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de Razón Práctic M u
El debate de España
Mito y realidad
de un país cuestionado
Santos Juliá · María Elvira Roca Barea
Rosa Díez · Gabriel Tortella
1
de Razón Práctica
7 Política
EDITORIAL La doble dualidad
50
Fernando Savater democrática y sus riesgos
Víctor Pérez-Díaz
12
De ‘Dos Españas’ 64 Los nacionalismos
a ‘España plural’ del ‘procés’
Martin Alonso Zarza
Santos Juliá
22 E N S AY O
España: 74 La excepcionalidad
europea en el origen
epistemología de la ciencia moderna
y moral Fernando Peregrín
María Elvira Roca Barea
84 En contra de
30 una escuela inclusiva
¿Es España Ricardo Moreno Castillo
2
N Ú M E R O 2 5 8 · M AYO / J U N I O 2 0 1 8
3
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de Razón Práctica
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Calle San Bernardo, 31, Calle Jesús María, 6 Av. de Pablo Neruda, 89 Plaza Becquer, 8 Francisco, 4
6
EDITORIAL
E S PA ÑA
7
los símbolos del país plural que compartimos. Por eso volvemos en
este número sobre el tema, en el que tenemos la suerte de contar con
nombres que son algo más que especialistas académicos en la cuestión:
referentes morales y políticos de la preocupación por desentrañarlo.
FERNANDO SAVATER
Director
8 Fernando Savater
LA REVISTA DE
ESTILO DE VIDA SALUDABLE
E S PA ÑA
Volvemos a preguntarnos:
¿Es España una nación? ¿Cuál es su
tradición, su leyenda, su verdadera
historia? Tras cuarenta años de régimen
autonómico afrontamos una nueva crisis.
Nos ayudan a comprender los entresijos
de esta enrevesada realidad Santos Juliá,
Elvira Roca, Rosa Díez
y Gabriel Tortella.
E N P O R TA D A
DE ‘DOS ESPAÑAS’
A ‘ESPAÑA PLURAL’
Dos Españas en guerra civil,
España una frente a AntiEspaña, las
Españas, España plural: tal es la serie
que ha servido sucesivamente no solo
para deinir o identiicar a la nación,
sino, y sobre todo, para construir,
o intentarlo, un Estado sostenido
en la soberanía nacional
S A N TO S JU L I Á
12
A
hora, como siempre, hay dos Españas”, escribía
Pere Bosch Gimpera en la revista Las Españas,
recién aparecida en México, en noviembre de
1946. Y se preguntaba: “¿Dónde está la verdadera
España y su verdadera tradición en la que pue-
den hermanarse todos, castellanos, andaluces,
gallegos, vascos y catalanes?”. Airmación y pregunta que llegaban
de lejos, desde el momento mismo en que se produjo en la nación
española, como observó Juan Donoso Cortes más de un siglo antes,
el encuentro de dos ideas potentes, encarnadas en dos poderosos
partidos y representadas en símbolos diferentes: despotismo y liber-
tad. Si no se tenía en cuenta la “diferencia intrínseca, profunda”,
que existía entre la Monarquía de Fernando y la de Isabel, no podía
entenderse la guerra civil que entonces arrasaba España. Demasiada
guerra era aquella para que pudiera explicarse como una mera cues-
tión de legitimidad dinástica.
Esta primera guerra civil española condicionó para el futuro la
formación de España como nación, recién emergida a la supericie
en el fragor de otra guerra, la de independencia contra el invasor
francés, y afectó decisivamente a las posibilidades de construcción
de un Estado liberal nacido sobre el papel en las Cortes de Cádiz,
pero sumido en la más profunda ruina al término de tres décadas de
guerras y revoluciones. Imprevisiones, lentitud, pobreza y timidez
caracterizaron, según escribió Manuel Azaña en 1918 tratando por
vez primera de “la cuestión catalana”, aquel Estado que, si bien fue a
lo largo del siglo el “único instrumento civilizador en lucha contra
el localismo montaraz y el fanatismo religioso”, fracasó no solo en su
deber de propulsar la cultura y la riqueza, sino también en su empeño
unitarista. Sin escuela pública y sin servicio militar obligatorio no
fue posible convertir en españoles a los campesinos, habría que decir,
adaptando el célebre título de Eugen Weber: Peasants into renchmen,
de campesinos a franceses, magna obra de la Tercera República que
sembró toda la geografía de Francia de centros escolares, todavía hoy
orgullo y símbolo de la nación francesa.
13
En España, no fue solo la debilidad del Estado, tan debatida entre
historiadores, lo que dejó a medio construir la obra de nacionaliza-
ción que todos los estados liberales acometieron con mejor o peor
fortuna con el objetivo de reclamar para sí, con éxito, el monopolio
de la violencia física legítima sobre un determinado territorio, por
decirlo al modo de Max Weber. Sin duda, el español fue, más que
débil, un Estado en permanente quiebra inanciera: la parte del león
de su raquítico presupuesto se destinó durante más de un siglo al
pago de los intereses de la deuda. Pero lo que realmente da cuenta
de aquel fracaso en su empeño de construir nación no fue tanto su
debilidad, como la causa de la que esa debilidad se derivaba: la persis-
tencia de un estado de guerra civil, en acto o larvado, incluso cuando
al in liberalismo y absolutismo parecieron llegar a un acuerdo con
la restauración de 1876 que consagraba el principio doctrinario de
soberanía conjunta del Rey con las Cortes.
A pesar del pacto que dio origen a la Restauración, las dos ideas
de las que habló Donoso no perdieron ni un ápice de su potencia y
resurgieron, bajo otras retóricas políticas pero tan vivas como siempre,
en la primera gran crisis de la Monarquía restaurada, la que condujo y
siguió a la pérdida de los últimos restos del imperio español en 1898.
Ahí las tienen ustedes, escribirá Ramiro de Maeztu en 1899, son dos
España contrarias, antagónicas, colocadas frente a frente; una de ellas
era, como las veía aquel estupendo periodista que fue Miquel dels Sants
Oliver, joven; la otra cansada. Una viva, la otra oicial, visión que asu-
mirá Ortega cuando certiique pocos años después la existencia de una
España muerta, hueca y carcomida, trabada en una lucha incesante con
una nueva, afanosa, que tiende hacia la vida, pero que pierde la batalla
ante la ocupación de todos los aparatos de Estado por la España oicial.
Aquellas dos Españas alumbradas en el 98 se enzarzaron en una
“guerra civil de palabras”, cuando a raíz de la Gran Guerra europea,
políticos, intelectuales, funcionarios y gentes de la nueva clase media se
dividieron entre aliadóilos y germanóilos. A “nuestra guerra civil” se
reirió Pío Baroja en su Nuevo Tablado de Arlequin (1917), cuando veía,
del lado germanóilo, al que él se incorporó de buena gana, a curas,
14 Santos Juliá
militares, aristócratas, mauristas, jaimistas y, del aliadóilo, a republi-
canos, oradores, periodistas, artistas, que si en los primeros momentos
se hablaban y discutían, luego se huían, buscando cada cual a los suyos.
Y de guerra civil predicó hasta hartarse Miguel de Unamuno durante
toda la Gran Guerra, a todas horas y en todos los tonos, prevaleciendo
el profético, o sea, el que fustigaba a sus oyentes con el propósito
de que abandonaran la molicie y retornaran al camino de la virtud.
Su “¡venga guerra civil!” no era, sin embargo, una llamada a las armas,
sino más bien una fuerte sacudida a “esa cosa hórrida que Menéndez y
Pelayo llamó la democracia frailuna española”, a “la estúpida modorra
de nuestras muertas villas españolas esteparias, con sus hórridos casi-
nos”. Pero, muy cerca de él, Luis Araquistain se sumó muy pronto a la
misma prédica para propugnar que la sorda guerra civil sostenida entre
dos fuerzas contrarias, izquierdas y derechas, liberales y conservadoras,
progresivas y reaccionarias, no solo debía ahondarse sino exteriorizarse.
De la palabra a la acción, habría que
organizar un acto de todas las izquierdas
para “acabar con estas huestes de insur- Aquellas
gentes que impiden el desenvolvimiento dos Españas
pacíico de España” e ir, si fuera necesa- alumbradas en el
rio, “hasta la lucha armada en campos y 98 se enzarzaron
ciudades”, en la batalla decisiva entre “las en una ‘guerra
dos Españas en guerra”. civil de palabras’,
Cierto, la sangre no llegó al río, aun- cuando a raíz
que José María de Sagarra cuenta que de la Gran
en muchas familias llegaron a los puños Guerra europea,
o dejaron de hablarse. En todo caso, políticos,
no es extraño que en esta profunda intelectuales,
escisión de los espíritus se haya visto funcionarios y
un adelanto de lo que sería la prolon- gentes de la nueva
gación de esta guerra civil de palabras clase media se
en los años treinta, con una novedad: dividieron entre
ya no serán dos Españas, sino la única y aliadófilos y
verdadera España enfrentada a la Anti- germanófilos
De Dos Españas a España plural 15
España o la Antipatria. Será en los medios de la monárquica Acción
Española donde se acuñe el neologismo: cuando ellos dicen repú-
blica, exclamará Pedro Sainz Rodríguez, “no dicen solo un sistema
político, sino un sistema político puesto al servicio de unas fuerzas
desnacionalizadoras, dicen laicismo, dicen anti-España, dicen sepa-
ratismo, dicen disgregación”. Ellos son, claro está, los republicanos,
las izquierdas en general, esa ralea alimentada por el liberalismo y
el marxismo, cuando no abrevadas en el judaísmo y la masonería,
dispuestas a triturar no ya al ejército sino a la mismísima España. No
había opción, anunciará ABC en enero de 1936, entre la muerte y la
vida, la paz y la revolución, el ateismo y el cristianismo, la prosperidad
y la ruina, la libertad y la esclavitud asiática, la Patria y Rusia. No,
no había opción “entre España y Anti-España”.
La rebelión militar de julio de 1936 se convirtió, ante la división e
impotencia del Gobierno de la República, la intervención inmediata de
Alemania e Italia y el dejar pasar, dejar hacer, de Francia y Gran Bretaña,
en lo que desde las primera semanas comenzó a llamarse, continuando
una larga tradición, guerra civil, guerra de España, nuestra guerra. La
nación quedó dividida y la retórica que muy pronto comenzó a fabri-
carse fue, como vio enseguida Antonio Machado, “la misma para los
dos beligerantes, como si ambos comulgasen en las mismas razones y
hubiesen llegado a un previo acuerdo sobre las mismas verdades”. En
deinitiva, el discurso que acabó por imponerse, con las variantes de
rigor derivadas de la necesidad y urgencia de fundir, en el único in de
ganar la guerra, a facciones antes divididas y enfrentadas, fue la identi-
icación del propio campo con la única y verdadera nación española en
lucha contra invasores y traidores. Así combatida, la guerra civil solo
podía acabar, como el cardenal Isidro Gomà se encargó de transmitir
al enviado del Vaticano, Giusseppe Pizzaro, con el triunfo de una parte,
que era la única y verdadera nación, y la liquidación, el extermino de la
otra, condenada al exilio o al pelotón de fusilamiento.
Y así, mientras en la única y verdadera nación española, cató-
lica y fascista, el nuevo Estado militar se afanaba en llevar a término
la siniestra tarea de arrancar, liquidar, exterminar cualquier vestigio
16 Santos Juliá
de la AntiEspaña, comenzaron a menudear en el exilio iniciativas y
propuestas encaminadas a clausurar la retórica de las dos Españas
para poner en su lugar la de una España diversa formada por una
larga variedad de pueblos. Fue en México, ya desde la década de 1940,
donde se volvió a decir España en plural, las Españas, situando por
delante de la nación española la realidad de los pueblos de España a los
que el mismo Bosch Gimpera reconocía la cualidad de nacionalidades
en su propuesta de concebir España como una comunidad de pueblos.
Aplicar sin temor a estos pueblos el caliicativo de nacionalidades,
no hacer del concepto de nacionalidad una idea política y simple
y llegar a la supernacionalidad española en la que caben todas las
nacionalidades. Este era un programa de futuro que podían compar-
tir plenamente algunos socialistas como Luis y Anselmo Carretero,
padre e hijo, cuando hablaban de España como de una nación de
naciones, o republicanos como Fernando Valera, cuando se refería a
la necesidad de establecer puentes de diálogo entre la España pere-
grina, la España oicial y la España solariega.
De las Españas a la España plural solo había un paso que hubo
de esperar a que, en el interior, la nación católica proclamada como
vencedora en la Guerra Civil comenzara a hacer agua como primer
y notorio resultado del Concilio Vaticano II. Fue entonces cuando
entre escritores católicos se cultivó la idea de una sociedad pluralista
en el sentido de que en ella había “católicos y también no-católicos
dispuestos a convivir pacíicamente”, como escribía José Luis Arangu-
ren en Cuadernos para el Diálogo en 1964. En esta misma publicación,
evocará Raúl Morodo las revistas y libros que al tratar del problema
de España habían iniciado el paso a un “pluralismo cultural”. Diá-
logo de las Españas se dirá en los medios del exilio, diálogo que en
España quería decir que un católico podía hablar con un comunista
con vistas a la irma de un maniiesto o a la organización de un ciclo
de conferencias. “L’Espagne à l’heure du dialogue” fue el título gene-
ral que la revista Esprit dio al número monográico sobre la nueva
problemática española en octubre de 1965, con colaboraciones que
iban desde Manuel Tuñón de Lara a Alfonso Carlos Comín.
18 Santos Juliá
senadores que habían manifestado su inquietud, respetable, pero no
justiicable, añadía Benet, no se hacía más que constatar una “rea-
lidad plurinacional y plurirregional” para construir sobre ella “una
España de todos, de todos los ciudadanos, pero también de todos
los pueblos sin excepción. Una España cimentada en la realidad y en
la libertad de sus pueblos”. Estaban allí reunidos ante una ocasión
histórica y Benet exhortaba a los senadores “a tener conianza en
nuestros pueblos”.
Las naciones “no son, se hacen” había escrito el historiador Anto-
nio Domínguez Ortiz años antes, en 1969. Y quizá no haya existido
en ningún momento anterior de la construcción de la nación española
una conciencia tan extendida de que en efecto, tras las elecciones de
1977, con la ley de amnistía y la inmediata apertura del proceso cons-
tituyente de lo que se trataba era de poner in a lo que el presidente
del Gobierno, en la sesión plenaria del Congreso en que fue aprobado
el texto constitucional, deinió como “dos Españas irreconciliables y
en permanente confrontación”. Más interesados en construir Estado
que en hacer nación, allí estaban, sentados y mirándose a la cara,
representantes de esas dos Españas y de allí salieron, como habían
salido los participantes en un encuentro de dirigentes políticos del
exilio y del interior, celebrado en Munich en junio de 1962, con la
convicción de haber puesto in a la existencia de las dos Españas para
avanzar en la construcción de una España plural.
Esa España plural en construcción o, más exactamente, esa cons-
trucción de España plural como identidad de una nación española que
la misma constitución proclamaba como “patria común e indivisible
de todos los españoles” tendría que habérselas a la altura de los años
setenta del siglo xx no solo con la escisión en dos provocada por las
guerras civiles, sino con la consolidación de identidades regionales
o/y nacionales surgidas al socaire de la congénita debilidad del Estado
español. Por decirlo de otro modo, el problema español que tanto
dio que hablar a las generaciones del 98, del 14, de la República y
del medio siglo, no se reducía a la escisión en dos de la nación, antes
absolutistas y liberales, luego izquierdas y derechas, sino a la fallida
20 Santos Juliá
abocada siempre a la lucha fratricida. Fin de la lucha fratricida, pues,
y construcción de un Estado equilibrado y eicaz, un Estado fuerte
que evite un nuevo fracaso, que en el caso catalán sería por partida
doble, según dijo el mismo Pujol, como españoles y como catalanes,
reconociendo la autonomía a todos los pueblos que lo componen.
Dos Españas en guerra civil, España una frente a AntiEspaña, las
Españas, España plural: tal es la serie que ha servido sucesivamente
no solo para deinir o identiicar a la nación, sino, y sobre todo, para
construir, o intentarlo, un Estado sostenido en la soberanía nacional
que reconoce la diversidad de los pueblos, regiones o nacionalidades
que lo componen. El destino que esperaba a esta última identidad
de España plural no estaba escrito en su acta de nacimiento, aun-
que no faltaron voces que saludaran la aparición de la criatura con
cierta preocupación por lo que pudiera depararle el futuro, cuando la
solidaridad de todos los pueblos de España, tantas veces y con tanta
emoción evocada en los debates constituyentes, quedara arramblada
ante la posibilidad de construir Estado propio por algunos de los
fragmentos del Estado común. Y esto es lo que ha ocurrido con los
partidos nacionalistas desde, al menos, 1998, fecha de la Declaración
de Barcelona que dio por agotado el pacto de 1978 y, con él, la España
plural. No estaba escrito, pero era posible que así sucediera. Cómo
sucedió y con qué resultados es ya otra historia. •
ESPAÑA :
EPISTEMOLO GÍA
Y MOR AL
El signiicante España tiene un
signiicado negativo, ya que ha sido
construido por quienes fueron
enemigos de la hegemonía que
tuvo una vez, y que se armaron de
razones para combatirla.
M A R Í A E LV I R A RO C A B A R E A
22
esde que el pensamiento ilosóico comienza a gatear
23
El desequilibrio historiográico
Hay algunos hechos que resultan además de evidentes, casi simbólicos.
Por ejemplo: el de la colosal laguna historiográica que rodea el siglo
xviii. Entre la Historia general de España, de Juan de Mariana, que
vio la luz en castellano en 1601, y la de Modesto Lafuente, que fue
apareciendo entre 1850 y 1867, median dos siglos y medio en los que
nadie considera necesario acometer la tarea de contar con intención
abarcadora y global la historia de esa mole dentro de la propia España.
Este abandono del relato histórico, como se dice ahora, debe tener
un signiicado y deberíamos preguntarnos cuál es, sobre todo porque
esta desidia no afecta a otros países que sí escriben y, con mucho
empeño, historias de España. ¿Por qué? Precisamente es la Histoire
d’Espagne en nueve tomos, publicada en Francia por Charles Romey,
la que hace que Modesto Lafuente se decida a acometer una tarea
semejante. Pero a estas alturas, en la segunda mitad del siglo xix, lo
que va a ser la historia oicial de España en Occidente ha adquirido,
sin el concurso de los historiadores españoles, que pierden el partido
por incomparecencia, una coniguración determinada. Y ya no va a
sufrir grandes cambios.
Si entendemos por epistemología, como hemos hecho tradi-
cionalmente, el discurrir racional que viene a ocuparse de aquellas
circunstancias sociológicas, históricas o psicológicas que han llevado
a la adquisición de los conocimientos y de qué criterios son los que
nos permiten decidir si son válidos o no, es evidente, por todo lo
anteriormente dicho, que la historia de España tiene un problema
epistemológico, que se agrava en la medida en que ni siquiera quie-
nes podrían remediarlo tienen conciencia de él. El asunto adquiere
dimensiones colosales cuando se completa el cuadro con la vertiente
americana del problema, puesto que afecta no solo a lo que hoy
lleva el nombre de España sino a todo lo que alguna vez se nombró
así y, por tanto, implica irremediablemente a todas las naciones
hispanas, incluida la nuestra, ahora. Todas ellas están trabadas por
la herencia de una historia perversa, de un pasado del que no hay
más que avergonzarse.
1 Lewis Hanke y Celso Rodríguez (eds.), Los virreyes españoles en América durante el gobierno de la
casa de Austria: México, 5 volúmenes, Biblioteca de Autores Españoles, Madrid: Atlas, 1976-1978,
vol. 1, 1976, págs. 38-57.
Cultivando el victimismo
Declararse víctima de España ha sido muy rentable, como mínimo,
políticamente. En los dos lados del Atlántico y desde hace mucho
tiempo. Que lo que haya venido después a esas víctimas, tras liberarse
de las crueles garras del verdugo, haya sido una catástrofe tras otra no
importa para el caso, porque España tiene tal capacidad para asumir
culpas que puede hacerlo post mortem.
Lo verdaderamente asombroso de esto es cómo con semejante las-
tre han conseguido los españoles mantener a lote su país y el esfuerzo
tremendo que esto demanda generación tras generación. Convivir
con una llaga moral es muy difícil y exige grandes dosis de energía
adicional. Así es. Y es fácil de entender. La moral es, como dijimos, la
norma de conducta que determina qué comportamiento es aceptable
o no, de tal manera que podemos decir que lo que ha hecho fulano
o mengano es moral o inmoral. Pero moral es también una forma de
reciedumbre, de espíritu combativo que hace que cuando saltamos
al terreno de juego bajos de moral, ya casi puede decirse que hemos
perdido. El español no se deiende. Se limita a resistir. Y lo hace bien,
puesto que todavía, e inexplicablemente, sigue siendo difícil su extin-
ción, pero va lastrado por una debilidad que en forma de tolerancia
excesiva es aprovechada una y otra vez por los señores feudales. En
España los hay y con buena salud desde el siglo xix. En la América
hispana también. Esta excesiva tolerancia con los señoritos regionales
hizo que en la Transición se creara una estructura territorial para el
Estado cuyo único propósito era en aquel entonces dar contento a
algunos catalanes, algunos vascos y menos gallegos. Después de 40
años ha resultado que el régimen de las autonomías ha terminado
llevando al país a una crisis sin precedentes desde la II República, una
¿ E S E SPAÑA
UNA NACIÓN?
La pregunta es absurda. España es
un grupo humano unido por nexos
históricos, sociales, políticos, y
económicos, que habita un territorio
deinido, se rige por las mismas leyes,
y se gobierna por un mismo Estado,
por voluntad mayoritaria regular y
democráticamente manifestada.
GA B R I E L TORT E L L A
30
a pregunta parece absurda. Nadie fuera de España se la
Los inicios
Hay razones para ijar la fecha fundacional de España como nación
en 1479, el año en el que, al acceder Fernando, a la sazón rey consorte
de Castilla, al trono de Aragón por la muerte de su padre, Juan II,
quedaron unidas matrimonialmente las coronas de ambos reinos,
unión a la que ya los coetáneos daban el nombre de España.
Pero existen numerosos antecedentes. Desde la Antigüedad se
daba el nombre de Hispania o Iberia a lo que hoy llamamos Penín-
sula Ibérica. Bien es verdad que esta bien delimitada entidad geo-
gráica no estuvo uniicada políticamente ni en la Prehistoria ni en
la Antigüedad; pero sí lo estuvo tras la caída del Imperio Romano,
formando el inestable pero duradero Reino Visigodo. El recuerdo
de esta unidad política pervivió a su conquista y destrucción por
los pueblos musulmanes llegados de África a comienzos del siglo
VIII. Los musulmanes nunca controlaron toda la península, y con
ellos coexistieron núcleos cristianos que pronto formaron pequeños
reinos y condados donde se mantuvo el recuerdo del reino visigó-
tico y el deseo de restaurarlo. A lo largo de la Edad Media, espe-
cialmente a partir de año 1000, el proceso de reconquista cristiana
se realiza con la memoria y el propósito de recomponer la unidad
hispánica lograda por los visigodos. Es el período en el que España
se considera como una envolvente que comprende a los diversos
reinos de la Península, de modo que el cronista catalán, Bernat
Desclot, narrando la batalla de las Navas de Tolosa (1212), nos dice
31
En el siglo xvii, que, después de la victoria cristiana,
el Conde-Duque “el rey de Aragón y los demás reyes de
de Olivares España volvieron cada uno a su tierra”.
proponía a No tiene nada de extraño, por tanto
Felipe iv ‘el que, en el siglo xv, reducida la penín-
hacerse rey de sula a los “cinco reinos”: Castilla-León,
España’, pero en Aragón, Portugal, Navarra y Granada,
el malhadado Castilla-León, que es la mayor unidad
año de 1640, con y además la más central, se proponga
las rebelionesen uniicar la península en una sola uni-
Cataluña y dad política con el nombre de España.
Portugal, estos Esta es indudablemente la idea de Isa-
planes se vinieron bel I, que decide por su libre voluntad,
abajo y huboque y contradiciendo los planes de su her-
esperar a un mano, Enrique IV, casarse con el here-
Borbón: Felipe V dero del trono de Aragón, Fernando,
y, ambos de acuerdo, gobernar los dos
reinos como si se tratase de uno solo
en muchos aspectos, como el religioso y el militar.
La uniicación de España, por tanto, se lleva a cabo por el simple
matrimonio de los dos príncipes, que pronto serán reyes. Se plan-
tea sin embargo una cuestión importante: si la unión de Castilla y
Aragón da lugar al reino de España, ¿por qué no se titularon Isabel
y Fernando Reyes de España, como algún consejero propuso? No se
sabe exactamente por qué Isabel y Fernando no se titularon nunca
así. Una razón pudo ser que ellos no consideraron que el binomio
Castilla-Aragón constituyera enteramente España. En ello, literal-
mente, tenían justiicación. Quedaban tres reinos más en la Penín-
sula Ibérica: Portugal, Navarra y Granada. Bien es verdad que, de
una parte, Castilla-León, por ser el reino más grande, el más central,
y el que comprendía el reino de Asturias, que se suponía ser el que
más directamente entroncaba con la legitimidad visigoda (a través
de Don Pelayo), era el que más se identiicaba comúnmente con
la añorada España. Y también es verdad, de otra parte, que ambos
32 Gabriel Tortella
monarcas persistieron en su política de uniicación, conquistando
Granada, en vida de Isabel, y Navarra ya después de la muerte de
ésta. Además, casaron a dos de sus hijos, Isabel y Juan, con príncipes
portugueses con el in de obtener la ansiada unidad peninsular. Hay
que recordar, también, que si bien Isabel y Fernando se negaron a
llamarse reyes de España, eran tenidos como tales por los contem-
poráneos, notablemente Maquiavelo, quien repetidamente llama a
Fernando “rey de España” en El príncipe. Y que, aunque los Reyes
Católicos no lograron la unidad peninsular, al cabo su política dio
sus frutos cuando en 1580 su bisnieto, Felipe II, se proclamó rey
de Portugal. ¿Hubiera debido Felipe proclamarse entonces Rey de
España? Posiblemente; el caso es que tampoco lo hizo, quizá para
no herir susceptibilidades en Portugal.
También es de recordar que ya en 1492 Colón había dado a la
isla donde se estableció el primer asentamiento europeo en Amé-
rica el nombre de Isla Española, que pronto se abrevió a Española
o Hispaniola; y que Hernán Cortés dio a los territorios conquis-
tados a costa del Imperio Azteca el nombre de Nueva España, que
fue oicialmente reconocido en 1535 al crearse el Virreinato con
ese nombre, que comprendía todas las conquistas españolas en el
hemisferio norte del continente americano. Todo ello revela que el
nombre y concepto de España estaban irmemente arraigados en las
mentes de los exploradores y conquistadores de América que lleva-
ban a cabo sus acciones en nombre de los Reyes Católicos primero
y de sus sucesores más tarde.
34 Gabriel Tortella
Señores, he aquí al rey de España. Por su nacimiento le correspondía
esta Corona. El difunto monarca, en su testamento, le señala como
heredero de ella. Espérale impaciente la nación española, que ha pedido
con insistencia que reine y conduzca sus destinos…
Las cursivas son mías y ponen de relieve que para el Rey Sol la exis-
tencia de la nación española no ofrecía ninguna duda. Pero es intere-
sante señalar cómo la rebelión de Aragón, y en especial la encarnizada
resistencia catalana durante la Guerra de Sucesión, dieron pretexto al
nuevo rey para seguir los consejos que el Conde-duque de Olivares
había dado a su antecesor. Conviene poner de relieve que tanto para
el Conde-duque como para el mismo Felipe V, las leyes de Castilla
eran más eicientes que los fueros de los otros reinos y aunque éstos
considerasen la abolición de sus fueros como un castigo, el rey pen-
saba, acertadamente, que a la larga iba a redundar en beneicio de
Aragón. Una medida eicaz de uniicación del reino de España fue la
abolición de las llamadas prohibiciones de extranjería, según las cuales
no se nombraban cargos públicos en un reino a los naturales de otros
reinos. El decreto que abolió estas prohibiciones decía textualmente;
“en mis reinos las dignidades y honores se conieren recíprocamente a
mis vasallos por el mérito y no por nacimiento en una u otra provincia
de ellos”. Esto ya lo había preconizado Olivares, con expresión un tanto
barroca, al recomendar al rey “introducir […] acá y allá ministros de
las naciones promiscuamente.”
De este modo, con la accesión al trono de Felipe V en 1700, y,
sobre todo, tras rebelarse contra él sus vasallos forales, la cohesión de la
nación española experimentó un fuerte impulso. Puede decirse así que
a los foralistas aragoneses (lo cual incluye, señalada y conspicuamente,
a los catalanes) les salió el tiro por la culata. Es muy posible que, de
no haberse rebelado éstos, Felipe V hubiera sido mucho más cauto
en la uniicación del reino de España, porque a las provincias forales
que quedaban, las vascas y Navarra, les mantuvo intactos los fueros.
No parece probable que Felipe V trajese de Francia un plan
trazado para el gobierno de España, ni que llegase a conocer el
36 Gabriel Tortella
La nación moderna y los nacionalismos
La nación moderna nace de manera consciente a finales del siglo
xviii, con las revoluciones americana y francesa. Frente a la legi-
timidad monárquica tradicional, nace con estas revoluciones una
legitimidad nacional o popular, siendo ambos términos (nación y
pueblo) casi sinónimos. España se proclama nación también en una
situación anómala y revolucionaria, al sublevarse contra la invasión
francesa durante las guerras napoleónicas. Tanto la Carta otorgada
de Bayona de 1808 como la Constitución de Cádiz de 1812 emplean
la expresión “nación” refiriéndose a España, aunque la Constitución
lo hace de manera mucho más enfática y reiterada. Su Título Pri-
mero trata “De la Nación española y de los españoles”, su artículo 2º
proclama que la Nación “no es ni puede ser patrimonio de ninguna
familia ni persona” (lo cual es un rechazo explícito a la concepción
tradicional, patrimonialista, de la monarquía), y el 3º afirma que
“La soberanía reside esencialmente en la nación.” A partir de enton-
ces, aunque las constituciones y las leyes cambiaran, como hicieron
aquí con excesiva frecuencia, el principio nacional no fue ya nunca
abandonado en las Constituciones.
Con todo, una cosa es la letra de la ley y otra su aplicación
real. El atraso de la sociedad española durante el siglo xix (baja
renta, baja tasa de alfabetización, deficiente red de transportes,
débil aparato estatal) contribuyó muy poco a la cohesión nacional.
La conciencia nacional fue débil. España se desgarró en guerras y
revoluciones mientras en las regiones más desarrolladas se incu-
baba el micronacionalismo. Las guerras carlistas en el País Vasco y
Cataluña ensangrentaron las décadas centrales del siglo y aunque la
Restauración canovista (1875-1897) pareció resolver estos pro-
blemas, los nacionalismos catalán y vasco hicieron su aparición a
finales de siglo, estimulados por las disparidades regionales y por
la pérdida de las últimas colonias en 1898. Se inició así una pugna
fluctuante entre los nacionalismos regionales y el Estado central
que terminaría por convertirse, en los inicios del presente siglo, en
el mayor problema político de la España democrática.
38 Gabriel Tortella
grupo humano, diverso pero unido, habita un territorio definido,
se rige por las mismas leyes, y se gobierna por un mismo Estado,
por voluntad mayoritaria regular y democráticamente manifestada.
Este grupo humano está reconocido como tal nación por las otras
naciones y por prácticamente todos los organismos supranaciona-
les. España reúne todos estos requisitos: por lo tanto, es una nación;
y dejará de serlo cuando estos atributos o requisitos desaparezcan. •
REIVINDICAR
LA NACIÓN
ESPAÑOLA,
EN LEGÍTIMA
DEFENSA
Es hora de romper los clichés
impuestos por los nacionalistas,
superar complejos, defender
lo que nos une y hablar y actuar
a favor de España.
RO S A DÍ E Z
40
N
o necesito hacer ningún tipo de apelación histó-
rica para plantear el debate sobre la España real ni
creo necesario tratar de justiicar aquello que ya está
acreditado. Soy una ciudadana española que vive
en un estado democrático y de Derecho que forma
parte de la Unión Europea, un proyecto político
que los legisladores del Parlamento Europeo deinieron para el texto
de su Constitución como “un espacio especialmente proclive para la
esperanza humana”. A mí me parece irrelevante en términos políticos
y democráticos, aunque tenga interés académico, el debate alrededor
de las fechas que avalen los siglos de vida de esta nación llamada
España; para hablar de la España de hoy no necesitamos remontarnos
más allá de nuestra propia historia. Lo que me parece importante y
necesario es defender el país en el que vivimos, una democracia plena
que hemos construido a pulso a partir del sufrimiento, la generosidad
y la perseverancia de nuestros mayores, sobre todo de aquellos que
perdieron su juventud en una confrontación entre hermanos, que se
juramentaron para que eso no volviera a ocurrir y quisieron legarnos
un país en el que la luz se abriera paso entre las tinieblas.
Sé lo que supone pasar de ser súbdito a ser ciudadano porque soy
de una generación que nació durante la dictadura y pasé una gran parte
de mi adolescente juventud soñando con que algún día viviría en un
país que no fuera “diferente” de los países democráticos de nuestro
entorno… sin tener que marcharme de España para poder disfrutar
de derechos y libertades.
Como además he nacido y vivido siempre en el País Vasco sé tam-
bién lo que signiica estar siempre “desubicada”, no estar ahormada con
el entorno: he sido mala española durante los 25 primeros años de mi
vida porque no era franquista y mala vasca el resto de ella porque no
soy nacionalista. Total, que me he pasado toda la vida deseando vivir
en una sociedad normal –no normalizada– sin tener que marcharme
de mi tierra, ni de España ni de Euskadi.
Aunque todas las democracias son mejorables y siempre hay un
camino por recorrer para garantizar la efectividad que los derechos
41
y las leyes nos otorgan –libertad, igualdad, justicia social, Estado de
Bienestar– felizmente hoy vivimos en una democracia plena cuyas
leyes, empezando por nuestra Constitución, son homologables con
las más avanzadas del mundo. Por eso ya no tengo que envidiar a
la democracia alemana, sueca, francesa o italiana; pero, ¡ay!: ahora
tengo envidia de los alemanes, suecos, franceses o británicos porque
ellos no tienen complejos para demostrar que ¡¡aman y respetan a su
nación!!. Les envidio porque su sentido patriótico –ese patriotismo
constitucional en el que el nacionalismo es sustituido por los valores
de la constitución democrática– hace que su país sea más fuerte y los
derechos de su ciudadanía estén mejor protegidos.
Blas de Lezo, el insigne almirante español (guipuzcoano, para más
señas) dejó acuñada una frase que explica de manera precisa como
ha llegado la nación española a esta delicada situación: “Una nación
no se pierde porque unos la ataquen, sino porque quienes la aman
no la deienden”.
La pérdida de identidad nacional del país democrático y consti-
tucional, de España, no es responsabilidad de los nacionalistas sino
de quienes no siéndolo no hemos hecho lo necesario para defender
la nación y lo que ella representa en términos de derechos y valores
compartidos. Durante el periodo democrático más largo de nuestra
historia hemos sucumbido a todos los falsos dilemas que nos han
servido los nacionalistas y hemos abandonado la defensa y reconoci-
miento de lo sustancial: la unidad de la nación democrática deinida
en la Constitución del 78 es un instrumento imprescindible para
garantizar la igualdad entre ciudadanos españoles.
La falta de pedagogía y la corta historia de nuestra democracia ha
provocado que se llegue a confundir la diversidad de nuestro país y
sus regiones con el pluralismo político, que no es una característica
cultural, geográica o idiomática que puede ser muy enriquecedora,
sino la base misma de la democracia. Hemos confundido descentrali-
zación con democracia, hasta el punto de que hay quien sostiene que
es más democrático un Estado que adopte un modelo federalizante
que otro cuyo modelo sea centralista, jacobino. Aplicando esa teoría
42 Rosa Díez
llegaríamos a la absurda conclusión de que los derechos democráticos
están más y mejor garantizados en Venezuela que en Francia, pero esa
comparación parece no importarle a nadie.
Tanto escuchar las solamas nacionalistas –que sí tienen un pro-
yecto de país basado en la persuasión emocional y sostenido en el
tiempo– hay quienes han llegado a confundir el patriotismo, una
actitud propia de ciudadanos, con el nacionalismo, que es el compor-
tamiento propio de los ieles de una secta o doctrina. El nacionalismo
es la reivindicación del egoísmo en nombre de un pretendido colectivo
(el pueblo catalán, el pueblo vasco…), la defensa de lo propio (la tribu)
frente a lo de todos que, para un nacionalista, siempre son los otros. El
patriotismo es cosa seria, se ejerce en defensa de lo común, de los valores
compartidos. El patriotismo constitucional no se ejerce contra nadie;
el nacionalismo necesita un enemigo para cohesionarse y sobrevivir.
Pero el mayor drama de España es que durante estos cuarenta
años de democracia los partidos que han gobernado alternativamente
nuestro país nunca han pensado sobre la nación, no han elaborado un
relato que vertebre y refuerce el cuerpo político, un proyecto capaz de
unirnos a todos los ciudadanos españoles. En cada región de España
en la que hay nacionalismos coexisten de facto dos naciones. Pero
mientras una de ellas (la nacionalista) tiene adeptos que alimentan
de forma permanente el mito, la otra, la nación de verdad, la nación
que nos reconoce derechos de ciudadanía, no tiene a nadie que hable
en su nombre. Durante décadas se ha dejado todo el espacio a los
nacionalistas, lo que ha resultado muy estructurante para ellos y demo-
ledor para la cohesión de todos los españoles. El resultado es que la
excepcionalidad de las nacionalidades ha debilitado al conjunto de
España sin mejorar la democracia.
José Miguel Fernández Dols recordaba en el libro A favor de
España unas palabras de Dolores Ibarruri, La Pasionaria, entresaca-
das de un discurso que pronunció en Barcelona en noviembre de
1938 para agradecer a los brigadistas internacionales su apoyo a la
República: “De todos los pueblos y todas las razas vinisteis a nosotros
como hermanos nuestros, como hijos de la España inmortal”.
44 Rosa Díez
autonómico. Resultaba inútil explicarle que la diferencia entre el
periodo previo al 78 y la España moderna no estriba en el modelo
centralista anterior y el descentralizado deinido por nuestra Cons-
titución, sino en que antes había una dictadura y ahora hay una
democracia.
Y es que la izquierda compró de forma inexplicable el discurso
nacionalista que equiparaba interesadamente dictadura con centra-
lismo, y la derecha, acomplejada, nunca se atrevió a plantear el debate
conceptual. Y por eso los dos partidos que han gobernado España
se empecinaron en transferirlo todo, incluso aquello que no estaba
deinido en la CE como competencia autonómica; es el caso de la
Educación, la clave de bóveda de todo este despropósito en el que se
ha convertido España. Piensen que allá donde hay nacionalistas, la
escuela es nacionalista; ellos sí han comprendido el valor estratégico
de lo que sostiene Ernest Gellner en Naciones y Nacionalismo: el orden
social del nacionalismo del siglo xx ya no descansa en los verdugos,
sino en los maestros. Y lo han llevado a la práctica.
La descentralización en materia educativa ha traído como con-
secuencia que en España coexistan diecisiete sistema educativos
que no solo no educan con el nivel de calidad exigible a cualquier
país con autoestima, sino que no tienen en común ni el 20% de los
currículos. Hoy es más difícil mover a un niño entre comunidades
autónomas españolas que transferir un expediente académico desde
un instituto de Berlín a uno de Roma. Y lo mismo puede decirse
de la movilidad entre el profesorado: los mejores (y los peores) per-
manecen anclados allá donde iniciaron sus carreras profesionales.
De nada les sirve su experiencia, su capacidad o sus éxitos docentes,
lo que provoca no solo una injusticia personal sino un despilfarro
de conocimiento que ninguna sociedad medianamente inteligente
su puede permitir. Si a esta circunstancia le añadimos que en los
lugares en los que la educación depende de los nacionalistas esta
se cimenta en base a la mentira y el engaño, en sustituir la realidad
por el mito, en implantar el espíritu nacional a través de un cuerpo
docente con un fuerte sesgo ideológico y en fomentar el odio a
46 Rosa Díez
ellos hacen y nosotros, ciudadanos españoles sin tribu reconocida,
tomemos la iniciativa para garantizar la unidad de la nación como
instrumento imprescindible para garantizar la igualdad de derechos
de todos los españoles.
Hablemos de la nación para superar el nacionalismo. Hablemos
como españoles, no solo ni principalmente como vascos, gallegos,
catalanes, madrileños, leoneses, malagueños… Cada uno de nosotros
somos vecinos de algún lugar de España, pero todos nosotros somos
ciudadanos españoles. La vecindad es accidental; la ciudadanía nos la
hemos tenido que pelear para plasmarla en una Constitución demo-
crática que aprobamos en el año 1978. Yo soy vecina de Euskadi, pero
soy ciudadana de España; y eso no me hace ni mejor ni peor que a
cualquiera de mis conciudadanos, aunque, dicho sea de paso, me per-
mite disfrutar de algunos privilegios que otros españoles no tienen.
Organicémonos para oponernos a quienes quieren levantar muros más
altos y trazar nuevas fronteras entre conciudadanos. Desmontemos
la mítica apelación nacionalista a “los derechos del pueblo”, que no es
sino una expresión del egoísmo de los que tienen más. Dejemos de ser
ese país estrambótico en el que hay quien piensa que la aplicación de
las leyes depende de lo que haya votado la gente. Defendamos con el
derecho y la ley la cohesión de la nación española, patria de ciudada-
nos libres e iguales; porque una nación no se cohesiona en base a los
sentimientos o las emociones, eso queda para las tribus. Defendamos
el imperio de la ley, nada más que la ley, pero toda la ley y aplicable
a todos los ciudadanos.
La Constitución se puede y se debe cambiar para mejorarla, no
para retocar los artículos que podríamos denominar sagrados, aquellos
que nos reconocen los derechos fundamentales a todos los españoles
por el mero hecho de serlo. No caigamos en la trampa de creer que
hay que adaptar la Constitución a las exigencias de los nacionalistas
o de los secesionistas para que ellos “se queden” a gusto en España.
Porque en la España que resultaría de un acuerdo de esas caracterís-
ticas resultaría troceado el cuerpo de la ciudadanía, se redeiniría el
sujeto de la soberanía y se permitiría que una parte de los españoles,
48 Rosa Díez
derechos de las personas que lo habitan. Y sé también que debemos
arriesgarnos a actuar en defensa propia antes de que sea demasiado
tarde. O hacemos lo que debemos hacer como patriotas (defender
el interés general, la nación, la democracia y la igualdad de todos los
españoles) o los insaciables nacionalistas junto con los cobardes y
acomplejados a derecha e izquierda nos arruinarán deinitivamente
el país y el futuro, en libertad y en igualdad, de nuestros hijos. •
LA DOBLE DUALIDAD
DEMOCRÁTICA
Y SUS RIESGOS
La doble dualidad de una contraposición
de amigos y enemigos y de una clase política
‘versus’ una ciudadanía reducida a meros
votantes, multitudes y lobbies, debilita
y puede destruir a una comunidad.
V Í C TO R P É R E Z - D Í A Z
E
n el imaginario de los tiempos modernos, la piedra angu-
lar de la Constitución se suele cifrar en la expresión We,
the People, “Nosotros, el Pueblo”. Es el acto fundamental
de autoairmación de una comunidad política. El ser o
no ser del que todo depende. Pero la expresión incorpora
un equívoco. Da a entender que estamos ante una agen-
cia colectiva uniicada, permanente y capaz de controlar su destino. No
hay tal. La agencia es dispersa y cambiante, y su voluntad es limitada. Su
acto de autoairmación no detiene el tiempo y se aplica en un espacio
compartido con otras agencias. Tampoco se reiere a un mero acto de
voluntad (“soberana”), sino al reconocimiento y el refuerzo (con el
concurso de la voluntad, pero también de la imaginación, las memorias,
50
los intereses, las ideas y los sentimientos) de una realidad ya existente.
Una realidad previa y luego corroborada, tal vez reinterpretada, tal vez
rectiicada; pero ni mero invento ni resultado de un simple “sí, quiero”.
Previa, e inmersa en un proceso de cambio continuo y siempre en estado
de irse, a cada paso, haciendo, deshaciendo, y volviéndose a hacer. Podría
decirse que la expresión es “simbólica” en el entendimiento de que no
es mero símbolo, sino que está ligada como la parte al todo a la realidad
misma, y la cual, no lo olvidemos, como el todo a la parte, la desborda.
Por eso, cuando hace dos siglos y medio los norteamericanos redac-
taron, votaron y aprobaron su constitución y con su We, the People air-
maron su identidad, y, con ello, su marco institucional, su imaginario y su
forma de vida, no asistimos a un iat, un acto (cuasi-divino) de creación
del mundo, o de su mundo. Descontando un toque de hubris muy de
época (la suya y la nuestra, que imagina inventarlo todo), lo crucial para
ellos es constatar que ya están-ahí y así han estado un tiempo, como
una comunidad bastante homogénea y trabada, haciendo y haciéndose,
resolviendo problemas, recordando cosas hechas juntos, y anticipando
cosas por hacer. La autoairmación de la comunidad política como tal
releja y precisa las formas que adopta esa realidad, la de un ser cuya
existencia consiste en un estar juntos y hacer juntos. De modo que, si
descendemos a una realidad histórica determinada, la pregunta sería,
¿será cierto que, en este caso, los sujetos en cuestión hacen tantas cosas
juntos? La respuesta no es obvia. Porque si sucediera que su experiencia
económica y social fuera la de unas gentes centradas en ir cada uno a lo
suyo, empeñadas en triunfar y realizarse (y ésta fuera la cultura vivida
del capitalismo al uso), y si su experiencia política fuera la de una batalla
cainita en permanencia (y tal fuera la cultura partitocrática vigente), y si
su experiencia cultural fuera la de una Torre de Babel (la cultura del emo-
tivismo y el relativismo moral), en tal caso, ¿se podría esperar que tales
sujetos harían lo bastante como para estar-ahí como una comunidad?
Una comunidad requiere una masa crítica de individuos con su
sentido común y su cuidado por la cosa común, es decir, por su sen-
tido de lo común que es una parte crucial de su sentido moral. ¿Es
probable que se dé esa masa crítica cuando imperan las culturas vividas
51
antes mencionadas? Porque, sí, se supone que vivimos en una época
de creciente complejidad, pero ésa no es la cuestión. La cuestión es
¿se trata de una complejidad caótica y desconcertante de modo que el
espacio público es un inmenso ruido? ¿Sin apenas conversación posi-
ble? Nos encontramos en sociedades diversas, pero ¿hasta dónde llega
su diversidad y cómo se vive esa diversidad? Por ejemplo, la sociedad
norteamericana de hace unos siglos estaba, probablemente, lo bastante
integrada (indios nativos y esclavos africanos aparte: lo que no era pre-
cisamente un asunto menor) como para tener, con todo, esa experiencia
de comunidad. Ahora bien, ¿se aplica lo mismo, o algo análogo, a esta
y aquella sociedad especíica? ¿Comenzando por las más próximas?
La experiencia muestra que este hacer y hacerse de un nosotros
siempre ha sido complejo, dramático, problemático, y relativamente
frágil, con un lanco vulnerable, expuesto a ataques externos y rupturas
internas. Flanco que tiene en cada momento y lugar sus rasgos pro-
pios. Que no pocas veces se ha disimulado declarando la guerra a un
vecino; lo que han solido hacer periódicamente los estados naciones
europeos desde hace siglos, tan modernos ellos y tan dados, en esto,
a prolongar las costumbres de los reinos antiguos.
Pero ijémonos en uno de los factores de esta fragilidad del noso-
tros de la comunidad política, que concierne a la experiencia, la cultura
vivida del hacer político. A este respecto, la experiencia de los gobier-
nos modernos constitucionales y democráticos, de tipo occidental, nos
enseña algo muy simple: a saber, que, por debajo del imaginario al uso
de los sujetos libres e iguales puede haber una débil comunidad de tales
sujetos. Y ello puede suceder, entre otras razones, porque se da en esa
experiencia política una doble dualidad, de la que se deduce la perma-
nente posibilidad de una deriva sistémica de lo político en la dirección
de un nosotros débil y de una ruptura de la comunidad. Por una parte,
la dualidad entre amigos y enemigos; y por otra, la dualidad entre clase
política (elites políticas y sus aparatos y entornos próximos) y ciudadanía.
De hecho, la experiencia de estas últimas décadas de buena parte
de las politeias occidentales suele ser la de una vida política de combate
permanente. Obviamente hay fases de coaliciones y apoyos mutuos,
52 Víctor Pérez-Díaz
y momentos de duelo y de gozo compartidos, y en esos momentos el
“ideal” de una comunidad política se vislumbra. Pero lo habitual, en
bastantes democracias (por ejemplo, la española, ya con cuatro décadas
y no pocos sobresaltos a sus espaldas), es que el debate que acompaña
a las decisiones políticas tenga poco que ver con la conversación o cua-
si-conversación que cabría esperar de una comunidad política basada en
alguna forma de amistad cívica; por el contrario, parece que pretende
basarse todo él en la enemistad.
Es usual que los adversarios políticos se deinan como amigos o ene-
migos en un juego de suma cero de conquistar o quedar excluido del
poder de turno, que consiste no en un juego de fair play entre gentlemen
(and ladies) que compartirán luego un refrigerio y una charla apacible sea
cual sea el resultado, sino en un pugilato entre “animales políticos” que
derrochan malevolencia recíproca. Lo justiican apelando a la extrema
gravedad e importancia de las diferencias en los asuntos en juego. De
creerlos, se trata de elegir entre la verdad o el engaño, el orden o el caos,
la prosperidad o la ruina, la revolución o la explotación, el ser o el no ser.
Los adversarios son enemigos a excluir del poder, a erradicar de la escena, a
condenar al olvido. De los que desconiar, profundamente y para siempre.
Además, esta imagen de enemigos se extiende, de facto, a aquellos que
apoyan tales enemigos políticos. Es decir, si es preciso, quizá, por qué
no, a la otra mitad del electorado, a despreciar o a detestar. Porque sería
culpable de equivocar su voto, por incapacidad o por malicia.
Lo que haría la clase política de esta forma, en un alarde de falso y
equivocado liderazgo, sería maleducar a la ciudadanía y abocarla a la
experiencia de una comunidad averiada, fracturada, y, en todo caso, poco
susceptible de ser y actuar como un nosotros relativamente sólido. Se
trataría de una ciudadanía débil y probablemente subordinada a una
clase política entrelazada con unas minorías dominantes de carácter
económico, social o cultural, posiblemente comprometidas en una
deriva oligárquica. Una clase política deinida por la contradicción de
arruinar la polis que debe garantizar, y a la que debe su propia existencia.
Cuando tal cosa sucede, la vida política no une, sino que divide.
Pero, como dirían los “visionarios del futuro” con una mirada axial,
54 Víctor Pérez-Díaz
pensando sino en el “propio interés”) el odio debería ir acompañado de
cierta ambivalencia. A falta de ello, queda el recurso a una gran estrategia
de hipervoluntarismo, con un despliegue de la voluntad de dominar al
otro, reducirle a la impotencia y destruirle.
Con esa estrategia se está expuesto, e inclinado, a adoptar las heurís-
ticas más simples, comenzando por la de tomar los deseos por realidades,
ignorando las voces del sentido común y del sentido de lo común (que
requieren aquella curiosidad y empatía por los demás). Voces del buen
sentido que implican una orientación razonable respecto a la política,
sin minusvalorarla (la política como algo poco menos que inútil, porque
“el mundo va solo” o “los de arriba siempre mandan”) ni supervalorarla
(la política como la oportunidad de controlar el mundo y la historia,
incluyendo la producción en serie de líderes cuasi divinos y naciones
eternas). Hay fuertes indicios de que esas voces de buen sentido se hacen
oír entre los ciudadanos corrientes y pueden cobrar fuerza en condiciones
favorables; pero estas condiciones no se dan cuando los ciudadanos se
reducen al nivel de meros votantes, gentes pasivas, o al nivel de movimien-
tos sociales que se sienten partes de una sociedad polarizada, o al nivel de
dirigentes y miembros de asociaciones dependientes de favores políticos
o económicos, es decir, cuando la sociedad civil se reduce a sociedad de
corte, o sociedad de barro, sobre la que no cabe construir.
56 Víctor Pérez-Díaz
siderar un “escenario peor”. A la vista de tres hechos cruciales: en los
últimos años, cerca de la mitad del electorado catalán ha votado y vota
partidos independentistas, o se proclama independentista; dos tercios de
los catalanes consideran legítimo un referéndum sobre la independencia;
y los independentistas tienen una experiencia de movilización de varios
años, in crescendo; mientras que quienes favorecen mantener los lazos
con España apenas la han tenido hasta fecha relativamente reciente, y
queda por probar que la mantengan. En estas condiciones el riesgo de una
separación es alto y obvio. No digo que este escenario deba entenderse
como uno que tiene que ocurrir necesariamente. Digamos que, para los
partidarios de que Cataluña forme parte de España, lo más prudente
sería tener en cuenta este “escenario peor” y asignarle, por precaución,
una probabilidad del 50%. Era lo prudente antes del referéndum del
1 de octubre de 2017 y de la aplicación del artículo 155 de la constitución,
y lo sigue siendo después.
Tampoco es de esperar que ese nivel de riesgo se reduzca por el simple
paso del tiempo. Primero, porque hay una clara relación entre el voto
independentista y los factores adscriptivos propios de ser catalán de origen
catalán o catalán de origen inmigrante, y ello tiene consecuencias profun-
das para el tema. Porque, aunque el contexto internacional pueda no ser
favorable a los independentistas, la experiencia local de lo que podemos
llamar, grosso modo, una “sociedad hegemónica” de catalanes de origen
manejando a una “sociedad subordinada” de catalanes inmigrantes, no
hace sino reforzar en aquellos su querencia básica; haciéndolo así no con
relatos (que pueden ser más o menos políticamente correctos) sino con el
peso (enorme) de las disposiciones y los hábitos cotidianos con los códi-
gos lingüísticos correspondientes. Esas disposiciones o hábitos surgen en
las más diversas experiencias de la vida, y por supuesto lo hacen en la del
contraste continuo entre, de una parte, un segmento social superior de
catalanes de origen, con una relativa, pero clara, superioridad de recursos
económicos, políticos, sociales y culturales, de lo que tienen conciencia, y
para quienes cuenta la impronta emocional de una frase como “esta tierra
es nuestra”; y, de otra parte, el segmento social de los catalanes de proce-
dencia inmigrante, y para quienes lo que tal vez cuenta es la de “hemos
58 Víctor Pérez-Díaz
reciente (y de casi toda su historia moderna), para empezar, la de la
transición democrática. Tocado en su sentimiento de identidad y su
autoestima, y su conianza en los políticos (y las elites en general), el país
habría de atravesar un período largo y difícil, que pondría a prueba el
sentido moral, el aguante emocional y la capacidad estratégica de unos
españoles que, por otra parte, habiéndoles cogido el fenómeno casi por
sorpresa, podrían tener la sensación de haber llegado a este punto en un
estado de sonambulismo. Todo ello contra un telón de fondo de repro-
ches y desprecios, e incidentes, sin contar con lo que pudiera ocurrir, al
día siguiente, en otros lugares de España (en la costa del Mediterráneo,
en la del Atlántico...) fáciles de identiicar. Y el añadido de un clima de
inseguridad económica y moral que afectaría a España y Cataluña, pero
también al conjunto de una Europa muy vulnerable. Sería un paisaje
oscuro, con un cielo agitado, que permanecería así bastante tiempo, y
estaría habitado por bastantes gentes depresivas e irritables.
Pero, por otro lado, en segundo lugar, el mundo de los independentis-
tas podría encontrarse con que ese mismo escenario (a primera vista, quizá,
“el mejor” para ellos) les depararía, probablemente (de nuevo, digamos,
con una probabilidad del 50%), muy malas sorpresas. Una buena parte
de ellos parece creer que les espera un horizonte risueño. Pero, por mor
de un poco de realismo, les convendría colocarse en un “escenario peor”.
Por lo pronto, no se encontrarían con una comunidad política inte-
grada y reconciliada en Cataluña, sino con dos, como ya he indicado,
una hegemónica y otra, por el momento, subordinada, muy distanciadas
entre sí. Es un hecho que la mitad, o más, de la sociedad catalana no
quiere separarse. Es un hecho que casi tres cuartas partes de los catala-
nes albergan algún sentimiento de ser españoles. Es cierto que la cultura
política de la iesta puede ser muy importante, y nadie debería dudar de
la importancia del teatro: durante dos horas te absorbe y luego te deja un
toque de nostalgia y merece un recuerdo, a veces muy profundo, aunque la
representación continúa... Pero en este caso el efecto teatral está limitado
por el hecho de que la clase política independentista no constituye un
adecuado simbolismo del conjunto de la comunidad política; se dirige
a la mitad independentista del país y deja fuera a la otra mitad. En rigor,
60 Víctor Pérez-Díaz
decir, Europa, es decir, nosotros, nos enfrentamos a estos retos del futuro
en un estado de amnesia; y, no sabiendo muy bien lo que hemos hecho,
no podemos saber lo que somos y calibrar nuestras posibilidades.
Con frecuencia parece que Europa sólo mira a un futuro que por
deinición desconoce (pace tantos futuristas), olvidando un pasado con
el que no acaba de saber qué hacer. La Europa de hoy tiende a reducir su
conciencia de sí histórica al mantra del legado de la Ilustración. Como
si éste fuera el logro que da sentido a su experiencia. Sin embargo, para
llegar a él tiene que atravesar la estancia oscura de los últimos siglos con
los “tácitos y atentados pasos” de Maritornes en la venta manchega de
Don Quijote, procurando no despertar a nadie. ¿Ni siquiera a sí misma?
Olvidando que el legado de la Ilustración ya había parecido a punto de
culminar en el “in de siglo”... XIX. El avance incontenible, el auge, del
gobierno representativo, el capitalismo global, la ciencia y la tecnología,
los valores de la libertad (y una serie de liberaciones) y de la igualdad
(ante la ley): todo eso ya estaba ahí en ese momento, o muy próximo.
Pero lo que sigue es un drama atroz. Y lo que hace la Europa de hoy es
intentar pasar de puntillas por lo que viene precisamente después. Todo
un siglo que arranca con la experiencia que nos recuerda Jan Patocka de
las trincheras de la Gran Guerra del 14: aquella que los soldados apenas
podían soportar un máximo de nueve días (según reconocían los estados
mayores de los ejércitos respectivos). Más los “pequeños detalles” del
Gulag y el genocidio racial, y un largo rosario de guerras, mundiales
y locales. En realidad, recordar todo esto es un requisito previo para
aprender de ello, y para apelar a un equilibrio de justicia y de perdón
recíprocos para seguir viviendo juntos: los hijos, nietos, descendientes
de quienes vivieron (y pudieron ser responsables de) aquellos momen-
tos, y no son tan diferentes de ellos. Seguir viviendo, no en el desprecio
mutuo, sino en el asombro mutuo, en la comprensión y en alerta.
Esa búsqueda colectiva entre los recuerdos, ese ejercicio de anamnesis
ofrece un contrapunto al imaginario moral dominante y favorece una
solución de los problemas colectivos por parte de sociedades e individuos
que estarían más orientados a su reconocimiento mutuo y su reconcilia-
ción que a su rivalidad por triunfar en una carrera agónica al modo griego
62 Víctor Pérez-Díaz
ses, alemanes, polacos y tantos otros el cuidado por la casa común, para
empezar, la próxima, y, para seguir, la casa común europea. Una casa
europea, un hogar europeo, que se enfrenta al reto de cómo entender
sus fronteras y de qué manera, abierta, justa y prudente, ejercer su hos-
pitalidad (tema de inmigrantes y refugiados); al reto no ya de superar
una crisis económica cuanto de despejar un horizonte, incierto, de bien-
estar y de solidaridad (tema de globalización, gobernanza económica y
desigualdad social, y sistema de bienestar); al reto de defenderse de las
pulsiones destructivas que surgen de fuera y dentro (temas de tensiones
geopolíticas y terrorismo).
En cambio, lo que no nos toca es arruinar las bases de inteligencia
práctica y de amistad cívica generalizada sin las cuales esa comunidad
europea acabaría siendo un juguete roto. Ahora, precisamente ahora.
No nos corresponde dejar abierto un lanco de desorden, un foco de
confusión y de arrebato en lo que es una Europa vulnerable e incierta,
que apenas puede con la coyuntura del momento. Debemos hacer las
cosas, entre todos, de modo que eso no ocurra. Por lo pronto, sobre
todo, acertar con la actitud adecuada, hecha de inteligencia y de ánimo
amistoso. Estar atentos a lo fundamental. Lo que une y lo que eleva.
Luego podrán venir los tacticismos prudentes, que ayuden a evitar los
desastres, y quizá vislumbrar lo mejor y, posiblemente, irnos acercando
a ello. Lo que nos llevaría de la posibilidad a la esperanza, y de ésta, de
nuevo, a la posibilidad. •
LOS NACIONALISMOS
DEL ‘P RO CÉ S’
Observamos trayectorias contrapuestas
en la evolución de los nacionalismos.
Los mitos nacionales españoles son anatema
(saludable) pero los de los nacionalismos
periféricos son intocables, incluso para
militantes del pensamiento crítico.
M A RT Í N A L O N S O Z A R Z A
64
S
egún el sociólogo alemán Max Hildebert Boehm: “El
nacionalismo connota una tendencia a poner un énfasis
particularmente excesivo, exagerado y exclusivo en el
valor de la nación a expensas de otros valores, lo que
lleva a una sobreestimación vana e importuna de la
propia nación y, por lo tanto, a una detracción de las
demás” . La deinición permite aislar tres elementos con los que coinci-
1
1 Max Hildebert Boehm, “Nationalism: heoretical aspects”, en Edwin R.A. Seligman. (ed.), Ency-
clopaedia of the Social Sciences, New York, he Macmillan Company, 1933, Vol. xi, pág. 231.
2 Juan Pablo Fusi, Identidades proscritas. El no nacionalismo en las sociedades nacionalistas, Barcelo-
na, Seix Barral, 2006.
3 Egin, 16/07/1997.
65
ocupa de la debilidad relativa del nacionalismo español respecto a los
periféricos, y el último glosa las tres modalidades que concurren en el
catalán: adversarial o reactivo, transferido e invertido.
Identidades no nacionalistas
En la mirada nacionalista el mundo es un mapa compacto de alvéolos;
ocupado cada uno por inquilinos con una identidad común legada por
la nación gentilicia (“un sol poble”). No hay identidad, ni salvación, ni
vida fuera de la nación; de ahí la propensión del nacionalista a acusar
al eventual crítico de ser nacionalista de otro alvéolo. Pero la tesis de la
imposibilidad del no nacionalismo es una falacia propia de los sistemas
de pensamiento cerrados. El ensayo ya mencionado de J.P. Fusi tiene el
mérito de poner esto en evidencia. No solo él. ¿Acaso tenemos dudas
sobre la adscripción geográica de personas como James Joyce, Fernando
Aramburu, Bernard Shaw, Hannah Arendt, Juan Goytisolo, Joseba Paga-
zaurtundúa, Agustín Ibarrola, Zev Sternhell, Pedrag Matvejevic, Aurelio
Arteta, Amira Hass, Eduardo Mendoza, José Ramón Recalde o, en la ina
y recomendable descripción de Ernst Gellner, Bronisław Malinowski?
Para Fernando Savater: “Tanto luchan por las libertades del pueblo
vasco quienes democráticamente proponen su independencia como
quienes opinamos, siguiendo a teóricos como Hobsbawn y a nuestra
propia experiencia, que la libertad y el pluralismo cultural están mejor
garantizados en Estados grandes que se reconocen como plurinacionales
y pluriculturales, que en estados pequeños que persiguen una homoge-
neidad cultural y étnico-lingüística”4. Esa era también la posición del
“Little Englander” –el mejor ejemplo de no nacionalismo– Bertrand
Russell, cuando pedía desterrar los gentilicios de la ética. De ahí la
actualidad de Identidades proscritas.
Frente al repertorio de las taxonomías del nacionalismo, los avatares
del procés ponen de maniiesto la susceptibilidad al cambio desde un polo
benigno e integrador (patriotismo constitucional, postnacionalismo) a
otro reactivo y excluyente; en función de la estructura de oportunidades
5 http://www.telerama.fr/monde/alain-badiou-les-gens-se-cramponnent-aux-identites-un-mon-
de-a-l-oppose-de-la-rencontre, 58743.php
6 El País, 25/09/2017. Sintomáticamente, la autora traga la píldora nacionalista de las bondades de
la inmersión lingüística, “una política normalizada y aceptada por la inmensa mayor parte de la
población”, (El País, 19/02/2018).
Nacionalismo reactivo
Hay muchos elementos que separan a los dos nacionalismos ricos, pero
hay uno que los hermana: su dominante reactivo-adversarial. La carga de
la prueba está siempre en un Madrid tan polisémico que confunde un
partido, el gobierno y el Estado (un asunto que merece un tratamiento
detallado) y que una vez en marcha abraza los medios de comunicación
sin distingos (“La Brunete mediática”, acuñada por Anasagasti), una
región (Castilla), un topos icónico (la meseta); en deinitiva un comodín
inmejorable para la validación pasiva. La potencia emocional del nacio-
nalismo viene de la diferencia térmica que crea el gradiente identitario:
“España contra Cataluña”. La razón de ser del nacionalismo vasco, según
Xabier Arzalluz, es que “no nos dejan ser lo que somos” [sic]. El resorte
adversarial ha sido la palanca mágica del régimen pujolista. Lo releja
inmejorablemente la respuesta de Jordi Pujol a Carod Rovira cuando le
comunica que está resolviéndose favorablemente el contencioso de los
papeles de Salamanca: “A nosaltres sempre nos convé mantener les feridas
obertes”9. Es la psicología insaciable del irredentismo.
El relato adversarial ha sido aceptado como explicación canónica por
un amplio sector, que no tarda en asociar de manera releja cada deci-
sión inconveniente de ‘Madrid’ con una loración de independentistas.
8 Juan Pablo Fusi, España. La evolución de la identidad nacional, Madrid, Temas de hoy, 2000, pág.
274. Barbara Loyer, El asterisco 07/01/2018; añade que “el afán de Podemos de deslegitimar la
Transición me parece muy problemático”. Fernando Savater, El País, 15/08/2013. Victoria Camps,
eldiario.es, 24/08/2014.
9 Martín Alonso, El catalanismo del éxito al éxtasis, III. Impostura, impunidad y desistimiento,
Barcelona, Viejo Topo, 2017, págs. 94-100. La cita de Carod en: http://catalunyaeuropa.net/ca/
testimoni_pm/34/, minuto 41.50.
Nacionalismo transferido
Hasta aquí las variantes en las que el nacionalismo de referencia es el
protagonista. En el nacionalismo transferido y el invertido, según la
terminología de Orwell, la iniciativa es exógena11.
Transferido designa el apoyo proporcionado por instancias ajenas a
los actores en pugna. Es sabido que el nazismo tuvo raíces endógenas,
pero le vinieron bien los respaldos externos, como los del intelectual
francés Gobineau, el británico Chamberlain o el industrial norteame-
ricano Henry Ford. Asegura Orwell que los intelectuales tienden a ser
más extremos en el nacionalismo transferido que en el propio. Hemos
conocido ejemplos de este tenor. Recordemos la nómina de asesores,
10 Francesc Vilanova, “Did Catalonia endure a (cultural) genocide?”, Journal of Catalan Intellectual
History, Online ISSN 2014-1564 DOI: 10.1515/jocih-2016-0002
11 George Orwell, “Notes on Nationalism”, en he Collected Essays, Journalism and Letters, Vol. 3. As
I Please 1943-1945, Harmmondsworth, Penguin, 1968, págs. 410-430.
Nacionalismo invertido
La última variante, más determinante que la anterior porque afecta a la
correlación de fuerzas, es el nacionalismo invertido. Pablo Iglesias puede
12 Jonathan Powell, “How to solve the Catalan crisis”, he New York Review of Books, 03/11/2017.
13 José Luis Pardo, “Carta a algunos colegas europeos”, El País, 26/11/2017. Muñoz Molina, Babelia,
14/10/2017; El País, 21/10/2017.
16 Martín Alonso, “Collective Identity as a Rhetorical Device”, Synthesis Philosophica, 51 (1) 2011,
págs. 7-24.
17 Conferencia en Tolosa el 28 de enero de 1993 (El País, 30/01/1993). El socialista y vicepresidente
del gobierno vasco Fernando Buesa reaccionó contundentemente contra tales tesis. Fue asesinado
por ETA, junto a su escolta Jorge Díez, hace día por día 18 años cuando cierro este artículo; dedi-
cado a su memoria. El día del funeral el PNV contraprogramó con una manifestación de apoyo a
Ibarretxe. El partido de los asesinos convocó la suya para celebrar la gesta.
18 Ernst Gellner, Encuentros con el nacionalismo, Madrid, Alianza, 1995, pág. 78.
REVISIONISMO DE LA
EXCEPCIONALIDAD
EUROPEA EN EL
ORIGEN DE LA
CIENCIA MODERNA (I)
Este ensayo sobre los orígenes y el desarrollo
de la ciencia moderna tendrá una segunda parte
que publicaremos en el próximo número.
F E R NA N D O P E R E G R Í N GU T I É R R E Z
L
a historiografía sobre la llamada revolución cientíica
europea está algo agitada y revuelta desde inales del siglo
pasado y principios del presente por las publicaciones
de algunos historiadores, la mayoría de origen no occi-
dental aunque formados y, en la actualidad, profesores
en universidades de Occidente, que se han embarcado
en un revisionismo histórico de lo que consideran el predominante
enfoque clásico europeísta, o en la jerga propia de esos historiado-
res, en el paradigma –en el sentido de homas Kuhn– eurocentrista.
Asimismo se conoce esta perspectiva como la excepcionalidad europea
en el nacimiento y evolución de la ciencia moderna.
74
Aunque se supone de sobra conocido para los lectores de este
artículo, no está de más que recordemos brevemente qué se entiende por
revolución cientíica en el paradigma eurocéntrico o de excepcionalismo
europeo. De forma sucinta y breve, es un concepto usado para explicar
el surgimiento de la ciencia moderna durante la Edad Moderna tem-
prana, principalmente en los siglos xvi y xvii, en los que nuevas ideas
y conocimientos en física, astronomía, y en bastante menor medida,
en anatomía humana y química, transformaron las visiones antiguas y
medievales sobre la Naturaleza y sentaron las bases de la ciencia moderna.
Fue, para la mayoría de los historiadores que comparte esta visión,
basada en una localización geográica y una periodización histórica
muy concretas, uno de los más importantes desarrollos de la tradición
intelectual occidental. La revolución cientíica fue nada menos que
una revolución intelectual en la percepción por los individuos del
mundo que les rodea y en que están inmersos. Como tal, amén de
los conocimientos cientíicos que produjo, hay que ijar la atención
en las nuevas formas de adquirirlos, esto es, en la epistemología y en
el avance del método cientíico, el cual daría lugar a lo que se conoce
hoy día como metodología naturalista.
Hay acuerdo bastante general en esta interpretación tradicional
en los cambios o trasformaciones básicas que se produjeron durante
este período, que se inician en cosmología y astronomía y que se
tornan a continuación a la física (algunos eruditos han argumentado
que hubo desarrollos paralelos, aunque bastante más modestos, en
anatomía y isiología debidos a Andreas Vesalius y William Harvey,
como veremos más adelante, en la segunda parte de este trabajo).
1 Joseph Needham, Ciencia y Civilización en China (en inglés original Science and Civilization in
China, obra monumental en 15 volúmenes iniciada en 1954 y que se extiende hasta su muerte en
1995. No me consta que haya traducción al español de la obra completa).
75
contemporáneo de la era de la revolución cientíica de la ciencia en
China eran totalmente desconocidos en Occidente. Esta publicación,
la primera en reconocer el pasado cientíico de China, revelaba el
desarrollo de la ciencia en aquel país; en ella que Needham formula
su gran pregunta sobre el estancamiento del desarrollo cientíico y
tecnológico de China, y fue desde sus inicios la objeción más seria y
completa al excepcionalismo europeo de la revolución cientíica, al
mostrar que en otros lugares geográicos, en otras civilizaciones, en
otros tiempos, también había surgido y desarrollado algo más o menos
semejante a la ciencia europea. Para el historiador de la escuela llamada
multiculturalista de la ciencia Arun Bala2 esta monumental obra de
Needham, que abrió la puerta a los llamados estudios multiculturales
de la historia de la ciencia, está inspirada en otro cuestionamiento,
esta vez el de la periodización tradicional, que formuló el ilósofo
francés Pierre Duhem al postular unos orígenes de la ciencia moderna
europea que se podían trazar hacia atrás hasta el siglo xiv, esto es,
hasta la cultura medieval europea. Según Duhem, la ontología y la
epistemología que dieron lugar a la ciencia moderna de Galileo, Kepler
y Newton no signiicaron una ruptura, un cambio revolucionario de
paradigma –de nuevo, recurriendo a Kuhn– que resultó del triunfo del
pensamiento propio de la revolución cientíica, sino una continuidad
de éste con el de la ilosofía medieval europea que se basa en las dis-
putas y debates que tuvieron lugar en la Universidad de París con la
recepción, a partir del siglo xii, de las obras de Aristóteles y Averroes
por los que se llamaron “aristotélicos parisinos”3. Es obvio que los
2 Arun Bala, he Eurocentric History of Science and Multicultural Histories of Scienca (2006), en What the
Rest think of the West since 600 AD, editado por Lauda Nader, University of California Press, 2015.
3 Pierre Duhem, Le Syatème du Monde. Histoire des Doctrines cosmologiques de Platon à Copernic, 10 vols,
1913-1959, Hermann, París. La recepción de Arístoteles en la Universidad de París no deja de ser para-
dójica y algo compleja de historiar, pues en 1210 acontece la primera prohibición de leer a Aristóteles
en París, en el seno de la herejía amalricense. A pesar de ello, en una carta de fecha 10 de mayo de 1231,
el papa Gregorio IX airma que los maestros de artes pueden violar la prohibición sin ser sancionados,
pues se les otorgaba el privilegio de no ser sujetos a excomunión en un periodo de siete años, privilegio
que se renovaría por siete años más en 1237. Alrededor de 1240, las prohibiciones habían perdido efecto.
Roger Bacon enseñaba, entre 1240 y 1247, los libros naturales de Aristóteles en París y Oxford con
patrones de estudio similares. Pilar Herráiz Oliva, Aristóteles en París: averroísmo y condenas a la nueva
ilosofía. https://icciondelarazon.iles.wordpress.com/2015/08/pilarherraizaristoteles_en_paris.pdf
4 “La Revolución cientíica nunca existió, y este libro trata de ella”. Así arranca el espléndido libro de
Steven Shapin La revolución cientíica: una interpretación alternativa (Paidós, 2000. El original en
inglés es de Chicago University Press, 1996, y se titula simplemente he Scientiic Revolution). En
realidad, según Anthony Gottlieb, esta aseveración del autor se trata nada más que de una pose
hiper-revisionista, pues “la mayoría de los lectores [de este libro] concluirán que en verdad había
algo en marcha lo suicientemente dramático como para llamarlo la Revolución cientíica” (he
New Science. New York Times, 17 de noviembre de 1996. http://www.nytimes.com/1996/11/17/
books/the-new-science.html)
5 Seyyed Hossein Nasr, Science and Civilization in Islam. New American Library. NY 1968. Seyyed
Hossein Nasr. Islamic Science: An Illustrated Study. World of Islam Festival Trust, London, 1976.
Nasr ha llegado a airmar que “no hay país en el mundo islámico que no haya sido testigo del
impacto negativo que tiene en el sistema ideológico de los jóvenes el estudio de la ciencia occi-
dental”. Seyyed Hossein Nasr: Islam and Modern Science. Conferencia pronunciada en el MIT,
Massachusetts, 1991.
8 A. I. Sabra, Coniguring the Universe: Aporetic, Problem Solving, and Kinematic Modeling as hemes
of Arabic Astronomy, Perspectives on Science 6, no. 3 (1998) : 322
Para conocer más sobre la astronomía árabe según Saliba, véase Toby Huff. Replay to George Sali-
ba. Royal Institute for Inter-Faith Studies. BRIIFS, vol. 4 núm. 2, 2002. https://baheyeldin.com/
history/toby-huff-1.html
9 Brahim Guizal y John Dudley, Ibn Sahl, descubridor de la ley de la reracción de la luz, Investigación y
Ciencia, febrero del 2003. Típico ejemplo de un descubrimiento que quedó aislado, perdido por
razones varias, que dice mucho de la sagacidad y clarividencia intelectual del cientíico que lo hizo
pero que no aportó conocimiento ni avance del saber a una sociedad, la árabe-islámica, en la que
no existía empresa cientíica organizada e institucionalizada.
10 F. Peregrín Gutiérrez, “A vueltas con la decadencia de la ciencia árabe-islámica. Réplica al profesor Julio
Samsó”. Revista de Libros, núm. 76, abril 2003. Sobre el fracaso de la imprenta en las sociedades islámicas,
véase F. Peregrín Gutierrez. El libro árabe, una especie en peligro de extinción. Letras Libres, mayo 2007.
11 Arun Bala, he Dialogue of Civilizations in the Birth of Modern Science. AIAA; Edición: 2006.
12 Arun Bala, Do Dialogical Histories of the Scientiic Revolution Require Rethinking Scientiic Method?
http://www.situsci.ca/event/arun-bala-do-dialogical-histories-scientiic-revolution-require-re-
thinking-scientiic-method.
EN CON T R A
DE UNA E SCUEL A
INCLUSIVA
La escuela ha de estar abierta a todos,
pero no todos pueden tener idéntico éxito.
Organizar la escuela sin pensar en la
condición humana es como fabricar
aviones sin pensar en la resistencia del aire.
RICARDO MORENO CASTILLO
E
ste título sería reaccionario si expresara un deseo,
pero es la constatación de una imposibilidad. Cierta-
mente, sería deseable una larga enseñanza obligatoria
que proporcionara una sólida formación cientíica
y humanística, pero es imposible: no todos tienen
la inteligencia ni el tesón necesario para ello. Y si
nos obcecamos en lo imposible gastamos recursos que mejor sería
invertir en lo que sí es posible. Igual que si destináramos parte del
dinero dedicado a la investigación médica a buscar la inmortalidad.
Nada se conseguiría, y la sanidad retrocedería al quedar más despro-
tegida. Entonces, antes de descaliicar este texto como retrógrado,
84
relexiónese sobre sus argumentos. Puedo estar equivocado y que la
inmortalidad sea posible, pero mientras no me convenzan es absurdo
llamarme reaccionario por creer inevitable la muerte.
Además, el tema es más amplio de lo que indica el título, pues la
alternativa entre escuela inclusiva y exclusiva es la manifestación de
otras que a su vez son la inevitable consecuencia de nuestra initud,
que da lugar a tres limitaciones muy dolorosas, pero cuya negación
en nombre de lo políticamente correcto solo lleva a delirios:
***
85
Y sobre esto último vamos a hablar. La escolarización para todos,
con ser una magníica posibilidad, también tiene límites, y no reco-
nocerlos acaba con la posibilidad. La escuela ha de estar abierta
a todos, pero no todos pueden tener idéntico éxito. Organizar la
escuela sin pensar en la condición humana es como fabricar aviones
sin pensar en la resistencia del aire. Y la condición humana es así:
no todos tienen capacidad para aprender cualquier cosa, ni todos
están dispuestos a estudiar ni a esforzarse. Y así, quien no quiere
aprender no aprende, y quien quiere no puede porque los primeros
boicotean las clases. ¿Cómo disimulan esto los mentores del dispa-
rate? Sencillamente, mintiendo: entre aprobados misericordiosos,
promociones por imperativo legal, presiones de la inspección, y
rebajas de temporada (técnicamente: “adaptaciones curriculares”),
se acaban regalando títulos que nada valen. Por hacer una enseñanza
nada excluyente se ha hecho una enseñanza que excluye a quienes
más podrían aprender, y también a quienes no quieren o no pueden,
que han perdido un tiempo que habrían podido dedicar a aprender
un oicio. Una enseñanza que pretenda ser absolutamente incluyente
es la más excluyente.
Una buena enseñanza excluye a quien no la aprovecha, igual
que una buena sanidad excluye a quien no hace caso a los médicos.
Si un enfermo va a peor porque no obedece a los médicos ¿es porque
la sanidad es excluyente? Nadie se cura sin poner un esfuerzo de
su parte. Claro que hablar del esfuerzo del enfermo para conseguir
la salud sería, según algunas almas de cántaro, hacer una sanidad
punitiva y represiva, sería volver al franquismo. Esto no es broma:
se ha dicho en ocasiones que la pedagogía del esfuerzo es franquista.
CIUDADANÍA :
L A VIDA ACT I VA
DE FR ANCISCO
SOSA WAGNER
La participación es más que un proyecto
político deseable en el futuro. Es una
forma de vida actual y presente que
Sosa Wagner practica con empeño diario.
‘El movimiento se demuestra andando’.
J U L I Á N S AUQ U I L L O
L
os más pesimistas dirán que ya no hay dónde mirarse.
Pero no es cierto. La literatura especular surgió para
corregir defectos y reforzar virtudes. Aunque el pro-
pósito ejempliicador no sea compatible con la ironía
de esta conversación sobre la vida, obra e ideas de Sosa
Wagner, al lector le gustará tomar nota no sólo de
sus formas y maneras de vida sino también de las de José Lázaro,
su entrevistador. A medida que avanza esta “confesión”, como
94
conversación autobiográica, todo resulta más íntimo, crítico y
divertido. La especial cercanía que Lázaro logra, en estas conver-
saciones muy meditadas, alcanza a desnudar a un personaje que no
desea mitiicarse sino mostrarse mundano. El lector encontrará una
vida, si no plena, muy completa. Nietzsche aseguró que al trágico
moribundo que fuera interpelado en el lecho de muerte: “esta ha
sido tu vida, ¿quieres otra más así?”, contestaría, sin dudar, “dame
otra más”. Tras leer estas memorias, el lector –el propio José Lázaro
también– responderá seguro: “sí, pero démela como la de Sosa
Wagner”. Hay algo juvenil y sumamente despierto en la imagen
de Sosa Wagner, propia de un dandismo muy serio con pajarita.
Así es porque su memoria resiste, sin dar el brazo a torcer, en la
universidad, en el comentario periodístico, en el parlamentarismo
europeo –recordado entre el funcionariado de Bruselas por ser
mucho más trabajador de lo normal–, en el ascenso prodigioso
y caída gris del socialismo con el que se codeó, en el empeño de
reforma administrativa en la transición española, en la cocina, la
buena literatura o la música clásica… con un cosmopolitismo com-
patible con la doble idelidad ovetense y leonesa.
No se trata de un esforzado intelectual habituado a las renuncias
y las lamentaciones, sino de un gozador de amplias facetas vita-
les que dieron resultados no por serios menos alegres. Disfruta de
libros, sinfonías, pensadores jurídicos, recetas, personajes históricos
contemporáneos, vidas familiares a las que no se llega por “arreglo
matrimonial”, paseos y viajes, por no cansarles. Sosa Wagner parece
haber tenido claro desde pequeño que entre Dante –incurso en par-
ticipar de todas las facetas de la vida sin miedo y a fondo– y Petrarca
–remiso a involucrarse en el mundo exterior por temor a perder
sustancia moral– había que optar por el primero. Sin embargo, no se
trata de una participación pública que oblitere o banalice la libertad
individual sino que debió de ver a esta como condición de la libertad
social. Dicho en el “argot” del sesenta y ocho que ambos analizan:
si no hay revolución política sin revolución social, tampoco esta es
posible sin revolución moral. Y Sosa Wagner ha dado buena cuenta
95
de esta honestidad sin la que no hay nada. En el “Ruedo Ibérico”
que José Lázaro despieza con Francisco Sosa, sin tanto vitriolo
como Valle-Inclán, queda Sosa como un personaje clásico, aunque
inintencionado por los interlocutores de estas Memorias…, que no
se deforma como esperpento en los espejos del Callejón del Gato.
Para que el personaje se expresara, que no es otra cosa en francés
que procurar exprimirle, contó con un historiador y ducho narrador
que comunica la medicina con la literatura. A José Lázaro se debe
recientemente El alma de las mujeres. Novela neoepistolar con Cecilio
de Oriol (Madrid, Ediciones Deliberar, 2017). Vidas y muertes de
Luis Martín Santos (2009) ya le acreditó como ágil biógrafo, con un
habilidoso mosaico vital, capaz de atrapar a un personaje no menos
múltiple que Sosa. Ante el diván comparece ahora un Sosa Wagner,
germánico por los cuatro costados, que hace gala del genio goethiano
sin caer en el “síndrome neurótico del seminarista” de Hölderlin y
tantos otros. Así es, no acuciado por el protestantismo y el Estado
prusiano, pero sí por un Estado franquista castrador de cualquier
libertad y más de quien deseara ser relativamente singular. Quizás
sólo pudo superar el restrictivo ambiente de sus años de formación
con mucha ironía. Sosa Wagner congenia la socarronería frente a
la estupidez humana con un noble cuidado de los mejores hábitos
y maneras de una Universidad clásica –la alemana– en extinción.
Comienza por reconocer el subdesarrollo de Portugal y España
en la construcción de Europa. Ambas fueron mantenidas en el atraso
político. Portugal inmersa en la penuria económica. Mientras que
España combinaba la represión política con el modesto bienestar
del Plan de Estabilización. Con humor, Sosa describe las paradojas
de la historia: el ultracatólico López Rodó propició las relaciones
sexuales pecaminosas malabares en los famosos seiscientos como
consecuencia no querida de la automoción masiva. Pero había que
ser muy precoz y tenaz, en el franquismo, para ser un digno intelec-
tual en el futuro. Sosa Wagner posee un peril intelectual de clase
media alta. Su familia –liberal con militares, médicos y masones– era
prototípica mezcla de las culturas alemana y española. Su madre se
96 Julián Sauquillo
convirtió del protestantismo alemán al catolicismo. A su vez, estuvo
rodeado por las costumbres musulmanas y judías desde niño.
La combinación de lecturas noventayochistas, libros prohibidos
de la editorial Ruedo Ibérico, poesía taurina y estudios de derecho no
era acogida entre el “leninismo dulce” de la Universidad. El “PUTE”
(Partido Universitario Tecnocrático Español), que formó con tres
amigos para tomarse la contestación con un cultivo intelectual
digno, tenía que explotar por el extranjero. Más en concreto, debía
germinar en la Universidad de Tübingen –de la mano de Eduardo
García de Enterría– con dos grandes del derecho público –Otto
Bachof y Günther Dürig– y el Instituto Jurídico del C.S.I.C. de
Roma. De aquella Universidad alemana le quedó a Sosa una especial
vocación intelectual que nada tiene que ver con la modernización
de los estudios superiores para formar diestros especialistas. Trans-
ferencia de conocimiento, excelencia y competitividad son menos
que la denostada curiosidad en su modelo universitario. Por ello,
este administrativista, en vez de agostarse en la sequedad del dere-
cho, ha buscado salir de la Facultad. Las periódicas contribuciones
periodísticas, el consejo experto en la coniguración del Estatuto
autonómico (Título VIII de la Constitución española), la participa-
ción en la Comisión de Transferencias al Principado de Asturias, la
elaboración en equipo de la ley 7/1985 de Régimen Local, la colabo-
ración con Tomás de la Quadra-Salcedo como Ministro con Felipe
González en su muy admirada Presidencia durante los primeros
años, las responsabilidades universitarias, la pronta militancia en el
PSP de Tierno Galván y la posterior en la UPyD de Rosa Díez, la
condición de parlamentario europeo, la escritura como novelista y
biógrafo, el ejercicio de la abogacía… han sido ocupaciones de una
energía que desborda a la Academia.
Esto no supone desconsideración alguna a la Universidad.
Sin este trabajo no podría haber escrito y tampoco leído igual. Ade-
más conserva hábitos de la Universidad alemana como la “Despe-
dida” del catedrático jubilado, que bien empleó en traer a colación
otra Universidad más intelectual, entre la rebeldía y la añoranza.
98 Julián Sauquillo
Sosa Wagner por el último poder soberano papal: Pio IX, el último
soberano (Zaragoza, 2000). Pero también, emerge una vocación
por el sostenimiento del Estado contra aquel demiurgo fatal y nazi
más allá de la voluntad humana, que no duda en quebrarlo. Ha
padecido también los zarpazos de quienes tocan poder sin llegar a
asaltarlo. No podría comparar alegremente la lucha política con la
serie televisiva “Juego de Tronos”.
Este profesor de una raza en extinción conoció a los hombres
fuera de España y en un loable peregrinaje universitario por Bilbao,
Oviedo y León. Lo hizo machadianamente, haciendo camino al
andar. No cabe decir que su conclusión vital por el momento sea
lamentadora, sino jubilosa. A decir de su amigo Antonio Pereira, en
el cuento “El hombre de acción” (Me gusta contar, Madrid, 1999),
sería como el viejo vividor que busca los mejores vinos en Château-
neuf-du Pape. Parece disfrutar con todo. No quiere ser el Petrarca
que se queja de que en Aviñon hay mucha golfería. Así viaja siempre:
elige los mejores hoteles, nunca cierra la puerta y menos duerme. •
EL DISCRETO
ARQUIT ECTO
DEL P ORVENIR
Si hoy tuviera que pronunciarse
sobre el oicio de editor, seguro
que Javier Pradera seguiría coniando
en su capacidad de transformar el mundo.
JOSÉ ANDRÉS ROJO
A
cabó Derecho a los veinte años y tras unas opo-
siciones obtuvo una plaza en el Cuerpo Jurídico
del Ejército del Aire, pero lo metieron en la cár-
cel después de las movilizaciones estudiantiles de
1956. Anduvo luego un tiempo dando clases como
profesor de Derecho Constitucional, lo volvieron
a detener y esta vez le tocó pasar una larga temporada en una celda,
entre enero y noviembre de 1958. Al salir no pudo volver a la Universi-
dad ni tampoco abrir un despacho de abogado, así que Javier Pradera
100
(San Sebastián, 1934-Madrid, 2011) tuvo que buscarse la vida y se
puso a trabajar en un editorial. Empezó haciendo unas traducciones
en 1959 para Tecnos, donde luego lo emplearon como agente comer-
cial. Durante unas gestiones conoció a Arnaldo Orila, director del
Fondo de Cultura Económica, que lo ichó en 1963 como gerente y
responsable del sello mexicano en España. Desde ese momento hasta
que abandonó Alianza en 1989, Javier Pradera fue editor –“a mi juicio
el mejor oicio del mundo”, dijo alguna vez–. Lo fue también como
jefe de Opinión de El País, donde se lo conoce sobre todo por sus
editoriales y por sus piezas de analista político, y en Claves de Razón
Práctica, esta revista, que fundó con Fernando Savater en 1990. Una
vida entera, pues, dedicada a ese discreto papel de mediador entre los
autores y los lectores.
En Itinerario de un editor, Jordi Gracia ha reunido un montón de
piezas diferentes de Javier Pradera que permiten acercarse a esa zona
casi desconocida en la que estuvo ocupado durante treinta y cinco
años. Cartas, reseñas de libros, conferencias, entrevistas, intervencio-
nes en seminarios: un fascinante puzzle de fragmentos que permiten
recomponer los avatares de un sector que tuvo un relevante papel
en la España de esos años. El libro, así, no es solo la historia de Pra-
dera como editor, sino también una ventana privilegiada desde la que
atisbar qué ha pasado en este país –qué nos ha pasado– desde que a
inales de los cincuenta un joven abogado que militaba entonces en
el Partido Comunista terminó dedicándose a los libros.
En el último texto que recoge el libro, una intervención en la
Universidad Menéndez Pelayo en 2001 que tituló Contra la melanco-
lía o la continuidad del oicio, Pradera se reiere a siete características
que deinen el trabajo de un editor: 1. Seleccionar racionalmente sus
preferencias para difundir el conocimiento y la cultura; 2. Capacidad
de formar una empresa; 3. “Un mínimo proyecto cultural, utilizando
el término proyecto en sentido débil y con el signiicado megalómano
de transformar el mundo”; 4. “Capacidad para armonizar sus gustos
personales y las líneas generales de ese proyecto con la demanda no
solo actual sino también potencial y para conformar los deseos de
101
mañana”; 5. Discriminar y seleccionar, apostar por autores, corrientes
y géneros. 6. Imaginación suiciente para hacer llegar su catálogo al
potencial lector, y 7. “Saber administrar los recursos humanos y mate-
riales” para que su empresa perdure. En otra ocasión había sostenido
que “la clave última de ese oicio es saber armonizar la doble condición
del libro, las dos caras de Jano del libro como bien cultural y como
mercancía o, para decirlo en términos marxianos, como valor de uso
y como valor de cambio”.
Para comprender a fondo la envergadura del trabajo que Javier
Pradera realizó como editor hay dos aspectos en los que habría que
ijar la atención: uno de ellos, esa idea megalómana de “transformar
el mundo”; la otra, la voluntad de “conformar los deseos de mañana”.
Es muy posible que si ese trabajo no comportara esos dos aspectos,
Pradera no se hubiera implicado nunca de esa manera como editor
hasta el punto de sostener que se trata de “el mejor oicio del mundo”.
Hay que pensar en los años que van de 1940 a 1955, el período en el
que a su generación le tocó socializarse y al que se reiere de pasada en
un autorretrato de 2004, que incluye el libro: infancia, adolescencia
y juventud, vividos sin remedio en ese clima intelectual, político y
moral tan cerrado del franquismo. “Reconstruir la historia de por qué
esa minoría rompe con esa socialización es muy complicado”, con-
iesa ahí. Se reiere a aquellos estudiantes que empezaron a mediados
de los cincuenta a cuestionar la dictadura, incluso cuando muchos
de ellos procedieran de familias que habían ganado la guerra. ¿Qué
ocurrió? ¿Por qué se produjo esa mutación? Pesaron, sin duda, moti-
vos de índole muy variada, pero por lo que respecta al Pradera que
algún día se convertiría en editor, las lecturas fueron decisivas. A este
respecto, cuenta que estaban sometidos a “una dieta de campo de
concentración”. Gracias a las editores latinoamericanos, dice Pradera,
aquellos jóvenes pudieron conectar con “la corriente de pensamiento
humanista, ilustrado y libre”. Leyeron a Alberti, Camus, Sartre, sobre
la condición humana, la historia de la Guerra Civil. Otro mundo era
posible. Había que acabar con la dictadura e inventarse la sociedad
del mañana. Uno de los instrumentos para hacerlo era el libro.
EL ‘CASO HEIDEGGER’,
REABIERTO POR LA
PUBLICACIÓN DE LOS
‘CUADERNOS NEGROS’
Hay quien trata de resolver el dilema del
‘caso Heidegger’ de manera simplista,
argumentando que si ha sido un gran ilósofo
no pudo ser nazi y que si fue nazi
no ha sido un gran ilósofo.
E R N E S TO B A LTA R
E
l denominado “caso Heidegger” es una de las cuestiones
más recurrentes y fascinantes de la historia de la ilosofía
contemporánea. El asunto llama la atención por la incó-
moda paradoja del gran ilósofo –referente indiscutible
del pensamiento actual– convertido en un nazi redo-
mado o, cuando menos, simpatizando con una de las
maquinarias políticas más sanguinarias que han existido; en el ámbito de
la ilosofía, se presenta como un campo de batalla donde parecen jugarse
muchas cosas, algunas bastante evidentes pero otras que permanecen
106
subyacentes, latentes, oscuras. De manera inevitable, el juicio moral, el
juicio político y el juicio ilosóico se solapan en las intervenciones de
los distintos participantes en el debate.
Quizá lo que más parece turbar de este asunto es la idea –la posi-
bilidad bastante cierta– de que una de las cumbres del pensamiento
del siglo xx fuera una persona tan detestable y mezquina, cuando no
todavía algo mucho peor desde el punto de vista moral. Parece que nos
resistimos a admitir esa eventualidad, aunque bien pudiera tratarse de
dos ámbitos separados, inconmensurables. ¿O no? ¿Van (deberían ir)
de la mano ambas realidades? Desde luego, la historia de la humani-
dad demuestra que han sido demasiados los ejemplos que respaldan el
dictamen de la versión inquietante e incómoda: se puede ser un gran
pensador –o intelectual, o escritor– y una persona despreciable. Y el
siglo xx fue un escaparate pavoroso de la connivencia de los intelectua-
les con los totalitarismos. El de Heidegger no sería el primer caso ni el
último, aunque sí uno especialmente simbólico y espinoso.
Hay quien trata de resolver el dilema del “caso Heidegger” de manera
simplista, argumentando lo siguiente: si ha sido un gran ilósofo, no
pudo ser nazi; si fue un nazi, entonces no ha sido un gran ilósofo. Tratar
de cerrar una cuestión tan compleja y llena de matices de una forma tan
inconsistente no conduce más que al autoengaño o a la melancolía, y
perpetúa sine die el malentendido.
En Heidegger y los judíos Donatella di Cesare analiza los textos
que escribió Heidegger sobre los judíos en sus Cuadernos negros entre
1931 y 1948 (que corresponden a los dos volúmenes que se han publi-
cado hasta el momento) y deiende que en ellos queda demostrado de
manera fehaciente su antisemitismo, por lo que resultan invalidados
los esquemas interpretativos “disculpatorios” que se habían esgrimido
hasta ahora. Las dos “estrategias defensivas” más habituales para negar
el antisemitismo de Heidegger habían sido, por un lado, remitir a sus
relaciones personales con judíos1 y, por otro, alegar que en cualquier
1 Ciertamente, gran parte de los discípulos de Heidegger eran judíos, como Karl Löwith, Hans Jonas o
Herbert Marcuse, y muchos de ellos lo disculparon de cualquier sombra de duda al respecto; también
eran judías tres de sus sucesivas amantes: Hannah Arendt, Elisabeth Blochmann y Masha Kaleko.
107
caso esas derivas inquietantes no afectaban al núcleo esencial de su
pensamiento. De hecho, se solía limitar o reducir el pensamiento polí-
tico de Heidegger a un periodo muy breve y circunstancial, concluyendo
que su adhesión al nacionalsocialismo no era más que un error político
ocasionado por el contexto, por la coyuntura del momento, y no una
convicción profunda ni un corolario lógico de su ilosofía.
La “versión oicial”, dice Di Cesare, ha tratado de componer un relato
convincente que disculpe en cierto modo –o al menos reste impor-
tancia– a la actitud de Heidegger. Se arguye que no fue más que un
paréntesis escabroso en su vida, un tropiezo, un nazismo accidental de
apenas un año de duración (recordemos que tomó posesión del cargo
como rector de la Universidad de Friburgo el 21 de abril de 1933 y dimitió
en abril de 1934); después Heidegger se mantendría totalmente aislado
en su cabaña de Todtnauberg, rodeado de libros y apuntes, meditando
y escribiendo, sin intervenir para nada en los asuntos públicos. Pre-
cisamente, la Kehre (el “giro” o “viraje” esencial de su pensamiento)
parece coincidir con su distanciamiento del nazismo; algunos estudiosos
hablan, incluso, de oposición intelectual o resistencia interna. Ya pagó
bastante caro su error con las fuerzas de ocupación, se esgrime, pues en
1946 fue apartado de la enseñanza. Aunque el 26 de septiembre de 1951
se le reintegraría a la docencia, no se le restituyó la cátedra.
Pero entonces asaltan algunas dudas ante esa versión oicial: ¿por
qué permaneció Heidegger en el partido nazi –NSDAP– hasta 1945
(se había inscrito el 1 de mayo de 1933)? ¿Por qué no se arrepintió nunca
de su error? ¿Por qué no se distanció jamás del pasado? ¿Por qué no
hizo una declaración pública condenando la barbarie de los campos de
exterminio y reconociendo su equivocación al adherirse al movimiento
nacionalsocialista? ¿Por qué se mantuvo inamovible en su silencio?
La importancia de los Cuadernos negros reside, según Di Cesare, en
que contienen eso “no dicho” que muchos suponían que era también
un “no pensado”. Allí Heidegger dice explícitamente que el papel del
judaísmo mundial no es una cuestión racial sino metafísica, de modo
que hay que abordar el tema del judaísmo dentro de la historia del Ser.
Por tanto, el tema del antisemitismo parece tener relevancia ilosóica y
2 La era de la metafísica sería el lapso de tiempo entre el primer comienzo griego y el “otro comien-
zo” que se aguarda y que Heidegger cree ver llegar con la Alemania nazi. Desde luego, Heidegger
fue como mínimo un gran ingenuo al querer convertirse en guía espiritual del movimiento y
pretender dirigir hasta al mismísimo Führer.
3 El 29 de abril de 1946 uno de los acusados en los Juicios de Núremberg, Julius Streicher (director del
periódico nazi Der Stürmer), airmó en una de las sesiones: “Hoy en mi lugar debería estar Martín
Lutero”. La ilosofía alemana parece heredar, según Di Cesare, la tenaz fobia a los judíos de la teología
luterana, a la que le une un estrecho vínculo. Por ejemplo, Kant retoma la acusación de Lutero de
mentirosos a los judíos y los llama “nación de defraudadores”, Schopenhauer los considera “maestros
del embuste” y Nietzsche los acusa de haber introducido “la mentira del orden moral del mundo”.
El silencio culpable
Pese a las múltiples peticiones para que hablase en público, Heidegger
se mantuvo inamovible en su silencio. Incluso en su famosa entrevista
en Der Spiegel, publicada después de su muerte, evitó retractarse o dis-
culparse. ¿Fue la vergüenza lo que le impidió hablar en público? ¿Fue
el sentimiento de culpa? ¿Se envolvió en el silencio, consciente –como
supuso Derrida– de la imposibilidad de encontrar alguna palabra a
la altura de lo sucedido? Hay quien ve en este obstinado silencio de
Heidegger una culpa peor que la de su adhesión al nazismo en 1933.
Para Di Cesare los Cuadernos negros también arrojan luz sobre este
particular, pues el “antisemitismo metafísico” de Heidegger tuvo mucho
que ver con su silencio. Ya había escrito en Ser y tiempo que “callar
no signiica estar mudo”, porque “el que guarda silencio puede ‘dar a
entender’ con más propiedad que aquel a quien no le faltan las palabras”.
Aparece así el silencio como origen del lenguaje, y se establece una
distinción entre Verschweigen, el callar de la reticencia, y Erschweigen,
ese tipo de silencio que contiene algo no dicho pero que deja abierto
y confía a la palabra de otros.4
La conclusión inal de la autora es que “Heidegger, lejos de atajar
la cuestión, la agrava y la vuelve más diáfana, pues dice que existe una
‘cuestión judía’, la Judenrage, y la vincula a la Seinsrage, la cuestión del
Ser. Nunca el Judío había tenido tanta importancia: está en el corazón
del Ser y de la ilosofía. Nunca había representado una amenaza tan
grande” (pág. 244). Ahí está su “metafísica del Judío”.
Por eso los Cuadernos negros “desmienten ese gran lugar común de
la ilosofía del siglo xx que es el silencio de Heidegger sobre la Shoá”
(pág. 263), pues en ellos dice lo que tenía que decir. Después de la
publicación de los cuadernos, Auschwitz parece más vinculado que
nunca al olvido del Ser, asevera Di Cesare. La Shoá sería el culmen
4 En los Cuadernos negros posteriores a 1945, habla varias veces del silencio: “no tomar parte en las
habladurías públicas no signiica callar”; “no quiero enmudecer, pero es necesario callar”.
HANNAH ARENDT,
UNA PENSAD OR A
VALIENTE
José Lasaga considera que el factor decisivo en
la trayectoria intelectual de Hannah Arendt fue la
valentía, su capacidad de colocarse en puntos de vista
inéditos, opuestos a los imperantes, que siempre
defendió en nombre de la verdad.
A
unque ocupe con todo derecho un lugar destacado
en la historia de la ilosofía, Hannah Arendt sentía
cierto recelo hacia los ilósofos. Desde luego, jamás
se consideró uno de ellos. El deseo de explicar la
realidad en su conjunto le parecía presuntuoso.
Tal y como ella veía las cosas, pensamos para com-
prender quiénes somos y qué hacemos aquí. Esta convicción la alejó
igualmente de los profesores, a los que nunca agradó, pero no de la
verdad, que es lo que a ella le importaba.
116
Judía y alemana, dotada de cualidades intelectuales extraordina-
rias que formó de la mejor manera posible, Arendt vivió en primera
persona el desmoronamiento de la tradición occidental y el siglo de
los gobiernos totalitarios. Ambas cosas mantuvieron su espíritu alerta
y pendiente del presente. No fue una pensadora de cabaña, al estilo
de Wittgenstein o Heidegger, ni una agente del futuro necesario en
el que obtusamente creían los intelectuales comprometidos, sólo una
mujer valiente resuelta a ejercer su libertad y recuperarla para la teoría,
entonces secuestrada por las ideologías. Ello la obligó a abandonar la
ilosofía por la ciencia política, un campo en el que es ya un clásico.
Por mucho que las difíciles circunstancias que le tocó vivir,
minuciosamente expuestas en la documentada biografía de Elisa-
beth Young Bruehl, Hannah Arendt: una biografía, condicionaran
su pensamiento, tiene razón José Lasaga al considerar que el factor
decisivo en su trayectoria intelectual fue la valentía, esa capacidad
de colocarse en puntos de vista inéditos, opuestos a los imperantes,
y defenderlos siempre en nombre de la verdad. La Vida de Hannah
Arendt que acaba de publicar constituye una aportación muy acer-
tada precisamente por haber colocado este argumento en el centro
de la investigación.
Arendt se opuso desde muy joven a lo consabido, a lo ya dicho,
al discurso sustentado en la tradición o en el sentimiento de quienes
comparten una fe o una ideología. Pese a no tenerse por ilósofa,
desaió los lugares comunes, chocando cuando hizo falta con el punto
de vista de la mayoría y la certeza subjetiva que suele acompañarlos.
Nunca se arredró a la hora de seguir el pensamiento allí a donde
este pudiera llevarla ni de aceptar tampoco, en palabras de Lasaga,
“la exigencia de soledad que suele conllevar el acto de pensar”.
La época que le tocó vivir no permitía medias tintas. La lucha, par-
ticularmente dura tratándose de una judía alemana, le hizo adquirir
el temple que sólo llegan a poseer quienes han pasado por avatares
que ponen en juego la propia supervivencia. Una frase pronunciada
mucho después de que tuvieran lugar los hechos a que se refería
resulta ilustrativa de su actitud:
117
“Si te atacan como judío debes defenderte como judío. No como
alemán, ni como ciudadano del mundo, ni como defensor de los dere-
chos humanos o como lo que sea”.
ENTENDER
EL POPULISMO
El populismo, convertido en el nuevo campo
de batalla de las ideas políticas en la segunda
década del siglo xxi, es investigado con rigor
en este libro, que tiene la enorme utilidad
de servir como orientación en ese confuso
paisaje político en el que se han convertido
las democracias contemporáneas.
DA N I E L I N N E R A R I T Y
S
i uno hace una descripción de cualquier problema y lo
que resulta de entrada es un campo binario, polarizado
y sin lugar para posiciones matizadas o intermedias,
puede tener la seguridad de que el diagnóstico no está
bien hecho. Si además sucede que en esa descripción,
pretendidamente objetiva, unos tienen toda la razón y
otros están en el rincón de los locos o los estúpidos, entonces es uno
mismo quien tiene que hacérselo mirar. Ser académico nos lleva a que
122
estemos más interesados en la verdad que en tener razón; preiere uno
ajustarse a las cosas que exigirles que conirmen nuestros prejuicios.
Esto no impide tener posición propia y defenderla por principio;
lo malo es quedarse con ella al principio y al inal, habiéndose pri-
vado de esa experiencia, incómoda y fascinante a la vez, de tener que
matizar, corregir e incluso abandonar su posición inicial.
Animados por ese deseo de ecuanimidad y sin renunciar a ningún
enjuiciamiento que les pareciera oportuno, Vallespín y Bascuñán han
hecho en este libro una admirable cartografía ideológica del popu-
lismo, sus condiciones de posibilidad y sus distintas versiones. Quien
quiera entender ese fenómeno tan polimorfo y el por qué de que
se nos haya convertido en una categoría más arrojadiza que aclara-
dora, encontrará aquí una muy convincente explicación del qué del
populismo, de su por qué, de sus métodos (en particular esa curiosa
relación que mantiene con la verdad), así como sus variantes. Los auto-
res mantienen la ambición de dar una explicación que sea al mismo
tiempo unitaria y no sacriique la variedad de sus manifestaciones,
según los países o las distintas culturas políticas en las que una misma
inspiración básica ha dado lugar a particularizaciones muy diversas e
incluso contrapuestas. Quien considere que el populismo es un con-
cepto que confunde mas que orienta, en la medida en que se designan
con él fenómenos de muy diverso carácter, puede que al completar
la lectura de este libro haya cambiado de opinión y entienda lo que
estos diversos fenómenos tienen en común.
Populismos no es un inventario realizado desde una mirada neu-
tral, sino una interpretación crítica llevada a cabo a partir de una
perspectiva de ilosofía política republicana. Quien no se resigne
a saltar de sorpresa en sorpresa por lo imprevisible y volátil que se
ha vuelto la política últimamente, quien busque alguna orientación
en medio de este desconcierto, tiene en este libro un magníico
mapa de orientación. Sus autores no solo pasan revista a los diver-
sos populismos en el mundo sino que lo hacen desde una posición
valorativa de este tipo de fenómenos, más diversos de lo que sugiere
una etiqueta única.
123
Tras su lectura, uno dispone de claves para entender mejor qué
es lo común y lo diverso en todos esos populismos que, más que una
ideología concreta, como aquellas que parece querer sustituir, cons-
tituyen una cierta cultura política que lo impregna casi todo en estos
últimos años. Ahora bien, que nadie espere más claridad que la que
permite este tipo de fenómenos por muy brillantemente analizados
que estén, como es el caso de este libro. Estamos rodeados de ofer-
tas de explicación de las cosas (en términos morales absolutos, con
malvados, culpables y enemigos, o apelando a valores incontestables
y sin reconocer las tensiones y límites en las que nos vemos obliga-
dos a vivir), cuya rotundidad debe ser muy gratiicante para quien
las plantea y escucha, pero que terminan generando más confusión.
Si el populismo es síntoma, como sostienen los autores, hace falta
explicar de qué y con qué consecuencias. Y lo hacen sin eludir el riesgo
inherente a toda propuesta teórica. Cuando airman que responde a la
crisis de un modelo democrático, no le están otorgando al populismo
la categoría de una solución. Un síntoma nos permite saber que hay
un problema, nos facilita diagnosticar correctamente su alcance, en
ocasiones más grave de lo que suponíamos, pero un síntoma no es una
solución, ni la terapia adecuada para resolver un problema. En el caso
concreto del populismo como propuesta política ocurre además que
generalmente tampoco los populistas han formulado con precisión
el problema respecto del cual se ofrecen como solución. Lo peor del
populismo es su falta de soisticación, dicen Vallespín y Bascuñán, y
no puedo estar más de acuerdo.
Como los buenos libros nos dan que pensar, éste me sugiere una
salida paradójica a la crisis en la que nos encontramos y que, con el
permiso de los autores, me atrevería a formular de la siguiente manera.
Ya no estamos solamente en el contexto liberal en el que las demo-
cracias establecían contrapoderes para que el gobierno soberano no
se extralimitara en sus funciones; hoy tenemos que conigurar unos
procedimientos para asegurar el libre ejercicio de la soberanía popular,
lo que incluye batallar para que ésta no degenere en el capricho de los
adulados, en un vaivén del corto plazo o la tiranía de las encuestas.
DE EVOLUCIÓN,
EMO CIONE S,
COMPU TAD ORES
Y CEREBROS
La obra de Dennett reúne un conjunto
de ‘experimentos mentales’ que nos ayudan
a seguir en la aventura del pensamiento.
FR ANCISCO MOR A
L
a evolución biológica es un gigante que, andando lento y por
caminos azarosos solo determinados por el medio ambiente,
apenas comenzamos a comprender. Y esto es así por lo menos
en lo que reiere al proceso evolutivo del cerebro humano.
Gigante que, lejos y ajeno a nuestros sueños, deseos y cono-
cimiento, prosigue su universal andadura, que en nuestro
planeta comenzó hace unos 700 millones de años. Con todo es claro que
comenzamos a tener ideas de muchos capítulos de la evolución biológica.
En este libro, Dennett da una perspectiva ambiciosa, ilosóica, desde los seres
unicelulares hasta ese complejo universo que son los procesos mentales y en
ellos la conciencia y el pensamiento (tema que trató en un libro anterior.)
126
Leí a Daniel Dennett por primera vez hace ya algún tiempo a propósito
de la religión como fenómeno natural. Fue aquel un libro de lectura fácil,
al menos para mí. El libro que ahora nos ocupa, sin embargo, es más difícil,
de contenido denso, de conceptos ilosóicos muchas veces no previamente
explicados y que diicultan y enlentecen la lectura. Es cierto que todo esto
viene aliviado por un lenguaje muchas veces descriptivo y de colorido literario
que se agradece. Su lectura requiere una buena dosis de preparación intelec-
tual que permita entresacar el signiicado de las relexiones que contiene. Es
un libro importante, escrito posiblemente en el momento intelectual cúspide
del autor. No en vano la evolución biológica y lo que representa y signiica
para todo el arco del pensamiento es hoy de calado central y profundo. Algo
que ya señalara heodosius Dobhansky en un aforismo cuando escribió
“nada es posible conocer si no se analiza a la luz de la evolución”.
El libro aparece en un momento de transición cultural. Como señaló
George Steiner recientemente, estamos entrando en una nueva cultura, que
él llamó la cultura de la post-religión, en la que predominará el pensamiento
crítico y analítico y eventualmente el creativo. Este libro es un buen ejemplo
de ello, es oportuno, complementa muy bien otros relativamente recientes
como los escritos por Stephen Gould, Richard Dawkins, o Ray Kurzwell,
y ha sido muy bien recibido desde las humanidades. Como neurocientíico
me gustaría hacer aquí solo un contrapunto señalando algunos temas no
considerados explícitamente en el libro y evidentemente complementarios
al mismo y en relación a la evolución biológica. Me reiero a la epigenética,
la emoción, los computadores y los cerebros.
En el título de la introducción, “Bienvenidos a la selva”, Dennett sintetiza
algunos puntos claves del libro cuando señala que:
“Nosotros sabemos que hay bacterias, pero los perros no, ni los delines,
ni los chimpancés, ni tan siquiera las bacterias saben que hay bacterias.
Nuestras mentes son diferentes, se necesitan recursos del pensamiento
para entender qué son las bacterias, y resulta que nosotros somos la única
especie (hasta el momento) que dispone de un intrincado conjunto de
tales recursos... A partir de la anodina suposición inicial de que las per-
sonas somos objetos físicos, sometidos a las leyes de la física, un camino
127
tortuoso, que atraviesa una selva de ciencia y ilosofía, nos lleva hasta la
comprensión de nuestras mentes conscientes”
“las mutaciones en el ADN no se producen casi nunca (ni una sola vez de
cada mil millones de copias), pero la evolución depende de ellas. Es más, la gran
mayoría de mutaciones son perjudiciales o neutras; una mutación, causalmente
‘buena’ es algo que casi nunca sucede. Sin embargo, la evolución se basa en estos
acontecimientos, los más excepcionales de entre los menos frecuentes.”
“Sí hay razones para las estructuras y las formas de la obra maestra de
Gaudí pero, en su mayor parte son las razones de Gaudí. Gaudí tenía razones
para las formas que decidió crear; pero también hay razones para las formas
creadas por las termitas, aunque las termitas no posean estas razones”.
EL MATRIMONIO
COMO UNA DE
LAS BELLAS ARTES
Lo que sintetiza este micro-tratado es que toda
relación heterosexual debería entenderse como
la consecuencia de amar una contradicción,
de armonizar ‘la diferencia irreductible’
de ser un varón y una mujer.
E UG E N I A O RT I Z G A M B ET TA
E
ste breve volumen reúne varias entrevistas y también
buen número de conferencias que Philippe Sollers y
Julia Kristeva, dos iguras señeras de la cultura fran-
cesa contemporánea, brindaron entre los años 2010
y 2015 en Francia. El hilo conductor de las mismas es
su relación matrimonial.
134
Que su relación continúe menos apoyada en la ley que la enmarca
que en la certeza de que ella es un lugar-fuente, al que pertenecen
separados y juntos, se convierte en un mensaje insospechado para el
interior de las instituciones regulatorias, las que más lo necesitarían
y en las que más ausente está.
Este libro es, desde varios puntos de vista y contra los cánones
religiosos y civiles, una curiosa apología del matrimonio. El origen de
esta antología es una iniciativa de Librairie Artheme Fayard de 2015
que Interzona editó en Buenos Aires, traducida por Matías Battistón,
en 2016. Los apartados dejan la huella de su origen, aclarado en pie de
página y revelado en las dinámicas de presentación del material: un
breve prólogo de Sollers, otro breve prólogo de Kristeva, una entre-
vista hecha por Le Nouvel Observateur en 1996 a los dos, una serie de
conferencias y paneles, diversos encuentros académicos organizados
entre 2010 y 2015.
El título remite a un tipo de paratexto en desuso pero también,
como declara Sollers al comienzo, juega con dos referencias a las que
alude irónicamente: Del asesinato considerado como una de las bellas
artes, de De Quency, y De la literatura considerada como una tauro-
maquia, de Michel Leiris. El resultado inal es un título atractivo,
dos grandes voces en diálogo, una estructura bastante reiterativa (las
anécdotas personales se repiten, a veces, con descuido), pero con todo,
como pasa con los buenos guiones montados por compañías regula-
res, la lucidez del mensaje salva las posibles fallas de la composición.
Justamente sobre una “composición permanente, en el sentido
musical del término” (pág. 100) se trata esta relación que Julia Kristeva
y Philippe Sollers deinen como una aventura personal. Y si lo de per-
sonal podría sonar antinómico, desde esa deinición parte la apuesta:
ambos rechazan el término fusional de pareja y recargan el manido
término matrimonio, salvando cada subjetividad. Sin indiscreciones
y exhibicionismos, Kristeva y Soellers retoman su historia y narran
esa aventura personal de amarse antes, durante y después de mayo
del 68, como ellos señalan, contra todo cinismo o camino trillado, “a
contracorriente”, y con la propuesta de formular un nuevo discurso
135
amoroso. Así, el matrimonio a largo plazo es presentado como una
experiencia a la que hay que ser convidados, que no admite claves ni
hitos, algo que hay que probar.
A
mable y reservada, obediente al discreto estilo bos-
toniano y a la reticencia que es central en su obra, la
mujer vestida de negro hablaba con voz suave, casi
imperceptible, y se acompañaba de gestos mínimos,
de una sonrisa apenas esbozada y una mirada hui-
diza. Así recuerdo a Elizabeth Bishop. El encuen-
tro con ella sucedió en la ciudad de México a mediados de 1975, en una
habitación del hotel (¿cómo se llamaba? ¿acaso lo borró el terremoto de
1985?) ahora desaparecido que ocupaba un ángulo del cruce de Insur-
gentes y Reforma, a unas pocas cuadras del número 7 de la calle París.
Si traigo a cuento esta última dirección es porque allí Elizabeth residió
casi un año, de abril de 1942 a setiembre de 1943, en una casa que, al
parecer, era propiedad de David Alfaro Siqueiros. No, no se siente
141
capaz de investigar sobre el lugar, de salir a reconocer el rumbo: “esta
ciudad me da miedo. Dígame, ¿cuántos habitantes tiene?” Más o
menos 11 millones. “Inimaginable. Yo vivo en Boston, en el muelle
que se conoce como Lewis Wharf, en un ediicio que fue construido
en 1883. Es una estructura robusta y severa que alguna vez sirvió de
bodega. Veo, a lo largo del día, pasar los buques y los cargueros que
transportan petróleo”. Entonces, de pronto, como halada por la imagi-
nación, la amplia ventana del cuarto y la ruidosa avenida Insurgentes
parecen –tal es el poder evocador con el que se reviste la airmación
anterior– transmutarse en otra amplia ventana y hasta en el mar, allá
lejos, en las costas del Atlántico Norte.
“¿Sabe? En aquellos años México era un país encrespado. Conocí
a Pablo Neruda y a su esposa, que me llevaron a Yucatán y a Chichén
Itzá, tomé clases de español con un exiliado (leíamos, claro, a los clá-
sicos y a García Lorca) y me sentí impresionada por la personalidad
de Victor Serge, que era un perseguido antistalinista”. 1942/43–1975:
más de tres décadas en las que el corazón de la ciudad de México
cambió con mayor rapidez que el corazón de sus habitantes y más
de tres décadas en las que Elizabeth llevó una vida rica y pergeñó
una obra –lenta, escasa, compacta– que acabaría por conquistar a
los lectores norteamericanos al devolverlos, subliminalmente, a sus
raíces trascendentalistas emersonianas más enterradas. Su consagra-
ción oicial llegó en 1954, cuando la distinguió el National Institute
of Art and Letters. Sin embargo, en 1975, en el diálogo que mantu-
vimos en su habitación, ella se empeña en señalar que “estoy segura
de que lo que escribo está pasado de moda. Eso es, si se piensa, algo
normal. No podemos mantenernos en la vanguardia o estar perma-
nentemente al día”. No se trataba de una confesión surgida de una
vanidad malentendida. Más bien ese reconocimiento atestiguaba a
favor de una persona que perseveró en escribir sin concesiones, cen-
trada en lo que realmente le importaba y ajena a las imposiciones
de las coyunturas. “No me interesa –agregaba– lo que puedan decir
los críticos. Cuando apareció mi primer libro, alguien observó que
yo estaba bajo la inluencia de Marianne Moore –y tenía razón–.
S
e cumplió el pasado año el segundo centenario del
nacimiento del pensador que a lo largo de dos siglos,
y muy especialmente en el siglo xx, ha inspirado a
objetores de conciencia, a individualistas, anarquistas
y a todo el que ha luchado por la primacía del indivi-
duo sobre el Estado y de la conciencia sobre la ley. Sus
escritos inluyeron en ideólogos anarquistas como Emma Goldman, en
el anarquismo europeo, incluido el movimiento anarquista español, y
en personajes como Gandhi, Martin Luther King y Nelson Mandela,
entre otros. Las ideas de horeau fueron, asímismo, una de las fuentes
principales de inspiración del movimiento hippie.
149
También han sido potente fuente de inspiración para el pensa-
miento ecologista y ecoanarquista1 los escritos en que describe su
experiencia a lo largo de dos años de vida en contacto directo con la
naturaleza y apartado de la civilización, en Walden Pond, en los bos-
ques que rodean la ciudad de Concord, en el estado de Massachusetts.
Desobediencia Civil
Aunque publicó numerosas obras, por las que es considerado como
uno de los grandes literatos de Estados Unidos, fuera de su país natal
Henry David horeau (1817-1862) es recordado principalmente por su
breve tratado Desobediencia Civil, originariamente titulado Resistencia
al Gobierno Civil, publicado en 1849. La misma expresión desobe-
diencia civil, con la que estamos todos familiarizados, procede de esta
obra. Es por las ideas radicales, incendiarias podríamos decir, que en
ella expresa por lo que horeau es internacionalmente celebrado.
Son ideas que no han perdido actualidad sino que, muy al contrario,
en retrospectiva han ido adquiriendo un aire profético, y por ello
centraremos en ellas nuestra atención en este breve ensayo.
horeau representa la primacía de la ley moral, el derecho natural,
en deinitiva la conciencia, frente a la ley positiva, la ley legislada.
No solo la conciencia tiene primacía sobre una obediencia ciega a la
ley, sino que en opinión de horeau un respeto indebido por la ley
puede llegar a corromper la conciencia:
1 Pronunciado “Zoró”.
2 Robert Pogue Harrison , “he True American”. he New York Review of Books 17 de agosto de 2017.
“Las votaciones no son más que un juego de azar con un cierto toque
moral… no se toma en cuenta el carácter moral de los votantes… Voto por
lo que pienso que es justo, pero salga lo que salga me someto a la mayoría.”
Personas y ciudadanos
horeau establece la crucial distinción entre persona y ciudadano
(men y subjects, en sus propios términos). “Tenemos que ser primero
personas y después ciudadanos,” airma. En esta distinción radica
todo su planteamiento, y de ella se derivan todas las consecuencias
de su pensamiento moral y político, entre ellas la más fundamental
ya mencionada: la ley moral precede a la ley legislada. No sólo pre-
cede la ley moral a la legislada sino que tiene absoluta preeminencia
sobre ella:
Hasta tal punto es así que para horeau cualquier legislación tiene
que pasar primero la criba de la conciencia, y sólo si ésta la reconoce
como parte de la ley moral, o al menos como indiferente o aceptable
como mal menor, puede una persona obedecerla:
Thoreau en contexto
horeau era un intelectual de su época, que absorbió e impulsó las
corrientes intelectuales de su tiempo. Era el momento del Roman-
ticismo, con sus intensas proclamas de rebelión contra lo conven-
cional y contra el orden establecido, de individualismo y de vuelta
a la naturaleza. Baste pensar en Lord Byron y Goethe como dos
ejemplos supremos.
Es verdad que el amor apasionado por una mujer –característica
importante de todo autor romántico– no está presente en horeau
ni en otros románticos o transcendentalistas norteamericanos, como
es el caso del poeta Walt Whitman. Ello se debe a la sexualidad no
convencional de dichos autores, cuya abierta expresión no habría
sido aceptable en aquel momento.4
El siglo xix también fue en Estados Unidos un tiempo de expe-
rimentación social. A lo largo del siglo, y contemporáneamente con
horeau, se formaron una serie de comunidades utópicas (Oneia, New
Harmony y Brook Farm, entre otras), alguna de las cuales perduró a lo
largo de décadas. Eran algo similar a las comunas hippies que lorecie-
ron a partir de inales de la década de los 60, en las que se buscaba la
ruptura con las normas convencionales, la separación de la sociedad
y una vida más auténtica en contacto directo con la naturaleza. Es
decir, en esencia lo mismo que encontramos en horeau, tanto en
Desobediencia Civil como en sus diarios de Walden.
horeau continuará siendo fuente de inspiración en el futuro para
todos los espíritus románticos y rebeldes que aspiran a una existencia
4 Véase Herrero Brasas, J. A., Walt Whitman’s Mystical Ethics of Comradeship. State University of
New York Press 2010.
ANDREI TARKOVSK I,
L A S HUELL A S DE
NUE ST R A AL M A
La obra del genial cineasta ruso puede ser vista
como una incesante búsqueda del signiicado
profundo del alma humana, de la pureza. Cada
una de sus películas es una sesión de psicoanálisis
con imágenes fascinantes que nunca abandonan
el naturalismo y al mismo tiempo lo niegan.
E
s difícil encontrar un director tan obsesionado con la
pureza como Andrei Tarkovski (Zavrajie, Rusia, 1932-
París, 1986), autor de siete esenciales ilmes en la his-
toria del séptimo arte; alguien tan exigente y estricto
en la consecución del plano preciso, en la composición
medida de iguras y elementos en un conjunto armó-
nico de imágenes representadas que son la expresión inequívoca de la
belleza y la dignidad del ser humano. Inluido de modo determinante
por la obra de su padre, el poeta metafísico Arseni Tarkovski, el genial
cineasta buscó incansablemente fusionar la emoción de un poema
sobre la inconcreción de la felicidad con la prosa austera de las imá-
158
genes. Procuró no dejar nunca al azar lo que decidía mostrar, aunque
paradójicamente el ilme resultante después de su rodaje estaba lejos
del proyecto inicial, dotándose de una vida propia y de insospechados
y misteriosos signiicados. No resulta extraño que Ingmar Bergman
expresara su admiración por una obra que buscaba las mismas res-
puestas que enunciara el autor de El séptimo sello (Det sjunde inseglet,
1957) ante una existencia incierta y absurda; la misma perplejidad en
los seres que caminan entre la vida y la muerte sin que les importe
mucho en qué lado terminan cayendo.
No hay ejemplo más incontaminado de esta indiferencia existen-
cial que la que incorporaba el niño protagonista de su primera película,
La infancia de Iván (Ivanovo detsvo, 1962), incapaz de asumir el límite
de sus fuerzas, cuando le han arrebatado todo frente a un enemigo
brutal que se guía por el fuego que escupen sus armas y la disciplina
fatídica de sus escuadrones. Con inaudita delicadeza, Tarkovski sitúa al
muchacho que focaliza el relato en el fragor de una trinchera asediada
por el impacto de los obuses. El oicial al mando apenas puede hacerle
entender el peligro que corre. Es un ser naciente que no distingue
entre la realidad y la fantasía. Se cree invulnerable como nos gustaría
a todos ser invulnerables ante al abuso de los poderosos a quienes
no les importa nada el número de niños que vagan por los campos
entre los escombros de su orfandad. Solo cuenta la aniquilación del
enemigo y el avance de las tropas en la tierra arrasada.
No les pareció suicientemente glorioso este amargo y enérgico
ilme antibélico (León de Oro en el Festival de Venecia) a los censores
de la Unión Soviética, por lo que comenzaron a vigilar a Tarkovski,
torpedeando o retrasando sus siguientes proyectos. Tenían serias dudas
sobre sus ideales patrióticos. Así, no se aceptó su intento de adaptar El
idiota, la novela de Fiodor Dostoyevski, por lo que el realizador pensó
en plasmar una temática en principio menos conlictiva, como era la
vida del pintor de iconos renacentista Andrei Rublev, cuya actividad
artística coincidió con la invasión mongol de Rusia y el régimen opre-
sivo que establecieron. Consta la película, rodada en 1966, de ocho
cuadros que narran o, más bien, describen la pérdida de fe del personaje
159
protagonista, que no entiende que Dios permita tanto dolor a gente
inocente. Su voz y su pincel enmudecen mientras pasea por el mundo
depravado y en ruinas que Tarkovski recrea espectacularmente (recor-
dando la inquietante pintura de El Bosco), en unos fantasmagóricos y
profundos espacios fílmicos donde vemos los actos crueles del oprobio
feudal entre el humo de recientes saqueos y la densa lluvia que hace más
penosas las cargas que soportan los siervos.
En esta cinta formidable están ya, si es que no lo estaban en
La infancia de Iván, las pautas que deinen el gran corpus tarkovs-
kiano: ese espacio insondable del que hablamos, en el que podría caber
nuestra alma; la escasa narratividad de sus propuestas, que huyen de
la dictadura del argumento; los diálogos ilosóicos entre seres que
nunca consiguen disipar las tinieblas de su pensamiento atribulado,
o la utilización de los elementos básicos, agua, tierra, fuego y aire,
que en el cine de Tarkovski son tan importantes como los propios
personajes. Ya sin recato, las autoridades soviéticas dejaron en el limbo
un ilme que tardó cinco años en estrenarse en su país por apartarse
de la ortodoxia ideológica de la patria socialista y poner énfasis en la
oración como medio de conocimiento y de auxilio a los necesitados.
Dos ilmes, 2001: una odisea del espacio (2001: A Space Odyssey;
Stanley Kubrick, 1968) y quizá El planeta de los simios (Planet of
the Apes; Franklin J. Schafner, 1967), convirtieron el género de
ciencia icción en un auténtico fenómeno de masas, y Tarkovski
vio en esas historias futuristas y poco halagüeñas un modo de con-
tinuar expresando sus preocupaciones existenciales, las dudas que
genera un mundo del que no sabemos nada, aunque todo parezca
evidente. Adaptando muy libremente la novela homónima del
polaco Stanislaw Lem, Solaris (Solyaris, 1972) transcurría en una
lejana estación espacial a la que viajaba un cientíico para descubrir
que allí los sueños se hacen realidad, que el pasado revive para poder
analizarlo, que la fantasía se ha escapado de la lámpara de Aladino
para recrear bellas estancias en las que fue feliz, evocar in situ con-
versaciones con su padre que le emocionaron, detener el tiempo de
las desavenencias para que su esposa no cayera en la desesperación
Huida a Occidente
Con solo cinco ilmes en diecisiete años de carrera y agotado por
la constante lucha para esquivar el muro ideológico de la censura,
Tarkovski abandonó la URSS para comenzar la preparación de una
nueva película con el guionista Tonino Guerra (iel colaborador de
Antonioni y Federico Fellini), lo que motivó un viaje por Italia para
seleccionar algunas localizaciones. Ambos artistas irmaron el docu-
mental Tempo di viaggio (1983) que ilustra esas jornadas de peregri-
naje, de conocimiento y de cine y poesía en las que el director ruso
expresa su admiración sin límites por Jean Vigo y los citados Bresson,
Antonioni y Fellini.
El cambio de ubicación geográica no derivó en Nostalgia (Nos-
talghia, 1983) en ninguna variante ideológica o conceptual en la obra
de Tarkovski. El pesimismo distópico de Stalker se convierte aquí en
un melancólico paseo de un escritor ruso que sigue las huellas de un
compositor de su país en la Italia del siglo xviii. Sin embargo, lo que
realmente busca es una razón para seguir ejerciendo su oicio, para
seguir adelante en un mundo sin alicientes, en el que no compensa que
una bella mujer le declare su amor porque es más importante hallar
un sentido a las cosas, encontrar a alguien, como sucede en la cinta,
que esté dispuesto a redimirnos a todos de nuestros pecados. Se trata
de tener fe, de creer en un milagro que nos dé una nueva perspectiva.
Nostalgia carece de la audacia y la brillantez de sus anteriores obras
pero es una película hipnótica dotada de una inefable sensualidad y
de unas imágenes y diálogos impregnados de hondo aliento poético.
Lamentablemente, Tarkovski enfermó de cáncer, truncando demasiado
pronto una carrera fascinante y única. Con mucho esfuerzo, concluyó
su última realización, Sacriicio (Offret, 1986) que es un homenaje
a su maestro Bergman en un ilme rodado en Suecia y con uno de
sus actores predilectos, Erland Josephson, en el papel protagonista.
‘THE YOUNG
POPE’, EL JOVEN
REACCIONARIO
¿Qué sentido posee una doctrina de la tradición,
cuando esta ha dejado de existir? Una vez rota,
la tradición es una opción más en el
hiperpoblado mercado de las ideologías políticas.
M I GU E L S A R A L E GU I
S
e trata del diálogo más memorable de La gran belleza,
la película con la que Paolo Sorrentino ganó el
Óscar 2014 a la mejor película de habla no inglesa.
Si en esta película la nostalgia se expresaba en un
tono afectivo, en he Young Pope la expresión es más
conceptual. Si La gran belleza era un lamento por la
desaparición de Roma, El joven Papa es una relexión sobre el signi-
icado de haber perdido Roma.
166
Ninguna obra, ni teórica ni artística, ha sido capaz de explicar
y explotar la reacción como la reciente serie he Young Pope: “¿Tú
disfrutas de tu belleza? El castigo de Dios, Ester, jamás tiene que ver
con la belleza”. Nadie puede dudarlo: Sorrentino es pretencioso. Si
su barroquismo ha de incomodar a un espectador sobrio, el crítico
debe exigir que esté a la altura de su ambición. El texto, editado por
Einaudi con el poco expresivo Il peso di Dio. Il Vangelo di Lenny
Belardo, es intelectualmente tan sólido como cualquier clásico del
pensamiento reaccionario desde Consideraciones sobre la Revolución
en Francia hasta El discurso sobre la dictadura.
he Young Pope es una relexión sobre la imposibilidad de la reac-
ción. Ninguna obra antes de ella se había inspirado de modo tan
directo en la objeción que convierte a la reacción en una cosmovisión,
más que falsa, inútil: ¿qué sentido posee una doctrina de la tradición,
cuando esta ha dejado de existir? Una vez rota, la tradición es una
opción más en el hiperpoblado mercado de las ideologías políticas.
Ningún personaje icticio como el Papa León xiii –interpretado por
un Jude Law “posiblemente más bello que Jesús”– ha sabido mostrar la
contradicción que se cela bajo el pensamiento reaccionario: la apología
y la reivindicación de lo tradicional en el mundo postrevolucionario es
a la fuerza un acto no tradicional. Tan tradicional será utilizar una tiara
que subraya la soberanía papal como discutir con una escort de lujo
sobre los argumentos acerca de la existencia de Dios. El reaccionario
es un moderno más, otro utópico desesperado cuyas ambiciones son
aún más fantasiosas que las quimeras progresistas.
A pesar de la abundancia de sentencias impúdicas, el relato se
construye sobre una única gran metáfora: la tradición rota que
traumatiza al tradicionalista es la familia fracturada y ausente que
obsesiona a todos los personajes. Si la orfandad –tanto de Lenny
como de la hermana Mary, interpretada por una equívoca Diane
Keaton– es el signo de esta quiebra, el mismo escenario introduce en
esta paradoja. Sorrentino ha revelado lo obvio: el Vaticano es esen-
cialmente una institución antifamiliar y revolucionaria. Pío xiii no
renunciará al amor de Ester por el voto de castidad, sino por egoísmo.
167
El reaccionario “Amo a Dios porque no me deja nunca
sabe que la belleza o me deja siempre. Dios o la ausencia de
no depende de la Dios es siempre tranquilizadora y deini-
novedad. Debería tiva. […] He renunciado a los hombres, a
ser consciente de las mujeres, porque no quiero sufrir”. La
que no hay nada exageración de la soledad del papa huér-
tan obsoleto como fano no es excepcional, pues todos somos
una tecnología huérfanos como todos somos reaccio-
anticuada, ni tan narios. Contra el mito moderno de la
intelectualmente autoconstrucción del hombre, todos
ridículo como dependemos de cosas dadas: ¿acaso no
un movimiento es la inteligencia y el talento un regalo tan
artístico cuyo injusto como el patrimonio heredado?
vanguardismo El dolor que la tradición rota causa
ha sido superado al reaccionario es el mismo que padece
el niño que ha sido abandonado por sus
padres. Nadie como el reaccionario nece-
sita una tradición sólida, a nadie como al
niño lo lacera el abandono familiar. Que ambos la necesiten de modo
más intenso no signiica que la vayan a recuperar. No es azaroso que el
primer regalo que el papa recibe sea un canguro, el vínculo deseado con
la tradición, con los padres perdidos. Pero el canguro es un sueño, es un
falso consuelo, un efecto placebo. Una vez descosida, la tradición no
se puede volver a hilar: no existen canguros que sustituyan a la madre,
ni golpes de Estado que sean capaces de volver al lugar de la nostalgia.
Previsiblemente el canguro muere. El consuelo de Lenny en el último
capítulo se limitará a contemplar el cuadro de La mujer barbuda de
José Ribera, metáfora esta vez de la mezcla de padre y madre que, para
el niño huérfano, constituye la vocación al sacerdocio.
El reaccionario sabe que la belleza no depende de la novedad. Ade-
más, debería ser consciente de que no hay nada tan obsoleto como
una tecnología anticuada, nada tan intelectualmente ridículo como un
movimiento artístico cuyo vanguardismo ha sido superado. La novedad
en el arte supone un camino que acaba o en el cuadro en blanco o en lo
DESCRÉDITO
Con su desprecio a las
instituciones el PP contamina
también a la universidad;
Putin y Xi Jinping, líderes para
la nueva temporada.
p or
172
La matraca. Durante semanas y semanas no se ha hablado en España
de otra cosa que no fuera del máster, hasta ahora inexistente, de Cris-
tina Cifuentes, presidenta de la Comunidad de Madrid. Desde que
estalló el escándalo han convivido con una inquietante naturalidad
dos discursos absolutamente incompatibles. Uno, el que emanaba
del poder, que sostenía que el trabajo académico de Cifuentes exis-
tía, faltaría más, y que para conirmarlo mostró las actas de un exa-
men que luego se pudo comprobar que habían sido “reconstruidas”.
Al otro lado estaban los periodistas, que aprovecharon el ilón para
dar un poco de espectáculo, los políticos de la oposición y una ciu-
dadanía perpleja. La gente corriente, que sabe que cualquier trabajo
universitario deja huellas –apuntes, notas, correcciones, consultas,
lecturas, correos electrónicos...–, no se explicaba que éstas no salieran
de inmediato a relucir, ya que al parecer el trabajo inal no aparecía
por ninguna parte. Los periodistas preguntaron, rascaron por aquí
y por allí, revelaron los agujeros que han ido desinlando el patético
globo de mentiras y falsedades que crearon Cifuentes y compañía, y
dieron a cada instante cuenta cabal del avance de sus investigaciones.
La oposición fue incapaz de cerrar ilas para acabar cuanto antes con
tanto bochorno. Preirieron calcular por dónde les podía salir más
rentable, en términos electorales, el entuerto.
Lo delirante del proceso es que entre el discurso de Cifuentes
–y de los líderes del PP, que semanas después seguían sin exigirle
explicaciones rotundas e inapelables– y el de los demás ha existido
siempre una distancia que no termina de cerrarse. Y son esos discursos
paralelos, nunca coincidentes, los que exasperan a una ciudadanía que
sigue esperando atónita a que la anomalía no se prolongue y que haya
por in un signo de decencia. En una democracia sólida no debería
existir durante tanto tiempo ese desajuste entre las explicaciones que
da el poder y las percepciones de los ciudadanos: es imprescindible
un marco común de referencias. Algo va mal si esa brecha no se
cierra. Cifuentes tenía que haber confesado enseguida que no dijo
toda la verdad. Y salir de la política. Para entender lo que signiica
no haberlo hecho durante todo este bochornoso periodo debería
173
asomarse a lo que pasa afuera. Y lo que ha crecido ahí es el cachon-
deo, la chota, la broma de trazo grueso. Igual es inevitable que se
rían de ella, pero es que se están riendo también de una universidad,
y terminarán haciéndolo del resto de las instituciones. Con lo que
no cesa ese incesante rittornello: todos los políticos son iguales, la
política no sirve, no nos representan.
En El enigma de la llegada, uno de sus mejores libros, V. S. Nai-
paul escribe ya casi al inal: “Las mismas personas que, en los días de
esplendor de la casa solariega, hubieran ofrecido lo mejor como car-
pinteros, albañiles, obreros, que habrían podido tener ideas de belleza
y buen hacer y que hubieran intentado que reconociesen su habilidad,
su pericia y sus desvelos, esas mismas personas, al advertir la falta de
autoridad, la decadencia de la organización, parecían moverse por el
instinto contrario: precipitar la decadencia, saquear, reducirlo todo
a pura morralla”. Pongamos que esa casa solariega a la que se reiere
Naipaul es la democracia española. Vaya, pues entonces su descripción
cuadra con lo que está pasando en España. Lo que ha sacado a la luz
el caso Cifuentes es que la autoridad de Mariano Rajoy, presidente del
Gobierno y presidente también del Partido Popular, no existe (o no
termina de manifestarse). Autoridad en el sentido de auctoritas, esa
legitimidad que socialmente se le reconoce a alguien por disponer de
un saber determinado. El saber político, en este caso. Lo que ocurre
con Rajoy es que parece encapsularse sobre sí mismo ante cualquier
diicultad, incapaz de gobernar el velero, de darle una dirección, de
señalar un horizonte, iándose únicamente de la incapacidad de sus
adversarios y con una conianza ciega en que la tempestad remita.
La tempestad de la corrupción en su partido, donde el asunto del
máster de Cifuentes es algo menor, pero que paradójicamente puede
tener unos efectos mucho más dañinos. Y luego está la tempestad
de Cataluña. Es cierto que la magnitud del desafío de los indepen-
dentistas a las reglas de juego del Estatut y de la Constitución ha
sido tal que gestionar políticamente semejante crisis no era tarea fácil
para ningún Gobierno. Que todo haya terminado en las manos de
jueces y iscales y, por tanto, en los tribunales, produce sin embargo
15 de abril de 2018
Descrédito 175
E N C U E N T R O S E XT R AO R D I N A R I O S
L O S Ú LT I MO S D Í A S
D E P RO US T
Lo imagino viendo su propio
cuerpo macilento, sobre un lecho
junto al fuego, desde un lugar
inconcreto del aire. Lo imagino en
este mundo y en el otro, partido en
dos, como estuvo partido en dos
buena parte de su vida.
JESÚS FERRERO
176
l último año de vida de Proust estuvo presidido por
177
Un año curioso para el novelista, una año liminar además de con-
clusivo y fronterizo. Liminar porque el autor se está acercando a los
verdaderos umbrales de la oscuridad, conclusivo porque está a punto
de acabar la Recherche, y fronterizo porque concluir una obra tan
deinitiva solo te puede conducir al vacío real de la muerte. Apenas
sale de casa, pero en las pocas veladas a las que asiste surgen per-
sonajes deinitivos que a Marcel no parecen cautivarle demasiado:
Picasso, por ejemplo, y el enorme Joyce. No se llega a encontrar con
ellos aunque los tenga delante. Quizá para Marcel esos sujetos pre-
suntamente geniales ya solo son sombras lotantes que le despistan,
que le alejan de su tarea fundamental: añadir las últimas parrafadas
a La prisionera mientras ve por primera vez en los escaparates de las
librerías el segundo tomo de Sodoma y Gomorra.
A pesar de su fragilidad, Marcel es un titán luchando contra el
tiempo, batiéndose contra la sustancia misma de su relato. Busca
la ayuda de la adrenalina, abusa de ella hasta quemarse las vísceras.
A comienzos de primavera cree que inalmente ha concluido la Recher-
che, pero se engaña, porque su empresa es en realidad ininita. Le dice
a un amigo:
“Podría añadir mil páginas más. Cuanto más ahondas en una situa-
ción más se agrandan las dimensiones de esa misma situación, más se
ensancha la cavidad del tiempo”.
***
puedo suponer que le dijo más de una vez a Celeste Albaret, su devota
sirviente, que le acompañará hasta la muerte.
***
J ORGE
WAGENSBERG,
EL G OZO
INTELECTUAL
Sus aforismos más memorables
condensan la belleza de la
precisión de las ciencias con los
relámpagos de la poesía, y se
resuelven en una sonrisa, fruto
del humor, pero sobre todo de la
inteligencia que comprende.
S E B A S T I Á N GÁ M E Z M I L L Á N
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oseía una curiosidad intelectual omnívora que le per-
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de Pensamiento y Cultura Cientíica en Cataluña. A decir verdad, no
conozco muchas personas que hayan hecho tanto por las ciencias en
España en las últimas décadas. Y el progreso de un país, y de los conti-
nentes y del mundo, está estrechamente vinculado al buen hacer y uso
de sus invenciones, descubrimientos y aplicaciones tecno-cientíicas.
Fue un brillante divulgador y pensador de las ciencias, lo que equi-
vale a decir pensador, porque el objeto de las ciencias es el mundo
natural y social. El primer libro suyo que leí fue “Si la naturaleza es la
respuesta, ¿cuál era la pregunta?” Después lo he releído y se me antoja
inagotable. Estos son los libros que realmente nos forman, aquellos
a los que siempre podemos volver y no dejan de suscitarnos valiosas
preguntas y relexiones.
En este libro describe una anécdota que también revela su carácter.
De camino hacia el Museo Perito Moreno, en Argentina, recibe en el
taxi la noticia de que Stephen Jay Gould acaba de morir. Recuerda las
tres veces que habló con él y “que nunca he admirado tanto a alguien
con quien haya estado tan en desacuerdo”1. Y a continuación le dedica
las siguientes páginas sobre la vida, la evolución y el progreso. Como
buen cientíico, sabía que las discrepancias pueden y suelen ser muy
nutritivas para el pensamiento.
Quizá su sello de expresión más personal e inconfundible sean sus
aforismos, en los que trataba de recoger su visión de cualquier fenó-
meno del mundo. Según la célebre máxima de Ortega, la claridad es
la cortesía del ilósofo; según Wagensberg, la brevedad. Sus aforismos
contienen todos los elementos que debe reunir este género: el efecto
paradójico y la saludable provocación, la sorpresa y la condensación,
la claridad y la precisión, la dicha de comprender y comprendernos, y
el humor, cualidades todas ellas de la poesía y de la ciencia.
Frente al planteamiento dicotómico de las llamadas “dos culturas”,
“de ciencias” o “de letras”, que tanto daño ha hecho y seguirá haciendo
a nuestra pobre y maltrecha educación-formación, Wagensberg era un
ejemplo de la antigua y próspera república de las letras y de las ciencias.
1 J. Wagensberg, Si la naturaleza es la respuesta, ¿cuál era la pregunta? Barcelona, Tusquets, 2003, pág. 31.
2 Citado por Jorge Wagensberg, “El gozo intelectual y la tristeza de pensamiento”, Babelia, El País,
24 de febrero de 2007.
3 J. Wagensberg, El gozo intelectual. Teoría y práctica sobre la inteligibilidad y la belleza, Barcelona,
Tusquets, 2007, pág. 73.
4 J. Wagensberg, 2003, op. cit., pág. 75.
◆ Hay muchas más maneras de no ser que de ser. (2003, pág. 22)
Tiempo
Verdades y mentiras
Ciencia y conocimiento
El progreso
8 Jorge Wagensberg, “El progreso en aforismos”, Babelia, El País, 31 de enero de 2015. pág. 12.
Museos
Educación
La duda, la libertad
11 Jorge Wagensberg, “La educación en aforismos”, El País, 16 de octubre de 2014. (Los cinco aforis-
mos seleccionados sobre este tema proceden del mencionado artículo).
12 Jorge Wagensberg, “La libertad en aforismos”, Babelia, El País, 4 de abril de 2015, pág. 13.
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