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Setenta días en Rusia. Lo que yo pienso
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Setenta días en Rusia. Lo que yo pienso

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La Revolución rusa contada por el secretario general de la CNT en 1929

A Ángel Pestaña, defensor infatigable de los obreros así como de las teorías económicas y sociales más audaces, tenía que haberle seducido el sistema instaurado en Rusia en octubre de 1917... Pero no fue así. Después de asistir en Moscú al II Congreso de la III Internacional en representación de la Confederación Nacional del Trabajo —y conocer a Lenin, Trotsky o Grigory Zinoviev— escribió, para informar a los sindicatos de la CNT, Setenta días de Rusia. Lo que yo vi (editado por Almuzara). Si en aquel volumen narraba lo vivido con el acento en las realidades del bolchevismo, en el presente libro Setenta días de Rusia. Lo que yo pienso realiza una reflexión de la tiranía moscovita, de la dictadura implacable de Lenin y sus camaradas, así como de los crímenes y los descomunales errores que se estaban cometiendo en Rusia en nombre de la libertad del pueblo.

«La revolución según mi criterio, no es, no puede ser, la obra de un partido. Un partido no hace la revolución; un partido no va más allá de organizar un golpe de Estado, y un golpe de Estado no es una revolución».

El resultado de ambos títulos es un twin books sobre la realidad política y social rusa donde Pestaña evidencia la falta de adhesión política de un pueblo frustrado por la falta de alimentos, la escasez de recursos con que calentarse y por la política de la Checa y otras instituciones autoritarias. Tanto es así, que leemos en un momento que «las revoluciones existen para los pueblos y no los pueblos para las revoluciones». Quien fuera secretario general de la CNT (1929), fundador del Partido Sindicalista (1932) y diputado en Cortes Generales por la provincia de Cádiz en 1937 pasaba a formar parte de los desengañados del bolchevismo como Koestler, Silone o Rosa de Luxemburgo. Por ello, el presente texto se erige como un libro imprescindible en el que el gran «periodista obrero» se convierte, por derecho propio, en uno de los grandes teóricos libertarios.
LanguageEspañol
PublisherLid Editorial
Release dateMay 3, 2018
ISBN9788417558536
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    Setenta días en Rusia. Lo que yo pienso - Ángel Pestaña

    PESTAÑA, HISTORIADOR OBRERO: REVOLUCIÓN RUSA VERSUS DICTADURA DEL PROLETARIADO

    De nuevo tiene el lector en sus manos un texto sobre la Rusia posrevolucionaria firmado por Ángel Pestaña, el anarcosindicalista leonés reconocido como dirigente de primera fila en las luchas obreras barcelonesas desde los años posteriores a la Primera Guerra Mundial, y cuyos textos teóricos o, simplemente, autobiográficos han merecido la categoría de clásicos en el dilatado listado de la literatura obrera que forman los escritos de los militantes y dirigentes anarcosindicalistas más destacados. Setenta días en Rusia. Lo que yo pienso, el de ahora, fue publicado sin fecha, probablemente en 1925, y en Barcelona por Editorial Cosmos y, a continuación, por la Librería Española del impresor Antonio López, ambas de dilatada historia en la edición catalana de los años veinte. Setenta días en Rusia. Lo que yo pienso, forma una unidad y el mismo título así lo subraya, con Setenta días en Rusia. Lo que yo vi, el libro anterior del mismo Pestaña, que fue publicado en el año 1924 y que ha sido reeditado ya por Almuzara en el año 2018.

    Ángel Pestaña había marchado a Rusia en 1920 con el encargo formulado en el Congreso de la Comedia de Madrid, en diciembre de 1919, de representar a la Confederación Nacional del Trabajo. Después de un viaje azaroso, asistió en Moscú al II Congreso de la III Internacional y a las reuniones preparatorias de la Internacional Sindical Roja. Y, después de un viaje de regreso asimismo largo y difícil, Pestaña se dedicó a informar a los sindicatos de la CNT sobre el encargo recibido. Los frutos fueron, primero, la Memoria presentada al Comité de la CNT y, a continuación, los dos libros destinados a sus afiliados y, en general, al público interesado en temáticas sociopolíticas. Fue el mismo Pestaña quien definió la relación entre Setenta días en Rusia. Lo que yo vi y Setenta días en Rusia. Lo que yo pienso y el responsable de informar acerca de la característica división social de su contenido y función divulgadora. En el primero decía Pestaña haber narrado lo vivido con el acento en las realidades que había considerado «de más interés para el conocimiento de la Rusia soviética y del Partido que la [gobernaba]». En el segundo —Setenta días en Rusia. Lo que yo pienso— se disponía en cambio a «criticar y analizar» la realidad posrevolucionaria «según su pensamiento» y de tal manera que «a la labor de exposición [seguiría] la de crítica».

    Más allá de esta condición complementaria y quizás por coerción de la lógica militante que rige los escritos de Ángel Pestaña —un anarquista procedente de León, relojero de profesión y periodista obrero autodidacta— el inicial repartimiento temático resultó alterado y el tema de cada uno de estos dos libros se entrometió en la materia que inicialmente les había atribuido a ambos su propio autor. El resultado es, a pesar de todo, una particular especie de twin books en los que la inicial división de sus contenidos prevaleció junto a la intensidad del relato sobre la realidad política y social rusa. En efecto, el discurso inicial, el que debía versar sobre lo visto en Rusia, se detuvo con impresionista intensidad periodística en los problemas de la vivienda, de la instrucción pública, de la política de abastecimientos o en la organización de los sindicatos y de las cooperativas rusas. Pestaña aderezó los frutos de esta observación con incisivas consideraciones sobre la escenografía revolucionaria, hecha con «trucos y genialidades en los que —según el autor— [eran] verdaderos maestros los bolcheviques» (Setenta días en Rusia. Lo que yo vi, Madrid, 2018, p. 74). En su interpretación, tal escenografía servía para ocultar la evidente falta de adhesión política de una población frustrada por la falta de alimentos, por la escasez de recursos con que calentarse y por la política de la Checa y otras instituciones bolcheviques igualmente autoritarias. Como colofón, Pestaña subrayó con insistencia los criterios anarquistas defendidos ante Lenin cuando ya finalizaba el Congreso de la Internacional y en una entrevista requerida personalmente, según el cenetista leonés, por el dirigente bolchevique, a quien no cuesta imaginar fuertemente interesado en el radicalismo radical y la violencia revolucionaria de las luchas sociales catalanas de los años 1919-1923. Basándose en «lo visto y observado en Rusia», Pestaña le «confirmó» a Lenin sus «convicciones» y, una vez en Barcelona, le confió al papel un inquieto interrogante: «¿[Estaríamos] equivocados los anarquistas en los aspectos fundamentales de nuestra doctrina?» (ibídem, pp. 194-195).

    Contra todo pronóstico que el lector pueda haberse formado tras el impresionismo ideológico con que Pestaña cerró sus primeros Setenta días en Rusia. Lo que yo vi, en el segundo texto se mostró mucho más analítico y, tras dibujar las convulsiones que venían agitando Europa desde el finales del siglo xviii, acopló en esta panorámica general la realidad posrevolucionaria rusa. Reivindicó, primero, la trascendencia de una Revolución rusa que había acabado con el régimen zarista y estableció, después, una tipología revolucionaria contemporánea. Ésta situaba en un terreno superior a la Revolución francesa, la que más que «política» había sido «humana» y por ello merecía los calificativos de «revolución verdadera» y «revolución universal» (Setenta días en Rusia. Lo que yo pienso… Op. Cit., p. 119) por haber respondido a las «necesidades que Francia y los demás pueblos sentían entonces» (ibídem, p. 12). La tipología revolucionaria de Pestaña relegaba en cambio a la categoría de lo que él llamaba «revoluciones intraterritoriales» las que no eran más que cambios políticos acaecidos durante las décadas de los años 1910-1920 en Portugal (1910), China (1912), Turquía (1922), Grecia (1925 y 1926), Alemania (1919) o Austria-Hungría (1919 y 1918, respectivamente): sin «operar una modificación sustancial de las normas políticas ya conocidas» habían instituido meros regímenes republicanos y habían vaciado de contenido el modelo francés, el que, según Pestaña, todavía era «el molde, grandioso un día, que para la humanidad [había conformado] el pueblo francés» (ibídem, p. 10).

    Pasado el umbral de la tipología política de base, Pestaña pasó a acometer una historia anarquista de la posrevolución rusa por la que desfilaban los protagonistas de una transformación que, haciendo de «la necesidad revolucionaria» una especie de «maquiavélica razón de estado», parecían haber olvidado que «las revoluciones existían para los pueblos» y no «los pueblos para las revoluciones» (ibídem, p. 8). El hecho no es baladí porque casi nunca o nunca se ha reivindicado para este texto pestañista su innegable condición como historia del proceso posrevolucionario. Y, en efecto, Setenta días en Rusia. Lo que yo pienso es una verdadera historia en la que Pestaña proclamó la necesidad de «constreñirse al hecho y al objeto» para recoger «sus enseñanzas» y evitar que los lectores, los trabajadores españoles, ignoraran que, a pesar de «sus defectos y sus virtudes, sus aciertos y errores, sus violencias y crueldades», la Revolución rusa había sido uno de los «acontecimientos más trascendentales» del siglo xx. Pero, no es que Pestaña defendiera la «dictadura del proletariado» y su trágica historia o los «conflictos de orden moral» que trajo consigo la «desorganización del Antiguo Régimen» (ibídem, p. 255). Según la dinámica de estos conflictos morales, la situación de hambre, miseria y privaciones así como el choque evidente entre el autoritarismo bolchevique y los intereses del pueblo ruso habrían de inspirarle a Pestaña inquietantes comparaciones con contextos que el texto iguala a las de aquellos «[galeotes] de los tiempos pasados, que [atados] al banco en que se [sentaban] para remar, [tenían] su suerte siempre ligada a la que siguiere la embarcación de la que [eran] simple instrumento» (ibídem, p. 69). Nunca a su propia voluntad.

    Para Pestaña, la Revolución rusa todavía encerraba, sin embargo, posibilidades más o menos inminentes. Consecuente con aquella evolución revolucionaria cuyos criterios quizás continuaran siendo los formulados por primera vez en Setenta días en Rusia. Lo que yo pienso, Pestaña se erigió en defensor de los protagonistas más acosados por la penuria económica y menos beneficiados por el bolchevismo y apostó por la superación de las estructuras políticas del Estado: «Los pueblos, en su lenta y trabajosa ascensión hacia estructuras sociales superiores, han de prescindir del factor Estado, si quieren con toda potencia alcanzar un ideal de justicia y de convivencia fraternal. Si como hasta el presente, no saben vencer errores seculares, irán de Escila a Caribdes, saldrán de una tiranía para caer en otra, se sacrificarán inútilmente. Hacer revoluciones para reemplazar un Estado por otro es la mayor locura que aqueja a la humanidad» (ibídem, pp. 272-273). «Detenido el impulso del pueblo y desviado de la trayectoria que en el primer momento se trazara y que había de conducirla al comunismo libertario, lo menos que puede pedirse es que [la revolución] se mantenga bastante próxima a él, que no se aleje demasiado» (ibídem, pp. 277-278). Lo más sorprendente quizás fuera que, interrogándose a sí mismo por la ulterior fecundidad de los esfuerzos realizados, no dudara en apostar Pestaña por una «República federal democrática, muy democrática [y] con tendencias socialistas tan acusadas, que harán imposible una completa restauración capitalista» (ibídem, p. 277).

    La naturaleza del discurso político que Pestaña formuló en Setenta días en Rusia. Lo que yo pienso lo alejaría definitivamente y, al menos en este libro, de lo que hemos dado en llamar en esta misma introducción el impresionismo ideológico de sus primeros Setenta días en Rusia, el libro anterior. Desde los años 1917-1919, cuando estuvo al frente de Solidaridad Obrera, el portavoz periodístico de la CNT, no hubo duda respecto a sus dotes como periodista obrero y, en atinadas palabras del historiador estadounidense Gerald H. Meaker, Pestaña formó equipo con Salvador Seguí a pesar de que no fueran demasiado cercanos. Pero, mientras Seguí, el Noi del Sucre, era un «orador carismático», Ángel Pestaña sobresalió enseguida como un «periodista obrero» poco habitual (G.D. Meaker, The Revoluctionary Left in Spain, 1914-1923, Stanford, 1974, p. 151). Algo más tarde, en 1924-1925, el periodista obrero había entrado ya en el territorio de los teóricos libertarios, en el de los clásicos, cuyo estilo y desarrollo habían establecido ya los internacionalistas apolíticos del siglo xix español. Paro Pestaña manifestó, además, un sentido estratégico que le permitió hacer frente a las críticas que desde el purismo anarquista acabarían por dirigirle aquellos correligionarios revolucionarios suyos todavía encandilados por el paradójico entusiasmo que, a pesar de distancias políticas y de evidencias sobre la represión de los libertarios rusos, les continuaría inspirando la Revolución rusa. Un entusiasmo que de manera tan convincente estableció hace muchos años ya un incisivo artículo de Josep Termes en la revista catalana Serra d’Or (diciembre de 1967). Pestaña lo había dejado atrás con el viaje a Rusia y este libro así lo demuestra.

    Susanna Tavera

    Universitat de Barcelona

    A MODO DE PREFACIO

    En las páginas que el lector tiene ante su vista, dedicadas a estudiar objetivamente la Revolución rusa, hemos procurado observar la más rigurosa imparcialidad, pues aparte de que nada hay definitivo en la evolución políticosocial de los pueblos, el que un hecho determinado haya de servir como punto de partida para llegar a formas de organización superior obliga a mantenerse en un terreno de severa ponderación.

    Uno de los deberes más arduos de cumplir, al parecer inaplazables, es el de exponer las enseñanzas que de la observación del hecho ruso se hayan recogido. No se nos escapa lo difícil que es vencer apasionamientos y parcialidades partidistas, hallándonos tan próximos al acontecimiento, a la conmoción. Sin embargo, hemos de serenar a nuestro propio estado anímico para conseguirlo. Las deducciones que hagamos de cuanto vimos, de sus posibles y probables derivaciones, del alcance y trascendencia que puedan tener, han de ajustarse a la imparcialidad más rigurosa. De no ser así, de no mantenernos dentro del círculo de independencia que la exposición de esas observaciones reclama, cometeríamos un error sectario. Que luego cada cual saque las conclusiones

    que más convengan a sus fines de partido nada importa a nuestro propósito de acercarnos a la verdad, interpretarla y difundirla. La severa exactitud al enjuiciar los hechos quedará recompensada con el deber cumplido, primero, y después con la contribución aportada en beneficio de multitud de personas que buscan una directriz para sus ideas sobre la Revolución rusa.

    Establecemos, pues, desde este momento, una separación entre las ideas que defendemos como propias y la objetividad del estudio crítico que emprendemos. Porque, ¿qué adelantaríamos tergiversando o escamoteando la verdad si después los acontecimientos vinieran a desmentirnos? Si ocurre algo de esto, no será por falta de sinceridad.

    Sabido es que en la mayoría de los escritores y polemistas que se ocupan de los problemas creados por la Revolución rusa, existe una desviación de pro y contra. Para nosotros sería estúpido acrecentar esa desviación.

    Hoy mismo, mucho de lo escrito sobre la Revolución rusa está fuera de circulación. Nadie lo acepta como veraz y menos como imparcial. ¿Imitaríamos a sabiendas a quienes propalaron versiones amañadas? ¿Querríamos ser sus continuadores? De ninguna manera. Antes romperíamos la pluma. Verdad es que por ello las cosas quedarían cómo están; pero no aumentaríamos la confusión existente, no exacerbaríamos las pasiones, ventajas no despreciables en estos tiempos en que tantos escriben con miras poco honestas.

    No dejarse arrastrar por la vorágine, por el torrente de impetuosas pasiones, por el halago del aplauso de los bienquistos o de los disconformes absolutos, y mantenerse equidistante de unos y otros, es labor ardua, hasta un poco peligrosa; pero siempre la más acertada para crear un ambiente favorable a la cause revolucionaria.

    La Revolución rusa, con sus defectos y virtudes, sus aciertos y errores, sus violencias y crueldades, es uno de los acontecimientos más trascendentales ocurridos en lo que llevamos de siglo. No puede hablarse de ella por capricho, ni dejarse al arbitrio de la imaginación. Hay que constreñirse al hecho y al objeto.

    A medida que el tiempo pasa, que los días en su inescrutable devenir nos separan de aquel acto, de su iniciación y culminación revolucionaria; a medida que, acompasadamente, nos remontamos en el tiempo y la perspectiva se hace más precisa, nos vamos convenciendo todos de la importancia del sacrificio del pueblo ruso. A través del cendal que los días le tejen, vemos dibujarse ya la silueta del porvenir, aunque algo borrosa aún en las brumas que restan del pasado.

    El miedo y el temor en unos, y en otros la confianza y el deseo, desfiguraron en parte aquel acontecimiento. Y mientras que los actores todos del gran drama se debatían en luchas cruentas para forjar un ideal que los guiara, los que no intervinimos ni aun como comparsas, los que, más gráficamente dicho, fuimos curiosos apasionados, nos entretuvimos en forjar una revolución a nuestro gusto, a nuestra medida y tamaño, como si estas grandes conmociones de los pueblos pudieran hacerse a gusto de cada uno y no fueran como en realidad son. Por eso, las gentes de orden, los bien avenidos con una organización social inhumana, hecha a «troquel», donde las pasiones y la personalidad del individuo han de grabarse según la figura troquelada y no como ella sea en sí misma, han hecho de la revolución el espantajo, el «coco», el amedranta-bobos, y al igual que los cristianos se entretienen en cargar sobre las espaldas del diablo todos los contratiempos que al hombre ocurren, así ellos cargan a la revolución todas las tonterías y ridiculeces imaginables.

    Asimismo los que atribuyen a la Revolución rusa todas las bienaventuranzas y se empeñan en que los demás aceptemos como artículo de fe, como cosa intangible e indiscutible hasta las más graves equivocaciones, caen en parecido error. A pretexto de «la necesidad revolucionaria», que viene a ser algo, según se usa, como la maquiavélica «razón de Estado», nos invitan a aceptar sin discutir, a propagar sin examinar, a dar por bueno sin discernir, todo lo que en Rusia se ha hecho, como si los pueblos existieran para las revoluciones y no las revoluciones para los pueblos.

    Tanto lo que dicen los unos como lo que dicen los otros es el producto de parcialidad manifiesta, el criterio de quiénes cierran los ojos para no ver, o el de los que los abren demasiado para deslumbrarse. Es decir: criterio de ciegos y ofuscados o de interesados en mantener sus mutuos convencionalismos que son los que más abundan.

    Colocarse por encima de este nivel es nuestra aspiración al redactar estas páginas pues sólo así podremos apreciar el alcance de la revolución, comprender su significado y lo más importante: verla tal cual es en sí misma y no como nosotros querríamos que fuese.

    APRECIACION Y CONTRASTE DE LAS REVOLUCIONES

    Cuando un pueblo está descontento del régimen de gobierno a que le someten sus instituciones, descontento que puede provenir de infinitas causas: exacciones intolerables, impuestos excesivos, abusos de los poderes moderador, legislativo y judicial, tropelías autoritarias, triunfo de camarillas cortesanas y políticas que impiden se manifieste la voluntad del país, corrupción en la administración de la hacienda nacional; cuando, en fin, el favor pospone a la justicia, la arbitrariedad a la ley, la influencia a la razón, la tiranía a la libertad; si este pueblo se subleva, toma las armas y derroca el régimen que le oprime y esclaviza, ha hecho una revolución o, por lo menos, ha intentado un cambio de las instituciones políticas que le gobernaban.

    Es indiscutible que la permutación de un régimen por otro que subvierta las normas seguidas hasta entonces, así como la sustitución de las instituciones o de unas personas por otras, es lo que corrientemente suele llamarse una revolución.

    Lo que deja de ser corriente y común, por romper el marco convencional donde esas revoluciones acaecen, es realizar una revolución tipo, una revolución fundamental y de tendencias universales.

    Si tomamos como ejemplo lo ocurrido en el terreno religioso con el cristianismo, nos hallaremos con muchos cismas pero con una sola revolución religiosa: la Reforma.

    Algo parecido ocurre en el terreno político: los cismas son muchos, pocas las evoluciones. El hecho de suplantar una república o una monarquía, más que una revolución en el estricto sentido de la frase, y que una transformación profunda, completa y radical, más que anulación de valores viejos y creación de valores nuevos, es un cambio de rotulaciones en el régimen social. Con alteración y mudanza de altos funcionarios del Estado. Hechos que se suceden dentro de esos moldes y estructuras que sólo rompen las grandes revoluciones, los verdaderos cataclismos. Ocurridos en determinados periodos de la historia. Sistemas políticos pues revoluciones parciales ocurren muy a menudo sin que hagan vacilar siquiera los puntales de la sociedad. En pocos años han cambiado de régimen para transformarse en repúblicas Portugal, China, Turquía, Grecia, Alemania, Austria y Hungría. Y algún otro país de menor entidad. Pero las revoluciones intraterritoriales de estos países, los triunfos de esos cismas nacionales, no han traspuesto sus fronteras. No han creado nada nuevo, no han aportado nada. Susceptible de operar una modificación sustancial de las normas políticas ya conocidas, esas revoluciones se han vaciado todas en el molde grandioso un día que para la humanidad conformo el pueblo francés.

    Aquel campesino que tan magistralmente nos describió a Bruyere al condenar el régimen feudal imperante; que se mantenía de raíces, que arrastraba su miseria por los caminos y carreteras, que no se distinguía de las bestias por su suciedad y abandono; aquel campesino, al tomar las armas, hizo una revolución para él, pero hizo, también, una revolución para los demás.

    La Revolución francesa, la gran revolución del año 1793, más que francesa fue humana, más que de un pueblo fue de todos los pueblos, más que de una nación fue de todas las naciones. El descamisado que cantaba La Marsellesa, el sans culotte, que paseaba su gorro frigio y su banda tricolor a través de todo el mundo y en todas las latitudes, transformó lo que las leyes llaman el régimen jurídico de la tierra; proclamó unos derechos que han sido adaptados a todas las constituciones de los pueblos; dio humano sentido al pacto de las clases sociales con su ansia de libertad, que ha sido el norte político de los pueblos durante más de un siglo.

    Y porque transformó y subvirtió sustancialmente todas las normas de relación de convivencia social entre los hombres, es por lo que la Revolución francesa es una revolución verdadera, es una revolución universal. Al modificar el régimen jurídico de la tierra y las relaciones sociales entre los hombres, da lugar a un nuevo aspecto de la civilización. Abriendo ancho cauce al pueblo, acaba con las razas privilegiadas y con el aristocratismo del nacimiento y de las armas, dando paso al del dinero, y en parte al de la inteligencia, que es el llamado a triunfar definitivamente.

    ¿Han hecho algo parecido la Revolución turca, la Revolución china, la alemana, la griega, etc., etc.? No. Por el contrario, todas estas revoluciones se han vaciado en el molde de la Revolución francesa, aceptando sus principios, sus normas, sus métodos y sus enseñanzas. Pero los moldes de esta revolución, en los que todos los pueblos vaciaron sus constituciones políticas posteriormente, habrían de resultar pequeños con el tiempo. Era de esperar, pues, que en un pueblo cualquiera, en una latitud indeterminada e independientemente de las revoluciones nacionales, surgiera otro tipo de revolución, como corolario de la evolución del pueblo.

    No puede negarse la necesidad de una honda transformación político-social. Si así no fuera, habría que negar toda evolución, desesperar de todo progreso, declarar que la humanidad camina fatalmente hacia su desaparición definitiva, pues todo lo

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