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Nadie jamás podría haberlo sospechado. En menos de dos años, tres de los
gobiernos más corruptos, despóticos y autoritarios (Túnez, Libia y Egipto) cayeron
bajo la presión popular. Un joven encendió la mecha en Túnez. Fue Mohamed
Bouzizi, quien se inmoló en Zidi Bouzid, en el sur del país en 2010. Así nació el
movimiento contestatario más grande en la historia del mundo árabe después de
las independencias nacionales: Es la “Primavera árabe”.
Después de la huída del presidente Ben Ali de Túnez, quién se autoexilió a Arabia
Saudita, ante los ojos atónitos del mundo se vio caer a una dictadura de 30 años
que creíamos inamovible, la de Hosni Mubarak en Egipto, quien causó mas de 5
mil muertos en tres semanas antes de caer. Siguió Khadafi en Libia, quien no
pudo resistir los bombardeos interminables de la OTAN que destruyeron su poder
antiaéreo. La sangrientas luchas en Benghazi, Misrata y Sintan dejaron mas de 50
mil muertos, y la masacre del pueblo libio duró más de 6 meses hasta la caída de
Trípoli. Hoy son el Yemen de Saleh, y la virtual guerra civil en Siria contra el
presidente Assan, los lugares donde la lucha continúa, pero ello sin olvidar los
solapados levantamientos en Quatar y Barhein, protectorados estadounidenses
donde la Quinta Flota no permitiría una revuelta general.
Jorge Said fue a Túnez a vivir con la familia Buazizi, familiares del verdulero que
se inmoló en 2010 en protesta contra el dictador. Los imanes salafistas de su
familia predican un islam duro, la sharia (ley islámica) y promueven la guerra
abierta con occidente, mientras decenas de familias celebraban la mayor fiesta
musulmana después del Ramadán, la fiesta del sacrificio del cordero, Aid Kbir
(Fiesta del Cordero). Un acontecimiento especial que se celebra cada año en el
décimo día del mes de Dhul Hiyya (el último del calendario lunar islámico), en que
se conmemora el sacrificio que Abraham, según el Corán, estuvo a punto de
realizar con su hijo Ismael, hasta que Dios le ordenó que sacrificara a un cordero
en lugar de a su primogénito.
El día empieza en la mezquita, donde acuden los creyentes para oír el Jotba, el
discurso del Imam que adelanta la oración matinal y el sacrificio del cordero.
Desde el desierto tunecino cruzamos la frontera en medio de cientos de refugiados
libios que escapan a las últimas resistencias de Seif al Islam, el hijo de Khadafi. En
Trípoli nos reciben estudiantes milicianos de la facultad de ingeniería, todos
miembros de couchsurfing, la red social que nos permite hospedarnos entre
amigos, en medio del ruido de los rifles kalachnikov y sniper, armados hasta los
dientes nos llevan a presenciar los últimos focos de resistencia, en las ciudades de
Misrata y Benghazi. Es increíble el fervor popular de este pueblo, después de 40
años de ser un país cerrado al exterior, en medio de una corrupción generalizada
en que cientos de opositores fueron asesinados y detenidos sin proceso, en
cárceles donde la tortura era práctica habitual. Los gritos de libertad de este
antiguo pueblo, una nación riquísima en petróleo y gas natural, piedras preciosas y
enorme potencial turístico.
Yo también voy preso, pero sólo por 4 horas, tras lo cual me liberan y,
extrañamente, no me borran el material, previo pago de 300 dólares. Los
testimonios quedan para la historia de este macabro desenlace. A estas alturas, el
miedo ya no me abandona, y lo que ocurrió más tarde hace más increíbles las
coincidencias del destino…
Trato de escapar de los disturbios de El Cairo rumbo a Puerto Said, que se llama
como mi nombre. Y llego la misma hora en que a pocas cuadras se produce la
mayor masacre de hinchas de fútbol en la historia egipcia: 74 muertos. Grabo las
cruentas imágenes nocturnas el mismo día en que por primera vez veía el
estratégico Canal de Suez. Por allí pasa gran parte del comercio mundial, pero a
mi me tocaba visitarlo justo en en el instante que una desgracia más asolaba a
Puerto Said.