna misteriosa labor científica. Quizás no hacían nada más que
ocupar el laboratorio, contestar mails, revisar las exigencias de algún
subsidio o las posibilidades de viajar, de publicar: toda esa pila de
maneras de gastar el tiempo, además de algún ejercicio concreto de vez
en cuando. Ahora ya no saludo a los físicos. Es raro que hoy tengan a
una mujer en su mesa. Algunas veces había otra, mayor, que fue
decana de su facultad. Pero ésta no debe tener más de cuarenta o
cincuenta años. Ya me resulta difícil calcular edades. El estatuto de
joven abarca demasiadas décadas. Y yo mismo, este año, empiezo a
acercarme al medio siglo de vida; tengo que empezar a considerarme un
viejo, en algún sentido. Se van los físicos, la mujer, alta, de pelo castaño
largo y apenas ondulado, casi por efecto de la humedad pertinaz, me
pareció más joven, quizás de unos treinta y pico, que la ausencia
absoluta de maquillaje ayudaba a camuflar de una madurez mayor.
También influía la edad de sus colegas. Pienso que todos son solteros o
al menos sin hijos, como mi amigo muerto, que tuvo varias parejas sin
reproducirse nunca. Esta cualidad les permite a veces emparejarse con
mujeres de la generación siguiente. También yo, al mirarme al espejo, al
afeitarme, no reconozco tanto al señor pelado que me clava unos ojos
como agotados, y después me olvido de su cara, vuelvo a la imagen
interna, de los veinte años, sin anteojos, con un jopo castaño sobre la
frente lisa. Hoy en la computadora apareció al azar de las redes una
foto de mi casamiento por civil, de hace 22 años exactamente. Aún soy
en mi fuero interno esa imagen. Esa ilusión interior, la fantasía de tener
algo adentro que no cambia, habrá producido las diversas
supersticiones de la identidad, el alma e incluso el actual fetichismo del
cerebro. ¿Será eso también el amor? ¿Querer detenerse en la imagen
que uno cree? Una simple creencia. Pero así son todas las cosas que
hacen olvidar el paso del tiempo. Que es una máquina de borrarlo todo.
La creencia, que no es física, que no existe, da una herramienta verbal
para no estar acá, como dice otro amigo que murió y habla sólo en sus
libros, “en la planicie de la vida donde todo se borra y desaparece junto
a cualquier pregunta inoportuna”. Preguntarse por uno mismo, el
“¿quién soy?” de los poetas supersticiosos, sería una forma eficaz de no
estar sometido al borramiento inevitable, es creer que el yo no es una
palabra; pero también las creencias, acaso más que las cosas físicas,
están destinadas a borrarse.

***
El río, antes marrón, adquiere ahora un tono gris en el final de la
tarde. Las dos jornadas de tarea burocrática en el consejo científico no
dejaron el agobio de siempre. Más vale mirar el anchísimo río, que sería
casi el mar, aunque el taxista que me trajo al aeropuerto me contó
sobre los grandes peces de agua dulce que él había pescado desde la
orilla. “Pero no desde acá – me dijo – sino desde la punta cerca de
ciudad universitaria”. Y señaló unos edificios que se asomaban
enfrente, como introduciéndose en el agua. “Ahí donde estaba la villa de
los travestis – continuó –, que era enorme. Muchos travestis, todos
juntos, viviendo en casas de chapa y cartón. No sé si seguirán estando.
Mi hermano, una vez, sacó un surubí de quince kilos.” Mi conocimiento
de la fauna ictícola es escaso, pero no tanto como para no saber que el
surubí es de agua dulce. O sea que esto que miro es un río. De hecho,
según dicen sus algo fanfarrones ribereños, el más ancho del mundo.
La literatura, si existe, debería no repetir esas frases huecas. Pero tal
vez baste con soplarlas en otros tonos, puntuarlas con otro pulso,
sacarlas del sentido y de su absurda quietud.
De los tres postulantes que tengo que puntuar en el consejo, para
que les den, o no, sueldos, prestigio, una gloria vana y una carrera
burocrática de universitario normal, el que escribe las prosas más
banales, más a la moda, menos pensadas, lejos de toda filosofía
inactual, ajeno al más mínimo atisbo de ironía, el que más desprecia la
literatura porque no tiene un objetivo social, digamos, ése es el que
mejor sale librado. Los otros dos, idealistas irredentos que sueñan con
la literatura mundial y con la filosofía romántica, no tienen tanta
suerte.
Y yo, ¿no debería haber tenido otra vida? Es tranquilo y sin olas el
destino universitario, como el río ancho que se va hundiendo en la
negrura de la noche.

***
Contornos que se borran de los árboles verdes después de una
galería, entre columnas que fabrican un cuadro con mis fallas visuales.
Es algo impresionista bajo este sol de otoño, que de repente anima las
conversaciones luego de una semana de lloviznas y heladas. Ayer leí un
fragmento de novela realista, llena de personajes delirantes: un químico
que gasta su fortuna buscando el secreto de las piedras preciosas, que
podría haber comprado sin hacer nada; la esposa renga y devota que
asiste a la catástrofe de la ciencia enloquecedora. No es real ni verosímil
ese dúo amoroso, aunque tal vez lo sea el silencio que muestra otra
comunicación entre ellos. Las palabras que le digo a mi esposa tampoco
parecen realistas, sino cínicas. Siempre la ironía y la imposibilidad de
creer en la estética del matrimonio.
En el silencio, en las exclamaciones, en la absoluta necesidad de
verla que se manifiesta ante la más breve separación, los días de viaje
que parecen eternos, ahí está la prueba de algo, un sistema que no
quiere alejarse de su equilibrio, bailando entre desfiladeros, precipicios.
Estar sistemato le dicen los italianos al casamiento. ¡Ah, esos farsantes
saben bien lo que inventan!
Ahora espero a mi hija que no sabe si sacrificar su niñez reciente
a la ciencia de la física y perderse de hacer otras cosas. Mentalmente,
porque ninguna frase ayudaría, le deseo que no se hunda en lo
absoluto, aunque sé que su humor la salvaría en el más austero de los
laboratorios protestantes. No lo dije, la renga del novelista, la esposa del
químico del absoluto, era católica. El disfraz y la escena deberán serlo
todo. Que no haya otra verdad que la apariencia sin fondo.

***

8-9-2016
He decidido empezar con las fechas y que se vuelva un diario,
esporádico, interminable, este cuaderno rojo y brasileño.
Recién percibí el asombro de dos profesoras serias ante mi
reticencia, ni negativa cínica a participar de proyectos, agrupamientos o
investigaciones. Cada día me llama un poco más la promesa de estar
solo, escribiendo, sin objeto. Y por fin se avecina la ansiada primavera
en los árboles verdes y el cielo azul más hondo, mientras yo me dedico a
transcribir la muerte de tres o cuatro amigos en versos dramáticos, que
son los frutos secos de este año. Las cosas que se rompen me provocan
ahora una angustia novedosa, fuerte y paralizante, nada que pueda
escribirse. No quiero ni acordarme de ese abismo, que aun así resulta
insignificante, pero que reclama acciones abrumadoras, opresivas:
comprar, arreglar, llamar por teléfono. Mejor mirar envíos de la nueva
estación: la chica que atiende el kiosco frente al bar de la facultad sale a
caminar un poco bajo el sol, le habla a un celular mientras sus pasos
giran, hace imaginable una vida sin pensamientos lúgubres. Pero no es
cierta la alegría ajena, la ignorancia de la muerte es más triste que la
muerte.
Una de mis hijas, cuyo nombre y cuyo ánimo son signos de
primavera, recibe ahora su diploma del secundario, y mi ciega
obediencia a una reunión vacía me hace estar en otro lado. Este es el
lado donde se escribe siempre, el campo amarillo, la ciudad universal
de lo que se cree continuo y no es más que un entretenimiento hasta
que llegue lo real. ¿Se puede morir contento? No es más que una
ficción, sólo alguien con excesiva fe en lo que escribía podía pensar que
la alegría de estar escribiendo se transformaba en aceptación de una
muerte futura. Era pura embriaguez, olvido de uno mismo, interrupción
del tiempo de los trabajos odiosos. El borracho cree que va a morir
contento, pero al otro día lo despiertan la resaca y sus obligaciones. El
que escribe cree que la muerte no importa, pero después las páginas no
dicen nada, se aburre de decir siempre lo mismo, adivina la forma de la
insignificancia.
Voy a pedirle un agua a la chica de enfrente, a manejar un rato, a
sacar plata para pagar las cuentas. En resumen, los poemas sin
terminar, el ensayo empezado, estos mismos garabatos, más las
cuestiones prácticas del día, serán una razón para su curso. Absurdo
de escribir: esperando la noche al mediodía.
***

15-9-2016
Un poeta francés cita en inglés y parece decir: “Hoy vi pasar a una
chica jacinto”. Y acá, en esta ciudad extraña llena de árboles insólitos,
al pie de las montañas más altas del continente, muy distintas, muy
remotas, nada que ver con las sierras que caminé y camino desde chico,
acabo de ver pasar a una que podría merecer tal nombre, con un largo
sacón beige abierto, el pelo castaño oscuro, suelto, que se mueve al
ritmo raudo de sus pasos, en la nariz perfecta, aunque no pequeña, un
piercing. Se me queda mirando cuando cruzamos la vista baudelaireana
que es el bien común de toda ciudad: un brillo, aunque después no
llega la noche, el cielo es más azul, el sol más grato. Era una chica
jacinto mendocina, que creció en el desierto y acaso veía en mis ojos
distraídos, pensando en el hotel y en las necesidades del recién llegado,
una invitación involuntaria. Y es bueno en la mañana solitaria, cansado
de la noche en colectivo, sentirse tal vez como un ticket de viaje, o
apenas el asombrado admirador de una flor de jacinto.
En el mito, era un varón, pero para un dios griego o un poeta
inglés barroco la chica también vale. Tan fuerte me miró que me di
vuelta, como no lo había hecho en décadas, hasta verla desaparecer en
la vereda ancha bajo los altos plátanos y el color verde claro. El amigo
francés me contará su infancia, el amor de sus padres campesinos, lo
que sólo él guardaba en su memoria, en lo olvidado y en lo recordado, y
yo pensaré que con él se fue este año una manera única de ver las
cosas, de leer los libros, de mirar cuadros, pero sobre todo una forma
de hablarse a sí mismo. Quedan las obras, vanas formas de la materia
verbal. Y si me invento que hablo de nuevo con él, ¿puede haber otra
cosa? ¿Estoy usando el verso para decir mentiras? ¿Me hago el verso a
mí mismo? Espero que no. Que el poema no tape mi fe en su existencia,
en que existió, y en que valió la pena dedicarle la vida, hasta el último
año y el último minuto, a esa cosa imposible o poesía.
Después de todo, aun la mentira de escribir es un efecto real, y
tras la cita rara apareció en la calle, perfecta, hablándose en silencio al
caminar, la chica jacinto, su nariz perforada de un brillo indiscutible.

***

23-9-2016
El barrio lleva el nombre de un animalito y hace veinticinco años
que lo visito con intermitencias, con cierto desgano. Es una sede de
vanidades sin causa, sin demasiada alegría, de donde huyen pero
también de donde salen algunos que escriben, que nunca dejan de
escribir. En la mesa de al lado, un narrador nacional, que pone
demasiada fe en la historia, anota citas en una libretita. Parece
extraerlas de un grueso libro grisáceo que se acerca mucho a la cara. La
paz de las capitales reina en el bar esta mañana, eso es lo que me
parece anormal, el cascarón de los centros, lejos de la agitación precaria
en las orillas, en las montañas de donde vengo.
Aún tengo en las pupilas el color naranja de las sierras de ayer y
el rosado del colchón de nubes que se mantenía fijo, algodonoso y
pétreo a la vez, debajo del avión que me traía. Me dije, medio dormido,
medio necio: un griego no podía imaginarse esto. Pero, ¿no lo imaginó
alguno, con sus átomos, sus corpúsculos, sus elementos básicos? ¿No
dijo otro que lo ilimitado era el principio de las cosas, cada una
limitada? Baudelaire me despabiló con su cachetada lúcida: el burgués
del presente, escribió, se cree superior a un romano porque viaja en
tren y alumbran sus calles los faroles a gas, pero es incapaz de casi
todo. Por cierto, entre un avión y yo no hay ninguna conexión posible,
no sé por qué ni cómo vuelan, o sólo lo sé abstractamente. Ni siquiera
conozco la naturaleza básica, la pesca, la apicultura, las apariencias de
dioses que eran brillos ocasionales, festivos, para cualquier griego y aun
para el práctico romano, lleno de supersticiones admirables.
Las nubes, mullidas, con aspecto de materia densa, pero hechas
de vapor suspendido, me impresionaron por la irrealidad del paisaje.
Parecía imposible que estuvieran debajo de mí. Y si la poesía es lo que
se ve, ellas eran versos en copos blancos, en botones de espuma, en su
extensión sin destino. El otro que escribía, tal vez, sus clases, sus ideas
de novela, se fue del bar. Ahora puedo mirar lo que pasa, el tranquilo
consumo de los ciudadanos del mundo. Todo me distrae de lo que vine
a hacer, de la tesis sobre poesía simbolista, que increíblemente aburre
con un tema deslumbrante, que deberé evaluar con mi silencio. Espero
que la autora sea tan refinada como su objeto, y que su modo de hablar
tenga todo el estilo, la gracia y el encanto que faltan en sus trescientas
páginas de glosa detallista. Al menos de las citas, cuando alcanzo a
leerlas, aprendí algo: no es malo que la política quiera prescindir de la
literatura y arreglárselas a tiros o a palos. El poeta, a la espera, está
aparte y conserva lo que aloja su deseo: escribir siempre. Con suficiente
obstinación o tontería como para saber comportarse frente a otros dos
rivales, arte – o técnica – y saberes – o manuales – que parecían reducir
o creyeron confinar la literatura al estatuto de crónicas del día. El ritmo
es prueba de haber estado escribiendo y no trasponiendo cosas del
mundo a la ilusión de describirlas. Un inventario no rima ni hace
síncopa. El continuo se resume así: murmullo, prosa, verso.

***

Desde un tiempo inmemorial, en que cabía dentro del bolsillo de


una campera verde de mi padre, mientras viajábamos por la ciudad fría
en una motoneta y yo creo recordar que me paraba en el pequeño suelo
detrás de la carcasa del manubrio, había tenido de mascota, la primera,
una tortuga. Tenía un nombre, por cierto, pero no puedo traerlo ni a la
lengua ni a la mano ni a las sinapsis perdidas de cuarenta años de fijar
denominaciones. ¿Juanita, Manuelita? Algo tan trivial como eso. Ni
siquiera estábamos seguros de que fuera una hembra. Habrá durado
con nosotros más de un lustro, quizás menos de diez años. Pasó del
tamaño de la palma de una mano de niño al de una baldosa del patio
en el que desapareció, cuando yo tenía entre diez y doce años. Tal vez
su llegada se había debido a la pobreza evidente, en un espacio
reducido, un par de piezas, en las que yo había vivido hasta los seis
años, con mis padres muy jóvenes y aún estudiantes universitarios. No
cabían ahí mascotas más exigentes, más dinámicas, más ruidosas. Un
francés anota algo sobre una tortuga verde adquirida en su infancia
desolada de posguerra. Caparazón, para él, significa longevidad, que
significa fidelidad, que significa anhelo de una protección que no se
tiene. La tortuga portátil, muda, de crecimiento lento, adquirió con los
años una manera de demostrar su sentido, acudía al encuentro de la
mano que la acariciaba, parecía responder a su nombre. El instinto de
hibernar la hizo enterrarse debajo de una obra en la casa antigua, ya no
pobre, en la que vivimos de mis seis a mis trece años, exactamente lo
que duró la dictadura militar de entonces. Los cimientos que faltaban
en la pared de principios del siglo XX, supusimos, se solidificaron,
cemento y piedra bola, encadenados de hormigón, encima del sueño de
la tortuguita pertinaz, para un invierno sin fin. La hipótesis más
consoladora, pero menos probable, decía que tal vez se había escapado,
caminando, siguiendo la rampa de madera que los albañiles dejaban en
la entrada de la casa, encima de los escalones de granito blanco que
comunicaban el porche con la vereda. Entonces sencillamente habrá
adoptado otra casa, habrá seducido a otros con la simpatía de su
exotismo, y habrá llegado a la madurez, al medio metro de largo, con los
mismos poliedros de su caparazón, pero aumentados. Si esta hipótesis
fuese algo más que un sueño, todavía estaría viva, sin el nombre que le
daba y que olvidé, fiel a sí misma, protegiéndome del miedo a la muerte,
a la escasez, a la ropa heredada.

***

31-10-2016
Silba, casi ulula afuera el viento en esta primavera
inexplicablemente fría. La biblioteca está colmada de chicos y chicas
que les rezan a sus apuntes: parciales, entregas, juicios del final del
cuatrimestre. Yo me debo algunos pensamientos sobre una nueva
profanación, tal vez falsa. Escribo un libro de poemas sobre conocidos,
amigos podría decirse, muertos. Los hago hablar, exponerse, ironizarse.
Me hago el hamletiano pero sin los vigores del trágico ausente, sin las
virtudes del humorista lejano; mi propia voz finge los falsetes de los
otros, a quienes les incrusto frases que pudieron anotar, con salvajes
extirpaciones de sus restos. Pero si no existen más, ¿de dónde vendría
la bruma culpable? Quizás de la posibilidad de que todo suene falso, del
virtuosismo, de la canchereada poética. Y sin embargo, juraría que me
fue imposible no empezar a escribir esa veintena de parlamentos, de
entrevistas casi oníricas. Y una vez que empecé, me arrebata la emoción
de escucharlos hablar, juego a que viven, revivo cartas, charlas y
testamentos, representan sus vidas y mi estoicismo, por momentos
carente de musa, les ofrece una dote de justificaciones.
Si ellos vivieron con algún sentido, mi propia entrega al juego de
los versos, tras el velo de una sonrisa seria, también será un papel
justo, una actuación aceptable.
Que esto no se confunda con un prólogo: una chica de uñas
pintadas de violeta intenta memorizar sus copias vanas, atravesadas de
verde, y no se puede decir que manifieste un descontento por el lugar
que le toca. Ojalá que pueda encontrarse al fin con la primavera, en
unas semanas, y que no le pase ni cerca del destino de Ofelia, presa de
los varones que la amaron. Su aparición confirma, por la vía negativa de
los varones muertos con los que charlo, que la felicidad no es imposible
o bien, al menos, que la muerte no es el sentido de haber vivido, ni su
conciencia o su anticipación agotan el impulso de estar vivo. Vivimos
juntos ahora, sobre la misma mesa de madera lustrada, y alzamos la
mirada de nuestros papeles, cada tanto, a décadas de distancia, para
referirnos adentro de nosotros, ella, yo, a lo que creemos ser o a lo que
haremos.
Voy a salir a recibir el soplo de un viento absurdo, pero no le creo,
no le otorgaré ningún crédito. ¿Para qué quiero más poemas, si no para
escuchar a los ausentes y que me acompañen, invisibles, en la alegría
visible del momento?

***

Lapachos, creo, de flores violeta, se recortan frondosos,


oscilantes, pletóricos, contra el cielo blanquecino de esta primavera
nublada. Llovió toda la mañana y la sala de lectura de la biblioteca está
casi vacía. De a poco se suman estudiantes, que la disponibilidad de
sillas dispersa. Se esparcen con sus copias como pétalos blancos a
intervalos amplios. Y yo también debería leer, revisar la prosa
intrincada de un filósofo alemán, para rematar las últimas clases del
año. Pero creo que nadie espera ya demasiadas piezas de oratoria
escolar. Se redujo el número de alumnos en las clases teóricas, quizás
ya les resulte insoportable escuchar nada por más de una hora.
Una chica de remera bordó saca su regla para subrayar frases.
Conozco esa ilusión de que se podrá retener algo si se lo marca o se lo
anota. Pero ni nuestros deseos parecen capaces de retenerse a sí
mismos. Lo que se repite no nos pertenece, diría un griego. Ahora ella
abandonó la regla y la birome, el celular la hizo su presa. Pasa los
pulgares de ambas manos por la pantallita. Pasa y repasa algo, lee. Lo
más notable suyo, por encima de una cara armoniosa, cejas definidas,
pómulos marcados, pequeñas orejas – como las de Ariadna cuando
escuchó a Dionisos–, es el rodete improvisado que acaba de hacerse,
como un nudo de pelo castaño que forma un capitoné sin fijadores,
sostenido en sí mismo. Su apariencia revela algo, pero no sé qué. Sin
dudas parece tener un espíritu ordenado, la aristocracia de las
decisiones claras y la intuición de que el mundo deberá responder a su
designio: nacida para ser amada.
Hay una chica rubia y de ojos claros, de aristocracia más
desenfrenada, amiga de las letras, que me viene a la mente, a las
comparaciones mentales e indeseables. Ella espera que diga algo más o
menos filosófico, si viene a la clase, para tengo que releer, entregarme al
enigma de un pensamiento que habré de banalizar, rebajar, porque los
libros no están hechos para ser hablados. Y sin embargo, entre chistes
y asociaciones libres, de lo que no sé cómo decir y de lo que leo podrá
salir una sugerencia, para que la rubia escriba una frase en su
cuaderno, para que muestre los dientes grandes y perfectos que
centellean en el aula como apariciones de algo más.
No aparece una idea, pero la apariencia de una cara y de un
cuerpo, en estado de atención, abre camino a la forma posible de un
pensamiento por venir. “Ponele”, diría ella.

***

24-1-2017
La pausa de las vacaciones parece un purgatorio sin conciencia
de serlo: las bebidas impiden que retorne el deseo de hacer algo que
parezca avanzar hacia una meta. Círculos, pequeños vértigos,
superficies sin incisiones, la playa, la noche, el cuerpo que trabaja con
la ansiedad intacta de una absoluta inutilidad. Antes del purgatorio, la
purgación del trabajo, estaba el noble Sísifo; ahora sólo se trata de
olvidar, negarse a saber que todo esfuerzo es vano. El tiempo no
vacacional, que se acerca día a día, consistía también en la inconciencia
de su vanidad, la de un círculo que se cree línea.
De regreso a casa impone su rigor el clima intensamente
caluroso, “tórrido” sería la palabra exacta. Ahora escribo al amparo del
ambiente refrigerado de un banco estatal, ineficiente en todo salvo en
sus aparatos de aire acondicionado. Creo que deberé pasar dos horas
más acá. Es una piedrita liviana, redonda, para guardar en el bolsillo, el
recuerdo de un trámite imposible, que muy probablemente se
posponga. Hay chicas que vienen solas a esperar; los hombres se van
rápido, no aguantan una hora de meditación introspectiva, no saben
leer y la norma les impide mirar sus teléfonos. Otras chicas acompañan
a sus madres o abuelas, jubiladas que amenizan los minutos
conversando. Ellas tienen mucho de qué hablar, muchas ganas de
hacerlo. El banco es una promesa para las mujeres solas, tal vez
viudas. A mi lado, una chica muy arreglada, morocha, con sandalias
coloridas y de plataformas, shorts de jean cortado, escucha los
comentarios de su madre, que parece una versión alegórica de su
propia cara. El Tiempo juega su carta de triunfo, mortal, en la tácita
comparación de la hija y la madre. Mientras su caricatura, la Espera en
la cola del banco, distrae a los mortales de su único trámite cierto, su
tránsito.
Quizás también Dante confundió la instalación circundante del
sistema bancario, el capitalismo florentino, con un misterio teológico.
La Espera hace pensar que se puede vencer al Tiempo, y ese
pensamiento lleva a la escritura. En la espera sin mayúsculas se asiste
al deseo de escribir. Modestamente lo hago, y no avancé ni un número
en la hilera.

***

Al amanecer o a la mañana, antes de mi verdadero despertar,


tuve otro, sobresaltado. Intentaba gritar, llamar a una figura grotesca,
fantástica, pero no podía, de mi boca salía un sonido ronco, sin
articular, estaba como afónico. Pero mis intentos de gritarle al ser que
se me apareció fueron casi perceptibles. Creo que mi mujer me tocó
para calmarme, entonces supe que no estaba mudo pero también que la
figura a la que debía llamar, tal vez salvar, tal vez resucitar, no existía.
Salvo que el sueño realmente no dependa de un espacio interior, sino
que muestre entidades ajenas, otros que no están en mi cuerpo.
¿Qué era eso a lo que le gritaba sin voz? Lo único que recuerdo
era algo así: un bebé muerto, vuelto a la vida, envuelto en un manto o
capa, encapuchado casi, al que no se le veía la cara. Un bebé, me dije
en el sueño, pero caminaba, o sea que tendría casi dos años, y se iba,
caminaba hacia un peligro inminente. Ahora, en el momento de escribir,
entiendo que volvía a la muerte.
Lo siniestro del sueño fue sin embargo mi impotencia para
gritarle, no la apariencia cadavérica del fantasma infantil. Lo diestro del
sueño fue que proferí estertores reales y desperté a la que dormía a mi
lado y ella me devolvió al mundo de los vivos, que es ésta en que se
puede escribir, que es como hablar dos veces, en susurros y a los gritos.
¿Quién era el aparecido? La única conjetura que se me ocurre: el
embarazo de tres meses que perdió hace dos semanas la novia de mi
único discípulo. No respondí al mail que comunicaba su pérdida: me
quedé sin voz. Pero como la interpretación no es prueba, debe haber
otros seres perdidos en el fondo de mi grito de advertencia, de mi
frustrante llamado de salvamento: la hermanita de mi padre, muerta en
Italia cerca de los dos años de edad, cuya tumba no fui a visitar; el
primer embarazo de mi novia y ahora esposa, antes de todos nuestros
hijos; y quién sabe qué más, los vencidos, los perdidos, los que no
pueden ser llorados con ninguna voz.

***

21-2-2017
Plumines verdes parecen las hojas de unos árboles frondosos que
se mueven con la brisa calurosa de febrero; esperan tal vez la lluvia, la
llaman, tropicalmente le bailan a su inminencia. Terminé un libro sobre
cuatro conocidos que murieron, uno bastante amigo, otros dos algo
menos, uno casi desconocido. Pero los reduje a sus frases, si
escribieron. Tres eran poetas de alguna manera, el cuarto, excepción
que armó el conjunto, se dedicaba a la ciencia sobre el todo, la física,
aunque tenía sus parábolas literarias en un diario de circulación
limitada. Sin embargo, justamente su muerte, ya que era el más joven,
el más cercano a mi edad, desencadenó esa serie de llamados a que
todos hablaran, a que repitieran según mi ritmo sus afirmaciones de
vida. Aunque sé que hay algo turbio en esa utilización poética de los
muertos, no pude evitar escribirme charlando con sus trazos, sus
huellas, sacándoles frases al vacío de sus nombres que ya no designan
un cuerpo.
El verano me encontró pues en la bisagra: enero pertenece al dios
de doble cara. ¿Sigo el libro con poemas más alegres, con anécdotas
familiares y crecimientos múltiples? Entre la necesidad de los poemas
fúnebres y la gratuidad de los más cotidianos, sin embargo, no hay
grandes diferencias. Tampoco las habría entre estas notas y mis versos.
¿Qué significa? Que los mejores planes no se cumplen o sólo llegan a
destino de manera invertida. “El arte debe ser como ese espejo”, según
la cita que le gustaba a uno de mis personajes muertos, mi primer
maestro sobrio de un adolescente excesivamente inspirado; pero, ¿quién
quiere ver su cara todo el tiempo? Lo que sea que haga debería ser
como el espejo de Dionisos, que se rompe en pedazos y da lugar a la
multiplicidad de cosas, seres, climas, piedras. Que el espejo dionisíaco
se rompa y deje ver, entre los destellos de fragmentos que otro dios
provoca, un poco de agua corriendo. Y que la irisación de la luz, los
prismas de cristales rotos, vayan como tiñendo el líquido de un tenue
rojo: sangre que todavía se mueve. Mis amigos deben ahora
conformarse con el goteo de versos, lo que pude verter de ellos en mi
vanidoso poemita. Pero, si este mundo permanece, las chicas que leen,
el ventilador que zumba, la tinta corriendo, los plumajes verdes de
árboles sin nombre, ¿qué importa que yo no esté, nunca más, algún
día?

***

Un ensayo se corta por falta de una cita: el presente es demasiado


apremiante y esconde acaso su juego de palabras, su falsa etimología.
Presiona tanto la información, su antiforma, que tapa esa cita amable,
antigua, perdida en bibliotecas lejanas, que nos hacía falta. Claro que
puedo escribir el ensayo sin el pasaje de Cicerón, que a su vez me había
llegado en una anotación de un amigo, poeta. Pero si escribo sin esa
rareza incrustada entre mis frases dubitativas, ¿no pierde su motivo, su
afecto, mi apego, eso que el presente me lleva a escribir? También
Cicerón era un escritor de circunstancias, pero a nadie le importa ni le
importó nunca Catilina, sino que algo siga llamándome en su pregunta,
en la impaciencia de la apertura ejemplar de su interrogación retórica.
Y es vano el pensamiento de un poema en este día claro en que
empieza el otoño: acá marzo no es cruel, nada se mueve, no hace calor
ni frío, hay poca gente en la biblioteca. La facultad está de paro.
Aprovecharía para leer divagaciones latinas, pero no las encuentro.
Sería un buen momento para escribir cartas, si todavía se usaran. La
cita que me falta sería una carta dirigida a un amigo que no me
contestará. Hace quince años que murió el autor de la instalación, las
cosas, que merecen un intercambio prudente y discreto. En el plan del
ensayo que vendrá, escribí este rezo sin destino: “canéfora que me
hiciste nacer acá, en estos años, venís a decirle sí al más bello destino
sudamericano”. O sea: carpe diem. La suspicacia siempre es
secundaria. Imagen: ganas de escribir, afectarse, aclararse y seguir,
desear las palabras; esto es lo primero.
¿Y hasta cuándo, cuadernito, prolongarás estas impaciencias?
¿Por cuánto tiempo más todavía habrá que transcribir este fervor tuyo?
Me llega el ritmo casi de la infancia: 13 años, Retórica y Prosodia,
vestidas de túnicas suaves, abrían las puertas del tiempo que vivía, y
una chica real me había besado sin demasiada conciencia.

***

18-4-2017
Una llovizna fina cae en el centro de mi ciudad natal, donde visité
el colegio que me alojó durante siete años entre la infancia y la primera
juventud. No recuerdo haber padecido su rigor tradicional, fue más bien
divertido ese período. La más chica de mis hijas mujeres sufre en
cambio su edad, y el escenario de siglos no hace más que acentuar esa
manera dramática de enfrentar a los otros. Le hace falta convertirse en
Antígona, poder hablar y decir su exigencia suprema. Aunque preferiría
que fuese una heroína de novela, orgullosa, que al final encuentre el
amor, el aprecio por sí misma reflejado en la devoción de alguien. Y
están los peligros que aterran el presente, el pánico estimulado
electrónicamente, la perdición de todas las Ofelias que se precipitan
cantando a ciertos pozos privados. No. Será la mensajera de otra
persona, una máscara oriental y pacífica: que su silencio se vuelva
signo.
¿Será que su belleza tan evidente le inocula ese anhelo de las
cosas máximas? ¿Cómo podría resignarse a ser una chica hermosa?
Esto no puede salir del cuaderno.
Hace poco le escribí un poema. Era sobre su voz, que parece
llorar cuando canta, y sobre la canción desoladora que pronunciaba en
su perfecto inglés. No sé el idioma. Busqué la letra y traduje partes para
el poema. Su figura en el conjunto del libro, donde hablan cuatro
varones muertos, se parece a la vida que insiste y sigue, es la vida que
finge locura para poder sostener su íntimo impulso necesario. Yo a la
edad del impulso me empecé a emborrachar regularmente, y probé
varias drogas. Mis padres habrán tenido más miedo que yo, y hubiesen
sacrificado cualquier libro por un poco de paz. Por consiguiente, mi
hijita necesitará escribir, tal vez. Al menos para mí no es una
desconocida, la veo en cada acto y en cada huida como la que siempre
fue. ¿Adivinaré el poema absoluto, hecho de imagen, de caligrafía, de
canciones, de ropa elegida en sueños, que se expresa en su compleja
existencia? Ella es un nudo de ritmos, poesía encarnada en una belleza
adolescente. Su vida no cabe en el alma ni en el discurso, baila, se hace
flexible, se ejercita para llegar al punto extremo. Los planes más
comunes le repugnan. Quiere el punto extremo, la evidencia máxima en
cada cosa que haga. Y no deberé ser el tirano que la castigue con una
regla humana, si ella obedece otras más altas.

***
Mi mujer se subió a su vuelo y yo espero que anuncien el
embarque del mío. El lugar común dice que es mejor: si el avión se cae,
uno de nosotros sobrevive y cuidara a los chicos, todavía. Pero no hay
ansiedad en el aire: apenas si puedo pensar en el sol que ilumina esta
mañana y en la charla de la tarde, en el museo de un típico millonario
argentino, a quien nunca conoceré. Me encontraré entonces
compartiendo la mesa con dos novelistas, uno porteño y otro boliviano,
que llevarán la poesía hierática de los cuadros y los objetos hacia la
noria de los temas, la geografía y la guerra. No sé cómo podré introducir
algún chiste que denuncie sus imposturas de ficción. Pero guardo en la
manga un poema en pseudo-endecasílabos en el que converso con un
viejo pintor cubano, medio chino, cubista y aficionado a las deidades
sincréticas de los afrodescendientes.
Le pregunto qué quiso decir, y no me detengo en el localismo del
tema, sino en los violetas y los verdes que encantan su imagen, en el
sexo de su diosa pintada, en el embarazo de esa mujer de muchas
caras. Aunque lo que más me intriga es una hoja de papel que su
imagen con alas sostiene entre plumas o dedos emplumados, ¿me
invitás a escribir, amigo isleño? Y entre tantas preguntas, en el centro
enigmático de toda imagen, se va armando la vieja confirmación del
adagio: ut pictura poesis. Pero debe entenderse de otro modo, contra
Horacio. No que la poesía deba describir todo lo que se ve o lo que
participa de su relato, ni tampoco que la pintura deba ilustrar lo que se
dijo en poemas y cuentos, sino más bien y sobre todo que ambos
impulsos, el gesto de la mano que pone pinceladas y raspones, el
movimiento raudo de la otra mano que dibuja ínfimos garabatos,
letritas, se dirijan al nacimiento común. La poesía y la pintura se
originan en ese punto indescriptible, no figurable, allí donde la palabra
y la imagen todavía no se diferencian.

***
Así fue. Efectivamente el narrador porteño fabricó una teoría
general, prosaicamente dividida en materia y forma. El boliviano
escribió una ausencia casi completa de reflexión sobre lo que significa
una imagen, salvando las más crasas referencias. Lo abrumaba una
idea de realidad. Confesó que había ido a visitar una cárcel para
“ambientar” su próxima novela. Yo improvisé un señalamiento de
intensidades y cumplí mi papel no narrativo endilgándoles al final mis
versos descriptivos. Cité a Cicerón, repetí la palabra “écfrasis”, era más
de lo que se podía pedir en un evento para entretener a veinte
interesados en esas cosas indeterminadas que se rotulan a sí mismas
para ser arte.
Ahora estoy algo mareado, es raro que me pase después de una
noche de bebida en exceso. Espero poder leer al menos, y caminar un
poco, y soportar la presión del vuelo para el que me faltan seis horas.
Mañana estaré a salvo, pero está muy lejos de mi cuerpo esa orilla.
¡Diosa de la pintura que vi ayer, llevame hasta el otro lado, prometo
publicar tu advenimiento!

***

Un raro desaliento, sin afecto, me invade en estos días cuando leo


un tratado de un crítico erudito, que sabe alemán, griego, inglés,
francés y algún idioma más, y enfrento las erratas de tipeo en griego
antiguo, las palabras de Sófocles deformadas: el tremendo castigo de
ser “apolis”, no tener ciudad, al que se olvidan de ponerle la alfa
privativa. O bien confunden la theta con la ómicron, ni hablar de los
acentos y de los espíritus ásperos o suaves. Pienso en el vacío al que se
dirige el autor, que no se dio cuenta de que ya casi nadie en el mundo
conoce el alfabeto griego. Aunque en verdad se dirige a otros como yo,
que serán millares sumando de a decenas por ciudad donde alguna
escuela reacia a la modernización insistió con el griego. Siempre fue un
idioma raro, un invento del Renacimiento, algo que el mejor escritor
barroco apenas podía sospechar. Y hasta el tan cercano comedor de
opio en Londres hace menos de dos siglos podía ganarse su droga
revisando erratas de griego, con un ojo excepcional para tantos acentos
y puntuaciones altas y dobles vocales o grandes diferencias entre
mayúsculas y minúsculas. En el libro que leo, pienso en un punto que
el traductor no es el culpable, que las letras griegas quedaron en las
manos de diseñadores y que fueran cargadas en programas
complicados donde hay que insertarlas, hasta que encuentro una nota
al pie, donde el traductor argentino demuestra su reciente arribo a la
alta cultura – y es una prueba melancólica para cualquiera de estos
lares. Dice ahí que “esticomitía” es un neologismo a partir de dos
palabras griegas y que lo habría inventado nuestro erudito del siglo XX
europeo. Ay, recuerdo mi proyecto de hacer esticomitías, versos que se
responden, cada uno dicho por un personaje, parlamentos de una frase
sola, un verso por voz; esos momentos álgidos de enfrentamientos entre
opuestos, Antígona y Creonte, Edipo y Tiresias, tantos otros. Pensando
en el fin de los tiempos del clasicismo, termino este cuaderno brasileño.
Pero es tan sólo un inmenso hemistiquio, la otra mitad del verso habrá
de estar en un cuaderno nuevo, de otro origen. Esto es una cesura, no
un encabalgamiento.

Fin del cuaderno

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