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04 de diciembre de 2018

Homo Elvis
Por Rodrigo Fresán

Desde Barcelona

UNO Prueba incontestable de que el tiempo pasa –o de que el que pasa es uno mientras el
tiempo nos mira pasar– es que aquello que alguna vez nunca pareció interesante de pronto
resulte apasionante. O viceversa. En realidad más viceversa que otra cosa. Pero –aún así– de
tanto en tanto se produce y reproduce uno de esos sinápticos y apasionados chispazos que no
alcanzan para incendio forestal pero sí para encender una hoguera junto a la que calentarse
una noche.

Una noche como la del lunes. Noche en la que Rodríguez microondeó algo y se sentó frente
a las llamas de su pantalla de plasma de recién separado (cuando una pareja se rompe, la
mujer se corta el pelo y el hombre se compra un televisor) y dándole al cada vez más remoto
control finalmente se detuvo en la emisión de un largo documental en dos partes de la HBO
titulado Elvis Presley: The Searcher. Y ahí se quedó Rodríguez para enterarse de qué era lo
que había buscado Elvis y de si, finalmente, lo había hallado. Y ahí mismo Rodríguez se
enteró de que esa misma noche –hacía medio siglo– mientras Elvis buscaba y buscaba, el
mundo entero había reencontrado a Elvis.

DOS Y se sabe que el año ‘68 fue y es uno de esos años. Un año de esos a la hora y fecha de
lo histórico. Y su largo aliento –que llega hasta nuestro días, cincuenta años después– supo
trasladarse, también, a lo musical. En 1968 se editaron para sonar por primera vez y para
siempre el blanco The Beatles, Bookends de Simon and Garfunkel, The Kinks Are The
Village Green Preservation Society de The Kinks, Astral Weeks de Van Morrison, Music
from Big Pink de The Band y unos cuantos más. Y cabe imaginar a Elvis escuchando a todo
eso y a todos esos mientras filmaba una película boba detrás de otra. Y preguntándose a sí
mismo por dónde andaba él y levantando las alfombras y abriendo los cajones de Graceland
para ver si recuperaba algo de ese brillo que alguna vez había tenido y que ahora no era otra
cosa que esa pátina opaca que acaba asfixiando a las estatuas de bronce cuando no se les saca
lustre cada tanto y como es debido.

Y lo cierto es que, a Rodríguez, Elvis nunca le había interesado mucho. Entre sus
contemporáneos le habían atraído mucho más las gafas cegadoras de Roy Orbison o las gafas
de voyeur Buddy Holly. O el piano ardiente de Jerry Lee Lewis. O el por siempre efectivo
Cash con su voz de pozo sin fondo. Lo que más le gustaba a él de Elvis es que había muerto
sentado en el baño y leyendo un libro sobre el rostro de Jesucristo y el Santo Sudario.

Y en Elvis Presley: The Searcher el documentalista Thom Zimny contaba esa historia sin
aportar gran novedad y optando por no caer en los aspectos más sórdidos, pero con abundante
material fílmico inédito y comentarios más o menos inteligentes a cargo de fans como Bruce
Springsteen y Tom Petty y Robbie Robertson. Hasta que todo parecía detenerse en ese
instante mágico que casi no fue porque Elvis estaba aterrorizado y casi aborta todo a último
momento y ya con el estudio lleno y expectante: el televisivo Singer presents... Elvis, más
tarde conocido como ‘68 Comeback Special. Grabado ese junio, dirigido por Steve Binder
(famoso por haber conseguido en 1964 ese milagro que es The T.A.M.I. Show) y emitido por
la NBC el 3 de diciembre de 1968. Un destilado de 50 minutos a partir de cuatro horas de
tapes. Aquello cuya intención –como bien define Priscilla Presley en el documental– fue la
de “devolverlo a sus inicios para lanzarlo hacia el futuro”. Y que –según el periodista Nik
Cohn– “hizo que Elvis redescubriera cuán bueno era Elvis”. Y, sí, se lo ve y se lo oye sin
problemas en la inevitable y recién editada mega-box conmemorativa. Y próximamente,
seguro, en gira como zombie-holograma. El buscador encontrándose. Allí, Elvis vestido con
traje blanco de patrón de plantación sureña con inmensas letras deletreando sus nombres a
sus espaladas. Allí, Elvis y una casi grunge “Guitar Man” con siluetas de frenéticos bailarines
al fondo. Allí, Elvis despidiéndose con la majestuosa y emocionante “If I Can Dream” casi
honrando a los cadáveres recién hechos de Martin Luther King y Robert Kennedy y de tantos
soldados en Vietnam a los que les gustaba más Jimi que Elvis. Y allí, no lo más importante
pero sí lo más inolvidable de todo: Elvis con bronceado como de aerógrafo y flaco y
aerodinámico y embutido en un traje de cuero negro (¿cosido sobre su cuerpo por máquinas
Singer?) luciendo como luciría Elvis de ser un súper-héroe de la Marvel Comics llamado
White Panther. O como el chico malo que le rompió la cara a Ken y se llevó a Barbie a los
arbustos junto a la piscina. O como el modelo más implacable y evolucionado de Terminator
llegado desde, sí, el más vintage de los mañanas. Elvis cantando y riendo y torciendo el labio
y zigzagueando pelvis frente a un público en directo por primera vez en casi siete años.
Sentado y en pequeño círculo al que solo le falta una fogata y recordando y haciendo chistes
acompañado por sus músicos primarios y primeros Scotty Moore y DJ Fontana. Elvis
reproduciendo lo que Binder había visto y oído en el backstage y rogó que se sacase de los
camerinos para que el mundo lo experimentase e inventando sin proponérselo los conceptos
MTV Unplugged y el de VH1 Storyteller. Elvis casi desgañitándose a carcajadas, una y otra
vez, con “Lawdy Miss Clawdy” y “Baby, What You Want Me To Do”, y sacudiendo y
enarbolando una guitarra como si se tratase de Excalibur rumbo a la batalla definitiva
calzando zapatos mágicos no de rubíes escarlata sino de gamuza azul.

TRES Y Rodríguez recuerda que luego de ese especial de T.V., Elvis –acaso impulsado por
su efecto revitalizante– tuvo una última buena racha: el glorioso single “Suspicious Minds”
(su último N.1 en vida), un par de grandes álbumes de gospel y el formidable From Elvis in
Memphis. Pero, enseguida, Elvis cruza la delgada línea que separa al Ave Fénix de Ícaro.
Así, su despótico manager y amo el Coronel Parker –temiendo que se le escapase– se lo llevó
a la jaula dorada de Las Vegas y...

Termina Elvis Presley: The Searcher y el canal de cable tienen más el sentido común que la
obvia y buena idea de emitir a continuación el ‘68 Special en edición mega-anfetaminizada
para la efeméride. Y, sí, piensa Rodríguez. Está claro que ahí hay algo porque ahí hay alguien.
Y también hay otra cosa que a Rodríguez se le escapa. Porque Elvis –como el baseball– es
algo que sólo los norteamericanos pueden amor u odiar del todo. Elvis como Hijo Fundante
de los Padres Fundadores y –según el rockensayista Greil Marcus, quien le dedicó su
libro/autopsia Dead Elvis– “obsesión cultural” que no amaina. Algo que nunca se va (no hace
mucho Rodríguez volvió a encontrárselo a él y a su fantasmal hermano gemelo en el último
y magistral cuento de El favor de la sirena, el libro póstumo de Denis Johnson) y que siempre
estará ahí para lo que haga falta, sabiendo que lo que falta siempre es él y que no es fácil
sustituirlo. Ese genoma primigenio del que salen tanto Bob Dylan como The Beatles. El
ingrediente secreto y gaseoso en la Rock’n’Cola a ser adorado hoy mismo por un granjero de
Iowa aullando como un hound dog entre trigales para poder huir de allí para conquistar el
mundo o cuestionado por un rapper de Harlem quien lo considera tan racista/apropiador como
artista de minstrel show con cara embetunada y voz de negro blanco.

Rodríguez piensa todo eso y mira a todo ese.

Y se dice que esta noche –no es su heartbreak hotel pero sí es su heartbreak apartment– el
Elvis ‘68 le sirve. Y mucho. Elvis le ayuda a fantasear con un Rodríguez ‘18 y con la
posibilidad de un nuevo comienzo aunque no tenga glorioso pasado desde el que impulsarse.
No importa. Va a intentarlo. Por lo pronto y para empezar va a vigilar muy de cerca su peso
y su cintura. Y Rodríguez apaga todas las luces y se va a la cama silbando aquello de “Si
pudiese soñar...”.

Y descubre que puede.

Otra cosa, claro, es que ese sueño pueda hacerse realidad.

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