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LA CULTURA DE LA MUERTE (FRAGMENTO)

Cuando el que mata es un criminal, la solución puede ser encarcelarlo,


o esperar a que muera en su propia ley. Pero ¿qué está pasando
cuando son adolescente del montón, hijos de familia y vecino del barrio,
los que matan y mueren "sólo por ver caer"?
No se trata ya del sicario profesional, sino del muchacho común, de
extracción media baja y baja, que convive con los demás en la cuadra
o en la escuela, que aún se prende a las faldas de la mamá y que es
demasiado joven para clasificar como sujeto penal. Que ni siquiera es
el peor --el más malo, el más degenerado--sino muchas veces el mejor:
por valiente por carismático o por bello. Pero que ha adquirido un vicio
rudo: le gusta matar.
Cada vez que hay tiros, las puertas de las casas y las rejas de los bares
se cierran y las calles quedan vacías. Durante dos o tres minutos: lo que
le toma a la gente entrar en confianza con el espectro de la muerte, que
simplemente se incorpora, como un ingrediente más, al torrente de la
vitalidad paisa. Después --mientras el caballero vuelve al tango, la
señora al sancocho y los niños a la cometa-- los curiosos corren a ver
"el muñeco": el cadáver recién hecho.
Hace cuatro años, los vecinos se sorprendieron al encontrar, en las
madrugadas, perros y gatos desollados y descuartizados. Fue el primer
síntoma. Ahora la matanza masiva es de adolescentes. De cada 100
personas asesinadas en Medellín, 70 están entre los 14 y los 19 años.
¿Quién los mata? Generalmente, otros adolescentes. ¿Qué hace que
cientos de jóvenes colombianos vayan al holocausto, como reses al
matadero, seducidos por el vértigo de matar y de morir?
El que espere encontrar al típico hampón, malencarado y desharrapado,
se lleva una sorpresa: son adolescentes altos, bien parecidos y vestidos
a todo trapo. Les gusta el asfalto, la discoteca y el neón, y la vida ajena
es para ellos una mercancía que pueden cambiar por los objetos
deseados: ropa de marca, tenis Nikes, "bambas" de oro, equipos de
sonido láser, discos compactos de rock "no comercial", perica para
compartir con los amigos, electrodomésticos para la cocina de la mamá,
cuartos de hotel para hacer el amor con la novia, motos Honda 1.000 y
Mazdas 626 GLX.
No se entrenan para matar en escuelas de sicarios ni en campamentos
paramilitares, sino en las esquinas, en los billares, en las heladerías.
Empiezan temprano, a los 11 ó 12 años. Dice Rocío Jiménez, psicóloga
que atiende en uno de los barrios de la Comuna: "Puedo contarle el
caso de un niño de 13, que lo único que quiere en la vida es ver sangre".
A los 17 ó 18 terminan el curso, tirados y tiesos en algún baldío.-- "No
importa que lo tumben a uno, si mientras vivió tuvo su billete y su
pelada", opinaba Yeyé, asesinado dentro de un bus a los 16 años.
Los jóvenes sicarios llevan en el pecho y en los tobillos escapularios de
Su protectora, la Virgen del Carmen. A San Judas Tadeo le rezan la
novena para pedirle que les salgan bien los "trabajos" y los Miércoles
de Ceniza bajan a las iglesias a que les pongan la cruz. En los brazos
suelen tatuarse una frase, "Dios y Madre", que sintetiza sus únicas
devociones.
Generalmente son hijos de familias sin padre, o de padre ausente, y las
relaciones con la madre son intensas y difíciles. Según el investigador
Alonso Salazar, el día del año que más muertos hay en Medellín es el
de la Madre, porque "ese día--dice--los hombres amanecen con el
orgullo alborotado". El "Manso Lucas", jefe de una pandilla paramilitar,
se hizo famoso porque cuando su madre murió en un accidente, recorrió
el barrio regando metralla a diestro y siniestro y fusiló a varias personas
contra un muro.
Nadie les cae bien (todo ser humano es "un gonorrea") y son inestables
e impredecibles: de ellos se puede esperar un abrazo o una puñalada.
Repiten a su manera lo que le aprendieron al padre, que, cuando
aparecía, les hacía una caricia o les daba una patada, traía regalos o
acababa con la mamá.
Reemplazan al padre ausente en todo, menos en la cama de la madre,
lo que les crea una contusión dolorosa de papeles, con desgarramientos
psicológicos y ataques patológicos de celos. La vida les exige que sean
lo que no pueden ser: esposos de sus madres y padres de sus
hermanos. La contradicción es insoluble y, como tantas otras en su vida
--reemplazar a la ley, vivir como bacanes sin tener empleo-- sólo se
arregla con la muerte. Todos, invariablemente, justifican sus actos de
barbarie hacia los demás y hacia sí mismos, con idénticas palabras "Lo
hago por la cucha". Por la vieja roban, matan, se hacen matar. Yo me
voy a morir pronto, pero a mí que me recuerden por haberle dado una
buena nevera a mi mamá", le dijo Javier, de 15 años, a la periodista
Silvia Duzán, quien prepara un libro sobre el tema.
Los pueblos tienen que llegar hasta un extraño y pavoroso punto de no
retorno para alcanzar tales niveles de tolerancia frente a la muerte, y de
pérdida de reflejos para Sobrevivir. Raras veces, en la cultura
occidental, se ha llegado tan lejos como en la Colombia de hoy. Sucedió
en el Romanticismo, cuando cundió una fascinación morbosa por la
muerte. Sucedió en la Primera Guerra Mundial, cuando los europeos
vieron lo bárbara que podía ser su civilisación. Sucedió en el Japón,
después que la explosión de Hiroshima atomizara las fronteras del
horror.
El Ejército colombiano monta operativos para meter en cintura a las
bandas, y los violentólogos de las universidades gastan papeles
tratando de comprenderlas. Mientras tanto, cada Miércoles de Ceniza
los jóvenes sicarios de Medellín-- "los desechables" como también se
les, conoce-- bajan a las, iglesias armados y uniformados, Se hacen
poner la cruz en la frente y después de la misa encienden las calles de
su barrio con rock, marrano, aguardiente, perica, tiros al aire, petardos
y voladores. Es la ceremonia de los que saben que polvo son, y en polvo
se convertirán.

PREGUNTAS DE REFLEXIÓN

De acuerdo con la lectura y el vídeo responda:

1. ¿Por qué el artículo se titula “una cultura de la muerte” ?, ¿en


Colombia existe una Cultura de la muerte?
2. ¿Qué condiciones de nuestro contexto dan lugar a esta
problemática social?
3. ¿Qué nos dice este fenómeno sobre la infancia en nuestro país?
4. ¿La problemática tiene alguna relación con la venganza y el
resentimiento?
5. ¿De qué manera podemos contribuir como ciudadanos al trabajo
con esta problemática?
Morir esperando
María Helena Vera murió esperando en vano que apareciera su hijo,
desaparecido durante la toma del Palacio de Justicia.

Durante 25 años Enrique Rodríguez y María Helena Vera lucharon para encontrar
al menor de sus tres hijos. Él trabajó por señalar a los culpables y esclarecer la
verdad, mientras ella le escribía tarjetas en cada ocasión especial para decirle que
su familia lo esperaría el tiempo que hiciera falta. El hijo de ambos es Carlos
Rodríguez, uno de los 11 desaparecidos del Palacio de Justicia. Administraba la
cafetería.

Como Carlos no estaba en la lista de los muertos, María Helena pensó que estaría
herido o detenido, pero a los tres días de acabar la toma y retoma del Palacio de
Justicia (6 y 7 de noviembre de 1985) empezaron a recibir llamadas anónimas que
decían que lo tenían en el Cantón Norte, que hicieran algo por él, que estaba muy
malherido. “Ese fue el momento en el que entendimos que la cosa podría ser peor”,
dice César, hermano de Carlos.

Desde ese momento, la mujer nacida en Pamplona (Norte de Santander) en 1920,


se convirtió en el bastión de su familia. Mientras su hermano, su padre y su esposa,
Cecilia, buscaban a Carlos Rodríguez en cada esquina de Bogotá, María Helena se
encargaba de los asuntos en casa y cuidaba a su primera nieta, Alejandra, que
había nacido un mes antes de la desaparición de su padre y se convirtió para todos
en un pedacito de él.

Cuando Enrique recibía periodistas, María Helena salía a dar un paseo. El silencio
fue su opción. César dice que su mamá llevó siempre el dolor muy adentro para que
la familia siguiera adelante: “También se refugió en que tenía a Alejandra y eso le
ayudó a sobrellevar la situación, porque su dolor sería para toda la vida”.

“César, ¿dónde está Carlos que hace días


no viene a visitarnos?”, preguntaba todo el
tiempo su madre
María Helena caminaba todos los días buscando a Carlos. Hace 12 años le contó a
Cecilia que le pareció verlo. “Cuando estaba cruzando la calle lo vi dentro de un taxi
y me tiré a tocarle el vidrio. Le grité, ´Carlos, Carlos’ y cuando volteó, me di cuenta
de que no era mi hijo”. Cecilia recuerda que varias veces la vio correr detrás de los
indigentes buscando el rostro de Carlos, y se ponía nerviosa vez que iba a visitarlos
un primo muy parecido a él.

María Helena prometió que no volvería a cine, que era lo que más le gustaba hacer
con Carlos, ni se tinturaría el pelo hasta que él regresara, pero como no volvió,
después de más de 20 años de sufrimiento, en 2006, prefirió irse desconectando de
la realidad. A veces le preguntaba a César dónde estaba Carlos y él, para no
afectarla más, le decía que estaba trabajando en otra ciudad. A los 15 días, la misma
pregunta. “César, ¿dónde está Carlos que hace días no viene a visitarnos?”, y la
misma respuesta.

En noviembre de 2010, su esposo Enrique murió sin ver aparecer a su hijo. Ella solo
lo sobrevivió ocho meses. Tenía 89 años cuando falleció después de una espera en
vano de 26 años.

“Cuando mi abuelita se enfermó nos dejó ver realmente cómo llevaba su duelo,–
dice Alejandra–. “En su apartamento encontramos unas tarjetas que le escribía a mi
papá (Carlos) hasta el año 1990. Esta es del 26 de junio de 1987, la fecha de
cumpleaños de él: ‘Con todo mi amor y esperando con ansias tu regreso, te amo,
Helena’. Esta es de la Navidad de 1986: ‘Querido hijito, esperamos tu regreso. Te
queremos mucho y pedimos al Niño Dios que nos reunamos pronto. Un beso de
quien tanto te quiere, Helena”.

Esperando conocer el paradero de sus hijos también murieron las mamás de


Cristina del Pilar Guarín, cajera de la cafetería del Palacio, y de la proveedora de
pasteles, Norma Constanza Esguerra.

PREGUNTAS REFLEXIVAS:

1. ¿Qué repercusiones tiene el fenómeno de la


desaparición forzada para el país?
2. ¿Qué repercusiones tiene el fenómeno de la
desaparición forzada para las familias de los
desaparecidos?
3. ¿Qué nos dice esta problemática sobre la impunidad y
la cultura de la corrupción?
4. ¿Por qué es importante conocer sobre este hecho?
5. ¿Qué podemos hacer como ciudadanos?

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