You are on page 1of 313

Círculo de Lovecraft es una revista de terror y fantasía oscura.

Su objetivo es la difusión
de artículos, relatos e ilustraciones del género.

AVISO LEGAL. Los textos e ilustraciones pertenecen a los autores, que conservan todos
sus derechos asociados al © de su autor.

El autor, único propietario de su obra, cede únicamente el derecho a publicarla en Círculo


de Lovecraft para difundirla por Internet en formato pdf o epub.

NORMAS DE PUBLICACIÓN. La revista Círculo de Lovecraft está dedicada al terror,


pero también a la fantasía y a la ciencia ficción como géneros afines.

DIRECTORA: Amparo Montejano

SUB-DIRECTOR: José R. Montejano

MAQUETACIÓN: Círculo de Lovecraft

ILUSTRADOR DE PORTADA: Fernando Cifuentes

WEB: http://circulodelovecraft.blogspot.com.es/

CONTACTO: circulodelovecraft@gmail.com
“No eres dueño
de tu cabeza”
nacientedentraos en el laberinto,
Amparo Montejano
“Un hombre se despierta en medio de la oscuridad y alarga el brazo para coger las gafas de la

mesilla. Alguien o algo coloca las gafas en su mano”.

-Jesús Palacios

Bienvenid@s seáis tod@s, nuevamente, a esta undécima edición del gran

Círculo de Lovecraft.

Y digo grande, no sólo porque es un número relativamente extenso —el que más

de los que llevamos hasta la fecha—, sino por estar “redirigido” hacia la figura

inconmensurable y única de un gran maestro coetáneo del Horror (con

mayúsculas): Thomas Ligotti.

Y diréis ¿por qué él y no otro? O ¿por qué “redirigido”? Ambas preguntas pueden

—en mi humilde juicio— resumirse en una sola respuesta: porque el horror que

él “representa”, ha de ser reconducido, re-digerido y re-estudiado (más de una

vez) pues, no sirven sus escritos como frugal lectura de entretiempo…

“Nadie sabe cómo se entra; nadie recuerda la ruta por la que se llega. […]

Quizás exista un blando túnel de negrura, posiblemente sin paredes ni suelo

sólidos, un receptáculo aerodinámico en el que se llega flotando hasta una

oscura terminal. Luego, repentina e inesperadamente, una luz se enciende


derramándose, y objetos de attrezzo aparecen. […] Quizás no haya una puerta

de entrada hacia el sueño, […], una galería de maniquíes abruptamente

despiertan y comienzan a declamar sus papeles…”

-La carrera de pesadillas

¡No!, ¡no! Porque el horror de Ligotti —que no miedo—, es el que nos traslada a

universos cenicientos y aciagos, dotados de evanescencias polimórficas en

donde toda confusión es certera y, toda suposición, una creada falacia.

Es Ligotti, por tanto, un autor insólito; recogedor del testigo de la literatura

fantástica de terror del propio Poe (padre del terror psicológico) y del maestro

Lovecraft (creador del Horror Cósmico), y el que consigue fusionarlos en una

amalgama de pesadillas inquietantes por sobre las que subyacen los miedos

ancestrales y lisérgicos de los hombres; miedos que se abastecen del espíritu

humano al que, contradictoriamente, atenazan. Todo es oscuridad y neblina.

Todo es bruma…

Relatos, los suyos, que huyen del terror más cotidiano y comercial —que raya a

veces, lo absurdo— para centrarse en un cosmos alterado y profundo de

alucinaciones circunscritas a la glándula pineal de nuestros cerebros. Un escritor

que, al igual que lo han hecho otros grandes, nos recuerda lo intrínsecamente

relacionados que se encuentran la agonía del alma y el don de la escritura: esa

capacidad que tienen, sólo unos pocos, de crear una frenética y desmedida

Maravilla del Miedo con apenas un “chasquido” de su pluma.

Entenderéis pues que, el gran maestro Ligotti deba tener — en nuestro recorrido

como magazine— un punto y aparte; un especial que, ajustado a nuestras

ínfimas posibilidades, lo haga alzarse —junto con los trece autores que dan vida
a este volumen— como protagonista absoluto de un terror sobresaliente; de un

terror por sobre modas, modos y convencionalismos socio-culturales. Negadme,

si podéis, el hecho de que no andábamos ahítos de motivos. Que sirva pues,

este ejemplar, como humilde y entusiasmado presente hacia uno de los genios

del terror que, junto a Lovecraft, Hanns Heinz Ewers, Gilman o Shirley Jackson

(entre otr@s), más admiramos…

Y para no alargar más esta misiva —que sabemos que andaréis deseando de

terminar, para meteros de lleno en sus más de trescientas delirantes páginas—

os reiteraré nuestro más sincero agradecimiento porque, vuestra encomiable

fidelidad y energía, ha resultado ser el combustible que nos da impulso.

Agradecer también a los increíbles trece autores que conforman este volumen

porque, el trabajo que subyace en sus cuentos, es inmenso y desmedido: pasión

y esfuerzo que se cuentan por letras.

¡Temblaréis y os emocionaréis!... No me cabe duda.

Igualmente, haré extensible mi más sentida admiración hacia tod@s aquell@s

que os habéis quedado a las puertas de editar con nosotr@s; sabed que,

vuestras historias —más de ochenta—, nos han maravillado y sobrecogido a

partes iguales y, que sentimos, enormemente, no poder darles cabida… ¡Mil

gracias!

Además, mi más sentido agradecimiento a los dos grandes academicistas,

Miguel Olmedo Morell y Carlos M. Pla, que han querido participar en este

volumen compartiendo con tod@s nosotr@s, una “pizca” de su conocimiento

pues, nos han permitido reproducir dos de sus increíbles ensayos centrados en

la figura de nuestro maestro de Providence.


El primero, nos trae “El mito de la caída” en tres de los relatos que componen

el tan traído y llevado Ciclo Onírico de Lovecraft: “La maldición que cayó sobre

Sarnath” (1920), “La búsqueda de Iranon” (1921) y “Los otros dioses” de 1933.

Os puedo asegurar que, al igual que nos ocurrió a nosotr@s, os maravillaréis del

enorme influjo que tuvieron para Lovecraft, los clásicos y su mitología, junto a la

religiosidad más ortodoxa y canónica.

El profesor Carlos M. Pla, por su parte, nos acerca a la novela gráfica del gran

Alan Moore, “Providence”, para mostrarnos que las oníricas geografías

lovecraftianas y sus edificios singulares, no son —o fueron— más que certezas

geo-físicas que todavía pueden recorrerse —en el entramado topográfico que

hizo el Maestro—, en determinadas ciudades de la Nueva Inglaterra.

¡Perplej@s! Quedaréis asombrad@s y perplej@s con la denodada labor de

estos dos grandes estudiosos de la figura y universo del Maestro de Providence.

Como veis, este número XI “Especial Thomas Ligotti” es tortuoso y denso, de

una orca oscuridad y neblina, que todo lo atenaza…

En este punto, nuestro agradecimiento al esfuerzo y trabajo del entrañable

equipo de radio “La Puerta de la Noche”, por radioficcionar el relato “El

Abandono” de Pedro P. González; relato que nos pareció el más “representativo”

de esta convocatoria. Esperamos que lo disfrutéis tanto como lo hemos hecho

nosotr@s.

Equipos de los grupos editoriales y plataformas webs que nos ayudáis cada día

y nos mantenéis a flote (perdonadme si alguno se me queda en el tintero): Wave

Books Editorial, Cazador de Ratas Editorial, DistintaTinta Ediciones, Tinta

Púrpura Editorial, Editorial Crononauta, Ediciones El Transbordador,

Editorial Cerbero, Biblioteca de Carfax, Dilatando Mentes Editorial, Lee


Runas, NGC 3660, Noviembre Nocturno, Heroik, Thalassa, El Caballero del

Árbol Sonriente… Millones de gracias y sabed que, ¡os queremos!

Cita especial haré de nuestro querido portadista, Fernando Cifuentes, que nos

ha cedido esta lisérgica y magnífica ilustración para “nuestro XI”; ilustración que

consigue resumir en tan sólo una imagen, todo aquello que ansiábamos con este

volumen.

Y por supuesto, a tod@s mis chic@s del “Círculo” porque, en sombras, transitan

conmigo en el trabajo constante y altruista del día a día: aquel que nos da

personalidad y presencia en la pantalla de la ficción especulativa española.

Despedirme de tod@s vosotr@s deseando que seáis todo lo felices que podáis

pues, tan sólo una cosa de este universo en el que deambulamos tengo por

cierta, y es que nada existe y todo es relativo. Por ello, sed fieles a vosotr@s

mism@s y no dejéis de reír, de soñar y de vivir la vida como si no existiera el

mañana porque, éste es sólo una falacia urdida:

“La consciencia nos ha obligado a adoptar la postura de procurar no ser conscientes de lo que

somos: pedazos de carne que se estropea sobre huesos que se desintegran”

-T. Ligotti

¡Volad libres!, mis Queridos Animales Nocturnos.


Fotografía de Thomas Ligotti. Extraída de la plataforma Thomas Ligotti Online
Correspondencia interrumpida – Cristian Blanco……………….……….. 12

Un atisbo de su sombra – Armando Boix………….………………………… 26

Macabra Transmigración – Luis Bravo……………………………..………… 44

El notario y los huesos – Érica Couto-Ferreira ………………………….... 67

Disoluciones – Miguel Fliguer……………………………………………….….. 109

El abandono – Pedro P. González..................................................... 120

Transcripción de las notas manuscritas… – Bernard J. Leman...…… 157

La gente de Ligotti – Jorge P. López….……………………..…………….…. 181

La habitación – Sheila Moreno….....………………………………….…….…. 191

Informe #278 – Miguel Parera...………....……………….……………….….. 207

El beso de la salamandra – Osvaldo Reyes………………………………….. 251

Otra clase de intelectualidad – Lisardo Suárez….……………………….... 270

El falso comerciante de pimienta – David P. Yuste………………….….... 284


Jon Padgett, director de Thomas Ligotti Online…..………...……... 91

El mito de la caída en tres relatos del Ciclo Onírico de Lovecraft

por Miguel Olmedo Morell ……………..………….……………...……….. 135

Providence de Alan Moore. Geografías oníricas y cosmicistas

en la Nueva Inglaterra de H.P. Lovecraft

por Carlos M. Pla ……………..………….…………………………………….. 224


Los inviernos siempre eran fríos y tenaces tan cerca de la sierra y venían

acompañados de ventiscas aulladoras. Sólo un loco saldría a la calle en mitad

del temporal pero Lutero Alfaya no era de los que se rendía con facilidad.

Observó los negros nubarrones que adornaban el firmamento desde el interior

de su cálida casa de piedra y decidió que todavía estaba a tiempo. Se abrigó con

un cortavientos negro, se calzó las botas de nieve y ocultó su rostro tras una

bufanda de lana y un sombrero de fieltro. Las llamas de la chimenea producían

un calor sofocante bajo tantas capas de ropa así que no se demoró ni un instante

en salir a enfrentarse al mundo exterior. El viento sopló en su oído como un

gigantesco mosquito de aliento helador y se ajustó todavía más la bufanda. La

pequeña casa de piedra y tejado de pizarra le miraba a través de sus ventanas

como una amante lasciva pero Lutero resistió la tentación y abandonó el

pequeño camino que rodeaba su morada.

Trotó a un paso rápido pero seguro mientras el aire seguía bramando a su

alrededor como un antiguo rey enfadado. A su derecha, los pálidos abedules se

sacudían como esqueletos arbóreos y parecían estar a punto de partirse en

cualquier momento. Eso sería un grave problema para Lutero ya que, como único

habitante del pueblo en los meses de invierno, debería contactar con las

autoridades para que los retiraran. No era una tarea demasiado farragosa pero

el hombre apreciaba sobremanera su soledad y nada le hacía más feliz que

pasear por sus dominios sin la molesta necesidad de la interacción social.

13
Las primeras viviendas aparecieron a la izquierda, cual gigantescas setas

rocosas, y Lutero se acercó a ellas con cautela. Ya sabía que no había nadie

más en el pueblo pero debía asegurarse. Algunas personas se sentían inquietas,

e incluso violadas, cuando él hacía su trabajo. Las tres primeras casas estaban

pegadas entre sí y pertenecían a la misma familia, incluso compartían el mismo

buzón. Era curioso que en una villa de la España profunda se usaran casilleros

al estilo norteamericano pero fueron elegidos por su comodidad. Especialmente

para Lutero.

El poste le llegaba a la altura de su cintura y el alargado cilindro de

aluminio estaba abierto y lleno a rebosar, como siempre. Las cartas se habían

ido acumulando durante semanas y allí encontraría su botín. Introdujo la mano

por la obertura con avidez y recogió el grueso de la correspondencia. Lo examinó

rápidamente, descartando la publicidad y las facturas que dejaba de nuevo en

su sitio, y centrándose en las interesantes. Revisó a toda velocidad los

remitentes y los sellos pero no encontró nada. Decepcionado, devolvió las cartas

al buzón y prosiguió su camino. Intentó animarse a sí mismo, no siempre se

encontraba correspondencia en la primera casa. Lutero siguió su particular

peregrinaje por el pueblo, algunos hogares tenían el buzón vacío y supuso que

esos vecinos se habrían dado de baja finalmente de los servicios. Les costaría

venderlas, nadie quería vivir allí. Salvo él.

En la sexta casa encontró al fin lo que buscaba. Aplastada bajo un montón

de publicidad estúpida estaba la carta blanca sin sello y cuyo único remitente

eran sus iniciales: L.A. El hombre sonrió ufano bajo la bufanda y emprendió el

camino de regreso a casa. El frío empezaba a arreciar y ya había conseguido

una buena captura. Mañana ya sería otro día.

14
Cerró la puerta de entrada a cal y canto, se preparó una cena rápida con

una sopa de sobre a la que añadió unos picatostes para comer algo sólido y se

sentó en su butaca favorita para leer cómodamente. Acercó el sobre a la nariz y

la olfateó con deleite, todavía olía a esa mezcla de lejía y medicamentos que

solía impregnar sus dedos cuando trabajaba como celador en el hospital de la

ciudad. Había perdido la cuenta de las cartas que había escrito todas aquellas

frenéticas noches en las que las paredes del diminuto apartamento le aplastaban

y le robaban el oxígeno. La única forma que tenía de no perder la cabeza era

atiborrarse con las pastillas que le vendía de estraperlo el doctor Ximenez y

escribir aquellas cartas. Muchas de ellas no llegaron a su destino pero era

normal, era capaz de pasarse la madrugada escribiendo párrafos sin sentido.

Misteriosamente, sólo las que tenían algo de sentido llegaban al pueblo. Esas

epístolas que se enviaba a sí mismo eran lo único que le daba algo de esperanza

en su vida.

“La no existencia continúa presente en su vida y el teatro está vacío, has

de tomar el papel de protagonista en esta fútil existencia antes de que la

oscuridad lo engulla todo.

No levantes el telón

Recuérdalo, no lo levantes”

Lutero no se acordaba de haber escrito aquella misiva pero no le importó,

apenas recordaba aquella época de su vida. Eran tiempos oscuros pero la

nostalgia los teñía de una cálida alegría indefinible.

Releyó la carta varias veces, impregnándose de la sabiduría de sus

palabras, sintiéndose reconfortado en la oscuridad. Antes de que el sueño le

15
venciera, fue a su habitación la guardó en una carpeta azul junto al resto de sus

hermanas. Se puso el pijama y se metió en la cama sin reflexionar demasiado

sobre el significado de las palabras. En el fondo sabía que eran desvaríos de

loco pero aquellos delirios no le asaltaban desde que se cambió la medicación.

Ya era un ser humano que podía funcionar en sociedad, tan sólo tenía sus

pequeños caprichos. Y uno de ellos era dejarse llevar por las tinieblas de su

atribulado pasado.

El día siguiente amaneció tormentoso y Lutero decidió saltarse el

desayuno. Conocía de primera mano el clima de aquellas tierras y sabía que si

llovía por la mañana no pararía en todo el día. Se vistió a toda prisa y se puso

un chubasquero agujereado por encima de la ropa, odiaba llevar paraguas y

tener las manos ocupadas mientras caminaba. Nunca sabía que se podía

encontrar por el pueblo.

Dado que el cartero sólo pasaba una vez por semana(o cada quince días

según la climatología), el hombre sabía que sería una pérdida de tiempo revisar

los buzones del día anterior. Prosiguió su búsqueda desde la casa anterior

mientras las nubes pasaban de un color azul cobalto a un negro tenebroso y las

primeras gotas de lluvia le golpearon en el hombro. Aceleró el paso mientras la

gravilla de la calzada se le incrustaba en los zapatos y el viento le arrebataba la

capucha del chubasquero. Las siguientes viviendas tenían los buzones

atestados pero todas sus cartas eran antiguas. Un picor en la base de la nuca

empezó a clavar sus afilados dientes con saña y el desasosiego se instaló en su

estómago. No podían haberse terminado las cartas, se aseguró de enviarse

tantas que el suministro le duraría años y además, los vecinos no las tirarían.

Todo el mundo le conocía, respetaban su labor. Nadie se atrevería a

16
arrebatárselas pero ¿Y si había un nuevo residente? Cerró los puños con rabia

y chapoteó sobre el suelo mojado como un niño mimado al que no le dejaran

comerse el postre antes de la cena. Prosiguió su camino, mirando con odio las

viejas casas deshabitadas y cerradas a cal y canto y pensando en si algún

imbécil le habría robado sus preciadas cartas. El terreno del pueblo se terminaba

y pronto empezaría la carretera, un sendero abandonado por el que no transitaba

casi ningún coche. Lutero pensó en que hacía tiempo que no veía ningún

vehículo por la zona pero no le dio mayor importancia, el frío helador solía

espantar a la mayoría de las personas. Anduvo por la última avenida, apenas

una callejuela salpicada de casitas cuyas paredes eran estranguladas por la

hiedra, y examinó sus buzones con precisión matemática pero no encontró nada.

Sólo las mismas y odiosas circulares reclamando dinero y toda clase de

publicidad y chusma gubernamental que no le importaban lo más mínimo.

Furioso consigo mismo y con el invisible ladró, decidió volver a casa y repasar

todas las cartas que había ido atesorando. Era posible que el cartero se estuviera

retrasando más de lo habitual y por eso Lutero sólo “pescaba” una vez al día

para darle margen de acción. No era del todo imposible que se hubieran

acabado, al fin y al cabo no recordaba completamente su época como celador.

Solía escribir cartas como un poseso pero podría ser que algunas no hubieran

cruzado el umbral de su antiguo piso. Puede que incluso hubiera destrozado

algunas de ellas antes de enviarlas.

La tormenta le envolvió con rabia mientras su ánimo se ensombrecía

todavía más y llegó empapado y deprimido a su hogar. Quizás debería marchar

del pueblo y buscar en su antiguo piso pero no sabía si sería bien recibido. Su

compañero de piso y él no se llevaban bien y llegaron a las manos varias veces.

17
En su última conversación le dejó vomitando sangre en el váter, con los ojos

hundidos y lanzándole miradas acusadoras. Lutero ni le miró, simplemente se

marchó con su saco de cartas, dispuesto a prepararse un futuro de solaz y

tranquilidad. Sabía que las palabras escritas en sus misivas provocarían horror

y angustia en otras personas pero él era distinto a los demás. Los médicos

siempre se lo dijeron, por eso le querían tanto en el hospital.

Estaba deseando darse un baño caliente pero un acto reflejo le hizo fijarse

en su buzón antes de abrir la puerta de entrada. Extrañamente, había una carta

nueva en él. ¿Se le habría pasado antes por alto? Era altamente improbable y el

cartero no habría pasado por allí con semejante temporal. Miró a ambos lados

de la carretera antes de introducir la mano en el buzón y cerró los ojos,

anticipando que una alimaña le mordiera los dedos pero no sucedió nada. El

sobre no tenía remitente pero sí destinario: L.A.

–¿Qué puñetas es eso? –dijo en voz alta.

Rompió el envoltorio a toda prisa, molesto, asustado y esperanzado a la

vez. Él jamás escribió ninguna carta en la que su nombre fuera el destinatario,

siempre el remitente, pero bien podía equivocarse. No era perfecto. En la locura

había método pero tantas pastillas le abotargaban el cerebro y diluían su

memoria.

“Necesitamos ayuda, Lutero. Mi hija y yo nos estamos muriendo,

necesitamos que nos lleve a la ciudad. Por favor.

Cecilia Sorolla”

18
Lutero levantó la vista, esperando encontrar una silueta furtiva en la

oscuridad pero no había nadie. Hizo una bola con el papel, se lo guardó en el

bolsillo del pantalón y entró en casa con las rodillas temblando. ¿Alguien le

estaba gastando una broma? Se conocía todas las casas de pe a pa, no quedaba

nadie allí. Lo sabía. Lo sentía. ¿Y si esa carta llevaba meses allí y él la había

estado olvidando inconscientemente para así tener un simulacro de contacto

humano? No, imposible. Era muy meticuloso. Se fijó en la escritura, una letra

retorcida, casi ilegible, como si la persona fuera muy anciana o sufriera de

Parkinson. Tuvo que adivinar parte de las letras por el contexto pero el mensaje

era claro.

Esa noche durmió poco. La preocupación y los nervios le royeron el cerebro

pero no se atrevió a tomar ningún somnífero. Necesitaba tener la mente alerta

por si alguien dejaba otra sorpresa en su buzón cuando estaba fuera. Sus ojos

le engañaron con sombras que danzaban a través de la ventana de su habitación

pero cuando se levantó comprobó que tan sólo se trataba del juego de la luna y

la lluvia. No fue una noche agradable, sintió frío pese a todas las mantas que le

arropaban y, por primera vez en mucho tiempo, sintió peligrar su amada soledad.

Al día siguiente tomó un frugal desayuno y releyó algunas de sus queridos

escritos pero sus palabras sonaban huecas y sin sentido. Sabía que cualquiera

que leyera sus cartas le tomaría por un demente que escribía lo primero que se

le venía a la cabeza pero todo tenía un porqué. Lutero lo había olvidado hacía

tiempo pero eso no le importaba, él se sentía reconfortado por la sabiduría que

se colaba entre las grietas de su antiguo yo. Pero esa mañana nada le calmaba

y salió de casa dejándose el plato de gachas a medio comer. Hacía frío pero ya

no llovía ni se vislumbraba ninguna tormenta en el horizonte. El cartero no

19
pasaría hasta dentro de una semana, si tenía suerte, así que era el día perfecto

para conocer a la vecina que se había atrevido a romper la quietud de su rutina.

Durante la noche hizo memoria y logró recordar quien era la tal Cecilia Sorolla

pero era imposible que ella hubiera escrito aquella carta. La mujer era una

enferma terminal del hospital y, aunque seguía con vida cuando Lutero se

marchó, no le quedaba mucho tiempo. ¿Se habría ido a vivir al pueblo para

disfrutar de sus últimos días en paz? El hombre tenía algunas lagunas de

memoria pero sabía perfectamente que él era el último habitante. Aun así, se

abrigó bien y decidió investigar. Era temprano, el sol estaba en lo alto y ni un

solo pájaro se atrevía a cantar para no interrumpir el flujo de sus pensamientos.

Lutero llegó hasta la primera casa del vecindario y se acercó hasta el buzón

con una intención muy diferente a la habitual. Esa vez no iba en busca de

mensajes alentadores sino de información. Echó un vistazo al nombre del

destinatario en la propaganda y en las cartas bancarias y vio que era un hombre:

Juan Morata. No, ese nombre no le decía nada pero evidentemente no era

Cecilia Sorolla. Sí le causó sorpresa que una de las cartas no fuera a su nombre

sino a “Hogar de contingencia nº2”. Lutero se encogió de hombros y no le dio

mayor importancia.

En la siguiente vivienda, la persona receptora era un matrimonio pero el

nombre de la mujer no era Cecilia ni tampoco el apellido era Sorolla.

Curiosamente, el mayor grueso de la correspondencia iba dirigido a un

misterioso “Hogar de contingencia nº2” y el hombre tragó saliva. Esas palabras

no le decían nada pero era muy posible que su mente estuviera realizando un

bloqueo consciente de ciertos recuerdos. Esa mañana no se había tomado la

medicación y la vista se le empezaba a nublar. Quizás lo mejor sería volver a

20
casa y olvidarse de ese asunto pero la curiosidad y la intranquilidad eran más

fuertes. Una intrusa se había colado en su vida y se había atrevido a hacer

desmoronar los cimientos de su reclusión. Su estómago se rebelaba contra su

propio cuerpo y se negaba a aceptar alimentos hasta que resolviera el misterio.

Y a ello se dedicó. Examinó cada buzón con tranquilidad, en ninguno encontró a

Cecilia Sorolla, pero sí aumentaban paulatinamente las cartas dirigidas a “Hogar

de contingencia”. La última iba dirigida a “Hogar de contingencia nº12”.

Tan sólo quedaba una casa, la última del pueblo. Sería la decimotercera,

el número de la mala suerte. Lutero sonrió sin humor mientras se aproximaba a

aquella casa de piedra que parecía emanar frío por sí misma. Las ventanas

estaban tapiadas por fuera y la puerta rechinaba como un muelle oxidado al

soplar el viento pero el buzón estaba lleno. Y podía investigar. Efectivamente,

allí había varias cartas dedicadas a “Hogar de contingencia nº13” pero ninguna

enviada a la atención de ninguna persona. Metió la mano hasta el fondo del

recipiente de aluminio y sus dedos rozaron algo delicado, una pieza de ropa.

Puede que un pañuelo o algo parecido. Tiró el resto de cartas al suelo e introdujo

medio brazo hasta el interior del buzón. Allí, entre el dedo pulgar y el índice notó

algo. Un tacto sedoso y agradable pero al intentar tirar de la prenda su brazo

quedó atascado. El hombre no desistió y fue más proactivo aún: dio una patada

al palo que sostenía el buzón y éste quebró con facilidad, rompiéndose y

esparciendo su interior. Allí había un pañuelo rosa, algo ajado pero de buena

factura, que tenía escrito un nombre cosido: Emilia Vázquez Sorolla.

–La niña–dijo en voz baja.

21
Su voz estaba casi quebrada, poco acostumbrado a hablar. Un dolor de

cabeza empezó a anidar en su cabeza pero también empezó a recordar.

El nombre de Emilia le era conocido y visualizó una niña sonriente con

coletas y un vestido verde que visitaba a su madre cada día. Era una chiquilla

muy agradable pero ella también cayó enferma y dejó de verla. ¿Era contagioso

lo que tenían en la ciudad y por eso las enviaron al pueblo? Su memoria estaba

llena de fragmentos, recuerdos de incesantes pruebas médicas tanto a pacientes

como a personal y mucha gente siendo trasladada. O eso decían.

La puerta volvió a rechinar, empujada por la fuerza del viento. Le invitaba a

entrar y saciar su curiosidad para poder volver a dormir tranquilo pero ¿Podría

hacerlo realmente? Quizás una dosis doble de la medicación le ayudaría a

consolarse y no necesitaría saber más. En esa casa había algo que no quería

ver, que se negaba a descubrir pero sus pies le traicionaron y le llevaron hasta

la entrada. Alargó la mano y abrió la puerta de un fuerte empujón mientras

cerraba los ojos a la vez. Pero no había nadie esperándole al otro lado y se

atrevió a mirar por primera vez. La vivienda era idéntica a la suya, la única

diferencia era el polvo presente y un hedor a muerte y enfermedad que lo

impregnaba todo. Lutero era afortunado en ese sentido, cuando era pequeño se

cayó por las escaleras y el golpe le hizo perder el noventa por ciento del olfato,

lo cual le fue muy útil para cuando empezó a trabajar de celador.

El hombre se internó por la casa, que le resultaba familiar al ser tan similar

a la suya, y se detuvo frente a una puerta cerrada que daba al dormitorio. De allí

provenían unos ruidos muy débiles, como de ratoncitos royendo la madera, y el

hombre sintió la tentación de no seguir adelante. Sería todo tan sencillo y

22
satisfactorio si se marchaba en ese momento diciéndose que lo había intentado

todo. No, sabía que esa puerta cerrada le atormentaría y acabaría regresando.

No podía postergarlo, necesitaba saber quién había escrito la carta y porqué. Y

en cuanto lo averiguara, triplicaría la dosis de las pastillas.

Agarró el pomo con cuidado y el hedor a putrefacción le golpeó el rostro

pero no fue eso lo que le hizo retroceder. Para él, no era más que una leve peste

como un cubo de la basura en mal estado. Pero la visión de aquella habitación

le provocaría pesadillas durante años. Había levantado el telón, desobedeciendo

la petición de su propio mensaje, y sintió como los recuerdos volvían a él como

puñetazos de realidad.

Los restos del cadáver de Cecilia Sorolla estaban siendo devorados por

una niña de unos diez años, cuyo cuello y pies estaban rodeados por unas

argollas unidas a una cadena que a su vez estaba enganchada a un armario. La

pequeña devoraba con fruición el cuerpo de su madre, chupando los huesos

como una gourmet mientras sus dientes afilados rascaban hasta el último

resquicio de piel. Los ojos completamente amarillos de la niña así como la espina

dorsal que sobresalía como un arco eran síntomas de la fase final de la

enfermedad que había azotado el mundo en los últimos años. La chiquilla no se

había percatado de su presencia y Lutero salió lentamente de la habitación

mientras se llevaba una mano a la boca para impedir las náuseas. Cerró la puerta

y se marchó del “Hogar de contingencia nº13” mientras corría a toda prisa hasta

su casa.

Se golpeó las sienes para borrar esa imagen de su mente y de todos los

recuerdos que volvían como emisiones especiales de los telediarios. La cepa de

23
la denominada “Rabia draconiana” encontrada en China, los primeros infectados,

el avión estrellado en Singapur. Luego los tumultos en Rusia, los casos

silenciados en Estados Unidos, las carreras para una vacuna que no existía. La

única esperanza era la inmunidad de algunos individuos cuya predisposición

genética les salvaba del horror (si no eran asesinados por familiares o amigos).

Curiosamente, ciertos estudios revelaron que tres cuartas partes de los

inmunizados alrededor del mundo sufrían algún tipo de enfermedad mental. Y

cuanto más grave era esta, mayor era su resistencia al virus. Cuanto más loco,

más a salvo. Por ello, Lutero fue trasladado de la unidad de psiquiatría a la de

pediatría. De enfermo a celador. Esquizofrénico paranoide era el diagnóstico.

Inmune a la “Rabia draconiana” fue su nuevo título. Él podía ayudar a las familias

pero su mente no podía hacer malabarismos con los demonios de su mente y

los reales. El mundo estaba lleno de monstruos y necesitaba enviarse cartas que

le avisaran de un mundo mejor en el que él siempre estaría a salvo.

Él creía que estaba dispuesto a vivir en soledad el resto de sus días pero

se engañaba a sí mismo. Cecilia Sorolla no podría haber escrito jamás esa carta

y mucho menos depositarla en su buzón sin que él se hubiera enterado. Llevaba

meses muerta.

Pero Lutero no era torpe, podía escribir con la mano izquierda aun siendo

diestro e intentar engañarse a sí mismo. Hacerse creer que alguien jugaba con

él y así obligarse a confrontar la verdad. Había jugado sucio consigo mismo pero

no iba a tolerar ninguna transgresión más. Esa niña infectada no era su

responsabilidad, ni aunque fueran los dos últimos habitantes del planeta. No lo

haría. Tan sólo necesitaba una dosis más fuerte de su medicación que le ayudara

a olvidarse de todo. A no ser que en su propia astucia hubiera prevenido tal

24
acontecimiento y hubiera tirado las pastillas por el váter. Si fuera así, ningún

mensaje del pasado lograría volver a consolarle.

Un autor enamorado de la lectura, cuyo gusanillo de la escritura le picó al descubrir


a Stephen King con dieciséis años. Desde entonces, el terror y la ciencia ficción
han sido sus pasiones a la hora de plasmar sus historias.

Técnico en Gestión Administrativa como profesión más allá de las letras,


actualmente reside en Mataró.

“Relatos de lo oscuro” -Autopublicado Amazon

Poseídos” -Autopublicado Amazon

“Sonrisa de madera”-Autopublicado Amazon

"La llamada de la luna"-Wave Books


Armando Boix

Esta ilustración fue realizada por un paciente mentalmente perturbado, de Pilgrim Psychiatric Center

en Long Island (Nueva York)

Habían escogido mala fecha para la visita. Desde la madrugada, una fuerte

tormenta azotaba el litoral inundando estaciones de metro, arrastrando vehículos

aparcados en torrentes y cortando algunas carreteras. Aunque a media mañana fue

atenuándose y se abrió una herida entre las nubes de tono plomizo, por donde

algunos rayos de sol se atrevieron a escurrirse como lanzas clavadas en el costado,

aún persistía una llovizna suave que volvía incómoda la conducción. Roger tuvo

26
que desviarse varias veces para esquivar incidencias y empleó más de dos horas

en su trayecto desde Barcelona hasta la clínica psiquiátrica en el macizo del Garraf.

Alerta, el guarda abrió la verja de entrada en cuanto leyó la matrícula. Roger

solo necesitó frenar un poco, sin llegar a detenerse. Mientras se acercaba al

complejo con una marcha corta, pudo observar la construcción de fachada ocre y

cubiertas de teja, con una puerta principal elevada a donde se accedía por dos

escaleras gemelas. Finca de veraneo en las décadas iniciales del siglo pasado, la

muerte de sus propietarios durante la guerra la depositó en manos de la Diputación,

primero, y después de la Consejería de Salud. El edificio estaba rodeado por unos

amplios jardines que dividía una avenida de grava hasta las mismas escalinatas;

otros senderos se entreveraban entre parterres de césped y estanques

ornamentales con apenas un palmo de agua. Los cipreses conferían al lugar una

digna serenidad y los muretes de setos, tejiendo un amable laberinto, contribuían a

su aspecto de acogedora villa italiana.

«No parece lugar para citarse con el horror», pensó Roger mientras trazaba

una curva de aparcamiento.

27
Apenas empezada su carrera literaria, Roger descubrió su talento natural

para advertir de inmediato hacia dónde se dirigía el interés de los lectores y qué

temas resultarían exitosos en un breve espacio de tiempo. Se imaginaba un surfista

que cabalgaba la ola de la moda en su momento álgido; aunque sabía descender

suave a la espera de la siguiente, antes de que rompiera. Aquella habilidad le habría

convertido en un excelente editor o agente; no necesariamente en un buen escritor.

Artesano competente, sí; autor de éxito, también. No un creador que dejara

memoria en las generaciones venideras.

Antes de que los zombis se apoderaran de todo tipo de mescolanzas, su

trilogía El imperio de los muertos se aupó a la categoría de best seller traducido a

cuatro idiomas; su romántica Sangre inmortal, en el compás de espera entre Anne

Rice y Stephenie Meyer, incluso había logrado el reconocimiento de una adaptación

cinematográfica. Roger estaba agradecido a su suerte; de todos modos, aquello no

le colmaba. En su juventud había abrazado otros sueños, a la caza de un absoluto

siempre escurridizo. Disfrutaba escribiendo historias fantásticas, le complacía el

aplauso de su público. Sin embargo, se apoyaba en una tramoya convencional, en

estereotipos genéricos que apenas deparaban sorpresas: fantasmas y vampiros, la

fácil repulsión ante la carne muerta, la prevención animal hacia las amenazas

ocultas en la oscuridad… Habría preferido hacer algo nuevo, pulsar las fibras más

delicadas y sensibles, lejos de los recursos cómodos de la escenografía gótica, a

pleno sol, a la manera de Machen o Blackwood en sus mejores relatos. Algo que

despertara fascinación y escalofrío a la vez, como la mirada hipnótica de la serpiente

apunto de devorar al ratón, como el horror sacro ante una manifestación que

sobrepasa y quiebra el orden natural.

28
Para eso se precisaba más que talento y oficio. Necesitaba genio. Y sabía lo

suficiente sobre el arte de escribir para reconocer que carecía de él. Tal vez le

redimía su misma insatisfacción, pues el conocimiento de sus lagunas, la convicción

de que existían otras fronteras todavía lejanas, le impedían arrellanarse en la

gratificación de un éxito comercial. No estaba todo perdido. Se exigía despojarse de

los trucos aprendidos y de los lugares comunes. Romper los mapas. Explorar

nuevos caminos, pese a la incomodidad y el riesgo. Quería justificarse con una gran

novela y hacer poesía de esa sublime fuerza movilizadora que es el miedo. ¿Pero

dónde encontrar el terror absoluto y desnudo? ¿Dónde localizaría la arcilla

necesaria para modelar su obra? No en cementerios o cámaras de tortura. No en

lóbregos castillos. Los mayores terrores procedían de nuestro interior, había dicho

Poe.

Recordó al doctor Siurana, médico psiquiatra, quien le asesoró en

tecnicismos sobre enfermedades mentales mientras componía Sangre inmortal. En

una de aquellas conversaciones, el doctor Siurana había comentado que no hay

enfermedad, por lacerante, que genere mayor sufrimiento en un paciente que la

demencia, hasta el punto de volver cualquier tratamiento inútil. Solo quedaba

procurar la inconsciencia mediante la sedación para evitar aquella agonía. Nada es

más aterrador que descubrir cómo la realidad se funde y difumina, cómo no existe

siquiera certeza sobre la propia personalidad, el último bastión al que puede

aferrarse una mente analítica.

Podría ayudarle, pensó Roger. El doctor Siurana dirigía una clínica y estaba

en su mano presentarle casos interesantes que le brindaran inspiración. Una

imaginación convencional solo encontrará soluciones comunes a los problemas: es

necesaria la mirada del extraño para captar los sesgos inusuales, la singularidad, la

29
aberrante deformación; los cilios detectores y las espinas retentivas en la aparente

inocencia de la planta carnívora. Entrevistarse con enfermos que perciben el mundo

de un modo impropio y extravagante le proporcionaría a Roger, sin duda, temas que

nunca se le ocurrirían por sí mismo. El genio y la locura son dos funambulistas que

se balancean por un mismo cable.

El doctor Siurana bajó al encuentro del escritor en cuanto le avisaron de su

llegada. Descubrió en Roger un gesto confuso al observar su entorno. Esperaba un

lugar mucho más sucio y gélido, ofuscado por sombras, sonando gritos y lamentos

en la lejanía. En realidad la clínica era tibia y luminosa, con las paredes pintadas en

colores pastel y un zócalo de cerámica azul y blanca. El vestíbulo rebosaba

maceteros con pilistras y drácenas, y una mujer en bata azul, sin duda paciente bajo

la vigilancia de una enfermera, regaba las plantas mientras les hablaba como lo

habría hecho a un niño.

—Es la señora Álvarez —explicó Siurana, interpretando la mirada de su

invitado—. Todos esperamos que pronto pueda reunirse con su familia; no hay

mejor tratamiento.

El doctor Siurana era un hombre rechoncho, calvo por completo, de

expresión plácida y manos suaves y pequeñas, casi femeninas. En su cercanía se

percibía un blando olor a colonia cara. Dirigió a Roger por un pasillo donde se

revelaban accesos a las oficinas de administración y que terminaba en su despacho.

Abrió la puerta y se hizo a un lado para dejarle pasar.

Nada de retratos de Freud y test de Rorschach en las paredes de aquella

habitación. El despacho lo mantenía amueblado en consonancia con la edad del

30
edificio: una lámpara Tiffany de imitación colgada del techo, un biombo de

marquetería ocultaba una vitrina con instrumentos de diagnosis, estatuillas Art Déco

en bronce y marfil ocupaban las estanterías, entre libros encuadernados en cuero.

El doctor Siurana se sentó tras una mesa escritorio que, si no era de Van de Velde,

se parecía mucho a sus diseños. Papeles, carpetas y revistas científicas se

amontonaban sobre ella en diversas pilas.

—Jamás encontraré el modo de pagarte el tiempo que me dedicas.

—¿Y lo que presumo después, cuando mi nombre aparece en las páginas

de agradecimientos? —A un gesto del doctor, Roger ocupó su lugar en una

butaca—. Querías conocer un caso extremo de demencia, alguien a quien sus

terrores imaginados le hicieran casi insoportable la existencia. ¿No es así?

—Creo que ilustraría muy bien la figura de… De alguien prisionero en su

propio infierno.

—Tengo a tu hombre: Francisco Linares Mena. Veinticinco años, con

formación superior y criado en un ambiente sociocultural elevado; sin antecedentes

de enfermedades mentales en la familia.

—¿Puede la locura ser hereditaria?

—¿Locura? —bromeó Siurana—. No encontrarás muchos psiquiatras que

acepten tal palabra; pero sí, qué duda cabe, en esa clase de desórdenes hay con

frecuencia un factor genético. No es el caso de Francisco. Nada predecía lo que

acabaría ocurriéndole. Y, después, durante la exploración para su historial clínico,

se le practicaron escáneres cerebrales sin detectar ninguna anomalía patógena.

—Un misterio atractivo, si no fuera tan trágico.

31
El doctor Siurana no le mostró el contenido del expediente médico, sobre la

mesa; eso habría vulnerado la confidencialidad debida. Puesto que Roger había

disfrazado su visita con la escusa de un artículo sobre el estigma social de las

enfermedades mentales, el doctor Siurana se permitió extenderse en algunos

detalles, a modo de confidencia entre colegas. No dejaba de halagarle que un

escritor de éxito requiriera su ayuda.

—Los primeros síntomas de desajustes ocurrieron durante su adolescencia,

con episodios de sonambulismo y terrores nocturnos. Desaparecieron por sí

mismos al poco tiempo, por eso no se les concedió importancia. A la inusual edad

de veintitrés años regresaron con más virulencia y duración, volviéndose

incontrolable. Necesitaría el ingreso cuando, una noche, sus padres tuvieron que

detenerle por la fuerza: se encaramaba a una ventana, dispuesto a arrojarse por

ella. Se le ha diagnosticado neurosis obsesiva paranoide, con cuadros

psicopatológicos que implican alucinaciones y delirios de persecución. Su

padecimiento es extremo, y viviría en un estado de miedo irrefrenable si no se le

tratara farmacológicamente.

—No me servirá de nada si no puedo comunicarme de forma fluida. ¿Tiene

una conversación coherente?

—Totalmente lógica, dentro de su delirio. Podrías llegar a dudar, incluso, de

nuestro diagnóstico si solo permaneces un rato con él. No sufre trastornos en el

lenguaje, de disgregación o de fuga de ideas. Su conducta motora se manifiesta

normal y, estando despierto, es muy raro que padezca de sensopercepción

alterada. Solo en los tránsitos entre el sueño y la vigilia aparecen las crisis.

32
—Veo que has hecho una elección perfecta. Te agradezco tantas molestias,

de veras.

El doctor Siurana hizo un gesto de indiferencia con las manos, apartando de

su persona todo reconocimiento. Se volvió para mirar por la ventana, a sus

espaldas.

—Parece que ha parado de llover; habrán llevado los pacientes un rato al

jardín. Si están todo el día entre cuatro paredes se ponen nerviosos e irritables.

¿Bajamos y te presento a Francisco?

—Estoy deseándolo. ¿Entraña algún peligro?

—En absoluto. Los brotes violentos los dirige contra su propia vida, y ahora

esos impulsos han desaparecido, gracias a los sedantes. ¿Te preocupa? Entiendo

que hablar con una persona perturbada puede resultar inquietante para quien no

está acostumbrado.

—He hecho unos cuantos kilómetros con ese objetivo; no voy a retroceder

ahora. ¿Algún consejo? —preguntó Roger al abandonar su asiento.

—No señales sus contradicciones. Aprueba su testimonio, por extraño que

parezca; aunque evita mostrarte condescendiente. Estar enfermo no implica ser

tonto. De hecho, aseguraría que Francisco tiene una inteligencia superior a la

media. Encontrarás sus delirios muy atractivos…

33
En el jardín, los enfermos se habían repartido por los diversos bancos de

piedra o paseaban entre los setos y parterres, la mayoría solos, unos pocos

escoltados por enfermeros; casi ninguno interactuaba con sus compañeros. Roger

y el doctor Siurana se dirigieron hacia uno de ellos, sentado, con las manos

entrelazadas sobre las rodillas. Todavía era joven; pero la fatiga había envejecido

sus facciones y la expresión de sus ojos glaucos. El cabello, pajizo y delicado,

empezaba a ralear prematuramente.

—Hola, Paco. Este es Roger, y está escribiendo un libro. A ti te gusta hablar

sobre lo que te pasa, ¿verdad? ¿Te gustaría que Roger escribiera sobre tu caso?

Ayudará a que la gente te entienda.

Francisco miró a Roger e intentó una sonrisa pronto fracasada.

—A mí me gustan los libros.

—Lo sé, Paco. Y ahora que estás mucho mejor pronto te dejaremos ir a la

biblioteca. ¿Qué me dices? ¿Puede Roger entrevistarte?

Hundió la cabeza entre los hombros y asintió. Su vista volvió a fijarse en el

suelo, atraída como la aguja de una brújula por el imán. Roger se acomodó a su

lado sobre el banco y notó que todavía seguía húmedo. El frío traspasó la tela de

los pantalones.

—Hola —se presentó el escritor—. ¿Cómo prefieres que te llame, Paco o

Francisco?

—Paco está bien. Todos me llaman Paco.

34
—Yo os dejo —Siurana interrumpió el acercamiento—. Tenéis media hora;

luego nuestro amigo debe comer y hacer la siesta. ¿Cuando acabéis puedes

acompañarle dentro y pasar por mi despacho, Roger?

—Por supuesto.

El doctor se alejó.

—¿Te tratan bien aquí, Paco? —preguntó Roger.

—Es mala la comida; pero tampoco tengo mucho apetito. Las habitaciones

son cómodas. Me aburro un poco.

—¿No recibes visitas?

—Mis padres sí vienen, claro. Más al principio, estando peor; ahora, como

los médicos aseguran que respondo bien al tratamiento, no están tan preocupados

y solo los veo los fines de semana. Es normal.

Hablaba con alguna lentitud, examinado cada palabra antes de pronunciarla.

Aunque no le enojaba la presencia de Roger, su atención parecía más centrada en

el suelo, donde las hormigas trabajaban en la entrada de su cubil en un intento por

reparar los destrozos del aguacero. Algunas se paseaban por la puntera de sus

zapatillas sin que hiciera ningún esfuerzo por desalojarlas.

—Insignificantes —dijo, vigilante a la móvil legión de motas negras—.

Insignificantes.

Roger se agachó y las sacudió de un manotazo. Paco no se lo agradeció, ni

apartó la mirada de aquel punto fijo.

—Ya está.

35
—¿Qué habrán pensado?

—¿Cómo?

—¿Que habrán entendido de lo ocurrido, al volar por los aires? ¿Qué

justificación encontrarán a esa fuerza que las arrebata y aplasta?

—No creo que las hormigas se planteen esas cuestiones. Se regirán por

instintos mecánicos, imagino.

—Buscar comida y cobijo. Huir del daño. Defender a su reina. Procurar la

reproducción…

—Así es. Sin preguntas.

—Tampoco nosotros las hacemos. O las formulamos de manera

equivocada.

—No estoy seguro. Los hombres somos curiosos y hemos encontrado

respuesta a muchos problemas.

—Como el simio que usa un palo para llevarse las hormigas a la boca. —Se

dobló y puso un dedo sobre el suelo, hasta que uno de los insectos se subió a la

uña. Lo elevó a la altura de sus ojos, lo observó con atención—. ¿Pero qué sabe el

mono de cuanto aguarda fuera de la selva? ¿Sabrá por qué el sol se oculta cada

noche y cae agua del cielo? ¿Contemplará la perspectiva de caminar sobre la Luna?

No puede interrogarse sobre todo aquello que escapa a su alcance inmediato. No

podemos nosotros formularnos preguntas sobre lo que ni siquiera conocemos.

—¿Son esas cosas invisibles las que te preocupan? —Roger se sintió

interesado. Ahí había un filón para explotar.

36
—Mientras tomo mis medicinas, no me pregunto si el mundo parece real. Es

como la proyección de una película en la pantalla. Encontramos la historia

interesante, hasta el punto de olvidar que solo es luz coloreada. Y no hay nada

tangible ahí. Si la proyección se interrumpe o la lente se desenfoca, salimos de

nuestra ensoñación y recordamos dónde estamos de verdad. Sin mis medicinas, el

espejismo se desvanece.

—Lo dices como si las medicinas fueran malas. Están hechas para ayudarte.

—¿Me guardará un secreto? ¿No le contará nada al doctor Siurana?

—Claro —respondió Roger, sin prometerse fidelidad a su palabra.

Paco metió la mano en un bolsillo de la bata y sacó un puñado de pastillas.

—Hace días que no las tomo. Las guardo bajo la lengua cuando me las dan

con el vaso de zumo y, al volverse de espaldas, las escupo.

—No deberías hacerlo, Paco.

—Es un experimento —aseguró con los labios fruncidos.

—¿Qué quieres probar?

—Quiero averiguar si mis recuerdos me engañan, si me he dejado convencer

por una simple pesadilla. Quiero saber si el mundo sigue ahí fuera al dejar de

hacerme efecto estas drogas.

—Te sentirás mal. Proporcionan sustancias que faltan en la química de tu

cerebro. No es una invasión, es la solución a una carencia.

37
—¿Y si no es una carencia? ¿Y si nuestro cuerpo fabrica la alucinación de

la vigilia, como fabrica sueños mientras estamos dormidos? Quizá es necesario

para nuestra supervivencia, para que no nos desmoronemos víctimas del horror. Lo

acepto. Eso no quiere decir que nuestro cuerpo no se conjure para mantenernos

engañados.

Francisco había ido animándose. Aquel tema parecía capaz de arrancarle

del sopor y así hilar algo más que unos pocas frases coherentes.

—¿Qué podría aguardarnos ahí fuera, si no es real lo que revelan nuestros

sentidos?

—Sufrí mi primera crisis. Fue como si me situara fuera del cuerpo y pudiera

contemplarlo todo desde la distancia, tanto lo infinitamente pequeño como lo

gigantesco a escala cósmica. Pero seguía siendo yo, continuaba sintiendo el

redoble de mi corazón, la respiración fatigada, el frío sudor en mi frente. Nadie que

no haya sufrido una angustia semejante podría entenderla, y me faltan palabras

para explicarme. Era… Era como cuando estás muy mareado, en ese segundo

antes de vomitar y de querer morirte, eternizado. Como si tus entrañas se agolparan

a la garganta atorándola, como si te arrancaran los sesos y los globos oculares y

los arrojaran al vacío, y tú continuaras consciente mientras caes dando vueltas en

la oscuridad…

Su rostro se contrajo en un tic nervioso que le hacía guiñar los ojos una y

otra vez. ¿No había asegurado el doctor Siurana que Francisco no sufría de

alteraciones motoras? A Roger le preocupó haberse excedido en el interrogatorio.

—¿Quieres dejarlo? Tal vez te estoy fatigando.

38
—No. Me encuentro bien… Prefiero continuar y que me comprenda en la

medida de lo posible. Los médicos dicen que fue un terror nocturno, una pesadilla

que sigue viva en un estado intermedio entre el sueño y el despertar, despojándote

de control sobre tu cuerpo. Para mí tenía una realidad absoluta. Veía que éramos

motas de polvo indistinguibles sobre una esfera mezclada entre otras muchas, en

aparente desorden. Unas inteligencias que no lograba comprender ni abarcar, de

las que únicamente suponía sus actos, jugaban con aquellas esferas como en un

caprichoso billar. Supe que no estábamos solos. Comprenderse insignificante, bajo

la bota de algo tan poderoso e inmenso que excede cualquier medición, es un

mazazo imposible de resistir. El concepto de Dios le encajaría y, sin embargo,

tampoco sirve: nos hemos acostumbrado a dotarlo de rasgos humanos y de una

intención moral para poderlo aceptar. Pero no fue ningún tipo de revelación

religiosa, porque a Ellos no les importábamos. No más que a usted el ácaro que

ahora debe pasearse sobre su piel. Me fue imposible reunir fuerzas para gritar,

aplastado por semejante certeza, y si hubiera tenido algo a mano para conseguirlo,

habría acabado de inmediato con mi vida para sofocar el horror, como intenté

después cuando las visiones se repitieron.

Por primera vez desde el inicio de la conversación, Francisco aparto la vista

del suelo y las hormigas. Miró al cielo. Se puso en pie. Los rayos de sol se habían

desvanecido, tragados de nuevo por las nubes, cada vez más negras. Parecía estar

anocheciendo. Roger advirtió que las pupilas de Francisco se habían dilatado y que

su respiración se aceleraba. Se abrazaba, apretándose con fuerza.

—En cualquier momento volverá a llover. Será mejor que entremos —sugirió

Roger, preocupado.

39
Francisco no le respondió, hipnotizado por el remolino de nubes sobre sus

cabezas; Roger ignoraba si sería prudente tocarle, así que no se acercó.

—¿Se da cuenta? Sus dedos juguetean con las nubes, las desgarran y

remueven, chapotean en las corrientes de aire como un niño aburrido haría en un

arroyo. ¿Lo ve?

—Veo las nubes…

—Y en ellas se proyecta un atisbo de su sombra, tan oscura como el vacío

del espacio, y más fría aún. Un frío que absorbe todo calor, que apaga la vida, que

entorpece la misma articulación del cosmos. No son nuestros creadores; tampoco

son demonios: son algo ajeno.

—Llamaré al doctor Siurana, Paco. Te había prometido guardarte el secreto,

pero debes tomar tu medicación.

—Siurana no significa nada. No significamos nada ni usted ni yo. Somos

accidentes, en un universo que no se construyó a nuestra escala. Por eso

permanecemos prisioneros.

—Paco, por favor…

Los ojos se le dilataban, gruesas gotas de sudor descendían por su rostro

contraído. Respiraba cada vez más rápido, como si no lo notara, como si el aire no

estuviera llegando a sus pulmones en cantidad suficiente. Se dobló con un rictus de

dolor.

—¡No los mire! ¡Intente ignorar que están ahí fuera! ¡Por su bien! ¡Intente

olvidar todo lo que…!

40
Sergio saltó de su asiento y exigió el auxilio de una enfermera. La más

cercana volvió la cabeza; de inmediato corrió hacia ellos.

Francisco gritó. Cayó hacia delante, sin intentar frenar el golpe de modo

alguno. Sonó sobre la gravilla como un saco arrojado a plomo. Con una

exclamación de sorpresa, Roger se arrodillo a su lado. Tenía el rostro vuelto hacia

el suelo, así que necesitó girarlo para comprobar su estado. ¿Un desmayo por

exceso de agitación? ¿Un ataque epiléptico? No sufría convulsiones... Entre la

enfermera y él lucharon con el peso del cuerpo: tal vez estaba ahogándose con su

lengua atravesada. Un enorme esfuerzo les permitió lograrlo. Sergio apenas

necesitó un vistazo al rostro para alcanzar la certeza.

Francisco Linares, el hombre que no soportaba sus sueños, estaba muerto.

Días después Roger sabría, gracias a un correo electrónico enviado por el

doctor Siurana, los resultados de la autopsia. Francisco había sufrido una elevación

en los niveles de adrenalina, con aumento de flujo sanguíneo, capaz de provocarle

una arritmia, una excesiva tensión de los músculos cardíacos y, finalmente, el paro

fatal. Toda aquella palabrería técnica servía para encubrir un hecho sencillo de

expresar: Francisco había muerto de miedo.

Sin embargo, aquella noche, después de regresar de la clínica aún

conmocionado, Roger intentó acogerse a la rutina para alejar de su memoria lo

ocurrido. Sentía el estómago revuelto y no le apetecía cenar. Se despojó de las

ropas y se puso el más cómodo de sus pijamas. Se refugió en el sofá. Encendió el

41
televisor. Todo servía con tal de anestesiarse. Apenas prestó atención a las

imágenes en la pantalla.

Coincidió con el breve espacio metereológico encajonado entre las noticias

y el informativo de deportes. El locutor, flaco y desgarbado, tal vez elegido adrede

por su complexión para eclipsar lo mínimo el mapa a sus espaldas, presentó

grabaciones llamativas de las lluvias torrenciales del día y se explayó sobre

isobaras, precipitaciones y fuerzas del viento. Mientras su voz seguía sonando de

fondo, le sustituyó una imagen que ya no impresionaba, por cotidiana; aunque solo

se había concedido a ojos humanos a partir de nuestra salida al espacio: una

fotografía de satélite de la península.

A Roger se le secó la saliva en la boca y un repentino temblor sacudió sus

piernas. Si hubiera intentado levantarse se habría derrumbado, despojado de todo

su vigor.

¿Sería casualidad o sugestión provocada por las palabras de Francisco?

Quiso creer que se dejaba arrebatar por la imaginación, capaz de identificar

patrones y delimitar formas donde solo existen manchas accidentales. Pero estaba

ahí, delante de él, demasiado evidente. Le parecía mentira que el locutor no se diera

cuenta y se horrorizara de igual modo... ¿Tan ciegos somos los seres humanos,

con nuestros ojos cerrados hasta que un aguijón nos hiere?

En la fotografía, la espiral de la borrasca tendía cinco apéndices semejantes

a dedos curvados y coronados por uñas, atisbo de un organismo mayor aún

perezoso, quizá cachorro recién alumbrado de una vasta progenie que palpaba a

su alrededor a la búsqueda de alimento. Aquella garra dibujada por las nubes, en

su giro, parecía cerrarse cruelmente, apretando y desgarrando con parsimoniosa

42
fiereza sobre el lugar donde Francisco había tenido su última visión, aquella que

ningún corazón humano resistiría sin estallar.

Armando Boix se formó en artes plásticas y ha desarrollado tareas como


dibujante técnico, diseñador gráfico, librero y en diversos servicios editoriales.
Fue coeditor del fanzine electrónico «Ad Astra» y director de la revista
consagrada al cine fantástico «Stalker». Empezó a publicar en la segunda mitad
de los años noventa.

Su primera novela, El Jardín de los Autómatas (1997), ganó el premio Gran Angular.
Le seguirían El sello de Salomón (1998), Aprendiz de marinero (2000) y La joven a
la que amaban las hadas (2012); las colecciones de cuentos Sombras de todo
tiempo (2007) y El noveno capítulo y otros relatos (2014); y el volumen con tres
novelas cortas En calles oscuras (2015).
Luis Bravo
Nací una tarde de otoño, según contaba mi padre. Nevaba copiosamente

cuando mi llanto resonó en los intrincados pasillos de algún fétido hospital de

mala muerte. Aunque fue una buena noticia, la amarga tarde se tuvo que teñir

de silencio. Se me adjudicó la muerte de la persona que me dio la vida; yo, como

un parásito malsano había devorado toda su vitalidad, dejándola marchita, como

el pétalo de una rosa podrida.

Pasé años en soledad, sumido en la misma pocilga en la que mi padre se

ahogó con rondas incontables de alcohol y drogas. Hasta que un día, él ya no se

movió más, ya no gruñía, ya no golpeaba. Cuando se lo llevaron los de la

morgue, de su mano se precipitó una instantánea. Él y mi madre: dos

desconocidos para mí; alegres a no más. Ecos de un pasado difuso, consumido

por la malignidad de la vida, y oculto ahora, por la afonía de la muerte. Los años

fueron arrastrándose por mi cuerpo y mi mente, me volví más alto, más fuerte,

sólo que mi mirada aún continuó… marchita. Al regresar de mi labor en el muelle

solía internarme en las profundidades insondables de mi psique, tratando de

mirar en la oscuridad, de desvelar que ocurría en mí… darle un sentido a la

carcasa vacía que, a modo de contenedor, retenía la enfermedad tóxica de una

vida sin sentido ni razón alguna. Miraba las estrellas lejanas, diminutas perlas en

un mar de podredumbre, agónicas, gritando palabras disformes que no

alcanzaba a comprender. La llama de la existencia suele ser corrompida por algo

oscuro, caótico, un ente primario, algo con un hambre sagaz, incontrolable.

¿Acaso yo era el único que se daba cuenta de ello, de la abominación que somos

45
ante la inconmensurabilidad del universo? ¿O simplemente era un ente

malnacido, elegido entre los demás, para llevar encima de sus diminutos pies la

caótica convergencia de la oscuridad?

Caminaba sin rumbo, como si mi mente estuviera desconectada de la patética

carcasa que, a modo de autómata, vagaba por la existencia como una piedra

llevada por la corriente, como una hoja a la deriva, golpeada por los vientos

otoñales del extenso infinito. A decir verdad, aquellos pensamientos pérfidos

alimentaban mi curiosidad, esa hambre nociva que devoraba a cualquier ente

viviente que tuviera la desdicha de cruzarse en mi camino. No me molestaba en

lo absoluto ser un paria, una leyenda olvidada en una cueva. Mi ser me obligaba

a estarlo, a buscar por cuenta propia aquella oscuridad que brotó un día en mí,

el mismo día que cuentan que nací.

Al llegar a casa solía quitarme el tosco abrigo y sentarme en la mesa

avejentada donde mi padre solía escribir retazos de su brillante pasado.

Desesperado, cual bestia agónica que busca una manera de regresar al nido

primordial para sentir de nuevo el arrullo caliente de la leche materna; arañaba

los trozos de papel, buscaba y gimoteaba, incapaz de recordar su anterior ser.

El oscuro parásito que se agazapaba tras su lánguida sombra, miraba sin

entender, escuchaba sin escuchar, moría sin saber siquiera qué era la vida. Ese

ser diminuto ente, frágil pero perverso, era yo; una sanguijuela reptante que

consumía todo a su paso, un ser de otro mundo, algo que vive más allá de toda

vida, algo que muere más allá de toda muerte.

Un día, el ciclo interminable de sufrimiento que se suele llamar vida, cambió

en mí, quizá era la oscuridad enquistándose en mi ser, formando un tumor etéreo

46
que destilaba el horror del que rebosan las cloacas infinitas de la inexistencia.

Fuere lo que fuere, una sola decisión cambió mi rutina para siempre. Es curioso

como los lóbregos apéndices pastosos del destino suelen tejer hebras tan fuertes

que ni siquiera la singularidad más poderosa puede quebrar, pero, a la vez, teje

hebras tan débiles que un solo murmullo enclenque puede romperlas o continuar

con su designio.

—¡Oye, tú deberías ir! —escuché decir al grumete que ingresó la semana

pasada—. ¡Eres oscuro, duro, quizá hasta halles el secreto de la vida más allá

de la muerte! ¡Ja, ja, ja!

Todos los demás lo traspasaron con la mirada, los ánimos jubilosos del

muchacho pronto se vieron reducidos a un eco ennegrecido de parca felicidad.

Volteé a ver a donde el dedo flacuchento me había señalado segundos atrás.

«Se necesita gente de voluntad resistente para hacer pruebas oníricas. El

pago es al inicio y al final de los estudios. No existe peligro alguno y la paga es

abultada, no necesitas pensarlo dos veces».

Debajo se hallaban los números de teléfono y la dirección.

Por lo visto el lugar se encontraba en la profundidad del bosque a las afueras

de la ciudad portuaria. Bien pude haberme negado, pero supuse que sería una

buena forma de comprobar, de una vez por todas, si estaba vivo o, en su defecto,

de desvelar la densa ceniza que cubría los cristales del mañana;

sorprendiéndome quizá, en una clase de sueño eterno que justo antes de cerrar

los ojos, se había convertido en una pesadilla.

—Bien —respondí, arrancando el papel quemado por la sal del océano.

47
No volteé, sólo avancé. Era hora. Quería la respuesta, nada más eso, la

respuesta al todo y a la nada, al vacío que carcomía la esencia de mi ser y a la

infinitud que se extendía por encima de mi cabeza, iluminada por estrellas

agónicas, aullantes.

A la mañana siguiente, en el punto exacto en el que el día se mezcla con la

noche, salí de mi casa, decidido, en rumbo hacia, lo que hasta ahora, se veía

como la solución a tantas noches en vela, rasgando los telares negros de mi

subconsciente. Buscando agónico la respuesta, rogando quizá porque haya

alguna, por más absurda que esta fuere. Pronto mis botas altas fueron crujiendo

mientras las hojas negras eran aplastadas sin dilación por mi parsimonioso pero

decidido caminar.

Al internarme en el bosque, la penumbra era la suficiente como para ver lo

que se hallaba a dos pasos de mí. Atravesé un lánguido riachuelo que solía

cruzar por la ladera de mi casa los días en que yo tan sólo era un enjuto ser.

Pensé que se había secado o que, producto del movimiento de las placas

tectónicas, había cambiado su dirección. Al alejarme me pareció sentir un olor a

podredumbre viniendo de él, típico cuando un animal muerto mezcla su inestable

materia con el flujo de la corriente, esparciendo toda su enfermedad hasta en los

rincones más secretos. ¿Y si eso es lo que hace aquel mar negro encima de

nosotros? Esparciendo una enfermedad palpable, burbujeante, tan densa como

la misma esencia de la galaxia, tan profunda como la singularidad primaria, tan

inestable como el crisol de la demencia, tan pegajosa y negra como la brea. Una

supuración que data de tiempos más allá del tiempo, de realidades agónicas,

putrefactas, cayéndose a pedazos como si fueran la pus que rezuma de una

herida llena de larvas primitivas, parásitos de realidades en las que no existe luz

48
alguna, bestias ciegas que navegan en el infinito abismo del cosmos, pudriendo

el corazón del universo, alimentándose de él, excretando planetas enfermizos,

llenos de secreciones nocturnas, efímeras consecuencias del nacimiento de

abominaciones inenarrables que emiten sonidos enloquecedores, zumbidos que

enturbian el pensamiento y destrozan voluntades inquebrantables.

Levanté la mirada, como solía hacer cada día; levanté la mirada, pero no me

parecía que lo que viera se podría simbolizar como «arriba». Ese abismo negro

no conocía de dirección, pues estaba en todo, inclusive dentro de mí. Mis ojos

negros se fundían con esa masa astral, como si alimentara a una bestia ciega

que necesitaba de negrura sin fin, una lobreguez que le hacía recordar a los

recónditos abismos en los que acechaba, regurgitando materia cósmica,

excretando fluidos tan impenetrables como la inexistencia misma.

Bajé la mirada al percatarme que ya no habían ramas negruzcas que

arañaran el firmamento con sus uñas pestilentes, llenas de moho e inmundicia.

Me encontré ante una escena… ilógica, si es que algo de lógica existe en el

pantano nebuloso del ser. El bosque había terminado en seco, como si una mano

purulenta, hubiera arrancado de raíz los árboles, negándose a compartir lugar

con la biósfera.

Un enorme ser demencial, por no decir antinatural.

—¿Está usted perdido? —logré escuchar a mi derecha, aunque no pude

diferenciar si aquello era una afirmación o una pregunta, su lánguida voz

enfermiza, no daba fe de sus intenciones.

—No —le respondí mecánicamente, al girar pude observar a un ser

esquelético, diría ciego, aunque no sabría referirlo con exactitud, puesto que sus

49
ojos estaban tan retraídos dentro de las cavidades craneales que parecía que

fueran dos agujeros infinitos—. Voy en dirección sur, hacia el Centro de análisis

onírico Saahl.

El arrugado ser levantó la mano hacia la derecha. No recordaba haberlo visto

sujetando una lámpara… ¿o quizá sí? No tenía claro lo que estaba pasando, ya

no tenía claro si lo que estaba viendo delante de mis ojos era el pasado, el

presente o el futuro.

—Allá lo tienes —sentenció con su voz helada.

Giré mi mirada el tiempo suficiente para reconocer una estructura negruzca,

recortada en contra del celestino firmamento del alba. Me alegré al haber llegado

a él, el momento exacto, a la seis de la mañana. Volteé el rostro de regreso hacia

el vetusto ser… y éste ya no se hallaba ahí. Busqué y busqué con la mirada en

la negrura del bosque, a lo lejos percibí una leve brillantez.

Suspiré en alivio, temía haber estado perdiendo la cordura. ¡Aquel viejo sí

que existía! Pero, ¿quién era y por qué se hallaba ahí? Nunca lo supe.

Escuché a los cuervos gruñir molestos mientras la luz del furioso sol estallaba

en un amanecer incesante. Quizá, al igual que yo, maldecían la sola percepción

del paso del tiempo, la ineludible sensación de la estrechez de la soga, que poco

a poco, día a día, iba apretando tu cuello, recordándote la miseria de donde

provienes y en la que terminarás, en la que todo, al fin, terminará.

Me acerqué al desvencijado portón de vallas que, a duras penas, lograba

recordar el rígido acero que alguna vez lo conformó. Me detuve por un instante,

no sabía si esperar a que me abran o echar un grito a ver si es que alguien me

50
escuchaba desde el mohoso recinto interior. Me pareció escuchar un susurro,

como un grito lejano. Accedí a sus intenciones y empujé el oxidado portón. Ya

dentro caminé hacia las escaleras que conformaban la entrada del lúgubre lugar.

Apenas hube terminado de pisar el último escalón, el portón de madera negra se

abrió, dejándome admirar a un hombre alto con aspecto extraño y cabello largo.

Los lentes redondos brillaron ante mi mirada.

—Pase, lo estábamos esperando —dijo, casi sin imprimir sentimiento alguno,

como si fuera el eco derivado de los tiempos en el que la oscuridad reinaba en

el universo, aquel vacío primordial, aquella noche eterna.

Al pasar sentí de inmediato que algo no iba bien, no obstante, al cerrarse la

puerta tras de mí, tuve la precognición de que, hiciese lo que hiciese, ya no había

marcha atrás. Caminé tras el larguirucho sujeto de ropaje oscuro y tez tan pálida

como una vela. Una gran escalera se extendía delante de nosotros, allá afuera

percibí lo que pensé era la lluvia, aunque no recordaba haber visto alguna nube

al entrar al reducto. Ya habiendo subido, el lento murmullo fue tornándose un

eco susurrante en la lejanía, como si fueran hordas de entes de otro mundo que,

en un lenguaje exánime, brindaban un cántico incesante, un cántico prohibido

mil y una veces. Al llegar al piso superior, me esperó una antesala enorme,

tenebrosa al igual que las fauces de algún ente más allá de todo entendimiento.

En medio de ésta, y a manera de pasaje, se extendían, lo que yo supuse, eran

peceras cilíndricas de, por lo menos, tres metros de altura y dos metros de

diámetro. No pude asegurarme de cómo es que irradiaban luz… quizá, tan sólo

quizá… eran retazos de otros mundos, recuerdos de realidades decadentes que

yacían anegadas en el vórtice demencial de la oscuridad primordial. Una

alfombra morada se extendía en medio de los pilares de cristal, caminé tras la

51
silente sombra, agobiado por la malignidad de su ser, como si ya de por sí,

hubiera aceptado la cadena inexorable de hechos que estaban a punto de

ocurrir. Por suerte para mí, logré desviar la mirada, salvado por el dulce destello

de la curiosidad.

Pronto ése cálido destello se transformó en un gélido y punzante horror. Las

«peceras» eran cárceles cristalinas en las que se atormentaba a seres que el

lenguaje humano no lograría describir, ni siquiera la enajenación más turbia

arañaría la superficie de la incomprensible identidad de tal horror. Todas aquellas

atrofiadas criaturas no eran humanas, o quizá antes lo fueron, antes de todo,

incluso antes del inicio de lo que no tiene inicio ni fin, aquella trituradora cósmica

llamada fatalidad. El agua rezumaba hacia el exterior, producto de los estertores

agónicos, convulsiones grotescas y movimientos inexplicables de aquellas

confinadas pesadillas.

Tragué saliva y seguí caminado, cada cierto tiempo abría la boca, tratando

de pronunciar palabra alguna, pero mi mente no sabía en qué idioma preguntar,

en el humano o en el primitivo léxico de aquellas nefastas abominaciones.

Siquiera hacer el mínimo esfuerzo o el ademán de hablar, traía hacia mí esas

hileras de colmillos negruzcos, esos ojos… miles de ojos encendidos como faros

de fuego inextinguible, como incontables soles furiosos que trataban de proveer

de luz algo que no conocía nada más que tinieblas. Mi cuerpo saltaba producto

de escalofríos, pesadillas vivientes que amenazaban con atormentarme hasta la

locura, esos apéndices, esos sucios y pegajosos apéndices…

—Llegamos, pase —me dijo el tipo, sujetando con la mano la enorme puerta

que dividía un recinto de otro—. Pronto dará inicio el estudio, apresúrese.

52
Me sentí halado en contra de mi voluntad, al siguiente recinto. No supe cómo

ni cuándo pero me hallé sentado frente a un pupitre antiguo, lleno de gruesos

libros olvidados por el hombre. En mi mano se hallaba un bolígrafo rojizo, con

inscripciones intrincadas. Debajo de éste, se encontraba lo que parecía ser un

contrato, escrito en un lenguaje caótico, sin ton ni son, llenando casi por completo

toda la hoja, no respetando espacios ni direcciones. Lenguajes indescifrables del

bajo astral, del mundo debajo del nuestro que se oculta a plena vista simulando

ser una sombra inerme, nada más, pero ocultando dentro de su purulenta masa

el concentrado de la materia fecal de las galaxias agonizantes. Aquello a lo que

los humanos se suelen referir como caos.

—¿Está usted seguro? Ya hablamos de los parámetros a cumplir en éste

experimento, reglas que usted no debe romper o el contrato se dará por

finalizado…

—Lo estoy —dijo mi voz, sin que yo le ordenara a salir de mi ser; sentí que

era un simple espectador, pues mi mano se movió sin que yo lo estableciera—.

Estricto silencio, cristalina veracidad.

Al momento siguiente me hallé atado de pies y manos, echado en una camilla

en medio de una noche eterna. El largo sujeto pálido caminó hacia mí, con sus

inconfundibles movimientos mecanizados. La ausencia de sentimientos en su

faz, traía a mí un lento susurro, como el llanto ahogado de la naturaleza al ser

corrompida por la inexorable purulencia de la negatividad intrínseca, la ausencia

de todo, el estado más puro de la existencia.

—Procedo a inyectarle el vector —dijo, mientras introducía la oxidada aguja

en mi cuello—. No tengas miedo, sólo deja que fluya y refluya en tu interior.

53
«¿El qué?». Me pregunté en silencio.

«La noche eterna, la matriz abominable». Me respondió una voz sin voz.

Mis ojos se abrieron como platos, había recuperado el dominio de mi cuerpo.

Me levanté de un salto, palpé mi tórax, toqué mi rostro, como temiendo ya no ser

lo que solía ser. En eso la pregunta resonó como una lenta campanada de una

marcha fúnebre.

«¿Qué solía ser?».

¡Era obvio, yo era una persona proveniente de…! Mi edad, ¡claro! ¿Mi

edad…? ¿Mi nombre…? ¿Por qué no lo recordaba? ¿Cómo es que solía verme,

cómo eran mis ojos, mis labios, mi nariz? ¿Por qué me parecían tan obvias esas

preguntas, pero a la vez tan confusas? ¿Acaso alguna vez existí o era parte de

una febril pesadilla?

«Existencia. Ser. ¿Acaso sabes lo que significan?».

Esa maldita voz no me engatusaría más, no dejaría que me confunda de

nuevo. Esta vez sabía la respuesta. Tantas noches en vela, tantos días rumiando

la idea. La idea que nunca logró concretarse, separada de mí, como el catatónico

espasmo agónico de un muerto que aún no se da cuenta que ya dejó de existir.

¡Sí! Existencia, eso lo sé. La existencia es…

Fue en eso que mis ojos vieron el firmamento. Uno en el que no existía

estrella alguna, una negrura que parecía derramarse como tinta viscosa por las

paredes del firmamento, intoxicando todo aquello que se hallara debajo de él.

Una nada tan profunda que me obligó a dejarla de mirar, ya que sentía que

54
absorbería hasta el mínimo de mis recuerdos, apagándome como una vela,

asfixiándome hasta el punto de confundir lo real con lo irreal.

El panorama que se extendía delante de mí, era el de un bosque de pinos,

cubierto por una niebla secular, una humedad que se volvía palpable, como el

hálito agónico de una alimaña sin forma. Conocía ese bosque, ya lo había visto

antes, en el abismo de las pesadillas que demandaban, incesantes, mi presencia

cada noche. A lo lejos escuché el lamento de una bestia, un ser olvidado por las

lenguas, pero perenne en cada rastro de vida. Algo que nos persigue como

animal al acecho, una deformidad anterior a toda realidad, una bestia negra con

trece ojos ciegos pero con un hambre voraz, no de materia, sino de cordura, algo

que sólo los humanos se jactan de tener. Miles de precogniciones fueron

asaltando mi cerebro, convenciéndome más aun, de que formaba parte del

experimento onírico, ya que los sueños establecen un nexo contigo, un vínculo

especial, como si tu mente se conectara con el vasto mar del conocimiento. Un

mar en el que, si no eres cauteloso, te ahogarás, encontrando un camino hacia

el abismo inescrutable de la locura.

Escuché sus pisadas retumbando, sabía que se dirigía a mí, había percibido

mi existencia. Su insaciable ser iba a corromper hasta el más invisible filamento

de cordura que guardaba en mi interior, en ése jarrón quebradizo del ser.

Aquellos pálidos ojos, aquel aliento fétido, aquella vaga sensación de vacío que

sientes al pararte al borde del abismo. Él me buscaba, me percibía. Tenía que

correr, huir, esconderme. Pero, ¿cómo ocultarse de algo que no tiene forma ni

identidad? Un parásito con apéndices negruzcos y garras tan rojas como la lava

incandescente.

55
Me asaltó un recuerdo, una idea clara, palpable, típica del ensueño. Una

cueva cercana a mi posición, una hendidura que no conocía de edades, un

cataclismo tectónico de tiempos más allá del tiempo mismo, una excavación que

tenía su raíz en el mismo centro podrido del universo. Me vino a la mente la idea

de una manzana degradada, carcomida por un gusano abisal, un ente deforme,

sin razón para su existencia más que una sola; reproduciéndose incesante con

una furia sin igual. Hambre, hambre, hambre, hambre…

No tardé en decidirme más de lo que uno se demora en pestañear. Corrí tanto

como mis extremidades me lo permitieron, bordeando un acantilado tan profundo

que daba la impresión de llegar hasta la matriz de la noche. Aquella masa

pastosa, negruzca, producto de la excreción de los parásitos ciegos que se

alimentaban de realidades más allá de toda realidad, de rincones recónditos

donde no existía la paz, de seres ocultos por la noche eterna, agobiados por la

interminable pesadilla del conocimiento más allá de todo conocimiento, del

eterno yugo de la inmortalidad. Al poco tiempo encontré el umbral cóncavo de la

cueva, una ligera sensación de nostalgia atacó mi mente, como si ya hubiera

estado ahí, como si ése hubiera sido el hogar que se le fue negado a mi carcasa

vacía, a mi autómata ser que vivía sin saber qué era vivir y moría cada día sin

saber qué era morir. Por un momento dudé, no por miedo, sino más bien por la

sola idea de que al entrar me mezclaría con el fluido primigenio del olvido

absoluto, la vacua inconciencia que pulula en la mentalidad del animal. El tiempo

ya no significaría nada para mí, no lo sentiría pasar, al igual que no sentiría la

necesidad de alimentar mi cuerpo, ya que, una vez dentro, no sería distinguible

de la marea de flujos y reflujos cósmicos, partícipes en la creación y la

destrucción.

56
El hálito de la bestia enfrió mi ser hasta un punto cercano al congelamiento.

No podía quedarme afuera, la única salida sería entrar a un pozo del que no

existe salida, a una maraña de pasajes estrechos, huecos pasillos donde, en

cada esquina, se agazapaba temeroso el perspicaz e incisivo constructo de la

locura. Algo que, en aquellos rebosantes agujeros de negrura, solía yacer,

vinculándose a la sola presencia de la identidad, aferrándose a ella como una

sanguijuela, absorbiendo toda la energía de ése ser que se autodenominaba

real. Aquello ajeno a la etiología del caos, aquello que contradice todo

paradigma, esa enfermedad pandémica que había corrompido todo a su paso,

engañando a los entes vacíos, dándoles un sentido de profundidad extraño al

suyo.

Al final, la identidad del ser era una enfermedad infecciosa, mas no una

virtud.

Caminé con presteza, tratando de no emitir ruido alguno. La bestia acechaba,

lo sé, pero no se atrevería a entrar en ése agujero, un terreno sin límites ni leyes,

una grieta espacio-temporal en dónde el todo y la nada existen, indivisibles, en

su forma primaria. La perfección más allá de toda perfección. El eterno e

inescrutable vacío.

Apenas hube cruzado el ausente umbral, comencé a escuchar quejidos,

lamentos lejanos de civilizaciones ya olvidadas, consumidas por su propia

hambre de conocimiento. Ahora tan sólo ecos que simulaban el crujido de

huesos rotos, hechos añicos por el incognoscible poder arcaico que basaba su

existencia en la destrucción estructural de las delicadas hebras de la materia.

Mis pasos fueron guiándome al laberinto de piedra helada, allá afuera la bestia

57
gruñía, bufaba, víctima de la impotencia que sienten los débiles animales ante la

presencia de un depredador mayor, uno que les arrebata la comida de la boca

obligándolos a arrodillarse y comer el pegajoso fluido de su excremento. Ya

habiendo avanzado un buen tramo, logré percibir lo que, a duras penas se podría

catalogar como luz. Fui atraído hacia ella por intrincados pasillos, innumerables

recintos vacíos, rebosantes de niebla, hasta que al fin, mis ojos lograron toparse

con la enigmática fuente luminosa.

Una chimenea ardía con fuego etéreo, sin forma, como si fuera la simple

maquinación de una mente al borde de la locura que, en su desesperación,

trataba de vincularse a algo material, algo que en ese viaje eterno de la

inexistencia, no tenía sentido alguno. Al costado derecho yacía, tallado en la roca

sólida, una especie de biblioteca en la que se hallaban volúmenes prohibidos de

toda mirada, negados de toda apreciación, vetados de todo conocimiento. Al

posar la mirada en aquellos tomos oscuros, mi resquebrajada percepción

reanimó el agudo sonido de un etéreo violín, esa melodía pesarosa contaba lo

incontable, un vacío sólido, con conciencia de sí mismo, un abismo pérfido que

tiene voz propia.

El origen de todo origen: la matriz nocturna.

Abstraído, caminé como autómata hacia la colección maldita de conocimiento

infinito. Ahí podía hallar el sentido al sinsentido que las personas calificaban

como vida. Abriendo los secretos del abismo, al fin, saciaría ese vacío que

amenazaba con devorarse toda mi conciencia. Atenazando con miembros al rojo

vivo mi corazón, haciéndome recordar la fragilidad de la materia, aquella que

flotaba como hojas marchitas en el inmenso mar de la nada. Mi mano fue

58
extendiéndose sin que yo me diera cuenta de lo que hacía, mis ojos abiertos en

una expresión de profunda enajenación yacían clavados en un tomo hecho de

jirones de carne de algún ser maldito. Un ente del que todos estábamos

conscientes de su existencia, pero en el que todos los adjetivos se quedaban

cortos y estrechos. La vastedad del universo no lograba contemplar ni el más

infinitesimal ápice de su sustancia. La crueldad sobre todo límite, la antítesis del

todo y la nada, el pozo nocturno que todos conocen pero que nadie se atreve

siquiera a mirar. Aquel frío primigenio del que todo ser proviene y al que todo ser

se dirige, aquello que se cierne por nuestra vida a manera de fatalidades,

cerrándonos puertas, ventanas, atándonos de pies y manos, hasta que nos cerca

por completo con su negra esencia. Algo de lo que todos estamos seguros que

vendrá, sin embargo, nadie está preparado a ver a esos dos infinitos y pulsantes

abismos llamados ojos.

Mi mano fue temblando a medida que se acercaba al libro; parecía

envejecerse, ajarse cual hoja otoñal llevada por el inescrupuloso viento helado

de la decadencia. Al siguiente parpadeo mi extremidad ya no parecía mano, sino

una garra negruzca, como si fueran las patas de una araña que se mueven

sigilosas y solemnes.

—Detente —me atravesó una voz lejana—. Detente.

Volvió a repetir, acuciosa, punzante. ¿Aquella… era la voz de mi padre? ¿Él?

¿Qué hacía en este laberinto abisal?

—¡Detente! —gritaba, sin embargo, el miembro que se estiraba ya no era el

mío.

59
La garra se posó sobre el lomo de aquel códex maldito. Halándolo con

suavidad, como si supiera que a la mínima acción de fuerza innecesaria, los

delgados filamentos que unían esos malditos papiros se deshilacharían. Caminé

hacia un extraño sillón, al costado de una lámpara de lectura. No los había visto,

quizá los había obviado en mi desesperada búsqueda de algo con que alimentar

aquella bestia que ardía en mi interior.

La garra negruzca, peluda y deforme, acarició el lomo. Aquel cuero parecía

latir con la fuerza de la vida; potente, caliente, como negándose a pertenecer al

exánime vacío eterno. Aunque, guardando en lo profundo de su ser, entre las

hebras de sus páginas, la esencia de la nada absoluta.

Mis ojos recorrieron lenguajes antiguos, indescifrables, pero a la vez, que

entendía a la perfección. Conforme el conocimiento ingresaba en mí, sentía a

ese negruzco tumor creciendo en el núcleo de mi ser, expandiendo sus ventosas

por mis extremidades, incendiando cada fibra con sus innumerables ojos,

poseedores de llamas más ardientes que el mismo crisol de la existencia.

Percibía al violento y solitario universo, expandiéndose en mi interior, como un

cataclismo supremo, como un poder incalculable, una oscuridad viva, punzante.

Cada atisbo de razón era rápidamente sumergido bajo el negruzco embate de la

comprensión, ola tras ola, iba hundiendo mi ser, enajenándome, arrastrándome

a la fosa de lo que podría llamarse, el útero podrido de la noche eterna, el núcleo

de la disformidad, el cáliz de la eternidad.

La cámara en la que me hallaba, poco a poco fue extendiéndose,

convirtiéndose en una celda inexpugnable, donde nada tenía un propósito,

donde no existía inicio ni fin, donde no había palabra que guardara un significado

60
exacto, donde las líneas entre lo ficticio y lo real yacían borroneadas por una

mano más antigua que el tiempo mismo, más maligna que el gran devorador,

más poderosa que la trituradora cósmica, algo aún más recóndito que los entes

más allá de toda comprensión. En ése preciso instante mis ojos se detuvieron en

una frase, grabada con sangre en los avejentados pergaminos de aquél códex

maldito.

«¿Oyes eso?». Escuché una voz que llegaba a mí, de una dimensión distinta.

«Sí, está aprendiendo a respirar, está aprendiendo lo que es la vida. Allá en

el fondo oscuro donde fue engendrado, no necesitan ojos ni nariz, sólo existe el

hambre».

«¡La perdemos, la perdemos!». Gritó otra sombra.

Mis ojos se despegaron de la rugosa textura avejentada de aquellos

manuscritos, esos rumores lejanos, esos ecos… pertenecían a alguien que solía

conocer. Alguien que solía tener una marchita mirada, como si hubiera sido un

ente que había sido arrancado del sueño eterno y arrastrado en contra de su

voluntad, a un contenedor, una carcasa que sólo sería algo más que una celda.

Dicen que su infinito ser vio por primera vez la luz… una tarde de otoño, una

oscura tarde que nevó por siempre.

—Continúa —escuché una voz a mi espalda—. Termina lo que empezaste.

Esa voz no era de mi pertenencia, aunque en realidad sé que la conocía,

quizá, en los albores de los tiempos, esa voz solía ser la mía. El inmenso silencio

del vacío fue quebrado por una infinidad de voces, una turba tan densa como el

coro demoníaco de civilizaciones perdidas en el tiempo, reestructuradas,

61
constreñidas y devoradas por la trituradora cósmica, para ser regurgitadas en

otra realidad. Aquel coro obscuro hizo temblar el tomo que yacía en mis oscuras

articulaciones, como si reclamaran lo que una vez fue suyo. Pasé las hojas,

tratando de concentrarme en aquel pozo nocturno de conciencia absoluta,

tratando de embadurnarme en aquello que sólo puedes tocar una vez has

cruzado el umbral de donde no existe retorno. El coro incansable gritaba en mi

cerebro, aquellas palabras sangrantes se colaban por entre las fibras más

recónditas del ser, filtrándose como una enfermedad espantosa, como una

malignidad primaria, como si, en verdad, estuvieran llamando al gran devorador.

Leí el último párrafo, parecía el monólogo de un pobre ente alocado por haber

bebido del cáliz prohibido de la corrupción, aquellas palabras se marcaron en

fuego en mi conciencia. El libro desapareció de, lo que se podría llamar, mis

manos, como si fuera arena llevada por una ventisca fantasmal. Luego…

oscuridad sin fin, un silencio tan profundo que parecía ser el condensado de la

secreción nocturna. Pensé que había sido retenido entre los diminutos vacíos

que se hallan entre velo y velo, entre dimensión y dimensión, entre el todo y la

nada.

Sin previo aviso, un griterío tenebroso fue atormentado mis sentidos,

nublando mi ser. Gritos, incesantes, dolorosos, sufrimiento sin fin, el fin de todo.

Alaridos distantes, gruñidos cercanos; algunos parecían furiosos, otros parecían

ser víctimas de dolores intensos, algunos parecían lamentos agónicos de entes

que yacían sin paz, sin sentido, sin razón alguna, sufriendo la putrefacción de la

esencia, la corrupción absoluta.

62
Sin duda alguna yo sabía dónde me hallaba: había caído hasta el fondo del

todo, hasta el territorio de la nada y ahora me encontraba de pie, al borde del fin,

el límite supremo. Había alcanzado la mayor de todas las distancias, fue en ése

momento en el que mi corazón comenzó a probar a gotas el veneno de la locura.

No poseía carne ni forma, pero sentía un tormento sin igual, como si mis sentidos

estuvieran siendo arrancados uno a uno, despedazando mi ser como si de un

rompecabezas se tratara. Estaba siendo asfixiado por un enjambre de

destrucción absoluta, perdiéndome a mí mismo, saboreando por primera vez lo

que era la locura en su estado más puro.

Estaba en el núcleo del abismo.

Un susurro acudió a por mí, no lo comprendía, tan sólo lo sentía molestoso,

punzante, tóxico. Sin embargo, parecía arrastrarme lejos del fin. Era la voz de

una mujer, un susurro helado. Me alegré al preconcebir el hecho de que la noche

me había elegido como su portador, como el ser más digno, ya que aceptó ser

el más maldito de todos. La voz fue arrastrándome lejos del ensueño fantasmal

en el que me hallaba, con alivio mi conciencia fue recuperando uno a uno los

sentidos, mi cerebro, descansado, dejó de enviarme señales de peligro

inminente. Ahora sólo percibía el sueño eterno, en el que los enormes parásitos

navegan. El silencio perfecto, la ausencia de toda conciencia, el vacío perpetuo.

Abrí los ojos al darme cuenta de mi estado. Ahora me hallaba delante del

extraño sujeto largo y pálido, aquel me entregaba un cheque roído por la vejez

de un ambiente sin piedad, de una negrura sin fin. Hizo una mueca falsa, una

sonrisa aterradora donde sus putrefactos dientes asomaron entre hilos de saliva.

63
—Agradecemos vuestra responsabilidad —dijo éste sujeto, sin un ápice de

sentimientos—. Puede irse, usted es libre.

Caminé hasta la salida, me hundí en lo profundo del bosque. El susurro aún

me acompañaba, como una presencia maldita que me explicaba aquello que

tanto tiempo había buscado responder. Al regresar a mi casa y sentarme en el

mismo asiento en el que mi padre se sentaba, miré mis extremidades

ennegrecidas y secas. Sí, en verdad era libre, pronto rompería el cascarón y

accedería a lo que siempre busqué. Incluso ya, desde la oscuridad de la matriz

primordial de quien se tomó la libertad de usar el nombre de mi madre.

Cerré los ojos y fui recitando aquello que la voz repetía incesante…

«Existen seres infinitos que terminan naciendo en el plano de la existencia

equivocado. Aunque se críen, crezcan y se eduquen junto a los mortales, su

esencia ira pudriendo la débil carcasa humana. Ya será muy tarde cuando la

sociedad los identifique, como aves migratorias huirán espantados pues los

calificarán como el mal sobre todo mal. Absurdo epígrafe, pues ellos, con sus

ojos ciegos, percibieron el nacimiento de la luz, la corrupción de todo, el caótico

tejido de la vida. Una raíz mortífera, incendiada, una fuerza catastrófica que

rompió el balance que la oscuridad brindaba a esas bestias, hijas de la noche

eterna. Y que cuando la última estrella sea tragada por los fluidos cloacales de

la inexistencia, aun permanecerán aquí. Los humanos son sólo hormigas que

alimentarán su hambre sagaz, su necesidad de ser repudiados, señalados y

temidos. Puesto que así aprenderán que, en el vacío de sus conciencias,

encontrarán la verdadera naturaleza de su malignidad».

64
Un niño llamado Luis Bravo, aburrido de la monotonía de la realidad,

fue salvado por los maravillosos mundos creados por Julio Verne.

Poco a poco, él fue atraído a los caminos poco transitados, llegando

a explorarlos guiado por H.P. Lovecraft, Allan Poe, Jhon Katzenbach

y Patrick Graham, viéndose así cautivado por aquellas extrañas

realidades, personajes macabros y terrores inenarrables. Si bien, tiempo

después, las vicisitudes de la vida hicieron que perdiera el camino hasta incluso

perderse a sí mismo, ahora, más adulto, ha emprendido el largo camino del

escritor. Armado con su vasto conocimiento en el ocultismo, sus estudios sobre

la psicología humana y su percepción del humano como el más salvaje de todos

los animales, nos anima a llevarnos a lugares donde tan sólo las peores

pesadillas llaman hogar.

Ilustración de cubierta cedida por el autor


dilatandomenteseditorial.blogspot.com
Érica Couto-Ferreira

El notario llevaba puesto el delantal de cocina cuando abrió la puerta. Eran casi

las 6 de la tarde y no esperaba visitas. Nunca esperaba visitas. Si su notaría era

frecuentada por clientes nerviosos, tensos y ávidos que, mientras firmaban los

documentos no dejaban de girar la mirada hacia la puerta de salida como

temiendo la aparición de un dedo acusador, su hogar era todo lo contrario, un

espacio de recogimiento, el refugio de un soltero de oro. Por eso se sorprendió

doblemente cuando, con la puerta ya abierta, las manos arrugadas de sus

caseros se extendieron solícitas para tomar las suyas.

—Otro año más tenemos que despedirnos —dijo la señora.

67
—El final del verano siempre me llena de tristeza, ¿sabe? Le envidio a usted,

que puede vivir aquí, junto al mar, todo el año, sin tener que llenar sus últimas

horas de despedidas y de recuerdos —añadió el anciano.

—Mi marido es un nostálgico. Pasó en el pueblo gran parte de su infancia y, ya

se sabe, a nuestra edad el pasado siempre regresa para acompañarnos. Pero,

perdónenos, estaba usted cocinando y le hemos interrumpido.

El notario, abochornado como si lo hubiesen descubierto desnudo, hizo un gesto

con la cabeza que no era ni un sí ni un no.

—No, no se preocupe. Yo…

—Los días se hacen cada vez más cortos, ¿verdad? —le interrumpió el casero

mirando hacia el único trozo de cielo que los tejados no cubrían—. En unas

semanas llegará el otoño, y luego el invierno.

—¡Qué trágico! Dejemos en paz al señor notario, que tendrá mejores cosas que

hacer que escuchar cómo un par de viejos se lamentan por el tiempo perdido.

Solo hemos venido a despedirnos, y eso haremos. —Y de repente, como si

hubiese recordado algo de vital importancia, la anciana se dirigió de nuevo a su

inquilino—. Por cierto, debo preguntarle algo.

—Dígame.

—Ayer, de madrugada, escuché ruido de muebles.

—¿Muebles? —El notario achicó los ojos.

—Sí, como si arrastrasen mesas, aparadores… Justo en su dormitorio.

68
El notario apartó la mirada y se frotó las palmas de las manos contra la tela

inmaculada del mandil hasta que el roce repetido le quemó la piel.

—Pensará usted, «¡qué cotilla es esta mujer! ¿Qué hace, me espía mientras

estoy en mi casa?». Nada de eso. ¿Sabía usted que la planimetría de todos los

pisos de la casa es exactamente igual? Los tabiques, la distribución de los

espacios, incluso las baldosas y los azulejos. Estaba tendida en la cama cuando

escuché los ruidos. Me llegaron claramente desde encima de mi cabeza. ¿Ve?

No hay misterio por ese lado. Espero que no esté teniendo problemas. Recuerdo

que hace unos años una pérdida…

—Ah, sí, los muebles —intervino el notario—. Un golpe de viento esparció unos

documentos en los que estaba trabajando y… algunos se colaron bajo un

armario.

—¿Y movió el armario usted solo? —La anciana pareció gratamente

sorprendida—. Jamás lo hubiese dicho. ¿Va usted al gimnasio?

—Es solo un armario zapatero, nada pesado. En fin…

El notario intentó dar por zanjada la conversación suspendiendo en el aire la

última frase. Se concentró mirando al vacío, más allá de las cabezas grises de

sus caseros. Un silencio largo y embarazoso era lo que necesitaba para que los

dos viejos se decidiesen a abandonar el umbral de su casa, pero ni el tiempo ni

el silencio parecían afectarles: a su edad, eran dos cosas a las que estaban

acostumbrados. Seguían allí, sonrientes, sin mover un solo músculo.

¿Esperaban a que se les invitase a entrar, quizás? El notario aguzó la intensidad

con la que observaba la fila de coches aparcados al otro lado de la verja. Decidió

mantenerse firme y no parpadear, pues si no reculaba, pensaba él, conseguiría

69
su objetivo. El esfuerzo le produjo visión doble. Los perfiles de los coches se

volvieron gruesos y multicolores, chispeantes como luces estroboscópicas, y

tuvo que sujetarse a la jamba para evitar acabar desplomado en la puerta de

entrada. La casera por fin se apiadó de él.

—Ya no le molestamos más —dijo—. Esperamos que pase un buen invierno. Si

tuviese algún problema con la casa…

—Humedades, el calentador de agua, ya sabe…

—No dude en llamarnos.

El notario apartó de la frente un velo de sudor helado.

—Lo haré. Buen viaje.

Se giraron los ancianos hacia la escalerilla que conducía al nivel de la calle. El

viejo abrió el portal y dejó que su mujer atravesase primero los marcos de hierro.

Mientras la seguía fuera, un chillido breve resonó dentro de la casa del notario.

Los caseros se giraron. El notario se hizo pequeño y lechoso en su camisa

monocolor.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó la vieja.

—Urraca. Una urraca —. La saliva que recubría las paredes de su boca se

endureció de repente, tuvo que apoyarse de nuevo en la puerta—. Su nido… lo

ha hecho… el pino…

—Ah, el pino de la terraza, ya entiendo. Bueno, pues espero que el animal no le

robe el sueño.

70
Los ancianos prosiguieron rumbo a su coche, montaron en él, lo pusieron en

marcha. El notario los vio pasar acelerando. Se quedó clavado donde estaba,

con los ojos encogidos todavía puestos en la calle, incapaz de moverse. A sus

espaldas, en la casa, la urraca volvió a graznar.

—¿Qué he hecho? —murmuró, cerrando la puerta.

---

El reloj de la plaza acaba de dar las 7. Los caseros todavía están en la ciudad,

sus vacaciones quedan lejos. Es un día de inicios de mayo que preanuncia un

verano caluroso y seco, y el notario está sentado a la mesa de su despacho. Lo

ordena. Coloca varias carpetas una encima de otra para que Clorinda no tenga

que perder tiempo chequeando la documentación. Retira con la mano unas

cuantas virutas blancas de goma de borrar y las echa en la papelera vacía.

Comprueba en su agenda de mesa las citas para el día siguiente: será una

jornada larga y laboriosa. Golpean la puerta con los nudillos. Clorinda entra, retira

las carpetas de la mesa mientras le dice:

—Guardo los dosieres y me voy, si le parece bien.

El notario asiente con la cabeza y se despide de ella.

—Vaya, vaya. Nos vemos mañana.

Al poco escucha cerrarse la puerta principal de un golpe. Está solo. Se relaja en

su silla de oficina, curva la espalda y deja caer los brazos a ambos lados,

desmadejados. Su trabajo le obliga a ser serio, a estar compuesto, a medir sus

palabras, y al final de la jornada se siente flojo, vacío como una marioneta sin la

mano del titiritero que la sostenga y le apunte las frases. El notario es un tipo de

71
33 años mal llevados cuya ropa cara no consigue virilizar la blandura de su

cuerpo ni el rostro ligeramente hinchado, como de muñeca de porcelana. Sus

manos siempre están frías y húmedas. Sus clientes lo notan invariablemente

cuando le saludan y, mientras toman asiento, con disimulo, aprovechan para

limpiarse la palma en la ropa o en la tapicería de la silla. Esto, sin embargo, no

mina su profesionalidad. Es un notario atento, disciplinado, con aire de batracio,

pantanoso y de sangre fría, que aplica tarifas asequibles y es querido y rehuido

educadamente más allá de las paredes de su despacho.

Mientras está sentado y su cuerpo se desparrama sobre el cuero de la silla, la

puerta se abre. Se encuentra con una mujer que lleva una caja de cartón entre

los brazos. No es Clorinda. De hecho, no es nadie que conozca. Esta mujer

seguramente haya superado ya los 60 años. El perchero junto al que espera la

hace parecer una niña. Lleva los cabellos rubios peinados en un moño tenso. Le

sonríe, de pie en el quicio de la puerta y sin atreverse a cruzar el umbral. El

notario se endereza.

—La puerta estaba abierta —explica ella, caminando ahora con pasos cortos

hacia el escritorio.

Se sienta en una silla, deja la caja de cartón sobre la mesa y dice:

—Me gustaría hacer una confesión.

El notario no la entiende. Carraspea, se lleva la mano al cuello abotonado de la

camisa. Coge un taco de folios blancos y un bolígrafo, no sabe bien por qué,

pero intuye que deberá tomar nota de todo cuanto le diga la anciana.

—¿Cómo… cómo puedo ayudarla?

72
La anciana abre la caja y extrae un objeto bien envuelto en un paño de gamuza.

Tiene el tamaño y la forma de un balón. Lo deposita sobre su regazo.

—Lo que voy a decirle le parecerá extraño. Sé que es extraño. Pero en estos

momentos necesito que piense y actúe como un notario, y no como una persona

cualquiera con opiniones formadas. Por favor, no me juzgue sin haber escuchado

primero mi caso. O júzgueme, si quiere: estoy habituada a que me tomen por

loca y extravagante. Pero hágalo solo después de haberme escuchado. ¿Está

de acuerdo?

El notario asiente. La mujer toma el objeto misterioso entre las manos y lo libera

de la tela. Redondo, teñido de un color sepia desigual, con delicadísimas

estriaciones que zigzaguean a lo largo de su superficie, lo coloca frente al

notario.

—Este es el cráneo de Cyprien y, antes de que me lo pregunte, sí, le diré que

poseo su esqueleto al completo. Lo que quiero que haga usted es que tome acta

de mi declaración y la legalice.

El notario observa a la anciana. Habla con seguridad, es más, con autoridad. La

amabilidad controlada de sus gestos revela marcialidad en la intención, y una

beligerancia elegante y discreta propia de quien sabe que su lucha será intensa

y no terminará jamás.

—La escucho. Empiece por decir su nombre.

—Me llamo Jezba Yaga.

—Continúe.

73
—El pasado 30 de abril recuperé los huesos de mi amante del osario comunal

de Santa Margarita.

—¿Tiene los derechos para disponer de sus restos?

—No.

—¿Quién los detenta?

—La familia

El notario deja de tomar apuntes.

—¿La familia?

—Su familia de sangre, esa de cuyos lazos resulta imposible liberarse del todo.

Cuando murió, sus padres se opusieron siempre a enterrarlos en el panteón.

Prefirieron pagar un arrendamiento perpetuo en el osario. Cyprien tenía fama de

brujo, ¿sabe? Se independizó muy joven, viajó mucho. Era un estudioso hecho

a sí mismo, con una fuerza inquebrantable. Ninguna adversidad le detenía. Así

nos conocimos, en uno de sus viajes.

—¿Dónde, exactamente?

—En un pueblo cercano a Bor, en Serbia. Puede comprobarlo en mi documento

de identidad.

—Siga, por favor.

—Esto ocurrió en 1971. Permanecimos juntos hasta el año 1979, cuando murió.

—Jezda acaricia el cráneo—. No puedo contarle las circunstancias de su muerte.

Lo que sí le diré, y el documento que usted redacte debe dejarlo bien claro, es

74
que sus padres se opusieron al cumplimiento de sus últimos deseos. Cyprien

dejó escrito de su puño y letra una carta en la que pedía que sus huesos,

pasados dos años de su muerte y una vez limpios, me fuesen entregados a mí.

Vea, aquí lo tengo. Un notario validó el documento y, aun así, no respetaron su

deseo. ¿Sabe lo que hizo su familia cuando me presenté a la puerta con este

papel? Los padres de Cyprien amenazaron con avisar a la policía: eso fue lo más

leve. Luego me escupieron a la cara, me zarandearon. Su madre me dio

manotazos en la cabeza. Incluso intentó tirarme al suelo y arrastrarme de los

cabellos. Los sobrinos de Cyprien me tiraron piedras y paladas de estiércol,

riendo con esas carcajadas estridentes tan propias de los niños y los malvados.

Los criados domésticos que servían en la casa me llamaron bruja y loca. Se

comportaron como hace la gente cuando tiene miedo.

—¿Por qué hicieron tal cosa?

—Ya se lo he dicho, por miedo. Y porque, en el fondo, tenían razón.

—¿En qué?

—En lo de bruja, no en lo de loca —y sonríe con una placidez que no se adecua

a los eventos trágicos que narra—. Había empleado casi todo mi dinero (que era

muy poco) en viajar hasta aquella casa, y ahora estaba abandonada a mi suerte,

sucia, humillada. No le contaré cómo conseguí salir de allí. Recuperar mi vida,

eso fue duro. Y no tener a Cyprien a mi lado. Pero dicen que hay que perseguir

los propios sueños y hacer que los deseos se cumplan. Yo lo hice.

—Ha dicho que la echaron de casa. ¿Cómo consiguió… reunirse con Cyprien?

Jezda toma aire.

75
—Se han pasado todos estos años trasladando sus huesos de un lugar a otro

para que no pudiese encontrarlos. Después de muerto, Cyprien ha residido en el

cementerio acatólico de Roma, y en Poggioreale, también en Messina… han

intentado dispersar sus huesos en criptas capuchinas, osarios comunales…

cualquier cosa antes que respetar su voluntad.

—Se ve que no le ha perdido la pista.

—He dedicado mi vida a Cyprien —y la voz de Jezda tiembla al decirlo—. En

ningún momento he dejado de seguir de cerca los pasos de cada miembro de la

familia. Los conozco a la perfección, como si fuesen sangre de mi sangre. Solo

su hermano Furio sigue con vida, y Marieta, la sobrina más pequeña, que

sobrevive de la caridad del amor en la capital. —Atrae hacia sí el hueso de

Cyprien y lo apoya contra su vientre—. Supe que lo habían traído aquí hace

poco. Marieta tiene problemas con el alcohol, y está tan sola que, para ganarse

la compañía de los extraños, recurre a contar historias truculentas. Su familia las

produce y atesora en gran cantidad: era de esperar que, más pronto o más tarde,

las circunstancias de su tío saliesen a la luz. Así encontré a Cyprien, solo, metido

en una caja de cartón en el depósito, enterrado bajo otras cajas medio roídas.

Huesos, polvo, excrementos de rata. La desolación absoluta, peor que el olvido.

—Tengo que preguntárselo. ¿Le dieron sus restos mortales sin autorización?

—¿Autorización? Los huesos son míos, por eso los cogí.

Los ojos vacíos de Cyprien miran al notario desde el regazo cálido de Jezba

Yaga. El reloj de la plaza da las 8. La mujer se levanta. Envuelve de nuevo la

calavera del muerto y la repone con delicadeza en la caja de cartón.

76
—Esto es todo lo que quería decirle. ¿Cuándo cree que tendrá listo el

documento?

El notario se pone en pie. La camisa arrugada se le ha pegado a la espalda

formando un emplasto de tela y sudor. Se estira los pantalones y con la mano

extendida, temblorosa, retraída para evitar tocar la espalda de su cliente,

acompaña a Jezba hasta la puerta.

—Vuelva mañana a la misma hora.

---

—Tiene mala cara. ¿Le preparo una infusión?

Dora le hablaba mientras, con una mano, enchufaba la aspiradora y, con la otra,

metía dentro de la cofia de trabajo un mechón perlado que se resistía al encierro.

El notario estaba sentado a la mesita del salón, con la camiseta asomando por

la chaqueta desabotonada del pijama y las manos entrelazadas frente a sí. Sin

las gafas, sus ojos se notaban ínfimos, negros y duros como pepitas de sandía.

Dora nunca lo había visto tan blanco y mullido. Aquella tarde le contaría a su hija

mayor que el notario le había parecido relleno de mantequilla, y brillante, mucho,

como un santo recién pintado o una tarta que nadase en glaseado transparente.

En ese momento, sin embargo, Dora no deseaba ser indiscreta: ofrecerle una

tisana a su empleador le pareció lo más sensato.

El notario no dijo nada. Rumiaba. Por las ventanas abiertas penetraban ya los

primeros fríos otoñales. El mar se olía menos, predominaba la tierra. De los pinos

circundantes caían los últimos rayos de sol, que se habían agarrado a las ramas

con todo el cuerpo en la esperanza de sobrevivir al invierno y llegar intactos a la

77
primavera siguiente. Pero todo tiene que morir, incluso la luz. «Todo muere,

incluso la luz», repitió el notario en su cabeza. «Y sin embargo...».

El traqueteo de la aspiradora al ponerse en marcha lo sobresaltó en la silla.

—Dora, ¡Dora! Apague eso, ¿quiere?

Dora pulsó el botón con el dedo enguantado.

—Ocúpese de eso por último, cuando me haya ido. Tengo un dolor de cabeza

espantoso.

—Entonces aprovecho para hacer el cambio de armario. He notado que sigue

usando las camisas de lino y los polos de manga corta, y con este fresco… ya

se sabe lo que pasa.

El notario la vio moverse como en una película. Le pareció que la imagen de la

asistenta se proyectaba en su salón como sombras sobre una pantalla de cine.

La vio acercarse a la puerta del armario empotrado, la observó empujar sin

demasiada dificultad la cómoda que, con gran esfuerzo, el notario había

arrastrado la víspera de la marcha de los caseros. Solo cuando el guante amarillo

de Dora rodeó el picaporte y comenzó a girarlo, el notario volvió a la realidad de

los hechos: realmente existía aquella mano, y la puerta a la que el borde de la

cómoda impedía que se abriese, sí, también era real, y los tirones de Dora que

tiraba de ella con fuerza produciendo golpes de madera contra madera, tac tac

tac.

—¡Dora!

Pero Dora estaba decidida a doblegar la voluntad de la puerta.

78
—¡Dora, no es el momento!

«Solo un poco más, y listo», pensó la asistenta.

—¡Déjelo ya! —chilló el notario con voz aguda, acompañando sus gritos con

puñetazos sobre la mesa—. ¡Deje la puerta! ¡Váyase a casa!

Dora se giró sobresaltada, la mano apoyada todavía en el manubrio, la extrañeza

de quien no entiende en el rostro. El notario era un tipo calmo, de pocas palabras,

de los que leían el periódico con el desayuno y nunca tenían nada que decir

sobre el planchado de las camisas ni la limpieza del baño. Pagaba puntualmente,

respetaba la privacidad de los vecinos, era amable sin resultar invasivo. ¿A qué

venía, entonces, aquel griterío? Dora se alejó de la puerta, recogió la aspiradora

y los productos de limpieza, y los repuso en su lugar.

—¿Quiere que le prepare algo de comer o de beber antes de irme? No me cuesta

nada.

El notario negó, cabizbajo.

—No, Dora. Solo necesito descansar.

La puerta del armario había quedado entreabierta. Desde donde estaba, el

notario miraba la ranura negra que comunicaba el mundo oscuro y sin ventanas

del ropero con el salón de su casa. Abrió las narices para respirar, tiró fuerte

hacia dentro. Sí, el olor a carne se notaba claramente. Pidió en silencio que la

cosa del armario no maullase, no en este momento, mientras Dora remoloneaba

todavía por el apartamento ahora sacándose los guantes de goma, ahora

poniéndose el chaquetón floreado.

79
—Bueno, pues creo que ya lo tengo todo —dijo mientras repasaba con la mirada

los rincones de la habitación.

Se dirigió hacia la puerta de la casa, y entonces, entonces se giró de nuevo hacia

el interior del salón, levemente, como si se le hubiese olvidado algo. El notario

vio cómo la nariz de Dora amarraba con cuerdas invisibles el olor que se

escapaba del armario. Lo percibió físicamente con sus ojos miopes a través del

temblor mínimo de las aletas de la nariz que zumbaban en medio del rostro

impasible de la asistenta. «Dora sospecha. Sabe». El notario se alzó y le abrió

la puerta con premura.

—Parece… —empezó a decir mientras el notario la empujaba fuera.

Dora cruzó el umbral. Se quedó quieta unos instantes, incluso cuando el notario

cerró la puerta a sus espaldas, sin saludarla. Dentro de sus recuerdos ya vivía

aquel olor, pero ¿dónde? Revisó con rapidez sus experiencias, sintetizadas

ahora en instantáneas fotográficas que le devolvían memorias olfativas. Cuerpos

humeantes en una discoteca, el funeral de su padre, el primer novio que le abrió

la carne, las bragas escondidas, montar a caballo, el picadero de aquel hombre

casado, la sangre que mancha la parte trasera del vestido blanco ajustadísimo,

las compresas, los tampones, el embarazo de su primer hijo, empuja, empuja,

empuja…

---

El camarero les sirve un vino morado, tan espeso que se detiene en el vidrio y

consigue nublar el borde de la copa cuando se la lleva a los labios. Lo ha elegido

Jezda: él no entiende de vinos ni de menús, el ambiente de los restaurantes lo

incomodan, y siempre ha evitado, en lo posible, frecuentar cualquier lugar donde

80
sirviesen comida a desconocidos como él. Paladea el líquido. Todavía no ha

decidido si le gusta. Carece de parámetros de evaluación. ¿Es el mantel burdeos

el más adecuado para un local tan discreto? ¿Por qué han puesto una camelia

blanca (o lo que él cree que es una camelia) en un búcaro minimalista? Y la

corbata monocolor que le rodea el cuello como una soga, ¿resulta, quizás,

demasiado formal? Todo le parece novedoso hasta el punto de sentirse

observado mientras, con el tenedor y la pala, desespina el lenguado que tiene

en el plato. Es la cuarta vez que ve a Jezda, y todavía no sabe cómo debe

comportarse un hombre de su posición. Tiembla ligeramente. Jezda le sonríe.

Las arrugas que se le forman son tan finas y transparentes que, en lugar de

avejentarla, la vuelven de nuevo adolescente. «Así era, seguramente, cuando la

conoció Cyprien», piensa.

—¿Le gusta? —pregunta Jezda.

El notario deja los cubiertos suspendidos en el aire y la mira.

—El vino. ¿Le gusta?

—Mucho —exagera el notario.

Y Jezda vuelve a sonreír, sus ojos brillan como escamas de pescado, todo su

rostro lo hace. Los cabellos aún rubios están recogidos, como siempre, en un

moño alto, apretado y tirante. Una araña de oro le sube por el pecho clavando

sobre la tela sus patas punzantes. Se lleva a la boca un trozo de pescado y

mastica. El notario bebe un largo trago de su copa antes de hacerle la pregunta.

—Me gustaría saber algo. —Carraspea, los taninos del vino le han secado la

boca—. Los huesos…

81
—Silencio. No aquí.

Terminan la cena sin mediar palabra. Cuando les sirven el café, el notario pide

la cuenta. Llega la hora de irse. Jezda sostiene su abrigo entre las manos, parece

estar esperando algo. Por un momento, el notario duda de si debe ayudarla a

ponérselo; su pie izquierdo da un paso hacia delante, el resto del cuerpo se

retrae, trastabilla, el sudor comienza a mojarle la camisa, se queda quieto. Al

final es Jezda quien se pone el abrigo. Sus brazos penetran con agilidad las

mangas anchas, se zambullen enérgicamente en la tela y emergen del otro

extremo blancas, expresivas. El notario las mira fascinado.

—Demos un pequeño paseo, ¿quiere? —propone Jezda.

Fuera se siente el frío de la noche, la humedad del mar. Caminan hacia el paseo

marítimo en el que están atracadas naves de recreo, muy juntas las unas de las

otras, como espigas sembradas en un campo. Apenas se cruzan con nadie.

—Había una vez —comienza a contar Jezda— dos hermanos muy pobres que

se ofrecieron voluntarios para matar un jabalí que aterrorizaba a los campesinos

del pueblo. El hermano mayor lo hacía por soberbio; el menor, porque era bueno

de corazón. Ambos se internaron en el bosque en busca de la bestia. El hermano

pequeño encontró al animal y lo mató con un largo pincho. Luego se dirigió a la

taberna donde su hermano mayor bebía y le reveló su hazaña. El primogénito

arrogante decidió entonces engañarle y acabar con la vida de su hermano. Lo

mató, enterró el cadáver bajo un puente, se declaró héroe. Pasaron los años. Un

pastor que pasaba bajo aquel mismo puente en el que se había consumado el

crimen encontró un hueso, y con él fabricó una flauta. Y al tocarla, el instrumento

82
produjo una melodía que decía: “Mi querido pastorcito, sopla en el hueso mío.

Me ha matado mi hermanito, me ha enterrado en el río”.

El notario la mira extasiado. De repente se siente otro, más sabio y digno de

recibir confesiones. Sabe que solo le está contando un cuento infantil y, sin

embargo, intuye el secreto que Jezda quiere compartir con él en ese momento.

La mujer se para: ha dejado de ser una anciana pulcra, discreta y algo fuera de

sus cabales, para convertirse en una jovencita de 17 años.

—¿Entiende lo que le estoy diciendo?

El notario calla, calla y observa. Su figura se engrandece. La presencia de

aquella mujer extraña lo mejora, lo vuelve menos anodino.

—Lo que le estoy diciendo es que en los huesos reside el alma y la esencia de

lo que somos. Le estoy diciendo que los huesos son poderosos. Con ellos

podemos volver a nacer. Esto me lo enseñó Cyprien, y ahora que tengo sus

huesos conmigo puedo hacer que él regrese.

Antes de saber qué está haciendo, el notario alarga la mano hacia el remolino

de cabellos rubios de Jezda. Está decidido a liberarlos de los elásticos y las

horquillas que los mantienen prisioneros, quiere verlos caer sobre los hombros

rectos de Jezda, desea que las puntas doradas rocen las patas del broche en

forma de araña para comprobar cuál de los dos animales, si la cabeza de Jezda

o el insecto de metal, se acerca más al brillo del oro. El notario tira de los ganchos

y de las pinzas sin maña, el moño se desinfla cayendo hacia un lado. Jezda para

su mano y la aleja de sí.

—¿Qué hace? ¡Deje de comportarse como un niño!

83
Pero el notario no escucha, está convencido de que Jezda aprueba, de que

Jezda también lo desea. Insiste con los cabellos hasta que los libera, sin notar

los manotazos ni los empujones que la anciana le propina. Los mechones no

caen en vertical, sin embargo, sino que permanecen a media asta y doblados

como alambres. ¿La ves ahora, notario, ves lo que falta en el centro de la cabeza

de Jezda? No hay cabellos, allí, sino una gran calva rosa deformada por el fuego.

—¿Por qué lo ha hecho? —dice Jezda con los ojos pálidos—. Necesito

peinarme. Tenga al menos la decencia de sacarme de aquí.

A partir de este momento todo se precipita. La lleva a su casa, le ofrece café y

un resto del coñac que Dora utiliza para cocinar. Jezda hace por hablar de nuevo

mientras intenta recolocarse los cabellos enmarañados. No ha terminado de

contar su historia. «Si los huesos de un ser humano se plantan y se alimentan,

la carne volverá a crecer… sobre ellos… y entonces», balbucea sobre el sofá.

La luz difusa nubla la percepción del notario. Jezda está allí para él; la abraza,

apretándola demasiado contra su tronco esponjoso. Interpreta los movimientos

bruscos como espasmos de deseo, los intentos de escapar como el producto de

un juego delicioso. Al notario le faltan manos que puedan cercar al completo el

cuerpo de la mujer. Los dedos pasan del vientre a los brazos, de los muslos a la

espalda, recorren inquietos el festín sin pararse a saborear ningún bocado. Solo

se detienen al llegar a la garganta, pues allí les parece que podrán encontrar

conforto. Está caliente, vibra como un conejo atrapado, no grita. El notario

restriega sus diez dedos sobre la piel del cuello sin ahorrarse escrúpulos. Las

yemas se llenan de brillo lácteo, de tibieza líquida. «Esto es lo que significa que

el tiempo se pare, esto es el amor», piensa. Pero el feliz descubrimiento le dura

poco, pues la cabeza de Jezda no tarda en yacer apoyada en el respaldo del

84
sofá, sin moverse, y el cuello de Jezda ya se amorata, y la única respiración que

resuena allí dentro es la suya propia.

El notario lo recuerda ahora, en el salón de su casa, sentado en el suelo con la

espalda apoyada en la puerta del armario, a oscuras. El cadáver dentro del

maletero y él que conduce de noche hasta la casa de campo en la que se crió.

Los faros del coche encendidos mientras intenta excavar un agujero en el huerto

abandonado. Y luego se ve a sí mismo tirando el cuerpo de Jezda dentro de la

fosa, y descubriendo que la tierra apenas cubre el vestido negro de la difunta.

Toca sacar el cuerpo del agujero y trasladarlo a un granero medio derruido,

cubrirlo de sacos viejos, cerrar la puerta y conducir de nuevo de vuelta a la

ciudad. Y esperar a que la policía llame a la puerta, a que algún pastor o algún

perro descubra los restos. Y ver pasar los días sin que esto suceda, nunca.

---

La criatura empezó a hablar algunos días después del incidente con Dora. Ya no

emitía chillidos animales, sino que ahora articulaba palabras reconocibles,

semánticamente completas. Sobre todo, pronunciaba «Cyprien», «vivo» y

«notario». Prefería hablar de noche. Cuando el notario entraba en casa después

de la jornada de trabajo y encendía la luz, dentro del armario se activaban los

sonidos de las mandíbulas, chacs cortantes y precisos que resonaban cada

pocos segundos. Su vida doméstica era un sobresalto continuo. Optó por

moverse a oscuras, pero nada cambió: la cosa percibía su presencia, sin

importar que el notario entrase descalzo o se guardase de pasar demasiado

cerca de la puerta del armario.

85
Lo peor sucedía de madrugada, cuando el notario yacía despierto sobre la cama.

Era entonces cuando la cosa hablaba continuamente, repitiendo palabras en un

tono agudo que le provocaba jaquecas terribles. La noche vuelve lunáticos y

deformes los pensamientos, y al notario le venían a la cabeza mil planes de fuga.

Podría escapar de noche y prenderle fuego a la casa, o meter la criatura en el

coche y enterrarla (ahora sí) en el huerto de la casa de campo, o llevarla al

bosque y triturarla bajo las ruedas del coche. Tirarla a un contenedor, lejos, en

la capital, donde no era infrecuente que se encontrasen fetos, carcasas

descompuestas y huesos mezclados con los desechos. También pensaba en

quitarse la vida lanzándose al mar o bebiendo lejía, veneno, alcohol puro. Pero

el notario era cobarde, y las consecuencias de aquel único acto con el que había

decidido tomar las riendas de su destino le pesaban ahora como cincuenta vidas

mal vividas. El notario solo sabía extender certificados, levantar actas y sellar

documentos. La realidad del armario le superaba.

Recordó la muchacha que le había vendido el tiesto de terracota. «¿Para qué lo

utilizará?», le había preguntado, y el notario había empezado a sudar de nuevo,

paralizado, y la muchacha había reformulado la cuestión. «¿Lo usará para flores,

hierbas aromáticas… o piensa trasplantar un arbusto o algún pequeño frutal? Se

lo pregunto para recomendarle el tamaño y la forma que se adapten mejor a lo

que busca». Y al notario solo se le había ocurrido decir: «Lo usaré como

paragüero», a lo que la muchacha había sonreído para luego responder: «Un

toque de clase». Fue así como compró un tiesto con forma de ánfora y fondo

plano, lo suficientemente ancho para que la semilla cupiese por el orificio.

¿Por qué había plantado el cráneo de Jezda? ¿Por qué había regresado al lugar

del crimen y recuperado la cabeza que las alimañas se habían encargado de

86
limpiar durante el verano? Por miedo a que pudiesen identificar a Jezda a través

de las piezas dentales si encontraban sus restos. Por culpabilidad y

remordimiento. Porque no era justo que tuviesen que vivir separados, cada uno

en su soledad, si podían unirse bajo el mismo techo. Y porque Jezda le había

dicho aquella noche fatal, en el puerto, que los huesos son semillas, y de las

semillas crecen plantas, árboles, flores. Los huesos encierran una vida entera,

un cuerpo completo. ¿Por qué no probar, entonces? ¿Por qué no cocer el

cráneo, limpiarlo completamente y hacerlo dormir en la tierra, cultivarlo como se

cultiva la flor más rara?

---

Un día Clorinda lo llamó a casa y el notario aprovechó para comunicarle el cierre

temporal del despacho. Desde aquel día, el notario ya no va a la oficina. Ha

cogido una baja. Nerviosismo y agotamiento, ha escrito el doctor en el informe.

Ha dejado de tomar las pastillas que le han recetado: no pueden curar su

problema. De hecho, ya no existe el problema: aceptando la realidad del armario

se han terminado sus preocupaciones. La cabeza de Jezda habla ahora con

mayor claridad. El notario ya no evita el contacto con la calavera parlante, al

contrario, lo necesita. Es capaz de abrir la puerta del armario, de encender la luz

y pasar tiempo con ella. Hace dos días que la mandíbula inferior se ha liberado

de la tierra, y su Jezda puede ahora mover la boca con total libertad. Entre los

dientes despunta ya una pequeña lengua rosada como la de los gatos. El notario

está convencido de que, bajo la tierra del tiesto, se está formando un tronco y

nuevas extremidades que le permitirán, con el tiempo, moverse con total libertad.

—Verás que te volverá a crecer el pelo —le dice.

87
Ha comprado un juego de tocador en plata para cuando regresen los mechones

dorados. Por el momento, Jezda debe conformarse con un vello finísimo de

recién nacido. La carne que le cubre el rostro ya no está en sangre viva. Se ha

formado una película dérmica que retiene el tejido muscular, las mucosas, la red

de vasos sanguíneos. Sus ojos, sin embargo, todavía se muestran viscosos y

hundidos como los de los peces muertos, pero el notario confía en que volverán

a recuperar su azul frío.

—Cyprien… viene. Viene ahora. Está… viniendo —pronunció la calavera.

—Los huesos de Cyprien —recordó el notario—. ¿Dónde están?

—Viene… viene ahora —dijo de nuevo.

El notario casi nunca sale de casa. Los que lo conocían están convencidos de

que se ha vuelto loco por el exceso de trabajo. Dora ya no limpia el apartamento

del notario, y los caseros, en respuesta a las advertencias que le han hecho

viejos conocidos, lo han llamado varias veces para asegurarse de que todo esté

en orden. El notario les ha respondido siempre con cortesía, sigue pagando el

alquiler religiosamente y no se han verificado desperfectos en el inmueble: no,

ellos no pueden hacer nada para forzar la entrada en la vivienda. Se

sorprenderían al comprobar que el apartamento está siempre limpio y en orden

a pesar de la ausencia de Dora. El notario es un excelente amo de casa. Incluso

ha perdido peso.

Hoy, por ejemplo, vuelve a ser un día de primavera; pronto regresará el verano.

El notario lleva puesto un delantal y corta aguacates, cuyos trozos irregulares va

añadiendo a una ensaladera. Pone los huesos redondos de la verdura en un

platillo: ha aprendido a apreciar el corazón de las cosas. Ha abierto las ventanas,

88
está convencido de que a Jezda le gustará respirar el aire del mar. Pero Jezda

duerme en el fondo del armario, y todo está en silencio. Entonces suena el

timbre. «Los caseros han adelantado sus vacaciones», piensa. Se limpia las

manos en el delantal y abre la puerta.

De pie en el umbral hay un hombre imponente y fiero que, con su figura, cubre

la luz diurna por completo. El notario percibe cierta deformación en su rostro,

como si le hubiesen aplastado los rasgos hacia la izquierda, pero ese detalle no

le resta belleza. El hombre lo empuja dentro de la casa y cierra la puerta tras de

sí, asegurándose de hacer correr pestillos y pasadores.

—Jezda —pronuncia el gigante.

El cráneo chilla dentro del armario, tan fuerte que el notario cae desplomado al

suelo.

—¡Cy…pri…eeeen! —vibran los cristales de la ventana.

Cyprien abre la puerta del armario, la arranca de sus goznes y se abalanza

dentro. Desde donde está, el notario solo ve la mitad de su cuerpo macizo,

mientras la otra mitad rescata del interior del ropero el tiesto en el que crece la

Jezda deforme y menguada. La cabeza y el gigante se reconocen. Están juntos

de nuevo. Cuarenta años de espera se disuelven en las lágrimas que liberan los

ojos ciegos de Jezda. Entre los brazos de Cyprien el tiesto se ve pequeño y frágil.

«¡Cuidado!», le gustaría decirle. Pero el notario se espanta terriblemente al

verlos una en brazos del otro, avanzando hacia él como un solo cuerpo. Se lleva

las manos a la cara y, bajo las yemas de los dedos, siente los ángulos duros de

su calavera. Su semilla tiembla.

89
Érica Couto es la responsable del blog En La Lista Negra. Autora
de Cuerpos. Las otras vidas del cadáver (GasMask Editores, 2017),
y co-fundadora de Todo tranquilo en Dunwich (el podcast de
literatura fantástica que realiza junto a José Luis Forte). Sus relatos
de ficción extraña galega se puede encontrar en Contos estraños.
Director de

Traducción por Amparo Montejano


Todas las entrevistas que hemos hecho hasta ahora, suponen
para este equipo un momento “íntimo” y maravilloso por
aquello de poder conocer a las personas que se encuentran
detrás de una imagen, de un blog, de un libro…, pero, con
Jon… ¡Con Jon Padgett nos hemos quedado prendados! No
sólo por representar como nadie el espíritu “de lo extraño” y
lisérgico, sino también porque nos ha fascinado y encandilado
como persona. Esperamos que os ocurra lo mismo…

- Amparo Montejano

1- ¿Cómo surgió tu devoción por la figura de un autor, casi olvidado, como

Ligotti, cuya literatura rompe con los patrones de horror de la época?

En la primavera de 1991, navegando por entre pilas de libros de terror —en una

librería local de Hoover, Alabama—, me topé con la versión de bolsillo de “Las

soñadoras muertas de Ligotti”. Y me impresionó de inmediato su título evocador,

desesperado… y, cómo no, su portada. Además, ese volumen contaba con la

consiguiente propaganda, hecha por el propio Washington Post, que rezaba así:

"Ponga esto en la estantería entre Edgar Allan Poe y H. P. Lovecraft, a donde

pertenece…"

Y lo compré. Y admirador y ávido lector que soy de Lovecraft y Poe, sabía que

la colección de Ligotti ahondaría profundamente dentro de mi esencia y, no me

defraudaría. Y, ¡no lo hizo! De hecho, encontré en Ligotti —tanto en la vida como

después de su muerte—, a mi autor de prosa predilecto.

Recuerdo haber leído "The Frolic", el relato más convencional de Ligotti y,

quedarme hipnotizado con las visiones cósmicas, deliciosas y felices de Jon Doe.

Los cuentos, en SoaDD (Songs of a Dead Dreamer), estaban tan llenos —en

92
uno u otro grado—de ese tipo de éxtasis sombrío y ominoso (enriquecido con un

humor rico y satírico) que, sentía que, como lector, nunca antes había

experimentado algo semejante. Era como si Ligotti compartiera todos mis miedos

y obsesiones —los más íntimos, junto con aquellos que

navegan por mi nubloso inconsciente—, y supiera

proyectarlos artísticamente a través de una prosa precisa,

aunque convenientemente elegante.

Resumiendo, allá por el año 91, sentí que las historias de

Songs of a Dead Dreamer se habían extraído de mi mente

dormida y se habían puesto en papel —como si yo fuera el

protagonista de The Bungalow House, al leer por vez primera

su compendio de monólogos oníricos—.

Las historias de Ligotti casi siempre transportan mi imaginación, y —

paradójicamente y considerando el tema— me producen una gran sensación de

bienestar, alivio y calma. Por citar, "Los capullos" de Ligotti: cuando leí las

historias de Tom, sentí (y siento) una "... gran sensación de escape de los polos

del miedo y la locura ..., como si pudiera existir serenamente fuera de los

grotescos ultimátums de la creación. Un espectador fascinado que mira de

manera clínica al caótico tumulto que lo rodea y dentro de él ".

Así es que, cuando los leo, entro en un estado de embriagada y plácida

consciencia por lo que, las historias de Ligotti han resultado ser para mi

imaginación, una intromisión profunda de Meditación cuasi Trascendental.

93
De vuelta al 91, recuerdo que no pude parar de leer el libro —ni siquiera mientras

conducía desde el aparcamiento de la librería hasta mi dormitorio del campus

universitario, hasta el punto de que, si hubiese muerto en el trayecto, aquella

muerte habría resultado de lo más irónica—. Después de terminar “Canciones”,

inmediatamente comencé a releer el volumen, (cosa que jamás me había

sucedido con ningún otro libro).

2- Jon, ¿puedes contarnos un poco acerca de la plataforma "Thomas

Ligotti Online"?

Después de descubrir el trabajo de Ligotti, me sentí como si fuese el único lector

sobre la tierra, con una conexión —con su ficción— casi cósmica, y quería que

el resto del mundo pudiese compartir dicho sentimiento. Entonces, comencé a

contactar con lectores de Ligotti (de aquí y de allá) aunque, me sentía de alguna

forma apenado al tener la sensación de que el entusiasmo con el que yo lo

admiraba, no era algo extensible para el gran público. Así es que, como

investigador y, más tarde, bibliotecario, en los días anteriores a Netscape,

comencé a navegar por la World Wide Web, utilizando una versión anterior de

un navegador de solo texto llamado Lynx, con el que después de años de sólida

presencia en redes, traté de propagar el enigmático y singular trabajo de Ligotti

—aunque, me frustraba, ante la relativa falta de conciencia sobre su ficción—.

Finalmente, fue en 1997 —al recibir un trabajo en la ciudad de Nueva York en el

que se me pagaba muy poco, pero, tenía un montón de tiempo libre para navegar

por Internet—, cuando realmente me convertí en un defensor a ultranza del autor


(algunos me tacharían hasta de fan molesto) dentro de la web: alt.horror.cthulhu

Usenet newsgroup.

Después de discusiones de todo tipo, sobre todo de índole semántico, logré crear

el grupo de noticias: alt.books.thomas-ligotti. En él, conté con el apoyo acérrimo

de Matt Cardin, quien pasó conmigo muchos de esos primeros días, creando

análisis improvisados y brillantes del trabajo de Ligotti. Un sitio web, creado

mediante HTML —robado de un sitio web de fanáticos de William Faulkner—.

Lamentablemente, la versión 1 de TLO está, desde principios de 1998, perdida

por el ciber-vacío, aunque, la versión 2 —de otoño de 1998— se puede encontrar

pinchando aquí (al menos en parte), y la versión 3, existió durante los

consiguientes cinco años posteriores y, se vio así.

En la versión 1 a 3 de TLO, publicamos varias historias de Ligotti, algunas

inéditas. TLO se convirtió en el primer sitio web en el que editar obras de Ligotti

— fue el “primer hogar” de la magistral novela Mi trabajo todavía no está hecho

—; y desde hace 20 años, la fuente de (más o menos) noticias relacionadas

con Ligotti; además, se transformó en el portal idóneo para que los lectores de

Ligotti conversaran y compartieran pensamientos e ideas.

Igualmente, TLO publicó, por vez primera, la extraordinaria historia corta de Matt

Cardin, "Teeth", así como el lugar en donde Brandon Trenz editó el guión original

de X Files, Crampton.

Unos cinco o seis años después de los veinte años de vida de TLO —hasta la

fecha—, el sitio web permanecía en “silencio”, principalmente por motivos de

95
trabajo y por el cariz activo que había tomado mi vida en el marco de mi nuevo

hogar, Nueva Orleans. Afortunadamente, en el 2004, Brian Poe (alias Dr.

Bantham), me contactó con un ingenioso plan que haría que nuestra web

reviviese. Y ¡ya lo creo que lo hizo! Durante los siguientes 14 años, TLO se

convirtió en una comunidad próspera y vigorosa de lectores de Ligotti, que es lo

que originariamente se pretendía. ¡Jamás podré agradecerle a Brian todo lo que,

gracias a su ingenio, conseguimos! Y aunque hemos tenido nuestros altibajos

lógicos, TLO sigue siendo una fuente importante de análisis y discusión de la

ficción extraña, (cosa que va mucho más allá de mi plan primigenio centrado

únicamente en la figura de Ligotti).

Y fue en el año 2005, cuando el propio Ligotti mencionó a TLO:

"Lo que más me gusta de este sitio, es la idea de que las personas que aprecian

mis historias de terror hablan de cosas que no tienen nada que ver con mis

historias de terror…, tal cual solíamos hacer allá por los

años sesenta.”

Dos décadas después de su creación, TLO tiene más

energía que nunca, con el lanzamiento de Vastarien: A

Literary Journal, la botadura de Cadabra Records con la

obra de Ligotti, The Bungalow House y, sobre todo, con la

increíble reimpresión por parte de Penguin, de una de las

grandes obras maestras de Ligotti, La conspiración contra

la raza humana.

96
3- Para cualquier iniciado en el universo Ligotti, ¿qué trabajo

recomendaría como primera inmersión en los textos del autor?

Tan sólo hablaré con mi experiencia, que comenzó con las dos primeras

colecciones de Ligotti: Songs of a Dead Dreamer y Grimscribe.

La primera historia en Songs, la mencionada "The Frolic", es especialmente una

muy buena entrada a su trabajo, ya que se desarrolló —intencionadamente—

para ser más accesible a un lector de horror contemporáneo.

4- ¿Cómo surgió la idea de desarrollar una revista como "Vastarien"? ¿A

qué problemas se enfrenta un proyecto como éste en su deambular

cotidiano?

En agosto del año 2015, un pequeño grupo de lectores y

escritores —entre los que yo me encontraba— decidimos

reunirnos con un propósito común: crear una publicación

que presentase noticias, ficción, ensayos weirds, arte

visual, poesía y nuevas ideas “ligottinianas”. Y así, surgió

Vastarien: A Literary Journal.

Nuestro proceso, desde el principio, fue lento, deliberado

y minucioso. Siguieron meses de planificación, en los que

hubo que crear estatutos y conseguir presupuesto…, todo

ello, previo a la implementación de nuestro sitio web en mayo de 2016. Abrimos

la publicación para las presentaciones de nuestro número 1, poco tiempo

después. Y fue un éxito. Hasta el punto de que, a finales de ese año y comienzos

97
del 2017, el número inaugural se hallaba tomando forma delante de nuestros

orgullosos ojos.

Por supuesto, incluso en los primeros días de su creación, sabíamos que la

recaudación de fondos para Vastarien, sería un tema crucial. Por ello, en uno de

nuestros primeros correos electrónicos con el grupo editorial, mencionamos el

hecho de que sería necesaria una importante campaña de crowfunding para

poder publicar con los altos estándares de calidad con los que pretendíamos

hacerlo. Pero, la extraordinaria respuesta que recibimos, desde el inicio de la

recaudación de fondos (casi un 300% por encima de nuestra meta de

financiación, con 223 patrocinadores), nos aseguró la perpetuidad de Vastarien

hasta 2018 y, algo no menos relevante: que los artistas y autores colaboradores,

recibiesen una recompensa monetaria justa —con tarifas de escritores

profesionales—.

5- Una de tus aficiones más reconocidas es el ventriloquismo; Al respecto,

has creado una obra (El secreto del Ventriloquismo) que guía a los

fanáticos en este tipo de arte. ¿Cuándo surgió en ti la llama de esta pasión

especial?

Mi padre y mi madre cometieron uno de esos errores de los que luego

se lamentan: "¿en qué estábamos pensando?" (Risas). Y es que, una

noche, cuando contaba tan sólo con cuatro años, me dejaron —antes

de ir a dormir— ver un pequeño episodio (bastante desagradable,

por cierto) de The Night Gallery de Rod Serling, llamado "The Doll",

98
basado en el cuento corto del mismo nombre, del gran escritor Algernon

Blackwood.

Recuerdo que la muñeca tenía una cara bastante cuadrada y gorda —nada

parecida a la mía—, con el pelo enmarañado y rubio y unos profusos y negroides

párpados negros debajo de los ojos (profundamente cerrados). Pues bien, en

mis pesadillas, los párpados de la muñeca siempre se abrían por sí solos,

revelando unos pérfidos y despiadados ojos azules para, y de forma inmediata,

abrir con una amplia y maquiavélica sonrisa difusa, una boca repleta de…

¡dientes! Después, la muñeca se sentaba.

“La Muñeca” del relato “vivía” sólo para vengarse de un objetivo predeterminado.

Literalmente, era imparable una vez que tenía a la vista su presa (podía ser

destruida temporalmente, pero, siempre regresaba como nueva para completar

su trabajo). En el caso del corto de televisión, el objetivo de la muñeca era un

rico coronel británico que había sido responsable, en última instancia, de la

ejecución de un indígena insurgente en la India —ocupada por británicos—.

"Es mejor que permanezcan despiertos, coronel" —le advirtió el hermano del

indio muerto durante una visita no deseada a la casa del coronel— "la muñeca

tiene dientes ... y no hay medicina en la tierra para salvarlo".

Esas “palabras burlescas” me persiguieron durante toda mi infancia. Al igual que

nuestro desafortunado coronel, yo también tenía motivos para temer ir a dormir

porque, todos los sueños que tenía —de manera recurrente y casi todas las

noches durante los siguientes cinco años— giraban en torno a la consabida

muñeca. Porque ella era la cosa más aterradora que había visto jamás; con aquel

99
regocijo inalterable y estático, con aquellos dientes afilados que impregnaban

todo de una especie de alegría artificiosa y mecánica. Y aunque jamás hizo

sonido alguno, y resultaba imperceptible en muchas de mis pesadillas, yo sabía

que estaba ahí porque, podía notar esa imparable y asfixiante presencia que me

enfocaba como desde dentro de una lupa, y me recorría por completo…

Sabía que la Muñeca solo tenía que morderme una vez —con su fatal veneno—

para terminar el perturbador trabajo de aniquilarme, pero, la Muñeca parecía

contentarse con prolongar mi tormento indefinidamente, y así, una y otra vez, mi

vida se alargaba. Porque ella era extremadamente paciente. Y en las huecas

aureolas del cristal de sus ojos y en aquella sonrisa maniaca y pétrea, yo sentía

que me codiciaba…, continuamente ... por siempre.

Muchas noches me despertaba gritando sin saber por qué; sin saber si seguía

dormido o ya estaba despierto. Y hubo noches, noches terribles en las que el

pequeño rastro de aquella muñeca se perfilaba a los pies de mi cama. Y yo

lloraba y rezaba al cielo: “no me dejes soñar con Ella esta noche…”

Una noche —aproximadamente cinco años después de estas pesadillas, ya en

mi ático y con una versión del sueño de la Muñeca— me di cuenta de que estaba

soñando, de que no era real. Y me sentí bien porque, era la primera vez que fui

capaz de distinguir lo que era veraz, de lo que no lo era.

Y entonces sucedió algo asombroso. Primero, dejé de correr y encendí la luz.

Entonces, como en una película, veía mi propia cara transformándose en el

reflejo burlesco y sangriento de la Muñeca, mientras que el rostro de ella parecía

desvanecerse en una nube de dudas. Y me vi persiguiendo a la Muñeca y

100
agarrándola por una de aquellas paticortas y sucias extremidades hasta que…,

¡se la arranqué!

Desperté de inmediato, ¡lúcido, alegre y aliviado! Y aunque, he vuelto a soñar

con ella, sé que no tiene ya poder sobre mí.

Por supuesto, después me he encadenado a ideas obsesivas con títeres y

muñecos de ventrílocuos.

Y yo me pregunto, ¿qué es lo que hace que todo este tipo de muñecos nos

asusten de esta forma?

Los maniquíes son similares en forma y tamaño a

los niños humanos y parecen vivos a través de los

movimientos y la voz fingida del ventrílocuo. Y

cuando estas réplicas infantiles —de madera y

yeso— cobran “vida”, una audiencia dispuesta a

creer en tal premisa, transforma esa falacia en algo

objetivo y real. Pero, no son los movimientos

extraños del maniquí los que realmente nos aterran.

El miedo se produce cuando el muñeco está inerte

—quizás sentado sobre una silla, cuando termina el

espectáculo—. Y, aun así, sabemos que esos ojos

de cuencas vacías se mueven; sabemos que su boca, todavía puede abrirse;

sabemos que en cualquier momento puede arrancar a hablar. Además, sabemos

que esto va a ocurrir sin necesidad de que allí, junto al muñeco, se encuentre el

ventrílocuo. La visión de un muñeco de estas características, si es observado el

tiempo suficiente, puede llegar a perturbarnos; incluso, a volvernos locos pues,

es parecido a observar un cadáver humano. De alguna manera, tenemos miedo

101
—o quizás la esperanza— de que tanto el maniquí como el cadáver se muevan

de repente. Y ese temor —o deseo— puede hacernos pensar, de forma

consciente o inconsciente, si nuestra animación —tanto física como mental — es

tan artificial como la del muñeco. En última instancia, todos estamos condenados

a ser tan inertes, tan vacíos, como lo son ellos. Los maniquíes de ventrílocuos

son, simplemente, demasiado parecidos a nosotros mismos, ya sea vivos o

muertos, y eso, los hace aterradores. ¿No estamos todos aterrorizados, en uno

u otro grado, al saber que un día no seremos más que carne inerme? ¿No es

eso más que la paradójica lucha humana —como conciencia colectiva— propia

de los organismos vivos?

Como escritor, lo que me fascina es el muñeco inerte, sin ventrílocuo; sentado

allí solo…, en lo que podría decirse que es un estado ideal de vacío meditativo.

Ni vivo ni tampoco muerto.

102
6- Tu nueva novela The Broker of Nightmares (ya en pre-orden), parece

emanar, al menos con un primer y poco exhaustivo vistazo, de esa visión

delirante del horror ontológico de Ligotti. ¿Podrías contarnos algo al

respecto?

¡Buena pregunta y muy buena apreciación! La historia de Thomas Ligotti, "El

ángel de la Sra. Rinaldi ", cuenta la historia de un niño que sufre de pesadillas

terribles, y que su madre trata de remediar con una consulta a un mistérico

experto en el asunto —concebí al personaje de Broker como tal—. Una mujer

obsesionada (al haber perdido buena parte de sus recuerdos infantiles), y

desencantada con la vida que le ha tocado vivir, busca a un experto en este

campo para que solucione los problemas de su pequeño. Y aquí —y casi por

accidente—, apareció todo el tema de obsesiones / adicciones al incluir los altos

costes de los anestésicos, junto a las dificultades que existen para poder

obtenerlos.

Hablando de eso, el libro está agotado en forma impresa, pero el libro electrónico

se lanzará a principios de 2019.


103
7- Finalmente, Jon, nos morimos porque nos avances algo sobre tus

nuevos proyectos ...

Gracias por preguntar y, por entrevistarme tan amablemente.

Pues, hay muchos, muchos proyectos, y ¡muchos en construcción!

Para empezar: tres números más de Vastarien: A Literary Journal, se publicarán

en este próximo año 2019 y, os aseguro que, si os gusta el trabajo de Ligotti, os

encantarán las próximas revistas de Vastarien.

Además, Dilatando Mentes Editorial publicará la traducción al

español de mi colección del 2016, El secreto del

Ventriloquismo, en la primavera del 2019. Esta será una

edición gloriosa y totalmente ilustrada.

También glorioso: Nightscape Press lanzará un conjunto de tirada limitada que

contiene ediciones de tapa dura completamente ilustradas de El Secreto del

Ventriloquismo, del brillante Gatewats to Abomination, de Matthew M. Bartlett y,

una tercera tapa dura —sin título— con tres historias

colaborativas entre Bartlett y yo. Igualmente, hemos

tenido la inmensa fortuna de que varios artistas han

proporcionado, al compendio, sus obras de arte —con

diferentes enfoques al respecto del conjunto—, que

incluyen el estuche y las propias cubiertas. Todo ello

se lanzará en el 2019, y se puede obtener el pedido

anticipado en la tienda web de Nightscape Press.

105
También coeditaré una antología de Nightscape Press, junto con los

maravillosos autores Robert S. Wilson y Lynne Jamneck: Weird for Good: A

Charitable Anthology. En palabras de Bob Wilson, la antología pretende lo

siguiente:

“... contribuir con todos los ingresos netos a RAICES, una organización benéfica

fantástica dedicada a la educación y los servicios legales para refugiados e

inmigrantes.

Elegimos esta organización benéfica porque no está bien que el gobierno de los

Estados Unidos deshumanice a los inmigrantes y refugiados. Porque no está

bien tratar a los seres humanos, sin importar de dónde sean, como seres

desechables que no merecen las mismas libertades y oportunidades que sí

poseen los ciudadanos naturales. Porque no está bien separar a los niños de

sus padres y dejarlos traumatizados, y enfermarse o incluso morir a causa de

una fantasía racista y nacionalista de una América blanca, amurallada y aislada

del resto del mundo.

Si estás de acuerdo con nosotros y escribes ficción extraña, ¡queremos ver tu

trabajo en 2019! WFG pagará al menos una tarifa semiprofesional por las

historias aceptadas y serás publicado por Nightscape Press. ¡Anunciaremos la

fecha para las presentaciones abiertas y las pautas oficiales a principios del

2019! ...”

Para aquellos que no lo saben, WEIRD FOR GOOD seguirá los pasos de

FANTASY FOR GOOD (2014), contribuyendo a The Colorectal Cancer

Alliance y a HORROR FOR GOOD (2012) —que trabajan codo a codo con

AMFAR, The Foundation for AIDS Research.

106
Esperamos cumplir o superar los estándares de éxitos anteriores, y recaudar

tanto dinero como nos sea posible para que los refugiados e inmigrantes tengan

la oportunidad de luchar y rehacer sus vidas, en un Estados Unidos abierto a la

fraternidad con otras razas y culturas.

No podría estar más feliz ni más honrado de trabajar en este proyecto con Bob

y Lynne. Mi primera aventura en Nightscape Press, The Broker of Nightmares,

fue en su primer Chapbook caritativo, y una tercera parte de todas las ganancias

se ha destinado (y se destinará) a la ACLU. Un segundo “libro caritativo” de

capítulos —escrito por mí—, Origami Dreams, se encargará de recaudar fondos

para RAINN, una línea telefónica nacional contra las agresiones sexuales, y que

también se lanzará en 2019. Casi al mismo tiempo, Cadabra Records lanzará

un LP de Origami Dreams, con una narración propia.

También hay una serie de libros en los que aportaré trabajos, uno de los cuales

ya está disponible en forma de libro electrónico (y pronto se imprimirá), Ashes &

Entropy. Este libro tiene una tabla de contenido estelar y es de lectura obligatoria.

Y ¡sí!, también sale a través de Nightscape, que es un tipo de publicación que he

aprendido a amar y a admirar, tanto por su misión caritativa, como por los

exquisitos y meticulosos libros que producen.

107
Vastarien es una fuente de estudio crítico y
respuesta creativa para el corpus de

Thomas Ligotti
https://vastarien-journal.com
Disoluciones
Obras finales de William Kamen

Museo de Arte Contemporáneo, Oslo

11 de mayo – 3 de septiembre, 2023

Disoluciones explora la singular dirección conceptual en los trabajos finales de

William Kamen (Perth, 1967 – Oslo, 2021). Las pinturas en esta exhibición

llevan a un extremo de radical concreción las ideas ya dominantes en su obra,

especialmente en la serie Astronomía Interior (2009), presentada en 2011 en el

Museo y recibida con unánimes

elogios de la crítica.

109
En el arte occidental, una obra suele ser aprehendida por nuestros sentidos

como la integración de sus propiedades físicas, tales como su forma, su color y

su textura; parámetros siempre estáticos, invariantes y fijos en el tiempo. En las

pinturas –y en la única escultura– que componen Disoluciones, Kamen hace

pedazos este paradigma y presenta transiciones en flujo, múltiples partes

ensambladas en lo que inicialmente luce como una masa indiferenciada, pero

que con cada nueva observación parece fluir más velozmente hacia un punto de

fuga, término clásico del arte que aquí adopta una nueva y ominosa significación.

Es sorprendente que en esta era de información universal instantánea no se

conozcan detalles acerca de la niñez de Kamen. Los escasos datos

autobiográficos que registró en sus cuadernos de notas refieren solo una

adolescencia signada por violentas pesadillas y terrores nocturnos, que luego

desplegó como motivos recurrentes en su obra temprana. Durante gran parte

de su vida adulta fue un artista recluso, absolutamente desligado de las

tendencias del arte contemporáneo y de lo que él llamaba el estado del mundo.

Incluso en las raras ocasiones en que un evento cataclísmico penetró

temporalmente su coraza de aislamiento –como el suicidio de varios asistentes

a su exhibición en 2009–, Kamen rechazó cualquier tipo de contacto con el

público y la prensa especializada.

110
Este encierro voluntario fue la piedra basal a partir de la cual concibió su

filosofía del arte. El concepto fundamental que permea su obra es la idea de

volverse uno con la pintura. Las hondas raíces de esta aproximación se comienzan

a apreciar en su tríptico Fusión/Autorretrato (2011), donde el artista planifica una

fuga existencial, no ya de los horrores de la vida contemporánea –que le

resultaban irrelevantes e incluso risibles–, sino de la tumoral y aullante pesadilla

en su propia mente. Esta fuga se expresa en el cuadro como la viscosa silueta dejada

por su cuerpo desnudo y recubierto con diferentes pinturas al óleo, luego de

lanzarse repetidas veces contra el lienzo y golpearlo con su vientre, sus brazos

y, finalmente, con su cabeza, en un doloroso ritual para dejar de ser en el mundo

y empezar a ser en la pintura. Solo sobreviven dos escenas del tríptico, ya que la

tercera fue destruida por el albacea de Kamen tras su muerte.

Entre 2012 y 2017 Kamen cesó por completo su producción artística para

concentrarse exclusivamente en sus estudios autónomos de anatomía. Es en

este período donde se inicia su colaboración con dos anónimos titiriteros (así los

menciona en una carta a su agente), acerca de quienes se conocen muy pocos

detalles. Se ha especulado que fueron estos individuos los que proporcionaron

a Kamen la ayuda necesaria para la ejecución de sus tres obras finales, aunque

la única evidencia que respalda esta teoría es la virtual imposibilidad de que las

llevase a cabo sin asistencia externa. Durante la indagación policial posterior a

su muerte, las escasas pistas en sus cuadernos de notas condujeron a los

111
investigadores hacia los dilapidados circos ambulantes y los minúsculos y

polvorientos teatros de los suburbios, en una infructuosa búsqueda de estos

enigmáticos colaboradores. Siguiendo lo estipulado en el testamento, el albacea

de Kamen realizó ciertos pagos en criptomonedas, imposibles de rastrear, y

varios especialistas sostienen que estas transacciones estaban destinadas a los

titiriteros. Este es apenas uno de los numerosos detalles acerca de los últimos

días de Kamen que permanecen aún en el misterio.

Cierto sector de la crítica especializada ha desestimado a Kamen como un

“mero misántropo con una malsana obsesión con la muerte”. Este

reduccionismo desconoce que Kamen tuvo a su disposición varios cursos

posibles de acción en su batalla contra el ser en el mundo. Pudo, por ejemplo,

haber tomado el fácil camino del asesino de masas, armándose hasta los dientes

y aniquilando la mayor cantidad posible de inocentes, para luego volver el arma

contra sí mismo. O elegir la vía del suicidio anónimo y silencioso. Y también

estaba a su alcance, de haberlo querido, desaparecer para siempre en cualquiera

de las dilapidadas ferias y circos de los suburbios… lugares perfectos para aquel

que no desea ser encontrado.

Afortunadamente para nosotros y para el mundo del arte, estas alternativas de

fuga no le eran en absoluto suficientes. En su visión, la que estaba inescapablemente

112
degenerada era la estructura misma de la realidad…. Corrupta, tóxica, y por definición,

absolutamente antitética a la naturaleza humana. Por lo tanto, el volverse uno con la

pintura no era en absoluto un concepto vacío ni un “artilugio”, sino su modo de

perforar el velo y escapar al otro lado. Kamen era claramente consciente de los riesgos

que implicaba su trabajo, pero siguió adelante porque nada podía ser peor que el

aquí y el ahora.

Disoluciones –término que aparece repetidas veces en los cuadernos de notas de

Kamen– abarca la serie final de doce trabajos finalizados entre 2018 y 2021. En

varias publicaciones especializadas se han relatado las dificultades físicas y

psíquicas sufridas por los curadores de su obra cuando instalaron por primera

vez las pinturas en la secuencia en que fueron concluidas, revelando así el

creciente horror al que se sometió Kamen en su fuga final desde el aquí hacia el

lienzo. Secuencia grotesca y pavorosa, es cierto, aunque no desprovista de un

macabro humorismo que se manifiesta en plenitud en Noche sin Estrellas, su

aterrador tributo a Vincent Van Gogh (el único artista a quien Kamen

explícitamente nombró como influencia).

Para concluir, Disoluciones ha sido comparada frecuentemente con las estaciones

de un Vía Crucis hacia un objetivo de trascendencia. Si bien en un análisis

superficial se aprecia esa alusión, todo posible paralelo con la Pasión se

113
desmorona inexorablemente cuando se contempla por primera vez la extática,

terrible, triunfal sonrisa de Kamen en su autorretrato final.

–– o ––

CATÁLOGO

Las primeras once obras de la serie se despliegan a lo largo de la galería principal

del Museo, en el orden cronológico en que fueron finalizadas. La

decimosegunda se encuentra en una sala exclusiva al final de la galería, cuya

temperatura y humedad están rigurosamente controladas. Esta sala no es

directamente visible desde el resto de la exhibición, por lo que se informa a

aquellas personas impresionables, niños y mujeres embarazadas que el acceso a

este último recinto es opcional y queda bajo la exclusiva responsabilidad de los

asistentes, a quienes se les recomienda tomar las debidas precauciones antes de

acceder a la sala.

I Vacío (2018)

Título original: Vacuum

70 cm x 46 cm

Alambre de cobre, piel del artista, spray acrílico sobre lienzo.

Colección permanente del Museo de Arte Moderno, Bilbao.

114
II Silencio de las Mentes (2018)

Título original: Silence of the Minds

70 cm x 100 cm

Piel y uñas del artista, spray acrílico sobre lienzo.

Fundación Thomasson, Oslo.

III Accidente de Carretera (2019)

Título original: Crash & Burn

100 cm x 100 cm

Cristales rotos, piel y cabello del artista, acuarela sobre lienzo.

Colección permanente del MoMA, Nueva York.

IV Coronación de Carlos X en la Catedral de Reims, 1825 (2019)

Título original: Couronnement de Carlos X dans la Cathédrale de Reims, 1825

170 cm x 100 cm

Piel, uñas y dedo meñique del pie izquierdo del artista, spray acrílico sobre

lienzo.

Centro Pompidou, Paris.

V ¡En Vivo desde el Matadero! (2019)

Título original: Live from the Abbatoir!

45 cm x 45 cm

115
Fragmentos de cristal y metal, dientes del artista, óleo sobre piel del artista.

Fundación Thomasson, Oslo.

VI Desnudo I (2019)

Título original: Nude I

190 cm x 190 cm

Dientes, cabello y fragmentos de hueso del artista, espuma de poliuretano,

óleo sobre madera.

Museo de Bellas Artes, Buenos Aires.

VII Noche sin Estrellas (2020)

Título original: Starless Night

190 cm x 70 cm

Oreja izquierda y cabello del artista, alambre de cobre, espuma de poliuretano,

laca acrílica sobre lienzo.

Colección permanente de la Neue Pinakothek, Munich.

VIII Factor Rh+ (2020)

Título original: Rhesus Factor +

Tríptico, 3 x 10 cm x 10 cm

Sangre del artista, laca acrílica sobre lienzo.

Préstamo de benefactor anónimo.

116
IX Desnudo II (2020)

Título original: Nude II

190 cm x 190 cm

Nariz, dientes y labio superior del artista, alambre de cobre, hilos para

marioneta, espuma de poliuretano, sangre del artista sobre madera.

Fundación Thomasson, Oslo.

X Después de la Fiesta (2020)

Título original: After the Party

40 cm x 40 cm x 40 cm

Huesos disecados del pie izquierdo del artista, en cubo sólido de acrílico

transparente.

Colección permanente del MoMA, Nueva York.

XI Ensayo con Vestuario (2021)

Título original: Dress Rehearsal

200 cm x 200 cm

Dientes, genitales, piel del artista, hilos para marioneta, espuma de

poliuretano, sangre y fluidos del artista sobre lienzo.

Museo de Arte Contemporáneo Erarta, San Petersburgo.

117
XII Autorretrato/Fuga (2021)

Titulo original: Self portrait/Escape

200 cm x 200 cm

Alambre de cobre, hilos para marioneta, espuma de poliuretano, cabeza, torso

y miembros del artista, ácido sulfúrico, óleo sobre lienzo.

Fundación Thomasson, Oslo.

Miguel Fliguer vive en Buenos Aires, Argentina. Trabaja en una


corporación global que comparte iniciales con H.P. Lovecraft.
¿Coincidencia? Ama cocinar para su familia y amigos y para él mismo,
así como la fotografía, las lecturas eclécticas, escribir, escuchar varios
géneros musicales (rock progresivo, metal, blues, jazz, jam bands,
clásica) y las largas caminatas en la playa. Miguel ha viajado –y comido–
por toda América Latina y parte de los Estados Unidos.

Cocinando con Lovecraft es su primer libro y, sin duda, el mejor hasta el


momento.
l
abandono Pedro P. González
Relato radioficcionado por La Puerta de la Noche

Más allá de las montañas, escondido al acecho de dos valles imposibles

y al cobijo de un río, estaba El abandono. Así llamaban a aquel pedazo de tierra

al borde del cielo, donde algunos que se creyeron valientes, y algunos otros

tratados de locos, buscaron un refugio en el que empezar de nuevo. Encontré El

abandono navegando en internet, buceando entre mis libros y naufragando en

los mares de viejos mapas con nombres que ya no quería volver a pronunciar.

El recuerdo laceraba mis entrañas al revisar mis apuntes de viaje, mis

cuadernos, fotos, dibujos y legajos. Masticaba guías de viaje y revistas de una

vieja tienda ya cerrada, absorto, en inacabables momentos de soledad tras la

ruptura sentimental que estremeció los cimientos de mi propia existencia. En

estos momentos oscuros y de absoluta tristeza, encerrado entre paredes

mohosas a las que apenas rozaban la luz o el aire, buscaba un lugar al que

dejarme llevar, arrastrado por algún tipo de extraño mecanismo, donde

120
conseguiría desprenderme del pesar y de la polvorienta angustia. Empaqueté

ropa de abrigo, un par de botas de montaña, y algunos blocs de notas. Arranqué

el coche para poner dirección al lugar en el que podría por fin olvidar.

Perdí la señal del GPS, y la radio no emitía más que siniestras

interferencias en cualquier punto del dial. Las voces metálicas, casi robóticas, se

perdían en el zumbido eléctrico de las ondas de radio. Me invitaban a seguir

avanzando, sabiendo que todo lo demás quedaría en El olvido. El viaje se me

antojó eterno. Creo que amaneció y anocheció varias veces a lo largo del

trayecto (nunca dejé de conducir), subiendo por suntuosos puertos de montaña,

rememorando las curvas de la mujer que, en algún momento del camino, dejó

de ser parte de mí. La carretera apuñalaba túneles que habían sido robados a

las montañas, y los abedules, pinos, abetos y enebros, tejían la red oscura y

retorcida de la que ya nunca volvería a salir. Dejé de ver coches y personas

cuando pasé de largo la montaña con forma de tritón. Estaba solo, pero de

extraña manera me sentía perseguido; quizá por la propia tristeza que intentaba

dejar atrás, o quizá por alguna otra alma sensible que, como una sombra,

buscaba calor lejos de su hogar. En el frío y apagado camino, nada más que

alcancé a ver algunos corceles salvajes, vagando libremente, en busca de pasto

en las remotas alturas que envidiaban al infinito.

Tras conducir incontables horas a través de la espesa niebla de montaña,

estaba agotado y somnoliento. No había ninguna señal, ni una sola indicación

de haber llegado, pero estaba allí. A unos pocos metros, tras un último giro muy

cerrado de más de trescientos grados, llegué a El abandono. Me saludó una

pequeña casa, con tejado a dos aguas sin chimenea. No había puerta para entrar

o ventanas por las que mirar. Una escalera de caracol la circundaba y subía

121
hacia ningún sitio, bordeando el tejado en piruetas y quiebros imposibles. Dejé

el coche en la pequeña plaza, a la sombra de la iglesia, catastróficamente grande

para un pueblo tan pequeño. Un templo, ahora impío, ínclito antaño. Vestido con

sombras pegajosas de betún y coronado con negros chapiteles afilados y que se

perdían en el cielo plomizo y rojo.

Revisé mis mapas y mis apuntes. Organicé todo para ver por dónde podría

empezar. Bajé del coche y miré alrededor en busca de alguien a quién preguntar.

No había reservado alojamiento, pero me disponía a pasar unos días tranquilo,

lo más lejos posible de mi pasado y de quienes me seguían torturando con

banalidades y preguntas incómodas; <<¿Cómo estás?>>, <<No será para

tanto>>, <<¿Has vuelto a verla?>>, <<Venga, hombre, anímate, hay más peces

en el mar>>.

Junto a la plaza adornada con árboles, moribundos y tristes, vislumbré

una humilde taberna construida en pizarra negra. Aparté una cortina marrón y

mugrienta para entrar pisando el suelo de terrazo gris. El ambiente cargado y

oscuro del bar me pareció asfixiante. Casi de oxígeno amortajado. Una mujer

rolliza, de mejillas purpúreas y dientes como percebes, me saludó e invitó a pasar

con gestos. Tras el mostrador de madera, se secaba las manos en un mandil

sucio de plástico duro con dibujos tristes. Espantaba a las moscas agitando la

cabeza. El pelo rizado, corto y grasiento, se meneaba como los muelles de un

bolígrafo. Fruncía el ceño en horribles gestos que recordaban a extraños tics de

alguna enfermedad nunca descubierta. Moscas que tocaban todo y que se

acercaban a su boca, que lamían y se pegaban sobre la carne que se secaba al

aire y a los jamones que no llegaban a curarse nunca. Se acicalaban las patas,

se las frotaban y se las pasaban por la cabeza, una y otra vez, acariciaban los

122
enormes ojos rojos con las velludas patas, delanteras y traseras, en un baño

seco que se me antojó desagradable. En uno de los rincones, una mujer estaba

sentada. Tenía en brazos a un muchacho; de unos doce años, con la piel pegada

al hueso, la mirada perdida y las piernas atrofiadas. La mujer le acariciaba el pelo

sudado, lo besaba y le susurraba con suaves risas malsanas una extraña

canción de cuna. Al otro lado, un anciano, desaliñado, gordo y peludo como un

carnero, jugaba solo a las cartas en una mesa de dos patas. Daba largos tragos

de lo que pensé que era vino, me miraba y se rebañaba los labios con una lengua

cuarteada y blancuzca.

―Algunos nos hemos ido ya ―dijo―, y otros, como el muchacho, no han

podido irse. No lo han conseguido. Ella ―apuntó con la cabeza a la mujer del

mostrador―, también se marchó hace mucho. Quizá fue de las primeras, y abrió

este antro.

Las palabras del sucio anciano seguían fluyendo, entre tragos de vino y

abruptos eructos que llenaban de esputos la mesa y las cartas. Las cartas caían

a la mesa junto a sonoros puñetazos. No entendía nada de lo que quería decir

aquel hombre, pero pensé en lo cansado que estaba del viaje. Atribuí mi estado

al sueño y a la ingente cantidad de pastillas que el psiquiatra me recetó. Las sigo

tomando, a deshoras, en esos momentos de flaqueza donde doy todo por

perdido. También di por hecho que aquel hombre, ebrio y fermentado por dentro,

solo acertaba a decir tonterías.

―Intentamos cuidar de los que se quedan. Los que ya nos fuimos,

estamos para eso; para cuidar que los que vienen, no se puedan marchar nunca.

A ti, ¿qué te ha pasado? ¿A quién has matado?, ¿a quién has avergonzado?

123
¿Qué te ha traído aquí? ―Y el carnero sonreía mostrando la lengua manchada

de vino.

Una extraña punzada en la parte trasera del cráneo recorrió mis huesos

al ver la desagradable mueca. El carnero me mostró la dentadura, una hilera de

dientes finos como cerillas y separados como un peine de marfil negro. Ignoré a

aquel tipo y a su soliloquio de locura para acercarme al mostrador y preguntar

por alojamiento. La agobiante atmósfera del local teñía de gris mi apocado

espíritu. Sentía imperiosas ganas de salir de allí. El niño me regaló una amarga

sonrisa cuajada de babas que rechacé implacable. Miré avergonzado hacia el

suelo para evitar el desagradable cruce de miradas.

La señora rolliza me indicó cómo llegar a una antigua casa de huéspedes,

al otro lado del pueblo, donde podría descansar y empezar mañana de nuevo.

El largo viaje había agotado mis fuerzas, y no estaba preparado para seguir

escuchando cuentos de borrachos. Quizá mañana. Fue entonces, cuando,

empujado por una extraña e indescriptible fuerza, me lancé a vagabundear por

el pueblo, a buscar el lecho ansiado. Fue cuando descubrí realmente El

abandono. O eso creía.

Las paredes y el suelo empedrado me vapuleaban por laberínticos

caminos que subían y bajaban, empapados por el agua de la triste lluvia perenne.

Las callejas se bifurcaban y giraban en confusas repeticiones, forjando caminos

mojados y sucios por el barro de las botas del labriego. Esquinas, ángulos

muertos y de nuevo a la casilla de salida. Piedras pesadas y gruesas, colocadas

con aparente desorden y sin sentido, que se quejaban con un agudo lamento

cada vez que eran pisadas. Las casas habían tapiado sus ventanas para no

124
escuchar los llantos de las piedras, para poder dormir cuando el día y la noche

se confunden bajo la eterna bóveda grisácea.

La sangre de lo que debía ser un cerdo abierto en canal, formaba

riachuelos negros que discurrían por el empedrado de las calles. Se colaba entre

la costura de cemento que mantenía unidas las piedras calizas y los cantos

rodados. Fluido presente de un cuerpo ya pasado que agonizaba a los pies de

dos matarifes con la piel manchada de carbón. No era un cerdo porque no tenía

morro de cerdo, ni su cuerpo era el de un cerdo; sino que era una masa pálida,

venosa y de piel cerúlea. Sin orejas de cerdo ni dientes de cerdo, daba la

impresión de ser cualquier otro animal con infame sabor, nacido a la sazón de

anacrónicas generaciones de endogamia decadente.

Subiendo, o bajando, o yendo en diagonal, o bocabajo, por una de las

cuestas que se encogían y estiraban, había un taller mecánico. Sucio y

destartalado como todo lo demás en el pueblo. Un hombre caminaba de forma

errante, rebuscaba senilmente, quizá su memoria, entre los amasijos de hierro

de lo que podría haber sido un Renault 5 copa turbo. Uno de los de antaño,

aquellos que en las curvas se salían de la carretera, a los que llamaron durante

un tiempo “ataúd”. Fueron la tumba de muchos jóvenes que vivieron rápido y

murieron jóvenes. Nunca tuve uno. Además, ya soy viejo para morir joven.

Más allá, había un puente. Databa de los romanos, o quizá era anterior.

Quizá de alguna otra civilización que no se instaló allí nunca o de alguna que

estaba por llegar. El puente, tenía un ojo enorme por donde fluía, como una

lágrima de porquería, el agua corrupta llena de peces muertos. El ojo, todo lo

veía en el pueblo. Podía ver dentro de cada habitante. Dejaba al aire las

125
vergüenzas más inconfesables y los temores más arraigados. Me sentí

observado e intenté esconder mi amargura dentro de mis entrañas, donde nadie

pudiera mirar sin abrirme antes el vientre. Era un ojo gris y enfermo, cubierto de

una fina pátina lechosa que apenas permitía ver las venas moradas y las

manchas amarillentas. Un iris malvado de tonos ocres y azules que rezumaba

maldad. Lloraba musgo muerto entre los bloques que construyen su antojada

forma, llena de giros y ángulos que desafiaban la lógica, como un trapo escurrido,

para conseguir que escupa hasta la última gota de agua en un intento

desesperado. Cuelgan del puente ramas finas y mustias que acarician el abyecto

río; las lágrimas de un sauce, negras y suaves, junto a delicados graznidos de

un cuervo y enérgicas colas rizadas de lagartija. Desde el puente, se puede ver

a un lado el antiguo molino, ahora prácticamente en ruinas, donde el molinero

amasaba la harina que obtenía al moler los huesos humanos. El afilador recogía

los huesos que el molinero tiraba al río, y con tibias o mentones, fabricaba

cuchillos y puñales que engalanaba con muelas y raíces de otros dientes.

Crucé el río mientras las piedras lloraban bajo mis pies. Pasó ante mí una

extraña procesión. Un pequeño ídolo, una suerte de virgen adornada con

guirnaldas de pus, enlutada en lana negra, empapada por el sudor de los

costaleros y los llantos de plañideras enanas que clamaban por una pérdida que

no era suya. Caminaban hacia el cementerio. Allí quedaban las tumbas de los

que nunca se fueron y murieron en El abandono. Sobre los sepulcros, no reposan

flores sino calabazas podridas y nidos de oruga. El jugo hediondo y negruzco de

la verdura corrupta, se filtraba por las gruesas losas de mármol. Cascadas de

líquido infame ahogaban el esqueleto de alguien que ya no podía nadar para

escapar. Asfixiado en su propio pesar en una agónica segunda muerte. Tumbas,

126
mausoleos y nichos. Muchos vacíos y muchos profanados; abiertos, esperando

a ser de nuevo colmados con los restos de quienes no se pudieron marchar.

Al cementerio lo bordeaban los huertos y las mortecinas tierras de cultivo.

Del suelo brotaban trozos de carne que se enraizaban entre los terrones

húmedos. Los tallos de las plantas, brotaban de la piel, y eran coronados por

girasoles que no tenía pipas sino colmillos y lenguas. Los espantahombres,

porque allí ya no se acercaban los pájaros, formaban una procesión de oscuras

figuras de carne muerta, con tacto húmedo de pasa empapada en algún tipo de

almíbar decadente. Formas grotescas que vagamente recordaban a hombres y

mujeres carbonizados, cubiertos de moscas que devoran avispas a las que

devoraban las arañas. Protegían montículos venenosos, secos y palpitantes,

donde se cultivaban tubérculos tentaculares que hurgaban en la tierra, formaban

profundas galerías y huían del Sol. Los espantahombres, guardianes de oscuros

secretos, escondían las miserias entre la paja húmeda y las tripas secas, para

que nadie pudiera si quiera rebuscar en su interior. Misterios y traiciones, como

los que todos guardamos y tememos mostrar a los demás. Secretos y mentiras

de los habitantes del pueblo, los míos incluidos.

Más allá de los huertos, vi el bosque. Los eucaliptos y nogales daban

sombra y cobijo a extraños seres parecidos a osos y jabalís. No eran otra cosa

sino perros, gatos, enfermos y deformes. Los cuerpos hinchados de gas y los

tumores purulentos infectaban sus cuerpos. Se vieron forzados al exilio, hacia la

espesura del tétrico bosque. Otro animal, con cara de niño, tenía la nariz larga y

puntiaguda, como el pico de una garcilla; pero era blando y lánguido, se

meneaba al son de unos pasos con zancadas cortas y torpes que daba con sus

deformes patas traseras. Los rojos frutos del acebo, no eran rojos ni púrpura. Ya

127
no quedaba color ni brillo en su hastiado aspecto de negro fruto deshidratado.

Las hojas, como coronas de espino, engalanaban los árboles retorcidos.

Abrazaban las mayas de alambre que, pretendían sin conseguirlo, detener el

avance de las plantas hacia el pueblo.

Los abandonenses se habían acostumbrado a vivir allí. Quizá era por mi

estado anímico, tal vez por mi estado físico o mental, pero una serenidad

sombría envolvía mis pasos. Me dejaba arrastrar como un cadáver reanimado

por las tristes callejas, bajo la suave lluvia, que susurraba nombres que no

alcanzaba a entender. Empecé a sentirme extrañamente cómodo rodeado de

tales absurdos y de tamañas incongruencias. Una sensación letárgica de

bienestar me invitaba a quedarme, plantado de por vida, en aquellas arterias

obstruidas de cemento y barro. Extrañamente tranquilo, peligrosamente

sosegado y con ganas de quedarme allí para siempre, alcancé a ver la casa de

huéspedes.

Entré en la casa. Pequeña, de una sola planta, pero con las suficientes

escaleras como para indicar lo contrario. Tiré de un cordel para golpear la

campana con el badajo de hueso. Paredes vestidas con papel pintado en verde

y beige. Telarañas y armaduras me acompañan en la espera. Enseguida un

hombre delgado con mirada aciaga atendió mi petición. No necesité ayuda, había

dejado el equipaje en el coche y solo necesitaba dormir. <<Segunda puerta.

Tercer piso>> me indicó el hombre con voz sombría, casi de espectro. Subí las

escaleras. Tardé tanto en alcanzar el segundo piso que pensé en echarme a

dormir en el rellano de la escalera. Con terribles esfuerzos alcancé el pasillo del

tercer piso, estrecho e infinito, donde más de cien puertas conducían quizás a

más escaleras. Giré el pomo de la segunda puerta del tercer piso, y allí estaba,

128
en el centro de la habitación. Tan ansiada y tan deseada. Empujé mi cuerpo

denso hacia ella y me desplomé. Caí sobre la cama con el sonoro crujido de los

muelles oxidados.

No sé si me dormí o si ya había muerto. No sabía si solo habían pasado

algunas horas o todas las horas de varios días. No había luz que pudiera entrar

por donde había una ventana tapiada. No me importó y seguí tendido en la cama,

abrazando la oscuridad, volando lejos en la introspección de mis pensamientos.

A fin de cuentas, había ido allí a desconectar y a descansar, a olvidarme de todo

lo que llevaba lastrando mi vida en los últimos meses. Me encontraba igual de

cansado, pero ver una sombra moverse a los pies de la cama, me hizo alzarme

en un respingo. No alcancé a pulsar sobre el interruptor para encender la luz, y

mis ojos, acostumbrándose poco a poco a la oscuridad, fueron capaces de ver

más sombras que se movían por la habitación, que se acercaban con pútrido

aliento a mi cara y que acariciaban los pies cansados. Se arremolinaban por el

suelo y por el techo. Unas densas sombras más oscuras que la noche infinita.

Me revolví y agité salvajemente los brazos en la oscuridad. Conseguí encender

la luz. Allí estaban. La señora rolliza de la taberna, el carnero, los costaleros y el

mecánico, el recepcionista del hotel y los matarifes, los perros y los gatos, los

muertos y el cerdo abierto en canal, arrastrando su mugriento interior por el cada

vez más lejano suelo. Todos. Intentaban atarme a una extraña noche pegajosa

que salía de las puntas de sus dedos. Unos hilos negros y densos que intentaban

atrapar mi cuerpo y sepultar mis pensamientos. Por un momento me sentí

adormecido, casi acunado en un cariñoso vaivén. Los párpados pesaban como

plomo y la comodidad intentó hacerse fuerte en mí, convirtiendo ese momento

en una rutina cálida y cómoda, donde no volvería a tener sobresaltos, donde

129
cada día seguiría siendo el mismo y no tendría que preocuparme por encontrar

motivos por los que vivir. Mis pies se fundían con esa masa pringosa y negra. Mi

mente flotaba lejos de aquella habitación, buscando cómodos rincones

abandonados de cualquier galaxia en los que echar una última siesta infinita. Vi

la cara de aquel muchacho que había visto en la taberna, con la mirada perdida

en algún punto inconcebible, perdiendo su ser en una cronología que se

remontaba a su misma concepción. Sentí su tranquilidad y su desapego a la vida.

Vi que sus fuerzas por salir a flote habían sido devoradas por esta cómoda

tristeza, autocompasiva, en la que se había apoltronado bajo un charco de baja

autoestima. Sentí que, al igual que él, nunca saldría de El abandono si no

luchaba por encontrarme a mí mismo, en la negra espesura del olvido y agarrar

mi propia mano para salir del farragoso dolor.

Con un impulso animal, me puse de pie y arranqué los hilos tensos de

miseria y olvido que intentaban pudrir mis piernas. Entre gritos y lamentos, los

abandonenses me intentaban agarrar para empujarme de nuevo a la cama.

Querían mandarme de vuelta al remolino del que tanto me había costado salir.

Salté por encima de ellos, abriéndome hueco a empujones, mientras me sacudía

la masa negruzca que empapaba mi cuerpo. Bajé corriendo las escaleras

eternas mientras frotaba con dureza la piel moribunda. Salí a la calle, y los trozos

de aquella baba oscura, caían bajo la lluvia, junto a lo que pensé durante mucho

tiempo que era mi piel. Caían pedazos de farsa, resbaladizos, que se perdían en

los charcos, dejando al aire la evidente realidad. Bajo esa piel, estaba mi

verdadero yo, anulado, en cuerpo y espíritu, durante meses por la forma de aquel

hombre que tanto daño me había hecho en tantas ocasiones. Tras de mí, corrían,

cada vez más lentos y pesados, todos los abandonenses, haciendo maullar de

130
dolor a las piedras y despertando al ojo del puente anterior a los romanos. Se

aglutinaban poco a poco. Crearon una extraña forma, algo que quizá todo el

mundo en El abandono era capaz de identificar y canalizar. Algún tipo de imagen

arquetípica, que escapaba sutilmente de las imágenes clásicas que yo conocía.

Algún tipo de imagen fetiche, atávica y atemporal, superviviente de algún tiempo

remoto que para mí era imposible de entender. Una idea tan retorcida, que no

era capaz de escurrirse entre los pliegues de mi lóbulo frontal para llegar a lo

más profundo, al centro desde el que se me dictaban las reglas ya escritas del

juego de la lógica. Imposible de asumir, porque lo que no se ha visto nunca, no

se puede ver. Porque para lo que no estamos programados, pasa inadvertido,

casi invisible; pasa de largo sin que seamos capaces de interiorizarlo. Eso me

sucedía. En una atroz parálisis, recordaba lo invisible que habían sido en mi

tortuosa relación todos aquellos malos gestos, los desprecios y la indiferencia,

colmada con años de pasividad y aturdimiento. Miraba sin mirar, en un ir de venir

de insidiosas masas amorfas que intentaban construir una imagen ante mí. Era

incapaz de comprender la visión de algo que viene de más allá de lo que se

entiende por natural. Me veía fuera de un inconsciente colectivo al que no

pertenecía, del que nunca formé parte y del que quería huir sin compartir. Mi

cerebro parecía empezar a comprender, pero mis ojos no estaban dispuestos a

seguir sufriendo tal abominable visión de lo absurdo.

Metí los índices en los ojos y comencé a tirar con fuerza hacia lados

opuestos con cada mano. La piel de la frente se comenzó a tensar para rasgarse

en finas líneas de carne unidas por venas y arterias, que no eran mías, sino

suyas. Seguí tirando para rasgar la cara y el pecho, para seguir quitándome de

encima el traje de carne que no me correspondía. Conseguí desligarme de aquel

131
cuerpo que había atormentado mi existencia. Había quedado ahora a la luz una

verdad más terrorífica que todo lo que había contemplado hasta el momento.

Aquel cuerpo, tenía su cara. Su maldita cara. Sus gestos y sus recuerdos

con mi nombre. Aquel cuerpo de hombre, de pie frente a mí, guardaba todos los

mundos que vivimos juntos. Seguía teniendo aquel brillo apagado en los ojos. Él

recordaba mis finos y sedosos labios, conocía casi todos mis secretos y los

rincones de mi cuerpo de mujer. Había navegado por mis curvas y conquistado

territorios vírgenes. Aquel hombre al que le había dado todo, me castigó con una

silenciosa corona de mentiras y verdades a medias, que me encadenaron a una

necesidad casi adictiva que ya no sentía. Con su mirada triste, se marchó

cruzando el río, no sin volver a intentar arrastrarme a su espesura. Marchó a

mezclarse con el resto de abandonenses, a sumarse a esa masa de terrible

tristeza, egoísmo y odio, sabiendo que ya no podía hacer nada para verme caer

de nuevo en el error de la autocompasión. La liberación total vino cuando

comprendí por fin aquellas formas grotescas que seguían aullando como

chacales al otro lado del puente. Los pobres y miserables habitantes del pueblo

maldito, eran en ocasiones, solo jaulas vacías, cuerpos decadentes y vainas

huecas. Muchos antes que yo, vinieron aquí y consiguieron desprenderse de las

presencias que los sumían en la negrura. Dejaban allí los cuerpos de sus

captores en una eterna putrefacción. Se unían a la turba amorfa que intentaría

impedir que otros, como yo, pudieran olvidar y empezar de nuevo. En otras

ocasiones, eran las cárceles que seguían apretando la verdadera existencia de

quienes fueron abandonados, tomando la forma de hijos, padres, enamorados y

amantes, amigos o familiares, que, como verdugos silenciosos, no dejaban vivir

a sus presas, manteniéndolos en El abandono hasta su muerte. Caían a un

132
abismo de repeticiones absurdas, en las que cometer cada día el mismo error,

sin cuestionar sus propias evidencias en una espiral de desidia. Se enredaban

en falsas esperanzas y en certezas que no llegarían nunca, sin poder salir del

cuerpo de quien los había dejado atrás, quizá hacía muchos años ya. El juego

triste de la cuerda; un tira y afloja con un alambre de espino, donde a un lado

solo hay tiranos, y al otro, sumisos oprimidos por el miedo y la dependencia.

Conseguí liberar mi verdadera forma ya casi olvidada, ahora totalmente

redimida y renovada. Dejé a aquel ser despreciable por fin en el abandono que

se merecía, y no en el que yo misma me vi ahogada. Pude olvidarlo todo tras

haber vivido en El abandono. Arranqué el coche bajo la atenta mirada de la masa

enfermiza. Di un amplio giro al volante, de unos ciento ochenta grados, y me

dispuse a marchar, a otro sitio nuevo en el que empezar, sin sentir el miedo de

volver a estar sola. Miré el retrovisor y me encontré en el reflejo de mis propios

ojos. Puse rumbo a El olvido para poder llegar hasta mi misma. Recordé las

palabras del carnero con un escalofrío lleno de tristeza. <<Algunos nos hemos

ido ya, y otros, no han podido irse>>.

133
El mito de la caída
en tres relatos del ciclo onírico de Lovecraft

Miguel Olmedo Morell


©The Agony in the Garden, William Blake (c. 1799 - 1800)

Introducción

El objetivo de este ensayo es valorar el motivo recurrente de la caída y la

decadencia de los seres humanos en el ciclo onírico de H.P. Lovecraft, así como

tipificar y conectar los casos en que esto ocurre. Para ello, analizaré tres relatos

cortos: «Los otros dioses» (1933), «La maldición que cayó sobre Sarnath» (1920)

y «La búsqueda de Iranon» (1921), poniéndolos en relación con los mitos de

Ícaro, de Sodoma y Gomorra y del Edén, respectivamente. Relacionar a

Lovecraft con la mitología nos parece particularmente adecuado ya que, en

palabras de Hernández de la Fuente (2017:42), «Como un iniciado, el muchacho


de alma trémula veía en verdad a Faunos y Sátiros entre los umbríos bosques

de Providence […] Es un paganismo onírico, ligado a la infancia, que

condicionaría muchas de las escenas de relatos posteriores».

Como dice José Manuel Losada (2008: 254), el infierno es el lugar al que

pertenece el ángel caído. Este infierno puede ser representado como la muerte,

una matanza a gran escala, la perdida de la inocencia y la voluntad de vivir…

Puede que no seamos ángeles, pero también podemos caer y encontrar nuestro

propio infierno. Eso es lo que le pasa a muchos personajes mitológicos, a

quienes podríamos comparar con los protagonistas de los relatos de H.P.

Lovecraft.

La caída de la humanidad ha sido uno de los temas más recurrentes no solo

en la historia de los mitos y las creencias religiosas, sino también en diversas

representaciones artísticas. Existen múltiples ejemplos de esto: la expulsión de

Adán y Eva del Edén, la caída de la humanidad desde la edad dorada hasta la

de hierro en la Metamorfosis de Ovidio, etc.

Las consecuencias de la caída siempre llevan a una muerte literal o figurada:

en la historia del Edén, Adán y Eva pierden su inmortalidad y se vuelven

vulnerables a las enfermedades; en «Las edades de los hombres» de Ovidio, el

mundo se volvió más cruel, y los humanos más violentos, con cada descenso de

era (de la dorada a la argéntea, a la broncínea, a la de hierro…), etc. La Caída,

con mayúsculas, representa el declive desde un estado de gracia (relacionado

con la infancia, la inocencia y la primavera) a un estado de mortalidad

(relacionado con la vejez, la experiencia y el invierno). Como la muerte es,

probablemente, el tema más universal en todas y cada una de las culturas del

mundo (ya que afecta a todos por igual independientemente de las costumbres

136
de cada sociedad), deberíamos prestar atención a la forma en que este tema se

muestra en sus expresiones artísticas.

En este artículo me propongo estudiar la forma en que H.P. Lovecraft aborda

estos temas en su ciclo onírico. Estos son de especial interés debido a que los

sueños son la representación de nuestro inconsciente, de nuestros impulsos

primarios más allá de cualquier filtro, con lo que deberían resultar particularmente

elucidantes a la hora de analizar el tema de la caída en un corpus literario que

desprende tanta simbología onírica. Pero antes de empezar, deberíamos

cuestionarnos cuál es la diferencia entre los tres mitos elegidos. ¿Cómo describe

cada uno de ellos la caída de sus protagonistas, y por qué he elegido

correlacionarlos con los relatos de Lovecraft?

El primero de todos, el mito de Ícaro, nos cuenta una historia sobre un jóven

tan orgulloso que ignoró las advertencias de su padre sobre volar demasiado

cerca del sol, lo que hizo que la cera que mantenía sus alas unidas se derritiera.

Por su soberbia, Ícaro cayó al mar y se ahogó. Éste es un caso en el que la

hibris, un pecado de transgresión y desobediencia individual, propicia la

desgracia del pecador.

El segundo mito es el de Sodoma y Gomorra, ciudades que son

exterminadas por culpa de los pecados en que todos sus habitantes han

participado. No es solo un individuo el que causa su propia miseria por culpa de

su hibris, sino una sociedad entera que comparte un pecado colectivo, así como

el castigo por sus acciones.

137
El mito del Edén nos habla de otro tipo de caída: en este caso, de un estado

de inocencia a uno de experiencia. En el albor de los tiempos, Adán y Eva vivían

en el Edén y disfrutaban de dicha absoluta y absoluta ignorancia. Pero al comer

la fruta del árbol del conocimiento (la clase de conocimiento que trae la edad, la

experiencia) son exiliados a un mundo miserable repleto de dolor y sufrimiento.

En este caso, no es la hibris (es decir, el orgullo) lo que propicia la caída de los

«héroes», sino su curiosidad, su ansía de conocimiento y de desprenderse del

manto de la inocencia. En el caso de Iranon, él cae desde un estado de inocencia

a uno de experiencia a través de un acto de anagnorisis.

El jardin de las delicias, El Bosco. Museo del Prado, Madrid, España

Hibris y declive

La relación entre «Los otros dioses» y el mito de Ícaro no es muy difícil de

establecer, ya que, tal como señala S.T. Joshi, estas historias siguen un

138
esquema muy básico de pathos (1996: 227). Sin embargo, hay algunos matices

que creo que sería interesante observar.

El hibris que podemos ver en «Los otros dioses» es la fuerza narrativa central

que mueve la acción, al igual que en el mito de Ícaro. Los protagonistas de ambas

historias se encontraban en una posición donde podrían haber elegido una vida

normal y pacífica a través de la obediencia y la rectitud moral: Barzai era el

hombre más sabio del mundo y conocía casi todos los secretos de los dioses,

mientras que Ícaro tan solo tendría que haber seguido las instrucciones de su

padre para obtener la libertad. En lugar de seguir este camino, su soberbia y su

ambición (su hamartia, el defecto trágico que desencadena su desgracia) les

hizo dejar de lado la virtud y la razón para alcanzar cimas que les estaban

vedadas: Barzai quiere ver a los dioses de la tierra con sus propios ojos, e Ícaro

quiere llegar a volar tan alto como el sol. Éste defecto trágico es el

desencadenante que les lleva a caer.

Como era inevitable, ambos sufren un castigo terrible por su atrevimiento:

Ícaro muere ahogado entre las aguas, mientras que Barzai es víctima de un

tormento cósmico.

Ambos personajes tienen un opuesto que les aconseja prudencia, un augur

o profeta (Frye 1957: 216) que intenta advertirles de los riesgos que corren.

Dédalo, el inventor de las alas con las que Ícaro y él debían escapar de Minos,

advierte a su hijo de que no vuele demasiado cerca del sol ni del mar; mientras

que Barzai emprende su temeraria expedición «a pesar de los ruegos de los

campesinos». De hecho, es la presencia de estos personajes más prudentes lo

que enfatiza la hamartia de los protagonistas, ya que, si nadie les hubiera

139
advertido de los riesgos que conllevaban sus acciones, su castigo habría sido

injusto, y la estructura del mito y del relato no sería la de una tragedia causada

por un defecto personal, sino una en que los personajes son pharmakos, víctimas

inocentes de eventos impredecibles (Frye 1957: 41).

Ahora analicemos el imaginario de estas historias, donde los elementos se

representan como una fuerza obstaculizadora y destructiva para los

protagonistas.

Según la tipología descrita por Northrop Frye (1957: 150), el agua y el fuego

adquieren un carácter demoníaco, ya que es el fuego del sol el que derrite la

cera de las alas de Ícaro, y son las aguas del mar donde encuentra su muerte.

Estas imágenes también están presentes en «Los otros dioses», en forma de la

nieve, la bruma y los densos vapores que impiden la escalada al monte Hatheg-

Kla. Podemos ver, así, que el agua representa una barrera insuperable para que

los personajes alcancen sus metas: Ícaro quiere sobrevolar el mar para escapar

de su aprisionamiento en Minos, mientras que los densos vapores del monte

Hatheg-Kla son los que dificultan a Barzai alcanzar a los dioses que anhela ver.

La imagen del invierno también está presente, y no solo por el hecho de que

ambas historias sean tragedias. En «Los otros dioses» no es difícil ver la mano

del invierno a través de la nieve y el frío («El camino era pedregoso y resultaba

muy aventurado a causa de los precipicios, grietas y desprendimientos de

rocas»), que se convierten en una prolepsis de lo que está a punto de suceder.

Sin embargo, es más difícil ver la relación que tiene el invierno con el mito de

Ícaro. Aquí debo recurrir a la tesis de Adrian Bailey, cuando argumenta que la

caída literal de Ícaro representa la caída figurada del sol, como una analogía de

140
la imagen del declive del sol y el final del año (1997: 124). Podemos ver, por

tanto, que es este «sentimiento invernal» es el que prepara el tono trágico de

ambas historias.

Justo antes del momento de recibir el castigo se produce un acto de

anagnorisis, donde Barzai e Ícaro se percatan del error que han cometido, y es

entonces cuando podemos ver esa imaginería demoníaca de la que hemos

hablado antes: Barzai emite «gritos tan terribles que nadie sería capaz de

escuchar salvo en el Fleguetonte de indescriptibles pesadillas; un grito en el que

resonaba todo el horror y la angustia de una vida angustiada comprimida en un

instante atroz» antes de reconocer a los otros dioses como «Los dioses de los

infiernos exteriores que custodian a los débiles dioses de la tierra», y descubre

que está a punto de recibir su castigo: «Ese maldito, ese condenado abismo…

¡Dioses misericordiosos de la tierra, estoy cayendo dentro del cielo!».


Hibris como causa del infortunio colectivo

«La Maldición que cayó sobre Sarnath» es una obra que ha sido analizada

principalmente para criticar las actitudes racistas de Lovecraft (Joshi 2004: 221-

222; sorprendentemente, a pesar de todas las acusaciones de xenofobia que se

enarbolan contra el autor, Joshi argumenta que aquí Lovecraft está en realidad

condenando el racismo). Sea esto cierto o no, está claro que éste no es el único

aspecto de interés.

Sarnath es una ciudad que se originó a través de un

espantoso pecado original: la matanza de los habitantes

de Ib. Esto nos podría recordar a la historia del Edén,

pero en este caso no es una persona la que comete el

pecado cuyas consecuencias acabarán sufriendo sus

descendientes, sino una sociedad entera, las tribus

nómadas que fundaron Sarnath. Este «oscuro pueblo

de pastores» no se conformó con convivir cerca de las

criaturas de piel verde, ojos protuberantes y labios

flácidos que poblaban la cercana ciudad de Ib, sino que,

asqueado por su presencia, decidió exterminar a

aquella raza y desecrar sus templos e ídolos. Esto es lo

que los relaciona con la historia de Sodoma y Gomorra.

Los habitantes de estas aldeas eran una gente malvada e injusta; la sociedad

entera estaba tan sumida en el pecado que se nos dice que, de haber habido tan

solo diez personas honestas, Dios no las habría destruido:

142
—¿De veras vas a exterminar al justo junto con el malvado? Quizá haya

cincuenta justos en la ciudad. ¿Exterminarás a todos, y no perdonarás a ese

lugar por amor a los cincuenta justos que allí hay? […] No se enoje mi Señor,

pero permítame hablar una vez más. Tal vez se encuentren solo diez…

—Aun por esos diez no la destruiré —respondió el Señor por última vez.

(Génesis 18: 20-32)

Pero los ángeles enviados por Dios no pudieron encontrar ni siquiera diez

personas honestas, y por ello se destruyeron Sodoma y Gomorra.

Otro detalle que conecta ambos relatos es que los habitantes de ambas

sociedades no solo no se arrepienten de sus pecados, sino que se regodean de

haberlos cometido. En Génesis 18: 20-21 se nos dice que «El clamor contra

Sodoma y Gomorra resulta ya insoportable, y su pecado es gravísimo. Por eso

bajaré, a ver si realmente sus acciones son tan malas como el clamor contra

ellas me lo indica; y, si no, he de saberlo». Por otro lado, los habitantes de

Sarnath celebran un festival anual para conmemorar la destrucción de Ib y

maldecir a la raza que aniquilaron. Es por esto que son irredimibles.

También existe otra relación, casi circunstancial, que asemeja aún más estas

dos historias, y es el hecho de que ambas transcurrieron en un punto muy lejano

del pasado. La de Sodoma y Gomorra es una de las primeras historias del

Génesis, mientras que los hechos de «La maldición que cayó sobre Sarnath»

tienen lugar «en los años inmemoriales en que el mundo era joven». Esto

143
confiere a ambos relatos de una cualidad primitiva, enfatizando las

consecuencias de los pécados que transmiten de pecadores a su descendencia.

La figura del augur o profeta también está presente en este mito, pero se trata

de una presencia más ominosa. En el caso de Sodoma, los habitantes tuvieron

la oportunidad de redimirse cuando dos ángeles fueron enviados para comprobar

si la ciudad realmente estaba tan corrompida como Dios había oído hablar.

Después de refugiarse en la casa de Lot, los ángeles se encuentran con que

«Todo el pueblo sin excepción, tanto jóvenes como ancianos» habían rodeado

la casa con la intención de violarlos (dato adicional: de este pasaje procede el

termino «sodomía»). Al hacer esto, los aldeanos no solo están vulnerando las

leyes de Dios, sino también las humanas, ya que no han de herir a ningún

hombre que se hospede bajo su techo (Génesis 19: 8). Después de contemplar

hasta qué punto se habían dejado corromper los habitantes de Sodoma y

Gomorra por el pecado, los ángeles ordenan a Lot que huya de la ciudad junto a

su familia, ya que él es la única persona honesta y digna de ser salvada. Todos

los demás sufrieron el castigo divino: «Entonces el Señor hizo que cayera del

cielo una lluvia de fuego y azufre sobre Sodoma y Gomorra. Así destruyó a esas

ciudades y a todos sus habitantes, junto con toda la llanura y la vegetación del

suelo» (Génesis 19: 24-25).

El profeta que intenta advertir a los habitantes de Sarnath de su futura ruina

es el sumo sacerdote Taran-Ish, quien advierte a la ciudad del peligro trazando,

en sus últimos momentos de vida, el signo de «MALDICIÓN». Es cierto que esta

advertencia no es equiparable, ya que no se ofrece a las gentes de Sarnath una

vía para redimirse; pero el hecho de que la destrucción de esta sociedad ocurra

144
durante el milenario de la destrucción de Ib deja claro que Taran-Ish trataba de

infundir miedo y respeto por aquella raza que habían exterminado.

En estas historias también podemos ver la imaginería del poder destructivo

del fuego y el agua. Como hemos visto, Dios hizo llover fuego y azufre sobre

Sodoma y Gomorra. En Judas 1: 7-8 se repite esta imagen: «Así también

Sodoma y Gomorra y las ciudades vecinas son puestas como escarmiento, al

sufrir el castigo de un fuego eterno, por haber practicado, como aquellos,

inmoralidad sexual y vicios contra la naturaleza». En «La maldición que cayó

sobre Sarnath», el elemento destructor que arrasa la ciudad es el agua. Los

habitantes de la ciudad de piedra gris de Ib vivían a las orillas de un «un lago

inmenso y tranquilo que ningún río alimenta, y ningún río fluye de él», con el que

parecen tener una conexión especial. Y es desde ese lago, mil años después de

la matanza, de donde emergen de nuevo para cobrarse su venganza. No solo

aniquilaron al rey Nargis-Hei, a los nobles y a los esclavos, sino que la ciudad

quedó sumergida bajo las aguas: «Donde en otro tiempo se levantaron murallas

de trescientos codos y torres aún más altas, ahora se extendía solo la orilla

pantanosa».

Independientemente del elemento destructor empleado para aniquilar a la

sociedad, es el pecado comunitario, compartido por todos, el que la lleva a su

extinción. Así, este castigo cobra el carácter de venganza justa y merecida,

corrigiendo los irreparables errores del pasado.

145
La caída en desgracia

Las similitudes entre el relato del Edén y «La búsqueda de Iranon» son

evidentes a la par que sutiles. Está claro que en ambas presenciamos una caída

en desgracia, un pasaje de un estado de inocencia a otro de experiencia, que

hunde a los protagonistas en la miseria. Lo que no parece tan claro es cuál es el

desencadenante que hace que Iranon merezca este castigo, ya que no ha

cometido ningún pecado. Sin embargo, esta aparente contradicción en realidad

no es tal.

En la historia del Edén, Adán y Eva se encuentran en un estado de dicha

absoluta. Tienen todo lo que puedan necesitar, son amados por Dios, y todo es

perfecto. Vemos aquí una correlación con la vida de Iranon, pues la niñez que

nos relata era una cargada de felicidad en la paradisíaca ciudad de Aira;

podríamos así argumentar que tanto el Edén como Aira son representaciones

celestiales del Paraíso. Para hacer aún más ahínco en el carácter divino de

Iranon, se nos dice que «Iranon cantó por la tarde y, mientras lo hacía, un

anciano rezó y un ciego afirmó ver una aureola sobre la cabeza del cantor».

Calificativos similares se usan para describir la ciudad de su infancia:

¡Oh, Aira, ciudad de mármol y berilo, cuántas son tus bellezas! ¡Cuánto me

encantaban las cálidas y fragrantes arboledas del otro lado del hialino Nithra,

y las cascadas del pequeño Kra que fluía por el verde valle! En aquellas

arboledas y en aquel valle los niños se entrelazaban guirnaldas los unos a

los otros, y al atardecer yo soñaba extraños sueños bajo los árboles-yath de

la montaña mientras veía debajo de mí las luces de la ciudad, y el sinuoso

Nithra reflejando una tira de estrellas.

146
Y en la ciudad había palacios de mármol jaspeado y teñido, con cúpulas

doradas y pinturas murales, y verdes jardines con estanques cerúleos y

fuentes cristalinas.

En palabras de Iranon, «La belleza de Aira es inimaginable, y nadie puede

hablar de ella sin extasiarse». Dado que Aira es tan solo una construcción idílica

formada en la mente de Iranon, éste se seguirá encontrando en el Edén mientras

siga creyendo en ella, cantando sobre ella, y buscándola. Es por eso que, con el

paso de los años, «El pequeño Romnod creció y su voz chillona se tornó grave,

aunque Iranon era siempre el mismo [...] De modo que llegó un día en que

Romnod pareció mayor que Iranon». Iranon no solo parece más joven, sino que

es más joven. Mientras prosiga su búsqueda de la idílica Aira, Iranon no puede

envejecer.

Aunque eran felices en el Edén, Adán y Eva hicieron algo que no debían:

tomaron el fruto del árbol del conocimiento para ser iguales que Dios, a pesar de

que éste les advirtió de las consecuencias: «Puedes comer de todos los árboles

del jardín, pero del árbol del conocimiento del bien y del mal no deberás comer.

El día que de él comas, ciertamente morirás» (Génesis 2: 16-17). El castigo no

se hizo esperar: «¡maldita será la tierra por tu culpa! Con penosos trabajos

comerás de ella todos los días de tu vida. La tierra te producirá cardos y espinas,

y comerás hierbas silvestres. Te ganarás el pan con el sudor de tu frente, hasta

que vuelvas a la misma tierra de la cual fuiste sacado. Porque polvo eres, y al

polvo volverás» (Génesis 3: 17-19). La correlación entre este castigo y el de

Iranon no parece equivalente, pero volveré a ello más tarde.

147
Finalmente, la enfermedad y la muerte caen sobre Adán y Eva, igual que le

ocurre a Iranon: todos ellos mueren por culpa de su caída de un estado de gracia

e inocencia a uno de miseria; la miseria de la experiencia, del «mundo real».

Centrémonos en este concepto.

En el mito del Edén, la historia se cuenta desde un nivel anagógico (una

idealización simbólica usada para expresar la esfera superior donde se halla la

verdad). Podríamos decir que esta historia es una alegoría de la caída, ya que

explica, a través de metáforas y una estructura mitológica, la presencia del mal

y de la enfermedad como consecuencias de una transgresión primordial. El

espléndido vergel del Edén es una representación de la Naturaleza en su estado

más puro, una imagen de la perfección del mundo antes de que lo corrompiera

la humanidad. Pero entonces, la ambición de Adán y Eva de obtener el mismo

poder y conocimiento que Dios arruinó este paraje idílico, convirtiéndolo en un

lugar oscuro y terrible. Lo que este mito enseña es que la humanidad es la

culpable de todos los males que la aquejan.

Por otro lado tenemos la imaginación de Iranon. Al final del relato se revela

que él era en realidad el hijo de un mendigo. Es probable que hubiera tenido una

vida muy dura; tenemos pruebas en el texto de que tuvo que lidiar con gente de

mente cerrada que vivía solo para trabajar o para entregarse a placeres banales.

En este sentido, es la mente de Iranon la que es reminiscente del Edén, ya que

se encuentra en un perpetuo estado de gracia, de inocencia absoluta, aún a

pesar de que el mundo a su alrededor es vano y carente de significado. Mientras

la gente alrededor de Iranon muere (como los duros trabajadores de Teloth, o su

amigo Romnod), él no envejece un solo día. Él está libre de todos estos males,

148
porque aún se encuentra en el Edén; un Edén que no se identifica con Aira, sino

con su mente, que le preserva imperturbable a través del tiempo.

Pero, entonces, ¿qué es lo que causa su caída?

El haber tomado el fruto del árbol del conocimiento es un acto de anagnorisis,

ya que es en ese momento cuando Adán y Eva fueron conscientes de los

conceptos del bien y el mal. No es simplemente el acto de tomar el fruto lo que

propició su castigo, sino el hecho de haber desobedecido a Dios, de haber

intentado igualarse a él. Fue entonces cuando él reconoció a Adán y Eva como

traidores, como humanos capaces de codiciar y engañar. Es este acto de

anagnorisis a través de una entidad superior lo que llevó a la caída de Adán y

Eva. En esta analogía, podríamos considerar a Dios como el superego, la

autoridad moral que enjuicia la actividad del ego, y a Adán y Eva como el ego.

En «La búsqueda de Iranon», todos estos agentes están presentes en un

solo individuo, Iranon. No es el haber cometido un pecado lo que lo lleva a su

perdición, sino un acto de anagnórisis, cuando un viejo pastor le revela la

siguiente información:

Oh forastero, he oído desde luego el nombre de Aira, y los otros nombres que

has mencionado, pero su recuerdo me llega de lejos después de muchos

años de olvido. Los oí en mi juventud de labios de un compañero de juegos,

hijo de un mendigo muy dado a extraños ensueños, que urdía largas historias

sobre la luna y las flores y el viento de poniente. Solíamos mofarnos de él, ya

que le conocíamos desde su cuna aunque él creía ser hijo de un rey. Era

atractivo, como tú, pero un poco chiflado y lleno de ideas extrañas; siendo

149
pequeño se escapó en busca de quienes pudieran escuchar con agrado sus

canciones y sus ensueños. ¡Cuántas veces me cantó sobre países que nunca

existieron, y cosas que nunca existirán! De Aira me habló mucho; de Aira y el

río Nithra, y de las cascadas del diminuto Kra. Siempre decía que vivió allí

hacía tiempo como príncipe, aunque aquí todos lo conocíamos desde su

cuna. Ni existió la ciudad de mármol de Aira, ni quienes pudieran deleitarse

con extrañas canciones, salvo en los sueños de mi antiguo compañero de

juegos Iranon, que nos ha dejado.

Es en ese momento cuando Iranon descubre que su estado de gracia estaba

basado en mentiras. Su Edén particular se desmorona ante una autoridad

superior: su propia razón, el entendimiento de que las palabras del anciano son

ciertas. Su razón (que se podría identificar como el superego, la información

externa y factual) hace que su ego, su parte consciente, pierda el velo de la

inocencia y caiga en desgracia. Es entonces cuando finalmente se ve como un

viejo vestido con harapos. Su inocencia se ha desvanecido para dar paso a la

experiencia y la miseria a través de un acto de reconocimiento. En esta historia,

no solo se centra toda la acción en Iranon, sino que también es él quien la crea.

Adrian Bailey también propone una interpretación alternativa al mito del Edén:

según él, algunos académicos han identificado a la serpiente del Genésis con

Eva (1997: 152). Si éste fuera el caso, veríamos un acto de autodestrucción: ella

contenía en sí misma la «semilla» que causaría su caída y la de Adán (al igual

que todos nosotros, ya que es inevitable que pasemos de un estado de inocencia

150
a uno de experiencia con el paso de los años); esto es exactamente lo mismo

que le ocurre a Iranon. El árbol del conocimiento representa el crecimiento, la

madurez, la sabiduría; por tanto, el fruto de éste refleja la marea del tiempo que

nos mece desde el nacimiento hasta la muerte. Podríamos identificar la función

catalizadora del árbol del conocimiento con el viejo pastor en «La búsqueda de

Iranon», ya que son sus palabras las que abren los ojos de Iranon y provocan el

estado de anagnorisis.

Este relato en concreto resulta particularmente cercano al

autor de Providence, ya que Lovecraft «Pronto empezaba a

forjar el mito y el personaje de sí mismo: la niñez arcaica y

eterna, la negación de la vida adulta y del presente»

(Hernández de la Fuente 2017: 44); «“La edad adulta es el

infierno”, confiesa en una carta a E.H. Cole en 1914. Y así

como Peter Pan, Lovecraft permaneció por siempre anclado

en su legendaria e insomne niñez» (ídem: 47).

Conclusión

Pocos seres se han empapado nunca tanto de la convicción de la absoluta

futilidad de las aspiraciones humanas, que le penetró hasta el mismo núcleo.

El universo no es más que una disposición furtiva de partículas elementales.

Una figura en transición hacia el caos. Eso es lo que finalmente prevalecerá.

La raza humana desaparecerá. Otras razas aparecerán en su lugar, y

desaparecerán también. Los cielos se vaciarán y helarán, atravesados por la

151
tenue luz de estrellas moribundas. Éstas también desaparecerán. Todo

desaparecerá. Y las acciones humanas son tan libres y carentes de sentido

como los movimientos de las partículas elementales […] Todo lo que existe

es el egoísmo. Frío, intacto y radiante.

(Houellebecq 1991: 32; mi traducción)

Esta afirmación de Michel Houellebecq puede servir como resumen de la obra

de Lovecraft. El autor de Providence era pesimista y estaba anclado en su niñez.

«Él mismo reconocía su extraña atracción por los cementerios y los edificios

antiguos, así como su aversión a los otros seres humanos» (Tyson 2010: 80; mi

traducción). No nos ha de sorprender, entonces, que la mayoría de su trabajo

trate sobre la desesperación, el horror, y la muerte.

Si los mitos son la representación universal de las percepciones de la realidad

más íntimas de una cultura, y las obras artísticas son la interpretación personal

de los mitos, no nos ha de extrañar que la obra de H.P. Lovecraft contenga una

visión tan pesimista de la existencia humana. Es por esto que las obras que

hemos analizado, así como muchas otras, contiene el motivo prevalente de la

caída de la humanidad, ya que, para el autor, la vida carece de sentido cuando

se compara con la grandeza del cosmos.

Un psicoanalista podría argumentar, incluso, que la actitud de Lovecraft tenía

mucho que ver con las experiencias traumáticas que sufrió. Aunque la causa del

colapso nervioso que le tuvo encerrado en casa durante 5 años (Joshi 2004: 81)

no ha sido aclarada aún, podríamos argumentar que tuvo mucho que ver con su

transición de la adolescencia al mundo adulto; ésta le sobrevino «a la edad de

152
18 años, en la transición a la vida adulta», cuando «abandona la escuela

secundaria sin graduarse» (Hernández de la Fuente 2017: 49). Puede que fuera

entonces cuando estas ideas de declive y decadencia empezaron a permear en

su cabeza. ¿No fue éste momento, en que Lovecraft pasó de una infancia feliz a

una vida adulta e insatisfactoria, suficientemente traumático como para inculcarle

ideas sobre la futilidad de la vida humana? No es difícil establecer una relación

entre Iranon y Lovecraft. Lo mismo se podría decir de otros personajes del ciclo

onírico:

En «La llave de plata» (1926), Randolph Carter llega a un estado de vacío

existencial al cumplir 31 años… la edad que tenía Lovecraft cuando su madre

murió (Joshi 2004: 256). Este suceso no solo destrozó al autor, sino que le hizo

contemplar la idea de suicidarse (Lovecraft, citado en Joshi 2004: 256). «La llave

de plata» concluye con Randolph Carter encontrando un

camino de vuelta a su infancia; seguramente, el camino

que Lovecraft hubiera deseado tomar.

En «Celephäis» (1920), el protagonista,

Kuranes, se vuelve completamente incapaz de

vivir en el «mundo real», así que empieza a

drogarse para permanecer tanto tiempo

como le es posible en las Tierras del

Sueño, donde finalmente logra vivir para

siempre una vez que su cuerpo físico muere.

En mi opinión, y en contra de la tesis de Houellebecq, estas

historias nos muestran que Lovecraft realmente quería vivir, pero no

153
en el mundo que le rodeaba. Por eso construyó un universo onírico donde

abundaban los símbolos, las criaturas y los mitos que había estudiado con

ahínco cuando era niño, aquella época en que, según nos cuenta, «adquirí una

fe medio sincera en los dioses antiguos y los espíritus de la naturaleza»

(Lovecraft 1922, citado en Tyson 2010: 21; mi traducción) y «construía altares a

Pan, Jupiter y Minerva, y sacrificaba pequeños objetos entre el aroma del

incienso» (Lovecraft, citado en Hernández de la Fuente 2017: 41). Quizá aquella

fuera la única forma de volver a ese pasado glorioso, a ese estado de inocencia,

del que jamás quiso salir.

154
Bailey, Adrian (1998), The Caves of the Sun. Londres: Pimlico.

Frye, Northrop (1957), Anatomy of Criticism: Four Essays. Princeton, New Jersey:
Princeton University Press.

Hernández de la Fuente, David (2017), Lovecraft [Una mitología. Materia Oscura editorial.

Houellebecq, Michel (2008), H.P. Lovecraft: Against the world, against life. Introducción de
Stephen King. Great Britain: Weidenfeld & Nicholson.

Joshi, S.T. (1958), H.P. Lovecraft: A life. Estados Unidos: Necronomicon Press.

Losada, José Manuel (2008), «El mito del ángel caído y su tipología», en Herrero Cecilia,
Juan y Morales Peco, Montserrat (2008), Reescritura de los mitos en la literatura: estudios
de mitocrítica y de literatura comparada. Cuenca: Servicio de Publicaciones de la
Universidad de Castilla La-Mancha.

Lovecraft, H.P. (2015), Narrativa completa, Vol. I / II. Madrid: Valdemar.

Ovidio (2012), Metamorfosis. Madrid: Alianza Editorial.

Nácar Fuster, Eloíno y Colunga, Alberto (trads.) (1964), Sagrada Biblia. Madrid: Biblioteca
de autores cristianos.

Tyson, Donald (2010), The dream world of H.P. Lovecraft: His life, his demons, his
universe. Woodbury: Llewellyn Publications.
Bernard J. Leman
Me di cuenta de que era un bicho raro en cuanto llegué a la capital. Aquí, los

hombres tienden a tocarse. Buscan el contacto físico con frecuencia, aunque no

tengan la familiaridad necesaria para ello. Se dan palmadas en la espalda. Se

agarran del brazo al volverse a ver después de un tiempo. Si estás sentado, se

te acercan por detrás y posan sobre tu nuca una mano que introduce un témpano

de hielo por tu espina dorsal, en un gesto que ellos interpretan como el supremo

signo de confianza.

En provincias, todos nos conocemos. Cada uno se comporta según lo que se

espera de él. Los papeles están fijos y se reparten bien temprano. Si quieres

improvisar, lo mejor es que te largues. Sin embargo, aquí, en la capital, nadie

pertenece a ningún lugar. A ninguna otra persona. Sus miradas traslucen una

expresión de pérdida, o de melancolía. Un ansia de encontrar alguna conexión

con alguien, o con algo.

Estudié Medicina por inercia. Es una carrera vocacional, que se hereda de

padres a hijos. Como una de esas maldiciones góticas. Me especialicé en

Neonatología. La misma especialidad que mi padre. Como si el conocimiento y

la experiencia se transmitieran por vía consanguínea. Después de un par de

años de prácticas en las urgencias pediátricas del hospital universitario de mi

158
ciudad, conseguí encontrar una plaza en la Unidad de Neonatología del Hospital

de la Paz, una de las más prestigiosas de todo el país, y me mudé a la capital.

Alquilé este pequeño apartamento en los suburbios. Una mole grisácea de pisos,

frente a una plaza de cemento abarrotada de críos por las tardes. Un territorio

colonizado por las palomas. Las fachadas manchadas con sus heces agrias. El

ambiente saturado del polvo de sus plumas. El aire abarrotado con sus gritos.

Baten las alas estruendosamente, sueltan sus gemidos entrecortados, al posar

las patas callosas por decenas, tras los cristales. Si te descuidas, irrumpen sin

miedo en las habitaciones, por las ventanas abiertas.

Cuando llegué a mi plaza, era un ingenuo. Trabajaba entusiasmado. A destajo.

Sin pedir nada a cambio. Quería aprender y progresar. Asentarme en esta

ciudad, que me era ajena. Mis compañeros me miraban con condescendencia.

Yo me ofrecía para hacer sus guardias a cambio de futuros favores. Éstos, por

descontado, nunca llegaron. Tras sus palabras de ánimo podía detectar una

barrera insalvable compuesta de gestos de frialdad y distancia, signos de forzada

amabilidad y muecas de desconfianza. Yo me entregué a mi papel de marioneta

con fruición, esperando una camaradería que jamás me concedieron.

En aquel momento, las Urgencias de Neonatología estaban desbordadas. La

capacidad de la planta se había visto mermada por los recortes de gasto público,

fruto de la crisis económica. Mi puesto no era más una plaza eventual, registrada

159
como apoyo excepcional, dadas las circunstancias. Los ingresos de pacientes

eran un 150% superiores a lo que la unidad podía absorber, pero la situación

estaba hábilmente maquillada por los tecnócratas de turno. El incremento, se

pensaba, tenía un origen social y económico. La crisis había provocado el

decaimiento de las condiciones de vida de la población inmigrante, que seguía

multiplicándose con rapidez y en condiciones insalubres. Ingresábamos

septicemias, neumonías, meningitis, candidiasis, ictericias, toxoplasmosis.... La

mortalidad perinatal crecía a tasas alarmantes.

En tales condiciones, el trabajo era duro. Hace falta tener mucha vocación. Más,

sin duda, de la que yo podía simular. Con el tiempo, deja de afectarte. Llevas un

mortinato en el carrito al depósito como si llevaras un hatillo de hierba recién

cortada en una carretilla.

Los gestores del hospital se empezaron a preocupar. Llegaron inspectores.

Auditores de batas blancas. Gente que arrugaba la nariz al acercarse al

quirófano. Otros departamentos enviaron especialistas, para estudiar diferentes

factores del problema. Cumplimentábamos con desidia decenas de impresos

cada día. Acababan, invariablemente, sobre una montaña de papeles, en algún

rincón.

A los pocos meses apareció por nuestro departamento una estudiante de

Genética, que estaba trabajando en su tesis. Investigaba las desviaciones del

código genético que pudieran reducir la esperanza de vida de los recién nacidos.

Sus visitas se fueron haciendo cada vez más frecuentes, como era natural. Tenía

una voz agujerada y áspera, con la que disfrutaba torturándome empleando una

elocuencia rebosante de cinismo. No tardó en mudarse a mi apartamento.

160
Era una chica pequeña y flaca, apenas tangible. Su flequillo rubio se balanceaba

sobre su frente como una avispa sobre el barro. No buscábamos nada el uno del

otro. Pero sus provocaciones habían tocado alguna tecla dentro de mí. Era

dominante de un modo invisible. Ejercitando su poder sin prejuicios. Plenamente

consciente de él. Yo no me opuse. No exigía nada. Muy al contrario, por fin me

sentía aceptado por una figura de poder. Me rendí a ella sin oponer resistencia.

Sin rencores. Sin remordimientos.

Se adueñó de nosotros una sed que no lográbamos saciar. Cualquier estímulo

era decepcionante. El sexo, insatisfactorio. Las distracciones, amargas.

Sus torturas se fueron refinando a medida que experimentaba con mis

sentimientos, y yo me abandoné a ellas sin prejuicios. Le gustaba contarme

acontecimientos cotidianos a los que incorporaba sus dosis de truculencia y

provocación, dirigidos a explotar mis debilidades.

—Hoy mi jefe me ha insinuado varias veces que fuera a su despacho con una

compañera. Pero nunca lo decía directamente: “si vinierais a mi despacho os

podría enseñar mis publicaciones”, y mierdas parecidas. Pasé por delante a

media mañana y tenía la puerta cerrada. Por el hueco de la puerta salía un

charquito de agua. Se oían ruidos como de sorbidos, como si alguien estuviera

sorbiendo el final de un granizado por una pajita. Algo así. Suspiraba y sorbía.

Una cosa repugnante. Llamé a la puerta y paró. Pero no contestó. Volví a llamar.

Nada. Me fui, pero me quedé en el pasillo, y estuve pendiente. Cuando salió,

esperé a que se fuera y me colé dentro. No vi nada raro. Pero los botes de los

161
fetos conservados en formol, que guarda en su estantería, estaban

desordenados.

Sólo entonces la sed remitía, y se iba saciando a medida que nuestros diálogos

hacían progresar sus historias por senderos cada vez más tortuosos.

***

Unas dos semanas después, pasó una temporada con mucho trabajo. Apenas

pisaba mi apartamento. Sólo para dormir. Se metía en la cama (yo ya estaba

durmiendo), y se me agarraba con fuerza. Se me aferraba como si fuera a

caerse.

Entonces, una noche insistió en salir a pasear. En el centro, parejas de jóvenes

salían y entraban de los bares, charlando apresuradamente, devorando la noche

a bocados. Nosotros paseábamos en silencio, abstraídos en nuestros propios

pensamientos. Decidió entrar en un café, tenuemente iluminado. Nos sentamos

a una mesa y pedimos una copa de vino.

Me contó que, en su análisis, había encontrado un patrón en el ADN. Un patrón

repetido en los casos de muerte prematura. Una repetición por encima de la

media. Estadísticamente significativa. Había buscado precedentes de algo

parecido en toda la literatura científica, sin éxito. Esto le había extrañado

bastante. Lo primero que pensó fue que había tenido algún fallo en el estudio.

162
Pidió a un viejo compañero, a punto de retirarse, que replicara el análisis. Daniel,

que así se llamaba, llegó a sus mismas conclusiones. Revisó después la

literatura. Exhaustivamente. Sólo entonces estuvo segura de que su estudio era

correcto. Pero las conclusiones la confundieron. Porque el patrón denotaba una

modificación genética común. Una constante introducida artificialmente, que

provoca el colapso del neonato a falta de una adaptación en el su cuerpo.

Aquella modificación genética no era natural. Tenía que haberse introducido de

manera artificial. Necesariamente. Ella había conseguido aislar sus efectos, pero

no su objetivo. ¿Qué sentido tenía una modificación como aquélla? Provocaba

la muerte indefectible del individuo, asociada a una carencia adaptativa de la

especie. Era como si la nueva genética del individuo pretendiera forzar la

aparición espontánea de un cambio adaptativo. Una evolución que el individuo

debiera de alcanzar plenamente después de varias generaciones, a riesgo de

colapsar los procesos vitales del sujeto presente. Una evolución forzada.

Específica. Pero, ¿hacia dónde? ¿con qué objetivo?

Estaba desconcertada. Había llegado a un callejón sin salida. Se sentía frustrada

por no poder cerrar el estudio con conclusiones más sólidas, o, cuando menos,

creíbles. Tenía la evidencia estadística. Pero ésta contravenía toda la literatura

anterior. Y no conducía a nada. Motivo, factores, u objetivo. Incógnitas. No

encontraba indicio del camino a seguir.

163
Aquella noche se emborrachó y no volvió a pronunciar palabra. La masturbé

impulsivamente. Mis dedos martilleando su vagina cálida y ácida. En la oscuridad

de la habitación, sólo contaba con el sonido de su respiración para guiarme.

Cuando acabé se hizo más pesada. Me quedé en vela, pensando en todo

aquello. Decidí intentar ayudarla ampliando la muestra de su tesis. Esperaba

recabar nuevos datos que pudieran arrojar algo más de luz a su estudio.

Al día siguiente, cuando terminé mi turno, entré en el depósito de cadáveres, con

la intención de tomar cinco muestras de entre los recién nacidos que habían

fallecido aquel día. Llevaba varias jeringuillas, botes y un registro. El depósito se

mantenía en penumbra. Los pocos fluorescentes del techo emitían una luz azul,

seca y fría. Fui sacando los sujetos de las cámaras, de uno en uno. Los pinchaba

en la nuca, que estaba fría y dura como un neumático deshinchado. Cuando

saqué el tercer cuerpo, me percaté de que aquella cámara estaba tenuemente

iluminada por un resplandor dorado. Eché un vistazo dentro. Me pareció entrever

una grieta en la pared del fondo, una abertura en la esquina superior, por la que

se filtraba el resplandor. La luz se reflejaba en las paredes de la cámara. Se

movía de una manera orgánica. Como una llama. Que yo supiera, el depósito

estaba situado al fondo del sótano del hospital. No debería haber nada ahí

detrás. Aparté la bandeja y metí mi cuerpo en la cámara, arrastrándome hasta el

fondo. Era un sitio estrecho. Me golpeé la cabeza un par de veces con el techo.

Nunca había estado dentro de una de esas. No me pareció tan mala idea entrar

allí dentro. Para irme acostumbrando.

164
La cámara era bastante más profunda de lo que parecía. Para llegar al fondo

tenía que meterme entero. Me asaltó entonces el temor a que alguien cerrara la

puerta detrás mío, y echara el cerrojo. Sería una muerte agónica y prolongada.

Definitivamente incómoda.

La pared del fondo estaba fría al tacto, y cedía al empujarla. No era más que una

plancha de metal. La luz dorada brotaba por su esquina superior. Empujé la

plancha y se dobló, abriendo un pequeño hueco. Miré detrás.

Creí alucinar. Delante de mí se abría una vasta inmensidad dorada, como un

cielo de oro líquido que me rodeara en todas direcciones hasta donde alcanzaba

la vista. Era imposible determinar su extensión. Aquella inmensidad estaba

compuesta por una sustancia vaporosa, una especie de gas o líquido hecho de

luz, y atravesado por vetas y manchas algo más oscuras en lento movimiento,

como los cielos tormentosos de los planetas gaseosos. Me froté los ojos y volví

la mirada a la cámara. Permanecía tal cual la había profanado. Volví a ojear por

el hueco. Miré hacia abajo, pero aquel cielo de oro era igual en todas partes. La

sustancia dorada parecía ser la fuenta de la luz. Se movía lentamente, en

corrientes que formaban figuras circulares o alargadas. Se desplazaban como

un líquido en una marmita. No era capaz de distinguir mi posición en aquel cielo

dorado. Perdí el sentido de la dirección. Arriba o abajo se confundían en la visión.

Me sentí mareado, inmerso en una eternidad dorada sin final ni principio, sin

lugar concreto. Me dio la impresión de ser una especie de enorme cúpula

imposible. Una cúpula de plasma dorado. Cuando mi vista se adaptó a la luz,

pude distinguir, en algunos puntos, unas esferas oscuras, que flotaban sin una

165
dirección concreta. Las más cercanas parecían inmensas y estaban rodeadas

por secciones tentaculares, que se agitaban al unísono como si aquel fuera su

medio de desplazamiento en el plasma dorado. Más allá, enfrente mío, en un

lugar a una enorme distancia, las corrientes se multiplicaban y convergían en un

círculo negro que las absorbía. Desde allí era imposible determinar su tamaño,

pero estaba seguro de que era enorme, gigantesco. Un agujero negro. Era

completamente opaco, pero se movía velozmente a los lados, como la pupila de

un ojo gigantesco.

Me di cuenta, al ver su agitación, de que allí dentro no había ruido alguno. El

silencio era total.

La visión era alucinante y embriagadora. La continua oscilación de aquel fluido y

de las esferas tentaculadas, la distancia al agujero negro, la gravedad del

silencio. Todo ello me hizo perder la noción del tiempo y del espacio. En un

momento dado, oí un ruido detrás mío y salí de la cámara apresuradamente. Me

invadieron los nervios. No había nadie en el depósito, pero decidí salir de allí

cuanto antes para no levantar sospechas. Antes de meter la bandeja con el bebé

muerto, eché desde allí un último vistazo al fondo de la cámara. El plasma dorado

seguía allí, y la luz se derramaba desde el hueco metálico como la lava brotando

entre una grieta. Cerré la cámara con pestillo y la penumbra se adueñó del

depósito. No quedaba ni rastro del resplandor. Salí de allí con mis muestras. El

frío de la calle me golpeó la piel, pero yo seguía concentrado en la visión de lo

que entonces interpreté como una cúpula de plasma dorado. Una parte de mí

dudaba de mis percepciones. Pero rechazaba enérgicamente considerarla una

alucinación. Sentía una necesidad poderosa por volver. Por confirmar la realidad

de todo aquello. Me seducía la intensidad de mi visión. En el metro, de vuelta a

166
casa, intenté apartar aquellos pensamientos de mi mente, rodeado por la

muchedumbre sudorosa y cansada.

***

Cuando llegué a casa me encontré que teníamos visita. Era un hombre alto, muy

delgado, de piel cuarteada y cetrina, y abundante pelo canoso peinado hacia

atrás. Estaba de pie en el salón, charlando con ella, un poco encorvado. Ella le

miraba desde el sofá. Se movía de un lado a otro, inquieta.

Era Daniel, su compañero. Había venido a hablar de la tesis. Había llegado a

sus mismas conclusiones, cuando él replicó el estudio. Las conclusiones eran

correctas. Pero él sabía algo más. Quería contárnoslo.

—Formé parte de la élite en Genética en los 80. Allí arriba estábamos 5 ó 6,

solamente. No duró mucho. Caí en desgracia, como muchos otros, por las luchas

internas. Las becas, los reconocimientos, las publicaciones internacionales… os

lo podéis imaginar. Después, el panorama cambió. El conocimiento se

democratizó y en la Universidad se montaron varios grupos de estudio

multidisciplinar, que atraían a los mejores especialistas de cada campo. Había

inversores privados. Yo formé parte de uno de ellos. Estudiábamos la influencia

genética en los procesos sociales. Empezamos a recibir presiones políticas. El

grupo se separó. Una parte se independizó y siguió trabajando, fuera ya de la

Universidad.

167
Daniel paseaba lentamente mientras hablaba, midiendo mucho sus palabras. Yo

no entendía muy bien adónde quería ir a parar. Pero siguió hablando, cada vez

más bajo, hasta llegar al susurro.

—Aquel grupo fue alejándose del conocimiento científico, basado en evidencia,

y derivando hacia posiciones ideológicamente extremas y poco ortodoxas. Uno

de los miembros más longevos, estudioso bibliómano y experto en mística

medieval, empezó a ejercer una gran influencia, y focalizó nuestros esfuerzos en

la modificación genética. Las sesiones de trabajo se empezaron a ritualizar,

hacia encuentros con un fuerte componente místico. Aquello era difícil de

aceptar. Empezó a gestar un proyecto, llamado Vacuo Germinalis, que estaba

financiado por un inversor anónimo, perteneciente a la aristocracia.

Daniel hizo una pausa, reflexionando, mientras caminaba, ahora más

enérgicamente, a un lado y otro frente a nosotros.

—El objetivo del Vacuo Germinalis era materializar el vacío. —Se detuvo,

mirándonos fijamente—. Hablamos del vacío intramolecular, el vacío que existe

entre las partículas de la materia y que forma parte indisoluble de ésta. El vacío

que ocupa más espacio que la materia misma. Que surge de ella. El vacío

inmanente. —Hizo una pausa, rememorando. Nosotros guardábamos silencio—

. Querían personificarlo. Y llegaron a adorarlo como a un dios. Al fin y al cabo, el

vacío es omnipresente, como el Dios cristiano ¿Os dais cuenta? Rendían culto

al vacío. Una locura ¿no es cierto? Aquel viejo había sacado unos rituales

ocultistas en algunos de sus libros medievales, y se pusieron a practicarlos.

168
Según él, eran el precedente de algunos de los oficios que la Iglesia Católica

adoptaría después. Los miembros del grupo se convirtieron en fanáticos.

¡Fanáticos! Nos coaccionaban a los demás para continuar. Me obligaron. Me

obligaron a…

Se paró delante nuestro, moviendo los brazos, pero no su torso, como si

estuviera hecho de una sola pieza. Inclinaba levemente su cuerpo hacia

nosotros.

—El germen del vacío. Diseñamos un germen, una nueva semilla. Un ser

modificado genéticamente que evolucionara, a través de sucesivas

generaciones, hasta llegar a convertirse en la encarnación del vacío primordial.

Yo diseñé las modificaciones genéticas a introducir en las células fecundadas.

Utilizamos madres de alquiler. Muchas de ellas. Fueron fecundadas por aquellos

fanáticos. Yo las introduje ¿Entendéis? Les induje a fabricar aquellas

monstruosidades...

Daniel se giró a un lado y clavó la vista al suelo. Murmuró algo inaudible. De

repente, pareció envejecer veinte años.

—Yo las introduje —meditó en voz alta. Se acercó lentamente a mi derecha, y

se derrumbó sobre el sofá. La habitación quedó en silencio por unos segundos.

Fuera, las palomas gorjeaban. Daniel respiró profundamente, y siguió hablando.

—Alcanzar una expresión genética pura del ser primigenio. Un ser que fuera la

expresión del vacío absoluto. Algo así, decía el viejo, sería instantáneamente

reconocido como el Dios Verdadero. El diseño era complejo. Se trataba de

169
activar una modificación, y dirigir su desarrollo por las sucesivas generaciones,

hasta el destino final, o el Individuo Cero, como lo llamaban. Podía llevar cinco o

cien generaciones. Era imposible de determinar. Hacíamos cálculos de

probabilidades. Teníamos a un estadístico. La creme de la creme —rió entre

dientes—. El tiempo no importaba. El grupo lo dejó todo bien atado. Dejó

instrucciones para continuar con su obra. Había pasta.

Daniel se levantó del sofá. Parecía haber recuperado la energía.

—Yo acabé largándome en cuanto pude. Me aislaron profesionamente, pero

pude quedarme en el Hospital, por lo menos —dijo, mirándole a ella. Entrelazó

las manos, crujiendo los nudillos—. Todos esos niños muertos. Proceden de allí.

Son la segunda generación. La mayoría nacen muertos. No son viables. Algunos

sí. Algunos sobreviven. —Me pareció vislumbrar un brillo en sus ojos—. Yo les

he perdido la pista. Pero estoy seguro de que ellos lo monitorizan todo. Andaros

con cuidado.

Nos miramos con escepticismo. Costaba encajar una cosa así. Yo hacía grandes

esfuerzos por entender su explicación. Aún estaba mareado por la cúpula de

plasma dorado, a la que mi mente volvía una y otra vez. Acepté con desdén su

historia, deseoso de que aquel hombre de palo se fuera de allí. En términos

generales, encajaba con las evidencias que ella había recopilado. Me

preguntaba, si fuera cierto, quién podría pertenecer a aquel grupo. Era de locos,

como él había dicho, pensar que podía existir un culto de esas características

170
practicándose entre los miembros de la Universidad. Sumido en mis

pensamientos, no me di cuenta de su partida.

Apenas hablamos aquella noche. Ella estaba muy callada. Pensativa. “¿Te das

cuenta?” me preguntó en algún momento, “no tenemos dónde escapar, ni

siquiera en nuestra propia carne”. Se encerró en sí misma en un rincón del salón.

Medité si contarle mi descubrimiento. Me decidí por no hacerlo. Pese a la

intensidad de mi experiencia, aún me quedaba algún resquicio de duda. Después

de todo lo que Daniel nos había contado, la cúpula me parecía un sitio lejano,

propio de una ilusión.

En la cama, recopilé los acontecimientos del día. Detrás del depósito de

cadáveres se abría un extraño mundo de plasma evanescente, que

desembocaba en un descomunal ojo negro. Un culto de genetistas intentó crear

la encarnación del vacío, provocando cientos de recién nacidos muertos. Todo

aquello se mezclaba en asociaciones extrañas en mi cabeza. Sentía una

atracción poderosa por volver a la cúpula dorada. Una atracción que no se iba

mitigando con el paso del tiempo. Cuando por fin caí dormido, soñé que volvía

allí y me lanzaba al cielo dorado, flotando allí dentro, sin dirección ni objetivo,

silencioso como una de aquellas esferas rodeadas por tentáculos. El ojo se agitó

y me miró fijamente. Y me invadió una liberación absoluta.

***

171
Al día siguiente volví al depósito en cuanto pude. Abrí la cámara. El resplandor

seguía allí.

Se me escapó una sonrisa. Aquello me hacía sentir especial. Era mío. Mi cúpula.

Era real. Y era sólo mío.

Entré y avancé hasta el fondo. Oí decir mi nombre detrás. Me paré en seco.

Contuve la respiración. Miré atrás. La compuerta estaba entornada. Alguien me

llamaba desde fuera. Pensé que me me habrían visto. De nuevo, la voz dijo mi

nombre, esta vez más alto. “Sé que estás ahí dentro”. Un sudor frío recorrió mi

cuerpo. ¿Cómo podría explicar esto? No tenía escapatoria. “Soy Daniel”. Aquello

me tranquilizó. Por lo menos era alguien conocido. Pero también me resultó

extraño. ¿Qué hacía él en el depósito? ¿Sabría algo? ¿Cómo se habría

enterado? Yo no se lo había contado a nadie. Mi cabeza recorrió varios

escenarios, posibles o imposibles, mientras deshacía mi camino hacia la puerta.

Salí a encontrarme con él.

Daniel no miraba a la luz. Tampoco al niño muerto junto a mí. Me miraba a los

ojos. Directamente. Una mirada reflexiva. Como si quisiera decirme algo. Sin

llegar a decidirse. Le devolví la mirada en silencio. Un silencio denso, que casi

podía tocarse.

—Así que lo has descubierto —afirmó.

172
No contesté. En su lugar, miré atrás, a la cámara abierta. La luz dorada se

derramaba sobre el metal azulado. Se movía siguiendo un baile lento y sinuoso.

—Me preguntaba cuánto tiempo tardaría alguien en descubrirlo. —Se acercó

lentamente hacia mí—. La verdad es que tú eras uno de mis candidatos. —

Sonrió, señalándome con un bisturí que sostenía en su mano derecha—.

Siempre andabas curioseando por ahí, como una urraca.

Daniel había llegado a la bandeja que tenía frente a mí. Seguía señalándome

con el bisturí.

—Apártate de ahí —dijo con voz ronca y la cabeza gacha. Percibí entonces un

brillo en sus ojos negros. Parecían de plástico. Los ojos de un muñeco siniestro,

con su piel gris y su semblante rígido. Balanceándose delante de mí.

Apartó la bandeja lentamente. Se acercó a mí. El bisturí me apuntaba fijamente.

Me retiré poco a poco de la puerta, procesando, a duras penas, todo aquello.

—No me mires así. ¿Crees que te debo una explicación? Quizá sí, quizá te deba

una explicación....

Había llegado a la puerta. La abrió del todo. Su figura torcida se cubrió de lado

con aquella intensa luz dorada. Noté un brillo reflejado en su ojo izquierdo.

173
—Nunca me fui del grupo ¿entiendes? Sigo en él. Yo he diseñado a todos esos

—declaró extendiendo su mano por el depósito—, y siguen multiplicándose.

Algún día llegará la encarnación. Nuestro amo. Y ese día… ese día…

Daniel miró a la luz y se sumió en sus pensamientos. Aproveché para intentar

agarrar la mano que sostenía el bisturí, pero la apartó antes con un movimiento

rápido, empujando la bandeja, que se alejó rodando. Sus ojos se encendieron.

Me sostuvo la mirada, mientras me señalaba con el bisturí.

—¿Qué edad tienes? —soltó. Me quedé en blanco. No entendí la pregunta—.

Tú. Podrías tener hijos. Tú podrías ser uno de ellos. Quién sabe —miró a la

cámara entornando los ojos. Su cara se relajó. Percibí algo de tristeza. En aquel

momento no entendí nada. Estaba perplejo por todo aquello. Por Daniel. Por su

actitud. Por la luz dorada, que en su compañía me parecía irreal de nuevo. De

repente, había perdido el control de lo que pasaba a mi alrededor.

—Alguien tiene que cerrar la cámara —dijo, y se metió de un salto en ella,

farfullando algo incomprensible.

Me asomé. Lo vi empujando la pared del fondo. Gritaba y la aporreaba con todas

sus fuerzas. La plancha cayó, y un chorro de luz cegadora se proyectó sobre mí.

Daniel aullaba y reía. Parecía un niño. Miraba la inmensidad dorada que tenía

delante. Echó la vista atrás. Me concedió una última mirada, suspirando.

Después salió a la cúpula.

174
El fogonazo me cegó. La sala seguía en silencio. Me pareció estar dentro de una

película muda. De repente, se hizo la oscuridad. Una de las esferas se había

posado en el agujero de la cámara, bloqueando el paso. Sus tentáculos se

pegaban a las paredes, como ventosas. La esfera se movía. Estaba intentando

entrar por hueco. Una bola negra y brillante, como un globo de goma. Después

de dar un par de botes, consiguió entrar. Avanzó por el interior con sus

tentáculos, cada vez más rápido, hacia la puerta.

Me extrañó el silencio. Aquella cosa no hacía el más mínimo ruido.

Salí corriendo de allí. Ni siquiera me molesté en cerrar la puerta.

Volví a mi rutina sudando y arrastrando un cansancio pastoso. Desempeñé mis

actividades con disimulada diligencia. Pero mi cabeza estaba en otra parte. Las

horas pasaban agónicamente. Busqué una excusa, enseguida, para volver al

depósito. Paré antes de abrir la puerta. Intenté calmarme. Entré con precaución.

Todo estaba en orden. Ni rastro de la esfera. Ni rastro de la luz dorada. Me

acerqué a la cámara y la abrí. Estaba a oscuras. Allí ya no había nada. La pared

del fondo estaba intacta.

***

Ella volvió a casa tarde. Se tumbó a mi lado. Encendió un cigarrillo. Daniel había

hablado con su jefe. Le había confesado que ella le había pedido que hiciera una

175
revisión de su estudio. Le dijo que él había encontrado graves errores en su tesis.

Sesgo de confirmación. Manipulación de datos. Conclusiones disparatadas, que

ponían en entredicho la reputación del Hospital. La reputación de una de las más

antiguas cátedras de genética del país. No se podía consentir. La llamaron al

despacho y le lanzaron la tesis a la cara. La echaron de inmediato.

Ella no lo lamentó. En realidad, lo había agradecido. Llegado aquel punto, prefirió

dejar su trabajo.

Le pregunté por Daniel, y entró en cólera. No quería saber nada de aquel viejo

falso. Me callé. Yo sólo quería volver a mi cúpula dorada. No tenía otro

pensamiento. Me reconcomían los celos por aquel tipo, que había conseguido

entrar allí. Y había cerrado la puerta Yo sólo había podido vislumbrar durante

unos momentos aquel mundo dorado que se ocultaba tras el depósito de

cadáveres.

Ella siguió fumando. Durante horas. Yo caí dormido enseguida junto a ella.

Estaba extenuado. Las emociones del día habían podido conmigo. Tuve un

sueño ligero, lleno de pesadillas. En una de ellas, yo volvía a casa de mis padres,

pero no podía entrar en el portal del edificio. Mi llave no funcionaba. Lo intentaba

por el garaje, que estaba abierto. Pero el garaje se había convertido en un

enorme taller subterráneo. Había hombres trabajando allí, vestidos con monos

azules manchados de grasa negra. Avanzaba agachado, para no ser visto.

Aquello era enorme. Me perdí entre los coches. Me topé por sorpresa con un

enorme camión junto al que estaba Daniel, vestido con su sucio mono azul. Del

176
coche salían dos patas dobladas, como un pollo desplumado. Sólo que aquéllas

eran piernas de bebé. Desnutridas, de piel colgante y cenicienta.

Me desperté, sobresaltado, a medianoche. Ella estaba gritando en algún lugar

de la casa. Se oían golpes contra el suelo y las paredes. Me levanté como un

resorte, muy alarmado, pero con la mente aún aletargada. Corrí sin pensar, hacia

el lugar del que venían sus gritos. Di la luz, y la vi al final del pasillo. Se encogía

detrás de una gran sombra que agitaba una mano sobre ella, arriba y abajo,

como abofeteándola, sistemáticamente. Siempre el mismo movimiento, una y

otra vez, sobre ella. Escuché unos chasquidos.

Grité. La cabeza de aquella sombra encorvada se volvió a mirarme. Su rostro me

resultó familiar, pero no conseguí identificarlo. Me escrutaba con facciones

inexpresivas, mientras continuaba con el movimiento automático de su mano.

Ella sollozaba y se protegía, inútilmente, con su brazo izquierdo. Daniel la

sujetaba el brazo derecho con su mano izquierda, que estaba enguantada. Las

facciones, el color del pelo, eran los suyos. Pero su piel era lisa y de un color

caoba, que resplandecía bajo la luz del pasillo. Me miraba con sus refulgentes

ojos negros. Parecían más grandes. Enormes y brillantes. Ella se retorcía debajo

de él. En su mano derecha, también enguantada, sujetaba con firmeza el bisturí

teñido de sangre. Y seguía subiéndolo y bajándolo con idéntica fuerza,

directamente a su cara. Ella interponía el brazo. Él lo rajaba sin piedad. Sus ojos

se pusieron en blanco. Flema y baba en su boca.

177
Me lancé contra él, sin pensar, y con un movimiento imposible de su brazo

izquierdo me empujó por el cuello, hasta que me estampé contra un armario. Caí

mareado al suelo, pensando que se había dislocado el hombro. Me dormí al

instante.

Cuando desperté, en el pasillo no había nadie. Tampoco rastro alguno de

violencia. La llamé por su nombre. No contestó. Me levanté con esfuerzo. Me

dolía el cuello, por el golpe y la postura forzada en que había caído. La busqué

por toda la casa, pero no quedaba rastro de ella. Ni siquiera su ropa. Sólo las

colillas en el cenicero sobre su mesilla.

Una paloma aleteaba contra el cristal de la ventana. La luz azul del amanecer

empezaba a colarse en el apartamento. Toqué su lado de la cama, esperando

apurar algún resto de su calidez. Estaba helado.

***

Ni ella ni Daniel volvieron a aparecer por el Hospital. Nadie supo qué fue de ellos.

Intenté indagar entre sus compañeros. Me contestaban con extrañeza. No

obtuve ningún resultado. Al fin y al cabo, ella estaba conmigo. Si yo no sabía

nada, ¿qué podrían saber ellos? Si existían realmente, tampoco conseguí

identificar a ningún miembro del culto al que se refirió Daniel.

Sin embargo, la naturaleza de mis preguntas empezó a levantar suspicacias

entre los responsables departamentales. Me llamaron a sus despachos para, con

178
la excusa de interesarse por mis emociones y el destino de mi compañera,

intentar sonsacar si yo podría saber algo de su tesis. Era bastante evidente.

Su jefe también me llamó a su despacho. No me miraba a los ojos, mientras

hablaba. En su lugar, me presentó su perfil y se puso a observar fijamente los

botes de formol. Estaban llenos de figuras retorcidas. Irreconocibles. Me invitó a

compartir con él cualquier información que pudiera recibir sobre su paradero, y

me despidió chascando la lengua.

Ayer, cuando volví a casa, me fijé en dos figuras sentadas en los bancos de

cemento de la plaza, con las palomas y los niños revoloteando a su alrededor.

Me extrañó. Allí no solía haber adultos. Al subir a casa, los observé desde la

ventana. Anochecía y la luz era escasa. La figura más alta se encorvaba

ligeramente hacia delante. Después de hablar con la otra, levantó su rostro hacia

mí. Estaba oscuro, pero aún se reflejaba la escasa luz en su piel caoba y brillante.

Asentía, mientras la otra figura le decía algo. Luego ella también levantó su cara

hacia mi ventana, y pude intuir su rostro, marcado bajo su flequillo por varias

rajas oblicuas, como un papel rasgado, tan reluciente como el de su compañero.

Me largué inmediatamente de allí. Salí hacia un hotelucho en el centro de la

ciudad. Ahora escribo esto en una pensión del extrarradio.

No los he vuelto a ver, pero cuando salgo a la calle tengo la impresión de que

me siguen. Camino mirando continuamente a mi alrededor. Me temo que sepan

dónde estoy. A veces no puedo evitar recordar sus últimas palabras. “Podrías

179
ser uno de ellos”. Y no encuentro ninguna razón en contra. En mis sueños se

alternan las pesadillas del brillo apagado de su piel caoba con imágenes de la

cúpula dorada. Sueño que vuelvo a ella. Que me sumerjo en ella. No puedo

ignorar la necesidad que su visión despertó dentro de mí.

No he vuelto al hospital. No me atrevo. Estoy seguro de que saben algo. Pero sé

que debo volver. Probablemente lo haga mañana. Intentaré entrar en el depósito.

Creo que es lo más conveniente. Aquí ya no tengo nada más que hacer.

Bernard J. Leman vive en lo alto de una torre al norte de Madrid (España),


desde donde gusta de contemplar el ocaso de la cultura, acompañado de
una mujer excepcional y dos hijas maravillosas. Por eso mismo, se pellizca
todas las noches antes de acostarse. Músico frustrado y bebedor de té,
intenta plasmar en palabras las historias que le atormentan, impregnadas
de fantasía oscura o terror. Está obsesionado con la ficción weird, de la
que a veces habla en su blog. Se empeña en ser un cínico, pero no le
sale, porque, en el fondo, es un romántico.

Aunque siempre fantaseó con juntar letras, no se planteó seriamente la escritura


hasta hace bien poco. “Transcripción de las notas manuscritas en un cuaderno
encontrado en la habitación de una pensión en las afueras” es su primer relato
publicado.
a gente de
igotti
Jorge P. López

Me encontraba perdido y angustiado en una ciudad desconocida. Fueron mis

propios pasos, desvaídos cuando los contemplaba huir tras de mí, los que

transportaron este cuerpo cansado hasta una aglomeración de viejos edificios,

los cuales conformaban, mediante calles deshilachadas, un dédalo de baldosas

quebradizas. La arquitectura circundante no era de este mundo, además, los

últimos efectos de la sustancia ingerida coleaban dentro de mi cerebro,

agudizando las percepciones hasta límites dolorosos. Por momentos, si hubiese

querido, podría haber desgranado los átomos de todo lo que me rodeaba. O

quizás, quién sabe, había sido víctima de una lobotomía de última hora, por

aquello de que el paisaje frente a mí lucía como una especie de purgatorio.

Sin embargo, contradiciendo a la cualidad fantástica de aquel paseo, la

disposición de las vías y sus edificaciones me advirtieron de no violar la frágil

181
intimidad que se intuía: Los muros de los inmuebles se inclinaban hacia los

callejones creando porches involuntarios, besándose sobre el asfalto

adormilado. Y tal como se doblaba el cemento esponjoso que las formaba, así lo

hacían los cristales de sus múltiples ventanas, ya que si algo caracterizaba

aquella urbe era la gran cantidad de escaparates, privados y públicos, que

examinaban sus propias entrañas de cemento ejerciendo de crueles

nigromantes. Ojos ulcerosos, miradas vehementes que formaban una ácida

lluvia, imperceptible a simple vista y capaz de mojar la razón hasta deshacerla.

Uniéndose a la opresiva arquitectura, la luz de las lunas se encargaba de dibujar

un paisaje que amenazaba con la fragilidad del hielo, retándome a romperlo con

un examen visual antes que usando el roce de unos dedos ya inservibles, pues

la carne había sido profanada por trabajos demasiado prosaicos para aquella

estampa digna de la patrona de la belleza. Los mismos rayos plateados

alumbrando mi camino, se encargaban de dar siniestra vida a los únicos

habitantes de los bulevares que florecían entre aquella telaraña urbanística: las

sombras.

Temblorosas formas que en lugar de ser farolas, bancos o fontanas, se

transformaban en fluctuantes engendros ante la estimulada visión del visitante

casual, un servidor. Ignorándolas, mantuve la calma a raya a base de sílabas

aprendidas en la oficina. ¿Qué debía temer de umbríos coágulos, de unas

tinieblas que olían a recuerdos de un remoto pasado? Memorias fotográficas de

color sepia, algunas dolorosas, otras cándidas al remontarse hasta la niñez.

Todas ellas inservibles cuando se trataba de rascarse los bolsillos frente al

mostrador de las raciones, indefenso ante el jurado o cuando acuciaba el pago

de una equívoca noche de meretrices y puñetazos desbocados.

182
Durante un corto lapso de tiempo no supe que parte de la urbe pertenecía a mi

vida pasada y cual al sueño, algo que en el fondo me entristeció. Y ahí empezó

en parte el terror, debido a un acceso de puerilidad digno de clases sociales

condenadas a la extinción.

Entre las siluetas de las construcciones inanimadas, embebidas de la

blanquecina luminiscencia que guiaba mi desorientación, alcancé una plaza

especialmente silenciosa. Si la afonía se había adueñado de la ciudad muerta,

en esa glorieta se había concentrado hasta formar una presencia entre intangible

y poderosa, un disimulado demonio esperando a que me posase sobre sus

fauces de hormigón. ¿Acaso no se trataba de una trampa diseñada para forzar

una salida honrosa de ese deambular infinito? Ni tuve ni acumularía los arrestos

para responder mi propia cuestión. La amenaza existía, dolorosa y real, a pesar

de la delicadeza de las tiendas que circundaban el rugoso monolito ubicado en

el especio central. Negro y oro para un universo en blanco y negro.

Expuestas desde las vitrinas de los comercios, me sonreían tanto muñecas

antropomorfas como aparatos de uso desconocido o directamente inútiles:

corazones sangrantes para autómatas pasados de moda; telas ajedrezadas,

incapaces de ocultar la mezquindad de los maniquíes que las portaban; o

montones de cartas enmohecidas cuyo contenido únicamente engrandecía mi

odio hacia las relaciones humanas.

Un local destacaba por encima de todos, una tipografía arcaica rezaba que era

un restaurante, pero la impenetrable oscuridad podía esconder cualquier

sorpresa de cientos de patas. Sin embargo, ignorando más consciente que

inconsciente los sonidos de quitina contra cemento, asomé la nariz por una de

183
las aspilleras que violaban la fachada. Cierto, la construcción no era interesante

por sí misma, aquí el ladrillo presentaba una normalidad aplastante, a lo mejor

por ello llamó poderosamente mi atención en primera instancia. Al observar más

detenidamente, di con algo a la altura de mi pesadilla: Ocupando un puesto

privilegiado sobre la más larga de las paredes, mera ruina de papel y argamasa

a medio caer, un pequeño cartel anunciaba la política del establecimiento y esa

prédica fue lo que convirtió ese mesón en algo especial. «Nuestros platos no se

pueden comer». Las exquisiteces más absolutas a este lado de la mentira tan

sólo debían observarse a riesgo de ser expulsado del local, como si un nuevo

Adán hubiese caído por accidente entre un festín de manzanas prohibidas. Sin

lugar a dudas era el lugar perfecto para abandonarse al placer definitivo de los

espíritus decadentes, esqueléticas almas llevadas hasta una anorexia hedonista

y bien ponderada, admirada en esos pomposos círculos de los poderosos que,

probablemente a ciegas, regían la megalópolis.

De repente, un asco extraterrestre golpeó mi pecho convirtiendo mi aliento en

mermelada. Respirar se hizo imposible e intenté, con el resto de mis fuerzas,

arrastrarme hasta la calle por la que hube alcanzado esa glorieta maldita. Fue

durante aquel deslizar sobre las aceras gelatinosas que pude concretar otros

detalles no menos tenebrosos de la ciudad abandonada. Más allá de la cualidad

hueca de sus materiales de construcción, como si fuesen decorados de una obra

trágica, los cristales de las innumerables ventanas estaban sudando un líquido

transparente que, en lugar de reflejarla, absorbía la claridad lunar con avaricia,

aumentando su densidad hasta conformar una segunda capa brillante. Los

restos de mi aguda percepción iban y venían simulando la señal de un viejo

televisor, lo que me impidió concretar la condición plástica de aquella patina.

184
Podrían haber sido las lágrimas acumuladas sobre los cristalinos de mis ojos,

pervirtiendo uno de los sentidos que me estaban fallando por momentos.

Entonces, cuando a duras penas había recuperado el hálito tras el etéreo

impacto, icor y cristal se fundieron creando una única superficie, con la misma

cualidad reflectante de los mares de mi niñez. Ya fuesen las vidrieras de unos

cubículos, parodia de iglesias, o los escaparates de tiendas que ofrecían relojes

rotos como mercancía, la transmutación convirtió inofensivas láminas de cristal

en actos de maldad. Fue como si la ciudad alcanzase aquella vida que le era

negada por la ausencia de residentes o cualquier otra presencia natural aparte

de la mía. El resurgir llegó usando la furia como heraldo, haciendo gala del rencor

de los objetos que envidian secretamente a sus creadores. Aquellos primeros

movimientos sobre el falso cristal hicieron tintinear campanas en algún remoto

lugar de mi conciencia, no obstante la atmosfera continuaba estreñida de

sonidos, un mutismo que rivalizaba con el sigilo de un depredador mortal.

Quizás fuese un fallo de la vista, al fin y al cabo mi corazón todavía bombeaba

restos de la sustancia, sin contar la venenosa influencia de mis lecturas

nocturnas, pero por mucho que pestañease tendido en el suelo, la

transformación no se detenía, si no que ofrecía nuevos y siniestros matices.

Pronto el vidrio trocó en espejos donde formas simiescas, dotadas de un fulgor

apagado, centraban su atención hacia mi posición. Vestidos con trajes de piel

rugosa giraron cientos de ojos hasta la calle, creando una jaula invisible que

impedía cualquier huida. Pasando de espectador a cuadro como si el museo

nocturno hubiese abierto sus puertas únicamente para los sonámbulos. De todos

modos, ¿y a donde hubiese querido escapar si la urbe encantada se extendía

185
hasta los confines dibujados por un horizonte de rascacielos que crecían y

crecían hasta acariciar las mejillas de las lunas?

Mis carceleros rechazaban la huida como medio para subsanar los errores de

pecados pasados, no me iba a librar tan pronto de un juicio injusto.

Allí estaban:

Trémulas figuras que se iban concretando hasta revelar a ancianos eruditos de

cabellos nevados…

Sirvientes desollados que me acusaban señalando con sus plumeros, envarados

dentro de unas harapientas libreas…

Niños esbozados por una mano hiriente, que los invocaba desde la confusión de

los tiempos verbales…

Muñecos adoptando poses de perdición que yo mismo había escrito cuando era

más joven…

Modelos de porcelana sorbiendo verbos deshonestos desde encías metálicas…

Rostros de mercurio goteando piel translúcida sobre las repisas, volviendo el

tegumento a ascender para abultar sus frentes, como si mis ideas bullesen

dentro de aquellos cerebros fantasmagóricos…

Aquellas entidades, esclavas de su mutismo, me regalaron sonrisas delatoras

que buscaban algo dentro de mí. Tal vez esperaban robar el calor que, a buen

seguro, escaseaba en sus nichos de cristal. ¡Mágicos bastardos! Lograron su

objetivo con la inexorabilidad del torturador medieval. Creando una mano gélida,

de origen sobrenatural, apretaron mis costillas hasta hacerme desear la muerte

186
antes que seguir atestiguando aquel ritual incompleto. Plantaron las semillas de

un jardín vedado al hombre, utilizando las ideas y recuerdos de mi posesión

como abono.

Girando la cabeza trescientos sesenta grados, sustituido mi cuello por un perno,

pude comprobar que todas y cada una de las ventanas desnudas mostraban a

uno u otro de la congregación, que moviendo labios informes, algunos quemados

por el frío, entonaron una especie de advertencia. Jamás fui capaz de retenerla,

de rellenar sus huecos de colchón hueco. ¿Por qué debía ser yo el objeto de

aquella tortura cuando mi deambular tenía un origen accidental? ¡Idiota, ese giro

en el último pasaje estaba obviamente maldito! Pero yo no había elegido

adentrarme en las avenidas de la ciudad corrupta, sólo era un mero paseante

fortuito viajando del punto A al punto B en un simulacro de existencia carente de

sentido. No obstante, ajenos a la falta o no de causalidad, continuaron las

criaturas-reflejo señalando desde sus diáfanos tronos, disfrutando del anticuado

corte de sus vestimentas, mientras yo intentaba enumerarlos para dar

entendimiento a esa pantomima ilógica. No pude reconocer a nadie, pertenecían

a ecos de otros momentos que nunca viviría, pues la materialidad es efímera y

confusa. Los pensamientos se adscriben a la solidez del trabajo de oficina, no

del ánima inexistente que nos empeñamos en concebir como escapatoria de

nuestro breve tiempo. Aquel acto, el final de la obra, supuso otra nota a pie de

página dentro de una historia que todos, más tarde o temprano, debemos contar

como tributo a esas verdades mayores imposible de contradecir, por mucho que

hayan sido traducidas de un lenguaje maniqueo. Vulgar, torticero y demagogo;

a eso se había reducido el paso a la vida adulta.

187
Parpadeé, parpadeé, parpadeé… lo hice hasta llorar, ya que movimientos más

complejos se me habían prohibido, pero no llegué a borrar a los habitantes de

esa ridícula polis. A diferencia del proyector de un cine, las imágenes eran

nítidas, tan verídicas que parecían un espejismo.

Entonces, sometido a un estallido, un leve picor que carcomía poco a poco mis

nervios oculares, fui iluminado como si una centella hubiese nacido dentro de

mis pensamientos. Todavía confuso, fui retrayendo la mirada, abandoné la visión

de los ventanales infestados de formas burlonas y choqué contra mis propias

pupilas, hipersensibles a causa de la sustancia y los cuentos de terror que habían

definido el preludio de mi pesadilla selectiva.

No era otoño, no era martes, era un momento eterno e indefinido donde una

infección extraña se había apoderado de mis cristalinos. Fui poseído

metafóricamente por todas aquellas personitas y émulos de artistas que

preferían vagar eternamente dentro de mis ojos, buscando su propia ciudad y

transmitiendo reproches desde la córnea al iris, para compartir los rescoldos de

sus historias. Ellos eran la gente de Ligotti. Contrariamente a mi idea inicial no

encantaban los cristales de la ciudad en ruinas, si no a mí. Ufanos ocupando

edificios que eran neuronas, y demostrando que el único que estaba maldito era

yo, preso del erial en que se había convertido la existencia.

188
Lugares de
Sheila Moreno

Se había convertido en un extraño en el que, hasta hacía poco, había sido su

lugar de trabajo. La gente no le saludaba aunque estaba seguro de que

murmuraban sobre él cualquier calumnia. Lo cierto es que la mayoría ignoraba

su presencia, bien porque no querían verle o porque no querían darse cuenta de

que estaba allí.

El edificio le era tan familiar como de costumbre, aunque se veía de una

manera diferente al no trabajar ya en él, las paredes parecían falsas casi

decorados de una pesadilla de los años noventa, y los trabajadores simples

actores contratados para que no diera la impresión de que el inmueble estuviera

vacío. Él era el único que había cambiado, convirtiéndole en un renegado sin

remedio.

191
Subió las escaleras hasta la sala de espera que había tres pisos más arriba,

apenas tardó un suspiro en hacerlo. En cuanto estuvo allí, sus pies querían

dirigirse hacia la habitación de la anciana, aunque sabía que primero tenía que

hablar con su hija que le esperaba en una sala de familiares al otro lado de las

habitaciones de la residencia.

No le dio tiempo a cerrar la puerta de aquella sala cuando, la mujer con la

que había quedado, le habló sin intercambiar siquiera un simple saludo:

—Usted debe de ser el auxiliar.

Él afirmó con la cabeza al tiempo que ofrecía su mano sudada y con apenas

pulso, ella le devolvió el gesto estrechándola con la suya.

La sala estaba abarrotada de unas sillas que parecían ser cómodas y

acolchadas, eligieron dos de ellas cerca de un enorme ventanal sin cortinaje

alguno y se sentaron.

—Cuénteme, ¿cuál fue el motivo de que empezara a hablar con mi madre?

A pesar de ser la primera en iniciar la conversación, al hombre le sorprendió

la prudencia que había detrás de aquella pregunta. No rodeaba el tema, pero

tampoco había empezado con el suceso de la herencia de la anciana.

—Cuando Paola ingresó con nosotros, el médico de la residencia comentó

que empezaba a mostrar los primeros síntomas de un deterioro cognitivo…

—Una demencia —cortó ella, puntualizando. Sus palabras habían sido

como escupitajos lanzados al aire.

192
—Sí —dijo él intentando no discutir el uso de aquella palabra—. El médico

insistió que era bueno estimular la charla y realizar ciertas tareas sencillas para

que la enfermedad avanzase de la manera más lenta posible. Paola, su madre,

hacía ejercicios un par de horas al día, pero aquello no era suficiente y la falta

de visitas hacía que la interacción con otros fuera muy difícil.

—No puede culparme por no querer ver cómo mi madre se consume. Ya

me hago cargo de los gastos de este lugar, que no es que sea muy barato. No

soy una mala hija.

—No digo lo contrario, lo comento para ponerla en situación.

Era mentira, al principio sí que le hubiera echado en cara esa falta de

empatía y solidaridad con la anciana, aunque ahora casi agradecía que hubiera

ocurrido así, si hubiera recibido más visitas tal vez la relación con ella habría sido

más distante.

—Yo era uno de los auxiliares encargados de atender a su madre: Me

ocupaba de su aseo y su ropa, de darle la comida, acostarla y curar sus heridas.

Tenía otros pacientes, pero su madre me generaba cierta ternura. Tan frágil, tan

sola. A medida que su cabeza se perdía, sus músculos se agarrotaban y de poco

servía cualquier ejercicio para mejorar la musculatura —hizo una pausa—. En

una ocasión se dirigió a mí, quería que me acercara a ella y le contara algo.

Quizás me confundió con un hermano o un primo, pero me gustó hablar con ella.

—No tiene hermanos ni primos, en su familia todo son mujeres. Mi padre

siempre se quejaba de las reuniones familiares por ello.

193
No lograba imaginarse un encuentro como aquel, lleno de gente, cuando la

mujer que él conocía vivía sola y postrada en una cama. Se le hacía raro pensar

en una comida o una cena copiosa rodeada de mujeres con rasgos parecidos a

los suyos, que charlaban mientras comían, bebían y reían.

Se dio cuenta de que se había abstraído en sus pensamientos cuando notó

que la atmósfera de aquella sala cambiaba y su interlocutora guardaba silencio

esperando a que él continuara su relato.

—Al principio utilizaba mis descansos para charlar un poco con ella —

continuó explicando—. Cada sonrisa, cada palabra, o cada gesto amable que

me dedicaba, era una especie de recompensa por estar ahí con ella.

—Nunca le habló de asuntos personales.

—Nunca.

La conversación comenzaba a dirigirse hacia el tema por el que estaban

allí reunidos. Aunque al hablar, aquella mujer parecía más nerviosa que

enfadada.

El sol empezaba a azotar con fuerza al otro lado de la ventana y el calor

hacia que la cabeza se le embotase, haciendo incluso que le costase pensar con

claridad. Estaba haciendo un tiempo demasiado cálido incluso para él.

—Lo normal es que habláramos sobre el tiempo, las noticias o, algún

suceso destacable que hubiera ocurrido en la residencia. Conversaciones

banales, simple cháchara de ascensor sin otro pretexto que el de hacerle una

compañía que necesitaba con innegable urgencia.

194
La mujer abrió la boca para interrumpir de nuevo, quizás volver a excusarse

por algo al que nadie le había pedido una explicación, pero la cerró al instante.

—Aunque al principio sólo le hablaba de cosas sin importancia —continuó

el hombre haciendo caso omiso del gesto que acababa de ver—, a medida que

la enfermedad fue avanzando, nuestros encuentros cada vez eran más

interesantes: La existencia de dios o no, el significado de la vida, la ética y la

virtud… ¿Su madre ejerció de profesora de filosofía o alguna otra actividad

similar?

—Mi madre trabajó en el campo casi cincuenta años —respondió

chasqueando la lengua con disgusto—, cuando no pudo seguir trabajó en una

residencia como esta, limpiando ancianos.

—Pues es una mujer muy inteligente —dijo el hombre al que las palabras

de aquella señora le resultaban demasiado hirientes para referirse a su propia

madre—, incluso dentro de las paranoias propias de su enfermedad era capaz

de mantener conversaciones coherentes. Recuerdo incluso una vez que

estuvimos debatiendo sobre la existencia de un dios primigenio que acabaría con

la humanidad… —Rio recordando aquel día que quedaba ya tan lejos—.

¿Interesante, verdad?

La mirada de la mujer respondía sin necesidad de que sus labios dijeran

nada, aquello no le parecía en absoluto relevante, más bien lo contrario.

—Me empecé a guardar pequeños ratos para hablar con ella, momentos

fuera de mi horario laboral que utilizaba sólo para intercambiar unas frases. Pero

en dos años la enfermedad ganó terreno a su cabeza y apenas podía decir cuatro

o cinco palabras sin atorarse, y mucho menos recordar qué palabras había

195
pronunciado pasados unos minutos. Yo seguí haciéndole compañía, pero me

sentía como si estuviera llamando con insistencia a una casa donde ya no

quedaba nadie.

Uno de los residentes gimió de dolor en alguna habitación cercana de

aquella planta. Los sentidos del antiguo auxiliar se agudizaron para moverse

hasta allí como tantas otras veces lo había hecho. Pero enseguida recordó que

aquel ya no era su trabajo y volvió a la conversación. La tensión seguía

caldeando un ambiente insoportable. La mujer le preguntó si pasaba algo y él

negó con la cabeza al tiempo que hacía un aspaviento con la mano para quitarle

importancia.

—Un día —continuó él—, Paola me planteó de repente una pregunta

personal muy interesante. Era como si su cabeza se hubiera vuelto a ordenar. A

veces ocurre, un recuerdo del pasado sale a la luz, se canta la letra de una vieja

canción… Su mutismo de los últimos meses dejó paso a la pregunta: “¿eres feliz

haciendo lo que haces?”

Lo recordaba perfectamente, se lo había dicho con total seguridad, casi

tentándole, como un vendedor ambulante, o alguien que quisiera animarle a

apuntarse a un grupo de apoyo o una secta.

Se dio cuenta de que estaba dejándose llevar por la conversación. No

quería hablar del tema importante, aunque una parte de él quería culpar al

tiempo. Unas nubes negras de tormenta se agolpaban en el cielo esperando a

descargar. No había truenos ni rayos, tampoco lograba distinguir el característico

olor que avecinaba la tormenta, pero la veía en el cielo, esperando desde hacía

horas, acechante.

196
—No eran más que delirios —aclaró la mujer con una mirada furiosa—. Su

mente enferma les da forma. Eso es lo que me explicó la doctora.

—Lo sé —contestó él moviendo las manos para que no le explicara algo

que ya conocía—. Sin embargo, parecía totalmente lúcida. No quise contestarla,

a cualquier otro paciente le hubiera dicho cualquier cosa para que se quedara

tranquilo, pero a ella…

—Ese mismo día dejó el trabajo.

Una sonrisa se dibujó en los labios del hombre como respuesta.

—Es que ella tenía razón, estaba harto de la vida que llevaba, en vez de

contestar a su pregunta me fui de allí para no volver.

Había sido una liberación para él haber dejado aquel trabajo. Tan poco a

poco se había acostumbrado a realizar esas tareas, que no se dio cuenta del

infierno en el que estaba hasta que no estuvo metido de lleno en él. Al principio,

fue algo sutil, como un grano de sal en la inmensidad de un vaso de agua y,

cuando se quiso dar cuenta, aquel vaso tenía tanta sal que podría mantener a

flote cualquier cosa en él.

Vivía su infierno personal en un empleo que odiaba, con muerte, suciedad

y desesperación. Las conversaciones con Paola se habían convertido en lo único

que daba sentido a su vida y con su mente apenas funcionando no podía evitar

querer irse de allí corriendo.

—Entiendo —dijo la mujer pellizcándose la barbilla—. Entonces, eso

explicaría por qué repetía su nombre una y otra vez sin cesar cuando usted

desapareció. Habló tanto con ella que al final se acostumbró a verle y le

197
recordaba casi más que a nosotros, su familia, que tantos años pasamos a su

lado. ¿Me equivoco?

Aquello tenía mucho sentido, demasiado quizás. A veces las mentes se

quedaban ancladas en un punto y les era más fácil ahondar en algo sencillo

como un nombre y repetirlo que recordar algo querido y que había sido mucho

más importante a lo largo de su vida. Pero ambos sabían que ninguna de esas

respuestas contestaba a la auténtica pregunta, la que les preocupaba a los dos

de manera distinta.

—¿Y cómo explica que estuviera en su testamento? —inquirió al fin la

mujer—. Cuando el abogado nos llamó para decir que el testamento había

cambiado. ¿Cómo era posible que lo hubiera hecho si apenas tiene memoria

para recordar lo que hizo hace diez minutos? ¿Cómo logró que antes de perder

el control sobre sí misma llamara a su abogado e insistiera para que usted fuera

su único heredero?

No tenía respuesta a esas preguntas, a él también le había sorprendido.

Una anciana a la que apenas conocía le animaba para dejar su empleo y le

legaba gran parte de sus ahorros cuando ella muriese. Era de locos.

—¿Para eso estamos aquí, no? Para que deje por escrito que deniego de

todo esto, que no quiero ni una mísera moneda de ese dinero, que por otra parte

no he llegado ni a tocar.

—No pensaría que se podía quedar con los ahorros de una mujer con

demencia ¿no?

198
Le daba igual aquel dinero, a él sólo le interesaba la charla, aquellas

conversaciones a las que se había vuelto adicto, no podía pensar en otra cosa,

se sentía un drogadicto en busca de un mísero gramo de cocaína cubriendo un

espejo de viaje.

Un abogado esperaba fuera, con un montón de papeles en una mano y una

pluma, aguda y reluciente como el cuchillo de un carnicero. La mujer le hizo

pasar y sentarse en una de las sillas que había en la estancia.

No hubo mucho más que decir, pero tampoco daba la impresión de que la

hija de Paola quisiera seguir hablando con él. El abogado le mostró toda una

torre de documentos, se los estuvo explicando, pero él no hizo demasiado caso

ni a las exposiciones del abogado ni a lo que hablaba con la mujer. Firmó los

papeles en las casillas habilitadas para ello, dejando de ser el único heredero de

una anciana, para cedérselo todo a otra persona que decía ser la hija de la

propietaria original. Cuando acabó de poner su rúbrica en todos los documentos,

se dirigió a la hija de Paola con gesto de súplica.

—¿Me deja despedirme de ella?

Con la mano izquierda se tocaba nervioso el anular de la mano derecha,

manoseando un anillo imaginario al mismo tiempo que mantenía la mirada en el

suelo, temiendo la negativa.

La mujer asintió con la cabeza sin hacerle mucho caso, estaba más

centrada en los papeles que acababan de firmarle que en su madre.

El hombre caminó entre los pasillos de la residencia. Desde las puertas

entreabiertas de las habitaciones se podía distinguir a los habitantes de aquel

199
centro: Ancianos arrugados cuya cabeza había empezado a estar

desamueblada, o donde ya no quedaba nada. A él le gustaba pensar que no es

que les dejase de funcionar la mente, sino que tal vez habrían trascendido de

alguna manera que los demás no eran capaces de ver. Aunque en su interior

sabía que no debía de autoengañarse.

Cuando llegó a la habitación de Paola, la anciana se encontraba enjuta y

replegada sobre sí misma, muestra del tiempo que llevaba sin moverse. Habían

conseguido que se mantuviese sentada en una silla, pero su cabeza caía sobre

sus hombros sin apenas mantenerse erguida y sus manos parecían ramas de

árboles nudosos que se retorcían.

—Paola —dijo él sin utilizar el tono condescendiente y casi infantil que se

usaba con los mayores, casi como si no se enterasen de nada.

La anciana levantó la cabeza con cierta dificultad y sonrió mostrando una

boca con la carencia de numerosos dientes.

—Veo que se alegra de verme —dijo él.

—Sabía que vendrías.

Después de haber visto cómo el lenguaje de ella se deterioraba tanto, le

sorprendió la frase, tan perfecta. Lo más seguro es que le estuviera confundiendo

con otra persona, pero le gustaba que aún pudiese decir oraciones con

coherencia. Decidió responder con la misma coherencia, manteniendo el juego

de preguntas y respuestas que tantas otras veces habían llevado meses atrás.

—¿Ah, ¿sí? ¿Y cómo podía saberlo?

200
—Es fácil adivinar qué vas a hacer cuando tú eres un producto de mi

mente.

Aquella frase la dijo con total tranquilidad y tanta convicción, que no daba

la impresión de haber dicho algo carente de sentido. Era mucho más fácil aceptar

que la cabeza de alguien funcionaba mal cuando este señalaba con un dedo y

gritaba que otra persona era el demonio, que cuando sus palabras eran

calmadas. No había siquiera rastro del tono tembloroso que solían tener los

ancianos.

—Así que vivo en su mente.

El hombre se rio, e intentó continuar aquella conversación como hacía

cuando trabajaba allí. Si veía que empezaban a moverse en círculos sin sentido,

siempre podía cortar la charla cuando él quisiera, como tantas otras veces.

—Sería muy triste ¿no? —preguntó el hombre a la anciana—. Sería muy

triste si fuese un simple pensamiento en la mente de una persona en vez de un

ser humano real.

La sonrisa desdentada se movió en una carcajada siniestra dentro de la

boca de la mujer.

—Es mejor existir en la mente de alguien que no existir ¿no? —dijo ella

todavía entre risas.

La conversación había empezado a no gustarle al antiguo auxiliar.

Tamborileó sus dedos sobre la mesilla que había al lado de su silla y, cuando

recordó que la anciana no era más que una mujer enferma, volvió a hablar.

201
—¿Cómo es que conozco a su hija entonces? ¿Cómo he podido firmar la

renuncia a una herencia? ¿Cómo ha sido capaz de dejarme algo en herencia si

ni siquiera existo?

La anciana guardó silencio, uno especialmente incómodo. Los ojos

vidriosos de la mujer se mantuvieron fijos en algún punto inconcreto de la

habitación. Él por su lado se sintió culpable, tal vez había sido demasiado directo

con sus frases y a ella le costase entenderlas, pero él había actuado a la

defensiva porque la conversación empezaba a tomar un tono que no le gustaba.

Aunque en el fondo ese era el motivo por el que había ido a verla: hablar con la

anciana se parecía a montar en una montaña rusa, siempre era coherente

aunque no lo fuera en realidad y aquello podía hacer remover el interior de

cualquier persona.

Cuando comprobó con tristeza que la anciana ya no tenía nada más que

decir se levantó de la incómoda silla de plástico para las visitas. Posó su mano

sobre el brazo de la anciana y dio un ligero apretón casi una caricia a modo de

despedida, después, se dirigió a la puerta.

—Ellos son recuerdos —dijo Paola antes de que se fuera su visita—. Mi

hija, mi abogado, son recuerdos de cosas que hice y personas a las que conocí.

Como cuando discutí con mi hija porque no quería que ella se quedara con mi

herencia estando yo todavía viva, ella entonces hizo un trato con mi abogado

obligándome a firmar. Una vez los hechos se convierten en recuerdos que sólo

están en tu mente ¿qué diferencia hay entre un recuerdo y algo que te has

inventado? He mezclado mi pasado contigo, que sólo existes en mi mente,

porque cada vez me cuesta más distinguir entre lo que es real y lo que no.

202
No supo qué contestar a las palabras de la anciana mujer. Los delirios

empezaban a ser demasiado absurdos como para mantener una conversación.

Sabía que algún día tendría que pasar, pero daba las gracias de que fuese

cuando él había dejado de trabajar allí, no le gustaba ver cómo las personas se

marchitaban como flores arrancadas. Le resultaba menos duro sus silencios que

sus palabras incoherentes.

—¿Alguna vez has tenido una charla contigo mismo? —insistió la

anciana—. Incluso haber discutido. Todos hablamos con nosotros mismos más

a menudo de lo que nos gustaría poder decirle a los demás. Yo te di forma, me

di forma a mí misma para poder hablar con alguien estando tan sola, pero mi

cabeza comete ya demasiados errores y ya no da más de sí y, quería

despedirme de ti, es decir de mí. Quiero decir adiós a lo que soy ahora antes de

que desaparezca del todo.

—Paola —dijo él utilizando el tono condescendiente que tanto odiaba que

los demás usasen.

—No, lo que te digo es cierto. ¿No has notado nada raro a tu alrededor?

¿No te has dado cuenta de que no sabes nada de ti mismo? ¿Quién eres?

¿Cómo te llamas? ¿Por qué sólo te acuerdas de lo que sucedió en esta

residencia? ¡Tú formas parte de mí y cuando yo desaparezca ya no serás nada!

Las últimas palabras las pronunció gritando tan fuerte que una auxiliar se

acercó a la habitación para ver qué había pasado.

El hombre movió los dedos desde la puerta sin hacerle apenas caso a la

anciana, que insistía en que volviese a su lado. Salió de la habitación y se

encontró al otro lado del pasillo sin apenas darse cuenta. Notaba su corazón

203
bombeando sangre a toda velocidad. Su conversación no se había dirigido de la

forma que a él le hubiera gustado. No había sentido esa punzada de sabiduría

en las palabras delirantes de una anciana en sus últimos días, sino que el diálogo

mantuvo una desazón constante, opresora.

Cuando fue a salir a la calle, el frío que hacía en ella hizo que se subiera el

cuello del abrigo hasta casi la nariz y se colocara la bufanda. Había dejado de

nevar aunque eso no significaba que hiciera mejor tiempo. Ya ni se acordaba de

cuántos días de nieve llevaban, si seguía así pronto ni las quitanieves podrían

hacer su trabajo.

En cuanto puso un pie en el asfalto se sintió desorientado, no tenía ninguna

idea de a dónde dirigirse ni por qué tendría que ir a otra dirección que no fuese

donde estaba ahora. Tuvo la impresión de que si daba un paso más

desaparecería al igual que el humo de un cigarrillo.

Se quedó en el umbral de la puerta de la residencia y miró con extrañeza

sus propias manos, le daba la sensación de que no las reconocía.

Él no era un simple producto de la imaginación de otro.

Se quedó un rato allí, sin saber qué hacer. Hasta que algo en su interior le

hizo darse la media vuelta y regresar sobre sus pasos hasta la residencia donde

había dejado de trabajar hacía ya un tiempo.

La voz de Paola le llamaba de nuevo incesante y tenía ganas de una buena

conversación.

204
Coge una batidora y mete dentro a una trabajadora social, una educadora
infantil, un buen puñado de libros, mucho terror, y quejas. Limpia la
sangre y ponle unas gafas: el resultado que queda es Sheila.

Ha escrito distintos cuentos en varias publicaciones digitales: “El huevo”


(antología Payasos Malvados de la Revista Vuelo de Cuervos), “La
lección” (Tentáculos y Cuervos 3 de la Revista Círculo de Lovecraft), “A
las fauces de la muerte” (Revista Tártarus 11), “La Fundación Abraham”
(Revista Penumbria 43).

Puedes encontrarla y compartir quejas con ella en Twitter: @marcapáginasolv


Venga y Encuentre el sentido Último de la Existencia.

Por fin, paz en el mundo. Un gestor municipal transnacional para todos,

siempre con la luz encendida. Una sola religión, un solo país. Los robots

metamórficos, como yo, dejamos de explorar. Ahora modelábamos

individualidades, saltando de una a otra para establecer desviaciones

gaussianas en las muestras estándar: media de inteligencia, media de

extraversión, media de curiosidad, etc.

El caso que me asignaron ese fatídico noviembre estaba fuera de toda

estadística en el ámbito sexual, era un hermafrodita.

207
Soy hermafrodita y muchas otras cosas. Pero ellas me eligieron por ésta

condición, aunque yo siempre la hubiese mantenido en secreto. Tenían un

matadero al final de todas las estaciones y líneas de metro. Necesitaban a

alguien que accionase las sillas, a cualquier hora, pues ellas tenían la costumbre

de estar activas sólo los sábados por la noche. La campaña de márketing iba a

ser espectacular, pues habían conseguido mucho dinero de muy diversas,

lucrativas y poco morales formas. Ya tenían, incluso, frase promocional: “Líbrese

de sus preocupaciones y gane un viaje a la ciudad de la diversión”.

El funcionamiento de la silla era muy sencillo: el paciente llegaba al

“espectáculo”, como ellas le decían, y, después de atarlo con cadenas, le

hacíamos una serie de preguntas de control:

● ¿Cree usted en Dios?

● ¿Cree usted en Dioses?

● ¿Cree usted en los fantasmas?

● ¿Cree usted en feng-shui, homeopatía o algo similar?

● ¿Se considera usted una persona espiritual?

Si la respuesta a cualquiera de éstas preguntas era “sí”, debía apretar un

botón verde. Si no, uno rojo. Cuando apretaba el botón verde se oía un fuerte

ruido y las cadenas eran liberadas. El sujeto, con una sonrisa en la cara, se

levantaba y se iba. Un pequeño bote de cristal se llenaba de hediondas gelatinas

de un color que no sabría describir. Yo debía cerrar rápidamente el bote y

entregarlo a un mensajero, que siempre esperaba en la puerta con su moto. Si

208
apretaba el botón rojo se abría una trampilla en el suelo y el paciente, con silla y

todo, era engullido por un pozo del que nunca pude averiguar el fondo.

Tres preguntas me tenían obsesionado en esos tiempos:

1. ¿Qué era esa excreción tan valiosa de los botes y para qué lo querían

ellas?

2. ¿Dónde iban a parar los sujetos que no creían en nada?

3. Y la más inquietante: ¿Por Qué le llamaban a ese sitio matadero?

En este punto parecía que el hermafrodita ya no podía darme mucha más

información, debía modelar a una de esas mujeres que le habían contratado.

Soy Kira, la bruja del norte. Junto con nuestras hermanas, los cristianos

quemaron muchos de los planos de máquinas maravillosas. La silla de

extirpación de creencias inútiles llegó a convertirse, casi, en una leyenda.

Muchas de nosotras creíamos que era solo un mito inventado por los sucios y

pervertidos curas, como lo de volar con escobas. Pero en el 2056 encontramos

un niño en un psiquiátrico. Él nos explicó que el viejo río Fusdien estaba a punto

de descongelarse. Allí acudimos y esperamos pacientemente hasta el primer

menguante de mayo, cuando, efectivamente, el Fusdien, que llevaba más de

doscientos años en estado sólido, se descongeló. Debajo de aquella sepultura

fría estaba el último paradero conocido de la Baba Yaga y, entre sus cosas, las

209
instrucciones para construir la silla de extirpación. Compramos lo materiales en

la tienda de donde nunca entra ni sale nadie y la probamos con un niño. Dejó

de creer en los reyes magos y su creencia se tornó en un fabuloso ungüento que,

untado en nuestras escobas, nos hacía volar.

Modelado de una estudiante de filosofía:

Soy Emma. Ex-estudiante de filosofía, como la mayoría de compañeros de mi

facultad. Empezaron a faltar a clases en parejas o tríos y, como el invierno

estaba resultando duro, pensé que la gripe era la culpable. Pero, mientras me

encontraba en el lavabo pensando en la crítica de Kant, escuché la conversación

de dos compañeras frikis:

● ¿Has oído lo de ese espectáculo al que han ido todos?

● Sí, parece que lo han escrito las mismas que inventaron la silla. ¿Cómo

se titula, algo del sentido?

● “Venga y encuentre el sentido último de la existencia”, se titula y, además,

es gratis y lo hacen en las naves abandonadas del puerto.

Por supuesto que, nada más subirme los pantalones, tomé el tranvía al puerto.

No me costó demasiado encontrar el lugar, pues una gran cola precedía la

pequeña entrada negra. Delante de mí tenía dos hombres mayores, vestidos de

210
pana y con cartera de cuero. Profesores universitarios, pensé, los conocía bien.

Los dos leían libros en lenguas muertas, aunque uno estaba firmado por un

nombre occidental, un tal doctor Klatt.

A la entrada me dieron un papel con el siguiente texto:

“La hermandad del Sábado les da la bienvenida al espectáculo definitivo.

Después de esta noche, ya no necesitará usted religión, arte o ciencia. Aquí está

la respuesta a todas sus preguntas. Simplemente siéntese y disfrute. No hay

prohibiciones en cuanto a teléfonos móviles, onanismos o actos violentos.

La música que puede escuchar es:

● “Gymnopedie n 7” (Erik Satie)

● “Atlas Eclipticalis” (John Cage)

● “Lux Aeterna” (György Ligeti)

Esperamos que disfrute y, si no encuentra el sentido de la vida, puede

visitarnos en la Torre Roja y le arreglaremos la mente”

El escenario eran cuatro tablas mal puestas y, el telón, cientos de sábanas

cosidas, todas ellas adornadas con diferentes motivos del ouroboros.

211
Suena “Gymnopedie n 7” (Erik Satie). El telón se levanta y una gran marioneta

inmóvil, vestida de payaso, ocupa todas las tablas. Poco a poco baja, desde el

techo, suspendida por cuatro cuerdas, una de las famosas sillas de extirpación

con un botón rojo encendido. El sujeto, atado a la silla, va despertando poco a

poco.

Suena “Atlas Eclipticalis” (John Cage). El hombre de la silla empieza a chillar

al ver la marioneta gigante que, dicho.sea de paso, tiene dos cuchillos en las

manos (a su escala, que es lo preocupante). El títere corta en seis grandes

partes al desdichado y todo se llena de sangre y de un hedor como a matadero.

Cae el telón, las luces se apagan. Náuseas y vómitos entre el público.

Suena “Lux Aeterna” (György Ligeti). Todo está oscuro, sólo se oye un

gorgoteo y un siseo, como si algo se arrastrara por el suelo, lentamente. La

claridad va apareciendo, pero tan lentamente como en un amanecer. Pasan

minutos, quizá horas hasta que empiezan a entreverse formas y colores.

¿Animales? Pienso. ¿Reptiles mamíferos rojos, marrones y negros? Y empiezo

a vislumbrar, a la vez que la realidad, una respuesta distante al insondable

absurdo espectáculo de la existencia. Las formas que se mueven son trozos de

carne, carne no viva, carne animada que repta por el suelo, movimiento artificial

como el de las marionetas, carne aún no putrefacta, pero sí en el camino del

gusano. Fragmentos de lo que antes había sido cuerpo entero, un yo, con un

nombre. Fragmentos que ahora bailan el baile cósmico. Una música tocada por

un flautista loco en el centro del universo y de la que yo, observando los

212
movimientos, puedo deducir su ritmo, el ritmo del porqué de las cosas, más

sonoridad infinita del caos y la absurdidad. Los trozos se mueven y, el público,

en vez de retroceder, los abraza, los besa e incluso algunos intentan copular con

ellos. Hasta que la sangre y la carne muertas se mezclan con el semen y el

sudor vivos. ¿Hay alguna otra respuesta?

Silencio. El espectáculo acaba, las preguntas acaban, la fe acaba, la

esperanza acaba.

Salimos así del espectáculo, exhaustos y extasiados. Toda la sala, todos

menos uno. Parecía que su última esperanza para comprender el mundo se

había desvanecido. Todos lo habíamos conseguido menos él. Lloraba

desconsolado hasta que unas chicas, desnudas, salieron de entre las

bambalinas, lo abrazaron y, rodeándolo, se lo llevaron. Le perdí de vista en la

oscuridad mientras salía del teatro.

Modelado del Padre Rodrigo. Exorcista, teólogo y campeón del mundo de Ping

Pong (en su juventud).

Era Rodrigo. Había pasado toda mi vida buscando el porqué de mi existencia.

En la filosofía, en Dios, en el diablo y en el ping pong. Ahora que soy un híper -

yo, morando entre mi tumba y una semivida, lo comprendo todo. Todo empezó

213
en el que iba a ser mi final. Había sacrificado tener una família y una vida para

buscar, en los libros, cuál era el sentido de la vida, la muerte y, en general, del

universo. Setenta años después, sólo era un triste gordo solitario y maloliente.

Un frasco entero de mis pastillas parecía la salida más rápida y fácil. Solo, en mi

buhardilla, sin nota de despedida iba a tomarlas cuando apareció ella o él, no

sabría decirlo. Era todos mis anhelos hechos persona. Una mezcla del yo que

hubiese deseado ser y de todas las amantes que no tuve. “Hola Padre”,me dijo

con una sonrisa,”antes de hacer eso, y no piense que no le digo que no lo haga,

vea el espectáculo de esta noche. Si no acaba comprendiendo la razón cósmica,

nosotras mismas le mataremos.” No tenía nada que perder y, además, esa mujer

o hombre me atraía como lo hacían las chicas en mi adolescencia.

Como me temía, acabó el espectáculo y no sentí nada. Sólo rabia y envidia

por todo aquel público extasiado. ¿Qué tenían ellos que yo no? ¿No me lo

merecía, quizá, después de tantos años de estudio? Ya no tenía ganas ni de

matarme pero me lo habían prometido y vinieron a cumplirlo o, al menos, eso

creía. Pero resulta que la forma de quitarme la vida iba a ser mucho más sutil

que una sobredosis de barbitúricos. Me abrazaron, me consolaron y me dijeron:

“Ven con nosotras. Trabajando dos semanas en la Torre Roja podrás ser un

híper-organismo y ya no necesitarás respuestas.

Así que me mandaron, en un coche de caballos, a través del páramo gris hasta

la Torre Roja. Una vez en su muro exterior, como no tenía puerta, el chófer y yo

tuvimos que excavar un túnel con pico y pala. “Bienvenido a la fábrica”, nos dijo,

214
al asaltarnos, un pequeño y crispante señor nada más salir de agujero. “Me

llamo Ribello, y le voy a enseñar las oficinas de la tercera planta, donde trabajará

en el diseño y la implementación de los objetos de broma que, humildemente

fabricamos.”. Estaba bastante cansado y sólo quería dormir, así que respondí:

“Es usted muy amable, pero empezaré mañana, de todas formas la oficina ya

debe estar cerrada. ¿No?” Su bigotito blanco dio un respingo: “Aquí tenemos un

horario indefinido, así que, AHORA, es el momento. ¿No querrá acabar como su

anterior compañero, verdad? Hatcher se volvió loco y su enfermedad lo mutó en

araña hasta que una salamanquesa gigante se lo comió.” Después de ese

argumento no me quedaba otra que subir a la oficina. Allí había como tres mil

pequeñas mesas de diseño, todas ocupadas por atareados trabajadores que

movían lápices, reglas y rotuladores con un ritmo endiablado, como si de un lago

de los cisnes cocainómano se tratara. Llegamos a una mesa vacía, con un papel

en blanco y me dijo: “Aquí está su sitio. Ellas quieren los mejores artículos de

broma. Cuando haya diseñado cuatro que sean aptos para fabricarse en serie y

ser repartidos, desde fetos hasta tumbas, podrá ser transformado en híper -

organismo”.

No les voy a describir los siguientes cincuenta años. Ahora, desde esta no-

muerte, entiendo porqué lo hice, pero en esos momentos ni me lo planteé.

Trabajaba veinte horas al día, diseñando una docena de cachivaches inútiles,

que siempre eran rechazados con la misma frase: “Poco gracioso.” La motivación

era un misterio, había pasado de querer suicidarme a tener una meta en la vida.

Más bien, cuatro metas, que llegaron de imprevisto el día que cumplí ciento

veinte años. Ese día ,toda mi rabia por no haber entendido el sentido de la

215
existencia se volvió irónica resignación. Me desperté a mí mismo a carcajadas.

Que idiota había sido. No había grandes respuestas, sólo un espectáculo de

guiñol que duraba, exactamente, una vida. Los cuatro primeros artículos de

broma que diseñé ese día fueron aceptados*:

1. “Pneupiel”: Neumáticos fabricados con piel de manzana para coches

chinos con aire acondicionado olor a caca de serie, conducidos por

correctos alemanes australopitecus.

2. “Urolamique Cósmico”: Aparato pletismográfico que transforma la señales

de las estrellas, recibidas por la Torre Eiffel, en pipi que expulsa el

operador a la mañana siguiente.

3. “Adecienticicador”: Gomina hecha de una mezcla de pinturas blanca y

verde para los bigotes de los señores astrónomos que observan el cielo

en el parque.

4. “Caleicosmáfero”: Semáforo caleidoscópico situado en el puente entre la

Tierra y la Luna que indica si es el tiempo de plantar habas o dinero.

Vino hasta mi mesa una chica joven, llena de tatuajes y sin pelo. Soy la

transportista, vengo a llevarme el “Adecienticicador” para una entrega.

Modelado de Hikomo, una mensajera de la que se sospechan ciertas

actividades insurrectas. Por fin, después de cuatro modelados parece que

conseguiré alguna información útil para el gestor municipal transnacional.

216
Soy Hikomo. Sólo en las fronteras es donde, hoy en día, se puede encontrar

algo de libertad. El resto del universo es una zona gris, con personajes grises e

historias grises. La única forma de viajar, legalmente, es hacer encargos para

las sucias perras brujas, sirvientes del gestor. Así que yo me callo, pongo buena

cara, me afeito de pies a cabeza (quién sabe por qué extraño motivo le tienen

tanta manía al bello).

y uso mi vieja nave clase “Escolopendra” para repartir sus inútiles cachivaches

por el cosmos.

El encargo que me llevó hasta este océano de decrepitud aleatoria parecía, a

priori, sencillo: llevar uno de los artículos de broma de la Torre Roja hasta la

frontera norte del sistema Gliese, donde debía entregarlo en la tumba de un tal

Ascrobius, un ermitaño caído en desgracia. Además, podría aprovechar que

estaba en la frontera para adquirir productos explosivos, muy adecuados para

un fiesta que tenía programada con “las ayudantes” del gestor. Pero cuando

llegué al cementerio, no había ni rastro de la tumba. Le pregunté al vigilante y

me contó una historia increíble, algo así como que la tumba se había deshecho

o desaparecido de golpe.

¿Dónde puede ir una si quiere enterarse de algo? Pues, a un bar o, mejor, a un

burdel. Y en el pueblo había uno de los más famosos de la galaxia, el de la

señora Glimm. En sus habitaciones espejadas podían encontrarse hombres,

mujeres y hermafroditas de cualquier especie consciente (y, a veces,

inconsciente). Pregunté disimuladamente por la tumba, invitando a todo tipo de

drogas y, casi todo el mundo, me decía que el único que podía saber algo era un

217
tal doctor Klatt, que parecía haber conocido a Ascrobius en vida. Klatt tenía casa

y consulta, pero prácticamente vivía en la biblioteca, el único lugar donde se

podía consultar un antiguo libro encuadernado en piel humana. Suelo evitar a

intelectuales, tertulianos y jefes, prefiero a la gente que hace cosas, pero si

quería entregar mi paquete y comprar bombas no me quedaba otra que hablar

con él. Lo encontré babeando sobre el incunable. Me miró y me preguntó si

tenía una nave. “Puede apostar, doc. Si me lleva hasta la tumba de Ascrobius,

le dejaré donde quiera”.

Soy Ertex, la inteligencia artificial de una nave estilo “escolopendra”, propiedad

de la señorita Hikomo. Este informe es el último que grabo. No creo que nadie

lo encuentre nunca, la frontera del lugar donde estoy es sólo de entrada,

cualquier salida es imposible.

La misión empezó de una forma extraña. Hikomo embarcó con un doctor (aún

no sé en qué), cuyo único equipaje consistía en un viejo libro encuadernado en

imitación de piel humana, un gramófono y un disco. “Ertex”, dijo Hikomo, “vamos

a reproducir un sonido que sólo puede escucharse en un lugar de la galaxia. Tu

cometido es buscarlo con los scanners de larga distancia y llevarnos hasta el

foco”. Conectaron el gramófono y pusieron el disco. Al principio, hubiese jurado

que sólo se escuchaban cascabeles, pero luego me di cuenta que eran una clase

especial de cascabeles. Tardé 0.0001 microsegundos en barrer con mis

ultraoídos todo el universo conocido. Mucho más de lo que nunca había tardado,

pues el límite de discriminación era extremadamente sutil. Pero lo encontré.

218
Encontré el tintineo de esos cascabeles, como quien encuentra un castillo en la

playa en diciembre, hecho por niños locos. Sólo seis años luz, hacia la periferia

del supercúmulo local. Tres días de viaje con Hiroko cada vez más nerviosa y el

doctor hablando, solo, en su camarote, en lenguas desconocidas para mis bases

de datos.

La primera observación extraña que hice, al acercarme al sonido, fue el

creciente aumento del calor y la densidad del vacío. De hecho, cada vez era

menos vacío y más sopa primordial eléctrica. Plankton cósmico, podríamos decir,

y de verdad esperaba no encontrarme con el tipo de ballena que comía eso.

Pero lo de verdad sorprendente fue la barrera sónica. Billones de bufones

transparentes y gigantescos bailaban una loca danza circular alrededor de algo,

desde donde estábamos, invisible. Todos tenían cientos de cascabeles

colgando de sus trajes. Hasta dónde puede apreciar una máquina como yo, ése

era el espectáculo más grande y esperpéntico que nunca había visto.

“Entra dentro del círculo”, me dijeron. Y aceleré hasta quedarme a una

milésima de la velocidad de la luz. Dentro, se podría decir, había el primer

engranaje del cosmos, tal como lo habitan humanos, inteligencias artificiales,

primordiales y otros seres sintientes. El motor del movimiento perpétuo,

podríamos decir, pero, claro, ésa es una metáfora hecha por un algoritmo

pensante, y no se adapta a “eso”. Puesto que era una máquina blanda sin

propósito. Un bucle realimentándose a sí mismo como un ouroboros celestial.

219
Puesto que la descripción del programa de la nave no queda clara, voy a

modelar al doctor Klatt y a Hikomo. Espero, con ello, saber qué encontraron allí

fuera, en el espacio.

Soy el doctor Klatt. Doctor en demonología. Ahora estoy en el lugar más

sagrado que puede estar alguien como yo. Estoy ante el sultán del caos, el que,

sólo con pensarlo, desató la existencia como un río de lava que devora la

realidad. El tipo de existencia que implica putrefacción y muerte. Estoy ante

Azathoth, el informe. Tiene millares de ojos de todos los colores y formas, todos

ciegos por flechas, ácidos y enfermedades. Tiene centenares de piernas,

brazos, alas y tentáculos que se retuercen alrededor de su blando torso oblongo.

Bocas y fauces se abren y sonríen, babean como un niño idiota, pues está

lobotomizado, y por ello el universo a salvo. ¿De qué color es? Sólo una vez he

entrevisto ese color, en el fondo de un pozo nauseabundo que se llevó la vida de

toda una familia y, de paso, la cordura de todo un pueblo. Aún así, no puedo

describirlo. Sueño que es el color que cambiará el azul de la tierra. Un día irá

hasta vuestras ciudades y pueblos. Visitará los centros comerciales y cambiará

las chucherías que comprais por algo que muerda. Llenará las comidas de los

restaurantes con veneno que os hará vomitar vuestras propias entrañas. Él es él

y ella, y espero que me acoja en sus brazos. Que me sorba será como si

copuláramos, y nuestros hijos serán demonios que susurraran en los oídos de

todos aquellos que me habéis maltratado. ¡Adiós, hipócritas! Voy a ser comido.

220
Soy Hikomo. Se suponía que debía encontrar, aquí, la famosa tumba de

Ascrobius para poder, por fin, realizar la entrega. Pero aquí sólo hay un loco,

tuerto y baboso, tocando la flauta. Por si fuera poco, ni siquiera sabe tocar, y de

la combinación de su aliento y sus dedos sólo salen exabruptos sin sentido. Así

que ni creo que eche de menos su flauta. Además, algo valdrá en la tierra.

Informe del cambio de sentido en la misión de los robots metamórficos:

La intrusión de un sonido agudo, en la atmósfera terrestre, ha provocado la

locura en la mayoría de los padres, los humanos. Ni el gestor ni sus secuaces

se han librado, y ahora se dedican a pasearse medio desnudos y olerse el culo.

Los pocos que han quedado nos han dado la misión de localizar a un ser en el

espacio. Parece que le reconoceremos por estar rodeado de un círculo de

cascabeles. Debemos entregarle una flauta.

221
Psicólogo, músico, escritor y profesor de robótica en
Daidalos.education. Además, si se lo propone, es capaz
de cocinar tortilla francesa.

La mezcla de música generada por ordenador, la


construcción de robots y el estudio de la psique definen
su temática como escritor, que bascula en algún punto
entre la ciencia ficción dura, el discordianismo y el horror
cósmico.

Su última obra: Gonzo Robot, es un fenómeno en Amazon, vendiendo hasta


cinco libros en tres meses.

Actualmente vive en una cabaña, apila piedras para hacer otra algo más grande
y espera a que crezcan las patatas que plantó en agosto.

*Nota del autor: Los nombres y las descripciones de los artículos de broma han sido creados jugando

al “cadáver exquisito” con mi hija mayor. De hecho, creo que las descripciones de Ligotti, en el cuento

“La Torre Roja”, de los objetos que fabricaban, son la perfecta extensión del surrealismo. Pues toma

de él la absurdidad de la realidad más real de lo que solemos considerar la realidad (lo superreal), y lo

actualiza a la inutilidad del objeto hipercapitalista actual.


Carlos M. Pla

Este artículo pretende establecer nexos entre las localizaciones reales de la

Nueva Inglaterra contextual al escritor norteamericano de fantasía y horror

Howard Phillips Lovecraft y las de la novela gráfica Providence, del escritor

británico Alan Moore. El artículo se aborda, principalmente, desde la propuesta

de situacionismo conocida como psicogeografía, utilizada por ambos artistas, en

mayor o menor medida.


Alan Moore (1953), a lo largo de más de

tres décadas, se ha convertido en una de

las figuras más representativas de la

novela gráfica. Comenzó trabajando en

Inglaterra, pero a mitades de la década de

los ochenta su labor se dejó ver también

en el mercado estadounidense. Fue a

partir de esta época cuando Moore se

convirtió en uno de los autores del panorama mainstream más popular de

Occidente, llegando a trabajar para DC Comics y gestando una de sus más

grandes obras: Watchmen (1986-87). Más tarde, las desavenencias con el

gigante del cómic norteamericano llevaron a Moore hacia trabajos más

independientes en los años noventa, ofreciendo propuestas como From Hell

(1991-96). Sin embargo, Moore volvió a publicar historias de superhéroes con

The League of Extraordinary Gentleman (1999), trabajando para la editorial

independiente Image Comics.

El británico debe su popularidad y buena consideración por parte de la crítica

gracias a la autoría de trabajos que empezaron a atribuir un mayor grado de

profundidad a la novela gráfica, con planteamientos narrativos novedosos y

complejos, en forma de elipsis o narraciones simultáneas a través de texto e

imagen.

225
En Providence (2015-17), publicada por la editorial independiente Avatar Press,

el autor británico bucea en la huella literaria y biográfica del escritor

norteamericano Howard Phillips Lovecraft (1890-1937), para ofrecer una novela

gráfica que toma sus relatos como base y los lleva, en cierta manera, al propio

terreno artístico del Moore, manteniendo, en todo caso, su esencia original. Por

su parte, el dibujo y tinta son obra del artista Jacen Burrows.

Providence se centra en el trabajo de Lovecraft, pero recreado desde la

perspectiva creativa de Alan Moore. Esta obra no es una adaptación gráfica de

las historias de horror cósmico del escritor norteamericano, como hicieron en su

momento historietistas como Alberto Breccia (1919-1993) o Richard Corben

(1940), sino de una reconstrucción de sus postulados estéticos y narratológicos

bajo el prisma creativo e ideológico de su autor. Moore fusiona sus ideas con las

de Lovecraft y es capaz de llevar más allá la obra del escritor norteamericano, a

la vez que bucea en sus miedos y frustraciones. Moore, a lo largo de esta novela

gráfica, demuestra sentirse cómodo en el mundo literario que Lovecraft creó.

Utiliza recursos narrativos espaciotemporales que remarcan la forma de

entender este fenómeno del escritor de Rhode Island, como algo discontinuo y

cambiante en algunos de sus relatos.

Providence nos habla del viaje del joven periodista Robert Black por Nueva

Inglaterra.

226
Black es un periodista homosexual afincado en Nueva York, pero oriundo de

Milwaukee, en los jóvenes Estados Unidos de los años veinte. Su gran objetivo

es escribir una extensa e inspirada “gran novela americana” que trate de explorar

el lado oscuro y esotérico de la realidad oculta de su joven país. La trama se

ambienta en 1919.

En términos narratológicos, el pasado y presente se diferencian por la aparición

del color sepia como recurso indicativo de tiempos pretéritos por parte de Moore.

Cada número de la novela gráfica suele estar basado ligeramente en uno o

varios relatos de Lovecraft, pero el escritor británico altera y modifica su

contenido con frecuencia, llevándola hacia un terreno e ideario propios.

Con este objetivo, Black viaja por diferentes regiones y ciudades de Nueva

Inglaterra: Nueva York, Salem, Athol, Manchester, Boston y la propia

Providence, emprendiendo la búsqueda de un libro con un gran parecido al

lovecraftiano Necronomicón. Este misterioso grimorio mágico llamado Kitab al

Hikmah al Najmiyya y escrito en el siglo VIII por el árabe Khalid Ibn Yazid

(personaje histórico relacionado con la alquimia), símil del Abdul Alhazred de

Lovecraft, parece volver demente al lector que lo toma en sus manos, como lo

hacía el famoso Rey de Amarillo, obra de teatro ficticia que el escritor de fantasía

norteamericano Robert W. Chambers (1865-1933) nombra en algunos de sus

relatos.

El Kitab que busca Black está estrechamente relacionado con un grupo ocultista

llamado La Stella Sapiente (La Sabiduría de las Estrellas), una orden que

227
encuentra su similitud en ordenes esotéricas como los Rosacruces, la Orden

Hermética del Alba Dorada o incluso en los masones. Destacamos que este

grupo ocultista en concreto tuvo un gran papel histórico en la conformación de

los Estados Unidos de América.

Black trata de conocer más de esta misteriosa sociedad esotérica, con el

propósito de incorporar sus secretos a su propia novela. Sin embargo, el joven

periodista comienza a adentrarse en un laberinto de horror cósmico, en donde el

sólido castillo de naipes que constituye la realidad (o su realidad), tal como la

conoce, se derrumba a medida que avanza por una Nueva Inglaterra cada vez

más oscura y hostil.

En términos geográficos, debemos destacar el laborioso proceso de

documentación de Moore para recrear las ciudades norteamericanas que Black

visita en la novela gráfica, algo que ya hizo con Londres para su novela gráfica

From Hell. Moore, en términos psicogeográficos, ha estudiado profundamente su

Northhampton natal, llegando a alegar que conocer tan bien su propia ciudad, le

hace conocer también, en cierta manera, cualquier otra región del globo.

La psicogeografía como propuesta situacionista es utilizada en Providence. El

filósofo y cineasta francés Guy Debord (1931-1994) definió este concepto en

1955:

228
“El estudio de las leyes precisas y los efectos específicos del entorno geográfico,

conscientemente ordenados o no, sobre las emociones y el comportamiento de

los individuos.”

Cada ciudad, cada región, está profundamente impregnada de su historia y

gentes, de forma que su significado intrínseco está estrechamente vinculado a

estos aspectos y circunstancias. Se trata de una herramienta de

conceptualización geográfica que está muy ligada a la reflexión interior, algo que

el propio Moore lleva a la práctica.

La novela gráfica visita diferentes ciudades norteamericanas, cuyo argumento

evoca y prefigura aspectos de los relatos propios de Lovecraft. El escritor sentía

una gran fascinación por los primeros colonos de Nueva Inglaterra.

Podemos advertir su deleite al hablar de la presencia holandesa en la costa sur

de Rhode Island y la arquitectura colonial de los primeros pobladores de este

país, como por ejemplo el tejado a dos aguas. (ARELLANO, F (2017): “H.P.

Lovecraft, La vida privada”, en: Algunas huellas holandesas en Nueva Inglaterra.

La Biblioteca del Laberinto, 245-251).

En el primer capítulo, ambientado en Nueva York, Moore trata “Aire Frío” (1928)

mediante el personaje del doctor Álvarez y la visita que realiza Black a su

229
domicilio particular. De hecho, el recorrido de Black por Nueva York y la dirección

de su huésped están extraídos directamente del propio relato de Lovecraft. Hay

localizaciones reales, como la fuente en el Bryan Park, así como números de

direcciones reales de la ciudad. El New York Herald, periódico para el que Black

trabajaba, existió realmente, de 1835 a 1924. Es más, el edificio donde se situaba

la redacción del periódico fue demolido en 1921 y podemos apreciar su fachada

en el primer capítulo de la obra [1].

[1]: Fachada del edificio donde albergaba sus oficinas el periódico Herald para el que trabajaba

Black. Se encuentra coronada por la estatua de Minerva, de eléctrica mirada. El edificio (demolido

en 1921) estaba localizado entre la Sexta Avenida y Broadway, hoy en día en este lugar se

encuentra la Herald Square.

En Red Hook, segundo acto de la novela gráfica, la trama y ambientación nos

remite inevitablemente al relato conocido como “El Horror de Red Hook” (1927),

230
con la visita de nuestro periodista a Flatbush, barrio que forma parte de Brooklyn.

La iglesia católica de Red Hook que vemos en el segundo capítulo de Providence

es similar a la del relato de Lovecraft, la cual fue demolida. El pórtico y las

escaleras, sin embargo, guardan semejanza con la Saint Michael’s Church de

Marblehead, en Massachusetts.

En El Miedo que Acecha, Black abandona Nueva York para visitar Salem, la

Innsmouth de Lovecraft. Pero al principio del capítulo, podemos observar un

flashback con alusión a la ley seca, acaecida en 1919. Una de las viñetas, de

hecho, hace referencia a una foto histórica que se tomó en Nueva York, 45th

Street, al Este de Broadway, en el área del Madison, cerca del domicilio particular

de Robert Black. En la viñeta se observa a una muchedumbre de gente

cariacontecida en las puertas de los bares, que frecuentaban habitualmente, con

la intención de entrar y consumir alcohol, algo que les fue denegado de un día

para otro. Sin embargo, la fotografía original en la que se basa fue tomada

durante la huelga de los actores de la productora Equity en 1919.

Moore da una importancia notable a las circunstancias sociales del momento en

el que se ambienta su novela gráfica y que es contemporáneo a la propia

existencia de Lovecraft. Este tipo de detalles son advertibles a lo largo de la

historia. Este aspecto nos habla del rigor y esfuerzo por parte del autor británico

231
en el proceso de documentación histórico y periodístico utilizado para dar una

ambientación determinada a su obra.

El hotel de Salem en el que se aloja Black es el mismo que el de “La Sombra

sobre Innsmouth” (1936). Las vistas de los exteriores de la ciudad costera, con

sus edificios, se corresponden con las de Neonomicon (2010-11), indicando la

simultaneidad del lugar. Esta obra, junto a The Courtyard (2003), conforma un

tríptico de trabajos por parte de Moore dedicados a Lovecraft y el horror cósmico,

conectados entre sí.

Encontramos referencias a “El Viejo Terrible” (1921) en el personaje de Increase

Orne, con Marblehead como base para la localización ficticia conocida como

Kingsport, donde se desarrolla la historia de Lovecraft. Siguiendo con los

paralelismos y referencias, el capitán Jack Boggs es el personaje análogo al

capitán Ober Marsh, de Innsmouth, así como su mujer Pathithia-Lee es el de

Pth’thya-l’yi. Mediante detalles constructivos y formales, advertimos que la

refinería de Boggs es el mismo edificio donde se realiza la infame orgía sexual

en Neonomicon.

En el sueño posterior de Black, el cual se nos muestra hacia el final del capítulo,

realizan acto de presencia dos personajes estadounidenses históricos, los

investigadores del FBI J. Edgar Hoover y Clyde Tolson, tratando de averiguar

algunos secretos de Salem.

Por otra parte, las viñetas en las que observamos el holocausto de la gente pez

vinculada con Los Profundos de Lovecraft, tienen connotaciones raciales

referentes al nazismo y su limpieza étnica. Al final del capítulo, encontramos

232
referencias a estos seres descendientes del dios Dagón, que se adentran en el

mar a medida que crecen. También se nombra la Isla Misery, presente en el

relato de Lovecraft. En el autobús que le lleva a su próximo destino, Black lee un

magazín real, Judge, publicado en agosto de 1919.

En el cuarto capítulo, nuestro protagonista visita Athol, la ciudad en la que se

inspiró Lovecraft para situar la trama de “El Horror de Dunwich” (1929). Su título

hace referencia a otro relato del escritor: “Arthur Jermyn” (1921).

Se muestra el centro de la ciudad, con el Pequoig Hotel, donde Black se aloja.

La presencia de más carros de caballos que automóviles, indica la condición

rural de Athol. Black atraviesa el puente principal de la ciudad, sobre el río Millers.

El cementerio parece corresponderse con el actual Mount Pleasant Cementery.

Garland Wheatley recibe a Robert Black en su granja, siendo este el personaje

análogo al Mago Wheatley del relato de Lovecraft. Su horca es similar a la que

porta el hombre mayor del cuadro American Gothic (1930), obra de Grant Wood

(1891-1942).

233
A medida que Black conoce a los Whetley y se deja

intuir su historia, observamos que el acto sexual de

Garland sobre su hija Leticia fue en Sentinel Elm,

mientras en el relato de Lovecraft este acto ocurrió en

Sentinel Hill, lo cierto es que sí existe una granja

Sentinel en Athol.

Por otra parte, el conjunto de esferas que controla a

Wheatley mientras copula con su hija tiene la misma

forma que el Árbol de la Vida, uno de los signos

cabalísticos más importantes del judaísmo.


[2] Árbol Cabalístico de la Vida.
Cada una de sus esferas representa a un sefirot
Las creencias ocultistas propias de
Moore impregnan la novela gráfica y contiene la sabiduría requerida para
y tienen un papel destacable en su
comprender a Dios y la creación del mundo [3].
trama.

Los hijos de esta unión incestuosa son Willard

Wheatley (El Wilbur Whateley en El Horror de Dunwich) y su hermano John

Divine Wheatley, el cual es invisible.

Cuando Black abandona Athol, dirigiéndose a Manchester, Moore introduce un

poema de Lovecraft: “La Antigua Senda” (1917), como premonición del destino

de Black y de hacia dónde se dirige.

234
En el capítulo quinto, En las Paredes, título que hace referencia a “Las Ratas en

las Paredes” (1924), Black visita Manchester (New Hampshire) buscando el Kitab

y el meteorito del que habla Lovecraft en otro relato: “El Color que Cayó del Cielo”

(1927). El cochero de Black es Mr. Jenkins, el personaje análogo a la criatura

con cuerpo de rata y cabeza humana Brown Jenkin, de “Los Sueños en la Casa

de la Bruja” (1933).

Cuando Black llega a la Universidad de Saint Anselm, donde aparentemente

existe un original del libro del Kitab, la perspectiva en primera persona ofrece

una vista extraída de una fotografía de dicha institución, la cual existió realmente

[3]. De hecho, Manchester es Arkham, una de las principales ciudades donde

Lovecraft desarrolla algunos de sus relatos y su universidad, la análoga a

Miskatonic.

Se habla de que la casa de la bruja está situada en Goffs Falls, una cascada

cercana al río Merrimack, al sur de Manchester, así como su afluente, Sebbins

Brook. Hector North, a quien Black conoce dentro de los muros de la universidad,

es el personaje análogo al protagonista de “Herbert West, Reanimador” (1922).

El plan de North consiste en matar a Black para reanimar su cuerpo junto a su

235
cómplice Montague, como hace el propio West en el relato de Lovecraft. La casa

de esta insidiosa pareja puede localizarse en el número 162 de Orange Street,

cerca de la Catedral Holy Trinity.

[3] Universidad de Saint Anselm, alrededor de 1919.

Por otra parte, la aparición por primera vez de Elsepeth Wade en el puente

McGregor [4] supone una clara referencia al personaje Arsenath Waite, de “El

Ser del Umbral” (1937). Es hija de Edgar Wade, el equivalente a su vez de

Ephraim Waite. En el relato de Lovecraft, el anciano nigromante, personaje sin

escrúpulos, realiza una transmutación de almas con su hija para prolongar su

propia vida, algo que ocurre del mismo modo en Providence con sus personajes

análogos.

236
[4] Vista del puente MacGregor de Manchester, donde Black se cruza por primera vez con

Elsepeth Wade.

El personaje de Hezekia Massey es el equivalente de Keziah Mason en “Los

Sueños en la Casa de la Bruja”, relato en el que parece ambientarse buena parte

de la trama de este capítulo, como el inquietante sueño de Black al final de este.

Los ángulos arquitectónicos de la casa desafían la geometría normal, esto se

debe a que Moore introduce la perspectiva no euclidiana tan presente en algunos

relatos de Lovecraft.

Cuando Black explora el escenario de la caída del meteorito, se habla de la

familia que vivía en la casa más cercana a donde este impactó, los Foresters, el

equivalente de los Gardners en “El Color que Cayó del Cielo”.

En esta parte de la historia encontramos la primera referencia al propio padre del

escritor de Rhode Island: Winfield Scott Lovecraft (1853-1898), comerciante de

metales y miembro de la Stella Sapiente. Fue uno de los personajes que

acudieron a observar el fenómeno del meteorito. Más tarde en la trama, Moore

237
también nos habla del abuelo del escritor, Whipple Van Buren Phillips (1833-

1904), líder de la Stella Sapiente, el cual ideó el plan de casar a su hija Sarah

Susan Phillips (1857-1921) con Scott, con el objetivo de cumplir la profecía del

redentor, que no es otro que su nieto: Lovecraft. Black empieza a saber de esta

antigua profecía tras visitar Athol.

El Abismo del Tiempo, guarda relación con el relato “La Sombra de Otro Tiempo”

(1936). A su vez, habla de cómo cambia la concepción temporal para Black tras

leer finalmente el Kitab en la biblioteca de Saint Anselm.

Cuando Black vuelve a esta institución de nuevo, conoce al bibliotecario Hank

Wantage (ausente en su primera visita) y a uno de sus colegas, un tal Nat

Paisley, el Doctor Nathaniel Wingate Peaslee de “La Sombra de Otro Tiempo”,

que en el relato fue poseído por una entidad de otro mundo y sufrió una pérdida

prolongada de memoria durante varios años.

En la biblioteca, Black descubre una fotografía de la Stella Sapiente alrededor

de 1890, donde figuran los Weathley, el padre y abuelo de Lovecraft (aunque el

periodista desconoce quién es en este punto de la trama), así como Annesley y

Wade.

La percepción del tiempo de Black se altera radicalmente al leer el libro, que

contiene pasajes en Aklo, un código ancestral y cósmico que sirve como

metalenguaje en The Courtyard y Neonomicon. Cuando Black abandona la

biblioteca tras leer el libro, vuelve a reunirse con Elsepeth Wade (Ettiene Roulet),

la cual abusa sexualmente de él mediante una transmigración de alma y

conciencia con el periodista.

238
En El Cuadro, Black viaja a Boston en busca del artista Ronald Underwood

Pitman, el equivalente al Richard Upton Pickman de “El Modelo de Pickman”

(1927). Los disturbios en los que se ve envuelto el periodista acontecieron

realmente, a causa de la huelga policial de Boston en 1919 y se nombra al

gobernador y posterior presidente de los Estados Unidos, Calvin Coolidge (1872-

1933). Podemos observar la Plaza Scollay como centro neurálgico de estos

disturbios. Lovecraft hizo referencia a estos acontecimientos en una carta a su

amigo, Frank Belknap Long (1901-1994), que le inspiraron para escribir “La

Calle” (1920).

El número 21 de la Calle Hennchman se referencia en el relato de Lovecraft, así

como el suceso en la estación de metro de la Calle Boylston donde desapareció

gente tras un misterioso incidente. Black observa una obra de Pitman que

captura dicho suceso, en donde los gules se llevan a la gente a sus guaridas

bajo tierra, para devorar sus cadáveres. Al final del capítulo, Black conoce a uno

de los gules, el Rey George, bajando al sótano de Pitman. Los túneles a los que

hace referencia Pitman se interconectan con la cripta Christ Church de Boston,

algo que sucede en el relato de Lovecraft conocido como “El Ceremonial” (1925).

Pitman afirma que estos túneles, por otra parte, guardan relación con los

masones. Cuando Black entra en el estudio del pintor, el suelo ajedrezado

(representación de la dualidad entre luz y oscuridad) revela su conexión con esta

centenaria orden secreta.

239
En el octavo capítulo de Providence, Black conoce a Randall Carver, el personaje

análogo al Randolph Carter de Lovecraft, presente en relatos como “La Llave de

Plata” (1929) o “A Través de las Puertas de la Llave de Plata” (1934). El

orientalismo presente en la decoración de la casa de Carver se corresponde con

el carácter y gustos del propio Randolph Carter. En la conversación entre Black

y Carver se hace alusión a “Más Allá del Muro del Sueño” (1919). También hay

referencias a la tierra de Mnar de “La Maldición que cayó sobre Sarnath” (1920).

Por otra parte, Carver habla de un personaje histórico con inclinaciones

masónicas: el general Albert Pike (1809-1891). En su encuentro con el abuelo

de Lovecraft, viste el uniforme militar de la Guerra de Secesión Americana, con

lo que Moore trata de hacer hincapié en las connotaciones políticas masónicas

en la conformación de los Estados Unidos. Al igual que en el estudio de Pitman,

esta trascendental reunión acontece sobre el suelo ajedrezado masón.

La experiencia onírica de los 700 escalones que sufren Black y Carver hacen

referencia a relatos como “Lo que trae la Luna” (1923) o la novela corta La

Búsqueda en Sueños de la Ignota Kadath (1943). Durante el vuelo de los dos

personajes, llevados en las garras de los noctívagos descarnados, se observa el

castillo de Kuranes del ciclo onírico de Lovecraft. También podemos advertir

referencias aspectos científicos en relación con la física, como la teoría del gato

de Schrödinger.

Tras el sueño, el dúo asiste a la charla de Lord Dunsany (1878-1957), escritor

ango-irlandés de fantasía onírica, el 20 de octubre de 1919, en el Copey Plaza,

240
cerca del histórico Hotel Vendome de Boston. Observamos otras localizaciones

históricas de Boston, como la biblioteca pública Mckim, el Hotel Fairmount o la

Trinity Church. Es en este evento histórico donde Black conoce a Lovecraft, es

decir, el Heraldo llega al Redentor y le transmite su mensaje. El escritor insta a

Black a visitarle en su domicilio real, el 598 de Angell Street. Moore aprovecha

hábilmente este episodio real de la vida del propio Lovecraft como contexto para

presentar un momento crucial de la trama de su novela gráfica.

En Intrusos, podemos observar que la casa de la portada que ilustra el número

es la misma a la que hace referencia el relato “La Casa Evitada” (1928), donde

vivió durante unos años la tía de Lovecraft, Lillian Delorah Phillips (1856-1932),

en el 135 de Benefit Street. También se recrea la Union Station de Providence,

cuando Black llega a la ciudad.

El periodista conoce a Annesley, el Crawford Tillingast en “Del Más Allá” (1934).

También realiza su aparición un joven llamado Japeth Colwen, el protagonista

de la novela El Caso de Charles Dexter Ward (1941). Juntos visitan la iglesia

católica de Saint John, edificio en el que se inspiró Lovecraft para desarrollar

parte de la trama en “El Asiduo de las Tinieblas” (1936).

241
En una caminata de Black con Lovecraft, estos pasan ante la casa donde el

segundo nació: El 455 de Angel Street. También, durante su recorrido, perciben

el parque Blackstone y el río Seakonk en la distancia. Incluso acontece una

escena en la que la madre de Lovecraft, Susan, se deja ver en su estado de

reclusión en el Butler Hospital, circunstancia real en aquel momento.

En el décimo capítulo, El Palacio Encantado, podemos observar que la escena

inicial transcurre en el cementerio de la Catedral de Saint John [5].

[5] H.P. Lovecraft en el cementerio de Saint John. La primera escena del décimo número se

basa formalmente en esta instantánea.

Cuando ambos amigos regresan de uno de estos paseos, ya en invierno, llegan

a la casa de Lovecraft y este le enseña una fotografía real de su familia a Black.

242
Lo mismo sucede con la de su abuelo, que inquieta profundamente al periodista,

al reconocerle como el líder de la Stella Sapiente. A partir de este momento,

Black, aterrorizado, comprende que se encuentra inmerso en un plan cósmico

que escapa completamente a su control.

Black regresa muy preocupado a su hotel para escribir una carta a su amigo, el

policía neoyorkino Tom Malone, sobre lo que cree que está sucediendo a su

alrededor. Antes de que termine de redactar, la experiencia de Black con Johnny

Carcosa guarda similitud con lo que le sucede al protagonista de “El Asiduo de

las Tinieblas”. Igualmente, hay referencias a Ambrose Bierce y el interlocutor de

Black da a entender que Bierce ya está en otro plano, lo que trata de explicar su

desaparición real, la cual todavía sigue siendo fuente de especulación y misterio

hoy en día.

En Lo Innombable, se revela el destino final de Black, las consecuencias del

cumplimento de la profecía de la Stella Sapiente y el éxito en los objetivos de la

orden. Es en este punto de la historia, los pasajes del diario secreto que el

periodista ha estado escribiendo durante el transcurso de su viaje sirven de

inspiración a Lovecraft para dar una nueva dimensión a su obra.

Durante esta andadura, en la que Black se ha enfrentado con el lado más ignoto

y cósmico de Nueva Inglaterra, este se dedica a escribir sus vivencias en un

cuaderno de viaje que a su vez hace función de diario personal. Como lectores,

podemos leer este contenido al final de cada capítulo de Providence. Este

cuaderno sirve como recurso metaficcional en primera persona, el cual enriquece

243
de forma considerable la propia narración de los hechos de Moore en la narración

gráfica.

Cuando Lovecraft lee el diario de Black y comienza a basarse en su contenido

como fuente de inspiración, el mundo material y el onírico comienzan a solaparse

y Moore realiza un lúcido ejercicio de hiperstición en el que diluyen las fronteras

entre la realidad y ficción. Este concepto es desarrollado por el escritor y filósofo

Franciso Jota-Pérez en su ensayo Homo Tenuis (2017).

Jota-Pérez define el término en las primeras páginas del ensayo:

“El neologismo hiperstición, surge del choque entre el prefijo “hiper” – más allá-

y la palabra superstición – creencia contraria a la razón -, define cómo algo

ficcional se convierte en real y tiene un impacto directo en nuestra realidad. El

objeto hipersticioso en cuestión opera a nivel profundo en la organización social

y ejerce un valor capital en el desarrollo cultural.”

Francisco Jota-Pérez, Homo Tenuis, 2017, p. 23.

Con la afirmación de Johnny Carcosa “El ahora es antes”, la literatura del escritor

de Providence termina por transformar el mundo a lo largo del siglo XX a medida

que la obra de Lovecraft se extiende, difunde y populariza, estimulando la victoria

244
final de los Dioses Exteriores. Innsmouth solapa a Salem, la ciudad de

Manchester se convierte en Arkham, etc. Además, en este punto de la narración,

Moore nos revela el vínculo entre Providence y las dos referencias lovecraftianas

del británico anteriores a esta: The Courtyard y Neonomicon.

La transformación del mundo a través de la ficción, de la literatura del escritor de

Rhode Island, responde más al ideario de Moore. El británico se autoproclamó

mago del caos al cumplir cuarenta años y desde entonces la magia y el ocultismo

han sido una de sus principales fuentes de inspiración, algo que podemos

observar también en propuestas como Promethea (1999-2005). Moore, por

tanto, cree en la palabra como forma esencial de magia, refiriéndose a las

similitudes entre el verbo “spell” (deletrear) y el sustantivo “spell” (hechizo). Hay

que resaltar que el británico se autoproclamó como mago del caos cuando

cumplió cuarenta años e incluso escribió en 2002 un ensayo en clave ocultista,

conocido como Ángeles Fósiles.

Alan Moore se sirve de la psicogeografía y del poder mágico y transformador de

la palabra para ofrecernos una novela gráfica que parte del corpus literario y

biográfico de Lovecraft y que se ambienta en la Nueva Inglaterra de los años

diez y veinte. Destacan de forma notable todas las referencias urbanísticas e

históricas que el autor británico introduce. Esto se pone de manifiesto cuando

observamos la recreación de ciudades como Boston o Providence de una

245
manera detallada, con una destacable labor de documentación detrás. Se

advierte un análisis del mapa y el territorio en referencia a estas regiones y lo

cierto es que, mediante la aplicación de la psicogeografía como metodología

documental, probablemente Moore no ha necesitado viajar a estos lugares para

estudiar su historia, cultura y disposición espacial. Moore, con un brillante

ejercicio de hiperstición, trata de difuminar la realidad y la ficción, mezclando

hechos reales de la vida de Lovecraft, su entorno y su tiempo con su propia obra

de ficción. Moore desliza una hipótesis al lector: ¿Todo lo que escribió pudo

haber surgido de sus sueños o incluso, se habría podido basar en hechos

sobrenaturales de los que tenía constancia, aparentemente en secreto?

Por otro lado, el escritor de Northampton bucea en los miedos y frustraciones de

Lovecraft, pone el foco en su vida privada y su ideología. Por ejemplo, aborda la

temática de la homosexualidad, algo que el autor nunca llegó a tratar en sus

relatos, debido a su aparente homofobia, pese a contar con amigos de esta

orientación sexual, como el poeta Samuel E. Loveman (1887-1976) o su albacea

literario: Robert H. Barlow (1918-1951). De hecho, si acudimos a Neonomicon,

la referencia anterior a Providence por parte de Moore, encontramos la temática

sexual como un elemento muy destacable de su trama. El racismo es otra

temática que fue relevante en la vida de Lovecraft, presente en el tercer y cuarto

capítulo de la obra que nos ocupa. El escritor fue un admirador de la mitología

nórdica y durante cierto tiempo simpatizó con los ideales del nazismo. A raíz de

los ejemplos citados, podemos decir que Moore se siente cómodo en el mundo

de Lovecraft, pero intuimos que no ocurriría lo mismo en el caso opuesto.

246
Providence, por tanto, se constituye como una de las más inspiradas obras de

Alan Moore, algo que la crítica especializada ya ha corroborado. En ella, Moore

pone el énfasis en mostrar hasta qué punto Nueva Inglaterra, con su geografía,

sus costumbres e historia llegó a influir en el trabajo de Lovecraft, como trasfondo

para crear sus historias y darles un sentido definido. Por otro lado, Providence

no es una adaptación del corpus literario de Lovecraft, sino que directamente

reescribe, reinterpreta y especula con su trabajo y con la propia vida del autor,

bajo el prisma creativo y el ideario intelectual de Moore. Es por esto, que

hablamos de Providence como una novela gráfica que reinterpreta, en lugar de

adaptar.

247
- ARELLANO, Francisco. (2017): H.P. Lovecraft. La Vida Privada. Madrid, La
Biblioteca del Laberinto, 434 p.

- BARBA, Alejandro. (2015): Hechizo en Northampton. Una biolocalización de Alan


Moore. Málaga, Gasmask Editores, 349 p.

- CARTER, Lin. (2017): Lovecraft: Una Mirada a los Mitos de Cthulhu. Madrid, La
Biblioteca del Laberinto, 229 p.

- CORTINA, Álvaro (2017): “Miedo y Asco en Nueva Inglaterra”. Revista Leer, 285,
14-17.

- GARCÍA ÁLVAREZ, Roberto. (2016): H.P. Lovecraft: El Caminante de Providence.


Málaga, Gasmask Editores, 720 p.

- HERNÁNDEZ DE LA FUENTE, David. (2017): Lovecraft. Una mitología. Barcelona,


Materia Oscura, 143.

- LOVECRAFT, H.P. (1994): Hongos de Yuggoth y otros Poemas Fantásticos. Madrid,


BIBLIOGRAFÍA:
Valdemar, 157 p.

- LOVECRAFT, H.P. (2005): Narrativa Completa, Vol. I. Madrid, Valdemar, 832 p.

- LOVECRAFT, H.P. (2007) Narrativa Completa, Vol. II. Madrid, Valdemar, 960 p.
- SPRAGUE DE CAMP, Lyon. (2002): Lovecraft. Una biografía. Madrid, Valdemar,
1008 p.

- JOTA-PÉREZ, Francisco. (2016): Homo Tenuis. Málaga, Gasmask Editores, 143 p.

- JOSHI, S.T. (2013): I am Providence: The life and times of H.P. Lovecraft. New York,
Hippocampus Press, 1176 p.

- VALENZUELA, José. “Providence. Mapa de la Psicogeografía Lovecraftiana”.


Revista Leer, 285, 26-27.

WEBGRAFÍA:

https://factsprovidence.wordpress.com/
El beso
de la
salamandra
Osvaldo Reyes

¿Seguro que es aquí?

Víctor levantó el fajo de papeles que tenía en la mano y pasó las páginas

con rapidez. Al llegar al último se detuvo y leyó lo que estaba escrito en su

superficie, acercando un poco el rostro a la hoja. Cuando le regresó la mirada,

asintió con seguridad.

Sí. Esta es la dirección dijo, como si el gesto no fuera aseveración

suficiente.

Tania estudió el lugar y un suave escalofrío recorrió su piel. Era como la

escena de una película de terror. Una casona de dos pisos, descuidada y vieja.

Una cerca de hierro, sus barras pintadas de lo que en algún momento fue el color

negro, bordeaban la propiedad. La zona no era ni por asomo pudiente, pero esa

casa destacaba como una rata en un gallinero. Lo que en otras casas era grama,

aquí era un herbazal que le debía llegar a las rodillas. Varios periódicos atados

251
tapizaban la escalera de la entrada, muchos de color amarillento por el sol y otros

tan mojados por las inesperadas lluvias de la temporada, que serían imposibles

de leer. Las ventanas estaban cerradas y alguien las había pintado de negro por

dentro. La puerta era de color chocolate oscuro sin vidrios ornamentales y, a esa

distancia, lo único que parecía nuevo en toda la estructura.

Tania abrió la puerta de hierro de la cerca, el movimiento acompañado de

un chirriar lastimero. No se preocupó en cerrarla y siguió avanzando con cautela.

No lo creía posible, pero a esas alturas no le hubiera sorprendido ver una

serpiente salir de entre la maleza y cruzarse por delante de ella en el sendero de

ladrillos que conectaba la calle con la entrada. Tal fue su sugestión que se

escuchó suspirar con alivio al pasar por encima del último de los escalones.

Es una puerta blindada dijo Víctor sorprendido al quedar a su lado.

¿Para qué puede querer algo así?

Tania no respondió. Por algo estaban allí. A un lado de la puerta, una

cajita dorada ostentaba una bocina y un pequeño botón. Asumió que debía ser

el timbre, así que estiró la mano y lo presionó. No escucharon sonido alguno y

temió que estuviera averiado. Lo empujó varias veces más, sin respuesta.

***

El brillo de la antorcha iluminaba los corredores de piedra. Sus ropas

estaban gastadas y apenas eran suficientes para conservar algo de decencia.

Bajo el brazo, el paquete. Debía llevarlo a las profundidades, no solo por su

propia seguridad, sino por la del mundo entero. Ese conocimiento no debía caer

en manos de los enemigos de la fe.

252
¿Todavía te aferras a ella? su propia mente le recriminó, el peso del

paquete incrementándose con cada paso. Nada es cierto. Morirás en estas

tierras por defender una mentira y descubrir una verdad que no quería salir a la

luz.

Su elección de palabras era casi irónica. Giró a su derecha y se encontró

con una cueva de pequeño tamaño. No había salida, excepto por la que había

caminado. ¿Cuánto tiempo llevaba bajando? Por lo menos un día. Tal vez más.

Se acercó a la pared y apoyándose en ella, se dejó caer.

Puso el paquete en su regazo y removió las capas de tela. La caja de

metal y su candado brillaron con la luz de la llama. Pensó en apagarla, pero ya

no importaba. Había llegado a su destino.

Un ruido repetitivo llegó de todas partes. Era como el resonar de la

campana de la iglesia de su pueblo, llamando a misa. El mundo de paredes de

piedra empezó a desaparecer, para ser remplazado por oscuridad. El sueño

quedó relegado a la circunvolución de su cerebro designada para esos

menesteres. Sabía que el sueño no era cierto y que el hombre en la cueva no

era más que una representación de su mente. Una sugerencia de como debieron

darse los hechos que lo llevaron a esa situación. Sin embargo, era tan real. Aun

podía escuchar el campanario de su imaginación.

Se enderezó en su cama. Ya estaba despierto. ¿Por qué seguía

escuchando el mismo sonido? Fue hasta que se hizo la pregunta que se percató

que alguien llamaba a su puerta.

***

253
Cinco minutos después, una voz saturada de estática resonó.

Casa equivocada.

Tania alzó una ceja y presionó el botón nuevamente.

Les dije. Casa equivocada.

¿Señor Romano? dijo Tania acercándose a la bocina. Tan solo

esperaba que un micrófono llevara su pregunta de vuelta al dueño de la voz. Si

no tendrían que regresar en otro momento y todo sería más engorroso, por no

decir problemático. Nunca era buena idea meter a la policía en un problema de

abandono.

El silencio se llenó de chasquido y crujidos. Luego, la voz regresó algo

más dubitativa.

Debe ser alguien más. Está en la casa equivocada.

¿Es usted el señor Iván Romano?

Otro silencio. Más estática.

Sí. Ese es mi nombre.

Buenos días, señor Romano. Me llamo Tania Gordón. Me acompaña

Víctor González. Somos trabajadores sociales y nos llegó un reporte anónimo de

un caso de abandono. Venimos a verificar como se encuentra.

Yo estoy muy bien dijo la voz tajante. Puedo valerme solo, gracias.

No lo dudo, pero es nuestra obligación verificar que no le falte nada.

¿Nos permite pasar a inspeccionar? No nos tomara mucho tiempo, se lo

prometo.

Les digo que estoy bien. No quiero extraños en mi casa.

254
Tania arrugó la frente y sus labios se rectificaron. Tenía un trabajo que

hacer y la actitud del viejo la empezaba a molestar. Miró a su compañero de reojo

antes de responder. Su voz dejó de sonar servicial.

Si no inspeccionamos su casa, tendremos que regresar con una orden

y la policía. No era del todo cierto, pero solo quería asegurarse de que

estuviera bien. Tenía muchas otras cosas que hacer. No debe preocuparse.

Si no tiene comida, lo podemos llevar a un albergue y…

¡Nada de eso! gritó la voz y le pareció que sonaba asustado, aunque

quien podía estar seguro con los crujidos de la bocina. No me pueden hacer

eso. Yo no quiero salir. Aquí estoy bien.

Si todo está bien, no tendremos que hacerlo. Es su casa. Solo

queremos hacer nuestro trabajo.

Tania no dudaba que la llamada debió venir de alguno de sus vecinos. Si

nunca lo veían salir, el que estuviera pasando hambre o muy enfermo era una

suposición hasta lógica. No los culpaba por querer estar seguros. Los viejitos

podían ser muy tercos a la hora de sacarlos de su rutina.

***

Iván Romano apoyó la frente contra la puerta, sus dedos apenas tocando

la cajita y el botón de la bocina. No podía creerlo. Todo el esfuerzo que se había

tomado para crearse ese refugio y ahora un par de trabajadores sociales lo

amenazaban todo. Consideró ignorar el llamado y regresar a su habitación, pero

todavía recordaba cómo se hacían las cosas allá afuera, en el mundo de las

salamandras. Llegaría la policía y lo sacarían de allí a la fuerza.

255
Si eso pasaba, sería su fin.

Piensa, Iván. Piensa. ¿Qué hago?

***

Si los dejo entrar preguntó la voz más calmaday ven que todo está

bien, ¿me puedo quedar en casa?

Seguro. Solo venimos a ver y a ayudarlo en lo que necesite, si es el

caso.

No necesito ayuda. Ya verán.

Dos golpes metálicos y el suave movimiento de la puerta fueron la única

invitación que recibieron. Tania no pensaba darle la oportunidad de que cambiara

de opinión. Empujó la puerta y le hizo una señal a su compañero para que la

siguiera.

Lo primero que llamó su atención fue la oscuridad.

Con la luz que entraba del exterior pudieron ubicar los contornos de lo que

parecía ser un pasillo y una segunda puerta a su derecha. Víctor deslizó las

manos por las paredes y al no encontrar lo que buscaba, habló en voz alta,

esperando que Iván escuchara y se apurara en ayudarlos.

No encuentro el interruptor de la luz. ¿Dónde está?

No hay dijo la voz desde la bocina que habían dejado del otro lado

del umbral. Si quieren entrar, deberán seguir ciertas indicaciones. A su

izquierda verán un baúl. En su interior encontrarán varias gafas de visión

nocturna. Cada uno de ustedes puede tomar una y ponérsela.

256
Tania miró a Víctor sin comprender. Su compañero, en respuesta, avanzó

un par de pasos y abrió el baúl. Metió la mano y sacó dos pares de lentes de

aspecto futurista, con correas para fijarlos en sus cabezas.

No entiendo murmuró Víctor haciendo girar uno. El otro se lo pasó a

Tania, que lo tomó como si fuera un objeto venenoso que pudiera cobrar vida en

cualquier momento.

Ahora dijo la vozdejen en el interior todos sus equipos electrónicos.

Los podrán recuperar al salir.

Señor Romano respondió Tania, aun estudiando las gafas que le

había pasado Víctor. Me parece que…

Ustedes son los que quieren hablar conmigo. Si quieren entrar en mi

casa, lo harán siguiendo mis reglas. Si no, pueden volver a salir cuando quieran.

***

Idiota pensó . No presiones tu suerte. Si se van, estás perdido.

La recriminación no tenía peso y lo sabía. No le quedaba otra opción. No

podía permitir la entrada de un solo celular a la casa. Había aprendido a la mala

que todos eran senderos para las salamandras. Solo había una forma de

frenarlas y era justo lo que había creado a su alrededor.

Los dos discutían sobre qué hacer, sus voces apagadas acelerando el

ritmo de su corazón. El tono apremiante le recordó la última conversación que

tuvo con un ser humano. Con Trevor, la noche que las salamandras lo

alcanzaron.

***

257
Tania insistió Víctor. No me gusta esto. Deberíamos irnos y

regresar con refuerzos.

Tania estuvo tentada, pero su curiosidad era demasiado grande. Además,

si trataban de regresar otro día, bien podía ser demasiado tarde. Sus sueños ya

estaban plagados de los recuerdos de muchos ancianos postrados en cama,

incapaces de moverse por el hambre o la deshidratación. Pieles llenas de llagas

e infectadas, sábanas manchadas de heces y orina. Hijos ausentes que los

dejaban solos por ser una molestia.

Nunca más. No cuando ella estuviera a cargo.

Hagamos lo que dice. Estoy de acuerdo contigo, pero me preocupa lo

que esto implica dijo alzando los lentes. No hay luz aquí y si tiene que usar

esto, tal vez tampoco adentro. ¿Cómo come? ¿Dónde guarda sus alimentos? Si

algo le pasa, ¿cómo llama por ayuda? No podemos irnos sin saber qué está

pasando.

Víctor abrió la boca para protestar, pero no emitió sonido y la cerró. No

quería admitirlo, pero él también tenía curiosidad. Además, no podía negar la

lógica de su compañera. Asintió y se colocó las gafas, gesto que imitó Tania.

Antes de bajarlo sobre sus ojos, pusieron sus celulares y llaves en el baúl y lo

cerraron.

Ya, hecho dijo Tania por el comunicador.

Bien dijo Iván. Cierren la puerta de la casa y activen las gafas.

Después abriré la puerta de adentro.

El mundo desapareció en un manto de oscuridad para luego ser

remplazado por una versión digital verde fosforescente. El sonido de metal

258
deslizándose sobre metal los hizo girar la cabeza a tiempo de ver como la

segunda puerta se abría. Nadie salió a recibirlos y tras unos instantes de

vacilación, pasaron al interior.

Era una sala común, con una mesa comedor, un par de sillas y dos vitrinas

de vidrio y metal. A lo lejos, lo que parecía ser la entrada a una cocina. No había

adornos o cuadros en las paredes. En un sofá, cerca de lo que debía ser la

entrada a un cuarto, un hombre sentado los miraba con curiosidad.

¿Señor Romano? preguntó Tania al verlo. Se sintió tonta tan pronto

la pregunta salió de sus labios. ¿Quién más podía ser?

El hombre no respondió. La sonrisa en sus labios sugería que pensaba

igual, pero lo dejó pasar. Por única respuesta se levantó y se acercó. No llevaba

gafas, pero evitó todos los obstáculos en su camino, sin aflojar el paso. Víctor se

quitó sus gafas, pensando que era parte de un truco, pero se las volvió a colocar

casi en el acto. La oscuridad era tan profunda que perdió el equilibrio y el aire

rehusaba entrar en sus pulmones. Prefería el granulado verdoso generado por

el equipo en su cabeza que esa negrura absoluta que devoraba toda su realidad,

dejándolo sin nada sobre lo cual sostenerla.

Iván Romano dijo el hombre cruzándose de brazos. Ya pueden ver

mi casa y certificar que estoy bien. ¿Satisfechos?

Ahora fue el turno de ellos de no responder. Ambos recorrieron la estancia

con sus miradas. Víctor fue el primero en hablar.

¿No tiene electricidad? ¿Le cortaron la luz?

Claro que no. Hay luz en toda la casa, es solo que yo no quiero usarla.

¿Por qué?

259
Iván alzó los hombros. En casi un susurro dijo: No comprenderían.

Dejémoslo así.

Tania se adentró en la cocina, esperando ver un chiquero. Para su

sorpresa, el lugar estaba limpio. Sin platos por lavar o comida regada por allí.

Todo estaba en su sitio, la mesa de la cocina ostentaba un sencillo mantel y dos

frasquitos para la sal y la pimienta. En el ambiente, el aroma a café recién hecho.

Se levantó las gafas y abrió la puerta de la refrigeradora. La luz que

ansiaba ver cubrir cada rincón del lugar, falló en manifestarse. Un sudor frío

empezaba a pegar la tela de su camisa a su espalda y casi se arranca las gafas

en su apuro por colocárselas nuevamente.

Le quité el foco dijo la voz de Iván desde la entrada.

Tania, su corazón latiendo más lento, pudo distinguir que la nevera estaba

llena. Hambre no estaba pasando, eso era seguro. No solo por las provisiones,

sino por el hombre que habían ido a visitar. Era un señor mayor, rayando los

sesenta, pero se conservaba entero. Su porte era erguido y nada en él sugería

que no pudiera hacerse cargo de sí mismo. Todo muy normal, con una pequeña

excepción.

¿Por qué? ¿Por qué le quitó el foco? ¿Por qué no quiere usar la

electricidad de la casa?

No comprenderán y no importa en realidad. Ustedes vinieron a verificar

si estoy bien de salud. Se dio la vuelta, como si estuviera en medio de un

baile. No me estoy muriendo, no estoy abandonado y puedo valerme muy bien

sin ayuda. Si eso es todo, tal vez quieran invertir su tiempo con otra persona que

sí los necesite.

260
Hablamos con su médico, el doctor Dayan. Según sus notas, usted no

ha ido a verse con él desde hace tres años dijo Víctor.

¿Parezco necesitar de atención médica? Esos matasanos todo lo que

saben es quitarme el dinero con exámenes. Aquí estoy muy bien, gracias.

¿Sabe lo que significa esquiofobia? intervino Tania. La pregunta tuvo

un efecto más evidente. Iván Romano se movió incómodo y apoyó su hombro

contra el marco de la puerta de la cocina.

Eso fue lo que nos dijo el doctor Dayan cuando le preguntamos que

esperar. Que usted sufría de un miedo irracional a las sombras y que no quiso

seguir con sus terapias.

No es irracional. Las terapias no iban a arreglar nada.

¿Cómo sabe? La esquiofobia puede responder al tratamiento. Podría

tener una vida más normal, fuera de aquí. Con algo de luz.

¡Jamás! y el grito los tomó por sorpresa. Víctor tomó una pose

defensiva y Tania giró por completo para poderlo ver al rostro. Sus rasgos

faciales estaban endurecidos, como si estuviera mordiendo con fuerza. No

pretendo salir de aquí.

Cerró los ojos y respiró con calma varias veces. En poco tiempo su rostro

se relajó y su voz salió más sosegada.

Estoy bien. Cada quince días un mercado local me trae los víveres de

la quincena. Los dejo entrar a la antesala, me dejan mi comida y toman el dinero

que les dejo en el baúl. Un arreglo práctico y que ha funcionado hasta ahora.

No es saludable estar encerrado en esta oscuridad.

Tal vez, pero es más seguro.

261
Tania suspiró exasperada. Antes de tener la oportunidad de decirle algo

más, Iván se le adelantó.

No comprendo una cosa. ¿Cómo puede vivir así? Pensé que le tenía

miedo a la oscuridad.

Eso es nictofobia. No es lo mismo. El doctor pensaba que yo tenía

miedo a las sombras, pero no es así. No le temo ni a una ni a la otra.

Entonces, ¿a qué le teme?

Iván Romano agachó la cabeza. Tanía quería gritarle, pero Víctor le hizo

señas para que lo dejara hablar. Con una voz suave, dijo: Si no me dice, no

podremos ayudarle. No podemos simplemente verlo vivir así y no hacer algo al

respecto. Sea cual sea su problema, de seguro tiene solución.

Sí, claro que tiene solución dijo levantando los brazos y señalando a

su alrededor. La oscuridad.

¿La oscuridad? Espere un segundo dijo Iván, captando las

implicaciones. ¿Está tratando de decir que le teme a la luz?

Usted también le temería si supiera lo que yo sé.

Yo solo le temo a la luz cuando llega la factura de la cuenta eléctrica

dijo Tania. Iván no sonrió y volvió su mirada al suelo.

Vamos, señor Romano insistió Víctor. Quiero entender.

Iván se mantuvo en silencio. Al ver que no pensaba cooperar, Tania se

dirigió a la puerta de salida. Hablaría con el doctor Dayan, para ver que se podía

hacer desde un punto de vista legal, pero en cuanto a lo que ellos podían hacer,

estaban atados de manos.

Gracias señor Romano por su cooperación. Creo que mejor nos vamos.

262
Iván ni siquiera se inmutó en moverse de su sitio. Con un gesto de la mano

les señaló la puerta.

Buen día, señor Romano dijo Iván al salir. Tania se le acercó y le

susurró algo al oído antes de cerrar la puerta. De seguro, burlándose del viejo

con demencia senil que le temía a la luz.

Buen día murmuró. Se acercó a la puerta y esperó con el corazón en

la garganta.

¿Nos puede abrir la puerta blindada? preguntó Tania.

¿Recuperaron sus celulares?

Seguro.

Bien. Bajó la palanca que abría la puerta del exterior y esperó veinte

segundos antes de volverla a subir. Cuando el sonido de los anclajes llegó con

su tranquilizador golpe metálico, fue que se dio cuenta que estaba conteniendo

la respiración. El tener esos celulares tan cerca ya era motivo de preocupación.

El saber que a solo unos metros el sol brillaba con todo su esplendor era

suficiente para volverlo loco del terror.

La ignorancia es una bendición . pensó mientras caminaba hacia su

habitación con la ayuda de la oscuridad. Afuera, los dos trabajadores sociales

alimentaban a las salamandras. Estaba cansado y quería dormir un poco.

Casi se vio tentado a decirles la verdad, pero se detuvo a tiempo. Si les

contaba lo que sabía, no le creerían e igual terminarían sacándolo de su refugio

para meterlo en un manicomio, una sentencia de muerte segura. No solo para

él. Las salamandras no permitían testigos.

Años de vivir en la oscuridad tenían muchas ventajas. Podía deambular

por la casa como si tuviera una de las gafas de visión nocturna que en algún

263
momento necesitó. Ya no más. Sin tener que verificar con las manos, se dio la

vuelta y se dejó caer. Su espalda golpeó el colchón y casi en el acto se quedó

dormido.

El sueño regresó. Imágenes que no eran fruto de un mundo onírico, sino

de la realidad olvidada a propósito. Se vio desempolvando el viejo manuscrito y

pasando las páginas, la ansiedad del descubrimiento marcando el ritmo de su

corazón. Una cueva descubierta por casualidad en una misión de

reconocimiento, uno de sus últimos trabajos en el ejército. Un esqueleto apoyado

contra una roca en las profundidades. En sus manos, el manuscrito dentro de

una caja de metal y envuelto en una tela roja, de la que solo quedaban jirones.

Siete personas entraron en esa cueva. Cinco años después, solo quedaba

él. Las salamandras se hicieron cargo del resto de su equipo y su sobrevivencia

fue fruto de la suerte.

O de mi mala suerte dijo Trevor en sus recuerdos antes de que su

sueño lo llevara a esa noche, en la habitación del hotel donde murió.

***

¿Salamandras? preguntó Trevor sirviéndose un poco de ron en su

vaso. Ya era el tercero y no parecía tener la impresión de querer parar.

¿Hablas en serio?

No hay otra explicación. Aristóteles fue el primero en sospecharlo.

Luego, Plinio el Viejo. Las salamandras, no el anfibio, sino las criaturas

mitológicas, son reales. Son fuego en su esencia más pura y existen entre

nosotros.

264
Cuando murió Xavier no había un solo fuego cerca. Estaba en su

bañera, ¿recuerdas?

El reporte del forense decía que murió electrocutado. Si la policía quiere

pensar que alguien lo asesinó, me tiene sin cuidado. Fue esa forma de morir la

que me puso a pensar. Pasé días leyendo y fue en un libro de ciencias que

finalmente vi la explicación. El fuego, la luz, la electricidad. En el fondo todas son

formas de radiación electromagnética. Ondas que le permiten a la energía viajar

por el espacio. Aristóteles no podía saberlo, porque el concepto no existía. Las

salamandras son criaturas de energía. Absorben y se alimentan de ella. En

cualquiera de sus manifestaciones.

¿Y nosotros? ¿Por qué nos quieren a nosotros?

No ves, Trevor. Los seres humanos somos energía. Nuestros cuerpos

generan energía electromagnética a nivel celular. A nivel atómico. Somos

alimento para las salamandras y creo que les gusta nuestro sabor.

Trevor torció el labio en una mueca mitad sonrisa mitad hastío. Era

inteligente, pero el concepto estaba más allá de su capacidad mental y

tolerancia. Apretó el puente de la nariz con sus dedos, antes de sacudir la cabeza

y señalar con el dedo el manuscrito en la cama.

¿Cómo lo averiguaron ellos? Hablamos de un par de conquistadores

del siglo XVI.

En el sueño, la explicación salía más clara de la que dio esa noche. Más

pulida.

No sé. Los mayas estaban muy avanzados. Si fueron dioses antiguos o

alienígenas, no creo que importe. Leí que las pirámides de la ciudad Maya de

Copan estaban cubiertas por una capa de mica. En las de Teotihuacan, mercurio

265
en grandes cantidades. ¿Sabes para qué se usan? Ambos son conductores de

electricidad. En este punto, no son más que especulaciones, pero creo que los

Mayas adoraban a las salamandras o por lo menos sabían de ellas. El grupo de

nuestro amigo huesudo debió aprender la verdad de ellos. Es la única

explicación.

El esqueleto en la cueva no tenía un solo objeto que permitiera identificarlo

o si lo había, el tiempo lo había desintegrado. Solo quedaba el manuscrito y la

historia que contaba sus páginas.

Las palabras escritas por un escribano español del siglo XVI. Letras

corridas llenas de florituras y difíciles de leer. Con el tiempo pudieron descifrar lo

que relataba. La historia de las salamandras que devoraban el mundo. Criaturas

que se escondían en la luz y succionaban la vida. La razón por la que dormir en

la oscuridad es la única forma de descansar, ya que cualquier luz les da una

forma de entrada en el ser humano. De alimentarse de su energía vital.

¿Qué hacemos entonces? preguntó Trevor. No quiero morir.

Yo tampoco y tengo un plan. Mi casa debe estar lista. Vamos allá y te

explico. Si todo sale bien, no podrán alcanzarnos y así podemos pensar con más

calma. Encontrar una solución. Tal vez, hasta descubrir una forma de eliminarlas

de una buena vez. Si mi hipótesis es cierta y los mayas estudiaron a las

salamandras, tal vez sabían una forma de destruirlas y la verdad debe estar en

el manuscrito. Solo hay que seguir leyendo y excavar más profundo.

Dicho como todo un soldado respondió Trevor. Su rostro surcado por

una sonrisa franca . Vamos. No pretendo arriesgarme.

Su cuerpo se sacudió inquieto. Debió predecir lo que pasaría, pero todavía

no había visto esa última conexión. No solo era la luz. No era suficiente la

266
oscuridad. Había que romper todo contacto electromagnético con el mundo

exterior.

Trevor tomó el manuscrito y sacó su celular para llamar un taxi. Apenas la

pantalla tocó su oreja, la cabeza estalló en llamas y el cuerpo se consumió por

una columna de fuego que evaporó el manuscrito. Las salamandras sabían que

ellos conocían la verdad. No podían dejarlos con vida ni permitir que el

manuscrito cayera en otras manos.

Iván Romano, en el sueño, caía sentado al piso. Sus talones alejándolo

de la conflagración. Trevor lo llamaba y repetía su nombre una y otra vez.

Eso es imposible pensó. Su cabeza ya no está. ¿Cómo me puede

estar llamando?

Una descarga de adrenalina aceleró su corazón y lo hizo despertar. Una

voz repetía su nombre.

Dentro de la casa.

***

Señor Romano dijo Tania, iluminando su camino con la luz del

celular. Víctor, unos pasos detrás, hacía lo mismo.

¿Estás seguro de que no vamos a meternos en un lío? Estamos

entrando ilegalmente.

Él nos dejó entrar. Solo que tuvimos que regresar.

Víctor no pensaba discutir. En su opinión, meter un pedazo de papel entre

la puerta y la cerradura para evitar que se trancara, con la excusa de regresar

después para velar por la seguridad de Iván, era una excusa barata. Sin

embargo, ya estaban adentro y bien podían terminar su trabajo.

267
El haz de luz lo dirigió hacia la entrada al dormitorio. En el umbral, Iván

Romano trataba de proteger sus ojos de la luz que no había presenciado en

años. En la fracción de segundo antes de quedar cegado, vio a los dos

trabajadores sociales en su sala. Ambos llevaban celulares y habían dejado las

dos puertas abiertas. La luz del sol bañando la periferia de su casa e invadiendo

su refugio.

¡NO! gritó sin poder mirar todavía. ¿Qué han hecho?

El grito de dolor de Tania fue lo primero que escuchó, para luego sentir el

calor del fuego lamer su piel. Al abrir los ojos, las paredes danzando con las

sombras proyectadas por las llamas. Figuras abigarradas que se movían al

vaivén de las ígneas lenguas de energía. Algunas de ellas parecían gigantescas

lagartijas bajando por las paredes y extendiéndose por el suelo en su dirección.

***

El doctor Tovar consideraba al fuego como un asesino muy efectivo, tanto

en disponer de sus víctimas como en ocultar las pistas de su actuar, pero los tres

cuerpos que le esperaban en las metálicas planchas de su morgue se llevaban

el premio al trabajo más exhaustivo. Los dos primeros, las etiquetas en lo que

quedaba de sus pulgares los identificaban como Tania Gordón y Víctor

González, no eran más que carbones con formas humanas. Esos dos eran el

mejor ejemplo de carbonización cadavérica que había visto en su vida. Pensó en

empezar con ellos, para salir del trabajo más fácil, pero el tercer cuerpo era más

interesante y eso siempre daba puntos extra al momento de decidir.

268
Iván Romano estaba tan quemado como el resto, pero cayó de lado y una

silla protegió su cara y la parte superior del tórax. Bajó la sábana y pudo estudiar

mejor las marcas que llamaron su atención en el examen preliminar. Cuatro

quemaduras lineales sobre la piel del cuello. Puso su mano enguantada sobre

ellas y cada una encajaba a la perfección con uno de sus dedos. Levantó la mano

y movió la cabeza de un lado al otro. El rostro estaba casi intacto, con excepción

de los labios, que estaban tan quemados como el resto del cuerpo de las

clavículas hacia abajo.

Se separó de la plancha y contempló el cadáver. Una imagen ocupó sus

pensamientos, pero la eliminó con rapidez. Su mente jugaba con él y eso era

algo que no se podía permitir. Los diagnósticos que pondría en el certificado de

defunción se debían sustentar en su examen, no en elucubraciones y, mucho

menos, en frutos de su imaginación.

Sin embargo, al tomar el bisturí para hacer la primera incisión, tuvo

problemas en olvidar esa efímera imagen. Una criatura de fuego con su garra

sobre el cuello del señor Romano. Un último beso, mientras succionaba la vida

de su interior.

Obstetra de profesión y lector apasionado de Christie, Poe, King y


Lovecraft. Escritor panameño dedicado a la literatura negra, con ocho
libros publicados, todos explorando el lado oscuro de la naturaleza
humana. Su hija Laura lo impulsó a escribir su primera novela negrótica
(fusión del género negro y gótico) que llamó "La estaca en la cruz" y
descubrió que le gustaba el sabor de la sangre. Ganador del Primer
Premio de Narrativa Corta del Panamá Horror Film Fest 2017. Este
año publica su noveno libro: 13 candidatos para un homicidio.
Otra clase de intelectualidad
Lisardo Suárez

«Ya desde que se escribió el famoso pasaje del decimonoveno volumen del

Antiquitates rerum humanarum et divinarum, algunos estudiosos de la época

sabían que hay caminos ocultos en muchos lugares y que, si se saben encontrar,

el viajero se puede dirigir a destinos secretos, vedados en cierta forma, donde a

veces la especie humana es solo decorado, servidumbre, presa, juguete o,

incluso, ganado; como mínimo, estamos fuera de lugar en ellos. Pero también

están repletos de sabiduría y poder para quien los busca». Cuando releo la frase,

suena demasiado académica y acartonada, rimbombante y presuntuosa, lejos

del tono que busco para el libro. Decido redactar mi frase con cierta ambigüedad

y mayor cercanía: «El hallazgo de los caminos bien puede ser el principio del

final de la búsqueda; si no se conoce el destino, resulta imprudente recorrer

270
según qué senderos; con el destino claro, la recompensa puede ser inmensa»;

siento que así quedará más atractiva de cara a los lectores.

Para las citas, consulto el tercer capítulo de Verdades más allá de las

verdades; aunque las tablillas de barro fueron halladas en un estado lamentable,

la traducción de Jaim Yehudah Aleijem es bastante precisa en cuanto a la

existencia de una puerta a la sombra del trono de Apil-Sin. Marco la página con

una nota autoadhesiva azul y mantengo otra en la mano izquierda, mientras

alargo el brazo para tomar mi ejemplar de Cartografía oscura. En la página

cincuenta, Otto Bayreuth habla de cuevas en Suabia que conducen a selvas y

desiertos; también la marco. Además del acceso bajo el pedestal del Coloso de

Nerón que cita Cneo Cornelio Medulino, de la rampa escondida entre los ladrillos

de la Torre Nueva de Zaragoza según la obra de Federico Edroso y del pasaje

que se abría a la sombra del busto de Atila al amanecer, que tan bien describió

Roger McBain en Otros viajes, estimo que ya son bastantes referencias para los

pies de página sobre el particular.

Es buen momento para comenzar con la redacción de los párrafos sobre

los elementos de precaución y aquellos recursos para anticipar, con el mayor

grado posible de exactitud, dónde conducen las sendas escondidas cuando son

nuevas para el viajero. Comienzo a escribir la parte de las herramientas sin el

menor titubeo:

«Cayo Licinio Siro nos habla en su Utilis rebus, sin la intencionalidad que

el lector avanzado en la materia dará de inmediato a sus palabras porque, al

271
parecer, Siro nunca fue un viajero y solo un coleccionista, de cierta copa rota de

oro: quien beba el líquido que se escurre por entre sus grietas, podrá ver dónde

terminarán sus pasos; de la misma forma, habla del cuchillo de sílex negro que

permite al haruspex, tras el sacrificio, saber si el destino de un viaje es peligroso

o no según el animal muriese con los ojos abiertos o cerrados. Quiero señalar

que, según Vladislav Alapín, la traducción de las obras inéditas de Cayo Licinio

Siro podría ofrecer un nuevo y vasto catálogo de instrumentos para los viajeros.

Al parecer, la última noticia sobre el paradero de dichos manuscritos los sitúa en

alguna bóveda del Vaticano y bajo el cuidado de agentes de Cognitio et Actio;

por razones obvias, parece poco probable que podamos disfrutar de un

conocimiento tan atractivo en un futuro cercano. Por citar solo un ejemplo más

de muchos, Clodoveo de Amalfi describe con detalle una lámpara de aceite, de

aspecto común y envejecido, que nunca se encendía si el portador pretendía

encaminarse hacia un lugar donde no convenía ir. Sin embargo, hay formas de

tener datos más precisos: por ejemplo, el…».

Dudo con la ortografía del nombre y debo levantarme de la silla para

consultar un manual en la estantería. Sobre la escalera, recorro con el dedo la

balda en la que reposa hasta encontrarlo: Kuriositäten, de Bartholomäus

Feigenbaum. «Bartholomäus Feigenbaum, Bartholomäus Feigenbaum», me

repito de regreso al escritorio; al otro lado de la ventana, veo a unos niños jugar

con un perro en el parque.

Mientras continuo con la redacción del párrafo, hablando del balde citado

por Feigenbaum que permite ver una imagen fija del lugar de destino, cuando

272
Venus está en Tauro y si se llena con una mezcla de agua, lágrimas, sudor y

tierra, pienso en el perro; es un caniche joven y activo. En cuanto termino la

descripción del balde, me doy unos instantes para pensar: no había planificado

hablar de los animales que pueden acompañar al viajero, como escoltas, vigías,

exploradores u ofrendas, pero me parece una buena idea profundizar en el tema.

Durante casi media hora, hago un borrador de obras de referencia que podría

usar para escribir un capítulo al respecto; lo mejor será colocarlo entre el de las

herramientas y el de los mapas. Cuando termino y lo repaso, descubro que olvidé

apuntar uno de mis favoritos: Gli animali sevono oltre la morte, de Paola Ferrara;

además de ser un gran libro, es uno de los pocos volúmenes notables escritos

por mujeres sobre este tema y, siempre, me gusta citarlos por encima de lo

escrito durante siglos, gracias a las costumbres y ventajas históricas pero sin

razones de sabiduría, por manos masculinas.

Creo que es el mejor momento para una pausa: toco la campanilla y

Maurice acude con rapidez; saluda con una inclinación de cabeza.

—Sirve el té. Voy a tomarlo aquí, en el estudio.

Se despide con otra inclinación antes de salir. La opacidad verdosa de sus

ojos brilla cuando, al girar hacia la puerta, su mirada inútil se encuentra por un

instante con la luz del atardecer. Me pregunto si sería pertinente extender el

capítulo de acompañantes y hablar también de servidores humanos. Tengo

dudas al respecto, porque los verdaderos interesados en el viaje hacen oídos

sordos a la sensiblería o los sentimentalismos. Sin embargo, no toda la

comunidad tiene como meta el conocimiento y nada más; en los últimos

273
doscientos años, poco a poco, muchos han empezado a creer y afirmar, sin

ambages, que cualquier precio es inaceptable. Sonrío al pensar lo divertida que

hubieran encontrado algunos de mis colegas, en otros tiempos, semejante línea

de pensamiento; Zoltán Perényi reiría a carcajadas, con aquellos dientes sucios

que apenas cubrían los indomables bigotes negros, si estuviera vivo para

escuchar cosas como esa. Me dirijo a mirar por la ventana de nuevo, mientras

pienso cuánto han cambiado las cosas, cuando tocan a la puerta del estudio.

—Adelante. —Camino de nuevo hacia el escritorio y me siento en el

butacón.

Maurice entra, cierra la puerta tras él y saluda con un nuevo gesto de

cabeza; espera mi orden, una mano en la espalda y la otra sosteniendo la

bandeja de plata con la punta de los dedos.

—Puedes servirlo.

Lo pruebo y sonrío: delicioso; el fuerte sabor del cardamomo y la canela se

mezcla en mi paladar con el aroma picante del toque de jengibre. Maurice vuelve

a inclinar la cabeza y creo oír un leve sonido que trata de escapar por entre sus

labios, un complacido gorgoteo que nace de algún lugar de su boca sin lengua

ni dientes.

—Deja la tetera y llévate las galletas. —Maurice asiente despacio y se

retira.

274
La bebida me hace pensar en las sustancias de expansión mental. Es un

tema demasiado recurrente, tratado hasta la saciedad en infinidad de manuales,

a pesar de que los desarrollos de la química órganica y la investigación sobre

nuevas especies permiten descubrir novedades con relativa frecuencia; pero son

mejoras puntuales en la duración de los efectos, ligeras amplificaciones de

potencia o disminuciones de los efectos secundarios, nunca productos

revolucionarios ni que aporten funcionalidades hasta ahora desconocidas. Para

mí, nada ha superado a Voyagez sans bouger: la botanique pour les

connaisseurs; desde tiempos de Napoleón, la obra de Gwen Ferrec-Argueyrolles

sigue siendo el referente para todos. Y, sin embargo, pienso en trabajar sobre el

tema en algún momento; quizá para el siguiente libro. Me sirvo otra taza,

levantando bien la tetera para que el líquido rompa contra la porcelana y

aromatice el ambiente, antes de volver al trabajo.

Objetos, objetos; tardo unos segundos en recuperar la concentración que

requiere la tarea. Objetos. Repaso lo que he redactado, mientras bebo el té con

sorbos largos y golosos; compruebo mis notas y prosigo: «Si bien la lista de

elementos de utilidad para el viajero de las rutas grises es nutrida y, durante

siglos, los estudiosos han añadido más y más artículos en sus obras, no me

resisto a incidir en algunos que, por sus particularidades, dificultad de obtención

o manejo, rareza o funcionabilidad concreta, resultan de especial interés. El

Tlalnemiamoxtli, según el experto mundial en salvoconductos entre realidades y

reinos Raymond Carrasco, permite el tránsito por entornos hostiles si el portador

usa como máscara la piel del rostro de una persona demente; si bien hay

unanimidad entre todos los investigadores en cuanto al uso concreto, hay

275
discusión sobre la edad que debe tener la persona desollada, su género, altura

y peso. Aunque hay poca documentación al respecto, porque solo White y

Carvalho han presentado monografías al respecto, es interesante el uso de la

Piedra Pooja Kapoor durante circunstancias adversas; al parecer, es una forma

de pago aceptada por casi todas las criaturas físicas de cualquier plano y, de

nuevo según White y Carvalho, por un buen número de las entidades de

cualquier otra naturaleza, a la hora de transmitir toda clase de penalidad por

transgresión del viajero, tanto voluntaria como involuntaria, hacia un familiar en

primer grado de parentesco, un amante o un amigo íntimo. En mi experiencia, y

dada la gran dificultad para preparar algunos de esos objetos o para hacerse con

la posesión de los menos comunes, siempre recomiendo portar monedas de

reyes muertos en circunstancias violentas y fragmentos de banderas de

naciones desaparecidas; las especies más comunes de merodeadores suelen

aceptar siempre la donación de las primeras y muchos de los antagonistas de

mayor nivel aprecian la entrega de las segundas, pero no siempre; con

frecuencia, demandan otros pagos».

Me sirvo otro té, ya templado pero con más sabor si cabe tras el tiempo de

reposo, y vuelvo a mirar por la ventana. Los niños del perro se han marchado;

ahora son otros, que juegan con un balón, quienes disfrutan de la tarde al aire

libre. Deben tener unos nueve o diez años. Tenía esa edad cuando hice mi

primer viaje, a través del hueco en el tronco de un roble, mientras me escondía

de los Lochlannach que atacaron la aldea. Tuve suerte, mucha suerte: me llevó

a un mirador sobre El Mar Invertido y, como era un destino muy frecuentado por

276
viajeros, pronto alguien se interesó por mí; Olga me cuidó en Kiev y comenzó mi

enseñanza de los Saberes, las Causas y las Respuestas.

Me oigo suspirar y sé que es momento de volver al trabajo: mapas. Hace

unos años escribí bastante sobre ese tema, aunque jamás revisé el borrador al

terminar, y creo que puedo aprovechar el material para este capítulo. Encuentro

con facilidad el manuscrito, debajo de otra pila de documentación en la mesa

auxiliar, y comienzo a repasarlo. En poco tiempo, tengo clara la idea y comienzo

a escribir:

«Hay dos grandes campos de análisis en materia de mapas: por un lado,

su creación; por otro, su interpretación». Decido empezar por la interpretación,

la lectura de lo que ciertos viajeros trazaron para orientarse ellos mismos o para

ilustrar a otros, un caso menos común pero encomiable; es inherente al viajero

mantener para sí muchas de sus experiencias durante el periplo, dejando a los

demás que exploren por su cuenta, pero algunos han querido compartir sus

conocimientos. Dejo muy clara mi opinión al respecto: «Seguir a ciegas un mapa

que no haya trazado el propio viajero durante su recorrido es, sin ningún género

de dudas, un riesgo que jamás he tomado y que nunca recomendaría tomar. Se

trata de referencias que deben ser tomadas como tales, jamás como guías

incontestables». Explico cómo los más sencillos y abundantes son los mapas de

localización de accesos; usan dibujos, cuadros, fotografías, otros mapas y

cualquier otro recurso visual para, mediante signos y señales, mostrar a Los Que

Sepan Descubrir dónde comienza un sendero; prefiero no extenderme en la

información sobre el destino que, también oculta para los ojos del curioso

277
ignorante, suelen ofrecer y me limito a citar tanto el Códigos de Raharjo Lakrih

como el Criptodromo de Ambrosius Van Veeldvoorde para quienes necesiten

profundizar en una disciplina, para mí, tan básica. «Los mapas de los propios

senderos y de los destinos son, por el contrario, mucho más complejos y

escasos; por eso, su valor…».

Un ruido suave y seco al otro lado de la ventana interrumpe mi

concentración. Me asomo: veo el balón de los niños dentro del patio, mientras

ellos se acercan a las rejas y miran hacia el interior. Tras unos instantes, escucho

el tintineo de la campanilla en la puerta y Maurice aparece en mi campo de visión;

se agacha para recoger el balón y lo arroja a los niños, que sonríen agradecidos

mientras lo saludan con la mano. Con una sonrisa también en mis labios, vuelvo

al escritorio y retomo la escritura: «… es tan elevado; en algunos casos,

incalculable».

Me sirvo más té antes de continuar. «Si bien los destinos son inmutables,

por compleja que sea su orografía, los senderos cambian en muchas ocasiones.

Esa es la razón de que los materiales para crear mapas de unos y otros sean

tan distintos». Durante varios párrafos, profundizo en los análisis de Adjoussou

Cunningham en los tres tomos del Kenne das Ziel pero, como no podía ser de

otra manera si se desea estar en vanguardia, mediante una comparación crítica

frente al reciente y controvertido Huánjing, del joven investigador Pierre Paolo

Ampalayon. Me toma más tiempo de lo previsto, porque deseo que mis palabras

no trasluzcan lo impresionante que me parece el trabajo de Amapalayon: aún le

falta recorrido y fama para merecer mis elogios. Escucho el chasquido de mi

278
lengua contra los dientes cuando pienso cuánto me gustaría haber escrito yo un

libro como ese.

«Hace ya mucho tiempo que la tinta dejó de ser un tema de discusión.

Todas las pruebas han confirmado que, con independencia de que unas u otras

toleren mejor el paso del tiempo y la degradación por el uso, no es un parámetro

significativo en la elaboración de los mapas, a diferencia del material del propio

mapa y las herramientas de dibujo, impresión o escritura. En el caso de los de

destino, Cunningham y Amapalayon coinciden, igual que cualquier experto en la

materia, en que el hueso es la mejor superficie para trabajar. Si bien cráneos,

escápulas y coxis ofrecen superficies amplias para el despliegue detallado,

Amapalayon defiende con un exhaustivo informe repleto de resultados prácticos

el interés de usar otros huesos para crear un mapa complejo que, además de

usar los diseños grabados, reproduzca también mediante su colocación y orden

los entornos del destino». Con cuidado, describo la ilustración de un fascinante

mapa de La Espiral Hacia Abajo construido mediante vértebras, rótulas y

falanges, repletas de dibujos y esquemas, que giran sobre sí mismas mientras,

a través de cúbitos y tibias enlazadas con esternones que simulan las terrazas

del lugar, se ofrece una panorámica de la majestuosa tridimensionalidad de la

Espiral. «En cuanto al material de grabado, y de nuevo con ejemplos y pruebas

prácticas que refrendan sus manifestaciones, Amapalayon pone al mismo nivel

de resultados el uso de los cristales de vidrieras que representen a Judas, el eje

de una menorá y la punta de una bala 7.62 x 39 mm. Pero, además, se atreve a

contradecir a Cunningham y, una vez más con datos contrastados, minimizar la

importancia de elementos clásicos como escalpelos usados en más de cien

279
autopsias, clavos empleados en la construcción de una horca, diamantes

malditos o los bordes de una Cruz de Hierro de primera clase».

Otro ruido suave y seco vuelve a interrumpirme. Salgo del estudio y bajo

las escaleras con decisión. Maurice está en la puerta, a punto de salir, y se lo

prohíbo; me encargaré personalmente del asunto.

El balón está a solo unos metros de los escalones de la entrada. Lo recojo

y camino hacia la verja de la propiedad; los niños me saludan cuando me acerco.

—¡Gracias, señora! ¡Muchas gracias!

—Qué bien educados estáis. De nada, muchachos.

—¡Qué mayor es usted! ¿Cuántos años tiene?

—Se acerca el invierno. Si alguna vez os llueve mientras jugáis y no queréis

mojaros, llamad al timbre y podréis pasar mientras escampa.

—¿Escampa?

—Mientras deja de llover. Y si os portáis bien, habrá merienda.

Se alejan saludando entre gritos y risas para volver a sus juegos en el

parque. Yo vuelvo al trabajo. Cuando entro, me cruzo con Maurice: tiene la

mirada fija en el suelo.

280
«…o los bordes de una Cruz de Hierro de primera clase». Leo la última

frase varias veces. No me siento de humor para continuar con lo mapas de los

destinos; sin embargo, me apetece mucho escribir sobre los mapas de los

senderos. Ser una experta en el tema no lo hace más aburrido; al contrario, es

casi una pasión.

«El sendero es la parte más insegura del viaje y sus mapas son los más

complejos de realizar. Unos mutan, otros cambian, algunos sufren desgaste y,

con el tiempo, se vuelven peligrosos. Los hay que nunca son iguales y, con

frecuencia, son recorridos por entidades con las que es mejor no encontrarse.

Las protecciones son la solución a este último particular; el diseño del mapa y

los materiales, la solución a los otros». Creo que ya he usado frases parecidas,

pero ni me molesto en cambiarlas ahora porque ya habrá tiempo más adelante,

durante la corrección. En lugar de eso, me sumerjo en la redacción.

«La piel de un niño es la mejor superficie para detallar cualquier clase de

recovecos, revueltas y laberintos, mutables o no, de un sendero gris. Ya desde

las obras de Jacques de Roi se habla de la naturaleza flexible del material, sea

usado sobre el cuerpo o retirado de él. Mis propias investigaciones hacen más

recomendable, si es posible, usar el mapa sobre el cuerpo y compartir el

desplazamiento con el receptáculo del mapa; además de la seguridad adicional

que supone contar con un compañero de viaje al que usar en caso de

dificultades, rituales como Eres el camino, el camino es tú, combinados con

Crecimiento gris o con Planos de luz, carne y revelación, permiten que cualquier

modificación en el sendero quede reflejada, de forma instantánea, en la

281
epidermis del niño; la comodidad de uso bajo semejante ventaja es

incontestable. Más aún, si se acompañan los ritos de una lesión en el lóbulo

frontal, el mapa acompañará al viajero sin lloros, peticiones ni molestas

reticencias que lo distraigan durante la experiencia».

Toco de nuevo la campana y, cuando Maurice acude, le pido más té.

«Si el mantenimiento del mapa vivo es un problema económico, social o

incluso legal, se puede usar la piel durante mucho tiempo si se trata de manera

adecuada y se conserva en lugares apartados de la luz y el calor. Además de la

piel, la pleura es otro material muy recomendable; sobre todo, en senderos de

luminosidad espectral u oscuridad. El trazado mediante quemaduras eléctricas,

cuando el donante todavía está vivo, permite…».

Maurice llama a la puerta; tras mi orden, entra, sirve y se marcha con una

reverencia. Me sirvo un té y pienso en mi próximo viaje. Quiero explorar Las Tres

Montañas Que Son Tres Caras, y estoy dispuesta a hacerlo tanto por la Ruta

Carmichel 2 como por La Autopista de los Pumas. Seré la primera que logre algo

así, un nuevo logro que coincidirá con la publicación del libro. Tendré que ir

preparando los mapas.

Vuelvo al libro y reviso por dónde iba:

«El trazado mediante quemaduras eléctricas, cuando el donante todavía

está vivo, permite…».

282
Lee la
introducción de
La Conspiración
contra la Especie

Humana
https://bit.ly/2GRgrxq
El falso comerciante
de pimienta
David P. Yuste

Edward De Luca tenía todos los ingredientes para ser una bomba de relojería

andante. Jugador empedernido, camello ocasional, timador de baja estofa y

maleante a tiempo completo. Solo le faltaba una cosa para que, más pronto que

tarde, acabase bajo tierra sirviendo de nutriente para los gusanos: valor.

Pero no hablamos del “valor” de los cobardes. Ese que a menudo se nos

revela si abusamos de alguien más débil o indefenso, o cuando simplemente

aprovechamos la ocasión para coger algo que no nos pertenece sin que nadie

nos vea. De ese él tenía, y de sobra. El valor del que hablamos aquí es el que a

menudo asociamos con la palabra agallas.

284
Durante toda su vida –desde luego, Eddie no contemplaba el tiempo que

pasó en un hogar de acogida con un padre borracho y una madre adicta a la

oxicodona, que tan solo lo mantenían bajo su techo por el cheque que el cartero

dejaba puntualmente cada día diez en el buzón–, no había tenido los arrestos

suficientes para echarle huevos a nada que supusiera un reto o un obstáculo

entre él y un destino mejor. A la edad de dieciséis años decidió marcharse de la

desvencijada casa de los Perkins para buscar su propio destino. Y ni entonces

lo hizo por valentía o por coraje, nada más lejos de la realidad. Se fue porque

descubrió que no tenía el arrojo suficiente para pararle los pies a su padrastro la

noche que lo sorprendió con las manos en el pastel, abusando sin rubor alguno

de su hermanastra pequeña Jodie.

Mucho había llovido desde entonces. Ahora con treinta años, todavía

miraba atrás en el tiempo y se engañaba a sí mismo pensando que tuvo agallas

suficientes para dejar atrás aquella vida y comenzar de nuevo.

Hacía seis meses que se había mudado desde su ciudad natal, Newark a

Candem, ambas en el estado de Nueva Jersey. Y de nuevo lo hizo para escapar.

Para huir de los acreedores y las deudas que mantenía con ellos. Se había

instalado en un cuchitril con una renta tan baja como absurda, y que consistía en

poco más que una pequeña habitación que servía de sala de estar y dormitorio

a la vez. A este mismo espacio se conectaba un diminuto baño y una cocina en

lamentable estado, que rara vez usaba para el fin que había sido diseñada.

Sobre la encimera solían descansar no en pocas ocasiones, numerosos envases

de comida rápida que solía hurtar de los vehículos de unos desprevenidos

repartidores. Por si eso no fuera suficiente, dormía en un destartalado sofá cama

que muchos en su sano juicio hubieran jubilado hacía tiempo, salvo tal vez algún

285
faquir acostumbrado a dormir en camas de púas y al que no le molestaran los

salientes puntiagudos de los muelles. Ni si quiera parecían estorbarle las

enormes y rechonchas cucarachas que sorprendía a menudo campando a sus

anchas a través del linóleo del baño.

Cuando abandonó su ciudad por la puerta de atrás, se prometió que si

salía de aquella, daría un giro radical y se volvería un ciudadano decente. Pero

en cuanto que el miedo se fue disipando, y comprobó que ningún matón llamaba

a su puerta para cobrar lo que debía, se relajó. En poco tiempo había vuelto a

las andadas.

Y allí estaba Eddie. Planeando la mejor forma de conseguir dinero

contante y sonante para su próxima timba de póker. La ayuda que cobraba del

Estado por un supuesto accidente laboral, hacía días que se había evaporado.

Fue de los pocos trabajos en los que le habían hecho un contrato decente en su

corta vida laboral, y tan solo duró dos días en él. Al tercero, una plancha de metal

se soltó de sus amarres sin que nadie supiera nunca bien cómo, y se las apañó

para que terminara aterrizando derechita sobre su pie. De aquella experiencia

había sacado en claro que todos los burócratas eran unos tacaños y que aquella

pensión de mierda que le asignaban no le alcanzaba para cubrir sus

necesidades. Por tanto, necesitaba una nueva fuente de ingresos y por suerte

para él creía haber encontrado el modo.

A tres manzanas de su piso había descubierto un pequeño

establecimiento con un cartel escrito a rotulador que ofrecía préstamos con un

interés muy bajo. Al inspeccionar un poco más el negocio, comprobó que se

trataba de algún tipo de tienda de baratijas y antiguallas. Desde el otro lado del

286
cristal, observó que un hombre negro de avanzada edad ordenaba unas

pequeñas cajitas de cristal tras el mostrador. Enseguida se dijo que sería presa

fácil. Tras estudiar un par de días las inmediaciones y mantener vigilado el local,

averiguó que aquel carcamal no tenía a nadie que lo ayudara con su empresa.

Él era el único que abría cada mañana y era también el único que cerraba aquella

sencilla puerta de aluminio y cristal tras una reja que cualquiera podría haber

forzado sin demasiado esfuerzo.

El tercero cayó en sábado. Era su noche de partida y convino que no

podía esperar más, por lo que esa tarde entró en la tienda a sabiendas de que

obtendría lo que necesitaba. En el momento en que traspasó la puerta, lo hizo

con la convicción de que aquella pequeña jugarreta no tendría consecuencias

para él. Y también adivinó que si no pagaba lo acordado, no pasaría nadie a

hacerle una visita. Así que ni siquiera se molestaría en conseguir unas

condiciones ventajosas. El establecimiento estaba en penumbra. Los carteles y

los cartones que tenía sobre los escaparates apenas dejaban pasar la poca luz

que los separaba de la noche. Una vez delante del mostrador, encontró al

anciano enzarzado en la limpieza de una gran lámpara de araña que dado su

aspecto, bien podría haber recogido de algún contenedor de basura. Con un

trapo y limpiador para metales se afanaba en sacarle brillo. No se percató de su

presencia hasta que éste, inquieto por las prisas y los nervios, fingió que le

entraba un ataque de tos. Cuando el anciano levantó la vista para ver de quien

se trataba, Eddie vio en sus ojos una mirada vidriosa que delataba la presencia

de cataratas. Perfecto, se dijo encantado. Una cálida y agradable sensación le

subió desde el estómago anunciándole que todo iba a salirle de perlas.

287
–Buenas tardes, joven. ¿Querías alguna cosa?– una voz pastosa que casi

contaba una a una las palabras interrumpió sus pensamientos.

–Hola. Sí, verá. Vengo por el anuncio.

–¿Anuncio? ¿De qué anuncio estás hablando, chico? Yo no he puesto

ningún anuncio. ¿Te mandan otra vez de ese periodicucho?

–No, verá señor. Déjeme que le explique…– en ese momento, Eddie

intentó mostrarse lo más educado posible, teniendo en cuenta que iba a pedir

dinero prestado. –He visto el cartel que tiene en la puerta anunciando que realiza

préstamos.

El hombre dejó la bayeta sobre el mostrador y lo miró directamente a los

ojos. Al devolver la mirada, sus pupilas volvían a mostrar la lucidez perdida con

la edad. ¿Creía haber visto el destello de una sonrisa bajo el tupido y cano bigote

con el que adornaba su labio superior? Con tan poca luz, se le hacía complicado

saberlo con seguridad. Era curioso, pero parecía que la oscuridad se hacía más

densa y los rodeaba como si estuviera en una cueva– y dentro de ella hubiera

un peligroso animal–. Ese último pensamiento lo intranquilizó. Pero tan solo fue

un segundo. Enseguida pareció que esa sombra se disipaba tal como había

llegado. Su mente racional achacó aquello a una nube pasajera que debía de

haber cubierto el sol durante unos instantes.

–¿Y en qué cantidad habías pensado, hijo?

Eddie dudó. Pero enseguida respondió. No supo muy bien que le indujo a

ello, pero se sorprendió pidiendo una cifra disparatada.

–Tres de los grandes. Puede que tres mil quinientos.

288
El anciano ni siquiera pestañeo. Por un momento, Eddie estuvo

convencido de que lo mandaría a paseo.

–De acuerdo, espera aquí– respondió con total normalidad.

Mientras que aquel negro se alejaba, no pudo reprimir la risa nerviosa que

recorría su cuerpo como si fuera electricidad. ¡Le había tocado la lotería con

aquel tipo!

Esperó un par de minutos, cada vez más inquieto ante las expectativas de

aquella concesión. Enseguida el hombre regresó. En su mano portaba un par de

fajos pulcramente amontonados y cogidos por una pequeña cinta elástica.

Depositó el dinero sobre el mostrador, junto a la lámpara de araña, y posó su

vista de nuevo en él.

–¿Y bien, no vas a contarlo?

Por un momento Eddie tuvo de nuevo esa extraña sensación. ¿Parecían

sus ojos ahora más grandes? Los clavaba en él de una mirada inquisitiva. Al

mirarlo, adivinó de nuevo algo extraño en sus pupilas. ¿Pero qué era?

Una capa de sudor recorrió su frente. Una gota se deslizó y fue a quedar

atrapada en su ceja izquierda.

–Esto… sí claro.

Dio un rápido vistazo y observó que los montones estaban formados por

billetes pequeños.

Eddie miró incómodo a aquel tendero. ¿Había allí dentro menos luz otra

vez? Se percató, o eso creyó al menos, que las sombras se hacían más densas

289
detrás de aquel tipo negro. Sus facciones parecían desdibujarse y apenas podía

ver su cara, salvo de nuevo sus dientes. Pequeños e irregulares que ahora creyó

ver con total claridad brillando en una boca inexistente. Intentó apartar esa

absurda idea. Sin duda, la facilidad con la que había conseguido el dinero, y su

desconfiada naturaleza, le estaban jugando una mala pasada. Se dijo que debía

de estar alucinando.

–Estupendo… está todo.

Se escuchó decir de una forma poco natural.

El hombre lo miró en silencio, y Eddie se vio forzó a volver a hablar

intentando poner así un poco de normalidad en todo aquel asunto.

–Bueno, ¿no quiere que le firme nada? ¿Qué le entregue algún

documento?

Eddie llevó su mano a la trasera del pantalón para coger la billetera en la

que guardaba su carnet de conducir falso. El anciano hizo un gesto con la mano

a modo de negación. Pudo ver una piel ligeramente acartonada y poblada de

arrugas. Cuando volvió a mirarlo, parecía que el hombre hubiera encogido un

poco. La oscuridad se había vuelto a disipar y todo parecía normal. Pensó que

era un alivio. Anotó mentalmente que debía mantener a raya esos nervios, le

hacían ver cosas donde no las había.

–No te preocupes, chico. Algo me dice que puedo fiarme de ti.

Una breve pausa como si quisiera coger aire. De nuevo retomó la

conversación.

290
–¿Cómo te llamas? Sabrás que si dos hombres hacen un trato, se crea

un vínculo. Ese vínculo no puede ser posible si uno no conoce el nombre del

otro.

–Claro. Yo soy Jimmy, Jimmy Dean.

Eddie mintió deliberadamente. Llevaba tanto tiempo haciéndolo que le

salía con una naturalidad que empezaba a ser enfermiza.

–Encantado, Jimmy Dean. Mi nombre es señor Culpepper. Y ahora si me

disculpas, he de seguir con mi trabajo.

–Eh, claro. Pero oiga…– por un momento dudó, pero se sentía en la

obligación de fingir un poco más–No hemos hablado de las condiciones.

–¿Condiciones? Eso no es importante. Mientras que hagas una pequeña

aportación mensual todo irá bien.

Eso último, terminó por convencerle de que aquel anciano estaba senil.

Se forzó a sonreír y alargó las manos para coger el dinero.

–Espera un momento– dijo el anciano agarrando una de sus muñecas.

Ahí estaba. El extraño momento que Eddie había estado esperando.

Durante todo el tiempo había sabido que algo no andaba bien. Ahora sería el

momento en que aquel tipo rodearía el mostrador y lo acusaría de intentar robarle

mientras le apuntaba con un arma. Se imaginó a sí mismo ahogándose en un

charco de sangre con la tapa de los sesos abierta. Ese pensamiento le crispó los

ánimos.

291
–¿Quieres una bolsa? ¿No pretenderás ir por ahí con todo ese dinero en

los bolsillos? Hay mala gente en este barrio, ¿sabes?

–Eh… claro, señor. Gracias.

–No hay por qué darlas. ¡Ah, por cierto! Antes de que se me olvide, hay

una última cosa– dejó la bolsa a un lado y metió una mano en el bolsillo del

pantalón. Sacó un pequeño objeto con cierto brillo metálico. Al verlo, Eddie

retrocedió. –No te alarmes. No voy a hacerte nada. Aunque no sé cómo

preguntarte esto sin parecer que estoy chalado, ¿sabes?

Aquel tipo abrió mucho los ojos como un genuino lunático. Eddie sintió la

boca seca. Intentó tragar saliva pero solo consiguió emitir un pequeño chasquido

cuando su nuez se movió intentando realizar el mecánico movimiento.

El hombre continuó.

–Verás, me preguntaba si me darías un mechón de tu pelo.

–¿Qué? ¿Está hablando en serio? Porque si es una broma me parece de

muy mal gusto…– argumentó con muy poca convicción.

–Sé que suena raro. Pero colecciono cabellos. Guardo un mechón de

todos a los que les he prestado dinero alguna vez.

El señor Culpepper lo miró muy serio esperando una respuesta. No

mostraba una actitud amenazante, sin embargo el solo hecho de ver aquel

pedazo de metal bastaba para provocar en Eddie un temor acuciante.

–Pero ¿para qué querría un montón de pelo? Además, eso que dice es

una locura.

292
–Cada uno tenemos nuestras manías. Y bueno, para que engañarnos.

Podría decirte que no tienes por qué hacerlo, pero te estaría mintiendo. Eso por

no hablar de que entonces el dinero se vuelve derechito por donde ha venido.

Una risita aguda y desagradable escapó entre los dientes del hombre. Un

poco de saliva salió entre aquellas piezas amarillentas hasta derramarse por su

barbilla. ¿Habían sido siempre de ese mismo color?

–¿Y bien? No tengo todo el día, chico.

Eddie no se creía lo que le estaba sucediendo. Intentó controlar el miedo

y el asco que comenzaba a producirle aquel pellejo ambulante. ¡Cielos! ¿De

veras un simple y decrépito anciano había conseguido atemorizarlo? En un

arranque de furia le arrancó el cuchillo de la mano. Sin pensarlo, se cortó un

mechón de pelo rojizo y lo arrojó sobre el mostrador junto al objeto punzante. No

podía estar un segundo más allí dentro o le daría un ataque. Cogió el dinero y

sin mirar a aquel chalado puso rumbo a la puerta.

Antes de salir escuchó que el señor Culpepper le hablaba en la distancia.

–Nos vemos pronto, “Jimmy”–a Eddie le pareció detectar cierta sorna en

sus palabras. –Se puntual. Y recuerda que tenemos un trato.

Y de nuevo comenzó a reír. Esta vez las risotadas resonaron a través de

todo el negocio.

Ya en el exterior, Eddie se alejó de allí a toda prisa. De una u otra forma,

se dijo que no volvería por allí ni por un millón de pavos.

Media hora después estaba sentado frente al tapete.

293
Cuando tomó la primera cerveza, Culpepper tan solo era un molesto

recuerdo que debía apartar de su cabeza. Una pequeña araña, negra y peluda,

que se arrastraba por los rincones de su mente.

Después de tres horas de apuestas disparatas y otras seis jarras, aquel

negro no era más que un fantasma.

Esa misma noche de madrugada, regresó a su apartamento borracho

como una cuba. No le quedaba ni un triste centavo en los bolsillos.

XXX

El tiempo se escurría perezosamente. Se deslizaba denso, con una

pastosidad enfermiza. Si eso hubiera sido posible, habría poseído una textura

cercana a la viscosidad. Como el aceite que extrae el dedicado fumeta de una

cosecha productiva, y de la que intenta exprimir cada gota de placentero

beneficio y que convertirá más tarde en largas bocanadas de humo.

Así transcurrieron otras dos semanas.

Mientras tanto, Eddie se afanaba en cumplir con su rutina de manera

religiosa. Dormir, ver la tele, o bajar a por unas latas de birra al negocio árabe de

la esquina estaban entre sus quehaceres diarios. Cuando estaba pedo o el

hambre acuciaba, bajaba a buscar a algún repartidor que no conociera el barrio

y sus costumbres.

Octubre hizo aparición en el viejo calendario de la pared y su vida seguía

sin cambios aparentes. Ese día, lo dedicó a gastar los pocos dólares que

294
escondía en un bote de lata debajo de la pila para comprar un poco de hierba.

Llegada la noche, y con el colocón en su punto más álgido, se acostó con la

emoción que siempre precedía a la mañana de cobro. Parecía un niño la noche

de navidad esperando ansioso los regalos bajo el árbol. Como cada lunes de

primeros de mes su cheque por invalidez estaría esperándole en su buzón. Con

eso tal vez aguantaría los diez, puede que quince primeros días. Después ya se

las apañaría. Siempre lo hacía.

Con la promesa de un puñado de presidentes muertos impresos sobre

verde, y una colilla en la mano, Eddie cayó en un letargo soporífero hasta que

finalmente se hundió en el sueño.

A la mañana siguiente despertó de un salto con la desagradable

sensación de que algún tipo de desgracia se le venía encima. Mareado todavía

por el efecto de la hierba en su mente, intentó en vano dilucidar qué era lo que

le mantenía tan inquieto.

Fue cuando descubrió que donde debía estar su pierna izquierda tan solo

quedaba un muñón por encima de la rodilla.

Durante unos breves instantes, trató de convencerse de que estaba

soñando. Una consecuencia inevitable de los cannabinoides que seguían

alojados en algún lugar recóndito de su masa gris. Se echó las manos a los ojos

y apretó con fuerza, como si con ello pudiese conjurar a la lucidez y abandonar

la onírica alucinación. Volvió a mirar y comprobó horrorizado que seguía faltando

un buen pedazo de Eddie. Se incorporó gimiendo y trató de buscar frenético con

ambas manos en el espacio vacío donde debería de estar la extremidad. Abrió

más los ojos y con un temor latente, palpó el muñón esperando encontrar un

295
costurón o una desagradable herida que confirmara lo que su mente se negaba

a creer. Para su sorpresa, confundida con unas urgentes ganas de potar,

comprobó que solo había una superficie redondeada y lisa. Nada que pudiera

delatar la amputación reciente. Comenzó a sollozar como cuando era un crío y

su padrastro le recibía a la vuelta de clase, con el cinturón en la mano. Un grito

subió inevitable por su garganta y escapó sin control. Era un alarido que poseía

una pizca de rabia, grandes dosis de espanto, y unas gotas de demencia. Unos

golpes restallaron a su espalda, seguido de unos gruñidos y quejas. Pero Eddie

no podía prestar atención a otra cosa que fuera no aquella disparatada conjura.

Intentó calmarse sin demasiado éxito. No podía evitar fijar la mirada de

forma enfermiza sobre lo que restaba de aquella pierna. Su lado racional, que

luchaba con la locura que seguía in crescendo, le dijo que quizás estuviera bajo

los efectos de algún sedante muy potente. Era imposible que no sintiera dolor

después de haber pasado por semejante trauma. ¿Pero quién haría algo así?

¿Y por qué a él?

Eddie apoyó la espalda contra el respaldo del sofá, y lamentándose dejó

que la desesperación tomase el control durante varios minutos. La risa dio paso

al llanto, y éste nuevamente a los gritos. En un momento dado, los mocos

resbalaron sin pudor mientras que sus ojos se inundaban para volver a empezar

con cada pestañeo.

Una voz a su izquierda lo abofeteó, sacándolo así de aquella alucinación

demencial.

296
–¡Vaya amigo! ¿Estás bien? Te echaría con gusto una mano, pero temo

que puedas perdérmela. Ya sabes a qué me refiero– dijo señalando con la

cabeza el hueco sobre las sábanas.

Si por un momento pensó que nada peor que aquello podría sucederle,

estaba equivocado. Con la boca abierta por el asombro, y el terror dominando y

tensando sus músculos, se encontró con una figura distorsionada de su propio

ser. Estaba sentado a horcajadas en una silla que no recordaba, con la piel

cetrina y ligeramente abultada. Como la de aquel vagabundo que encontraron

en la bahía, cerca del puerto de contenedores. Se topó con la escena por

casualidad una mañana que estaba trapicheando por la zona. Convino que su

aspecto era bastante similar al de aquel pobre infeliz cuando por fin consiguieron

sacarlo del agua.

–¿Qué te pasa, Eddie? Parece que has visto un fantasma.

Siguió mofándose la entidad mientras que se apartaba de un manotazo

una mosca que caminaba ansiosa sobre su pupila izquierda.

–Tú no eres real. ¡Esto no está pasando!

Aulló Eddie mientras se alejaba de aquella cosa arrastrando sus manos

por el sofá.

–Puede que sí, o puede que no. Quizás te estés volviendo loco. O a lo

mejor, solo estés sufriendo un cuelgue después de meterte toda esa mierda

anoche.

Intentó bajar del sofá sin dejar de mirar a su doble que lo observaba a su

vez divertido. Cuando casi lo había conseguido, una zarpa en la que las uñas

297
brillaban por su ausencia le cogió con fuerza por el tobillo. Pudo sentir el gélido

tacto que se abría bajo la piel resbaladiza. Trató de golpearle con la otra pierna

sin recordar que ya no la tenía. Resultó un tanto ridículo ver como aleteaba el

muñón en el aire intentando espantar aquella aparición.

–¿A dónde crees que vas, Eddie? No seas estúpido, no voy a hacerte

daño. Promesita del niño Jesús.

Y rio de nueva con una acuosa sonoridad.

Eddie consiguió escurrirse. Por desgracia cayó de espaldas golpeando el

suelo con su cabeza. No prestó atención al dolor que empezaba a subirle por la

nuca. Se las apañó como pudo para girar su cuerpo y comenzó a arrastrarse

sobre los baldosines como una oruga. No había recorrido ni dos metros cuando

vio unos zapatos roñosos y descoloridos frente a su nariz.

–Vamos, tío. No hagas esto. Estamos perdiendo el tiempo.

Eddie volvió a gritar y sin saber cómo llegó hasta la pared, golpeándose

de nuevo en la cabeza. El rostro de su “yo” deforme apareció muy cerca del suyo.

Entre las manos sostenía lo que se parecía terriblemente a una pierna cubierta

de gusanos. Un olor rancio e intenso fruto de la descomposición le abofeteó.

–¿Quieres un poco, Eddie? Todavía está jugosa.

Dijo aquella cosa con una mueca terrible mientras se llevaba un buen

pedazo a la boca. Con el asco golpeándole en las tripas pudo ver en aquel trozo

de carne una pequeña marca, idéntica a la que él mismo había tenido de

nacimiento bajo la pantorrilla.

298
Aquello fue demasiado para él.

Un borrón difuso se desdibujó frente a los ojos. Segundos después perdió

la consciencia.

Poco después volvía a estar en el sofá.

Se revolvió desorientado y sin muestras aparentes de recordar lo

sucedido. Pero esa tranquilidad le duró muy poco. Tan solo le hizo falta ver a su

doble sentado de nuevo en su lugar. Para su desgracia, la pierna que le faltaba

no apareció con él.

–¿Ya has vuelto, campeón?– Empezó a decir con tono jocoso aquel ser

que cada vez se parecía más a la distorsión de su propio cadáver.– ¡Oh, vamos!

Tan solo bromeaba. No sería capaz de comerme a mí mismo.

Eddie pensó increíblemente calmado que su mente debía de haberse roto.

Estaba seguro de haberse vuelto majareta. Sin darse cuenta, se encontró

lanzándole una pregunta con demasiada naturalidad.

–¿Sabes que le ha ocurrido a mi pierna?

–¡Vaya! Por fin asumes lo ocurrido. ¡Bravo, Eddie!– dijo aquel personaje

mientras se enderezaba un poco en la silla. –¿Y por qué supones que ha estado

ahí todo este tiempo? Mira bien ese muñón, colega. ¿Te parece que sea una

herida reciente? ¿De veras que no lo has pensado ni por un momento?

–Anoche cuando me dormí, seguía teniendo las dos piernas. Maldita sea.

¡Las dos, joder!

299
–De acuerdo. Supongamos que eso es cierto. Vamos por un momento a

dejar ese asunto aparcado. ¿No se te escapa nada? ¿Qué día era ayer, Eddie?

Por primera vez, la sonrisa desapareció de aquellas facciones

terriblemente demacradas. Tan solo un ligero atisbo de sincera curiosidad subió

hasta unos ojos demasiado claros y hundidos para albergar vida.

–¿Aquel viejo?– respondió Eddie incrédulo.

–¡Bingo! Por fin le das un poco al coco. Ya iba siendo hora.

Y aunque se negaba a creer que un viejo marchito que estaba más cerca

de la muerte que de esta existencia tuviera algo que ver, no podía alejar de sus

pensamientos la extraña sensación que le rodeó durante todo el tiempo que

estuvo en la tienda.

–Eso es absurdo.

–¿En serio lo crees?

Eddie volvió a dudar al recordar que el plazo acordado había vencido

precisamente el día anterior.

–Iré a hablar con él. Si ha tenido algo que ver, lo averiguaré.

–Sabes que ha sido él.

–Eso no lo sabemos.

–Te veo muy tranquilo teniendo en cuenta que ese tío te ha dejado lisiado.

–¡Eso no lo sabes!

300
–Sí que lo sé. Y tú también lo sabes. Dime una cosa Eddie, ¿Qué harás

si descubres que es el responsable de esto?

Un ligero temblor comenzó a dominar sus manos. ¿Y si tenía razón? ¿Y

si había errado en sus conclusiones y el anciano tenía un socio?

Todo aquello le parecía tan disparado como cierto.

–Tengo que hablar con él.

–Eso no servirá de nada.

–¿Y tú qué coño sabes?

–Adelante, pierde tu tiempo. Yo que tú, reuniría las agallas suficientes, si

es que tienes de eso, y usaría esa pipa que tienes cogiendo polvo en tu armario.

Luego le haría pagar por cada libra de carne que te falta de esa pierna tuya.

–¡Cállate!

En cuanto hubo pronunciado la palabra, como por ensalmo, Eddie volvió

a quedarse solo en el apartamento.

Una vez recuperado el control de sí mismo, lo cual no le resultó sencillo,

trató de recordar donde había dejado la muleta que había utilizado durante los

primeros días de su accidente. Rogaba a Dios y a todos los ángeles porque no

le hubiera dado por venderla en alguna de sus innumerables borracheras.

Mientras que buscaba de un lado para otro arrastrándose por el suelo como una

lombriz, intentaba no mirarse el muñón. Finalmente la encontró tirada en el fondo

301
del armario, en el mismo sitio donde guardaba la pistola. Su mirada se paseó de

un objeto al otro durante un buen rato hasta que terminó por decidirse.

Sin pensar en nada más, se puso en pie tambaleante y tembloroso.

Cuando al fin se acostumbró a la nueva situación decidió que era el momento de

tener unas palabras con aquel tendero.

XXX

Eddie se quedó plantado frente a la puerta con un temor acuciante

apretándole con fuerza las pelotas. Para que negar lo evidente a esas alturas.

No se le daban bien las confrontaciones. Ni siquiera saber que allí dentro podría

estar el responsable de su pérdida hacía que se despertara en él el instinto

suficiente para luchar por su supervivencia. Sin embargo, sabía que no le

quedaba más remedio que afrontar la realidad. De lo contrario, ¿Qué sería lo

siguiente? Prefirió no pensar en ello. Respiró hondo apoyado junto a uno de los

carteles. Tras unos pocos minutos, y por primera vez en su vida, hizo algo

impropio de él.

Una vez en el interior, se encontró al señor Culpepper en el mismo sitio

que lo dejó por última vez. Parecía dormitar apoyado con un codo sobre el

mostrador ajeno del mundo. En los oídos de Eddie restallaba con fuerza el

rítmico golpeteo de la muleta sobre la tarima como si se tratara de un martillo.

A falta de un par de pasos, el hombre pareció despertar de su letargo.

–¡Vaya, vaya! Pero si es mi querido amigo, Eddie. Te veo cambiado,

muchacho. ¿Qué tal te trata la vida?

302
Dijo el anciano con cierto deje de sorna.

No hacía falta ser un lince para saber que ese tipo era el culpable de que

tuviera que pasearse de aquí para allá ayudado por aquella muleta. Pero había

algo más que no se le escapó a pesar de su estado: le había llamado por su

verdadero nombre. Esa revelación fue suficiente para confundirlo y enfurecerlo

a partes iguales.

–¡Déjate de gilipolleces! –gritó Eddie golpeando el mostrador con la

muleta.

–¡Eh, tranquilízate muchacho! ¿Se puede saber que te sucede? –

respondió el señor Culpepper con cierto deje de inocencia fingida en la voz.

–¡No juegues conmigo, cabrón! ¿Cómo has podido hacerme esto?

Aquellas palabras fueron suficiente para que el rostro de Culppepert

mutara en algo horrible. En él bailaba una mueca que iba entre la diversión y la

malicia. Eddie lo miró con cierta congoja y perdió todo su aplomo. El hombre se

abalanzó sobre el mostrador con una agilidad impropia para su edad y agarró a

Eddie por la pechera haciéndole perder el equilibrio. Comenzó a hablar con una

voz completamente diferente, profunda y cavernosa, que le erizó el vello y

despertó en él sus temores más profundos.

–¡Como te atreves a venir aquí y amenazarme, cerdo desagradecido! ¡Te

llevas mi dinero, incumples tu palabra y me culpas a mí de las consecuencias!

Deberías agradecer que no te haya cortado las pelotas.

Las palabras salían mordaces y terribles de su boca. Todo su rostro se

hinchó como si una transformación se estuviera llevando a cabo. Sus ojos

303
parecían dos pozos de brea, oscuros e insondables, que hurgaban en su alma

tratando de hacer mella en el poco valor que le restaba.

Continuó hablando después de hacer una pausa deliberadamente

maliciosa. Un aliento húmedo y pestilente golpeó a Eddie cuando recibió su

advertencia.

–Voy a hacerte una oferta que no podrás rechazar, mi tullido amigo–

mientras lo decía, su rostro se desfiguraba y retorcía. Su expresión era más

propia de un animal salvaje que de una persona. –¿Estás preparado? Allá voy.

Te doy tres días para reunir mil dólares. Si no lo haces, seguiré arrancando

pedazos de tu cuerpo como si fueras una diminuta e insignificante mosca. Y ten

por seguro que si no cumples con lo acordado, no pararé hasta destruirte. Da

igual donde te escondas. Será inútil.

Con estas últimas palabras lo lanzó hacia atrás haciendo que se estrellara

contra una de las estanterías de metal. La muleta salió despedida y asomaba de

debajo de una de las estructuras cercanas. Aturdido por el golpe, extendió el

brazo para tratar de alcanzarla.

El anciano sin perder tiempo, se acercó veloz como un ave de rapiña hasta

donde estaba y le pisó la mano con la que intentaba agarrarla. Un dolor intensó

recorrió los dedos de Eddie y se alojó en su muñeca.

–Todavía no he terminado contigo. No creerías que te iba a dejar marchar

sin más.

Con la agonía de unos huesos machacados y la incertidumbre de lo que

iba a suceder, vio que el señor Culpepper sacaba algo de debajo de su chaqueta.

304
Parecía un espantajo con forma humanoide al que le faltaba una pierna.

Culpepper lo apretó un poco, cerrando el puño a su alrededor. En ese instante,

el muñeco volvió a la vida y comenzó a retorcerse mientras lanzaba débiles y

lastimeros quejidos.

Los ojos casi le saltan de las cuencas ante semejante espectáculo. Eddie

comenzó a rezumar un sudor agrio y a respirar trabajosamente. Su corazón latió

más deprisa al descubrir el amuleto hecho con un mechón de pelo rojo que se

agitaba nervioso sobre el pecho de aquel grotesco pelele.

Culpepper sonrió, y su boca se amplió hasta mostrar una fea y enorme

sonrisa etrusca. Todo en su rostro era dientes. Con un ágil y rápido movimiento

sacó la navaja que Eddie bien recordaba y con ella apresó tres dedos de aquella

diminuta criatura. Dio un rápido tajo y un chillido que pareció el gruñido de un

cerdo inundó la habitación. La sangre brotó con fuerza de aquella herida

imposible. Eddie apretaba tanto los dientes que sus encías comenzaron a

quejarse. Bajó la vista asqueado y observó atónito que había un hueco junto al

índice y al pulgar de su propia mano. Sus dedos así como los del muñeco habían

desaparecido.

–Tienes suerte de que sea observador, Eddie. Todavía tienes tu mano

buena completa, podría haber sido peor. ¿No crees? Considéralo un

recordatorio. ¡Ahora, sal de mi tienda o no dejaré de ti salvo un pellejo caliente y

humeante!

El señor Culpepper dejó de hacer presa con el pie y se dirigió de nuevo

hacia el mostrador.

305
Eddie se quedó en el suelo mirando a la nada. Una oleada de

pensamientos invadía y taladraban su mente de manera febril. Estuvo tentado

de huir pero enseguida supo que no serviría de nada. Sin pensar en las

consecuencias sacó el arma que ocultaba bajo la camiseta. Apuntó a la sombra

que se alejaba simulando ser de nuevo un anciano y apretó el gatillo con

violencia. Los fogonazos se alternaron con las detonaciones que restallaron por

toda la tienda. Disparó una y otra vez hasta vaciar el cargador.

Culpepper cayó desmadejado al suelo con sendos orificios en su espalda.

El olor picante de la pólvora quemada inundó sus fosas nasales y supo que todo

había acabado. Guardó el arma con un ligero temblor en los dedos. Luego, con

cierta dificultad recogió su muleta con la mano sana. Ya solo restaba hacer una

cosa. Recoger el engendro que aquel diablo había empleado para torturarlo y

ponerlo a buen recaudo. La sola idea del contacto con aquella cosa le produjo

escalofríos.

Se incorporó y dio un par de pasos vacilantes hacia el cuerpo. Miró un

momento hasta la puerta del negocio. Un silencio nefasto y agorero revoloteaba

en el exterior. Cuando se giró hacia donde había estado el cadáver comprobó

que solo quedaba una mancha reseca y ennegrecida.

–¿Buscas algo, Eddie?

Se giró a sabiendas de que era imposible. Sin embargo allí estaba de

nuevo Culpepper. Otra vez en pie y apoyado sobre un cajón de madera. Sintió

una punzada febril cuando lo encontró ahí plantado. Debería estar muerto pero

no era así. En la pechera de su camisa se podían ver perfectamente los orificios

de bala. De ellos rezumaba un éter espeso y maloliente. Desde donde estaba

306
Eddie podía distinguir el olor a azufre que desprendía la sustancia parduzca que

empapaba la prenda del viejo. Fue entonces cuando descubrió con espanto al

pequeño ser agitándose y removiéndose de nuevo en aquella mano callosa

como si temiera lo que vendría a continuación.

–Has sido un estúpido, chico. ¿Es que no te quedó claro? ¿Es que acaso

no te dije que no podrías escapar de mí? El día que pasaste por delante de mi

tienda debiste dar media vuelta y echar a correr hasta llegar a aquel estercolero

en el que vives.

El viejo Culpepper le dedicó una mirada dura. En sus ojos había un fuego

intenso, casi cegador. Eddie creyó ver enormes llamas en ellos, brasas

humeantes que atormentaban y laceraban la piel de los pecadores en el infierno

durante toda una eternidad. Por fin comprendió que ese ser disfrazado con la

carcasa de un frágil anciano no tenía alma.

–¿Por qué me haces esto?- logró sollozar entre hipidos y lágrimas de

desesperación.

–Pensé que eras más listo. ¿De verdad creías que aceptaría tu dinero?

No era eso lo que planeaba cuando entraste en mi negocio y olfateé tus entrañas.

Llevo siglos topándome con tipos como tú, Eddie De Luca. Seres despreciables,

patéticos y débiles que se arrastran por el mundo como parásitos desde el mismo

día que las rameras de sus madres deciden arrojarlos a esta existencia. A todos

ellos me presenté como Culpepper. Uno a uno, oyeron hablar del falso

comerciante de pimienta, pero ya era tarde para sus almas. ¿Y sabes el porqué

de ese apodo? Porque os engaño con falsos anhelos, y todos caéis en la trampa

por culpa de vuestros más oscuros y despreciables deseos. Porque lo que os

307
lleváis cuando salís por la puerta nada tiene que ver con lo acordado. Es ahí

donde encuentro el verdadero placer de lo que hago. Aquella tarde que viniste a

mí, pensaste que sería un blanco fácil. No lo dudaste ni por un momento.

Pretendiste usar mi falsa debilidad para aprovecharte y sacar una buena tajada.

Solo que erraste y recibiste a cambio un pasaje al infierno, Eddie. Esa es tu

recompensa. Vuestra maldad es mi alimento. Yo me nutro de ella. Con vuestra

podrida y corrupta esencia yo me mantengo vivo para siempre.

Eddie trató de asimilar aquellas palabras con el rostro teñido por la locura.

Intentó alejarse de allí como si nada fuese más importase.

–¿A dónde crees que vas?

Un sonido desagradablemente familiar acompañó sus palabras. Un

momento después, perdió el equilibrio y cayó de bruces contra el suelo

golpeándose en la barbilla.

Eddie giró la cabeza con un dolor acuciante justo para ver el reguero de

sangre que anunciaba un nuevo corte, y que se traducía a su vez en una nueva

y definitiva pérdida para su persona. Aquel muñeco animado, un triste reflejo de

su propio cuerpo, agitaba lo poco que quedaba de sus piernas. Cerró los ojos.

No quería ver más. No podía mirar para encontrarse con el resultado de aquel

sortilegio.

–No me mates. Para, por favor…

Dijo con un hilo de voz como último intento por salvar su vida.

308
–¿Matarte?– respondió con aire triunfal aquello que ya no se molestaba

en fingir que era humano. –Eso sería demasiado sencillo. Lo que voy a hacer

contigo es mucho más divertido y artístico, muchacho. Ya lo verás.

XXX

Dos días más tarde, un vagabundo encontró un cuerpo en un callejón a

las afueras. Cuando descubrió el estado en que se encontraba huyó de allí

pensando que algo tan terrible no podía ser cierto. Los equipos de emergencia

no tardaron en llegar al lugar de los hechos. Uno de los paramédicos sufrió un

desmayo murmurando entre sudores fríos que hasta ese momento creía haberlo

visto de todo en su vida.

Mientras que eso ocurría, Eddie hacía horas que estaba perdido en su

propia mente, reviviendo una y otra vez los acontecimientos que lo dejaron en

semejante estado. Tan solo volvió durante unos segundos a su cuerpo con la

leve sensación de que flotaba y era transportado en el aire. No tardó en volver a

hundirse en su delirante y tortuosa realidad. Enseguida fue trasladado a un

hospital. Tras una valoración inicial, dictaminaron que el individuo seguía contra

todo pronóstico con vida. Sufría la amputación de ambos brazos y las piernas,

además de la pérdida total de lengua y ojos. Todas las heridas habían

cicatrizado, y dado su aspecto hacían pensar que no eran recientes. Una

exploración más a fondo les arrojó un descubrimiento inquietante. Ambos

pabellones auditivos habían sido vaciados con una precisión tal que parecía obra

de un cirujano.

309
Pronto comenzaron los rumores de que un maníaco andaba suelto por la

ciudad.

Eddie De Luca fue dado por perdido e ingresado en un hospital para

paliativos una fría mañana de noviembre. En el momento en que éste era dado

de alta en las instalaciones médicas, el señor Culpepper ofrecía un negocio de

lo más lucrativo y tentador al que sería su primer cliente del mes.

(Cádiz, 1981). Apasionado a los videojuegos, las películas y las

novelas de terror desde mi más tierna infancia. Criado entre discos

de Led Zepellin, Santana, The Doors... Todo ello ha influido

notablemente en mi manera de escribir y en cómo construir mis

historias. Junta letras autodidacta. Tuve los mejores maestros, sin

duda los libros que se acumulaban (y siguen acumulándose hoy día en mis

estanterías). De entre ellos, destacar autores como Stephen King, Richard

Matheson, o clásicos como Becquer, Poe o Lovecraft (nunca sabrán cuánto les

debo). Entre 2017 y 2018 he tenido la suerte de acumular diversos premios:

Finalista en Algeciras Fantástika, Primer Premio en el concurso de novela corta

la Zona Muerta de la Editorial Cazador de Ratas, Segundo Premio en el Primer

Concurso de relato corto de Aventuras Bizarras. He participado además en

varias antologías físicas, como por ejemplo Madre de Monstruos de Tinta

Púrpura o EspañaPunk para Cazador de Ratas.


- Thomas Ligotti

You might also like