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Palabras del Autor

La saga, que se inicia con este libro, comenzó a gestarse como un trabajo
académico. Mi idea era reflejar los hechos ocurridos en Chile entre los años 1929 y
2000, desde una óptica muy poco usual. Mirar este periodo histórico wagneriano, desde
el lugar de uno de sus principales protagonistas; el sector agrícola tradicional que, a
pesar de su rol de primer actor de este drama, es todavía o desconocido, o pésimamente
mal dibujado.
A poco andar caí en la certeza que una obra académica no cumpliría mi objetivo;
que no era otro que explicar a las nuevas generaciones, especialmente a mis hijos y
nietos, como se gestaron los acontecimientos que desembocarían en la tragedia que se
precipito a partir de 1964 y dura hasta hoy día. Quizás ahí podrían descubrir las raíces de
nuestra incapacidad de darle fin y bajar las cortinas; aunque sea con llantos y no con
aplausos.
Comprendí que para poder servir a los fines expuestos debía transformar mi obra
en cuatro novelas, independientes entre si, pero que conformarían un todo abarcando el
período mencionado de la Historia de Chile.
Los ejes de esta saga son, obviamente, los principales protagonistas del drama: La
Iglesia Católica; La Política, la Economía y, dentro de ella, con un rol primordial, la
Agricultura.
Esta primera novela nos presenta a los protagonistas en el ambiente real de 1929.
Todos los personajes son ficticios. El contexto cultural en que se desenvuelven, sus
costumbres, creencias, vivencias y circunstancias son, hasta donde es humanamente
posible lograr, fieles a la vida de esa época.

Además de todas las fuentes tradicionales que se investigaron, el autor tuvo la


suerte de conocer, en su juventud, a personajes reales que hablan vivido esa época y las
circunstancias que relata la novela. Súmase a ello que el contacto con esos personajes se
produjo en los mismos lugares en que ellos vivieron la época de la novela: Cauquenes;
Buchupureo; Cobquecura; Chanco; Parral; Chillán; Quillón; RíoClaro (el verdadero; no
el ficticio de la novela); Santa Juana; Yungay; San Ignacio, Etc.
2
QUILLACAHUE
1929 1930

Don Diego, a pesar de ser Domingo, se levantó a las seis de la mañana y procedió
a ponerse una bata sobre el pijama. Se arrodilló en la pequeña alfombra, al costado de la
cama, y rezó unos minutos. Entró al baño y, tras una breve higiene personal, pasó a la
sala de estar, contigua a su dormitorio.
Su "dueña de casa"1 que esperaba en el corredor, lo observó con detenimiento. A
sus treinta y siete años, Don Diego tenía, junto a una estampa juvenil, una apostura de
gran señor. Alto, delgado y muy erguido, su cuerpo estaba coronado por una cabeza
proporcionada a el. Las facciones de su rostro eran toscas, angulosas, resaltadas por una
nariz aguileña- típicamente vasca- y enmarcadas por un pelo liso de color castaño, que
nacía después de una frente muy amplia, con profundas entradas. Su principal atracción
estaba en sus grandes ojos verdes, muy expresivos, que reflejaban su fuerte carácter.
Podía decirse que tenía un aspecto muy viril, sin ser buen mozo. Al observarlo, Ofelia
no pudo dejar de recordar esas estampas de toreros que había visto en las revistas
europeas que le llegaban a su patrón.
Una vez que lo vio acomodado frente a la mesa, entró a la sala junto con una
empleada que traía una gran bandeja con el desayuno.
- Buenos días, don Diego. ¿Cómo amaneció?
- Buenos días, Ofelia... bien, muy bien. Dormí como un ángel.
- No es para menos, después de todo el ajetreo de ayer. Aunque usted es aún
joven este campo parece que lo hubiera vuelto a la mocedad.
- No es para tanto, Ofelia; pero sí, es cierto que me tiene muy entusiasmado.
Volviéndose hacia la empleada que se mantenía respetuosa en el vano de la
puerta, la saludó:
- Buenos días, hija.
María hizo una pequeña reverencia:
- Buenos días, "su merced".
Don Diego se sentó al lado de la ventana que daba al norte. María comenzó a
colocar el desayuno en la mesa. Puso el tazón grande frente al hacendado y luego
acomodó la vajilla que contenía los diversos alimentos: jugo de naranjas, frambuesas,
crema chantilly, mermelada de moras, miel, azúcar, dos huevos revueltos con tocino,
lonjas de jamón y quesillo, mantequilla y una gran fuente de plata llena de pan recién
amasado, que aún despedía un tenue vapor.
- Puedes retirarte le indicó Ofelia a María.

La dueña de casa procedió a servirle personalmente el café y la leche, cuidándose de


dejar los recipientes a un costado, por si su patrón quería repetirse.
- ¿Se le ofrece algo más, don Diego?
- Gracias, Ofelia, con esto quedaré muy bien.
Encargada de la administración de la casa y todo su personal. Tenia un rango alto en la estructura
1

de las “Haciendas”, muy similar al del mayordomo principal dependía directamente del patrón".
3
- ¿Alguna orden especial, patrón?
- No, Ofelia. Como siempre, cuando pase al escritorio que me lleven más café y
un vaso de agua. Dile a Gacitúa que me tenga listo el coche a las diez y cuarto para
llegar con calma a la misa de once a Santa Elisa... ¡Ah!, y que me ensillen la "Avellana".
Anda, no más, a hacer tus menesteres.
Se sirvió su desayuno calmadamente, disfrutando de cada bocado con fruición
sibarítica. Como le sucedía a menudo, se sorprendió por el placer que le proporcionaba
el comer. No tenía caso, era irremediablemente un hombre sensual. Gozaba con los
sabores, los olores, las texturas, las formas, los colores, los sonidos, la música, las
caricias.... Tenía que ser capaz de doblegar la fuerza de sus sentidos. Él, que se
vanagloriaba de ser lógico y analítico en muchos aspectos, no podía dejarse dominar por
la voluptuosidad. Necesitaba cultivar, aún más, su desarrollo espiritual. De lo contrario,
estaría al filo del pecado. Lo había conversado muchas veces con su confesor, monseñor
Octavio Arrau, obispo de Río Claro.
Devolvió, no sin esfuerzo, el pan que estaba partiendo. Lo distrajeron las luces del
amanecer, que ya encendían la lejana cordillera e iluminaban el interior de la salita con
su fría luz.
Sus pensamientos retornaron a Ofelia.
Su dueña de casa era parte fundamental del funcionamiento ordenado de su vida.
Le solucionaba todos los problemas domésticos en ausencia de su esposa, es decir la
mayor parte del tiempo. Lo conocía como nadie: podía adivinar sus más íntimos
pensamientos y adelantarse a sus deseos.
Y era lógico. Cuando Ofelia tenía sólo quince años, al nacer don Diego, había
sido su nodriza. Lo había amamantado casi tres años. Antes de que se marchara al
internado en Santiago, siempre fue su "nana"; la recordaba junto a su lecho, en todas las
enfermedades de su niñez.
Al regresar de sus estudios en Europa a su ciudad natal de Río Claro -la capital de
la provincia del mismo nombre, ubicada entre las de Talca y Linares- ella lo retomó bajo
su alero protector. Las escasas veces que llegaba tarde a la casa de sus padres, ella lo
estaba esperando. Le tenía siempre un caldito de mariscos bien cargado al ají2, por si
había bebido unas copas de más.
Cuando se fue a administrar el campo familiar, poco después del fallecimiento de
su madre, ella fue quien tomó la decisión: Don Diego, yo me voy con usted campo. Voy
a ser su dueña de casa. A él le pareció que esto era obvio, el orden natural de las cosas.
-Por supuesto, Ofelia. Jamás habría pensado en otra persona.
Cuando se casó con Rosaura, la inteligencia de ambas mujeres evitó cualquier
conflicto. Ofelia se condujo con gran habilidad y se preocupó en forma muy especial de
satisfacer, durante las temporadas que Rosaura pasaba en el campo, los numerosos
caprichos de su nueva patrona. En la mansión de Río Claro que don Diego había

2
Aji: Fruto de planta solanácea que se usa como condimento. En otros paises, como en el caso de
México se le denomina "Chile".
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arrendado a dos cuadras de la de su suegro, don Antonio Etchevers, doña Rosaura tenía
su propia dueña de casa.

Como era su costumbre, después de una larga ducha caliente, se sometió un par de
minutos al estímulo del agua helada.
Cuando terminaba de hacer la rosa de la fina corbata negra sobre su almidonado
cuello de palomita, y poner el reloj de oro en el bolsillo de su chaleco, Ofelia golpeó la
puerta.
No necesitaba preguntar quién era:
- Pase no más, Ofelia.
- Perdone patrón.... ¡Uy!, Que buen mozo se ve vestido así. Me gusta
mucho más que con tenida de huaso3. Ví que no terminó todo su desayuno. Está muy
delgado patrón, con tanto trabajo, no debe descuidar la comida. A propósito... a eso
venía. Se me olvidó preguntarle si deseaba algo especial para el almuerzo. Como sé que
cuando está solo almuerza poco, tengo dispuesto cazuela de gallina y empanadas. Más
las ensaladas y una leche nevada de postre. La verdad es que debería reforzárselo un
poco... Tengo unas longanizas de Chillán que me trajo mi prima. Si usted quiere...
- No, Ofelia. Está bien lo que dispusiste. A pesar de lo que piensan en este país,
en Europa aprendí que no es necesario estar obeso para conservar la salud. Además, no
creo en eso de que el buen patrón deba ser gordo como sus novillos. Prefiero
mantenerme ágil.
Trabajó en su escritorio, revisando las cuentas de los gastos que anotaba personal
y minuciosamente en grandes libros de contabilidad de seis columnas. Después, se
dedicó al plan de cultivos de la temporada 1929- 1930 sobre una copia hecha al alcohol
del mapa topográfico de la hacienda, que la primavera pasada le hiciera la oficina de
ingeniería de Eduardo Böetsch. Había delimitado en principio, los futuros potreros,
marcando en cada cual el avance de los trabajos.
Cuando comenzaba, sobre otra copia, a trabajar en los trazados de los futuros
canales según las cotas indicadas, golpearon la puerta:
- Adelante, Ofelia... ¿Qué hay?
- Son las diez y cuarto patrón, el coche está listo.
- Voy, voy... ¡Cómo se me pasó la hora! ¡Ah!, Ofelia, es muy probable que
invite a cenar al curita de Santa Elisa esta noche. Yo le aviso cuando regrese de misa.

La huella de carretas que unía Quillacahue con Santa Elisa- distantes cuatro
4
leguas entre sí- era un bache tras otro. Estaba, además, cruzada por dos profundas
quebradas.

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Tenida de huaso: Vestimenta típica del hombre de campo chileno.
4
Una legua equivale a 4.5 km aproximadamente
5
Don Diego sabía que quedaría intransitable con las primeras lluvias. Después,
durante todo el invierno y parte de la primavera, el acceso al pueblo sería posible
solamente a caballo, siempre que las quebradas no vinieran de avenida5. En eso casos, se
producía un aislamiento total, que podía durar semanas.
- Ojalá que no caiga algún aguacero antes de Semana Santa- pensó para sí.
Esperaba con cierta ansiedad la llegada de su esposa y su hijo durante esos días. A pesar
de las profundas diferencias que lo separaban de Rosaura, la amaba a su manera y dentro
de lo que ella se dejaba amar.
- Para ser justo,- reflexionó- todos tenemos nuestros defectos y cualidades-
sólo que en Rosaura ambos eran un tanto exagerados.

Los días de Semana Santa siempre eran especiales. Jueves y viernes estaban
marcados por el dolor, sábado y domingo, por el gozo. El catolicismo de ambos era un
factor de unión, a pesar de las diferencias que tenían también allí. La fe de don Diego
era profunda y la vivía día a día, con la alegría de la esperanza y el dolor del pecado. La
de doña Rosaura era superficial, ritual y más bien egoísta; buscaba siempre el
reconocimiento de Dios a sus buenas acciones, esperando que le fueran abonadas a su
cuenta corriente de salvación.
Pensando en ella con cariño, don Diego se dijo a sí mismo:
- Ella no tiene la culpa, fue su formación.
Su padre que, con su prepotencia, la transformó desde niña en una supuesta reina,
y la influencia de esas monjas del colegio. Entre los saltos y brincos del coche, él seguía
con la mente puesta en su esposa.
Además de bella, era coqueta por naturaleza; la quinta esencia de la feminidad. De
mediana estatura, poseía un cuerpo muy bien conformado, con caderas y senos
voluptuosos y una cintura de avispa. El óvalo de su cara era casi perfecto, rodeado de
cabello castaño claro. Lo que más llamaba la atención en ella y le daba un toque de
encanto muy especial, eran sus ojos claros, casi celestes. A su gran atractivo, había que
abonarle su capacidad de organización y su eficiencia en todas las labores del hogar. La
calidad de su mesa trascendía más allá de la zona del Maule. Aunque nunca se hubiera
ensuciado las manos en la cocina, dominaba una cantidad increíble de recetas y sabía
enseñar a su servidumbre. Quizás si lo único positivo que había sacado del colegio
regido por las monjitas (que de todo sabían menos de la verdadera religión católica), era
su conocimiento de repostería.

5
Avenida: Creciente impetuosa de un río o arroyo.
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6 7
Nadie era más versada en la elaboración de tortas, queques , küchenes ,-confites
europeos, dulces criollos, mermeladas y jaleas. Sus huevos chimbos8 y su manjar
amoldado9 eran exquisiteces inigualables y tentaciones irresistibles para don Diego.
Él creyó amarla desde el primer momento que la vio, aun cuando intercambiaron
pocas palabras antes de la petición oficial de mano. Ahora, mientras más la conocía y
más se compenetraba con su intrincado carácter, el quererla se había transformado
realmente en un desafío. Ella, a su manera, también mostraba un muy medido y formal
cariño por él; algo que iba un poco más allá de la obligación de amar; acorde con los
votos matrimoniales.
- Yo la conozco bien, mejor que nadie- se decía a sí mismo don Diego- y sé del
lado oculto de su personalidad. De su conflictiva bondad y caridad con los desposeídos;
de sus ansias de ser amada por sí misma, y no por lo que pudieran obtener de ella; de esa
aguda inteligencia mal aprovechada, pero gracias a la cual, y a su insaciable afición por
la lectura, conocía a fondo la naturaleza humana. Para bien o para mal. Quizás era ese
conocimiento del hombre, sumado a su mala formación, lo que la hacía ser, en el fondo,
escéptica y, quizás, un poco cínica.
Evocó, el trato de su esposa con la gente de Quillacahue y, antes, con la de "Los
Hualles''. Quizás fue en esa relación donde don Diego confirmó ciertas facetas
dramáticas y, al mismo tiempo, conmovedoras del carácter de su esposa, las que ya
había comenzado a percibir, vagamente, a medida que la iba conociendo.
Existían para ella dos momentos solemnes en el año, que marcaban la relación
con "su gente" del campo: la Navidad y el final del veraneo.
Dos meses antes de Navidad solicitaba la lista completa de las familias de todos
los trabajadores, tanto del fundo como de los afuerinos, con el detalle del sexo y la edad
de cada hijo. Personalmente se preocupaba de la compra de los regalos para todos los
niños, agrupándolos en lotes. Para los niños de menos de dos años, pelotas chicas; de
dos a cuatro años, pelotas grandes; de cuatro a seis, camioncitos de madera y; de más de
seis, camisas. En cuanto a las niñitas, la división por edades era la misma, sólo
cambiaban los regalos. Menores de dos, muñequitas de carey; de dos a cuatro,
muñequitas de trapo con cabecita de yeso; de cuatro a seis, jueguitos de té y; de más de
seis, vestiditos floreados. Como la Navidad la pasaba siempre en Río Claro, el reparto de
juguetes en el campo lo efectuaba el día veintiséis de diciembre. Era toda una ceremonia
en la que, con la lista en la mano, llamaba a cada niño por su nombre y le entregaba su
presente. Con éste en los brazos, se formaban para que Ofelia y su séquito les sirvieran
chocolate caliente y galletas de vainilla. Toda sugerencia de realizar una verdadera

6
Queques: Postre de masa de harina endulzada y con sabor (limón, vainilla, etc.) en otros países
panqueque. En inglés cake
7
Kuchen: Nombre derivado del alemán con que se denomina en Chile a un tipo de tarta relleno con
mermeladas.
8
Huevos Chimbo: Pastelillo chileno, hecho con huevos, almendras y almíbar
9
Manjar amoldado: Dulce de leche, batido con huevos, y endurecido en moldes.
7
fiesta, en la que los niños recibieran sus regalos en forma anónima, era persistentemente
rechazada. Lo mismo sucedía con las insinuaciones para que variara los regalos de año
en año.

- Para qué,- respondía- si a cada uno se le repite el mismo regalo sólo dos veces, y
las camisas y vestiditos van cambiando de talla con la edad.
A fines de las vacaciones de verano, se fijaba un día par reunirse con las mujeres.
Esta vez las recibía durante la mañana, de a una en una. Nuevamente con la lista en
mano, les preguntaba a cada cual por sus hijos y les entregaba un chaleco de lana para el
invierno; azul para las solteras, rojo para las casadas y negro para las viudas. Las
separadas o abandonadas por los maridos seguían siendo casadas para ella y, por lo
tanto, les tocaba chaleco rojo. Después de recibir su chaleco, se ponían en fila para
recibir un tazón de chocolate y un pan dulce, de manos de Ofelia y sus ayudantes.
Durante el primer año de casado a don Diego le provocó extrañeza que, pocos
días después de la ceremonia de Navidad, empezaran a llegar a su casilla de correo de
San Javier cientos de cartas dirigidas a su esposa; algunas con letras poco legibles y
otras con una letra que le pareció extrañamente familiar. Doña Rosaura le expresó,
emocionada, que eran cartas escritas por los niños del campo o por sus madres- en el
caso de los muy pequeños o los mayorcitos iletrados- en las que le agradecían los
presentes.
Don Diego conocía a su gente y esta actitud lo desconcertaba.
Cuando, después del ceremonial de fines de verano, las cartas comenzaron a
llegar a Río Claro, ya no tuvo dudas. Pocos de sus inquilinos si es que alguno, conocía el
número de su casilla en la capital provincial En su siguiente viaje a Los Hualles habló
con Ofelia y le planteó sus inquietudes. Por primera vez en los años que llevaban
juntos, la vio turbada.
- ¡Ay, don Diego! ... Yo pensaba contarle.., pero no sabía cómo y no se presentó
la ocasión de platicar con calma. No la culpe, don Diego; yo he aprendido a apreciarla y
trato de entenderla. La señora... como que está hambrienta de cariño; su misma forma de
tratar a la gente impide que se lo demuestren. Yo creo que le temen, la respetan y
también están agradecidos con ella. Pero... ¿Quién se atreve a hablarle para darle las
gracias? Ella me dejó la plata para el papel, los sobres y el franqueo, diciéndome que en
el campo del papá de ella siempre respondían, tanto a su madre como a ella; y que aquí,
como la conocían poco, quería facilitarles las cosas.
Don Diego tranquilizó a Ofelia, agradeciéndole la comprensión y el cariño
demostrados a su esposa. Le aseguró que él jamás se daría por enterado del origen de las
cartas.
Sus cavilaciones retornaron a las vacaciones de Semana Santa. Se gratificó al
pensar que también vendría su único hijo, a quién habían puesto Diego por primer
nombre, siguiendo la tradición que se iniciaba con su bisabuelo, y Antonio como
segundo, por su abuelo materno. Ansiaba estar con él, pues desde siempre habían sido
muy afines y unidos; el niño tenía plena confianza en su padre. La forzosa separación
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era dolorosa para ambos. A pesar de contar sólo con trece años, Dieguito era sumamente
inteligente, casi brillante, y muy maduro para su edad.
A don Diego le fascinaba su carácter independiente, aunque eso le acarreara al
muchacho, y por ende al padre, problemas con doña Rosaura. Desde muy niño había
sido así. Podía estar solo por horas y nunca se aburría. Casi tanto como la lectura y el
estudio, le fascinaba el campo, donde podía dar rienda suelta a sus energías. Era un niño
de naturaleza cálida y amistosa, y normalmente mostraba muy buen carácter. Sin
embargo, las escasas veces que se enojaba ¡Líbrenos Dios! Recordó el viejo adagio: "De
las aguas mansas líbrame Dios, que de las bravías me libro yo".
Para don Diego, el otro aspecto grato de la visita de doña Rosaura a la hacienda
en Semana Santa, sería que por los días de recogimiento obligados ella sólo convidaría a
familiares. Probablemente a su hermana Elvira, una mujer realmente encantadora y que
sabía llevar muy bien a su esposa. Aunque un año menor que Rosaura, era tan
inteligente y bella como ella. De hecho, eran de facciones muy parecidas y la única
diferencia notable entre ellas era que Elvira tenía los ojos de un color pardo oscuro, casi
negros, pero de la misma forma y tamaño que los claros ojos de Rosaura. No obstante,
Elvira tenía un carácter muy distinto: era una mujer más culta, callada, observadora, y
sin ningún afán de lucimiento personal. Llevaba su vida religiosa y sus actividades de
caridad como algo privado e íntimo, sin aspavientos; el polo opuesto de su hermana,
reina de Río Claro por derecho propio. No obstante, exudaba sensualidad, algo que don
Diego percibía muy bien.
Las dos hermanas eran diferentes, pero muy unidas. La imposibilidad de Elvira
para tener hijos, debido a la presunta infertilidad de su esposo, le había permitido
dedicarse a su sobrino Dieguito; servía muchas veces de consuelo al niño, en las
frecuentes disputas con su madre. Su marido era notario, un buen hombre que nunca
incomodaba a nadie y que contaba con una sólida posición económica. Don Diego, que
le profesaba un enorme cariño a su cuñada, nunca entendió ese matrimonio. Elvira
merecía un hombre más completo, más hombre en todo sentido. El notaba en sus
expresivos ojos una cierta y perturbadora ansiedad de mujer insatisfecha. A pesar de
haberse transformado en confidentes obligados, gracias a la relación de ambos con
Rosaura, él sabía que Elvira jamás pondría en palabras esa inquietud que sus ojos
delataban.
Se percató de la entrada al pueblo por la vibración del coche al rodar sobre el
pavimento de piedra de huevillo.
Al llegar frente al pórtico de la Iglesia José Gacitúa detuvo el carruaje, maneó a
los caballos y abrió la portezuela para que descendiera don Diego. Éste se caló el
sombrero y con el bastón colgando del brazo derecho, se dirigió, por el costado de la
Iglesia, hacia la casa del cura párroco.
El cura se encontraba en el patio, rodeado de señoras. Al ver a don Diego se
separo de ellas y se adelantó hacia él.
- Don Diego bienvenido a esta casa ¡Qué Dios lo bendiga!

- Buenos días padre Andrés... no se moleste, sólo quería saludarlo antes de


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misa.
- No faltaba más, don Diego- respondió el cura, dejando atrás la mancha
negra de beatas cabizbajas- . ¿Cómo está el nuevo patrón de Quillacahue?
- Muy bien padre.., muy bien. Padre ¿Dispondría de tiempo esta noche para
honrar mi mesa? Estoy solo y me gustaría mucho contar con su presencia. Podríamos
aprovechar para conversar, tranquilos, algunos asuntos de interés mutuo.
¡Don Diego! si no tuviera tiempo, me lo haría. Voy encantado.
- Muchas gracias, padre. Dígame usted a qué hora le mando el coche.
- Si a usted le parece, a eso de la siete y media. Así estaría en “Las Casas” 10
a más tardar a las ocho y un cuarto.
- Estupendo, padre. A las siete y media va a estar José Gacitúa esperándolo
con el coche. Y... gracias nuevamente.
Volvió sobre sus pasos y entró a la Iglesia por la puerta principal.
Se hincó e hizo la señal de la cruz. Luego avanzó por el pasillo central hasta un
reclinatorio con su correspondiente asiento, tres pasos adelante de la primera fila de
bancas del costado derecho.
Sobre el pequeño atril para dejar el misal había una plaquita de bronce con su
nombre. A su lado derecho había otro reclinatorio igual, con el nombre de su esposa.
Solamente gozaba de privilegio similar doña Zoila Saldívar, esposa del dueño de
la única barraca de madera que había en el pueblo e importante sostenedora de las obras
parroquiales. Su reclinatorio estaba frente a la corrida izquierda de bancas.
Don Diego se entregó de lleno al sacrificio de la misa. Pidió perdón por sus faltas,
especialmente por la sensualidad exacerbada que lo dominaba y por su impaciencia con
Rosaura. Después de un profundo análisis, juzgó que podía comulgar porque no estaba
en pecado mortal. Recibió la eucaristía con devoción y rogó a Dios por sus principales
preocupaciones.
Solicitó la ayuda divina para poder llevar un matrimonio armonioso con su
esposa, y se comprometió a poner todo el esfuerzo de su parte. Rogó por su hijo y su
futuro. Imploró a Dios y a su Santa Madre para que les otorgaran la gracia de otro
vástago, ojalá fuera mujercita. Pidió que Dios lo fortaleciera para la labor que estaba
acometiendo en Quillacahue, especialmente en lo que se refería a hacer buenos
cristianos de la gente que allí trabajaba; dignos de la salvación que Cristo les ofrecía con
su sacrificio. Rogó a Dios que lo iluminara para ser firme con el objeto de poder
transformarlos en buenos y honestos trabajadores, y al mismo tiempo justos con ellos.
Con humildad requirió de la intervención divina en favor de Andrés, el hijo
nacido un año después de Dieguito y que partiera tan prematuramente, a los dos años; de
sus fallecidos los padres, Diego y Lucía y de su hermano Eduardo, quien murió de niño.
Por fin le pidió fuerzas a Cristo y María para ser digno hijo de Dios. Que lo ayudaran a

10
Se denominaba “Las Casas” al conjunto de construcciones constituido por la casa patronal y el
conjunto le edificaciones que se agrupaban en torno a ella, como las bodegas la llavería, la fragua, la
carpintería, la tostaduría, la panadería, la cocina de los trabajadores, el molino etc.
10
dominar sus impulsos pecaminosos y le dieran fuerza para trabajar más y ser mejor
cristiano cada día. Sólo así se haría merecedor de la salvación eterna.

A esa misma hora, y en forma casi simultánea, doña Rosaura recibía la comunión
en la catedral de Río Claro. Regresó a su reclinatorio e inició sus propias peticiones: que
Dios le permitiera tener una larga y saludable vida para entregarla a Él; que ayudara a su
marido a comprender que debía dedicarse más a ella, su esposa por deseo divino, y a
aminorar sus desmedidas ambiciones materiales.
Se repitió a sí misma la pregunta para la cual nunca hallaba respuesta. "¿Por qué,
Dios mío, no puede ser como todos los varones de su medio, que saben equilibrar el
trabajo con su vida familiar y social, integrándose a la cristiana sociedad de Río Claro,
en vez de encerrarse en el campo como bestia en el monte?".
Con toda su devoción rogó:
- Dame fuerza para sacar a este hombre, que realmente amo, de sus errores.
Abandonó inconscientemente sus oraciones y cayó en sus pensamientos íntimos:
- No sólo lo amo, estoy deschavetada por él; me trastorna. Pero tengo que
manejarme con mucho cuidado, porque si él lo percibe va a terminar dominándome.
Recordó un punto especialmente delicado que la perturbaba y del cual tendría, al
parecer, que hablar con su confesor. Sus relaciones íntimas con don Diego, a pesar de su
recato, -jamás la había visto completamente desnuda-, no eran como debieran ser las de
una católica observante. Sabía que debía aceptarlas, ocasionalmente, por deber
conyugal; era un sacrificio que ofrecía a Dios. Sin embargo, desde hacía ya un largo
tiempo, ella misma se había sorprendido porque buscaba ese contacto con mayor
frecuencia. Y lo que era peor, lo disfrutaba cada vez, más procurando que él no se
enterara. ¿Tendría un instinto atávico dentro de sí que la llevaría al pecaminoso
“orgasmo" del cual se había enterado en las lecturas furtivas que realizaba con sus
compañeras de las monjas? Recordó que había escuchado, a medias palabras, sobre la
vida licenciosa de una tal Amelia, que venía a ser como tía abuela suya. ¿Se habría
encarnado en ella ese bochornoso antecedente familiar?
Regresando a sus ruegos, pidió la intervención divina.
- Dios mío ayúdame a dominar estos instintos -con verdadero espanto sintió que
no lo pedía con mucha sinceridad-. Dame fuerza para seguir dedicando mi vida a Ti;
dame fuerza para sacar, de su estado de barbarie, a las gentes de ese maldito campo que
compró mi esposo. Si esa es tu voluntad, concédeme el don de una hija, para dedicarla a
Tu Madre, la Santísima Virgen, como espero lo haga, a través del sacerdocio, mi hijo
Diego.
Rogó primero por Andrés, su hijo fallecido; luego, por su adorado padre, don
Antonio, para que siguiera gozando de su admirable salud y para que, ojalá, sirviera de
ejemplo a su marido; por su madre, doña Rosa Ester para que Dios la ayudara a soportar
su ya larga enfermedad; por su única y querida hermana Elvira, que le resolvía todos sus
problemas; y, por último, por su hermano Antonio, su compañero de niñez y juventud,
quien se había casado con esa tal Eugenia Munizaga que lo había sacado de Río Claro,
11
de su familia y de sus amigos, para llevárselo a la Serena. Ella había sentido mucho esa
separación aunque tenía a Elvira; Antonio era su adoración, el único que la mimaba
siempre y que jamás la reprendía. Reconoció en su fuero íntimo que seguía celosa de
Eugenia, quien no poseía la belleza de ni de ella ni de Elvira pero era simpatiquísima y
tenía estupenda figura. Antonio realmente se había enamorado. Además, la atracción de
ir a trabajar en la administración de las minas de oro de su suegro, del cual Eugenia era
la única hija, tiene que haber sido muy grande. La mutua antipatía entre ella y su cuñada
había terminado por distanciar a Antonio, quien muy rara vez venía a Río Claro.
Por último rezó:
- Oh, Dios mío, señálame lo que debo hacer para asegurar mi salvación, que yo lo
cumpliré fielmente.

Terminada la misa don Diego se dirigió a la sacristía a despedirse del párroco:


- Muy bien su homilía padre; desde que lo escuché por primera vez, cuando llegué
por estos lados, me gustó su forma directa de explicar el evangelio a esta gente. No lo
demoro más. ¡Hasta la noche!
De regreso a la hacienda, se sirvió el almuerzo que, con igual liturgia y en el
mismo lugar que el desayuno, le ofrecieran Ofelia y María. Las dos copas de vino tinto
se sumaron al efecto de la temprana levantada y don Diego, sentado en su sillón
preferido, inició su cotidiana siesta. Ofelia lo cubrió cariñosamente con una manta.
A las dos y media en punto entró con una bandeja donde traía el café y un vaso de
agua helada.
Don Diego ya estaba despierto.
- Gracias, Ofelia. ¡Ah! se me olvidó confirmarte a la hora del almuerzo que el
cura viene a cenar. De plato principal hazle un asado al horno, con papitas nuevas
salteadas y crema de arvejitas. Los otros dos platos y el postre los dispones tú, por favor.
- Por supuesto, don Diego. No sabe cuánto me alegro de que tenga compañía esta
noche.
Antes de salir al campo, don Diego fue a refrescarse al baño y cambió sus ropas
por un atuendo de huaso. Cogió su chupalla11 de jipijapa12, importada de Panamá, y se
encaminó hasta el final del corredor de servicio. Gacitúa lo esperaba con las polainas y
las espuelas e hizo un intento por hincarse y calzárselas.
- ¡Deja, hombre! Sabes que nunca me ha gustado que nadie me ponga las
espuelas. Los hombres sólo se postran frente a Dios. Quizás cuando esté muy viejo te
pida ayuda pero no hincado.
Revisó la cincha de la montura y, tomando a la yegua por las riendas, le dio un
corto paseo, para asegurarse de que estaba tranquila y que nada la incomodaba. Después
montó ágilmente y se alejó de “Las Casas”, acompañado de su perro "Puelche", un

11
Chupalla: Sombrero hecho con fibras de distintas plantas.

Fibra fina de paja fabricada en Panamá en algunos otros países centroamericanos.


12
12
obediente y fiel pastor alemán de cuatro años, hijo de la perra "Cordillera" que el
hacendado heredara de su padre.
El comienzo del otoño imponía su presencia.
Ese aroma característico, ligeramente ácido, como de fruta sobre madura que
comienza a fermentar y un ligero sabor a humo; el color del aire, un sepia suave y un
tanto opaco, que oscilaba entre el amarillo, el anaranjado y el rojo, pintando todo el
paisaje; esa sensación de final de fiesta, que dejaba atrás el calor quemante de los días
largos y ajetreados del verano; esa percepción de quietud y de paz, que precedía el
comienzo del largo y siempre imprevisible invierno.
El olor de la tierra comenzaba lentamente a cambiar; del aroma quieto, seco y acre
del estío, al olor vivaz, un poco más penetrante, un poco más húmedo, que anticipaba
ese sabor único a tierra húmeda y viva que exhalaba el suelo en invierno al ser rasgado
por el arado.

Parecía sentirse el crepitar de las napas que volvían a ascender, provocando que
hilillos de agua comenzaran a escurrir por las vertientes de los pozos.
El otoño era como un largo y dulce paréntesis, caviló don Diego González,
mientras cabalgaba después de haber reposado el almuerzo, en ese silencio tan propio de
los días domingo en el campo, cuando la tarde comenzaba a deslizarse. Era tiempo de
reflexión, de cuaresma, que permitía hacer un balance objetivo con la mente despejada y
los sentidos apaciguados.
Las cosechas habían sido buenas. Para ser honesto, más que buenas, excelentes.
No sólo el trigo había rendido bien, a pesar de no haberse podido regar. El estado
de los canales sólo permitió contar con agua para las chacras: papas, porotos13 y maíz. El
rendimiento de la papa Corahila, de semilla traída de Chiloé, fue extraordinario. Ése era
el comentario obligado de los cosechadores, quienes siguiendo una tradición que se
perdía en el tiempo bajaban todos los años con sus carretas, desde el poblado de Greda
Negra, a efectuar la cosecha de papa del valle. Hacia muchos años que no veía un
rendimiento igual. Toda la papa había salido lisa y de buen tamaño. Algunos
“gredanegrinos", saboreando los mates al anochecer, decían recordar que muchísimos
años atrás se habían visto cosechas similares, cuando "Quillacahue" pertenecía a "su
merced", el finado Ernesto, abuelo de don Eustaquio Hiriart, época en que la hacienda
honraba su fama.
El maíz y los porotos dieron, asimismo, buenos rindes. Parte la había vendido y
parte se hallaba a buen recaudo en las restauradas bodegas de la hacienda.
Sus estudios agrícolas efectuados en Francia e Inglaterra y la experiencia que a
sus treinta y siete años había acumulado- primero trabajando con su padre y luego, en su
propio campo- le indicaban que no podía esperar rendimientos iguales en los años
venideros.
Por una parte, tanto el trigo como los porotos, el maíz y las papas habían sido
sembrados en suelos que podían considerarse casi vírgenes, los cuales normalmente
13
Poroto = frijol
13
rendían más que los ya cultivados. Por los datos de que dispuso al comprar el campo
(hacía poco más de un año y medio), habían transcurrido al menos diez años sin que el
arado roturara ningún potrero, si es que alguno merecía ese nombre. Así lo demostraban
los matorrales y la zarza que, junto con los renovales de espino en las partes más secas y
los hualles, quillayes, maitenes, boldos y colliguayes, en las más húmedas, cubrían todo
el campo.
Al mismo tiempo, parecía que Dios bendecía su aventura. Las lluvias se dieron
cuando se necesitaban y sin demasías. Incluso se prolongaron hasta comienzos de
diciembre, lo cual no era normal en la zona. No hubo heladas tardías, ni granizos
dañinos.
Hacía ya muchos años que don Diego había aprendido a respetar y a temer el
clima. Todo el trabajo y las esperanzas del hombre de campo podían desaparecer en
pocas horas.
Sabía que una lluvia a tiempo valía más que mil labores. En cambio, una lluvia
excesiva dejaba al hombre impotente, mientras veía arruinarse sus sembradíos. Por ello,
siempre había que equilibrar los cultivos con la crianza. Pensaba que debía aprovechar el
producto de ese primer año y el capital que restaba de la sociedad para mejorar el campo
y comprar ganado. Éste, al menos, no dependía tanto de los caprichos del tiempo. Sin
embargo, meditó en que cada día el ganado era afectado por nuevas enfermedades. A la
larga, bien cierto es que "El hombre propone y Dios dispone".

Cuando visitó Quillacahue por primera vez, no pudo creer lo que veía. Una
hacienda de tanto renombre en ese lamentable estado. No había caminos ni cercos;
donde habían estado estos últimos, sólo quedaban corridas de renovales de álamos que
surgían de antiguos tocones y ralas hileras de viejos eucaliptos. La zarzamora, que crecía
de ambos lados, había cerrado los caminos. Sólo existía una huella de carretas que
cruzaba el campo en diagonal. Nadie hubiese podido, observándola como se encontraba
entonces, vislumbrar la riqueza de esa tierra. Sin embargo él percibió lo que había bajo
esos engreñados matorrales y se prendó del campo ¡Así! a primera vista.
Tenía fuerza. Bastaba mirar el vigor y el colorido de los matorrales y de esos
álamos huachos, nacidos después de la última corta, para darse cuenta de la profundidad
del trumao14. El hecho de que crecieran álamos en tierras que llevaban años sin regarse
ya era un excelente indicio de la calidad del suelo; el que lo hicieran con esa fuerza, una
bendición.
El abandono no había logrado ocultar la calidad de la tierra.
Desde muy niño había aprendido que con buen suelo todo lo demás se puede
hacer, y que con suelos malos los mayores esfuerzos resultan vanos. Si se riega un suelo
de esa calidad, se puede multiplicar su producción. Si se riega uno inferior, normalmente
reditúa menos que antes.

14
Tipo de suelo volcánico profundo, libre de piedras y, normalmente, muy fértil.
14
La hacienda contaba con derechos de agua del río Perquilauquén en una cantidad
tal, que permitía regar, en pleno verano de un año normal, dos terceras partes de su
superficie. Desgraciadamente, el canal matriz, denominado "Canal Quillacahue", de más
de quince leguas de longitud, y construido a fines del siglo anterior, estaba en pésimas
condiciones y perdía mucha agua por las roturas y las filtraciones. Además, los
propietarios de los terrenos por los cuales cruzaba el canal, al darse cuenta de que nadie
lo vigilaba, se habían acostumbrado a robar el agua. De hecho, ellos eran los únicos que
se ocupaban de arreglar la bocatoma y abrirla todos los años a mediados de septiembre.
Por fortuna el único mayordomo de Hiriart que quedaba había seguido, casi por
inercia, presentando reclamos por esos robos al Juez de Letras de Santa Elisa. De no ser
por esa constancia, gran parte de los derechos se habrían perdido, al adquirirlos los
reales usuarios por prescripción15.
Los principales canales interiores de la hacienda nunca habían sido concluidos y
accedían sólo a las partes fáciles de regar. Faltaba hacer los más difíciles, que requerían
grandes terraplenes, y toda la red de canales secundarios y desagües.
El valor en que se vendía la hacienda, aunque depreciado por el deplorable estado
en que se encontraba, sobrepasaba largamente sus disponibilidades. Eran prácticamente
mil cuadras16 casi todas planas o de lomajes suaves, de las cuales ochocientas eran
susceptibles de regarse, si se efectuaban los canales y terraplenes correspondientes.
Además del dinero para su adquisición, era necesario disponer del capital para trabajarla,
el cual, en ningún caso, era poco.

Resuelto a no dejar pasar la oportunidad, don Diego vendió todas sus propiedades:
su campo "El Hualle", heredado de sus padres y donde se había iniciado como
agricultor; el ganado; su casa de Río Claro y algunas propiedades de menor valor en la
misma ciudad. Recurrió a sus ahorros y aún así, tuvo que asociarse por partes iguales
con su amigo de la infancia, Ricardo Larraín. Ambos, después de terminar los estudios
secundarios, junto a Rolf Schilling, otro compañero de colegio de origen alemán, habían
estudiado en Francia. Mientras sus dos amigos se quemaban las pestañas estudiando
agricultura y economía, Ricardo realizó estudios bastante informales de historia, arte,
literatura y, principalmente, finanzas. No tenía interés en obtener ningún título
específico; estudiaba lo que le gustaba sin someterse a una disciplina estricta. Sabía que
la fortuna de su familia era respetable y que heredaría más de lo que necesitaba. Tenía su
propio y desordenado, programa para prepararse a administrar su riqueza y disfrutar
intensamente de la vida. En eso era el polo opuesto de Diego y Rolf, quienes tenían
metas claras y una férrea autodisciplina.
Al regresar a Chile, cuando Diego se había trasladado a Inglaterra, Ricardo
comenzó paulatinamente a manejar, con gran éxito, las inversiones de su padre. Ahora, a
pocos años de la muerte de él, había multiplicado su propia fortuna, junto con la de su
madre. Se había transformado en un inversionista y especulador neto.

15
Forma de adquirir la propiedad de un bien por uso y goce pacífico durante un cierto número de años.
16
Una cuadra: 1,5 hectáreas.
15
Cuando don Diego le planteó el negocio, almorzando en el Club de la Unión, en
Santiago, su amigo fue muy preciso.
"Confió en ti, Diego. Si hay alguien que sabe de campo, eres tú, tanto por tus
estudios como por tu experiencia desde que trabajabas el campo de tu padre. Pero para
mí, eso no es lo primordial, sino tu honestidad y corrección. Además, eres un vasco
porfiado y te gusta sudar. Qué mejores garantías se pueden pedir al socio comanditario.
Quiero que te quede muy claro que no lo hago por nuestra amistad, sino porque yo creo
que en el campo está el futuro de este país. El mundo está hambriento y no podemos
descartar la posibilidad de otra guerra. Alemania continúa en crisis. El nazismo crece
cada día con más fuerza. Si Hitler llega al poder, habrá guerra, y ésta será más larga y
más vasta que la anterior. Ello significa que habrá escasez de alimentos".
- Como tú ves, Diego, me interesa la agricultura como inversión- continuó el
financista- y sin un socio como tú no podría ingresar al negocio agrícola. Yo no soy para
el campo, pues me aburro y me impaciento a la semana de salir de Santiago. Necesito
estar rodeado de gente… ese es mi carácter. Tú eres el único de mis amigos capaz de
pasar el invierno aislado en esas soledades. Trabaja tranquilo, y así yo podré dedicarme
a mis otras inversiones y a divertirme un poco. Hay que dejar espacio en la vida para
pasarlo bien, Diego.
- La verdad, Ricardo, es que yo, aunque tú no lo entiendas por la distinta manera
de ser que tenemos, me divierto haciendo lo que hago. En el campo tú tienes la
gratificación de ver el fruto de tu trabajo: las semillas germinan y se transforman en
plantas; las plantas dan frutos; los árboles que plantas crecen y transforman el paisaje...
es similar a construir. Sientes, físicamente, que estás creando algo. Eso no quiere decir
que no te comprenda. Tú eres diferente, como que juegas con la vida. Te gusta el riesgo,
te gusta apostar. Como tú dices, es tu carácter. Lo fundamental es que estás contento en
lo que haces.
Ricardo ni siquiera visitó el campo antes de comprar. Sólo conoció Quillacahue el
verano recién pasado, cuando llegó de vacaciones por una semana; semana en que fue el
centro de la diversión de los veraneantes.
El primer día ya había conquistado a los dos matrimonios invitados por Rosaura, a
los niños, a la servidumbre, a todo el mundo. Muy especialmente a las damas. Además
de ser buenmozo y de espigada figura, era la esencia de la simpatía. Lograba, con sus
sutiles halagos, que todos se sintieran bien consigo mismos. Su conversación era fácil y
grata, producto tanto de su carácter, como de su cultura. Se cuidaba de no llevar las
discusiones a un punto tal que pudieran ser conflictivas; antes de que ello ocurriera, se
retiraba, en forma imperceptible, con alguna intervención simpática como "nunca lo
había mirado desde el punto de vista que usted plantea", o "su enfoque es realmente
interesante, voy a pensarlo nuevamente"
Ofelia, la dueña de casa, lo mimó como en la época en que era compañero de
colegio de su patrón. Lo quería entrañablemente y sabía lo bien que le hacía a don Diego
su presencia.
No mostró interés ni preguntó por la marcha misma de la hacienda; solamente le
mencionó a su amigo Diego que mientras más lo pensaba, más le gustaba haber
16
invertido en tierras. En ningún momento hizo sentir su condición de socio. Cuando
emprendió el regreso a Santiago, dejó un vacío. Las damas quedaron pensativas, y se
dedicaron a hacer entre ellas, medio en broma, medio en serio, las típicas comparaciones
entre Ricardo y sus respectivos esposos.
Don Diego, que lo estimaba mucho, quedó contento con la visita. Fue como una
brisa fresca que alivianó los ajetreados días de cosecha y logró romper la rutina, ya un
tanto agobiadora, de las vacaciones familiares con largos y contundentes almuerzos, los
tés con demasiada pastelería, los paseos campestres y las soporíferas cenas de etiqueta,
de las cuales tanto disfrutaba Rosaura y que a él tanto lo aburrían.
El dueño de casa apreciaba, especialmente, las largas tertulias que solía sostener
con su amigo en las noches, después de que los demás se habían retirado. Su círculo de
amistades, de la supuesta "aristocracia rioclarense", era gente buena y leal, pero muy
pocos poseían un nivel de cultura que les permitiera sostener una conversación que fuera
más allá de lo estrictamente local y cotidiano. La única persona que poseía mayor
inquietud intelectual dentro del círculo de su esposa, era su cuñada Elvira. Normalmente
estaban intercambiando libros, que ambos disfrutaban comentando.
Sin embargo en este verano había venido poco, dado el estado de salud de su
madre, doña Rosa Ester.
En las conversaciones con Ricardo, éste le reiteró su preocupación por Hitler.
Consideraba que los aliados de la primera guerra estaban ciegos; seguían presionando a
Alemania en los pagos de compensaciones, sin percibir que ello, sumado a la crisis en
que ya estaba inmersa, sólo ayudaba al ambicioso sargento en su carrera hacia el poder.
Estaba cierto de que si Hitler sojuzgaba a Alemania, toda Europa corría peligro. Don
Diego, que leía cuanta revista europea llegaba a Chile y que era adicto a las noticias de
la radio (las que desafortunadamente sólo podía escuchar en Río Claro), coincidía
plenamente con él.
El otro tema que lo inquietaba era la economía mundial y sus posibles
repercusiones en Chile.
"Todo esto es una locura, Diego" le decía su liberal amigo. "Estados Unidos y
Europa siguen expandiendo su economía sobre la base del crédito respaldado por el
gobierno del primero. Al comienzo parecía razonable, pero, a estas alturas se ha
transformado en un aumento, tanto de la producción como de los salarios, absolutamente
artificial. La Reserva Federal de Estados Unidos ha declarado que su política va seguir
siendo ampliar los recursos crediticios a tasas de interés tan bajas, que estimulen y
fomenten la prosperidad de todas las empresas legítimas'. Todos opinan que estamos en
el mejor de los mundos y que esta prosperidad será perdurable. Yo estoy asustado. Lo
que sé de finanzas y un poco de sentido común me hacen ver que aquí algo no cuadra.
Como decía un tío mío: “no cuadra el pulso con la orina". Sé que puede parecer
prepotente pensar que yo tengo razón y los demás están equivocados, pero es mi
responsabilidad y yo debo responder por lo que hago."
Especulando en acciones, proseguía Ricardo, tanto en Londres como en Nueva
York, he ganado mucha plata, amigo mío; mucho más de lo que te puedes imaginar.
Pero llegó un momento en que me asusté. ¡No puede ser que el valor de las acciones
17
supere al de las empresas que representan! ¡Por muy brillante que pronostiquen el
futuro! Vendí todo, Diego .... todo lo que tenía en acciones; y... lo compré en oro. Mis
amigos, especialmente Clemente Zañartu, a quién conoces bien, me trata de imbécil y
todas las semanas va a mi oficina a sacarme la cuenta de cuánto he perdido o dejado de
ganar. No me importa... estoy más tranquilo. Por todo esto me gusta esta inversión en
tierra. Pase lo que pase, a la larga la tierra siempre tiene plusvalía.
Don Diego, quien tenía los conocimientos económicos, pero no la experiencia de
su amigo, encontraba, sin embargo, bastante más cuerda su opinión que la de la mayoría
de las personalidades mundiales que leía o escuchaba por la onda corta de su radio en
Río Claro. Por ello, alternar con Ricardo y su mundo era estimulante. Le hacía revivir,
en alguna medida, la época de su estadía en Europa.
La única que tuvo una opinión distinta, como él por lo demás esperaba, fue doña
Rosaura, su esposa.
- Entiendo que tengas que traer a ese petimetre engreído, porque le debes dinero,
pero por favor, cuando te sientas obligado a convidarlo otra vez, preocúpate de que sea
cuando yo no esté. ¡Es insoportable, al igual que todos esos santiaguinos que pretenden
ser aristócratas! En este país somos muy pocas las familias de real abolengo y estamos
radicadas, desde siempre, en provincias como Río Claro, Chillán, Concepción y La
Serena. No aceptamos en nuestros círculos íntimos a estos advenedizos de Santiago. Las
muy tontas de mis amigas, ¡Parecían yeguas en celo! Y los papasnatas de sus maridos,
embobados con tu Larraín.
Don Diego la interrumpió en forma cariñosa, pero terminante:
- Hija, por favor, no se refiera así a mi amigo Ricardo. Recuerde cuánto lo estimo.
Por lo demás, no le debo dinero. Como usted muy bien sabe, es mi socio. Sus otros
comentarios los considero muy poco cristianos e indignos de usted. Ya conoce, hace
tiempo, mi forma de pensar respecto de los absurdos abolengos que se achacan las
familias criollas. Como se lo he explicado muchas veces, Rosaura, son gente buena ...
flojona, pero buena. Pero... de aristócratas ¡Por favor! No quiero herirla al volver a
plantear lo ridículas que considero tales pretensiones. Algún día la llevaré a Europa y ahí
va a aprender a distinguir lo que realmente es tener clase, lo cual no siempre va atado a
títulos nobiliarios ni grandes fortunas. Realmente, no entiendo qué motivos puede tener
usted, la mujer más bella e inteligente de Río Claro, para expresarse así.
Doña Rosaura alcanzó a esbozar una coqueta sonrisa frente al piropo de su
esposo, antes de replicar:
- Mire, Diego, no me hable de cristianismo. Ricardo Larraín es un hombre de
vida, por demás, licenciosa. Usted, ya sea por su convivencia con él en París o por la
información de sus amigos de Santiago, debe saber muy bien qué tipo de mujeres...
Don Diego no soportó más:
- ¡Basta, Rosaura, cálmese! ¡Usted va a respetar y a atender a mis amigos, como
corresponde! ¡Y se acabó esta discusión, que no tiene ningún sentido!
Y, efectivamente, ahí término el litigio. Cuando don Diego ponía su cara de vasco
pertinaz, quienes le conocían sabían que toda insistencia era inútil.
18

Se acomodó en la montura de su yegua y reflexionó sobre la opinión de su mujer.


Solía ser muy exagerada en ciertos temas y su pretendida aristocracia provinciana era
una soberana ridiculez. Pero había que reconocer que en su juicio a las personas las más
de las veces tenía algo de razón.
A pesar de eso, él consideraba que su inteligente y culto amigo sabía disfrutar de
la vida en forma sana. Al menos, se corrigió a sí mismo, relativamente sana. Don Diego
encontraba lógico que un hombre bien parecido, rico, joven y soltero tuviera sus
aventuras, aunque ello chocaba, de alguna forma, con su estricta concepción religiosa.
Era un tema que siempre le complicaba la conciencia y sobre el cual tenía
sentimientos contradictorios.
Sabía que no era el más indicado para lanzar la primera piedra; más que mal, tenía
algún tejado de vidrio. A su mente acudieron los recuerdos de Cinthya, la inglesita
estudiante de historia, con la cual había compartido, durante ocho meses, su vida en
Londres. Era un recuerdo nostálgico, dulce, profundamente sensual y, a pesar de los
esfuerzos de su conciencia, extremadamente grato.
Movió la cabeza como tratando de borrar sus pensamientos. Su mente regresó a
Ricardo. Pensó que era una lástima que no hubiera sentado cabeza y formado una
familia. Era un hombre cabal y responsable, que haría un excelente esposo y padre.
Nunca gastaba, en él y su madre, más que una parte de la renta que le producía su
enorme fortuna, sin tocar el capital. Al contrario, siempre lo estaba incrementando. Su
modo de actuar frente al trabajo y los negocios era más que razonable. Tenía claras
aptitudes para invertir y especular.
Por contraste, se acordó del antiguo dueño de Quillacahue, Eustaquio Hiriart.
Seguramente la venta de la madera, producto de la corta de las alamedas, era el último
dinero que don Eustaquio le había extraído al campo. ¡Qué manera de dilapidar su
riqueza! Como decía el adagio popular, "Los caballos lentos y las mujeres rápidas".
Todo se había ido en juerga y juego.
Don Diego observó con orgullo el potrero "Las Pataguas", donde acaba de entrar.
No era todavía lo que él deseaba, pero al menos ese rastrojo de trigo mostraba un limpio
paño de cuarenta cuadras, libre de zarza y matorrales, donde el trébol empezaba a tejer
un verde y fresco tapiz. Sólo él y su gente sabían del esfuerzo que había significado
desmontarlo y barbecharlo antes de la siembra; ahí habían trabajado treinta hombres y
veinte yuntas de bueyes durante tres meses.
El suelo semivirgen había agradecido el trabajo. El trigo rindió nada menos que
cincuenta por uno17. Sin embargo, por el momento, no tenía otros cercos que la zarza y
los restos de desmonte que, después de limpiar, habían amontonado sobre ella.
Mientras comenzaba a cruzar el potrero, miró los cerros de la cordillera de la
costa Los más altos eran azules a esa hora del día. Había uno que se destacaba por su
altura, majestuosidad y belleza; el cerro Quillacahue, que daba el nombre a la hacienda
que yacía a sus pies. Tenía la forma del torso de una mujer desnuda recostada de
. Significa cincuenta sacos de cosecha, por uno sembrado
17
19
espalda; el hombro era la cima, la pendiente sur era el costado que descendía hasta la
cintura, perdiéndose en los cerros más bajos, y la pendiente más aguda, del norte, era la
cabeza que reposaba, distendida, sobre la mano que se prolongaba en el brazo.
Desde el momento que conoció el valle y observó ese majestuoso cerro sintió, en
lo más íntimo de su ser, que esa comarca indicaba su lugar en este mundo. Al fijar la
vista en él lo había recorrido un escalofrío que no fue producto del temor, sino de la
clara percepción de un destino inexorable.
Supo, con absoluta certeza, que había llegado a "su tierra" y que a esa tierra le
había llegado "su propietario"; que convivirían mientras él tuviera vida y que en ella
abandonaría este mundo, dejando allí su restos mortales. El cerro Quillacahue marcaba
su vida para siempre.
No se inquietó. Se sintió reconfortado y lo invadió una sensación de paz y suave
alegría. No le desagradaba para nada la idea de atarse a ese campo.
Sin percatarse, había terminado de cruzar Las Pataguas e ingresado a "La Viña".
La miró con lástima. Esas plantas, de la cepa llamada "del país", debían tener cerca de
cien años y aún sobrevivían, a pesar del largo abandono. La poda efectuada el invierno
anterior y el prolijo cultivo que él le dio, le habían permitido cosechar cien arrobas18. No
era nada, para las diez cuadras que cubría. Sería necesario replantarla mediante
“mugrones”. Ya tenía decidido dónde establecer, además, cuarenta cuadras de viña
nueva, se trataba de los terrenos más altos de la hacienda donde existía menos riesgo de
heladas. Pondría más cepa tinta del país y blanca "Moscatel de Alejandría". Sus primos,
los Villanueva González, a dos leguas de distancia, con el mismo clima y suelos
inferiores, cosechaban normalmente 200 arrobas por cuadra.
Al cruzar el arroyo que separaba La Viña del potrero "Las Mercedes" se encontró
con Manuel Cofré, mayordomo principal de la hacienda.
Manuel se había venido con él desde Los Hualles, al igual que el personal
principal de “Las Casas”, Ofelia, José Gacitúa y Cayetano Cofré, más tres mayordomos
y sus cinco mejores inquilino. Manuel era su brazo derecho y hombre de confianza. Un
poco menor que don Diego, se había formado a su lado desde que era un muchachón de
quince años, cuando el hoy hacendado aún trabajaba con su padre.
- Buenas tardes, patrón.
- Buenas, Manuel. ¿Alguna novedad?
- No patrón, todo tranquilo. como buen día domingo. Unos cuantos borrachitos
durmiendo por ahí...
- Bien, hombre. ¿Terminaste de hablar con los inquilinos antiguos?
- Sí, patrón. Le hice una lista completa de lo que va a entregar cada puebla.
- Gracias, Manuel. Mañana temprano, antes de juntarnos con los mayordomos, la
revisamos.

Como en toda la zona central de Chile, los inquilinos se regían por ciertas
convenciones que variaban ligeramente en los distintos fundos o haciendas. El inquilino
no trabajaba para "el patrón", salvo en los días que se llevaba el ganado a los corrales
18
1 arroba= 40 litros
20
para cualquier faena (marca, aparta de crías, vacunas, castraciones, monta de yeguas,
cuenta, etc.). En esas ocasiones le correspondía arriar el ganado. En forma muy
excepcional, ayudaba personalmente cuando se presentaba una emergencia, sobre todo
durante las cosechas.
Su principal obligación era la vigilancia del predio y era responsable de los
bienes del mismo. Una de sus tareas más difíciles era combatir el abigeato o robo de
ganado y defender a la hacienda en los casos de asaltos, por desgracia, de muy normal
ocurrencia. El inquilino era el titular de la puebla19 y se le entregaba anualmente una o
dos cuadras de suelo de cultivo que constituía el derecho a "chacra" y talaje gratis para
un determinado número de cerdos, vacunos y caballares. La hacienda le proporcionaba
alimentos esenciales como trigo, maíz, harina, porotos, lentejas chícharos, "charqui"20
y manteca, en cantidad suficiente para su familia, y, adicionalmente, una determinada
cantidad de vino para el titular. Adicionalmente recibía un salario mensual que variaba
con la antigüedad.
Además, si el patrón daba tierra "en medias" los inquilinos escogían suelo con
preferencia a los medieros afuerinos.
Para las labores permanentes cada inquilino debía proporcionar dos
trabajadores, llamados "obligados"21. Estos eran remunerados en dinero, por día
trabajado, y se les otorgaba almuerzo, un kilo de harina tostada y una “galleta”22.
Normalmente eran hijos, parientes o "entenados"23 .
El inquilino a finales del año agrícola (es decir, en los últimos días de abril),
debía entregar al fundo o hacienda un número establecido de gallinas, cerdos gordos y
cabras u ovejas.
Las hijas de los inquilinos, si reunían los estrictos requisitos, podían optar a
trabajar como, "Chinas"24 en “Las Casas” patronales. Era su única posibilidad, tanto
de aprender a leer y escribir, como de instruirse en las artes de la cocina, la costura, el
tejido y otros menesteres femeninos. Las más inteligentes de mejor presencia eran
aceptadas como tales.

Puebla. Casa habitación que se proporcionaba al inquilino con un sitio cultivable, generalmente, de
19

media cuadra.
20
Charqui: carne cortada en lonjas muy finas, salada y secada al sol.
21
Obligados: Trabajadores que los inquilinos están obligados a proporcionar para las faenas y ganan un
determinado sueldo más prestaciones.
22
Galleta: Pan, amasado a mano, hecho con harina integral de trigo tostado y manteca de cerdo. Según
cada hacienda podía pesar entre 1/2 kilo y 3/4 de kilo.
23
Niño o niña abandonado por sus padres que era recogido por "el inquilino" y criado junto a los hijos
propios. Tenían, y tienen hasta el día de hoy, todas las obligaciones de un hijo y ninguno de sus
derechos.
24
Chinas: Hijas de los inquilinos que presta un servicio doméstico.
21
Solamente los trabajadores más capaces y de buenas costumbres, después de un
largo tiempo, podían optar a ser inquilinos y recibir la puebla y los terrenos de cultivo
pertinentes. Llegar a inquilino significaba contar con la plena confianza del propietario
y otorgaba un status similar al de un "capataz" o ayudante de mayordomo.

Durante el período de abandono de la hacienda Quillacahue los inquilinos habían


quedado, en buena medida, a merced de su suerte. No había trabajo ni dinero para los
"obligados". Tampoco cumplía la hacienda con su cuota de alimentos. Cada cual
sembraba lo que podía y se había perdido tanto el vínculo, como el respeto hacia el
patrón.
La llegada de don Diego fue mirada con esperanza por unos... y temor por otros.
Don Diego había contratado a Segundo Flores, el único mayordomo de Hiriart que
aún permanecía en la hacienda, y quien, además de haberse preocupado de los robos de
agua y de hacer las presentaciones al juzgado, representaba el último vestigio de
autoridad. Contar con él le ayudaría a conocer mejor el campo, seleccionar a los
inquilinos y, restablecer el orden y las jerarquías propias de una hacienda. Flores había
sido designado mayordomo de riego y quedaba como correspondía, bajo las órdenes de
Manuel.
Don Diego retomó la conversación con su mayordomo principal, y continuó:
- Mira Cofré; más que cuánto van a entregar me interesa saber que idea te has
formado de ellos.... de sus mujeres y chiquillos; de sus obligados.

Conocía a su hombre y sabía que no iba a ser fácil que emitiera juicios justos
respecto de los trabajadores antiguos de Quillacahue y, menos, que se adaptara
rápidamente a trabajar con ellos. Iba a tener que utilizar toda su paciencia y habilidad
con él. Siempre había sido así. Desconfiado y receloso de quienes no eran "su gente".
Poco a poco iba encariñándose con los mejores, y, una vez que los integraba al grupo de
los suyos, era su mejor protector.... mientras le cumplieran. Una falla la toleraba, dos,
no.
- Perdone usted, patrón. Qué quiere que le diga; una manga de sinvergüenzas. De
las mujeres, mejor ni hablar. Se revuelcan con el primero que pasa. Y los cabros son
todos unos moquillentos mal criados. En toda la comarca le cargan los dados a don
Eustaquio. ¡Chis!... yo se la doy a cualquiera que trabaje un campo como éste, con esa
retahíla de borrachos ociosos. Son como en todas partes, patrón; hay que enseñarles a
trabajar desde chicos, con el aliento del caballo en el pescuezo. Así, salen buenos....
¿ Por qué cree que su gente de Los Hualles le respondió y le sigue respondiendo? Porque
mi finado padre, que Dios lo tenga en su santo seno, los enseñó duro. ¡El caballo que no
se amansa de potrillo, patrón, nunca es de fiar! Bastaba verlos en el desmonte, uno de
los nuestros hacía el trabajo de cinco de éstos. “No hay peor palo que el de la propia
astilla”, reflexionó para sí don Diego, antes de replicar:
- Puedes tener razón, Manuel. No olvides que tu padre tenía mano dura, pero era
buenísimo con la gente. Recuerda cómo lo querían. Por lo demás, tú eres igual; conmigo
no te las vas a dar de malo.
22
- Lo cierto es que entre nosotros tenemos que escoger lo mejor y enseñarlos a
nuestro modo- continuó el hacendado- . Debemos elegir dentro de lo que hay. Tú sabes
muy bien que "hay que arar con las yeguas que tenernos". Estás consciente, mejor que
yo, que necesitamos gente del lugar, gente que conozca el campo, que sepa que suelo es
papero y cual no; dónde se producen las transiciones de un tipo de suelo a otro, para
poder hacer potreros parejos. Acuérdate, Manuel, del potrero "La Florida", en Los
Hualles; la parte de abajo, donde estaba el manzanar, era suelo profundo y permeable; la
de arriba era una greda maldita, donde ni los eucaliptos se daban. El suelo cambiaba en
cinco metros, justo donde tu padre, hace no sé cuántos, anos, trazó el camino. No se
equivocó ni una pulgada. ¿Por qué? Porque lo trabajó año tras año; lo conoció en
invierno y verano; vio cómo se infiltraba el agua; lo amasó en sus manos; lo aró veinte
veces; fracasó cuando se equivocó en lo que debía sembrar.... hasta que le atinó. Todo se
podía sembrar en el suelo suave de abajo; sólo chícharos en la greda. Y trazó la línea
divisoria con asombrosa exactitud.
- ¡Chis!,... patrón, las mujeres ya no paren hombres como mi padre; replicó el
mayordomo, con una expresión de certeza absoluta.
- Cierto, Manuel, tu padre era como pocos. Yo, a pesar de mis estudios, aprendí
mucho de él. Pero tú llevas sus mismas hechuras. Y no me vengas con que no eres capaz
con esta gente. Elige, yo te apoyo; estoy seguro de que les vas a sacar trote y te los vas a
ganar. Que sepan que el que responde, lo va tener todo, y el que no... ¡se va! Y punto.
En cuanto a las borracheras, Manuel, no se aceptan fallas al trabajo. Si toman vino los
domingos y días feriados es problema de ellos. Al que falte un lunes, lo puteas bien
puteado y le comunicas que me avisarás a mí. Al segundo lunes de falla, lo cortas. Y lo
cortas tú, para que sepan que tienes autoridad. Por otro lado, igual que allá en “Los
Hualles”, aquí les vamos a hacer buenas fiestas al final de las siembras y al final de las
cosechas. Vamos a pagar bien y, como siempre, a los trabajadores obligados y otros
permanentes los vas a catalogar por rendimiento y disposición al trabajo. Haremos, así,
las categorías de sueldo. Lo mismo con los inquilinos, para el reparto de las chacras. Se
hace la lista de mejor a peor. El mejor, después de ti y de los mayordomos y capataces,
elige tierra de sembradío primero. Y así por orden... igual cosa con el número de talajes.

- Las pueblas las voy comenzar a reparar ahora -continuó don Diego- Ya llegó el
maestro Sepúlveda. Después de acomodar la escuela provisoria, vamos a trastejar las
pueblas. Antes del invierno, para asegurar al menos que no se lluevan, y seguimos con
muros, ventanas y cocinas en primavera. En verano las voy a dejar todas con noria.
- Oiga patrón, perdone la intromisión, pero tiene hartas cosas en que gastar antes
de arreglarles las pueblas a esos vagos.
- No, hombre. Son cristianos igual que tú y yo, y esas casas más que pueblas
parecen chiqueros. Vas a ver que van a andar bien. No olvides que ellos, o sus padres,
trabajaban aquí cuando esta hacienda era de las más mentadas de Maule al sur. Algo les
quedará de esa época.
23
Una bandada de torcazas color pizarra cruzó de oriente a poniente, batían las alas
con su tan característico ritmo golpeado. Don Diego pensó en las partidas de caza que
iba a organizar con Dieguito y sus amigos de Río Claro. El campo era abundante en
tórtolas, perdices y codornices; además de torcazas. Había mucho zorro. Habría que
hacer un par de zorreaduras este invierno; más aún si iba a traer ganado.
- Prepara tu escopeta, Manuel, y anda echándoles una miradita a los perros.
Alguna entretención tendremos que darnos de vez en cuando.
- No faltaba más, patrón. No se preocupe, su servidor no va a desmerecer si está
pensando en traer a sus jutres25 talquinos.
Ambos jinetes enfilaron por el camino nuevo que habían hecho junto al río
Quitasol. El Quitasol limitaba el campo por sus costados norte y poniente. Más que
camino, era una huella, que les había servido para poder cortar y acarrear la poca madera
que quedaba en sus faldeos, con el fin de suplir las necesidades más urgentes, como
hacer los corrales y reparar las bodegas.
- ¡Por Dios que tenemos que plantar, hombre!- exclamó don Diego con cara de
preocupación-. Si este desalmado no dejó un palo parado. ¿Te conté que tengo
reservadas, en San Clemente, varas de álamo, estacas de sauce y plantas de acacio,
además de aromo australiano y chileno, encino y eucalipto,? Tenemos que avanzar todo
lo que podamos este invierno. No podemos perder otro año.
- Cálmese, cálmese, don.... ni el taita Dios hizo todo el universo en un día.
- Sí, Manuel, pero hay cosas que no pueden esperar. Ya te voy a contar cómo lo
vamos a hacer. Mientras tanto, para hacer los primeros cercos, encargué cuatro carros de
estacas de ciprés de las Guaitecas a Puerto Montt. Cualquier día de estos va a llegar la
guía en el correo y tendremos que organizar la traída en carretas; desde la estación de
Santa Elisa.

Un coipo26 que reptaba hacia el río espantó a la yegua de don Diego, la que dio un
súbito brinco de costado. Éste, demostrando su instintiva destreza, apretó las polainas y
espoleó a la bestia, haciéndola volver al centro del sendero. "Puelche", el perro de don
Diego, se lanzó como celaje hacia el río, detrás del coipo.
- Ve, patrón, yo le dije que la Avellana no estaba terminada de arreglar exclamó el
mayordomo-. Un día de estos se va a accidentar.
- Tranquilo, hombre. He vivido arriba del caballo desde los tres años, cuando tu
padre me enseñó a montar.
No había terminado de hablar cuando Puelche regresó con el coipo entre los
dientes. Manuel desmontó y, quitándole el animalito muerto al perro, le dijo a don
Diego:
- Yo le voy a curtir la piel, patrón. Con éste van a ser más de veinte los cueros que
tengo; ligerito va a alcanzar para que Ofelia le haga un buen cubrecamas para el
invierno.
25
Personas importantes de la ciudad.
26
Roedor chileno pariente de la nutria.
24
- Gracias, Manuel. Con un cobertor de piel de coipo no se pasa frío; recuerdo que
mi padre solía usar uno... es mejor que el de piel de conejo que tengo ahora.
Caía el atardecer y encendía de oro todo el paisaje. Lentamente, los caballos
iniciaron el ascenso hacia el alto donde se encontraban “Las Casas” un promontorio
sobre un escarpado acantilado que miraba al potrero "San Andrés", el cual lo limitaba
por el sur. El río Quitasol bordeaba San Andrés por el norte. Quizás miles de años atrás
el río había corrido por ahí, tallando la loma y dejando depositado su légamo en lo que
era hoy uno de los mejores potreros del campo.
Hacia el sur, en cambio, el promontorio descendía suavemente hacia trumaos más
profundos que conformaban la mejor parte del fundo y se extendían hasta el estero
''Titinvilo'', límite con el campo vecino, la hacienda “Las Becasinas” de don Diego
Quintana del Pino, prominente residente de la ciudad de Cauquenes.
Desde el bajo se apreciaban “Las Casas” y los inmensos sauces que le hacían
guardia, mientras el sol pintaba de un fuerte amarillo blanquecino las murallas
blanqueadas con cal de la mansión y de las bodegas que la rodeaban.
El sector de “Las Casas” era lo único de la hacienda Quillacahue que había
conservado su antiguo esplendor. Las hermanas de don Eustaquio lo habían mantenido
en excelentes condiciones, cuidando además de la capilla, la huerta, los gallineros y una
pequeña hortaliza.
Ellas buscaron un acuerdo para poder disfrutar de “Las Casas” cuando se
desistieron de seguir apoyando a Eustaquio Hiriart. Ambas eran mujeres bien casadas.
Carmen, con un corredor de la bolsa de comercio de Santiago, y Eduvigis, con el
propietario de una importante compañía de comercio en Valparaíso, que se dedicaba a
todo tipo de exportaciones e importaciones.
El punto de quiebre se produjo el día en que, para celebrar el triunfo de uno de sus
caballos en el club hípico, don Eustaquio llenó de champaña los bebederos de las
veinticinco yeguas de cría que tenía en Quillacahue.
Después de mucho negociar, le adquirieron el usufructo de las cuatro cuadras en
que se encontraban “Las Casas” hasta que falleciera la última de ellas. Junto a sus
familias y amistades santiaguinas pasaban todo los veranos aprovechando el excelente
clima, caluroso y seco, de Quillacahue, que contrastaba con las frías aguas del Quitasol.
Disfrutaban de todas las comodidades de “Las Casas” y se regalaban con opíparas
comidas, hechas a base de los productos de la huerta y de los gallineros, más lo que
compraban o recibían como obsequio de los inquilinos.

Diego González, al comprar la hacienda, tuvo que adquirirles el usufructo.


La casa patronal tenía forma de una ancha “U”. La parte cerrada constituía el
largo cuerpo central que miraba directamente al norte, y los dos cuerpos laterales, las
piernas. Al centro estaba el ingreso principal. Años atrás había sido una gran portada por
donde penetraban los carruajes. Por razones de abrigo y protección, se había clausurado
con un gran portón de madera, que llevaba inclusa la puerta de entrada. El terraplén que
había existido frente a ella había sido reemplazado por una escalinata. El zaguán, donde
25
había estado el estacionamiento de los coches, estaba transformado en un hall de
distribución.
Hacia la derecha de la entrada, así como en el cuerpo lateral correspondiente,
había una serie de doce dormitorios conectados entre sí, todos ellos con salida a los
corredores que bordeaban el perímetro de la casa, tanto por fuera, como por dentro. En
el ángulo externo de ese lado había un salón íntimo de buen tamaño, que en invierno se
convertía en el estar principal. Estaba conectado a uno de los dos baños. Los dos
dormitorios que limitaban con el salón pertenecían, uno, a don Diego, y el otro, a su
esposa, doña Rosaura. El segundo baño se encontraba en el extremo sur de los
dormitorios.
En el cuerpo principal, a la izquierda del hall de distribución se hallaban dos
inmensos salones, una sala de juegos y el fastuoso comedor. En la esquina estaba la
biblioteca, o estudio, que utilizaba don Diego, conectada al escritorio que daba al
exterior, lo que permitía recibir, con independencia, a los mayordomos, capataces y
trabajadores.
Toda el ala izquierda estaba destinada para el "servicio" Allí se encontraban el
repostero y las dos cocinas; una, de diario, con un fogón a leña de fierro fundido, y la
otra, la "cocina grande", con otro inmenso fogón a leña y un horno de barro. Esta última
era usada, principalmente, para la elaboración de mantequilla, quesillos, mermeladas,
jarabes, arrope, conservas, encurtidos, cecinas y otros alimentos. También allí, durante
el verano, se hacían las humitas, empanadas, pasteles de choclo y toda la repostería.
La "cocina grande” era el lugar de reunión de la dueña de casa con su equipo de
empleadas, mozos y chinas. Era el alma de la vida cotidiana, donde el mate estaba
siempre cebado y se conversaban, lentamente, las frías tardes de invierno, junto al amor
del fuego que nunca se apagaba; donde también transcurrían las calurosas noches de
verano, mientras los patrones, después de cenar, se dedicaban al juego o a la tertulia. Era
el centro de los chismes; desde allí se difundían y recibían toda clase de informaciones
de la hacienda y sus moradores.
Bajo la cocina grande había un subterráneo que servía de despensa para los
abarrotes, los fiambres, las conservas y todo lo que fueran vinos y licores. En una
esquina tenía un foso de tapa abisagrada, para conservar el hielo que se traía todas las
primaveras desde la cordillera, envuelto en sacos rodeados de aserrín y sal gruesa. El ala
izquierda continuaba con las habitaciones de la dueña de casa y, a continuación, de las
sirvientas; los mozos, por razones de buenas costumbres se alojaban fuera del recinto de
“Las Casas”. Al final de este cuerpo se encontraba el "baño de servicio".
Toda la construcción contaba con iluminación a "gas de carburo", que se producía
en el gasógeno, ubicado en un cuarto detrás del baño de servicio, junto a la caldera para
la calefacción central.
Los dos baños principales obtenían el agua caliente de calentadores a leña; las
cocinas y el sector de servicios la obtenían de los serpentines27

27
Cañerías que calentaban el agua al hacerla circular por la cocina a leña.
26
Además de poseer calefacción central, la casa contaba con tres grandes chimeneas
de piedra, ubicadas en la sala de estar de la esquina derecha, el salón principal y el
comedor.
Los gruesos muros estaban construidos de doble corrida de adobes. El piso de
parquet era importado, al igual que puertas, ventanas, lámparas, cortinas, alfombras y
artefactos sanitarios. Los altos cielos rasos de toda la casa estaban forrados en raulí, bajo
vigas de pino oregón. El techo, de dos aguas, era de teja española, fabricada en la misma
hacienda, al igual que los adobes.
El exterior de los muros estaba encalado y el interior recubierto de papel sobre
estuco. En los dormitorios, salones y baños principales, el empapelado tenía diversos
dibujos, en las dependencias, era liso.
Delante del cuerpo principal de la casa había cuatro grandes sauces, dos a cada
lado de la entrada. Ellos, con su amable sombra, habían sido testigos, en los calurosos
días de estío durante innumerables años, tanto de asados, almuerzos y cenas de mantel
largo, como de interminables tertulias estimuladas por grandes jarras de vino blanco
helado, con pulpa de fruta de la estación y diversos tipos de licores.
Cuando los mayores dormían la obligada siesta, había sido el lugar de juego de los
pequeños de las numerosas familias que habían veraneado en Quillacahue.
Bajo la baranda del corredor exterior, la casa estaba rodeada de hortensias que,
desde noviembre hasta abril, le otorgaban un aire más fresco a todo el sector. En verano,
era un verdadero espectáculo ver la gran cantidad de flores rosadas y celestes que
estallaban junto a los muros.
En los postes y vigas del corredor se enroscaban diversas enredaderas: rosas de
insolente rojo carmesí; flores de la pluma que anunciaban la primavera con sus
transparentes racimos azulino; madreselvas en distintas tonalidades de verde y una
variedad de ampelopsis que, al otoñarse, primero se tornaban ligeramente amarillas, para
pasar luego a un rojo anaranjado que, filtrando la luz otoñal, creaba una cálida y mágica
atmósfera en tomo y dentro de la mansión.
En el centro del patio interior se encontraba la noria, que surtía el agua potable
necesaria para cocinar y beber. A su alrededor había añosas plantas de naranjos y
limones, junto a dos solitarias palmeras y una araucaria. Paralelo a la sección de
servicios, corría un ancho y largo parrón de uva rosada.
Por encontrarse la casa en un sector alto, por encima de la cota de los canales, el
agua para el regadío de la huerta de las plantas y los árboles de los patios, así como para
surtir los baños, era elevada por un “ariete”28 y acumulada en un estanque, instalado
sobre una espigada torre de fierro, a un costado de la noria.
Al sur de la casa, después de la capilla, se encontraba la huerta; al poniente, los
gallineros. Todo el sector limitaba con un bosque de aromos rodeado de cipreses que
protegía “Las Casas” del fuerte viento sur imperante en la zona desde septiembre hasta

28
Dispositivo mecánico que, utilizando la energía de una caída de agua, es capaz de elevar una pequeña
proporción del caudal total.
27
abril. Estos árboles se habían salvado de la voracidad de don Eustaquio solamente por
encontrarse dentro la zona que quedaba bajo el dominio usufructuario de sus hermanas.
La adquisición de la casa con todo lo que la adornaba, especialmente el
mobiliario, las lámparas, la vajilla y los tapices importados, le permitió gozar a don
Diego de comodidades poco frecuentes en el campo, que compensaban, en parte, lo rudo
de su trabajo y las largas temporadas que pasaba sin más compañía que la servidumbre.
A su vez, lo único que apreciaba la esposa del hacendado, doña Rosaura, del
"disparate" cometido por su marido al comprar ese campo arruinado, era contar con una
mansión tan cómoda y grata que al contar, además, con el refrescante estero Quitasol,
hacían del lugar un sitio ideal para sus vacaciones. “Las Casas” de Quillacahue le
permitían recibir a sus numerosas amistades durante los largos meses de verano, en
Semana Santa y para el 18 de septiembre, en la forma regia que a ella correspondía.

En cuanto a la ubicación, ella prefería la del campo anterior de su marido, “Los


Hualles”, al lado de San Javier y, por lo tanto, mucho más cercano a Río Claro por el
Camino Real. El inmueble era una buena casa patronal y ella lo había dejado muy
acogedor. Sin embargo, no podía compararse con éste. No poseía ni su encanto, ni sus
comodidades. Ni siquiera contaba con luz artificial y agua caliente; menos aún con
calefacción. Ése campo tampoco tenía lugares gratos donde pasear en verano, salvo
algunas polvorientas alamedas que bordeaban las viñas y que conducían a los potreros
bajos, en los sectores de vega.
Don Diego y Manuel remontaron la última curva de la huella que rodeaba el
acantilado y se dirigieron hacia “Las Casas”. Los caballos, al sentir la proximidad del fin
del recorrido, apuraron el tranco. Al llegar a la vara donde se ataban, Manuel desmontó
y sujetó las riendas de la yegua de don Diego.
- Gracias Manuel.... dale saludos a la Lastenia y a los niños. Acuérdate que
mañana nos juntamos unos minutos antes.
- Sí, patrón, no se preocupe. Que descanse... hasta mañana.
En vez de dirigirse hacia la casa misma, don Diego se encaminó a la capilla a
rezar sus oraciones nocturnas.

Cuando regresó a sus habitaciones, se lavó, sacándose el polvo del camino y se


vistió en forma adecuada para esperar a su invitado.
Mientras leía un ejemplar de “El Heraldo” de Río Claro que José había comprado
en el pueblo al ir a misa, sintió pasos en la habitación contigua a la sala de estar.
- Adelante, Ofelia.
- Don Diego, dispuse la mesa del comedor, ya que viene el señor cura...
- Sí, Ofelia, me parece. Antes de comer vamos a tomar algún vino en el salón.
Haz encender esa chimenea y la del comedor, mira que la tarde refrescó mucho. Dile a
esta niña... ¿Cómo se llama?, ¡Ah!, ... María.... que mientras comemos, me ponga el
calentador en la cama. Yo lo saco al acostarme.
28
Dejó el diario y pensó en su invitado, el padre Andrés, párroco de Santa Elisa
desde hacía cerca de un año. Era un sacerdote relativamente joven, de no más de treinta
y cinco años, de inteligencia aguda, con muy buena formación, tanto religiosa, como de
cultura general. De hecho, había estado cuatro años estudiando en la Escolatina en
Roma. Pero lo que más atraía a don Diego de su personalidad era su franqueza, poco
común en el clero chileno, un tanto florentino de costumbres. Ese rasgo era,
probablemente, el que hacía fácil su comunicación con la gente humilde, característica
que él tanto echaba de menos en la mayoría de los sacerdotes.

Él sabía que el obispo Arrau tenía un muy alto concepto del padre Andrés, y que
se había transformado en su tutor desde el seminario. No obstante, conociendo la
personalidad un tanto maquiavélica del obispo, estaba cierto de que le pondría durísimas
pruebas antes de proponerlo para responsabilidades mayores. Una de ellas, sin lugar a
dudas, sería ganarse a la aristocracia rioclarense que lo consideraba un sacerdote un
tanto revolucionario.
Don Diego pensaba que sus congéneres eran tan cortos de vista que no percibían
el tremendo factor de estabilidad que podía generar, en una sociedad, la difusión
comprensible de los conceptos básicos de la religión católica. No entendían (o no
querían entender) que el catolicismo se fundaba en sólidos principios de moral natural y
que se encontraba, por lo mismo, al alcance de cualquier persona de inteligencia normal,
ya que, de hecho, todos llevaban esos mismos valores implantados en su código
genético. Obviamente, preferían la religión misteriosa, formal, ritual y litúrgica, que
lograba la dominación de los ignorantes y los pobres a través del temor. Era más práctica
y más cómoda en el diario vivir. Ellos estaban en el lado de los que había que temer y
respetar. Sus servidores, al lado de los que debían tener temor y ser obedientes.
Sumido en sus cavilaciones, no escuchó a Ofelia que venía, presurosa, por el
corredor:
- Don Diego, ahí viene el coche.
- Voy... voy, mujer.
Recibió al curita en la puerta principal de la casa y, después de los saludos de
rigor, lo condujo, a través del zaguán, al salón principal.
- No sabe cuánto me alegro, padre Andrés, de que haya aceptado venir.
- No faltaba más, don Diego; es a usted al que tengo que agradecer, por robarle
horas a su descanso para recibirme. He escuchado que sigue realizando muchas mejoras
en esta hacienda y que ello no le deja tiempo para otras actividades.
- Cierto padre... pero hasta por ahí no más. Estoy empecinado en hacer de este
campo una gran hacienda, pero eso no significa que descuide otros intereses. Mi vida
religiosa; mi familia, que espero en Dios aumente pronto, ojalá con una hija; la gente
que trabaja conmigo; los acontecimientos del país; lo que está sucediendo en Europa; la
lectura, que es mi vicio inofensivo, en fin... ¿Qué le ofrezco padre? Tengo un vino de
Jerez bien seco que cae muy bien antes de cenar.
- Gracias, don Diego, lo acompaño.
29
Cuando Ofelia les avisó, pasaron al comedor. De pie tras los respectivos asientos,
oraron:
- Bendice, Señor, estos alimentos que vamos a recibir. Te damos gracias por todos
los dones que nos otorgas. Te rogamos por quienes, esta noche, no tienen pan en su
mesa ni calor en su hogar. Amén.
Mientras se servían la cena- una exquisita sopa de alcachofas, huevos pochados
con salsa de espinacas y la carne asada que había dispuesto don Diego- , conversaron de
temas generales. Los dos hombres estaban preocupados del fuerte autoritarismo que
estaba imponiendo, ya desembozadamente, el presidente Ibáñez. Después del último
plato y antes del postre tomó la palabra don Diego.
-Yo no desconozco lo que ha hecho Ibáñez, padre. En primer lugar, ha
restablecido el orden, factor primordial de progreso. El nuevo cuerpo de carabineros,
donde se fusionaron las diversas policías, ha demostrado ser un acierto. Usted ha visto
cómo se ha frenado el abigeato y los asaltos en el campo.
Don Diego le escanció más vino y continuó:
-En cuanto al ministro de hacienda, don Pablo Ramírez, es cierto que es un tanto
arrebatado. Sin embargo, hay que reconocerle que no sólo ha ordenado las finanzas, sino
que ha incorporado gente de gran valía a la actividad funcionaria. En obras públicas este
gobierno es casi tan ejecutivo como lo fue el del malogrado presidente Balmaceda. Con
ello prácticamente ha terminado con el desempleo.
-También en educación se ve la intención de ir hacia la 'escuela activa', que tan
buenos resultados ha dado en Europa" afirmó don Diego con entusiasmo y prosiguió:
"inconcluso entiendo que se proyecta la creación de una facultad dedicada a las ciencias
del agro, similar a aquellas en que yo estudié en Francia e Inglaterra. Por mi propia
experiencia, le puedo afirmar que sería de gran beneficio para el país.
-Adicionalmente se ha avanzado hacia una paz más estable con Perú. El año
recién pasado, como usted sabe, padre, se restablecieron las relaciones diplomáticas. Yo
creo que no está lejano el día en que lleguemos a un acuerdo sobre las controvertida
cuestión de Tacna y Arica.
-Sin embargo", se extendió don Diego, mientras su rostro exhibía un ceño adusto
no tengo duda alguna de que nos encaminamos, nuevamente, a una dictadura. El
Congreso es un títere del presidente. En un año más deberían efectuarse elecciones
parlamentarias y abrigo serias dudas en cuanto a que Ibáñez las permita. Personalmente,
al igual que usted, según creo, yo soy un irrestricto defensor de la libertad política.
Desgraciadamente, a nivel mundial, las aguas parecen correr en sentido contrario. El año
antepasado mi amigo Ricardo Larraín ya me alertaba del ascenso de Hitler. Cuando
Ricardo estuvo acá en el verano, que fue cuando usted lo conoció, regresaba de Europa y
opinaba, al igual que yo, que Hitler va a llegar al poder total y terminará sojuzgando al
menos a Alemania y a Austria. Estamos en abril y ¡mire cómo ha avanzado!
30
Dejando los cubiertos al lado del plato de postre, donde acababa de terminar su
"leche asada"29, el padre Andrés tomó lentamente vino de su copa y se dirigió al dueño
de casa:
- Todo lo que usted dice, es cierto, y cualquier observador con su inteligencia y
conocimientos lo percibe... a mí tampoco me gusta la falta de libertad. El
autoritarismo político acarrea violencia y, como usted sabe, yo soy un hombre de paz.
Creo en la persuasión, en el entendimiento. Desgraciadamente, desde que cometimos
el pecado original, el mundo ha estado, y seguirá estando, en una permanente lucha
entre el bien y el mal.
- Así es, padre,... y esa lucha es consustancial al hombre, sigue al interior de cada
uno de nosotros. ¡El bien y el mal! No obstante, cada cristiano tiene que cumplir lo
mejor que pueda con sus obligaciones, mientras estemos en este mundo. Y es por ahí
donde requiero de su ayuda, padre. Pasemos al salón y le voy a confiar mis inquietudes,
junto con proponerle algunas tareas en que, creo, nos podemos ayudar. Usted más a mí
que yo a usted, por supuesto.
Ofelia, que había dirigido el ritual de la comida desde el repostero, ingresó al
salón.
- ¿Cómo está, padre? ¡Qué gusto tenerlo por estos lados!

El sacerdote, levantándose de su sillón, se acercó a ella y la saludó efusivamente.


- ¡Ofelia!,... el gusto es mío. Estoy cierto que a sus manos se debe la exquisita
comida que acabamos de disfrutar. La felicito.
- No es para tanto, padre. Y a propósito de comida, padre Andrés, tiene que
convencer a don Diego para que se alimente bien. Trabaja mucho y come poco. Por más
que me esfuerzo en hacerle los guisos que a él le gustan, no logro tentarlo. ¿No es cierto,
padre, que estamos obligados a cuidar el cuerpo que Dios nos dio?
- Así es, Ofelia... ¡Déjemelo a mí!
Ofelia les sirvió el café, dejó los licores en una mesita y se retiró discretamente.
- ¿Qué le ofrezco, padre?- preguntó el dueño de casa- . Tengo una buena variedad
de licores importados. Sin embargo, me atrevo a recomendarle un guindado que me
enviaron de Cauquenes.
- Si usted lo aconseja, don Diego...
El dueño de casa escanció una buena porción en ambas copas, pasó una al cura y
se dirigió a su sillón, a un costado de la chimenea.
- Una de las cosas que quería conversar con usted, padre Andrés, es el estado
religioso de la gente de este campo... y también de las familias de pequeños propietarios
del otro lado del Quitasol, que desde que esta hacienda existe están muy ligados a ella.
Como usted sabe, el anterior propietario descuidó este aspecto, como muchos otros, en
forma absoluta. Transcurrieron muchos años sin atención religiosa. El cura que lo
antecedió a usted, al no contar con ningún apoyo, dejó de venir. Tampoco había un
patrón a quién acudir en busca de consejo, o para que dirimiera alguna situación, como
29
Postre típico en base a leche, huevos, vainilla y caramelo.
31
normalmente lo hacemos los hacendados cristianos. Las dos señoras hermanas del
antiguo propietario, doña Carmela y doña Eduvigis, si bien se hicieron cargo de “Las
Casas”, no se preocuparon de la gente. Debemos agradecerles, eso sí, que cuidaron la
capilla y, gracias a ellas, la tenemos hoy día en las condiciones que usted conoce, Creo,
padre, que tenemos que emprender una acción evangelizadora seria en este sector.
Desde ya, y en ello me está ayudando mi esposa Rosaura, vamos a hacer funcionar una
escuela a partir de mayo. Estamos remodelando una de las pueblas para transformarla,
transitoriamente, en local escolar y habitación de las profesoras. Esperamos, más
adelante, construir un local adecuado que permita albergar, como corresponde, a todos
los alumnos de la comarca. La escuela se iniciará este año, con tres cursos, para los
cuales se abren las inscripciones inmediatamente después de Semana Santa. Rosaura ha
escogido a dos profesoras en Río Claro que llegarán en esto días. Una de ellas es
profesora de religión. Espero que sepa transmitir lo esencia del mensaje de Cristo e
inculcar buenas costumbres, no sólo rezar, como esas monjitas de Río Claro. En ese
aspecto no confío mucho en el criterio de mi esposa. Ojalá pudiera usted revisar los
cursos que va a impartir y...
- Don Diego,- interrumpió el cura- esas "monjitas" a quienes usted se refiere tan
despectivamente son verdaderas santas... y Dios sabe cuánto necesitamos de sus
oraciones. En cuanto a supervisar la enseñanza en su escuela, delo por supuesto. Es
nuestra obligación y yo, desde ya, me ofrezco para encargarme junto al padre Diego, que
es quien me acompaña en la parroquia. Lo haremos con entusiasmo, pues, para nosotros,
la formación de los niños es una clara prioridad. No sabe cuánto me alegra su iniciativa.
Muchos propietarios están haciendo algo similar, pero faltan más.
- No me mal interprete, padre Andrés, respecto de las monjas contemplativas-
observó don Diego, retornando la palabra- Sé cuánto necesitamos de la oraciones y yo
tengo mucha fe en ellas. A decir verdad, oro con mucha frecuencia; la oración es parte
trascendental de mi vida cotidiana. Pero usted no me puede discutir que la falta de
formación de esas monjas les impide desempeñar adecuadamente el papel de
educadoras. ¡Y resulta que dirigen el colegio de mujeres más importante de Río Claro!,
y ¡Basta mirar los resultados!
-¡Perdóneme padre!, continuó don Diego con cierta pasión, pero yo he visto
directamente el daño que hacen. Tenemos tres generaciones de mujeres de la sociedad
rioclarense, mujeres intrínsecamente buenas y de familias de costumbres sanas, que
tienen una formación religiosa distorsionada, donde valen más las oraciones, la liturgia y
la caridad mal entendida que la conducta personal. Están convencidas de que los
pecados de conducta se lavan con la confesión... para quedar prestas a pecar de nuevo y
luego... ¡otra confesión! Si una de ellas comete adulterio... es una caída que rápidamente
es lavada con la penitencia. Si una mujer de campo es promiscua, es una mujer pérfida
que debe ser señalada con el dedo. Usted sabe mejor que yo que debemos imitar a Cristo
en cada uno de nuestros actos y no solamente adorarlo en el altar y utilizarlo como
medio para nuestra propia salvación, y que la confesión no es una goma de borrar, sino
que debe llevar implícita una verdadera contrición y una fuerte voluntad de no volver a
caer.
32
-Y, ligándolo con mi preocupación principal respecto de la gente que de mí
depende, de una u otra manera, le voy a relatar, en dos palabras, lo que fueron las
misiones que se efectuaron el verano recién pasado en esta hacienda. Una semana
completa de misas, tanto en la mañana, como en la tarde. Misas en latín, en las cuales se
desperdiciaron las pocas ocasiones en que se emplea el castellano. Algunas prédicas
sobre el evangelio repletas de entelequias, que ni nosotros entendíamos. Otras que
pretendían demostrar que, según las enseñanzas de Cristo, los pobres son benditos por el
hecho de serio, que deben resignarse a su miseria, porque su sufrimiento les garantizará
el cielo y que, si llegan a pecar sin ser absueltos por la Iglesia, irán a un infierno
horripilante... En el fondo... que deben conformarse con su situación y ser sumisos y
obedientes. ¡Nada!, padre... ¡Nada!.. de formación moral; ¡Nada sobre sanas
costumbres! sobre el respeto por sí mismos, por sus mujeres, por sus hijos... y por los
demás! Para qué hablar sobre superación personal...-
-Y esos ofertorios padre, prosiguió indignado don Diego, "¡Vergonzantes!
Ofrecemos esta Santa Misa por nuestra patrona Rosaura, a quién debemos nuestro
alimento, nuestra casa, nuestro abrigo. la educación de nuestros hijos. ¡No, padre! ¡No
puede ser! Y en las tardes, cantidades interminables de santos rosarios, que parecían el
zumbido de un enjambre de abejas repetían oración tras oración como enajenados, con la
mente en cualquier otra parte. Después, confesiones ... ¿Quizás qué pecados ficticios
habrán confesado esas pobres almas?...; luego, primeras comuniones, confirmaciones y
matrimonios. Todo al por mayor.... puro ritual. ¿Contenido? ¡Ninguno! ¡Los casaron sin
hablarles una palabra de lo que es el matrimonio! ¡Los bautizaron y confirmaron sin
enseñarles, realmente, el significado de estos sacramentos! ¿Sabe usted padre que
casaron hombres y mujeres que ya estaban previamente casados con otras parejas?
- ¡Momento, patroncito!- lo interrumpió enérgicamente el sacerdote más despacio
por las piedras, que así no llegamos a ningún lado. Usted es un hombre inteligente,
perspicaz, y creo que ya me conoce y me tiene bien calado. Sabe que, en el fondo,
pensamos en forma muy similar respecto de la religión... y a la vida en general y, lo que
es más importante, tratamos, entiéndame bien... tratamos de imitar a Cristo en nuestro
quehacer cotidiano. No siempre lo logramos, a veces caemos, pero volvemos a
intentarlo. Creo, don Diego, que ambos interpretamos correctamente las enseñanzas de
Cristo..., pero me parece que usted tiende a olvidarse de una de las virtudes que debe
adornar a un buen cristiano, una muy importante: la caridad. No la "caridad mal
entendida", que usted menciona, esa de dar a los pobres sin amor, sólo pensando que se
compra indulgencia divina. Me refiero a la caridad respecto de los actos de los demás.
Mientras más dotes intelectuales hemos recibido, más indulgentes debemos ser con
nuestros hermanos. Debemos saber perdonarlos y, más aún .... ¡Comprenderlos!
¡Nunca!, ¡Nunca! juzgarlos; para eso está Dios.
- Acuso el golpe, padre; tiene razón, he sido altanero en mis juicios, pero...
- Por favor, patroncito, déjeme terminar. Sé lo que me va decir: quienes hacen
daño, pretendiendo hacer bien, son personas que, de alguna manera, tienen autoridad o,
al menos, influencia religiosa. Es cierto. Las misiones del verano, no tengo empacho en
decirlo, fueron responsabilidad directa del obispado, con monseñor Arrau a la cabeza,
33
y... de su señora esposa. Ellos eligieron sacerdotes y monjitas contemplativas que, qué
duda cabe, no sirven para evangelizar. Y es más, don Diego, no los eligieron por
simpatía o porque creyeran que son los mejores ... ¡Los eligieron con toda intención! Esa
es la religión que ellos quieren imponer. Pero, ¡No por maldad!, sino porque están
sinceramente convencidos de que es lo mejor para los humildes. Creen que estos no son
capaces de conducir correctamente sus propias vidas, de resolver por sí mismos, y creen,
por lo tanto, que ellos son "los elegidos" que tienen la cristiana obligación de salvarlos.
¿Cómo? Decidiendo por ellos. Ese es el meollo del problema. Esa es la gran lucha
dentro de la Iglesia en este siglo: una nueva Iglesia participativa, que se enriquezca con
la sumatoria de la vida de todos sus fieles, contra la actual Iglesia monárquica, en la cual
unos mandan y otros obedecen, donde unos tienen las claves y deben interpretarlas para
los que no las tienen. ¿Cuántos de nuestros fieles entiende el latín? no sería mucho más
fácil participar, si la misa fuera en el idioma de cada país? Cristo, ¿cómo habría
predicado? En la forma que todos entendieran. Por algo "destrabó" las lenguas de sus
seguidores. Dios no es misterioso, es claro y transparente como el agua. Pero no se
equivoque, don Diego. Existe en muchos católicos error... ¡Pero no maldad!.
"Nuestro papel, el suyo y el mío, mi atribulado patroncito, es tratar de producir los
cambios... con comprensión, con humildad, con amor. Cuidando siempre a la madre
Iglesia, que a no sufra con nuestros afanes; que jamás vayamos a trizarla. Y Dios nos
está ayudando. Como usted sabe el actual Papa, su santidad Pío XI, está precisamente en
esta línea. Por algo lo llaman el “Papa misionero" y su preocupación por la cuestión
social es notable. ¡Vivimos un momento crucial para la Iglesia católica! y ambos
podemos cooperar. Yo como cura, tratando de impulsar mis ideas, pero no con tal fuerza
que dé motivo a quienes piensan distinto para anularme e impedirme llegar a tener más
autoridad, y, por lo tanto, más influencia y más eficacia en mi acción. Y usted, don
Diego, como laico, persuadiendo a los de su sociedad a la que, le guste o no, pertenece,
y también, dada su privilegiada posición influyendo en las autoridades eclesiásticas; en
forma muy especial en monseñor Arrau," quien además de tenerle en gran estima,
respeta mucho su opinión y admira su concordancia entre palabra y acción. Usted puede
actuar con más fuerza por ser laico, pero recuerde, ¡Siempre con amor y prudencia!
Usted tiene, además, patroncito, una misión muy especial: debe esforzarse por inculcar
sus valores a su esposa, doña Rosaura. Con mucho tino, con mucho amor, tratando de
convencerla, no forzándola; aprovechando que ella posee, aunque mal interpretados,
vastos conocimientos religiosos y una gran cultura. Sé que es dura tarea.... Ella es de una
inteligencia notable, pero representa la posición más extrema de la Iglesia, la posición
que ni usted ni yo queremos. No por su culpa, sino como producto de una sociedad que,
además de malformarla, la ha elegido su reina y, como usted bien lo sabe, ella honra ese
mandato. Desde su posición ejerce gran influencia intelectual y... digámoslo
derechamente, económica sobre el clero.
Después de un largo y significativo silencio habló el dueño de casa:
- Me ha dejado sin habla, padre Andrés. Me interpreta en un cien por cien. Y me
reprende con razón. Perdone padre, pero mi vehemencia me hace ser, a veces, unilateral
en estas materias. Probablemente las diferencias con Rosaura y mi profundo amor por
34
ella complican, aún más, las cosas. Le agradezco me haya considerado merecedor de su
confianza, al expresar sus pensamientos más íntimos. Después de escucharlo me doy
cuenta de que su posición es más cristiana e inteligente que la mía; sobre todo, más
equilibrada. Trataré de asimilar la lección que me ha dado.
- No tiene nada que agradecer, don Diego- retrucó el cura-. Confío mis
pensamientos a usted, porque lo respeto y admiro su tarea. Creo que queda claro por
dónde empezar. Habrá misa en Quillacahue los primer y tercer domingo de cada mes, a
temprana hora, para no interferir con las del pueblo. Las próximas misiones las
organizaremos juntos, trayendo sacerdotes y monjas con experiencia evangelizadora; no
contemplativos. Y, respecto del problema de fondo, cada uno tiene su tarea. Que Dios
nos ayude.
Don Diego se levantó del sillón, estiró discretamente el cuerpo y, trayendo la
botella de guindado de la mesita, rellenó ambas copas. Sintió que el salón se había
refrescado y, acercándose a la chimenea, le agregó unos leños y atizó el fuego. Después
de acomodarse nuevamente en el sillón se dirigió al sacerdote.
- Ya que nos hemos puesto de acuerdo en lo principal, deseo plantearle un asunto
más personal, padre.
- Lo que usted desee, don Diego.
- Como debe de haber percibido, padre Andrés, yo intento practicar en forma
permanente mi religión y, honestamente, me esfuerzo mucho en ello. Por desgracia, la
misma vehemencia de mi carácter que me hace vivir intensamente mi fe, suele
expresarse también en el pecado. Vivo en una constante lucha entre mi espiritualidad y
mi sensualidad. Por ello necesito contar con un guía espiritual y un confesor. Hasta hoy
he tenido el extraordinario auxilio de monseñor Arrau... Me gustaría, padre, que usted
fuera, de ahora en adelante, quien me guiara y confesara. Naturalmente, antes solicitaré
la anuencia del señor obispo.... alegando razones de proximidad y facilidad de acceso,
ya que desde ahora voy a pasar mucho tiempo en esta comarca.
- Encantado, patroncito. Me honra usted. Creo, eso sí, que puede estar exagerando
un poco su lado negativo. Dios nos otorgó los sentidos para gozar de ellos.... con
prudencia y dentro de sus enseñanzas. Pero ya veremos en el camino. Se ha hecho tarde,
don Diego. Ambos tenemos que levantarnos de madrugada mañana. Espero que pronto
podamos tener otra tertulia tan grata e interesante.
Desde lo alto de la escalinata de la puerta principal, don Diego despidió al cura
que se asomaba por la ventana del coche conducido por José Gacitúa. Aunque la
temperatura había disminuido rápidamente, el concierto de los grillos, que en
desorganizada competencia sobreponían unos a otros sus cantos metálicos, llenaba la
noche. Ello y el viento sur que pasaba sobre la casa, le indicaron al patrón de
Quillacahue que el tiempo continuaría bueno.
35
Sin necesidad de despertador, don Diego estaba despabilado minutos antes de las
cinco, hora en que se escuchaba el llamado de la "campana"30 que anunciaba el inicio del
trabajo. Esta primera campana era para que los obreros se dirigieran a la llavería. Había,
además, una campana de las ocho para el descanso del desayuno; la de las ocho y media
para reiniciar el trabajo; la de las doce para almorzar; la de la una y media para reiniciar
las faenas y; por último, la del término de jornada, cuya hora variaba según la época del
año, ya que se tocaba una hora antes de la puesta del sol. Sintió los pasos de Cayetano,
su otro mozo, sincronizados con los barridos de la escoba con que limpiaba el corredor.
Reparó en que aún estaba oscuro, a diferencia de los días de verano en que, a esa hora,
ya había claridad. Por ser día de trabajo, efectuó con mayor rapidez la misma rutina del
día anterior: oraciones, baño, desayuno, ducha y vestirse con premura.
A las cinco y media ya estaba fuera de la casa, con una gruesa manta de Castilla
sobre su ropa habitual. Apenas lo vio, su perro Puelche se le acercó, refregándose en la
manta a manera de saludo, para continuar a la par con el paso de su dueño, medio metro
atrás del hacendado. Hacía frío y el viento sur se había calmado, como siempre lo hacía
al alba cuando iba a soplar con fuerza durante la mañana. Se dirigió a la llavería donde
ya había una larga fila de trabajadores frente a la puerta. Además de los obligados,
trabajaban como permanentes todo tipo de parientes de los inquilinos y de los pequeños
propietarios colindantes al Quitasol -padres, hijos, hermanos, sobrinos, tíos, o
entenados31- , más algunos que venían desde Santa Elisa.
- Buenos días...- saludó don Diego.
- ¡Buenos días, patrón!- respondió la fila completa, con una sincronización
militar.

Se asomó al interior, donde Miguel Osorio, el "llavero”32 tarjaba en un gran libro


la asistencia de cada trabador frente a su nombre. Simultáneamente, un ayudante
entregaba la herramienta correspondiente y una ficha numerada a cada trabajador.
Miguel colocaba otra ficha con el mismo número en una clavija que indicaba el tipo de
herramienta. Más adelante, otro ayudante vaciaba un kilo de harina tostada en la bolsa
que el trabajador ya tenía abierta, mientras con la otra mano le pasaba la "galleta" de la
mañana. Recibiría otra igual en la tarde, al devolver el implemento de trabajo.
- Buenos días, Miguel- saludó don Diego desde el vano de la puerta.- Buenos
días, patrón... Seguimos con buen tiempo.
- Así es, Miguel. Veo que tu "barómetro" no gotea.

30
Se llama así al tañir de la campana de bronce de cada hacienda, para indicar horarios de trabajo o
emergencias.
31
Personas, abandonadas por sus padres, que son acogidas por una familia distinta.
32
Mayordomo a cargo del manejo de bodegas, insumos, mercaderías, herramientas, inventarios, etc.,
así como de la asistencia de los trabajadores. La denominación surge del hecho de tener todas “las
llaves".
36
El llavero, siguiendo una tradicional costumbre, tenía una botella de agua colgada
de un cordel sobre su escritorio. En la parte inferior le había hecho un diminuto agujero
por el cual, sólo cuando descendía la presión barométrica, el agua goteaba lentamente,
indicando la posibilidad de lluvia. Don Diego había comprobado que el simple artefacto
era tan exacto como su costoso barómetro inglés.
- Nos vemos más rato en la oficina, Miguel.
- Listo no más, patrón.

A un costado de la llavería se encontraba la cocina de los trabajadores que incluía


a la tostaduría de trigo y a la panadería, con su correspondiente horno. A esa hora se
retiraban quienes habían horneado el pan de la mañana. Luego llegarían los que tostarían
el trigo, lo molerían en el molino (movido por la energía de una caída de agua, ubicada a
un costado de “Las Casas”) prepararían la harina tostada y el pan que se repartiría en la
tarde.
Cuando entró don Diego, la cocinera, Uberlinda Uribe, mujer del herrero Jesús
Jaque, estaba empezando a prepara la comida que sería repartida al mediodía en los
distintos sectores de la hacienda.
- Buenos días, Uberlinda.
- Vaya.... me asustó patrón, buenos días. ¿Cómo está su merced?
- Bien, hija, muchas gracias. ¿Qué toca hoy día?
- Chícharos, patrón. Se pelaron fácil con la lejía, donde están nuevitos... recién
cosechados.
- No le escatimes la cebolla, la manteca y la color33, Uberlinda.
- No se preocupe, patrón. ¡Nadie se queja de mi comida!
- Lo sé, lo sé... La he probado muchas veces cuando me toca quedarme en las
faenas. Si no se ofendiera Ofelia, cuando tu cocinas porotos mandaría a buscar una
ración para mi almuerzo.
- Me alegro que le gusten patrón... es la mano de la cocinera.
- Saludos a los chiquillos, hija.
- En su nombre, patrón.
Don Diego se alejó pensando en la segunda hija de Jesús y la Uberlinda, llamada
igual que su madre. La conocía desde que nació, en el campo de su padre. Pero ahora, a
los diecisiete años, se había transformado en una muchacha realmente bella y muy
alegre. Y... con una figura extraordinaria. Era una moza francamente perturbadora.
Desechó la imagen que lo había distraído y se dirigió a los corrales. Allí los
trabajadores de más experiencia estaban escogiendo los animales de trabajo; unos, las
parejas de caballos aradores; otros, las “yuntas” de bueyes. Bajo la mirada de Armando
Troncoso, mayordomo de siembras, y Antonio Painevilo, mayordomo de ganado,
alborotaban a los animales, tratando de quedarse con las mejores parejas.
Era tal la polvareda que se levantaba que, a través de ella, el sol que recién se
asomaba sobre la cordillera se había transformado en un círculo anaranjado, en lugar del
33
La color: Forma campesina de llamar al pimentón molido.
37
típico foco amarillo, casi blanco, del amanecer. El aire de esa hora tenía un olor
inconfundible, al igual que en Los Hualles. Era una mezcla del aroma del rocío, el
áspero sabor del polvo seco de los corrales, las bostas los animales y la penetrante
fragancia del poleo húmedo.
Se acercó a Painevilo.
- Buenos días, Antonio. ¿Se repusieron las bestias?34
- Buenos días, patrón... Sí, la mayoría de las mancas y gran parte de las de lomos
lastimados. Tengo dos yeguas y un caballo que voy a tener que sacarles las herraduras y
dejarlos descansar. Más dos caballos que les "maduró"35 el lomo. Pero no se preocupe,
patrón. Le voy a tener quince colleras para la mañana y quince para remudar a mediodía.
De los bueyes, tengo dos que siguen mancos, el "Lucero" y el "Tambor". Creo que va a
tener que engordarlos, no más; esos ya no van a servir. Hay veinte yuntas que están en
condiciones para el trabajo.

Armando Troncoso vino hacia ellos: Buenos días, su merced.


- Buenos días, Armando. Me dice Antonio que contamos con quince colleras, con
remuda. Con eso deberías seguir arando diez cuadras diarias. Tenemos veinte yuntas de
bueyes. Puedes usar la mayoría para rastrear lo que aramos el viernes y las otras para las
carretas.
- Sí, patrón. Si Antonio me mantiene las bestias en condiciones.... vamos bien. La
cuestión es que no llueva muy luego.
- Espero que no. El viento sigue sur, el barómetro está alto y... lo más decidor de
todo: los camarones no han sacado barro Ese es el mejor indicador de que no tenemos
agua, por el momento. Los veo más rato.
Regresó a la llavería donde Osorio seguía sobre sus libros. Al entrar don Diego, se
levanto de la silla y le informó:
- Ciento setenta y dos fue la "tarja"36, patrón. Seis avisaron estar enfermos. Diez
fallaron. Bueno, hay que tener en cuenta que es Lunes.- ¡Qué lunes ni ocho cuartos,
Miguel! Ya es hora de terminar con las fallas de los unes; lo conversaremos con Manuel
Cofré. Y, a propósito, da aviso que tomaremos más gente. Calculo que necesitamos, en
total, entre doscientos veinte y doscientos treinta para salir con los trabajos a tiempo. Te
espero en la oficina.
De allí pasó por la "fragua", donde su herrero traído de Los Hualles, Jesús Jaque,
y sus tres ayudantes encendían el carbón coque y ordenaban los fierros para empezar la
jornada. Esos días estaban muy atareados, calzando puntas de arado, que se gastaban
muy rápido en los suelos de trumao, y fabricando herraduras para los caballos aradores.
- Buenos días, Jesús, ¿cómo estamos?
34
En general se denomina así a los caballos de trabajo.
35
Dícese de una lesión infectada en condiciones de ser zanjada con un bisturí para su curación.
36
Número de peones que habían salido al trabajo. Deriva de "tarjar" sus nombres en el libro.
38
- Buenos días, su merced... Aquí empezando el día. Tenemos harta pega para hoy,
pero... para eso estamos.
- Me alegro que lo tomes así, Jesús. Tú sabes que estamos trabajando contra el
tiempo. Acuérdate de avisarme las necesidades de cada tipo de fierro por lo menos con
una semana de anticipación, para no quedarnos parados por falta de material.
- Sí, patrón, no se preocupe. Hoy reviso la existencia con don Miguel.
Prosiguiendo su recorrido entró a la carpintería. Encontró al maestro Sepúlveda
dando instrucciones a sus aprendices.
- Buenos días, Juan. Supe que la Socorro se había mejorado... y que está muy
bien. Otra mujercita ya completaste la media docena. ¡Te felicito!
- Gracias, su merced, es cierto.... seis mujeres, que habrían sido ocho. Tenemos
dos angelitos37 también eran mujercitas. Usted sabe como es la Socorros, "parendera",
pues, patrón. Cinco minutos de dolor y... fuera. Es simpaticona la criaturita. Pero voy a
seguir haciéndole empeño al varón... para cuando yo falte.
- No te aflijas, hombre. Las mujercitas acompañan más. Ya ves, yo sigo
esperando tener una hija. Tú tienes la suerte de que todas te han salido altas y
buenasmozas, como su madre. Si las niñas salieron a ella, a Dios gracias, los varones
podrían salir a ti, chicos y feos. Más vale que no te arriesgues.
- Chico y feo, pero trabajador, querendón y gusto de hembra, patrón. Por algo la
Socorrito se fijó en mí. Con todos esos "huasitos agraciados" que revoloteaban como
moscardones en la casa de mi finado suegro, no pasó nada. Ella escogió este servidor.
- Son bromas, hombre. Tú sabes que por algo te traje de Los Hualles. Eres de los
buenos carpinteros que he conocido... Dile a tu mujer que un día de éstos voy a pasar a
verla y a tomarme un mate con ella.
- En su nombre, patrón.... y no se preocupe, tiene usted el mejor carpintero de la
comarca... ¡Ya va a ver!
- No me cabe duda, Juan. Ponle el hombro con tu gente a la mantención de las
carretas y la reparación de las pueblas. Si te faltan ayudantes, avísame.
- Listo no más, patrón. Por ahora tengo tres carretas para cambiar pértigo y cinco
ruedas para enzunchar38 Espero hacer fuego el miércoles y sacarlas todas. El maestro
Jaque ya me entregó los zunchos. Me falta acarrear el guano. Los aprendices los tengo
en la reparación de techos. Si me veo afligido, habló con usted.
- Bueno, Juan, sigamos así... Nos vemos.
- Hasta luego, su merced.

37
En las zonas rurales se cree que el fallecimiento de un menor de menos de tres años es una bendición
para la familia, pues se convierten en "angelitos" que velan por ellos desde el cielo. Por ello los
funerales de estos menores son verdaderas fiestas.
38
Las carretas de la zona central tenían un zuncho de fierro que las recubría; a diferencia de las de la
cordillera de los andes y de la costa que eran de pura madera. El zuncho se calentaba al rojo sobre
bostas encendidas para que al expandirse para dar calzara con la rueda. Posteriormente la rueda se
sumergía en agua fría contrayéndose el fierro para dar firmeza al conjunto.
39
Don Diego se dirigió a su oficina donde lo esperaban Manuel Cofré y la mayoría
de los mayordomos.
- Pasa, Manuel... Ustedes- dirigiéndose al resto espérenme un segundo. Se instaló
en su sillón, tras su escritorio. Su perro, Puelche , instantáneamente se echó a sus pies.
- ¿A ver, Manuel, cómo fue esa cuenta de la entrega de los inquilinos?
- Con los inquilinos que trajimos de Los Hualles ningún problema. Los de por
aquí están asustados. Los "peorcitos" se pusieron generosos; proponen aportar casi el
doble que los "menos peores".
- Deja esa monserga, Manuel. Ya te dije ayer lo que pienso. Es tu responsabilidad
hacer de esa gente inquilinos como Dios manda. Espero tener que despedir muy pocos.
Y tú me vas a ayudar. En cuanto a lo que tienen que aportar, habla con Ofelia y calculen
entre los dos lo que requerimos para el año. Acuérdense que tenemos charqui de cinco
vacas ya terminado y calculen bien cuánta manteca debemos guardar; el invierno es
largo. Cuando tengas las necesidades totales de gallinas, cerdos y ovejas o cabras, la
divides por los treinta y cinco inquilinos y sacas lo que debe aportar cada uno. Todos
aportan igual, los de aquí y los de Los Hualles. Pónganse de acuerdo con Antonio para
desparasitar todo a medida de que los vayan entregando. Los chanchos me los ponen de
inmediato a ración de puro maíz. Debemos engrasarlos luego. Quiero chacinarlos39 a
fines de mayo.

- Como usted diga, patrón- respondió Manuel


- Hoy día tuvimos diez fallas en los permanentes, Manuel. Avísales y, a la
próxima, los cortas. Tal como quedamos ayer... Haz pasar a los mayordomos.
Manuel se ubicó, de pie, a la derecha del escritorio de don Diego. Los
mayordomos, antes de entrar, se sacaban respetuosamente el sombrero, tomándolo con
ambas manos y colocándoselo sobre el cinturón. Siguiendo la jerarquía tradicional, se
ubicaron a la izquierda de Manuel, haciendo un semicírculo frente al escritorio. Primero
el llavero, Miguel Osorio; luego el mayordomo de ganado, Antonio Painevilo, seguido
de Armando Troncoso, mayordomo de siembras, a continuación el mayordomo de viñas,
Carmelo Riquelme. Todos ellos procedían de Los Hualles. Después se ubicó Segundo
Flores, mayordomo de riego y el único que quedaba de los empleados de Hiriart, y, por
último, Juan Zuñiga, contratado hacía un año por don Diego como mayordomo celador
de canal, dada su experiencia en el cuidado de otros canales de envergadura -el cargo de
mayordomo celador era el que rotaba con más frecuencia en las haciendas, con el objeto
de evitar contubernios y acuerdos "poco claros" con otros regantes o propietarios de
predios por donde cruzaba el canal- .
- Buenos días, Juan; buenos días Carmelo, buenos días Segundo – saludó don
Diego- . A los demás ya los he visto antes. Comencemos, que se nos hace tarde. Todos
conocen el plan general para el año. Vamos viendo lo más urgente de la semana. En la
39
Faena en que se sacrifica el chancho y se faena. Toda la grasa de cobertura se funde, transformándose
en "manteca", y se guarda en latas de 10 litros. El resto se transforma en cecinas longanizas, arrollado,
queso de cabeza, jamón ahumado, etc. para conservarlo durante todo el invierno.
40
preparación de siembras, Armando, según mis cálculos vas bien,... pero ajustado.
Tenemos, con una aradura y rastraje, doscientas cuadras para trigo, cincuenta para avena
y cien para cebada. De esas trescientas cincuenta cuadras, aradas y rastreadas, tienes
cruzadas doscientas cincuenta y rastreadas, por segunda vez, doscientas. Así como
vamos, necesitas diez días para terminar de cruzar y rastrear. Si no llueve, estaría
terminado para Semana Santa y podríamos empezar a sembrar el lunes siguiente.... en
dos semanas más.
- Sí, patrón, ...que no llueva y que no fallen las bestias y los bueyes- intervino
Manuel, haciendo notar su rango de primer mayordomo- . Eso sí, para sembrar,
Armando va a necesitar más gente... y no podemos sacarla de los otros trabajos.
- De acuerdo, Manuel. Ya hablé con Miguel esta mañana. Vamos a comenzar a
tomar más peones. Y... a propósito, Miguel -se dirigió don Diego al llavero- entiendo
que terminaste de desinfectar las semillas de los cereales. Quiero relimpiar la de ballica
inglesa, que es nacional. La de festuca no es necesario, porque es importada. Como ya
conversamos con anterioridad, este año el trigo, la cebada y la avena van con trébol
blanco en la siembra. A fines de invierno, en los potreros más suaves y fáciles de regar,
sembraremos ballica sobre el cereal y, en los más pesados o difíciles de regar, festuca.
Así quedaremos con buenas empastadas en los rastrojos, para poder comenzar la
crianza.

- Perdone, patrón- interrumpió Antonio Painevilo, mayordomo de ganado- . La


ballica la conocemos bien, pero a la festuca la hemos visto poco. Parece un poco "tiesa"
y tiende a achamparse.
- Lo que pasa, Antonio, es que aquí en Chile no saben manejarla. Hay que
mantenerla muy talada; así se mantiene tierna y forma una cubierta uniforme, no
achampada. Su gran ventaja es que requiere menos riego. Tú sabes que esa es la
limitante de este campo. Además, soporta muy bien el pisoteo, incluso en invierno.
Don Diego giró en su asiento para mirar al mayordomo de riego.
- Y... respecto de eso, Segundo. El trébol blanco nativo y las gramíneas naturales
están viniendo muy bien en los rastrojos y necesitamos que se afirmen. Hasta el próximo
año no tenemos otro forraje, ni para los animales de trabajo ni para recibir la crianza
nueva. El campo va a estar muy sembrado. Tal como hemos conversado, mantén toda el
agua posible en los rastrojos, incluso después de las primeras lluvias. ¿Te acordaste,
Segundo, de que hoy vamos a seguir nivelando el canal que termina en el potrero Las
Perdices? Espero dejar listo toda la parte de las lomas del potrero Las Mercedes y
estacado el terraplén del bajo.
- Sí, patrón, los alarifes40 deben estar allá- respondió el mayordomo de riego
Llevan estaquillas cortas y estacas para marcar el terraplén.
- En cuanto a las Viñas, Carmelo, tenemos que seguir escogiendo los sarmientos
para hacer mugrones, antes de iniciar la poda. Respecto de los suelos donde irán las

40
Ayudantes de topógrafo. Llevan las reglas o "miras" usadas en trabajos de topografía o nivelación y colocan
las estacas que el topógrafo les indica.
41
viñas nuevas, los vamos a empezar a cruzar apenas desocupemos las bestias y los
bueyes de las siembras. Mientras tanto, seguiremos limpiando a mano el suelo arado. Va
a ser una doña faena, así es que tú, Manuel, vas a tener que apoyar firme a Carmelo. Y
tú, Antonio- refiriéndose al mayordomo de ganado- , mantenme los animales de trabajo
en forma y, junto con Manuel y Miguel, vayan viendo un par de capataces más para
cuando llegue la crianza. ¡Bueno.... que la hora avanza!- dijo don Diego, alzándose de su
sillón- . Nos vemos más tarde. Que tengan un buen día.
- Buenos días, patrón- respondieron a coro.
A medida que se iban retirando se calaban, nuevamente, el sombrero de huaso.
Manuel se quedó esperando alguna orden de último momento. Don Diego se dirigió a él.
- Quiero que me acompañes a nivelar, Manuel. Me temo que ese terraplén va a
salir bastante alto y, por lo tanto, ancho. Como tiene más de quinientos metros, vamos a
tener que mover mucha tierra. Tú ya tienes experiencia en esto y sabes interpretar mis
planos y el estacado en terreno. Deseo que te hagas cargo, con Segundo Flores
secundándote. Como no vamos a disponer de carretas nuestras, pues las tendremos todas
ocupadas, tendremos que darlo a trato. Va a ser necesario conseguir gente con carretas y
bueyes propios. Es la única alternativa.
- No se preocupe, patrón. Usted sabe lo que me gusta este trabajo. Y... hemos
hecho hartos canales y terraplenes desde que estoy con usted. En cuanto a la gente, creo
que la consigo entre los propietarios del otro lado del río y la gente de Greda Negra....
los cosechadores de papas.
Mientras tomaba su café y su vaso de agua en el escritorio, antes de partir a
nivelar, apareció Ofelia.
- Don Diego, Gacitúa va a partir luego para Santa Elisa. ¿Algún encargo especial
- Lo de siempre, Ofelia, que me traiga el diario y no se olvide de pasar al correo.
- Yo voy a encargar algunas menudencias, don Diego.
- Lo que tú dispongas, Ofelia.... lo que tú dispongas.
José Gacitúa iba todos los días a Santa Elisa; él era el único contacto cotidiano de
la hacienda con el mundo exterior. Cuando no había que traer o llevar a nadie, el viaje lo
hacía a caballo. Si no, en cabrita o carretela41, según las necesidades.
Con su nivel Zeiss, traído de Europa, don Diego fue trazando rápidamente el
canal, cuyo recorrido quedó marcado con estacas cada cincuenta metros. Dado que
estaban trabajando en terreno de lomas y que el canal tendría una pendiente mínima, lo
que permitiría regar una mayor superficie, la forma que iba tomando era bastante
caprichosa y culebreada y daba la sensación de ir ascendiendo... Segundo, extrañado, se
dirigió a don Diego:
- Perdone, patrón, pero parece que el canal fuera subiendo.
- Claro, pues, Flores- le retrucó Manuel- . Lo que pasa es que el patrón le da todas
esas vueltas para que el agua se emborrache y después suba. La pobre agüita no se da
cuenta de lo que le están haciendo y, de puro borrachita, sube la loma.

41
Vehículos arrastrado por caballos. El primero es pequeño y sirve para movilizar sólo personas. El segundo es
más grande y puede llevar personas y carga.
42
- No le hagas caso, Segundo- intervino don Diego- , te está embromando. Lo que
pasa es que aquí no tienes ninguna referencia horizontal, como sería si estuviéramos al
lado del mar o de un lago. Estás comparando con la pendiente de la loma y eso te
engaña. De hecho cada estaca está dos centímetros más baja que la anterior. El agua no
sube por sí sola. Ya lo vas a ver cuando probemos el canal.
Cerca de mediodía, había terminado de nivelar el terraplén, dejando indicado en
cada estaca la altura que éste debería alcanzar en ese punto. Después le entregaría a
Manuel el plano completo que incluiría, además, el ancho que el terraplén tendría en
cada punto determinado.
Tomando su cuaderno, se sentó a la sombra de un renoval de espino con Puelche,
a sus pies y empezó a calcular. Los dos mayordomos lo aguardaban a un costado con los
caballos asidos por las riendas. A los pocos minutos don Diego les dijo:
- Desgraciadamente, yo tenía razón. Son casi seis mil cubos42 los que vamos a
tener que mover. Eso significa, si queremos terminar antes de junio, doce carretas
trabajando permanentemente. Tenemos que buscar luego los trateros, Manuel. La tierra
la vamos a sacar de la cima de la loma, donde es más gredosa, que es justo el tipo que
necesitamos. Además, como esa parte no se riega por estar sobre el canal, tiene menos
valor. Después, donde saquemos el suelo, plantaremos un piquete de aromos para evitar
la erosión. Una vez terminado este terraplén, tendremos setecientas veinte cuadras bajo
canal, de las ochocientas posibles de regarse. Desgraciadamente las ochenta que aún nos
van a faltar, son de lo mejor del campo, pero el terraplén que hay que construir tiene casi
dos mil metros de largo. Ése lo vamos a tener que hacer de a poco,...durante tres o
cuatro años.
En la tarde, después de su acostumbrado almuerzo con su correspondiente siesta,
don Diego, acompañado de Manuel, recorrió durante varias horas todas las faenas.

Cuando ya caía el sol y regresaban a “Las Casas” por el lado sur, Manuel percibió
en el ceño de don Diego que algo le preocupaba. Discretamente le preguntó:
- ¿Por qué tan callado, patrón?
- Sabes, Manuel... Vamos a estar muy ajustado en la preparación de suelos para la
siembra. Basta un día de lluvia y nos atrasamos ... y ¡Tarde no voy a sembrar!
Necesitamos que los trigos y la cebada estén firmes antes de las lluvias fuertes de fines
de mayo y comienzos de junio. La avena no importa tanto, porque resiste más. Así es
que empezamos a sembrar ¡Sea como sea!, inmediatamente después de Semana Santa, el
suelo que buenamente alcance a estar listo. Si por lluvia o cualquier otra razón no
alcanzamos a preparar todo lo que teníamos planeado... mala suerte. El terreno que
quede lo dejamos para las siembras de primavera. Ahí, además de las chacras del fundo
y de los inquilinos, vamos a sembrar cincuenta cuadras de trébol rosado, para enfardar.
Si llueve en los próximos días, tendremos un poco menos de trigo.... pero no

42
Cubos; se dice por 1 metro cúbico.
43
arriesgaremos el rendimiento. Acuérdate de que vamos a poner una buena cantidad de
salitre y fosfato. Para que se paguen esos fertilizantes, necesitamos rendimientos altos.
Manuel lo miró con una sonrisa ladina insinuada en su rostro:
- Lo mejorcito que le he oído decir en un buen tiempo, patrón... Gracias a Dios.
Sus palabras me tranquilizan don... Lo veía tan embalado que creí que iba a porfiar
contra todo.
- No, Manuel. El campo te obliga a ser paciente ... Aquí el ritmo lo manda la
naturaleza.... son designios del Patrón de arriba.
Después de una corta reunión con todos sus mayordomos, y del mismo
ceremonial de la mañana, don Diego se dirigió a orar en la capilla. A su regreso, trabajó
en los planos del terraplén y anotó las novedades del día en su bitácora, antes de retirarse
a su salón privado a leer el diario traído del pueblo por Gacitúa. Luego de una comida
frugal servida por Ofelia y María, se retiró a su habitación.
La semana transcurrió, día a día, con la rutina propia de la hacienda. La única la
novedad fue la misiva del padre Andrés, traída por José Gacitúa el miércoles, en la que
proponía la celebración de su primera misa en Quillacahue el domingo siguiente, a las
siete en punto. Hacía ver que había escogido ese día, a pesar de no ser ni primer ni tercer
domingo, porque el siguiente era Domingo de Resurrección y, por ello, no podría
ausentarse de la parroquia. A su vez, le preguntaba a don Diego si lo invitaba a
desayunar después de celebrar la misa.

A éste le pareció excelente la oferta del cura, pues ello le permitiría celebrar su
"audiencia"43 mensual el Domingo, antes del almuerzo, al no tener que trasladarse a misa
a Santa Elisa; además, podría aprovechar, después de tomar el desayuno con el padre
Andrés, de confesarse con calma. Aún no había solicitado la venia del señor Obispo,
pero consideró que la distancia y los días transcurridos desde la última confesión, lo
excusaban temporalmente. Esa misma tarde envió de regreso al pueblo a Gacitúa con
una cariñosa misiva para el sacerdote, aceptando su ofrecimiento.

Ya el viernes por la tarde, en su habitual recorrido a caballo por las diversas


faenas, don Diego notó los primeros síntomas del cambio de tiempo. El viento sur no
habla soplado desde el día anterior, pero fue reemplazado gradualmente por el húmedo
viento "travesía"44.

43
En aquella época el personaje más notable de la comarca ofrecía "audiencias" periódicas, a las cuales
podía concurrir cualquier lugareño, ya fuera a pedir consejos, solicitar ayuda, plantear algún litigio con
otro vecino, llevar algún presente o, sencillamente a presentar sus respetos. Era notable la cantidad de
litigios que se resolvían por este procedimiento, que no admitía apelación, aliviando así la labor de los
juzgados.
44
Viento del oeste que normalmente acarrea humedad desde la costa.
44
El sábado en la mañana observó que la aguja del barómetro de su escritorio había
descendido unos cuantos milibares, lo que le fue confirmado, en su visita a la llavería
por la humedad sobre el escritorio de Miguel, bajo la botellita de agua.
Lo que le hizo perder todas las esperanzas de que se tratara de una descompostura
transitoria, fue observar, al cruzar el estero entre La Viña y Las Mercedes, que las torres
de las cuevas de camarones estaban coronadas de barro fresco. Pensó que en realidad no
tenía de qué lamentarse, pues el tiempo había sido más que benévolo con él. Rogaba a
Dios que la lluvia no fuese tanta como para cortar el camino a Santa Elisa, impidiendo
así la llegada de su esposa y su hijo, el martes siguiente.
En la reunión matinal con los mayordomos, dio las instrucciones para aminorar
los daños que podría causar la lluvia; dio especiales instrucciones para que los desagües
estuvieran despejados, al igual que los vados de los caminos.
Esa noche al regresar de sus oraciones en la capilla, el cielo estaba cubierto con
densas nubes grises, soplaba viento norte y se percibía el típico olor a lluvia.
El repiqueteo del aguacero en los corredores y su escurrir por las canaletas y
bajadas de agua, despertaron a don Diego antes de lo acostumbrado. La noche anterior h
había instruido a Ofelia para que les sirviera desayuno, al cura Andrés y a él, después de
la misa. Esta vez lo recibiría en su sala de estar, en vez del salón grande.
El padre llegó en uno de los coches de la hacienda, directo a la capilla. Lo
acompañaban dos acólitos que prestamente, lo ayudaron a ponerse la casulla y a preparar
el altar. Cuando inició la misa a las siete en punto, la capilla, con capacidad para
doscientas personas sentadas y cien de pie, estaba repleta. La curiosidad por conocer al
nuevo cura y la capacidad de persuasión de Manuel habían podido más que la lluvia.
La prédica, después de la lectura del evangelio, fue de gran sencillez.
"En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo... Hermanos, podéis
sentaros. Como párroco de esta comarca, mis queridos feligreses, es para mí motivo de
profunda alegría celebrar mi primera misa en Quillacahue este Domingo de Ramos, a
pocos días de Semana Santa".
Mientras hablaba, el cura recorría las caras de los campesinos, fijando brevemente
la mirada en cada uno.
"Ruego a Dios porque las misas quincenales que hoy iniciamos se transformen en
una tradición en esta hermosa capilla. En principio las realizaremos los primeros y
terceros domingos de cada mes y avisaremos oportunamente la hora o cualquier cambio
que se presente. El día anterior, vendré yo o el padre Diego a escuchar confesiones. Por
esta ocasión y al estar en vísperas de Semana Santa, voy a otorgarles, antes de la
comunión, una absolución general".
Se sintió un suspiro de alivio que recorrió la Iglesia, se observaron sonrisas
maliciosas en casi todos los rostros.
"Hoy, mis amados hermanos, hemos escuchado en el evangelio el relato del
sublime sacrificio de Cristo por nosotros...; sacrificio en que nos muestra con qué fuerza
Él nos ama, al entregar su vida por nuestra salvación ... . Yo quiero referirme
precisamente al amor. Y esta vez, en forma muy especial, al amor y respeto por nosotros
mismos. Me atrevería a decirles que la esencia, el corazón mismo de nuestra religión,
45
queda revelado en una frase de Nuestro Señor: "Amar al prójimo como a ti mismo"...
Amarnos y respetarnos a nosotros mismos, y amar y respetar a los demás...".

Ahí el curita hizo una pausa dramática y recorrió, nuevamente, los ojos de los
feligreses con estudiada lentitud.
"¿Amarnos a nosotros mismos?... Parece extraño a primera vista, pero ¿Puede
alguien amar y respetar a otro, si no se ama y respeta él mismo?... ¡No, mis hermanos!
Como hijos de Dios, hechos a su imagen y semejanza, debemos amarnos, tratando de ser
siempre mejores.... de progresar paso a paso y de aprender algo nuevo cada día;... de
hacer rendir el fruto de nuestro trabajo para tener, también en esta tierra, una mejor
vida".
“¡No debemos conformarnos con lo que somos, pensando que seremos
recompensados en la vida eterna!... La vida eterna, mis hermanos, no se gana con la
pobreza y el sufrimiento;... la vida eterna se gana tratando de hacer las labores de
siempre, ya sea en el campo o en el hogar, cada vez en mejor forma... La vida eterna se
gana ofreciendo a Él tanto los sufrimientos, que no podemos evitar, así como los
momentos de felicidad y alegría que Él nos otorga".
"¿Qué significa esto, amados hermanos, en la vida diaria de ustedes?... Significa
cuidar mejor la huerta, las gallinas, los cerdos y las vacas... para poder alimentarse
bien... Significa no malgastar el dinero en vicios, sino destinarlo a vivir mejor; con
nuestro propio esfuerzo... Significa cuidar la ropa, los enseres y la casa;... resumiendo,
significa progresar y ayudar a progresar a nuestros hijos para que, ojalá a través de una
mejor educación, tanto en la casa como en la escuela, sean más que nosotros".
Continuó haciéndoles ver que nadie sabía más de amor que la gente de campo, por
su permanente contacto con la naturaleza. Les recordó que la naturaleza sólo respondía
al amor y al cariño. Si la tierra no se trabajaba con amor y el trigo no se cuidaba y
protegía con cariño, no había cosecha. Lo mismo sucedía con los animales que Dios
había puesto a nuestra disposición; si no se les amaba y cuidaba con esmero, no
producían... Si los arbolitos no se regaban con especial cuidado, no solamente no daban
fruta, sino que morían. Finalizó llamándolos a meditar en estos ejemplos que Dios había
puesto en la naturaleza, tan cercana a ellos. Luego prosiguió:
- Continuemos con la santa misa... Pónganse de pie.
El resto de la liturgia se observó con profundo recogimiento y fueron muchos,
incluido don Diego, los que comulgaron. Al final de la misa los instó a acercarse para
bendecirles los ramos que habían traído.
Antes de retirarse, insinuó el tema de la próxima prédica y se refirió a las
actividades religiosas de los días siguientes:
-Cuando nos volvamos a encontrar, queridos hermanos en Dios, hablaremos del
amor y respeto por los demás; por nuestros hijos, por nuestras mujeres, por los vecinos,
y... por las esposas e hijas de nuestros vecinos. No tengo que señalarles el respeto que
deben observar los días que vienen, en que recordamos el sacrificio y muerte de Nuestro
Señor,... quien con su entrega total nos salvó a todos nosotros, pues siempre he advertido
que es aquí, en los campos, donde más se veneran estos días sagrados... En cuanto al
46
siguiente domingo, después de Semana Santa, no tendremos misa aquí, por ser cuarto
domingo de abril. Aprovecho la ocasión para invitarlos a todos a acompañarnos, con el
entusiasmo típico de nuestros huasos y chinas, en la fiesta de Cuasimodo que
celebraremos en Santa Elisa.
Don Diego encontró que el curita realmente lo estaba intentando. Ojalá la gente lo
captara bien. Si se continuaba insistiendo en esa misma línea, tanto en las misas como
en las misiones y en las clases de la escuela, algo tendría que lograrse.
Mientras esperaba que el sacerdote se vistiera, se quedó reflexionando sobre las
palabras que éste dijera respecto de Semana Santa. Era cierto que la gente de campo
actuaba con gran recogimiento durante esos días. Las causas podían ser muchas como
temor, superstición, respeto a la muerte, pero era una realidad en todo el campo chileno.
Recordaba la verdadera revolución que se armó en el fundo de su padre cuando los
inquilinos sorprendieron a un gringo ateo, recién llegado a Río Claro, cazando en jueves
santo. Casi lo cazan a él con su propia escopeta, que ya le habían arrebatado. El pobre
gringo no entendía nada, mostraba su permiso de caza y daba a entender que era época
autorizada de caza. Del incidente, surgió la amistad entre ellos y cuando se veían en el
Club de Río Claro, el gringo recordaba con pavor la experiencia.
El cura y el hacendado se sentaron el uno frente al otro en la pequeña mesa, al
amor del fuego de la chimenea donde crepitaban gruesas raíces de espino. El fuego y la
lluvia creaban un acogedor ambiente invernal. El padre Andrés, después de bendecir los
alimentos, desayunó copiosamente, consumiendo, en orden, todo el repertorio matinal de
Ofelia: jugo de naranjas; frambuesas con crema; pan con mantequilla, con mermelada,
con miel, con jamón y con quesillo; huevos con tocino y dos tazones de café con leche.
Después de desayunar el sacerdote se puso la estola, y no aceptó que don Diego
se hincara para confesarse, por lo que se sentaron en los sillones, frente al fuego.
Se santiguaron y el padre le pidió que hablara con toda confianza.
- Mi principal fuente de caídas, padre, proviene de ser una persona
extremadamente sensual, como ya se lo insinuara la última vez que usted estuvo aquí.
Me cuesta gran esfuerzo lograr que mí espíritu domine mis sentidos. Necesito estar
permanentemente refrenándolos para no pecar, por ejemplo, de gula y lujuria. Disfruto
en forma anormal del buen comer y del buen beber... Si no tuviese fe, probablemente
sería un borracho obeso y libidinoso. Soy débil, padre, frente a las tentaciones de la
carne continuó el hacendado- . Probablemente el contacto permanente con la naturaleza
ha despertado excesivamente mis sentidos, especialmente la sexualidad. En mi juventud,
mientras estudiaba en Inglaterra, conviví con una muchacha durante varios meses... Esa
grave falta me atormenta hasta el día de hoy. No sé padre si me he arrepentido de ese
episodio. Mis recuerdos son, decididamente, tiernos y muy gratos; aun siento cierta
nostalgia.
- Don Diego- intervino el padre Andrés-, vamos por parte. Debo insistirle que
Dios nos otorgó los sentidos precisamente para disfrutar. Usted ha mostrado un sentido
positivo de la fe, al vivirla intensamente día a día. Eso, don Diego, incluye también el
gozo, disfrutar de los dones que dios nos ha dado: del sabor de la comida; de la belleza
de los parajes; de los olores de las flores; del agrado de sumergirse en un estero en los
47
días de estío y sentir el placer que provoca el agua fresca en nuestro cuerpo; del sano
goce del sexo, como expresión máxima y sublime del amor, aunque, entre paréntesis,
pocos en nuestra Iglesia lo entiendan así. No todo ha de ser trabajo, ni por muy
satisfactorio y gratificante que este sea, ni por el hecho de ofrecérselo a Dios. Debe
buscar un equilibrio, mi estimado don Diego. No reprimirse excesivamente.
- Si usted lo dice, padre...- respondió, no muy convencido, don Diego-.
- En cuanto a la sexualidad y su juvenil experiencia de convivencia- prosiguió el
cura- , debo decirle que usted está confundido respecto del arrepentimiento. Arrepentirse
no puede significar transformar, ni menos borrar, una realidad que tuvo su propia
existencia. Lo que disfrutó... lo disfrutó, y no hay forma de revertirlo. Su recuerdo, grato
e intenso en este caso, lo va a acompañar el resto de su vida. Ahora, que fue un pecado,
y grave, ¡Lo fue! Los pecados, mi estimado amigo, salvo los dictados por el rencor o el
odio, normalmente son gratos, si no, nadie caería en ellos. Lo realmente importante del
arrepentimiento es el firme compromiso, adquirido en el acto mismo de arrepentirse, de
hacer todo lo que esté de nuestra parte por no volver a caer. Sin embargo, desde que
fuimos expulsados del paraíso, somos esencialmente pecadores y lo más probable es que
volvamos a caer y... volvamos a arrepentirnos. Por ello Nuestro Señor estableció el
sacramento de la confesión. Pero, y esto es muy importante don Diego, por favor no
confunda el arrepentimiento con la necesidad de aborrecer lo que se disfrutó, eso es
imposible para la naturaleza humana. Si un cristiano peca al mirar con ojos lujuriosos a
una bella mujer, el arrepentirse de la lujuria no va a transformar en fea esa bella imagen.
Don Diego sintió un verdadero alivio con la interpretación que sostenía el padre
Andrés. El señor obispo nunca se lo había planteado así, ni ninguno de sus confesores
anteriores, desde la primera comunión. Personalmente, siempre había pensado que parte
del arrepentimiento era aborrecer el recuerdo grato de la falta. Así lo había entendido en
sus lecturas de la Biblia y de los escritos de los santos, en especial San Diego. Sin
embargo, le habían enseñado que sólo la Iglesia podía dictar la correcta interpretación.
Se dirigió nuevamente a su confesor:
- Gracias, padre,... me ha sacado un gran peso de encima.
- ¿Alguna otra preocupación, don Diego?
- Sí, padre. En el trato con mi esposa, cuando discrepamos, lo cual es bastante
frecuente, suelo ser muy duro. Hago serios esfuerzos por enmendarme, pero a veces creo
que, dado su carácter, es necesario que me ponga firme, si no, me avasallaría, y yo sería
culpable, por ejemplo, de que induzca a errores religiosos a nuestros colaboradores y,
muy especialmente, a nuestro hijo.
- Es un tema difícil, don Diego. Creo que usted actúa bien. Un hombre inteligente
siempre puede mejorar una relación sin necesidad de ceder en los asuntos cruciales; con
firmeza, pero con amor. Pero no creo que haya ningún pecado que absolver al respecto.
Un poco cansado y creyendo que lo más importante había sido dicho, don Diego
quiso poner fin a su confesión:
- Me parece que le he planteado lo más grueso, padre.
48
- En gran medida puede ser así, señor. Creo, no obstante, que ha caído en un
pecado, que dada la naturaleza del mismo usted es incapaz e reconocer como tal ... ¡La
soberbia, don Diego, …la soberbia! El sacerdote elevó la voz.-
- Pero, padre...- interrumpió con angustia el penitente yo jamás he sido soberbio,
ni altanero; con nadie. Es cierto que defiendo mis posiciones, pero respeto lo que
piensan o hacen los demás.
- No me refería a esa soberbia, don Diego. Hay muchos tipos de soberbia y la
suya es la más grave. Consiste en creerse superior al resto de los cristianos, más
asimilado a Cristo que la mayoría de nosotros. Cree que sus fuerzas para resistir el
pecado son superiores a las de los demás. ¡No hay peor falta que... sentirse un poco
Dios! Usted no está libre del pecado original, señor. Tiene que ser más humilde en su fe
y reconocer que es un pecador y lo va a ser siempre. Está muy bien su lucha contra
ciertos pecados y su apoyo en la oración. Pero... ¡Jamás! .... ¡Jamás!, crea que eso le
otorga una protección cierta. ¡Si el mismo Cristo dudó en la cruz! Recuerde: Elí, Elí
¿Lama sabactani?"... "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?"
Después de un largo y palpable silencio, don Diego musitó, francamente afectado:
- Gracias, padre,... gracias. Tiene usted razón;... toda la razón. Sólo puedo decir en
mi descargo que no me había percatado. Ahora que usted me lo señala, lo percibo
claramente y... me ocuparé de ello, padre..., me ocuparé de ello.
Me parece bien, don Diego. En penitencia, quiero que lea, en el evangelio según
san Mateo, la "Tentación de Jesús", versículos cuatro al once, y la "Crucifixión y muerte
de Jesús", versículos treinta y dos al cincuenta y seis;... medite sobre esas lecturas.
- Como usted diga, padre. Y gracias nuevamente.
El sacerdote puso término a la confesión y pronunció las siguientes palabras:
- Ego te absolvo in nomini Pater, et Filius...
El padre Andrés se excusó por tener que retirarse de inmediato, en vista de sus
compromisos parroquiales. No obstante, cuando iba a subir al coche se volvió y le
manifestó a don Diego:
- Después de Semana Santa, patroncito, invíteme un día a cenar. Me gustaría
conversar con más calma acerca de sus inquietudes religiosas.
- Encantado, padre. No sólo por el agrado de volver a disfrutar de su amena
compañía sino porque creo que lo necesito, usted se ha percatado de ello. Hoy día me ha
iluminado en asuntos muy importantes para mí.
- "Dios los cría y el diablo los junta", patroncito- retrucó el curita-. Que Dios lo
bendiga.
En el camino de regreso a sus habitaciones, don Diego cavilaba sobre el curita.
Realmente era un sacerdote que se las traía. A pesar de haberle hecho ver su falta de
caridad durante la cena del domingo anterior y su soberbia en la confesión de hacía poco
rato, tenía que reconocer que le agradaba cada vez más. Nunca había quedado tan en paz
consigo mismo después de una penitencia. Le recordaba esas confesiones de niño en la
capilla del colegio después de las cuales volvía a su asiento muy liviano. Se sonrío para
sí, pensando:
49
- Era que no estuviera en paz, me alivia de uno de mis mayores tormentos
respecto al pecado y, a cambio, me descubre dos faltas: la de la caridad, fácil de
remediar, y la de la soberbia, que no es más que exceso de severidad conmigo mismo.
Ofelia lo alcanzó en el corredor interior.
- Don Diego, perdone que lo interrumpa... sobre todo cuando se le ve caminando
contento y relajado como pocas veces, por lo que creo que vamos a tener que traer a ese
curita más seguido, pero hay bastante gente esperando la "audiencia".
- Voy, Ofelia,...voy. Déjame refrescarme en el baño y voy al salón. Espérame ahí.
Don Diego se instaló vestido de etiqueta, al costado de la gran chimenea, en un
sillón que Ofelia había virado, dejándolo de frente a la puerta del corredor por donde
entraría la gente. La lluvia continuaba incesante, sin variar, ni de ritmo, ni de intensidad.
- Hazlos pasar de a uno, Ofelia. Como siempre, las mujeres primero. Mientras
esperan, entretenlos con un matecito y unas "sopaipillas"45.
La primera en pasar fue una de las mujeres de los inquilinos antiguos de
Quillacahue. Gruesa, de mediana estatura, con un chal sobre los hombros y un moño
bien ceñido, en el cual destacaban blancos hilos de canas; tenía la estampa de una mujer
de trabajo y todo su ser denotaba una fuerte personalidad. Aunque aún buena moza, sus
facciones delataban que, cuando joven, debía de haber sido muy atractiva. Los grandes
ojos, casi negros, tenían una mirada directa y franca. Se paró delante de su patrón, bajó
ligeramente la mirada y, sin titubear, empezó a hablar.
- Perdone, su merced, que tenga el atrevimiento... Usted seguramente no me
reconoce... pero usted es mi patrón y yo soy su inquilina y... ¿A quien le voy a hablar de
mis desvelos, si no es a mi patrón?
- Te equivocas, hija- replicó don Diego-. Te recuerdo perfectamente bien; tú eres
la Etelmira, casada con Floridor Puentes; viven en la última puebla, hacia abajo, a orillas
del río y conversamos una vez cuando estabas cosechando en tu chacra.
- Benaiga46 que es fijado, su merced.... así no más fue, estaba cosechando porotos.
Pero no lo distraigo más, patrón, y voy derechamente al asunto que me preocupa...
Andan diciendo que usía va a traer pura gente nueva y que nos despide... a los de don
Hiriart...
- En primer lugar, hija- la detuvo don Diego-, franqueza se responde con
franqueza. Mientras yo sea patrón de este campo, no corren los "dicen que" o los "oí
que" o los "por ahí andan diciendo". El primer día que llegué aquí les canté claramente
como iban a ser las cosas. Las puertas de “Las Casas” están siempre abiertas para
ustedes... para lo que sea: una enfermedad, un parto, una necesidad, un problema en la
casa, un lío con los vecinos.... lo que quieran hablar conmigo; aunque sólo sea para
conversar. Por eso te agradezco que hayas venido a aclarar las cosas directamente. Yo
quiero mantener a todos los inquilinos de este campo. Por voluntad mía no voy a
despedir a nadie. Si lo hago va a ser por la propia voluntad del que se va...

45
Sopaipilla. Fritura de masa de harina con manteca, zapallo cocido y levadura. Se sirve, normalmente,
recubierta o empapada con chancaca.
46
Benaiga. Expresión típica chilena que significa algo así como "Por Dios". La frase significaría: Por Dios qué
es fijado usted.
50
- Perdone, su merced...- no pudo reprimirse Etelmira-, pero si ninguno de nosotros
queremos irnos... menos ahora que hay trabajo para los hijos. Si aguantamos tanta
miseria... para qué irnos ahora.
- Sí, Etelmira. Pero no basta con las ganas de quedarse. Yo no voy a echar a
nadie, te repito. Los que se vayan, se van a echar solitos. El inquilino que no cumpla sus
obligaciones o no se preocupe que sus "obligados" cumplan con las suyas, va a tener una
sola advertencia. Después, si no entiende... ¡Se va! Pero se va porque falló, no por
capricho mío.
- ¡Justo, su merced.... justo! Para qué decir una cosa por otra... Clarito patrón,...
clarito me queda. Y... para corresponderle franqueza con franqueza, me pegó justito en
los cachos, patrón. Para qué le voy a decir una cosa por otra... mis hombres se han caído
al vicio... Pero déjemelos a mí, no más, su merced. Yo los arreglo de un viaje. Usted no
se preocupe.
Etelmira comenzó a alejarse, retrocediendo.
- Hasta luego, patrón, muchas gracias, que Dios lo bendiga... ¡Ah!.. Me olvidaba;
veo que está haciendo potreros para el ganado. Si pone crianza,... aquí me tiene... La
mejor ordeñadora que hay entre Santa Elisa y Greda Negra; su servidora.
- Serás la primera, Etelmira... Ve con Dios.
A don Diego le quedaron varias cosas claras después de esta audiencia: primero,
que Etelmira iba a ordenar a sus hombres... ¡Los iba a ordenar, sin lugar a dudas!;
segundo, que con esta audiencia se acababa el problema con la mayor parte de los
inquilinos antiguos pues antes que terminara el día, todos y cada uno de los habitantes
de Quillacahue iban a conocer palabra por palabra la conversación y; tercero, que ya
tenía, para su futura crianza, la mejor ordeñadora de la comarca.

La segunda mujer que entró era Adriana Ortiz, venida de “Los Hualles”, casada
con uno de sus inquilinos más jóvenes y esforzados, del cual don Diego esperaba
mucho: Froilán Soto. Don Diego la conocía a ella desde pequeña, pues era hija de un
mayordomo del campo de su padre y había sido china en “Las Casas” en la época en que
él regresó de Europa. Bajita y maciza, no era muy agraciada, pero sí bastante inteligente
y capaz; era una de las pocas inquilinas que leía y escribía correctamente. Su casa
relumbraba de limpia y sus dos pequeños hijos siempre andaban compuestos y bien
vestidos. Cuando estuvo frente a su patrón, titubeó un poco:
- Buenos días, patrón... este... yo venía, su merced...
- Buenos días, hija -saludó don Diego, interrumpiéndola-. Por Froilán he sabido
que la crianza está bien, quizás sería tiempo de encargar otro, pero no tienes en los ojos
la mirada de embarazada. ¿En qué te puedo servir?
- ¡Ay! patrón, parece que es cierto lo que dicen de usted, que por los ojos conoce
cuando las mujeres están preñadas. Tiene razón, no estoy... aunque ganas no me faltan;
y... en parte por ahí va la cuestión que me trae a hablar con usted... aunque para Froilán
yo vine por asunto del sitio.
- A ver, a ver, Adriana; explícate.
51
- Bueno, su merced. La cosa es que Froilán hace rato que quiere hablar con usted
por asunto del sitio. Resulta que es más chico que el que teníamos en los Hualles y,
como usted sabe, yo siembro todo para la casa... y también para usted, pues, patrón. Se
acuerda que siempre le llevaba de lo que estuviera saliendo: perejil, cilantro, habitas,
porotos granados, lechugas, acelgas, espinacas, ... en fin, lo que fuera.. y también
huevitos y... su gallinita cazuelera de vez en cuando ...
- ¿Cómo no me voy a acordar, mujer?... Las mejores cazuelas que he comido.
- Bueno, patrón, el sitio se nos hace chico. Pero esa es la disculpa no más... Me
explico. Como Froilán sabe que yo me crié en “Las Casas” del fundo de su señor padre
y, por eso tengo confianza con su merced, le metí la idea de venir a hablar yo del sitio...
Pero esa fue la tapadera, porque el problema grave es otro y… por nada del mundo,
naiden,...pero ¡Naiden!, patroncito, puede saber por qué vine.... si no el remedio puede
salir peor que la enfermedad.
- Bueno, hija, lo del sitio ya lo sabía. Me di cuenta al recorrer el campo la primera
vez y lo confirmé cuando vinieron a hacer el plano. Personalmente les voy a marcar el
deslinde nuevo, de tal forma que quede del mismo tamaño que el resto de los sitios... o
incluso puede crecer un poquito.... por tratarse de ti. Pero, ¿qué es lo que realmente te
aflige, Adriana?
- Gracias, patrón, por lo del sitio, no esperaba menos de su persona y va a ver
cómo lo voy a tener bien provisto de sus verduras. Ahora, la verdad, verdad... lo que me
tiene jodida, su merced, es que el Froilán ya ni me mira... Hace como tres meses que no
me toca y... ¿Usted se acuerda cómo era? Parecía "potro de pesebrera"... Tenía que
andarme arrancando para que me dejara tranquila y poder trabajar... Si las dos criaturas
nacieron en poquito más de un año y medio. Ahora ni siquiera mi comida, que siempre
festejaba, le gusta... Es que se "empotó”47 con una tal Juanita, casada con un obligado de
don Reinaldo. Es conocida por lo puta, la niña esa, y el marido es tonto o se hace... Y
usted sabe, pues, patrón, que cuando los hombres se empotan ¡ Se empotan no más! y es
peor darse por enterada o llevarles la contra. Las mujeres, cuando tienen su refalón48 no
pasa de eso no más: unas cuantas revolcadas y a otra cosa. No se empotan como los
hombres. Y de verdad, patrón, yo no quiero perderlo. Es buen hombre, buen padre,
trabajador y no toma. Para qué le digo a usted que lo conoce mejor que naiden. Por eso
patrón, ¡Tiene que ayudarme! Si no me arregla esto usted ¿Quién?
Don Diego se quedó un tanto sorprendido por la franqueza y sabiduría de esa
mujer, que tomaba la sexualidad como muchas veces había observado en el campo, en
forma absolutamente natural -"como animalitos" habría dicho su esposa Rosaura- ; y eso
a él le parecía más sano que la actitud hipócrita de la gente de clase alta. ¿A cuántos
adulterios la sociedad de Río Claro les hacía la vista gorda? Y los culpables.... una
confesión, y vamos de nuevo. Estas mujeres de campo, además de ser más honestas,

47
Se empotó. Expresión muy usada en el campo cuando un hombre es atraído sexualmente, en forma
irresistible, por una mujer y, una vez iniciada la relación no puede abandonarla.
48
Refalón=Resbalón; se dice por aventura sexual.
52
eran más pragmáticas en su enfoque; daban mayor importancia a salvar su matrimonio
que a su dignidad herida. Y ¡Cuánta razón tenía respecto de la diferencia entre el
comportamiento masculino y femenino! Caviló un momento y, aunque el método que
iba a tener que utilizar no era muy santo, se decidió; sí, la iba a ayudar. Ambos se lo
merecían, tanto ella, como Froilán, a pesar de la estupidez de éste.
- Hija, tú me pediste reserva. Bueno, de acuerdo; escúchame bien: ¡No quiero que
nunca, a nadie, le vuelvas a mencionar lo que me has contado, ni lo que va a suceder!
Sigue haciéndote la ignorante de lo que pasa. Yo te lo voy a solucionar y... todo queda
entre tú y yo.
- Gracias, su merced. Yo sabía que podía confiar en mi patrón.
- Anda tranquila, hija... Todo va a andar bien.

Después de Adriana, don Diego atendió una serie de litigios: un problema de


deslindes entre dos pequeños propietarios del sector Greda Negra, que quedó de resolver
de acuerdo con los antecedentes que le proporcionaron y a la opinión que se formara
después de una visita al lugar, que haría lo antes posible, para lo cual les pidió tuvieran
toda la documentación de las propiedades; una partición, por herencia, de tierras
colindantes con la hacienda Las Becacinas, vecina de Quillacahue por el sur, la cual se
comprometió a fallar en la audiencia del próximo mes, y una disputa sobre la propiedad
de un ternero nacido de "robo", o sea, hijo de una vaca que había sido preñada sin la
voluntad de su dueño, por el toro de otro campesino, en la que don Diego otorgó, de
inmediato, la propiedad del ternero al dueño de la vaca. Otra habría sido su resolución si
el propietario de la vaca la hubiera hecho montar, intencionalmente, por el toro ajeno.
El último en entrar fue un muchacho de no más de quince años, hijo de Sofanor
Oyarzún, propietario de un campo de tamaño mediano, distante a una legua de
Quillacahue, hacia la costa. Después de saludar y presentarse le expuso su inquietud al
propietario de la hacienda:
- Yo tengo una idea, su merced, que quiero conversarle. Resulta que desde la
propiedad de mi papá a la ciudad de Constitución yo demoro, en una carreta con buena
yunta de bueyes, justo una noche. Como usted sabe, patrón, desde fines de diciembre a
mediados de marzo esa ciudad se llena de veraneantes ilustres venidos de todas partes:
los precios de todos los alimentos suben, pero lo que más sube, porque más escasea, es
la fruta. La "sandilla" la pagan entre cinco y diez veces más que lo que sacamos en
Santa Elisa...
El muchacho había hablado tan rápido que tuvo que detenerse para respirar.
- El campito nuestro tiene poco suelo suave, y sólo tenemos, para regar, un
poquito de agua de vertiente. Nunca puedo sembrar más de una tarea 49 y el rendimiento
es bajo... Se me ocurrió que su merced podría darme una media cuadra en medias para
sandías... yo sé que usted no está dando medierías a gente de fuera de la hacienda,
pero... le juro que no se arrepentirá, si hacemos la prueba... sólo por un año. Después
usted me dice si le conviene o no seguir. Yo ya aprendí el negocio, tengo buena semilla

49
Una "tarea" : 2.500 m2 = 1/6 de cuadra = ¼ de hectárea.
53
que he ido escogiendo año a año; sé al revés y al derecho todas las mañas del trabajo de
la sandilla50 y conozco los jutres que me la compran en Constitución.
Don Diego estaba sorprendido por el muchacho. El interés comercial, los
conocimientos y la ambición que demostraba, no eran corrientes en la gente de campo,
más dados a aceptar el destino que les tocara. Y... menos a su edad. Su experiencia le
indicaba que era difícil equivocarse con una persona así. A él el negocio de las sandías
no le interesaba, ni mucho ni poco; lo que si le atraía era la posibilidad de hacerse de un
muy probable buen empleado. Lo miró a los ojos y le preguntó:
- ¿Cómo te llamas, hijo?
El joven sostuvo la mirada y le respondió con orgullo:
- Sofanor Segundo, su merced,...pero todos me dicen Segundo.
- Mira, Segundo... Yo soy un hombre que siempre hablo clarito. Te confieso que
me has causado buena impresión. Por eso, y porque tengo muy buenas referencias de tu
familia, voy a hacer una excepción y te voy a dar media cuadra en mediería. Te voy a
observar personalmente y voy a ver si eres tan bueno como pareces. Ojalá no me
defraudes... ¡Ah!, y no andes por ahí alardeando de lo que conseguiste.
Al muchacho se le iluminó el rostro y le brillaron los ojos de alegría.
- Gracias, su merced... Es usted un hombre tan bueno, o mejor que lo que la gente
51
menta ... Mi papá me lo había dicho. Y no se preocupe, patrón... ¿Ahora lo puedo
llamar patrón, no es cierto?... Yo soy callado y no me meto con naiden... esto queda
entre usted y yo... No se va a arrepentir, patrón,... ya va a ver. Usted haga el contrato a
su modo y yo lo firmo... Yo soy "estudiado" y sé leer y escribir. Y... cualquier cosa en
que pueda serle útil... tiene su servidor.
- Anda tranquilo, hijo; prepara tus aperos y poco antes del "dieciocho" ven a
hablar conmigo para hacerte entregar tu media cuadra. Y... respecto del contrato, no
vamos a firmar nada, pues estoy seguro que la palabra de ambos vale y, si me llegara a
equivocar, pierdo más que lo que me puede garantizar un papel. ¡Ah!... te felicito por
haber estudiado.

Finalizadas las audiencias, don Diego pidió a Ofelia que hiciera pasar a Manuel,
quien siempre en estas ocasiones, esperaba en la cocina por si se ofrecía algo.
Manuel entró con semblante preocupado, pues siempre temía que en las
audiencias don Diego fuera demasiado condescendiente, especialmente con los afuerinos
y los inquilinos antiguos de Quillacahue.
Don Diego percibió de inmediato su inquietud y lo miró con una sonrisa
tranquilizadora.
- No, Manuel... Tu patrón no ha hecho ninguna chambonada.
- Pero, patrón -se mostró sorprendido el primer mayordomo- si no he dicho nada.
- No es necesario, Manuel, no es necesario. Te conozco demasiado bien.
- Bueno, patrón es que... con su perdón.... usted tiene corazón de alcachofa y,...
para peor ¡Después de misa! Y esta gente siempre viene nada más que a pedir.
50
Sandilla: Sandía
51
Menta= Comenta
54
Don Diego, poniéndose serio, le manifestó:
- No quiero demorarte más, Manuel; sólo dos cosas: una para cumplir de
inmediato y, la otra, para que la tengas en cuenta, aunque yo la voy a anotar. ¿Te
acuerdas que Juan Zuñiga necesitaba un peón para poner en la casa de la bocatoma, allá
arriba, en el Perquilauquén? Pues bien, dile que se lleve, esta semana, a Pedro Labrín,
con su familia, y los deje instalados de fijo allá. Las vituallas se le mandarán de acá o se
le dará dinero par que las compre allá arriba, en ese poblado de "Vertiente del Diablo".
No quiero ver a Labrín en Quillacahue, hasta que yo lo autorice.
- Bien, patrón- observó con una mirada maliciosa Manuel-. Muy sabias sus
disposiciones. A la Juanita, para que se le pase la "calentura", tendrá que sumergir el
traste en las aguas, heladas como la nieve, del nacimiento del río... Va a salir vapor...
Después tendrá que conformarse con lo propio...
Don Diego lo detuvo con voz de mando:
- No te solicité tus comentarios, Manuel. Obedece lo que te indiqué... y te
prohíbo.... escucha bien, ¡Te prohíbo! mencionar a nadie, ni a la Lastenia, palabra alguna
sobre este asunto.
- Perdón patrón... tiene razón... ¡Tiene toda la razón! -respondió compungido el
mayordomo-
- Lo segundo, Manuel, se refiere a ese muchacho Oyarzún, hijo de Sofanor
Oyarzún, uno de los pequeños propietarios que tienes trabajando en el terraplén. Le voy
a dar media cuadra en media para sandías. Tenemos que buscar un trumao liviano, que
se caliente con los primeros calores, para sacar fruta temprana y de buen sabor. Creo que
ese joven nos puede ser útil en el futuro, Manuel.
- Tiene buen juicio usted, patrón... Yo también le había echado el ojo. Esa familia
es de las pocas trabajadoras en esta comarca y el "cabro" parece que salió derechito.
Bien... patrón... bien; y... excuse lo de la Juanita...
- De eso no se habla más, Manuel. Gracias por haber esperado este rato. Nos
vemos después, mira que se ha hecho tarde y yo voy a almorzar. Y... supongo que tú
también.
- Sí, patrón,... provecho.

Don Diego disfrutó con verdadera fruición, bocado a bocado, su dominical


almuerzo, compuesto de cazuela de vaca, empanadas y,"suspiros de monja." en almíbar
de anís, todo acompañando de un áspero vino tinto de Quillón. Una vez satisfecho su
apetito y luego de tomarse un café, en vez de sentarse en su sillón favorito de la sala de
estar a dormitar un rato, se tendió en su cama, cubierto por un chalón de lana. Se sentía
plácido y satisfecho. Había sido una buena mañana de punta a punta; hacía mucho
tiempo que no estaba tan relajado y en paz consigo mismo. A ello contribuía la lluvia
que, en vez de aumentar en las primeras horas de la tarde, como era normal cuando el
temporal iba a proseguir, se había transformado en una leve llovizna que apenas se
percibía dentro del oscurecido dormitorio.
55
Ofelia se extrañó cuando dieron las cuatro de la tarde y aún no percibía señales de
su patrón. José Gacitúa, sorprendido también por la tardanza, escobillaba una y otra vez
la yegua y volvía a revisar las riendas, la montura y el brillo de las polainas. Ambos se
juntaron en la cocina a cebar un mate. La primera en hablar fue Ofelia como
correspondía de acuerdo con su posición:
- Está bien, Gacitúa, que algún día descanse un poco más el pobre hombre. Si lo
único que hace es trabajar, rezar, comer y dormir. Aunque trabajar siempre le ha gustado
y ahora está entusiasmado con este campo; pero, igual... no es vida... y menos para un
jutre joven, como él. La patrona Rosaura debería acompañarlo un poco más. Mal que
mal, el tren de Río Claro a Santa Elisa embroma52 menos de una hora, así que podría
venir, con el niño, perfectamente los sábados y domingos, e incluso algunos otros días
feriados.
- Parece, misia Ofelia, que la patrona es de otro carácter, más amistosa. Cuando
viene, le gusta traer a toda su tropilla de Río Claro. A mí me gusta, porque son alegres y
revoltosos, sobre todo los niños y niñas..., aunque tengo más trabajo con los coches, los
caballos y las monturas, más los encargos a Santa Elisa... Pero igual la casa se siente
más viva. La patrona iba más a Los Hualles, porque le quedaba cerquita de Río Claro y
podía ir y volver cuando quería.... con todo su séquito... Así creo que se dice, ¿no?
Ofelia y José interrumpieron su conversación al sentir los pasos de don Diego por
el corredor. José rápidamente se escabulló hacia la vara donde estaba amarrada la yegua.
- Buenas tardes, Ofelia. Parece que el almuerzo me amodorró y se me pasó la
hora.
- Está bien, don Diego... acuérdese que el domingo es día de descanso.
La lluvia había cesado del todo y los cúmulos moteaban un límpido cielo azul.
Antes de montar su cabalgadura, se dirigió al pluviómetro que tenía en el patio y
constató que habían caído treinta y cinco milímetros de agua. No cortaría el camino,
pero sí disminuiría la superficie que estaría lista para sembrar la semana subsiguiente. Se
conformó pensando que, como siempre en esa época la lluvia caída tenía un efecto
positivo, ya que había regado los pastos de los rastrojos y le ahorraba al menos un riego,
con todo el trabajo que ello implicaba.
Durante el resto de la tarde, don Diego recorrió, concienzudamente todos los
potreros que iba a sembrar, confirmando que tendría, al menos dos días de atraso. Habría
que disminuir en algo las siembras de trigo y cebada, pero sin dilatar la fecha de
iniciación. Comenzaría, tal como estaba planificado, el lunes veintidós de abril,
inmediatamente después de Semana Santa.
Cuando retornaba a “Las Casas”, la cima del azul cerro Quillacahue estaba
iluminada por inflamados arreboles, cuyos colores iban del rojo fuego al rosa pálido.
Ellos corroboraban su pronóstico de buen tiempo para los días siguientes, lo cual
acentuó su sensación de paz y alegre expectativa. El martes, si Dios no disponía otra
cosa, llegarían su esposa, su hijo y... su querida cuñada Elvira.

52
Embroma = Demora
56

Una estancia interesante

El lunes fue día de febril actividad en Quillacahue tanto en las labores domésticas
como agrícolas. Doña Ofelia, sus empleadas y sus chinas, además de preparar la
mansión para la llegada de la patrona, intentaban terminar, antes del miércoles, todos los
trabajos de conservación de alimentos para el invierno ya iniciado, ya que, desde ese día,
por respeto a los días sagrados, no se trabajaría hasta el lunes.
En el campo, por igual razón, se trataba de avanzar en todas las labores, muy
especialmente en los preparativos de siembra. Quiénes conocían a don Diego sabían
que, tal como lo había señalado, las siembras se iniciarían el lunes veintidós, contra
viento y marea...; si Dios no opinaba otra cosa.
Don Diego, en su deseo inconsciente de que el lunes transcurriera rápido, se
multiplicó en sus afanes. Desde muy temprano efectuó su rutina: la llavería, los corrales,
la cocina, la panadería, la fragua y la carpintería. En su reunión con los mayordomos
impartió innumerables órdenes perentorias, las cuales debían cumplirse antes del
feriado. Recorrió el terraplén en construcción, la viña y todos y cada uno de los potreros
de siembra. Almorzó más de prisa que lo normal. Su estado de excitación le impidió
dormir su tradicional siesta. Ni Ofelia, ni sus dependencias, se libraron de su nerviosa
inspección. Revisó las disposiciones para las copiosas comidas dispuestas para los días
sin restricciones, así como las especiales para el jueves y el viernes, en que debía
observarse ayuno y abstinencia.53
A la caída del sol, cuando regresaba de su recorrido por el campo, efectuó la
reunión vespertina con sus mayordomos y, posteriormente, se dirigió a orar a la capilla.
Rogó con recogimiento para que todo resultara bien, especialmente que los días de
intimidad con su esposa e hijo fueran gratos, aprovechando la adecuada combinación de
días de esparcimiento y alegría, con días de meditación y recogimiento, tan propios de
las vacaciones de Semana Santa.
El martes amaneció con esas típicas brumas otoñales, que dibujan un encaje gris
con los contornos del paisaje, mientras un pálido sol trata de entibiar el traslúcido
ambiente.
Don Diego, una vez dispuesto el trabajo, fue a inspeccionar los coches que irían a
Santa Elisa. Tendrían que ocupar dos para acomodar a Rosaura, Diego, su cuñada Elvira
y su marido, el notario Jaime Donoso. Él mismo conduciría uno de los carruajes, en el
cual regresaría con su esposa y sus cuñados. José Gacitúa conduciría el otro, en que
viajaría su hijo Diego y el equipaje. Permitiría que al regreso, Dieguito condujera el
segundo coche, a sus trece años eso sería motivo de especial orgullo para él y un
excelente inicio de su asueto.
53
En esa época el sábado de Semana Santa se consideraba día de Gloria, como lo es hoy el domingo.
57
En el trayecto de Quillacahue a Santa Elisa, el sol quemó la niebla y comenzó a
soplar una suave brisa del sur. No hacía ni diez minutos que los coches habían llegado,
cuando la enorme locomotora a vapor, arrastrando el tren procedente de Río Claro, entró
bufando a la estación. Don Diego sacó su reloj de bolsillo y comprobó la puntualidad del
tren; llegó a las once clavadas.

Mientras José Gacitúa recibía el equipaje, don Diego subió al tren y ayudó,
cortésmente, a descender a las damas. Después de instalarlas en el coche, pudo
dedicarse a su hijo. Lo abrazó efusivamente y le habló con cariño:
- No sabe cuánto me alegra verlo y contar con unos días para que estemos juntos.
Aunque he estado muy ocupado-continuó don Diego, con los ojos un tanto brillantes-.
Me he acordado mucho de usted y lo he extrañado mucho.
Yo también, padre, he pensado mucho en usted... Su presencia me hace mucha
falta- respondió el niño, mientras su padre le mecía los cabellos-. Tenemos mucho que
conversar.
- Así espero, hijo. Vamos andando, usted se hará cargo de conducir el segundo
coche. Hágalo con cuidado, mire que el camino está muy malo.
- No se preocupe. Usted sabe que yo y los caballos siempre nos hemos entendido.
Lo veo en “Las Casas”, señor.
Durante el trayecto de Santa Elisa a Quillacahue, doña Rosaura, so pretexto de
informar a su marido de todo lo sucedido en Río Claro durante el mes de su ausencia,
acaparó la conversación. Don Diego, sin prestar mayor atención a sus relatos, la miraba
embelesado. Le encantaban sus modales y gestos al relatar distintos episodios, jugando
con las manos y los ojos, como una verdadera actriz. La encontró aún más bella y
atrayente que la imagen que guardaba del último día en que estuvieron juntos.
- En realidad es reina por derecho propio- razonó en su fuero interno- y a pesar de
todas nuestras discrepancias y de su difícil carácter, debería considerarme un hombre
afortunado al haber conseguido a Rosaura como esposa.
Sentía que su deber era ser tolerante con ella, cuidarla y protegerla para que sus
propios yerros no le provocaran sinsabores. Sin embargo, había algo, algo difícil de
definir que enfriaba, en cierta forma, su cariño hacia ella. Era como una nube creciente,
en un día que había amanecido como diáfano. No sabía si era el convencimiento, al que
había llegado hacía ya un tiempo, de que no podía confiarle sus pensamientos íntimos ni
sus proyectos, porque lo que para él era importante, para ella era nimio... O percibir, con
absoluta certeza, que ella nunca coparía su imperiosa necesidad de cariño y ternura con
la constancia y pasión que él necesitaba.
Doña Elvira miraba con atención y algo de asombro a su cuñado. Ella lo conocía.
¡Por Dios que lo conocía bien! Era un hombre inteligente, culto, de pensamiento
profundo; ¿Quizás un poco torturado por su exagerada religiosidad?, muy inquieto y
trabajador como pocos. ¿Por qué designio, incomprensible para muchos, Diego había
tenido que enamorarse de Rosaura, que jamás lo entendería? cavilaba Elvira, -¿Por que
demonios se me ocurrió ir a pasar una temporada con mi hermano Antonio y mi cuñada
58
Eugenia a La Serena, justo cuando Diego conoció a mi familia?-. Si ella hubiera estado
en Río Claro en aquellos días... sería ahora su esposa. Elvira, que conocía mejor que
nadie a Rosaura, sabía que ésta jamás comprendería el rechazo de Diego a la vida
somnolienta de la sociedad de Río Claro, ni sus ambiciosos proyectos agrícolas, ni su
posición religiosa y, por lo mismo, no sería nunca su compañera de senda.
Los vaivenes del coche, al cruzar la última quebrada antes de llegar a “Las
Casas”, sacaron a doña Elvira de su estado de ensoñación. Se percató de que don Diego
la miraba fijo, con una enigmática sonrisa en los labios, mientras Rosaura continuaba
hablando. Ella sostuvo la mirada de su cuñado con franqueza, insinuando en su rostro
una expresión inquisitiva. ¿Cuánto rato llevaría Diego observándola?, pensó Elvira con
una mezcla de inquietud y complacencia... ¿Habría leído sus pensamientos?
Al ingresar el primer carruaje, conducido por el hacendado, al sector de “Las
Casas”, ya la servidumbre se encontraba formada en la escalinata principal. Ofelia
presidía el grupo, seguida por María, cuatro empleadas más, cinco chinas y, al costado
izquierdo, José Gacitúa y Cayetano Gatica, prestos a ayudar a descender a los pasajeros
y, posteriormente, a trasladar el equipaje.
La imponente visión de la casa, con su expectante. servidumbre formada al más
puro estilo inglés, llenó de orgullo a doña Rosaura, quién se enderezó en su asiento,
adquiriendo la más regia de sus posturas.
- Al menos este campo tiene la ventaja de esta espléndida mansión y hay que
reconocer que Diego sabe conducir a sus empleados- meditó esposa del hacendado.
El mismo cuadro despertó reacciones muy distintas en los demás pasajeros. Doña
Elvira reflexionó, con cierto dolor, en lo feliz que podría ser ella viviendo ahí con don
Diego; Jaime, su marido, pensó en las ampliaciones que debería hacer en la casa de su
chacra y en la posibilidad de solicitar a don Diego que le consiguiera personal para
mejorar su servicio; y, a este último, lo hizo pensar en la lealtad de su servidumbre y la
enorme labor que le quedaba por delante, pues esperaba que, en pocos años, todo
Quillacahue diera tan buena impresión como la casa que, mal que mal, no era obra suya.
Después del delicioso y contundente almuerzo con que los recibió Ofelia, todos, a
excepción de don Diego y su hijo, se retiraron a sus respectivas habitaciones. Don
Diego, luego de su breve siesta en la salita de estar, se dirigió hacia las cabalgaduras,
donde ya lo esperaba Dieguito en animada charla con José Gacitúa, mientras cepillaba
cariñosamente a su caballo azabache, el Duende, regalo de su padre.
Durante la tarde recorrieron las diversas labores, mientras el orgulloso padre iba
explicando a Dieguito las siembras que iba a realizar y sus proyectos de regadío,
empastadas, plantaciones forestales, renovación y plantación de viñas y el
establecimiento de una importante crianza de ganado. Era tal el entusiasmo del
hacendado y tan vívidas sus descripciones que el muchacho visualizaba, en su
imaginación, los nuevos caminos con sus altas alamedas, los sauces bordeando los
canales y esteros, los piquetes de pinos y aromos, las doradas vides cubriendo los suaves
lomajes y los rebaños pastando en los verdes potreros.
Se detuvieron en la construcción del terraplén, donde reinaba una febril actividad,
y desmontaron para recorrerlo a pie. Después de explicar a Dieguito los objetivos de la
59
obra y los beneficios que ella acarrearía, don Diego, sentándose en una carreta averiada,
se dirigió a su hijo:
- Siéntese, Diego, y cuénteme de su vida en Río Claro, mire que hasta aquí todo lo
he hablado yo.
El niño, no obstante el respeto y admiración que sentía por su padre, sabía que
podía hablar con confianza:
- Bueno, usted sabe como son las cosas, papá. En el colegio no he tenido
problemas, al contrario, me gusta, es muy entretenido. Me enseñan muchas cosas,
puedo sacar libros de la biblioteca y tengo amigos. Siempre trato de quedarme a jugar
después de las clases, pero a mi mamá no le gusta y manda a la dueña de casa, la señora
Angélica, a buscarme.
- Desde muy chico, Diego, a usted le gustaron los libros- intervino el padre- era
muy curioso, tomaba cualquiera y pasaba largo rato ojeándolo. De hecho, usted
prácticamente aprendió solo a leer y escribir; imitaba las letras de los libros y preguntaba
sus sonidos.
- Así es, papá, por eso estoy contento en el colegio. La casa es la parte que me
aburre cuando usted no está. Usted sabe que me gusta estar en mi pieza leyendo o salir a
jugar. Yo, a la mamá la quiero mucho... ¡Es tan bonita!, pero pasa todo el tiempo encima
de mí: “Dieguito arréglate la ropa”, “Dieguito ven a acompañarme”, “Dieguito es la hora
del rosario”, “Dieguito vamos a la novena”, “Dieguito no salgas a jugar con esos niños,
que no son como tú”. Lo otro, papá, es la cuestión de la Iglesia. Usted sabe que, desde
que hice la primera comunión, el año pasado, yo comulgo todos los días, de lunes a
sábado en el colegio y los domingos en la catedral. Me confieso al menos una vez en la
semana y rezo siempre antes de acostarme. Tengo mucha fe en Cristo y amor a la Virgen
María, pero, papá, ¡Yo no quiero ser cura! y ella me obliga a rezar pidiéndole a Dios que
me llame, que me escoja, dice ella. Habla todo el día con sus amigas de la vocación de
Dieguito; de que este niñito va a ser un santo.
- Por favor, hijo -intervino don Diego con calma, pero con el disgusto reflejado en
el rostro- , usted no se preocupe por eso. Yo, como padre suyo, le garantizo que, a su
correspondiente edad, usted va a decidir lo que quiere hacer de su vida. Voy a hablar
con ella al respecto. Si después de mi conversación, cuando regresen a Río Claro, ella
vuelve a insistirle, como me temo sucederá, dígale con buenas palabras, sin insolencias,
lo que usted piensa.
- Lo hago señor, y usted no sabe el lío que se arma- replicó afligido Dieguito-.
Dice que soy un mal agradecido, que si no escucho el llamado de Cristo es porque soy
pecador; quiere que le cuente mis confesiones. Cuando me arranco para mi pieza, llega
llorando y me pide que la perdone, que ella sabe que soy un niño bueno, pero que soy
muy chico para entender el regalo que me hace Dios al llamarme al sacerdocio.
Después, manda a buscar a mi tía Elvira y tienen unas tremendas discusiones. Mi tía es
muy buena conmigo, así como mi abuelita Rosa Ester. Ellas me consuelan después de
las pataletas de mi mamá y siempre están preocupadas de mis cosas. Me dicen lo mismo
que usted, que al final voy a ser yo el que voy a decidir. Desgraciadamente, la abuelita
está cada día más enferma y yo trato de evitar que sepa, porque se altera mucho.
60
Don Diego estaba con el rostro contraído por el dolor, la rabia y la sensación de
impotencia que le provocaba el enterarse de lo que, en el fondo, sabía de antemano.
Reflexionaba sobre cómo encarar el problema, ya que tenía que poner coto a esta
situación que podía traer repercusiones graves en la vida de su hijo, la más probable de
las cuales sería la pérdida de la fe. El conocía, directamente y por su casi viciosa afición
a la lectura, de muchos casos similares que habían tenido ese doloroso final. Su cariño
por Rosaura chocaba frontalmente con el amor hacia aquel hijo, tan afín a él mismo, y
que era la bondad personificada. Tratando de calmarlo, se dirigió a él:
- Yo voy a afrontar el problema, hijo mío...
- ¡Padre, no le vaya a decir a mí mamá lo que le acabo de contar! -reaccionó de
inmediato Dieguito con expresión de angustia-. Yo quiero a mi madre casi tanto como a
la Virgen, no me gustaría lastimarla.
- ¡Tranquilo hijo! ¡Tranquilo! Déjeme el asunto a mí. Como conozco a su madre
diría lo que usted me contó. Estoy seguro de que ella va a plantear el tema de su
pretendida vocación. Dieguito usted sabe, que yo también la quiero, y mucho; así es que
manejaré el asunto con cariño y respeto hacia sus opiniones, tratando de no herirla,
dentro de lo posible. Y usted, también debe ser muy cariñoso con ella. Le prometo que
en la medida que el trabajo me lo permita, voy a procurar que pasemos más tiempo
juntos, aquí o en Río Claro. El primer fin de semana después de Semana Santa vamos a
tener una cacería y usted va a participar. Ya verá a medida que sea más grande, podrá
venir más seguido al campo.
La conversación provocó un ambiente cordial y alegre entre padre e hijo. Tanto
así, que al entrar al potrero Las Pataguas, Dieguito retó a su padre a una carrera en
diagonal hasta la puerta de La Viña. El Duende y la Avellana se lanzaron a todo dar; las
patas de los caballos parecían aspas que no tocaban el suelo. Don Diego sintió la fuerza
y el zumbido del viento que le arrastraban, con su fuerza, las lágrimas por los costados
de la cara, lo que le provocaba una sensación de júbilo que lo transportaba, sin transición
alguna, a su niñez. Miró a su hijo y percibió que estaban hermanados por el mismo
gozo…; era la felicidad plena! Vio acercarse vertiginosamente la puerta de La Viña
sabía que Dieguito no cedería en su afán de ganar e intentaría saltar la tranca, lo cual
representaba un riesgo aunque estaba enterado de que el niño lo hacía con peligrosa
frecuencia, prefería no ver la proeza, menos a esa velocidad. Sin que se notara, refrenó
suavemente su cabalgadura con la rienda izquierda, retardándola en su carrera.
- Basta hijo, basta. Me derrotó limpiamente- manifestó don Diego, con la voz
entrecortada por la agitación producida por el esfuerzo de la carrera-.
Dieguito, metros antes de la puerta inició un giro e hizo un redondel con el estribo
izquierdo a centímetros del suelo para detener limpiamente su caballo.
- Bien hijo, muy bien; estás montando espléndidamente... Te vas a lucir en las
zorreaduras.
- Hijo suyo, no más, señor. Usted sabe que no le habría ganado si no le quita, en
los últimos metros, carrera a la Avellana- respondió respetuosamente Dieguito, con una
pícara sonrisa por haber sorprendido la maniobra de su padre
Llegaron a “Las Casas” cuando doña Rosaura, doña Elvira y don Jaime habían
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terminado de tomar onces y se paseaban tranquilamente por el parque. Los tres, al sentir
el tranco de los caballos, interrumpieron su conversación y fijaron la mirada en el cuadro
que formaban los dos jinetes ingresando al recinto sobre sus cabalgaduras, aún excitadas
y briosas por la carrera. Padre e hijo eran la viva imagen de la gallardía e irradiaban
felicidad; ambos se observaban con mutua admiración.
Doña Rosaura se inquietó al sentir como la viril imagen de su esposo tensaba todo
su cuerpo, sensación que pasó rápidamente a segundo plano al observar a su hijo; éste
detentaba la misma estampa del padre, suavizada por un aura de bondad; aura que ella
no veía en don Diego.
Una vez finalizada su breve reunión de trabajo con sus mayordomos, al término
de la jornada, don Diego invitó a su esposa a acompañarlo a su tradicional visita
vespertina a la capilla. Hincados, cada cual en su reclinatorio, oraron al unísono:
- ¡Oh, dulcísimo corazón de Jesús! Humildemente os encomendamos, en esta
noche, nuestro corazón y nuestro cuerpo para que en Vos dulcemente reposen....
- Jesús, José y María, os doy el corazón y el alma mía. Jesús, José y María,
asistidme en mi última agonía. Jesús, José y María, recibid, cuando expire, el alma mía.
En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, Amén.
Después de orar, doña Rosaura le pidió que la acompañara a la sacristía, con la
excusa de revisar los armarios en que se guardaban las diversas casullas, escalas,
candelabros, misales y demás artículos propios de la capilla.
No bien entraron, encaró a su esposo:
- He sabido, Diego, que usted llegó a un acuerdo con el párroco de Santa Elisa
para la realización de misas en Quillacahue, lo cual me parece muy bien. Me hubiera
gustado, eso sí, enterarme por usted y no por terceras personas; mal que mal, soy su
esposa y juntos hemos asumido nuestras obligaciones religiosas en esta hacienda.
- Me alegro que traiga a colación el punto Rosaura- replicó prestamente el
hacendado- . Que más quisiera yo que poder conversar y resolver estos asuntos, y...
muchos otros, junto a usted y contar con su consejo y apoyo. Desgraciadamente, usted
me acompaña mucho menos de lo que yo quisiera en el campo y yo, como usted muy
bien sabe, tengo poco tiempo para ir a Río Claro; sobre todo en ciertas épocas del año de
trabajo muy intenso. Usted no sabe, Rosaura, cómo he rogado a Dios y a la Virgen
María, para que ceda usted un poco en su posición respecto a su permanencia en la
ciudad y comparta más conmigo aquí, en nuestra tierra. Dieguito ya está más grande y
Elvira, que lo quiere mucho, se puede ocupar de él, si usted viniera los fines de semana.
Muy pronto vamos a contar con teléfono y podrá estar en contacto con la casa de Río
Claro cuando se encuentre aquí y...
- Diego, es usted el que debería estar más en la ciudad- interrumpió su esposa-,
asumiendo primero, como Dios manda, su papel de esposo y padre y, después, el rol que
por inteligencia, educación... y por el hecho de ser mi esposo y yerno de mi padre, le
corresponde en la sociedad rioclarense. Usted sabe que, a pesar de esta extravagancia
suya de dedicarse personalmente a dirigir todo el trabajo del campo, descuidando sus
obligaciones con la gente de Río Claro, ellos lo tienen en gran estima y lo respetan
mucho. Se ha hablado de, su posible presidencia del Club Social e incluso de una
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candidatura a diputado en las elecciones del próximo otoño, y todo el mundo la da por
un hecho su aceptación al cargo de director del Banco de Cauquenes que le han
ofrecido... Pero no me pida que me venga a enterrar al campo, ese no es el papel que a
mí me corresponde. Tengo, por herencia familiar, responsabilidades con la gente de mi
clase y eso, aunque usted discrepe ahora, lo sabía antes de pedir mi mano.
- Rosaura, la gente de Río Claro me tiene respeto y me aprecia, precisamente,
porque soy lo que soy -se defendió don Diego-. Bueno, pero eso es otra cosa. Lo
realmente importante es la relación entre nosotros dos... -el adusto semblante de don
Diego se suavizó irradiando una conquistadora sonrisa-. Usted tiene razón; yo no sólo
sabía con quién me casaba, sino que estaba fascinado con usted; y lo sigo estando, a
pesar de las dificultades para comprendernos. Espero no arrepentirme nunca de que
usted me haya aceptado como su esposo. Tenemos que tratar de conciliar nuestras
distintas maneras de ver las cosas. Yo realmente deseo, a medida que la hacienda vaya
caminando, poder estar más con usted y con el niño. Si logro mejorar el camino de Santa
Elisa a Quillacahue compraré un automóvil que me facilite ir a la ciudad. Sin embargo
-continuó el esposo- ambos tenemos un compromiso cristiano con la gente de este
campo y su vecindario. Con el padre Andrés hemos trazado planes para realmente
incorporar a nuestra gente a una vida religiosa activa, que les permita superarse...
- Cuidado con ese curita, Diego- interrumpió doña Rosaura- , tiene fama de
revolucionario y... junto con usted que, perdóneme, pero es un tanto idealista, por no
decir ingenuo, pueden llegar a ser una mezcla peligrosa. ¡A nuestra gente humilde hay
que protegerla! ¡Somos nosotros los que tenemos que salvarlos! Ellos son como
animalitos, medio salvajes. Necesitan, para llevar una vida cristiana, respetar y temer a
Dios. Si no logramos inculcarles el terror al infierno y la necesidad de ser humildes y
sumisos para ganarse el cielo, ¡Jamás van a comportarse como deben! Por favor, no
piense que ellos van a entender la religión como una forma permanente de vida, como la
entiende usted y unos pocos católicos ingenuos más. Sinceramente Diego, yo estoy en
una posición intermedia porque no creo ser capaz de alcanzar la Salvación Divina por mi
propio esfuerzo, salvo que dedique mi vida a ello, que sea mi motivación principal,
renegando de mi misma y de los placeres que el mundo me ofrece, rezando mucho y
ayudando a salvarse a los incultos.
Don Diego comprendió que, le gustara o no lo que pensaba su esposa, ella era
sincera. No debía contradecirla ahora que, por primera vez, había confiado en él en un
tema tan sensible. Resolvió no discutir y reservar fuerzas para el asunto de Dieguito.
Total, en el campo iba a hacer lo que él quisiera; incluso, si actuaba con astucia, sin
necesidad de tener conflictos con Rosaura.
Cuando salieron de la capilla, don Diego tomó de la mano a su esposa, quien
respondió a su contacto e inclinó con ternura su cabeza sobre el pecho del hacendado.
Así, muy pausadamente, iniciaron el regreso a la casa, sin percatarse del frío que había
aumentado con la caída de la noche. A la luz de la luna creciente, ambos jóvenes
sintieron el llamado ancestral del deseo. Antes de ingresar a la casa y semiocultos por un
inmenso olmo, se entregaron a un apasionado beso, que les permitió regocijarse en el
contacto de sus cuerpos. Don Diego acarició la cintura de su esposa, sintiendo la firmeza
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de su suave vientre y percibiendo, a través de su ropaje, la tersura de su piel. Llevado
por su pasión, tanto tiempo reprimida, deslizó su mano derecha por las firmes nalgas y
muslos de Rosaura, atrayéndola hacia sí y, como esperaba, percibió la rápida y positiva
respuesta de su pelvis. Súbitamente, su esposa con la respiración agitada, lo apartó con
fuerza y musitó con dificultad:
- Por favor, Diego,... compórtese. Parece que el vivir tanto tiempo entre los
animales y esta gente, que no saben controlar sus instintos, lo ha afectado.

El hacendado, con una maliciosa sonrisa en los labios que, a pesar de la luna, ella
no pudo ver, guardó silencio y reflexionó: “Desea la culminación de nuestras caricias
tanto como yo. Sin duda alguna, esta noche buscará pretextos para que yo acuda a su
dormitorio y disfrutará, sin reconocerlo, de nuestro amor... Pero después, pobre mujer,
va a estar llena de remordimientos y recriminaciones, ¿Cómo no voy a poder ayudarla?".
En realidad, para ser justo, pensó don Diego, él tenía un problema similar, aunque
en menor grado al temer al predominio de su sensualidad sobre su espíritu, problema que
estaba superando con la ayuda y las recriminaciones del padre Andrés. No obstante, él
nunca había considerado a las relaciones sexuales dentro del matrimonio como
sensualidad pecaminosa, por libidinosas y apasionadas que ellas fueran.
Después de la cena, todos se acomodaron en torno a la chimenea, salvo Dieguito,
que se había retirado a la cocina a departir con Ofelia y su corte de mozos, empleadas y
chinas. Allí, además de ser regaloneado por todos, disfrutaba escuchando las
innumerables historias y cuentos campesinos que, por estos días, se centraban en las
supersticiones de Semana Santa; especialmente, relatos de los atroces castigos que
recibían los que no respetaban el sagrado duelo.
En el gran salón, al amor del fuego, la conversación la llevaban doña Rosaura y
don Jaime en torno a los acontecimientos presentes y futuros de Río Claro. Repasaban
las familias "aristócratas" y los cominillos pertinentes a todas y cada una de ellas:
noviazgos, bodas, nacimientos, matrimonios, infidelidades reales y supuestas, conflictos,
herencias, elecciones del directorio del Club, nombramientos eclesiásticos, posibles
candidatos al parlamento del año siguiente y, en fin, todo el acontecer de su pequeño
mundo.
Don Diego y Elvira estaban ausentes del parloteo, él saboreaba muy lentamente
un coñac y fumaba un cigarro negro; Elvira paladeaba un oporto.
El dueño de la hacienda observaba discretamente a su cuñada. Era tan bella como
Rosaura, pero sin lugar a dudas de una sensualidad más abierta la cual, estimulada
como lo merecía, podía llegar a ser desenfrenada; pero era obvio que eso no podía
suceder con el papasnatas de Jaime. Además, era más equilibrada y tranquila que su
esposa. Agradeció a Dios por la existencia de Elvira y su inapreciable ayuda en sus
conflictos familiares, especialmente al preocuparse de Dieguito. Al momento sintió un
perlado sudor frío en su frente. Con pavor intuyó, como ya le había sucedido en
ocasiones anteriores, que el afecto por su cuñada podía ir más allá.

“No, ¡Dios mío! ayúdame a refrenar esa semilla de deseo carnal, que sobrepasa el
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aprecio fraterno que creí tener por ella", rogó don Diego, pero sabía que su situación
familiar lo hacía vulnerable al cariño y a las atenciones de Elvira. Se sintió confundido
al pensar en el reciente episodio con Rosaura a la luz de la luna. ¿Acaso se estaban
descontrolando sus sentidos?... ¿Tendría razón su esposa y se había contagiado del
sensual contacto con la naturaleza? En su fuero íntimo sabía que no era así. Hacía
tiempo que estaba consciente de que la atracción por su cuñada era más profunda de lo
que él, como cristiano, desearía, Aun así, siempre trataba de convencerse a sí mismo de
que sólo era cariño y, bueno; la atracción normal que ejercía sobre él una mujer joven,
bonita e inteligente.
Su cuñada lo contemplaba con atención y pensaba para sí: - ¿Cómo Diego, siendo
tan perspicaz, no se percata de mi creciente amor por él, y de cuán feliz lo habría
acompañado en Quillacahue o en cualesquier otra aventura?-.
Dentro de su ansiedad sabía que no estaba razonando en forma sensata. Los
hombres, por inteligentes que fuesen, no eran lógicos para enamorarse y a Diego, sin
lugar a duda, le atraía lo difícil, Rosaura era un desafío más para él. Desgraciadamente,
temía.... sí, temía, porque su amor por él era de aquellos que sólo buscan la felicidad del
ser amado, aunque fuese en los brazos de otra, temía que, a pesar de todos los esfuerzos
de Diego, Rosaura sólo le acarrearía dolor y sufrimiento. Pero también sabía como si
fuera un destino ineludible, que allí estaría ella, amándolo sin que él lo supiera,
dispuesta a mitigar, en lo posible, los sinsabores que le causaría su hermana. Por el
momento lo estaba ayudando con Dieguito, de quién se había encariñado
profundamente, tanto por él, como por lo que el niño significaba para Diego.
"¡Qué curioso triángulo!", caviló con tristeza y dolor. "Diego tratando de cuidar y
proteger, de sí misma, a Rosaura, su esposa; y yo, trato de proteger a Diego y a su hijo
de Rosaura mi hermana, a quien quiero entrañablemente y también protejo. Es que
Rosaura tiene una capacidad, casi demoníaca, de despertar cariños que ella nunca
privilegia en forma adecuada, no porque no quiera ¡Porque no puede!".
Doña Elvira volvió los ojos hacia el fuego y luego miró a Jaime, su esposo. Tenía
facciones un tanto redondeadas, nariz aguileña, grandes ojos pardos y unos ondulados
cabellos castaños. En conjunto era más bien buenmozo, aunque la doble barba, la escasa
vida de esos grandes ojos y la pujante barriga en un cuerpo de mediana estatura, le
dieran un aspecto poco viril, si bien muy formal, debido, en parte, a su siempre elegante
vestimenta. Era un buen hombre, sin ambición ni pasión alguna, que pasaba por la vida
navegando con bandera de tonto, sin serlo en absoluto. Era, simplemente, de otra estirpe.
Su interés se centraba en el dinero y lo que con el podía conseguir, de acuerdo a sus
particulares inclinaciones: una vida plácida, cómoda, sin sobresaltos ni emociones; una
buena casa en una linda chacra en las afueras de Río Claro; buena lectura; buena música;
amistades; reconocimiento de su bonhomía por la sociedad rioclarense; vida de Club
Social; el mejor y más caro automóvil de la ciudad y una bella esposa que lo atendía y
acompañaba, permitiéndole, además, satisfacer sus muy poco frecuentes y
desapasionadas necesidades sexuales. Elvira estaba convencida de que la incapacidad de
su marido para engendrar hijos era más una actitud mental que un problema fisiológico,
pues la presencia de ellos alteraría el perfecto y apacible equilibrio de su existencia. En
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el fondo, concluyó ella, era un hombre egoísta hasta la médula, que tenía la inteligencia
de conseguir lo que quería sin tener, nunca, conflictos con nadie. Su pequeño bienestar
era lo más importante en su vida y Elvira sabía contribuir a él. Ella obtenía, a cambio, un
cómodo sitial en la sociedad de Río Claro, desde el cual podía dedicarse a sus
verdaderos intereses: don Diego, Dieguito, Rosaura, la religión, sus obras de caridad y la
lectura.

- Bueno- dijo doña Rosaura alzándose de su silla-, el día ha sido largo y es hora
de retirarse.
Besando en el aire las mejillas de su hermana y su cuñado, con una autoritaria e
inconfundible mirada, los invitó a retirarse.
- Que descansen y que Dios bendiga vuestros sueños.

Una vez que quedó sola con su marido, llamó con una campanilla a Ofelia para
que le llevara al salón íntimo una leche tibia con unas gotitas de coñac, y también le
indicara a Dieguito que era hora de dar las buenas noches y acostarse. Al dirigirse a su
marido, con la coquetería expresada en el brillo de los ojos e insinuada en la sonrisa de
su boca, le preguntó.
- ¿A usted se le ofrece algo, Diego?
- Gracias, Rosaura, sí...- le respondió y se dirigió a Ofelia-. Llévame otro coñac en
una copa chambreada. Mañana, Ofelia, el desayuno para mí a la hora de siempre…

Mientras se dirigía a la cocina, Ofelia meditaba:


"Ojalá que la señora le permita sacarse los ardores a este caballero. Es muy joven
para estar tantos días sin mujer. Si por mí fuera, le buscaría una china de cuerpo bien
ceñido y bien dispuesta, como esa Uberlinda, hija de Jesús, el herrero, para que
atendiera sus necesidades. Estoy segura de que la mujer quedaría más que contenta. Yo
lo conozco de niño y sé que está bastante bien aperado y tiene temperamento. Si no
fuera porque lo amamanté, capaz que hasta yo misma lo hubiera atendido; todavía estoy
bastante bien y ninguno se me ha quejado. Pero este hombre es demasiado serio, aunque
mis años me han enseñando que a la larga, la fuerza de la naturaleza se impone y si la
señora se empeña en dejarlo sólo...

Dieguito le dio un beso a cada uno, le pidió a su padre que lo despertara temprano
y salió de la salita hecho una tromba. Estaba que se caía de sueño y el miércoles le
esperaba un largo y entretenido día.

Doña Rosaura se quedó mirando la puerta por donde el niño había salido al
corredor y comentó a su esposo:
- Es un lujo nuestro hijo. No sé si le comentó, pero le ha ido muy bien en
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sus estudios y, gracias a Dios, Diego, cada día veo más clara su vocación para el
sacerdocio; aunque él, con esa porfía tan propia de su personalidad, insista en que no....
que no se siente llamado por Dios. Pero yo lo veo, Diego. ¡Con qué devoción sigue la
misa y recibe la eucaristía! ¡Cómo ama y se confía en la Virgen María! Pero él no lo
acepta, por llevarme la contra, porque tiene ese carácter independiente y tenaz, que le
viene por usted. ¡Pedazo de vasco bruto! dijo riéndose y acercándose a su esposo para
mecerle los cabellos y darle un beso Y también, no hay por qué negarlo, en parte por mi
padre que, aunque inteligente, es más porfiado que una mula. ¡Tiene que ayudarme
Diego! Usted, a su manera, es tanto o más católico que yo, no podemos dejar que
nuestro hijo se equivoque.

Don Diego dejó su copa de coñac en una mesita y, sentando a Rosaura en su


falda, le habló en un torno entre paternal y cariñoso:
-Hija, coincido plenamente con usted en las características de nuestro hombrecito
y le estoy muy agradecido por haberme dado un primer hijo varón adornado de tantas
cualidades... Aunque desearía que ahora tuviéramos una hija.
-Nada me encantaría más, Diego, como usted sabe -interrumpió doña Rosaura- ,
pero Dios aún no ha querido otorgarnos este don.
Con la mirada Don Diego parecía decir: “Usted no me ha dado muchas
oportunidades", pero, rápidamente, retomó el hilo central de la conversación.
- Hija, escúcheme con atención y tenga confianza en mi experiencia y en la no
poca cultura que tengo. El tema de las vocaciones sacerdotales es, y ha sido siempre,
muy delicado - afirmó en tono paternal don Diego, mientras jugaba con sus dedos en los
bucles del cabello de Rosaura- . Probablemente no exista, para un varón católico, vida
más plena que la del sacerdocio... si es que tiene verdadera vocación. Al revés, el
hombre que se equivoca al escoger la vida sacerdotal y se percata de ello después de
haber tomado los votos, está obligado a un verdadero infierno en la tierra y,
generalmente termina siendo un mal cura, provoca daño a su Iglesia y a los feligreses y
liquida, de paso, su propia vida. Mire el horrible ejemplo que dan algunos sacerdotes,
con la cantidad de hijos "sacrílegos"54 que engendran, que, si no fuera por las almas
caritativas, terminarían pululando por ahí. Es por ello, mi querida Rosaura, que Iglesia
pone tantas pruebas a quienes quieren abrazar la vida sacerdotal.
- Sí, Diego.... sí, todo eso lo sé -lo interrumpió su esposa- pero estoy segura de
que no es el caso de Dieguito; él tiene verdadera vocación, sólo que, de tozudo, no
quiere reconocerlo.
- Ese es el otro problema serio, hija mía; continuó el esposo. Tenemos que ser,
ambos, muy cuidadosos. La juventud es rebelde por naturaleza y se pueden dar dos
situaciones conflictivas, en caso de que él crea que lo estamos influyendo, aunque no sea
así; basta que él lo crea para que se susciten los conflictos. Pongámonos en el primer
caso, Rosaura, y que es el que ambos deseamos, que Dieguito tenga una verdadera
54
Hijos "sacrílegos”. Hijos de sacerdotes católicos. El antiguo Código Civil Chileno los dejaba
absolutamente desprotegidos, y la sociedad los rechazaba.
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vocación. ¿No lo vayamos a perder, porque el niño se sienta presionado y, por esa
natural rebeldía juvenil que le mencionaba, rechace el sacerdocio? Eso sí que sería una
desgracia. Recuerdo el caso de un compañero de colegio mío que no quiso estudiar
medicina, como reacción a la presión de su padre médico. Ahora, recibido de abogado,
se ha dado cuenta de que lo único que realmente deseaba era ser doctor; eso es fatal.
Así como el estar obligado a desempeñar un oficio contrario a las personales
inclinaciones naturales es un verdadero sacrificio, no hay labor más grata que la que
corresponde a las verdaderas inclinaciones de cada cual. En buena parte, sería culpa
nuestra haber restado un sacerdote inteligente, capaz y bien educado a la Iglesia, junto
con haber inducido a nuestro hijo a errar su camino en la vida.
Don Diego continuó, pausadamente:
- Por el otro lado, si el niño no tuviera vocación real, nuestra presión, aparente o
verdadera, ello no importa, puede llevarlo a un rechazo tal, que lo haga perder la fe.
Usted sabe de varios ejemplos de ello sucedidos en familias conocidas de Río Claro,
Chillán y Concepción y, como usted lee tanto o más que yo, ha conocido casos
históricos del mismo tipo -sentenció don Diego-

Doña Rosaura se quedó entre pensativa y perpleja. Gruesas lágrimas comenzaron


a deslizarse por sus mejillas, mientras se dirigía, entre sollozos su marido:
- ¿Me quiere decir, Diego, que vamos a dejar que un niño de trece años resuelva
algo tan fundamental para su vida como es su vocación?
- No tan así, mi amor. El niño va a ir creciendo y si lo mantenemos en un
ambiente escolar de sano catolicismo, más el ejemplo nuestro, vamos a crear las
condiciones, el entorno, para que si esa vocación realmente existe, florezca y fructifique
y él sea llevado, naturalmente, sin presiones ni reales ni aparentes, a la decisión de
asumir su destino natural. Tenemos que preparar el suelo, mantenerlo limpio y abonado,
para que si esa semilla está allí, pueda germinar en plenitud; rezar, Rosaura, rezar mucho
a Dios y a la Virgen, ellos son infinitamente más sabios que nosotros y conocen el alma
de nuestro hijo como nadie. Oremos y confiemos en ellos, es lo único que podemos
hacer.
Don Diego se quedó un tanto asombrado por lo clara y limpia que le había salido
toda su argumentación. Sabía que las ideas las tenía, pero no creía poder exponerlas en
forma tan lógica. Sin duda, había recibido ayuda divina. Tenía la esperanza de haber
convencido a su esposa.

Doña Rosaura le pidió un pañuelo para enjugar sus lágrimas.


-Tiene razón Diego, no nos queda más que dejarlo en las manos divinas. Pero, eso
sí, reconozca que es duro para una madre, devota como yo, no poder influir sobre su
hijo en algo tan trascendental. Lo he escuchado con atención y sus palabras son sabias.
Diego tiene que ayudarme en esto, yo no quiero ser la causante por mis deseos egoístas,
de que el niño cometa alguno de los errores que usted mencionó, pero me conozco, y no
va a ser fácil refrenarme de intervenir; necesito su apoyo. Vaya a vernos más seguido a
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Río Claro... yo voy a hacer lo posible acompañarlo un poco más aquí, aunque ello
signifique, como usted bien sabe, un importante sacrificio. Faltando a mi deber,
descuidaré mis obligaciones sociales para venir a acompañarlo algunos fines de semana,
dejando a Dieguito con Elvira.

Don Diego no sabía si sentirse conmovido o no por las palabras de Rosaura y,


más aún, por la actitud aparentemente tierna y desvalida que había adoptado. Rogó a
Dios porque se tratara de una positiva disposición de su esposa y no fuera una reacción
emotiva del momento. No se sentía muy seguro de que esto significara el comienzo de
una relación mejor. Después de meditar unos segundos sobre lo recién acontecido, se
sorprendió deseando que fuera Elvira y no Rosaura quien estuviera en esos momentos
junto a él. Su esposa lo sacó de su temporal ausencia al pararse de su regazo y tomarlo
de la mano, lo cual trajo al hacendado a la realidad. Asustado de sí mismo, pidió perdón
a Dios por ese doble pensamiento pecaminoso.
Acompáñeme ahora a mi dormitorio, Diego -le solicitó insinuante Rosaura-
necesito su compañía y su cariño. Además, el estar tantos días separados no me ha
permitido cumplir con mis deberes de esposa y no es justo someterlo a usted, un hombre
fuerte y joven, a tan prolongada abstinencia, que como ya aprecié hace un rato, lo tiene a
mal traer... Aunque la culpa no es toda mía, pues como le dije, podría ir a vernos más
seguido.
El vino de la comida, las dos copas de coñac y, probablemente, el incidente en el
camino de la capilla a la casa, habían envalentonado a don Diego, quien, mientras su
esposa pasaba a cambiarse ropa al baño, se tendió semidesnudo en la cama.
Curiosamente, la puerta del baño quedó entornada y el hacendado pudo, por
primera vez en los catorce años que llevaban de casados, observar completamente
desnuda a su esposa, quien sin motivo aparente, demoró en cepillarse el largo cabello ya
liberado de su usual moño, antes de ponerse el camisón. Quedó admirado de la belleza
de su cuerpo, que armonizaba perfectamente con la de su rostro. Observó que Rosaura,
de mediana estatura, poseía un cuello largo y fino que se unía a través de dos suaves e
insinuantes curvas con los hombros en perfecta armonía con sus senos, abundantes, pero
turgentes, coronados por pequeños pezones ligeramente sobresalientes, de un color
malva, que contrastaba con el blanco lechoso de toda su piel. La cintura, tan ceñida
como él la había imaginado, fácilmente podía calzarla con sus manos y se abría en
anchas y robustas caderas, coronadas por nalgas altas y apretadas, sobre dos columnas
de muslos firmes y tobillos muy finos, que terminaban en delicados pies. El vientre,
como él había podido apreciar a través de la ropa, era firme y de piel tersa, terminado en
un incitante triángulo de Venus, cubierto de vello claro del mismo color de su pelo.
Fragante a perfume y vestida, con su tradicional atuendo, doña Rosaura se
acomodó entre las sábanas y se sorprendió al sentir el torso desnudo de don Diego. Su
primer impulso a rechazar el sensual contacto con la piel de su esposo, cedió -cuando él
la abrazó, haciéndole sentir su cuerpo a lo largo de todo su ser.- El hacendado comenzó
lenta, muy lentamente, a besarla; primero en los pómulos, luego en el cuello, para
deslizar tiernamente sus labios, poco a poco, hasta la hendidura entre los pechos. Sin
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dejar de ceñirla, con la mano libre soltó la rosa del frente del camisón liberando los
generosos senos y se dedicó a besar suave, pero lascivamente, los pezones, que ya se
encontraban erectos. El percibió el inicio de su incondicional rendición y aprovechó de
deslizarle el camisón hasta los pies, ¡Dejándola absolutamente desnuda! Sus besos
buscaron la boca de su esposa, encontró una lengua que, respondió con avidez y desató
un desenfrenado juego de caricias. Con la mano que tenía libre, don Diego recorrió todo
el cuerpo de doña Rosaura, sin dejar de besarla; luego se deslizó sobre ella y, cogiéndola
de ambas nalgas, alzó su pelvis e inició la unión definitiva; primero suavemente y luego
con creciente pasión. Doña Rosaura respondió con todo su ser, arqueando su cuerpo y
aplastando sus senos contra el vello del pecho de su esposo, hasta que se escucharon sus
anhelantes gemidos al alcanzar tres orgasmos sucesivos, antes que don Diego llegara al
suyo.
Permanecieron largo rato abrazados de costado y, cuando la sombra del
remordimiento empezaba a revolotear en la mente de doña Rosaura, la percepción del
deseo de su esposo, que se encendía nuevamente, la hizo olvidar todo y entregarse al
juego de caricias. Esta vez fue más largo, más pausado, pero más intenso, haciéndola
emitir, cuando ambos alcanzaron simultáneamente el clímax, un ancestral grito de
placer, junto al ronco bramido de don Diego.
Dos dormitorios más allá, mientras don Jaime roncaba, gruesas lágrimas corrían
por el rostro de doña Elvira, quien través del corredor había escuchado la total entrega
de su hermana y los vitales signos de gozo, tanto de ella, como de su amado Diego.

Por primera vez en sus vidas, el despuntar el alba los sorprendió abrazados y
desnudos en la misma cama. Don Diego se deslizó fuera de las sábanas lentamente, y
abrigó con ternura a su esposa. Cubrió su propia desnudez con unos calzoncillos,
atravesó rápido la salita de estar y entró en su dormitorio.
Nunca supo de las pícaras miradas que cruzaron Ofelia y María, que lo vieron en
tan precaria situación, mientras lo esperaban con el desayuno, más allá del vano de la
puerta.
El hacendado, una vez recuperada su compostura habitual, hizo llamar a Dieguito
y ambos, hambrientos por motivos muy diversos, despacharon con avidez el abundante
desayuno.
Mientras don Diego, de muy buen talante y con renovadas energías, iniciaba su
rutina diaria, saludando a los trabajadores que hacían fila frente a la llavería, Dieguito
comenzaba su propio recorrido, comenzando por la carpintería, donde su amigo Juan
Sepúlveda ya lo esperaba con un mate cebado, pan caliente, tomate rebanado y ají verde
machacado en piedra. Desde allí continuaría a la fragua, la llavería (donde aprovechaba
de echar una "galleta" a su morral) y la cocina; lugares donde siempre era recibido con
gran alborozo, para terminar en los corrales e iniciar, desde allí, su propia jornada,
acompañando al mayordomo principal, Manuel Cofré. Ya había solicitado la venia de su
padre para no regresar a la hora de almuerzo y compartir la ración de los trabajadores
que, ese miércoles, según ya estaba informado por Uberlinda, la cocinera del fundo,
contemplaba su plato preferido, porotos con manteca y tocino.
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A media mañana, mientras don Jaime había salido a caminar, las dos hermanas
disfrutaban, sentadas en el corredor interior, un mate bien cebado, acompañado de
panecillos y crujiente quesillo recién hecho, que les había traído Ofelia.

Tormenta de sentimientos

Elvira hacía un rato que observaba a su hermana quien con su expresivo


semblante traslucía claramente su estado de ánimo. Con la confianza que existía entre
ambas, la encaró:
- Rosaura, ¿Qué le sucede esta mañana? Usted posee un rostro que lo dice todo y,
desde temprano, la he notado inquieta.
- No, Elvirita, nada especial. Usted siempre preocupada de los demás, si no es
nada. Doña Rosaura bajó la cabeza y se sumió en un expectante silencio pero decidió
romperlo y exclamó:
- ¡Ay! Elvirita, ¿para qué le voy a estar ocultando cosas a usted, que además de
hermana es mi mejor amiga? Son los problemas con Diego, los mismos que usted
conoce: su porfía por vivir más en el campo que en Río Claro, su manera de tomar el
trabajo, sus relaciones conmigo y el niño. En fin, usted sabe.
El rostro de doña Rosaura mostró un gesto entre preocupación y angustia.
- Pero hay otra cosa, Elvira, que sólo a usted y a mi confesor puedo contar y,
sobre la cual, ya que me pregunta, me gustaría su opinión.
Doña Elvira, para quien su hermana era transparente, además de haber sido, en
cierta forma, testigo de lo sucedido la noche anterior, sabía por dónde venían los versos
y la alentó a continuar:
- ¡Hable, mujer! ¡Hable! que parece que tuviera una espina atravesada.
- Algo así, Elvira, algo así -replicó doña Rosaura- ¿Se acuerda todo lo que nos
insistían en las monjas respecto de los pecados de la carne Que no debíamos tocarnos
ciertas partes más que lo justo y necesario por razones de higiene; que la única función
de la relación entre un hombre y una mujer era la de tener hijos; que la mujer debía
entregarse al marido en cumplimiento de sus deberes conyugales como un sacrificio,
pero sin obtener ningún goce en ello; que los hombres, al disfrutar del sexo, cometían
pecado, pero ello era parte de su naturaleza, menos pura que la de la mujer.
- Sí, Rosaura- la interrumpió su hermana menor, con un gesto francamente
molesto-, sí me acuerdo de todas esas estupideces y, lo que es peor, me temo que usted
las sigue tomando en serio.
- Elvirita, Elvirita, claro que me las tomo en serio. Yo tengo un carácter difícil y
cometo pecado, muchas veces por culpa de mi temperamento orgulloso, altanero, falto
de caridad, incluso mentiroso, porque usted sabe que me cuesta reconocer mis errores,
por ello sé que me va a ser muy difícil alcanzar la salvación. Me da pánico agregar a los
pecados de mi carácter, pecados de la carne, que sin lugar a dudas son los más graves. Y
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ahora, escúcheme bien Elvira -doña Rosaura se paró y comenzó caminar restregándose
las manos-. Llevo doce años de casada, al principio me pareció que disfrutaba algo, pero
me hice la tonta conmigo misma, después, poco a poco mis dudas aumentaron. Me
pareció que algunas veces había alcanzado el pecaminoso orgasmo, sin estar segura; me
angustié mucho y en estos días pensaba hablar con mi confesor, el Obispo. Pero ahora,
Elvira, no tengo ninguna duda, estoy disfrutando de los placeres de sexo y, lo que es
peor, me gusta, y… ¡Mucho!
Doña Elvira, a pesar de su dolor, sonrió y pensó para sí: -Sí que estás gozando; ya
me di perfecta cuenta anoche-.
La hermana mayor prosiguió:
- Elvira, no estoy dispuesta a condenarme por un estúpido goce sensual de unos
instantes y tampoco a incitar a Diego pecar; él es un hombre muy religioso, pero débil
para controlar sus apetitos. He buscado la causa y creo que tiene que ser mi disposición
genética. ¿Se acuerda de esa tal Amelia, de vida licenciosa? Creo que era prima de
nuestra abuela. De ahí debe venir la cosa y yo tengo que ser capaz de dominarla, me
cueste lo que me cueste; primero está ganar la vida eterna- se quedó muy pensativa
mientras una sonrisa de plena satisfacción femenina cruzaba su rostro- . ¡Lo malo es que
el demonio toma ropajes tan atractivos para tentarnos! Pero, ¡No!, mientras más
atractivo parezca el pecado, más precauciones debe tomar una para no caer en la
tentación.
Doña Elvira no se contuvo más y, alterada le manifestó:
- Nunca he escuchado una sarta de estupideces tan grande, ni tan rebuscada.
Siempre he sabido que usted piensa así y no le había dicho nada, pues usted no tocaba el
tema. Pero, ¡Ya que lo plantea! le insisto: ¡Puras estupideces! Dios nos dio los sentidos
para disfrutar, sanamente, de las cosas de universo que Él mismo construyó. El acto
sexual pleno es la culminación del amor y la Iglesia actual lo reconoce así; ello en la
medida que no abuses, que sea dentro del matrimonio y que no trates de evitar su natural
consecuencia, que es la reproducción humana.
- ¡Eso piensa usted, que es una mujer liberada, igual que esos curas
revolucionarios! -irrumpió doña Rosaura- . Diego opina igual que usted, aunque antes
era un poquito más recatado. Seguramente, ahora debe haberse confesado con ese curita
de Santa Elisa, que es de los que anda con estas ideas nuevas. Pero yo, ¡Lo que es yo!,
no voy a arriesgar mi salvación, ¡Por ningún motivo! Tendría que estar loca. Usted tiene
su conciencia y la respeto; ahí verá usted si se salva o no, pero yo, yo tengo la mía y la
voy a seguir, porque eso fue lo que nos enseño Nuestro Señor, guiarse antes que nada
por la recta conciencia.
- ¿Recta conciencia? ¿De qué recta conciencia me habla, hermana? -se enardeció
doña Elvira- De la que le mal formaron, desde que era niñita, esas malditas monjas
contemplativas, por un lado, y nuestro dominante padre, por el otro. Monjas incultas y
reprimidas y un santo varón que nos infundía el temor divino, mientras él se refocilaba...
y se refocila hasta el día de hoy, ¡A su edad!, revolcándose en “Las Casas de Niñas” de
Río Claro.
- ¡Elvira! ¡Le advierto! -giró furiosa doña Rosaura, abriendo desmesuradamente
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sus ojos- ¡No toque a papá! Él siempre respetó a mi madre cuando estaba sana y es por
eso ¡Nada más que por eso! por respeto a su mujer y a su hogar, que se ve obligado a
liberar su temperamento en esas casas de pecado que, por lo demás, ya aparecen en las
Sagradas Escrituras. Más aún, por si no lo recuerda, Elvira -continuó doña Rosaura en
tono irónico- Santo Tomás, en el libro IV de "De regimine Principum", expresa, creo
que textualmente: "Eliminad a las mujeres públicas de la sociedad y el libertinaje
turbará con toda clase de desórdenes. Las prostitutas son en una ciudad lo que las
cloacas en un palacio: suprimid la cloaca y el palacio se convertirá en un lugar sucio e
infecto". Y San Agustín dice: "Quítense las meretrices de la sociedad humana y todo se
verá turbado por la lascivia. "
-¡Veo que nuestro querido padre ha hecho una docta defensa de su impudicia! La
hermana menor estaba furiosa y continuó.
-Rosaura, por Dios, ¡que confusión tiene en su cabeza! Lo que usted debería hacer
es conversar con un buen cura, hasta su obispo puede servir, si lo deja que él la instruya;
¡Él a usted! -la indicó con el dedo índice- y no darle usted lecciones; que estoy segura
es lo que hace normalmente. Claro, si usted le plantea que quiere ser casta, porque así se
lo dicta su conciencia, y Cristo, en ese mismo orden, no le deja alternativas al pobre
cura.
- Usted nunca me va a ayudar porque, en el fondo, no le importo; y no le importo,
porque usted no me quiere -sentenció Rosaura con un gesto de niñita amurrada- .
- ¡Ah, no! Otra vez con esa cantinela, ¡No! -exclamó Elvira, mientras se alzaba de
su asiento y, dando media vuelta, se retiraba en dirección a su dormitorio- .

El almuerzo del miércoles fue el último contundente antes de los días de


recogimiento. Incluyó "humitas"55 (que seguramente no probarían hasta el año siguiente,
dada la cercanía de las heladas que acabarían con las siembras de maíz tardío en la
huerta) y "picante de gallina", guiso peruano que era una de las famosas recetas de doña
Rosaura; terminaron con higos amoldados cubiertos de salsa de manjar.
En los postres, don Diego los invitó a cabalgar o, si preferían, a pasear en
"Victoria"56 después de la siesta. Doña Rosaura se excusó, como lo hacía siempre,
alegando labores domésticas, mientras que doña Elvira y don Jaime aceptaron gustosos.
Acordaron salir a las cinco.
Al llegar al potrero Las Pataguas, doña Elvira criada desde niña entre los caballos,
se lanzó a todo galope en la yegua alazana que le había escogido el hacendado. Al

55
Guiso típico de Chile y Perú, consistente en pasta de choclo tierno, mezclado con cebolla saltada
fina, aliños y albahaca, que se cuece en agua hirviendo dentro de un envoltorio cerrado de hojas de
maíz amarradas con tiras de las mismas hojas.
56
Coche de paseo arrastrado por caballos.
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enfrentar las regueras se apoyaba en los estribos, alzando su bien conformado y
femenino cuerpo con tal gracia, apostura y coordinación, que parecía fundirse con los
armoniosos movimientos de la yegua, la que, a la orden transmitida a través de la rienda,
levantaba la cabeza y saltaba limpiamente. Don Diego la miraba fascinado, cavilando en
el equilibrio de hermosura, delicadeza y vitalidad del cuerpo de su cuñada; que era un
fiel reflejo de su carácter. La silueta de la bestia y su amazona lanzadas a todo galope,
seguidas por Puelche, recordaban un típico cuadro de cacería inglesa. “Elvira sí sabe
aprovechar lo que la vida le pone por delante", meditó el hacendado.
Don Jaime, mientras su esposa seguía galopando, cruzó, con cierta dificultad, una
pierna sobre la montura, soltó las riendas, y dejó pastar al caballo con una clara
disposición de charlar. Sentía mucho respeto por don Diego y, aunque nunca lo
manifestaba, una cierta admiración por su personalidad viril y resuelta. Miró a su
concuñado, e inició la conversación.
- Diego, ¿Sabes de los nuevos negocios que ha emprendido nuestro suegro?
¿Quizás Rosaura te ha contado? Si no es así, no se lo comentes hasta que ella te lo
plantee.
- No, Jaime, la verdad es que no me ha comentado nada, y no te preocupes, no se
lo mencionaré. Tú sabes que soy muy reservado. Pero bueno, hombre, ¿de qué se trata y
por qué tanto misterio?
- No, no hay misterio, Diego - don Jaime puso cara de circunstancia importante-,
es sólo que me interesa mucho tu opinión, porque don Antonio me ha invitado a
participar en un negocio lo que, como tu comprenderás, me honra. Yo, mal que mal, he
juntado mis pesitos, pero no olvido que soy un simple Notario. Nuestro, suegro es un
hombre destacado, con tradición familiar y peso propio, reconocido por toda la sociedad
de Río Claro y, además, socio del Club de la Unión de Santiago. Sin embargo, antes de
tomar una decisión, me gustaría conocer qué opinas tú. En reserva, por supuesto, ya que
posees buen criterio, estás siempre informado de lo que sucede en Europa y Estados
Unidos y eres hombre de negocios. ¡Yo no! Además, tienes buenos contactos en el
ámbito financiero de Santiago...
- ¿Qué?... -lo interrumpió don Diego- ¿No me digas que estás comprando
acciones?
-Así es- respondió sorprendido el notario-. ¿Cómo supiste? Y ¿por qué te extraña
tanto? ¿Crees que es un mal negocio?

No, Jaime, más despacio... y excúsame si te di una impresión errónea -lo


tranquilizó don Diego-. En primer lugar, me di cuenta de lo que se trataba por tus
aprehensiones, por lo que mencionaste del sector financiero y porque, en estos días,
mucha gente está en lo mismo. No tengo nada en contra del hecho de comprar acciones.
Cada cual es dueño de su dinero y lo invierte en lo que le parezca. De hecho, quienes
han comprado en los últimos tiempos, han ganado mucha plata.
El hacendado se interrumpió y pensó, para sí mismo, que no tenía sentido
argumentar los pros y los contras del negocio accionario con Jaime. Lo mejor era darle
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un argumento a su medida, para que no se arriesgara en algo sobre lo cual él tenía serias
dudas.
- Lo que yo pienso, mi estimado notario -prosiguió el hacendado- es que cada uno
debe dedicarse a lo que sabe hacer, a lo que conoce, y así se lo diré a mi suegro, si me lo
consulta. En tu caso Jaime, tú sabes que en la notaría tienes una minita de oro. Además,
te gusta vivir tranquilo. Las acciones son un negocio de riesgo y el riesgo no va con tu
manera de ser.
- Gracias, Diego -respondió don Jaime con expresión de franco alivio-. Tú sabes
que yo soy un hombre tranquilo y, claro, la personalidad de don Antonio es un tanto
avasalladora. El hecho de que me hubiera invitado por primera vez a ser, en cierta
forma, socio suyo, me tenía complicado. Pero tienes razón, no dormiría tranquilo.
Tendré que buscar una buena excusa.
Elvira terminó su recorrido y se juntó con los dos hombres. Cuando ya iban
subiendo hacia “Las Casas” desde el potrero San Andrés, al percibir que don Jaime se
había quedado retrasado, doña Elvira se aproximó a su cuñado y, casi en un susurro, le
habló:
- Diego, como conozco sus gustos literarios, le traje un pequeño presente; es el
último libro publicado de Pablo Neruda, en que están reunidos "Crepusculario" y
"Veinte Poemas de Amor y una Canción Desesperada."
Doña Elvira lo miró con un dejo de complicidad en sus verdes ojos, acompañado
de una coqueta sonrisa.
- Como no se presentó la ocasión para entregárselo, se lo dejé en su velador. Que
no lo vea Rosaura, pues tiene una pequeña dedicatoria que si llega a leer, seguramente
la va a malinterpretar. Y usted, mi querido cuñado, no lo lea hasta después de que yo
haya regresado a Río Claro.
Don Diego la miró directo a los ojos, sintiéndose gratamente halagado por la
actitud de su cuñada y le respondió:
- Gracias querida Elvira. ¡Cómo me conoce, usted! Me enteré por la revista Zig-
Zag de esa publicación y tenía anotado comprar el libro en mi primer viaje a Río Claro o
a Santiago, si no lo encontraba allí. No se preocupe, a Rosaura no le va a interesar, sobre
todo si se trata de un novel poeta como Neruda. Espero que tengamos la oportunidad de
comentarlo, una vez que lo lea. A propósito, tengo que devolverle "La Fronda
Aristocrática”, lo disfruté mucho y lo mantuve lejos de su hermana por razones más que
obvias. Por cierto Rosaura no me informó cómo va la salud de mi querida suegra y
amiga Rosa Ester.
- ¡Ay, Diego!, mi madre se nos muere. Apenas vaya a Río Claro, visítela. Ella lo
quiere y admira mucho y, como usted dice, es su amiga.
Antes de la cena, don Diego invitó a su esposa a su habitual visita vespertina a la
capilla, pero esta vez ella se excusó, manifestando que ya había estado allí orando gran
parte de la tarde, mientras ellos cabalgaban y agregó con un claro tono de reproche:
- Vaya usted, Diego,... mire que lo necesita.
Una vez que terminaron de cenar, Rosaura se excusó, alegando estar un poco
cansada, y se retiró a su dormitorio. Doña Elvira, don Jaime y don Diego, se quedaron
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entretenidos, escuchando a Dieguito relatar las simpáticas anécdotas de su día de
“campesino”.
Al llegar a su dormitorio Don Diego tomó "Crepusculario" del cajón de su
velador, pero cumplió la solicitud de su cuñada y lo hojeó sin leer la dedicatoria. Al
recordar a Elvira se sintió tranquilo y reconfortado, como un niño ya que en ella tenía
una especie de "ángel guardián", que lo protegería durante toda su existencia.
Especialmente ahora, que faltaría su suegra Rosa Ester.
El jueves se trasladaron dos coches a Santa Elisa para asistir a la misa de once. El
silencio de la torre de la Iglesia, en la que las campanas permanecían mudas de dolor por
la proximidad del Sacrificio del Señor, presidiría los próximos días de recogimiento y
meditación. La misa, sin música en el órgano, ni voces que cantaran en el coro y con
todas las imágenes piadosamente cubiertas en señal de duelo, sobrecogía por su dolorosa
solemnidad, acorde con el misterio del gozo de la salvación, surgida del sublime
sacrificio. En ella se celebraba la institución del principal sacramento de la fe:

"Jesús, la noche misma en que había de ser ´traidoramente' entregado, tomó el


pan y, dando gracias, lo partió y dijo 'a sus discípulos' - "Tomada y comed; esto es mí
cuerpo que por vosotros será entregado a la muerte; haced esto en memoria mía". Y, de
la misma manera, tomó el cáliz, después de haber cenado, diciendo: "Este cáliz es el
nuevo Testamento en mi Sangre. Haced esto, cuantas veces lo bebiereis, en memoria
mía...
Porque quien lo come y lo bebe indignamente, traga y bebe su propia
condenación...
Que si nosotros entrásemos en cuenta con nosotros mismos, ciertamente no
seríamos 'así' juzgados 'por Díos'. Sí bien, cuando lo somos, el Señor nos castiga ´como
hijos', con el fin de que no seamos condenados, juntamente con este mundo”.

De regreso a Quillacahue, cada cual se retiró a su propio mundo para practicar el


recogimiento y la oración. No se sirvió almuerzo; Ofelia se limitó a dejar algo de fruta,
agua y pan sobre la mesa del comedor.
Don Diego se encaminó a la capilla bajo un cielo encapotado y un aire traspasado
por ese pesado silencio, tan típico de Semana Santa en el campo, que hasta los pájaros
parecían respetar. En señal de humildad, no se hincó en su reclinatorio, sino en una de
las primeras bancas y se sumó en profunda meditación. Al poco rato, ingresó Elvira a la
capilla, sin que el hacendado se percatara. Ofelia, Dieguito y la servidumbre rezaban
rosario tras rosario, sentados en las últimas bancas.
Doña Rosaura permaneció todo el día orando en su dormitorio y don Jaime se
dedicó a leer y caminar.
El día siguiente viernes santo, amaneció lloviendo, como si las gruesas nubes
acompañaran el dolor de los cristianos. Don Diego, sin preocuparse del efecto de este
aguacero en sus siembras del lunes, se dirigió de madrugada a la capilla. A las nueve
ésta ya se encontraba repleta de campesinos, tanto de Quillacahue, como de los
alrededores. El hacendado presidió los oficios, con doña Rosaura en su reclinatorio y el
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resto de la familia en el primer asiento. Comenzó con unos versos del poema "Viernes
Santo", de Gabriela Mistral:
“El sol de abril aún es ardiente y bueno
y el surco, de la espera, resplandece;
pero hoy no llenes l'ansia de su seno,
porque Jesús padece.
No remuevas la tierra. Deja, mansa,
la mano en el arado; echa las mieses
cuando ya nos devuelvan la esperanza,
que aún Jesús padece. "

Prosiguió luego con las lecturas, tanto de las lecciones proféticas, como de la
pasión según San Juan, continuó con las oraciones solemnes y la adoración de la Pasión
de la Cruz.

El Sábado de Gloria prosiguieron las oraciones en la capilla, presididas por don


Diego, mientras afuera continuaba una tenue lluvia. El cielo recién comenzó a despejar
al atardecer; los voluptuosos cúmulos, teñidos de púrpura por el sol poniente,
contrastaban contra el intenso azul del cielo, en el cual comenzaban a alumbrar las
primeras estrellas.
A pesar de lo frío de la noche y lo barroso del camino, todo el grupo se dirigió
nuevamente a Santa Elisa para asistir a medianoche, a la misa de resurrección.
Los únicos que se levantaron temprano al día siguiente fueron don Diego y
Dieguito, quienes después de desayunar, aprovecharon para efectuar la última cabalgata
en una fría mañana de sol radiante y aire límpido, penetrado por el olor del vaho de la
tierra recién mojada por la lluvia.
Don Diego aprovechó para tranquilizar a su hijo respecto del afán de su madre por
convertirlo en sacerdote y le relató en parte la conversación con ella, porque consideró
que no estaba aún en condiciones de comprender cabalmente todos los argumentos que
él había utilizado con su esposa.
- Creo que por un tiempo al menos, tu madre no insistirá en el tema sentenció
finalmente el hacendado, sin saber que estaba en lo cierto, pero por razones muy
distintas a las que él tenía en mente.
Al regresar a Quillacahue después de llevar a Santa Elisa a los visitantes que
tomaron el tren de las cuatro y media para Río Claro, don Diego apartó de su mente los
encontrados sentimientos que le provocaban el recuerdo de los días recién pasados y,
encerrándose en su escritorio, dedicó el resto de la tarde del domingo a planificar los
detalles de las siembras que iniciaría al día siguiente, lunes 15 de abril, y a poner al día
su bitácora. Cenó temprano, después de su visita a la capilla. La perspectiva del intenso
trabajo de los próximos días lo ti entusiasmaba, así es que se retiró a su dormitorio antes
de lo acostumbrado, pero le pidió Ofelia el desayuno un cuarto de hora más temprano de
lo normal.
Encendió la lámpara de acetileno que estaba sobre su velador y, después de
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introducirse entre las sábanas, tomó el libro que le regalara su cuñada y, sin abrirlo, lo
acarició. Así es como le gustaba leerlos, le fascinaba sentir la forma y el volumen de los
libros al igual que la textura de las cubiertas, junto a ese olor tan peculiar a papel y tinta
de libro nuevo. Volteando con verdadera ternura la tapa y la contratapa, se encontró con
la dedicatoria de Elvira:
"A mi querido cuñado, ya que yo no puedo acompañarlo en su amado
Quillacahue, que los versos del poeta le recuerden a quién siempre lo tiene presente en
sus oraciones."
Elvira, abril de 1929.

Comenzó a hojear el texto y se dio cuenta de que había algunos versos señalados
con una tenue marca a lápiz:
Para que nada nos amarre,
que no nos una nada.
Ni la palabra que aromó tu boca,
ni lo que no dijeron las palabras.
Ni la fiesta de amor que no tuvimos,
ni tus sollozos junto a la ventana
.
Mis alegrías nunca las sabrás, hermanita,
y mi dolor es ése, no te las puedo dar:
vinieron como pájaros a posarse en mi vida,
una palabra dura las haría volar.

En ti los ríos cantan y mi alma en ellos huye


como tú lo desees y hacía donde tú quieras.
Márcame mi camino en tu arco de esperanza
y soltaré en delirio mi bandada de flechas.

Déjame que te hable también con tu silencio


claro como una lámpara, simple como un anillo.
Eres como la noche, callada y constelada.
Tu silencio es de estrella, tan lejano y sencillo.

Sin querer racionalizar los sentimientos que lo invadieron, el hacendado apagó la


lámpara y se dejó llevar por gratas sensaciones.
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De cazadores y accionistas

La campana de las cinco de la mañana sorprendió a don Diego en la ducha,


después de haber desayunado. A las cinco diez, con manta y chalina, salía de la casa e
iniciaba su recorrido matutino por la llavería. Saludó, como de costumbre, a los más
madrugadores que ya estaban formando la fila de trabajadores.
- Buenos días.
- ¡Buenos días, patrón!- respondieron al unísono.
Una vez en la llavería, dio instrucciones al llavero Miguel Osorio, acerca de cómo
distribuir el salitre, el fosfato y la semilla de trigo en las diez carretas que harían dos
viajes hasta Las Perdices, ése sería el primer potrero en sembrarse de trigo.
De allí se dirigió a los corrales para revisar el ganado. Armando Troncoso,
mayordomo de siembras, estaba amarrando su caballo en las varas del corral.
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- Buenos días, Armando- saludó el hacendado
- Buenos días, su merced- respondió Troncoso
- Llegó el día de comenzar a sembrar, Armando.... y por suerte el tiempo nos ha
acompañado. Sólo dos agüitas molestas en los últimos días.
- Así es, su Merced...- respondió el mayordomo con cara de satisfacción. Como le
informé el miércoles, sólo me quedaron seis cuadras sin terminar de rastrear. Con la
venia de su merced, yo quisiera poner unos trateros a terminar de cruzar y rastrear,... a
ver si cumplimos la tarea completa. Son dos pequeños propietarios, colindantes con la
hacienda las Becacinas, que llegaron tarde a los tratos del terraplén y quedaron a la
espera de una respuesta en las siembras.
- De acuerdo Armando,... cualquier cosa razonable que nos permita recuperar... y
ojalá adelantar... ¡Mira que uno nunca sabe cómo viene el tiempo! Háblale a esa gente y
ofréceles trabajo a trato por toda la temporada, no van a estar de más. Volviendo a las
siembras, apenas tengas enyugadas las carretas, llévalas a la bodega grande a cargar.
Miguel te va a estar esperando.
Antonio Painevilo salió de los corrales y le informó del ganado; don Diego le
indicó cómo distribuir las yuntas de bueyes y las parejas de caballos entre las carretas,
las rastras de disco y las rastras de espino.
A las nueve, mientras las carretas se dirigían a las bodegas en su segundo viaje
con fertilizantes y semillas, las faenas de siembra se encontraba en su apogeo en el
potrero Las Perdices. Los peones se habían terciado una bolsa de arpillera que les
permitía llevar los fertilizantes o la semilla de trigo, en forma tal que pudieran coger el
producto fácilmente con la mano derecha; el bulto que formaba la arpillera cargada les
daba un curioso aspecto de marsupiales. Primero, avanzaba una fila de doce hombres
que desparramaban el fosfato, después otra igual con el salitre y, por último, los doce
más diestros; esparcían, en la forma más homogénea posible, la dorada semilla de trigo.
Observados a la distancia, parecía que los arcos que nacían del brazo de cada trabajador
regaran, en semicírculos, la semilla de trigo sobre el suelo rastreado. Las tres filas
cubrían cincuenta metros de ancho, con lo que hacían una cuadra cada doscientos
cincuenta pasos. La carga les alcanzaba, a los de los fertilizantes, para una cuadra,
después de lo cual iban a recargar a las pilas estratégica mente ubicadas. Igual cosa
hacían, cada dos cuadras, los sembradores. Detrás de ellos iban diez yuntas de bueyes
con rastras de disco, tapando la semilla y los fertilizantes, y cinco colleras de caballos,
desmenuzando el suelo con rastras de clavos. El acabado final lo daban otras cinco
colleras, con rastras de ramas de espino, que terminaban de afinar el suelo sembrado.
Don Diego y Manuel Cofré, su mayordomo principal, parecían multiplicarse por todas
partes: vigilando las carretas y los peones de la siembra, revisando la ubicación de las
pilas de fertilizantes y semillas, calculando la densidad de los abonos y el trigo en el
suelo, regulando el ángulo de las rastras de disco, preocupándose de la provisión de
espinos para las rastras de ramas y asegurándose de la llegada de las raciones de
almuerzo a buena hora. Puelche, el perro pastor alemán, seguía por todos lados a su
dueño, el hacendado, hecho unas pascuas con tanta agitación.
Cuando sonó la campana de las doce ya había cuatro cuadras sembradas y los
80
hombres se dirigieron al reparto del rancho. Después, cada uno con su ración y su bolsa
con el pan, la harina, la jarra para el agua y unos pocos tomates y ajíes, se ubicaron en
diversos lugares sombreados para comer y descansar. Los bueyes y caballos utilizados
en la mañana, fueron arreados a los potreros con mejor forraje, mientras se traía a las
faenas los de remuda, para la labor de la tarde.
Don Diego se dirigió a “Las Casas”, donde se sirvió un liviano refrigerio y reposó
unos minutos. Cuando la campana de la una y media llamó a reanudar el trabajo, el
hacendado ya estaba en el potrero instalando su nivel y con la ayuda de Manuel y dos
alarifes iniciaba de los canales y desagües en la porción sembrada en la mañana. Era
esencial efectuar esta labor inmediatamente después de la siembra para que en caso de
lluvia, el agua tuviera fácil escurrimiento no se apozara. El trigo recién sembrado perdía
su capacidad de brotación si quedaba bajo el agua por más de ocho a diez horas, porque
disolvía el almidón, lo cual se conocía como que el trigo se "almidonaba".
A las seis, el repicar de la campana puso fin a la jornada. Habían logrado sembrar
y tapar con las rastras ocho cuadras, lo cual era más que un buen logro. Don Diego,
quien continuó trazando las regueras acompañado de Manuel, aprovechó para hacerle
ver el buen rendimiento de los trabajadores, halagándolo al mismo tiempo:
-¿Qué te había dicho Manuel? ¿Ves cómo le estás sacando trote a la cuadrilla
completa?
- Sí, patrón- replicó el mayordomo, con la picardía dibujada en su rostro-. Lo que
usted no sabe, y mejor que ni le curte, son los "versitos" que tuve que cantarles a esos
desalmados, pero ¡Están rindiendo! ¡Están rindiendo! déjemelos a mí no más. Además,
señor, les prometí algo especial para la fiesta de fin de siembras; usted no se preocupe.
Durante dos semanas se mantuvo el mismo ritmo de trabajo, gracias a la buena
disposición de los trabajadores y al tiempo despejado, aunque cada vez más frío. El
viernes 26 de abril en la tarde, al dirigirse hacia la capilla, observó que el viento travesía
comenzaba a deslizar una tenue bruma desde la cumbre del Quillacahue hacia el valle.
Pensó que no era otra cosa que humedad arrastrada desde la costa, la cual al enfriarse
durante la noche, daría neblina al amanecer.
- Ideal para empezar mañana la cacería con las tórtolas y torcazas, y proseguir,
cuando el sol queme la niebla, con las perdices, ya que estarán un poco más lerdas por el
peso de la humedad y no verán a los cazadores,- reflexionó en silencio don Diego-.
A su regreso de orar se dio una ducha para sacarse la tierra y, mientras aguardaba
la llegada de los coches que habían ido a Santa Elisa a esperar a Dieguito y a sus
invitados para la cacería del día siguiente, don Diego sacó cuentas en su escritorio.
Había logrado sembrar noventa y dos cuadras en la primera semana, si Dios lo
acompañaba, lograría salir a tiempo con las doscientas cuadras de trigo.
Los coches llegaron cerca de las ocho. Además de Dieguito, venía su suegro, don
Antonio Etchevers; su cuñado, don Jaime Donoso; don Martín Osorio, presidente del
Club Social de Río Claro, don Iñigo Díaz, socio del mismo club y Presidente del Club
de Pesca y Caza, y su amigo mister James Morrison, el gringo del incidente de caza en
Semana Santa en el fundo del padre de don Diego; también integrante del Club Social.
Después de la opípara comida con que los recibió Ofelia, charlaron un rato en el
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salón principal al amor del fuego de la chimenea, saboreaban una copa de coñac,
mientras limpiaban y aceitaban, prolijamente, las respectivas escopetas y revisaban los
tiros, muchos de los cuales habían sido recargados con pólvora y municiones por ellos
mismos. Una vez terminada la revisión de las armas y los tiros, el grupo se desgranó
rápidamente, pues el desayuno estaba fija las cinco, para iniciar la partida a las cinco y
media.
Don Antonio se quedó apoyado en la chimenea y, cuando todos los demás se
habían retirado, le pidió a don Diego que le sirviera otro coñac. Su figura era realmente
imponente: de la misma estatura de su yerno, pesaba al menos el doble que él. A pesar
de ello y de su generosa barriga, no parecía gordo, pues era muy ancho de espaldas.
Coronaba su figura una gran cabeza, enmarcada en un pelo negro ondulado, casi crespo,
que se prolongaba en dos inmensas patillas que hacían juego con un grueso bigote de
puntas enroscadas. Los oscuros ojos avellanados eran grandes y tan expresivos como los
de su hija Rosaura. Don Diego, después de escanciarle una buena porción de coñac, se
dirigió a él, percibiendo que su suegro algo se traía entre manos.
- Asiento, Antonio, póngase cómodo. Es muy grato para mí tenerlo en ésta, su
casa. Hacía tiempo que no teníamos oportunidad de conversar.
- Así es, Diego- respondió don Antonio, aliviado por la forma en que don Diego le
había allanado el camino- , sabe que me place mucho conversar con usted. Lo considero
un hombre culto e inteligente, aunque en algunas cosas tengamos puntos de vista
discrepantes. Debo agradecerle la invitación a esta cacería además del agrado de estar
con usted y Dieguito. Me gusta mucho este lugar.
- Aquí tiene su casa, Antonio, como le acabo de decir -interrumpió don Diego-.
Siéntase libre de disponer de ella y venir cuando lo desee; aquí puede descansar y
cabalgar a su gusto. Verá que la hacienda tiene sus encantos.
- No me cabe duda, Diego... no me cabe duda. Usted sabe que yo confío mucho,
tanto en su experiencia, como en sus conocimientos teóricos adquiridos en ultramar. En
lo que discrepo- continuó el suegro, mientras paladeaba el coñac- es en su forma de
encarar el campo. Yo tengo mis ideas respecto a la agricultura, heredadas de mi padre y
confirmadas por la experiencia. Hablando mal y pronto, creo que el campo es
principalmente una inversión y, como tal produce su renta, pero no a través de la
producción,... sino por medio del incremento permanente del valor de la tierra misma, lo
que ustedes, los profesionales, llaman la plusvalía. Tome sólo un ejemplo: hace cuarenta
años para comprar una buena casa era necesario vender cien cuadras; ahora basta con
cincuenta. Eso se ha confirmado históricamente aquí y en la quebrada del ají... perdón,
aquí y en todo el mundo. Mientras más crece la población, más se requieren tierras de
cultivo y pastoreo y, como no se fabrica más tierra, ésta sube de precio; acuérdese de
Malthus y su progresión geométrica del aumento de la población y aritmética de la
producción de alimentos. En eso se basa el negocio agrícola y esa es la base de las
fortunas de este país aunque hoy día hay algunos mineros que han ganado bastante.
Pero, fíjese usted: ¿Qué hacen después? compran tierras. La producción agrícola misma
es un magro negocio; como son más los consumidores que los agricultores los gobiernos
mantienen bajos los precios de los alimentos. Estos, años han sido un poco más
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rentables, lo reconozco, pero son una excepción. Por eso los agricultores criollos, a
diferencia de sus amigos alemanes en el sur, damos los cultivos en medias, así no
requerimos capital de giro y no corremos riesgos. Por baja que sea la producción
recibimos la mitad y ¿Cuál fue nuestro gasto?, aportar la tierra que ya está pagada por la
plusvalía. El mediero, a su vez, también gana, porque le da un valor a su mano de obra y
la de su familia, asegura su alimentación y, con lo que vende, tiene dinero para sus
"faltas"57 . Nosotros, los agricultores tradicionales, trabajamos directamente el ganado y
las viñas... y algunos también dan éstas en medias. Es un buen sistema y nos asegura
una vida tranquila, sin sobresaltos, y sin tener que abandonarla familia, la religión, la
sociedad, las amistades y las distracciones, que todo hombre debe darse. Vea mi caso,
un campo como Los Avellanos, regularcito no más, me ha permitido llevar una vida
holgada; a mi familia nunca le ha faltado nada.

Viendo que su yerno lo escuchaba con atención, don Antonio prosiguió:


- Pero no es eso lo que me inquieta de nuestras diferencias, Diego. Me preocupa
que un hombre de su talento lo malgaste en ocupaciones que no le corresponden. Usted
es un hombre profundamente religioso y sabe que va a tener que rendir cuentas de las
capacidades que Dios le dio; recuerde la parábola de los Talentos. Perdóneme que me
entremeta en sus asuntos, pero lo hago por el afecto y la amistad que le profeso. ¡No
malgaste su inteligencia y su juventud! Dedíquese más a su familia, usted sabe tan bien
como yo la reina que tiene por esposa. Acompáñela, asuma sus obligaciones con la
sociedad de Río Claro, todo el mundo lo estima y admira. Usted tiene un importante
papel que jugar en la Iglesia, en la política, en la banca... en fin, para qué prosigo si todo
eso lo sabe tan bien como yo.
Don Diego, mientras escuchaba a su suegro, pensaba que no valía la pena
argumentar y discutir, lo que tantas veces habían platicado. Recordó el fragor con que
refutaba cada argumento de don Antonio, cuando estaba recién casado. Decidió dar una
respuesta caballerosa, pero dejando en claro sus razones fundamentales:
- Antonio, usted sabe que yo respeto sus puntos de vista y sé que usted respeta los
míos. Cada uno tiene razón de acuerdo a su temperamento, carácter e intereses
-prosiguió don Diego con estudiada calma- . Yo estoy de acuerdo, hasta cierto punto, en
lo del campo como inversión; acuérdese de la crisis agrícola de fines de siglo pasado en
Inglaterra, en que la tierra perdió todo valor y los terratenientes y sus arrendatarios se
arruinaron. Pero, dejando eso a un lado, pienso que trabajándolo intensamente podemos
producir más en beneficio del país, de los trabajadores y de nosotros mismos. Es cierto
que arriesgamos mayor capital, pero, quizás, lo más importante para mí es que me
apasiona el trabajo del campo; es lo más cercano a... a ¡Crear algo! Uno ve, el fruto del

57
Faltas. Se denomina así, en el ámbito rural chileno, a aquellos bienes que el campesino debe comprar
pues no los produce, como vestuario, calzado, harina, arroz, hierba mate, café, cigarrillos, bebidas
alcohólicas, etc.
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esfuerzo; cómo la semilla se transforma en planta y rinde sus frutos, cómo cambia el
paisaje con el regadío, con los bosques, con las alamedas. Es muy gratificante y,
honestamente, Antonio, creo estar cumpliendo con mis obligaciones con Dios y
satisfaciendo lo que Él nos enseñó con la parábola de los talentos. Poco a poco tendré
más tiempo y más facilidades para conciliar mi vida entre el campo, mi familia, la
sociedad, la política y los demás intereses que usted mencionó. Los avances de la
técnica son muy rápidos; pronto contaré con teléfono y, cuando logre mejorar el camino,
tendré un automóvil y podré viajar con más frecuencia a Río Claro. A su vez, el campo
va a ser más cómodo para que Rosaura, Dieguito y los demás hijos que Dios nos dé,
pasen más tiempo conmigo. Al igual que usted y doña Rosa, en la medida que su salud
se lo permita y lo mismo que Jaime y Elvira. Espero contar con luz eléctrica antes de un
año...
- Me alegran sus palabras, Diego -interrumpió su suegro-. Comprendo que cada
hombre necesita una pasión que lo motive en la vida. La suya, obviamente, es la tierra y
el trabajo de ella. Por ello encuentro encomiable el esfuerzo que piensa hacer para
conciliar dicha pasión con la religión, la familia y la sociedad.
Don Antonio se levantó del sillón, tomó un puro de la caja que estaba en el centro
de la mesa y, luego de cortarle la punta con una pequeña guillotina de oro, lo encendió.
Aspirando lentamente, prosiguió.
- Mi pasión, Diego, y lo confieso abiertamente, es vivir; vivir intensamente, pero
con calma, sin apresuramientos, la vida que Dios nos dio en este mundo... Eso sí,
cuidando siempre la salvación del alma, para gozar de la vida eterna. Disfrutar la vida
plenamente, aprovechando los placeres que nos otorga, sorbiendo la miel del panal día a
día; disfrutando de la familia, viendo crecer a los hijos y a los nietos; observando cómo
evolucionan sus personalidades, alegrándose con sus éxitos; gozando de la compañía de
los amigos, charlando o jugando al naipe o al billar, compartiendo una buena comida y
bebiendo sanamente, lo cual alegra el espíritu y hace abrirse los corazones a la amistad;
saliendo de cacería, como lo vamos a hacer mañana; yéndose de francachela donde las
niñas alegres, lo cual rejuvenece y alivia las tensiones... Pero siempre, Diego, ¡Siempre!
manteniendo un justo equilibrio entre los placeres, de alguna forma pecaminosos, y la
religión. Dar a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César. Lo otro que me
motiva, mi yerno y amigo -don Antonio se notaba a gusto consigo mismo y con lo que
estaba planteando- es el dinero, no con un fin avaro de acumulación, sino como un
medio necesario para disfruta de todo lo anterior y, además porque otorga poder. El
ejercicio del poder, por pequeña que sea la parcela en que reinamos, es fuente inagotable
de gratificación personal. Eso lo disfruta usted, Diego, ejerciéndolo sobre sus
mayordomos, peones y chinas.
Don Antonio arrojó la ceniza de su puro a la chimenea y volvió a sentarse.
Dirigiéndose a su yerno prosiguió:
- Se hace tarde, Diego, y tenía algo específico que plantearle, que, en cierta forma,
tiene que ver con todo lo anterior.
- Lo que guste, Antonio, estoy a su disposición- respondió el hacendado,
ocultando la molestia que le habían causado las cínicas palabras de su suegro a quien, a
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pesar de todo, tenía un apreciable cariño. Volvió a pensar, benévolamente, que era
producto de la formación recibida y transmitida a su hija Rosaura. Don Antonio
ceremoniosamente volvió a pararse y caminando por el salón, retomó la palabra:
- Lo que voy a relatarle, Diego, es estrictamente privado, aunque a usted no es
necesario advertírselo, porque es un hombre muy discreto. En el último tiempo, mi
querido yerno, y estoy hablando de un año a esta parte, he estado invirtiendo en
acciones, a través de mi amigo Pedro Lazarreta que es corredor de la bolsa. Como usted
debe saberlo, las utilidades de las acciones han sido muy buenas en general, y en el caso
mío, excelentes, gracias a los consejos de Lazarreta. ¡Diego, he triplicado el capital
inicial! ¿Ve usted cómo trabajar el campo con poco capital permite otros negocios? Las
oportunidades hay que tomarlas donde se presentan. Bueno,... hemos estado estudiando
a fondo los detalles del negocio y, al menos por un par de años más, se puede seguir
ganando, con absoluta certeza, incluso mayores rentabilidades que las actuales. Sin
embargo, llegamos a la conclusión de que para asegurar las utilidades y disminuir el
riesgo, debemos operar directamente en la bolsa de Nueva York. Para ello, Diego,
hemos constituido un fideicomiso, integrado por capitalistas seleccionados que aportan
capitales iguales. Estamos hablando de sumas grandes. Lazarreta, a través de un agente
suyo en Nueva York, va a dirigir las operaciones, apoyado por los directores del
fideicomiso, entre los cuales me cuento. Puede ser un negocio brillante y,... en el peor de
los casos, operando en una bolsa que transa acciones tan bien respaldadas como las de
las empresas norteamericanas, se podrá ganar poco durante algún período. Pero riesgo
de perder, no hay.... ¡No con las acciones que estamos seleccionando!
- Perdone, Antonio- interrumpió don Diego, adivinando la proposición que venía
y tratando de evitar llegar a una negativa que ofendiera a su suegro- con la misma
franqueza y confianza que usted me ha demostrado y por el aprecio que le tengo,
permítame que le dé mi opinión. Sé que nadie es adivino, pero como usted bien sabe yo
recibo publicaciones especializadas en agricultura y economía, tanto de Europa como de
Estados Unidos; ello y mis propios análisis me permiten sacar algunas conclusiones
básicas.
Vio que su suegro constreñía el ceño y torcía la boca en clara señal de
disconformidad, por lo que decidió no mencionar a su amigo Larraín y continuó:
-Antonio puedo estar equivocado, aunque me temo que no. Toda la información
de que dispongo me hace pensar que los valores de las acciones no pueden seguir
subiendo. Como usted sabe, este auge extraordinario se basa en las inmensas sumas de
créditos que el gobierno de Estados Unidos esta otorgando, sin tasa ni medida y a
intereses bajísimos, a lo que ellos llaman "cualquier empresa legítima". Creen que esa es
la forma de ayudar al desarrollo de la economía y aumentar del empleo. Pero eso no
puede sustentarse por largo tiempo; sería haber descubierto el "huevo de Colón". Hasta
donde llegan mis conocimientos, por un lado, no se puede expandir artificialmente la
cantidad de dinero en forma indefinida sin provocar graves desequilibrios y, por el otro,
el valor de las acciones siempre refleja, a la larga, el valor real de la empresa respectiva
y ninguna de las empresas cuyas acciones están subiendo como espuma ha incrementado
su valor en esa medida...
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- Pamplinas, Diego, pamplinas -lo interrumpió su suegro, mientras borraba en el
aire los argumentos de su yerno con un amplio desplazamiento de su mano izquierda-,
esas son concepciones anticuadas. Perdóneme que se lo diga, Diego, pero sus
conocimientos económicos son estáticos, pertenecen al pasado. Por supuesto que la
suma de las acciones de una empresa siempre tiende a reflejar el valor de la misma, eso
es obvio, como que dos más dos son cuatro. Y ¡Precisamente de eso se trata, pues,
hombre! En este caso las acciones están anticipando el valor futuro de las empresas y
han subido porque los mejores analistas del mercado, dada la prosperidad mundial que
recién comienza, saben que el valor de las compañías de que estamos hablando se
multiplicará a corto plazo. ¡Es el momento, Diego! ¡Es el momento! Más adelante,
cuando las empresas se consoliden, la rentabilidad de las acciones va ser la normal, la
misma de las empresas. Lo que estamos haciendo es captar, en forma previa, la
revalorización que se va a producir. Es como si usted supiera por dónde va a pasar el
ferrocarril y comprara los terrenos adyacentes, está anticipando la valorización de esos
terrenos. Una inversión absolutamente segura.
- Claro don Antonio -replicó el joven- salvo que, después, el ferrocarril no se
construya; lo que equivale a que la prosperidad real no sea la que se espera o no llegue
en absoluto.
- No sea negativo, Diego. Yo respeto mucho su inteligencia y sus conocimientos,
pero tiene que reconocerme que su opinión es diferente y contraria a la de los verdaderos
expertos. Así como a usted pocos pueden enseñarle sobre regadío y siembras, admita
que no está capacitado para argumentar con los mejores expertos del mundo en
economía y finanzas. Y todos,… ¡todos!, avalan mi posición.
- Puede ser, querido suegro respondió amablemente don Diego, tratando de
terminar sin heridas la conversación puede ser. Sin embargo, usted sabe que no siempre
las mayorías tienen la razón y aquí hay algo que va "contra natura", que no calza. Pero,
como usted dice, perfectamente puedo ser yo el equivocado. Afortunadamente no tengo
que tomar, como usted, ninguna decisión al respecto, ya que todos mis recursos están
invertidos aquí, en Quillacahue.
- Se equivoca Diego- irrumpió don Antonio- , si la mayor gracia de esto es que se
requiere poco capital de giro. Usted comprende que, aunque mi situación económica es
más que holgada, yo no podría disponer del millón de dólares que es el monto de la
cuota. Lo que he invertido hasta aquí eran platas disponibles, pero para entrar al
fideicomiso, lo hice con créditos del Banco del Maule, con la hipoteca de mi campo, por
supuesto. Ve cómo se le puede sacar provecho ala inversión en tierra, sin sudar tanto
como lo hace usted.
Un escalofrío recorrió a don Diego al escuchar las últimas palabras de don
Antonio. En su fuero íntimo "veía" la desgracia que se avecinaba. Ese caballero, tan
acostumbrado a la vida apacible, sin quebrantos, cuya fortaleza aparente venía de llevar
en los genes la prudencia y la tradición, pero que en el fondo era débil si se le sacaba de
su protector entorno de riqueza y comodidad... Ese caballero, su suegro, iba a perder
todo. Rogó a Dios que se equivocara en su pronóstico.
Don Antonio, entusiasmado con sus propias palabras, no percibió el sombrío
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semblante de su yerno y continuó:
- Precisamente, Diego, usted es una de las personas escogidas, por la unanimidad
de los socios del fideicomiso, para ser invitada a ingresar.
Con evidente satisfacción al sentirse responsable de lo que él consideraba un gran
favor a su yerno, don Antonio cortó la punta de otro cigarro, lo aspiró varias veces y
sacando pecho prosiguió: el Banco del Maule del cual usted pronto será director, le tiene
aprobado, en principio, un crédito por el monto de la cuota, aceptando como garantía la
hipoteca de Quillacahue. No creo que su socio, que entiendo sabe mucho de finanzas, le
ponga inconvenientes. Confío en que al contrario, lo va a alentar. No podemos invitarlo
también a él, porque no pertenece a la sociedad de Río Claro, ni al grupo de Lazarreta.
- Momento, Antonio, momento- lo interrumpió bruscamente el hacendado-. Yo no
invertiría, por motivo alguno, en acciones. Las razones ya se las expliqué. Pero no es eso
lo que me preocupa, mi querido suegro. Me preocupa usted y su seguridad futura ¡Usted
no puede correr el riesgo que pretende! Está apostando todo a una carta, incluido su
fundo. Por el aprecio que ambos nos tenemos, deme la oportunidad de discutir esto con
calma, antes de que tome una decisión irrevocable. ¡Usted no tiene necesidad de
arriesgarse! sus intereses son otros y le ha ido bien.
- Ya está tomada la decisión,... ¡Yerno! -irrumpió furibundo don Antonio-. Veo
que he perdido el tiempo con usted. A mí no me engaña con esa actitud de soberbia y
porfía vasca, que le ha ganado la fama de engreído y prepotente en Río Claro. En el
fondo, tras esa fachada esconde su verdadera personalidad ¡Un timorato! Tan timorato
como Jaime, escondido como las ratas en su cueva de notaría. Hombres como usted no
construyen el mundo del mañana, a lo más son capaces de rasguñar la tierra, no por
pasión como usted pretende, sino porque no son capaces de hacer más.
Los ojos de don Diego se tornaron gélidos como un glaciar, clavándose en los de
su suegro. Transcurrió un largo y silencioso minuto en que los dos, sin aflojar la mirada,
parecían fieras dispuestas al ataque. Poco a poco don Diego se fue distendiendo. No
valía la pena enojarse ni replicar a su suegro. Entendía su molestia al sentirse rechazado,
pues sabía que habría estado orgulloso de convencerlo. Quizás hasta había asegurado a
sus socios que así lo haría. Permitiría por esta única y última vez, que Antonio se
quedara sin respuesta a sus insultos, pero dejando algunas cosas en claro.
- No le voy a dar la respuesta que se merece, Antonio, porque usted está
perturbado y, además,… en mi casa. En el fondo, quería mi respaldo para acallar su
propia inseguridad y lo que lo altera es que confirmé sus aprehensiones. Olvidemos el
asunto y recuerde que pase lo que pase cuenta conmigo para...
- ¡Jamás recurriré para nada a usted, Diego! No se preocupe. De mí se desconfía
una sola vez. ¡Buenas Noches!
- Buenas noches, Antonio, que descanse.

Al día siguiente, gracias a la ansiedad y al nerviosismo de la primera cacería del


año, todos estaban en el comedor principal minutos antes de las cinco de la mañana.
Ofelia dirigía a María y a dos chinas que traían los diversos alimentos. Al desayuno de
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rutina, compuesto de jugo de naranjas, frambuesas, crema chantilly, mermelada de
moras, miel, dulce de membrillo, huevos revueltos con tocino, lonjas de jamón y
quesillo, mantequilla y una gran panera de plata con pan recién amasado, se habían
agregado panecillos calientes con queso derretido, huevos con longaniza y cebolla
pluma y dos küchenes: uno de manzanas y otro de mermelada de damascos.
Don Diego distribuyó rápidamente a los comensales, dejando a don Antonio a su
derecha, al gringo Morrison a su izquierda y a Dieguito en la otra cabecera de la mesa,
frente a la suya, con Martín e Iñigo a sus dos costados. Don Diego ordenó a Ofelia que
llamara a Manuel Cofré, quién ya esperaba en el corredor.
- Adelante, Manuel, toma asiento. Creo que conoces a todos los caballeros de la
partida.
- Así es, patrón- respondió éste mientras, sombrero en mano, saludaba a cada uno
de los invitados y estrechaba, en un abrazo, a Dieguito.
- Asiento, asiento, Manuel le ordenó el hacendado- .
- Con su permiso, patrón- dejó el sombrero en el suelo, detrás de la silla, y, antes
de sentarse en la única silla disponible, se dirigió a todos-. Provecho caballeros, y... que
regresemos con muchas piezas.
Don Diego bendijo los alimentos y, mientras Ofelia y sus ayudantes servían café o
té, según la preferencia de cada cual, los comensales atacaron el desayuno como si
estuvieran comiendo a cuenta del hambre que les daría con el frío y el ejercicio.
El hacendado miró a su suegro y lo notó preocupado, aunque ello no le quitaba el
apetito, pues comía a dos carrillos. Sabía que en alguna forma, don Antonio iba a tratar
de reparar el desaguisado de la noche anterior. El mantener las formas, fueran cuales
fueran los sentimientos y rencores, era parte fundamental de la sobrevivencia de estas
cerradas sociedades provincianas. Cuando él era aún un muchacho y se integró a la
sociedad, vio una vez con estupor, como el marido de una dama que él, junto a otros
compañeros, habían visto en repetidas veces en brazos de su conocido amante, saludaba
a éste con la mayor naturalidad y respeto, y recibía la más completa reciprocidad. Los
años, y su esposa Rosaura, le habían enseñado que sin estas hipocresías convencionales
la sociedad, y por ende su poder, sucumbiría. Recordó a Oscar Wilde cuando afirmaba:
"nadie puede soportar toda la verdad."
La voracidad de los contertulios permitió que la distracción de don Diego pasara
inadvertida. Éste retomó la conducción de la conversación, dirigiéndose a su
mayordomo principal:
- Manuel, ¿qué me dices de los perros?
- Ayayay, mi querido patrón - respondió con entusiasmo Manuel-, yo creía que los
nuestros eran los mejor preparados y usted sabe que me he empeñado. Pero aquí don
Morrison trajo dos perdigueros que son una pintura...
El aludido intervino:
- Perdone, don Manuel, tienen la mejor sangre de las islas británicas... Son
parientes de los de su majestad, el rey Jorge V, los que a su vez provienen de los de
nuestra recordada reina Victoria...
- No me cabe duda, don...- respondió presto el mayordomo ¡Si en los ojitos se les
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nota la sangre azul! Todos prorrumpieron en una carcajada, en la cual predominaba la
estruendosa risa del gringo.
Manuel, sintiéndose más en confianza, prosiguió:
- Los de don Antonio se ven muy bien, al igual que las parejas de don Martín y
don Iñigo. De los nuestros, y perdone usted patrón, acuérdese que el que va a destacar
es "Toco", el de don Dieguito.
Don Diego sonrió y pensó para sí, "Era que no, si tú se los ha preparado
especialmente y con esmero."
A las cinco veinte todos se levantaban de la mesa para abrigarse, y recoger sus
armas y municiones.
Don Antonio, dirigiéndose a su yerno, lo tomó cariñosamente del brazo:
- Excúseme usted, Diego. Me ofusqué con el entusiasmo de este asunto, que me
ha cogido como cuando me enamoraba en mis años mozos. Mi imperdonable conducta
se debe a que realmente creo que estoy a punto de lograr algo muy importante para
poder participar a otro nivel de la sociedad y del poder. Le agradezco muy sinceramente
la prudencia con que usted actuó anoche. Un joven me dio lecciones de educación a mí.
Eso sólo demuestra su buena madera.
- No se preocupe, Antonio, lo conozco bien y acepto sus explicaciones. Aquí no
ha pasado nada. Aprovechemos la mañana.
El suegro percibió que, por la bonhomía de su yerno se había solucionado lo que
pudo ser un entuerto mayor, lo tomó de los hombros y mirándolo con cariño le
manifestó:
- Gracias, Diego... gracias. Meditaré sus consejos y... sé que cuento con usted...

Salieron de “Las Casas” en medio de una densa neblina en la que apenas se


adivinaba, por el poniente, la silueta de la luna menguante con, su inmenso halo rojizo.
Los perros se pegaban a las botas de sus amos, quienes vestían sus atuendos de caza.
Todos iban uniformados con gruesos suéteres de cuello alto, chaquetas de tweed,
pantalones de lana de un color, botas de media caña y, sobre la cabeza, sombrero de ala
corta. La excepción la constituía Manuel, que se cubría con una manta de castilla. A don
Diego la estampa le recordó escenas de caza en la bretaña francesa, tanto por la
vestimenta, como por las figuras.
Acordaron, tal como lo había anticipado don Diego, que era preferible comenzar
con las tórtolas y se encaminaron a un "pasadero”58 en el deslinde entre Los Quillayes y
Las Perdices. Cuando llegaron, el amanecer apenas se insinuaba y comenzaba a teñir la
neblina del lado oriente de un blanco grisáceo, lo que la hacía aparecer aún más densa.
Mientras pasaban de mano en mano los termos con café preparados por Ofelia,
acordaron dispersarse en círculo, para abarcar el máximo de posibilidades. Cerca de las
siete comenzaron a pasar las tórtolas, que se anunciaban con su típico golpeteo de alas,
antes de que los cazadores divisaran su silueta en la lechosa niebla. Los tiros fueron
58
Parajes, muy definidos, por donde pasan las bandadas de tórtolas.
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bastante certeros y, si un ave se salvaba del primer tiro, caía abatida por el segundo o, en
el peor de los casos, el tercero. A los pocos minutos, el potrero se había transformado en
un pandemónium, gracias a la nutrida balacera que surgía de las bocas de las seis
escopetas; algunas de doble cañón. Los perros corrían a buscar a las aves caídas, a las
que de otro modo habría sido muy la sus difícil ubicar. Las cogían con suavidad y traían
a sus amos, cumpliendo una función muy pedestre y distinta a la que les correspondería
más tarde con las perdices; allí podrían demostrar su verdadera destreza.

Cuando dejaron de pasar las bandadas reinó el silencio y los cazadores se


reunieron a echar las presas en un canasto traído por un peón, ayudante de Manuel, y a
entibiarse con otro poco de café. No obstante el aparente desorden, cada cual tenía muy
claro cuántas piezas había cobrado. Para sorpresa de todos, menos de su padre y de
Manuel, Dieguito, con su escopeta de menor calibre y un solo cañón, sólo había sido
superado por el “gringo” Morrison pero, a diferencia de éste, no había desperdiciado un
solo tiro, tiro disparado había sido tórtola abatida. Don Diego y Manuel se miraron,
furtivamente, con legítimo orgullo.
"La típica personalidad de Dieguito", pensó el hacendado, para sí, "Calmado,
tranquilo, sin precipitarse jamás a disparar antes de lo indicado; pero alerta, rápido y
seguro como el que más para tirar en el momento exacto, sin permitir que el arco
dibujado por el ave en el cielo incrementara su radio". En la caza de perdices podría
destacarse aún más.
A las nueve de la mañana, y después de repetir tres veces similar secuencia,
habían juntado más de ciento treinta tórtolas. Todos comentaban su abundancia que, a
pesar de la niebla, les había permitido cazar un número considerable de piezas.
- Bueno.... bueno -habló don Diego- recuerden que este campo estuvo abandonado
muchos años y no creo que nadie llegara a cazar por estos parajes. Mis vecinos del otro
lado del Quitasol son todos pequeños propietarios, al igual que los del límite sur, y cazan
a las perdices y a las codornices con trampas, y a los conejos con "Huachis"59. Por eso
estas aves no están malogradas por el exceso de disparos, como sucede en los
alrededores de Río Claro. Ahora, mis amigos, creo que ya es buena hora para ir a
intentar en La Viña con las perdices. El viento que se ha levantado está disipando
rápidamente la niebla.

Tras caminar un buen rato en silencio, súbitamente divisaron, en lontananza, una


gran bandada de torcazas que se acercaba con su típica formación doble en v.
Afortunadamente, los cazadores estaban pasando el estero, al final del potrero Las
Mercedes, lo que les permitió esconderse tras los matorrales. Fueron doce tiros y doce
torcazas abatidas. El sol, que comenzaba a acariciarlos, había entibiado los congelados
cuerpos y levantado, asimismo, los ánimos. Se felicitaron cual niños; había sido una
excelente andanada, sobre todo considerando que la torcaza no vuelve a pasar, como sí
59
Huachis: Trampa para cazar conejos basada en una lazada de alambre, amarrada a un palo, que se
coloca en las sendas por donde pasan los conejos.
90
lo hace su prima menor, la tórtola. Cuando llegaron los perros con sus presas, pudieron
apreciar que eran, realmente, unas lindas torcazas, con sus plumas de típico color
pizarra, ligeramente tornasolado, del doble de tamaño que los tórtolas. Por el peso, que
se apreciaba al tomarlas, se notaba que habían comido bastante trigo.

Sentados en las piedras más grandes del arroyo, descansaron un rato preparándose
para la etapa culminante: la cacería de la perdiz. Aquí se apreciaba la coordinación y el
afiatamiento entre los perros y los cazadores.
Cuando entraron en la viña, los perros comenzaron rápidamente a hacer reptar sus
hocicos, olfateando el suelo y las hierbas entre las parras. El primero en detenerse fue
uno de los del gringo Morrison, con la actitud característica del perdiguero: cabeza recta
mirando al frente, mano derecha en el aire, lista para iniciar la carrera, y cola erguida. La
prolongación de la línea imaginaria que pasaba por la tiesa cola y la punta del hocico,
indicaba el lugar desde donde la perdiz iniciaría su recto y pesado vuelo. No transcurrió
un minuto cuando se sintió, primero, el típico “Pipipipipi”, y, luego, se vio levantar el
vuelo a la preciada pieza. James Morrison, que tenía la escopeta alineada en la dirección
indicada por su perro, la alzó lentamente, siguiendo el vuelo de la panzuda ave. El
primer tiro sólo sacó plumas; el gringo corrigió en fracción de segundos y con el tiro del
otro cañón le dio de lleno. La perdiz perdió el control de su vuelo y cayó a la tierra con
un sordo golpe, en el mismo instante que el perro iba tras ella. Tardó muy poco en
traerla, delicadamente, a su amo. A esa altura, "Toco", el perro de Dieguito, ya tenía
ubicada la suya. Con el único tiro de su escopeta de un cañón, el niño la abatió
limpiamente.
A las once de la mañana todos habían cazado sobre una docena y Dieguito se
encontraba empatado con el gringo Morrison en veinte piezas. Sin acuerdo previo y
siguiendo las reglas de cacería no escritas, los demás recogieron sus perros y doblaron
sus escopetas, retirando los tiros. El duelo proseguía sólo entre los dos punteros, cada
uno con un sólo perro. El nerviosismo del gringo, que se había puesto un tanto ceñudo al
verse desafiado por un niño de trece años, lo perdió. A la tercera perdiz sólo logro
sacarle plumas, sin abatirla. Dieguito, en cambio, con la impecable actuación de “Toco”,
muy consciente de la trascendencia del momento, logró abatir sus cuatro perdices
siguientes. Resuelto el duelo, terminaba la cacería. Morrison, sacando su flema inglesa y
olvidando, en parte, el español, se acerco al niño:
- Estuviste really fantastic, Dieguito. it's an honor ... sorry… es un honor ser
derrotado por cazador tan diestro. My greetings... felicitaciones, don Diego, por su hijo.
Tiene alma de cazador. Si Dios me da vida, me gustaría verlo cazando en las tierras de
mi padre, en Devonshire; les daría una lección a todos los gringos de allá. Espero que
algún día puedas ir, muchacho.
Don Diego no cabía en sí de orgullo e inició el camino de regreso, abrazando los
hombros de su hijo con su musculoso brazo derecho. Manuel, a su vez, con una amplia
sonrisa iluminando su rostro, miraba al hijo de su patrón, cavilando para sí: "Tiene la
madera de su padre y de su abuelo, pero el que le enseñó a cazar, a escondidas de don
Diego, cuando apenas tenía siete fui yo, al igual que le enseñé a su perro". Pero era
91
cierto, pensó el mayordomo, que el niño tenía una curiosa mezcla de paciencia y
decisión y había terminado él la instrucción de su perro, logrando un entendimiento casi
perfecto entre ambos.
El sábado en la tarde, los invitados se dedicaron a recuperar fuerzas, mediante una
buena siesta después del contundente y reponedor almuerzo de cazuela de pava nogada y
porotos con longaniza, coronado por un postre de frambuesas con crema, con que los
recibió Ofelia.
Don Diego, con Dieguito y Manuel, se dirigió a las siembras, que habían quedado
al mando de Armando Troncoso.
Al regresar, cuando la faena había terminado y los animales de trabajo eran
conducidos a sus potreros, Manuel se retrasó, dejando solos a padre e hijo. Dieguito
aprovechó para dirigirse a su padre:
- Sabe, papá, no sé lo que usted le dijo a mi mamá, pero estos días ha estado muy
cambiada. Callada, retraída, recibiendo pocas visitas y saliendo poco, salvo a la Iglesia.
Reza mucho también en la casa y lo curioso es que casi me atrevería a decir que está
contenta.
Don Diego elevó los ojos al cielo y oró en silencio:
"Dios mío, haz que sea lo que yo creo". Al alegrarse, pensando en la posibilidad
de un nuevo hijo, que él esperaba fuera hija, no pudo dejar de recordar a Andresito que
Dios se llevó.
El niño quien su vez, se había detenido a reflexionar, sin percatarse de la actitud
de su padre, prosiguió:
- El tema de la vocación sólo me lo tocó una vez, a los pocos días de regresar
después de Semana Santa. Me dijo que ambos, usted y ella, iban a rezar mucho por mí
para que Dios me iluminara y pudiera decidir mi futuro, de acuerdo a los deseos de Él...
y no de los de ella, por mucho que deseara tener un hijo sacerdote -el niño miro a su
padre con una cómplice sonrisa y prosiguió-. Gracias, señor, sé que a usted le debo esta
nueva actitud que realmente me ha cambiado la vida. Por fin tengo tranquilidad en la
casa. Además, noto algo nuevo en ella, como si estuviera más cariñosa, con una mirada
más suave...
Don Diego no cabía en sí. Ya no había duda; él conocía ese cambio de actitud y
esa sonrisa en la cara.

A la mañana siguiente, todos, salvo el gringo Morrison que salió a disparar


algunos tiros, se dirigieron en coche a la misa dominical de Santa Elisa. Durante el
transcurso de la misa, que correspondía al segundo domingo después de Pascua, don
Diego no hizo otra cosa que rogar porque sus sospechas fueran ciertas. Hacia tanto
tiempo que deseaba tener una hija. No era que Dieguito no satisficiera sus instintos
paternos, al contrario, el niño jamás le había causado problemas, era cariñoso y
considerado con él y con Rosaura y tenía un carácter ideal: tranquilo, paciente,
equilibrado,… pero resuelto y decidido. ¡Cómo lo había demostrado ayer en la cacería!
Pero una niñita era algo distinto, más dulce, más tierna; un ser que necesitaría de su
92
protección y cariño, una versión de su amada Rosaura, sin los traumas que a ella le
habían inculcado. ¡De eso se preocuparía él! Meditó acerca de sus pensamientos,
inexcusablemente pecaminosos, hacia su cuñada Elvira. No podría comulgar hasta
confesarse con el padre Andrés; afortunadamente el próximo domingo, 5 de mayo, era el
primero del mes y tocaba misa en Santa Elisa.
Mientras tanto, en Río Claro doña Rosaura, a la misma hora, llegaba al palacio
episcopal a una cita con el obispo, solicitada el día anterior mediante una misiva cuya
respuesta, en un esquela muy conceptuosa, fue obviamente positiva. Una criada la hizo
pasar a un pequeño saloncito del segundo piso que, a su vez, servía de capilla privada.
No había transcurrido un minuto cuando monseñor Octavio Arrau, con su corpulencia
imponente, ingresó un tanto agitado a la sala.
- Misia Rosaura. Qué gusto tenerla en esta humilde casa, se ve usted muy bien.
Doña Rosaura remedó una genuflexión para besarle la "esposa"60, mientras el
obispo alzaba la mano a fin de facilitarle el cumplimiento del rito. Monseñor se sonrojó
al sorprenderse admirando los turgentes senos de su feligresa predilecta, que en esa
posición mostraban todo su esplendor. Sacó un pañuelo de su manga e hizo el ademán
de secarse el sudor que perlaba su frente, debido al esfuerzo realizado al subir las
escaleras, a fin de ocultar su bochorno. Ella, consciente de lo ocurrido pero sin darse por
enterada, le respondió prestamente:
- El placer es mío monseñor, y le agradezco que me haya recibido con un aviso
tan breve.
- No faltaba más, misia Rosaura. Usted sabe el aprecio que le tengo. Puede contar
con su humilde servidor en Cristo, cuando lo desee.
- Gracias, muchas gracias monseñor. Sé que en domingo, usted está muy ocupado,
así que trataré de ser breve; necesito que me escuche en confesión y me aconseje, pues
me encuentro muy atribulada...
- Excúseme un momento, misia Rosaura- se disculpó el obispo, mientras se
retiraba con cara preocupada a buscar la estola que necesitaba ponerse sobre la sotana
para escuchar la confesión. Percibía que su compleja y predilecta amiga lo iba a colocar
en problemas, como lo había hecho en otras ocasiones a través del sacramento de la
confesión.
Monseñor se sentó al lado de ella en el sofá la tomó de las manos y la bendijo e
inició la confesión:
- La escucho, misia Rosaura.
- Monseñor, usted me conoce bien. Sabe de mis esfuerzos por llevar una vida
dedicada a Cristo y mi propósito real de hacer el bien en esta vida pasajera que, como
sabemos, es sólo un tránsito hacia la vida eterna. Quiero confesarme de haber vuelto a
caer en los pecados típicos de mi carácter. Otra vez poco caritativa en mis juicios acerca
de ciertas personas, he sido orgullosa y quizás un poco altanera y prepotente con mi
servidumbre. También he mentido padre; no en cosas trascendentes, pero he mentido.
Doña Rosaura se calló un instante, esperando una reacción del obispo.
- Usted sabe mi querida señora, que esas que parecen pequeñas ofensas, hacen
60
Esposa: Anillo Episcopal
93
sangrar el corazón de Jesús, porque hieren a otros de sus hijos.
Se interrumpió un momento, pensando que era la ocasión de bajarle un poco los
humos a esta señora y hacerla sentir su autoridad y mayor poder. Con voz un poco más
dura, continuó:
- Y éste es un pecado grave, señora, porque usted utiliza su inteligencia y su poder
para herir a los hijos predilectos de nuestro Señor; aquellos que por ser más débiles, o
menos adinerados, o menos poderosos, son quienes Él privilegia. Cristo siempre
defiende al débil, al pobre, al que sufre...
- Lo sé, señor obispo, y créame que realmente me esfuerzo, me arrepiento,
rezo y hago sacrificios para compensar este carácter tan difícil que Dios me dio;
seguramente para probarme. Ahora último he logrado ciertos progresos, aunque creo que
se deben más a los cambios debidos a un posible embarazo que a un esfuerzo mío. Y eso
me trae a un problema aún mayor, mi querido pastor. Sé, y usted me lo ha reiterado, que
precisamente por estos pecados en los cuales sigo reincidiendo, tengo que aplicarme, a
modo de compensación, en tener un comportamiento que agrade a nuestro Señor en los
demás aspectos de mi vida. Y en vez de compensar mis faltas con virtudes, he caído en
una falta aun mayor, un pecado capital.
Se detuvo un momento, comenzando a sollozar en forma entrecortada. El obispo
se asustó y, para sí, elevó una oración: "Dios mío, ¡Por favor!.... otro adulterio no.
¡No!... Parece que el ocio de la sociedad de Río Claro ha provocado esta moda, copiada
de más de una novela prohibida. Pero ¡Doña Rosaura!, pilar de la sociedad y pilar de mi
obispado... ¡No, mi buen Dios!". Se dirigió nuevamente a ella:
- Tranquila, querida señora, tranquila. Continúe, por favor.
- Resulta, Monseñor, que tal como enseña la Iglesia y como me educaron las
monjas y mi padre, ese santo varón, yo he sido siempre una mujer extraordinariamente
recatada. He cumplido, eso sí, con mis deberes conyugales como corresponde, de lo cual
usted está enterado porque lo hemos conversado más de una vez. Mi esposo Diego,
señor obispo, a quien usted conoce muy bien, es un hombre de temperamento fuerte,
más aún con su pertinacia de vivir en el campo, lo que obviamente le exacerba los bajos
instintos; cosa que no sucedería si viviera como hombre civilizado donde le corresponde,
aquí en Río Claro.
- Misia Rosaura- quiso interrumpir el obispo
- Perdón monseñor, déjeme continuar, porque es tan difícil contarle todo esto-
prosiguió doña Rosaura, entre sollozos-.
- Continúe señora, continúe- la alentó el obispo-.
- Resulta, monseñor, que siempre tuve la sospecha que existía en mí una cierta
tendencia voluptuosa o, podríamos decir, concupiscente. Inconscientemente disfrutaba,
algo del cumplimiento de mi deber conyugal.
Aquí se detuvo un momento. Los sollozos habían dado paso a cierta vergüenza,
curiosamente mezclada con algo de nostalgia.
- El asunto es que esa tendencia me ha arrastrado derechamente al pecado, y debo
confesarle que ha habido ocasiones en que yo he buscado el contacto carnal e incluso...
¡He llegado al orgasmo! -nuevamente comenzó a sollozar- ¡Monseñor tiene que
94
ayudarme a controlar estos impulsos! No sé si usted sabe, pero en la sangre de nuestra
familia hay antecedentes de mujeres pecaminosas.
- Misia Rosaura- inició lentamente su respuesta el obispo, aliviado por lo que
estaba escuchando reflexionando cómo manejar a su difícil feligresa-, ya hemos tocado
el tema en otras ocasiones. La Iglesia....
- Perdone monseñor, pero... -irrumpió alterada la señora-.
- No me interrumpa, por favor, misia. Como le decía la Iglesia prohíbe, en
general, los excesos cometidos en el uso de los sentidos que Dios nos otorgó para fines
muy claros y específicos, ¡Pero no condena el recto uso de ellos! Alimentarse mi querida
señora, no sólo correcto, sino una obligación para cuidar nuestro cuerpo, que es templo
de nuestro Señor, y el disfrutar con la comida consumida en cantidades adecuadas a su
fin, no es un pecado, al contrario es un goce lícito proporcionado por Dios. ¿Se imagina
usted a los niños alimentándose adecuadamente si el comer fuese doloroso? Sin
embargo, la gula es un pecado porque se trata de comer en exceso en busca exclusiva
del placer - considerando que iba por buen camino, continuó-. Las relaciones
matrimoniales siguen el mismo patrón. Dedicarse a los placeres carnales es un pecado
grave, más aún en una mujer, pero disfrutar de la santa unión entre marido y mujer,
efectuada con el sagrado fin que Dios nos impuso de procrearnos, no tiene nada de
pecado en la medida que se realice con una frecuencia prudente, sin excesos, en atención
al objeto divino del acto y dentro de los márgenes que impone el decoro y las buenas
costumbres.
- ¡No es eso, monseñor,- irrumpió doña Rosaura en forma violenta- ni lo que me
enseñaron en el colegio, ni lo que me dicta mi propia conciencia que, como lo enseña la
Iglesia, es a quien debo seguir!- con verdadera angustia, doña Rosaura prosiguió- ¡Yo
quiero salvarme, señor obispo, ayúdeme! Veo que mi fuerte inclinación carnal, sobre la
cual no quiero entrar en mayores detalles, puede ser mi perdición.... por la fuerza con
que me atrae.
El obispo percibió que, por el carácter de doña Rosaura y su confusa concepción
de la salvación, el problema podía ser innecesariamente grave y se decidió a actuar con
firmeza.
- Mi querida señora. He sido su confesor desde que usted era una niña y yo un
simple ayudante de párroco, la conozco muy bien y tengo la certeza de que si logra
dominar sus faltas a la caridad y ayuda a salvarse a sus seres queridos, alcanzará la
recompensa eterna -el obispo se detuvo un instante; percibía que estaba entrando en
terreno peligroso-. Lo que usted debe hacer, y esto ya no es un consejo sino una
instrucción de su confesor y a la vez su penitencia, es tratar de cumplir la voluntad de
Dios en todos sus actos, grandes o pequeños. Ello, mi querida señora, atinge
especialmente a su marido. Él es un buen cristiano, que tuvo la inteligencia y la suerte
de casarse con usted. Y usted debe ayudarlo en su propia salvación. Don Diego no es
hombre de vida licenciosa, como la mayoría de nuestros más distinguidos vecinos... El
necesita que sea su esposa, la que le otorgue las caricias que merece. Acompáñelo más y
cuando cumplan el mandato divino de la procreación y se unan carnalmente, disfrute
junto con él, ambos se lo merecen y es el deseo de Dios. ¡Ah!, y en cuanto a su
95
conciencia, mi querida señora, no olvide que ésta se forma y la influencia de las
monjitas hizo mucho daño a las mujeres de las familias más destacadas de esta
provincia. Su inteligencia, misia Rosaura, debe hacerla superar esa mala enseñanza de su
niñez.
- Bien, señor obispo. ¡Sea lo que usted ordene!- respondió secamente doña
Rosaura y con la misma terquedad, solicitó la absolución- Le ruego me absuelva de mis
faltas.... ¡Monseñor!
Sin ser capaz de dilucidar el significado del cambio en el tono de voz de su
feligresa, el obispo un tanto atónito, procedió a absolverla:
- Ego te absolvo in nomini patri et fili et…
Doña Rosaura esperó que el obispo se sacara la estola y lo encaró:
- Monseñor, ahora que hemos terminado la confesión me siento obligada, por
deferencia y educación, a comunicarle que siguiendo los dictados de mi conciencia y
deseando fervorosamente cumplir con mis deberes de cristiana, he de buscar otro
confesor...
- ¡Misia Rosaura!- interrumpió el obispo yo he sido su asesor espiritual desde que
era una niña...
- ¡No me interrumpa, obispo! Conozco mis deberes y derechos como católica.
Usted ¡Señor! en cambio, parece haber olvidado los suyos.
Doña Rosaura hizo una pausa y respiró profundo, como queriendo acumular
fuerzas para la embestida final.
- Ya hace un tiempo venía percibiendo en su proceder señales que me hacían
sospechar de un cambio en su recta actitud, que yo tanto admiraba. Ahora lo entiendo
todo… emite esos consejos increíbles, porque está tratando de conciliar la recta posición
de nuestros santos obispos y sacerdotes, que preservan la verdadera fe, con la de esos
nuevos curas revolucionarios,… como el amigo de mi esposo, ese curita de Santa Elisa...
Ortúzar creo que se llama. ¡Si cree que con eso va a lograr los ascensos que tanto
anhela,… se equivoca! Yo me encargaré, personalmente, de que no suceda... Así
responde usted a la sociedad de Río Claro a la cual debe su obispado. Pero erró el
camino, señor cura,... ¡Erró el camino!
-¡Permítame un momento, mi querida señora!- exclamó, abismado, el aludido-.
Doña Rosaura se envolvió y tomó su cartera, dio media vuelta y sin siquiera darle
la mano y menos besarle el anillo, se despidió:
- Hasta luego.... ¡Obispo!.. Rogaré por usted.

Monseñor Arrau se quedó atónito. Meditó un rato y concluyó que pensándolo


bien, en una mujer como su querida feligresa lo sucedido era previsible. Tanto en su ya
larga vida sacerdotal, como en sus lecturas y conversaciones con otros sacerdotes, habla
conocido a muchos de estos caracteres. Cristianos que tenían como pivote central de su
existencia el horror al infierno y la obsesión de la salvación a cualquier precio y se
transformaban en seres que arruinaban su propia existencia y la de los seres que los
rodeaba con el pretexto de que sus equivocadas acciones estaban encaminadas a ganar la
vida eterna
96
¡Dios mío que daños cometieron durante siglos, tantos dignatarios de la Iglesia
con enseñanzas erróneas! exclamó, mirando el crucifijo que presidía la capillita. Pensó
que lo peor era que casi siempre había sido a favor de mantener el poder. Esta última
reflexión lo llevó a su situación personal; la pérdida de doña Rosaura y el daño que ella
le provocaría difundiendo sus acusaciones de obispo revolucionario, lo cual seguramente
terminaría con su carrera, pero esta vez no tenía alternativa. No podía ni ayudarla, ni
ayudarse a sí mismo, su último recurso era conversar con la única persona que podía
influir en ella; ese santo varón de don Diego González Allende. Pero el secreto de la
confesión lo había dejado cazado. Pensó en don Diego, en su carácter sensual y
voluptuoso que tanto lo atormentaba y en el infierno que se le venía encima con esta
imbecilidad de su esposa.

Cuando el grupo de cazadores regresó de Santa Elisa, Ofelia los esperaba con un
espléndido almuerzo preparado con aves cazadas los días previos para que su carne
estuviera a punto. Para acompañar el aperitivo había preparado trocitos, sin hueso, de
tórtolas calientes en salsa de crema con almendras molidas, acompañadas de pequeñas
sopaipillas con pasta de ajo. Como entrada en la mesa del comedor había dispuesto,
fuentes en las que se alternaban las perdices y las tórtolas escabechadas con grandes
paneras e humeante pan recién horneado, toda clase de ensaladas y fuentecillas con ají
machacado en vinagre. Botellas de cristal tallado color burdeo contenían el helado vino
blanco y otras similares pero un poco mas anchas e incoloras, el tinto chambreado.
Como plato de fondo coronó el almuerzo con civet de torcazas anidadas en papitas hilo,
acompañadas de champiñones saltados en mantequilla. De postre les sirvió peras
acarameladas en salsa de vino tinto.

La sobremesa de los cazadores, con el apetito satisfecho y el espíritu alegre por


los vinos, se deslizó en gratas e intrascendentes conversaciones.
Al atardecer del domingo, cuando su hijo y sus amigos ya habían emprendido el
regreso a Río Claro, después de anotar en su bitácora todas las novedades de la semana,
donde detalló los potreros sembrados y las cantidades de semilla y fertilizantes
empleados, don Diego se dirigió a la capilla.
Antes de iniciar sus oraciones habituales, rogó a Dios porque sus sospechas
fueran ciertas; que Rosaura estuviera embarazada y que de ese embarazo naciera su tan
anhelada hija. ¿Quizás las cosas con Rosaura podían mejorar? Trató de convencerse que
en gran parte dependería de él.... de su paciencia.... de seguirle un poco la corriente y no
contradecirla siempre. Mas en el fondo de su ser sabía que no era así,... que lo más
probable era que las cosas siguieran igual. "¿Por qué habré conocido a Elvira después de
estar comprometido con Rosaura?" Inmediatamente pidió perdón a Dios por ese
pensamiento.

Las dos semanas siguientes transcurrieron dominadas por el ajetreo de la siembra


97
de trigo y del trabajo de “Las Casas”. La primera había alcanzado un ritmo rutinario que
permitía que fuera dirigida por Armando Troncoso, con inspecciones periódicas, mañana
y tarde, de don Diego y Manuel. En “Las Casas”, Ofelia presidía la recepción de
gallinas, chanchas, ovejas y cabras que día a día entregaban los inquilinos, según la
distribución efectuada por Manuel. Los gallineros y corralones para cebarlos ya estaban
preparados. Además, se recogían todos los días los huevos de las gallinas de postura que
gracias a la buena alimentación seguían poniendo aún a fines de abril y, en cajas de
madera forradas en papel al igual que los huevos no consumidos de la primavera y el
verano se guardaban ordenados por capas y sumergidos en manteca derretida. Al
completar cada caja se llenaba de manteca hasta el borde y se cerraba. La manteca
llenaba todos los huecos entre los huevos e impedía la entrada de aire y los mantenía
frescos para el consumo durante el largo invierno, ya que a medida que eran requeridos,
se extraían cuidadosamente de la masa de manteca. La manteca después de derretida y
filtrada para eliminar las impurezas, se guardaba en cajas de latón, al igual que todo el
resto de la obtenida de los cerdos. Esta grasa era el elemento básico en la preparación
del pan y de la comida, tanto de los trabajadores como de “Las Casas”. En cuanto al
abastecimiento invernal de leche, mantequilla, crema, quesillo y nata, Ofelia y Manuel
se preocupaban de tener siempre unas cinco vacas cubiertas para parir entre abril y
mayo, que las mantenían en establos especiales y alimentaban con grano molido y avena
fresca, sembrada para tal efecto.
En esos días Ofelia andaba con el gesto adusto porque había descubierto que, a
pesar de lo que había cuidado a la María, su brazo derecho, estaba embarazada de tres
meses. Tendría que hablar con don Diego Ya había hablado con Jesús Jaque y la
Uberlinda para que le mandaran a la Uberlinda hija como reemplazo. La había escogido,
porque conocía a sus padres desde hacía años y además sabía lo hacendosa que era.
Hablando para sí misma se dijo: "A ésta sí que voy a tener que cuidarla, porque con esas
hechuras y lo hembra que es, van a andar todos como moscas". Una pícara sonrisa se
dibujó en su rostro. "La verdad es que es una hembra como para que la amancebe mi
patrón. He visto muchas veces como, cuando la ve, se le escapa la mirada... y se le
abulta la entrepierna. Y harta falta que le hace... Un hombre joven y fuerte no debe estar
tanto tiempo sin mujer, puede llegar a enfermarse, pero es tan re serio y beato el
caballero... Sin embargo, la naturaleza es fuerte... Que sea lo que Dios diga".

Don Diego estaba ansioso por ir a Río Claro y verificar si, como él sospechaba,
doña Rosaura estaba embarazada; sin embargo, postergó el viaje hasta terminar la
siembra de trigo, porque era preferible dejar tranquila a Rosaura los primeros días, hasta
que el embarazo estuviera confirmado... o desechado. Conocía muy bien el carácter de
su esposa, quien al sentirse presionada, podría ponerse nerviosa y perder a la criatura.
Aprovechó para dejar todo lo más ordenado posible, ya que su estadía no sería corta,
pues tenía varios asuntos pendientes que atender, tanto en Río Claro, como en Santiago.
El miércoles 1° de mayo, durante la reunión matutina, don Diego le pidió al
mayordomo de ganado, Antonio Painevilo, que lo acompañara a Greda Negra para ver
en terreno el problema de deslindes que había quedado pendiente en la audiencia de
98
mediados de abril. En el camino conversó sobre la próxima adquisición de ganado.
- Bueno, Antonio, tu ya tienes una cierta idea de la crianza que vamos a iniciar...
- Sí, su merced, pero yo ya se lo advertí... Yo no tengo mucho conocimiento de
crianza... Claro, he mantenido vacas para la leche de consumo, sé reconocerles los celos
y ponerle el toro a tiempo y ayudarlas a parir. Pero, si usted me permite patrón, mi
trabajo ha sido más con animales de trabajo y de engorda...
- Lo sé, lo sé, Antonio- lo interrumpió el hacendado Yo sí entiendo de crianza y
confío que conmigo avanzarás rápido, porque eres inteligente. Vas a aprender sin que te
des cuenta.
Don Diego pensó para sí "Prefiero uno que no sepa, a otro que crea saber y esté
lleno de mañas e ideas erróneas. Si lo formo a mi manera, va a ser mucho más fácil
entenderme con él". Luego continuó:
- Para criar cualquier tipo de ganado, ya sea vacuno, equino, ovino o caprino, lo
más importante es que te gusten los animales y tenerles aprecio... Me corrijo, Antonio,
más que aprecio, cariño. Y eso tú lo tienes. Mira con la rapidez que sanan los caballos y
los bueyes cuando tú los curas... Es por eso, porque lo haces con cariño, tienes pasta de
mayordomo de ganado. La técnica te la voy a ir dando yo. Lo que es urgente, como ya
les dije, es ir escogiendo un par de capataces para que te secunden. Tienen que ser
muchachones de mente rápida, sanos, ¡Ah!... y sin vicios. Los animales hay que
recorrerlos dos veces al día, todos los días del año; y... las vacas cuando van a parir, no
esperan que el capataz se mejore de la borrachera.
-Sí su merced, eso lo tenemos muy claro con el Manuel.
-Bueno, Antonio -prosiguió don Diego En mi próximo viaje a Río Claro creo que
voy a cerrar negocio con los del Tattersall. Me tienen para escoger varios lotes de vacas
Durham, que allá en Inglaterra las llamábamos Shorthorn, traídas de Argentina. Tú
conoces el ganado Durham, Antonio, son de muy buen tamaño y los colores varían del
pardo tapado al blanco entero pasando por el ruano61. Excelente para producir carne y
aunque no dan demasiada leche, la que producen es gruesa y con mucha grasa. Podemos
ordeñar las vacas una vez al día para hacer queso y mantequilla y aún tendrán leche para
el ternero. Además, como tú sabes muy bien dan vacas grandes, caderudas, buenas
parenderas. Creo que voy a escoger de un lote de ciento cincuenta vaquillas preñadas.
Puedo desechar veinticinco, así es que debería lograr un rebaño parejo. Por ahora, voy a
comprar ocho toros del criadero Agua Buena de Curicó, para cubrirlas después del parto.
Para el año próximo espero tener los toritos que me van a importar de Inglaterra.
Acuérdate Antonio ¡Vamos a tener en pocos años la mejor crianza de Durham de la
región!
- Si usted lo dice, patrón,... hay que ponerle la firma -respondió el mayordomo-
saliendo del embelesamiento en que lo tenían las palabras de don Diego
- En su fuero íntimo no cabía en sí de dicha. Era cierto que le gustaban los
animales y se encariñaba con ellos. Ahora, estar a cargo de una crianza así era como
soñar. El era muy joven todavía recién había pasado los veinticinco, estaba en los

61
Ruano: Pelaje mezclado de blanco y bayo.
99
62
veintiséis e iba para los veintisiete . La Juana Rosa se iba a poner contenta,... aunque
algo él ya le había anticipado, cuando cebaban un mate o se entregaban al cariño. Su
mujer era seria, trabajadora, criaba bien las dos mocosas que tenían y ¡En la cama!... en
la cama era gozadora como una potranca en celo, no como algunas encogidas que le
habían tocado antes de casarse. Qué orgulloso estaría su padre si viera la consideración
que le tenía don Diego. Bueno, de allá arriba lo estaría mirando su "taita".
Don Diego prosiguió con el tema:
- Tenemos que prepararnos para recibir las vaquillas, Antonio. Los corrales, la
manga y las toreras ya están en condiciones. Cuando lleguen, vamos a tener que
desparasitarlas suave para no dañar el ternero en su vientre. Como estas vaquillas
pasaron por la cordillera, es seguro que vienen infectadas por “Pirhuín”63 (70), habrá que
dosificarles las cápsulas de "cloruro de carbono”. Debemos prepararnos para una
parición, quizás dispareja; probablemente estuvieron muchos meses con toro. Grábate
bien y para toda la vida lo que te voy a decir. Nosotros les vamos a poner toro sólo dos
meses; del 15 de octubre al 15 de enero. De esta forma concentramos la parición del año
siguiente desde mediados de agosto a mediados de octubre; lo ideal para esta zona. De
las nuevas, la que pare después del 15 de enero cría su ternero, pero no la preñamos la
castramos y a engorda. Igual al año siguiente la que no quedó preñada, nada de insistir
poniéndole toro fuera de fecha; castrada, engorda y a la carnicería o la hacemos
charqui...
- Pucha, patrón, pero así va a tener menos crías- respondió Antonio, pensando en
las extrañas ideas que le habían metido en el extranjero a su patrón-.
- Al comienzo sí, Antonio, pero a la larga no, todo lo contrario, porque sólo
vamos a guardar las vacas más fértiles y lo mismo haremos con sus hijas, logrando así
conservar las líneas de sangre fértiles y eliminando la propensión genética a la
infertilidad; vas a ver, vamos a tener los mejores porcentajes de parición. No te imaginas
Antonio, cuántas vacas pasan años en los rebaños sin parir, y por lo tanto sin producir. Y
si no están identificadas, el dueño ni se da cuenta.
- Si usted lo dice, patrón, así será; por algo su merced es "estudiao"- afirmó
Antonio, sin mucha convicción... La verdad es que no le parecía, pero...- .
Llegaron a Greda Negra cerca del mediodía y don Diego, después de escuchar a
los litigantes y a los numerosos testigos de cada parte, premunido de su larga huincha de
medir, papel y lápiz, se puso a tomar medidas y a dibujar las propiedades. Cuando
regresó, tal como había pedido, le tenían dispuesta una mesa y una silla, y un
representante de cada familia lo esperaba con todos los documentos originales de su
respectiva propiedad. Don Diego recibió y numeró individualmente todos los papeles,
entregó a cada parte un recibo en el que se especificaban los documentos retirados por
él. Cerca de las tres había terminado y fue invitado a almorzar. Con el apetito que tenía,
disfrutó de todo lo que especialmente le habían preparado, ya que los contendores sabían

62
Forma de decir la edad, usada en el campo Chileno, en que se menciona la edad del año anterior, la
presente y la del año futuro.
63
Pirhuín: Nombre vulgar para el parásito Distoma hepático.
100
64
de su arribo, porque había enviado un "propio" para que no faltaran los litigantes y sus
testigos. Primero le sirvieron "ñachi cocido"65 con mucho ají, acompañado de una chicha
cortada con aguardiente, luego costillar de cordero con papas y ensaladas, acompañado
de un seco y áspero vino del país y tortillas al rescoldo. Don Diego se repitió de todo,
excusándose en que no podía despreciar a esos campesinos, pero en realidad, porque le
encantaba ese tipo de comida. De postre le sirvieron una copa de "miel de palma" y,
antes de irse la del estribo fue una copita de aguardiente.

Antes de montar para emprender el regreso se dirigió a los litigantes.


- La audiencia de mayo va a ser el domingo cinco porque después tengo que viajar
a Río Claro. Ahí los espero, porque ese día voy a dictar sentencia.
- Muchas gracias, su merced- respondieron a coro los dos propietarios-.
Uno de ellos, de nombre Herminio, se dirigió al hacendado:
- Lo que usted diga patrón, será palabra santa para nosotros y nuestras familias.
Estamos "juramentados" ambos bandos a acatar su fallo y a que nunca... nunca más
ninguno de los familiares, actuales o futuros, reinicie esta querella, que lleva tantos años
y perdone su merced, ha costado más de una vida.- Dirigiéndose a su vecino, le espetó-
¿No es así don Carmelo?
- Así, como él ha hablado, así no más es, su merced. Y en señal de paz, después
de su fallo, mi hija Leticia se va a casar con el Pedro, hijo de Herminio, aquí presente...
y esperamos nos haga el honor de acompañarnos, señor don Diego.
- Será un honor para mí asistir a la boda y estoy seguro de que no faltarán a su
juramento, ya que todo esto es para bien de tantos y, además, el fallo quedará bajo
custodia divina.
Los campesinos se miraron extrañados al escuchar esto último, mas no se
atrevieron a preguntar; esperaban que el tiempo les revelara lo que quería decir don
Diego.
Les dio la mano a todo el grupo de parientes de ambas familias y, agradeciendo el
almuerzo se despidió. Mientras tanto, Leticia la futura novia, entregaba discretamente,
canasta a Antonio, el mayordomo, para que la llevara a la casa de su patrón. En la
canasta, bajo un mantel bordado, iban botellas de chicha cortada, vino tinto, una fuente
de "ñachi" y tortillas al rescoldo.
Al iniciar el regreso, la tarde comenzaba a teñirse de oro y se insinuaba una ligera
brisa del poniente. Don Diego disfrutaba plácidamente de la cabalgata, gozando esa
extraña sensación de estar en paz consigo mismo y en paz con el mundo. La dulce
esperanza de que Rosaura estuviera embarazada y esperase una niñita; la satisfacción
que le producía la forma de ser y la personalidad de Dieguito; la seguridad de contar con
el incondicional cariño de Elvira, que tenía ese tenue e incitante sabor a prohibido que

64
Propio: Persona encargada de llevar un mensaje u objeto.
65
Ñachi. Guiso que se hace con la sangre que se extrae al desangrar al cordero y mejorar la calidad de
su carne; puede ser cuajado, al dejarlo coagularse por sus propios medios, o cocido con diversos aliños.
101
él percibía, aunque tratase de negar la existencia de algo más que amistad y atracción
normal entre dos jóvenes; los progresos en los trabajos de Quillacahue; y el contacto con
esta gente humilde que tanta satisfacción le proporcionaba; todo, todo parecía estar en
orden. Recordó a don Antonio, su suegro. Tenía razón en lo del poder; él sabía que
disfrutaba de poder sobre esos campesinos, pero si lo ejercía bien, como lo había hecho
hoy, resolviéndoles sus problemas, estaba actuando de acuerdo a los deseos de Cristo.
Un ligero estremecimiento lo recorrió al recordar las formas de Uberlinda, a quien había
visto desplazándose por “Las Casas”; el sólo recordar la imagen provocaba su
sensualidad. Pero eso sería el polo opuesto de su concepto de uso del poder;
aprovecharse de su posición para satisfacer su libido en una muchacha humilde. Aunque
la sociedad lo encontrase correcto e incluso la religión lo perdonase con facilidad, él
sabía que no sólo cometería pecado ante los ojos de Dios, sino que quebraría el orden
que él mismo se imponía e imponía a todos los que le rodeaban.
Cuando comenzaban a atravesar el río Titilvilo por un vado y la tarde empezaba a
ceder paso a la noche, un vientecillo tibio comenzó a soplar desde el norte, quebrando el
hielo que había traído el atardecer. Don Diego miró a su mayordomo, quien venía aún
adormilado por el condumio del mediodía, y le dijo:
- Parece que vamos a tener cambio de tiempo.
- Sí, sí...- respondió éste, sorprendido aún entre la realidad y la somnolencia Si
usted lo dice, patrón.
- Claro, Antonio, fíjate que el viento cambió a norte y el aire está tibio. Bueno,
bueno… habíamos tenido mucha suerte, ni un solo día de lluvia desde que empezamos a
sembrar. En todo caso, el suelo está todo preparado; si llueve, sólo nos va a retardar la
siembra misma, pero no hay mal que por bien no venga, le vendría de perillas al trigo ya
sembrado.

Llegaron oscuro a “Las Casas”. Antonio se hizo cargo del caballo de don Diego,
mientras éste ingresaba por el corredor de la cocina.
Ofelia salió a recibirlo con cierta picardía en los ojos, tras los cuales, claramente,
ocultaba un secreto:
- Buenas tardes, don Diego. ¿Cómo le fue en sus andanzas?
- Buenas, querida Ofelia. Me fue bien, muy bien, tú sabes cómo es esa gente de
cariñosa; ahí viene Antonio, lleno de presentes. La "chicha cortada" guárdamela como
hueso de Santo, mira que no he probado otra igual. En las noches de invierno la vamos a
compartir tú y yo, y nadie más. Los jutres no saben apreciar esas cosas.
- Gracias, patrón. Usted debe venir congelado... Vaya a asearse y yo le voy a
llevar un caldito concentrado de carne que le tengo, con bastante ají y un huevito, junto
con la correspondencia que trajo Gacitúa del pueblo.
- El caldito me vendría bien, Ofelia; pero la correspondencia puede esperar hasta
mañana.
- Por lo que le dijeron a Gacitúa, hay una carta del extranjero- replicó Ofelia, que
ya no podía aguantar su secreto. Afortunadamente, sí había una carta del exterior-.
102
- Bueno, bueno, mujer. Dame cinco minutos.
Una vez instalado en su sillón frente a la chimenea saboreó el caldo,
acompañándolo de un buen trozo de pan con mantequilla.
- ¡Uf!, que me cayó bien. En realidad, venía transido de frío, aunque el viento algo
entibió la tarde. Es increíble que tenga hambre después de cómo me atendieron en
"Greda Negra"; pero tú siempre adivinas mis deseos.

Miró a Ofelia y recién se percató de la picardía de sus ojos.


- A ver mujer, algo me estás escondiendo, pasa esas cartas de una vez por todas...
- ¡Ay, don Diego! Yo jamás le he ocultado, ni le ocultaré nada a usted; es sólo una
tincada66.
Don Diego tomó el alto de papeles y los pasó de una mano a otra rápidamente,
hasta que encontró un telegrama. Trató de calmarse y, para no romperlo, lo abrió
parsimoniosamente con un cortapapeles que siempre tenía en la mesita de la derecha.
Ofelia se estrujaba la falda de nervios:

Río Claro, 1 de mayo de 1929. URGENTE


"Querido cuñado:
Por encargo Rosaura comunico Dr. Aburto confirmó embarazo ella sospechaba.
Reciba felicitacione; cuñada mucho lo quiere.
Besos y abrazos
Elvira”

Don Diego de un salto tenía a Ofelia en el aire, cogida de la cintura.


- Te das cuenta, Ofelia, Dios escuchó mis oraciones. Rosaura está encinta... y va
ser mujercita ¡La hija que tanto anhelo!- gruesas lágrimas corrieron por las curtidas
mejillas de don Diego-.
Ofelia se abrazaba a su patrón, uniendo sus lágrimas a las de él.
- Vamos a la capilla, Ofelia. Tenemos que dar gracias a Dios -mientras tanto, la
había dejado en el suelo y, tomándola de una mano, la llevaba a la capilla
-Tú sabes cómo quiero a Dieguito, Ofelia, pero... mi hijita; no sé cómo voy a tener
paciencia de esperar nueve meses.
-No se apresure, patrón, no se apresure. Puede ser varón.
-No, Ofelia- la interrumpió el hacendado ésta es mujercita. ¡Estoy seguro!

La capilla se encontraba iluminada por dos velones, uno a cada lado del altar, que
le permitían a Ofelia ver la cara de felicidad de don Diego sumido en sus oraciones. La
buena mujer meditaba para sí: "Pobre hombre; ansía la hija que le dé el cariño, la
compañía y el apoyo que doña Rosaura no le ha dado.... ni le va a dar nunca".
De regreso a casa, don Diego, ya tranquilo y cada vez más feliz con la noticia,
meditó: "Típico de Rosaura, pudo dictar el telegrama a su nombre, pero no, ya se puso
66
Tincada: Presentimiento, intuición.
103
igual que las otras veces, durante los embarazos de Dieguito y Andresito, en la pose de
abeja reina. Pero esta vez él iba a poner los puntos sobre las "íes" desde el primer día; si
ella había pretendido apropiarse de la vida de Dieguito,... con una niñita sería peor, pero
él no cedería un milímetro. Quería lo mejor para su hija. Que se criara libre y de mente
abierta desde chiquitita. Le daría buena educación; primero aquí y después en el
extranjero.
Él la prepararía para que disfrutara del maravilloso mundo que sus conocimientos
intuían se estaba gestando con los avances de la ciencia. Recordó la noticia del primer
vuelo de la Línea Aérea Nacional, ocurrido el mes anterior. Pensó que lo más probable
era que cuando su hija tuviera edad para viajar, ya los vuelos serían cosa cotidiana y, en
pocas horas, se podría estar en cualquier lugar del mundo. Sería un mundo fascinante, si
Hitler no desencadenaba la guerra, lo que podría alterar todo. Un escalofrío lo recorrió,
pero no; él protegería a su hija y si él faltaba, estaba Dieguito.
Al rato se sorprendió riéndose solo por su imaginación, ya estaba imaginando la
vida de una hija que aún no nacía.
Terminó de revisar la correspondencia en el escritorio. La carta del extranjero era
el aviso de renovación de la suscripción de una de sus revistas de ganadería, procedente
de Inglaterra. Sacó una hoja de telegrama y redactó dos, uno para Rosaura y el otro para
Elvira. José los llevaría a primera hora al telégrafo.

Quillacahue, 2 de mayo de 1929


"Querida esposa:
Con enorme alegría recibí, a través de Elvira, noticia embarazo. Ruego a Dios
nos otorgue dicha de una hija.
Llego el Lunes. Cariños
Diego González"

Quillacahue, 2 de Mayo de 1929


"Elvira querida:
Siempre usted comunica buenas nuevas. Confío en su ayuda durante embarazo
Rosaura. Primera hija será su ahijada.
Un beso de
Diego”

Don Diego puso al día su bitácora, transcribiendo detalladamente todos los datos
obtenidos en Greda Negra, para poder redactar su fallo y hacer el correspondiente mapa.
Después se dirigió a cenar a su salita.
Mientras se servía el segundo plato, Ofelia permaneció de pie, a su lado.
- Habla, hija, habla...- le dijo cariñosamente don Diego- Parece que estuvieras
atorada.
- ¡Ay, patrón! Es que estoy tan contenta por las buenas nuevas. Ojalá sea
mujercita como usted quiere...
- No te preocupes- la interrumpió el hacendado Tú sabes como quiero, e incluso
104
admiro a Dieguito; así que si es un hombre yo estaría feliz, Pero no, Ofelia esta, es
niñita. Fue concebida con mucho amor,... en un momento muy especial.
Ofelia sonrió, recreando mentalmente la escena de su patrón al salir furtivamente,
en calzoncillos, de la pieza de doña Rosaura; lo cual irónicamente le recordó que tenía
que plantear el problema de María y la traída de Uberlinda, pero decidió postergarlo un
poco. Avanzó un paso y se paró frente a su patrón:
- Usted merece una hija que lo mime, don Diego; es el mejor hombre que he
conocido en mi vida y por eso lo quiero como lo quiero y he dedicado mi vida a
cuidarlo.
- Me cuidas Ofelia, porque me quisiste siempre, pero no por mi supuesta bondad.
Conociéndote, aunque fuera un pillo, me querrías igual.
"Qué razón tiene", pensó Ofelia, "por él haría cualquier cosa". Retomando la
conversación, se dirigió a su patrón:
- Yo le ayudaré a cuidarla y enseñarla. Dieguito es más que un hijo para mí, pero
como usted dice, una niñita es diferente. Y con su perdón don Diego; ármese de
paciencia; yo se que tiene harta, pero va a necesitar más. Acuérdese, lo difícil que se
pone doña Rosaura...
Don Diego estalló en una alegre carcajada:
- Desde ya estás perdonada hija, tú eres de la familia y tienes toda la razón... La
verdad es que no se pone difícil: se pone intolerable. Vamos a tener que armarnos todos
de paciencia.

Don Diego meditó un segundo y continuó:


- Y en cuanto a la niña, Ofelia, sé que puedo confiar en ti y que tú me ayudarás a
enseñarla.
- No tiene ni que mencionarlo, patrón, no faltaba más. Haciéndose de ánimo,
Ofelia prosiguió:
- Hace días que ando con un problema don Diego y desgraciadamente, tengo que
molestarlo e informárselo...
- Desembucha, hija, desembucha... Todo problema tiene solución, menos la
muerte.
- No sé si éste, don Diego,... no sé si éste. Bueno, sin mas vueltas... ¡La María
está embarazada!
Don Diego dejó de comer y, después de limpiarse con la servilleta, se dirigió a su
"dueña de casa":
- ¿Quién es el padre, Ofelia? Eso es lo malo, patrón. Fue un segador de trigo que
vino de Santa Elisa en el verano. Cuando se enteró del embarazo, y previendo que usted
los iba a casar, el endemoniado se las enveló para la capital. Así que yo pensaba citar a
los padres a la próxima audiencia, que creo la va a tener usted el domingo, para
devolvérsela... y que pase la vergüenza en su casa.
- No, Ofelia.... por ningún motivo -espetó don Diego-. Conozco a los padres; son
pequeños propietarios, gente muy rígida y la castigarían con una tremenda golpiza.
105
Podrían hacerle perder a la criatura.
Meditó un momento y luego prosiguió:
- ¡La María se queda aquí! Que haga sólo trabajos livianos y se preocupe de ir
preparando la ropa para la guagua. Yo le contaré a los padres, pero se queda aquí. Más
adelante, capaz que hasta le encuentre un marido. La muchacha es buena y trabajadora.
Un traspié lo da cualquiera.
- Se pasa de considerado, patrón. Acuérdese cómo reacciona su esposa en estos
casos...
- Déjamelo a mí. Un disgusto más, que en este caso vale la pena. La muchacha se
portó siempre bien y no podemos mandarla a su casa, sabiendo lo que le va a pasar. Y...
¡Por último, éste es mi fundo y ésta es mi casa! Rosaura no me va a obligar a tratar a mi
gente en una forma distinta a como yo pienso.
- Usted lo ha dicho patrón, no se hable más y hágase lo que usted disponga.
Cuando Ofelia le traía el café y su copa de coñac, don Diego empezó a escuchar
los primeros goterones.
- Vamos a tener agua, Ofelia. Nos va a retrasar la siembra un poco, pero asegura
el trigo ya sembrado. La próxima semana voy a ir a Río Claro. De los preparativos para
la guarda de vituallas y la chacinería no me preocupo, porque está en tus manos. Claro
que vas a necesitar alguien más que te ayude, porque María no va a poder hacer mucho.
- Bueno patrón, yo me tomé la libertad de hablar con Jesús Jaque y la Uberlinda
para decirles de traer a la Uberlinda hija. Por supuesto estaban muy contentos eso sí, les
dije, que yo estaba tanteando el terreno, porque no había hablado con usted.
- Mira Ofelia, es tu equipo- respondió don Diego, tratando de disimular el
desasosiego que le producía pensar en tener cerca a esa mujer que encendía sus sentidos-
así es que decide tú. De mejor familia, imposible.
- Bien patrón, pero como siempre, a falta de patrona, tiene que entrevistarla usted.
- Ningún problema, Ofelia; cualesquiera de estos días, después de la repartición
del trabajo.
Esa noche don Diego se quedó dormido, pensando con ternura en su futura hija.
Desde ya, tendría que comenzar a buscarle una yegüita de unos tres o cuatro años
para que cuando la niña tuviera cuatro, estuviera suficientemente mansa. Se la
imaginaba como Elvira, galopando por los potreros y saltando regueras.
A la mañana siguiente don Diego amaneció lleno de energías. La idea de su futura
hija le daba un nuevo sentido a su esfuerzo. Una hija implicaba una responsabilidad
mucho mayor que un hijo. Los hijos varones se iban, acercándose más al alero de la
familia de la mujer; las hijas siempre necesitaban el apoyo del padre y acercaban su
familia a la casa paterna.
La lluvia se había intensificado cuando se reunió con los mayordomos. Revisaron
los trabajos, coincidiendo en que el agua hacía más bien que mal, pues aseguraba una
emergencia pareja del trigo en muy buena época; recién estaba comenzando mayo. Los
trabajos del terraplén iban muy avanzados y la preparación de suelos para la plantación
de los nuevos viñedos, también; en las viñas viejas, los sarmientos para hacer mugrones
estaban escogidos y ya se podía comenzar la poda.
106
Don Diego dio instrucciones de terminar los desagües en el trigo sembrado y
limpiar los ya hechos, para asegurar que el agua no se apozara y causara daño. Una vez
que se retiraron los mayordomos, Ofelia le trajo su café y su vaso de agua. Don Diego
aprovechó para entregarle los dos telegramas que debía llevar Gacitúa al telégrafo.
Ofelia los recibió y, como excusándose, le dijo a su patrón:
- Yo había pensado mandarle uno mío de felicitación a misia Rosaura, pero
conociéndola sé que se molestaría de que usted me hubiera contado...
- Qué bien la conoces, Ofelia.
Toda la mañana bajo la lluvia don Diego recorrió a caballo los sembrados de
trigo, acompañado por su mayordomo principal, Manuel Cofré, y su mayordomo de
siembras, Armando Troncoso. Cubiertos con sus gruesas mantas de castilla y sus
sombreros de fieltro, el aguacero no les molestaba. A ratos tenían que inclinar la cabeza
hacia el lado del fuerte viento norte para impedir que la lluvia arrachada, les penetrara
por el cuello. Se preocuparon de que el agua escurriera libremente por sobre las siembras
de trigo y no quedara ningún lugar sin salida a los desagües. En los potreros que se
sembraron primero, el trigo ya había emergido y mojado por la lluvia mostraba el brillo
de su verde luminoso.
El hacendado volvió satisfecho de su recorrido. Esta agua era una bendición, pues
aseguraba una buena emergencia de los trigos ya se sembrados y no debía, salvo que se
prolongara mucho, retrasar la siembra de lo poco que faltaba. Apenas llegó a “Las
Casas” le entregó la manta y el sombrero a Ofelia, para, que los pusiera a secar junto a
los braseros, y se dirigió al barómetro de su escritorio. Éste había subido levemente,
desde la posición marcada la noche anterior. Así le gustaba a don Diego. Los cambios
bruscos no significaban nada, en cambio los lentos, como éste, indicaban que venía un
cambio de tiempo. La lluvia seguiría todo el día, para comenzar a amainar al día
siguiente, el jueves. El sábado ya podía esperar un día luminoso, al menos en la tarde.
Después de la siesta, se instaló en su escritorio a trabajar. Estudió durante horas
los antecedentes del litigio de Greda Negra y pudo determinar, de acuerdo a los diversos
títulos que había recogido, algunos de los cuales se arrastraban por más de cien años,
cuál era el límite exacto entre las propiedades de Herminio Gallegos y Carmelo Cancino.
Para su tranquilidad, resultó un límite bastante previsible, pues seguía una hondonada
que luego se transformaba en una pequeña quebrada. Pensó, para sí mismo, que siempre
los límites determinados por la gente de campo eran lógicos, como en este caso. La
pequeña quebrada no se borraría con el paso del tiempo e impedía que el agua que
cayera en exceso en una propiedad, por descuido del propietario, provocara daño a su
vecino. La quebrada servía de descarga natural. Al revés, los límites de las propiedades
asignadas por el fisco eran siempre líneas rectas, señaladas sólo por los cercos. La
destrucción de éstos o su modificación mal intencionada hacían dificilísimo reconstruir,
años después, las demarcaciones originales.

Se abocó a escribir una acuciosa memoria explicativa, con múltiples citas a los
diferentes documentos, para sustentar su tesis. Además elaboró, un documento adicional
denominado "Aclaración de Deslindes", que acompañado del plano que iba a elaborar y
107
de acuerdo a su fallo arbitral, ambas partes deberían insertar en las respectivas
inscripciones de sus propiedades en el Registro de Propiedades de Santa Elisa. Una vez
confeccionado minuciosamente el plano, lo copió con alcohol, junto con la memoria y el
documento para el registro, en el mismo papel especial que empleaba para copiar las
cartas, con el fin de guardar una carpeta con su fallo y todos sus antecedentes.
Después se dedicó a redactar la partición de la herencia de los pequeños
propietarios, vecinos de la hacienda Las Becacinas, que le habían solicitado en la
audiencia anterior. En general era una partición fácil, salvo media cuadra de viña, sobre
la cual tenían derecho ocho herederos. Aunque le gustaba poco la idea, no tenía otra
alternativa que dividirla por hileras. La experiencia le enseñaba que cualquier solución
aparentemente más lógica, como dejarla en propiedad común, con claros derechos
porcentuales para cada cual, siempre terminaba en peores litigios, dado que no toda las
plantas tenían igual rendimiento, lo que se agravaba más aún cuando alguna de las partes
vendía. Más de una vez le había tocado hacer particiones por plantas de vid; en esta
ocasión, de acuerdo con el plano que le habían traído, podría hacerlo por hileras. Trataría
de convencerlos, de que mantuvieran la pequeña bodega de vinos en común.
El viernes, tal como lo esperaba, la lluvia comenzó a declinar, pero sin detenerse
aún. Don Diego, después de la reunión matinal con los mayordomos, retuvo a Manuel
Cofré y al llavero, Miguel Osorio. Ambos irían a Río Claro a buscar el dinero para el
pago de salarios del día siguiente. Una vez repetidas con precisión las instrucciones a
ambos y recalcada la prohibición de probar el alcohol durante el viaje, don Diego le
entrego un revólver y una caja de balas a cada uno.
Luego hizo su recorrido habitual, tomándose un buen rato en revisar el terraplén.
Sin embargo, a pesar de sus múltiples preocupaciones, no dejó un segundo de pensar en
su futura hija, imaginándosela a distintas edades y en diversos lugares, casi todos
relacionados con la hacienda. Cuando miró el cerro Quillacahue, sintió ese escalofrío
que ya una vez había experimentado cuando recién llegó al campo y vio el cerro. En ese
instante supo que esa hija estaría muy ligada a ese campo, más que Dieguito, lo cual le
produjo cierta inquietud y extrañeza.
Antes de cenar, recibió a los dos mayordomos que ya habían regresado con el
dinero. Lo contaron nuevamente y llenaron los sobres preparados por el llavero. Aunque
para despistar a los posibles asaltantes tomaba la precaución de cambiar mes a mes la
fecha de pago, don Diego dispuso turnos de guardia para esa noche. Cuatro hombres
armados, encabezados por Manuel, harían de rondines hasta medianoche, hora a la cual
serían reemplazados por otros cuatro, al mando de Miguel. Ante cualquier sospecha,
tocarían la campana para que los inquilinos acudieran a la defensa de “Las Casas”. Con
la reciente creación del cuerpo de Carabineros habían disminuido los asaltos a las
haciendas, pero siempre era necesario tomar precauciones. Eran muchos los casos,
frescos todavía en la mente de don Diego, donde por robar la plata del pago, habían
asesinado a todos los habitantes de “Las Casas” patronales, no sin antes cometer toda
suerte de tropelías con las mujeres.
El sábado cuatro de mayo amaneció con niebla, producto de la humedad de los
días anteriores, la que comenzó a disipar a media mañana junto con levantarse un ligero
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viento sur. Después del almuerzo, el día ya estaba radiante y el viento sur había
adquirido intensidad, comenzando a secar los suelos.
A las seis de la tarde, de regreso de su recorrido por el campo, don Diego
acompañado del mayordomo principal y del llavero, dio inicio al pago mientras los
demás mayordomos vigilaban armados en las cercanías de “Las Casas”. Primero, las
mujeres; tras ellas, los inquilinos que tenían días trabajados en las pocas labores en que
participaban; luego, los obligados, después, los permanentes, ya fueran del fundo o
afuerinos. El ambiente en torno a “Las Casas” era festivo. Los faltes67, nadie sabía como,
se habían enterado del pago y aparecido a media tarde. Vendían toda clase de
mercaderías: ropa interior, camisas, pantalones, armas de fuego, cuchillos, utensilios de
cocina, naipes con figuras de mujeres desnudas, espejos y todo aquello que pudiese
despertar el interés de los recién pagados.
Don Diego, una vez finalizado el pago, inició la reunión vespertina con los
mayordomos, repasando las instrucciones para la siembra del lunes.

Juego de conciencias

En Río Claro, el padre Francisco Peña esperaba nervioso en la antesala del obispo.
Cuando éste por fin lo recibió hizo una exagerada genuflexión y besó la esposa del
obispo. Mientras se levantaba, se dirigió a él:
- Dios lo bendiga, señor obispo, mi pastor. Su humilde siervo viene en busca de
sabiduría y consuelo y, primordialmente, de su bendición.
Monseñor Arrau intuía cuál podía ser la razón de la visita del cura Francisco,
67
Vendedores ambulantes que vendían “faltas”; o sea aquello que no se producía en el campo.
109
director espiritual de las monjas contemplativas que regían el colegio de niñas donde se
había educado doña Rosaura. Pero aquel curita, que el obispo había citado por asuntos
del convento para la semana siguiente, no sabía aún, que si "había venido por lana, iba
a salir trasquilado". Indicándole al que se sentara, monseñor le otorgó la bendición:
- Benedícat vos omnipotens Deus, Pater, et Filius, et Spíritus Sanctus.
- Amén -respondió presto el curita- .
- Amigo mío qué lo trae por aquí a visitar a su hermano en Cristo, que eso soy
para usted, más que su pastor u obispo.
Mientras iniciaba la conversación, monseñor Arrau pensaba en cuán inteligente,
astuto y sibilino era este curita. Si se cobijaba bajo el alero protector de doña Rosaura,
podía llegar muy lejos, reemplazándolo a él, en primer lugar, o... hundirse
definitivamente, a pesar de sus capacidades,
El curita respetó el silencio de su superior y sólo cuando éste levantó la vista y lo
miró a los ojos, habló:
- Mi amado monseñor; me he permitido molestarlo en busca de consuelo y
consejo, como le decía, pues doña Rosaura Etchevers de González me ha mandado
recado con la madre Ester, pidiéndome la visite en su lecho de enferma para escucharla
en confesión. En primer lugar, quería solicitar su autorización y, de concedérseme ésta,
sus consejos, ya que usted es amigo de la señora y la conoce bien...
- Y fui su confesor hasta hace pocos días, padre -interrumpió en tono cortante el
obispo-. Usted sabe, tan bien como yo que esa autorización no es necesaria, cada
cristiano puede escoger libremente a su confesor. Es costumbre que el feligrés, o
feligresa en este caso, comunique su decisión al confesor que abandona, cosa que ya
hizo doña Rosaura, pero... ¡No lo es que el nuevo confesor se acerque al antiguo en
busca de consejo! -levantó la voz el obispo-. Comprenderá usted que gran parte del
conocimiento que poseo de mi querida señora Rosaura lo he adquirido en el secreto de la
confesión y, por lo tanto, mis labios están sellados de por vida. Si ése es el objeto de su
visita, creo que podemos concluir esta audiencia.
El obispo comenzó a levantarse de su asiento...
- Perdón, monseñor -musitó el cura Francisco- creo que he sido mal
interpretado...
- No, padre, no cabe ninguna mala interpretación. Tengo menesteres que urgen mi
presencia, así es que le ruego me disculpe.
El obispo se dirigió a la puerta, extendiendo su mano hacia el costado en forma
desdeñosa, para que el curita le besara la esposa. Cuando ya se encontraba fuera de la
pieza, regresó:
- ¡Ah!, padre Francisco, la molestia que me ha causado su torpeza... o exceso de
astucia, me hacía olvidar que al saber de su visita había decidido comunicarle hoy lo que
iba a plantearle en la audiencia a la que lo tenía citado la próxima semana.
El Obispo se mantuvo de pie y continuó:
Como usted sabe, siempre he tenido profundas inquietudes respecto del enfoque
religioso de las monjas de ese convento. Ellas tienen una posición de negación frente a
la vida y creen, y lo que es peor, lo enseñan, que para ganarse la vida eterna hay que
110
tener una actitud negativa: no hagas esto; no hagas esto otro; sacrifícate; no comas, haz
ayuno; sufre... Todo ello es bueno, en su justa medida, y siempre que vaya acompañado
de los aspectos tremendamente positivos de nuestra religión: ¡Haz tus cosas cotidianas y
hazlas bien!; ¡Junto con el sacrificio, disfruta de los dones que Dios nos ha dado!;
¡Esfuérzate en hacer el bien!; ¡Supérate y sé más!; ¡No te quedes en la lamentación!.
¡Esa es la posición de la Santa Madre Iglesia, Padre! Se lo resumo en unas pocas
palabras: ustedes están produciendo mujeres que, por una mala enseñanza, creen que
deben ganarse la otra vida en forma errónea y, en su actuar, en vez de ayudar a los
demás feligreses o atraer nuevos fieles, les provocan daño y dolor a los primeros y
rechazan a los segundos. Si ellas quieren hacer sacrificios, bien, pero que no se los
impongan a sus familiares y amigos y respeten los derechos de los demás a vivir su
religión en una forma más positiva, activa y responsable. Escuchar a esas monjitas es
escuchar verdaderas letanías de auto alabanza; no se dan cuenta de los graves pecados
que cometen, sobre todo, guiando mal a sus pupilas y entorpeciéndoles la salvación, en
vez de ayudarlas.
El cura se había puesto lívido y trató de interrumpir:
- Monseñor,...
- ¡No me interrumpa usted, más encima! Cuando usted llegó, hace cinco años,
todo esto lo conversamos latamente. Usted me comprendió e hizo serios esfuerzos por
mejorar las cosas, en esa época, con resultados positivos. Muchas monjitas cambiaron y
las alumnas también. Las muchachas empezaron a colaborar en acciones de la Iglesia,
como catequesis y trabajo en los hospitales por ejemplo. Sin embargo, y justo después
de una discusión que tuve con la madre superiora, sor María Dolores, usted cambió y las
cosas se pusieron incluso peor que antes de su llegada. Me temo padre, aunque no me
atrevo a asegurarlo, porque no soy quién para juzgar, que esa monjita, que por algo
escogió ese nombre al tomar los hábitos, le demostró a usted que podía tener mucho más
poder sobre los feligreses al coartarles su libertad, volviendo a la Iglesia del temor,
donde todo es pecado y el confesor es requerido permanentemente, lo cual le otorga a
usted un tremendo control de sus personas.
El obispo tomó aire y prosiguió:
Usted se dio cuenta que dominando a las alumnas y ex-alumnas, podía tener una
gran influencia en la sociedad de Río Claro. Se olvidó, eso si, de que yo lo estaba
vigilando. Por orden de arzobispo y con el secreto que se me ordenó, entrevisté a todas
las monjas y a gran parte de las alumnas mayores. Obtuve un diagnóstico muy preciso
de lo que usted, padre Francisco y sor María Dolores estaban haciendo, contraviniendo
mis precisas instrucciones. El diagnóstico y mis recomendaciones las envié por escrito al
arzobispo, él ha decidido traer una nueva superiora y me ha autorizado para resolver
sobre el asesor espiritual. Después de meditarlo, he decidido trasladarlo a alguna
parroquia y buscar un nuevo asesor de mi plena confianza para las monjitas. Pronto le
comunicaré mi decisión sobre su futuro, pero en el ínter tanto usted queda trasladado,
desde hoy, al obispado como administrativo y yo asumiré directamente y por un tiempo
indeterminado, la dirección espiritual de las monjitas.
- Por supuesto monseñor.... lo que usted disponga.
111
- Sí padre así se hará y esperó que con mi vigilancia estricta y sus oraciones,
pueda recuperar sus capacidades para la Iglesia.
- Desde ya, monseñor estoy a sus órdenes... y me gustaría comenzar solicitándole
me oyera en confesión.
- Bien, padre. Trasládese al obispado lo antes posible; las disposiciones internas
ya están dadas. Lo espero el domingo a las siete y media para poder confesarlo con
calma antes de la misa de ocho.
Mientras regresaba caminando al convento, el cura Francisco no dejaba de
recriminarse.
- Cómo no me percaté de lo que estaba sucediendo. Sor Dolores algo intuía y me
lo dijo; pero yo, el muy engreído, miré en menos al obispo Arrau, al mismo que yo muy
pronto iba a suceder, gracias a mi inteligencia y al apoyo de la superiora y de misia
Rosaura, que sor Dolores me venía trabajando hace mucho tiempo. Ese era empujoncito
final. ¡Pero resultó... el tropezón final! Yo creo conocer a Arrau y, de no ser por esta
torpe visita de hoy, estoy seguro de que no había resuelto mi traslado. Me conoce bien y
sabía que si lograba sacar a sor Dolores, como lo había logrado, yo captaría el mensaje y
me pondría de su lado. ¡La ambición, Dios mío! Mi maldita ambición me ha hecho dar
un nuevo traspié.
Decidió que más le valía ser leal y no confidenciar nada a la superiora. Sólo le
diría que el obispo lo requería para asuntos reservados.

El sábado por la mañana, doña Rosaura esperaba al padre Francisco en su lecho


de enferma. El doctor Norambuena la había autorizado a hacer una vida normal y le
había solicitado fuera a su consulta todos los lunes por la tarde; pero misia Rosaura
insistió en que eso le era imposible, por los vértigos que le producía el embarazo, y por
lo tanto, él tendría que visitarla, dos veces por semana, los días y las horas que más le
conviniera.
Don Roberto Norambuena no insistió. Conocía a su paciente y sabía que era capaz
de caerse con tal de probar su vértigo, lo cual lo dejaría muy mal a él. Por otro lado si
ella quedaba conforme con su atención, su clientela aumentaría, y por visitas
domiciliarias ganaba más que por consultas. Si ella quería complicar artificialmente el
embarazo, no sería él quien se opondría.
Por su lado, Elvira le seguía la corriente a su hermana. Sabía que todo era parte de
su sistema para ser siempre el centro del mundo y dar, adicionalmente, la imagen de la
esposa abnegada y estoica que, por dar hijos a su marido, era capaz de soportar
espantosos embarazos. Mal que mal, serían nueve meses en que estaría confinada a su
cuarto, sin perturbar la vida de Dieguito ni de Diego. Su pobre cuñado pagaría con una
cuarentena... bastante más larga que lo normal.
Cuando le anunciaron la llegada del sacerdote, doña Rosaura se acomodó en sus
cojines y, con la ayuda de su hermana, se puso su mañanita y se perfumó. Elvira,
después de hacer pasar al padre Francisco, se retiró de la habitación y fue a preocuparse
de los menesteres de la casa.
112
El padre se inclinó y saludó ceremoniosamente a misia Rosaura.
- No sabe el placer que me da volver a verla, doña Rosaura, aunque lamento se
encuentre indispuesta.
- El placeres mío, monseñor.
Sonrío con picardía la dueña de casa, al otorgarle un título mayor; sin embargo, le
extrañó el rictus de dolor en la cara del cura. A pesar de ello, prosiguió:
- El tenerlo en mi hogar me honra. No se preocupe por mi indisposición, es sólo el
cumplimiento del deber de la maternidad que, a algunas mujeres nos implica un
sacrificio mayor, el cual yo dedico a Nuestro Señor.
- He venido gozoso a su llamado y estoy a su disposición para lo que usted desee,
misia Rosaura.
- Realmente, padre Francisco, sólo deseaba platicar un poco con usted y solicitar
su consejo. Me he formado una excelente opinión de su persona. He visto con cuánto
acierto conduce nuestras reuniones de camareras de la Virgen y me han cautivado sus
sermones, en los cuales nos guía con sus claras y contundentes opiniones y
recomendaciones -continuó la dueña de casa- . Además, el concepto que de su labor
tiene la madre superiora, esa santa mujer que es Sor Dolores, no puede ser mejor. Me
dice que usted ha vuelto a conducir a las monjitas y alumnas por la dura senda del dolor
y el sacrificio para alcanzar la salvación...
- Misía Rosaura,- trató de intervenir el curita-…
- Por favor, padre, permítame terminar. Como le decía, me satisface mucho tener
en nuestro medio un religioso con sus cualidades. Hacía mucha falta en estos momentos
en que algunos sectores de la Iglesia, entre los cuales se encuentra nuestro obispo, se
han tornado más que liberales, casi revolucionarios...
Sin percatarse de la cara de disgusto del sacerdote, prosiguió:
- Y ahí está el resultado... Cunden como cizaña pecados como el adulterio, en una
sociedad tan católica como la nuestra, donde nunca había sucedido nada similar...
- Perdón, señora- interrumpió con fuerza el padre Francisco usted comprenderá
que el obispo es mi superior, además de amigo, así es que le ruego omita esos juicios y
ojalá los mantenga en reserva frente a otros feligreses...
- Sí, padre, no se preocupe... entiendo su posición. Sin embargo, usted
comprenderá que algunas personas tenemos una mayor responsabilidad, aunque sea
como laicos, en nuestra Iglesia y es nuestro deber detectar las desviaciones perniciosas.
Yo ya he conversado largamente este tema con el señor arzobispo, por supuesto que
después de hablar con nuestro obispo, quien desgraciadamente persiste en sus errores.
Puedo asegurarle, padre, que tendremos cambios muy pronto y usted ocupará
cargos a la altura de sus merecimientos, con la ayuda de Nuestro Señor.
Se detuvo en un momento de profunda reflexión y luego finalizó:
- Me he desviado de la razón de haberlo molestado, mas no podía dejar de
expresarle mi admiración y apoyo.
A continuación sin captar la incómoda posición del curita, le explicó que más que
confesarse, cosa que había hecho recientemente con el obispo, deseaba solicitarle fuese
en adelante su confesor y guía espiritual, además de requerirle algunos consejos.
113
- Nada me honraría más que poder serle útil, misia, pero...
- Ni una palabra más, padre, desde hoy además de mi confesor, será mi guía
espiritual.
Después doña Rosaura le relató, con lujo de detalles, sus preocupaciones de orden
sexual y le comunicó su decisión de sacrificar al máximo el goce de esos sentidos, como
una forma de compensar sus demás faltas y tratar de alcanzar la salvación.
El cura, más que complicado, trató de poner las cosas en su justo medio, sin
ofender a su interlocutora. Le manifestó lo loable de sus intenciones, pero que era
preferible buscar otro sacrificio que no implicara, sin su consentimiento, a su marido, ya
que desde el momento en que habían adquirido voluntariamente el vínculo matrimonial
indisoluble, conformaban una sola unidad física y espiritual. Ahora, si ambos acordaban
realizar un sacrificio conjunto de castidad, eso sería bellísimo y muy bien mirado,
especialmente por la Virgen María.
- Imposible padre, imposible. Mi marido es de temperamento vehemente, el cual
se exalta más aún al vivir rodeado de la naturaleza, que exacerba los sentidos, y de esos
campesinos promiscuos. El sacrificio lo haré sola y, de paso lo ayudaré a salvarse a él.
Ahora, padre, sus argumentos me confunden un poco, porque difieren de lo que le he
escuchado anteriormente... Realmente no sé si nuevamente me equivoqué de sacerdote.
El padre Francisco sentía como se le perlaba la frente de sudor. Tener a1 obispo
en contra ya era bastante complicado. Pero tener, además, a doña Rosaura de enemiga,
eso sí que sería fatal. Después de un minuto de meditación, su ágil mente llegó a la
conclusión de que el obispo había abierto demasiados frentes: el sector conservador de
curas y obispos dentro de la Iglesia; misia Rosaura, con toda su influencia en la sociedad
de Río Claro y sus contactos con los niveles superiores de la Iglesia; sor Dolores, que
sería apoyada por gran parte de las superiores antiguas en muchos conventos de Chile...
¡Sí, doña Rosaura llevaba las de ganar! Se dirigió rápidamente a ella:
- Por favor misia, me temo no me expliqué bien. Es obvio que si su noble
sacrificio pudiese haber sido compartido por su marido, habría sido lo óptimo, pero su
explicación me deja claro que no es así y, a veces, lo óptimo es enemigo de lo bueno.
Yo la apoyo plenamente en su noble sacrificio y estoy dispuesto a ser su sostén en el
caso de que sea necesario. Como desde este momento estamos ambos en la misma
misión de colaborar en su salvación, a través de tan noble sacrificio, es mi deber
advertirle a usted que dado su temperamento y juventud, es posible que en alguna
ocasión no logre controlar su naturaleza. Ello no importa, la debilidad de nuestra
humana condición, derivada del pecado original, nos hace proclives a volver a pecar. Por
ello Nuestro Señor estableció el sacramento de la confesión. Si usted cede a la tentación
y se confiesa con arrepentimiento verdadero y real propósito de esforzarse
nuevamente.... volvemos a empezar.
Es usted un hombre sabio, padre. Tiene razón, ese temperamento que viene en mi
sangre familiar, como ya le relaté, me puede hacer fallar...
Se detuvo un momento y pensó lo agradable que sería que, de vez en cuando, la
dominara su temperamento. Era una sensación tan especial, tan única, tan fuerte y
avasalladora... Se dio cuenta de que ya estaba pecando, de pensamiento, y retomó el hilo
114
de la conversación:
- Espero que usted esté a mi lado, padre, para recogerme después de mis caídas.
- Puede contar con ello, misia Rosaura, puede contar con ello.
Se quedó pensando en ese pobre marido que iba a entrar en una promesa de
castidad de la cual no tenía la más mínima noción.
Doña Rosaura le resolvió el problema:
- Y, padre, ¿Cómo hago para no caer en falta al fallar a mis deberes conyugales
con mi esposo?
- Bueno, señora, ese es un aspecto muy importante. Deberá disminuir la
frecuencia de sus relaciones, pero recuerde que su mayor sacrificio será cuando las tenga
y se resista a permitirse su propio placer. Por lo tanto, no deben ser tan frecuentes como
antes, pero sí lo suficiente para no mortificar a su marido en exceso y para permitir que
usted, realmente, practique su sacrificio. Adicionalmente, será necesario que usted haga
vista gorda de algunos deslices que, en los varones laicos, son bastante frecuentes y....
hasta cierto punto, necesarios.
- Me ilumina usted, padre, aunque respecto a su ultima observación, debo
señalarle que mi marido tiene ideas muy particulares... Pero esa es harina de otro costal.
Creo que usted me será de gran ayuda y... yo sabré recompensarlo. Ahora, para
comenzar, me parece que usted sí podría liberarme de mis deberes conyugales durante el
embarazo; eso permitiría tener un tiempo para fortificarme y acostumbrar un poco a mi
esposo.
- Por supuesto, señora, por supuesto. Es una excelente ocasión. Ahora, permítame
otorgarle mi bendición: Benedícat vos omnipotens Deus, Pater, et Rflus, et Spírítus
Sanctus.
- Amén.
Mientras caminaba de regreso al convento, el padre Francisco iba turbado. La
conversación, la belleza de doña Rosaura y sus voluptuosos senos que se mostraban en
plenitud bajo la traslúcida mañanita, lo habían excitado en extremo. Mientras la
confesaba, ni su sotana logró disimular su erección y percibió la mirada pícara de doña
Rosaura.... directamente ahí. Era similar a lo que le sucedía cuando confesaba los
pecadillos de las novicias; pero ellas no lo veían a través del confesionario. Oró:
- Ayúdame Dios mío, a cumplir fielmente mi voto de castidad; que mi mente, y
menos mi cuerpo, no me hagan pecar.
Ya más tranquilo, se felicitó por la forma en que había salido del embrollo.
Tendría a doña Rosaura en sus manos, porque caería muchas veces; con ese
temperamento... y ese cuerpo. Ojalá que eso permitiera el retorno de su buena estrella.
El sábado en la noche don Diego llegó tarde a “Las Casas”. Había ordenado
trabajar horas extraordinarias con tal de tener todo listo para terminar la siembra de trigo
en los primeros días de la próxima semana, lo cual le permitiría ausentarse a Río Claro,
y quizás a Santiago, antes de tener que retornar a las labores invernales que ocuparían
todo su tiempo desde fines de mayo. Una vez que se hubo refrescado, trabajó en su
escritorio, poniendo al día su bitácora y sacando más copias de los documentos del
litigio de Greda Negra, que tendría que fallar al día siguiente.
115
Cuando iba a pedir le sirvieran la cena, llegó Ofelia con Uberlinda. Ofelia ingresó
al escritorio y cerró la puerta, dejando a la muchacha afuera.
- Patrón, perdone que lo interrumpa.... tengo a la Uberlinda aquí, por si usted
quiere hablar con ella a solas.
- Hazla pasar, Ofelia, pero quédate tú- le respondió don Diego-.
La muchacha entró temerosa, restregando el delantal nuevo entre las manos
húmedas de transpiración y con la cabeza gacha, como si se mirara la punta de los
zapatos.
- Buenas noches, Uberlinda.... bienvenida a esta casa que será la tuya por un buen
tiempo.
Don Diego la miró, forzándola a levantar la vista y continuó:
- Tú sabes que te conozco desde que naciste y que les tengo mucho cariño a tus
padres. Estoy muy contento de que Ofelia te haya escogido para servir en “Las Casas”,
porque conozco a tu madre y sé que lo harás muy bien. Obedece en todo a Ofelia; no te
arrepentirás y aprenderás mucho y, desde ya, te digo que cualquier problema que tengas
puedes confiárselo a ella, como si fuera yo mismo.
- Muchas gracias, su merced.
La muchacha había recuperado su talante natural y muy erguida, continuó:
- Sé que aquí puedo aprender más que en ninguna otra parte y le pondré todo el
empeño. Dicen que tengo buena cabeza y el servirle a usted, patrón, tal como lo han
servido mis padres, es un honor para mí.
- Me alegro, Uberlinda,…. me alegro mucho de tus palabras. He escuchado que
eres muy inteligente y por eso espero más de ti que de las otras chinas. Con la confianza
que me tienen tus padres me siento responsable de cuidarte. Espero no cometas ninguna
tontería y menos coquetees con los muchachos.
- No se preocupe, su merced- lo interrumpió la muchacha ya totalmente
controlada-, yo me voy a guardar para un hombre que me quiera de verdad... no soy de
las que andan leseando por ahí.
- Me alegro, hija... Y ya sabes, cualquier cosa que necesites, habla con Ofelia y si
algún día quieres hablar conmigo, se lo dices a Ofelia y yo te recibo de inmediato.
Cuando Uberlinda se hubo retirado, Ofelia se quedó y miró fijamente a los ojos de
su patrón, para bajar después la vista al bulto que éste tenía bajo el pantalón.
- Ay patrón, usted es muy joven para pasar las noches sólo... Esta muchacha es
inteligente y limpia y sus padres estarían felices si usted la amancebara...
- ¡Ofelia!, ni una palabra más. Sé que lo haces porque me quieres y concoces mi
temperamento y... -don Diego se sonrío al comprobar cómo lo conocía y quería esa
mujer- . Pero sabes que soy un hombre religioso y respeto a quienes trabajan conmigo
para que a su vez, me respeten... y merecer ese respeto. Sé que el amancebamiento de
chinas por los patrones es algo normal y aceptado en la soledad de los campos, pero yo
no lo acepto; va contra la dignidad del campesino.
- ¡Ay, patrón! Parece que usted lee mucho y la piensa demasiado. Yo le voy a
decir las cosas por lo derecho. Uberlinda estaría feliz. Siempre la china del patrón pasa a
una categoría especial y las demás la miran con envidia... Y, si le hiciera un hijo, mejor
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aún, pues sería su seguro de vida. Los padres, Jesús y Uberlinda, se sentirían orgullosos
de que usted hubiera elegido a su hija. Los de su clase, incluidos los curas, lo aprueban,
considerándolo una mejor solución que “Las casas de niñas”; que también aceptan. Y
usted se sentiría aliviado.- Ofelia se puso seria y continuó- Además, don Diego, lo que
usted hace es refrenar la naturaleza y eso no es bueno pues a veces la cosa explota en la
peor forma. Mire cuántos curas por reprimirse demasiado, terminan haciéndole
huachitos sacrílegos, creo que los llaman, a niñitas inocentes.
- No te preocupes, querida Ofelia.... no te preocupes. Yo no voy a hacer ningún
disparate,
Ambos estallaron simultáneamente en una carcajada. Ofelia cerró la conversación:
- No tiene remedio, patrón... le gusta mortificarse. Amancebar a esa moza no le
haría mal a nadie, pero allá usted y sus sacrificios. Bueno... cuando quiera pasa a la
salita y le sirvo la cena.
Cuando Ofelia le trajo el café y el coñac, don Diego le recordó que al día
siguiente habría misa y él tomaría desayuno con el cura en esa misma sala. Después
atendería la audiencia mensual.
- No se preocupe, patrón- respondió Ofelia déjelo todo en mis manos.

El padre Andrés enfocó su prédica, tal como lo había prometido, a la iniciativa


personal de cada cual y la obligación de labrarse su propio destino, con la ayuda divina,
pero sin esperar todo de ella.
- ¡No debemos conformarnos con lo que somos, pensando que seremos
recompensados en la vida eterna! La vida eterna, mis hermanos, no se gana con la
pobreza y el sufrimiento. La vida eterna se gana tratando de hacer las labores de
siempre, ya sea en el campo o en el hogar, cada vez en mejor forma. Como hijos de
Dios, hechos a su imagen y semejanza, debemos amarnos, tratando de ser siempre
mejores,… de progresar paso a paso y de aprender algo nuevo cada día,... de hacer
rendir el fruto de nuestro trabajo para tener, también en esta tierra, una mejor vida.
Amarnos y respetarnos a nosotros mismos para amar y respetar a los demás, gozar
siempre y sanamente, de lo que Dios nos ha dado. Recordad lo que hemos leído en el
introito: ¡Decid a Dios: Oh, cuán estupendas son, Señor, tus obras!" y en la epístola
primera de San Pedro, donde él nos dice: “Portaos como hombres libres... obrando en
todo como siervos de Dios 'esto es por amor'. Honrad a todos; amad a los hermanos;
sin por ello dejar de temer a Dios y de respetar al Rey". Disfrutad hermanos de los
bienes que Dios ha puesto sobre la tierra, respetando a Dios y a las leyes, que a eso se
refiere san Pedro cuando habla del rey. En esa época el rey dictaba las leyes; hoy lo
hacen los gobiernos y el parlamento, y es nuestra obligación obedecerlas. Pero eso no
significa dejar de hacer bien lo que tenemos que hacer y progresar, de acuerdo a nuestros
medios y respetar las leyes, lo que no es otra cosa que respetar los derechos de los
demás y que los demás respeten los nuestros.
Antes del desayuno el padre Andrés escuchó la confesión de don Diego, quien
hizo especial hincapié en la atracción que sentía por su cuñada Elvira, afecto que el
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hacendado percibía que estaba adquiriendo un carácter sensual. El curita lo recriminó:
- Don Diego; Don Diego, usted y su temor a los sentidos. Eso es absolutamente
normal. Que un hombre joven como usted sienta una atracción física por una pariente,
que además de ser su amiga y confidente es también joven buenamoza y de regia figura,
eso es absolutamente normal. Nos sucede a todos los hombres, incluso a los que hemos
hecho votos de castidad como nosotros, los sacerdotes. Lo importante es que no pase de
eso -el sacerdote meditó un segundo y continuó- . Lo que sí me preocupa es que usted,
con su juventud, vehemencia y sensualidad lleve una vida sin la compañía femenina que
sanamente le corresponde. Después de la confesión, durante el desayuno, hablaremos de
eso. ¿Es todo don Diego?
- Sí, padre, eso es todo.
- Ego te absolvo in nomini Patri, et Fili...
Mientras disfrutaban el abundante desayuno que Ofelia y Uberlinda les habían
servido, el sacerdote comentó acerca de las visitas a la escuela que había realizado su
ayudante, el padre Tomás, quién se había formado buena impresión de las profesoras y
estaba colaborando con ellas. Luego retomó el tema planteado en la confesión:
- No es bueno, don Diego, que un hombre joven como usted pase tanto tiempo
solo, sin la compañía de su esposa. Usted no ha hecho voto de castidad como nosotros
los sacerdotes.
- Así es, padre- replicó con un aire de mortificación el hacendado-.
Desgraciadamente, como usted sabe, Rosaura no es dada a acompañarme en el campo;
ella se siente obligada con la sociedad de Río Claro. Yo, por mi lado, entiendo el trabajo
del campo en forma distinta a lo que ella y su familia están acostumbrados. Entonces no
es fácil llegar a un arreglo. Ahora está embarazada.... así es que hay aún menos
posibilidades de que me haga compañía.
- Lo felicito, patroncito,… no me había contado la buen nueva- interrumpió el
sacerdote- .
- Así es, padre Andrés. Estoy muy contento y espero que sea la hija que tanto
deseo. Yo conozco a mi esposa, y sé que me esperan tiempos difíciles. Sin tener ninguna
necesidad, va a pasar los nueve meses en cama y no va a permitirme contacto físico
alguno. Pero no importa padre, todo sea por mi hija. Y no se preocupe por mí; aunque
soy de carácter vehemente, sé controlar mis impulsos y no me voy a aprovechar de
ninguna muchachita, hija de mis inquilinos.
- ¡Ay!, Don Diego, no sé, no sé. Yo, menos que nadie, puedo aconsejarle algo así.
Pero a veces no queda otra solución, para evitar males mayores. Las expresiones
naturales del organismo, largamente reprimidas, pueden causar trastornos serios de
conducta. Usted, don Diego, no se imaginaría las cosas que suceden con algunos de mis
hermanos de sacerdocio. Bueno, don Diego, el problema es suyo, pero yo como su
confesor y amigo debo hablarle con brutal franqueza y advertirle que es preferible que
busque, por ejemplo una china. No vaya a ser que, por no hacerlo, se exponga a cometer
adulterio con su cuñada, con las atroces consecuencias que ello tendría para varias
familias y para la sociedad que lo considera a usted un varón ejemplar.
El curita guardó silencio un instante y prosiguió:
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- No se debe confiar demasiado en la propia fortaleza; a veces, hay que optar entre
el menor de los males.
-Padre- replicó con el ceño adusto don Diego-, entiendo su opinión, sin
compartirla, pero debo decirle que considero dentro de mis deberes esenciales de
hacendado respetar a mi gente. La condescendencia de nuestra sociedad hacia este
aprovechamiento de la inferioridad cultural de nuestros trabajadores y sus familias, es
muy poco cristiana y ¡Algún día se va a pagar muy caro! Acuérdese, padre Andrés, que
nuestra Iglesia, tan permisiva hoy día respecto de los abusos de este tipo que hacen los
ricos de los más desposeídos, va a ser la primera en levantar su dedo acusador, cuando
llegue el momento de defender a los pobres, honrando de esa forma su histórico cinismo.
- Me temo que tiene razón, patroncito,... me temo que tiene razón, pero
recuerde que ese cinismo lo practican hombres de la Iglesia, pero no la Iglesia en
sí. Ahora, usted sabe que si yo o el obispo, tomáramos una actitud como la suya
nos quedaríamos sin feligreses.

Don Diego acompañó al sacerdote hasta el carruaje que lo llevaría de regreso.

Al poco rato Don Diego, vestido de etiqueta, se instaló al costado de la gran


chimenea, en el sillón que Ofelia había preparado como siempre, para que quedara de
frente a la puerta del corredor por donde entraría la gente. Era la hora de la Audiencia.
- Hazlos pasar de a uno, Ofelia. Las mujeres primero. A los que esperan,
atiéndelos en la cocina con mate, pan amasado y chicharrones.
La primera en pasar fue Adriana, que venía radiante:
- Buenos días, su merced... Antes que nada quiero felicitarlo, porque supe que la
patrona está esperando otro patroncito.
- Gracias, Adriana, gracias… Espero que sea mujercita esta vez- le replicó el
hacendado, pensando en la velocidad con que se transmitían las noticias en el campo;
era algo que siempre lo asombraba-. Tú que eres buena para rezar, ayúdame a que sea
mujer.
- Razón tiene, su merced, una mujercita para que lo acompañe... mucha razón.
Pero yo venía a darle las gracias. Froilán, volvió a ser el mismo de antes desde que usted
sacó a esa mujer. De nuevo tengo que andar arrancando, porque, si no, me pescaría
donde fuera; creo que luego voy a tener novedades. ¡Ah! y gracias por lo del sitio.... no
podía esperar menos de su bondad. Yo, como usted sabe, no soy mal agradecida, así es
que apenas salgan las habitas, las mías son siempre las primeras, le traigo al tiro.
Mientras tanto, le dejé un par de docenitas de huevo para que se lleve al pueblo... dicen
que se va mañana.
Otra vez el correo invisible, pensó sonriendo don Diego:
- Muchas gracias, Adriana, y me alegro que todo marche bien; ojalá, como tú
dices, tengas novedades pronto.
- Muy luego, patrón, y no tiene nada que agradecerme. Yo seré siempre su eterna
deudora. Salvó mi matrimonio y mi familia sin que Froilán supiera nada. Y voy a rezar
porque sea patroncita la criaturita que espera la patrona; y por usted, su merced, voy a
119
rezar hasta el día en que me muera. Después lo cuidaré de allá arriba.
- Qué dices mujer, si eres mucho más joven que yo...
- No, patrón, las líneas de la mano están claritas; voy a morir joven, pero mientras
usted vele por Froilán y las crías, no hay pena. Cuando me vaya, búsquele una mujer
querendona, que se preocupe de los críos. No lo entretengo más, mire que hay muchos
esperando.
- Ve con Dios, Adriana. Vas a ver que me vas a enterrar y, después, vas a vivir
muchos años más -le dijo don Diego, aunque el escalofrío que lo recorrió cuando
Adriana hablaba le dio la certeza de que la muchacha tenía razón, ella moriría joven-. Ve
con Dios, hija...

En seguida pasaron los pequeños propietarios de Greda Negra. Don Diego se


tomó el tiempo de explicarles, con mucha calma, todos los antecedentes que lo habían
llevado a determinar el límite entre las dos propiedades. Cuando llegó al fallo, fue
perentorio:
- Señor Herminio Cordero y señor Carmelo Cancino: Vistos, PRIMERO: Todos
los antecedentes escritos y verbales que ustedes, y testigos presentados por las partes,
proporcionaron; SEGUNDO: La visita ocular que este juez arbitral realizara el día 1°de
mayo de 1929 a las propiedades, cuyo deslinde es objeto del presente litigio, y las
observaciones y notas que en esa oportunidad tomara; y, TERCERO: El claro juicio que
este juez-árbitro se ha formado de la lógica natural del deslinde que se desprende de los
considerandos anteriores; determino, en forma definitiva e inapelable, de acuerdo en las
facultades absolutas otorgadas por las partes, que el deslinde de las propiedades en
cuestión es el que se fija en el documento adjunto, denominado “Aclaración de deslindes
Cordero-Cancino" y el plano que lo acompaña, que se considera parte integrante del
mismo.
A mayor abundamiento, dejo establecido que dicho deslinde corre por la parte
más profunda de la hondonada y posterior quebrada llamada de Los Coipos. Los
representantes de las partes firmarán el documento que les presento en este acto en señal
de conformidad y se comprometen, en el lapso de dos meses a partir de la fecha que este
árbitro haya puesto los hitos demarcadores, a construir un cerco de cinco hebras, con
estacas de ciprés de las Guaitecas cada dos metros y medio, por el trazado que el árbitro
les fije, siendo el costo de dicho cerco compartido en partes iguales por los litigantes. En
señal de paz y respeto, se instalará una ermita mandada a construir por las partes a los
pies del árbol de Quillay que existe en la cumbre de la hondonada. En ella se colocará
una imagen de la Virgen del Carmen, que será proporcionada por este juez. Ante dicha
imagen, que será bendita por el sacerdote monseñor Andrés Ortúzar, todos los miembros
de ambas familias jurarán por sí y por sus descendientes, no volver a levantar la cuestión
del límite entre sus propiedades por nunca jamás, hasta la consumación de los tiempos.
Cuando el hacendado terminó de leer su sentencia, gruesas lágrimas corrían por
los curtidos rostros de todos los familiares, quienes en un verdadero tumulto, se
abrazaban unos a otros. Después, los dos representantes firmaron con letra lenta e
insegura, ensayada durante semanas, los documentos que les presentó don Diego.
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- Bien hijos, Dios y la Virgen, que velará por todos nosotros desde su morada en
la hondonada de Los Coipos, han permitido poner fin a este largo y doloroso litigio.
Don Diego se detuvo en silencio para mirar a los ojos a todos los presentes. Vio a
los hombres, en primera fila, con la cabeza gacha y las manos sobando el ala de sus
sombreros, y a las mujeres tras ellos, con la cabeza en alto y las manos en la falda. El
hacendado continuó:
- Con la autorización que me han otorgado, procederé personalmente, a inscribir
las aclaraciones correspondientes junto al plano, en el Registro de Propiedades de Santa
Elisa. Avísenme cuando tengan la ermita construida y las estacas y alambres listos; yo
llevaré a la virgen y al curita e instalaré los hitos demarcadores.
La más anciana del grupo que, curiosamente, tenía descendientes en ambas
familias, se adelantó y miró fijamente a don Diego:
- No es a su merced a quien debemos agradecer sino a Nuestro Señor Jesucristo,
que lo trajo a estas tierras de Quillacahue a traer bondad y paz. Un año antes de que
usted llegara a estos parajes, se me apareció la Virgen y me anticipó su llegada,
diciéndome que moraría usted en estas tierras hasta que Dios lo llamara a su lado y sería
quien pondría fin a mi inmenso dolor de ver odio entre los que descendían de mis
entrañas... Y que habría en nuestras tierras una imagen milagrosa de Ella.
La anciana se acercó, para darle un prolongado abrazo y susurrarle al oído:
- Gracias señor don Diego; su vida no será larga, pero hará mucho bien y su obra
será continuada por la hija que su señora esposa lleva en las entrañas. Que Dios lo
bendiga.

Doña Perpetua, que así se llamaba la anciana, no quiso revelarle que la hija que
tanto esperaba sería traicionada por los que recibirían su bondad, engañados por las
fuerzas del mal, pero que antes de morir, los perdonaría y acogería nuevamente... igual
que Nuestro Señor.
Todos los presentes, después de abrazar cada uno a don Diego, se retiraron en
respetuoso silencio.
Don Diego se quedó meditando en lo importante que era la ceremonia y la liturgia
para sancionar los hechos trascendentes de la vida. Lo mismo que él había realizado,
hecho sin solemnidad, habría sido uno más entre todos los casos de que daban cuenta los
papeles del litigio; sin embargo, efectuado en forma ritual y solemne y con la invocación
de la madre de Dios se había transformado en un hecho definitivo. También reflexionó
en la diferencia de actitudes entre hombres y mujeres mientras pronunciaba la sentencia;
ellas, siempre altivas, con la mirada clavada en él; ellos, cabizbajos y sumisos, con la
cabeza gacha.

Luego ingresaron los herederos de la pequeña propiedad vecina a la hacienda Las


Becacinas. Don Diego les explicó la partición, poniendo especial cuidado en lo de las
viñas. Tal como él pensaba todos estuvieron de acuerdo en la repartición por hileras. En
cuanto a las bodegas, ya habían acordado que uno de ellos, el más pudiente, ya que tenía
121
una bodega de frutos del país en Santa Elisa, les comprara los derechos a los demás. El
hacendado les explicó que ése era un hecho posterior y lo que ahora correspondía era
inscribir las propiedades de acuerdo a su propuesta, salvo que tuvieran una opinión
distinta. El mismo heredero que iba a comprar la bodega se adelantó:
- No su merced, si lo buscamos a usted, cumpliremos su partición. Sólo nos falta
saber cuanto le debemos.
- Nada, pues, hombre.... nada. Al contrario, ya saben que en cualquier cosa que
les pueda ser útil, cuentan conmigo.
- Gracias, su merced- habló nuevamente el mismo campesino, que obviamente era
respetado por los demás-. Sepa que somos todos gente de trabajo y quedamos a su
disposición, para lo que se le ofrezca.

Después de atender varios asuntos menores, recibió a Jesús Jaque y a su esposa


Uberlinda, que venían a agradecerle el que hubiera tomado a su hija como china.

En la tarde hizo su último recorrido a caballo por las siembras de trigo,


comprobando que todo estaba en orden. Cuando comenzaba a subir desde el potrero San
Andrés hacia “Las Casas”, ya el atardecer se teñía de rojo y un suave y helado viento sur
calaba los huesos. A pesar de los deseos de ver a Dieguito a Rosaura y a Elvira, y de las
impostergables obligaciones que debía realizar en Río Claro, casi todas relacionadas con
el campo, sintió una sensación de remordimiento al recordar que al día siguiente se
alejaría de sus tierras, al menos por quince días. Inmediatamente, sus pensamientos
volaron a esa hija, que aún no nacía, pero que estaba cierto estaría tan ligada como él a
ese campo.

Antes de cenar, ordenó todos los papeles que tendría que llevar a Río Claro al día
siguiente y puso su bitácora al día con los últimos acontecimientos ocurridos en la
hacienda.

A la mañana siguiente, realizó su tradicional recorrido de madrugada y se reunió


con sus mayordomos, para dejar las últimas instrucciones. Una vez que se hubieron
retirado los demás, se quedó con Manuel.
- Bueno, Manuel.... todo queda en tus manos. Por cualquier novedad o necesidad,
te comunicas por telegrama o, si es muy urgente, alcanzas a caballo a Santa Elisa y me
llamas por teléfono. Tú ya sabes, el 154 de Río Claro. Espero que tengamos teléfono
aquí antes de un año.
- Vaya tranquilo, patrón. No va a pasar nada. Al revés, con la amenaza de que
usted vuelve cualquier día, les voy a sacar trote a estos zánganos.
- Gracias, Manuel,… sé que puedo confiar en ti.
Después de cambiarse la ropa, se despidió de Ofelia y subió al coche donde ya lo
esperaba José Gacitúa para llevarlo a la estación de Santa Elisa.
122

Una estancia breve

Alrededor de la una y media de la tarde llegó a su casa de Río Claro. Angélica


Cordero le abrió la puerta y Ángel, el mozo que doña Rosaura trajera desde el campo de
su padre, se encargó de bajar el equipaje del coche. Al ver a Ángel, don Diego se sonrió,
pensando que antes de que lo contratara su esposa, el pobre hombre se llamaba Roberto.
Doña Rosaura estaba convencida de que con el nuevo nombre dejaría de ser peligroso
para las chinas; más aún cuando a todas estas les cambiaba el nombre respectivo y les
anteponía como protección divina, el de María. Angélica, su dueña de casa, se había
librado del cambio, dado lo apropiado de su nombre original.
En el momento en que estaba entregando su sombrero y abrigo a Ángel, doña
Elvira salió a recibirlo, dándole un cariñoso abrazo y un beso en la mejilla.
- Qué gusto tenerlo por estos lados, Diego. Rosaura me convidó a almorzar en
vista de su llegada. Usted no sabe lo orgullosa que estoy de su ofrecimiento de ser la
madrina de su hija, pero... va a tener que hablarlo con Rosaura.
- No se preocupe, querida cuñada, eso lo arreglo yo. Y, a propósito, ¿Cómo está?
- Va a tener que prepararse, querido cuñado. Ella parece estar dispuesta a sufrir
este embarazo intensamente, de punta a punta, y con ello mantenernos a todos girando
en torno suyo. Y... no se queje usted, mal que mal cuando se casó con ella, sabía que lo
hacía con la "novia de Río Claro" y que Rosaura no perdería nunca una oportunidad de
llamar la atención.
- Me lo imaginaba, Elvira, me lo imaginaba. Pero no se preocupe, todo sea por mi
futura hija y... ahijada suya.
El hacendado se dirigió hacia la pieza de su esposa, mientras doña Elvira se
retiraba discretamente a supervisar el almuerzo. Don Diego se acercó al lecho y,
prácticamente hincado, abrazó cariñosamente a su esposa.
- ¡Rosaura querida, no sabe lo feliz que me ha hecho con las buenas nuevas!
- ¡No sé si tanto, Diego,... no sé si tanto! Usted se demoró bastante en venir a
verme, sin siquiera averiguar de mis sufrimientos.
- Hija, por favor, no empiece. Demoré el viaje para que usted estuviera tranquila
los primeros días, que sé son los más difíciles y, a su vez, ello me dio tiempo para dejar
todo ordenado y poder acompañarla más tiempo...
- Parece, mi querido y ausente esposo, que en este embarazo todos los días van a
ser difíciles; así opina, al menos, su amigo el doctor Horacio Norambuena. Pero no
importa Diego, todo sea por darle más hijos a usted y a nuestra santa madre Iglesia. Es
un sacrificio muy doloroso, pero que me permite cumplir con mis deberes con Dios y mi
familia.
- Me alegro lo tome tan bien, Rosaura -respondió don Diego, con un sarcasmo que
ella no percibió; era mejor seguirle la corriente-.
- Hay muchas cosas que conversar, Diego. Vamos a tener que reorganizar
nuestras vidas en muchos aspectos. Yo no podré llevar la casa durante estos meses. Mi
123
hermana Elvira, a quien usted nunca ha aprendido a valorar en lo que vale y quien,
afortunadamente para nosotros, no tiene hijos propios, ha accedido a reemplazarme. De
hecho, se trasladará prácticamente a vivir en esta casa, Jaime, pasará algunas noches
aquí y otras en su chacra.
- Se equivoca en cuanto a Elvira, hija mía. Le tengo mucho aprecio, tanto a ella
como a Jaime. Le estoy especialmente agradecido por la forma en que se preocupa por -
usted y por Dieguito.
Don Diego vio de inmediato la posibilidad y no la dejó pasar:
- Creo que, además de hermana suya es su mejor amiga; tanto es así que si esa
criatura que usted lleva en su vientre es una niña, como espero, deberíamos solicitarle a
Elvira que fuera su madrina...
- Gracias, Diego, sé que lo hace por mí y yo estaré encantada de dársela de
ahijada- doña Rosaura se acomodó entre las almohadas y, poniendo cara de
circunstancia, le indicó el borde de la cama a don Diego para que se sentara-. Hay
mucho que conversar, Diego...
- Sí, sí, hija, pero cada día tiene su afán, ya tendremos tiempo.
- Así será Diego, pero hay dos cosas que yo quiero dejar en claro desde ya: la
primera, es que usted va a tener que dejar por este tiempo, el manejo del campo a los
empleados y acompañarme en este duro trance como corresponde; y la segunda es que,
durante estos meses, mis deberes conyugales se limitarán exclusivamente a cuidar mi
embarazo y no podré, por lo tanto, cumplir con usted y aliviar sus ardores. Además,
quiero que hablemos de ello con calma, pues deseo un cambio profundo en nuestras
relaciones... Yo no estoy dispuesta a arriesgar la vida eterna por arrebatos impropios de
nuestra edad y condición social, como los que tuvo usted en Quillacahue.
- Tranquila, hija.... tranquila. Tendremos tiempo de conversarlo todo con calma-
don Diego trataba de evitar sonreír al recordar los "arrebatos" que tuvo ella aquella
noche-. No se preocupe, durante todo el embarazo, dada su delicada condición me
alojaré en mis aposentos.
- ¡Ah!, Diego, hay algo más... un asunto sobre el obispo del cual quiero hablarle y
donde espero todo su apoyo en las determinaciones que he tomado y, las que tomaré
muy pronto...
- Sí, hija.... ya veremos, ya veremos. Por ahora voy a lavarme almorzar, porque
vengo muerto de hambre.
Cuando don Diego se dirigía al comedor, irrumpió Dieguito que venía del colegio.
Ambos se fundieron en un efusivo abrazo.
- Qué bueno que haya llegado, papá. Supongo que estará feliz con las novedades
de mamá.
- Sí Dieguito, estoy feliz con el embarazo de tu madre; yo ya te había confiado los
deseos de tener una hija.
- Pero puede ser otro hombre, papá; aunque me daría pena, pues me recodaría a
Andresito- lo interrumpió Dieguito-. Sin considerar eso, papá, ¿Le importaría mucho que
fuera hombre?
- No, hijo mío, sobre todo si se pareciera a ti; tú me has dado muchas
124
satisfacciones y estoy cierto me las vas a seguir proporcionando. Pero tú sabes que yo
soy un tanto intuitivo y creo... más bien estoy cierto, que va a ser mujercita.
- Lo que es yo, papá, deseo una hermanita. Bueno, Dios dirá. El niño se quedó un
minuto como abstraído y continuó:
- Las cosas aquí se han puesto realmente difíciles. Después de esos días de calma,
que le conté en el campo, que ahora veo se debían a la duda de mamá sobre su
embarazo, todo se trastornó bruscamente. La mamá está con un carácter imposible y ha
vuelto a la carga con el asunto del sacerdocio...
- Tranquilo, hijo, tranquilo. Ese problema lo tomé yo en mis manos, así es que no
se preocupe. Ahora, Dieguito ármese de paciencia, porque Rosaura los próximos meses
se va a transformar en una verdadera tirana y, aunque lo que voy a decirle no parezca un
consejo normal de un padre a su hijo, trate de aparentar complacerla, no le lleve la
contra, porque en el fondo, eso es lo que ella quisiera. Haga lo que su buen criterio le
indique.
Don Diego suspiró y continuó:
- Tu madre, como sabes, tiene un carácter difícil y complejo, que se exacerba
cuando está embarazada; vamos a tener que hacernos los lesos en beneficio de su salud
y de la criatura que lleva en sus entrañas.
- Sí papá, ya lo sé. La conozco bien y la quiero mucho, pero a veces es tan difícil.
Y usted papá, ¿Se va a quedar algunos días? -preguntó el niño como tratando de poner
fin a un tema antipático-.
- Sí, Dieguito. Dejé todo preparado en Quillacahue para estar por lo menos una
semana en Río Claro y, probablemente, ir también a Santiago. Tengo muchas compras
que hacer para el campo y debo hacerlas ahora, pues a fines de mayo, tengo que volver a
Quillacahue por una temporada larga. Se vienen encima todas las plantaciones,
especialmente las viñas, además de las alamedas y demás plantaciones forestales.
Vamos a aprovechar estos días para darnos tiempo de conversar.
- Me alegro, papá, me hace mucha falta estar con usted. Yo espero poder ir
algunos fines de semana a acompañarlo al campo.
- Cuento con ello, hijo mío.... cuento con ello.
Mientras don Diego conversaba con Dieguito, llegó don Jaime, quien lo saludó
efusivamente:
- ¡Felicitaciones, Diego! Tú sabes que yo no he querido nunca tener hijos,...
quizás porque soy muy cómodo, pero sé cómo tú deseas tener otro. Rogaré a Dios
porque sea hija,... como tú quieres. Además, en el futuro, te va a hacer falta una hija que
te cuide y te mime. ¡Te felicito de todo corazón!
- Gracias, Jaime, no sabes cuánto aprecio tus palabras -le respondió el hacendado,
pensando que su concuñado no era tan tonto a pesar de todo, y comprendía la soledad
que le esperaba-.
- No sé, Diego continuó el notario si Elvirita o Rosaura te lo habrán contado, pero
con mucho agrado nos trasladaremos a tu casa para cuidar de tu esposa y de Dieguito,
dadas tus prolongadas ausencias y lo delicada que se pone mi cuñada.
- Me enteré, Jaime, me enteré; te lo agradezco muchísimo y no sabes la
125
tranquilidad que me proporciona. Elvira es la única persona que sabe llevar a Rosaura,
especialmente cuando se pone difícil, y Dieguito los quiere mucho a los dos. Realmente,
Jaime, no sé cómo me las arreglaría sin ustedes.
Almorzaron los cuatro en la gran mesa del comedor, presidida por don Diego.
Dieguito los divirtió con sus anécdotas del colegio y, de no ser por los continuos
llamados de doña Rosaura a su hermana para que acudiera a su pieza, habría sido un rato
extraordinariamente placentero. Inmediatamente después del café, don Jaime y Dieguito
se fueron; uno al colegio y el otro a su productiva notaría.

Don Diego y doña Elvira pasaron al living a servirse una segunda taza de café. A
un llamado de doña Rosaura, doña Elvira tuvo que ausentarse, momento que
inconscientemente, aprovechó el dueño de casa para meditar sobre la complicada
situación futura. Al poco rato, llegó a la conclusión de que sus métodos persuasivos
fracasaban rotundamente con su esposa y tomó la sencilla determinación de imponer su
autoridad, con todo el tino necesario. Mal que mal, era el jefe del hogar, era una persona
honorable y respetada y, si las inversiones de su suegro terminaban como temía, sería él,
le gustara a ella o no, el único apoyo económico de Rosaura. Pensó con tristeza que esa
desgraciada circunstancia sería, en definitiva, la que sometería a Rosaura a su autoridad.
A pesar de su devoción religiosa y de su forzada caridad, era una mujer consumidora y
de gustos caros. Jamás arriesgaría su seguridad económica por contradecirlo. "Bien",
pensó con un razonamiento muy típico de su acervo vasco, "problema resuelto y a otra
cosa'', durante el embarazo se haría el tonto, pero después pondría mano firme y no
volvería a caer en discusiones estériles que lo único que lograban era alterarle el ánimo.
El regreso de doña Elvira lo volvió a la realidad.
- Ahora duerme, Diego, gracias a Dios; realmente puede llegar a ser agotadora.
- Lo sé Elvirita, lo sé, y también estoy cierto de que nos dará tiempos muy
difíciles.
- Más de lo que usted se imagina, mi querido cuñado, más de lo que usted se
imagina... -interrumpió doña Elvira-.
- No, Elvirita, ya tengo una idea clara de lo que me espera. Apenas llegué, me
hizo un resumen; un planteamiento muy vago, pero que me permitió captar todo. Ha
vuelto a su religiosidad enfermiza, que la hace pretender salvarse a través de su
sacrificio, pero fundamentalmente, sacrificando a todos los que la rodean. Conociéndola,
intuyo de sus palabras que algo realmente serio está tramando contra el obispo. A su
vez, pretende rediseñar nuestra vida matrimonial -don Diego se detuvo un minuto a
pensar y continuó-. Usted sabe Elvira, el cariño que le tengo a Rosaura. No le digo
amor, porque me casé con ella sin conocerla, creyendo que iba a llegar a amarla. Pero
ella, ¡No se deja amar! Sinceramente lo he intentado; su personalidad me parece un
desafío digno de toda mi capacidad afectiva. Es una mujer hermosa, aunque no tanto
como usted, que posee además de la belleza física de su hermana, la belleza de la
bondad que ilumina todo su ser.
- ¡Ay, Diego querido, no diga eso!
- Perdón Elvira, pero con su venia, diré eso y mucho más. Usted es testigo de que
126
intenté, por todos los medios, llegar a una convivencia normal con Rosaura; como debe
existir entre dos personas con caracteres y formación diferentes, que sepan respetarse y
quererse. Le consta que no lo logré, a pesar de mis buenas intenciones, de mi
responsabilidad como esposo y de mi comportamiento intachable. Ella necesita
sirvientes, por no decir siervos, y no gente que la estime -don Diego volvió a meditar y
prosiguió- . ¿Qué le digo a usted, Elvirita? Usted es la persona que más la quiere en este
mundo, con un cariño que ella no sabe honrar. Yo llevo mucho tiempo tratando de
encaminarla para lograr una vida familiar satisfactoria. Cuando se veía acorralada por
mis argumentos, parecía ceder; sólo para recuperar fuerzas y volver a embestir. Tendré
paciencia durante el embarazo, siempre que esa paciencia no signifique que ella dañe a
terceros. Pero hoy, Elvira, he resuelto por fin, imponer mi autoridad en mi familia... y
punto. No me va a engañar más ni yo voy a desgastarme en discusiones y esfuerzos
inútiles. Voy a ejercer definitivamente mi función de jefe de familia con plena autoridad.
Si realmente quiere hacer votos ce castidad, ¡Allá ella!, ¡No seré yo quién la ruegue! Por
mi formación y mi religión le seguiré siendo fiel, pero no voy a pedirle me otorgue las
caricias que ella cree la van a condenar.
- Lo siento, Diego. Conociéndolo a usted y conociéndola a ella, me temía mucho
que este momento iba a llegar. Ojalá que tenga una niñita para que, en un tiempo más,
usted tenga la atención que se merece.
- Eso es cierto Elvira, pero ya que estamos a la hora de las verdades, le voy a decir
algo que no podré volver a repetirle jamás. Usted, Elvira, es la que me proporciona el
afecto y las atenciones que ella me niega -don Diego suspiró, se puso muy serio y la
miró al fondo de los ojos- . El destino nos hizo una mala jugada, mi querida Elvira. Esa
ausencia suya en La Serena, cuando conocí a su familia, impidió que nos conociéramos.
Si usted hubiese estado ahí, quizás, quizás... las cosas podrían haber sido muy distintas.
Usted y yo nos hubiéramos enamorado, pues nuestra empatía surgió de inmediato y,
como le consta, fue muy fuerte desde el primer momento. Sueñe un minuto e imagínese
cómo seríamos de felices, disfrutando de la vida que juntos habríamos construido en el
campo, sin las tremendas y absolutas restricciones que hoy tenemos, por nuestros
respectivos estados matrimoniales y nuestras creencias religiosas. Si incluso nuestros
temperamentos sensuales se complementan. Quizás Rosaura y Jaime habrían hecho un
espléndido matrimonio -Jaime es el príncipe consorte ideal y ambos habrían disfrutado
el reinado sobre la sociedad de Río Claro. Pero no fue así, amada Elvira, y... ¡Esa será
nuestra cruz!
Elvira no le había despegado la mirada y pensaba para sí: "¡Oh, Dios mío, lo sabe
todo! No podía ser de otra manera, pues él es inteligente y nuestro cariño demasiado
obvio". Lo miró con ternura; esa ternura, imperceptiblemente, y sin que ella la pudiera
controlar, se fue transformando en deseo. Su excitación se reflejaba tanto en él rostro
como en el cuerpo que, sin haber cambiado de posición, manifestaba una sensual
disposición de entrega absoluta. Sin preocuparse de ocultar su estado, suspiró y se
dirigió a su cuñado:
- ¡Ay, Diego! ¡Los caminos que no tomamos quedaron atrás! Es una ley de la
vida.
127
Se quedó un largo rato en silencio y luego prosiguió:
- Diego, usted puede confiar en que siempre, mientras Dios me de vida, estaré a
su lado y seré su mejor amiga, respetando las limitaciones absolutas que usted menciona
y que se interponen entre nosotros... aunque yo no piense exactamente de la misma
forma. Yo lo cuidaré y le daré el afecto femenino que necesita mientras crece su hija
porque al igual que usted, sé que será mujercita. Me ocuparé de Dieguito y de nuestra
Rosaura... ¡Nuestro querido tormento! Usted sabe, mi querido Diego, que puede
confiarme todas sus tribulaciones, penas y alegrías,... todo.
Se calló y vio dos gruesas lágrimas que corrían por el rostro dolorido de don
Diego. Ella no pudo contener las suyas y en silencio se puso de pie, le dio un húmedo
beso en la mejilla y se retiró discretamente de la habitación.

Los dos cafés permanecieron fríos, en sus respectivas tacitas.

Don Diego reposó media hora en su dormitorio y, después de asearse, se dirigió a


su escritorio a preparar todo lo que necesitaba llevar a la reunión que celebraría con el
gerente zonal de Tattersall, a las cinco de la tarde.
A las cinco en punto llegó a la prestigiosa firma, lo esperaba el gerente, don
Emiliano Parot, y dos de sus ayudantes. En torno a una taza de té con galletitas inglesas,
le fueron entregando todos los antecedentes de los lotes de vaquillas que habían traído
de Argentina y que se encontraban reponiéndose de la travesía cordillerana en la
hacienda Las Bandurrias, a unas diez leguas de Río Claro. Quedaron de acuerdo para
salir, el miércoles a las seis de la mañana, en el automóvil de la empresa, para revisar los
corrales de la hacienda los lotes de vaquillas. El Tattersall avisaría para que tuvieran el
ganado en los corrales y hubiera personal disponible para poder hacer una revisión
completa, vaquilla por vaquilla.
El hacendado regresó a su casa y, después de saludar a Elvira, Rosaura y Dieguito
y excusarse de no tomar té con ellos, se dirigió a su escritorio. Aprovechó de concertar
citas para la mañana siguiente con la compañía de teléfonos, donde pediría presupuesto
para instalar uno en Quillacahue y con la firma importadora de maquinaria e insumos
agrícolas "Duncan Fox y Cía."
En el transcurso de la cena don Jaime lo puso al tanto de las novedades locales y
le transmitió el encargo del presidente del Banco del Maule, don Benjamín Urrejola, que
deseaba "Tener el honor de recibirlo a almorzar en el banco el día que le acomodara".
Según él, la decisión de nombrarlo director de la institución financiera ya estaba tomada.
Antes de retirarse a su dormitorio, don Diego pasó a despedirse de doña Rosaura.
Se sentó en el borde de la cama e inició una conversación intranscendente sobre sus
actividades del día, pero con rapidez su esposa cambió de tema y le relató con lujo de
detalles, sus tribulaciones respecto de su temor al pecado del placer sexual, sus ansias de
salvación y sus conversaciones, tanto con el obispo, como con el padre Francisco.
Después del largo relato, que con todas sus observaciones personales acerca del obispo y
de su nuevo confesor le tomó más de dos horas, le planteó muy seriamente a su marido:
- Mire Diego, a pesar de que sé que usted piensa en forma distinta a la mía en
128
materias religiosas, espero contar con su apoyo para poner fin a la carrera de ese obispo
insolente y altanero y reemplazarlo por el padre Francisco Peña...
- Momento, querida Rosaura, momento- la interrumpió don Diego-. Vamos por
parte, mire que usted ha planteado problemas muy diversos, algunos de los cuales me
atañen personalmente. Quiero que me escuche con toda atención lo que le voy a decir,
pues espero no sea necesario repetir esta poco grata conversación.
Don Diego respiró hondo, se paró y acercó una silla para sentarse frente a su
esposa.
- Por lo que le he escuchado, tanto en la mañana cuando llegué, como ahora, veo
que no va a ser posible que nos pongamos de acuerdo en materias religiosas, dentro de
las cuales usted incluye un enfoque muy particular de nuestras relaciones maritales. En
vista de ello, creo que lo más conveniente y honesto es que cada cual busque la
salvación de su alma de acuerdo a su propia conciencia. Respecto a nuestras relaciones
como esposos, puede tener usted la certeza de que no haré nada que vaya contra sus
deseos o, más bien dicho, contra lo que ya es su decisión, según he podido percatarme.
Tiene mi promesa de que después del alumbramiento, no intentaré, ¡Jamás!, entrar a su
cuarto.... aún si usted me lo solicitase. No seré yo la causa de su perdición.
- Gracias,- interrumpió doña Rosaura- no esperaba menos de usted. Por supuesto
yo haré de la vista gorda si usted con discreción busca alivio en los lugares pertinentes o
amanceba alguna china en el campo.
- No, Rosaura-, ya lo hemos discutido. Usted ya debiera conocerme lo suficiente
para saber que ello no va ni con mi personalidad, ni con mi manera de ver la religión, ni
con el respeto que siento por los seres humanos como hijos de Dios y, muy
especialmente, por los más humildes.
- Pero Diego, usted hace las cosas más difíciles.
- No, Rosaura, acabo de decirle que debemos respetar nuestras distintas formas de
interpretar las enseñanzas de Nuestro Señor.
Don Diego se levantó y escanció coñac del que le había dejado Angélica en una
mesita de arrimo.
- Pasando al otro tema de fondo, quiero que me escuche con mucha atención:
Rosaura, con la autoridad que me confiere el ser jefe de esta familia, ¡Le prohíbo
terminantemente interferir a favor o en contra de ningún obispo o sacerdote! Además de
ser una actitud que no corresponde a un cristiano, está juzgando al prójimo y violando
las normas y reglas de nuestra madre Iglesia. Es un asunto que involucra las relaciones
de nuestra familia, tanto con la Iglesia como con la sociedad a la cual pertenecemos. De
aquí en adelante, las relaciones de nuestra familia con la Iglesia y con nuestra sociedad
las decido y las conduzco ¡Yo!, y ¡Nadie más! Recuerde muy bien que en estas
cuestiones, usted me ha jurado obediencia y yo se la voy a exigir en forma estricta...
¡Muy estricta!
Doña Rosaura al ver que iba por mal camino, varió de táctica:
- Por supuesto, Diego, por supuesto. Yo sólo estaba proporcionándole los
antecedentes para que usted dispusiera. No me cabe duda de que estará de acuerdo
conmigo cuando medite, con más calma, todo lo que le he narrado; más aún, si se da
129
tiempo de escuchar la opinión de otros distinguidos católicos de Río Claro.
El hacendado, tratando de no perturbarla en exceso dado su estado, suavizó las
cosas:
- Solamente porque usted me lo solicita, Rosaura, meditaré lo que me ha relatado
y escucharé otras opiniones; después decidiré yo. En el intertanto rige para usted la
prohibición de hacer nada, pero absolutamente nada, que signifique interferir, directa o
indirectamente, en asuntos internos de nuestra Iglesia.
Don Diego se levantó de su asiento, volviendo la silla a su lugar y dándole un
beso en la frente, se despidió de su esposa.
- Que descanse con Dios, Rosaura.
- Igual usted, Diego -respondió, con furia contenida, doña Rosaura-.
Una vez que se retiró su marido, doña Rosaura pasó a su cuarto de baño para
sacarse la pintura y realizar los ritos higiénicos de cada noche. Ya en la cama, se dibujó
en su rostro una sonrisa triunfante, mientras hablaba para sí misma:
“Este Diego nunca ha sido capaz de valorar, ni mi inteligencia, ni mi capacidad de
lograr lo que me propongo. Está convencido, por lo que le dije esa noche y porque no lo
contradigo abiertamente, que me va a dominar. No conoce las armas que posee una
mujer de mi clase y posición. El lo ha dicho muy bien: vamos a vivir cada uno su propia
religiosidad y cada uno buscará la salvación por su camino. Lo que él no sabe es que el
mío incluye ciertas acciones que él jamás aceptaría y que nunca sabrá que las realicé yo,
pues ahora emplearé caminos bastante más sutiles para conseguir mis objetivos.
Dieguito será cura, total, si tengo una mujercita como él tanto desea, ella lo acompañará.
Pero Dieguito, ¡No!, Dieguito es mío y hará la voluntad de Dios y la voluntad mía. Y ese
obispo,... tiene su carrera terminada. El futuro pastor de la diócesis será monseñor
Francisco Peña. ¡Diego mandará en su campo, pero en Río Claro mando yo! Ahora, si es
tan pacato que no quiere satisfacer sus impulsos sensuales fuera del hogar como todo
hombre educado y decente, más poder me otorga a mí.
Al llegar a éste punto, la sonrisa se desvaneció de su cara, mientras el recuerdo
del placer la hacía dudar, un instante, de su última afirmación.

Don Diego, después de rezar sus oraciones hincado junto a su lecho, se acostó e
intentó, infructuosamente, conciliar el sueño. Estaba inquieto; su espíritu perceptivo le
hacia temer, casi con certeza, que las dudas que tuvo respecto de la sinceridad de su
esposa aquella noche en Quillacahue eran absolutamente justificadas. Estaba seguro de
que Rosaura intentaría hacer lo que se le diera en gana, usando ahora métodos menos
evidentes. A pesar de su profundo dolor, se hizo un firme propósito: no permitiría que
liquidara a Dieguito, transformándolo en un sacerdote sin vocación. El también sabría
cómo jugar sus cartas. Ya más tranquilo con esta determinación, pensó en su amada
Iglesia Católica. Antes de su viaje a Santiago tendría que preocuparse de conseguir una
audiencia con el arzobispo, monseñor Crescente Errázuriz. Por suerte, lo conocía con
cierta intimidad, el arzobispo estaba agradecido e impresionado por la eficacia con que
don Diego dirigió la ayuda de la Iglesia a los damnificados del terremoto que
130
prácticamente había destruido Curicó y Talca; en diciembre del año anterior. Lo había
invitado a una cena privada al palacio arzobispal, junto a monseñor Arrau. Allí tuvieron
ocasión de hablar, latamente sobre los problemas causados por la intromisión de la
sociedad Río Clarense en los asuntos internos de la Iglesia y la deficiente enseñanza
otorgada por las monjitas a las jóvenes de la ciudad. A los pocos días, monseñor
aprovechó una ceremonia, en que se entregaron bendiciones papales a diversos varones
católicos que se habían distinguido por su labor en pro de la Iglesia, para solicitarle se
quedara a tomar té con él y recabarle mayor información de la marcha de la diócesis y el
convento, haciendo fe en la reconocida prudencia y reserva del hacendado.

A la mañana siguiente don Diego llamó a don Benjamín Urrejola, presidente del
Banco del Maule, y después de los saludos quedaron en que don Diego iría a almorzar el
viernes. Después se dirigió a la Compañía de Teléfonos del Maule.
En la compañía de teléfonos lo esperaba el gerente, don Hernán Urzúa,
acompañado de dos ingenieros. Después de servido el café, uno de éstos tomó la
palabra:
- Don Diego, de acuerdo con sus instrucciones hemos hecho los cálculos
pertinentes. Tal como usted nos había indicado la distancia desde Santa Elisa a “Las
Casas” de Quillacahue es de cuatro leguas, es decir tenemos que tender una línea de
dieciocho mil metros. En el presupuesto que le vamos a entregar está considerada una
postación distanciada a setenta y cinco metros, con dos alternativas de cableado: un
cable aéreo y conexión a tierra, o dos cables aéreos. Nosotros recomendamos, dada la
distancia, el cableado doble que le va a asegurar una excelente comunicación todos los
días del año. Los postes son de ciprés y los aislantes de loza importada de Alemania, al
igual que el aparato telefónico mismo, que quedaría instalado en su escritorio. De
aprobar usted el presupuesto, el trabajo se hace en quince días, apenas pase el invierno.
La compañía realiza la mantención periódica de las líneas y los aparatos, así como el
recambio de las baterías. En caso de emergencia por corte de las líneas, a causa de
temporales u otros accidentes, o falla de los aparatos, lo que es muy extraño, nosotros
nos comprometemos a efectuar la reparación antes de transcurridas veinticuatro horas de
recibido el aviso.
Después de esta explicación, tomó la palabra el gerente:
- Si usted, después de revisarlo, aprueba el presupuesto, nosotros se lo
financiamos a cinco años, con un crédito de la Caja de Crédito Agrario.
- Revisaré los presupuestos, señores- respondió don Diego y les prometo una
respuesta antes del fin de semana.
- Estamos seguros de que será positiva, don Diego- le respondió sonriente el
gerente-. En su caso, estamos cobrando solamente el costo, pues usted será el primer
abonado rural de Santa Elisa y estamos ciertos de que, dada su fama de agricultor
progresista, serán muchos los hacendados que lo imitarán.
- Se lo agradezco, Hernán… se lo agradezco. Creo que tiene razón; el campo debe
progresar y la comunicación telefónica es un avance importantísimo que ahorrará
131
muchos viajes y recados, además de romper el aislamiento, incluso se podran salvar
muchas vidas con una oportuna atención médica.

La visita a Duncan Fox fue un tanto más larga. Don Diego tenía que resolver la
compra de una trilladora, una enfardadora y una sembradora de granos, además de los
motores a vapor para mover la enfardadora y la trilladora. Después de revisar las
características de los diversos modelos, se resolvió por una trilladora McCormick-
Derring, una enfardadora de la misma marca y una sembradora John Deere. Respecto de
los motores, se llevó varios catálogos para compararlos con los que vería en Santiago, en
la fundición Libertad, donde también cotizaría una turbina hidráulica que le permitiera
mover un pequeño molino de trigo y un generador eléctrico, para dotar de electricidad a
"“Las Casas”" y las Bodegas.
Cuando ya se retiraba el gerente, don Douglas Pomeroy, lo invitó a servirse un
whisky a su oficina.
- Usted no sabe el placer que es para nosotros atenderlo en las adquisiciones para
su nueva hacienda. Respecto a los motores a vapor, don Diego, quiero ser muy honesto
con usted, pues deseo sea siempre nuestro cliente; los nuestros están un poco al justo en
cuanto a potencia para las máquinas que usted llevará. Le aconsejo que siempre compre
motores al menos con veinte por ciento más de potencia que lo recomendado en el
catálogo de la máquina que va a mover. Así no tendrá problemas. Aunque no me gusta
que le compre a un alemán, le recomiendo los que ha traído Küpfer, que, por lo demás....
son ingleses -el grueso gerente se rió a carcajadas con su ocurrencia- Ahora, quiero que
me acompañe al patio, pues deseo mostrarle algo.
En una esquina del amplio espacio, detrás de las bodegas, se encontraba instalada
una torre de fierro liviano, de unos 15 pies de altura. En el extremo superior giraba a
gran velocidad, una estilizada hélice.
- Don Diego, este ingenio llamado "Winchair", es americano, es decir, creado por
mentalidades de ascendencia inglesa. Se mueve con la más ligera brisa y está acoplado a
un pequeño generador de corriente continua de seis voltios que a su vez, carga una
batería. Con los vientos de esta zona le permite disponer de un kilowatt de potencia
permanente, lo suficiente para hacer funcionar un radiorreceptor y dos lamparitas de
lectura. Nosotros tenemos la representación exclusiva en Chile y lo estamos
promocionando. En el caso suyo, conocemos largos períodos que pasa en Quillacahue y
de su interés por el acontecer nacional y mundial, por lo tanto le rogamos lo acepte
como atención de la firma, junto a una radio "Marconi". Es lo menos que podemos
hacer, después de distinguirnos con sus importantes adquisiciones.
- La verdad, Douglas, es que sólo los había visto en revistas. Le agradezco y lo
acepto encantado; usted no sabe la falta que me hacía la radio en el campo.
- Me alegro, don Diego; me alegro mucho. La radio Marconi es de doce bandas y,
con la antena que le proporcionaremos, usted podrá escuchar, en onda corta, las diversas
emisoras de la BBC, más algunas españolas y varias americanas. Incluso la radio
Chilena se escucha bastante bien en onda corta. Yo le voy a pedir a mi secretaria le
mecanografíe mis apuntes personales, en que tengo anotadas las frecuencias y bandas de
132
las radios que mejor se escuchan y los horarios de los noticiarios. Como buen solterón
escucho mucho la radio por las noches, especialmente los conciertos de la BBC, que son
espléndidos. Usted no se preocupe de nada, cuando regrese de su viaje a Santiago, estará
todo instalado. Le dejaremos enchufe para la radio, tanto en su escritorio como en la
salita de estar donde su mucama Ofelia me atendió tan espléndidamente con un té con
"scones" que me hizo recordar mi querida Inglaterra, aquella vez que fui a presentarme y
ofrecerle los servicios de nuestra empresa.
- Efectivamente, Douglas,… qué memoria. No sabe usted lo conforme y
agradecido que me voy -le replicó sonriendo don Diego- . No solamente agradecido por
su espléndido presente, sino por su honradez al no recomendarme sus motores a vapor.
Su comportamiento, tan británico, me recordó los muchos amigos que hice en Inglaterra,
un país del que quedé prendado, Tanto es así Douglas, que voy a iniciar en Quillacahue
una crianza de vacas Durham, que en Inglaterra se conocen más por "Shorthorn". Así,
cuando usted vaya a cazar, como espero lo haga en la próxima cacería que organizaré a
mi regreso de Santiago, se sentirá como si lo hiciera en "Devon Farm". Le tendré hasta
un poco de niebla...
El inglés se reía estrenduosamente con las amables ofertas de don Diego. Después
de tomar un sorbo de whisky, dejó de reír y le manifestó:
- Será un honor para mí, don Diego.... será un honor.

Después del almuerzo, una vez que don Jaime y Dieguito se habían retirado, doña
Elvira y don Diego pidieron un segundo café al salón.
- Anoche estuve conversando con Rosaura, Elvira, y se me confirmaron todas mis
aprehensiones. Aunque se mostró relativamente dócil, capté perfectamente que está
decidida a hacer lo que se le dé la gana, manteniendo un falso y formal respeto hacía mí.
Es lamentable, pero ése es su carácter y su forma de ser y no los va a cambiar. Sé que va
a usar todas las artimañas posibles para tratar que Dieguito sea sacerdote y, además, va a
intrigar para sacar a nuestro obispo por no ser dócil con ella. Elvira, quiero que usted
sepa que con sus mismas armas, le impediré ambas cosas. Lamento que de aquí en
adelante no podré ser sincero con ella nunca más.
- Bueno, Diego, era difícil esperar otra cosa. En todo caso usted sabe que cuenta
conmigo, especialmente en cuanto a Dieguito. Respecto del obispo lamentaría mucho
que lo sacaran; pero ahí sí que yo no puedo hacer nada.
- Afortunadamente yo sí, querida cuñada- afirmó enfáticamente don Diego-
¡Afortunadamente, yo sí!, y usted va ser la única que lo va a saber; sé que no necesito
pedir su discreción.
- Confíe en mí, Diego, no se preocupe.
Luego de su acostumbrada siesta, don Diego se retiró a trabajar a su escritorio
para revisar el presupuesto del teléfono, preparar los antecedentes que debería llevar a
Santiago y poner al día sus cuentas. Efectuó además dos llamados; el primero al
secretario del arzobispo de Santiago, solicitando una cita con éste para la semana
siguiente; el segundo, al Obispo Arrau, quien quedó de esperarlo a tomar onces.
133
Cuando llegó al palacio episcopal, lo hicieron pasar al saloncito del segundo piso
donde lo esperaba el obispo Octavio Arrau.
Don Diego se inclinó y, después de besarle la esposa, lo saludó:
- Mi querido obispo, no sabe lo grato que es para mí poder visitarlo y conversar
con usted, aunque sea un rato breve.
- El placer es mío, don Diego, aunque no podría darle buenas nuevas.
- No se preocupe, monseñor, no se preocupe -lo interrumpió don Diego-. Conozco
mejor de lo que usted cree sus tribulaciones y estoy muy al tanto de las maquinaciones
que Rosaura, mi esposa, intentará en su contra; así es que no es necesario entrar en
mayores detalles.
- Gracias don Diego, me alivian sus palabras, pues yo estoy atado de pies y manos
por el secreto de la confesión. A pesar de ello, he rezado mucho por usted, mi querido
hacendado, pues me temo que salvo la noticia del embarazo de misia Rosaura, la forma
en que se presentan las cosas es difícil para usted.
- No se mortifique, mi querido obispo. Los errores que uno comete son solamente
culpa de uno y se deben afrontar. Pero al menos, voy a evitar nuevos daños, tanto a mi
familia, como a la Iglesia.
- Me alegro escucharlo, patroncito.
En ese momento la sirvienta trajo la bandeja con el té: tostadas, mermelada y una
tartaleta de damasco, después de servir se retiró. Don Diego esperó que cerrara la puerta
y continuó:
- Yo tengo muy claros mis principios y sé lo que debo hacer. Usted no se
preocupe, monseñor, que Rosaura esta vez no logrará dañarlo. Es muy importante lo que
usted ha hecho en esta diócesis y, más aun, lo que le resta por hacer. Usted sabe muy
bien que yo cuento con las herramientas para ayudarlo y sabe también que no lo hago
sólo por el aprecio que le tengo, sino por el amor que profeso a mi Iglesia.
- Gracias, don Diego... si tuviera diez feligreses como usted.
- Va a tener muchos más, mi querido obispo, la gente se carga a ganador -afirmó
don Diego- . Lo único que le pido es que se mantenga firme como una roca; no transe un
milímetro y continúe con el plan trazado para las monjitas, mire que la enseñanza de
nuestras mujeres es la base de la futura ig1esia.
- Lo tengo muy claro, don Diego, y usted me hace inmensamente feliz al
otorgarme su apoyo y aliento. No se preocupe, no voy a aflojar; ¡Ya va a ver dónde va a
ser asignado el curita Peña!
- Entre paréntesis, monseñor, me ha parecido muy bien el nuevo párroco de Santa
Elisa, el padre Andrés Ortúzar; tanto que dada la distancia que me separa de usted, le he
pedido que sea mi confesor.
- Perfecto, don Diego, perfecto. Por lo que lo conozco creo que puede ser amigo y
guía espiritual suyo. Es hombre de ideas claras y muy culto; le estoy tratando de abrir un
futuro importante. Por mí, no se preocupe; yo soy feliz mientras conservemos nuestra
amistad y usted siga aconsejándome en mis relaciones con esta difícil grey de Río Claro.
Es mucho lo que tenemos que hacer juntos, don Diego. No es por halagarlo, pero usted
es un católico íntegro y un hombre de fiar, como se encuentran pocos.
134
- No crea tanto, Monseñor: ¡Que lo intento, lo intento! pero como todo hombre,
caigo en el pecado, me levanto y vuelvo a empezar. Tengo temor a mi sensualidad,
especialmente en las nuevas condiciones que ha impuesto Rosaura a nuestras relaciones.
- Es difícil aconsejarlo, patroncito. Sé que usted es bastante rígido al respecto,
pero mi experiencia me enseña que es preferible liberar esas tensiones a dejar que se
acumulen y no creo que a usted le falten oportunidades.
- No, Monseñor, y perdone mi franqueza, pero considero esas soluciones una falta
de respeto a uno mismo y a la otra persona. Eso no quiere decir que yo juzgue a nadie
que siga ese camino, pero no es el mío.
- Ay, don Diego, es difícil, muy difícil. Como pastor, me veo en la obligación de
hacerle ver que su proximidad con mujeres buenas mozas casadas, como su cuñada, lo
ponen en peligro de pecados más graves que provocan un serio desquiciamiento social.
- No se preocupe, Monseñor. Yo quiero mucho a Elvira y sé que ella me aprecia,
pero ambos conocemos los límites que nos impone la moral.
- ¡Que Dios los ayude, don Diego,... que Dios los ayude!

Como lo tenían planeado, la mañana del miércoles, don Diego partió, a las seis de
la mañana, con don Emiliano Parot y dos de sus ayudantes, en el automóvil del
Tattersall, rumbo a la Hacienda las Bandurrias a revisar los lotes de vaquillas. El
camino, a pesar de que había llovido poco, se encontraba en condiciones deplorables,
por lo cual cubrir las diez leguas les tomó más de tres horas.
Cuando llegaron, las vaquillas ya estaban apartadas en doce lotes de ciento
veinticinco. Don Diego las recorrió, primero a caballo apartándolas una por una; luego
se desmontó y volvió a recorrer lentamente los lotes, tomando notas en una libreta.
Cuando terminó su revisión, pasado el mediodía, se reunió con Emiliano Parot y
comenzó a hacer sus observaciones, mientras los dos ayudantes escuchaban.
- La verdad, Emiliano, es que han traído ganado muy bueno. No se lo voy a
desmerecer para sacarle ventajas; pocas veces había visto mil quinientas vaquillas tan
parejas. Se nota que son de un sólo criador.
- Bueno, don Diego, está de por medio el prestigio de El Tattersal. Nosotros
pensamos que hay mucho campo que poblar todavía en Chile y Argentina debe ser
nuestro proveedor natural. Como usted sabe, hasta aquí las importaciones eran
realizadas, o por los propios agricultores, o por comerciantes de poca monta, y casi todas
las compras las efectuaban en Mendoza y Neuquén, que no son zonas de buen ganado.
Nosotros quisimos entrar con el pie derecho en este negocio y estamos comprando
donde se cría el mejor ganado de origen inglés puro, o sea, en las provincias de La
Pampa o Buenos Aires. De ahí llevamos el ganado por ferrocarril a la "Estancia La
Maravilla", que tenemos arrendada en el sur de la provincia de Mendoza, donde lo
preparamos para el arreo que hacemos por el paso "El Pehúen". En el cruce de la
cordillera, repostamos unos días las vaquillas en las majadas que rodean la Laguna del
Maule y, de ahí, las traemos hasta esta hacienda. Como usted ve, llegan en buenas
condiciones y, tal como observó acertadamente, son todas de una misma procedencia: de
135
la "Estancia Piedra de Agua", en Santa Rosa, perteneciente a don Ramón Santa Marina.
Este caballero tiene una masa de más de treinta mil cabezas Shorthorn. Los toros los
saca de su propia "Cabaña”68, donde usa solamente toros ingleses, y que es la que
siempre obtiene la mayor cantidad de premios en la "Exposición de Palermo".
- De la calidad no hay nada que discutir, Emiliano, así como tampoco de la
habilidad de su gente. Los lotes son todos buenos, sin embargo, han distribuido entre
veinte y veinticinco vaquillas ligeramente inferiores en cada uno. Yo entiendo que tienen
que vender todo el ganado, pero si yo estuviera en su caso, habría hecho lotes parejos y
de diferentes precios. Las vaquillas de menor calidad afean el lote completo y,
comparadas con las mejores... se ven peores de lo que son.
- No me va a creer, Don Diego, pero eso fue lo que yo argumenté. No obstante,
estos muchachos, que traen las últimas modas de Santiago, me convencieron de lo
contrario.
Los dos ayudantes, abochornados, miraban el suelo y se pateaban la punta de una
bota con la de la otra.
- Están equivocado, amigos -sermoneó don Diego-. Esa táctica resulta para
rematar ganado gordo... y no siempre; pero no para vender ganado de crianza de esta
calidad. Bueno, bueno, usted me conoce Emiliano, yo no soy de regateo: estoy dispuesto
a comprar doscientas vaquillas, que entiendo están palpadas y certificadas de preñez, al
precio que usted ha puesto; siempre que me limpien los lotes sacando las inferiores.
- Desde ya garantizamos que están preñadas, don Diego, pues las palpamos recién
hace quince días. Todas van a parir entre mediados de agosto y fines de octubre. En todo
caso, si alguna sale seca, se la remplazamos. Para ello, y con el fin de poder responder a
todos los compradores, vamos a dejar un lote de veinticinco vaquillas sin vender. Pero...
¿Mejorar los lotes que va a llevar y mantenerle el precio?
- Le conviene, Emiliano, le conviene -lo interrumpió don Diego Usted sabe que
siempre he trabajado con ustedes, al igual que mi padre. Estas vaquillas son la base de la
crianza que estableceré en Quillacahue y sabe muy bien que su firma va a vender los
novillos, las vaquillas de deshecho y las vacas viejas que se produzcan. Así es que, en el
fondo, está sembrando para el futuro.

Don Emiliano meditó unos instantes. Las vaquillas estaban en su precio justo y las
seleccionadas valían más, pero no podía perder un negocio así. Sabía que don Diego era
un vasco porfiado y buen negociador; no tenía alternativa, ya vería como explicaba su
decisión a la casa matriz.
- De acuerdo, don Diego, de acuerdo. ¡A usted no podemos decirle que no!
¿Quiere señalar los lotes y apartar las que no van?
- Los lotes son el seis y el once-indicó con seguridad don Diego- y, en cuanto a
sacar las inferiores,... eso se lo dejo a su mayordomo, que sabe muy bien cuáles son.
- Gracias por la confianza, patrón -le respondió el mayordomo.
68
Cabaña. Establecimiento de crianza de ganado fino de pedigree.
136
El gerente pensaba en la astucia de don Diego. Si el hacendado hubiera apartado,
el mayordomo habría intentado dejar en el lote algunas de las inferiores, dificultándole la
labor; en cambio, ahora el pobre hombre se sentiría responsable de dejar sólo las
mejores, pues don Diego había confiado en él. Olvidando el episodio, don Emiliano se
dirigió a don Diego:
- Con ese ojo para el ganado, no me cabe duda que le va a ir muy bien. Tal como
usted apreció, sin lugar a dudas, los mejores lotes son el seis y el once. ¿Qué le parece
don Diego, si mientras apartan el ganado nos refrescamos en “Las Casas” donde nos
esperan a almorzar?
Después de una reponedora cazuela y dos tazas de café cargado, regresaron a los
corrales. Tal como había imaginado don Diego, el mayordomo y su gente habían
limpiado muy bien los lotes.
- Bien, Emiliano, sólo nos falta marcar. Yo vendría personalmente con mi gente a
llevármelas por arreo, en unos diez a quince días más, una vez que regrese de Santiago.
- Como le parezca, don Diego. Nosotros también podríamos mandárselas a
Quillacahue. Como usted apreció, nuestra gente está acostumbrada a traslados mucho
más largos y, además, eso hace extensiva la garantía de preñez hasta su hacienda.
- Sabe, Emiliano, me ha dado una buena idea. Mándemelos con su gente y dos
días antes, enviaré acá a mi mayordomo de ganado y a un capataz. Así les servirá de
aprendizaje. Yo le aviso con anterioridad. En el intertanto, habían encendido el fuego
para calentar la marca de don Diego. Ésta había sido de su padre, era inconfundible y
consistía en un cuadro con una cruz superpuesta, cuyas puntas sobresalían del mismo.
Además de su originalidad, se apreciaba de lejos y no planchaba69.
Ya de regreso a la oficina de la firma en Río Claro, quedaron de acuerdo en ir el
lunes en tren a Curicó para seleccionar los toros en el criadero Agua Buena. El Tattersall
avisaría para que los esperaran en la estación.

Don Diego llegó cansado a su casa tras el largo día y, después de saludar con un
beso a Elvira y a Dieguito que salieron a recibirlo, se dirigió al dormitorio de Rosaura.
- Buenas noches, Rosaura, ¿Cómo ha pasado el día?
- Bastante mal, Diego, bastante mal. Las náuseas no me han dejado tranquila -se
quejó doña Rosaura, mientras se acomodaba en los almohadones-… A usted se le ve
bastante sucio, si hasta el pelo lo tiene gris de polvo.
- Si, Rosaura. Como, usted sabe, estuve todo el día seleccionando las vaquillas en
la hacienda “Las Bandurrias”. Sólo pasé a saludarla, pues me voy a dar un buen baño y a
cambiarme de ropa.
- Vaya que falta le hace. Después de cenar, pase a verme, porque tengo que
conversar con usted.
69
Se dice planchar cuando la marca, en vez de quemar los pelos en forma tal que el dibujo quede
nítido, quema como si fuera una plancha caliente dejando una mancha ilegible.
137
En la comida, Elvira, don Jaime y Dieguito escucharon fascinados, los
pormenores del viaje de don Diego a la hacienda Las Bandurrias y su ponderación
acerca de las vaquillas que había comprado. Era el comienzo de la crianza en
Quillacahue, rubro al cual don Diego le asignaba un gran futuro. El hacendado se
mostraba entusiasmado, tanto por el inicio de su plantel, como por la calidad del ganado
recién adquirido. Después de tomar el café y despedirse de sus cuñados y su hijo, se
dirigió al dormitorio de doña Rosaura. Ella lo estaba esperando, acomodada en sus
almohadones.
- Pase, Diego, acerque una silla y póngase cómodo.
- Gracias Rosaura. Sabe hija en vista de que sus malestares persisten, he estado
pensando en pasar mañana a conversar con el doctor Norambuena, para consultarle con
qué puede aliviar sus molestias y pedirle que la venga a ver más seguido.
- Bueno sería, Diego, que usted conversara con él, aunque por lo que me ha dicho,
no hay nada que hacer; sólo recuperaré mi salud después del alumbramiento. En cuanto
a las visitas, el viene al menos dos veces por semana y no creo que sea necesario más,
por el momento.
- Déjeme hablar con él, Rosaura, y ahí veremos -le respondió don Diego,
haciendo un movimiento en la silla como para levantarse-.
- No se retire, Diego -intervino de inmediato doña Rosaura Supe que había estado
de visita donde ¡Ese obispo! espero se haya convencido de mis razones.
- Efectivamente, Rosaura. Tal como le prometí, primero hablé con gente de plena
confianza mía y después tuve una larga charla con el obispo. Estoy más convencido que
nunca de que lo está haciendo muy bien. Tanto sacar al padre Peña de asesor del
convento, como el inminente cambio de la madre superiora me parecen medidas muy
acertadas.
- Diego, ¿No se da cuenta que ese hombre está minando los cimientos de la
Iglesia católica en Río Claro? Y usted, mi esposo, lo apoya en la destrucción de nuestros
principios, tan bien interpretados por la madre superiora Sor Dolores. Ella apoyada en
ese santo varón que es monseñor Francisco Peña, ha sabido mantener la línea de sus
antecesoras, quienes en su tiempo, fueron las forjadoras de las virtudes de las señoras de
nuestra sociedad. Y, más aún...
-Rosaura -la interrumpió don Diego- usted sabe que yo no quiero causarle
molestias en su estado. Ya quedamos claros en que cada uno viviría su religión de
acuerdo a sus dictados; que yo llevaría las relaciones de nuestra familia con Iglesia y la
sociedad de Río Claro; y que usted no haría nada en contra de nuestro obispo. Creo, por
lo tanto, que el tema no da para más.
- Bien Diego, lamento su determinación. Eso sí, debo advertirle, por última vez,
que está cometiendo un grave error. Pero... como esposa, acato su autoridad. Ahora, si a
usted no le importa, desearía dormir.
Don Diego se paró y, acercándose a su esposa, le dio un beso en la frente:
- Que descanse con Dios, Rosaura.
- Igual usted, Diego.
Doña Rosaura se quedó un rato meditando en lo importante que era que don
138
Diego creyera en su acatamiento. Se quedó dormida, pensando en lo sigilosa que tendría
que ser en los próximos movimientos y lo adecuado que era estar en cama,
aparentemente fuera de circulación.
El jueves en la mañana, don Diego se dedicó a trabajar en su escritorio y a la una,
se dirigió a almorzar con sus amigos del Club Social, con quienes departió hasta bien
entrada la tarde. El tema dominante era la reciente creación de la provincia de
Magallanes, donde los ingleses habían comprado grandes extensiones de tierra para
formar estancias ovejeras, tal como antes lo hicieran algunos españoles, por ejemplo, los
Campos y los Menéndez. Era el sentir general que la expansión de la ganadería ovina
haría prosperar rápidamente esa zona, ante la gran demanda mundial de lana. Se hablaba
de un fuerte movimiento migratorio de familias jóvenes que querían participar en las
periódicas subastas de terrenos fiscales, para establecerse en esa austral zona.
Don Diego comentó que creía muy bueno poblar rápidamente esos promisorios
territorios, pues si no, a la larga, los perderíamos frente a Argentina. También que por lo
que había visto en el norte de Europa, las condiciones climáticas no impedían criar
ganado vacuno ya adaptado a climas similares, como la raza Hereford. Al llegar a este
punto, todos sus amigos le consultaron por su compra de vaquillas al Tattersall, noticia
que había convulsionado el ambiente rioclarence.
- Soy un convencido, mis amigos, que parte importante del futuro de nuestra zona
se encuentra en la ganadería. Este ganado Shorthorn, o Durham, como se suele llamar
aquí y en Argentina, reúne grandes condiciones, por el hecho de ser de doble propósito.
Produce un novillo grande, pesado y de carne muy sabrosa, gracias a que gran parte de
la grasa está infiltrada en los músculos y no rodeándoles, como en el animal criollo. Se
logra así una carne más tierna y de mejor sabor. A su vez, la vaca, aunque se ordeñe con
ternero, da una leche muy gruesa, con más de cuatro y medio por ciento de grasa, lo cual
la hace apta para la producción de mantequilla y queso.
A la hora del café, todos mencionaron su ingreso al directorio del Banco del
Maule como un hecho y le plantearon la posibilidad de su candidatura a diputado. Con
mucha claridad, don Diego les explicó que, si se lo ofrecían, aceptaría el cargo de
director del banco, pero que su trabajo en Quillacahue era incompatible con una
diputación, que lo mantendría ocupado la mayor parte del tiempo en Santiago.
Cuando ya se retiraban del club, don Martín Osorio, presidente del mismo,
después de tomar su bastón y calarse el sombrero, lo tomó del brazo.
- Acompáñeme a caminar un rato por la plaza, don Diego; a mi edad, es necesario
hacer un poco de ejercicio después de las comidas.
- Encantado, don Martín, usted sabe que siempre he disfrutado de su compañía y
de sus sabios consejos.
Don Diego apreciaba mucho a Don Martín. Era un abogado prácticamente
retirado, pero que a sus sesenta años se conservaba muy bien y absolutamente lúcido. Su
cultura e interés por los asuntos públicos lo habían convertido en el imperceptible
conductor de la sociedad rioclarence.
- Siempre usted tan amable, don Diego. Tengo que volver a agradecerle la grata
cacería que disfrutamos en su campo.
139
- No tiene nada que agradecer, don Martín. En Quillacahue tiene su casa y
siempre será bien recibido.
- Gracias don Diego- pero no lo voy a distraer más e iré directo al grano. Por
Benjamín Urrejola, sé que mañana se le ofrecerá el cargo de director del banco.
Acéptelo, es un buen acuerdo, tanto para el banco, como para usted mismo. Al banco
aportará usted su reconocido buen criterio y sus conocimientos, no muy frecuentes por
estos lados. A su vez, podrá estar enterado de lo que sucede en estas provincias y
conocer de negocios nuevos. Además, como usted sabe, el banco ha financiado
numerosas operaciones especulativas de acciones. Su suegro, que al igual que yo es
director, me ha comentado con preocupación, las aprehensiones que usted tiene frente a
lo que está sucediendo. Después de que me relató en detalle su manera de pensar, caí en
la cuenta de que su racionamiento es bastante lógico . Ojalá se equivoque, pero, si no es
así, el banco va a pasar momentos difíciles y su presencia puede ser crucial.
- Si usted y la mayoría de los accionistas me lo piden, don Martín -interrumpió
don Diego- los acompañaré. Usted sabe, pues lo hemos conversado muchas veces, que
estoy muy interesado en el desarrollo de nuestra zona y el banco es una palanca
fundamental de desarrollo.
- Me alegra escucharlo, don Diego- le dijo cariñosamente el presidente del Club
Social, mientras se sentaba en un escaño de la plaza y le indicaba a don Diego que lo
hiciera a su lado. Me alegro muchísimo, porque sus palabras facilitan plantearle mi
verdadera inquietud.
- Adelante, don Martín- lo alentó don Diego.
- Bien, don Diego. Si usted acepta el cargo del banco, va a tener que venir
quincenalmente a Río Claro y me gustaría mucho aprovechar esa coyuntura para que
asumiera el cargo de vicepresidente del club. Usted, al igual que su padre, siempre ha
entendido lo importante que es este pequeño centro de cultura y debate de ideas. Nuestra
gente es gente buena, pero en general, muy inculta y sus intereses son muy locales; sin
embargo, están ávidos de conocer algo más del mundo. A su vez, sea o no justo, este
pequeño círculo, dada la posición de sus socios, influye en el futuro de una vasta región
y, en alguna medida, del país.
Don Martín, que se veía de bastante más edad que sus años, se quedó pensativo y
prosiguió:
- No veo claro el futuro, don Diego; lbañez, de hecho, es un dictador y por ello no
creo que el próximo parlamento tenga ninguna importancia. ¡Si no la tiene el actual! No
habría sacado nada usted con sacrificarse por un cargo de diputado. Creo que, en estas
circunstancias, su presencia en el club puede ser trascendente. Por ello, don Diego, como
ahora va a tener que estar más tiempo en nuestra ciudad por sus nuevas obligaciones en
el banco, me he permitido plantearle esta inquietud. Yo estoy viejo y mi salud, como
usted habrá apreciado, quebrantada, y deseo tener la tranquilidad de saber que el día de
mañana, en el club quedará en buenas manos.
Don Diego no dudó un instante, pues sabía lo cierto de las palabras de su amigo
Martín.
- ¡Cuente conmigo Martín, cuente conmigo!
140
- No sabe la tranquilidad que me confiere su decisión. Se lo agradezco a nombre
de club... y de la zona.

El viernes por la mañana llamó al doctor Horacio Norambuena y acordaron verse


en su consulta antes que don Diego fuera al banco.
El doctor, que apreciaba mucho a don Diego, lo recibió efusivamente:
- Qué gusto verlo por aquí, don Diego -acercándose al hacendado, lo abrazó
efusivamente-. ¡Lo felicito, amigo mío! Era hora de que aumentara la familia.
- Gracias, Horacio, gracias. Sé que Rosaura está en buenas manos y me permití
molestarlo para inquirir algunos detalles de su estado.
- Bueno, don Diego, creo gozar de su amistad y aprecio, así es que le hablaré con
toda sinceridad -titubeó el médico-. espero que no lo tome como una ofensa hacia su
esposa.
- Hable con confianza, Horacio. Usted como su médico y yo como su marido
conocemos el complejo carácter de mi esposa y por eso vine, para saber como va en
realidad ese embarazo.
- Bien, don Diego. Su esposa se encuentra en espléndidas condiciones, igual que
en los dos embarazos anteriores. Todo está bien; la presión arterial, que es algo que
siempre me preocupa, se ha mantenido inalterada y no se vislumbra ningún problema. Si
ella quisiera, podría hacer una vida normal. Ahora, como usted bien sabe, ciertos
caracteres son capaces de somatizar sus estados psíquicos; en este caso, una pequeña
neurosis y un afán de recibir atención. De ahí que sus molestias, náuseas y otras, sin
tener ninguna base fisiológica, puedan ser parcialmente reales.
El doctor meditó un momento y prosiguió:
- Frente a eso querido amigo, y en beneficio de todo el proceso y de la criatura,
opino que se debe evitar contradecirla, con lo cual aseguramos un embarazo normal.
Voy a intentar que dentro del reposo que ella siente necesitar, camine un poco, para
evitar cualquier riesgo de embolia y, en las últimas semanas, asegurar una posición fetal
normal. Si la contradijésemos, ahí si que podríamos tener problemas. El poder de la
mente sobre el cuerpo es muy fuerte, don Diego.
- No es necesario que me diga más, mi querido doctor,... comprendo
perfectamente. Sólo me cabe agradecer a Dios porque esté en sus manos, pues usted
sabe manejarla muy bien. Me gustaría, eso sí, volver a verlo de vez en cuando, para
seguir la evolución del embarazo.
- Por supuesto, don Diego, por supuesto... Para eso estamos.

Como todo banco que se precie, el Banco del Maule contaba con regias
dependencias para el presidente y los directores, así como con un lujoso comedor
antecedido por un saloncito para servir los aperitivos, bajativos y entremeses. Durante el
transcurso del opíparo almuerzo, en el cual se encontraba presente el directorio en pleno,
don Benjamín Urrejola, presidente del mismo, condujo hábilmente la conversación, sin
141
mencionar el tema de fondo. Recién cuando pasaron al salón a servirse café y coñac, don
Benjamín tomó solemnemente la palabra:
- Además del deseo de disfrutar del placer de su compañía, don Diego, esta
reunión que ha resultado tan grata, tiene un objetivo específico.
Don Benjamín se alzó de su sillón y, poniendo cada pulgar en los bolsillos
correspondientes de su chaleco, carraspeó y prosiguió.
- Es un honor para mí, en mi condición de presidente del directorio de este banco
e interpretando la voluntad de todos los directores en ejercicio, aquí presentes y que
representan el ochenta y cinco por ciento de las acciones emitidas, ofrecerle a usted, don
Diego González, el cargo de director de esta institución cargo que está vacante por el
lamentable fallecimiento de don Eduardo de la Cruz. Si usted acepta, el directorio, como
le ratificará posteriormente el señor Fiscal, está facultado para llenar la vacante por el
período que le restaba al director fallecido; es decir hasta la junta general de febrero del
próximo año. De más está decirle que existe el compromiso de reelegirlo en esa fecha,
como corresponde.
Don Benjamín tomó un pequeño descanso y prosiguió:
- Mi estimado Diego creo mi deber manifestarle que en raras ocasiones se produce
un acuerdo unánime como éste; lo cual demuestra el interés que tenemos por contar con
usted, que de aceptar, honrará con sus cualidades este directorio.
Don Diego, siguiendo el mismo ceremonial, expresó su satisfacción por el
ofrecimiento, manifestó que lo aceptaba con humildad y gratitud y que haría lo posible,
dentro de sus capacidades, por colaborar activamente, también resaltó la importancia que
para él tendría el banco en el desarrollo de la zona.
En un aparte, don Diego se acercó a su suegro:
- Antonio, por Rosaura y Elvira he sabido de la salud de Rosa Ester. Espero, si
usted lo considera prudente, visitarla mañana sábado en la tarde, pero antes me gustaría
contar con su compañía. Si no tiene otro compromiso lo espero a comer esta noche.
- Gracias Diego iré encantado. Rosa Ester sigue igual, pero estoy cierto estará
contenta de que usted la visite... y me alegró mucho que haya aceptado este cargo. Nos
vemos a la hora de comer.
Después de que se retiraron los directores, don Benjamín hizo pasar a don Diego a
su despacho y pidió más café. Don Diego se anticipó al presidente del banco y le dijo:
Benjamín sé que en buena medida, este nombramiento es obra suya. Se lo
agradezco y, como ya manifesté, trataré de cooperar en lo que pueda.
Lo cual es mucho, Diego. Usted reúne tres condiciones que nos hacen mucha
falta: buen criterio, conocimientos sólidos de economía y finanzas y buena información.
Los tiempos no son fáciles Diego, y si su pensamiento respecto de las especulaciones
bursátiles, que he conocido por su suegro y por Martín Osorio, resulta cierto, tendremos
momentos muy duros. -Don Benjamín se acercó a su escritorio y cogió una carpeta que
luego agitó en el aire-.
- Hemos financiado muchas operaciones de compras de acciones; es cierto que
tenemos garantías adicionales,... pero al ser los deudores gentes relacionadas al banco, si
algo llegara a pasar, el ejecutar esas garantías va ser muy doloroso.
142
- Lo tengo muy claro, Benjamín desgraciadamente cada día estoy más convencido
que esta alza ininterrumpida de las acciones, tanto extranjeras como chilenas no puede
continuar;... comenzando por las primeras. Y usted sabe muy bien que en esos casos se
produce una bola de nieve. Ante las primeras bajas, los inversionistas se asustan y salen
todos a vender, lo cual empeora la situación y puede llevar el mercado, en esas nuevas
circunstancias, a precios inferiores de los que deberían ser. Ojalá me equivoque,
Benjamín.... ojalá me equivoque.

De regreso a su casa, don Diego fue informado por Angélica, la dueña de casa,
que su patrona doña Rosaura, se encontraba durmiendo. Pidió un café y se retiró al
escritorio. Al poco rato, después de un ligero golpe en la puerta, entro su cuñada Elvira.
- Buenas tardes Diego, estaba esperando su regreso -se acercó a su cuñado, que se
había levantado de su asiento, y le dio un suave beso en la mejilla-, y cuénteme cómo le
fue con el doctor y también en el banco.
- Buenas tardes, mi querida Elvira, sentémonos acá -señaló dos sillones frente a
su escritorio- ¿Desea acompañarme con un café?
- No Diego, muchas gracias.
- Bueno Elvira, tal como nosotros dos sabíamos, el embarazo es absolutamente
normal y todas las molestias de Rosaura surgen de su mente y son parte de su forma,
entre consciente e inconsciente, de atraer la atención. Como usted sabe, el poder de la
mente es muy fuerte y ella, por decirlo así, logra sentirse realmente mal. Lo mismo
sucedió cuando esperaba a Dieguito... y después a Andresito, como usted recodará.
- Por supuesto, mi querido cuñado, no es como para olvidarlo. Sufrió tanto que
después de la muerte de Andresito, tomó la decisión de no tener más familia.
- Así es Elvira. Han pasado más de nueve años desde ese embarazo. Y no me cabe
duda alguna que este será peor y, por supuesto, el último.
- No se queje, Diego, no se queje. Tiene la suerte de tener a Dieguito y ésta que
viene va a ser la niñita que usted tanto anhela.
- En realidad, Elvira, tiene toda la razón. Y perdone, usted que tiene todas las
condiciones para criar hijos, no ha podido... por los problemas de salud de Jaime.
- La verdad, Diego, es que Jaime no tiene ningún problema, al menos de salud;
supe que tiene un huachito con una dependienta de la notaría.
- Lo sabía, Elvira, lo sabía; mas tenía la esperanza de que no usted no se enterara.
- No se preocupe, cuñado. Nada puede importarme menos. Calza perfecto con su
manera de ser. Jaime, en su inmensa comodidad y egoísmo, no quiere ser padre de
verdad. Respecto de esa pobre mujer, basta con darle unos pesos al mes y no hay más
responsabilidad, pues jamás lo va a reconocer legalmente.
Doña Elvira se alzó y, con la vista puesta en el infinito, miró por la ventana que
daba al patio interior. Luego se volvió y clavó su mirada en los ojos de don Diego.
- Además, mi querido cuñado, si tuviera una familia propia no podría ocuparme de
Rosaura, ni de Dieguito, ni de su próxima hija. Tampoco podría cuidarlo, dentro de mis
limitaciones, a usted que ¿Para qué se lo voy a ocultar a estas alturas?, es quién más me
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importa. Respecto al nombre de la niña,... ¿Se da cuenta que ya hablamos de la niña
como si tuviésemos la certeza de que va a serio?

Confesiones dolorosas

Se produjo un largo silencio. Afuera caía el otoñal atardecer que inundaba el


sobrio escritorio con haces de luz dorado ámbar, suavemente cálido. Ese amable
colorido se hacía cómplice del estado de ánimo de la pareja, tras las palabras de Elvira.
Transcurrió un largo rato antes que don Diego rompiera el silencio:
-Acepté el cargo en el directorio del banco, Elvira.
-Me alegro, Diego respondió ella -saliendo de su ausente estado-. Me parece un
reconocimiento a su capacidad y, mirado desde un punto de vista egoísta, me da
tranquilidad que usted esté ahí. No sé si influenciada o no por sus presentimientos, temo
que mi padre va a tener problemas con sus especulaciones en acciones. Usted sabe que
él mantiene una actitud distante conmigo. Me rehuye, porque no concuerdo ni con su
manera de pensar, ni con su manera de actuar; en cambio se entiende a las mil
maravillas con Rosaura, su alma gemela. No obstante, yo lo quiero tal como es, con sus
defectos y virtudes, y comprendo nuestras diferencias. Ahora, mi querido Diego, si
tomamos en cuenta lo orgulloso que es y el hecho de estar acostumbrado a tenerlo todo
sin mucho esfuerzo, un traspiés como el que puede producirse, lo derrumbaría. Además,
para mi madre, con su salud quebrantada sería el golpe final. Ella, sumisa como es, lo
idolatra; no podría verlo caído.
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- Usted sabe bien, Elvira, el cariño y aprecio que le tengo a Antonio, aun cuando
pensemos en forma muy diferente. Si algo sucede, como yo temo, tenga la certeza que lo
ayudaré hasta donde me sea posible.
- Lo sé, Diego, lo sé.
A propósito, él viene hoy a cenar y, al llegar, me olvidé de comunicárselo a
Angélica.
- No se preocupe, Diego; yo me hago cargo.
- Gracias, Elvira. Y, en cuanto a su madre, mañana que es sábado voy a ir a
visitarla.
- Me alegro, Diego; ella lo tiene en muy alta estima y va a estar muy contenta.
En el momento que Elvira se retiraba del escritorio, apareció Angélica para
comunicarle a don Diego que la señora había pedido su té y requería su compañía.
Al entrar el hacendado al cuarto de su esposa, ésta se encontraba semisentada,
apoyada en unos grandes almohadones, con la bandeja del té en el regazo. Don Diego se
acercó, e inclinándose le besó la frente:
- ¿Cómo se siente, Rosaura? Cuando llegué, hace un rato, supe que usted dormía-,
por eso no vine a saludarla.
- ¿Cómo quiere que me sienta? Esto es un suplicio, Diego, como usted bien lo
sabe. Trato de dormir, para descansar un poco, pero las náuseas me lo impiden. Pero
bueno, es el deseo de Dios. Y... respecto de lo mismo, ¿Cómo le fue a usted con el
doctor?
- Bien, Rosaura. Tuvimos una larga charla. El cree que no van a presentarse
problemas mayores, salvo estas molestias similares a las del embarazo de Dieguito.
- ¡Estas molestias! Como se ve lo poco que le preocupa mi condición. ¡Esto es un
martirio, Diego, un martirio! Lo hago sólo por mi amor conyugal; amor que usted no
sabe corresponder, en cambio me lleva la contra en todo lo que es importante para mí.
- ¡Ay, Rosaura! No empecemos con esas disquisiciones que yo creía ya resueltas.
- Perdone usted, Diego, tiene razón. Yo acataré su voluntad, pero reconozca que
no es fácil, tratándose de asuntos que tanto me inquietan.
Doña Rosaura se alzó, pasándole la bandeja a su marido, quién la depositó en una
mesita lateral.
- Bueno, Diego, he sabido por mi padre, quien pasó a tomar un café conmigo, que
al menos usted se integrará más al Club Social y aceptará ese nombramiento en el
directorio del Banco del Maule. Así cumple, en parte, con sus obligaciones hacia mi
sociedad y, poco a poco se va integrando a ella. No era bueno que después de tantos
años de casado conmigo, siguiera siendo un afuerino, casi un extranjero.
Don Diego la miró resignado, y resolvió que era mejor ceder el punto y no iniciar
otra discusión.
- Efectivamente, Rosaura, conversé largo con Martín Osorio y voy a secundarlo
en la conducción del club. Igualmente acepté el cargo de director del banco. A
propósito, invité a su padre a cenar hoy día y mañana voy a ir a visitar a Rosa Ester.
- Me alegro que las relaciones con mi padre se vayan normalizando, Diego. Él es
un hombre del cual usted puede aprender mucho y que le puede guiar en sus nuevas
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responsabilidades.
Doña Rosaura suspiró con condescendencia y prosiguió:
- Me parece bien que visite a mi madre, a pesar que ella no ha sido capaz de
preocuparse de mí en este difícil trance...
- Rosaura, por favor -don Diego no se contuvo-, su madre está muy grave.
- No tanto, Diego, no tanto. Siempre ha sido delicada de salud, como
consecuencia de su falta de personalidad, lo que le provoca una neurosis aguda al verse
disminuida frente a mi padre. Bueno, como usted sabe, todo proviene de su origen muy
inferior al de mi padre.
Don Diego, viendo que no podía soportar esta absurda conversación en que su
esposa tergiversaba todo, prefirió no proseguir.

Al día siguiente, sábado, doña Rosa Ester enterada de la visita de su yerno, se


había levantado de su lecho de enferma con gran esfuerzo y lo esperaba para tomar el té
en su saloncito privado.
Al entrar, don Diego se impactó por el color cetrino, casi transparente de la piel de
su suegra y la opacidad de su mirada. Tuvo que hacer un esfuerzo para que su expresión
no reflejara su asombro. Ese rostro que había sido famoso por su belleza y por el brillo
vivaz de sus ojos celestes, se estaba desvaneciendo rápidamente. Parecía que la vida se
escapara por sus poros.
- ¿Cómo se encuentra la dama más bella de esta comarca? -le preguntó, sonriente,
mientras le daba un beso en cada mejilla- .
- ¡Hay, Diego! Usted tan zalamero y galante como siempre. El espejo no miente,
yerno querido. Poco va quedando de esa belleza que ¿Por qué voy a negarlo? hizo fama
en esta región.
- ¿Cómo que hizo fama? No hable en pasado, Rosa Ester. Ya se repondrá de estos
trastornos pasajeros e iluminará, como siempre lo ha hecho, todas las fiestas y reuniones
sociales de Río Claro.
- No, Diego, ya no. Siempre tuve presente que en la vida todo pasa.... pero
realmente, no pensé que tan rápido. Me estoy muriendo, Diego, lenta pero
inexorablemente.
- No diga tal cosa, Rosa Ester. Menos ahora que va a tener nuevas obligaciones,
con una nieta en camino.
- Podrá creer Diego, que desde que supe del embarazo de Rosaura el pensar en esa
nieta que no conoceré, es lo que más me desvela. Estoy cierta al igual que usted, que
será mujercita y ¡Ay!,... Rosaura no sabrá criar, ni menos educar, a una hija. Si a
Dieguito, que es un orgullo de varoncito sólo sabe atormentarlo, imagínese con una hija.
Presiento que esa mujercita va a ser determinante en el futuro de nuestra familia y muy
importante en su vida, Diego. Por fin tendrá el cariño que Rosaura no ha sabido darle.
- Lo sé bien, Rosa Ester, lo sé bien. Por eso agradezco a Dios que usted sea su
abuela; yo confío plenamente en los cuidados y enseñanzas suyos. Cuando nazca la
niña, usted ya estará repuesta.
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- No, Diego, no me engañe, ni se engañe usted. Reconozco que le haré mucha
falta a mi nieta. Pensé que al verme enfrentada a un desafío tan importante como éste,
mi espíritu reaccionaría y sería capaz de insuflar vida a mi cansado y deteriorado cuerpo
-Miró a su yerno y sus ojos lograron encenderse tenuemente con un dejo de tristeza- .
Pero no, Diego, éste no es uno de mis acostumbrados achaques. Usted sabe que así
como soy fuerte de espíritu, soy físicamente frágil. Desde siempre he sido delicada de
salud, pero esta enfermedad es otra cosa. Me queda muy poco tiempo ¡Muy poco
tiempo! Ya estaba resignada a la muerte, hijo mío. Me llega un poco temprano, pero no
me importaba. Había cumplido mi cometido en esta tierra -se quedó pensando, ausente,
un largo rato-. Amé y acompañé a mi esposo, a pesar de sus muchas fallas; muy
especialmente las humillaciones innecesarias que me infligió con su vida licenciosa,
mientras yo lo deseaba para mí sola. Pero no fue culpa de él, le enseñaron tantas
estupideces. Si hubiera sabido cuánto mi cuerpo, que era admirado con lascivia por
tantos varones, lo deseaba a él, el pobre se habría escandalizado y seguramente habría
despreciado. ¡Y él, convencido de que ir a satisfacerse a esos lenocinios era una señal de
respeto hacia mí!
Don Diego trataba de ocultar su asombro ante esta revelación de algo que él en
algún momento, había intuido y luego desechado, al escuchar las cantinelas de Rosaura.
- Bueno -prosiguió Rosa Ester-, Antonio lo hacía de buena fe. ¡Por Dios, Diego,
tantas cosas de las cuales tenemos que hablar… y tan poco tiempo que me queda!
- No hable así, Rosa Ester.
Ella parecía no escucharle, con la mirada característica de quienes ya traspasaron
la barrera del bien y el mal.
- Parece que fuera ayer cuando lo vi por primera vez en esta casa. Recuerdo cada
instante de esa tarde y palabra por palabra lo que se habló. Lo que más me impresionó
de usted, Diego, fue lo transparente de su personalidad; como decía mi padre, un hombre
de buena madera, sin nudos ni dobleces. Con usted no hay donde equivocarse. Por eso
nos hemos entendido tan bien y deseo cargarlo con las responsabilidades que yo ya no
podré cumplir.
- Nos hemos comprendido siempre, Rosa Ester, porque aunque pocos lo perciben,
pensamos en forma similar. Yo le tengo mucho cariño que, creo, es recíproco.
Ella le respondió:
- Por supuesto, hombre, si yo lo quiero mucho... No se imagina cómo lamenté que
Elvira no estuviera ese día en casa. Había viajado a La Serena a visitar a su hermano.
Elvira era la mujer para usted; sin embargo, entiendo que Rosaura lo haya deslumbrado.
Comprendo también que a su edad, usted cometiera el error de creer que podía
dominarla; fue un desafió a su carácter vasco -suspiró hondamente y lo miró
directamente a los ojos- . Ha pagado caro su error. Yo, que en cierta medida he sido su
apoyo, no voy a estar. Confíe en Elvira; ella lo va a ayudar con su hijita y, si usted se lo
permite, puede llevar más felicidad a su vida de lo que usted cree. Es cierto que
debemos ganarnos la otra vida, pero no olvide que ésa es eterna; ésta es una sola... y más
breve de lo que imaginamos. Yo, desde la otra vida, velaré por todos ustedes.
Don Diego comprendió que Rosa Ester, con su aguda percepción, tenía la
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situación familiar muy clara; quizás demasiado clara. ¡Qué equivocada estaba Rosaura
en la apreciación de su madre!; como en otras tantas cosas.
- Prefiero, mi querida Rosa Ester, que por ahora nos siga ayudando en este
mundo.
- Es muy tarde, Diego... ¡Demasiado tarde! Antes de enterarme del embarazo, lo
único que quería era dejar de sufrir, los dolores son atroces, mi querido yerno, y pasar
luego a la otra vida. No temo enfrentar el juicio divino, quizás porque tengo un concepto
menos rígido y menos hipócrita, que el de esta enferma sociedad provinciana; tan casta
por fuera y tan pecadora por dentro. Sé que he pecado, pero creo que ya gran parte de
mis culpas las pagué en vida.
- Rosa Ester, ¿Qué pecados puede haber cometido usted? Usted, que ha destinado
toda su vida a servir a quienes quiere y honrar las enseñanzas de nuestra santa madre
Iglesia.
- Se equivoca, Diego, se equivoca.
Se acomodó en su silla de Viena y todo su ser se iluminó con una encantadora y
femenina picardía; la vida volvió en plenitud a sus ojos.
- Lo que va escuchar, Diego, nunca lo ha sabido nadie, fuera de mi confesor. Se lo
relato prácticamente en “artículo mortis”, no por un afán de solicitar su comprensión,
pues sé que usted, en estas materias, es más rígido que yo, sino porque creo le puede ser
útil a usted ¡A usted que a veces altera las prioridades, mi querido yerno!
Don Diego se quedó estupefacto, pues intuyó lo que venía, sabía que introduciría
un nuevo motivo de mortificación en su vida. Rosa Ester prosiguió:
- Sí, Diego, en sus ojos veo el temor a la verdad.... pero es cierto, querido yerno.
¡Conocí el amor! El amor pleno, loco, desenfrenado; el único tipo de amor que justifica
el ser mujer. Ahora, al final de mis días veo que ese amor, que sólo duró dos cortos
años, es el acto humano que dio verdadero sentido a mi existencia. Hay muchos otros
hechos importantes, pero ninguno como ése. ¡Ni siquiera el nacimiento de mis tres hijos!
ni todo el cariño que le he profesado a Antonio. Piense en lo que le dice una mujer que
lo quiere mucho. Le parecerá curioso que sea yo quien se lo aconseje, pero no cometa el
error que yo casi cometí. Si se priva del amor pleno, todos los demás actos de su vida
perderán sentido y se percatará de ello cuando esté en mi lugar, cara a cara con la
muerte.
Don Diego estaba estupefacto. Las palabras de esa mujer que, joven aún,
enfrentaba a la muerte, le planteaban brutalmente, lo que sería el dilema de su vida...
Doña Rosa Ester hizo sonar una campanilla de plata que tenía en una mesita de
arrimo. A los pocos minutos apareció la dueña de casa, acompañada de dos chinas,
trayendo las bandejas con el té, una tartaleta rellena con frutas y toda clase de panecillos
y dulces chilenos.
Y ahora, vamos a los encargos.
Don Diego que estaba impresionado por lo escuchado, se conmovió, aún más, al
ver la fortaleza de esa gran dama.
- Lo que usted disponga son órdenes para mí, Rosa Ester.
- Primero Antonio, mi querido yerno. Antonio es, esencialmente, un ser débil. La
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vida se le ha dado fácil,… hasta ahora. Su afán especulativo, que no va ni con su
tradición familiar, ni con su personalidad, no puede terminar bien. Yo no entiendo del
asunto, pero sí sé que si sigue ganando plata fácil, será su perdición. Antonio no está
acostumbrado a disponer de sumas importantes de dinero y tiene una tendencia muy
fuerte al juego y la vida disipada. Por ello, el éxito puede ser su ruina. Por el otro lado, si
usted tiene razón respecto al futuro de esta aventura, va a perder todo y, ¡Eso!, Antonio
no es capaz de soportarlo.
- Rosa Ester, mientras yo viva, suceda lo que suceda, a Antonio jamás le faltará
nada.
- Lo sabía Diego lo sabía, pero necesitaba escucharlo de su boca. Sus palabras me
tranquilizan. Ahora hablemos de Rosaura, su cruz. Me percato de que usted ya ha
llegado a la conclusión correcta; no puede cambiar su forma de ser. Mi pobre hija es
demasiado engreída y confiada en sí misma. El hecho de que esta sociedad la haya
coronado su reina, la hace creerse infalible. Usted deberá soportarla sin doblegarse, y
preocupándose esencialmente de evitar que haga daño a la familia, sobre todo a Dieguito
y a la nieta que jamás conoceré... en este mundo. Y usted Diego, debe cuidarse, pues
estará a cargo de la situación hasta que Dieguito y su futura hija puedan reemplazarlo.
Sabe que siempre va a tener el apoyo incondicional de Elvira.
Rosa Ester se quedó meditabunda, momento en que don Diego, sin pensarlo dos
veces, dijo:
- ¡Por Dios que nos va a hacer falta usted, Rosa Ester! -inmediatamente percibió
que no debía haber expresado ese tácito reconocimiento a su inminente muerte, lo que
ella captó claramente- .
- No se preocupe Diego ésta es, al fin, la hora de las verdades. Y ya que de
verdades se trata, ¡Por favor, hombre! piense en la relación entre Elvira y usted. La vida
es más corta de lo que parece Diego, ¡Se lo digo yo, y son muy pocos los casos de amor
verdadero, como el que yo tuve la suerte de gozar. No interprete mal los designios del
Señor, mi querido hijo. Aunque nadie en Río Claro lo imaginaría, yo en mi pensamiento
íntimo soy un tanto liberal. Por eso le digo que si entre Elvira y usted existe el amor que
yo percibo, él merece ser realizado en plenitud -Rosa Ester volvió a ausentarse al interior
de sus pensamientos- luego miró a su yerno y continuó-. Yo misma me extraño de mis
palabras, pero cuando uno está cara a cara con la muerte Diego, tiene que decir la
verdad, lo que uno realmente siente, despropósito de toda distorsión religiosa o social.
¿Quién fue el que dijo “Un poco de sinceridad es algo peligroso y, en extremo, es
absolutamente fatal”?
- Oscar Wilde, Rosa Ester; Oscar Wilde -contestó, entre serio y asustado, un don
Diego ausente, pensando que no le recordaría a Rosa Ester que también había dicho
"Nadie es capaz de soportar toda la verdad".-
- Poco más queda por decir, mi querido hijo. Quizás enfatizar lo de Dieguito. No
permita, bajo ninguna circunstancia, que Rosaura le liquide la vida. No tengo nada
contra los sacerdotes, pero para ser un buen cura se requiere una vocación auténtica y
muy fuerte; Dieguito es, primordialmente, un espíritu libre. Si no contrarresta a Rosaura,
capaz que el niño hasta pierda la fe.
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- Lo tengo muy claro, Rosa Ester. Tuve una larga conversación con Rosaura sobre
el asunto en Quillacahue durante los días de Semana Santa
- Rosaura me lo relató, Diego. Estaba muy impresionada con su inteligente
argumentación; diría yo que, incluso, resignada. Sin embargo, un día en que volvía de
hablar con ese curita, ¿Cómo se llama?...
- Francisco Peña.
- Ese mismo; como le digo, venía nuevamente muy convencida de su divina
misión de madre, que debía entregar un hijo al Señor. Sentía que su deber era forjar en
Dieguito la vocación sacerdotal.
- Así es, Rosa Ester; yo también percibí el cambio de actitud.
- Bien, mi querido hijo, disculpe que lo llame así, pero usted ha sido más que un
yerno para mí; sé que lo he enfrentado a una difícil realidad, pero... tenía que hacerlo.
No era estrictamente necesario hablar ni de Antonio, ni de Dieguito, pero sí de mi futura
nieta y de Elvira. Sé que es difícil para usted, un hombre joven y sano, entenderme.
Mientras uno cree que le queda vida por delante, puede postergar lo que desearía decir a
los seres queridos, al pensar ¡Ya habrá una mejor oportunidad! Pero cuando uno sabe
que el tiempo se acaba y que, definitivamente, no habrá más oportunidades, no puede
callar. No podía irme a la tumba, Diego, sin contarle mi gozoso secreto y enfrentarlo a
una realidad que usted trata de escabullir. Perdóneme, hijo, pero creo que no tenía
alternativa
Don Diego se acercó a Rosa Ester e inclinándose, la abrazó tiernamente. Luego,
después que el hacendado retornó a su asiento, en un cómplice silencio con sabor a
liturgia de despedida, ambos tomaron, lentamente, sus respectivas tasas de té, sin probar
las delicias de los platillos.
- Ayúdeme Diego- le solicitó la joven anciana, respirando con dificultad y
alzándose dolorosamente del asiento- . Páseme la campanilla.
Al llamado acudió, presta, la dueña de casa:
- Prepárame la cama, hija- susurró doña Rosa Ester.
- Ay Diego, por favor apóyeme.
Don Diego, al ver el rictus de dolor en la cara de su suegra, la alzó entre sus
brazos, como si fuera una niña. "Dios mío, pensó -¡Si no pesa nada!"-. Rosa Ester se
encogió, acurrucándose en el hombro de su yerno y se dejó llevar hasta que el
hacendado la depositó tiernamente en la cama, cubriéndola con una manta de Vicuña
que le entregó la dueña de casa. La enferma se encogió, adquiriendo una posición fetal.
- Perdón hijo, pero estos dolores son demasiado para mí. Como no veré a mi nieta,
ruega porque esto acabe pronto; ya estoy preparada... y tranquila. Te dije lo que debía
decirte respecto a ti y a Elvira y te hice partícipe del secreto de mi vida. Ahora puedo
irme. Sé que Él me acogerá. Me miras extrañado, Diego; lo que afirmo va contra tus
rígidos principios, pero en verdad, amar como yo amé no puede ser pecado.
La dueña de casa golpeó la puerta para anunciar la llegada del médico. Don Diego
volvió a besar a Rosa Ester y al despedirse le dijo:
- Cuando regrese de Santiago me dejo caer para contarle las últimas novedades,
mi Querida Rosa Ester.
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- Así espero, Diego, así espero -respondió la enferma, pensando para sí: Si es que
no me he ido, mi querido yerno-.
Don Diego se encontró con el doctor, quién le informó que sólo venía a ponerle
calmantes a doña Rosa Ester, pues ya no había nada que hacer. Según su opinión, esta
agonía podía prolongarse por un buen tiempo, o devenir la muerte en cualquier
momento.
Don Diego caminó lentamente en dirección a la catedral. Postergó el discurrir
sobre los consejos de su suegra y se concentró en el dolor que le causaba la inminencia
de su muerte, pensando para sí: "Parece ser una ley que casi siempre se cumple, cuando
unos llegan a la vida, otros la abandonan". Su madre, a quien recuerda siempre con gran
cariño y cuya presencia le hace mucha falta, había fallecido intempestivamente, días
después del nacimiento de Diego. Y ahora, Rosa Ester, que no alcanzaría a conocer a su
nieta.
En la penumbra de la catedral, iluminado por unas pocas velas, don Diego oró por
Rosa Ester. Luego meditó largamente las palabras de su suegra y, dirigiéndose
humildemente a Él, le solicito ayuda. "Sé que Rosa Ester es una buena mujer y tiene su
propia conciencia, y que Tú, Señor, sabrás perdonarla; ha sido, como bien lo sabes, una
santa mujer. Su humano pecado lo traemos desde la caída de Adán y Eva y, por ello, Tú
tuviste que redimirnos en la Cruz. Ayúdame, Dios mío, a que su ejemplo y sus consejos
no debiliten mi voluntad. No la juzgo, Señor, pero yo sé que me he formado una
conciencia más rígida. Yo no he sufrido lo que ella y debo, por lo tanto, ser más firme.
Fortalécenos a Elvira y a mí. Amén.
Después de rezar un rosario completo a la Santísima Virgen María, se retiró de la
Iglesia y se dirigió, lentamente, a su casa.

Angélica le abrió la puerta y don Diego, bastante ausente, la saludó y le pasó el


sombrero y el bastón. Luego se dirigió camino a su escritorio.
Elvira, que venía de la cocina, lo interceptó, dándole un beso en la mejilla:
-¿Qué le pasó, Diego? Parece alma en pena.
-Estuve con Rosa Ester, Elvira. Me dejó muy impresionado cómo se ha
deteriorado en los últimos meses- alzó la cabeza, cambiando de expresión-, luego miró
directamente a los ojos de Elvira, con esa mirada que ella conocía tan bien y prosiguió- .
Hablamos muy largo; su mente está absolutamente lúcida. Repasó la vida de cada
miembro de la familia y me los encargó uno por uno, con sus respectivas
recomendaciones -bajando el tono de la voz y acercándose a ella, continuó-. De nosotros
me habló con mucha franqueza; sabe que tendremos que apoyarnos mutuamente.
- Sabe más que eso, mi querido cuñado. Pero, no se aflija; su opinión, que
conozco, no es la mía. Yo creo que ella trata de traspasarnos la realización del amor
pleno que ella no logró. El papasnatas de mi padre nunca conoció a su mujer y no le
otorgó el tipo de cariño que su temperamento requería. Por ello, ella vivió una vida
incompleta.
Don Diego pensó para sí. “Ni siquiera a Elvira confió su secreto Rosa Ester”. Ello
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le complicaba más aún, pues daba mayor fuerza a sus consejos.
- Así es, mi querida Elvira. Antonio nunca va a saber la mujer que tuvo, ni
Rosaura la madre que se perdió.
Francamente perturbado, se excusó:
- Permiso, Elvira, quiero ordenar algunas cosas antes de cenar.
Ella se quedó pensando para sí: "Y tú Diego vas a cometer el mismo error; pero,
al menos, tendrás mi cariño y apoyo; el mismo que ella no tuvo de mi padre".
La comida fue animada, como solía ocurrir, con los cuentos y ocurrencias de
Dieguito, quien se comprometió a acompañar al día siguiente a su padre al club, en esa
hora muerta que quedaba entre la misa dominical y la hora de almuerzo.
Don Diego, que proseguía perturbado por la conversación con Rosa Ester, pasó a
despedirse de Rosaura más por obligación que por deseo.
- Venía a desearle las buenas noches, Rosaura.
- Difícil que sean buenas, Diego. Con estas náuseas -replicó la esposa-… ¿Cómo
encontró a mi achacosa madre, Diego? ¿Le llamó usted la atención por no venir a
acompañar a su hija, que sí está enferma de verdad?
- Rosaura, usted no ha comprendido; Rosa Ester se está muriendo.
- ¡Ay, Diego! Desde que yo la conozco se está muriendo. Es su manera de llamar
la atención de mi padre.
- Esta vez no, Rosaura. Es cierto que siempre ha sido frágil de salud, pero ahora
está muy grave; me lo confirmó su doctor.
- Bueno, Diego. Yo, como usted comprende, no puedo hacer nada. Bastante tengo
con mi salud -le tendió una lánguida mano a su marido y se despidió- . Voy a tratar de
descansar, Diego. Mañana vienen a darme la eucaristía y eso me agota un poco. Que
duerma bien.
Don Diego rozó con los labios la mejilla de su esposa y, con contenida ira, repitió
su saludo inicial:
- Que tenga buenas noches... Rosaura.
El domingo en la mañana se reunieron todos, con gran recogimiento, en la pieza
de Rosaura, para acompañarla a recibir la comunión que le trajo el cura Peña. Ante una
señal de Rosaura, los demás se retiraron para dejarla a solas con el cura.
- Me temo misia Rosaura que ésta será la última Eucaristía que voy a poder
traerle. He sido destinado a un poblado precordillerano, a orillas el Río Perquilauquén,
llamado "Vertiente del Diablo", donde tendré que comenzar por habilitar una capillita.
Son los sacrificios que Nuestro Señor nos exige a quienes hemos abrazado su
apostolado...
- ¡Pamplinas, cura, pamplinas! -exclamó doña Rosaura, alzándose en el lecho sin
percibir que al hacerlo su camisa dejaba casi en total descubierto sus hermosísimos
senos- . ¡Qué sacrificio ni que ocho cuartos! Ese es el castigo de "su" obispo. Pero no se
preocupe, ya llegará nuestra hora y este triste episodio no será más que un paréntesis en
su brillante carrera.
- Son los designios del Señor -se defendió el curita, que no podía despegar los
ojos de los pechos de su feligresa. Turbado por la súbita excitación y tratando de simular
152
tranquilidad, continuó-. Si a usted le parece, le puedo solicitar a mi reemplazante, el
padre Javier Zañartu, que venga a saludarla. Estoy cierto que él gustoso, le traerá la
eucaristía en los días y horas que acuerden.
- Que venga a hablar conmigo. Y a usted, mi querido monseñor, que Dios lo
bendiga.
Doña Rosaura, dentro de su indignación, quedó meditando sobre la excitación del
cura Peña, que había percatado perfectamente. "Ojalá que ese cura sea discreto, porque
es seguro que allá en la cordillera va a caer con cualquier putilla. Ya que es obvio que no
mantendrá su voto de castidad, es de esperar, al menos, que tenga suficiente dominio de
sí mismo, como para sacar su miembro a tiempo, si no, preñará a más de alguna".
El lunes 13 de mayo, don Diego tomó el tren de las ocho de la mañana,
acompañado de Emiliano Parot, gerente del Tattersall de Río Claro. A las once, ya iban
en el auto de la empresa, acompañados de un ayudante de corredor local, camino al
"Criadero Agua Buena", distante sólo dos leguas de la ciudad. Don Eduardo Donoso,
propietario del famoso plantel, los esperaba con una espléndida exposición de 15 toros
de tres para cuatro años y cinco de cuatro para cinco. Todos los toros estaban
excelentemente presentados. Les habían cortado el pelo del lomo, del cuello y de la
cabeza, especialmente entre los cuernos, y los habían bañado con shampoo. La mayoría
eran de tonos claros; algunos blancos, otros rosados o ruanos. Había cinco pardos
tapados del primer lote y uno del segundo.
Excelente sus toros, Eduardo, excelentes -abrió la conversación don Diego-.
- Me alegro que a un conocedor como usted le gusten. Más aún, sabiendo que
conoció bien esta raza en Inglaterra. Bueno, de hecho estos veinte toritos son todos hijos
de cuatro toros importados directamente de allá, exactamente de dos criaderos: uno del
condado de Northumberland y otro del condado de York. No es porque sean míos, pero
creo que va a ser difícil que encuentre mejores toros Durham en Chile. Supe que hizo
una excelente compra de vaquillas, aquí a nuestros amigos, así es que espero tenerlo de
cliente.
- No le quepa ninguna duda, Eduardo
Miró directamente a los ojos del criador y continuó.
- La mejor demostración es que vine aquí y no tengo intenciones de visitar ningún
otro criadero. He seguido su trayectoria y he visto sus productos en las exposiciones de
la Quinta Normal. Usted sabe criar y siempre importa muy buenos toros.
- Venga por acá, don Diego. Acompáñeme a las pesebreras y le voy a mostrar los
padres de estos toritos.
Eran realmente impresionantes. De gran tamaño, excelente conformación
corporal, del mismo ancho a la altura de las caderas y de la cruz; parecían rectangulares
mirados tanto de costado como de lado.
- Qué puedo decirle, Eduardo. Tienen la estampa típica de la raza y han alcanzado
un desarrollo extraordinario; deben estar muy cerca de los mil trescientos kilos, en
promedio.
- Tiene buen ojo, Diego. La última vez que los pesamos dieron mil trescientos
cuarenta. De hecho, los estoy racionando para que lleguen más livianos a la época de
153
encaste, pues voy a cruzarlos con algunas vaquillas importadas.
Don Diego se apoyó en unos fardos de alfalfa y se dirigió a don Eduardo:
- Mire, Eduardo, usted conoce mejor que nadie a sus toros y, además sabe
perfectamente lo que yo necesito. Por ello le voy a pedir que me escoja usted los toros.
Había pensado, inicialmente, llevar ocho; seis de cuatro para cinco y dos de tres para
cuatro. Sin embargo, considerando que quedaría muy al justo para doscientas vaquillas,
voy a llevar diez, agregando dos más de tres para cuatro. Así me quedo más tranquilo y
prevengo cualquier accidente que les pueda suceder, sobre todo con vaquillas. Lo único
que le voy a pedir es que me incluya el pardo, del lote mayor, y me incluya dos del
mismo color de los más nuevos.
- Qué quiere que le diga, Diego. Debería agradecerle su confianza, mas en
realidad, debo felicitarlo por su astucia. Me ha colocado en duro aprieto, pues me obliga
a escogerle lo mejor.
Meditó unos minutos y agregó:
- Está bien, Diego me parece justo. Si usted me va a tener como proveedor
exclusivo, es lógico que yo lo guíe con los toros y vayamos variando la sangre año a
año.
Durante el almuerzo no se habló de otra cosa que de crianza de ganado. El tema
principal fue la "inseminación artificial", aún en fase experimental en Inglaterra, pero
que había sido usada masivamente en Rusia, en millones de ovejas. Don Diego comentó
que cuando estudiaba en Inglaterra- ésta técnica despertaba gran interés, pero no se
habían superado el problema de conservación del semen. En sus suscripciones inglesas,
recientemente había leído, que se había avanzado mucho, pudiendo guardar el semen
durante cuatro días diluido en un sustrato nutritivo basado en yema de huevo.
Adicionalmente, se estaba experimentando con técnicas de congelación.
- Se imagina Eduardo, el día que se pueda guardar indefinidamente el semen de
un reproductor. Permitiría analizar a toda la descendencia de los toros seleccionados y,
una vez conocida, saber cuales son los que dan crías más productivas, ya sea en carne,
leche o lana, según el caso, y utilizar solamente los mejores para reproducción.
- Se abre toda una nueva era, Diego -comentó entusiasmado el dueño del
criadero-. Los criadores de países lejanos, como nosotros, podremos traer semen de los
toros que hayan comprobado ser los mejores a nivel mundial. Muchos de mis colegas
temen que esto sea el fin de los criaderos de pedigree.
- No lo creo, Eduardo, no lo creo. Al revés, como son técnicas muy sofisticadas y
que requieren de una detección muy precisa del celo de la vaca, sólo especialistas como
usted la podrán usar durante largo tiempo, lo que les permitirá proveernos de mejores
toros a los crianceros.
- Así es, Diego, así es. Y cuando la técnica se masifique, nosotros nos
transformaremos en proveedores de semen a precios razonables. Importaremos el semen
de los mejores toros del mundo, que será de alto valor, y venderemos semen de los hijos
que nosotros criaremos.
- En todo caso, la ciencia nos abre un mundo fascinante, que nos permitirá
producir cada día más y mejores alimentos.
154

Don Diego prosiguió su viaje a Santiago en un tren que pasó por Curicó a las
cinco de la tarde. Pensando en este mundo fantástico de la ciencia aplicada a la
agricultura y a la ganadería que recién se iniciaba e imaginando lo que podría hacer en el
futuro en su querida hacienda Quillacahue, el tiempo transcurrió sin que lo percibiera y
recién salió de sus ensoñaciones cuando el convoy ya ingresaba a la Estación Central.
Se trasladó en una Victoria (75) hasta el Hotel Crillón, donde después de una
deliciosa y opípara cena, se retiró a descansar a su dormitorio. Pidió un llamado
telefónico a su casa, en Río Claro; Elvira le comunicó la falta de novedades importantes.
Después de rezar hincado al borde de la cama, se acostó sumiéndose de inmediato en un
profundo sueño.

El martes en la mañana se sirvió un abundante desayuno y, después de hablar por


teléfono con su amigo Ricardo Larraín y ponerse de acuerdo para cenar, se dirigió a la
fundición "Libertad", perteneciente a la familia Küpfer. Allí llegó rápidamente a un
acuerdo con el ingeniero que lo atendió, respecto de los dos motores a vapor. Había en
existencia y se los despacharían por ferrocarril. Lo que les tomó más tiempo fue la
elección de la turbina hidráulica. Después de revisar muchos catálogos y ver varias
alternativas, se decidió por un paquete que incluía una turbina Pelton, un generador de
diez kw. y un molino harinero movido por la misma turbina. Todo ello sería despachado
junto ton los motores a vapor. Los ingenieros le entregaron un equipo completo de
planos que señalaban en detalle cómo tenía que canalizar determinado volumen de agua
hasta la caída entubada de doce metros. Los detalles de la construcción de ésta estaban
descritos minuciosamente en un instructivo, hasta abocar el agua en la turbina. Cuando
don Diego tuviera concluidos esos trabajos, un ingeniero de la firma con tres técnicos se
trasladarían a Quillacahue para instalar los equipos y dejarlos funcionando
correctamente.
A las cinco de la tarde, como estaba previamente acordado, fue recibido en el
palacio arzobispal por el secretario particular de monseñor Crescente Errázuriz. Este lo
hizo pasar a un saloncito privado que miraba sobre la Plaza de Armas.
- Monseñor no tarda, don Diego; póngase cómodo.
- No se preocupe, padre. La vista de esta salita es realmente espectacular; con la
frondosidad de la Plaza de Armas, abajo, y la nevada cordillera al fondo.
- Así es, don Diego Es la ventaja de estar en un tercer piso. Este es el lugar
preferido de meditación de Monseñor Errázuriz.
En ese momento hizo su entrada el anciano arzobispo, caminando con dificultad
apoyado en un bastón. Don Diego se inclinó y le besó la esposa. Monseñor le hizo un
gesto para que se alzase antes de saludarlo:
- Bienvenido a esta casa, don Diego.
Su voz era potente y clara, a pesar de su edad.
- La visita de uno de los hijos predilectos del Señor es siempre motivo de alegría
155
para mi cansado corazón.
- Agradezco sus palabras Monseñor, al igual que el haberme dado esta audiencia.
- Quien tiene que agradecer soy yo, don Diego. Gracias a su sabio consejo y
apoyo, nuestro querido pastor, el obispo Arrau ha logrado corregir algunas situaciones
confusas, por decir lo menos.
- Así es, Monseñor. El dar una correcta formación religiosa a las muchachas, que
el día de mañana serán el alma de sus hogares, es fundamental. Creo honestamente que
las cosas van por buen rumbo.
- Me alegra que me lo ratifique, don Diego. Las provincias tienen que ser la
reserva moral de nuestra patria; sobre todo las de raigambre agrícola. El hombre de
campo respeta más a Dios y tiene una vida más austera.
Se quedó meditando, con la barbilla apoyada en su mano derecha, y continuó:
- Lo que es en Santiago, el exitismo económico ha transformado a nuestra
sociedad en demasiado liberal. Con esta locura del baile ése, "el charleston", todo los
días hay fiestas; fiestas que han traído un verdadero libertinaje. Ya nada se respeta, todo
se cree permitido. En el norte, sobre todo en Iquique, la cosa es aún peor. En el
intertanto, el presidente Ibañez sigue acaparando poder, mientras la clase dirigente sólo
se preocupa de llenarse de dinero fácil con sus especulaciones en acciones.
- Así es Monseñor. Y esto es un fenómeno mundial. Algo similar a lo que usted
observa en nuestro país, ocurre en el otro hemisferio. El desarrollo económico, para mí
bastante artificial, ha traído una gran prosperidad, para la cual la sociedad no estaba
moralmente preparada. Allá el libertinaje es peor y, por el otro lado, Hitler se sigue
preparando para dominar al mundo, mientras, como usted observa, quienes debieran
preocuparse de enmendar la situación están dedicados a la farándula.
- Ay, don Diego -suspiró Monseñor- , como desearía tenerlo de consejero mío.
Son pocos los hombres laicos de su cultura y menos los que viven la religión con la
rigurosidad que, según me han contado, lo hace usted.
- Hago lo que puedo, monseñor, luchando duramente contra mi propio
temperamento.
Monseñor no escuchó esto último y cambió de tema:
- Sin embargo, Diego, preocúpese de que monseñor Arrau no sea muy duro con el
sector más conservador de sus feligreses. Mi salud está muy resentida, mal que mal,
tengo ochenta y nueve años y no sabemos quién será mi reemplazante. Por ello, traten de
no crear grupos resentidos. Si hay un cambio de tendencia, tenemos que saber doblarnos,
como la “quila” con los vientos cordilleranos. La unidad de la Iglesia está por sobre
todo, don Diego, no lo olvide.
- Lo sé, Monseñor, lo sé muy bien. Por eso es que le otorgo tanta importancia a la
educación; especialmente, la de nuestras hijas.
- Sí, Diego, pero no olvide que también ellos se la otorgan. Así como usted quiere
moldear la sociedad de acuerdo a su concepción religiosa, ellos desean hacer lo mismo,
con sus concepciones erróneas.
- Humildemente, Monseñor, me atrevería entonces a hacerle una sugerencia.
Saquemos a las monjas contemplativas de la, responsabilidad de educar. Hay
156
congregaciones en Europa y en Estados Unidos que se han especializado en educación;
incluso poseen universidades propias. Traigamos a Chile a esas congregaciones, de
mente más moderna y formación.
- Me parece una gran idea, don Diego, una gran idea. Introduciríamos aires
nuevos a nuestra educación católica. Voy a conversarlo con el nuncio, quizás nos
permitiría actuar en conjunto con nuestra Universidad Católica, inyectándole, de paso,
sabia nueva a esta gran obra de nuestro recordado obispo Manuel Casanova.

En esos momentos ingresaron al salón dos criadas, trayendo las bandejas con el
té. Tras ellas venían los curas y las monjitas que trabajaban en palacio arzobispal. De ahí
en adelante, la conversación se desvió a otros temas.
Al acompañar al hacendado a la escalera, monseñor dejó su bastón colgado del
brazo de un sillón, lo abrazó cariñosamente y le manifestó:
- Me ha aportado usted una gran idea, don Diego, una posible acción que
realmente me entusiasma. Quizás aún puedo dejar una huella importante de mi paso por
esta tierra, además de haber logrado la separación de nuestra Iglesia y el Estado en la
Constitución de 1925, que fue sólo la culminación de una lucha de más de cuarenta
años, en la cual otros realizaron más que yo. Yo sólo usufructué de mi amistad con ese
gran tribuno, Arturo Alessandri, que espero vuelva algún día a gobernar este país.
Meditó unos segundos y se dirigió a don Diego.
- Usted por su lado, prudencia, hijo mío predilecto, prudencia.
- No se preocupe, Monseñor actuaré de acuerdo con sus consejos. A propósito, al
igual que usted, espero que Alessandri vuelva para terminar su fecunda labor.
Don Diego se arrodilló y se dirigió al arzobispo:
- Solicito humildemente su bendición Monseñor.
- Dios le bendiga, en el nombre del Padre, del Hijo, y del Espíritu Santo, amén.
Vaya en paz, hijo mío.
Esa misma noche, durante la cena, su amigo Ricardo Larraín le confirmó lo
aseverado.
- Esto es una locura, Diego, una locura. Y no solamente aquí, en todo el mundo.
La gente gana cada día más y, con ese dinero adicional, parece no saber hacer otra cosa
que divertirse. Desde los más humildes hasta los más encumbrados. Mientras, Hitler se
sigue preparando. Mis amigos ingleses me cuentan que las fiestas y cacerías en el
palacio de Chester, de nuestro querido amigo el duque de Westminster, alcanzan niveles
de inmoralidad, fastuosidad y despilfarro sólo comparable a lo que creemos fue
Pompeya. En Francia, para qué decir. La nobleza ya no trepida en organizar orgías como
las que antes eran patrimonio de la soldadesca y de las prostitutas.
- De algo me había percatado a través de las revistas, Ricardo, pero no pensé que
llegara a tales extremos.
- Así es, Diego, así es. Obviamente que Santiago no es Europa. Sin embargo, el
ánimo festivo y la relajación de las costumbres también han llegado. Los bailes
comienzan todas las noches en los pisos bajos de tu hotel y nadie sabe dónde acaban al
157
amanecer.
Ricardo sonrió picarescamente y continuó:
- Aunque sé que me lo reprocharás, te debo decir que personalmente lo he pasado
bastante bien, siendo compañero de alcoba habitual de las más bellas damas de
Santiago; tanto solteras, como casadas.
Ya te aburrirás Ricardo, y ruego a Dios, sentarás cabeza y formarás una familia.
- No por el momento, Diego, no por el momento. Ricardo se quedó pensativo un
rato y continuó:
- Está todo trastornado con esta locura especulativa. Me creerás, Diego, que el que
hasta hace poco fuera el brillante ministro de hacienda de Inglaterra, Winston Churchill
ha hecho una pequeña fortuna especulando en la Bolsa de Nueva York, en parte, debido
a un error. Resulta que su corredor creyó que el límite puesto por Churchill para el total
de la especulación, lo era para cada transacción. Gracias a ello, ganó una cantidad
exorbitante.
- Lo único que yo sé, Ricardo, es que este asunto no se sostiene. Lo he pensado
mucho y creo que Hoover, el nuevo presidente de Estados Unidos está aplicando la
política incorrecta. Cuando debiera fomentar el comercio internacional, reduciendo las
tarifas aduaneras, hace todo lo contrario y, adicionalmente, mantiene la prosperidad
artificial mediante una inflación ficticia de la oferta de dinero. El circulante no ha
aumentado, pero en cambio, el crédito se ha duplicado en pocos años.
- Bueno, Diego, me alegro que pienses así... Me daría mucha rabia haber dejado
de ganar todos estos meses, como me lo recuerda diariamente mi amigo Clemente
Zañartu.
- Hiciste muy bien, Ricardo, hiciste muy bien. Tu fortuna es sólida y no va a
desaparecer, como la de todos los especuladores. Ojalá tuvieras el mismo buen criterio
en tu vida personal.
- No seas duro conmigo, Diego. Sólo tomo lo que me dan; tengo que aprovechar
mi juventud.
- Agradezco a Dios que, para cuando mi hija esté en edad de merecer, ya no
estarás en disposición de seguir tus calabazadas.
- Perdón, Diego -exclamó Ricardo, alzándose de su silla para abrazar a su amigo-,
no te había felicitado. Por lo demás, puede ser otro varón y deberás seguir buscando la
mujer.
- No, Ricardo, será mujercita.
158

Un cálido y alegre regreso

Don Diego se sentía sobresaltado cuando, al atardecer de aquel lunes 20 de mayo,


el coche conducido por José Gacitúa se aproximaba a “Las Casas” de su hacienda.
Sentía una extraña sensación de culpa por haber faltado tantos días y ansias de enterarse
de todo lo acontecido durante su ausencia. De lejos vio el molinete del Winchair,
girando alegremente sobre la torre instalada en el patio interior de “Las Casas”. Le
pareció un nuevo símbolo de vida, tal como siempre le había sucedido con los humos
que salían, eternos, de las chimeneas de las casas de los campesinos. Mientras saliera
humo en una vivienda, era una buena señal; había vida.
Ofelia lo estrechó en un apretado abrazo, apenas descendió del coche. Mientras
tanto, el resto de la servidumbre, en respetuoso silencio, permanecía formada al pie de la
escalinata.
159
- Bienvenido a casa, patrón. Lo hemos extrañado mucho,
- Gracias, mi querida Ofelia. Yo también los he extrañado. Este es mi verdadero
hogar.
Después saludó uno a uno a todos los sirvientes. Cuando Uberlinda lo saludó con
un cariñoso abrazo, Don Diego no pudo dejar de alterarse al sentir la presión de sus
senos.
Ofelia, de inmediato, le fue a mostrar las novedades. La radio Marconi instalada a
la izquierda de su sillón de la salita de estar; una luz de lectura detrás del mismo y la
otra, en su velador. Con rapidez le demostró su pericia con el receptor al sintonizar, en
las distintas bandas, las emisoras indicadas en una cartulina impresa dejada por los
técnicos. En realidad, la fidelidad de las transmisiones de la BBC era extraordinaria, al
igual que la de Radio Nacional de Chile. Don Diego percibió que ese asombroso aparato
le cambiaría la vida, al mantenerlo informado de lo que acontecía en el mundo en forma
casi instantánea. Conociendo las costumbres de su patrón, la dueña de casa ya le tenía
ubicados los noticiarios de la BBC a las horas más convenientes: uno al cuarto para las a
seis de la mañana, otros a la una de la tarde y varios a distintas horas de la noche.
También, le tenía remarcados los de la radio Nacional. Le informó acerca de la misa que
por ser tercer domingo, se había realizado el día anterior con gran concurrencia, a pesar
de la ausencia de don Diego.
Después de saborear la comida de recepción de Ofelia, con un delicioso pato
asado como plato principal, don Diego se instaló a escuchar su radio, acompañado de su
copa de coñac. Al despedirse de Ofelia, le solicitó el desayuno media hora más
temprano, para alcanzar a escuchar las noticias antes de iniciar su día de trabajo.
Desde ese día, su rutina diaria incluyó el escuchar radio antes de salir en la
mañana y a última hora en la noche. Algunos días, si se esperaba algún evento
importante, también escuchaba las noticias de la una de la tarde en la radio Nacional. En
todo caso, la recepción mejoraba notablemente en las horas sin sol.
Aunque el martes era feriado, por ser 21 de mayo, todos los mayordomos
acudieron a la reunión matutina, que se transformó en una conversación más informal,
dado el reciente regreso del patrón. Él les dio un pormenorizado relato del ganado y la
maquinaria comprada y escuchó de los avances ocurridos en su ausencia. A instancias
de Manuel Cofré, en su calidad de mayordomo principal, se fijó la fecha de la fiesta de
fin de siembras para el sábado siguiente.
Durante su recorrido por el campo, don Diego vio con satisfacción que todas las
siembras iban bien; desde el primer trigo sembrado, que estaba todo emergido y de buen
color, hasta los últimos, que recién comenzaban a apuntar. Aprovecho de repasar con
Manuel las tareas que se les venían encima: ir a busca a las vaquillas; preparar las
pesebreras para recibir los toros; realizar las siembras de avena, cebada y empastadas, y
más adelante, las de chacras, especialmente maíz, porotos y papas; las plantaciones de
viña y de los miles de plantas de álamos, sauces, aromos, eucaliptos, pinos, acacios,
fresnos y encinos que había adquirido y que llegarían pronto de San Clemente; el
término del terraplén; las limpias de canales y desagües internos y la limpia del canal
que traía el agua desde e1 río Perquilauquén. En fin, sería una temporada de arduo
160
trabajo, lo cual entusiasmaba a ambos. Resolvieron que esa semana Manuel, con sus
mejores hombres, ayudarían a Ofelia a chacinar70 los chanchos y a terminar de guardar la
manteca y el charqui. Así aprovecharían de tener carne fresca, prietas y "ñachi para la
fiesta del sábado.
La más contenta con lo resuelto era Ofelia. Durante los próximos días desplegaría
todo su poder sobre un ejército de peones y chinas y demostraría todos sus
conocimientos.

Durante el resto de la semana, el patio interior parecía salido directamente de un


grabado medieval: diez inmensos ollones de cobre, hirviendo desde la madrugada, donde
se escaldaban los chanchos; una docena de mesones rodeados de chinas y peones que
laboraban sin cesar. Unos limpiaban las tripas, para luego rellenarlas. Las delgadas, con
la carne, la grasa, el ajo, el ají, tanto de color como picante, y las demás especies que las
transformarían en "longanizas"; las gruesas, con la carne cocida, la verdura y los huevos
duros que, como por encanto, las subirían a la categoría de "arrollado". Otros preparaban
las piernas de los cerdos para comenzar, en cajas con sal y piedra caliche molida, su
transformación en diversos tipos de jamones: salado, crudo o ahumado; al lado, con los
cuartos delanteros, se comenzaba la elaboración de los perniles. Más allá, se rellenaban
moldes con cocimientos que darían origen al "queso de cabeza". En otro sector, se
rellenaban tripas con los componentes de las deliciosas prietas que harían las delicias de
don Diego durante el invierno. Por último, trozos de tripa más cortas se rellenaban con el
"paté", hecho personalmente por Ofelia, sobre la base de los hígados de cerdo,
empleando en ello, además, mantequilla y trozos de tocino. Para Don Diego, ella
elaboraba un paté especial con hígados de gansos cebados especialmente con nueces, al
que agregaba, además de la mantequilla, pasas y un poco de coñac. Al centro del patio,
en un ollón especial, más ancho y menos profundo, se iba derritiendo la grasa para, una
vez filtrada, guardarla como manteca en grandes cajones recubiertos de papel.
A un costado del patio, en largas varas, se iban colgando las tiras de longanizas
para que comenzaran su proceso de oreado y secado, entremezcladas con cuelgas de
ajíes de distintos tipos. En otras, similares se colgaban las sábanas de charqui y las tiras
de tocino, para que terminaran de secarse antes de guardarlas en grandes cajas donde se
ponían entre capas de sal.
Por último, en una pieza especial, se producía humo de leña de laurel. Todos los
días, antes de encenderlo, se cargaba con lo que se iba a ahumar: conejos, liebres,
codornices, perdices, tórtolas, truchas, pejerreyes, etc. El último día se reservaba para
ahumar una proporción de los jamones, longanizas y tocinos que recibirían, además de
su preparación típica, un proceso adicional de ahumado.
En el intertanto, en la cocina se elaboraban los escabeches de verduras, aves y
conejos. Los frascos se iban llenando de ajíes, puerros, pimentones, cebollas, coliflores,
alcachofas, gallinas, perdices, codornices y conejos. El vinagre y la sal los mantendrían
incorruptos durante un tiempo indefinido, guardados al lado de las conservas y
70
Faenar, fabricando todos los subproductos: jamón; longanizas; arrollado; prietas; Etc.
161
mermeladas elaboradas a fines de verano.
A don Diego le atraía todo este afán. Para él era una de las liturgias más
significativas dentro del calendario campesino. Por un lado, el ganado cebado y los
alimentos cosechados mostraban la culminación del trabajo bien realizado; por el otro,
toda la faena de elaboración de alimentos para el invierno, era la materialización misma
de la previsión.
Contando con una buena provisión de leña seca, trigo, porotos, lentejas, maíz, y
papas en la bodega, y cecinas, escabeches y conservas en la despensa, más los chanchos,
corderos, cabritos y gallinas bien cebados en los corrales techados, se podía afrontar, en
buena forma, el más crudo invierno y el más prolongado aislamiento.
El jueves llegaron los arrieros del Tattersall, acompañados por Antonio Painevilo
y sus ayudantes, con las doscientas vaquillas. Don Diego las hizo dejar en el potrero
"San Andrés", que tenía poco pasto, para que se repusieran y empezaran a comer poco a
poco. Sería poco prudente echarlas a Las Pataguas, donde el trébol llegaba a los estribos,
porque como venían hambrientas, podían empacharse. Las vaquillas pasaron casi todo el
primer día recorriendo el potrero de un lado para otro, como siempre hace el ganado al
llegar a un lugar desconocido.

El sábado las llevó de madrugada al corral donde las individualizó, una a una, con
un crotal71. Estos estaban previamente preparados y numerados del 001 al 200. En un
libro abrió una página con igual número a cada vaca, donde iría llevando su historial:
fecha de llegada, tratamientos, encastes, partos, sexo y número del "crotal" de la cría, y
por último, fecha y causa probable de muerte. Aprovechó para desparasitarlas contra el
parásito causante de la "distomatosis", dosificándolas con cápsulas de tetracloruro de
carbono. El parásito que causa distoma hepático era un parásito que podía ser
devastador, siendo ya endémico en la Argentina.

El sábado por la mañana, desde muy temprana hora, se percibió el ambiente de


fiesta. Frente a la llavería se habían instalado grandes mesones, donde se preparaban los
distintos tipos de carne: medias reses de cerdos, corderos y cabritos, cuartos de vacuno y
todo tipo de menudencias e interiores. Mientras los hombres encendían los fuegos en
que se asarían lentamente las distintas carnes, algunas mujeres preparaban las ensaladas;
las otras, el pino para las calduas empanadas; las de más allá, las distintas masas para el
pan, las empanadas fritas y las empanadas de horno. A un costado, ya había ollas de
aceite hirviendo, de donde iban saliendo los crujientes chicharrones. En la llavería
misma se colocaban los barriles de vino y de chicha, que quedarían bajo llave para ser
escanciados directamente en las jarras de los comensales, los cuales harían una eterna e
inagotable fila para recibirlos.
Don Diego apareció como a la una y media y fue vitoreado por los más de
Trozo de metal con un número predeterminado que se fija a la oreja a través de un orificio hecho con
71

una herramienta "ad hoc". Sirve para identificar a los animales


162
seiscientos asistentes. Se comió primero una empanada hecha por la Uberlinda y luego
se sentó junto a unos afuerinos a saborear un trozo de chivo asado y una gran jarra de
chicha. Después de departir, especialmente con sus inquilinas, tanto nuevas como
antiguas, se retiró a reposar atas Casas.
Cuando regresó, a eso de las cinco y media, el estado etílico de la concurrencia
hizo que el saludo fuera bastante más desordenado. Sólo las mujeres eran capaces de
mantener una conversación coherente y, rodeadas de criaturas de distintas edades, se
acercaban para agradecerle la fiesta. De súbito se oyó un gran jolgorio del lado de las
bodegas. Don Diego vio sobre una especie de escenario hecho de fardos y tablas, como
se iba acomodando un tropel de muchachitas de vestidos muy coloridos, pronunciados
escotes y caritas exageradamente pintadas. Cada una portaba algún instrumento, ya fuera
guitarra, arpa o vihuela. Cuando ya se habían acomodado y empezaban a cantar, el
hacendado pudo contar más de veinte. Ofelia que, precavida por Manuel Cofré, lo estaba
observando, se le acercó:
- Es la "sorpresa" que les tenía de premio Manuel, patrón.
- Sí Ofelia, que es sorpresa.... ¡Es sorpresa! Mejor no averiguo la procedencia de
estas "artistas".

- La verdad, don Diego, mejor no averigüe ninguna cosa. Por un lado, cantan muy
bien y van a animar la fiesta y, por el otro, más tarde le podrán vender sus encantos a la
muchachada, sin que éstos corran el peligro de ir borrachos a Santa Elisa. Acuérdese,
patrón, la tremenda desgracia, allá en Los Hualles, cuando se dieron vuelta en una
carretela por ir donde las "niñas" de Río Claro después de una fiesta. Murieron dos y
otro quedó tullido de por vida.
- ¡Ay, Ofelia! Tú siempre tan práctica.
- No se preocupe, patrón. Las casadas no van a soltar a sus hombres. Esas niñas
solamente van a servir de alivio a los solteros. Y es mejor así, si no, los muchachos
envalentonados por el trago podrían haberse dedicado a perseguir a las muchachitas de
aquí.
Don Diego buscó a Manuel un buen rato hasta que sus ojos se encontraron. El
primer mayordomo se escabulló rápidamente. Ofelia, que se había percatado de todo,
intercedió:
- No le diga nada, don Diego. Lo hizo para mejor.
- No te preocupes, Ofelia. Qué quieres que haga, si hasta nuestra querida Iglesia
católica encuentra un mal menor el oficio de estas mujeres.
Entre tanto, la fiesta estaba en su apogeo. Los menores se entretenían con los
juegos típicos: el palo y el chancho ensebados, las carreras de ensacados y las carreras
con huevos en una cuchara. Los mayores se agolpaban en las "carreras a las chilenas" o
bailaban al compás de las guitarreras locales, mientras las "artistas" recién llegadas de
Santa Elisa afinaban sus instrumentos. A medida que transcurría la tarde, el bullicio y la
cantidad de borrachos aumentaban en forma proporcional a la caída de la noche.
Poco antes de que don Diego se retirara, unas cantoras de Greda Negra
comenzaron a cantar cuecas, improvisando la primera en que ensalzaban a don Diego y
163
sus dotes de patriarca de la zona. Poco a poco se fueron incorporando huasos y chinas.
Destacaban por su juventud, belleza y picardía, la pareja compuesta por Uberlinda hija y
Sofanor Segundo Oyarzún, el muchacho que quería sembrar sandías. Él la encerraba, en
cada vuelta, en el círculo formado por sus brazos, unidos por el pañuelo que aleteaba en
sus manos. A medida que la cueca iba ganando intensidad, el círculo se estrechaba, en
una actitud de sutil acoso. Ella se escabullía por debajo con un despreciativo gesto,
echando hacia atrás la cabeza, como si se despidiera molesta de su pareja. Sin embargo,
rápidamente se acercaba nuevamente hacia él, en una actitud de coqueta picardía. Luego
lo alentaba aún más, levantando con su mano derecha la falda, en un gesto de franca
incitación que alcanzaba a mostrara la desnudez de sus piernas. Él aprovechaba la vuelta
siguiente para volver a encerrarla, acercando su rostro al de ella en actitud solicitante.
Mientras el ritmo tan español del zapateo se aceleraba, la tensión crecía minuto a
minuto. Realmente bailaban muy bien, con una mezcla de fuerza y sutileza difícil de
lograr. Llegó un punto en que las demás parejas los dejaron bailando al centro. La última
vuelta, antes de dar paso al tradicional paseo, puso fin a lo que pareció más un acto de
cortejo prenupcial que una danza.

El domingo, don Diego se levantó a su nuevo horario y desayunó escuchando las


noticias de la BBC. A lo lejos se oía la algarabía que armaban los últimos borrachitos
que se retiraban de la fiesta. En Inglaterra, los locutores comentaban con alivio, los
amoríos de Hitler con Geli Raubal, muchacha de veinte años hija de su hermanastra
Angela. Se hacía acompañar por ella a todos los sitios, mítines y conferencias y, según
se comentaba, le acababa de alquilar un lujoso departamento en la
Prinzeregentenstrasse, una de las avenidas más modernas de Munich. Era veinte veces
preferible verlo preocupado del amor que de la conquista del poder. Las bolsas de
comercio de Nueva York y Londres estaban totalmente enloquecidas y los felices
inversionistas duplicaban sus fortunas en pocos meses, cosa que en tiempos normales
llevaba generaciones. El hemisferio norte gozaba de una plácida primavera, sin
sobresaltos.
A las ocho, don Diego se fue al corral donde Antonio, su mayordomo de ganado,
y unos cuantos peones bastante trasnochados, le tenían encerradas las vaquillas recién
adquiridas. El hacendado las hizo pasar, lentamente, una por una por la manga y, de
acuerdo a alguna característica singular les fue poniendo nombre, anotándolo en el libro
al lado del número que le había asignado en el crotal. Así fueron bautizadas, para el
resto de sus días: la Margarita, la Medialuna, la Azucena, la Harina, la Hallulla, la
Torcaza, la Mechona, la Cachonda, y algunas con nombres menos "santos", como "la
Seis Tetas" o "la Concha Negra"... hasta completar doscientos apelativos. El asignarles
un nombre relacionado con alguna referencia visual clara era un método que don Diego
había aprendido de su padre para llegar a conocer a cada una de sus vacas. Después, a
las primeras hijas y nietas les pondría Margarita segunda o Azucena tercera, según el
caso. Las hermanas menores podrían ser Margarita chica, Marga- Marga o Torcacita.
Con ese simple expediente, podía recordar los parentescos con gran precisión.
164
El resto del día se le fue entre la misa en Santa Elisa, el almuerzo, la siesta, su
vespertino recorrido a caballo, la comida y el lento paladeo de su coñac, mientras
escuchaba Radio Nacional de Santiago, primero, y la BBC de Londres, después.
Cuando pasó la resaca de la fiesta, un nuevo ánimo recorría a los campesinos de
"Quillacahue". Sólo por los relatos de sus abuelos sabían de estas fiestas de "fin de
siembra" o término de cosecha", que eran comunes en otras haciendas del Valle Central.
Sentían que la hacienda Quillacahue estaba recuperando la liturgia propia de los campos
grandes e importantes, en los cuales las mencionadas celebraciones eran hitos que daban
que hablar por muchos años, llamando a las típicas comparaciones entre cada una de
ellas. Siempre había algún hecho que se asociaba a determinada fiesta. Esta quedaría
marcada por la cueca de Uberlinda y Sofanor y las "atenciones" de las niñas de Santa
Elisa. Estaba, además, el hecho que originó la fiesta: nadie recordaba una siembra de
trigo ni siquiera cercana a las doscientas cuadras, que ya verdeaban en los distintos
potreros. Percibían que la gente del pueblo los miraba con otros ojos, con un dejo de
envidia que remplazaba el de conmiseración que habían visto en temporadas anteriores.
Cuando iban a Santa Elisa, ahora con dinero en los bolsillos, ya no eran los "pobres
abandonados de Hiriart", sino que los "inquilinos" o "peones" de "la hacienda".
Las semanas siguientes, don Diego se entregó por entero a las labores de
Quillacahue. El buen tiempo lo acompañó hasta los primeros días de junio, lo que le
permitió avanzar bastante. De Río Claro sólo sabía por las cartas que, regularmente, le
mandaba Elvira, y como el embarazo de Rosaura no tenía problemas reales, sólo lo
inquietaba 1a salud de Rosa Ester, porque cuando pasó a visitarla a su regreso de
Santiago, no pudo hablar con ella. Se encontraba completamente dopada con los
calmantes. Además de su salud, le inquietaba el mensaje de su suegra, Recordaba
detalladamente, punto por punto, su última conversación.
Realmente, el relato del secreto de su suegra lo había complicado, pues se salía de
sus esquemas. Su actuación era una paradoja: una persona piadosa, de una bondad fuera
de toda duda, había caído en un grave pecado y, lo que era peor, había reincidido
indefinidamente por dos años. La explicación, según su lógica religiosa, era achacarlo a
una fe débil, que permitía anteponer la felicidad terrena sobre la eterna. En ese esquema,
todo cuadraba; todo quedaba en su lugar y no había paradoja alguna. Sin embargo, la
actitud de Elvira no lo ayudaba a convencerse de su impecable razonamiento. Elvira, a
pesar de su profunda religiosidad, mayor y más profunda que la de su madre, se
mostraba evidentemente dispuesta a una relación más intensa... e íntima. Y Elvira era la
encarnación de la bondad misma. Él, honestamente, no pensaba que un acto así la
pudiera condenar a ella; pero a él ¡Sí lo condenaría! Él tenía perfecta conciencia de lo
que debía o no hacer; de lo ético y lo no ético; de lo bueno y de lo malo; y, por tanto, no
tenía justificación ninguna.
A pesar de todas sus elucubraciones, su razonamiento no lo dejaba tranquilo.
Había algo que hacía que la vida de su suegra, con su grave pecado y todo, pareciera
más llena, más completa y, lo que más lo perturbaba, más humana y más humilde …
incluso a los ojos de Cristo. De ser así, él estaba equivocado en su relación con Elvira, y
eso era, precisamente, lo que su suegra trataba de transmitirle. Pero, para enmendar ese
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supuesto error, tenía que pecar a conciencia y eso no podía ser. El tema lo mantenía
inquieto. A él le gustaba tener siempre los conceptos éticos muy claros. Y ahora no los
tenía.

Tanto a primera hora de la mañana, como antes de acostarse, escuchaba las


noticias de la BBC y de Radio Nacional. Por ésta última se enteró, el miércoles 5 de
junio, de dos noticias que él consideraba positivas. La primera fue la firma del "Tratado
de Lima", el día anterior, por el cual se cedía Tacna a Perú. Don Diego estaba
convencido que ello era crucial para ir avanzando hacia una paz más estable con aquel
país. La segunda se refería a la instalación de colonos chilenos en la extensa zona austral
que separaba Puerto Montt de Punta Arenas. El gobierno los había establecido en las
márgenes de los ríos Cocharro, Pueblo y Manso. El hacendado siempre había sido
partidario de poblar ese extenso sector, como única forma de asegurar la soberanía
nacional. Se sentía contento, tanto por las noticias en sí, como por comprobar que la
radio lo mantenía adecuadamente informado de lo que sucedía en el país y en el resto del
mundo.
El sábado 8 de junio el tiempo cambió y el domingo, cuando don Diego asistió a
misa a Santa Elisa, ya llovía torrencialmente. Afortunadamente, las siembras estaban
concluidas y los trabajos de plantación, tanto de árboles como de viñedos, se harían
durante junio y julio, en los pocos días de buen tiempo, como era costumbre en la zona.
El suelo húmedo facilitaba la labor y aseguraba el buen prendimiento de las plantas. La
lluvia prosiguió sin interrupciones durante los siguientes quince días. El hacendado, bien
aperado con sus polainas, manta de Castilla y sombrero recorría el campo por las
mañanas, revisando las siembras, y en especial, que los desagües funcionaran bien, los
cercos, los puentes, el reparto de forraje y, una a una, sus vaquillas.
A mediodía, llegaba a “Las Casas” empapado y transido de frío. Después de
cambiarse la ropa, se reponía con los contundentes almuerzos de Ofelia, acompañados
de unas copas de vino tinto. Tras la siesta, se entregaba a la lectura al lado de la
chimenea, acompañado por algún concierto de la BBC, o se dedicaba al trabajo de
oficina. Para don Diego esos días de lluvia invernal tenían un encanto especial.
Llamaban al recogimiento y la intimidad. Era la mano de Dios que ordenaba un
detenerse, una disminución del ritmo de trabajo y un volcarse hacia adentro. El golpetear
de la lluvia junto con el crepitar de la chimenea eran sumamente acogedores y llevaban a
la meditación. Se sorprendió pensando más en Elvira que en Rosaura. La conversación
con su suegra había calado hondo, mas don Diego sabía que cualquier futuro con Elvira
era imposible. Su deber era aprender a amar a su legítima esposa, Rosaura, con sus
virtudes y defectos, para honrar a Dieguito y a esa hija que venía en camino. Su religión
era tajante al respecto... unidos hasta que la muerte los separe. Obviamente, no era fácil
y por eso era una obligación; una obligación que, como varón católico, debía cumplir.
Sin darse cuenta, su pensamiento se descarriló hacia Elvira, pensó con ella no sería una
obligación, sino una profunda y permanente dicha. La imaginó tierna junto a él frente a
la chimenea y, más tarde, compartiendo cálidamente su lecho en la fría noche invernal,
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lo cual, estaba cierto, nunca ocurriría con Rosaura. En ese momento el aguacero y el
viento arreciaban con toda su furia, sin que don Diego se percatara, porque estaba en
sus cavilaciones. Tenía que reconocer que no había resuelto la paradoja de su suegra,
doña Rosa Ester, y sabía que mientras no la resolviera, iba a estar muy pero muy
inquieto.
Ofelia, acompañada de Uberlinda, lo sacaron de su ensoñación. Le traían mate
cebado, acompañado de una buena porción de sopaipillas pasadas en chancaca.
- Aquí tiene, patrón, para que se sirva a gusto- le dijo con cariño Ofelia-. Le dejo
la tetera por si quiere más mate. Y tú, chiquilla, échale más leña a la chimenea.
- Gracias, Ofelia, era justo lo que necesitaba -le respondió el hacendado-.
Cuando Uberlinda se agachó para cargar los leños, don Diego tuvo una visión
completa de los senos de la muchacha, que lo perturbó de inmediato. Ofelia lo percibió
claramente y se limitó a menear la cabeza, pensando para sí misma: "¡No es vida para un
hombre de su edad y energías!
Don Diego se quedó inquieto con la visión de la muchacha, había momentos en
que la abstinencia le resultaba casi insoportable, incluso le alteraba el humor. Algunas
noches tenía oníricos encuentros sexuales que lo hacían amanecer más aliviado. Cuando
soñaba con Elvira, el acto sexual era una mezcla de ternura con pasión desenfrenada
muy satisfactorio. Otros sueños eran francamente lujuriosos con Uberlinda como pareja.
Los sueños con Rosaura se caracterizaban por ser más intensos, casi dolorosos, pero
muy escasos. ”Que extraños caminos recorre la mente humana", pensaba para sí.
La única persona que se percataba de estos inquietos sueños de su patrón era
Ofelia, al revisar las acusadoras sábanas. Un día que las estaba cambiando junto con
Uberlinda, notó que ésta clavó la mirada en la apergaminada mancha. Luego, la
muchacha le comentó:
- ¡Qué desperdicio, misia Ofelia!
- Ofelia la miró a los ojos y le replicó:
- Claro que es un desperdicio, Uberlinda... Y yo no lo entiendo.
- ¿Por qué no me llama a mí o alguna de las otras chinas para satisfacerse?
-insistió Uberlinda- ¡Lo que es yo, estaría feliz! Y para qué decir las otras, que se
calientan con cualquier par de pantalones.
- ¡Ay, Uberlinda! Es que él es así. Es muy religioso y además respetuoso de sus
sirvientes... Respetuoso de más, porque yo, al igual que tú ahora, hace años que deseo
darle en el gusto.
- ¿Sabe una cosa, misia? Varias veces lo he visto mirándome ganoso y yo noto
que se le abulta la entrepierna. Parece que es bien aperado el caballero.
- Tienes razón, hija. Tiene apero de más para satisfacer a la más golosa. Cuando
joven, me tocó bañarlo más de una vez, las veces que llegaba un tanto bebido, así es que
puedo dar fe.
- Dicen, misia, que el patrón de la hacienda Las Becacinas, el señor Quintana, no
sale en todo el invierno para el pueblo y cada año se empota con alguna de las chinas
más nuevas; una por año. Y viera usted como lo quiere la gente... Si es natural, no más,
y todos quedan contentos. Cuando la señora llega, en verano, todo vuelve a su lugar. Lo
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raro es que no se haya dado cuenta de que todas las chinas tienen huachito de ojos
claros, igual que los del caballero.
- Ay, hija, no sea ingenua. Las señoras de sociedad son así, no les importa.
Incluso he conocido algunas que no les gusta hacer el amor y prefieren que el marido
vaya a casas de niñas en el pueblo o se encame con las chinas en el campo. ¡No saben lo
que se pierden! Aunque sigo soltera, tú sabes que no me falta con quien darme mis
gustos... Y ninguno se ha quejado.
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Más de Quillacahue

El sábado, Ofelia y las dos profesoras se preocuparon de limpiar y ordenar la


capilla, ya que al día siguiente, 23 de junio era tercer domingo del mes y correspondía la
celebración de la misa de Quillacahue. Durante la ausencia de don Diego, Ofelia había
intimado con las dos profesoras recién llegadas. Estas últimas se sintieron felices de la
acogida de la dueña de casas, lo que les permitía insertarse en la estructura social de la
hacienda. Ofelia, por su lado, extendía sus dominios a la nueva escuela y no quedaba
excluida de la naciente relación de las maestras con el padre Andrés Ortúzar y su
ayudante, el padre Tomás Vidal. Todo ello le permitía mantener bien informado a su
patrón de cuanto ocurría en la escuela, tanto respecto a la labor de las profesoras, como
la de los curitas.
Después de la misa, como ya era costumbre, el padre Andrés desayunó con don
Diego.
- Sabe, patroncito, no sé si será producto de su trabajo o el mío, pero noto a la
gente de Ouillacahue muy cambiada. Más alegre, más positiva...
- Probablemente, mi querido padre, es fruto de la labor de ambos. Después de
muchos años, esta gente está recibiendo sustento espiritual y material... además de algo
de diversión.
Don Diego le relató, con lujo de detalles, la fiesta de fin de siembras. Contra lo
que esperaba, el curita se desternilló de risa cuando le contó la "gracia" de su
mayordomo principal, Manuel Cofré, con sus "invitadas" de Santa Elisa.
- ¡Ay, don Diego! Ahora me explico el torrente de confesiones de esta mañana.
No le dé más importancia; ya los absolví a todos.
- Está bien, padre... está bien, pero por esta única vez. Yo conozco a la gente de
campo. Deben tener los límites muy claros. ¡Muy, pero muy claros!
Don Diego se quedó meditando un rato y luego prosiguió:
- El sentido de autoridad es muy importante. Por eso dejé establecido que yo no
autoricé lo obrado por Manuel. Es más, de común acuerdo hemos esparcido el rumor de
que por ello fue sancionado por mí con la obligación de ir a pagar una manda a San
Sebastián de Yumbel, el 20 de enero... Y va a ir, aunque la manda verdadera es por otras
razones. Bastó que yo le contara a Ofelia lo del castigo, y Manuel a los demás
mayordomos para que se supiera en toda la comarca. Con eso resolví esa parte del
problema.
El curita, cambiando de tema, se refirió a la conversación sostenida en su primera
comida en Quillacahue:
- Hace pocos días, don Diego, cuando se firmó el “Tratado de Lima”, me acordé
de su pronóstico en el sentido de que pronto se solucionaría el asunto de Tacna y Arica.
Como comentábamos hace unos meses, eso afianza la paz con el Perú.
- Así es, padre, así es. A pesar de que mucha gente lo ha criticado, yo creo, al
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igual que usted, que eso aclara definitivamente un asunto muy espinudo de nuestras
siempre difíciles relaciones con Perú. Es una de las cosas que el gobierno de Ibáñez ha
manejado bien. Sólo espero que no se produzcan disturbios antes de la entrega efectiva
de la provincia de Tacna, que debería ser muy pronto.
Don Diego también le relató su entrevista con señor Clemente Errázuriz, haciendo
hincapié, tanto en el apoyo que le brindaba a monseñor Arrau, como en sus reiteradas
recomendaciones de prudencia ante posibles cambios después de su muerte. Al comentar
acerca de la prioridad absoluta que debía otorgársele a la unidad de la Iglesia, citó las
palabras textuales del Arzobispo: "Mi salud está muy resentida, mal que mal, tengo
ochenta y nueve años y no sabemos quién será mi reemplazante. Por ello, traten de
evitar crear grupos resentidos; si hay un cambio de tendencia, tenemos que saber
doblamos, como la "quila" con los vientos cordilleranos. La unidad de la Iglesia está
por sobre todo, don Diego, no lo olvide."
- Entonces, mi querido hacendado, va a tener que hablar usted con monseñor
Arrau. Está actuando con mucha decisión y tomando medidas duras. Al padre Peña lo
mandó a un lugar que se llama “Vertiente del Diablo", por allá en la cordillera.
- Lo conozco bien, mi querido padre; está a orillas del Perquilauquén, en la
precordillera- le replicó el hacendado, recordando a Pedro Labrín y su esposa Juanita,
relegados por esos lados-.
Don Diego recordó otras palabras dichas por el arzobispo, que no le pareció
prudente repetir delante del padre Andrés: "Sin embargo, Diego, vea que monseñor
Arrau no sea muy duro con el sector más conservador de sus feligreses." Prefirió ser
más genérico.
Sí padre Andrés, yo voy a tener que conversar con él. Mañana iré a Río Claro.
Pues debo presentarme el martes en la reunión mensual del directorio del banco, y
aprovecharé para visitarlo.
Don Diego se quedó meditando un rato y luego prosiguió:
Entre paréntesis, padre, el señor obispo se comprometió a hacer contactos a través
del nuncio para traer a Chile congregaciones especializadas en educación; tanto de
Europa, como de Estados Unidos.
- Eso me parece estupendo, don Diego. Podría dar un vuelco a nuestra enseñanza
religiosa. Y ya que estamos hablando de educación, debo informarle que las dos
profesoras son realmente competentes y de una concepción religiosa muy positivista.
Ofelia les ha facilitado mucho las cosas.
- Me alegra mucho lo que usted me cuenta, padre, y la actitud de Ofelia es muy de
ella. Esa escuelita es fundamental en el futuro de esta gente.
Después de escuchar la confesión de don Diego, el padre Andrés retornó de muy
buen talante a Santa Elisa, en el coche conducido por José Gacitúa. La lluvia había
cesado y ya se veían algunos claros azules entre las negras nubes.
Al poco rato, don Diego iniciaba la audiencia mensual, postergada por su ausencia
en Río Claro y la capital. El primero en pasar fue uno de los afuerinos que había venido
a trabajar en el otoño en el terraplén, trayendo su propia carreta con sus respectivos
bueyes.
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- Usted me conoce, patrón. Yo estuve trabajando con todo mi apero en el
terraplén.
- Sí, hombre. Tú eres Jesús Ceballos y tienes una propiedad un poco al norte del
Quitasol.
- Justamente, su merced, justamente.
Sobando el ala de su sombrero entre las manos, se quedó pensativo, como
temeroso de proseguir.
- He venido, su merced, porque usted tiene fama de arreglar entuertos... y el mío
es harto complicado.
- En la medida de mis posibilidades trato de ayudar a todo el mundo, Jesús.
Don Diego, quien olfateaba que el asunto era muy privado, continuó:
- Antes que me cuentes nada, quiero que sepas que lo que aquí se hable queda
entre tú y yo. De estas audiencias nadie puede decir que se ha filtrado una sola palabra.
- Así se escucha, patrón. Bueno, va os al entuerto. Resulta que, hace un año, yo
recibí como "entenado" a un mocetón de unos dieciocho años, harto trabajador y
empeñoso. Lo aleccioné bien de no hacer leseras, pues yo tengo una chicuela que anda
por los quince.
Aquí el hombre se detuvo, mientras seguía sobando nerviosamente el ala de su
sombrero y decidido, prosiguió:
- Bueno, que sea lo que Dios quiera. Cuando volví del trato del terraplén, me di
cuenta al tiro que mi vieja, la Nilda, se estaba entendiendo con Domingo, el mocetón.
Ella me negó todo y se puso más cariñosa que nunca; quería hacerlo todas las noches.
Para uno, patrón, que algo sabe de mujeres, eso es una demostración clara que alguien le
está manteniendo la tetera caliente cuando uno no está.
Aquí el hombre se detuvo nuevamente, tornándose más cabizbajo.
- Continúa, hombre, continúa- le espetó don Diego, quien meditaba en la increíble
sabiduría campesina; ¡Lo que el hombre percibía en la actitud de su esposa era tan viejo
como el mundo!-.
- Bueno, patrón, acortando camino, todo resultó cierto. Pero lo peor es que
después de muchas peleas no pasó nada y.. ahí estamos, como si fuéramos un
matrimonio de tres. Ella firme porque como es tejedora de mantas, y de las buenas, tiene
su propia plata; y yo, que quiere que le diga, estoy acostumbrado a mi casa, a la comida
de la vieja y, para peor de males, está cada día más mejor para la cama. Yo, la verdad es
que... como que me he acostumbrado, pero yo sé patrón que no está bien. Los chiquillos
no entienden nada y una situación así llama a la desgracia; un día llego borracho y lo
acuchillo o él me despacha a mí.
- Tienes toda la razón, Jesús. Tenemos que poner fin a esto muy luego. No digas
nada de lo conversado. A la Nilda dile que viniste, porque querías asegurarte el trabajo
en el terraplén en la primavera. Lo demás, déjamelo a mí.
El siguiente caso se trataba de dos vecinos, cuyas propiedades estaban separadas
por el río Titinvilo. La disputa era por una isla que, según como quedaran desplazados
los brazos del río después del invierno, se acercaba a una u otra propiedad y, de acuerdo
a ello, la isla era sembraba por el dueño de la propiedad más cercana. Ambos
171
propietarios, que habían respetado este acuerdo durante años, temían lo que sucediera
después de su muerte entre su numerosa descendencia, pues la isla era de buen tamaño y
muy buena para producir sandías y melones para temprano.
- Yo estoy dispuesto a resolverles el problema, siempre que ambos juren ante
Dios respetar mi decisión, lo que es regla absoluta de esta audiencia.
- Desde ya, su merced- respondieron los dos hombres al unísono.
- Bien- prosiguió don Diego-. Conozco bien la isla y la verdad es que no
pertenece legalmente a ninguno. Pero eso lo podemos arreglar en beneficio de ambas
familias. Ustedes me van a firmar un documento donde declararán junto con cinco
testigos que ambos han ocupado la isla pacíficamente durante más de diez años, sin
mencionar que unos años la ha sembrado uno y los demás el otro.
Don Diego los miró a ambos, ya que muy atentos no le quitaban la vista de
encima y continuó.
- Con eso constituimos legalmente la propiedad de la isla en beneficio de ambos,
alegando ocupación pacífica y sin reclamo de terceros. Inmediatamente después,
firmaremos un acuerdo en el cual ustedes se dividen la isla en partes iguales, de norte a
sur. Para dejar establecida definitivamente la división, una vez que baje el río voy a
delimitar las propiedades, dejando hitos de concreto en cada una, más allá de la altura
máxima del río, que marcarán la prolongación del límite. Así, cada primavera, les
bastará tirar una cuerda entre ambos hitos para establecer la división correcta. Lo que le
pueda llevar el río a cada cual no alterará esa división y no habrá compensaciones
posteriores. Una vez redactados los documentos por mí, todos los descendientes deben
firmar una declaración jurada en que se comprometen a no litigar más sobre el asunto y,
en señal de agradecimiento a nuestro Señor levantarán una gruta en la parte más alta de
la isla, donde colocarán una imagen de la Virgen del Carmen que yo les regalaré.
Los dos hombres se miraron asombrados por lo clara y justa de la solución. ¡Y
ellos que se habían quebrado la cabeza tantos años, sin poder resolver el problema!
- La verdad, su merced, es que todo lo que se dice de su sabiduría, no le hace
justicia -señaló el mayor de los dos-. Por supuesto que aceptamos ¿No es cierto,
compadre?
- Desde ya, su merced, y muy agradecido.
- Bueno, cuanto antes tráiganme los títulos de las propiedades de cada cual y los
nombres de todos los descendientes. Cuando yo tenga los papeles preparados, les aviso
y hacemos toda la ceremonia. En primavera efectuaré la división y construiremos los
hitos.
- Que Dios lo bendiga, su merced exclamó el mayor
- Y la Virgen Santísima lo proteja replicó el otro-.
Después de que se retiraran los dos vecinos del Titinvilo, Ofelia abrió la puerta y
entraron cuatro mujeres de mediana edad, quienes de inmediato comenzaron a hablar al
mismo tiempo.
- A ver, hijas, de a una por favor -solicitó don Diego-.
- Bueno, su merced, yo soy la mayor. Me llamo Carmen.
- A ver, Carmen, explícame lo que las trae por aquí.
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- Venimos, su merced, en busca de solución a un problema de herencia.... si es
que se puede decir así. Usted sabe, señor don Diego, que don Alfonso Sepúlveda falleció
hace más de dos meses.
- Sí, me enteré, hija. No lo conocí personalmente, pero creo lo llamaban el “Potro
Sepúlveda” y tenía una muy buena propiedad en la costa.
- El mismo, señor, el mismo. Y de esa propiedad, donde vivimos, venimos
nosotras. Salimos hace tres días para venir donde su merced.
- Bueno, hija, y cuál es el problema.
- Resulta su merced, que todas, las cuatro, tenemos hijos del finado Alfonso;
dieciocho vivos, en total, más seis finaditos.
- Ahora entiendo el apelativo de “Potro"-les espetó don Diego, riendo con ganas-.
- Así es, su merced. El finado era harto "ganoso", pero bueno como el pan, señor.
¿No es cierto, comadres?
- Cierto, comadre- contestaron las otras tres-.
- Además, su merced, era un hombre muy sabio. Nos mantuvo a las cuatro en la
misma casa y logró que no peleáramos nunca. Estábamos advertidas de que la que
iniciara un embrollo se quedaba fuera de su cama por un mes. La que repetía el
numerito, tenía que irse, con críos y todo. Y así pasamos a formar todos una sola
familia; claro que la casa es harto grande.
- Bueno -insistió don Diego-, y ¿Cuál es el problema?
- La cuestión, su merced, es que el finado no dejó testamento… ni tampoco
reconoció, ni siquiera inscribió, a ninguno de sus hijos. Nosotras sabemos cómo es la
regla de este tribunal y estamos dispuestas a acatar lo que usted disponga, Usía.
Don Diego meditó unos minutos, admirado tanto de la increíble situación, como
de la sabiduría del finado “Potro".
- Bien, hijas, aquí hay dos caminos: uno fácil y otro difícil. El difícil, además de
lento, es tratar de que les reconozcan los hijos de don Alfonso mediante la presentación
de testigos. Eso requiere publicaciones en el diario y una serie de trámites en el pueblo.
Don Diego las miró, viendo la negativa en los ojos de las cuatro mujeres.
- El otro camino es que yo divida la propiedad, provisoriamente, entre los
dieciocho hijos y los hermanos del finado, si los tiene, nombrándolas a ustedes tutoras
de los menores de edad. Una vez transcurridos cinco años, si no hay reclamos de otros
herederos, podemos inscribir legalmente las propiedades y concluir el asunto.
- Eso último nos parece bien, señor, y... hermanos vivos no tiene ninguno. Él era
el menor y falleció pasado los ochenta -respondió la que actuaba la vocera-.
- Lo otro que tengo que saber es si no hay más hijos, pues pueden pedir su parte.
- Eso no, señor. El finado era el hombre más casero y fiel del mundo -volvió a
responder la mayor-. Cuando llegó a trabajar con su padre, hace más de cuarenta años, a
la primera que llevó a su casa fue a mí, que andaba en los quince. Después fue trayendo
a las otras chiquillas. Nunca se escuchó ninguna cosa por fuera de la casa -se quedó
meditando un rato- salvo, claro está, su merced, que haya dejado huachos por ahí antes
de volver a su terruño, del cual salió siendo niño. Pero verdad es que nunca contó nada.
No hizo testamento, porque decía que llamaba a la muerte, siempre habló de nuestros
173
hijos como sus únicos herederos.
- Bien, hijas. Lo haremos así y si se presenta algún reclamo, cosa que yo no creo,
ahí lo veremos. Eso sí, los papeles de la propiedad, los nombres de ustedes y de todos
los hijos, con sus edades. Además, ahora vamos a aprovechar de inscribirlos.
La mujer mayor se arremangó las faldas y sacó un rollo de papeles.
- Creo que aquí está todo, su merced.
Don Diego se dio el tiempo de revisar los documentos cuidadosamente, ya que,
por la distancia a la costa, no era fácil comunicarse con ellas y constató que todo estaba
en orden.
- Bien, hijas, vuelvan en un mes y yo les tendré todo preparado.
- Muchas gracias, su merced -respondió la mayor-. Nosotras no tenemos cómo
pagarle, pero desde ya, queremos que sepa que cuenta con nosotras para lo que se le
ofrezca. Si quiere ir a pasar unos días a la playa, tiene su casa donde nos daría el placer
de poder atenderlo como corresponde. ¿No es así chiquillas?
- Así es, comadre. Nunca será mejor atendido, su merced.
Después vinieron tres casos, relativamente simples, de litigios de vecinos.
Cuando finalizó la audiencia, ingresó Ofelia:
- ¿Desea que llame a Manuel, don Diego?
- No, Ofelia, te necesito a ti. Dime, Ofelia, Ccuál es la más "caliente" de todas tus
chinas?
A Ofelia se le iluminaron pícaramente los ojos, mientras pensaba: "Por fin se
decidió, ha sido el curita el que lo convenció.”
- Don Diego la sorprendió:
- No, Ofelia, no es lo que tú piensas.
Riéndose de haber adivinado el pensamiento de Ofelia, la encaró:
- Ahora, mujer endemoniada, responde mi pregunta.
- Bueno, patrón, sin duda es la Verónica.
- Muy bien, Ofelia, escúchame bien. Tú conoces a Nilda, la mujer de Jesús
Ceballos, que se dedica a tejer mantas; dicen que es de las mejores. Quiero que hables
con ella para que reciba a Verónica y la inicie en el arte de tejer. Obviamente, será
remunerada por ello.
- Claro, don Diego- respondió sonriendo Ofelia-. Va a ser fácil, porque conozco a
una hermana de ella, que es casada con uno de los inquilinos antiguos. Déjelo en mis
manos.
Después de dejar el salón, Ofelia se reía sola. Como era lógico, estaba
perfectamente enterada del enredo en casa de Jesús Ceballos. Pensó para sí misma:
"Harto zorro el patrón. Esta vez, con una simple tachuelita, va a sacar un
tremendo clavo".
En la tarde, aunque era domingo, don Diego aprovechó para dar una última
recorrida al campo antes de su viaje a Río Claro. El cielo había despejado
completamente y, a la hora de su regreso, hacía un frío que pronosticaba una inminente
helada. Manuel lo esperaba junto a Antonio Painevilo, mayordomo de ganado.
- Los mandé llamar, pues los toros van a llegar el martes y yo no voy a estar. Me
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los encierran cada uno en su pesebrera. Durante las primeras veinticuatro horas les dan
solamente agua y un poco de pasto enfardado. Después les van aumentando poco a poco
el pasto y, al tercer día, les dan la ración completa, con avena y maíz chancado; tal como
está en el cuaderno.
- No se preocupe, patrón- le respondió Manuel-. Ya tenemos todo arreglado.
Cuando llegue se los vamos a tener recuperados, cepillados y brillantes.
Una vez que se retiraron los mayordomos, se encerró en su escritorio a estudiar
todos los antecedentes del Banco de Maule que le habían mandado por correo para la
reunión de directorio del martes. Anotó una serie de datos y algunas ideas que quería
proponer. Por último, puso al día su bitácora con las últimas novedades del campo.
Como sucedía siempre en la víspera de sus viajes a Río Claro, Ofelia lo despidió
con una cena especial. De entrada te tenía una tartaleta rellena con fondos de alcachofa y
crema; luego una sopa de zapallo y, de plato de fondo, cordero a la menta, una de sus
recetas preferidas, de las muchas que don Diego había traído de Inglaterra. Después de
coronar la comida con un abundante plato de "leche asada", don Diego se retiró a la
salita a escuchar las noticias de la BBC, acompañado de su acostumbrado coñac.
- El fin de la despedida-

El martes el directorio del banco se inicio a las diez de la mañana, con el usual
comité de créditos. Se interrumpió para almorzar y continuó a las tres, con un detallado
análisis del estado de situación al 31 de Mayo. Don Diego pidió la palabra para plantear
lo que había estado estudiando el domingo en la noche:
- Señor presidente, señores directores. He analizado con mucha calma el estado de
situación y me gustaría hacer una proposición. Como ustedes observan, y ello está
perfectamente acorde con nuestra función bancaria, el sesenta y cinco por ciento de
nuestro activo esta compuesto por colocaciones, las cuales por definición son activos de
riesgo.
Observó a los demás directores que lo miraban con expectación, tratando de
adivinar para dónde iba. Don Diego continuó:
- Sabemos, también, que un alto porcentaje de esas colocaciones son créditos
otorgados a nuestros clientes para especular en acciones, las cuales están otorgadas en
garantía a nuestro banco. Ustedes conocen mis aprehensiones respecto al valor futuro de
esos títulos y, creo que debemos tomar algunos resguardos, los cuales afortunadamente
son posibles. Si ustedes observan, verán que como banco también tenemos fuertes
inversiones en acciones; prácticamente veinticinco por ciento del activo total. Mi
opinión es que debemos disminuir el riesgo, cambiando esas inversiones en títulos
accionarios por inversiones en oro. En este momento las acciones están a su nivel
histórico más alto y, como consecuencia de lo mismo, el valor del oro está deprimido.
Por lo tanto, es un momento muy oportuno para comprar.
Varios directores comenzaron a hablar al mismo tiempo y el presidente tuvo que
solicitar orden, otorgándole la palabra a don Santiago Escala.
- Presidente todos conocemos la forma de pensar de don Diego Y obviamente la
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respetamos, porque sabemos de sus estudios y conocimientos. Sin embargo, son muchos
los expertos internacionales que avalan la posición tomada por el banco, que es la misma
que han seguido los grandes bancos, tanto nacionales, como extranjeros.
Don Santiago observó las expresiones de los directores, viendo que la mayoría lo
acompañaba, y prosiguió.
- Es más, como ustedes saben, estas inversiones han sido altamente rentables para
el banco. Recuerden que cuando tomamos el acuerdo de comprar acciones fue con un
tope del cinco por ciento del activo y hoy, a poco más de un año y medio, ellas han
aumentado de valor hasta llegar al veinticinco por ciento, como observa don Diego. Al
mismo tiempo el activo del banco ha crecido, lo que demuestra la bondad de la
inversión. ¡Han multiplicado más de cinco veces su valor! He de recordarles que eso fue
lo que nos permitió dar un jugoso dividendo a los accionistas y fijarnos una dieta
adecuada a nosotros, los directores. ¿No le parece, don Diego, un excelente negocio?
- Mi estimado don Santiago, excelente negocio va a ser el día que se vendan, es
decir, el momento en que efectivamente se "realice el negocio". En el intertanto,
mientras más suban mayor es el riesgo, y esos dividendos y dietas se están girando
contra "utilidades eventuales", no "utilidades ciertas". Yo considero, como se los
expliqué latamente el mes pasado, que el valor de las acciones no corresponde a ninguna
realidad objetiva y, en la eventualidad de un desplome de su valor, que considero
probable, no tenemos resguardo alguno. El oro tiene dos virtudes para este caso: un
valor intrínseco indiscutible y el hecho de que su precio juega a la inversa de las
acciones; si éstas llegan a caer, el oro subirá fuertemente.
El hacendado se detuvo un instante y vio cómo su suegro lo miraba en señal de
desaprobación. Decidió concluir su intervención:
- A todo evento, aprovecharíamos lo ganado con las acciones y diversificaríamos
nuestras inversiones, lo que siempre es prudente.
Los únicos directores que lo acompañaron fueron el presidente, don Benjamín
Urrejola, y su viejo amigo don Martín Osorio, presidente del Club Social. Llevada a
votación, la proposición fue denegada por amplia mayoría.
Acompañado de su suegro, a quien había invitado a cenar, caminaron hacia su
casa, sin que cruzaran palabra en el camino. Cuando llegaron, Angélica le río la puerta y
Elvira se acercó a saludarlos. Les informó que Rosaura había solicitado que no se le
molestara, pues estaba con jaqueca. Luego, ambos se dirigieron directamente al
escritorio.
Después de preparase sendos vasos de Whisky, don Antonio abrió la
conversación:
- Diego, lamento que en su primera sesión de directorio haya sufrido un traspié.
Quizás fue un poco imprudente intentar, de inmediato, variar la política de inversión del
banco...
- Mi querido Antonio -lo interrumpió don Diego con cara de mucha preocupación-
no es problema de prudencia, es materia de obligación. Ojalá me equivoque, pero yo
estoy convencido de mi planteamiento y, por lo tanto, tenía que hacer lo posible porque
el banco tomara algunos resguardos mínimos. Y, dejando a los bancos, usted Antonio ya
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ha ganado una fortuna que normalmente cuesta generaciones amasar. ¡Venda, rescate la
hipoteca de su fundo y podrá vivir como un rey el resto de sus días! ¿Se da cuenta cuál
sería su posición si yo tengo razón?
Don Diego esperaba una respuesta agresiva de su suegro, mas lo vio muy
pensativo.
- Sabe, Diego- se interrumpió un momento y luego continuó-... lo que voy a
plantearle, mi querido yerno, tiene que quedar entre usted y yo. La verdad es que he
comenzado a atemorizarme. Es mucha ganancia, muy rápida, algo a lo que no estoy
acostumbrado. Además, mi hijo Antonio me escribió de La Serena. Él también hizo una
fortuna, especulando en acciones. Estoy hablando de una fortuna varias veces mayor que
la mía. Hace quince días, vendió todo e invirtió en oro. Va a venir pronto a vernos, por
la salud de Rosa Ester, y me pidió le buscara un fundo. El es de acá y no se acostumbra
en el norte. Con lo que ha ganado, puede comprarse un estupendo campo y dotarlo de
ganado. En todo caso, le respondí que eso lo hablara personalmente con usted, que está
más activo en ese ambiente.
Se quedó un rato silencioso y prosiguió
- Todo ello, más la salud de Rosa Ester, me llevó a tomar una decisión que usted
va a ser el único en saber, por el momento. Al 31 de diciembre, voy a liquidar todas las
acciones. Como usted dice, con ello tendré tranquilidad económica el resto de mis días.
Después que se haya ido Rosa Ester, voy a comprar una casa en Santiago, donde he
hecho muy buenos amigos, y pasaré una temporada aquí y otra allá. Usted me conoce,
Diego; lo más probable es que me case con una dama santiaguina... algo ya tengo visto;
a usted se lo puedo adelantar, porque como hombre entiende esas cosas.
Don Diego, aunque ya sabía de la existencia de la dama en cuestión, que por su
edad podía ser hija de su suegro, no dejó de asombrarse con su cinismo. Se lo imaginó
bailando "charleston" con la joven y transformándose, como nuevo rico provinciano, en
el hazmerreír de la sociedad santiaguina, percibía que el interés de la joven era
solamente por la fortuna. Se sobrepuso a su molestia y se preocupó de lo inmediato.
- Antonio, si tiene tomada una decisión ¡Hágalo ya! no espere. Tiene una gran
fortuna que se le puede escapar de las manos.
- Tranquilo, Diego, no hay que precipitarse. Además, tengo compromisos con mis
socios, a los cuales debo dar aviso. Ellos, entre otras cosas, me van a nombrar director
de algunas sociedades en Santiago. Pero ves, al final te haré caso.
- ¡Ojalá no sea demasiado tarde, Antonio! ¡Ojalá no sea demasiado tarde! -terminó
don Diego, sabiendo que no ganaba nada con argumentar y bastante molesto con la
actitud de falta de respeto para con Rosa Ester-.
Después de cenar, don Antonio se retiró a jugar al naipe al club. Elvira y don
Diego quedaron solos en el salón. Fue ella quien inició la conversación:
- Lamento, Diego, lo del banco. Sin embargo, creo que usted cumplió con su
obligación.
Se quedó mirando y, como su ceño continuaba fruncido, dijo:
- Intuyo, mi querido cuñado, que su molestia está relacionada con la conversación
que sostuvo con mi padre.
177
- Sí Elvira, así es, pero tengo los labios sellados por un compromiso con su padre.
- Poco lo conoce usted a todavía Diego. Le debe haber contado lo mismo que me
relató, bajo promesa de secreto. Se trata de la decisión de mi hermano, su propósito para
liquidar las acciones a final de año y sus grandiosos planes para después de la muerte de
mi madre.
- Así es, Elvira, así es. Me perdonará usted, pero el cinismo de su padre me tiene
anonadado. Y en cuanto a sus acciones, creo que diciembre puede ser demasiado tarde.
En ese caso, quedaría en la calle y la doncella santiaguina se esfumaría en un santiamén,
junto con sus amigos capitalinos.
- Lo que seguramente no le contó es que la decisión de mi hermano se debió, en
gran parte, a una carta que le envié donde le relaté, pormenorizadamente, sus opiniones
respecto al asunto de las acciones. Me alegro que haya vendido y tenga una fortuna
consolidada. Usted lo conoce poco, Diego, pero él y su esposa Eugenia son excelentes
personas. Antonio quedó muy bien impresionado cuando lo conoció a usted; ya verá que
serán buenos amigos.
- A mi también me causaron muy buen efecto. Se ven gente sana. Voy a ponerme
desde ya, en campaña para buscarle un campo. Aunque el momento ideal, si se cumple
mi pronóstico, es después del desplome de las acciones, en que habrán muchas
haciendas en venta. Le voy a escribir, poniéndome a su disposición para ayudarlo en su
traslado e instalación.
- En todo caso, vendrá muy pronto Diego, pues desea ver a mi madre. Yo le
avisaré a Quillacahue la fecha de su llegada, a ver si usted puede venir.
- De todas maneras, Elvira, de todas maneras; tengo muchos deseos de verlo. Y, a
propósito, ¿Cree que será posible visitar mañana a su madre?
- Me parece que sí, Diego. Curiosamente, desde el sábado ha estado más lúcida.
Me temo que pueda ser la mejoría que precede a la muerte.
- Acompáñeme mañana antes del almuerzo a verla, Elvira.
- Por supuesto, Diego. Eso la pondrá muy contenta.
Don Diego vio que gruesas lágrimas corrían por la cara de Elvira y, tiernamente,
se acercó y le enjugó las mejillas.
Antes de retirarse a su habitación, pasó a despedirse de Rosaura.
- Perdone, Diego, que no lo haya podido recibir en todo el día, pero he tenido una
jaqueca insoportable. Me alegro que haya convidado a comer a mi padre. El pobre está
muy solo con esta famosa enfermedad que ha inventado mi madre.
- Rosaura, lamento mucho sus malestares; sin embargo, me veo en la obligación
de rogarle que apenas se sienta un poco mejor, vaya a ver a su madre. Rosa Ester se está
muriendo.
- ¡Ay, Diego! Ella ha pasado la vida muriéndose. Es ella la que debería haber
venido a verme.
- No, Rosaura, está equivocada. Su madre se muere.
- Bien, Diego, bien. Por usted iré cuando el doctor me autorice. Que duerma bien,
Diego, y que Dios lo bendiga.
- Lo mismo le deseo a usted, Rosaura.
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A la hora del desayuno se encontraron en la mesa Elvira, su esposo Jaime, Don
Diego y Dieguito. El chico se notaba ansioso por conversar con su padre y, tomándose
de un golpe la leche, lo abordó:
- Papá, ¿Puede explicarme qué razón tiene el gobierno para entregar Tacna a los
peruanos?
Se quedó callado, como asustado por su brusquedad, hasta que su padre lo
conminó a seguir.
- Continúa, hijo, continúa. Quiero saber exactamente lo que te inquieta.
- Bueno, papá. Usted sabe lo que me gusta a historia y todos los casos de guerra
que yo conozco han significado que el triunfador se quede con los territorios
conquistados. Basta mirar el mapa de Europa y comprobar que se ha ido conformando
según quién triunfa en cada guerra. Sin ir más lejos, Alemania no sólo perdió territorios,
sino que fue obligada a pagar indemnizaciones a los triunfadores de la Primera Guerra
Mundial. En el caso nuestro, a través del “Tratado de Lima”, no sólo devolvemos Tacna,
sino que adquirimos otros compromisos, como pagar seis millones de dólares al Perú,
además de otorgarles parte el puerto de Arica. Yo creo que Chile, en justicia, debió
haberse quedado con gran parte de Bolivia y Perú.
- Bien, hijo, vamos por partes -respondió el hacendado-. En primer lugar, te
felicito por tus conocimientos históricos y también por tu fervor patriótico. Ahora,
escucha un segundo y verás que existe otro enfoque del problema. Lo que tú dices de
Europa es cierto, sin embargo, te faltó continuar con tu análisis. El mapa de Europa
nunca deja de cambiar, los ayer derrotados cuando se recuperan reconquistan su
territorio y, si pueden algo más... con lo cual dejan sembrado el germen de la próxima
guerra. La forma como los países triunfadores han tratado a Alemania transformará a
Hitler en un líder y, más temprano que tarde, tendremos una Segunda Guerra Mundial.
Como tú vez, con ese criterio no tendremos nunca paz.
- Perdón, padre -interrumpió el muchacho- pero, ¿Usted cree que el tratado
garantiza la paz con Perú?
- Evidentemente que no, hijo; siempre tendremos conflictos, pero es un paso
adelante, un camino distinto que los países jóvenes estamos intentando para no caer en
los errores de Europa, y como antes sucedió con Egipto, Grecia, Roma, en fin... No
olvides que a raíz de la guerra del Pacífico, nos quedamos con un gran sector de Bolivia,
que incluye toda la zona salitrera. En cuanto a Perú, con este acuerdo nos quedamos con
15 000 kilómetros cuadrados de los 24 000 en disputa y se fija una clara línea divisoria,
diez kilómetros al norte del ferrocarril de Arica a La Paz. Aunque puede ser un pequeño
avance, es un paso en el sentido correcto.
- Excúseme, padre, pero yo creo que lo importante es ser cada vez más grandes e
importantes como país. En la historia no ganan los que ceden; ganan los que se imponen.
Se silenció un rato y, ya perdida la timidez, siguió desarrollando su tesis.
- Deberíamos haber aprovechado esta oportunidad para adquirir una importancia
como la de Argentina. Perdimos la oportunidad y eso nos va a acarrear problemas en el
futuro. Esa es mi modesta opinión, papá.
- De modesta no tiene nada, hijo. Pero está bien; es tú opinión y yo la respeto.
179
Sólo ruego a Dios que te equivoques.
Don Diego salió poco después a sus trámites y regresó a mediodía a buscar a
Elvira para ir a ver a Rosa Ester. Cuando ingresaron al dormitorio, la encontraron
acomodada en sus almohadones. El coqueto maquillaje que le habían puesto no era
capaz de ocultar su cadavérico aspecto. Elvira se sentó en la cama, a su lado, y don
Diego se agachó para darle un beso en su descarnada mejilla.
Rosa Ester trató de incorporarse, pero no lo logró. Con una voz apenas audible,
casi un susurro, se dirigió a ambos:
- Me alegro.... los dos juntos; no olvides lo que te confidencié... Diego.
Aspiró aire con dificultad y, después de un largo intervalo, continuó:
- Antonio... Elvira; preocúpense de él. Deseo que se case, mas me temo que si le
va bien, lo va hacer con una mujer demasiado joven. Si le va mal, Antonio se acaba.
Don Diego la interrumpió para que no se esforzara más:
- No se preocupe, Rosa Ester. Los dos le tenemos mucho cariño y, en ningún
caso, lo vamos a dejar solo.
- No se inquiete, mamá. Puede estar tranquila -ratificó Elvira que, después de un
instante, prosiguió-. Por lo demás, usted se va a mejorar y tendrá que seguir
soportándolo.
- No, hija mía, no... Me voy muy luego.
Se detuvo un momento para tomar aire y continuó:
- No voy a alcanzar a conocer a mi nieta, hija de Rosaura. No dejen sola a
Rosaura... Ella necesita mucho amor, aunque no sabe ni conseguirlo, ni retribuirlo. Pero
no la abandonen. Yo... yo estoy lista. Ya no puedo hacer más, me voy a reunir muy
pronto con mis padres. Voy a ir a cuidar a Andresito, Diego, y a todos los que se fueron
antes.
No bien terminó de hablar, se sumió en un profundo sopor. Como sabían que el
doctor pasaría pronto, don Diego y Elvira se quedaron tomando un café en la casa de
Antonio y Rosa Ester.
- Afortunadamente, no sabe que la damisela joven ya existe- comentó Elvira- .
- No estoy tan cierto, Elvira querida. Su madre es capaz de reservárselo, para no
provocarnos mayor sufrimiento.
- Puede tener razón, Diego. Pobre mujer, se merecía más de la vida de lo que
obtuvo. Dio mucho y recibió muy poco.
- Para ciertas personas, Elvirita, el dar es autogratificante. Yo creo que ése es el
caso de Rosa Ester. En todo caso, muy pronto va a tener la recompensa que se merece.
El doctor pasó por el salón, después de visitar a Rosa Ester.
- Elvirita, don Diego; me temo que éste es el fin. Doña Rosa Ester no llega a esta
noche. Creo que deben tomar las providencias del caso y avisar a los familiares.
- Doctor, si es así, mi hermano Antonio que vive en La Serena, no va a alcanzar a
llegar.
- Me temo que no, Elvirita. Igual avísele pronto, para que logre arribar a los
funerales.
Don Diego y Elvira se dirigieron a la casa del primero a preparar todo lo
180
necesario.
Elvira, con mucha firmeza, obligó a Rosaura a vestirse y en un coche cerrado la
trasladó a la casa de sus padres.
Don Diego puso un telegrama a Quillacahue, avisándole a Ofelia y a Manuel
Cofré, después llamó al obispo Arrau y quedaron de encontrarse, de inmediato, en la
casa de doña Rosa Ester. Luego llamó al club para avisarle a don Antonio. Camino de la
casa de su suegra paso a buscar a Dieguito al colegio y, sacándolo de clases, le explicó
la situación.
Rodeada de don Antonio, Rosaura, Elvira, don Diego y Dieguito, doña Rosa Ester
comulgó y recibió la extremaunción de manos del obispo... Luego comulgaron todos los
asistentes y recibieron la bendición de monseñor Arrau: "Benedícat vos omnipotens
Deus, Pater, et Fiflus et Spiritus Sanctus, amen".
Rosa Ester no volvió a recuperar el conocimiento, falleció a las nueve de la noche
de ese miércoles 26 de junio de 1929.
El obispo comenzó las oraciones. Estas prosiguieron ininterrumpidamente,
dirigidas por él o por el padre Zañartu y acompañadas de los estridentes llantos de las
"lloronas" contratadas por Ofelia, hasta el momento de la misa en la catedral, el viernes
a mediodía.
Ipsis, Domine, et ominbus in Christo quiescentíbus, locum refrigerii, lucís et
pacis, ut índulgeas, deprecamur. Per eudem Christum Dominum nostrum. Amen. Nobus
quoque peccatoribus…72
Antonio hijo y su esposa, Eugenia Munizaga, llegaron en tren acompañados por
Ricardo Larraín que los había esperado en Santiago, recién a la medianoche entre el
jueves y el viernes.
A los impresionantes funerales de doña Rosa Ester, realizados el viernes después
de una misa en la catedral, acudió prácticamente todo Río Claro. No faltaba nadie de
todos sus conocidos y amigos. Don Diego percibió que Douglas Pomeroy, gerente de
Duncan Fox, se encontraba alejado del grupo y con la cabeza gacha. Parecía muy
acongojado.
También llegaron los campesinos del campo de don Antonio y los más antiguos
de Quillacahue encabezados por Ofelia y Manuel. Doña Rosaura lucía espléndida y fue
el centro de la escena, tanto en los días y noches de oración, como en la misa, hincada
en su reclinatorio al lado de su padre, muy adelante de las bancas de la catedral,
posteriormente en el cementerio, donde lloró en forma desconsolada. Una vez
introducido el féretro en un nicho del mausoleo de la familia Etchevers, el obispo Arrau
dijo las últimas oraciones y bendijo a los dolientes: Benedicat vos omnipotens Deus,
Pater, et Filius et Spiritus Sanctus.
- Amen.
Don Diego y Elvira se quedaron unos minutos orando. Al retirarse el hacendado y
su cuñada, vieron desde lejos como Douglas Pomeroy depositaba una rosa roja frente al
72
Te suplicamos, Señor, que a estos, y a todos los que descansan en Jesucristo, les concedas el lugar
del refrigerio, de la luz y de la paz. Por el mismo Jesucristo Nuestro Señor. Amén. También a nosotros
pecadores...
181
nicho y se quedaba solo, arrodillado frente a él, cuando creía no ser visto por nadie,
ambos se miraron y no pudieron dejar de sonreír.
Rosaura, alegando estar agotada, logró convencer a su padre para que las
expresiones de pésame de los días siguientes fueran recibidas por la familia en su casa y
no en la de don Antonio, de esta manera representaba el rol de principal doliente.
En la tarde, junto a Rosaura, don Antonio, Elvira, Antonio y Eugenia recibían a
quienes venían a expresar su dolor a la familia. En los días siguientes, todo Río Claro se
presentó en su residencia a presentar sus condolencias. Al anochecer los hombres
pasaban con don Diego a su escritorio, para comentar las novedades locales.

El hacendado y Elvira estaban realmente impresionados por la actitud de Rosaura,


quien lucía espléndida y se había olvidado de sus náuseas y malestares. No dejó lugar a
dudas respecto de quién era el personaje principal de la familia Etchevers-lturriaga.
El lunes, a petición de Antonio hijo, don Diego se encerró con él en su escritorio.
Antonio tenía las hechuras de su padre: grueso, aunque un poco menos barrigón, ancho
de espaldas, con la misma forma de cabeza, iguales ojos, idéntica cabellera y patillas,
similares bigotes, aunque un poco más delgados, como era la moda actual. Aunque de
un carácter distinto (era más inteligente y cultivado que su padre), Antonio conservaba
algo de su cinismo, tan propio de la sociedad en que vivían. A pesar de la bondad y
belleza un tanto voluptuosa de Eugenia, su esposa, tenía una bien merecida fama de don
Juan; tanto en La Serena como en Río Claro.
Don Diego inició la conversación:
- Aunque las circunstancias son desafortunadas, me alegro de volver a tenerlos
por estos lados y me alegro, más aún, de saber que van a regresar a establecerse.
- Gracias, Diego, tú ya sabes que mis intenciones son dedicarme a la agricultura,
para lo cual requiero, perentoriamente, de tu ayuda desde la búsqueda de la hacienda a
comprar.
- La verdad, Antonio es que por tu padre recién me enteré de tus decisiones, a
comienzos de la de la semana pasada y me alegré mucho.
El hacendado, que había estado paseándose, se sentó en su sillón y continuó:
- Desde ya, cuenta con toda la ayuda que pueda prestarte. De hecho, he estado
averiguando acerca de algunos campos, pero antes quiero felicitarte por tu sabia
decisión. Por la conversación con tu padre supe de los montos tan importantes que tenías
invertidos en acciones...
- Lo que invertimos en acciones, hace dos años, fue el dinero producto de la venta
de una mina -lo interrumpió Antonio-. Era una suma elevada y, como tú sabes, el resto
lo hizo el alza desmesurada las acciones. La cantidad inicial se multiplicó varias veces.
Hacía tiempo que yo estaba inquieto, pero fue tu opinión, detalladamente explicada en
una carta de Elvira, la que me decidió. Mi padre nunca había estado muy convencido,
así es que se alegró de salirse de la especulación.
Meditó un segundo y agregó:
- Ahora Diego, que tuvimos suerte... la tuvimos. Es cierto, que podríamos doblar
182
el dinero nuevamente en unos meses como dicen algunos, pero... también podríamos
perderlo todo. En el tren tuve la oportunidad de hablar con tu amigo Ricardo Larraín, y
por lo que me contó hizo algo muy similar.
- Así es, Antonio. Con Ricardo hemos conversado mucho del tema y tenemos las
mismas aprehensiones. Lamentablemente en esta oportunidad no pude conversar con él,
pues de inmediato regresó a Santiago después del entierro. Ahora, yendo a lo tuyo,
¿cuándo crees que te trasladas de regreso?
- Yo espero estar por estos pagos con Eugenia, los cuatro niños y todos mis
muebles dentro de un par de meses. Mientras tanto, si sabes de algún campo, me avisas
Y, si es necesario, yo vengo.

- Casualmente, Antonio, ayer vino a darme el pésame don Alberto Quintana del
Pino, dueño de la hacienda Las Becacinas, que colinda con Quillacahue por el sur, río
Titinvilo de por medio. Don Alberto es oriundo de Cauquenes y se le presenta la
oportunidad de comprar unos viñedos en su zona, para lo cual tiene que vender Las
Becacinas.
Don Diego se detuvo, tratando de que sus palabras fueran lo más objetivas
posibles.
- Hasta donde yo sé, es un muy buen campo, con suelos similares a los mejores de
Quillacahue. Tiene ochocientas cuadras; se encuentra limpio y relativamente bien
trabajado. Además posee una muy buena viña de cepa del país. Si te parece, le
demuestro el interés necesario para poder recorrerla e informarme bien.
- Por favor, hazlo, Diego. El ser vecino tuyo me facilitaría mucho las cosas. Y si
la zona es buena para Moscatel de Alejandría, como tú me has comentado, podría
producir aguardiente, ya que tengo muy buena práctica en destilación, aprendida en el
campo de mi padre en Montepatria, donde elaboramos un muy buen "pisco" que como tú
sabes, es un aguardiente. Además, sería muy grato que nuestras familias convivieran
todos los veranos...
Se quedó meditando un rato y prosiguió:
- A pesar de que Rosaura no quiere mucho a Eugenia.
- Te equivocas, Antonio. No es que no quiera a Eugenia. Tiene un carácter difícil
con todo el mundo. Mira su relación con Elvira, a quien adora. Si no fuera por la
paciencia y comprensión de tu hermana menor, no podríamos convivir en la misma casa
con ella y Jaime. Y eso que Elvira se trasladó con camas y petacas, porque Rosaura la
necesitaba durante el embarazo. Sin ella esta casa sería un desastre y yo, cuando me voy
al campo, no tendría a quién confiar a Dieguito. Pero no te preocupes, yo ya he
aprendido a llevarla y, en las cosas importantes, me hace caso. Además, la simpatía de
Eugenia terminará por conquistarla. Ahora, volviendo a lo del campo, te puedo decir que
en mi opinión, el clima se presta no sólo para viñedos como el "moscatel de Alejandría",
sino también para algunas cepas francesas, como el "Cabernet", por ejemplo. Yo, a
183
modo de experimento, voy a plantar unos cuarteles este invierno en Quillacahue.
El domingo siete de julio, al regresar de misa, don Diego se dirigió al dormitorio
de Rosaura quien nuevamente se encontraba en cama. Quería acompañarla un rato, ya
que al día siguiente regresaba a Quillacahue.
- Pase, mi querido Diego, pase; siéntese aquí a mi lado. Usted no sabe cuánto
necesito su apoyo en estos momentos de dolor. No se imagina lo que es perder a un ser
tan querido... ¡Éramos tan unidas! ¿Cómo no me advirtieron de que estaba tan grave?...
Se fue y quedaron tantas cosas por conversar.
Don Diego no salía de su asombro. Rosaura acomodaba todo a su amaño y
conveniencia; y lo peor era que estaba francamente convencida de ello. ¿Rosaura
pensaba que él no sabía lo que era perder un ser querido? 0 sea que su esposa no se
percató de su dolor cuando murieron sus padres... ¡Ahora resulta que ella era tan unida
con su madre, cuando siempre la consideró un ser inferior, indigno de su amado padre y
jamás... jamás, tuvo confianza ni amistad con ella! Se queja, además, de que nadie le
advirtió de su gravedad, a pesar de todos sus ruegos porque fuera a verla, precisamente
por lo grave que estaba... Bueno, mas valía tomar las cosas como ella "creía que eran".
Don Diego, disimulando una sonrisa, pensó para sí: "Qué perfecto pasará a ser mi
matrimonio el día que yo muera; va a inventar cada cuento... ¡Ya me lo imagino!". Sin
embargo, contradecirla hubiese sido absolutamente inútil; para ella la verdad era la que
existía en su imaginación y de ahí no la sacaría nadie.
- Así es la vida, hija, por eso es que hay que demostrar día a día nuestro cariño a
los seres queridos.
- Así lo hice con mi querida madre Diego, pero no fue suficiente... se me fue antes
de tiempo.
- Lo importante, Rosaura, es que ella está bien ahora, junto a los que se nos
adelantaron. Además, ha dejado de sufrir. Los últimos meses los dolores eran
insoportables.
- Lo sé, Diego, lo sé. ¿Quién mejor que yo puede saber lo que es sufrir dolor y
malestar? -se quejó y acomodó con dificultad en la cama-. El que me preocupa, Diego,
es mi padre. Sé que es un hombre muy inteligente y capaz, como lo ha demostrado con
los brillantes negocios que ha realizado. Si antes no amasó una fortuna, fue por las
escasas oportunidades de nuestro mundo provinciano. Pero, cuando se presentó la
oportunidad, tuvo el buen criterio de aprovecharla. Ello demuestra su capacidad. Usted
lo ha visto cómo se ha puesto a la altura de sus socios chilenos y extranjeros, formando
una de las más sólidas fortunas de esta región. Lástima que usted y Jaime no siguieran
sus consejos. Mi querido hermano Antonio, que iba tan bien, se atemorizó; me parece
que por influencia suya, Diego.
- Bueno, Rosaura, no entiendo lo que le inquieta respecto de su padre, si usted
cree que tiene una fortuna tan sólida; cosa que, como usted sabe, yo dudo mucho.
- Ay, Diego, no siga con su porfía. Usted no sabe reconocer sus errores. ¡Mi padre
podría comprarse veinte haciendas como la suya!
- Ojalá lo haga, Rosaura, y pronto. Pero aún no me dice lo que la preocupa.
- Lo que me inquieta, Diego, es que mi padre es un hombre muy sensible, muy
184
sentimental. Dedicó sus afanes a hacer feliz a mi madre, con una delicadeza que pocos
hombres tienen con sus esposas. Su pérdida lo ha golpeado muy fuerte; temo que su
salud se resienta. Usted, que es su amigo, preocúpese de acompañarlo,... convídelo de
cacería, en fin, distráigalo. Luego será necesario que se vuelva a casar; no es hombre
para vivir sólo.
- No se preocupe, Rosaura. Antonio es mi amigo y me ocuparé de él. Luego lo
voy a invitar con otros socios del club a una "zorreadura". Sé que le gusta mucho.
- Gracias, Diego, gracias... Y escúchelo, Diego, escúchelo. Usted es muy joven y
puede aprender mucho de él. Por algo dicen: "Más sabe el diablo por viejo que por
diablo".
- No me cabe duda alguna, Rosaura; no me cabe duda alguna -ratificó don Diego,
sin poder evitar una sonrisa que su esposa no percibió-.

El lunes ocho de julio don Diego regresó a Quillacahue, preocupado por haberse
ausentado más días de lo presupuestado.
A pesar de haber llegado cuando quedaba poca tarde, lo primero que hizo
inmediatamente después de lavarse, fue dirigirse con Manuel Cofré y Antonio Painevilo
a ver a los toros. Los peones, entrenados para atender a los reproductores, los sacaron de
las pesebreras uno a uno, presentándolos como si estuvieran en una exposición; cada
uno conducido con un cabestro de cuero trenzado, que se prendía a la “jáquima”. Don
Diego los observó detenidamente. Todos eran muy buenos, pero evidentemente los tres
pardos eran los mejores. Como ya se conocía de memoria la mayoría de sus doscientas
vaquillas, se iba imaginando los lotes que asignaría a cada toro. La dificultad se
presentaba con los toros pardos, que eran los menos. El mejor lo cruzaría con un lote de
veinticinco vaquillas pardas, para tratar de consolidar el color y obtener toritos mestizos.
Los otros dos los asignaría a las blancas o rosillas pálidas, para darle más color a las
crías.

A esas alturas del mes de julio, el invierno se presentó sin clemencia. La lluvia
que comenzó al día siguiente de la llegada del hacendado, duró dieciséis días,
prácticamente sin interrupciones. Don Diego recorría diariamente el campo, donde las
únicas faenas eran forrajear al ganado y desaguar las siembras. El resto de las labores se
desarrollaban bajo techo: limpiar a mano lentejas y porotos, harnear trigo para el molino,
reparar las carretas con sus aperos, así como los arados y las rastras. En las tardes, al
entregar la ración de pan, se agregaba un litro de vino para contrarrestar el frío del
invierno y acortar las largas noches. Ofelia, por su lado, repartía quincenalmente las
raciones de charqui, longanizas y manteca. Los huevos los entregaba de acuerdo al
número de niños de cada trabajador.
En esos días de lluvias y viento los zorros causaron bastante daño; hambreados,
bajaban de los cerros a comerse las ovejas que en la noche quedaban indefensas en los
corrales y mediaguas. La hacienda había perdido más de veinte y los inquilinos sobre
185
cuarenta. Don Diego se puso de acuerdo con Manuel Cofré y los demás mayordomos
para organizar una "zorreadura” apenas escampara el temporal. El hacendado, además
de preocupado por la pérdida de las ovejas, lo estaba por la parición de las vacas, que se
iniciaría el 15 de agosto. Si no espantaba antes a los zorros, podría tener una fuerte
pérdida de terneros.
El lunes 22 de julio tuvo que dirigirse a caballo a Santa Elisa para tomar el tren a
Río Claro. Las lluvias habían tornado intransitable el camino para cualquier tipo de
carruaje, y don Diego debía asistir, al día siguiente, al directorio del banco. Salió
temprano, acompañado de José Gacitúa que llevaba un bolso con ropa para que el
hacendado se cambiara en la estación, antes de subir al tren. Fue una sabia precaución,
pues les diluvió todo el camino y llegaron empapados. Don Diego se secó, y cambió de
ropas, en la acogedora casita del jefe de estación.
Al llegar a Río Claro, se encontró con una Rosaura cada vez más desolada por la
muerte de su madre. Elvira y Dieguito ya no eran capaces de enfrentar la situación.
- Diego, perdóneme, pero mi hermana está loca- estalló Elvira, después de
saludarlo- . Llora todo el día por la pérdida de su "santa madre", la misma a quien en
vida siempre menospreció.
- Elvira querida, precisamente ésa es la causa. Las personalidades neuróticas,
antes de reconocer sus errores, alteran los hechos, convenciéndose a la larga de la
versión que los exculpa. Si no estuviera embarazada, le pondría las cosas en claro,
obligándola a reaccionar. En estas circunstancias lo único que puedo hacer es llamar al
doctor Norambuena.
Después de hablar por teléfono con el doctor, don Diego pasó a la pieza de su
esposa.
- Ay, Diego. Usted no se imagina cómo sufro. Esto es atroz, las náuseas por un
lado, y mi alma hecha trizas, por el otro.
- Rosaura, la comprendo perfectamente bien. Yo pasé dos veces por ese trance,
con mis padres. Y después los dos lo pasamos con Andresito. Debe pensar que ella está
mejor ahora y, desde allá, velará por nosotros.
- Lo sé, Diego, lo sé. Si los que sufrimos somos los que nos quedamos, no los que
parten. Lloro por la falta que me hará a mí... ¡Éramos tan unidas!
Cuando don Diego le preguntó a Elvira por don Antonio, pensando en invitarlo a
la “zorreadura”, ella hizo un gesto de menosprecio.
- El "santo varón" hace una semana que está en Santiago, revolcándose con su
futura "esposa".
- Elvira, Elvira... ¡Es su padre!
- Perdón Diego, lo sé, pero debiera tener un mínimo de consideración con mi
difunta madre. Es el comentario de todo el pueblo.
- Eso no me inquieta, Elvirita. Aquí nadie puede tirar la primera piedra. Se quedó
un rato meditando y miró a su cuñada a los ojos.
- Lo que me angustia es pensar en el futuro de Antonio; si le va bien, esa jovencita
lo va a arruinar; si se arruina sólo, ella lo va a abandonar. No hay muchas opciones.
- Así es, Diego, así es. Pero nosotros no podemos hacer nada. Antonio, mi
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hermano, va a tratar de adelantar su viaje para atender Los Avellanos , el campo que mi
padre dejó botado. Se acerca la época de las medierías y alguien tiene que hacerse cargo.
- Me alegro, Elvirita. No me gustaría tener que mezclarme yo en los negocios de
su padre.
El doctor vino en la tarde, confirmando la apreciación de don Diego.
- Le receté inyecciones calmantes que mi enfermera le pondrá. Una diaria. Ella no
quería, pues alegaba que era su obligación padecer por la muerte de su madre. Logré
convencerla, don Diego, con el argumento de que tanto sufrimiento podría afectar al
niño. Las inyecciones son inocuas para la criatura y mantendrán a doña Rosaura
adormilada hasta que se relaje un poco.
- Gracias, doctor. Afortunadamente usted ya conoce el carácter de mi esposa y
sabe cómo manejarla.
Al día siguiente, después de participar en el directorio del banco, dedicó la tarde a
conversar con Dieguito frente a la chimenea encendida. El joven, debido a la actitud
asumida por su madre, había comenzado a comprender las complejidades de su carácter.
Según explicó a su padre, eso lo inquietaba por un lado, pero lo aliviaba por el otro. Lo
inquietaba, porque se daba cuenta de que las relaciones con ella serían siempre difíciles
y le provocaba un gran dolor, ya que la amaba intensamente. Lo aliviaba, porque
comprendía que su obsesión por el sacerdocio no debía tomarla tan en serio, al provenir
de una persona con una personalidad tan embrollada, que lograba vivir en una curiosa
mezcla de verdad y fantasía.
Don Diego, mientras lo escuchaba, meditaba en lo difícil que sería para su hijo
encabezar a la familia, si es que él moría antes que Rosaura, lo que era lo más probable.

El miércoles, don Diego regresó a Quillacahue. El hacendado a pesar de su


entusiasmo no podía avanzar más en las labores del campo, a causa de lo corto de los
días invernales. Ello lo obligaba a recogerse temprano en “Las Casas”. A las seis de la
tarde ya estaba libre de sus ocupaciones de oficina y podía dedicarse, hasta la hora de
comer, a sus mayores aficiones: la lectura y la música. Leía, además de todas sus
suscripciones que le llegaban de Europa, dos o tres libros a la vez. Siendo un gran lector
de clásicos, tenía dentro de los contemporáneo una serie de autores predilectos.
Unamuno, García Lorca, los Machado, Juan Ramón Jiménez, Alberti, Vicente
Alexaindre, Ortega y Gasset, Baudelaire, Rimbaud, Borges, Neruda, Huidobro y Víctor
Domingo Silva ocupaban un lugar privilegiado en su biblioteca. De su último viaje a
Santiago, había traído "Alhué", de Gónzales Vera, recién salido de la imprenta; “El
Sonido y la Furia” de Faulkner, en su primera edición; y una edición de "Desolación", de
Gabriela Mistral, prologada por Alone. El libro que reunía "Crepusculario" y "Veinte
Poemas de Amor y Una Canción Desesperada", regalado por Elvira, siempre se
encontraba en su velador, junto a la Biblia.
La radio le había dado la extraordinaria oportunidad de escuchar los conciertos le
la BBC. Aunque la fidelidad del aparato no podía competir con la calidad de los
conciertos que él escuchara en Londres, o incluso en Santiago, sí le permitía disfrutar a
sus compositores preferidos: Vivaldi, Coreffi, Brahms, Mozart, Schumman, pero sobre
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todo Beethoven. Cada vez que sintonizaba alguno, no dejaba de maravillarse de la
técnica que le permitía escuchar, en un remoto valle de Chile, un concierto transmitido
en Londres. Adicionalmente, la radio a través de los noticiarios, le iba anticipando el
futuro de ese mundo nuevo, tecnológico, que el preveía. En la BBC había escuchado de
un reciente invento, llamado "televisión", que un inventor escocés venía desarrollando
desde 1926. Por lo que entendía, era una radio que, en un recuadro de vidrio, mostraba la
imagen del locutor o fotografías que éste expusiese. Consideraba impresionante la
velocidad con que progresaba la técnica; la capacidad de creación del ser humano
parecía infinita. Desafortunadamente, había otras noticias que mostraban la otra cara del
hombre: la de la destrucción. Don Diego, realista por naturaleza, estaba convencido de
que la paz duradera no había llegado al mundo, y que tarde o temprano vendría otra
guerra.
El trabajo, la lectura y la radio copaban el día de don Diego. Sin embargo, pese a
toda su actividad, don Diego no lograba resolver el problema de su cariño por Elvira, ni
menos, el de qué actitud tomaría él en el futuro respecto de ella y Rosaura. La muerte de
Rosa Ester hacía más potente su mensaje. Sobre todo ahora que recordaba a Douglas
Pomeroy y su rosa roja al escuchar un concierto en la radio que él le regaló.
Al fin decidió plantearle el asunto al padre Andrés durante el tradicional desayuno
y la posterior confesión, después de la misa del 28 de julio, dedicada a la memoria de
Rosa Ester.
Don Diego le relató, con lujo de detalles, su relación con Elvira y los consejos que
le diera su fallecida suegra, sin entrar a revelarle al curita el secreto íntimo de ella.
También planteó su desconcierto al no ser capaz de aclarar su posición, por primera vez
en su vida. Siempre había tenido actitudes claras, y sabía con certeza lo que le
correspondía hacer. No quería decir que siempre hubiera hecho lo correcto, pero tenía
muy claro cuándo actuaba bien o mal. Ahora se le presentaba un dilema desconocido: no
saber cuál camino era el bueno y cuál el malo. ¿No era un pecado, como consideraba su
suegra, dejar pasar una ocasión única de realizar un amor pleno? El se había forzado al
máximo con Rosaura y estaba convencido de que jamás tendrían un entendimiento
verdadero y profundo. El cura fue terminante:
- Mire patroncito. Usted se está enredando, porque quiere enredarse. Recuerde
que en su primera confesión, le enrostré su soberbia. Creía usted que sus fuerzas para
resistir el pecado eran superiores a las de los demás. Le manifesté que no había peor
falta que... sentirse un poco Dios. Recuerde que le hice ver que usted no estaba libre del
pecado original y tenía que ser más humilde en su fe y reconocer que era un pecador.
El curita calló un rato, como ordenando sus ideas, para luego continuar:
- Ahora, mi querido don Diego, su soberbia lo lleva a querer cambiar las reglas;
¡Sus reglas! en las cuales usted siempre ha creído. Su suegra no tiene nada que ver en
esto, ella lo aconsejó de acuerdo a su conciencia. Usted debe resolver de acuerdo a la
suya.
- Pero padre -reclamó don Diego- . ¡Si eso es precisamente lo que no logro hacer!
- No se da cuenta, don Diego, que está siendo tentado por el demonio, que para
ello toma siempre las formas más atrayentes. Recuerde la tentación de Cristo: "Eli, Eli
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¿Lama sabactani?"... "Dios mío, Dios mío ¿Por qué me has desamparado?" Usted no
quiere reconocer, en su tremenda soberbia, que lisa y llanamente desea pecar y todas sus
elucubraciones, disfrazadas de dudas éticas, son meras justificaciones.
Bien padre Andrés. ¿Qué debo hacer -preguntó, atribulado, don Diego- ?
- Usted lo sabe muy bien, don Diego; lo sabe mejor que nadie. Primero, igual que
Cristo cuando fue tentado, orar y pedir fuerza. Luego, tomar el único camino correcto:
dedicarse a su esposa. Debe amarla hasta el fin de sus días, haga lo que haga. Los
errores de ella no justificarán jamás los suyos. Después, preocúpese de su familia y, por
último, evite toda ocasión de intimar, aunque sea conversando, con su cuñada. ¡Ella no
puede ser su apoyo! ¡Recuerde que ella le está absolutamente vedada, para siempre!
- Tiene usted razón, padre. Es el único camino; me guste o no.
- Además, mi querido hacendado, sea razonable. Gran parte de lo que le sucede se
debe a su obstinación por una abstinencia que no le corresponde. Por evitar un pecado
menor, en una relación sexual intranscendente, está arriesgando uno mayor. Tenga muy
en claro que de llegar a cometer adulterio con su cuñada, estará destruyendo dos
familias. Piense que estaría condenando a un sufrimiento atroz a su hijo Dieguito y
mancillando de por vida a su hija, antes de nacer. Provocaría usted una desgracia de la
cual jamás se recuperaría. No sea pertinaz, don Diego; no se crea superior a los demás
hombres y busque alivio donde corresponde. Recuerde que grandes santos, como santo
Tomás y san Agustín han defendido la prostitución como una válvula de escape de la
sociedad que logra evitar males mayores.
- Lo sé, mi esposa siempre los cita para defender las actitudes licenciosas de su
padre. Sin embargo padre, lo siento pero yo no voy a seguir ese camino. No va con el
respeto que me debo a mí y a mis semejantes.
- Recuerde que ese respeto se lo debe, en primer lugar, a su familia. En la vida no
todo es absoluto, don Diego; a veces un mal menor evita un mal mayor.
- Los evitaré ambos, padre.
- Que Dios lo ayude, don Diego; que Dios lo ayude.
Haciendo la señal de la cruz, el padre Andrés bendijo a su feligrés: Benedicat vos
omnipotens Deus, Pater, et Filius et Spiritus Sanctus.
- Amen.
En la tarde, don Diego efectuó su tradicional recorrido. Había despejado y el cielo
lucía ese azul intenso que quedaba después de la lluvia. Don Diego, a pesar del frío, se
sentía reconfortado. Su conciencia estaba aliviada al haber tomado una resolución
definitiva, en gran parte, gracias al padre Andrés. Ahora percibía lo cerca que había
estado del precipicio, quizás de la condena eterna. Haría exactamente lo recomendado
por el curita y punto,
Cuando llegó a “Las Casas”, Ofelia lo esperaba con un reconfortante caldo de
pollo. Una vez acomodado frente a la chimenea, ella fue a lo suyo.
- Tiene visitas, don Diego. Llegaron las viudas de Sepúlveda y, además, lo está
esperando la Nilda.
- Haz pasar primero a las que tú llamas "viudas de Sepúlveda". Una vez que
termine con ellas, ofréceles comida y alojamiento, mira que vienen de la costa.
189
- Ya está todo dispuesto. Ah, se me olvidaba; le trajeron un “arrope”, que está
realmente delicioso, pescado ahumado y “cochayuyo”, bien sequito, como le gusta a
usted.
Don Diego hizo pasar a las cuatro mujeres, agradeciéndoles en primer lugar el
arrope, el pescado y el “cochayuyo”. Luego les hizo entrega de toda la documentación y
quedó comprometido de ir a pasar unos días de descanso a la casa de ellas durante el
verano. Les recordó que no debían olvidar que en cinco años más, o sea en 1936, una
vez transcurrido el plazo de prescripción, deberían inscribir la propiedad con la
documentación que él les había preparado. Obviamente, las mujeres le plantearon de
inmediato que acudirían a él para ese trámite.
- Si estoy vivo, hijas, ningún problema. Si no, alguien me habrá reemplazado.
- No olvide que lo esperamos. Vaya con el patrón nuevo y va a ver cómo los
atendemos.
Luego entró Nilda, con la cabeza gacha y el rostro compungido.
- Adelante, Nilda. ¿Cómo estás, hija? ¿Cómo está Jesús?
- Buenas noches, su merced. Jesús está bien. Quedó muy esperanzado de trabajar
de nuevo en el terraplén, según conversó con usted el mes pasado.
- Levantó los ojos, como suplicando clemencia.
- Soy yo la que tengo un problema, su merced.
- Cuéntame, mujer, cuéntame; a ver si te puedo ayudar.
- Usted, patrón, confió en mi y me mandó a la Verónica, una de sus chinas, para
que yo le enseñara a tejer. La verdad es que era bien "habilidosa" la niña y estaba
aprendiendo bien. En la casa tenemos un entenado…
- Más despacio, hija -la interrumpió don Diego, riéndose para sí-. Ahora sí que no
entiendo nada.
- Espere, su merced. Ya se va a aclarar todo el entuerto. Domingo es un
muchachón que tenemos como entenado y yo... ¿Cuándo iba a pensar que se estaban
entendiendo los dos? Y resulta que así no más era y, el último día de lluvia, se escaparon
al anochecer. He oído decir que se fueron a Greda Negra, donde las tejedoras de allá. No
ve que él ya había aprendido todo lo del tejido y ella estaba adelantando bastante.
- Bien, mujer. La verdad es que debías haber puesto más cuidado, si era una niña
de mi casa. La próxima vez que te mande una, pon más ojo y mejor te olvidas de tener
entenados muchachones.
- Así me parece a mí, patrón. Es para puro problema. Si hasta a mí me quiso faltar
el respeto. Ni con eso me avivé que se iba a tirar con la Verónica.
- Bueno, hija, anda tranquila. Pero que no se repita. Si a ti te interesa que te
mande muchachas para que aprendan y de paso te ayuden, no vas a tener más entenados.
- Entendido, su merced. Claro que me interesa que mande otra. Me ayudaría y,
además, usted me paga.
- Ve con Dios, hija. Saludos a Jesús; y que esté tranquilo con el trabajo del
terraplén.
Una vez que se retiró Nilda, entró Ofelia.
- ¿Te contó Nilda que la Verónica se arrancó con el entenado?
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- Sí, patrón, sí me contó. Pero eso estaba escrito, ¿O no?
- Si tú lo dices, Ofelia, si tú lo dices...
- Pero hay más, don Diego. Vinieron los padres de Verónica a disculparse por la
actitud de su hija. La encuentran mal agradecida, por la forma en que respondió a su
preocupación de mandarla a instruirse, a su costa, en lo del tejido.
- No te preocupes, yo hablaré con ellos. Lo importante es que todo salió bien.
Jesús y Nilda están bien, Verónica se va tranquilizar y probablemente se case con
Domingo, el entenado. Allá en Greda Negra se las van a arreglar bien como tejedores.
Y, Ofelia, todos contentos...
- Sí, ríase no más. Un día de estos se va a equivocar con sus manipulaciones y...
- No te preocupes, Ofelia, conozco bien el corazón humano.
- A propósito, don Diego, se me olvidaba. Parece que hay problemas con Pedro
Labrín, el que usted mandó a "Garganta de Diablo". Lo detuvieron por tratar de agredir a
un curita. Estuvo preso en Santa Elisa. Ahora está libre y mandó a decir que venía
mañana, a ver si usted lo podía recibir.
- Por supuesto, Ofelia, por supuesto.
Cuando se retiró Ofelia, don Diego se quedó muy preocupado. Ojalá se
equivocara, pero, por lo escuchado tenía fundadas sospechas de que ese padre Peña se
hubiera metido en líos con Juanita, la mujer de Pedro Labrín. "Dios mío, haz que esté
equivocado", rogó el hacendado.
El lunes se reiniciaron las faenas pendientes, especialmente las plantaciones.
Como suele suceder después de la lluvia, toda las noches caían fuertes heladas que
cubrían el campo de escarcha. El frío traspasaba cualquier abrigo y el sol de esos
luminosos días de julio no lograba entibiar el cuerpo.
El cambio de tiempo produjo el estallido de la floración de los aromos que
bordeaban tanto los ríos Quitasol y Titinvilo, como las quebradas y arroyos internos.
Esos manchones, de un amarillo luminoso que hería la vista, eran los primeros anticipos
de una primavera aún lejana.
Ofelia mantenía la casa temperada durante el día y en la noche, además de cargar
las salamandras. La cama de don Diego, para protegerse del frío, contaba con gruesas
frazadas de lana tejida en telar y un plumón de plumas de ganso, Al caer la tarde ponía
entre las sábanas un braserito cubierto, que luego era reemplazado por un ladrillo
caliente envuelto en un forro de lana llamado por la gente de campo “fraile”. A pesar de
todas estas precauciones, la temperatura bajaba violentamente en las primeras horas de
la madrugada. Por ello, a las cuatro de la mañana, Cayetano Gatica encendía las
chimeneas y las salamandras, además del calentador a leña, para que al levantarse don
Diego, la casa estuviese nuevamente templada y hubiese agua caliente para su ducha.
Al regresar de las faenas esa tarde, don Diego se encontró con Pedro Labrín
esperándolo. Una vez que se hubo lavado y tomado el hirviente caldo con ají que le tenía
preparado Ofelia, pasó al escritorio y lo hizo entrar.
- Buenas noches, Pedro. ¿Qué ha pasado, hombre?
- Buenas noches, su merced. Primero que nada, le agradezco que me reciba. ¿Qué
quiere que le diga? Pasó lo que tenía que pasar, lo malo es que fue con un cura.
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- Explícate, Pedro, explícate, por favor.
- Bueno, patrón, usted sabe como es la Juana. Yo, a pesar del sacrificio, agradecí
que nos mandara allá arriba, al cuidado del río y del canal. Sé que lo hizo para ayudarme
y para sacar a la Juana de sus líos aquí en la hacienda. La verdad es que al comienzo,
todo anduvo bien. Como uno allá es mandamás, por ser enviado de la hacienda, ella se
sintió importante... "Aquí soy señora", decía. Cuando llegó el cura se fue a confesar,
para poder iniciar lo que llamaba "una buena vida". Bueno patrón, usted se puede
imaginar esa confesión. Parece que el curita, que no es ningún santo, se anduvo
calentando al escucharla. Para acortar camino, le cuento que la Juana empezó a ir todos
los días a la Iglesia, para terminar yéndose a vivir como "sirvienta" del cura. No volvió
más a la casa y el asunto se transformó en el cominillo de Vertiente del Diablo. Lo mío
con el cura no fue para tanto. Yo venía medio borracho, me lo topé de noche en la calle,
le di unos zamarrones y le puse el corvo entre las piernas, advirtiéndole que cualquier
día lo iba a castrar. El cura metió una tremenda demanda y me tomaron preso, pero uno
de los dos carabineros que hay en el puesto fronterizo, el cabo Méndez, bajó al pueblo y
les contó al teniente y al juez cómo era la cosa, de verdad, entre el curita y la Juana. Ahí
mismo me dejaron en libertad. Después supe que el señor juez fue a hablar con el padre
de acá, el curita Andrés. Después no me han molestado más.
- No sabes cuánto lo siento, Pedro -comentó el hacendado, profundamente
conmovido, tanto por la desgracia de Pedro, como por el nuevo daño que ese maldito
cura infringía a la madre Iglesia. Luego volvió el rostro hacia su peón-. Yo traté de
ayudarte, pero parece que no fue suficiente.
- No, patrón, con esa mujer nada es suficiente. No sabe el padrecito ese con la
chichita que se va a curar. Pero, patrón, para mí es asunto terminado. Yo lo único que
quiero es volver acá a la hacienda y no saber más de ella.
- No te preocupes, Pedro, dalo por hecho. Ya encontrarás una buena mujer; te lo
mereces.
Los demás días de la semana siguieron iguales: muy helados, pero despejados.
Ello le permitió a don Diego prácticamente terminar con las plantaciones. Quedaron
pendientes solamente los cuarteles de viña "cabernet".
192

Tristes acontecimientos

El viernes por la tarde llegó Dieguito, que venía a participar en la zorreadura del
día siguiente.
Esa noche, después de comer, se quedaron conversando largo rato al lado de la
chimenea. El joven seguía preocupado por su madre. Los calmantes habían hecho su
efecto; lloraba menos y se notaba más tranquila. Lo que inquietaba a Dieguito es que
continuaba imaginando una relación con Rosa Ester que nunca existió. Relataba hechos
absolutamente inexistentes, como haber sido la única que se preocupó de su enfermedad
y la cuidó, día a día, hasta que su embarazo se lo impidió. Dieguito sabía que no era así.
Más aún, le constaba que rehuía ir a la casa de su abuela y la convidaba a la suya
solamente para las comidas formales.
Don Diego, con mucha calma, le explicó que era un problema psicológico y que
ella, realmente, creía las cosas que inventaba.
Cuando cambió el tema de la conversación, el hacendado comenzó a hablar de la
zorreadura, del día siguiente:
- Tú ya has estado en zorreaduras en otras ocasiones, Dieguito, pero creo que en
ninguna tan grande como ésta. Este año los zorros han hecho mucho daño, tanto a las
ovejas nuestras, como a las de los inquilinos y pequeños propietarios de la comarca. Por
eso Manuel cree que se van a juntar unos treinta jinetes y más de cien perros. Vamos
que dividirnos en grupos para cubrir toda la zona de cerros donde creemos que están.
Deberíamos traer entre seis y ocho zorros y espantar el resto.
- Por lo que he visto en sus grabados, papá, estas cacerías de zorros son muy
distintas a las inglesas.
- La verdad es que sí, hijo. El objeto original era el mismo: cazar el zorro que
193
dañaba el ganado. Ahora, en Inglaterra, se fue transformando en un deporte muy formal,
con trompetas para llamar o guiar a los participantes, tenidas de equitación, perros de
raza e incluso, a falta de zorros silvestres, se crían zorros que se sueltan el día de la
cacería. Como tú sabes, nosotros usamos perros bastante corrientes y, por el riesgo que
corren, ninguno de los de caza. En Inglaterra, además, el día de la caza del zorro es una
verdadera fiesta, en la cual el dueño del campo invita a todos sus amigos. Las señoras o
novias de los participantes los esperan en el castillo y, a su regreso, se celebra u baile.
Ahora, el destino del pobre zorro es exactamente el mismo. El tipo de zorro es distinto;
el nuestro, llamado "culpeo" es más grande que el inglés.
El siguiente tema fue acerca de los estudios de Dieguito.
Después de un espléndido desayuno, padre e hijo salieron a montar sus
respectivos caballos; la Avellana, don Diego, y el Duende, Dieguito. Frente a los
corrales se habían reunido los jinetes. Manuel le explicó que hasta el momento habían
treinta y seis, con ciento doce perros y que en el camino se iban a ir sumando unos
cuantos más. Don Diego los dividió en seis grupos y les asignó a cada uno una quebrada
de los cerros que comenzaban al otro lado del Quitasol. A las dos de la tarde se
encontrarían en la cima del cerro Las Pataguas donde los encargados del asado los
esperarían.

A las ocho se dio la partida. Don Diego y Dieguito, una vez que los caballos
cruzaron el río a nado, tomaron la quebrada más lejana hacia el oriente. No habían
transcurrido veinte minutos, cuando varios de los perros olieron la cercanía de un rastro.
Después de olfatear el suelo, los pastos y los arbustos, casi todos al mismo tiempo
salieron disparados en la misma dirección, como si pudieran ver el olor del zorro en el
rastro. No había peligro de que tomaran la huella al revés, como solía suceder, porque
tenían el río a sus espaldas y los zorros buscaban las partes más altas. Los jinetes, a una,
salieron corriendo detrás de los perros. Luego de una carrera de más de quince minutos
llegaron a una hondonada, donde los perros tenían cercado a una zorra. Estaba preñada,
así es que comenzó a defenderse con singular fiereza. Cuando menos se esperaba, de un
salto caía sobre un perro, que resistía pocos minutos, Alcanzó despachar cinco perros
antes de que varios de ellos la prendieran por todos los costados y comenzaran a
inmovilizarla. En ese momento, don Diego sacó su pistola y la ultimó de un tiro en la
cabeza. Si se la dejaban a los perros, éstos estropearían la valiosa piel. Los dueños de los
canes desmontaron para apaciguarlos y poder recoge la zorra. Con ligeras variantes, el
episodio se repitió tres veces en el curso de la mañana.
A las dos, todo los participantes habían llegado al lugar de encuentro. En total
habían cazado catorce zorros, cuatro de ellos eran hembras preñadas. Comentaban los
partícipes que eso aseguraba haber evitado el nacimiento de veintitantos zorros nuevos.
A su vez, habían perdido treinta y dos perros.
Antes de comenzar el asado se sirvió una corrida de vino e, inmediatamente,
comenzaron las tallas y bromas. Los hombres estaban contentos. Hacía años que no se
194
les daba una corrida como ésta a los zorros. La parición de ovejas, cabras y vacas ya no
corría peligro. Seguramente habían quedado algunos que escaparon, pero, con la
tremenda algarabía producida por los perros de los seis lotes de "zorreadores", se
demorarían mucho en perder el susto y volver por esos pagos.
Llegaron de regreso a “Las Casas” cansados y cubiertos de barro, cuando ya
oscurecía. Ofelia tenía encendidos los calentadores a leña de los dos baños, así es que
padre e hijo pudieron darse reconfortantes duchas antes de comer.
Al día siguiente, en otros caballos, pues la Avellana y el Duende gozaban de un
merecido descanso después de todo el trajín del día anterior, ambos se dirigieron a misa
a Santa Elisa. A pesar de que ya hacía una semana que no llovía, el camino seguía
intransitable y don Diego le comentó a su hijo que más pronto que tarde iba a tener que
ripiar el camino de Quillacahue a Santa Elisa.
- Va a ser una tremenda faena, hijo, pero si no, la hacienda quedará aislada gran
parte del invierno. Más adelante vamos a tener productos que necesariamente tienen que
transportarse en invierno, como la leche, la mantequilla, y los quesos. Lo mismo sucede
con el vino.
El joven se interesó e inquirió más detalles:
- Papá, ¿De dónde y cómo vas a traer el ripio?
- Afortunadamente, tanto el Quitasol como el Titinvilo dejan bancos de ripio en
las crecidas de invierno. El trabajo se hace a trato, con afuerinos que aportan sus carretas
y se les paga por metro cúbico de material. Primero se pone piedra grande, llamada
"bolón", y luego ripio más fino. Después de concluido el trabajo, todos los años hay que
poner más ripio en las partes en que se "corta" el camino con el tráfico de invierno. Es
un cuento de nunca acabar,... ya lo vas a ver.
Después de la misa, don Diego le pidió a Dieguito que lo esperara, pues él tenía
que conversar con el cura.
El padre Andrés se encontraba aún en la sacristía y, cuando vio a don Diego,
despachó rápidamente al resto de los feligreses.
- Buenos días, Don Diego, siempre es un agrado tenerlo por aquí.
- Así es, querido Padre, aunque el asunto que me trae es bastante ingrato.
- No me diga nada, patroncito; con esa cara, ya sé cuál es el tema que viene a
plantearme. El juez ya vino a hablar conmigo y me informó, bajo estricta reserva, de lo
sucedido. Yo, a mi vez, puse todo el asunto en manos de nuestro querido obispo.
- Espero, padre, que el obispo tome medidas drásticas.
- La verdad, don Diego, es que no lo sé. Si fuéramos drásticos, como usted pide,
en todos los casos tendríamos que castigar a un gran numero de sacerdotes,
especialmente los que han procreado hijos "sacrílegos”73. Si el padre Francisco Peña
niega tener alguna relación especial con esa mujer, entonces, no hay nada que hacer.
- Perdóneme, padre, pero aquí ha habido escándalo -estalló don Diego- ¡No
podemos pretender inculcar responsabilidad a la gente humilde, si un cura se lleva a su
casa, para convivir con ella, a una mujer de conocidos malos antecedentes! Es
73
hijos “sacrílegos”: Según el antiguo Código Civil chileno hijos ilegítimos cuyo padre es un sacerdote. Estaban
absolutamente desprotegidos, legalmente, y la sociedad los rechazaba.
195
demasiada falta de respeto.
- Tiene razón, patroncito, pero como usted sabe, es difícil juzgar... Podemos
equivocarnos.
- Déjese de patrañas, padre- le retrucó con fuerza el hacendado- . ¡Ese cura no
puede seguir ni un día más! ¡Yo me voy a encargar!
- Honestamente, don Diego, y sin ánimo de pretender dañar a un hermano
sacerdote, si las cosas son como me las han contado, deseo que tenga éxito. Estos casos
perjudican toda la labor que estamos tratando de hacer, como usted bien dice. Sin
embargo, don Diego que las causas son muchas: el aislamiento y la soledad; curitas sin
la suficiente vocación; en muchos casos, falta de educación religiosa; malos ejemplos de
nuestros superiores y, en fin… la naturaleza humana.
- Todo eso lo entiendo, padre, pero éste es un caso especial. Tanto por la conducta
anterior del padre, con la que infirió serio daño a nuestra Iglesia y por lo cual está
castigado, como por su comportamiento actual, que demuestra una absoluta falta de
respeto a sus superiores, a sus hermanos y a sus feligreses. Si dejamos pasar una cosa
así, nos estamos faltando el respeto a nosotros mismos. Usted, padre, quédese tranquilo.
Como no puedo ir pronto a Río Claro, le mandaré por mano una carta al obispo con mi
hijo que viaja hoy.
- Ojalá le vaya bien, don Diego,... por el bien de todos,
Antes de almorzar el hacendado escribió una misiva al obispo, detallando
claramente lo acontecido y expresando, en forma tajante, su opinión.

La semana siguiente fue típica del mes de agosto. Chubascos entremezclados con
ratos de sol; bellos arcoiris al caer la tarde; noches frías y días cada vez más largos. Se
terminaron las plantaciones y, de inmediato, se inició la siembra de ballica y festuca,
según fueran los suelos de trumao o más arcillosos, sobre los trigos de invierno.
Mientras tanto, se preparaban los suelos para la avena y el trébol, así como aquellos que
iban a destinarse a chacarería.
El viernes, don Diego notó cierta inquietud en los trabajadores afuerinos y, antes
de almorzar hizo llamar a Manuel Cofré, su mayordomo principal, y al llavero, Miguel
Osorio.
- Los he llamado, porque los peones afuerinos están inquietos, diría que asustados.
Recuerde que hace quince días hubo un asalto en una hacienda cerca de Melipilla y aún
no arrestan banda, que parece era bastante numerosa. Es lógico que se hayan desplazado
hacía el sur. Si a eso agregamos que ya llegó la plata para el pago de mañana, es cosa de
sumar: dos más dos son cuatro. Esos cuatreros andan cerca. Los peones lo saben y por
eso están temerosos. Acuérdense que varios murieron en el último asalto, que se efectuó
durante el pago mismo.
- Parece lógico lo que usted dice, patrón- replicó Manuel- .
- Bueno, lo que vamos a hacer es adelantar el pago para hoy. Termina las cuentas
que tenías pendientes, Miguel, y me las traes para revisarlas. Tú, Manuel, avísale a la
gente a última hora y pon el doble de vigilancia. A eso de las cuatro, ven a buscar las
196
carabinas para que tengas tiempo de repartirlas.
Sus sospechas se vieron aumentadas al ver que cada trabajador, no bien recibía su
pago, se retiraba rápidamente. En condiciones normales, los peones se habrían
entretenido charlando y armando grupos para irse de juerga a Santa Elisa. Cuando
terminó de pagar, se sintió aliviado. Comió temprano y escuchó poca radio, pues la
tensión lo había agotado. A las diez de la noche dormía plácidamente.
Entre sueños sintió la voz angustiada de Ofelia:
- ¡Patrón, patrón, despierte! ¡Despierte, patrón!
Don Diego se enderezó en la cama y se encontró con Ofelia cubierta con una bata
de levantarse en un estado de extrema excitación.
¿Qué sucede, Ofelia?
¡Hay.... patrón!.. ¡Asaltaron Las Becacinas... Vino un muchachito a avisar. Don
Alberto fue apuñalado y parece que hay muchos muertos... Prendieron fuego a “Las
Casas”.
Don Diego miró la hora. Eran las dos y media de la mañana.
- Ofelia, que José traiga la yegua de las pesebreras y manda a llamar a Manuel,
Miguel, Antonio y Armando.
- La yegua ya la fueron a buscar, patrón, y... ya mandé a llamar a los
mayordomos.
- Como siempre, me adivinas el pensamiento, Ofelia.
- ¿Quiere que toque la campana para llamar a los inquilinos?
- No, Ofelia; ya no sacamos nada con llevar más gente. Los rufianes deben ir muy
lejos, probablemente hacia los contrafuertes cordilleranos. Lo que sí haré es mandar una
nota al teniente de los carabineros, relatándole lo sucedido y sugiriéndole que vaya con
pocos efectivos a las Becacinas, para que mande a su gente a interceptar a los
bandoleros cuando crucen hacia arriba. También le voy a sugerir que le ponga un
telegrama al cabo Méndez en Vertiente del Diablo; así estarán preparados. Estos
atrevidos son capaces de atacar el retén para matar a los carabineros y robarles armas y
pertrechos.
En pocos minutos, don Diego estaba vestido. Escribió la nota para el teniente de
carabineros de Santa Elisa y salió hacia el patio interior de “Las Casas”. José Gacitúa lo
esperaba con la yegua ensillada.
- Buenos días, José.
- Buenos días, patrón.
- José escoge la bestia más rápida, vuela al pueblo y le entregas personalmente
esta nota al teniente de carabineros de Santa Elisa.
Manuel, Miguel, Antonio y Armando lo estaban esperando, así es que partieron
los cuatro al galope en dirección a las Becacinas. Tuvieron que cruzar el Titinvilo con
los caballos a nado y Miguel, que como llavero, era el menos diestro para montar, cayó
al agua y tuvo que ser rescatado por los otros tres. Ya al salir de la hondonada del río,
vieron el resplandor del incendio de “Las Casas”. Don Diego recorrió al galope el
camino que restaba y desmontó de carrera al llegar. Fue recibido por Froilán Cancino,
mayordomo principal de la hacienda. Toda un ala de la casa había desaparecido bajo la
197
voracidad del incendio y, en ese momento, los inquilinos lo estaban dominando más o
menos al centro del cuerpo principal, ayudados por el viento travesía que corría en
sentido contrario al avance del fuego.
- Qué bueno que llegó, don Diego. Fue espantoso. Los mataron a todos, menos a
una china que arrancó y se escondió en el galpón del trigo.
- Llévame al lugar donde está Alberto, Froilán.
El ala de los dormitorios principales no se había incendiado y don Diego encontró
los restos de quien fuera su nuevo amigo, Alberto Quintana del Pino, desparramados
sobre la cama. Aparentemente, lo sorprendieron durmiendo y de una cuchillada,
probablemente de "corvo", lo habían abierto desde el bajo estómago hasta el esternón,
asegurando de esta forma una muerte atroz, lenta y extremadamente dolorosa. La
expresión de horror en los ojos del cadáver sería algo que don Diego no olvidaría por el
resto de sus días. En el suelo yacía, desnuda, una de las chinas. Su cuerpo parecía
intacto, salvo por la cabeza que reposaba en un pequeño charco de sangre que nacía de
un orificio en la sien. Seguramente la habían matado de un tiro, después de abusar de
ella. En la sala contigua estaba cadáver de Inés, su dueña de casa, con un solo tiro en la
frente. Se podría pensar que la mujer oyó los gritos de la china que estaba con su patrón,
corrió hacia su dormitorio y ahí la sorprendió alguno de los bandidos.
Don Diego llamó al mayordomo principal y le ordenó retirar el cadáver de la
muchacha de la pieza de don Alberto, para dejarlo junto al de la dueña de casa. No
quería que ese detalle quedara en el parte, ni en la información de los periodistas que
llegarían muy pronto.
Entre las cenizas de lo que habían sido las dependencias de servicio, se
encontraban los cadáveres de seis mujeres jóvenes, todas desnudas y en distintos grados
de calcinación. El cadáver de Pedro, el mozo, se encontraba destrozado, en el centro del
patio interior.
La china que se había salvado estaba enloquecida. Don Diego le dio un trago del
aguardiente, que le solicitó a uno de los mayordomo, y se tomó otro él. Estaba
empapado y helado... helado tanto de frío como de horror. Cuando se percató de que la
muchacha sobreviviente estaba más tranquila, la sentó en lo que había sido una silla y
comenzó a interrogarla.
- Cuéntame, hija, todo lo que recuerdes.
- Despertamos, su merced, con los gritos de Cristina, la "china" del patrón -no
bien dicho esto, comenzó nuevamente a sollozar- . ¡Es que eran unos gritos espantosos!
y... durante tanto rato. Doña Inés nos dio órdenes de esperarla en su pieza y partió
corriendo hacia la pieza del patrón. Yo fui la única que no le hice caso. Rodeé la casa
por detrás, saliendo de “Las Casas”, trepé por un costado de la bodega de trigo y me
metí por una de las ventanas altas, casi pegadas al techo... De ahí me tiré a la pila de
trigo que yo sabía que estaba debajo, porque siempre íbamos con...
- No importa, hija, continúa.
- Bueno. Me bajé de la pila y por la puerta de la bodega miraba “Las Casas”. Se
sintió un disparo primero y después otro. Ahí los vi pasar corriendo hacia donde estaban
las demás chinas. Ese fue un alboroto tremendo, Las niñas lloraban y gritaban y ellos se
198
reían a carcajadas y garabateaban de lo lindo. Como a la media hora, se produjo un
silencio y luego se escucharon seis tiros; y, al poco rato, uno más.
Las seis chinas y el mozo, pensó don Diego.
- Continúa, hija.
- Bueno, después se les veía registrar toda la casa. Al rato apareció fuego por el
lado del escritorio del patrón y, luego los vi salir de “Las Casas”. Después sólo sentí el
galope de los caballos; deben haber sido alrededor de veinte. Alguno de ellos debe
haberse quedado esperando con las bestias.
- Dime, hija- prosiguió don Diego-, hacia dónde sentiste perderse el galope.
- Hacia arriba, su merced, hacia el "Camino Real".
- Gracias, hija. Te voy a pedir un favor por la memoria de tu patrón y de Cristina.
Quiero que me jures, por tu vida, que dirás que Cristina acompañó a doña Inés cuando
sintió ruido en la pieza de don Alberto.
- Se lo juro, su merced.... por mi mismísima vida... que Dios me volvió a dar.
Ya amanecía cuando don Diego inició un minucioso recorrido de lo que quedaba
de la casa. Habían abierto la caja fuerte con las llaves que, seguramente, encontraron
entre las pertenencias de don Alberto. Además del dinero se habían llevado toda la
vajilla de plata, las armas, gran cantidad de mantas y frazadas y todo el vino y el licor,
salvo lo consumido ahí, como señalaban más de veinte botellas vacías, desparramadas
por todos lados.
En ese momento, llegó el teniente de carabineros, acompañado de seis de sus
hombres,
- Gracias por su consejo, don Diego. Mandé al cabo Huenchunán con quince
hombres para cortarles el paso hacia la precordillera. También le puse el telegrama al
cabo Méndez.
Don Diego le traspasó toda la información que había reunido. El teniente, a su
vez, le manifestó su extrañeza porque no hubieran iniciado el incendio por varios
sectores de la casa.
- Lo que sucede teniente- le respondió don Diego- , es que ellos querían que
encontráramos el cadáver de don Alberto tal como está. Las llamas habrían sido
piadosas con él. Lo que ellos buscan es causar espanto y atemorizar a la gente.
- Tiene razón, don Diego. A propósito, don Diego, que nadie vaya a mover ningún
cadáver hasta que llegue nuestra gente de Río Claro. Tienen que sacar fotos y hacer un
informe detallado de todo lo que vean. También viene el médico forense.
Don Diego fue a la casa del mayordomo principal a cambiarse la ropa, mojada
aún, por la que le había mandado Ofelia. Una vez seco, fue invitado por la señora de
Froilán a desayunar. El café con aguardiente, la paila de huevos con tocino y el pan
recién amasado, con mantequilla empezaron a revivirlo. Ese nueve de agosto quedaría
grabado en su memoria y en la historia de la hacienda Las Becacinas. Pensó que él y los
demás hacendados iban a tener que mejorar sus sistemas de defensa. De los contrario,
sería muy arriesgado llevar a sus respectivas familias a pasar temporadas en el campo.
Los especialistas de carabineros y el forense con sus ayudantes, se encontraban en
plena labor. Los periodistas, también. Cuando don Diego se percató de que estos últimos
199
estaban sacando fotos de todo, ya era muy tarde. Después reflexionó: "Es mejor así; que
todo el país se entere del peligro que vivimos en el campo en pleno siglo XX. Así el
gobierno se verá obligado a actuar".
El médico se acercó a él:
- Buenos días, don Diego.
- Buenos días, doctor Sánchez.
- Nunca en mi vida había visto maldad igual, don Diego. Cómo habrá sufrido ese
pobre caballero. La herida del vientre es, de por sí, dolorosísima y los desgraciado en
vez de apuñalarle el corazón, cortarle la yugular, o darle un tiro en la cabeza, lo dejaron
desangrarse lentamente. Con eso se aseguraron de que el pobre hombre sufriera lo
indecible hasta el último segundo. Jamás, y he visto muchísimos cadáveres, vi una
expresión de pánico como la de ese rostro.
- Yo tampoco, doctor, yo tampoco -afirmó don Diego- .
- A las muchachas, don Diego, las violaron atrozmente, tanto en forma normal,
como antinatural, repetidas veces, y luego las mataron de un tiro.
- Van a tener que darles un castigo ejemplar a esas bestias, doctor. Si no, el
cuatrerismo va a volver a campear en todas las zonas rurales.
- Tiene razón, don Diego. Bueno, vamos a seguir trabajando, Usted, don Diego,
que conoce más a esta gente, podrá conseguirme un par de mujeres con experiencia para
arreglar el cadáver de don Alberto. Quiero limpiarlo y amortajarlo antes de que llegue su
viuda... y borrarle esa expresión de la cara.
- Por supuesto, doctor, yo me hago cargo.

El lunes don Diego llegó física y mentalmente agotado de su viaje a Cauquenes.


Había ido al funeral de don Alberto Quintana del Pino y a presentar, nuevamente -ya lo
había hecho el sábado en la misma hacienda- , sus condolencias a la viuda. De hecho,
venía acumulando tensión desde el viernes en la noche. Todo el sábado había estado
colaborando en Las Becacinas y el domingo fue a Santa Elisa al funeral de las chinas y
el mozo. Se dio un baño y, después de comer frugalmente, se instaló a escuchar la radio
y a revisar los diarios de los dos últimos días. Se había producido una real conmoción
nacional, provocada, principalmente, por las espantosas fotos de don Alberto y las
muchachas calcinadas publicadas en todos los periódicos. El presidente Ibáñez había
enviado, de inmediato, un contingente de doscientos hombres para perseguir a los
asesinos "sin piedad".
Por la radio se enteró, esa noche, de que ya se habían producido dos encuentros
entre la policía y los cuatreros. El primero, con el grupo del cabo Huenchunán, en el cual
habían resultado muertos cuatro bandidos y tres carabineros. El informe también
indicaba que varios de los bandoleros habían sido heridos, al igual que otros tres
carabineros. El segundo contacto había sido desastroso, pues habían muerto todos los
integrantes del retén de Vertiente del Diablo y sólo un bandido. Los delincuentes se
habían llevado las armas y las municiones del recinto. En ese momento, interrumpieron
la transmisión de Radio Nacional para dar a conocer un comunicado del gobierno donde
200
señalaba que de madrugada, un número no indicado de efectivos de ejército llegarían a
la zona, por avión, para reforzar a los carabineros y capturar, "a como diera lugar", a la
banda de cuatreros.
Se durmió pensando en lo solo que estaba y en cómo deseaba la compañía de
alguien como Elvira. Más bien, para qué engañarse asimismo ¡Deseaba, con todo su ser,
tener a Elvira aquí, a su lado!
El martes, de madrugada, después de repasar con cada mayordomo las labores a
su cargo, les explicó cómo se iba a reforzar la seguridad de la hacienda.
- En primer lugar, voy a adquirir más armamento. Además del propio que ya
poseen, cada inquilino va a contar con un Winchester 44 nuevo, con su respectiva
munición, y una escopeta Zarrasqueta del 12, también con sus cartuchos. Así tendrán
dos excelentes armas: una para atacar de lejos y la otra, tremendamente eficaz de cerca.
Al toque de campana todos deben dirigirse a “Las Casas”, salvo que estén siendo
atacados ellos mismos, en ese caso dispararán tres tiros seguidos al aire. En cuanto al
sector de “Las Casas”, voy a contratar dos rondines nocturnos, ojalá sean retirados del
ejército o de la policía. Ambos estarán armados con escopetas del 12 y acompañados por
sendos perros Doberman, que permanecerán encerrados de día. Uno estará rondando la
casa misma y el otro, el perímetro exterior a las bodegas. Para asegurarnos de que no se
duerman, deberán dar en voz alta cada hora.
- Bueno, patrón, bastará que se sepa lo que usted ha dicho y no habrá maleante
que se atreva a acercarse.
- Así espero, Manuel, así espero. Pero aún hay más. La plata para los salarios se
traerá el mismo día del pago. Una hora antes de la llegada del dinero reforzaremos la
vigilancia; a los dos rondines agregaremos cinco inquilinos, de los mejores en el manejo
de armas.
A mediodía, José Gacitúa regresó de Santa Elisa con la prensa y la
correspondencia. Había una carta de Antonio hijo, anunciando la llegada de la familia a
Río Claro el sábado 24 de agosto. Esa misma noche, don Diego se apresuró a escribirle
una carta para relatarle lo ocurrido en la hacienda Las Becacinas y su breve
conversación con la viuda de Alberto Quintana, durante su estadía en Cauquenes. Ella
deseaba vender lo antes posible para comprar la viña que le ofrecían. Quería que su hijo,
recién llegado con el título de enólogo desde Francia, se iniciara trabajando en el nuevo
campo y no donde había sido asesinado su padre. Estaba dispuesta a entregar el campo
de inmediato y, respecto de las cosechas pendientes, planteaba dos posibilidades:
cosechar ella o tasarlas al estado actual y venderlas. También ofrecía vender la dotación
de ganado lechero. Don Diego creía que estaba dispuesta a escuchar ofertas, pues no
quería regresar a Las Becacinas. Le relató a su cuñado que el sábado iría a visitar la
hacienda para tenerle un informe completo. Respecto de la casa, don Diego era
partidario de aprovechar todos los materiales de la parte no quemada y hacer una nueva.
En todo caso, había aún tiempo para resolver esa materia y, le ofrecía su casa de
Quillacahue a Antonio para que pudiera estar cerca de su nueva hacienda y traer a su
familia en el verano.
Al día siguiente, temprano en la mañana, don Diego junto con su mayordomo de
201
ganado, Antonio Painevilo, revisó una por una, las treinta vaquillas del piño con preñez
más avanzada. Le señaló cuatro a Antonio:
- De éstas, al menos la "rosilla" va a parir hoy. Y las otras tres no pasan de
mañana. Deja a un campero de punto para que nos avise.
No había terminado de almorzar cuando llegó Antonio. Partieron de inmediato al
potrerillo, justo para ver nacer el primer ternero Quillacahue. La vaquilla, como buena
Durham, era ancha de caderas, así es que no fue necesario ayudarla. A los diez minutos
de nacer, el ternerito estaba parado. Se balanceaba, inseguro, sobre sus cuatro largas
patas. Parecía que estuviera jugando con zancos. La vaca lo lamió lenta y tiernamente,
secándole la piel con tiernos lengüetazos. Cuando terminó, el machito de color rosado,
ya caminaba firme y le daba suaves trompazos a las ubres de su madre, buscando los
henchidos pezones. Don Diego no cabía en sí de alegría. Había nacido el ternero que
iniciaba su crianza, con un día de anticipación a lo esperado. En la tarde lo llevaron
hasta los corrales en una carreta con paja. La pobre vaca, desesperada al ver que se
llevaban a su cría, trotaba tras la carreta, con las ubres zarandeándose de lado a lado,
mientras cuatro finos chorros de leche surgían de los afiebrados pezones, dibujando una
filigrana en el camino. En los corrales, don Diego hizo bajar al ternerito y procedió a
desinfectarle el ombligo con yodo y vacunarlo contra la "neumonía". A modo de
bautizo, le colocó el crotal en la oreja derecha con el número “0001”. Ya llegaría el día
de colocar el número “1000”. Luego lo pesó en una romana de productos y quedó más
que satisfecho con el resultado de 50 kilos. El peso al nacer era, según sus estudios de
genética, altamente heredable y un buen indicador de la rapidez de engorde... Quizás ese
ternero resultaría, a su tiempo, elegido para torito. Había que tener cuidado, en usar ese
tipo de toros en vacas y no en vaquillas, en estas últimas, los terneros de gran tamaño
acarreaban problemas de parto. Cuando lo soltó, el ternero empezó a mamar con fuerza
y, casi de inmediato, comenzó a formar una blanca espuma de leche en las comisuras de
los labios.
Al anochecer, ya instalado en su escritorio, don Diego abrió su libro rotulado
“Pariciones". En la primer línea anotó la fecha: 14 de agosto de 1929. Luego el número
y nombre de la madre: “052” y "Cigueña". Después, el número y nombre de la cría:
“0001”, y "Cigueñal". Y, en la columna correspondiente al padre, escribió "preñada en
Argentina". En la columna de "Observaciones", escribió "pesar al destete y calcular
aumento diario de peso. Posible toro."
A partir del jueves, la parición se desató: la “073”, “Pituca", dio a luz a la "0002",
“Pituquita"; la "004", "Garza", dio a luz al “0003", "Garzón"; la "025”, "Gaucha", dio a
luz al "0004", "Gaucho"; y así, sucesivamente.
El viernes, don Diego se dedicó a organizar su incipiente lechería. Antonio
Painevilo, el mayordomo de ganado, más cinco mujeres encabezadas por Etelmira
Ortega (la mujer de Froilán Soto que en una audiencia le había dicho que era la mejor
ordeñadora entre Santa Elisa y Greda Negra), habían tenido un mes de entrenamiento en
la lechería de Las Becacinas. Como una mujer podía cuidar y ordeñar no más de diez
vacas, a medida que fueran pariendo, ese grupo selecto entrenaría a las demás. Por el
momento y hasta que el avance de la parición le diera un mayor volumen de leche, ésta
202
se iba a dedicar a fabricar mantequilla y queso fresco. Después, cuando pasaran de
doscientos litros, iba a iniciarse la fabricación de queso, sin dejar la de mantequilla.
Como las vacas Durham producían leche con un muy alto porcentaje de grasa, había que
descremarla para rebajar dicho porcentaje y tener una leche adecuada para fabricar el
queso llamado “De Chanco”, que era el más comercializado en el país. Las grandes
tinajas de cobre estañado ya estaban preparadas en una construcción especial, cercana al
patio trasero de “Las Casas”. Las habían instalado sobre base de concreto que permitían
encender leña debajo de ellas, para calentar la leche que contendrían. Ahí don Diego
esperaba que bajo sus instrucciones y secundado por Ofelia, pudiese entrenar a un buen
"quesero". Todo el proceso tenía que ser seguido cuidadosamente: calentar la leche hasta
una temperatura exacta; agregar el "cuajo"; dejar reposar; cortar la cuajada con un
instrumento llamado "lira" (llamado así por su semejanza con el instrumento musical);
sacar la cuajada con telas especiales y ponerla a prensar en los moldes adecuados.
Después, los quesos aún frescos, se sumergirían en tinajas de "salmuera", antes de pasar
a la sala de maduración contigua.
Tal como se había comprometido, el sábado partió muy temprano, acompañado de
Manuel, a recorrer Las Becacinas. El cerro Quillacahue que se observaba desde el sur,
se veía menos extendido y más alto. La hacienda tenía 800 cuadras de topografía plana,
con pendiente de oriente a poniente, al igual que su campo. Poseía una belleza menos
agreste que la de Quillacahue, donde sus diversos planos dibujaban lomajes y colinas.
Acá primaba la belleza del orden geométrico; parecía un campo del pleno valle central,
similar a los de la localidad de "Graneros". Era un paño continuo de un solo tipo de
suelo; un excelente trumao. Se encontraba muy bien apotrerado, con alamedas en la
mayoría de las divisiones y piquetes de pinos o aromos que servían de refugio al ganado
en el invierno. La viña "del país" se encontraba prolijamente trabajada, al igual que los
cultivos. Realmente era una excelente hacienda, quizás tan valiosa como la suya.
Aunque era más pequeña, sobresalía por la calidad y uniformidad de los suelos, aptos,
como solía decirse, para todo cultivo. Si Antonio quería plantar más viñas de cualquier
cepaje que se diera en la zona, no tendría ningún inconveniente; especialmente, para la
Moscatel de Alejandría, que tanto le interesaba. Por la cercanía, el clima tenía que ser
similar al de Quillacahue seco, luminoso y con mucho calor en verano y lluvioso en
invierno. Aparentemente, era abundante en agua, lo que don Diego corroboraría
revisando los derechos legalmente inscritos. Respecto del ganado, éste era de raza
holandesa europea, de buena calidad. Habían ciento veinte vacas en leche con sus
correspondientes toros, vaquillas de reposición y novillos de distintas edades. La leche
se aprovechaba para hacer un muy buen queso, que don Diego compraba normalmente
en Santa Elisa. Los registros que le facilitó Froilán Cancino estaban bien llevados y
contenían además de los datos de parición, ventas y muertes, información de la
producción de las vacas. El promedio por vaca era de siete litros diarios en una ordeña;
además las vacas criaban el ternero. Como era tradicional en ese tipo de explotación, al
ternero se le apartaba de la vaca a las dos de la tarde y se le volvía a traer en la ordeña
de la mañana. Las vacas eran más fáciles de ordeñar en presencia de sus crías y,
después, regresaban con ellos al potrero. De esta manera el ternero podía mamar toda la
203
mañana y alimentarse adecuadamente.
Esa misma noche, después de bañarse y antes de comer, don Diego comenzó a
redactar un pormenorizado informe para su cuñado, al que acompañaría una copia del
plano que le había entregado Froilán.

El miércoles 21 en la tarde, vísperas de su partida para Río Claro, ya habían


nacido treinta y dos crías. Una de ellas había muerto después de un laborioso parto "de
traste". No hubo forma de girarla para que saliera primero la cabeza. Don Diego sabía
que esa muerte se encontraba dentro de los porcentajes normales de la raza. El último en
nacer había sido un machito que, junto a "Cigueñal", el “0001”, pintaba para
reproductor. De color pardo tapado, tenía un porte extraordinario y la conformación ósea
perfectamente rectangular típica del Durham. Pesó 51 kilos y fue bautizado como
"Gringo", por su madre, la "Gringa". Cuando, al atardecer, anotó las pariciones, le puso
una observación a "Gringo" igual a la de “Cigüeñal”: “Pesar al destete y calcular
aumento diario de peso. Posible toro."
Esa noche, don Diego se acostó preocupado con las noticias de la BBC. La nueva
discusión de los términos de cancelación de las "reparaciones o indemnizaciones de
guerra" por parte de Alemania a los Aliados, a pesar de que bajaba el monto total y
alargaba los plazos, había reabierto la antigua herida germana. Consecuentemente, la
popularidad de los “Nazis” de Hitler había subido del 2.6%, obtenido en las elecciones
de 1928, a un 13.8%, logrado en el plebiscito que se llamó para ratificar el nuevo
acuerdo. La campaña había sido extraordinariamente violenta, causando la enfermedad y
posterior muerte del canciller Gustav Stresemann, negociador del mencionado acuerdo.
Don Diego se durmió convencido de que no habría paz duradera en Europa y que el
germen de una nueva guerra se estaba desarrollando con fuerza demoníaca.

A su llegada a Río Claro, se encontró con un inesperado caos familiar. Doña


Rosaura se había enterado de los amores de su padre en la capital y, como correspondía
a su carácter, los había transformado en un problema personal.
- Se da cuenta, Diego. El hombre que más he admirado en mi vida.... hacerle esto
a mi muy querida y santa madre. Y usted no me va a creer, pero me he enterado, por
gente de mucha confianza, que el asunto con esta fulana comenzó meses antes del
fallecimiento de mi madre; afortunadamente, la pobrecita no se pudo enterar de nada.
- Por supuesto que no, Rosaura -le mintió don Diego, para no avivar el fuego-.
Usted sabe que yo no he estado de acuerdo con el tipo de vida que llevan los hombres de
esta sociedad. Sin embargo, creo que no debe juzgar, Rosaura; menos a su padre.
- Por Dios, Diego -lo interrumpió, desde su lecho, doña Rosaura- . Una cosa era ir
a esas "casas de niñas" para descargar sus humores, manifestando con ello respeto por
mi madre al aliviarla de sus deberes conyugales, y otra es amancebar a una fulana en
Santiago. ¡Si incluso dicen que le ha hablado de un posible matrimonio!
- Usted sabe que pienso distinto en cuanto a la ética de la concurrencia de los
204
hombres de nuestra sociedad a las que usted llama “casas de niñas”.
- Sí, lo sé. Por un lado se lo agradezco, pues entiendo que lo hace, en parte, por
amor a mí, pero por otro lado, me hace sentir culpable de no poder corresponder a esa
lealtad, brindándole mis encantos.
- No se preocupe, Rosaura, ese tema ya lo hemos conversado. Lo único que le
ruego es que no juzgue con demasiada severidad a su padre. Recuerde que el demonio,
para hacer caer a los hombres, suele tomar las formas más atrayentes.
- Lo sé, Diego, lo sé. Pero él, como hombre religioso e inteligente, debía darse
cuenta.
Elvira le llevó un café al escritorio como pretexto para poder conversar con él.
- Por Dios, Diego, qué susto pasé con el asunto de los bandoleros. Pensar que
pudo ser usted.
Se acercó a él y, con toda naturalidad, lo abrazó y, después de besarlo tiernamente
en la mejilla, le dijo:
- ¡Gracias a Dios ya está aquí, mi querido Diego!
Don Diego la atrajo aún más hacia sí y la abrazó tiernamente, mientras le decía:
- No sabe con qué angustia la he extrañado. Fueron días muy duros… su
compañía me hizo mucha falta.
- Me preocupa que pase tanto tiempo solo, Diego. Ahora que llega Eugenia y que
puede remplazarme en el cuidado de Rosaura, voy a tratar de ir más seguido a
Quillacahue; aunque sea con Jaime.
- Gracias, querida Elvira. Sería muy grato para mí.
- Y respecto de su seguridad, Diego, ¿Qué piensa hacer?
- Bueno, Elvira, esto me demostró lo mal preparados que estábamos, así es que he
tomado una serie de disposiciones. Voy a comprar más armamento, tanto para “Las
Casas” como para mis mayordomos e inquilinos y contrataré dos rondines de confianza.
Tengo dos recomendados que vienen el viernes. Además, espero tener funcionando la
luz eléctrica dentro de un par de meses. El iluminar todo el sector de “Las Casas” y
bodegas facilita el trabajo de los rondines y, por presencia, espanta a los ladrones. Estos
siempre buscarán las haciendas menos protegidas.
Alivianando la conversación, Elvira le preguntó a don Diego:
- ¿Es cierto, Diego, lo que dicen en cuanto a que el dueño de la hacienda estaba
durmiendo con una china, como lo hace mi padre las pocas veces que se queda solo en
el campo?
- A usted no puedo mentirle, Elvirita. Así era, pero yo arreglé las cosas para que
no lo supiera, ni la policía, ni los periodistas.
Con una pícara sonrisa, Elvira continuó:
- Y usted, Diego, que no es de los de llevarse chinas a la cama, ¿Cómo se las
arregla, siendo un hombre joven y sano?
- ¡Ay, Elvirita! "Quien preguntas hace, respuestas consigue". La verdad, Elvirita,
es que a veces tengo sueños... Sueño con usted.
Sonrojada, Elvira no se amilanó:
- No necesita soñar conmigo, querido Diego. Se sueña con lo que no se puede
205
tener... y no es el caso.
- Si pudiéramos, Elvirita, si pudiéramos...

A la hora de la comida don Jaime y Dieguito inquirieron toda clase de detalles del
asalto. Don Diego prefirió contárselos en detalle, pensando en que era bueno que
Dieguito conociera la realidad del peligro y comprendiera, desde joven, la necesidad de
tomar precauciones. Cuando terminó su escabroso relato, se produjo un pesado silencio
que rompió Elvira:
- Que Dios los tenga a todos en su reino. ¡Cómo sufrieron!
Mientras bebían el café en la sala de estar, don Diego encendió la radio. Todas se
referían a la captura de los asaltantes de Las Becacinas. En Radio Nacional lograron
captar la repetición completa de la noticia: prácticamente al llegar a la frontera, varias
leguas más arriba de “Vertiente del Diablo”, las tropas del ejército guiadas por
carabineros conocedores del lugar, habían dado alcance a los bandidos. En la refriega
habían muerto cinco maleantes, tres conscriptos y un carabinero. Los restantes quince
integrantes de la banda habían sido apresados. Sin embargo, cuando eran trasladados
hacia Río Claro, habían intentado huir y murieron todos en el intento.
- Ese fue un vulgar fusilamiento- comentó don Jaime- .
- Muy probable, Jaime, muy probable -le respondió don Diego- . Quizás fue lo
mejor. Así los maleantes van a pensarlo dos veces antes de seguir asolando los campos.
El miércoles temprano, cuando se dirigía al obispado don Diego pasó a conversar
con Reinaldo, el cocinero del Club Social, que era cabo retirado del ejército. Una vez
que don Diego le planteó lo que necesitaba y luego de pedirle un pormenorizado relato
de lo sucedido en Las Becacinas, Reinaldo pensó un rato y le respondió:
- Mire, patrón, creo que yo tengo justo lo que necesita. Hay dos cabos jóvenes que
se retiraron hace poco, porque no les alcanzaba la paga. Los dos con familias grandes.
Desgraciadamente, afuera no han encontrado trabajo estable. Son muy serios y
responsables, artilleros los dos. Dígame, don Diego, cuándo los puede recibir y yo se los
mando.
- A ver, Reinaldo, para que alcances a avisarles, mándamelos el viernes temprano.
- De acuerdo, patrón; creo que son los hombres que usted necesita.

La entrevista con monseñor Arrau le deparó una sorpresa mayúscula. Fue recibido
de inmediato y, después de besar la esposa, invitado a sentarse en el saloncito privado.
- No sabe lo que me alegra verlo, don Diego. Lo acompañé con mis oraciones
esos días del asalto Por lo que supe, le correspondió una labor muy ingrata.
- Así fue, monseñor, así fue. Todos tuvieron una muerte horrible, especialmente
don Alberto.
- Que Dios los tenga a su lado, gozando la vida eterna -dijo el obispo, haciendo la
señal de la cruz- .
- Amén.
- Bien, don Diego, sobre el otro asunto que le inquieta, le tengo malas nuevas.
206
- En ningún caso pueden ser buenas, tratándose del padre Peña.
- Así es, Don Diego. Resulta que después de recibir su ilustradora carta, le envié
al padre Francisco una escueta nota, invitándolo a visitarme. Y ahí vino la sorpresa. Me
respondió, muy cariñosamente, que deseaba dejar el sacerdocio, colgar la sotana, como
se dice vulgarmente, y me solicitaba lo ayudara a obtener las dispensas
correspondientes. Extrañado, tanto por la respuesta, como por la solicitud, instruí al
padre Javier Zañartu para que fuera a visitarlo. El pobre padre volvió escandalizado. Se
encontró con que el padre Francisco había abandonado el sacerdocio de hecho y vivía
con esa mujer que usted conoce, provocando escándalo en el poblado. No puedo
repetirle los insultos que le profirió al padre Javier, ni los recados que mandó.
- Qué quiere que le diga, monseñor. Realmente lo lamento por nuestra querida
Iglesia… ¡Ese hombre jamás debió ser sacerdote!

El domingo en la mañana, antes de salir para la misa de las doce, don Diego se
reunió en su escritorio con su cuñado Antonio, que había llegado la noche anterior con
toda su familia.
- Bien, mi querido Diego. A pesar de todos los problemas que tengo que enfrentar
en el campo de mi padre, no sabes lo contento que estoy de esta de regreso en Río
Claro , sobre todo ahora que Eugenia y los niños vinieron conmigo. A mis hijos ya los
vas a ir conociendo. Eugenita, que tiene trece años al igual que Dieguito, es muy
inteligente y perspicaz, quizás demasiado inquieta; no le teme a nada.
- Te olvidas de decir que, además, es muy bella, al igual que su madre.
- La verdad es que lo es, Diego; y más alta que Eugenia. En cuanto a Antonio, un
año menor que Eugenita, al que decimos "Toño", es un verdadero demonio. Hace lo que
es su real gusto y gana. Aunque tengo que reconocer que, sin que nadie lo haya forzado,
es un excelente alumno. Después viene Ernesto, de diez, copia fiel de su hermano y, por
último, mi regalona Victorita, de sólo seis años.
Después de pensar un minuto, Antonio continuó:
- Vas a ver, Diego, lo bien que se van a llevar Dieguito, Eugenia y Antonio.
- No me cabe duda, cuñado. Él siempre ha deseado conocer más a sus primos.
Tiene un instinto familiar muy desarrollado.
- Bueno, Diego. Lo que más habría deseado es regresarme contigo a Quillacahue
para recorrer Las Becacinas. Tu informe, que leí anoche, me dejó muy entusiasmado.
Desgraciadamente, voy a tener que ir a Los Avellanos, que mi padre tiene botado. Tengo
que hablar con el mayordomo para planificar la entrega de las medierías y de las chacras
a los inquilinos. Además, debo revisar las viñas -se quedó un momento meditando y
reanudó la conversación- . Podrás creer, Diego, que cuando estuve con él, en Santiago,
tuvo el desparpajo de decirme: "Arregla todo lo del campo tú. Total, va a ser tuyo y
quiero entregártelo ya. Yo me voy a dedicar a las inversiones acá en Santiago". La
verdad es que, como tú bien sabes, ha ganado dinero en una forma para él desconocida y
está deslumbrado.
- Es lógico; se le ha abierto todo un mundo que él no conocía. De repente pienso
207
que puedo estar equivocado... pero no. Sé que no lo estoy y el mundo nuevo de tu padre
se va a derrumbar estrepitosamente.
Don Diego caviló un segundo para luego, continuar:
- Me temo, Antonio, que respecto del campo no vas a tener opción. Si a tu padre
le va bien, cosa que dudo, no va a volver a vivir a Río Claro. Y si le va mal, tú eres el
único que puede alzar esa hipoteca o el campo sale de la familia. Yo siempre voy a estar
dispuesto a ayudarlos, pero recuerda que todos mis recursos están comprometidos en
Quillacahue.
- Lo tengo claro, Diego, y si las cosas salen mal, tendré que afrontarlo. Pero no
para quedarme con él, sino para venderlo. Ese campo no me ha gustado nunca.
- Volviendo al negocio de Las Becasinas -planteó el hacendado- estoy cierto de
que la viuda va a respetar la primera opción que me otorgó. Sin embargo, tú sabes
Antonio, cómo es esto: empiezan a aparecer corredores que dicen representar a un
interesado para empezar a buscarlo cuando obtienen la orden venta. No creo que la
viuda de Alberto Quintana vaya a faltar a su palabra, pero sí se puede poner más firme
en el precio.
- Tienes razón, Diego.
Pensó un segundo, como haciendo cuentas, y prosiguió:
- Hoy es 25. Yo podría dedicar la próxima semana a Los Avellanos y llegar a
Quillacahue el domingo primero, a mediodía.
- Me parece perfecto, Antonio. Así tendríamos una semana para que recorrieras el
campo y estudiaras las opciones que te ofrecen. Yo tengo que venir, a la semana
siguiente, al directorio de banco. Después ya viene la semana del dieciocho y en la que
podrías trasladarte con toda tu familia.
- Gracias, Diego. La realidad es que, abusando de tu oferta, hemos conversado
con Eugenia la posibilidad de trasladarnos a tu campo a mediados de octubre y, si la
compra de Las Becacinas resulta, ya no nos moveríamos de allí. En ese caso, Eugenia se
quedaría a pasar los días de fiestas patrias con Rosaura, para darle algún respiro a
Elvirita.
Se quedó meditando un rato antes de continuar:
- Yo espero tener algo habilitado en Las Becacinas en los primeros días de enero
para poder cambiarme y liberarte la casa.
- En ningún caso, Antonio. Toma con calma tu decisión en cuanto a la
construcción y no cometas el error de trasladarte con toda la familia a una casa en
construcción. Todos se van a sentir incómodos y vas a atrasar los trabajos. Además, creo
que sería muy grato que pasáramos, por primera vez, todos juntos el verano en
Quillacahue. Recuerda que la niña va a nacer alrededor de mediados de enero.

Al regreso de la misa, doña Elvira salió al patio interior donde don Diego revisaba
la existencia de leña. Aún quedaba al menos un mes y medio de frías noches. Además,
durante todo el año se requería contar con ella para la cocina y los calentadores de agua.
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Tendría que comprar unas cuantas carretadas más.
- Siempre preocupado de todo, cuñado. Descanse, aunque sea el domingo.
No es nada, Elvirita. Sólo estaba viendo cuánta leña quedaba. Me ofrecieron una
muy buena y seca, de la que no es fácil conseguir a salidas de invierno. El próximo año
ya me voy a proveer desde Quillacahue.
- El viernes en la mañana vi a dos hombres con aspecto de militares que lo
esperaban, Diego ¿Son ésos los que va a tomar de rondines?
- Efectivamente, cuñada, ya los contraté. Me dieron muy buena impresión y se
van la próxima semana con sus familias. Voy a tener que acomodarlos en forma
provisoria, mientras construyo dos pueblas más.
Se produjo un momento de silencio; el hacendado percibió que algo inquietaba a
Elvira y se lo preguntó directamente:
- La conozco bien, cuñadita. Algo la tiene a usted muy inquieta.
- La verdad es que sí me conoce, Diego.
Su rostro mostraba una expresión, mezcla de dolor y de rabia, extraña en ella.
Luego de mirar a los ojos a su cuñado, reanudó la conversación.
- Lo que sucede es que mi padre ya se pasó de la raya. Como usted sabe, yo no
soy mojigata ni me enredo innecesariamente, como Rosaura, pero creo que hay ciertas
normas mínimas de... ¡De convivencia civilizada!.
- Me temo que se refiere a la vida de su padre en Santiago, Elvira, pero me parece
que hay algo que yo desconozco.
- Me parece que así es; si no, sé que estaría aún más molesto que yo. ¿No le contó
Antonio que mi padre le presentó a su "futura esposa"?
- ¿Qué? Por supuesto que no, Elvirita, ya lo habría comentado con usted. Con
Antonio hablamos de su padre respecto del campo y su intención de dedicarse más
tiempo a sus negocios en Santiago, pero sobre lo otro no me dijo nada...
- ¿Podrá creer, Diego- lo interrumpió ella- , que mi padre lo convidó a comer al
Crillón, dándole a entender que estaría con un grupo de amigos y, cuando llegó, se
encontró a boca de jarro con la "fulana"? El pobre Antonio se sintió pésimo, pero como
es un caballero, tuvo que quedarse. Mi padre le comunicó, delante de ella, entre
arrumacos y besitos, que pensaba casarse a fines de año. Le pidió que fuera su padrino.
- ¡Diego, recién hace dos meses que murió mi madre!
- ¿Qué quiere que le diga, Elvirita? Me deja estupefacto.
De hecho se quedó sin saber qué decir durante un minuto, pero decidió continuar:
- Yo tengo, y he tenido, muchas diferencias con su padre, pero lo aprecio y creo,
en el fondo, que es un buen hombre. Le perdono muchas de sus actitudes que no
comparto y que creo son fruto de la educación y de la influencia de la sociedad en que se
crió. Pero, ¡Esto!... Esto no es aceptable. Afecta a toda nuestra familia. Yo voy a
conversar con él. Tiene todo el derecho a rehacer su vida, pero en forma correcta y
respetando los sentimientos de quienes lo quieren.
- Ojalá tenga ocasión de hacerlo, Diego, pero él no parece tener intención de venir
por estos lados.
- La segunda semana de septiembre tenemos el directorio de banco. No creo que
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él vaya a faltar.
- No lo sé, Diego. Ya no soy capaz de predecir lo que va a hacer. Además, no
parece querer abandonar un segundo a su "fulanita" que, entre paréntesis, según me
confidenció Antonio, es tan joven como nosotros, bella y de una estupenda figura...
Aunque, según él, un poquito vulgar.
- Bueno, Elvirita, suelen producirse, sobre todo en hombres de la edad de su
padre, esos atractivos físicos irresistibles. En el campo se le describe con un nombre que
no puedo repetir a usted, pero que sí es muy gráfico...
- “Empotarse”, Diego, así se dice, y no sólo en el campo. ¡Por favor, no sea
fruncido conmigo!

Más y diversas actividades

Al día siguiente, durante el viaje de regreso a su hacienda, la mente de don Diego


revisaba, uno a uno, los trabajos que tendría que realizar esa primavera. Sin embargo,
sus pensamientos, porfiadamente, regresaban a los problemas familiares. El meditar
sobre el efecto de la actitud de su suegro, especialmente respecto de Dieguito y sus
primos, lo hacía volver a su propio problema con Elvira. El podría causarles un daño
que, obviamente, sería mucho mayor que el que podía provocar su suegro. Tenía que
ponerse firme y terminar, de una vez por todas, con este absurdo coqueteo. Hablaría con
Elvira, con cariño, pero con firmeza y ambos se comprometerían a honrar, como la
Iglesia se los ordenaba, sus respectivos matrimonios. Se sintió en paz consigo mismo
por la firme decisión recién tomada, como... liberado de un peso, con esa misma
sensación de liviandad en el cuerpo, que disfrutaba de niño después de recibir la sagrada
eucaristía. Era como tener el alma limpia, recién lavada. Sabía que faltaba lo más difícil:
hablar con Elvira y confesarse. Sin embargo, lo daba por hecho. Contaba con su fuerte
voluntad vasca para cumplir con lo que su conciencia le dictaba.
Las pariciones habían continuado sin mayores percances y don Diego pudo
disfrutar al ver el primer lote de vacas paridas pastando plácidamente, mientras los
terneros, como niños traviesos, brincaban a su alrededor. Todas las plantaciones estaban
finalizadas y se hallaba concluida la limpieza de los canales y de los desagües. Ahora
tenía que abocarse a repartir las chacras a los mayordomos e inquilinos y planificar la
siembra de primavera, propia de la hacienda: avena, cebada, empastadas, papas, porotos
y maíz. Después, se ocuparía de construir el canal, los tubos de concreto y las bases que
permitirían instalar la turbina Pelton, con su generador de electricidad y su molino
comprado a Küpfer en Santiago. Simultáneamente, reiniciaría el terraplén.
La repartición de chacras era una compleja liturgia que conmocionaba a toda la
estructura social de la hacienda. El hacendado, de acuerdo con la suma total de
210
derechos, determinaba los potreros que se destinarían al reparto y Manuel Cofré, junto
con Armando Troncoso, mayordomo de siembras, medían y marcaban con un arado,
paños de una cuadra. Cuando los potreros no eran regulares, tenían que hacer triángulos,
calculados en cuartos de cuadra o "tareas". Terminada esta faena, los potreros parecían
mosaicos dibujados por un niño. La medición era tan precisa que servía para determinar,
con exactitud, la superficie para siembra de cada predio. Las zonas bajas y húmedas, o
muy altas y, por lo tanto, sin posibilidades de riego, no se incluían. Don Diego
determinaba el orden de precedencia para escoger la respectiva chacra, comenzando,
como correspondía, por los mayordomos y prosiguiendo con los capataces y los
inquilinos. En el primer caso, la jerarquía ya estaba establecida, pero en el caso de los
capataces y de los inquilinos, se comenzaba por el mejor calificado por el patrón, en
cada grupo, después de escuchar el informe de los mayordomos. La ubicación en este
reparto determinaba, por todo un año, la jerarquía interna de la hacienda y hacía que en
los días previos, circularan toda clase de rumores respecto de quiénes serían
"ascendidos" y de quienes serían "castigados".
El sábado siguiente de su regreso de Río Claro, el último día de agosto, don
Diego, se dirigió a caballo hacia los potreros del reparto, después de la rutina matinal.
Lo acompañaban todos sus mayordomos, seguidos por los capataces e inquilinos,
quienes para la ocasión montaban sus mejores caballos, compitiendo, además, por la
calidad, prestancia y colorido de sus atuendos "huasos". Más atrás venía una retahíla de
mujeres y chiquillos que no podían perderse el ceremonial. Cuando don Diego se detuvo
con sus papeles en la mano, fue rodeado por una silenciosa y expectante multitud. Los
estaba observando, uno a uno, cuando se encontró con una mirada de interrogación. Ahí
estaba Sofanor "Segundo" Oyarzún, el muchacho que quería sembrar sandías en media
para venderlas en Constitución.

El primer llamado fue Manuel, quien, como era obvio escogió, el mejor suelo.
Luego le correspondía elegir a Ofelia única mujer con derecho a chacra. En su
representación, Manuel escogió otra vez. Después le correspondió al llavero, Miguel
Osorio, y luego al mayordomo de ganado, Antonio Painevilo. A ellos les siguieron los
"mayordomos menores": Armando Troncoso, mayordomo de siembras; Carmelo
Riquelme, mayordomo de viñas; Segundo Flores, mayordomo de riego y, por último,
Juan Zuñiga, "celador del canal".
Cuando terminaron, se acercó Manuel.
- Patrón, perdone usted, pero me parece que hubo un error. No repartió una de las
mejores chacras; esa media cuadra de trumao, allí al centro de este potrero. ¿Se acuerda
que la pidió Aguilera y usted dijo que ya estaba asignada?
Un poco temeroso por corregir a don Diego, siguió con cierta timidez:
- Ahora que ya terminamos veo que no es así.
- Tranquilo, Manuel, tranquilo. Parece que el exceso de cariño de la Lastenia te
esta dañando el cerebro, y te hace perder la memoria. No ves ese muchachón que nos
mira con ojos inquietos.
- ¡Ah! Sí, don Diego, el de las sandías.
211
- Llámalo, Manuel.
El reparto entre capataces primero, e inquilinos luego, pareció en general bastante
justo. Al regresar a “Las Casas”, donde Manuel les entregaría un plano con los nombres
de cada cual en su chacra, no faltaban los descontentos. Pero todos reconocían, casi con
extrañeza, que don Diego no había actuado en contra de los "antiguos" de Quillacahue.
Todos pensaban que iba a privilegiar a quienes habían llegado con él desde Los Hualles
y estaban reconocidos de que no fuera así. No tenían idea de las discusiones que el
hacendado había tenido con Manuel, quién aún defendía a "su gente". Pocos percibieron
al más dichoso de todos los medieros. "Segundo" Oyarzún se había quedado parado,
estático, en "su" chacra. Por su mente desfilaban carretas y más carretas de sandías por
los polvorientos caminos de los cerros de la costa.
Don Diego llegó a "“Las Casas”" cerca de las dos de la tarde. Ofelia lo esperaba
con una expresión de expectación, evidentemente fingida.
-¿Cómo se portó Manuel, patrón? ¿Me escogió una buena chacra?
- Y lo preguntas, mujer -le respondió el hacendado con una pícara sonrisa
dibujada en su rostro-. La mejor de todas la escogió para ti.
- Perdone usted, don Diego, pero eso sí que no se lo creo. Mala no ha de ser, pero
la mejor; ésa seguro que la escogió para él. Ahora, patrón, necesito que me recomiende
un mediero para que me la trabaje. Una que es sola...
- ¡Por propia decisión, Ofelia! ¡Por propia decisión! Interesados no te han faltado.
- La verdad que no, patrón, pero conozco bien a los hombres y no quiero hacerme
cargo de ninguno.
Con la coquetería brillándole en los ojos, continuó:
- Más me vale seguir como estoy.
- Sí, claro. Siempre tienes alguno de turno y lo utilizas a tu amaño. Si no te
quisiera tanto, te diría unas cuantas cosas...
- Lo sé, don Diego- interrumpió Ofelia-. Me diría que la religión está por sobre
nuestros deseos; que debería confesarme; que los pecados de la carne... Para qué sigo.
Pero sabe una cosa, patrón: mi Dios es más comprensivo que el suyo. Usted dice que
cada cual debe actuar según su conciencia. La mía, mi querido patrón, me dice que el
peor pecado es no disfrutar de lo que Dios nos da, siempre que una no dañe a otros. Por
eso a mi cama no entra ningún hombre casado -reflexionó un segundo-... Al menos
ningún casado que esté bien con la propia. Y perdóneme, don Diego, pero quizás a usted
le hace mucha falta cambiarse a mi religión. Disfrutaría mucho más de la vida. No todo
ha de ser trabajar y abstenerse... Abstenerse de gozar todo lo que Él puso a su alcance.
- Mejor dejémoslo ahí, mi querida protectora, y declaremos empate. Yo respeto tú
conciencia y tú respetas la mía.
- Será como usted diga, don Diego -respondió Ofelia, sin poder sacarse la picardía
de la cara-.
- ¡Ah, se me olvidaba, Ofelia! El lunes llegan los rondines sobre los cuales te
hablé. Para que lo recuerdes, se llaman Arnoldo Riquelme y Florentino Catrileo. Son
hombres fuertes y que saben usar un arma. Pertenecieron al ejército. Van a llegar solos,
como tú ya sabes, así es que ubícalos en alguna puebla. La pensión, por supuesto, la
212
pago yo.
- Para qué gasta plata, patrón. Yo los puedo acomodar en las piezas de servicio.
- No, Ofelia. Recuerda que son casados... y éstos están muy contentos de sus
esposas.
Don Diego endureció el rostro y, mirándola a los ojos, le dijo:
- Como van a trabajar muy cerca de aquí, te hago responsable, personalmente a ti,
de que no se enreden con ninguna china, pues sus mujeres no llegarán hasta un tiempo
más, cuando les tenga casa.
- Aquí en “Las Casas”, yo le respondo. Ahora, lo que hagan afuera patrón, yo no
lo puedo controlar.
- Hay pocas cosas en esta hacienda que tú no puedas controlar, querida Ofelia. Así
es que confío en ti. ¡Ah!, se me olvidaba decirte que mañana José tiene que ir a buscar al
padre Andrés para la misa...
- Por supuesto, don Diego; es tercer domingo, sé que toca misa y todo está
dispuesto.
- Lo sé, Ofelia, lo sé. Pero, por favor, déjame terminar. Cuando lleve de regreso al
curita, José debe esperar el arribo del tren de Río Claro, porque va a llegar Antonio, mi
cuñado...
- No le puedo creer, patrón. ¡Don Antonio! Tantos años que no lo veo. Perdone,
don Diego, pero debió avisarme antes para preparar una pieza para él y la señora
Eugenita. ¿Viene con los niños?
- Calma, Ofelia, calma- se interpuso el patrón-. Por ahora viene solo. Eugenia y
los niños van a llegar más adelante, probablemente a fines de mes.
- Dígame, patrón, sigue siendo tan bonita... Y los niños, ¿cómo son?
- Sí, Ofelia, Eugenia está aún más bella. Respecto de los niños, supongo que
recuerdas que tienen dos mujercitas, la mayor y la última, y dos varones, que son los del
medio. Eugenita, la primogénita, es muy bonita y, en cuanto a los demás, todos llevan
buenas trazas.
Esa noche, luego de escuchar en la BBC el "Concierto para Piano en La menor de
Schumann", cambió a la Radio Nacional para enterarse de las últimas noticias. Lo que
destacaba, entre ellas, eran los disturbios producidos en Santiago a raíz de la entrega de
Tacna al Perú, ocurrida el miércoles 28, y la incipiente lucha entre árabes y judíos por el
Estatuto de Palestina. Ambas noticias le hicieron recordar a su hijo, Dieguito, y sus
teorías históricas.

El domingo, don Diego inició su día, como era su nueva costumbre desde que
podía escuchar la radio, a las cinco y media de la mañana. Después de las oraciones
matinales, se instaló en su salita, sin desayunar, pues era día de misa en Quillacahue y
deseaba recibir la eucaristía. Mientras tomaba un "agua perra" sintonizó la BBC. Como
Londres tenía una diferencia de cuatro horas, al poco rato se inició el noticiario de las
diez de la mañana. El hacendado prestó atención cuando escuchó mencionar a la bolsa
de Nueva York, y subió el volumen de la radio. En la jornada anterior los precios
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promedio de las acciones habían registrado una leve baja. Era la primera, después de
varios años de alzas ininterrumpidas. A pesar de que los comentaristas trataban de restar
importancia al hecho, calificándolo de fenómeno transitorio, hubo una nota que
mencionaba la opinión de un analista económico, quien advertía que podía ser el
comienzo de lo que él llamaba, eufemísticamente, una "normalización bursátil". Don
Diego no tuvo duda alguna. Era el comienzo del fin.

Luego de la misa, mientras desayunaba con el padre Andrés, le planteó su


decisión respecto de su cuñada:
- Padre recuerda confesión a finales de julio, en cuanto a mi relación con mi
cuñada Elvira.
- Mi querido hacendado.... ¡No es como para olvidarla!
- No exagere, padre; no es para tanto. Es cierto que existe una afinidad muy
grande entre nosotros dos. Reconozco que eventualmente, dicha relación podría pasar a
tener otro cariz, sin embargo, la verdad es que hasta ahora nunca ha sucedido nada.
- No se engañe a usted mismo don Diego. No soy de los que creen que el pecado
de pensamiento sea igual al de la acción, pero... son parecidos; y de uno suele pasarse
fácilmente al otro.
- Bueno monseñor- lo interrumpió inquieto don Diego- . No es necesario que
sigamos filosofando sobre algo que, sea lo que sea, he decidido dar por definitivamente
terminado.
- Si me lo permite, don Diego- preguntó el cura, un tanto sorprendido-, ¿Qué lo
hizo tomar una decisión tan tajante?
- Si le dijera que fueron sus consejos y duras amonestaciones, padre, mentiría. Por
supuesto que influyeron, y mucho. Sin embargo, lo que realmente provocó un punto de
quiebre fue constatar el daño que está produciendo en mi familia la relación de mi
suegro con una dama santiaguina, sobre la cual le pido absoluta reserva.
- No es necesario, patroncito, pero debo advertirle que es un asunto conocido
hasta en sus más mínimos detalles. He tenido que amonestar a muchas de mis beatas,
quienes so pretexto de resaltar sus supuestas propias fidelidades, me traen el cuento.
- Bien padre -don Diego meditó un rato y reanudó su relato-. El asunto es que he
percibido el efecto que la actitud de Antonio, mi suegro, ha tenido en sus nietos. El sólo
pensar el daño que yo podría infringirle a Dieguito y a su futura hermana me hicieron
tomar una decisión absolutamente irrevocable, todo este asunto, llamémoslo flirteo o
como quiera ¡Se acabó! ¡Para siempre! En la primera oportunidad que se presente, se lo
plantearé a Elvira y... ¡Asunto concluido!
- Don Diego, don Diego- lo detuvo el cura-. Recuerde, por favor, su primera
confesión conmigo. No sea tan soberbio... ¡Usted no es Dios!
- ¡Pero, padre! -exclamó, abismado, don Diego- ...
- Momento, patroncito, momento. No me entienda mal. ¡Lo felicito por su
resolución!... y... ¡Lo reprendo por su arrogancia!
El curita cruzó sus manos y apoyó el mentón en ellas.
- Las cosas no se dan así en la vida, patroncito. Lo que existe entre usted y su
214
cuñada, aunque no haya habido contacto carnal, es una atracción muy fuerte. ¡Y usted,
de la noche a la mañana, la va a enterrar! ¡No señor! Va a necesitar mucha ayuda. Rece
don Diego, rece mucho,... pídale ayuda a nuestra Santa Madre, a quien usted tanto ama.
Así y todo, es muy probable que vuelva a caer en lo mismo y tendrá que levantarse de
nuevo. Manténgase alerta; alerta y humilde...
- Perdone padre- interrumpió, molesto, don Diego-. Ésta vez se equivoca usted
conmigo; no conoce mi fuerza de voluntad. Cuando yo tomo una decisión La tomo! Y...
¡Se acabó!
- ¡Ay, patroncito! Que "Dios lo oiga y el diablo se haga el sordo".

Al escuchar el trote del coche que ingresaba “Las Casas” trayendo a Antonio, don
Diego salió a recibirlo:
- Me habían hablado de la magnificencia de “Las Casas” de Quillacahue, Diego,
pero nunca imaginé esto -exclamó Antonio apenas saludó a su cuñado- .
- Realmente es una muy buena casa, Antonio, pero no es obra mía. Es lo único
que recibí en buenas condiciones de este campo. Todo lo demás estoy comenzando a
mejorarlo.
Ofelia, que estaba esperando su turno, se adelantó y se echó a los brazos de
Antonio:
- ¡Don Antonio! No sabe la alegría que me da volver a verlo. Han sido tantos
años.
Sin dejarlo escapar de su abrazo, Ofelia prosiguió:
- Me ha contado don Diego que pronto va a traer aquí a Quillacahue, a la señora
Eugenia.
- La alegría es mía, Ofelia dándole una suave palmada en el trasero, Antonio
retomó la palabra-. Estás regia. ¡Cómo harás sufrir a los varones de estos lados!
- Las cosas suyas, don Antonio -respondió Ofelia, sonrojada tanto por la mano
que no se apartaba de su traste.... como por algunos viejos recuerdos-.
Se alejó un poco al percibir la pícara mirada de don Diego y preguntó:
- ¿Cuándo va a traer a misia Eugenia y a los niños?
- Muy pronto, mi querida, muy pronto. Eugenia se va a quedar acompañando a
Rosaura para las fiestas del "dieciocho". Espero que a comienzos de octubre se puedan
venir ella y los niños. Me temo, Ofelia, que te vamos a molestar por un rato.
- Será un gusto servirlo a usted y a su familia, don Antonio; por todo el tiempo
que desee.

El opíparo almuerzo que les tenía Ofelia, cuyo plato de fondo era un lechón asado,
más la prolongada sobremesa en torno a la chimenea, disfrutando de un excelente coñac,
les permitió relajarse y volver a conversar como solían hacerlo años atrás. Se apreciaban
mutuamente y compartían, en muchos aspectos, intereses y enfoques similares, así como
en otros tenían diferencias sustanciales. Antonio le reprochaba a Diego el tomar todo
demasiado en serio. Aunque él también era muy católico, transitaba por la vida con más
215
soltura. Tenía algo del cinismo de su padre en cuestiones tocantes a la ética y la moral.
Diego, consciente de este aspecto, intentaba eludir temas que los pusieran en conflicto.
A esas alturas de la vida, tenía muy claro que no iba a influir en un hombre adulto y
debía aceptarlo como era.
Después de una reponedora siesta, salieron a recorrer el campo, lo cual le permitió
a don Diego explayarse en sus planes. Eran pocas las oportunidades que tenía de hablar
de ellos con un conocedor del quehacer agrícola, como Antonio. Éste, a pesar de su
cariño por la tierra, quedó sorprendido por la vehemencia y la pasión con que don Diego
reseñaba sus proyectos.
A partir del lunes, don Diego se enfrascó en las labores pendientes. Los días se le
hacían cortos y cada noche, al acostarse, sólo deseaba que llegara el amanecer para
reiniciar su trabajo. Esa sensación le recordaba los veraneos en el campo de su padre, en
los que al caer agotado en la cama al final del día, deseaba que la noche transcurriera
rápido, para poder seguir disfrutando de las innumerables aventuras del largo verano.
Antonio por su lado, se dedicó a recorrer, palmo a palmo, la hacienda “Las
Becacinas” . Al terminar la semana, estaba decidido a comprar el campo a "puertas
cerradas" con las siembras, el ganado y toda la maquinaria. El domingo, al regresar de la
misa desde Santa Elisa, habló del asunto con su cuñado:
- Diego, como seguramente lo intuyes, estoy decidido a hacer negocio con la
viuda de Alberto Quintana. Abusando de tu amistad, me gustaría que fueras conmigo
esta semana a Cauquenes, aunque sé que tú tienes que ir a Río Claro a la reunión del
directorio del banco.
- Por supuesto, cuñado, por supuesto... Yo siempre pensé acompañarlo. Es lo
lógico y, en ningún caso, un abuso de confianza.
Se calló un momento, pensando en cómo organizar la semana para poder hacer
ambas cosas. Cuando lo tuvo resuelto, se dirigió a Antonio:
- Con buena voluntad, todo se puede acomodar, Antonio. Yo me voy mañana,
lunes, a Río Claro. El miércoles, si tú estás de acuerdo, me dirijo directo a Cauquenes a
encontrarme contigo. Podemos hospedarnos en el "Hotel del Maule" y regresar el
viernes. Recuerda que tu hermana Elvira, con Jaime y Dieguito, llegarán el sábado a
pasar la semana del "dieciocho".
- Me parece perfecto, Diego; lo haremos así. Te voy a pedir que, por favor, le
lleves una carta a Eugenia, para explicarle todos mis planes. Estoy viendo que sólo
podré acompañarla los días del "dieciocho". Después no nos veremos hasta que se venga
con los niños, pues, si todo resulta bien, voy a tener que quedarme aquí. Y tú sabes que
ella tiene su carácter y le gusta estar enterada de todo.
- Despreocúpate, Antonio, yo seré tu abogado -le respondió, riendo, don Diego-.
- No sé cómo te voy a agradecer todo lo que has hecho por mí, Diego. Realmente
estoy aprovechándome, tanto de tu amistad, como de tu hospitalidad.
- Tranquilo, cuñado, tranquilo; sé que usted haría lo mismo por mí.

El lunes, antes de encender la radio y desayunar, don Diego salió de su sala de


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estar para ir a buscar unos apuntes de "Las Becacinas" que quería entregar a Antonio, a
fin de que los tuviera antes de partir él a Río Claro. No bien cruzó el umbral hacia el
pasillo, sintió el típico ruido de la bisagra de una puerta. Sorprendido, miró hacia su
derecha y vio a Uberlinda salir, furtivamente, del dormitorio de Antonio. Ella, al percibir
los pasos del hacendado, se dio vuelta hacia él. Sólo estaba cubierta por un chal que, al
girar dejó a la vista toda su exuberante desnudez, en la que destacaban, agresivamente,
aquellos pletóricos senos que tanto perturbaban al hacendado. Uberlinda trató de simular
que no lo había visto y, con sorprendente agilidad, se deslizó hacia el fondo de la casa.
Don Diego fue presa de un tumulto de sensaciones y sentimientos encontrados.
Una excitación casi incontrolable lo recorrió como un ramalazo, provocándole una
inmediata erección. Trató de luchar, al mismo tiempo, contra esta perturbación
pecaminosa y contra la envidia hacia su cuñado, que lo roía por dentro. Podía justificar,
para sí, la reacción erótica; pero no la envidia. Su cuñado había disfrutado de Uberlinda
mucho tiempo después de que él se la negara a sí mismo. Definitivamente, en ese
momento, sus sensaciones y sentimientos primaban sobre su razón... Sabía que no era
justa, ni procedente, la rabia que sentía hacia Antonio; rabia que estalló en un silencioso
exabrupto:
- Tan preocupado que estabas de no "abusar de mi confianza". ¡Desgraciado!

El ambiente en el directorio del banco era sumamente tenso. Don Diego, por
enésima vez, pidió la palabra:
- Señor presidente, señores directores: considero necesario que todos mis dichos
anteriores, más las afirmaciones que voy a efectuar, consten en acta con absoluta
fidelidad.
- Señor secretario- lo interrumpió el presidente del banco, don Benjamín
Urrejola-; hágase tal como lo ha solicitado el señor director, don Diego González.
Continúe, don Diego.
- Señor presidente, voy a resumir lo que tantas veces he sostenido. Las
colocaciones o préstamos de cualquier banco son, por definición, activos de riesgo. En
nuestro caso, esos préstamos están otorgados, en un alto porcentaje, a clientes que han
utilizado ese dinero para especular en acciones. El especular en cualquier tipo de bien es
una actividad legítima, mas claramente riesgosa. Si agregamos a ello que esa
especulación se realiza en un mercado absolutamente distorsionado, en que los valores
alcanzados por dichos títulos no guardan relación alguna con la parte alícuota o
proporcional del valor de las empresas que los emitieron, podemos concluir, sin lugar a
dudas, que una parte importante de los activos de este banco no son tales y, por lo tanto,
estamos enfrentados a una pérdida de una magnitud que puede llevarnos a la
insolvencia. Como todos los señores directores bien saben, eso significa una sola cosa:
no podremos devolver el dinero que los ahorrantes nos han entregado para que les
administremos, "Como lo haría un buen padre de familia".
- Señor director- señaló el presidente, alzándose de su sillón y señalándolo con el
dedo índice de su mano derecha- . ¿Percibe usted la gravedad de su acusación?
- Perdón, señor presidente- le retrucó don Diego-, lo realmente grave no es lo que
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yo pueda decir; lo grave son los hechos que existen detrás de mis palabras. De esos
hechos somos responsables todos los que estamos en torno de esta mesa...
- Presidente- interrumpió don Santiago Escala-. El que consten en acta las
palabras de don Diego puede, el día de mañana, tener efectos legales que nos afecten a
todos...
- Presidente- acometió don Diego solicito se me permita concluir. Entre
paréntesis, don Santiago, lo importante no son los efectos legales Lo único importante
para nosotros, los directores, es salvaguardar el patrimonio del banco y por ende, el
dinero que nos confiaron los ahorrantes. Volviendo a lo principal, presidente, tengo
perfectamente claro que esos créditos, tristemente riesgosos, como he demostrado, son
de un hecho irreversible. Sólo podemos tomar dos acciones para disminuir el efecto de
una caída bursátil: primero, no otorgar ni renovar más créditos de este tipo y; segundo,
vender las acciones especulativas en que nuestro banco ha invertido directamente...
- Si se aprueba eso- saltó don Santiago-, al no renovarnos los créditos, nos van a
obligar a vender las acciones...
- Exactamente- le replicó don Diego- . Y le estaremos haciendo un gran favor...
- No acepto que nadie tome decisiones por mi- respondió don Santiago-.
- Usted, señor, puede tomar decisiones con su propio dinero -le espetó don Diego-
Las decisiones del dinero del banco y de los ahorrantes de los cuales somos mandatarios,
corresponden a este directorio... y ¡A nadie más, señor!
Don Benjamín suspendió la sesión por quince minutos para intentar aquietar los
ánimos. Cuando se reanudó, llamó a votación, rechazándose aquella parte de la
proposición de don Diego que se refería a las renovaciones. Se acordó, en cambio, no
otorgar nuevos créditos para especular en acciones y vender aquéllas en que el banco
había invertido. Cuando se levantó la sesión, don Diego fue el primero en retirarse, los
demás directores seguían comentando el desacostumbrado debate.
Mientras caminaba hacia su casa, el hacendado sonreía sólo. Siempre supo que le
iban a rechazar la propuesta de los préstamos, pues prácticamente todos los directores
estaban involucrados en ellos. No obstante, tenía muy claro que, al forzar ambas
peticiones, iba a obtener aquélla que no afectaba los intereses inmediatos de ellos. Había
logrado bastante, y lograría aún más, con el miedo que les trasmitió a sus colegas.
Estaba seguro de que muchos de ellos, en secreto venderían sus acciones, cancelando
sus créditos.
“Algo es algo”, pensó para sí mismo. Al doblar la esquina de la plaza, su mente
saltó al otro problema que tenía que abordar: conversar con Elvira y comunicarle su
decisión. Rápidamente y sin mucho esfuerzo, resolvió que era mejor postergarlo.
Tendría tiempo de sobra durante la próxima semana, cuando ella fuera a Quillacahue.
Al llegar, Angélica le comunicó que doña Rosaura deseaba verlo y que doña
Elvira y doña Eugenia habían salido de compras, mas regresarían para acompañarlo a la
hora del té.
Rosaura, cercana ya a su quinto mes de embarazo, se veía radiante, acomodada
entre los almohadones de su cama. Don Diego se inclinó para besarla y ella, en forma
inesperada para el hacendado, le revolvió el pelo cariñosamente, mientras le susurraba:
218
- No sabe usted cuánto lo quiero y cuánta falta me hace, Diego. Está bien que sea
un vasco bruto, pero igual debería ocuparse de su mujercita. No olvide que usted es el
responsable de mi actual estado.
- Usted sabe bien, mi querida Rosaura, que el principal afán de mi vida es hacerla
feliz a usted, a Dieguito y a nuestra hija, que está aún en su seno -respondió cálidamente
don Diego, mientras se sentaba a un costado de la cama sin soltar las manos de Rosaura.
Con la más conquistadora de sus sonrisas, volvió a besarla con ternura, mientras
sentía un profundo sentimiento de culpa. Se tranquilizó al recordar que ya tenía resuelto
su problema y juró, para sí mismo, reconquistar a su mujer. Sabía que, si se lo proponía,
podía lograrlo.
- Me alegra mucho verlo atento conmigo, Diego. Las últimas veces que ha venido
ha sido más bien duro y poco cariñoso.
- ¡Ay, Rosaura! Usted, a más de bella, es una mujer inteligente y conoce, tan bien
como yo, nuestras diferencias. Tenemos caracteres distintos y opiniones muy
divergentes en algunos temas fundamentales, como nuestra religión y la forma de
vivirla.
Don Diego caviló un segundo y, acariciándole las manos a su esposa, reanudó la
conversación:
- Pero eso no quiere decir que, con buena voluntad y esfuerzo, no podamos lograr
nuestra mutua felicidad. Todo el problema consiste en respetar la individualidad del otro,
sin que ninguno trate de imponerse.
- Mi Diego querido; yo no sé qué pasa, pero cada vez que usted habla así, me
convence, pero después, igual no nos entendemos.
Doña Rosaura se sorprendió al percibir que la presencia de Diego le provocaba un
bochorno muy parecido al anhelo sexual que creía apagado por el embarazo. Poco a
poco, tuvo que reconocer que aquello que recorría su cuerpo era, claramente, un fuerte y
lujurioso deseo que humedecía sus partes íntimas.
Don Diego intuyó la causa de que su esposa estuviera tan callada, e insistió en su
argumentación:
- Ya le prometí, Rosaura, respetar su camino de salvación, aunque piense que es
erróneo y su resolución me involucre a mí en forma muy personal.
- Diego, Diego querido tiene mi autorización expresa para buscar alivio donde
corresponde a un hombre de su posición le interrumpió Rosaura.... percatándose que
nuevamente, sus palabras no coincidía con sus íntimos deseos.
Se lo imaginó desnudo, al lado de una voluptuosa mujerzuela, y se indignó contra
sí misma por los celos que la invadieron. Inmediatamente cambió el giro de la
conversación:
- Ello no quiere decir que no prefiera la opción que usted ha tomado, que me
honra de sobremanera, pues es una gran demostración de amor hacia mí; sobre todo
cuando sé que usted, que es un hombre de naturaleza libidinosa, no concuerda con mi
resolución.
- Bueno, Rosaura, ese tema ya lo hemos conversado muchas veces y usted
resolvió por los dos. Ahora, lo que sí le insisto es que en asuntos atingentes a las
219
relaciones de nuestra familia, ya sea con la Iglesia o con la sociedad a la cual
pertenecemos, yo no voy a ceder mis prerrogativas de jefe de hogar. Usted deberá
honrar, en estas materias, la obediencia que me juró en el altar.
- Por supuesto, mi amado Diego. Recuerde que le di mi promesa.
Su cara cambió abruptamente y exclamó:
- Mire, Diego, toque, toque, su hija se está moviendo.
Don Diego puso la mano en el vientre de su esposa, cubierto por el camisón.
Palpándola con ternura, encontró el lugar donde surgía una pequeña protuberancia y
percibió claramente los desplazamientos de su hija. Rosaura, que lo miraba fascinada,
afirmó:
- Tiene usted razón en su presentimiento, Diego. Esta criatura se mueve con
mucha más suavidad que Dieguito. Además, sus patadas son también más femeninas.
Con un rápido cambio de tema, doña Rosaura le preguntó:
- ¿Ha sabido algo de mi disipado padre, Diego?
- La verdad es que no, Rosaura, Yo esperaba que viniera al directorio del banco,...
pero ni siquiera envió una explicación.
Don Diego permaneció tendido al lado de su esposa con la cabeza apoyada en su
hombro. Al poco rato, ella lo sacó de su estado de sopor:
- Diego, refrésquese y vaya a tomar once. Elvira y Eugenia deben estar solas.
Luego le dio un cariñoso beso y lo impulsó, suavemente, fuera de la cama.
Rosaura quedó entre confundida y entusiasmada después de la visita de su esposo.
Por un lado, la imagen de verlo acostado con una mujerzuela la enardecía y, tenía que
reconocer, aunque le pesara, que su marido la excitaba con su sola presencia. ¿No
estaría ella equivocada, basando su salvación en "ése" sacrificio? ¿No tendría razón el
obispo? Recordó que incluso el padre Peña (que al final había resultado tan estúpido
como ella imaginara) había insinuado una posición similar, hasta que ella lo presionó.
Pero ¡No!, ella tenía razón. Conocía sus demás pecados y estaba cierta de que
necesitaría de un sacrificio muy grande para salvarse; eso le dictaba su conciencia y eso
haría. No podía correr riesgos. Por otro lado, sentía pánico de perder a Diego, sobre todo
considerando la nueva actitud de su padre y lo complicada que podría ser su situación
futura. Él siempre había sido su refugio de última instancia. Estaba claro que el vasco
pertinaz de su marido no iba a dejar el campo para asumir su rol de príncipe consorte de
ella, la reina de Río Claro... No tenía opción, tendría que hacer algunas concesiones para
asegurarse a Diego.
Don Diego, que se había instalado en su escritorio a meditar, era capaz de apostar
respecto de lo que se habría quedado pensando su esposa. Estaría tentada por ceder a su
sensualidad natural y no insistir en su castidad. Sin embargo, sin mucho
convencimiento, optaría por la castidad, al creerla su camino de salvación. Además, por
instinto de supervivencia de clase, habría arribado a la conclusión de que a falta de su
padre, necesitaba a don Diego. Se sonrió para sí mismo; si se lo proponía, podía
conquistarla y hacerla claudicar... poco a poco. Si no lo lograba, sabía que se le haría
muy difícil resistir la tentación del cariño de Elvira.
220

El té se sirvió en el escritorio de don Diego. Eugenia y Elvira, que se entendían a


las mil maravillas, no dejaban de parlotear. Don Diego las interrumpió:
-Bueno, bueno.... cuñaditas, parece que se han entretenido mucho juntas.
- Así es, Diego- afirmó Elvira-. Con Eugenia no se pasan penas. Debo aprovechar
su compañía antes que se vaya a Quillacahue.
Eugenia, haciendo pie en la referencia de su cuñada, miró al hacendado:
- Usted no sabe, Diego, lo agradecida que estoy por el cariño con que nos ha
recibido. Además, por lo que me relata Antonio en su misiva, usted le ha sido de gran
ayuda respecto a la posible compra de Las Becacinas y entiendo que mañana se van a
encontrar en Cauquenes para tratar de cerrar la compra. De verdad, hemos abusado de su
confianza.
- Eugenia, por Dios, nada tiene que agradecer.
Don Diego recordó, ya con mejor humor, del "abuso de confianza" de su cuñado,
reconociendo para sí que realmente su rabia había sido una actitud más bien infantil.
Mirando directamente a Eugenia, reanudó la conversación.
- Estoy feliz de que hayan regresado y, más feliz aún, de que se vayan a
transformar en vecinos, si es que todo marcha bien mañana en Cauquenes. Tú sabes,
Eugenia, que tanto Elvira y Jaime, como Rosaura y yo, los extrañábamos mucho.
Además, creo que es bueno que los primos puedan crecer juntos.
- Es cierto lo que usted dice, Diego. Estoy muy contenta de volver con Antonio a
su tierra natal. No le voy a negar que, con toda seguridad, echaré de menos a mis padres;
pero está escrito que la mujer tiene que seguir al marido. Además ello me va a permitir
acompañar a Rosaura, a ver si la puedo conquistar Nunca me ha perdonado el haberme
casado con su hermano predilecto.
- Respecto lo último, Eugenia, si vamos a hablar con la franqueza y con la
confianza que le tengo a usted y a Elvirita, debo reconocer que es así. Son hechos de la
vida. Hay ciertos caracteres absorbentes, como el de mi esposa Rosaura, que nunca
dejan de celar a sus hermanos varones, por muchas que sean las cualidades de la
cuñada... que usted las tiene y en abundancia.
- Momento, momento. Paren los dos -les espetó Elvira, con una pícara sonrisa-. Si
quieren seguir coqueteando, yo los dejo solos y me voy a acompañar a Rosaura.
Los tres rieron sanamente con la ocurrencia de Elvira. Don Diego prosiguió con el
tema anterior:
- Para cerrar el capítulo, Eugenia, estoy seguro de que usted… -se interrumpió y,
riéndose aún, miró a Elvira-, con su perdón Elvirita, tiene la inteligencia astucia para
saber manejar a Rosaura, aunque, reconozco que no es fácil. Usted la conoce bien.
- A propósito -intervino Elvira- , te vuelvo a agradecer que me remplaces a cargo
de la casa y del cuidado de Rosaura la próxima semana de fiestas. Tu sabes lo que nos
gusta, a mí y a Jaime, ir a Quillacahue y ésta será la última oportunidad hasta que nazca
la niña.
- ¡Por Dios!- exclamó Eugenia- ¿De dónde surge esa seguridad de que será mujer?
Todos, en esta casa, parecen estar confabulados.
221
- Es este hombre el que nos ha contagiado a todas- respondió Elvira, mirando a
Diego-.
- Bueno, él sabrá por qué lo dice -rió Eugenia- . Pero no te preocupes, Elvira, por
lo de la semana del "dieciocho". Yo ya voy a tener mucho tiempo para disfrutar del
campo. Tú me conoces y... ¡Conoces a tu hermano! Yo no lo voy a dejar solo si compra
la hacienda. Los niños van a faltar estos últimos meses de clases y ya veremos como nos
arreglamos en marzo.
- Cuenta conmigo- le respondió de inmediato Elvira-.
- Ya veremos, ya veremos. Tú vas a tener más que suficiente con Rosaura y
Dieguito, más la supuesta heredera que viene en camino. Diego será muy seductor, mas
no creo que logre llevar a Rosaura a vivir al campo. Además, se dice, Diego, que tienes
un comportamiento tan ejemplar, que mi cuñada puede estar tranquila en la ciudad -le
comentó, coqueteando, Eugenia-.
- No se confíe, cuñadita, no se confíe.
Tal como estaba planeado, don Diego y don Antonio hijo se encontraron en
Cauquenes. Esa noche fueron invitados a comer a la casa de la viuda de don Alberto
Quintana, doña Eduvigis Avaria. Se encontraban presentes, su hijo Alberto (el Enólogo)
y su abogado y primo en segundo grado, don Gonzalo Avaria. Después de una comida
que honró la fama de la cocina local, pasaron a un gran salón. Bajo la iluminación de las
bujías de gas, el abogado entregó una carpeta con documentos a don Antonio.
- Allí encontrará, don Antonio, copia debidamente legalizada de todos los títulos
de la propiedad y sus aguas, junto a sus correspondientes certificados de vigencia. Como
usted y sus abogados podrán constatar, la propiedad está libre de todo gravamen. De
llegar a un acuerdo en las condiciones de la transacción con misia Eduvigis, la escritura
de compraventa puede firmarse en el momento que deseen; no hay nada que lo impida.
- No me cabe ninguna duda, don Gonzalo. Si logramos el acuerdo, no será
necesario que ninguno de mis abogados revise la documentación; me basta su palabra.
- En realidad, los abogados de la fiscalía del Banco de Constitución, por
instrucciones de don Diego, han revisado minuciosamente los papeles de la propiedad.
Pero me honra usted, don Antonio, con sus palabras. Quedo a disposición de usted y, por
supuesto, de don Diego si se les ofrece cualquier asunto en esta ciudad.
- Se lo agradezco, en nombre mío y de mi cuñado. Lo tendremos en cuenta
-expresó don Antonio-.
Zanjada la parte legal y paladeando un excelente "guindado" de la zona, comenzó
la verdadera negociación. La viuda era muy hábil y sabía perfectamente el valor de su
propiedad. Al argumento de don Antonio, que al comprar él a puertas cerradas, con todo
el inventario de ganado y maquinarias, la favorecía, pues le evitaba otras negociaciones
o remates con sus correspondientes comisiones, ella respondió con astucia:
- Cierto es lo que usted afirma, don Antonio. No obstante, no podrá usted negarme
que la ventaja para usted, el adquirente, puede ser mayor, pues su inversión comienza a
redituar de inmediato. Adicionalmente, dada la calidad del ganado lechero de Las
Becacinas, en un remate bien publicitado pueden producirse pugnas que eleven
sustancialmente los precios. Así opinan tanto “El Tattersall” como la “Feria de
222
Cauquenes”, ambos muy interesados en efectuarlo.
Después de varias horas de discusión y varias rondas de guindado, la viuda puso
fin a la discusión:
- Ustedes habrán percibido que soy una mujer muy franca. Yo necesito vender,
pues mi difunto esposo, que en paz descanse -se detuvo un instante para persignarse, y
luego retomar el hilo de su planteamiento-, dejó prácticamente cerrada la compra de un
importante viñedo, acá en Cauquenes. Era su deseo que mi hijo Alberto, aquí presente,
se hiciera cargo de este nuevo campo. Yo pretendo igual cosa. Para que vean que no
guardo cartas bajo la manga, debo decirles que Albertito es de la opinión de comprar,
como complemento del campo, una bodega de mucho nombre aquí en la ciudad. Gracias
a las gestiones de mi primo -miró al abogado-, tenemos ya una opción a firme.
Se detuvo un momento, mirando sucesivamente a don Diego y a don Antonio.
- Como ustedes ven, queremos vender... y pronto. Usted, don Antonio, por sus
propias razones, desea comprar, también con premura. Por lo tanto, no demos más
vueltas al asunto. Mi última oferta es rebajarles cinco por ciento del precio que les
mencioné. Si la acepta, don Antonio, comuníqueselo a mi primo en su despacho,
mañana a primera hora . En ese caso, podremos firmar una promesa de inmediato y las
escrituras definitivas la próxima semana, contra el pago. Dada la calidad del comprador,
no solicitaré ninguna garantía.
- Le agradezco su sinceridad y me honra su confianza, señora -respondió presto
Antonio-. Mañana don Gonzalo tendrá mi respuesta.
- Gracias, don Antonio. Se produzca o no el negocio, mañana son mis invitados a
almorzar. La actuación suya, don Diego, en todo el desgraciado episodio de "Las
Becacinas", compromete nuestra gratitud. Usted y su cuñado pueden contar, para
siempre, con mi casa y amistad, no importa cuál sea el resultado de este negocio.
En el Hotel del Maule los cuñados se sirvieron una última copa de guindado
tratando de resolver lo que responderían el día siguiente.
- Creo, Diego, que la viudita al retirarse de la negociación y poner a su primo, el
abogado, me dejó abierta la puerta para una contraoferta -argumentó Antonio-. Se
percibe el ansia del muchacho por cerrar la compra del viñedo y la bodega. Reflexionó
un minuto y luego exclamó: ¡Sí, cuñado, algún descuento le voy a sacar a la viudita!
- Puede ser, Antonio, puede ser -replicó don Diego- . Lo que no sé, cuñado, es que
te conviene más a ti. Cualquier contraoferta sólo puede conllevar una rebaja muy
pequeña. Con ello, muy probablemente, vas a enervar a doña Eduvigis si es que ella, por
los compromisos que ya ha adquirido, se ve obligada a aceptarla. Eso no te conviene.
Por otro lado, un rechazo de ella a tu contraoferta te deja sin juego; tendrías que pagar lo
que pide, sin obtener nada adicional. En cambio, si aceptas la oferta planteada, se te van
a facilitar mucho las cosas en cuanto a poner en marcha el campo. Entre un traspaso de
administración engorroso y lento, y otro rápido y fluido pueden haber muchos pesos,
Antonio.
- Quizás tengas razón, Diego, Además, la viudita está bastante bien, ¿No te
parece? Si acepto, quedaremos en buenas relaciones y podría obtener de ella algo más
que amistad.
223
Bebiendo un sorbo del licor, Antonio sonreía con picardía.
- No sería raro, con lo que me gusta el negocio del aguardiente, que más adelante
compre algún viñedo por estos lados. En ese caso, sería muy grata una compañía
femenina como la de Eduvigis.
- Eres incorregible, cuñado. Que Dios te pille confesado si te llega a sorprender
Eugenia en alguna de tus aventuras -le reprendió don Diego-.
El almuerzo del día siguiente, a más de exquisito, resultó muy grato. Celebraron
con "champagne" y firmaron, en el escritorio que fuera de don Alberto Quintana, la
promesa de compraventa. Don Diego se sorprendió de los poco disimulados avances de
su cuñado con la viuda, a pesar de conocer el parecer de Antonio al respecto. Esta, por
su parte, pareció no enterarse de las pretensiones de su comprador.
Los cuñados se separaron esa misma tarde. Don Antonio hijo se dirigió a Río
Claro a pasar las fiestas con su familia y don Diego regresó directo a Quillacahue a
esperar la llegada de Elvira, Jaime y Dieguito.

El sábado 15 de septiembre don Diego se levantó con sentimientos encontrados.


Eufórico por la llegada de su hijo y de Elvira, quienes junto con Jaime, lo acompañarían
durante toda la semana. Apesadumbrado y, quizás, un tanto asustado por la inminencia
de su enfrentamiento definitivo con Elvira. Sabía que sería doloroso para los dos y que
ella no estaría de acuerdo. Sin embargo, él tenía su resolución tomada. La última actitud
de su esposa, Rosaura, lo había reafirmado en su decisión. Aún podía recuperarla y
poner así toda su vida en orden, como a él le gustaba.
Escuchó por la BBC que los precios de las acciones, tanto en Londres, como en
Nueva York, continuaban descendiendo lentamente. Sin embargo, las especulaciones
proseguían.

Como siempre, la llegada de Dieguito y de sus tíos revolucionó la actividad de


“Las Casas”. Ofelia, Uberlinda y las demás chinas se esmeraban en tener todo en orden
y elaborar los diversos manjares que se servirían durante la semana. A diferencia de
Semana Santa, en estas festividades no había restricción en cuanto a las comidas y las
bebidas. Más bien reinaba un espíritu festivo y relajado. Dieguito no venía desde la
zorreadura de comienzos de agosto y don Jaime y Elvira desde Semana Santa.
El domingo fue un día plácido de levantada tarde y larga siesta, aletargados todos
por el mucho comer y buen beber. Sólo don Diego salió a recorrer el campo después de
reposar el almuerzo. Revisó, primero, la preparación del suelo de las chacras y luego se
dirigió a los potreros de las vacas paridas. Ya eran más de ciento diez y la producción de
leche llegaba a seiscientos cincuenta litros diarios, lo que le permitía fabricar entre seis y
siete quesos de diez kilos por día, más la correspondiente mantequilla. Una vez
revisadas las vacas, fue a ver los terneros que a esa hora ya estaban separados de sus
madres. El piño era realmente una pintura. Tanto los machos como las hembras estaban
mostrando la robustez y belleza de la raza. Don Diego cruzó la pierna derecha por sobre
224
la montura y se quedó un buen rato ensimismado, contemplando sus primeras crías. En
su imaginación se transportaba hacia el porvenir, visualizando grandes piños de vacas y
terneros y una lechería en forma, como la de Las Becacinas, pero mucho más grande.
El lunes y el martes fueron días de intenso trabajo en la hacienda. Había que sacar
provecho al buen tiempo, ya que el resto de la semana sería perdido por la celebración
de las fiestas patrias, pues los días 18 y 19 de septiembre caían en jueves y viernes. Don
Diego se puso de acuerdo con Manuel y Antonio para turnarse en la vigilancia de la
ordeña, que comenzaba a las cuatro y media de la mañana. Esos días de fiesta eran
especialmente delicados, pues las mujeres prácticamente no dormían bailando cueca
todas las noches en las “ramadas”74 que se organizaban, tanto en Santa Elisa, como en
diversos lugares de la comarca. En esas condiciones era fácil que se les escapara alguna
vaca sin ordeñar, lo que solía causar una seria infección en las ubres llamada "mamitis"
que, la mayor parte de las veces, las dejaba inutilizadas. De hecho, ésa y la separación
de los terneros a mediodía, eran las únicas rutinas de trabajo que se mantenían durante
las fiestas.
Dieguito acompañó a su padre, durante los dos días, desde la madrugada. Estaba
muy conversador y le contó a don Diego de su nueva amistad con sus primos Eugenita y
Toño. En el recorrido del martes en la tarde, cuando don Diego le confirmó la compra de
Las Becacinas por parte de su tío Antonio, el joven no cabía en sí de felicidad:
- Eso significa que todos los veranos vamos a estar juntos, papá.
- Sí, Dieguito, así es. Es más; de hecho tu tía Eugenia y tu tío Antonio van a vivir
en Quillacahue lo que resta de este año y, casi con seguridad, todo el verano. Tu tío aún
no ha decidido si arregla la casa antigua o construye una nueva. Sea cual sea su
resolución, no va a poder trasladarse antes de fines del verano.
- No sabe lo que me alegra oírlo, papá, pues lo pasamos muy bien los tres juntos.
Creo que ellos son los primeros amigos de verdad que he tenido en mi vida.
- Me complace mucho escucharte, hijo. Cuando llegaron de La Serena temí que
no se entendieran, pues tus dos primos son de carácter fuerte y algo alocado.
- Así es, papá. Quizás por eso nos llevamos tan bien. Como yo soy más tranquilo,
me tienen cierto respeto y me hacen caso. A su vez, yo juego con ellos como nunca
antes lo había hecho. Según mi tía Eugenia, yo soy el único que ha logrado detener las
peleas entre ellos dos.
Don Diego aprovechó la oportunidad para inquirir sobre las relaciones de su hijo
con Rosaura. La respuesta de éste fue tan franca como siempre:
- La verdad, papá, es que poco hablamos. Como ella no se siente bien y duerme
gran parte del día, son pocas las ocasiones para conversar. Además, almuerza y cena en
su pieza.
Dieguito se quedó un tanto meditabundo antes de continuar.
- Debo reconocer, eso sí, que está más cariñosa conmigo en los pocos ratos que

74
Las ramadas son construcciones provisorias donde se vende vino, empanadas, asados y otros
condumios en los días festivos, especialmente durante las fiestas patrias. La fiesta es animada por
conjuntos que tocan cueca día y noche durante esas jornadas.
225
compartimos. Ahora, como usted sabe, la que realmente se preocupa de mí es mi tía
Elvirita… En realidad se preocupa de todo en la casa, pero es especialmente amorosa
conmigo.
Don Diego, al escuchar a su hijo referirse a Elvira, sintió un escalofrío que le
recorrió todo el cuerpo. Tendría que hablar con ella cuanto antes. Dieguito lo sacó de su
momentánea enajenación.- Hay un asunto, papá, que quería conversar con usted.
- Por supuesto, Dieguito, lo que tú quieras.
- Es medio difícil el tema- observó el muchacho antes de continuar-, pero bueno,
más vale que lo hablemos ahora. Resulta que mi mamá se complicó al ver que yo jugaba
con Eugenita y quiso explicarme lo de las relaciones sexuales. Al final se enredó entera
y terminó diciéndome que los hombres no debíamos tocar a las mujeres hasta después
del matrimonio y que lo demás te lo preguntara a ti. Pero la verdad, papá, no es
necesario.
- Claro que lo es, hijo mío, y debí haberlo hecho mucho antes. Uno no se da
cuenta cómo crecen los hijo...
- Papá- lo interrumpió Dieguito- , en serio no es necesario. Como usted sabe muy
bien, he pasado mucho tiempo en el campo y, bueno, he observado los animales. Lo
demás lo aprendí de mis amigos de aquí de Quillacahue y, antes, de los amigos que tenía
en Los Hualles

- Bueno, puede que sepas cómo se realiza el acto sexual, hijo, pero hay cosas más
importantes que eso en este asunto. Siempre debes recordar que Dios nos otorgó esa
capacidad con el objeto de poder reproducirnos y perpetuar su creación. Por lo mismo,
debe realizarse solamente dentro del matrimonio. El acto sexual es la culminación del
amor. Como ya aprenderás en la vida, si se llega a efectuar sin cariño, en vez de una
profunda satisfacción, produce rechazo y repulsión hacia la otra persona después de
efectuado.
Se quedó pensando un segundo antes de variar el giro de la conversación.
- Perdona, hijo, que me haya puesto a disertar; quizás sea preferible que me
preguntes tú.
- Lo que usted me ha dicho, papá, también me lo enseñaron los curitas- Dieguito
se detuvo un tanto sonrojado y luego continuó-. Pero sí, hay dos preguntas que quiero
hacerte, papá.
- Adelante, hijo, adelante.
- La primera es, ¿Por qué hombres buenos y católicos, como mi abuelo y el tío
Antonio, van a los prostíbulos? Según los curas, eso no es de lo más correcto, pero sí
aceptable para hombres mayores.
Se detuvo un momento y miró a su padre directamente a los ojos:
- A mí no me parece que sea así y, por lo demás, veo que tú no lo haces.
- Me alegro, Dieguito, que pienses de ese modo. Yo estoy de acuerdo contigo y
por eso jamás he ido, ni jamás iré, a un prostíbulo.
Se detuvo un segundo, pensando en las palabras que iba a decir.
- Hablando corto y preciso, hijo, esa es una estupidez que algunos sectores de la
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Iglesia han divulgado, interpretando erróneamente las enseñanza de Nuestro Señor. Ellos
pretenden que la mujer, aun estando casada, peca si disfruta del acto sexual o lo efectúa
en momentos en los cuales puede concebir. Para evitar ese pecado inexistente, han
legitimado la prostitución, pues creen que es el hombre el que tiene mayores impulsos
sexuales. La verdad es otra, Dieguito. El deseo sexual es similar entre hombres y
mujeres, aunque se despierta de acuerdo a las características propias de cada sexo.
Haciendo una gran simplificación, podríamos decir que el hombre es más receptivo a la
sensualidad y la mujer a la ternura. Lo que sí sucede es que el varón produce el semen,
como entiendo que ya sabes y si no lo libera se siente inconfortable, pudiendo hasta
agriársele el carácter. Afortunadamente, Dios, a través de la naturaleza, ha resuelto ese
problema mediante eyaculaciones espontáneas durante el sueño...
- Sí, papá- interrumpió el joven-. Desde hace un tiempo me sucede eso con cierta
frecuencia y... la verdad, es que es muy agradable.
- Así es, hijo, y no tienes por qué avergonzarte de ello. Es algo dispuesto en la
ordenanza divina.
- Papá, ¿y la Masturbación? Según los curas es pecado mortal y le puede secar el
cerebro al que lo hace.
- A ver, hijo, vamos por parte. La masturbación es un pecado y mortal. Es un acto
inmoral que va contra la ley divina y el orden natural de las cosas. Ahora, eso de que
vaya a secar el cerebro es un cuento inventado por los curas para asustar a los niños...
- Pero, papá -interrumpió el joven-; estoy de acuerdo con usted que sea un
pecado,... pero no me parece tan claro que vaya contra el orden natural. ¿Cómo los
potros y los toros se masturban?
-Hijo, hijo, los animales no tienen alma. Esa es la gran diferencia. Dios creó al
hombre a su imagen y semejanza; a los animales no.
Perdone, papá, una última pregunta.
- No, hijo, no tiene por qué ser la última. Pregúntame lo que quieras, pues creo
que es muy bueno que tengas confianza conmigo. Quiero que sepas que cuando desees
conversar de esto o de cualquier otra cosa, siempre estaré a tu disposición.
- Gracias, papá.
- Ahora, hijo, ¿Cuál era esa pregunta?
- No es mi intención faltarle al respeto a ninguno de ustedes, mis padres, pero hay
algo que desearía saber...
- Adelante, hijo, adelante.
- Dígame, papá, ¿Mi madre es de esas católicas que piensan que disfrutar el acto
sexual es pecado?
- Difícil pregunta, Dieguito -respondió el hacendado, dándose un tiempo para
responder-. Te diría que durante un tiempo fue así, pero. Con paciencia y amor, creo que
lentamente la estoy sacando de su error.
- Y perdón, papá, ¿Entonces cómo se las arreglas usted, que pasa tanto tiempo
solo?
- Apoyándome en mi fe y en el amor que tengo por tu madre. Y rezando, hijo,
rezando mucho.
227

Decisiones en tiempos difíciles

En la tarde del primer día festivo, mientras Dieguito iba a pescar con sus amigos
campesinos, don Diego invitó a Elvira y a Jaime a dar un Paseo a caballo. Esperaba que
se le presentara la oportunidad de hablar con ella, porque la noche anterior no había
dormido bien, contrastando lo que su hijo pensaba de Elvira y de él con lo que realmente
estaba ocurriendo.
Mientras José Gacitúa revisaba las monturas, Elvira, quien se había adelantado a
don Jaime, preguntó a su cuñado:
- Mi Diego querido, ¿conversó Dieguito con usted?
- Sí; largamente, Elvirita- respondió el hacendado, tratando de disimular su
asombro ante la pregunta-.
- Pues, si es así, algo debe haberse guardado o no estaría usted tan tranquilo.
- Hablamos sobre muchas cosas. Me hizo algunas preguntas un tanto difíciles,
propias de su edad, pero nada que me inquietara.
Perturbado en extremo, don Diego continuó:
- Por favor, Elvirita. Dígame, ¿Qué sucede?
- Sucede, Diego, que la amistad de Dieguito con su prima ha sulfurado a nuestra
querida Rosaura. Ella está convencida que Dieguito es un niño inocente, que va a ser
pervertido por Eugenita, a quien considera una loca desatada.
- Conociendo a Rosaura, debí habérmelo imaginado -respondió de inmediato don
Diego. Luego se dirigió, nuevamente, a su cuñada-. Dieguito se refirió al tema, pero en
forma muy indirecta.
- Creo, Diego, que el niño ha sufrido bastante con el asunto, pero no quiere
enturbiar las relaciones suyas con mi hermana. Usted no se imagina los esfuerzos que he
tenido que hacer para que Eugenia no perciba lo que realmente piensa Rosaura.
Se detuvo un momento antes de continuar:
- La convencí de que si notaba cierta reticencia de Rosaura hacia Eugenita, era
debida a los celos típicos de la madre hacia las amistades femeninas del hijo varón,
exageradas, en este caso, por el peculiar carácter de mi hermana.
- Es una lástima, mi querida cuñada, ya que Dieguito está feliz de la convivencia
con sus primos. Por lo que me relató, creo que se entienden a las mil maravillas.
- Así es, Diego -respondió Elvira-. Usted sabe cuánto quiero a Dieguito. Antes de
la llegada de mi hermano y su familia estaba un tanto preocupada por su aislamiento.
Aunque siempre me hablaba de sus amistades del colegio, nunca lo veía convidar otros
228
niños a la casa, ni visitarlos. Seguramente lo hacía para evitar conflictos con su madre.
La amistad con Eugenita y Toño le ha cambiado el carácter; se ve mucho más alegre.
- Bueno, bueno, cuñadita. Déjemelo a mí. En mi próxima visita a Río Claro
deberé ocuparme del tema.
- Creo que será necesario. Entre paréntesis, Diego, ¿Vio que mi padre ni siquiera
apareció para el último directorio del banco?
- Sí, Elvirita. Ni siquiera envió una excusa, ni me llamó por teléfono; realmente
me tiene muy preocupado.
Cuando llegó Jaime montaron e iniciaron su cabalgata. Puelche, el perro de don
Diego, trotaba al lado de los caballos, feliz de iniciar un paseo menos solitario que los
acostumbrados con su amo. Era una tibia tarde de comienzos de primavera y a lo lejos se
escuchaba una guitarra que recordaba la celebración del dieciocho. En el campo no se
veía un alma.
Al llegar al potrero Las Pataguas, Elvira dio rienda suelta a su yegua, iniciando su
acostumbrada y loca carrera. Don Diego se sintió tentado a seguirla, mas no podía dejar
solo a don Jaime, quién había iniciado un largo relato sobre los rumores que la última
reunión del banco había generado en la sociedad rioclarense.
Cuando regresó Elvira, retomaron la cabalgata, poco a poco Don Jaime se fue
quedando retardado, abstraído en sus propios pensamientos. Ella aprovechó la ocasión
para dirigirse a su cuñado:
- Me fascina lo que usted está haciendo en este campo, Diego.
Tenía el rostro sonrojado por el esfuerzo del galope. Las lágrimas, causadas por el
golpe del viento durante la carrera, hacían brillar intensamente sus verdes ojos. Después
de un suspiro casi imperceptible, continuó:
- Parece, mi querido cuñado, que soy la única de la familia que siente, como
usted, el llamado de la tierra. Yo viviría feliz en un lugar como éste y no saldría jamás
de aquí. Siento que ese cerro señala algo en mi alma Lo percibo como un viejo conocido
que me quisiera anunciar que aquí está mi lugar en el mundo.
Don Diego se conmovió al escuchar las palabras de su cuñada y recordar la
sensación que lo estremeció a él la primera vez que vio el cerro. Se sobrepuso
respondiéndole:
- El campo, para cierta gente como usted y yo, cuñada querida, tiene una atracción
irresistible. Le confieso que aquí mismo, yo tuve la sensación de haber llegado al lugar
que Dios me tenía asignado. Fue como tener la certeza de que Él había atado mi destino,
para siempre, con el de esta comarca.
En ese momento empezaron a descender hacia el estero que los separaba del
potrero La Viña. Doña Elvira, girando el torso, miró hacia atrás, cerciorándose que don
Jaime se encontraba a apreciable distancia como para conversar tranquila con su cuñado:
- ¿Cómo se llama el cerro, Diego?- preguntó con inocente picardía-.
- Quillacahue, igual que la hacienda, Elvirita.
Él la miró a los ojos y, al captar su coquetería, se lanzó en un atrevido avance:
- Ya que ambos recibimos el mismo mensaje, ése será, si usted me lo permite,
nuestro cerro... custodio de nuestro cariño y depositario de nuestros secretos.
229
Elvira, en un impulso que no pudo ni quiso resistir, acercó su yegua alazana a la
de don Diego y, empinándose en los estribos, le dio un suave beso muy cerca de la
comisura de los labios.
- Gracias, Diego, no lo olvide nunca. ¡Ese es nuestro cerro!
Don Diego condujo a Elvira a la sombra de un sauce que extendía el llanto de sus
tiernas varillas hasta el suelo. Una vez dentro de la verde cúpula, descendió de la
cabalgadura y tomó a su cuñada por la cintura, alzándola suavemente de su montura y
depositándola, de espaldas, delante suyo. Elvira apoyó la cabeza en el pecho del
hacendado, mientras éste ceñía su cintura con ambas manos. Se quedaron ahí,
inmovilizadas, durante un segundo. Luego, ambos giraron al mismo tiempo, llevados por
la sed la pasión que anidaba en sus bocas. Sus labios se estrujaron en un beso casi
doloroso, mientras sus lenguas se exploraban enloquecidas. El deseo reprimido
sobrepasó, por primera vez, la voluntad de ambos. En el momento que don Diego
introdujo la mano en la blusa y acunó en su mano uno de los senos de doña Elvira, el
tiempo se detuvo. La respuesta de ella fue cada vez más ardiente y la creciente
excitación sepultó toda inhibición. Ambos exploraron, con creciente vehemencia, cada
rincón de sus cuerpos, hasta que, absolutamente descontrolados estallaron en una
virginal entrega. Cuando aún respiraban en forma agitada, Don Diego, sin control alguno
de sus actos, la tendió a su lado en el pasto, mientras el mundo dejaba de existir.
El relincho del caballo de don Jaime, que olió la presencia de las otras dos
cabalgaduras, los trajo de regreso al mundo. Se alzaron, rápidamente, y en un santiamén
estaban sobre sus cabalgaduras, saliendo por el otro costado del refugio. Antes de
retomar el camino, sumergieron sus miradas el uno en el otro, estampando un instante
eterno, que recordaría... lo que nunca había sucedido.
El jueves 19 todos se dirigieron, en dos coches, a Santa Elisa para asistir a la misa
de las once.
Don Diego, quien se las había ingeniado para que llegaran diez minutos antes de
la hora, oró un rato en silencio. Luego se alzó de su reclinatorio, para dirigirse a la
sacristía. Doña Elvira estaba sentada junto a don Jaime y a Dieguito en la primera fila
detrás de los reclinatorios, adivinó de inmediato las intenciones de su cuñado. Sabía que
ella también debía confesarse. Decidió hacerlo anónimamente, una vez iniciada la misa,
en el confesionario en que se encontraba el ayudante del cura, el padre Tomás, a quien
ella no conocía.
El cura párroco recibió alborozado a don Diego y, luego de comprometerse a
celebrar personalmente la próxima misa en Quillacahue (que correspondía al domingo
siguiente) y quedarse después a desayunar en la hacienda, escuchó en confesión al
atribulado hacendado. Una vez que éste terminó su relato y un tanto apremiado por la
hora, le manifestó:
- No, don Diego, no es que el demonio lo tenga en sus manos, ni nada por el
estilo. Le recuerdo lo que le expresé la última vez, cuando se mostró usted tan arrogante.
No basta creer que ha tomado decisiones heroicas. Usted es humano, aunque a veces lo
olvide, y la naturaleza humana es compleja, como bien lo sabe. Sus relaciones
matrimoniales son difíciles, por decir lo menos, y la presencia de su cuñada, con todas
230
las cualidades que posee, lo hizo caer nuevamente en pecado, quizás por su necesidad
imperiosa... hambre, diría yo, de afecto. Pero -aquí el cura cambió abruptamente el tono
de su voz-... tiene que aprender la lección: sean cuales sean las dificultades de su
matrimonio, cualquier infidelidad, aunque sea de pensamiento, es un pecado grave.
¡Gravísimo! Lo suyo ha ido un poco más allá de lo tolerable y no puede volver a
repetirse. Usted está casado con doña Rosaura hasta que la muerte los separe y en esto
¡No hay excepción alguna!, salvo el alivio a sus urgencias en relaciones menores, que no
impliquen traicionar el amor debido a su cónyuge. Como le recomendé, rece... apóyese
en Nuestra Señora. En penitencia, el primer día después de la partida de las visitas lo
dedicará, por entero, a la oración y a la lectura de las sagradas escrituras. Yo le voy a
marcar algunos párrafos de la Biblia que deseo se grave en la memoria. Aunque, estoy
cierto, usted los conoce muy bien. La próxima vez que conversemos volveremos sobre
el tema. De todo lo que sé de usted, patroncito, y dado su carácter, esta amistad con su
cuñada es, sin ningún lugar a dudas, el principal peligro para su salvación. Y entienda,
¡Entienda de una vez por todas! ¡Nadie, pero nadie, se salva solo! Si no, ¿Qué sentido
tendría el sacrificio de Cristo? Ego te absolvo in nomini Patri, et Fili...

Esa tarde, cuando salía de la capilla de su campo, don Diego se encontró de


improviso con Elvira, quien aparentemente se dirigía a orar.
El hacendado consideró que era el momento preciso para hablar con su cuñada.
Cuando iba a comenzar, ésta lo interrumpió:
- No, Diego, no diga nada. Lo conozco tan bien que sé las palabras exactas que va
a pronunciar. Si me ama, como estoy más que segura, evíteme un trance, para mí,
insoportable.
Miró un buen rato los ojos de su cuñado, que habían perdido toda expresión
humana. Mientras dos gruesas lágrimas, que le disgustaba no haber podido controlar, se
deslizaban por sus mejillas, Elvira susurró:
- No estoy de acuerdo con su decisión, Diego.... usted lo sabe bien. No obstante,
por el amor que le tengo, la respetaré y no daré pie a ninguna situación que lo pueda
complicar. De eso puede estar absolutamente seguro; yo también tengo mi carácter.
- Elvirita...
- No, Diego, esta vez usted obedece; no diga nada. Puede contar con mi cariño y
amistad como siempre. Pero con mi amor, ¡No!... Salvo que usted tome, en el futuro,
una decisión que creo casi imposible.
Sin permitirle replicar, Elvira se dio media vuelta y sollozando se dirigió a la
capilla.
Después de la misa del domingo en la capilla de Quillacahue el padre Andrés
desayunó con Elvira, don Jaime, don Diego y Dieguito. Con habilidad, el sacerdote
condujo la conversación hacia temas relacionados con la independencia de Chile y las
glorias del ejército, recién festejadas. Dieguito aprovechó la ocasión para demostrar su
erudición histórica y su tendencia un tanto belicista, trenzándose en un caballeroso duelo
con el sacerdote. Después de despedirse del resto, el padre le solicitó un minuto en
privado a don Diego.
231
Una vez en el escritorio del hacendado, le endilgó:
- Por su expresión, patroncito, veo que puso las cosas en su lugar.
- Realmente no, Padre. Ella me madrugó.
- Me alegro, don Diego, me alegro que así haya sido. A pesar de ser sacerdote,
conozco de estas aflicciones y sé que usted está sufriendo mucho. Recuerde que Dios
pone a prueba a sus mejores discípulos... ¡Puso a prueba a su propio Hijo!
- Lo sé padre, lo sé. Esté tranquilo que haré lo que Dios y mi conciencia me
indican.
El sacerdote le solicitó a don Diego su Biblia y en una hoja anotó algunos pasajes
que debía leer, para cumplir con la penitencia. Se la entregó, y le dijo con afabilidad:
- Que Dios lo bendiga, don Diego.
Don Diego se hincó y el sacerdote le impartió la bendición:
- Benedicat vos omnipotens Deus, Pater, et Filius et Spiritus Sanctus.
- Amen.

El lunes, después de dejar todo dispuesto para los trabajos de la hacienda, don
Diego se instaló en la capilla a cumplir su pena. Tomó la hoja que le había dejado el
padre Andrés y comenzó a ubicar las frases señaladas:
"Habló Jehová a Moisés, diciendo:
"Ningún varón se llegue a parienta próxima alguna, para descubrir su desnudez.
Yo Jehová." (Lev. 18, 6)
"Si un hombre cometiere adulterio con la mujer de su prójimo, el adúltero y la
adúltera indefectiblemente serán muertos." (Lev. 20, 1 l.)
"Habéis, pues, de serme santos, porque yo Jehová soy santo, y os he apartado de
los pueblos para que seáis míos." (Lev. 20, 26)
"Y vendré a vosotros para juicio; y seré pronto testigo contra los hechiceros y
adúlteros." (Mal. 3, 5)
"Entonces respondieron algunos de los escribas y de los fariseos, diciendo:
Maestro, deseamos de ti la señal. Él respondió y les dijo.- La generación mala y
adúltera demanda señal; pero señal no le será dada, sino la señal del profeta Jonás."
(Mat. 12, 39)
"Honroso sea en todos el matrimonio, y el lecho sin mancilla; pero a los
fornicatarios y a los adúlteros los juzgará Dios. " (He. 13, 4)
"¡Oh, almas adúlteras! ¿No sabéis que la amistad del mundo es enemistad contra
Dios? Cualquiera, pues, que quiera ser amigo del mundo, se constituye enemigo de
Dios.” (Stg. 4, 4)

A partir del martes 24 de septiembre, Don Diego se sumergió en una febril


actividad. El tiempo primaveral, con los días más largos y menos lluviosos, permitió
adelantar en los trabajos pendientes. Se ocupó, especialmente, de terminar la
construcción del canal y colocar los tubos de concreto y las bases para instalar la turbina
Pelton, con su generador de electricidad y su molino.
232
A su vez, el terraplén, las siembras de chacra y las últimas limpias de canales y
desagües proseguían a ritmo acelerado. Tal como estaba el tiempo, para el siguiente
domingo decidió largar el agua en la bocatoma del Canal Quillacahue, sobre el río
Perquilauquén. Segundo Flores, mayordomo de riego, y Juan Zuñiga, el celador
principal, partirían el jueves con una cuadrilla de diez peones. En Vertiente del Diablo
los esperaría Juan Navarrete, el reemplazante de Pedro Labrín. El canal matriz ya estaba
reparado y los celadores habían logrado reducir sustancialmente los robos, por lo cual
debería contar con más agua que el año anterior.
Antonio hijo, que había regresado de Río Claro, pasaba todo el día en Las
Becacinas por lo cual sólo se encontraban en la noche. Después de cenar, mientras
paladeaban un coñac o un guindado, comentaban acerca de los avances de las labores en
ambos campos, sumergiéndose las más de las veces en ensoñaciones sobre lo que harían
en el futuro. Don Diego se encontraba fascinado con todo lo que estaba realizando; sin
embargo, la crianza de ganado era su pasión. Antonio también estaba entusiasmado con
su campo pero, para él, lo más atractivo eran las viñas y la producción de vino y
aguardiente.
El intenso trabajo y la grata compañía de su cuñado paliaban, en algo, el dolor del
hacendado.

Tiempos Tormentosos

El lunes siete de octubre don Diego viajó a Río Claro. Obligado a ir por la sesión
del directorio del banco, que curiosamente se había adelantado. Aprovecharía para estar
un par de días con su familia ya que la cantidad de trabajo que debería realizar en
primavera no le permitía ausentarse por más tiempo. Tenía pendiente hablar con su
esposa sobre la amistad de Dieguito con sus primos.
Al atardecer al llegar a su morada en Río Claro, Angélica, la dueña de casa de
doña Rosaura, lo recibió con cara de "circunstancia". Elvira, que sabía de su llegada, se
apresuró a saludarlo con un beso en la mejilla, claramente despectivo.
233
- Elvirita, ¿cómo ha estado?- le preguntó, un tanto turbado, don Diego
- Yo muy bien, Diego, ¿y usted?
- Bien, cuñada, bien. Pero algo raro pasa aquí; me bastó ver la expresión de
Angélica para percibirlo.
- Más de algo, mi querido cuñado. Pero no seré yo quien se lo vaya a relatar. Es
un asunto familiar y, por lo tanto, le corresponde a Rosaura, su esposa, comunicárselo.
- Elvira, usted me conoce bien. No me trate así cuando sabe que estoy sufriendo
mucho con lo nuestro.
- ¡No me interesan sus asuntos personales, Diego! Creí habérselo dejado claro.
En ese momento apareció Rosaura, quien lucía radiante.
- Rosaura, ¡Qué hace usted fuera de la cama!- exclamó, sorprendido, el
hacendado-.
- ¡Ay, mi querido Diego!- se acercó a él y lo besó cariñosamente-. Usted sabe que
para mí, los asuntos de la familia están por encima de todo.
- ¡Por favor, explíquenme que es lo que pasa aquí!- estalló el hacendado, mientras
Elvira se retiraba, discretamente, hacia las dependencias interiores-.
- Nada grave, Diego, no se preocupe, Pasemos a su escritorio y le cuento todo con
calma.
- Lo que sucede, Diego, es que mi padre necesita nuestro apoyo. Estoy cierta que
usted me respaldará en las decisiones que he tomado.
- ¿Qué le pasó a Antonio? Su hermano no me ha contado nada.
- Es que él no sabe nada, Diego.
- Bueno, Rosaura, dígame por fin lo que sucede. Y... ¿Qué decisiones ha tomado?
- Bien, Diego. Mi padre ha decidido casarse con doña Hortensia del Valle y,
aunque íntimamente no estoy de acuerdo para nada, públicamente tenemos que apoyarlo.
- ¡Perdón, Rosaura!... Antes era la "fulana" y ahora es "doña Hortensia” ¿No sé
cuánto? Antes la actitud de su padre era una vergüenza familiar... Ahora tenemos que
apoyarlo.
- Así es, Diego. Tal cual como usted lo dice. Ninguno de nosotros está de acuerdo
con su proceder, pero si ya es una decisión, tenemos que apoyarlo.
Doña Rosaura, que había reasumido en plenitud su posición de reina de la
sociedad rioclarense, continuó:
- Sabía que a usted, por razones obvias, le iba a costar entender mi actitud. Pero
yo, Diego conozco a mi gente. Sólo si ven un claro y contundente apoyo familiar lo van
a aceptar. En cambio, si vislumbran el más mínimo reproche nuestro, lo excluirán
definitivamente. Y eso sería el fin de mi padre. Elvira se resistió un poco, pero Jaime me
encontró toda la razón. Si embargo, la persona clave es usted; por ser mi esposo y,
además, destacado miembro de la nueva clase emergente de Río Claro.
- Mire, Rosaura. Usted sabe lo que yo opino. Las decisiones de su padre, quien a
su vez es mi amigo, las respeto. Sin embargo, como creo que lo que está haciendo es un
disparate considero mi deber aconsejarlo...
- Debió haberlo hecho antes, Diego, ya es muy tarde. Mi padre llega la última
semana de este mes con doña Hortensia y le voy a organizar una gran recepción el
234
sábado dos de noviembre, a la cual asistirá todo aquél que es alguien en Talca, Río
Claro, Linares, Parral y Chillán; más algunos de Concepción. En total son
aproximadamente trescientas personas. Va a ser una fiesta que va a marcar una época.
Usted no se preocupe, ya hablé con él y cubrirá todos los gastos.
- Un momento, Rosaura. Ya veo que no me queda otro camino, pero ¡Las fiestas
en mi casa las pago yo!
El hacendado se paseaba, aún desconcertado, de un lado al otro de su escritorio.
Su esposa lo interrumpió de su ensimismamiento:
- Le agradezco, Diego, que a pesar de sus reservas, se dé cuenta que es una
situación irreversible y, por lo tanto, hay que afrontarla con el menor daño familiar
posible.
-Ya veremos cómo nos arreglamos con esa "putilla". Pero para el exterior, desde
ahora es “doña Hortensia", futura esposa de don Antonio Etchevers, caballero de noble
ascendencia y dueño de la hacienda Los Avellanos. Yo me encargaré de enseñarle los
modales mínimos para que se desenvuelva.
- Y su embarazo, Rosaura. ¿Cree usted que, con todos sus malestares, va a poder
soportar el ajetreo que todo esto va a significar?
- Usted sabe que, mi padre es alguien a quien jamás voy a abandonar en una
situación difícil; porque soy la única que puede resolver sus problemas. Tendré que
soportar las náuseas en pie; no tengo alternativa.
Se acercó a su esposo dándole un cariñoso beso.
- Le agradezco nuevamente su apoyo, Diego,... y ahora me retiro, pues tengo
mucho que hacer.
Don Diego se quedó meditando. Conocía a su suegro. Sabía que sufría, como
decían los campesinos, de un grave "empotamiento" que lo obligaría a hacer cualquier
cosa por esa joven mujer. Lo único que se le ocurría para ayudarlo era empujarlo a
vender sus acciones y consolidar, de esa forma, su futuro económico. Cuando iba a
llamarlo por teléfono a Santiago, Elvira ingresó al aposento.
- Diego, perdóneme. Fui muy torpe al recibirlo hoy.
Sin permitirle replicar, continuó.
- Quiero reiterarle que, dejando a un lado lo que haya sucedido entre nosotros
como mujer y hombre, siempre lo querré como un hermano y me ocuparé de usted y sus
hijos, ya que esa loca de mi hermana jamás lo hará.
- Nunca tuve la menor duda de ello, Elvirita, y si en algún momento me propasé,
fue porque realmente la amo... como mujer. Sin embargo, estamos regidos por nuestras
creencias...
- ¡No, Diego, no! No volvamos sobre eso. Lo que quería decirle es que siempre
puede contar conmigo. Incluso en esta maldita comedia de equivocaciones.
- Gracias, Elvira. Estoy aún afectado con las noticias. Tengo que reconocer, eso
sí, que la actitud de Rosaura, me parece es la única que puede salvar la posición de su
padre en esta hipócrita sociedad.
-Diego, Diego. No se engañe. Yo quiero mucho a Rosaura,... cuando quizás,
debería odiarla; pero ¡Nunca he sabido odiar! Pero esa es harina de otro costal. A lo que
235
iba es que yo conozco a mi hermana mejor que usted. Puede que se engañe a sí misma y
a usted, pero ¡A mi, no! Encontró la forma de dar un golpe de poder; como reina de esta
maldita sociedad. Es más, lo logró sin entrar en conflicto con usted, como habría sido si
lo hubiera hecho a través de su influencia en la Iglesia, defenestrando a monseñor Arrau.
Va a reconquistar su poder y, adicionalmente, va a manejar a mi padre y Hortensia a su
amaño.
- Desafortunadamente, lo más probable es que tenga usted razón- le respondió el
hacendado-. Lo único que podemos hacer, y en eso le pido ayuda, es convencer a
Antonio que venda sus acciones. No quiero imaginar lo que sucedería, en estas
circunstancias si se arruina.
- Cuente conmigo, Diego. Pero me temo que está demasiado soberbio para
escuchar consejos.
- Si pensaba vender en diciembre -exclamó don Diego- ¡Que lo haga ya!
- Ojalá lo escuche. Ah, una última cosa. Por razones obvias, había pensado volver
a mi casa, en vista de la milagrosa recuperación de Rosaura. Sin embargo, lo he
meditado más y me voy a quedar... tanto por ella, que me va a necesitar más que nunca,
como por usted y por Dieguito.
Tal como se lo había pronosticado Elvira, su conversación telefónica con su
suegro le dio la impresión de que éste no haría nada, aunque le prometió reconsiderar la
fecha de venta de sus inversiones. Vivía, en ese momento, en otro mundo. Consideraba
la fiesta de Rosaura, que insistía en solventar, como una muestra de aprecio de él y de su
futura esposa, miembros ya de la sociedad Santiaguina, hacia sus antiguas amistades
provincianas.
En ningún caso contemplaba la posibilidad de residir en forma permanente en Río
Claro. Lo que sí deseaba era construir una mansión en Los Avellanos, digna de su nueva
condición y donde pudiera recibir, adecuadamente, a sus nuevas amistades.
La sesión del directorio del banco transcurrió sin mayores incidentes. Sólo se
trataron, someramente las materias estrictamente necesarias y antes del almuerzo estaba
concluida, lo que permitió que las inquietudes y rumores de los últimos días afloraran a
la hora de los aperitivos.
El primero en hablar fue el presidente, don Benjamín Urrejola.
- La verdad, don Diego, es que estoy bastante más tranquilo después de haber
vendido las acciones que estaban en poder del banco mismo... con todas estas noticias
tan contradictorias.
- No es para tanto, don Benjamín- retrucó don Santiago Escala-. Las bolsas, en
todo el mundo, tienen alzas y bajas. Es don Diego, con sus teorías ha creado
desconfianza.
Luego, tomando un sorbo de su trago, se dirigió a don Diego:
- Usted sabe don Diego, el respeto que le tengo. No obstante, considero que mis
obligaciones como director del Banco de Cauquenes están por sobre las consideraciones
personales y le advierto que en la próxima junta de accionistas voy a responsabilizarlo
de las pérdidas que ha sufrido el banco al vender las acciones a un precio muy inferior al
que, ciertamente, van a alcanzar en el futuro.
236
- Puede usted hacer lo que le parezca, don Santiago. Yo sabré, hacer lo que me
corresponda en tal situación. Y ¡Por favor!, No confunda las cosas. El banco no ha
perdido nada; extremando las cosas, puede haber dejado de ganar. Es como si yo lo
acusara a usted de irresponsable por la plata que no ganó en la ruleta. No obstante, me
parece más prudente no jugar a los juegos de azar, menos con dinero confiado para
nuestra "Buena administración... como la de un padre de familia". La calificación de
jugar a la suerte con la plata que se le ha entregado para invertirla con prudencia, se la
dejo a su conciencia...
Una estruendosa carcajada del resto de los comensales puso fin a la discusión,
Don Benjamín aprovechó el momento para invitarlos a pasar a almorzar. Tomando a don
Diego por un brazo, se acercó a él, mientras pasaban al salón contiguo:
- He escuchado, mi querido don Diego, que muy pronto tendremos la oportunidad
de conocer a la dama santiaguina de alta alcurnia, entiendo, que se desposará con su
suegro.
- Así es, don Benjamín, así es.
- En ese caso, felicítelo de parte mía y requiérale una fecha para que como amigos
y colegas del directorio, le brindemos una adecuada manifestación.
- Por supuesto, don Benjamín, lo haré con sumo placer y le agradezco su
deferencia.

Al llegar a su casa, Dieguito ya estaba de regreso del colegio. Don Diego,


cariñosamente, lo invitó a su escritorio y pidió les llevaran onces a los dos.
- Me alegra tener un rato para conversar contigo, hijo mío.
- A mí también, papá. Están pasando muchas cosas que me gustaría me explicara;
y lo veo muy poco.
- Lo sé, hijo, lo sé. Pero tú bien conoces cómo es el trabajo del campo. De hecho,
regreso mañana en la tarde. Sin embargo, espero que tú puedas ir pronto a Quillacahue.
- Ganas no me faltan, papá; pero bien sabe que no puedo faltar a clases y,
desgraciadamente, el 12 de octubre va a ser sábado.
- Cuéntame, hijo, ¿Cómo andan tus cosas?
- Bien, papá... esto del abuelo me tiene un tanto complicado. Hace tan poco que
falleció mi abuelita.
- Tú me conoces bien, hijo, y sabrás que yo no concuerdo con su actitud. Sin
embargo, debo reconocer que es un hombre libre de tomar sus propias determinaciones...
- Sí, papá, eso lo entiendo, aunque no me gusta. Pero, ¿Por qué la fiesta?
- En eso tu madre tiene razón, hijo -respondió el hacendado sin mucho
convencimiento-. Es nuestra obligación apoyarlo. Tu todavía no conoces la malignidad
humana. A pesar de que éste es su pueblo, y ésta es su sociedad, lo pueden humillar y,
por lo tanto destruir, o transformarlo en el patriarca que regresa triunfador. Si él decide
casarse, debemos ayudarlo a que sea lo más feliz posible y, para eso es fundamental que
la sociedad en la cual siempre ha vivido, donde se encuentran todos sus amigos, acoja a
su futura esposa. Y eso, va a depender de cómo la recibamos nosotros.
- Entiendo papá... tenemos que transforma a la "puta" en "dama".
237
-¡Hijo, no me gusta su manera de expresarse!
- Son palabras de mamá.
- Lo sé.... lo sé hijo. Don Diego meditó un segundo antes de seguir. Por otro lado,
tu abuelo tiene otros problemas que pueden complicarse pronto.
- ¿Ese asunto de sus negocios en acciones, papá?
- Sí, hijo mío; precisamente eso.

El domingo 13, don Diego regresó de misa en Santa Elisa, y pensaba en lo


peculiar de la semana. El dolor por lo de Elvira, en vez de disminuir, crecía. A tal punto
que se inquietó al sorprenderse, durante la santa misa, dudando que era lo moralmente
correcto; el camino que su Iglesia le señalaba o el que él deseaba con alma y cuerpo.
Elvira no tenía culpa alguna y merecía su amor y mucho más.
Por otro lado la situación de su suegro. A pesar de que no había nuevas señales
alarmantes, don Diego presentía que las cosas iban a suceder en forma peor que lo que
había pronosticado anteriormente. Sin embargo Rosaura proseguía con la idea de la
fiesta de recepción a don Antonio, y ya había elaborado con Ofelia la lista de vaquillas,
corderos, cerdos, pavos y gallinas que habría que sacrificar. Adicionalmente, su dueña
de casa estaba preparando toda la logística para transportar los elementos culinarios y el
personal que debía llegar a Río Claro, al menos una semana antes de la fecha fijada a
comienzos de noviembre.
Quillacahue era otra cosa. Esa semana había quedado instalado el teléfono y había
podido comunicarse, con toda claridad Río Claro y a Santiago. Se sintió muy honrado de
que la compañía le asignara el número 1. El 1 de Santa Elisa.
La primavera estallaba por todos lados; casi se podía escuchar el crecimiento de
los sembradíos y el brotar de las vides y las arboledas. El verde del pasto hería los ojos y
las vacas, con sus terneros, parecían de brillante terciopelo multicolor. Todo prometía un
excelente año agrícola.
El día anterior había llegado un ingeniero de la Fundición Libertad, con dos
ayudantes, para instalar la turbina que generaría electricidad y movería el molino. Le
habían prometido que en la semana harían las primeras pruebas. Ante ello, don Diego,
hizo venir a un técnico eléctrico, recomendado por la misma fundición, para efectuar las
instalaciones pertinentes en “Las Casas” y las bodegas. Ya había convenido con él la
transformación de las lámparas de gas en eléctricas; disposición que sabía enfurecería a
doña Rosaura; mas él no estaba dispuesto a reemplazar por nuevas, las más de
doscientas lámparas que iluminaban la casa. Lo que sí había decidido era mantener la
instalación de gas, con una sencilla lamparilla en cada cuarto; para los casos de
emergencia en que pudiese fallar la electricidad.
El ingeniero le había traído los folletos de unos refrigeradores, aparatos que él
conoció en Inglaterra. Estos eran marca Frigidaire. Uno o dos aparatos de estos
facilitarían el buen mantenimiento de los alimentos. Además, estos artefactos fabricaban
hielo; con lo cual se evitaría la laboriosa faena de traerlo desde de la cordillera en
primavera, y conservarlo todo el año.
238
El trabajo intenso de la semana mantuvo su mente alejada de los problemas ajenos
al campo.
Sin embargo el viernes 18 las noticias de Wall Street eran confusas. Don Diego
apresuró su regreso a “Las Casas” y, poco antes de las doce, escuchó los resultados de la
bolsa neoyorquina que, dada la diferencia horaria, ya estaba cerrando, con fuertes
pérdidas en prácticamente todas las acciones.
Don Diego, de inmediato, se comunicó con don Antonio a Santiago.
-Sí, sí Diego Los socios norteamericanos de nuestra empresa, recibieron orden de
vender todo hoy. Según nuestros cálculos, si vendieron a los precios promedios,
recuperaríamos todo el capital y parte de las utilidades.
- De ser así, Antonio, debemos dar gracias a Dios.
-La verdad que si, Diego. Lamento no haberte escuchado a tiempo.
Mantengámonos en contacto y gracias por llamar.
A pesar de la explicación de su suegro don Diego quedo bastante inquieto. Las
noticias del lunes, sin embargo fueron tranquilizadoras. No había alzas, pero tampoco
nuevas bajas.
El jueves 24 de octubre, que después sería conocido como el “Jueves Negro” se
desató el pánico en Wall Street. Cerca de trece millones de acciones se transaron. Todos
querían vender y nadie comprar. A pesar que los grandes bancos y compañías de
inversión salieron a comprar fuerte, en un esfuerzo por detener el pánico, todo fue en
vano.
Don Diego no podía ubicar a su suegro. En eso entró un llamado de Santiago. Era
su amigo Ricardo Larraín.
-Mi querido Diego tu suegro está muy mal. Creo que debes viajar de inmediato a
Santiago.
-Que pasó Ricardo.
-La verdad Diego es que sufrió un espasmo cerebral. Parece que las pérdidas
fueron tremendas. No conozco los detalles aún pero sé que los socios lo abandonaron, en
un intento por salvarse ellos.
-Viajo hoy mismo. Te aviso al salir.
Antonio, hijo, quien regresaba de uno de sus frecuentes viajes a Cauquenes,
decidió de inmediato viajar a Santiago con Don Diego.
Don Diego llamó a Rosaura a Río Claro:
-Mi querida Rosaura, su padre está un poco delicado de salud y voy a ir a verlo a
Santiago; aprovechando que tengo asuntos pendientes allá.
-No debe ser nada importante Diego. Mi padre ya me contó lo bien que salió de
todo este lío de las acciones. Los médicos exageran para cobrar más. No me hagan
retrasar la fiesta Diego... por favor. Todo el mundo está invitado.
-No se preocupe, yo la llamo de Santiago.
Como lo había hecho todos los últimos días, llamó a Benjamín Urrejola.
-Que alivio me da escucharlo don Diego.
-Igual digo yo don Benjamín. Me temo que vamos a tener que postergar el
directorio de mañana. Mi suegro no está muy bien y voy a tener que viajar a Santiago.
239
-No sabe cuanto lo siento, don Diego; usted sabe el aprecio que le tengo a don
Antonio. En cuanto al directorio no se preocupe, porque no tenemos quórum. Casi todos
los directores están inubicables. De don Santiago Escala tengo la confirmación que huyó
a Argentina a caballo por el paso del Pehuén.
-Él, que me iba a responsabilizar de las pérdidas del banco.
-Lo peor don Diego es que en concomitancia con el tesorero, quien también huye
con él, nos vaciaron la bóveda del banco. Así nos dejan un cerro de deudas con garantías
reales que no cubren ni 20% de ellas, y se llevan todo el efectivo del banco. Ya averigüé
que lo transfirieron a Suiza a través del Banco Francés e Italiano.
- Mire don Benjamín: yo soy de la opinión de citar a una junta extraordinaria de
accionistas lo antes posible. Si mal no recuerdo el estatuto faculta al presidente para citar
con un mínimo de 72 horas, mediante carta certificada, en ciertas circunstancias graves.
Ésta es una de esas situaciones, sin lugar a dudas. Yo le sugiero citarla para el jueves 31
a las 10 de la mañana en primera citación y para el miércoles 6 de noviembre en segunda
citación. Creo que, en estas circunstancias, tendremos quórum en la primera citación.
-Estoy totalmente de acuerdo con usted don Diego. Así lo haremos. Espero que
usted alcance a volver pues su intervención será esencial. Mañana, si me hace el favor
de llamarme, le podré dar un balance preliminar. Le advierto, desde ahora, que perdimos
todas las reservas y parte del capital, situación que después de la junta tendremos que
comunicar al Banco Central.
-No se preocupe estaré de regreso.

Con Manuel Cofré, su mayordomo principal revisó rápidamente los asuntos


pendientes. Le dio las últimas instrucciones y le pidió que estuviera atento al teléfono
todas las mañanas a las nueve en punto.
Poco antes de partir para la estación recibió un llamado de Elvira:
-Gracias Diego por viajar a ver a mi padre. Llámeme llegando. Yo estoy
preparada para viajar en cualquier momento pues creo que mi padre va a necesitar
cuidado. Y... Diego, perdone todo el daño que le he causado. Sólo quiero decirle que lo
amo por sobre todas las cosas y lo esperaré, para ser su mujer, toda la vida, si es
necesario.
- Elvirita... gracias. Yo la amo igual y usted lo sabe. Roguemos a Dios para que
nos permita vivir juntos el resto de nuestros días.
Mi amor olvídese de Dios. Somos usted y yo.

Don Diego, Antonio hijo y Ricardo se dirigieron de la estación a la Clínica


Alemana.
En el camino Ricardo los puso al tanto de lo sucedido. Los socios de don Antonio
junto con Hortensia, que tenía poder de su prometido, vendieron todas las acciones de la
empresa a mediados de agosto, y mantenían engañado a Don Antonio mediante falsos
informes diarios.
Cuando el lunes 21 ninguno de los socios apareció en la oficina, Don Antonio
llamó directamente a sus socios de Nueva York y se enteró de todo; menos de la traición
240
de su amante, Hortensia del Valle. Inmediatamente la llamó por teléfono. La empleada
le informó que doña Hortensia se había ido de viaje, dejándole una carta.
En pocos minutos el mozo de la oficina le trajo la maldita misiva. Don Antonio no
alcanzó a terminar de leerla cuando cayó fulminado. Desde entonces no ha recuperado el
conocimiento. La carta la tengo en mi caja de fondos. Les advierto, a los dos, que es de
tal nivel de maldad e inmundicia que casi no vale la pena leerla.
Antes de permitirles ver a don Antonio, el doctor Einrich, director de la clínica,
los hizo pasar a su oficina. Después de las presentaciones se dirigió a los tres:
-Como ustedes saben don Antonio es un antiguo paciente mío. Él sufre de
hipertensión arterial y diabetes incipiente. Desgraciadamente pocas veces siguió mis
consejos y su estilo de vida no era el más indicado para estas dolencias. El lunes 21,
poco antes del mediodía sufrió un extenso infarto cerebral que dejó sin irrigación parte
importante del cerebro. Una vez internado, lo primero que intentamos hacer fue hacerle
descender la presión arterial mediante medicamentos y una sangría de 500 cc. Ya
estabilizado, tomamos una serie de radiografías, gracias a ese genial invento de los
rayos "X" de mi compatriota Roentgen. La conclusión es que existe una extensa zona
del lóbulo cerebral izquierdo absoluta y definitivamente muerta. ¿Qué significa esto?
Significa que don Antonio ha perdido parte muy importante de sus facultades mentales,
pero no todas. No va a poder hablar nunca más y ha perdido parte importante de la
memoria. Va a quedar permanentemente en un estado psicológico que se denomina
"melancolía". Sin embargo ya está consciente y es probable que entienda parte de lo que
escucha. Hay que tener extremo cuidado en lo que se hable delante de él. Es probable
que pueda leer algo, mas no escribir. En cuanto a sus funciones motoras están
inalteradas. Sin embargo al no recibir órdenes del cerebro va a requerir mucha ayuda.
Por ejemplo él no puede decidir levantarse de una silla. Pero si se le ayuda a iniciar el
movimiento se alzará y caminará con cierta dificultad. Sus funciones fisiológicas: obrar,
orinar, etc. están perfectas. Desafortunadamente su potencia sexual se encuentra
inalterada; lo que puede llegar a ser un problema; este tipo de enfermo suele enviciarse
en la masturbación. Quizás, ustedes en provincia puedan conseguir una china que le
solucione este problema. Lo que necesitamos, y a eso se va dedicar un especialista en
los próximos días, es lograr que de alguna forma indique cuando desea ir al baño. Lo
más probable es que pueda comer y beber sin mucha ayuda.
Es fundamental el régimen alimenticio. Nada de carbohidratos como azúcar,
dulces, arroz, pastas, pan, papas y leguminosas. Debe comer muchas verduras y frutas y
pescado todos los días. Las carnes roja y de cerdo están absolutamente vedadas. Puede
comer pollo sin piel, y de dos a tres huevos a la semana. Clara de huevo sola, sin yema,
toda la que desee ingerir. Respecto de la sal debe tomar la mínima cantidad posible para
que no rechace la comida. En cuanto la alcohol, una copita de coñac, whisky, jerez,
oporto o vino tinto, con la cena, le harán muy bien. Pero sólo una copita. En todo caso al
darlo de alta se les entregarán todas las instrucciones por escrito.
-Entiendo que tanto usted don Diego, como don Antonio son agricultores. El ideal
sería que el paciente viviera en la paz del campo y no en una ciudad.
-Ahora lo único que nos resta hacer es terminar de estabilizarlo y entrenarlo para
241
que avise de sus necesidades. Sería conveniente que un familiar cercano estuviera aquí
en esta etapa. Yo creo que en quince días lo daremos de alta. Si logran evitar que sufra
emociones fuertes, va a tener una larga vida; sin ninguna posibilidad de regresar a un
estado normal.
Cuando don Diego y Antonio hijo, ingresaron a la pieza los miró sin ningún signo
de reconocimiento. Sin embargo su aspecto físico era excelente.
Don Diego se acercó y le tomó una mano. En ese momento sí fijó la mirada en los
ojos de su yerno y le apretó, ligeramente, la mano.

Apenas llegó al Hotel Crillón don Diego llamó a su casa de Río Claro. Le
respondió Elvira quién le informo que Rosaura andaba en los quehaceres de la fiesta.
-Dios mío mi querida Elvira, esta mujer no va a entender nunca.
Don Diego, con mucha calma le relató lo sucedido, su visita a la clínica junto con
don Antonio hijo y repitió casi textualmente las palabras del doctor.
-Bien Diego-replicó Elvira-. Yo viajo hoy a hacerme cargo de él. Lo único bueno,
mi amor, es que seré yo la que lo cuide en Quillacahue, mientras entreno alguna china.
Ello me va a permitir estar un tiempo cerca de usted. Después voy a poder ir con cierta
frecuencia. Lo veo mañana, resérveme un cuarto en el hotel.
Al rato llamó Rosaura:
-Mi querido Diego; Elvira me ha puesto al tanto de todo. Pobre de mi padre. Yo
sabía que no iba a resistir la muerte de mi madre. Por eso le bajó esta "melancolía". Yo
habría viajado, pero mi estado no me lo permite. Ya arreglé con Elvirita, tan buena la
pobre, para que viaje hoy y creo que la estoy convenciendo para que sea ella quien lo
cuide cuando lo traslademos a Quillacahue. Le va servir también de compañía a usted mi
amor. Usted sabe que yo no puedo dejar mis responsabilidades sociales en Río Claro;
menos ahora que mi padre no va a estar.
-Si Rosaura; la entiendo. Ya conozco su punto de vista.
-Otra cosa, Diego. Espero que contrate un buen abogado para meter a esa putilla a
la cárcel y recuperar la fortuna de nuestro padre que... en estas circunstancias pasará a
ser nuestra.
- Si Rosaura entienda, la putilla, como usted la llama, y el dinero están fuera de
Chile. No hay nada que hacer.
-Hay Diego, no sea pesimista. Usted siempre puede solucionar todo.
-No Rosaura. Puedo hacerme cargo de su padre, a quién estimo mucho. Voy a
tratar de pagar sus cuantiosas deudas con la venta de su campo. Pero nada más se puede
hacer.
-Diego, mi padre se muere si vende “Los Avellanos”. Yo tampoco lo soportaría.
-Su padre nunca lo va a saber; y a usted sí lo va a soportar.

El lunes 28 y el martes 29 de octubre el colapso bursátil y financiero fue total.


Don Benjamín ya le había informado a don Diego que las pérdidas por préstamos
para comprar acciones, considerando la recuperación de las garantías adicionales,
absorbían todas las reservas y 30% del capital total del Banco. El Banco Central,
242
extraoficialmente, le planteó un plazo de 90 días, a partir de la Junta, para encontrar
inversionistas que adquiriesen una nueva serie de acciones por un valor que doblara al
capital y reservas perdido, tomando en cuenta que la crisis podía afectar el valor de otros
activos.
Ese mismo martes, Ricardo, que había estado siempre al lado de don Diego y Don
Antonio hijo, les planteó que el creía tener una solución global:
-En primer lugar me hago cargo por subrogación de la deuda de don Antonio
convirtiéndome, por tanto, en dueño de la hipoteca y subsecuentemente del campo. Si
aceptan mi propuesta el campo te lo daría a ti Antonio para que lo trabajaras a
porcentaje.
-Ricardo, replicó don Antonio hijo. Diego puede corroborarte que el valor de la
deuda supera el del campo.
-Sí, lo sé. Pero es necesario pagar la deuda de tu padre de inmediato para lo
segundo que voy a proponer.
-Yo formaría un grupo de inversionistas que capitalizaríamos el banco. A ustedes
dos, por manejar la negociación les dejaría un 5% de las acciones a cada uno y los
nombraría directores. Para que puedan negociar, por mí, tiene que estar resuelta,
previamente la situación de deudas de don Antonio. Eso lo arreglan mis abogados con
Benjamín Urrejola ahora mismo, para que, el día de la Junta esa deuda esté cancelada.
- Que quieres que te diga Ricardo. Te agradezco mucho tu ofrecimiento y haremos
todo lo posible por que este acuerdo te sea provechoso.
- Estoy cierto que si, Diego. Dejaremos la matriz del Banco en Río Claro y
abriremos sucursales en Santiago, Valparaíso y Concepción. Va a ser un gran negocio.
¡El único banco totalmente capitalizado inmediatamente después de la crisis! Ya verás.
Esa noche Elvira y don Diego cenaron en el elegante comedor del hotel. Ambos
se sentían un tanto abatidos por los eventos de los últimos días. Antes de ordenar la
cena, don Diego dispuso martinis secos, dobles, para cada uno y una orden de canapés
de centolla. Elvira lo miró un tanto sorprendida.
-Le hará bien; mi amor. Han sido días muy tensos.
-Si usted lo dice, Diego... usted se hace responsable.
-Coma, primero, eso sí, unos canapés. Si no el alcohol, con el estómago vacío, se
absorbe muy rápido.
Los tragos, seguidos de dos corridas iguales más, los distendieron y crearon una
cálida atmósfera de intimidad.
-Ve, Diego, que por mucho que usted quiera planificar su ordenada vida, el
destino, muchas veces, dispone otra cosa. Hay que vivir el presente inmediato, y
disfrutar lo que Dios nos proporciona; sin filosofar tanto sobre las repercusiones futuras
de nuestros actos. En alguno de los libros que usted me facilita, leí "La tragedia de la
vida no es lo corta que es, sino lo tarde que empezamos a disfrutarla".
-Así es Elvirita mía. He estado meditando mucho sobre ello. Circunstancias
lejanas; totalmente fuera de nuestro control, pueden alterar profundamente nuestras
vidas. Lo del libre albedrío es muy relativo. Somos como los pasajeros de un bote en un
río turbulento. Sí podemos dar unos golpes de timón, de vez en cuando, y corregir
243
ligeramente el rumbo; mas el río nos lleva a un destino inexorable y desconocido. Lo
único que sabemos es que, en algún momento nos llevará a nuestro designio final; el
mar, o sea... la muerte.
-No se me ponga trágico, amor mío. Ya tenemos suficientes problemas
inmediatos. Disfrutemos de este momento tan grato... e íntimo. ¿Me pediría otro
martini?, están deliciosos.
Don Diego la miró con una sonrisa entre plácida y sensual:
-Por supuesto Elvirita. Le haré caso en todo. Otro martini y disfrutemos este
momento.

Al rato Don Diego llamó al Maitre para ordenar la cena:


-Don Diego; que gusto de tenerlo por aquí. Supe lo de su suegro, que tanto
apreciamos en esta casa. Ojalá que se recupere pronto.
-Gracias, Armando, así esperamos todos. Le transmitiré su preocupación. Y... que
nos recomienda para cenar.
-Señora Elvira, Don Diego. Les sugirió de primer plato unas ostras. Están
fresquitas, recién llegadas de Puerto Montt. Y, si les parece, les traigo un lenguado a la
mantequilla negra, de plato de fondo.
-Que te parece Elvirita-, siempre vale la pena seguir las recomendaciones de
Armando.
Elvira, que estaba distraída, se volvió hacia Don Diego:
-Lo que tu digas am..., digo Diego.
-Así sea entonces, Armando. En cuanto al vino tráenos un Rhin Carmen Margaut,
muy helado.
-Muy buena elección don Diego; muy buena.
-Perdón Diego; estaba distraída mirando ese cuadro de el muro del fondo. Casi
cometo un desaguisado.
-No te preocupes mi amor. ¡Que cosas habrá visto y escuchado Armando en este
hotel! ¿Qué me decías del cuadro?
-Fíjate Diego en el cerro. Se parece a nuestro cerro Quillacahue.
Ambos se pararon a observar el cuadro-
-Si Elvirita; es un Rugendas75 bastante típico; pero sí, tienes razón, es muy
parecido a nuestro cerro.
-Ves Diego. Esta noche sí nos pertenece. Hasta con nuestro cerro.
La cena y el vino lograron que se olvidaran del resto del mundo, las tragedias
recientes y las amarras de cada cual. Parecían un par de confidentes novios, gozando de
su intimidad.
Después de servirse de postre unas castañas con salsa de lúcuma, don Diego bebió
una copa de coñac y doña Elvira una menta frappé.
Tomados de la mano salieron del comedor y tomaron el ascensor al cuarto piso,
donde ambos tenían sus cuartos.
Don Diego acompañó a doña Elvira a su recámara. Él tomó la llave y abrió la
75
Johann Moritz Rugendas: (1802-1858) pintor alemán que vivió doce años en Chile.
244
puerta, cediéndole el paso a Elvira. Ella lo abrazó y, suave pero firmemente, lo introdujo
en la habitación cerrando la puerta tras ellos.
Todas las barreras de don Diego habían desaparecido y lo único que deseaba era
la natural consumación de su amor con Elvira.
Nunca supieron quien condujo a quién al lecho. Don Diego besó tiernamente el
cuello de Elvira. Poco a poco fue desabotonando la parte superior del vestido, mientras
sus besos se acercaban a los senos de su amada. Se detuvo un instante para contemplar,
por primera vez esos pechos que tanto había acariciado. Quedó deslumbrado por la
belleza del busto de Elvira, mientras su erección se tornaba casi dolorosa. La terminó de
desnudar besando sus piernas, mientras sus manos recorrían sus nalgas y muslos.
La recostó en el lecho y, al penetrarla, Elvira arqueó el cuerpo lanzando un grito
ancestral de hembra satisfecha. Don Diego sintió como su miembro llenaba
completamente esa deliciosa, elástica y húmeda oquedad. Doña Elvira lo enlazó con sus
brazos hasta que ambos cuerpos se fundieron en uno sólo. El orgasmo estalló en ambos
al mismo tiempo, sintiendo una plenitud de amor y felicidad, que ninguno de los dos
conocía.
-Ay Diego, como te amo. Nunca he sido tan feliz.
-Si mi amor; yo tampoco. Perdona todo el tiempo que te hice esperar. Ahora no
me arrepiento de nada, sólo del tiempo perdido.
-Diego, olvídate del pasado, sólo importa el hoy y el futuro que Dios nos dé.
De ahí en adelante la pasión reprimida se desató e hicieron el amor en todas las
formas que conocían o inventaban, algunas de las cuales, antes, habrían considerado
francamente indecorosas. Cada uno bebió del otro los excitantes jugos del sexo, cosa
que jamás se les habría ocurrido, ni en el más febril de los sueños.
Al amanecer, después de volver a hacer el amor, don Diego se vistió para ir a su
cuarto.
-Por favor mi adorada Elvirita, llámeme todas las noches.
-Lo haré mi amor, lo haré.
-Cuando su padre sea dado de alta yo vendré a buscarla y nos iremos directo a
"Quillacahue". No es conveniente que el pase por Río Claro.
-Como a usted le parezca Diego, como a usted le parezca.
Se despidieron con un beso apasionado, quedándose abrazados un buen rato.

Poco más tarde sonó el teléfono en la recámara de don Diego. Era Rosaura:
-¿Qué le parece Diego si, en vez de suspender la fiesta, la postergo para el regreso
de mi padre?
-Rosaura; parece que usted aún no entiende la situación. Su padre sufrió, tal como
se lo relaté, un daño cerebral grave. Nunca más recuperará el habla. No es conveniente
para él, ni estar con extraños, ni con grupos numerosos. Cuando sea dado de alta lo
llevaremos, directamente, a "Quillacahue".
-Hay, Diego. Usted siempre tan negativo.
-No Rosaura, no soy yo. Mañana podrá ver el informe completo del doctor
245
Einrich.

El jueves 31 la junta del Banco parecía un funeral. Ni siquiera hubo reclamos.


Como todos los accionistas habían recibido ofertas de crédito para especular en
acciones, todos padecían los mismos dolores: habían perdido todo lo invertido en
especulación, habían perdido sus acciones del banco y, por si fuera poco perderían las
garantías.
El representante del Banco Central comunicó, oficialmente, la necesidad de emitir
una serie "B" por un monto equivalente al 60% del capital del banco más las reservas
perdidas. Se emitirían 10.000.000 de acciones. Cada accionista antiguo, a modo
testimonial recibiría una acción de la serie "B" sin importar cuantas acciones "A"
poseyese.
Se acordó en dicha forma y luego se propuso nombrar una comisión que buscará
inversionistas. Los únicos accionistas que no tenían deudas eran don Diego y don
Antonio hijo. Como, además, don Antonio padre, relacionado por parentesco con ambos,
había cancelado toda su deuda, aparecían como los únicos sin impedimentos para
negociar.
Después que don Benjamín Urrejola presentara su renuncia incondicional, se
constituyó un Directorio Provisorio, a propuesta del representante del Banco Central,
presidido por don Diego González e integrado, entre otros por don Antonio hijo.
Don Diego agradeció su nombramiento y relató sintéticamente los esfuerzos de
don Benjamín Urrejola, con un Directorio adverso, por proteger al Banco. Relató como,
con se había, al menos, logrado vender las acciones especulativas propias del Banco. De
no ser así el Banco habría quebrado irremediablemente. Propuso, por tanto, nombrar a
don Benjamín Urrejola, Presidente Honorario Vitalicio, con derecho a voz y voto,
manteniendo su oficina y su remuneración. Se aprobó por unanimidad.
A la salida don Benjamín se acercó a don Diego y le agradeció, emocionado, su
gesto.
- Gracias don Diego; sin la actividad del Banco me habría muerto, y, aunque le
parezca extraño requiero de ésa remuneración. Me avergüenza decirlo pero, a pesar de
sus consejos, perdí todo especulando. Gracias a Dios no solicité crédito al Banco.

Tiempos Extraños

Quillacahue era como una sinfonía en que se cruzaban tiempos muy diversos.
En el campo la actividad era febril. La nueva máquina enfardadora, con su motor
a vapor, engullía toneladas de heno, traídos por veinte carretas, y los transformaba en
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simétricos fardos. Cientos de trabadores, y trabajadoras, labraban en el campo. Unos
limpiaban las chacras; otros regaban el trigo y las empastadas; otros aporcaban las viñas.
El mayordomo de ganado, junto a sus capataces, atendía los últimos partos de las
vaquillas.
Dada la crisis una gran cantidad de mineros cesantes del norte vagaban por los
campos. Eran seres tristes que, si se les otorgaba un poco de ayuda y afecto, lo
agradecían y no causaban ningún daño. Evitaban las ciudades tanto por el mal trato que
recibían como por temor a la policía. Muchos tenían cuentas pendientes con la Justicia.
Don Diego dispuso se duplicara la cantidad de alimento y de “galletas” que se preparaba
diariamente para sus obreros a fin de alimentar a los “pasantes”. Uberlinda Uribe, la
cocinera, dispuso de tres ayudantas adicionales para tal efecto. Además se construyó un
precario albergue donde los transeúntes pudieran alojar. Tenían el piso, y un metro de
los muros, encementados; para poder desinfectarlos.

En “Las Casas” había un silencio que penetraba los oídos. Se hablaba todo en
susurros. Don Antonio contaba con un dormitorio propio y se desplazaba en sigilo en su
silla de rueda, ayudado por Socorro; la china que lo cuidaba. Normalmente pasaba el día
en el living mirando por la ventana. No había vuelto a proferir palabra; sus ojos, sin
embargo, eran capaces de expresar diversos sentimientos y estados de ánimo.
Generalmente estaba muy tranquilo. Había que tener cuidado, eso si, con lo que se
hablaba delante de él. Estando en Río Claro, antes de traerlo a Quillacahue, doña
Rosaura se había referido a doña Hortensia y él se había enfurecido. Los músculos de la
cara se le pusieron tensos y sus manos se crisparon sobre las ruedas de la silla. No
hablaba pero emitía sonidos como bufidos.

Elvira repartía su tiempo entre atender a su padre; preocuparse de los asuntos


domésticos y acompañar a don Diego. En las noches, la casa resplandecía iluminada por
la nueva instalación eléctrica. Una vez acostado don Antonio, que solía dormir como un
niño, don Diego y doña Elvira tenían tiempo de conversar.

-Parece increíble, Diego, todo lo que ha pasado en tan poco tiempo. Me da


mucha pena por mi padre, aunque se lo buscó, y me alegro por nosotros. Por fin puedo
disfrutar de su compañía.
- Así es Elvirita. No sabe lo feliz que soy con usted a mi lado. Me ha dado
todo lo que un hombre puede desear de una mujer.
- Me alegro, Diego. Tendrá que reconocer que, a pesar de mi pasión por
usted, he sido muy discreta.

Para Navidad, doña Elvira; don Diego y don Antonio tuvieron que
trasladarse a Río Claro. Doña Rosaura estaba a punto de dar a luz y no podía moverse.
Fue una Navidad muy tranquila; en que Dieguito aportó toda la alegría. Doña Rosaura
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no pudo levantarse así es que la familia se reunió, a intercambiar regalos, en su
recámara.

La cena, sin la presencia de doña Rosaura, ni don Antonio, que ya dormía,


estuvo deliciosa y los tres disfrutaron de un rato de esparcimiento y alegría. Dieguito
solicitó permiso para salir un rato a la plaza. Sabiendo que al regresar iría directamente a
su pieza don Diego y doña Elvira lograron disfrutar un rato de intimidad. Su regocijo
fue interrumpido por los gritos de Angélica:
-¡Don Diego! ¡Don Diego!

Don Diego se trasladó raudamente a su dormitorio y apareció en su puerta:


-¿Qué sucede, Angélica?
-La señora… la señora. Ya se le rompió la bolsa de agua.

A mediodía del 25 de Diciembre de 1929, en manos del Doctor


Norambuena, Rosa Ester II, con un fuerte llanto, anunció su ingreso a este mundo.

A los pocos minutos don Diego la tomo en los brazos; la miró con un cariño
indescriptible y la bautizó: “Te bautizo, Rosa Ester, en el nombre del Padre, del Hijo y
del Espiritu Santo. Amén”76

En Río Claro el padre Francisco llegó a la casa de don Diego y solicitó conversar
por doña Rosaura. Angélica lo hizo pasar al living y, al poco rato le comunicó que sería
recibido por doña Rosaura, en su recámara, en unos minutos más.

Doña Rosaura lo hizo esperar más de media hora, tiempo que, para el pobre cura,
se transformó en una eternidad. Sus manos y su rostro transpiraban, a pesar de lo fresco
de la estancia.

Cuando al fin lo hizo pasar estaba recostada en su lecho, apoyada en una serie de
cojines.
Intencionalmente había dejado su camisa ligeramente abierta lo que permitía
resaltaran sus bellos senos abultados por la lactancia.
El cura se acercó a saludarla y ella se inclinó a besarla el inexistente anillo como
si fuese la mano del obispo. Ahí el cura pudo ver sus pechos completos produciéndosele
una inmediata erección. Ya poseerá su anillo monseñor y, supongo, algunas feligresas
que calmen su ardor.

El cura, haciéndose el desentendido, se precipitó a hablar:

76
Según la Religión Católica cualquier bautizado puede bautizar. Normalmente los padres lo hacen,
inmediatamente después del nacimiento, precaviendo la posibilidad de que el recién nacido fallezca antes del
bautizo oficial.
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-Doña Rosaura... me temo que tendremos algunos problemas.
-Todo tiene solución monseñor; todo tiene solución.
-No sé doña Rosaura; no lo tengo tan claro.
-Bueno monseñor; hable.
-Con todo respeto doña Rosaura debo comunicarle que, al haberse hecho público
el abandono de sus deberes conyugales la Iglesia la conmina a cumplirlos
estrictamente... a partir de hoy. Deberá vivir permanentemente con su marido y permitir
satisfacer las necesidades carnales, de ambos, en forma normal.
-¡Que se ha imaginado sacristancillo de quinta categoría! ¡A quién cree que le está
dando instrucciones!

El cura, haciendo de tripas corazón continuó:


-Doña Rosaura; modere sus palabras. Soy el representante de la Santa Iglesia
Católica, Apostólica y Romana. Si usted no acata estas órdenes será citada, en dos días
más, a acudir al Tribunal Eclesiástico presidido por Monseñor Arrau. Si, en esa Santa
Instancia, donde se encontrará iluminada por el Espíritu Santo, usted mantiene su
posición, será Excomulgada de la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana. La
sanción se hará pública en todas las Iglesias y Capillas de la República, en las misas del
domingo siguiente a su excomunión.

Doña Rosaura meditó: Tengo que pensar rápido. Esto va por mal camino. Más me
vale arreglarme con este imbécil que darle el gusto al obispo.

Inclinó la cabeza y se dirigió al curita:


-Monseñor... os pido perdón por mis expresiones. Es mi carácter, que se me
escapa. Usted tiene toda la razón. Me está llevando por el buen camino. Cuando lo
escogí como confesor estaba cierta del bien que me haría. Me ha apartado del mal. Me
gustaría, para iniciar esta nueva etapa, que usted me propone, y que acataré bajo
juramento, confesarme.

La confesión fue muy breve y terminó con el acostumbrado: Ego te absolvo


in nomini Pater, et Filius...

El curita se retiró rápidamente agradeciendo a Dios su buena suerte. No sabía bien


como, pero se había salvado. Y ahora ya no tendría que confesar más a esa... señora.

Doña Rosaura se quedó pensando.


-De buena me libré. Tendría que haberme doblegado delante del obispo y su corte.
Habría sido un escándalo. Total, Diego ya me advirtió que, por la crisis, cerraría esta
casa. Vamos a jugar a la “buena esposa” por un rato. Y si la iglesia me obliga al sexo...
no me queda otra cosa y... capaz que lo disfrute.
Sintió una cierta humedad en la entrepierna cuando, sin querer, recordó sus
“pecados” con don Diego.
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Ese mismo día don Diego recibió, al atardecer, al Padre Andrés, párroco de Santa
Elisa. Este lo felicitó por la iluminación de “Las Casas” y se disculpó por la
intempestiva visita.
-No se preocupe padre; esta es su casa; le replicó don Diego. Espero se quede a
cenar.
-Le agradezco don Diego. Más adelante... cuando su situación se normalice.
-No le entiendo padre- le respondió don Diego un tanto molesto- sospechando por
donde venía la cosa.
-Mi querido don Diego. La Iglesia vela por cada una de sus ovejas y, cuando estas
se descarrían, usa primero su cariño para volverlos al redil. Si ello no resulta, está
obligada a usar su poder que, como usted bien sabe, es inmenso.
-Perdón Padre; vamos al grano.
-Bien don Diego la cosa es muy simple. La Santa Iglesia Católica, Apostólica y
Romana no puede aceptar que la vida de una de las familias más importantes de la zona,
puede llegar a causar escándalo. Antes que ello suceda debe impedirlo utilizando de
todos los medios que dispone. El padre Francisco ya habló con su esposa y ella, se
avino, a reconstruir con usted su vida matrimonial en todo sentido, trasladándose a vivir,
permanentemente a Quillacahue.

Don Diego sonrió y le preguntó:


-¿Cuál fue la artillería?
-El Tribunal Eclesiástico y la Excomunión.
-Ah... fueron suavecitos. En cuanto a mí, Padre, le anticipo que con esas actitudes
no van a llegar a ninguna parte.
-No don Diego a usted le tengo una solución a su medida. Usted solamente va a
tener que aceptar a doña Rosaura. Con ello la situación, al menos en apariencia, se
normaliza y nuestra sociedad no se daña.

El 15 de Enero se realizó el bautizo de Rosa Ester II en Quillacahue. Asistió tanto


el Obispo Arrau como el Padre Andrés. Los padrinos fueron doña Elvira y Ricardo
Larraín. Después del bautizo se celebró una solemne misa. En el evangelio el Señor
Obispo encargó el cuidado de la nueva “patroncita” a la Virgen del Carmen”; a la Santa
Madre Iglesia; a los padrinos y a los inquilinos y trabajadores de Quillacahue.

Luego se celebró un asado en que participaron todos, sin distinción. Las


autoridades eclesiásticas, la familia y todos los habitantes de Quillacahue; Las Becacinas
y otros lugares vecinos. Había una larga mesa central y seis mesas verticales a esta. El
Obispo bendijo los alimentos y más de mil personas comenzaron a disfrutar las
empanadas; el asado; las ensaladas y el abundante vino. Don Diego había comprado
cinco vaquillas gordas sólo para el asado.
Al caer la tarde se retiraron el Obispo, el Cura y la familia a “Las Casas”. La
fiesta popular siguió hasta el amanecer. Esta vez don Diego había dejado muy en claro
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que no se trajeran “niñas” de las casas de remolienda de Río Claro.

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