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Abstract:
La reflexión sobre los patrones regionales de violencia tiende a mostrarnos que el conflicto
armado en Colombia es un fenómeno diferenciado tanto temporal como geográficamente,
cuyas variaciones dependen de los procesos de poblamiento, cohesión social interna y
articulación con el estado y la economía nacionales. Las modalidades diferenciadas de
violencia corresponderían a un proceso gradual de construcción del Estado que va
integrando paulatina y selectivamente diferentes territorios y grupos sociales en diferentes
momentos. Este proceso de integración había venido siendo mediado por los partidos
tradicionales durante el siglo XIX y la primera mitad del XX. En la segunda mitad del siglo
XX este sistema de mediación política empieza a hacer crisis cuando los partidos políticos
se muestran crecientemente incapaces de hacer frente a los rápidos cambios de la sociedad
colombiana. Más recientemente, la crisis de representación política de lo social se hace más
profunda, a la cual se une la penetración del narcotráfico en la sociedad y la política
colombianas para producir una profunda crisis de legitimidad del régimen político. Por otra
parte, la transformación de la lógica de los movimientos guerrilleros cuando salen de sus
zonas de origen para proyectarse a zonas más ricas e integradas al conjunto de la sociedad
junto con el recurso a la extorsión, el secuestro y los dineros provenientes de cultivos de
uso ilícito para su financiación han hecho predominar su dimensión militar sobre la política
y desdibujar su legitimación ideológica. Finalmente, la recuperación de la iniciativa militar
por parte del ejército nacional ha producido su repliegue hacia zonas más periféricas del
territorio y el recurso más frecuente a acciones terroristas en las grandes ciudades.
1
Historiador y politólogo, investigador del CINEP (Centro de Investigación y Educación Popular).
2
Introducción
Aunque algunos dudan de caracterizar el caso colombiano como una guerra civil típica, es
evidente que Colombia ha venido sufriendo uno de los conflictos internos más largos del
mundo actual, con una tasa creciente de homicidios a partir de los años ochenta, muy por
encima de los estándares internacionales y equivalente a los que se producen en guerras
civiles declaradas3. Esta violencia creciente ha sido comúnmente analizada en continuidad
con el período caracterizado como “La Violencia” de mediados del siglo XX, lo que
remontaría remontan los orígenes del enfrentamiento colombiano hasta 1946, cuando
comienza el período denominado como “La Violencia”. Otros4, en cambio, señalan
profundas discontinuidades entre ese conflicto y el actual, cuyos comienzos prefieren
precisar en los años sesenta, con el surgimiento de las guerrillas influenciadas por la
izquierda radical. Además, no faltan otros autores5 que señalan otra discontinuidad al
subrayar los cambios profundos que se producen en el movimiento insurgente por la
presencia de los dineros procedentes de los cultivos de uso ilícito, como la cocaína y
heroína, que modifican enormemente la lógica y el accionar de los grupos insurgentes. Y es
también importante destacar los cambios que se producen en la lógica y el accionar de los
grupos guerrilleros cuando se expanden y salen de las regiones periféricas donde nacieron
para afectar a otras regiones más integradas al conjunto de la vida nacional. Por otra parte,
en esos mismos años aparecen, como respuesta al accionar extorsivo de los grupos
insurgentes en ese cambio de escenario, grupos paramilitares de derecha, que disputan a las
guerrillas el control de ciertos territorios y recursos.
2
Esta investigación fue realizada, en su mayor parte, por Ingrid J. Bolívar, Teófilo Vásquez y Fernán E.
González, que tuvo a su cargo la coordinación del equipo. En las etapas iniciales del proyecto participaron
también Mauricio Romero, José Jairo González y Helena Useche. Como asistentes de investigación
participaron Franz Hensel y Raquel Victorino. La investigación fue apoyada parcialmente por
COLCIENCIAS y MSD, de US AID. .
3
Mauricio Rubio, (1999), Crim0en e Impunidad. Precisiones sobre la violencia. Tercer Mundo y CEDE,
UNIANDES, Bogotá.
4
Comisión de estudios sobre la violencia, 1987, Colombia: Violencia y Democracia, Universidad Nacional de
Colombia, Bogotá, pp. 33-35, 44-46.
5
Daniel Pecaut, (2003): “Lo real y el imaginario de la “Violencia” en la historia colombiana”, en Pecaut,
Daniel (2003), Midiendo fuerzas. Balance del primer año del gobierno de Alvaro Uribe Vélez, Editorial
Planeta Colombiana, Bogotá, pp.17-24.
3
Según datos elaborados por la Fundación Social7, a partir de la información tanto del Banco
de datos del CINEP y la comisión Justicia y Paz como de la presidencia de la República, la
contienda armada se intensificó entre los años 2001 y 2002 pero se hizo menos “sucia”: por
una parte, aumentaron los combates, que se hicieron más cruentos, en un 44% en 2000,
33% en 2001 y en 15% en los primeros ocho meses de 2002. Además, aumentaron los
hostigamientos (14% en 2001 y 39% en los primeros ocho meses del 2002) mientras que
las emboscadas subieron en 16% en 2001, pero se mantuvieron constantes en el 2002. Los
asaltos a puestos de policía o guarniciones militares también disminuyeron: una tercera
parte en 2000 y en 41% en 2001 pero volvieron a aumentar en 17% en el 2002. En cambio,
las muertes en combate aumentaron, según una fuente, en 12% en el 2000 y 22% en el
2001, mientras que, según otra, crecieron en 25% en 2001 y 17% en 2000. Y en los
primeros ocho meses del 2002, persistió la misma tendencia: según una fuente, los muertos
en combate aumentaron en 52% y, según la otra, en 39%. Estos cambios expresan, por una
parte, la recuperación de la iniciativa militar por parte del ejército, y por otra, el
consiguiente repliegue de los grupos insurgentes hacia sus zonas tradicionales de
retaguardia, que tratan de compensar con un aumento de acciones terroristas en el mundo
urbano, particularmente en Bogotá.
Por otra parte, se desaceleró el aumento de los homicidios políticos fuera de combate y de
los homicidios de personas protegidas en el 2001, que fue solo del 6% cuando en el 2000
había llegado al 107%; el número de masacres, que había crecido en un 40% en 2000, se
redujo en un 21% en 2001 y 40% en 2002. La misma tendencia se muestra en los secuestros
y desapariciones forzadas: los secuestros habían crecido en 26% y disminuyeron en 18% en
2001, mientras las desapariciones forzadas aumentaron en 107% en 2001 para disminuir en
8.8% en 2001. Pero parece preocupante el aumento de las denuncias de participación de la
fuerza pública en los homicidios de personas protegidas por el DIH: había descendido al
1.2 % en el 2000, después de haber registrado un 3.3% en 1997,un 2.1% en 1998 y 1999,
pero asciende en 4.5% en 2001 y 5.7% en los primeros ocho meses de 2002.
6
Cfr gráfica # 1 del SIG, Servicio de Información georreferenciado del CINEP, 2003.
7
Vigía del Fuerte, boletín semestral sobre la situación humanitaria, # 3, julio de 2003.
4
Además, hay que señalar que el número general de homicidios es mucho más alto que la de
los muertos causados por el conflicto armado, aunque la participación de homicidios
políticos en el total viene aumentando significativamente: 14.7% en 1997, 15.7% en 1998,
16.4% en 1999, 26.3% en 2000 y 26.3% en el 2001. El número total de homicidios anuales
pasa de 9.087 a 28.284, y esta tendencia se mantiene más o menos estable en 1992, con
28,224, para descender ligeramente los años siguientes (26.628 en 1993, 25.398 en 1995,
26.642 en 1996, 25.379 en 1997, 23.096 en 1998). A partir de 1999 empieza a aumentar de
nuevo a 24.358, a 26.540 en 2000, 27.841 en el 2001 y 28.780 en 2002, que se acerca al
año tope de 1991. Esto hace que las tasas de homicidio por cada 100.000 habitantes sean las
más altas del mundo, muy superiores a la de países particularmente violentos como Brasil,
Jamaica y Rusia, y mucho a las de los Estados Unidos y Europa. Así, esta tasa alcanza a ser
del 79 en 1991, 76 en 1992, 66 en 1995, .67 en 1996, 63 en 1997, 56 en 1998, 59 en 1999,
63 en 2000, 65 en el 2001 y 66 en 20028. Hay autores como Saúl Franco9 que calcula tasas
aún más elevadas: según él, entre 1974 y 1995 la tasa de homicidios por cada 100.000
habitantes pasó de 15 a 92, con un promedio anual de 78,4,
Estos cálculos varían: según el periódico El Nuevo Siglo, un estudio elaborado sobre
muertes violentas por la revista francesa Population &Societés del Instituto Nacional de
Estudios Demográficos, INED, coloca a Colombia en “el deshonroso primer lugar” en la
tasa de homicidios. Pero la tasa calculada es sensiblemente menor que la citada
anteriormente: 61 casos por cada cien mil habitantes, seguido por El Salvador (55.6, Brasil
(23), Rusia (21.6, Albania (21), Puerto Rico (20.6), Kazajstán (17.1), Venezuela (16),
México (15.9) y Ecuador (15.3%). Según el mismo informe, el promedio mundial es de 8.7
casos, el de Francia es del 0.6, el de Alemania del 0.8 y el de Japón, del 0,410.
8
Fundación Social, Vigía del Fuerte, Boletín semestral sobre la situación humanitaria, # 3, Bogotá, julio del
2003
9
Saúl Franco, (1999), El Quinto: no matar, Tercer Mundo e IEPRI, Universidad Nacional de Colombia,
Bogotá, pp.81-84.
10
El Nuevo Siglo, Bogotá, jueves 13 de noviembre de 2003.
11
Cálculos basados en la información recogida por CODHES (Consultoría para el Desplazamiento Forzado y
los Derechos Humanos), Bogotá. Cfr, (1998) Un país que huye. Desplazamiento y violencia en una nación
fragmentada, CODHES y UNICEF, Bogotá. , y los boletines informativos. .
5
por los abusos de la guerrilla en la zona desmilitarizada que se le había concedido para
facilitar el diálogo y por el hecho de negociarse sin previo cese al fuego, que hacía posible
que el conflicto se continuara escalando mientras se negociaba.
Además, otro punto que hacía difícil la negociación es el hecho de que las violencias
colombianas no giran en torno a una sola polarización entre amigos y enemigos, claramente
definidos, ni en torno a un eje específico de conflictos (económico, étnico, religioso,
nacional, etc.). Sus contradicciones se producen en torno a varias dinámicas de distinto
orden y a procesos históricos diferentes, que se reflejan en identidades más cambiantes y en
cambios en el control de los territorios. Esa diversidad se expresa incluso en las
explicaciones de la violencia, que oscilan entre aquellas que privilegian los aspectos
objetivos, de tipo estructural, como la relación con la pobreza, la exclusión política y la
desigualdad socioeconómica y las que se centran en las motivaciones y opciones
voluntarias de actores particulares, por ejemplo, las de guerrilleros y paramilitares.
La geografía de la violencia
Pero esas condiciones no determinan necesariamente una opción de los actores sociales por
la violencia, sino que ésta es el producto de la elección voluntaria de grupos que deciden,
en una circunstancia histórica determinada, que la acción armada es la única salida posible
para los problemas de la sociedad. Sin embargo, esta opción se manifiesta de manera
diferente en los diversos momentos y espacios del territorio del país. Esta desigual
6
cobertura de la violencia en el territorio nacional hace que hoy sea posible diferenciar
varias dinámicas geográficas del conflicto armado12, aunque a menudo ellas puedan
entremezclarse y reforzarse mutuamente.
En primer lugar se presenta una dinámica de nivel nacional, que expresa una lucha por
corredores geográficos13, que permiten el acceso a recursos económicos o armamento, lo
mismo que el fácil desplazamiento desde las zonas de refugio a las zonas en conflicto. Así,
pueden distinguirse los conflictos por zonas:
En el norte del país, las Autodefensas han logrado cierto control sobre el eje Córdoba-
Urabá antioqueño y chocoano- nudo del Paramillo- nordeste antioqueño, bajo Cauca
antioqueño y Magdalena medio, aunque las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de
Colombia), hacen esfuerzos por recuperar el control de algunas de estas áreas,
anteriormente uno de sus bastiones tradicionales, y el ELN (Ejército de Liberación
Nacional) trata de defender su presencia en el sur de Bolívar.
En cambio, en el sur oriente, las FARC ha poseído tradicionalmente gran capacidad bélica:
por esta razón, esta zona fue escogida para la creación de la zona desmilitarizada (“zona de
despeje”) para facilitar los diálogos entre esta guerrilla y el pasado gobierno de Pastrana.
Pero esta hegemonía se ha venido modificando en los últimos tiempos: desde los años
ochenta, los paramilitares han venido consolidando un bastión militar en el Meta y, desde -
1996 (especialmente en 1998 y 1999), también en el Putumayo, sur del Caquetá y la zona
contigua al área desmilitarizada durante las conversaciones de paz con el anterior gobierno.
Y, a partir de 1999 y el 2000, el ejército colombiano ha recuperado cierta capacidad
ofensiva en áreas estratégicas como la zona del Sumapaz, bastión tradicional de las FARC,
que podían desplazarse, a través de ella entre el Meta, Cundinamarca, Tolima, Huila y el
Sur (Caquetá, Putumayo, Guaviare). La creación de batallones de alta montaña para
controlar los pasos montañosos cercanos al Sumapaz, los farallones de Cali, el mayor
control de carreteras principales como la autopista Medellín-Bogotá y los avances en las
vertientes de las cordilleras oriental y central en el departamento de Cundinamarca, en las
cercanías de Bogotá, muestran una evidente recuperación de la iniciativa militar por parte
del ejército.
Por otra parte, el fin de la zona desmilitarizada a finales del anterior gobierno hizo que las
guerrillas de las FARC se fueran replegando a áreas más periféricas en sus zonas de
influencia y reduciendo sus ataques a las poblaciones, mientras trataban de incrementar sus
actos terroristas en las grandes ciudades. Además, habían aprovechado la existencia de la
zona de despeje para intentar consolidar en el sur occidente un nuevo corredor geográfico,
que corresponde a un eje que parte de esa antigua zona desmilitarizada y se proyecta hacia
el sur del Huila, norte del Tolima, los límites entre Tolima y Valle y los límites entre el sur
del Valle y el norte del Cauca, buscando la salida al Pacífico y aprovechando la
colonización campesina de las regiones del cañón del río Naya y la Costa Pacífica. Por otra
12
Fernán E. González, Ingrid J. Bolívar y Teófilo Vásquez, 2003, Violencia política en Colombia. De la
nación fragmentada a la construcción del Estado, CINEP, Bogotá, especialmente pp. 115-119.
13
Cfr. Mapa # 2, SIG, CINEP, Bogotá, 2001. Mapa de dinámicas macro y mesorregional del conflicto,
Corredores y regiones conflictivas..
7
parte, la presión de los EE. UU por la erradicación de cultivos ilícitos introduce algunas
variaciones en los conflictos regionales. Así, hacia el sur, en la frontera con Ecuador, se
presenta una lucha entre guerrilleros de las FARC y grupos paramilitares por el control del
departamento del Putumayo, donde se concentra buena parte de los cultivos de coca en el
bajo Putumayo, que se convirtió así en un área especial de enfoque de la estrategia militar
del Plan Colombia.
En segundo lugar, se presenta una dinámica regional: la lucha por el control dentro de
regiones que refleja la confrontación entre áreas más ricas e integradas, o en rápida
expansión económica y zonas en la periferia donde hay colonización campesina al margen
de los beneficios de las zonas en expansión. En términos políticos, estas zonas se
caracterizan por el predominio de poderes políticos de corte tradicional, la poca presencia
directa de las instituciones y la burocracia del Estado central, que deja bastante autonomía a
los poderes locales o regionales. Allí el control de estos poderes se siente amenazado, por
una parte, por el avance militar de la guerrilla, que encuentra bases sociales de apoyo en las
tensiones internas del mundo campesino periférico y recurre a la lógica extorsiva sobre
particulares y administraciones locales “tuteladas”por ella. Y, por otra, por las políticas
modernizantes y reformistas del Estado central, que tiende a socavar las bases tradicionales
de su poder.
En tercer lugar, se da también una dinámica local, que refleja la lucha dentro de las
subrregiones, localidades y sublocalidades (“veredas campesinas”), que muestra las pugnas
entre la cabecera urbana (más fácilmente controlable por los paramilitares o el ejército) y la
periferia rural de las veredas campesinas, donde la guerrilla puede actuar con mayor
libertad. El caso de las masacres ejecutadas, a mediados del 2001, por las FARC en
Tierralta, Córdoba, refleja esta dinámica, donde los paramilitares controlan la cabecera
municipal pero tienen grandes dificultades para imponerse plenamente en la periferia de las
veredas. Incluso, ni siquiera fue posible establecer con claridad el número de víctimas (ni
14
Andrés Peñate, (1997): “El sendero estratégico del ELN: del idealismo guevarista al clientelismo armado”,
en María Victoria Llorente y Malcolm Deas, (compiladores), (1997): Reconocer la Guerra para construir la
Paz, CEREC, UNIANDES, Editorial Norma, Bogotá. Y (1991): Arauca: Politics and Oil in a Colombian
province, St. Anthony, Oxford University.
8
recoger los cadáveres, una semana después de los hechos) porque ni las autoridades ni los
organismos humanitarios habían podido llegar a las veredas de Zancón, Alto del Socorro,
La Palestina y La Gloria (corregimientos de Tierralta), por los combates entre guerrilla y
paramilitares por el territorio cocalero del Nudo del Paramillo. Al parecer, los campesinos
fueron acusados de sembrar y cuidar los cultivos de coca de los paramilitares en ese
territorio, que las FARC están intentando recuperar.
Estos escenarios del conflicto son el resultado de un desarrollo histórico, que muestra una
diferente lógica de la expansión territorial de los actores armados. Las guerrillas y los
grupos paramilitares tienden a mostrar cierta confrontación entre dos modelos
contradictorios de desarrollo rural, que parecen desarrollarse en contravía, como muestran
Fernando Cubides15 y Teófilo Vásquez 16 :
15
Fernando Cubides, (1998): “De lo privado y de lo público en la violencia colombiana: los paramilitares”,
en Jaime Arocha, Fernando Cubides y Myriam Jimeno, (1998): Las Violencias: una inclusión creciente, CES,
Universidad Nacional de Colombia, Bogotá. Y (1998): “Los paramilitares como agentes organizados de
violencia: su dimensión territorial” en Fernando Cubides, Ana Cecilia Olaya y Carlos Miguel Ortiz, (1998):
La Violencia y el municipio colombiano 1980-1997, CES, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá.
16
Teófilo Vásquez, (2001): “Análisis cuantitativo y cualitativo de la violencia de los actores armados en
Colombia en la década de los noventa”, en Fernán González, Ingrid Bolívar y Teófilo Vásquez, Evolución
reciente de los actores de la guerra en Colombia, cambios en la naturaleza del conflicto armado y sus
implicaciones para el Estado, Informe final de investigación, CINEP, Bogotá, marzo de 2001. Recogido de
alguna manera en Fernán González y otros, Violencia política en Colombia. De la fragmentación de la nación
a la construcción del Estado, CINEP, Bogotá, 2003, pp.67-68..
9
En un segundo momento, las FARC empiezan a salir de su nicho original, para expandirse
hacia zonas más ricas y económicamente más integradas al mercado nacional o mundial,
que coexisten con bolsones de colonos campesinos marginales y que están regulados por
poderes locales y regionales, semiautónomos frente a las instituciones y aparatos del Estado
central. O, a zonas en rápida expansión económica y poca presencia institucional del
Estado, que igualmente coexisten con grupos de colonos campesinos, que no tienen acceso
a la nueva riqueza del área, ni a la regulación estatal de los conflictos sociales, que es
suplida por las jerarquías sociales que se están construyendo en esas áreas. Y también hacia
zonas campesinas anteriormente prósperas e integradas, con cierta presencia institucional y
bastante regulación social por parte de poderes locales y regionales, pero que empiezan a
descubrir que su situación económica está decayendo, su cohesión y regulación social se
está resquebrajando y la presencia institucional del Estado está disminuyendo. El caso del
eje cafetero, caracterizado antes por un campesinado próspero, de pequeña y mediana
propiedad, con buena cobertura de servicios públicos, gracias a la presencia de la antes
poderosa Federación de Cafeteros, puede ejemplificar esta tendencia. Allí la crisis
internacional de precios ha golpeado severamente a la Federación y al pequeño y mediano
campesino, lo que viene creando un escenario favorable para la expansión guerrillera y el
aumento de la delincuencia común. Algo parecido ocurre en el minifundio andino
deprimido en zonas cercanas a las grandes ciudades, donde se experimenta el contraste de
zonas ricas con bolsones de población campesina sin posibilidad de acceso a la nueva
riqueza creada.
Los paramilitares, por el contrario, nacen en zonas que son relativamente más prósperas e
integradas al conjunto de la economía nacional o mundial, donde existen poderes locales y
regionales de carácter semiautónomo y consolidados hasta cierto punto. Este predominio
político de estas redes locales y regionales de poder y su control económico de las zonas en
expansión se sienten amenazados, por una parte, por el avance militar de la guerrilla, que
encuentra bases sociales de apoyo en las tensiones internas del mundo campesino periférico
y recurre a la lógica extorsiva sobre particulares y administraciones locales “tuteladas”por
ella. Y, por otra, por las políticas modernizantes y reformistas del Estado central, que
significan una tendencia hacia la expansión del dominio directo del Estado, que socava las
bases tradicionales de su poder. En ese sentido, las negociaciones de paz adelantadas por el
gobierno central son normalmente miradas con cierta suspicacia por los grupos regionales y
locales de poder, que se sienten más o menos abandonados por los aparatos e instituciones
del Estado central, cuyas políticas modernizantes y reformistas amenazan socavar las bases
de su poder tradicional y cuyas negociaciones de paz son interpretadas como traición frente
al enemigo común que deberían confrontar conjuntamente con ellas, como ilustra Mauricio
Romero para el caso de Córdoba.17. De esas zonas se proyectan hacia las zonas más
periféricas, con el apoyo de los poderes locales que se están consolidando en ellas, tanto en
lo económico como en lo político. En cambio, las guerrillas nacen en regiones periféricas,
de colonización campesina, no articuladas todavía por el bipartidismo, aunque se proyectan
luego hacia zonas más ricas e integradas, con una lógica extorsiva y militar. En esas zonas.
17
Mauricio Romero, (1988): “Identidades políticas, intervención estatal y paramilitares. El caso del
departamento de Córdoba”, en Controversia ·# 173, CINEP, Bogotá, diciembre de 1998 y (2003):
Paramilitares y autodefensas 1982-2003, Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales, IEPRI,
Universidad Nacional de Colombia y Editorial Planeta Colombiano, Bogotá..
10
donde no existen poderes locales consolidados y la presencia de los aparatos del estado es
precaria, la guerrilla ejerce funciones de control policivo y de cohesión social, que le dan
cierta soberanía de facto, que es ahora desafiada por el avance paramilitar y contrarrestada
de alguna manera por los esfuerzos del ejército por recuperar la iniciativa militar en esas
áreas.
Además, esta expansión diferenciada de los actores armados obedece también a una
diferente relación de las regiones en conflicto con los aparatos del Estado central, regional
y local. En general, las zonas donde surgen los grupos paramilitares se caracterizan, en
términos políticos, por el predominio de poderes políticos de corte tradicional, la poca
presencia directa de las instituciones y la burocracia del Estado central, que deja bastante
autonomía a los poderes locales o regionales, consolidados o en proceso de consolidarse,
que sirven de base al denominado dominio indirecto del Estado18, en una situación
semejante a los desarrollos históricos de países donde los aparatos del Estado central deben
negociar el monopolio de la fuerza con los poderes de hecho existentes en las regiones y
localidades.
Antecedentes históricos del conflicto actual.
Esta diferenciación geográfica del conflicto tiene que ver con dos fenómenos históricos:
primero, el fenómeno de la colonización campesina de zonas periféricas, que ha constituido
18
Los conceptos de “dominio directo” e “indirecto” del Estado están inspirados en la obra de Charles Tilly,
que contrapone el control directo del Estado sobre la población de un territorio por medio de una burocracia
moderna, una justicia de tipo impersonal y un ejército nacional con el pleno monopolio de la fuerza, frente al
control que un Estado puede ejercer por medio de la negociación con poderes locales y regionales existentes
de hecho, con los cuales comparte y negocia informalmente el monopolio de la fuerza y dela administración
de la justicia. Cfr Charles Tilly, (1992): Coerción, capital y los Estados europeos, Alianza editorial, Madrid,
y (1993): “Cambio social y revolución en Europa, 1492-1992”, en Revista Historia Social, # 15, Invierno,
Madrid,
11
Ambos procesos tienen su origen en la historia del poblamiento del país desde los tiempos
coloniales hasta nuestros días: la estructura de propiedad de la tierra ha venido produciendo
un proceso de permanente colonización campesina hacia la periferia, desde la segunda
mitad del siglo XVIII hasta hoy. En estas zonas de colonización, la organización de la
convivencia social queda abandonada al libre juego de las personas y grupos sociales. Esto
hizo muy conflictivos los procesos de integración de los territorios recién poblados al
conjunto de la Nación y configuró un escenario favorable para la inserción de grupos
armados, que aprovechaban la ausencia de las instituciones del Estado. En el proceso de
colonización periférica, antes mencionada, los territorios más aislados e inaccesibles se
fueron poblando con grupos marginales (mestizos reacios al dominio estatal y al control de
los curas católicos, blancos pobres sin acceso a la tierra, negros y mulatos, libres o
cimarrones, fugados de minas o haciendas). Esta situación implicó la existencia de
territorios donde el Estado español carecía del pleno monopolio de la justicia y coerción
legítima y donde no se habían configurado todavía mecanismos internos de regulación
social.
Además, incluso en los territorios más integrados al dominio del Estado, la presencia de las
instituciones estatales era diferenciada, de carácter dual: al lado de las autoridades formales
del Estado, existían fuertes estructuras locales y regionales de poder, con las cuales debían
negociar las primeras. Esta situación hacía que el Estado español ejerciera su control del
territorio principalmente por medio de las oligarquías o elites locales, concentradas en los
cabildos de notables, que ejercían el poder local y administraban justicia en primera
instancia, en nombre del rey pero con base en el poder de hecho que poseían de antemano.
19
Fernán E. González, (1997): “Poblamiento y conflicto social en la historia colombiana”, en Para leer la
Política. Ensayos de historia política colombiana. , CINEP, Bogotá.
20
Fernán E. González, Ingrid J. Bolívar y Teófilo Vásquez (2003): Violencia política en Colombia. De la
nación fragmentada a la construcción del Estado, CINEP, Bogotá, pp. 226-236.
12
Esa complejidad de conflictos hacía que, en muchos aspectos, la recién creada república
prolongara la estructura dual de poder de la colonia española, que se expresaba en la
coexistencia de instituciones políticas de carácter moderno al lado de redes locales y
regionales de estilo tradicional. Al lado de instituciones formalmente democráticas, basadas
en la separación de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial, y una historia continua de
elecciones de autoridades sin comparación con otros países latinoamericanos, operaban los
partidos tradicionales como dos federaciones contrapuestas pero complementarias de redes
locales y regionales de poder, de carácter clientelista (es decir, basados en hacer favores a
cambio de apoyo)21. Al decir de Daniel Pecaut22, con el tiempo, esas dos federaciones
fueron adquiriendo el carácter de dos subculturas políticas, que articulaban las
solidaridades, identidades, contradicciones y rupturas de la sociedad y servían de puente
entre las autoridades estatales del centro y las realidades locales y regionales, lo que
permitía la legitimación electoral del poder estatal.
21
Fernán E. González (1993): “Tradición y modernidad en la política colombiana”, en: Fernán E. González y
otros, Violencia en la región andina. El caso Colombia, CINEP, Bogotá y APEP, Lima, pp.84-86.
22
Daniel Pecaut, (1987): Orden y Violencia. Colombia 1930.1954, Siglo XXI editores y CEREC, Bogotá;
(1988): Crónicas de dos décadas de historia colombiana 1968-1988, Siglo XXI editores, Bogotá; y (2001):
Guerra contra la Sociedad, Planeta Colombiano, Bogotá, p..35.
13
Además, esta dinámica de las relaciones entre la sociedad y el Estado se modifica también
por los sucesivos esfuerzos de modernización de las instituciones del Estado y de la
sociedad, en torno a los cuales gira también la competencia partidista: uno de los intentos
más importantes de esa modernización, que tuvo lugar en los años treinta del siglo XX, iba
a constituir una profunda ruptura social y política, que terminó por desencadenar un
conflicto social y político de grandes proporciones, conocido en Colombia con el nombre
genérico de “La Violencia”.
Los enfrentamientos internos del partido conservador llevaron al poder al general Gustavo
Rojas Pinilla en 1953, el único periodo de régimen militar del siglo XX que experimentó
Colombia, que –inusualmente para Latinoamérica- no tuvo que afrontar movilizaciones
populistas o inclusionarias de las masas populares y las capas medias urbanas, que en otros
países del subcontinente obligaron a ampliar a ampliar la ciudadanía ni a incrementar el
gasto público. Esto permitió un manejo bastante ortodoxo de la economía, sin grandes
presiones inflacionarias. Por otra parte, la pobreza fiscal no permitió la aparición de una
23
Cfr Daniel Pécaut, (1987): Orden y Violencia: Colombia. 1930-1954, Siglo XXI editores y CEREC,
Bogotá. pp. 84 y 294-300.
24
Gonzalo Sánchez, (1989): “Violencia, guerrillas y estructuras agrarias” y “La Violencia: de Rojas al Frente
Nacional”, en Nueva Historia de Colombia, Editorial Planeta Colombiana, Bogotá..
14
amplia burocracia estatal ni consolidar un verdadero “Estado del bienestar”, ya que el país
nunca experimentó grandes auges exportadores que lo articularan fuertemente al mercado
mundial, ni grandes migraciones de trabajadores europeos de corte anarcosindicalista.
Esto hizo innecesarias las intervenciones militares en la vida política, que reaccionaron en
otros países frente al avance de movimientos inclusionarios de corte populista. Por estas
razones, el Estado colombiano siguió conservando algunos rasgos propios de los estados
decimonónicos, de corte oligárquico y excluyente, como muestra Pecaut25 reiteradamente,
aunque se haya modernizado selectivamente, según sectores y regiones.
El gobierno de Rojas Pinilla intentó en vano la pacificación del país por medio de la
amnistía de los guerrilleros liberales. Sin embargo, su anticomunismo lo llevó a enfrentarse
con las guerrillas que consideraba influenciadas por el partido comunista, lo que produjo
una nueva generalización de la violencia. Los intentos de Rojas de consolidarse en el poder,
de manera autónoma frente a los partidos tradicionales, llevaron a éstos a unirse para
derrocarlo en 1957. Y a configurar el régimen “consocionalista” del Frente Nacional, que
fue refrendado popularmente por un referendo o plebiscito. Durante los 16 años que duró,
los dos partidos tradicionales se turnaron la presidencia y compartieron en forma paritaria
ministerios, alcaldías, gobernaciones y escaños en el Congreso y demás organismos de
representación popular, lo mismo que la Corte Suprema de Justicia y el resto de la
burocracia estatal.
La Violencia mostró tanto la fragmentación del poder que se ocultaba detrás de las
agrupaciones de los partidos tradicionales como la desigualdad de la presencia estatal en el
territorio nacional, ya que la dinámica de los grupos locales y regionales de poder escapaba
en muchos lugares al control del Estado central y a la dirección de la clase política del
orden nacional. Esas diferentes tensiones hicieron que la Violencia revistiera características
diferentes según la cohesión social de regiones y localidades, que en ocasiones compensaba
la ausencia de autoridad estatal, lo mismo que al diferente grado de integración al conjunto
de la nación. En ese sentido, Mary Roldán diferencia, en su tesis doctoral sobre la violencia
en el departamento de Antioquia entre 1946 y 195326, los municipios “centralmente
integrados” donde la violencia se restringe a la competencia entre los partidos por el acceso
a la burocracia de los “municipios de frontera”, donde la violencia incluye otro tipo de
conflictos como problemas de tierras y aparece otro tipo de violencia guerrillera. En el
primer caso, el Estado no interviene directamente sino que delega el control de la situación
a los mecanismos internos del bipartidismo mientras que interviene directamente para
controlar la situación en las zonas de colonización.
En general, la lucha guerrillera liberal se desarrolla localmente, con poca coordinación con
el mundo urbano y bastante desacuerdo con la dirigencia nacional, aunque subsista la
alusión a la pertenencia al partido liberal como referencia de identidad colectiva. Además,
los enfrentamientos entre guerrillas liberales y comunistas contribuyen a la fragmentación
25
Daniel Pécaut, (1987): o. c., pp.80-90, 124-195, 227-230
26
Mary Roldán, 1989, “Guerrilla, contrachusma y caudillos durante la violencia en Antioquia, 1949-1953, en
Estudios Sociales # 4, FAES, Medellín, marzo 1989, p.64 y 1992, Genesis and evolution of “The Violence in
Antioquia, Tesis doctoral, Universidad de Harvard, publicada en español con algunas modificaciones en
(2003): A sangre y fuego. La violencia en Antioquia, Colombia, ICANH y Fundación para la promoción de
la ciencia y la tecnología, Bogotá. .
15
del campesinado, que termina atomizado y presionado a migrar a las cabeceras municipales
y ciudades cercanas. Sin embargo, la Violencia de los años cincuenta hizo más intensa la
pertenencia a los partidos tradicionales, como señala Daniel Pécaut, ya que la referencia a
su enfrentamiento se convirtió en la única posibilidad de dar sentido a la experiencia vivida
por esta generación de colombianos.27
Esta situación permite comprender por qué los dos partidos acordaron compartir el poder y
la burocracia estatal para poner fin al conflicto y a la dictadura militar por medio del
régimen de gobierno compartido conocido como el Frente Nacional.. Sin negar el carácter
civilizador que tuvo ese régimen para la vida política colombiana, es claro que el
monopolio compartido del poder por los dos partidos hacía difícil la expresión política de
nuevos poderes locales, grupos y problemas sociales que se formaban al margen de él y no
permitía ampliar la ciudadanía más allá de las fronteras de los partidos tradicionales,
aunque los grupos opuestos al régimen solían insertarse normalmente en las facciones
disidentes de los partidos.
A lo largo de la historia colombiana, esos grupos disidentes del partido liberal habían sido
el vehículo normal de expresión y canalización de las tensiones sociales del mundo rural,
sobre todo en los años veinte y treinta del siglo XX. Pero el mismo estilo de
funcionamiento de los partidos tradicionales en las zonas rurales y en las áreas de
colonización campesina bloqueaba esta capacidad, pues los intereses de los colonos
campesinos chocaban necesariamente con los procesos de concentración de la propiedad de
la tierra y de la jerarquización de las comunidades que se formaban en las regiones de
colonización, que eran normalmente la base social del poder político de los partidos
tradicionales.
Esa dificultad del bipartidismo para expresar los intereses de los grupos sociales que se
configuraban en las zonas de colonización campesino se hizo evidente, desde los inicios del
Frente Nacional, como señala Gonzalo Sánchez28, en las limitaciones de los planes de
rehabilitación y reinserción para los antiguos guerrilleros: solían beneficiar más a los
seguidores y regiones amigas de los jefes políticos de los partidos tradicionales que a los
propios exguerrilleros, como señala Alfredo Molano en uno de sus relatos.29 El modelo de
mediación bipartidista entre Estado y sociedad hacía imposible que las instituciones estatales
hicieran presencia en los grupos y regiones organizados al margen del bipartidismo, pues
allí carecían de instrumentos de intervención y de poderes locales en que apoyarse. Estas
limitaciones produjeron un recrudecimiento de los hechos violentos durante el primer
gobierno del Frente Nacional y un surgimiento de fenómenos de bandolerismo. En palabras
de Sánchez, lo que quiso hacer e hizo el pacto bipartidista fue “disociar el conflicto
bipartidista del conflicto social y crear una artificial atmósfera de paz en un contexto de
27
Daniel Pécaut, (1987): Orden y Violencia. Colombia 1930-1954, Siglo XXI editores y CEREC; Bogotá,
pp. 565-566 y 571-573. :
28
Gonzalo Sánchez, 1988, “Rehabilitación y violencia bajo el Frente Nacional”, en Análisis Político, # 4,
mayo- agosto de 1988.
29
Alfredo Molano, (1989): “Vida del capitán Berardo Giraldo”, en Siguiendo el Corte. Relatos de guerras y
tierras. , El Ancora Editores, Bogotá.
16
Esta dificultad del sistema política para responder a las presiones de nuevos grupos sociales
se hizo evidente a partir de los años sesenta y setenta, cuando los rápidos cambios de la
sociedad pronto hicieron obsoletos los marcos institucionales que el país poseía para
canalizar los procesos sociales32: la urbanización y metropolización rápidas de la población,
producidas por la migración aluvional de los campesinos hacia las ciudades, sobrepasaron
la capacidad del Estado para proporcionar servicios públicos adecuados a la población
urbana creciente, mientras que la industria nacional se mostraba igualmente incapaz para
absorber esta mano de obra en aumento. Por otra parte, a partir de los años sesenta, se
producen importantes cambios culturales como la rápida apertura del país a las corrientes
en boga en el pensamiento mundial, un acelerado proceso de secularización de las clases
altas y medias, un aumento importante de la cobertura educativa en la secundaria y
universidad, el surgimiento de nuevas capas medias y una transformación del papel social
de la mujer, que produce cambios importantes en la estructura familiar.
Por otra parte, Leal señala que la alteración del sectarismo, pilar del régimen y casi la razón
de ser del sistema político, producida por el carácter civilizador del Frente Nacional,
debilita el sentimiento de pertenencia a los partidos y afecta el sistema de “jefaturas
naturales” de los partidos al despojarlas de su base sectaria. Este eclipse de las jefaturas
nacionales significó la pérdida de la preeminencia de los niveles nacionales de poder sobre
los regionales y locales y el debilitamiento de los mecanismos que aglutinaban las diversas
instancias del poder. Esto se refleja en el enorme aumento del faccionalismo dentro de los
partidos y la fragmentación del poder existente, ahora sin el contrapeso que los jefes
nacionales introducían al articular las redes locales y regionales de poder. Según Leal, el
sectarismo proporcionado por la adhesión al bipartidismo era la única dinámica de cohesión
nacional dentro de una sociedad con un Estado exiguo.33
Además, el mismo carácter del Frente Nacional como coalición heteróclita de intereses
parciales yuxtapuestos planteaba límites serios a los intentos de modernización del Estado,
30
Gonzalo Sánchez y Donny Maertens, (1989): “Tierra y violencia. El desarrollo desigual de las regiones, en
Análisis Político, # 6, enero- abril de 1989.
31
Francisco Leal Buitrago, (1987): “La crisis política en Colombia: alternativas y frustraciones”, en Análisis
Político # 1, mayo-agosto 1987.
32
Daniel Pécaut, (1990): “Modernidad, modernización y cultura”, en Gaceta # 8, COLCULTURA, Bogotá,
agosto.-septiembre de 1990 y Jorge Orlando Melo, (1990): “Algunas consideraciones globales sobre
“modernidad” y “modernización”, en Análisis Político # 10, IEPRI, Universidad Nacional de Colombia,
Bogotá, mayo-agosto de 1990.
33
Francisco Leal Buitrago, (1989): “El sistema político del clientelismo”, en Análisis Político, # 8,
septiembre- octubre de 1989.
17
Sin embargo, este autor opina que talvez la fuente principal de esta debilidad residía en que
los intentos de reordenamiento modernizante no fueron acompañados, sino en mínima
parte, por una movilización efectiva de la opinión en su favor. Por otra parte, sus medidas
en materia de legislación laboral y sus enfrentamientos con el sindicalismo parecían haberle
alienado los sectores populares urbanos.34 A esto podrían añadirse los problemas políticos y
sociales en torno a la creación de la ANUC, Asociación Nacional de Usuarios Campesinos,
organizada por el gobierno como apoyo al reformismo agrario y las tensiones que el
carácter tecnocrático de muchos de sus funcionarios creaba con el sistema clientelista
tradicional.
34
Daniel Pécaut, (1988): Crónicas de dos décadas de política colombiana, 1968-1988, Siglo XXI editores,
Bogotá,, p.73.
18
Por eso, Ana María Bejarano y Renata Segura35 han señalado la paradoja de que la
modernización del Estado terminó, por su carácter selectivo y desigual, fortaleciendo la
descalificación de la política, que pretendía relegitimar. El resultado no deseado de los
intentos modernizantes fue “una creciente separación entre la sociedad y la clase política”,
que tiende a ser percibida como “una realidad aparte, “autorreferenciada” y “dedicada a su
autorreproducción”. Esta separación, ya señalada anteriormente por Pecaut como uno de los
rasgos característicos de la evolución política reciente36, hará cada vez más ilegítima a la
clase política a los ojos de la sociedad. Esto no hizo sino aumentar la crisis de
representación política de la sociedad colombiana..
Esta separación entre política y sociedad disminuía las posibilidades de articulación entre
las diferentes instancias del poder, lo mismo que entre las diferentes lógicas del quehacer
político. La resistencia de los poderes tradicionales y la timidez de las reformas políticas y
sociales lograron obstaculizar los esfuerzos del Estado por expandir su dominio directo
sobre la sociedad. Además, la misma heterogeneidad interna del régimen bipartidista
dificultaba los intentos de reforma: los esfuerzos de los sectores modernizantes eran muy
tímidos para lograr el apoyo y la movilización de sectores medios y populares, pero eran
considerados excesivos para algunas elites regionales y locales, que mostraban cierta
desconfianza frente al Estado central y a los políticos del orden nacional. Esta situación
obliga a las instituciones modernas del Estado, de carácter impersonal y burocrático, a
negociar continuamente con las estructuras de poder previamente existentes en localidades
y regiones. Por una parte, esto reduce las exigencias modernizantes del Estado central,
pero, por otra, modera también sus tendencias excesivamente centralizantes y
homogenizantes, que generalmente expresan la mentalidad de las elites tecnocráticas, poco
conscientes de las diversidades regionales y locales.
35
Ana María Bejarano y Renata Segura, 1996,”El fortalecimiento selectivo del Estado durante el Frente
Nacional, en Controversia # 169, CINEP, Bogotá, noviembre de 1996, p.52.
36
Daniel Pecaut, 1987, Orden y Violencia, antes citado, p.126.
19
Estas paradojas del tímido reformismo y la separación entre movilización social y política
hacían que los problemas sociales del campo y de la ciudad configuraran un caldo de
cultivo favorable para los grupos guerrilleros: en ese sentido, las limitaciones de la reforma
agraria oficial y la criminalización de la protesta campesina acentuaron el divorcio entre
movimientos sociales y partidos políticos tradicionales. El abandono de los intentos de
reforma agraria de la década de los sesenta, produjo como resultado, una mayor
concentración de la propiedad de la tierra a partir de 1970. En ese contexto, surgieron
movimientos guerrilleros de tipo revolucionario, producto de la creciente radicalización de
la juventud universitaria y de capas medias urbanas, junto con los problemas campesinos de
larga duración antes mencionados.
Esta opción se veía favorecida por la escasa presencia estatal en vastos territorios del país (o,
su estilo indirecto de presencia, a través de las estructuras locales de poder, todavía en
formación) y por la existencia de una tradición de lucha guerrillera, presente en numerosos
grupos sociales y antiguos jefes guerrilleros de los años cincuenta, no plenamente insertos en
el sistema bipartidista del Frente Nacional. Esto era muy visible en las zonas de colonización,
adonde seguían llegando campesinos expulsados por las tensiones del agro y la violencia
anterior. Sobre todo, cuando desaparecen el MRL (Movimiento Revolucionario Liberal,
disidencia del partido liberal, liderado por Alfonso López Michelsen, que sería presidente
entre 1978 y 1982)) y la ANAPO (Alianza Nacional Popular, grupo populista del antiguo
dictador Rojas Pinilla) movimientos de oposición, que de alguna manera canalizaban y
articulaban políticamente este descontento social.
Así, el Ejército de Liberación Nacional, ELN fue creado en 1964 por estudiantes de clase
media e intelectuales, influenciados por el modelo foquista de la revolución cubana, que
privilegian la acción militar sobre la organización de bases sociales y la existencia de
condiciones prerrevolucionarias37. Por ello, se distancian del partido comunista y de las
autodefensas influenciadas por él, a los que califican de “reformistas”. El grupo se inserta
en zonas de colonización campesina del Magdalena medio de Santander, donde había
operado la guerrilla liberal de Julio César Rangel, antiguo dirigente gaitanista, y otras áreas
vecinas, donde habían ejercido alguna influencia grupos radicales en los años veinte y
treinta, lo mismo que en las estribaciones de la serranía de San Lucas en el sur de Bolívar y
en las cercanías de municipios auríferos de Antioquia, como Segovia y Remedios.
Se produce allí una confluencia entre nuevos actores sociales, salidos de los movimientos
sindical y estudiantil, y los antiguos guerrilleros, viejos protagonistas de los conflictos
rurales de la región. Pero muy pronto el desencuentro entre los guerrilleros de origen rural y
los de origen urbano: la mayor parte de estos últimos es eliminada por los fusilamientos o
asesinatos ordenados por su autoritario líder. A este grupo se vinculan Camilo Torres
Restrepo y otros curas de origen español, uno de ellos, Manuel Pérez, llegaría a ser el jefe
máximo de la organización. Esta vinculación, junto con la simpatía de algunos sacerdotes
diocesanos y religiosos, ha hecho que este grupo sea asociado a veces con la teología de la
liberación, lo que acentúa más su radicalidad política con cierta tonalidad de
37
Daniel Pécaut, 2003, “Reflexiones sobre el nacimiento de las guerrillas en Colombia”, en Daniel Pécaut,
2003, Violencia y Política en Colombia. Elementos de reflexión, Hombre Nuevo editores y Facultad de
Ciencias económicas y sociales, Universidad del Valle, Medellín, pp 52-56.
20
En 1967, surge el Ejército Popular de Liberación, EPL, como brazo armado del Partido
Comunista Marxista Leninista (ML), de filiación maoísta, que se inserta en las regiones del
Alto Sinú y Alto San Jorge, en Córdoba, como resultado del encuentro del encuentro de los
cuadros de esta organización, procedentes de la clase media urbana, y la guerrilla liberal de
Julio Guerra, que había operado en esa región38. Guerra se había convertido entonces en
militante del MRL, Movimiento Revolucionario Liberal. Su inserción en la zona era
facilitando por el aislamiento del área y su ubicación estratégica como vía de acceso hacia
Urabá, las tierras bajas de Córdoba y del Bajo Cauca, regiones caracterizadas por las
tensiones rurales entre colonos campesinos y terratenientes que estaban expandiendo sus
dominios, legal o ilegalmente. De ahí la influencia del grupo en la ANUC, Asociación
Nacional de Usuarios campesinos, organizada por el gobierno de Lleras Restrepo para
apoyar la reforma agraria.
La mayor parte de sus dirigentes provenía de las filas del partido comunista oficial, del que
se apartan para privilegiar al campesinado como motor de la revolución y al que critican
por su reformismo y localismo. Pero su dogmatismo para tratar de imponer el regreso a los
cultivos de autosubsistencia y el abandono de la comercialización de la producción, junto
con su rigorismo moral, limitan su expansión entre la población de la región. Su acción
militar es modesta, limitada a tratar de consolidarse en la zona de San Jorge y Alto Sinú y a
incursiones fugaces en Urabá y otras zonas planas, que son contenidas por el ejército
nacional. La mayoría de sus jefes iniciales es eliminada rápidamente y el grupo queda
reducido a la defensiva desde 1975.
38
Daniel Pécaut, (2003): o. c., pp. 56-59.
39
Daniel Pécaut, (2003·): o. c., pp, 59-68.
21
grandes propietarios a pactar con ellas, a pagar contribuciones o abandonar la zona. Allí
crean cierta territorialización, que es reforzada por las acciones militares en su contra: los
ataques impulsados por el general Rojas Pinilla en Villarrica y Cunday (Sumapaz) en 1954
y 1955, produce el desplazamiento de estos grupos armados y de los campesinos por ellos
tutelados hacia zonas deshabitadas, como los valles altos de los ríos Duda, Guayabero y
Ariari. La cruzada de los sectores más derechistas del partido conservador contra estas
comunidades rurales a las que caracterizaban como “repúblicas independientes” llevó al
gobierno del presidente Valencia a un ataque militar, en 1964, contra los territorios
controlados por esos grupos de autodefensa: Marquetalia (sur del Tolima), Riochiquito
(zona indígena en el norte del Cauca), El Pato y Guayabero (en las montañas de la
cordillera oriental entre Huila, Caquetá y Meta). Este ataque conduce a la ocupación de la
zona de San Vicente del Caguán, en el Caquetá, y en septiembre de 1966, al surgimiento
oficial de las FARC, ya como movimiento guerrillero de alcance nacional.
Por eso, opina Pécaut, que los distintos movimientos guerrilleros no constituían, hasta fines
de los años setenta, una amenaza seria al régimen y parecían condenadas, en el mejor de los
casos, a vegetar en las zonas periféricas del país, y, en el peor, a descomponerse política y
militarmente. Entre los años 1960 y 1975, la confrontación sigue confinada al mundo rural:
40
Daniel Pécaut, (2003): o. c., p.68.
22
las guerrillas no han logrado relaciones estables con grupos urbanos: los combatientes
provenientes de las ciudades son vistos con sospecha por los guerrilleros de origen
campesino. Incluso el M-1941, que se había iniciado en 1974 como movimiento urbano,
cercano a los “Tupamaros” uruguayos o los “Montoneros” argentinos, se ve obligado a
replegarse hacia las zonas de colonización, después de algunos golpes espectaculares en las
ciudades42.
41
El M-19, Movimiento 19 de Abril, aparece en 1974 como respuesta a las protestas contra un alegado
fraude electoral contra la candidatura presidencial del general Gustavo Rojas Pinilla, que pretendía llegar
electoralmente al poder a la cabeza del movimiento populista Alianza Nacional Popular, ANAPO.
42
Daniel Pécaut, (2003): o. c. , p.47.
43
Daniel Pécaut, (2003): o. c., pp 70-74.
44
Teófilo Vásquez, (1999): “Un ensayo interpretativo sobre la violencia de los actores armados en
Colombia”, avance parcial de una investigación en curso, desarrollada por el CINEP, sobre la evolución
reciente del conflicto armado.
23
nomadismo guerrillero. Esta tendencia se profundizaría con el ataque militar del ejército a la
sede central del secretariado de las FARC en La Uribe (1990), que respondería con una
ofensiva militar sin precedentes por parte de las FARC, que alcanza el mayor registro de
acciones bélicas entre 1991 y 1992. Este fortalecimiento de la dimensión militar se refuerza
con el replanteamiento de la VIII Conferencia de las FARC, que deciden avanzar hacia la
construcción de un ejército capaz de pasar a la guerra de posiciones y de un movimiento
político clandestino (el “movimiento bolivariano”).
Esta tendencia a una mayor expansión guerrillera es también corroborada por Camilo
Echandía45, que observa, desde 1982, un continuo crecimiento de los frentes en los
departamentos de Meta, Guaviare, Caquetá, Putumayo, Cauca, Santander y la Sierra Nevada
de Santa Marta, hecho posible, en parte, por los recursos derivados de la coca. Además, el
accionar de las FARC experimenta transformaciones importantes en los años ochenta, al
hacer presencia en zonas que experimentan transformaciones hacia la ganadería extensiva
(Meta, Caquetá, Magdalena Medio y Córdoba) o hacia la agricultura comercial (zona
bananera de Urabá, partes de Santander y sur del Cesar). Incluso, en zonas de explotación
petrolera (Magdalena Medio, Sarare, Putumayo) y aurífera (Bajo Cauca antioqueño y sur de
Bolívar). Y se van situando también en zonas fronterizas (Sarare, Norte de Santander,
Putumayo, Urabá) y en zonas costeras (Sierra Nevada, Urabá, occidente del Valle),
vinculadas con actividades de contrabando.
En el caso del ELN, Camilo Echandía observa una tendencia semejante, aunque menor:
también en los años ochenta, empieza a resurgir después de su derrota militar en Anorí
(1973), con un aumento significativo de frentes, gracias al fortalecimiento económico que
logró con la extorsión a las compañías extranjeras que construía el oleoducto Caño Limón-
Coveñas. Luego de iniciada la explotación petrolera del Arauca, como muestra Andrés
Peñate46, el ELN fue desarrollando hábiles esquemas clientelistas para desviar recursos del
erario público a favor de sus amigos. Y fue expandiendo sus frentes, siguiendo la línea de la
explotación petrolera. Según Alejo Vargas, desde su recomposición en los años ochenta, el
ELN da un viraje hacia la presencia de una guerrilla móvil con tendencia a arraigarse
regionalmente e insertarse así en nichos sociales de apoyo, buscando gestar un proyecto de
poder popular en el espacio geográfico de su trabajo47.
Por su parte, como muestra Echandía, el EPL se concentraba, en la década de los ochenta, en
las zonas de cierto desarrollo agroindustrial, como Urabá, y en zonas de colonización
campesina donde se presentaba expansión de nuevos terratenientes (Urabá y Córdoba), en la
región del Viejo Caldas (departamento de Risaralda y oriente de Caldas). También ampliaba
45
Camilo Echandía, ( 1998): “Evolución reciente del conflicto armado en Colombia: la guerrilla”, en Jaime
Arocha, Fernando Cubides y Myriam Jimeno, (editores), (1998): Las violencias: inclusión creciente,
Facultad de Ciencias Humanas y Centro de Estudios Sociales, CES, Universidad Nacional, Bogotá.
46
Andrés Peñate, Arauca: Politics and oil in a Colombian Province, St. Antony College, University of
Oxford, 1191, citado por Echandía, o. c..Este enfoque es recogido luego por el propio Peñate, en “El sendero
estratégico del ELN: del idealismo guevarista al clientelismo armado”, en Malcolm Deas y María Victoria
Llorente, Reconocer la Guerra para construir la Paz, CEREC, Ediciones UNIANDES, Grupo editorial
Norma, Bogotá, 1999.
47
Alejo Vargas, “Una mirada analítica sobre el ELN”, en Controversia # 173, CINEP, Bogotá, diciembre de
1998.
24
En resumen, entre 1985 y 1995 Echandía constata una gran expansión de la actividad
guerrillera, sobre todo en las zonas de minifundio cafetero (afectado por la crisis
internacional de precios), el latifundio ganadero de la Costa Caribe y la agricultura de tipo
empresarial donde existe gran población rural. También se registra un importante
crecimiento del accionar insurgente en las zonas de minifundio andino deprimido, pero en
menor proporción, lo mismo que en las áreas rurales cercanas a las ciudades. En las zonas
de colonización marginal, donde su presencia había sido tradicionalmente fuerte, sigue la
expansión pero más lenta. Y concluye que la guerrilla ha diversificado su tipo de presencia
según las características de cada región: las zonas de colonización marginal, donde se
inició, son consideradas áreas de refugio, mientras que las zonas donde se implantó
significativamente antes de 1985 se constituyen en áreas para la captación de recursos,
quedando los municipios donde pretende expandirse como áreas de confrontación
armada.51 Por esto, como señala Jesús A. Bejarano52, la mayoría de los hechos violentos no
se localizan ahora en las zonas de mayor pobreza rural sino en las zonas de rápida
expansión económica, pero donde existen bolsones de población campesina sin acceso a la
nueva riqueza y donde las instituciones del Estado se ven sobrepasadas por las tensiones
producidas por ese contraste. Esta nueva geografía de la presencia guerrillera respondería al
propósito estratégico, antes enunciado, de pasar de su ubicación original en la periferia del
sistema económico para afectar la actividad agropecuaria central en las zonas más
48
Comisión de superación de la Violencia, Pacificar la Paz. Lo que no se ha negociado en los acuerdos de
Paz, publicado conjuntamente por el IEPRI (Universidad Nacional), CINEP, Comisión Colombiana de
Juristas y CECOIN, Bogotá, 1992.
49
Fabio López de la Roche, “Problemas y retos de los procesos de reinserción. Reflexiones generales
apoyadas en el estudio de caso del EPL”, en Ricardo Peñaranda y Javier Guerrero (editores), De las armas a
la Política. , Tercer Mundo ediciones, IEPRI, Universidad Nacional, Bogotá, 1999.
50
Clara Inés García, “Antioquia en el marco de la guerra y la paz. Transformaciones de la lógica de los
actores armados”, en Controversia, # 172, julio de 1998.
51
Camilo Echandía, o, c,, pp. 37-42.
52
Jesús Antonio Bejarano, Camilo Echandía, Rodolfo Escobedo y Enrique León (1997): Colombia:
inseguridad, violencia y desempeño económico en las áreas rurales, FONADE y Universidad Externado de
Colombia, Bogotá.
25
Se combina así una ideología marxista- leninista y una concepción jacobina de la política
(en la versión estalinista y agrarista de las FARC y guevarista de pequeña burguesía
universitaria en el ELN) con las tradiciones clientelistas propias de la cultura campesina y
las percepciones de exclusión social de jóvenes rurales y campesinos, reforzadas
recientemente por su capacidad de inserción en las economías de la coca y amapola, como
muestran también los análisis de Marco Palacios55. La expansión guerrillera sería el
resultado de una astuta combinación de un accionar militar y un recurso al terror con la
explotación de las inequidades sociales, especialmente en las áreas donde hay una rápida
expansión económica que coexiste con zonas de colonización campesina tradicional, cuya
situación de pobreza contrasta con la nueva riqueza producida, o con población campesina
deprimida cercana a las ciudades, sujetas al mismo contraste de situaciones, o, como el
caso del campesino cafetero, donde se produce un notable deterioro de unas condiciones
económicas tradicionalmente favorables.
Además, esta expansión de la actividad guerrillera coincide con una creciente crisis de
representación política que termina afectando profundamente la legitimidad de las
instituciones estatales y las formas de mediación política de la sociedad. Esto dificulta
todavía más la solución de los países que el país afronta. La conciencia de la crisis de
legitimidad del régimen e instituciones políticas condujo a una búsqueda de relegitimación,
que se plasmó en un nuevo texto constitucional elaborado en 1991 por una Asamblea
Constituyente, donde participaron algunos antiguos guerrilleros de los grupos que habían
pactado la paz con el Estado. La nueva constitución reconoció la pluralidad del país en lo
étnico, religioso, cultural y regional, lo mismo que una amplia gama de derechos sociales,
económicos y culturales. Además, trató de corregir los vicios que consideraba más
evidentes de la vida política colombiana y crear un mayor equilibrio entre las ramas del
poder público en contra del presidencialismo centralizante de la anterior Constitución. Pero
muchas de sus reformas fueron frustradas o limitadas por la legislación posterior y los
intentos de moralizar la vida política se vieron pronto neutralizados por la realidad de la
actividad política.
Por otra parte, la penetración de los dineros provenientes de los cultivos de uso ilícito en la
sociedad colombiana ayuda a profundizar esa crisis de legitimidad, transformar
radicalmente la lógica de los actores armados y posibilitar una expansión de su control
territorial, más allá de sus nichos originales de su momento fundacional. El enorme
aumento, desde el final de la década de los setenta, en las plantaciones de coca y de otros
cultivos ilícitos, especialmente en la periferia del país, donde había poca presencia del
Estado. Los cultivos ilícitos encuentran un escenario ideal para su desarrollo en las zonas
de colonización campesina periférica, donde es escasa la presencia de las instituciones
reguladoras del Estado y existe una base social en los colonos campesinos, que logran así
insertarse en la vida económica del país y del mundo. Surgen entonces poderosos carteles
de la droga, en especial, en Medellín y Cali, los cuales libraron una guerra contra el Estado
durante las décadas de los ochenta y noventa. Finalmente, esos carteles fueron derrotados y
se dividieron en grupos más pequeños, luego de un apoyo militar prolongado (y de una
fuerte presión) de Estados Unidos al gobierno colombiano. Estados Unidos intensificó su
enfoque sobre las drogas en Colombia durante el mandato del presidente Clinton, lo que
llevó a la implementación del Plan Colombia desde 1999, muy centrado en la recuperación
militar del sur del país, especialmente de Putumayo, con la finalidad de implementar allí la
fumigación.
27
También los grupos guerrilleros se vieron afectados por el recurso a los dineros
provenientes de los cultivos de uso ilícito, cuya expansión coincide con las zonas de
colonización campesina periférica donde había nacido la insurgencia, especialmente las
FARC. Esta coincidencia hizo que la guerrilla inicialmente se dedicara a regular las
relaciones de los campesinos cocaleros entre sí y a cobrar un impuesto (“gramaje”) sobre
los cultivos, a cambio de protección. Pero esta relación de las FARC con el narcotráfico se
va modificando con la evolución del narcotráfico en Colombia: al principio, el negocio de
las mafias colombianas se concentraba en el procesamiento y comercialización de la coca
proveniente de Bolivia y Perú. Solo más tardíamente, entrada la década de los noventa, se
produce un real auge de los cultivos en las zonas de colonización campesina: entonces, las
FARC intervienen para controlar el trabajo de los recolectores o “raspachines” y regular
los precios que ofrecían los intermediarios de las mafias de los narcotraficantes. Y mucho
más recientemente, empiezan a intentar manejar toda la cadena productiva y se enfrentan a
la competencia de los paramilitares, no solo por el acceso a los recursos provenientes del
negocio ilícito sino también por el control hegemónico de la población y los territorios de
los cultivos, considerados como sus zonas de refugio.
Este cambio lleva a enfrentamientos armados con los grupos paramilitares por el control de
los territorios cocaleros como el Putumayo. Además, el recurso a los dineros provenientes
de los cultivos tuvo consecuencias políticas profundas al hacer a la guerrilla mucho más
autónoma frente a la dinámica internacional y nacional y a enfatizar aún más la dimensión
puramente militar del conflicto en detrimento de los aspectos ideológicos y políticos. La
guerrilla no depende ya de su inserción en las comunidades rurales sino que se mueve más
en una lógica guerrerista, que prima sobre la necesidad de legitimación política y social.
Por su parte, el ELN se revitaliza por el acceso a la riqueza generada por el petróleo en el
Arauca: primero, por el dinero recibido a cambio de permitir la construcción del oleoducto
Caño Limón- Coveñas y luego, por el acceso a los recursos de las regalías petroleras
percibidas por la “tutela” sobre las administraciones locales y la clase política de la región,
que hemos caracterizado, siguiendo a Andrés Peñate, como “clientelismo armado”.
28
En contra de una lectura de la violencia como una eterna repetición de episodios violentos
anteriores, Daniel Pécaut siempre ha insistido en el carácter de ruptura radical de las
violencias posteriores a 1980 con las anteriores: éstas van mucho más allá de una simple
continuación ampliada de las previas, aunque existan algunos rasgos de continuidad con
ellas. Para él, existe una degradación por etapas, que se inician con el paro de 1977 y las
reacciones que genera en la izquierda, el gobierno y los generales de la reserva y se
profundizan con la reacción militarista del gobierno de Turbay, la propuesta fallida de
negociación política de Betancur, que culmina con la toma del Palacio de Justicia y lleva a
la progresiva expansión de la guerra sucia desde fines de 1985. Esta situación conducía a
tomar conciencia de que la guerra limitada y sometida a un objetivo político podía
desenfrenarse y preludiar episodios de “guerra absoluta”, que penetraba todos los reductos
de la vida.56.
Años más tarde, Pécaut insistirá en que ese cambio radical no se debe a los rasgos
excluyentes del Frente Nacional ni a las tensiones sociales de los años setenta, sino a la
expansión de la economía de la droga. Ésta produjo una crisis institucional mucho mayor
que la de los protagonistas “normales” de las luchas armadas y de los movimientos
sociales: sin un proyecto político explícito, la necesidad de seguridad para sus negocios
condujo a un profundo impacto de las mafias del narcotráfico en las instituciones del
Estado, ya bastante precarias de por sí. Esto profundiza aún más la fragmentación y
privatización del poder, lo mismo que la crisis de legitimidad del régimen político. La
corrupción generalizada invade la sociedad colombiana, incluido el régimen presidencial: la
acusación a la campaña presidencial de Ernesto Samper de haber recibido dinero del cartel
de Cali para las elecciones de 1994 produjo un gran deterioro de las relaciones con Estados
Unidos y muchas protestas de la llamada sociedad civil..
56
Daniel Pécaut, (1988): Crónicas de dos décadas de política colombiana 1968-1988, Siglo XXI editores
Bogotá,, pp.29-33.
57
Daniel Pécaut, (2001) Guerra contra la Sociedad, Editorial Planeta Colombiana, Bogotá, pp. 43-52
29
regiones, pero son los dineros de la coca los que favorecen, desde 1987, “la repentina
multiplicación de los frentes guerrilleros”. Además, subraya también las consecuencias
políticas de esta consolidación con recursos de la droga: las FARC pueden ahora contar con
recursos para financiar a “combatientes permanentes dotados de armas modernas que
reciben un salario y que no conservan gran cosa en común con los grupos de “autodefensa”
campesina”. Y también para transformarse en “una administración que garantiza el orden
social y la protección económica a vastas poblaciones heteróclitas de colonos”58
Sin negar los efectos políticos y militares del impacto de los dineros provenientes de los
cultivos de uso ilícito, conviene tener en cuenta también que el recurso a la extorsión y el
secuestro estaba generando, desde antes, enormes recursos a la insurgencia. Además, habría
que diferenciar los diversos momentos de la vinculación de los actores armados con los
cultivos de uso ilícito, que hacen variar la cantidad de los aportes generados para la
insurgencia. Finalmente, para analizar las transformaciones de las FARC hacia una línea
cada vez más guerrerista, hay que tener también en cuenta las transformaciones de las
relaciones entre las FARC y el Partido comunista colombiano, que reflejan el impacto de
las políticas represivas del Estado: la mitología militarista de las FARC se inicia con los
ataques a Marquetalia y El Pato, se profundiza con el estatuto de seguridad de Turbay y la
masacre de los militantes de la Unión Patriótica, y, más recientemente, con el ataque a La
Uribe. Todas estas experiencias les permiten presentarse como víctimas de la agresión
estatal y les sirven para justificar la necesidad de la opción militar por encima de la acción
política.
58
Daniel Pécaut, (2001): o. c., pp. 45-46.
30
militar y el paso gradual de un conflicto limitado a una confrontación absoluta había sido
señalada por el propio Pécaut, años atrás.59
59
Ver cita 57, tomada de Crónicas de dos décadas de vida política..., publicado en 1988
60
Daniel Pécaut, (1988): Crónicas de dos décadas de vida política..., antes citado, pp. 32-33.
61
Fernán E. González, (1996) “Violencia política y crisis de gobernabilidad en Colombia”, en Carlos
Figueroa Ibarra (compilador), (1996): América Latina. Violencia y miseria en el crepúsculo del siglo,
Universidad Autónoma de Puebla y Asociación Latinoamericana de Sociología, ALAS, México, p.39.
62
Daniel Pécaut, (1999): “Configuraciones del espacio, el tiempo y la subjetividad en un contexto de terror: el
caso colombiano”, en Revista Colombiana de Antropología, vol 35, enero-diciembre 1999, ICAN, Bogotá,
reproducido en (2001): Guerra contra la Sociedad, Editorial Planeta Colombiana, Bogotá.
31
Esta situación de inseguridad se agrava todavía más por las características del
enfrentamiento armado: en buena parte, el conflicto armado colombiano se caracteriza por
ser una “guerra por tercero interpuesto”, donde los adversarios no se enfrentan directamente
entre sí sino que golpean a las bases sociales, reales o supuestas, del enemigo, para
“quitarle el agua al pez”, en términos de los paramilitares. Esto significa que, en buena
medida, en términos de Daniel Pecaut, el conflicto colombiano es una guerra contra la
población civil63.
Los cambios en el comportamiento y lógica de los actores armados a lo largo del tiempo y
del espacio nos han llevado a sugerir64que, a nuestro modo de ver, las dinámicas de
violencia se entienden mejor si se abandona la imagen monolítica de modelo de estado y se
enfatizan las diferentes formas como sus aparatos hacen presencia en las regiones y
localidades, lo mismo que en los diferentes tiempos en que esta presencia se articula con los
poderes que surgen en ellas. La diferenciación regional y temporal de la violencia hace
evidente que la construcción del Estado es el resultado de un proceso diferenciado y
gradual de integración territorial y social65que pasa por la articulación creciente pero
desigual de los poderes locales y regionales entre sí y con la burocracia del Estado central.
Esta diferenciación regional de la presencia del Estado se expresa en distintos tipos de
relación con las sociedades locales y regionales, cuyo grado de poder determina hasta qué
punto el dominio del Estado colombiano se aproximan a la dominación de tipo “directo” o
“indirecto”, según la terminología de Charles Tilly.
Esa articulación del Estado colombiano con los poderes de hecho existentes en regiones y
localidades explica por qué el Estado colombiano no logra imponer claramente su control
en todo el territorio nacional: su dependencia de los partidos tradicionales, como
subculturas que fragmentan la simbología de la unidad nacional y federaciones de poderes
locales y regionales, explica parcialmente la precariedad de su presencia en la sociedad,
entendida como cierta “falta de distancia” frente a las fuerzas sociales realmente existentes.
Y también explica la dificultad de los aparatos del Estado para hacer presencia en las zonas
donde no se han consolidado todavía esos poderes locales o donde estos micropoderes se
construyen al margen o en contra del bipartidismo.
Esa presencia diferenciada del Estado colombiano según las coyunturas de tiempo y lugar
obliga igualmente a diferenciar entre las distintas expresiones del fenómeno de las
violencias y la manera como el Estado trata de conseguir el monopolio de la fuerza en
Colombia, teniendo en cuenta procesos sociales histórica y regionalmente diferenciados.
Una será la violencia que confronta el dominio directo del Estado, muy distinta de la que se
63
Daniel Pecaut (2001): Guerra contra la Sociedad, Editorial Planeta Colombiano, Bogotá.
64
Fernán E. González e Ingrid J. Bolívar, 2002, “Violencia y construcción del Estado en Colombia.
Aproximación a una lectura geopolítica de la violencia colombiana”, en Procesos regionales de violencia y
configuración del Estado, 1998-2000, Informe final de investigación, CINEP, Bogotá, febrero 22 de 2002, pp.
12. -13.
65
Norbert Elias, (1998): “ Los procesos de formación del Estado y de construcción de nación”, en Revista
Historia y Sociedad, # 5, Universidad Nacional de Colombia, Medellín, diciembre de 1998, pp 108- 109.
32
desarrolla donde este dominio del Estado debe ser negociado y articulado con las
estructuras de poder, y otra, muy diferente, es la violencia que se produce donde no se han
logrado consolidar los mecanismos tradicionales de regulación social, o donde estos
mecanismos están haciendo crisis. En esas regiones, no hay un actor claramente
hegemónico sino una lucha por el control territorial con predominios cambiantes según la
coyuntura.
En ese sentido, Malcolm Deas subraya que buena parte del conflicto armado se desarrolla
en regiones donde no hay un poder consolidado pues allí el estado no puede reclamar el
monopolio de la fuerza y donde, por consiguiente, la lucha de la insurgencia no enfrenta
propiamente al Estado sino a grupos rivales que buscan el control del territorio66. En ese
sentido, este autor subraya el hecho de que la violencia política de Colombia durante el
siglo XIX y buena parte del XX es una violencia entre iguales o casi iguales, donde el
enemigo obvio no siempre es el Estado. Y encuentra que este elemento de rivalidad, crucial
para entender la violencia política, está casi ausente de los análisis más comunes sobre el
tema: “La idea de Hobbes sobre la naturaleza de la competencia política en ausencia de un
soberano o bajo un soberano débil no hace parte de la discusión”. Tanto este autor como
otros investigadores han insistido en que parte importante de la historia de la violencia en
Colombia tiene que ver no tanto con las desigualdades y la injusticia social, sino sobre todo
con el hecho de que la sociedad colombiana “ofrecía más movilidad, estaba menos
estratificada en castas que sus vecinas”, como se evidencia en la pronta vinculación de los
mestizos a la política local y en el dinamismo social asociado a ello.67 En efecto, una menor
jerarquización social implica la inexistencia de un dominio estratificado y de la
sedimentación de una clase hegemónica en algunas regiones, que implica que la sociedad
permanece abierta al conflicto local por la definición de preeminencias y hegemonías.
En esa misma línea, distintos estudios han encontrado que los municipios más violentos,
son aquellos cuyos procesos de colonización se hallan en marcha o que son contiguos a
una subregión también de colonización. En estos casos, señalan algunos autores,“los
actores armados tiene a su favor la gran fragmentación de las sociedades locales”, la
desregulación política local, la disolución de algunos de los vínculos de cohesión existentes
en las sociedades de origen. Estos factores tratan de ser contrarrestados mediante la
implementación de un control basado en el desarraigo y el miedo68. Clara Inés García ha
llamado la atención sobre el tipo de dominación política y, más exactamente, sobre el tipo
de Estado que se puede construir en las zonas donde no se ha definido todavía el estatuto de
la tierra ni el marco legal que ampara las distintas relaciones sociales. A partir del estudio
de Urabá, esta autora sostiene que los conflictos regionales y las tensiones entre distintos
grupos sociales no deben pensarse siempre y necesariamente “como producidos por un
papel fallido del Estado”, sino que a veces evidencian maneras de ser y de construir el
Estado mismo a partir de esos conflictos e ilustran cómo se configura en algunas regiones
66
Malcolm Deas, (1995): “Canjes violentos: Reflexiones sobre la Violencia política en Colombia”, en
Malcolm Deas y Fernando Gaitán Daza, 1995, Dos ensayos especulativos sobre la Violencia en Colombia,
FONADE y Departamento Nacional de Planeación, Bogotá. , pp.21-23.
67
Malcolm Deas, (2001): o. c. pp 25-26.
68
Fernando Cubides, Ana Cecilia Olaya y Carlos Miguel Ortiz, (1998): La Violencia y el municipio
colombiano, 1980-1997, CES, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, p.239.
33
un Estado que no existía previamente y cuyos aparatos tampoco pueden llegar simplemente
a imponerse en ellas69.
Esta lucha entre actores que pretenden imponer su hegemonía en una localidad o región
donde no existe todavía la “dominación sedimentada” de las elites, contrasta con el estilo
de la confrontación armada que se presenta en zonas donde ya existe un grupo dominante
más o menos consolidado, más o menos articulado al Estado por medio de las redes de los
partidos tradicionales. Desde comienzos de los ochenta, la multiplicación de los frentes de
las Farc y el ELN significó, como hemos visto, una expansión de los grupos guerrilleros
hacia territorios distintos de sus nichos originales en áreas de colonización campesina, lo
mismo que la ruptura de su estilo original de territorialidad. Y también su decisión de
priorizar su implantación en los principales polos de producción de bienes primarios para
conseguir abundantes recursos financieros mediante la extorsión70, lo que produjo cambios
radicales en su acción y llevó a privilegiar la dimensión militar sobre la societal.
Esta expansión militar de la guerrilla se facilita en las zonas donde se está debilitando el
dominio de los poderes locales y regionales tradicionales, que sirven de base para la
articulación bipartidista con el Estado central. Este debilitamiento puede deberse a
problemas políticos o económicos, como se evidencia en el eje cafetero, cuya crisis. facilita
el avance insurgente en una zona antes considerada inmune a su penetración. En esas áreas,
los actores armados buscan penetrar las administraciones locales y “tutelar” de alguna
manera su funcionamiento para acceder a sus recursos fiscales. Algunos analistas han
interpretado esta transformación de la insurgencia como una renuncia a su voluntad de
transformación radical del Estado y una consiguiente resignación con una serie de acuerdos
con los políticos locales. En cambio, otros como Alfredo Rangel, consideran que la
estrategia guerrillera encaminada a copar los poderes locales buscaba resolver la
contradicción de su “gran solidez económica y una indiscutible y creciente capacidad
militar” con “una inmensa debilidad en su capacidad de convocatoria política nacional”.
Para ello, las guerrillas aprovecharon los espacios abiertos por la descentralización que
empezó a desarrollarse desde mediados de la década de los años ochenta. En esto fue
pionero el ELN, que resolvió que “si las alcaldías y concejos municipales iban a
administrar recursos del petróleo, pues había que meterse en las administraciones
locales”71.
En ese sentido, Rangel muestra cómo se inserta la guerrilla en el proceso político local
mediante la protección de los candidatos que han hecho acuerdos con ella, la amedrentación
de los que se han negado a ello, la “tutela” y vigilancia sobre la administración de los
funcionarios elegidos, la orientación del gasto público local y del reparto burocrático. Es
diciente su conclusión de que, en esencia, “las funciones clientelistas y gamonalicias” que
por la vía del terror han llegado a desempeñar la guerrilla en algunas regiones no difieren
69
Clara I García, (1996): Urabá. Región, actores y conflicto.1960-1990, INER-CEREC, Bogotá.
70
Daniel Pécaut, (1999): “Configuraciones del espacio, el tiempo y la subjetividad en un contexto de terror”
en Revista Colombiana de Antropología, vol. 35, ICAN, Bogotá, enero-diciembre 1999, reproducido en
(2001): Guerra contra la Sociedad, Editorial Planeta Colombiana, pp. 232.234.
71
Alfredo Rangel, (1999): “Las Farc-EP: una mirada actual” en Malcolm Deas y María Victoria Llorente,
(1999), Reconocer la guerra para construir la Paz, CEREC, UNIANDES, Grupo editorial Norma, p.36.
34
“de las que siempre han ejercido las elites políticas tradicionales en las localidades”72.
Incluso, estas formas “tradicionales y premodernas de hacer política” se realizan a veces
“en conjunción de los viejos caciques políticos de las localidades”. En el mismo sentido,
Camilo Echandía señala que las guerrillas“han logrado acceso a los recursos públicos de las
administraciones locales y departamentales mediante acuerdos con funcionarios
corruptos”73
La referencia más articulada a este fenómeno la provee Andrés Peñate, que se muestra
sorprendido por la asimilación insurgente de prácticas tradicionales de acción política que
caracteriza como “corruptas”, propias de un “clientelismo armado”. Como descripción,
esos señalamientos son exactos, pero pasan por alto el contexto- la “estructura de
oportunidades”- donde se mueven estos actores y las dinámicas sociales y políticas a las
que responden. En ese sentido, Marco Palacios llama la atención sobre el hecho de que la
guerrilla se apoya “en redes clientelares adecuadas a la jerarquización empírica de la
sociedad rural...”, basadas en la familia como “la unidad política básica y no el individuo”74
Al mismo tiempo, su insistencia en la necesidad de estudiar los vínculos “entre la
expansión guerrillera y las dinámicas cotidianas de compadrazgos, amistades y odios entre
familias y veredas”75, nos lleva a recordar el peso de tales amistades y odios como formas
de filiación que son tipos de relación política constitutivos del bipartidismo.76 Así pues, la
creciente participación de los actores armados en el poder local y su uso de la coerción para
producir filiaciones política revela el tipo de lucha política que es posible mantener en un
Estado cuyas instituciones deben estar negociando continuamente con los poderes locales y
regionales previamente existentes o en proceso de consolidación en las regiones y
localidades.
72
Alfredo Rangel, (1999): o. c., pp. 35-37.
73
Camilo Echandía, (1999): “Expansión territorial de las guerrillas colombianas: geografía, economía y
violencia”, en Malcolm Deas y María Victoria Llorente, 1999, o. c., p. 136
74
Marco Palacios, (1999): “La solución política al conflicto armado: 1982-1997” en Alvaro Camacho y
Francisco Leal (editores), 1999, Armar la paz es desarmar la guerra, IEPRI, FESCOL, CEREC, Bogotá,
p.381.
75
Marco Palacios, Ibídem. En una dirección similar se orientan los planteamientos de Deas para quien “la
filiación política afecta el sentido de la familia, la identidad local, la identidad personal y el compromiso
ideológico”. Cfr, 1995, “Canjes violentos. Reflexiones sobre la violencia política en Colombia”..., en Dos
ensayos especulativos sobre la violencia colombiana, antes citado, p.28.
76
Fernán González, (1997): “Aproximación a la configuración política de Colombia”, en 1997, Para leer la
Política, CINEP, Bogotá.
35
patrocinio de organizaciones sociales tuteladas por ellos, entre otros77. Pero, además, como
se ha visto, los paramilitares también expresan la resistencia contra los esfuerzos de
centralización política impulsados por el Estado central, que pueden debilitar las redes
locales y departamentales de poder, lo que termina abriendo el camino a la vinculación
política de distintos grupos poblacionales a la guerrilla o las autodefensas
Ahora bien, la idea de que el desarrollo del conflicto armado expresa y produce, al tiempo,
un proceso de integración territorial queda clara con el seguimiento a los procesos de
77
Manuel Alberto Alonso, (1997): Conflicto armado y configuración regional: el caso del Magdalena medio,
Universidad de Antioquia, Medellín, p.49.
78
Daniel Pécaut, (1999): “Configuraciones del espacio, el tiempo y la subjetividad en un contexto del terror:
el caso colombiano”, en Revista colombiana de Antropología, # 35, enero-diciembre de 1999, reproducido en
2001, Guerra contra la Sociedad, ya citado.
79
Ingrid Bolívar, (1999): Sociedad y Estado: la construcción del monopolio de la violencia”, en Controversia
# 175, CINEP, Bogotá, diciembre de 1999.
36
colonización. Catherine Legrand y otros autores han insistido en que es clara la vinculación
de los problemas de las fronteras internas con el desarrollo de la guerra, así no haya
acuerdo sobre el estatuto político de la frontera, o sea, sobre si es fuente o alternativa del
conflicto80. En esa dirección se orienta también Jaime Eduardo Jaramillo, para quien la
acción guerrillera, aunque sus actores no se lo planteen así, puede estar expresando
esfuerzos “de integración y asimilación de estas regiones (de frontera) y sus pobladores a
nuestros mercados nacionales e internacionales, así como a las instituciones, la juridicidad
y los servicios públicos”81. Por eso, Legrand concluye que la guerrilla representa entre otras
cosas, “un factor de integración de regiones distantes con el gobierno central”82
En ese mismo sentido, María Teresa Uribe señala83 cómo los conflictos armados y los
movimientos sociales construyen territorios y obligan a las instituciones del Estado a hacer
presencia en ellos: incluso el señalamiento, por parte de la administración estatal de una
región como conflictiva o rebelde, para desatar operaciones militares de contrainsurgencia
o para impulsar procesos acelerados de inversión pública pensados como remedios contra
las llamadas causas objetivas de la violencia, terminan por delimitar un territorio y generar
identidades de la población con él. Esta diferenciación del tratamiento estatal de un espacio
por ser diferente u hostil termina por crear o reforzar “sentidos de pertenencia y diferencia”,
dando lugar a identidades que nada tienen que ver con adscripciones políticas o identidades
culturales previas, pero sí con el hecho de “compartir una historia común y de habitar un
territorio formado, nombrado y pensado desde la guerra”.
80
Catherine Legrand, (1994): “Colonización y violencia en Colombia: perspectivas y debates”, en E l agro y
la cuestión social, Ministerio de Agricultura, Bogotá.
81
Catherine Legrand. (1994): o. c., p.19
82
Katherine Legrand (1994): o. c., p.20.
83
María Teresa Uribe, (2001): Nación, ciudadano y soberano, Corporación Región, Medellín, pp.259-260.
84
Clara Inés García, (1993): El Bajo Cauca antioqueño. Cómo ver las regiones, CINEP, Bogotá, e INER,
Universidad de Antioquia, Medellín.
85
Clara Inés García, (1994): “Territorios, regiones y acción colectiva” en Territorios, Regiones y Sociedades,
Renán Silva, editor, Universidad del Valle, Cali, y CEREC, Bogotá, p. 127.
37
Una situación similar encuentra García en el caso de Urabá, donde analiza la manera como
los enfrentamientos entre el ejército y las guerrillas sirvieron, tal como sucedía en las
guerras civiles del siglo XIX con el bipartidismo, como eje articulador de los distintos
conflictos que cruzan aquella región. Insiste en que las luchas laborales y por la propiedad
de la tierra no son, por sí mismos, suficientes para propiciar la constitución de una
identidad regional y el reforzamiento del vínculo con el Estado. Como en el caso anterior,
es la guerra la que vincula a los distintos actores sociales regionales, configura y proyecta la
región e incita la participación de las instituciones del Estado en ella88. Por esa vía, dejan de
ser tensiones locales, propias de un grupo particular, problemas como el tipo de
poblamiento, la indefinición del estatuto jurídico de las tierras y la inexistencia de una
política laboral, para recibir la atención del Estado. Incluso la autora insiste en que el
desarrollo del conflicto armado termina por reforzar el papel del Estado, que es requerido,
por primera vez, como mediador. Así pues, en los dos casos el conflicto armado no sólo
incide en la configuración de una región y en su creciente proyección sobre el resto de la
sociedad nacional, sino que incluso convierte a esa región en escenario de disputas que
trascienden el carácter regional. Por la vía del conflicto armado se hacen visibles y se
nacionalizan distintos conflictos regionales, al tiempo que las regiones se convierten en
escenarios para el ejercicio y la definición de intereses del orden nacional89
Lo mismo ocurre, según Amparo Murillo90 con el Magdalena Medio, cuya denominación se
origina por la mirada contrainsurgente de los problemas de orden público pero que
concluye por construir cierta identidad común a territorios considerados los “patios
traseros” de sus respectivos departamentos. Y, más recientemente, María Clemencia
Ramírez91 ha llamado la atención sobre la manera como las políticas del gobierno nacional
para enfrentar la expansión de los cultivos ilícitos y los problemas de orden público
generados por los paros “cocaleros” en el Sur Oriente del país han dinamizado la
constitución de identidades regionales e incluso de un movimiento social de campesinos
cocaleros. La misma autora señala cómo paradójico el hecho de que parte de los habitantes
del Sur del país hayan recibido atención por parte del gobierno nacional “gracias” a la
expansión de un cultivo ilícito y a la presencia de las FARC en la movilización de los
campesinos “cocaleros” (que, por eso, no fue del todo voluntaria). En ese sentido, debe
86
Clara Inés García, (1994), o. c. p.129
87
Clara Inés García, (1996): Urabá, región, actores armados y conflicto CEREC, Bogotá p. 135.
88
Clara Inés García, ( 1996): Ibídem.
89
Clara Inés García, ( 1996): Ibídem.
90
Amparo Murillo, (1999): “Historia y Sociedad en el Magdalena Medio”, en Controversia, # 174, junio
199, pp.41-61
91
María Clemencia Ramírez (2001): “Los movimientos cívicos como movimientos sociales en el Putumayo:
el poder visible de la sociedad civil y la construcción de una nueva ciudadanía”, en Mauricio Archila y
Mauricio Pardo, editores, Movimientos sociales, Estado y democracia en Colombia, CES, Universidad
Nacional de Colombia, e ICANH, Bogotá. Y (2001): Entre el Estado y la guerrilla: Identidad y ciudadanía
en el movimiento de los campesinos cocaleros del Putumayo, ICANH, Bogotá.
38
señalarse cómo a veces el desarrollo del conflicto armado interno promueve “diferenciación
espacial y política” y reconocimiento de la región por parte de la administración del Estado.
A manera de conclusión
Esta mirada diferenciada del conflicto armado colombiano, a la luz del trasfondo histórico
de sus dinámicas de poblamiento territorial y de construcción del Estado, permite un
acercamiento más complejo a las recientes evoluciones de la lógica territorial de los actores
armados. Y permiten comprender, igualmente, las transformaciones de las percepciones de
la mayor parte de la población colombiana frente a su relación con el Estado y a la manera
como el conflicto armado afecta su cotidianidad: en los comienzos, el conflicto armado era
percibido como algo marginal, que se desarrollaba en las zonas periféricas de colonización
campesina, sin afectar mucho a la economía y a la vida cotidiana de la mayoría de la
población. Esta percepción empieza a modificarse cuando la guerrilla sale de sus nichos
originales para proyectarse a regiones más integradas y recurre más intensivamente a la
financiación por medio del secuestro, la extorsión y los dineros provenientes de los cultivos
de uso ilícito: se tiende a asimilar la insurgencia con prácticas delincuenciales y a
deslegitimar su dimensión política e ideológica. Y el fracaso de las negociaciones con el
gobierno Pastrana, debido a los abusos de la guerrilla en la zona desmilitarizada y a la
combinación de la negociación con acciones militares de ambos lados y el recurso a la
extorsión y al secuestro, evidencia este cambio. Por otra parte, la transformación mundial
producida por los atentados terroristas de los grupos islámicos profundiza aún más la
deslegitimación política de la insurgencia, que sectores del gobierno y de las fuerzas
armadas pretenden desconocer por el recurso a prácticas terroristas.
Esta transformación, recogida por el gobierno de Uribe Vélez, implica una ruptura con la
situación intermedia entre la guerra y la paz, a la que Colombia se había acostumbrado en
el pasado. Ahora, sostiene Pécaut, los colombianos han sido inducidos a admitir que el país
está en situación de guerra y a descalificar el carácter político de los grupos insurgentes,
asimilados a bandidos o terroristas. Se busca así imponer una visión del conflicto y de la
política en términos de la confrontación “amigo/ “enemigo”, que no deja espacio a la
transacción y a la negociación política entre “adversarios” que comparten un terreno
común.92
92
Daniel Pécaut (2003): Midiendo fuerzas. Balance del primer año del gobierno de Alvaro Uribe Vélez,
Editorial Planeta Colombiana, Bogotá, pp. 207-208.
39
tiende a desconocer tanto la autonomía de los grupos de colonos campesinos que dice
representar como la complejidad de los cambios producidos en la economía nacional en un
contexto internacional cada vez más mundializado.