S. Kierkegaard ha introducido en el pensamiento filosófico la
idea de una repetición (1) espiritual, por la cual la decisión radical del sujeto libre afirma la novedad absoluta de la existencia personal y recrea el entero orden real mediante la asunción de lo otro en la propia identidad espiritual.
Esta idea de repetición –entendida en el sentido que nuestro
autor ha querido darle– no significa la producción inmediata de acontecimientos exteriores, como si se tratase de un arte de magia destinado concretar a las fantasías subjetivas (2). Tampoco ella designa, conforme a la interpretación dada por algunos autores postmodernos, el intento de repetir al infinito la mala finitud de un flujo indetenible. Así, por ejemplo, para J. Caputo, “la repetición kierkegaardiana es el primer intento ‘postmoderno’ por tratar de resolver el flujo, el primer intento no de negarlo ni ‘reconciliarlo’ metafísicamente, sino de permanecer en él, de tener el ‘coraje’ para el flujo” (3).
Según esta idea, la repetición propuesta por nuestro habría
contribuido al desplazamiento de la metafísica del ser y la presencia en favor de un “inter-esse” siempre en devenir, revelador de la pobreza de la existencia humana (4) y consecuente con la afirmación de un eterno retorno sin meta suprema de Unidad (5). En esta línea de interpretación, Kierkegaard terminaría siendo el pariente más próximo de Nietzsche, y ambos habrían vencido la ficción de una eternidad ya insostenible (6). Sin embargo, entiendo no es éste el sentido que Kierkegaard ha querido asignarle a una repetición que significa para él la posición absoluta del orden real por la superación trascendente de la subjetividad afirmada delante de Dios. En el pensamiento de nuestro autor, ella indica la tarea más ardua de la libertad: su propia acción en tanto determinación ético-metafísica de la subjetividad, sucedánea –según H. Höffding– de la mediación hegeliana (7), y operadora de una presencia total ante sí mismo, los otros y el Otro. Sobre esta noción nos pronunciaremos en las páginas siguientes.
La repetición: segunda potencia de lo real
La repetición kierkegaardiana se propone como una nueva
categoría, en la cual se cifra ”el interesse de la metafísica y, al mismo tiempo, el interés en el que la metafísica naufraga; la repetición es la palabra de orden de toda concepción ética; la repetición es la conditio sine qua non de todo problema dogmático” (8). El interés central de la metafísica consiste, para nuestro autor, en el enlace entre lo ideal, lo necesario, lo eterno y lo fáctico, lo contingente, lo temporal (9). Conforme con tal interés, la repetición kierkegaardiana dará cuenta de esta unión, pero no lo hará en función del orden especulativo –abstracto y conceptual–, sino de la realidad ético-metafísica del espíritu humano, vale decir, en función de la libertad, que decide en la fe la realidad trascendente de la existencia.
Lo repetido –esto es: lo re-asumido, re-tomado, reduplicado o
bien reflexionado interiormente– es una realidad tan vieja como nueva; algo que ya existía, pero empieza a ser de nuevo (10) por la recreación del espíritu libre. En este sentido, asegura nuestro autor, “la vida es una repetición” (11), cuyo comienzo absoluto exige estar de vuelta, mediante la reflexión total de la subjetividad posible en la afirmación actual y necesaria de sí misma, por la cual queda transformado el universo entero. Conforme con esta idea, J. Colette explica la repetición como el movimiento por el cual la existencia somete su posibilidad a la necesidad interior, escapando así al determinismo fatalista (12) y asegurando una presencia eterna que sostiene el orden real. Sin esta regeneración espiritual, concluye Kierkegaard, no se vive jamás (13).
El existencialista danés confronta su concepto de repetición
con el antecedente griego y moderno de la misma. En el pensamiento clásico, la repetición pretende efectuar la recuperación del pasado por la reminiscencia de una realidad eterna inmanente a la subjetividad (14). En el pensamiento moderno, en cambio, la repetición no constituye un movimiento real, sino la permanencia en la inmanencia lógica que mediatiza todos los términos en la indefinición conceptual (15). Mientras los griegos concebían la existencia como el eterno retorno de lo mismo; el pensamiento abstracto reproduce al infinito una tautología racional. Es por eso que, para Kierkegaard, tanto la estética clásica como la especulación moderna naufragan en el escollo de la repetición y son incapaces de concebir su dimensión existencial.
En oposición a ambas concepciones –inmanentes y
abstractas– el pensamiento kierkegaardiano sostiene que “la repetición es y siempre será una trascendencia” (16), y esto significa que ella define el devenir ético-religioso de la libertad, correspondiente con esa nueva realidad que comienza en el salto absoluto de la fe. Ni en el ámbito de lo estético ni en el de la legalidad ética general hay repetición, porque precisamente ésta se produce con el salto absoluto de la acción libre. De aquí que su paradigma sea Job, quien supo esperar contra toda esperanza. Cuando lo inmediato le aseguraba una pérdida total, Job creyó en otra posibilidad, y por su fe recuperó más de lo perdido (17).
La enorme relevancia y la múltiple significación del concepto
que describimos aquí inducen a Kierkegaard a detenerse en su sentido. Efectivamente, explica él, su noción “aparece por todas partes: 1) Cuando yo debo obrar, mi acción existe antes en mi conciencia como representación o idea; de otro modo obraría sin reflexión, cosa que en absoluto es obrar; 2) desde el momento en que debo obrar, me presupongo en un estado originario íntegro. Ahora viene el problema del pecado. Aquí se trata de otra ‘repetición’, porque entonces debo retornar a mí mismo otra vez; 3) al fin, la verdadera paradoja, por la cual yo me convierto en ‘Singular’; porque si permanezco en el pecado considerado como la condición general, allí se da sólo la repetición número 2” (18). Intentaré brevemente precisar los sentidos contenidos en el presente párrafo.
Siguiendo el texto precedente, podemos decir que la
repetición es, en primer lugar, la realización concreta de lo pensado, presente incluso en el Ser divino, porque “si Dios mismo no hubiese querido la repetición, el mundo nunca habría comenzado a existir” (19). Lo que otrora fuese el contenido de la representación intelectual, se repite luego como causa ejemplar de la acción y forma inmanente de lo creado.
En segundo lugar, y ahora en el dominio de la subjetividad
existente, la repetición descubre la culpa de la libertad en relación con un estado de integridad originaria e ideal. Conforme con ella se produce la primera reflexión interior, en la cual el espíritu advierte el elemento negativo que contradice su ser a la vez que lo impulsa hacia una posible recuperación. Por esta primera reflexión, afirma Kierkegaard, “el hombre es arrancado de la relación inmediata con Dios; y, por eso, antes es necesario un movimiento de reflexión, por el cual él sea llevado tan lejos, que la Providencia pueda agarrarlo fácilmente. En nuestros tiempos, los hombres permanecen en la primera reflexión, es decir, en la reflexión en la que están fuera de la relación inmediata a Dios: por eso Dios y el hombre no llegan jamás a entrar en contacto” (20).
La primera reflexión rompe la relación inmediata entre la
subjetividad y el mundo fáctico, y enfrenta al yo con el vacío de su propia nada. Sin embargo, tal situación es sólo la condición sine qua non de una segunda reflexión, obediente al principio de la inversión de los contrarios, según el cual lo positivo coincide con la negación. En función de este sentido inverso y reflejo, nuestro autor asegura que “la relación dialéctica [con Dios] en cierto sentido comienza con la nada, y sólo en un segundo momento viene Dios. Cuando no dispongo de ninguna realidad inmediata debo siempre dar por mí mismo el primer paso” (21). cuando el primer paso descubre la nada, Dios obra lo que resta.
Hasta aquí, la repetición se mostró como un movimiento de
sustracción, que aparta al hombre de lo finito, arrojándolo a su interior abstracto y vacío. La subjetividad aprehende en esta primera repetición la excelsa educación de lo infinitamente posible, pero no llega a dar el salto de lo posible a lo real, y permanece aún en el latido oculto de su gestación. Separada del contacto inmediato con el mundo y enfrentada al fondo más profundo de su fantasía, la libertad descubre la infinita posibilidad de su poder, pero hará falta una nueva repetición para que ella arriesgue el salto de la decisión real.
La decisión es así el tercer sentido –analogado principal– de la
repetición kierkegaardiana, que nuestro autor explica de este modo: “entonces surge la libertad bajo la forma superior en la cual ella está determinada por relación a sí misma. Aquí todo se produce nuevamente, y se ve aparecer lo directamente contrario del primer punto de vista. El interés supremo de la libertad es precisamente entonces provocar la repetición; todo lo que ella teme es que el cambio tenga la fuerza de turbar su esencia eterna. Aquí surge el problema: ¿la repetición es posible? La libertad misma es ahora la repetición” (22). El hecho de que la libertad cumpla el sentido propio de la repetición significa que es ella el sujeto y el objeto, el acto y el contenido, el principio y el fin de la reflexión interior, vale decir, el repetir de su posibilidad originaria en su novedad actual, la idea consciente de sí misma recreada de la nada por la pura acción espiritual.
La afirmación libre del yo y la asunción concreta de su
identidad son de este modo la auténtica repetición, determinada por Kierkegaard como “la segunda potencia de su conciencia” (23), posterior a la ruptura de la conciencia inmediata y vacío abismal de la primera reflexión. La segunda potencia del yo ha conocido las posibilidades infinitas de su libertad y salvado la ambigüedad de su poder por la presencia una de lo mismo. La posición de sí mismo como sujeto absoluto retoma así el designio primigenio de la creación divina, recreando un poder que la caída original hubo derrocado.
Pero la novedad repetida del yo hace nuevas también todas
las cosas, supera la perspectiva del tiempo bajo el cielo de la eternidad y eleva lo real a la intensidad infinita del ser libre. De aquí que Kierkegaard aproxime su noción a lo que Aristóteles llamó “Das-was-war-seyn” (24), vale decir, a lo esencial, atribuyendo la comparación a la restitución original de lo real o a la reposición del fundamento constitutivo del ser libre, por la cual, siendo la repetición un movimiento hacia delante, toma sin embargo una dirección retrospectiva, para restaurar la integridad originaria, originalmente perdida.
La restitución de la integridad original significa para la razón
representativa y conceptual el reconocimiento de su docta ignorancia, como punto de llegada del conocimiento (25). Pero la ignorancia significa también fe, con las siguientes precisiones: la madurez es la ignorancia socrática, bien entendida en su modificación por el espíritu del Cristianismo: en el campo de la inteligencia, ella equivale a lo que en el campo ético-religioso es el ‘segundo nacimiento’: el volverse niños. [...] la ley es ésta: ‘una profundidad ascendente en comprender siempre más que no se puede comprender’. Retorna aquí todo el espíritu de la infancia, pero a la segunda potencia. Quien ha alcanzado esta madurez tiene ingenuidad, simplicidad, maravilla (...)” (26). Si no fuera posible este retorno, si el espíritu de la infancia no pudiera retomarse y la razón renunciar a su definición abstracta, el vino de la vida está derramado.
La dimensión ético-religiosa de la subjetividad salvaguarda el
valor humano, indicando una repetición cuyo deber impera: “a la inmediatez se puede por cierto volver una segunda vez; pero el ‘inconveniente’ del sistema consiste en creer que se pueda volver una segunda vez sin ruptura. A la inmediatez se llega una segunda vez sólo éticamente; la inmediatez misma se convierte en la tarea, ‘tú debes’ alcanzarla.[...] si no puedo recuperar la inocencia, todo está perdido desde el principio; porque el principio en la vida espiritual consiste en el hecho de que cada uno de nosotros ha perdido la inocencia [...] puedo definir el segundo nacimiento como la inmediatez ganada éticamente. La ética, o más bien la realidad ética, es la clave: y luego, desde allí, se puede pasar a la realidad dogmática” (27).La repetición es así lo incondicionalmente imperado, de modo tal que tanto su deber como su realidad indican una cuestión de fe, inexplicable ante la razón argumentativa. Que la síntesis de lo ideal y lo fáctico sea posible, que el tiempo y la eternidad, lo finito y lo infinito puedan encontrarse es lo que se debe creer, en la superación libre del orden real.
Para abreviar lo dicho hasta aquí, podría indicarse la
repetición como la doble reflexión por la cual el espíritu recupera la condición original de su subjetividad íntegra y pura. Pero la existencia kierkegaardiana, constituida de cara al Trascendente, no se realiza en la reposición inmanente y directa de su identidad sintética, sino a través de un salto que afirma la Diferencia. En orden a ella, la repetición constituye la segunda vez del espíritu, interceptada por un abismo desde el cual “toda la vida y todo su interés recomienzan, no a través de una continuidad inmanente con lo que la ha precedido, cosa que sería una contradicción, sino mediante una trascendencia que separa la repetición del orden anterior [...]“ (28). El orden anterior –a saber, el de la inmanencia– resulta para el hombre el camino más fácil. La repetición, por el contrario, es su mayor dificultad, y sin embargo el único modo de no perder el tiempo y lo finito.
Por estar comprometida con la Diferencia, la repetición es la
paradoja absoluta de lo otro convertido en sí mismo y de lo mismo frente al Otro. Conforme con el Poder creador, la paradoja repite la Diferencia absoluta restituyendo la identidad del espíritu humano. Y seguirá repitiéndola hasta en la Eternidad, en el seno de una unión que guarda la diferencia como estructura de la acción libre trascendente de cara a Dios. No obstante, y más acá de su trascendencia, la repetición está igualmente comprometida con la dialéctica inmanente a la subjetividad y, en este sentido, ella determina la síntesis de un tiempo eternizado y una eternidad temporalizada, de una finitud infinita y una necesidad en devenir. Quizás sea en función de tal dialéctica inmanente que H. Höffding ha pensado la repetición kierkegaardiana como el equivalente de la mediación hegeliana (29), tratándose aquí de opuestos relativos, coexistentes en una instancia superior, capaz de guardar las diferencias en y para la identidad personal.
En el sentido de la diferencia irreductible entre el hombre y
Dios, cabe decir –como quiere J. Colette– que la repetición kierkegaardiana supone la discontinuidad de una nueva creación, y se establece como lo contrario, no sólo de la mediación hegeliana, sino también del eterno retorno nietzscheano (30). En efecto, si hay algo en lo que Kierkegaard se aparta tanto de Hegel como de Nietzsche, es precisamente en esta afirmación de la Trascendencia divina, cuya Unidad inmutable rescata el devenir de la mala infinitud y salva la finitud de lo imposible.
La repetición del tiempo en la eternidad, junto con la alianza
de lo finito y lo infinito se realizan en la fe, de donde es ella, para Kierkegaard, la única heredera legítima del mundo, y el espíritu más religioso es quien posee el paso más firme sobre lo temporal (31). Más aún, la tarea temporal asignada al yo verdaderamente libre jamás se convierte en un trabajo rutinario o tedioso, porque la repetición, actuada en la interioridad, recupera cada vez la siempre nueva originalidad de lo mismo y vuelve en todo hasta el yo primigenio (32), sin permitir jamás que la subjetividad caiga en la dispersión o en la fragmentación de su ser, y anclando siempre su vida en el unum inconmovible, sujeto a la ley de la continuidad. En la unión con lo infinito y eterno, lo contingente y temporal adquiere nuevas dimensiones y una suerte de acrecentamiento, conforme al cual nada es rutina y todo es original.
La repetición es el deber más serio de la libertad, porque su
contenido no reside en los múltiples las posibilidades mundanas, sino en la única posibilidad absoluta de la existencia personal. Ninguna tarea ni mérito ni función exteriores al hombre serían capaces de concederle la seriedad que sólo el grado de su reflexión interior, esto es, que únicamente la intensidad de su libertad puede concederle. Lo serio es el cenit de la subjetividad: la originalidad de la relación consigo mismo, que decide al yo frente al Eterno. Por eso se trata siempre de una repetición asida a la eternidad.
Conclusión
Establecida en lo eterno, la repetición inaugura la historia
humana, o mejor, la historia de la propia libertad, que atravesará la existencia sujetada, por una parte, al elemento metafísico, eterno y permanente de su ser, y anclada, por la otra parte, a la determinación casual, contingente y accidental del yo. Un texto del Diario afirma a este respecto que “la historia es una unidad de metafísica y de casualidad. Es realidad metafísica, en cuanto ésta es el anillo eterno de la existencia, sin el cual el mundo de los fenómenos se desvanecería; es casualidad, en cuanto para cada advenimiento existe siempre la posibilidad de la producción de una infinitud de otros modos: esta unidad desde el punto de vista de Dios es la Providencia, desde el punto de vista de los hombres es la historia” (33). La síntesis histórica, sostenida en la alianza de la fe, se afirma en el instante trascendente de la decisión (34), para asumir desde allí el progreso de su devenir interior. Sin tal determinación trascendente, “la inmanencia de la conciencia íntima del tiempo no resiste la prueba de la existencia y de la libertad” (35), porque, efectivamente, el tiempo es para Kierkegaard una cuestión de libertad, y donde se trata de la libertad, se habla el lenguaje de la Diferencia.
La eternidad que da comienzo a la historia no designa una
realidad puramente ideal y abstracta, sino concretada por una asunción múltiple y temporal, de manera tal que, como recuerda J. Colette, lo “no histórico” constituye para Kierkegaard ”lo histórico no histórico” (36), vale decir, la forma libre de lo temporal, la forma misma del yo, materializada en lo finito. Por la repetición del tiempo, la eternidad obtiene una historia, tanto como el tiempo quiere ser por ella el móvil reflejo de Quien siempre será tan sólo imagen.
Para concluir, quisiera destacar que Kierkegaard mismo
decidió repetir en su alma aquellos exiguos y a la vez inmensos acontecimientos que definieron su vida, a saber: la áspera relación con su padre, la lucha contra la iglesia oficial danesa y la masificación y, especialmente, su vínculo amoroso con Regina Olsen. La profundidad espiritual desde la cual nuestro autor existió en tales acontecimiento –comenta C. Fabro– lo apasionó (37) a tal punto que ellos se convirtieron en “ ‘esencias puras’, realidades absolutas que [...] describen las categorías de la vida del espíritu, su génesis y su significado. Estas categorías, cortadas por una perspectiva histórica tan exigua, son lanzadas en la turbina de un movimiento infinito, llevadas ‘hasta lo más hondo, a la profundidad de 70 000 brazos’!” (38).
La vida de Kierkegaard se decidió al ímpetu de esa fuerza
absoluta, que imprime a cada paso el abrazo de lo Eterno. Él se confiesa incapaz de lo inmediatamente inmediato y espiritualmente obligado a medirlo todo una experiencia trascendente, única capaz de consolidar la vida personal, única capaz de vencer las ilusiones ópticas y de ofrecer a lo real aquella morada interior que alberga lo absoluto. Por eso para nuestro autor, sólo “vive quien se relaciona a la idea y vive de modo primitivo. Todo el resto es ilusión óptica. En la muerte la ilusión desaparecerá por completo, como en una comedia terminada” (39). La existencia del danés asumió de este modo el sentido ideal y primitivo de un ser, que su propia repetición le descubrió.
NOTAS
(1) El término danés utilizado por Kierkegaard para designar la
repetición es Gjentagelse: compuesto del prefijo gjen (re, nuevamente, de nuevo) y el verbo tage (tomar, coger, conquistar).
(2) Parecería ser ésta la interpretación de H. Lefebvre, quien,
caracterizando la posición de Kierkegaard como un existencialismo mágico (cf. H. Lefebvre, El existencialismo, Lautaro, Buenos Aires 1948, pp. 132 - 133). (3) J. Caputo, Radical Hermeneutics. Repetition Deconstruction and the Hermeneutic Project, Indiana University Press, Bloomington- Indianapolis 1987, p. 12.
(4) Cf. J. Caputo, Radical Hermeneutics..., cit.., p. 35.
(5) Cf. G. Deleuze, Difference and Repetition, trad. P.
Patton, Columbia University Press, New York 1994p. 57.
(6) Para esta aproximación cf., por ejemplo, J.
Wahl, Études kierkegaardiennes, 2ª ed., J. Vrin, Paris 1949, p. 207, 243; T. Adorno, Kierkegaard, trad. R. J. Vernengo, Monte Avila, Venezuela 1969, p. 137; cf. G. Deleuze, Difference and..., cit., pp. 5- 8.
(7) Cf. H. Höffding, Soeren Kierkegaard, trad. Fernando Vela, Revista
de Occidente, Madrid 1930, p. 70.
(8) Soeren Kierkegaard, La répétition, en Oeuvres complétes de
Soeren Kierkegaard, trad. P.-H. Tisseau y E. M. Jacquet-Tisseau, 20 vol., Editions de l' Orante, Paris 1966 ss., vol. V, III 212 (en adelante OC, V, III 212); cf. también Le concept d’ angoisse, OC, VII, IV 322.
Morcelliana, Brescia 1980-1983, fragmento de 1840, vol. III A 1, III, p. 9, n. 654 (en adelante Diario, 1840, III A 1, III, p. 9, n. 654).
(10) S.K., La répétition, OC, V, III 212.
(11) S.K., La répétition, OC, V, III 194.
(12) Cf. J. Colette, Histoire et absolu: Essai sur Kierkegaard, Desclée,
Paris 1972, pp. 92-94.
(13) Kierkegaard explica que “por no haber realizado este periplo
antes de comenzar a vivir, nunca se logra vivir” (S.K., La répétition, OC, V, III 195).
(14) Cf. S.K., La répétition, OC, V, III 193.
(15) Cf. S.K., La répétition, OC, V, III 247-248.
(16) S.K., La répétition, OC, V, III 248.
(17) Cf. S.K., La répétition, OC, V, III 258-260. Abraham, quien
recuperó en la fe lo que voluntariamente se dispuso a perder, es otro paradigma de la repetición.
(18) S.K., Diario 1843, IV A 156, III, p. 93, n. 928.
(19) S.K., La répétition, OC, V, III 195.
(20) S.K., Diario 1849, X1 A 330, V, p. 226, n. 2260.
(21) S.K., Diario 1848, IX A 242, V, p. 31, n. 1882.
(22) Soeren Kierkegaard´s Papirer, ed. P. A. Heiberg, V. Kuhr y E. Torsting, 2ª ed., 20 vol., Gyldendal, Koebenhavn 1909–1948, IV B 117.
(23) S.K., La répétition, OC, V, III 29.
(24) S.K., Diario 1843, lV A 156, III, p. 93, n. 928. Das-was-war-
seyn –anota C. Fabro– es la traducción literal del Das-was-war-seyn – aristotélico, entendido como la esencia del ente o el contenido preciso de su definición.
(25) Cf. S.K., Diario 1849, X2 A 72, VI, p. 173, n. 2578.
(26)S.K., Diario 1849, X1 A 679, VI, p. 134, n. 2516.
(27) S.K., Diario 1849, X1 A 360, V, p. 233, n. 2279.
(28) S.K., Le concept d’ angoisse, OC, VII, IV 322.
(29) Cf. H. Höffding, Soeren Kierkegaard..., cit., p. 70. El autor
justifica su interpretación en el hecho de que la repetición “asegura en la realidad nueva lo adquirido anteriormente, que no subsiste, en absoluto, por sí mismo” (H. Höffding, Soeren Kierkegaard..., cit., p. 107).
(30) Cf. J. Colette, Histoire et..., cit., p. 256.
(31) Cf. S.K., Crainte et tremblement, OC, V, III 101.
(32) Cf. S.K., Le concept d’ angoisse, OC, VII, IV 459.
( 33) S.K., Diario 1840, III A 1, III, p. 9, n. 654.
(34) Cf. J Colette, Histoire et..., cit., p. 110.
(35) J. Colette, Instant paradoxal et historicité, en Mythes et
représentations du temps, Centre Regional de publication de Paris - Editions du Phénoménologie et Herméneutique, Paris 1985, p. 118.
(36) J Colette, Instant paradoxal..., cit., p. 118.
(37) C. Fabro, Conversazione con Cornelio Fabro, en “Aquinas”, 49
(1996), p. 462.
(38) C. Fabro, Diario, I, p. 26.
(39) S.K.,(Diario 1854, XI1 A 121, X, p. 135, n. 3904.