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La vocación misionera de los laicos

1. Todo bautizado es misionero


Abriendo el Nuevo Catecismo de la Iglesia Católica (1983), en su primer párrafo leemos: “Dios,
infinitamente Perfecto y Bienaventurado en sí mismo, en un designio de pura bondad, ha creado
libremente al ser humano para que tenga parte en su vida bienaventurada. Por eso, en todo tiempo
y todo lugar, está cerca del hombre, le llama y le ayuda a buscarle, a conocerle y a amarle con
todas sus fuerzas. Convoca a todos los hombres, que el pecado dispersó, a la unidad de su
familia, la Iglesia. Lo hace mediante su Hijo que envió como Redentor y Salvador al llegar a la
plenitud de los tiempos. En Él y por Él, llama a los hombres a ser, en el Espíritu Santo, sus hijos
de adopción y, por tanto, los herederos de su vida bienaventurada” (1).
Este es el fin de toda vida humana. No estamos hechos para este mundo. Y la Iglesia no tiene otra
“misión”; su tarea consiste en reunir a todos los hombres que el pecado había dispersado y
convocarlos a la unidad de la Familia de Dios.
“Para que esta llamada resuene en toda la tierra -volvemos a leer en el Nuevo Catecismo- Cristo
envió a los Apóstoles que había escogido dándoles el mandato de anunciar el Evangelio: “Vayan
y hagan discípulos a todas las gentes […] y sepan que yo estoy con ustedes todos los días hasta el
fin del mundo” (Mt 28, 19-20). Fortalecidos con esta misión, los Apóstoles “salieron a predicar
por todas partes, colaborando con ellos el Señor y confirmando la Palabra con las señales que los
acompañaban (Mc 16, 20)” (2).
“Como el Padre me envió, así los envío yo” (Jn 20, 21): Esta misión-envío recibida en la tarde de
la Pascua, del Señor Resucitado, es el fundamento perenne de la misión-envío de la Iglesia.
Sin embargo, el mandato misionero no está reservado a los sucesores de los Apóstoles, los
Obispos y sus colaboradores, los Presbíteros y Diáconos. La vocación misionera es de todo
cristiano. “basta ser bautizado para ser misionero”, nos insiste nuestro Papa Francisco,
haciéndose eco del mismo Catecismo (cfr EG 13).
Todos los fieles tienen la vocación de anunciar la propia fe a través de su vida y su palabra, en la
oración personal y en la liturgia. Los laicos no deben ser considerados, pues, como simples
colaboradores de los presbíteros y de los religiosos en la misión de la Iglesia. Todos estamos
llamados a trabajar juntos, y todos somos colaboradores de todos en la construcción del Reino de
Dios, pero cada cual en sintonía con la vocación propia que el Espíritu Santo, fuente de todo
carisma, le haya otorgado.
El discípulo de Jesús hace propia la “pasión” de Jesús, la “pasión por la misión”.
Los apóstoles, conviviendo con Él, fueron comprendiendo que a Él debía ser atribuida esa fuerte
afirmación bíblica: “El celo de tu casa me devora” (Jn 2, 17).
Pasión que se hace súplica insistente de Jesús en su oración al Padre: “Padre, que nadie vaya
perdido (cfr Jn 17, 12) […] y quiero que en donde esté yo estén también ellos” (Jn, 17, 24). Él es
el Buen Pastor que vino para que tengamos vida y la tengamos en abundancia (cfr Jn 10, 10).
Jesús quiere transmitir a todos sus discípulos, su misma pasión, por lo cual todo discípulo suyo es
también misionero, heraldo suyo.

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Ahí, en donde vive, trabaja, sufre y goza, el cristiano, “luz del mundo y sal de la tierra” (cfr Mt 5,
13-14), es testigo de Jesús, lo irradia continuamente. Con la fe puesta en Él se compromete para
que el Reino de Dios acontezca en todas las esferas de las realidades humanas. No acepta que
nuestro mundo sea un mundo de injusticia, de antifraternidad, de opresión, de… muerte y sin
esperanza. Se compromete, con valentía y constancia, para que el ideal de una “Nueva
Humanidad” se vaya haciendo realidad, en el máximo respeto de la dignidad de cada persona a
quien considera y valora como hermano y hermana.
2. Hacia la otra orilla
En los últimos Congresos Americanos Misioneros (CAM) y en muchos otros encuentros locales,
llevados a cabo con el anhelo de un nuevo Pentecostés Misionero, ha resonado el grito de San
Juan Pablo II: “¡Iglesia, tu vida es Misión!” La de la Iglesia es una “Misión sin fronteras” en
fuerza de su catolicidad o universalidad. Dios quiere reconducir a toda la Humanidad bajo el
Reinado de Cristo, haciendo de Él, el “corazón o centro del mundo”. San Pablo, en su carta a los
Efesios nos habla del “misterio de la voluntad de Dios, es decir, de su designio amoroso de
recapitular todas las cosas en Cristo” (Ef 1, 10). Es Cristo, resucitado y glorioso quien va
estableciendo la armonía de todos los seres del universo en relación con Dios. Acabamos de
decirlo, Cristo es centro (el Corazón) y el principio de unión entre todos los hombres y Dios. En
Él y por Él se va “verificando”, es decir, haciéndose verdadera realidad la entera historia de la
salvación.
Ahora bien, por mandato del mismo Cristo, le corresponde a la Iglesia y, entonces, a todos sus
miembros, ponerse a disposición del proyecto de Dios para que se vaya realizando. Todo esto
queda bien sintetizado en el grito: “¡Iglesia, tu vida es misión!”.
Como lo decía el mismo San Juan Pablo II en su encíclica misionera Redemptoris Missio, la
Misión está aún en sus comienzos. Nos espera una labor heroica. Aún hoy, después de casi dos
mil años de que Cristo nos envió a “todo el mundo”, un 70 % de la humanidad aún no ha
escuchado la extraordinaria Buena Noticia de que Cristo ha vencido la muerte, la suya y la de
cuantos creemos y esperamos en Él.
Urge pues, que la catolicidad o universalidad de la Iglesia, que Cristo quiso como un “derecho”
de la misma, pase a ser una catolicidad de “hecho”. Es por eso, que todos, jerarquía, consagrados
y laicos, estamos llamados a sentirnos y a comprometernos como “Iglesia en salida”, en camino
hacia todo tipo de periferias existenciales y geográficas.
Esta renovada conciencia católica y, entonces, misionera, está dando sus frutos, aumentan los
laicos misioneros ad-inter gentes, que asumen con responsabilidad todo lo que implica el salir, el
dejar todo lo propio, nacionalidad, idioma, familia, cultura, … para ir y ser presencia viva del
Evangelio entre aquellos que aún no conocen a Cristo y en lugares en que la Iglesia apenas está
“naciendo”.
Se está dando, además, otro signo del todo extraordinario, del Espíritu Santo, verdadero y único
Protagonista de la Misión (cfr RMi 21). Nos referimos al de las Familias Misioneras. No cabe
duda, que de todos los “envíos misioneros” el más impactante y que más nos “contagia”
entusiasmo misionero es el del envío de alguna familia, que integrando padre e hijos, sale a
“misiones”. Es verdad, esas familias tienen el apoyo de su Comunidad parroquial y del grupo
apostólico al que pertenecen y, sin embargo, esa justa cercanía y ayuda, no disminuyen el valor y
el heroísmo de la salida.
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3. Laicado misionero
El Documento de Aparecida (2007) ha recuperado, y esperamos que sea para siempre, la
identidad de significación entre discípulo de Cristo y misionero suyo. Cada discípulo lo es en la
medida en que es misionero, y es misionero cuanto más es discípulo configurado con Cristo.
Sin embargo, no todos estamos llamados a manifestar nuestra intrínseca identidad misionera de la
misma manera. Lo realmente importante es que lo seamos según nuestra propia vocación y el
lugar que nos corresponde en la Iglesia. San Francisco Javier, es Patrono principal de las
Misiones y murió sólo, cansado y enfermo en la isla china de Sanchón, en un acto de absoluta
fidelidad a su vocación específicamente misionera… Sin embargo, lo es también, Patrona
principal de las Misiones, Santa Teresa del Niño Jesús, quien falleció a los 24 años, consumida
por la tuberculosis, quien desde los 15 años nunca había salida de su convento en Lisieux,
Francia. Los dos son ramas de abundantes frutos porque vivieron de la misma savia de la Vid que
es Cristo.
Hay pues, “discípulos misioneros” que los son en su vida cotidiana, fuertemente comprometidos
en su comunidad parroquial, en su familia, en su trabajo y en la variedad de compromisos que la
sociedad va exigiendo… Pero todo llevado a cabo con fidelidad y colaborando para la irradiación
del Evangelio y para la expansión de la Iglesia, con la práctica humilde, pero generosa de la
ORACIÓN, del SACRIFICIO y de la AYUDA económica en favor de las misiones.
Hay otros “discípulos misioneros” laicos dotados de una vocación específica, enviados, por la
autoridad competente, salen a misiones, por un período adecuado a sus posibilidades y a las
necesidades de las mismas misiones.
Aunque no en la misma medida, siempre ha habido laicos, desde el comienzo de la Iglesia, hasta
nuestros días que han manifestado la disponibilidad para aceptar todas las consecuencias que
implica el salir, característica tan esencial de la Misión… Más aún, como lo recuerda la misma
encíclica RMi, “hay que reconocer -y esto es motivo de gloria- que algunas Iglesias han tenido su
origen gracias a las actividades de los laicos y de las laicas misioneros” (71).
Actualmente, por los fuertes cambios que se dieron y que se están dando en el mundo y en la
sociedad, los que se disponen a salir necesitan de una formación adecuada que les ayude a
sostener y a perseverar en su decisión (cfr RMi 71-72). Se trata de una formación que integre
armónicamente cuatro dimensiones: la humana, la cristiana-espiritual, la profesional y la pastoral-
misionera.
Desde el punto de vista humano el laico o laica misioneros necesitan poseer suficientes dotes
naturales que le capaciten a entrar en diálogo respetuoso con otras culturas, aprender otros
idiomas, a saber colaborar para integrarse en equipos misioneros consistentes y eficientes… para
sobrellevar momentos de fuerte cansancio y de posible soledad… En las misiones es
particularmente necesaria una suficiente madurez afectiva que capacite al misionero y a la
misionera a amar y servir en gratuidad y libertad.
El misionero laico ad-inter gentes se distingue muy claramente de cualquier otra persona que
haga parte de alguna ONG y que trabaje en donde el misionero preste su servicio. El misionero
está llamado a “marcar la diferencia” y lo hace, precisamente, por su manifiesta identidad

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cristiana. Ésta, a su vez, se expresa por toda una vida de fe clara y decidida. La experiencia ya lo
ha demostrado: nadie persevera en la misión ad-inter gentes si no lo sostiene una fuerte
vinculación íntima y personal con Cristo y por medio de la Iglesia.
Estas dos primeras dimensiones de la identidad del laico misionero, les dan un talante y
características propias a su profesión específica y a su labor evangelizadora, en el campo de su
presencia y actividad misionera. El pueblo, lo percibe y bien sabe distinguir, por ejemplo, a un
médico o maestro, miembros de alguna ONG o asociación, de un médico/maestro-misionero: su
identidad más profunda es la de misionero, aunque ésta se exprese en su profesión de médico o
de docente.
4. Sugerencias concretas
Aún en el respeto a la fisonomía propia de cada misionero o misionera laicos ad-inter gentes,
consideramos muy apropiadas y útiles las siguientes sugerencias, fruto de larga experiencia en
“tierra de misión”.
Una vez que se encuentra en misión, el laico o laica misionero está llamado a asumir una serie de
actitudes y de realizar acciones que le van a ayudar a mantener y desarrollar su identidad de
“discípulo” y a hacer eficaz su labor “misionera”:
 Vivencia de los valores evangélicos como la opción por los pobres, la acogida, la
disponibilidad, la mansedumbre, el perdón…
 Austeridad y sencillez, tanto en el estilo de vida personal como en los medios necesarios y
utilizados para su trabajo y servicio.
 Constancia en la oración personal y comunitaria, frecuencia de los Sacramentos, con particular
atención a la Reconciliación frecuente y a la Santa Eucaristía, posiblemente diaria.
 Actitud de debido respeto de la cultura local con expresiones de verdadera inculturación, lo
cual es posible gracias a una sincera valoración de las comunidades y su entorno, que acogen
al misionero.
 Actitud de sincero respeto y valoración hacia la labor misionera realizada por los que le
presidieron en las mismas comunidades.
 No caer en la tentación de acelerar procesos sin respetar el ritmo de las personas con quienes
el misionero está llamado a prestar su servicio, que siempre debe ser de colaboración y no de
imposición.
 Tener la profunda convicción de que la evangelización y la promoción humana son tareas de
equipos, no fruto de una labor individual.
 Aceptar el proyecto misionero como expresión de un proyecto más amplio y global en el que
el misionero o la misionera laicos están llamados a integrar el propio proyecto.
 Mantener un constante diálogo y comunicación ya sea con los superiores de la misión, como
con los destinatarios-interlocutores del propio servicio.
 Capacidad de iniciativa, acompañada por una previa y constante reflexión, compartida en
equipo.
 Buscar hacerse “no necesario” en un plazo no demasiado largo. Esta actitud lleva al misionero
y a la misionera a preocuparse para formar con la debida urgencia a sus colaboradores locales
concediendo responsabilidad, aún aceptando, con la debida paciencia los posibles límites,
tanto en el sector pastoral-misionero, como en el aspecto del desarrollo humano.

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Todas estas sugerencias cobran valor cuanto más aceptamos lo que el Papa Francisco les dijo a
los jóvenes en la Jornada Mundial de la Juventud en Río de Janeiro (2013). Urge convencerse de
que el campo del discípulo misionero hoy en día y siempre comienza y es llevado a cabo en cada
uno de nosotros, para como consecuencia asumir el compromiso misionero en favor de los
demás. La misión es expresión de una vida cristiana en abundancia, ya que nadie da lo que no
posee.

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