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El regreso de Lord Keynes.

De nuevo se escuchan voces que claman por las teorías del economista
británico.

Por Walter Russell Mead.


Especial para Los Angeles Times y El Mercurio. (Mayo de 1988).

Desde la época de Franklin D. Roosevelt hasta la década del setenta, la mayoría de los
políticos estadounidenses de ambos partidos vivía y penaba por lo que generalmente
llamamos economía keynesiana. La etiqueta es confusa, por cuanto en Estados Unidos,
dicha economía tenía una limitada relación con las complicadas, sutiles y a veces
contradictorias ideas de Lord Keynes.
La piedra angular de esta economía keynesiana norteamericana era la creencia de que
el gasto deficitario del gobierno podía estimular un verdadero crecimiento económico.
La demanda de bienes y servicios creada por el gasto federal estimularía nuevos
empleos y negocios de modo que el Producto Nacional Bruto crecería más rápidamente
que la deuda nacional.
El keynesianismo en Estados Unidos era la economía que favorecía los patronazgos
políticos: el gobierno podía entregar nuevos programas populares sin elevar los
impuestos para pagar por ellos. A los políticos les encantaba semejante idea. El mismo
John Maynard Keynes había sugerido, durante la depresión, que sería bueno para la
economía que el gobierno británico rellenara tarros con billetes de libras, los enterrara
profundamente y entregara en arriendo el derecho a desenterrarlos a las compañias
privadas.
Esta política keynesiana llegó al apogeo de su prestigio en Estados Unidos durante la
década de los sesenta, cuando gozó de amplio crédito en una generación de progreso
económico. Los economistas, confiados en sus recursos, pensaban que habían
conquistado la política cíclica, es decir, la alternancia entre períodos de crecimiento y
contracción que marcan la historia de las economías de mercado. Economistas y
muchos políticos creyeron que podrían “afinar” la economía; estimularla con el gasto
fiscal o, cuando amenazaba con “sobrecalentarse”, en un período de inflación, enfriarla
mediante una reducción del gasto o un aumento de los impuestos.

Momento decisivo.

Sólo veinte años atrás, muchos economistas presumidos sostenían que nuestros
problemas económicos básicos estaban resueltos. Desechaban las críticas, tanto de
izquierda como de derecha, tildándolas de chifladuras y atavismos. Nuestro panorama
actual –déficit presupuestario y comercial muy elevado, deuda del Tercer Mundo y
espectacular caída de la Bolsa de Valores, a nivel de 1929—habrían parecido algo
imposible a los confiados tecnócratas de los años de Lyndon B. Johnson.
El momento decisivo se produjo en la década del setenta, cuando una acelerada espiral
inflacionaria comenzó a desestabilizar la economía mundial. Richard Nixon, el último
Presidente que realmente creyó en el keynesianismo norteamericano tomó prestada
una página del libro del archiliberal John Kenneth Galbraith para imponer controles de
precios y salarios. Sin embargo, después de una pausa, la inflación continuó; las alzas
de precios del petróleo desataron un fuego inflacionario que no fue posible extinguir y
el consenso keynesiano se derritió.
En retrospectiva, podemos ver cuáles fueron los errores de los keynesianos en los años
setenta. Simplemente supusieron que la economía de Estados Unidos no podía verse
afectada por las conmociones externas. Pensaban que el nivel de actividad económica
dependía de la política fiscal, independiente de factores naturales, como la escasez de
cosechas y factores humanos, como la Organización de Países Exportadores de Petróleo
(OPEP). Lo cual fue bastante cierto entre la década del treinta y la del setenta; la
depresión redujo la dependencia de Estados Unidos en el comercio internacional y la
Segunda Guerra Mundial transformó a Estados Unidos en la mayor superpotencia de
la historia. Pero en la década del setenta, la OPEP fraguó un alza en el precio de la
principal materia prima del mundo y luego, los europeos y los países de la costa del
Pacífico, encabezados por Japón, iniciaron exitosas invasiones al mercado
norteamericano.
Keynes, al igual que Adam Smith, era un economista político; veía la economía como
parte de un todo más amplio, que da forma y a su vez es formada por la interacción de
los procesos históricos. Al simplificar las doctrinas de Keynes para beneficio de los
organismos gestores de la política estadounidense, el economista perdió su visión más
amplia y transformó una visión del mundo en una técnica. Esto le dio al keynesianismo
norteamericano un poder irresistible mientras la técnica funcionó, pero lo dejó
indefenso cuando una situación cambiante coartó sus herramientas políticas. Los
keynesianos, otrora dominantes, cayeron en desgracia, y fueron reemplazados por una
mezcla de monetaristas, teóricos de expectativas racionales, partidarios de incentivar la
oferta, neomarxistas y otra fauna exótica.
Lo anterior significó malas noticias para los políticos. Los keynesianos norteamericanos
aseveraban que la clave para el crecimiento económico era la demanda, especialmente
de los consumidores. Mientras más dinero circulara por las manos del consumidor
promedio, mejor era para la economía global. Excepto para los partidarios de
incentivar, las nuevas escuelas de economistas tendía a ser más pesimistas. Los
nuevos realistas decían sombríamente que la inflación, la falta de competitividad
internacional, el déficit comercial y federal, todos eran causados por los mismos
problemas: los norteamericanos ganaban demasiado dinero, gastaban demasiado y
obtenían demasiado del gobierno. Por cierto, esta no es una plataforma de lucha muy
saludable para los políticos y ambos partidos están tratando de encontrar alternativas
a las políticas de austeridad.
Luego de una década de silencio, se dejan oír nuevamente algunas voces que siguen a
Lord Keynes, si bien el mensaje es algo distinto. Los “nuevos keynesianos” se
preocupan más de los aspectos internacionales y son menos dogmáticos que sus
predecesores. Al igual que los de la vieja escuela, los teóricos de hoy estiman que la
demanda determina el nivel de actividad económica, pero piensan que la clave es la
demanda global y no la demanda interna. No creen que la economía de los Estados
Unidos pueda ser considerada como algo aparte de las economías extranjeras ni
tampoco que el gasto deficitario gubernamental sea la única herramienta de política
importante.
En particular, los nuevos keynesianos ponen mayor énfasis en el comercio
internacional. En la década del sesenta, los enormes déficit presupuestarios de Estados
Unidos de los últimos ocho años habrían producido una inflación catastrófica. Este fue
siempre el temor de los críticos conservadores de estas políticas keynesianas. No
obstante, en la década de los ochenta, la tasa de inflación descendió en forma
espectacular, pese a que las impresoras gubernamentales trabajaron como nunca lo
habían hecho antes. Los nuevos keynesianos estiman que si bien los déficit
presupuestarios excesivos creaban inflación interna, ahora crean problemas de balanza
comercial. Debido a que las fábricas norteamericanas no son competitivas en muchas
industrias, los déficit presupuestarios ya no estimulan el crecimiento económico en
E.E.U.U. en forma eficiente: en cambio, estimulan el crecimiento en Japón, Europa y el
Tercer Mundo.

Dos desafíos.

Los keynesianos globales creen que Estados Unidos tiene dos desafíos básicos.
Primero, cooperar con otros países para aumentar la demanda global. Se debe
aumentar el poder de compra de los países del Tercer Mundo, restringido ahora por la
carga de la deuda y los deprimidos niveles de vida, de modo que estos países puedan
absorber más exportaciones de los países desarrollados. Al mismo tiempo, Estados
Unidos debe competir con otros países para producir mercaderías en forma más
eficiente, de modo que pueda abrirse nuevos mercados.
A los keynesianos de la antigua escuela se los acusó a veces de ser tolerantes con el
despilfarro en el gasto fiscal. Si bien no apoyaban el despilfarro premeditado, tendían a
preocuparse mayormente del nivel del gasto federal que del rendimiento de programas
específicos. Los años de su dominio estuvieron marcados por el crecimiento de
improductivos programas de subsidios agrícolas, gigantescos programas de asistencia
social que fracasaron en devolver a los beneficiarios a la fuerza laboral y una corriente
interminable de proyectos que fomentaban el patronazgo político, tanto civiles como
militares.
Los nuevos economistas keynesianos se preocupan mucho más acerca de cómo el
gobierno gasta el dinero. Se interesan en el papel que desempeña el gobierno en el
Pacífico, que aumenta rápidamente su crecimiento, y sostienen que Estados Unidos
debe utilizar su gasto federal para aumentar la competitividad. Los nuevos teóricos no
adoptan la política de austeridad; afirman que no es posible morirse de hambre en
prosperidad y piden un cambio en el consumo hacia patrones de mayor productividad.
No debemos consumir menos, dicen los keynesianos, sino en forma más inteligente.
Más escuelas y menos champaña; más proyectos nuevos de investigación y desarrollo,
menos proyectos de caminos innecesarios.
A medida que crece el debate acerca de política económica nacional, escucharemos a
estos nuevos teóricos en ambos partidos; como voces que se oponen a las políticas de
austeridad y ahorro, piensan desempeñar un papel influyente después de la era
Reagan.

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