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¿Qué es el neoliberalismo?

*
Primera parte: La emergencia de un nuevo arte de gobierno

Por Claudio Véliz

A partir de la presente edición, y a través de sucesivas


entregas, intentaremos aproximarnos al universo
neoliberal en virtud de un recorrido por sus orígenes,
recetas, precursores, enemigos, beneficiarios, relatos y
consecuencias.

Ya desde la década del 30 del siglo XX, un grupo de economistas y


empresarios había comenzado a pensar los lineamientos de un nuevo
arte de gobierno con el objeto de corregir y reorientar algunos
aspectos de esa otra corriente ideológica, política y económica que
había venido configurándose desde fines del siglo XVII: el
liberalismo.

En el año 1938, un grupo reducido de intelectuales encabezado por


Louis Rougier (un filósofo francés de orientación liberal)
organizaron, en París, el Coloquio Walter Lippmann (en alusión-
homenaje a un destacado periodista y filósofo norteamericano de
origen judío obsesionado por conciliar las tensiones entre “libertad”
y “democracia”). Ese mismo año, y también promovido por Rougier,
se fundó el Centro internacional de estudios para la renovación del
liberalismo cuya dirección quedó en manos de un empresario del
aluminio llamado Louis Marlio. El principal motivo de estos
encuentros fue la necesidad de polemizar sobre las limitaciones del
liberalismo y sus dificultades para contrarrestar los avances del
intervencionismo estatal.

Del coloquio parisino, participaron intelectuales norteamericanos y


europeos entre quienes se destacan Raymond Aron, Louis Baudin,
Walter Eucken, Friedrich Hayek y Ludwin von Mises. En 1949,
Eucken fue designado asesor económico del Canciller democristiano
alemán y, al igual que Von Mises y Hayek, integró el “Círculo de
Friburgo” que sintetizó los lineamientos teóricos neoliberales en el
denominado Manifiesto Ordoliberal. No obstante, según varios
testimonios, fue Marlio el verdadero protagonista del coloquio.

A juzgar por el contenido de las intervenciones, se generó un


consenso sobre la necesidad de una nueva conceptualización para
dar cuenta de las transformaciones requeridas por los participantes.
La Facultad de Economía de Londres se hizo eco, inmediatamente,
de estas polémicas gracias a la iniciativa de quien fuera uno de los
participantes más destacados del evento ultraliberal, además de ser
uno de sus catedráticos más destacados de dicha Facultad: el
economista vienés Friedrich von Hayek. Discípulo de Mises, este
representante de la escuela austríaca heredó de su maestro un
profundo rechazo por el socialismo, o mejor dicho, por toda
experiencia colectivista a la que se juzgaba como un atentado contra
la libertad humana. En 1944, se publica, en el Reino Unido, la obra
más influyente de Hayek: Camino de servidumbre. Aquí, este
economista extrema las tesis de Mises para afirmar (no solo que
cualquier intento de planificación económica y de distribución de la
riqueza conduce al totalitarismo, sino además) que todo ideal de
justicia distributiva (es decir, toda idea de una sociedad más justa)
acaba por destruir el imperio de la ley al “forzar a personas
diferentes para lograr iguales resultados”.

Luego del impacto de esta obra, un grupo de empresarios suizos le


ofrecieron apoyo financiero a Hayek para fundar una sociedad cuya
meta sería formar a las nuevas generaciones de economistas en los
principios del libre mercado. No tardaron en sumarse, a esta
iniciativa, sus pares de EEUU y Gran Bretaña. Así, en 1947 tuvo
lugar la conferencia inaugural en la ciudad suiza de Mont Pelerin.
Entre sus asistentes se hallaban, además de Hayek, Milton
Friedman, Karl Popper, Ludwig von Mises, Lionel Robbins, Walter
Lippman, Michael Polanyi, Salvador de Madariaga y Walter Eucken.
El intervencionismo estatal fue declarado el enemigo público número
uno de todas las libertades. Un enemigo que podía adquirir la forma
del igualitarismo, del elevado gasto público o del excesivo poder
sindical. Inicialmente, este encuentro académico-empresarial fue
pensado como una sociedad semisecreta, pero enseguida, varios de
sus integrantes entendieron la importancia de librar una batalla
cultural de grandes dimensiones. Milton Friedman (principal
inspirador de la dictadura pinochetista que se alzara con el poder en
1973) consideraba que era necesaria una crisis (tanto real como
simulada pero percibida como tal) para lograr que aquello que
parecía políticamente imposible (ajuste fiscal, recorte de gastos y
asignaciones, desempleo, reducciones salariales) se vuelva
políticamente inevitable.

Ciertamente –para desgracia de estos conspicuos neoliberales–, tras


la segunda contienda mundial, con su secuela de muerte y
destrucción, se tornó prioritaria la reconstrucción de las naciones y
la recuperación de las economías devastadas por la guerra. Y para
ello, resultaba indispensable la instauración de un poder político
capaz de intervenir, controlar y regular el accionar de los agentes
económicos, además de expandir el gasto social y la obra pública, de
promover la redistribución de los ingresos y los recursos, y de
realizar las inversiones necesarias para sostener el empleo e
incentivar la demanda. En este contexto de urgencias sociales,
políticas proteccionistas, estrategias redistributivas,
reconstrucciones comunitarias y tareas cooperativas, resultaba muy
difícil imponer aquellas “correcciones” basadas en el
fundamentalismo de mercado, el culto del individualismo extremo y
los consensos meritocráticos.

Hubo que esperar –como muy bien lo había planificado Friedman–


hasta la próxima crisis del capitalismo (mediados de los 70), para
que aquello que parecía políticamente imposible se volviera –en
virtud de los consensos culturales, mediáticos y también
académicos– paradójicamente inevitable.

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Segunda parte
Contra la metafísica naturalista del liberalismo

Si bien, durante el coloquio Walter Lippmann primó cierta fobia


antiestatalista, podríamos agrupar los principales diagnósticos en
dos grandes grupos. Por un lado, los que tendieron a explicar la
crisis del liberalismo por factores exógenos: las distintas variantes
del intervencionismo (protecciones, control de precios, seguro de
desempleo, etc.); por el otro, los que intentaron hallar las causas del
declive en las deficiencias de los principios liberales (y, por
consiguiente, proponían la re-fundación del liberalismo). Las
posturas radicalmente antiestatalistas (partidarias de la lisa y llana
demolición de un aparato estatal distorsivo y “anti-natural”)
convivieron con las propuestas tendientes a diseñar una maquinaria
jurídica-estatal al servicio del libre mercado. Estas últimas fueron las
que, finalmente, lograron imponerse.

Sin duda alguna, fueron Louis Rougier y Walter Lippmann


quienes sentaron las bases de la reinvención/reconstrucción del
liberalismo. La crítica de Rougier consistió, fundamentalmente, en el
rechazo de la metafísica naturalista del liberalismo y su reemplazo
por el diseño de un constructo legal capaz de garantizar la
competencia y encauzar la libre circulación. En virtud de estas
controversias, podríamos afirmar que la gran diferencia entre el
declinante liberalismo y el emergente neoliberalismo radicaba en el
modo en que ambos concebían el orden social y el comportamiento
de los agentes socioeconómicos. Según Rougier, la tradición liberal
había asociado dicha organización con el ordenamiento natural,
consagrando, así, la necesidad de liberar flujos, descomprimir
presiones, habilitar arterias, propiciar una circulación anárquica. De
este modo, la metafísica naturalista del liberalismo clásico contribuía
a conservar los privilegios de los más fuertes y aptos “por
naturaleza”, seguros ganadores en la puja libremercadista de ese
ordenamiento “natural” sacralizado. Para este autor, la fisiocracia
francesa del laissez-faire (inspirada en la perfección orgánica del
sistema cerebro-vascular) era el más claro exponente de este
conservadurismo naturalista. En este contexto, la no intervención
debía interpretarse como la rendición frente a la tiranía de los flujos
naturales.

Rougier no admite estas absurdas ingenuidades de un


liberalismo conservador del orden pre-existente, y propone, en
cambio, una perpetua adecuación del orden legal a las exigencias de
los progresos científicos, técnicos y económicos. Para decirlo de un
modo más ilustrativo: el (neo)liberalismo no debe traducirse como la
exigencia de evitar todas las modalidades de la intervención (para
propiciar la libre circulación), sino como la necesidad de crear un
código de circulación adecuado a las nuevas realidades científicas y
tecnológicas. Según el criterio de Rougier, Lippmann, Hayek y cía, el
liberalismo clásico es el gran responsable de la crisis del capitalismo
liberal; fueron sus errores conceptuales, epistemológicos y
metodológicos los que habilitaron el camino del control, el dirigismo
y la planificación. Por otra parte, su absoluta sumisión a un orden
pretendidamente “natural” abonó la idea de un determinismo
económico respecto del cual cualquier legislación social, política o
jurídica constituye una desviación tramposa del libre juego de las
fuerzas económicas.

También Walter Lippmann criticaba a los “últimos liberales”


(muy especialmente a J. S. Mill y Herbert Spencer) y consideraba al
laissez-faire (que atribuía al economista francés, del siglo XVIII,
Vincent de Gournay) como una consigna incapaz de regir los asuntos
de los Estados. Aunque, inicialmente, revolucionaria (por su prédica
liberal contra el antiguo régimen monárquico), dicha fórmula se
tornó –según Lippmann– un dogma oscurantista signado por el
naturalismo conservador en que abrevaban los liberales “clásicos”.
Los “derechos naturales” operaron como una ficción eficaz que le
permitió a la clase propietaria resguardar sus posesiones y acumular
capital. Pero muy pronto se transformaron en dogmas indiscutidos y
obturaron cualquier reflexión sobre la pertinencia e importancia de
las leyes.

La novedad de la reinvención neoliberal consistía en pensar el


“orden de mercado” a partir de un programa político e institucional
que permitiera organizarlo y consolidarlo. Lo que hasta entonces
habría impedido el desarrollo de políticas, instituciones, normas y
leyes orientadas a dicha tarea, era la fe (cuasi-religiosa) en la
existencia de leyes naturales, de regiones sociales libres de derecho.
La posibilidad, agilidad y seguridad de las transacciones económicas
no dependía de los flujos naturales (tal como pretendían los liberales
organicistas) sino de las estrategias estatales destinadas a otorgar
ciertas garantías y a hacer valer ciertos derechos. Por consiguiente,
los esfuerzos por limitar todo accionar del Estado atentaban contra
la implementación de legislaciones, normativas, instituciones y
garantías para las prácticas económicas, comerciales y financieras.
Pero además, la existencia misma de contratos, garantías
propietarias, patentes, estatutos jurídicos, derechos comerciales y
laborales, niega cualquier posibilidad de un despliegue libre-natural
(laissez-faire) de los “factores económicos”.

Lippmann considera una degradación doctrinal al “olvido” de la


exquisita teoría jurídica del siglo XVIII (muy especialmente, de la
obra de Jeremy Bentham) por parte de los liberales naturalistas del
siglo XIX (liderados por Herbert Spencer). El principal error de estos
últimos fue no haber comprendido la dimensión institucional-estatal
de las organizaciones sociales. No lograron (o no quisieron) entender
que la propiedad, las asociaciones, los gobiernos, los parlamentos y
los tribunales se hallaban regidos por leyes (es decir, por normativas
legales elaboradas y consensuadas a tal efecto). Los nuevos liberales
(es decir, los neo-liberales) desechaban la profusa y celebratoria
literatura naturalista (con su ingenua apologética del mercado) al
tiempo que recuperaban los trabajos de los juristas que les
permitieron comprender el funcionamiento regulado de los circuitos
comerciales, financieros y productivos. En cada disposición jurídica
los liberales clásicos solo podían ver una violación del estado de
naturaleza, la intolerable injerencia del Estado. Según sus críticos,
sin derechos y garantías efectivamente aplicables y exigibles no hay
propiedad, ni contrato ni sociedad. Así, el liberalismo que se había
presentado, en el siglo XVIII, como el portador del ideal
emancipatorio de la humanidad, no tardó en transformarse en una
tradición conservadora que defendía a ultranza la inmutabilidad del
orden natural. Por consiguiente, no hizo más que renunciar a
cualquier crítica de un derecho inobjetable que habría brotado de la
arbitrariedad divina. De este modo, terminaba defendiendo un
ordenamiento que era el resultado de algunos resabios del pasado
(monárquico, feudal o aristocrático) y de ciertas innovaciones
(burguesas) impulsadas por los sectores privilegiados. Frente al
conformismo resignado de estos liberales iusnaturalistas, Lippmann
concluye: “sus cerebros han dejado de funcionar”.

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Tercera parte:
La dictadura pinochetista como escenario privilegiado

Milton Friedman había desarrollado su carrera como docente e


investigador en la Universidad de Chicago. Una institución que
también había albergado al economista vienés Friedrich Hayek, en la
década del 50 (del pasado siglo). Esta universidad llegó a convertirse
en el bastión del neoliberalismo norteamericano y comenzó a ser
reconocida como la “Escuela de Chicago”. Así, sus estudiantes,
apadrinados por Friedman, fueron bautizados como los “Chicago
boys”.
Para fines de la década del 60, la economía mundial, con su
desenfrenada tendencia a la concentración, parecía cumplir con las
sabias predicciones de Karl Marx. La creciente demanda de los años
“keynesianos” fue capitalizada por los grandes grupos económicos
que se constituyeron como oligopolios e incluso como monopolios.
Como contrapartida, los Estados de Bienestar fueron consolidando
sindicatos por actividad para combatir los niveles de explotación y
los abusos de aquellos grupos que intentaban “recuperar” las
conquistas salariales por la vía inflacionaria.

En el año 1973 se produjo la crisis del petróleo, coincidente con la


creación de la OPEP. Esta última, que agrupaba a los países
petroleros, tuvo como objeto re-posicionarse frente a las naciones
desarrolladas cuyo crecimiento había sido financiado, en gran
medida, gracias a las reservas petroleras. La OPEP llegó a conseguir
un incremento del 400 % en el precio del barril. Este aumento de los
costos de la energía y el transporte repercutió en el resto de los
productos y desató una oleada inflacionaria a nivel mundial. Las
teorías keynesianas, que habían resultado sumamente exitosas para
salir de la depresión, para reducir la tasa de desocupación y para la
aplicación de políticas contracíclicas y redistributivas, no se habían
ocupado del problema inflacionario, dejando dicho terreno librado a
las recetas monetaristas de la ortodoxia liberal. La principal
dificultad con que se toparon las estrategias bienestaristas
(expansión fiscal, incentivación del consumo interno y de la
producción industrial, reorientación del crédito, etc.) fue la
impotencia de los acuerdos entre trabajadores y empleadores (entre
salarios y precios) para bajar la inflación (que, más allá del impacto
“real” del precio del petróleo, nunca cesó de operar como el intento
empresario de re-apropiación/amortización de los “costos”
salariales).

El “sueño” neoliberal de la crisis se había hecho realidad a pesar de


los éxitos incontrastables del bienestar, el empleo, el consumo y las
asignaciones sociales. Por fin, había llegado la oportunidad para que
los “Chicago boys” se presentaran como los grandes salvadores,
aunque su “solución” consistiera en políticas de restricción salarial,
ajuste fiscal, caída de la demanda, elevadas tasas de interés, y el
consiguiente incremento de los stocks que vendría a deprimir los
precios. Salvo en casos excepcionales como el de la estanflación
(estancamiento e inflación) e incluso el de la depreflación (inflación
sostenida a pesar del decrecimiento, como en la Argentina actual), el
aumento de las tasas combinado con la caída del salario y de la
demanda propician la baja de los precios (un combo explosivo que
los economistas liberales nos presentan como “la fórmula para
derrotar a la inflación”). El problema es que el costo de estas recetas
monetaristas es altísimo: quiebres de empresas, desempleo, ajuste
fiscal, pérdidas salariales, incremento de la pobreza y la desigualdad,
etc. Solo pueden resistir a este “parate”, los escasos grupos
económicos con acceso al mercado externo, razón por la cual, la
riqueza se concentra en muy pocas manos. Pero además, estos
pulpos se verán favorecidos por reformas financieras y tributarias
tendientes a “liberar” todos los obstáculos que pudieran entorpecer
“el libre flujo del capital”. Así, el sector financiero se convierte en el
beneficiario directo (y, en muchos casos, exclusivo) de las políticas
neoliberales. El “triunfo” del neoliberalismo en su (tramposa) batalla
anti-inflacionaria, le permitió imponer, como valores sociales, la
competencia, el individualismo, el emprendedorismo, la
meritocracia, el culto de la “mano invisible” del Mercado y la
hostilidad hacia todas las formas de intervención estatal (políticas
sociales, reguladoras, protectoras, redistributivas).

EL Golpe chileno del 11 de setiembre de 1973 instauró la dictadura


de Augusto Pinochet, tras el derrocamiento del gobierno democrático
y socialista de Salvador Allende. El asesoramiento de Milton
Friedman y sus “Chicago boys” fue decisivo para convertir a Chile en
el primer “laboratorio” latinoamericano de la violencia y la
brutalidad neoliberales (precursor, incluso, de las experiencias de
Ronald Reagan y Margaret Tatcher en EEUU y el Reino Unido,
respectivamente). Las dictaduras latinoamericanas (y muy
especialmente, la que irrumpió, en nuestro país, en marzo de 1976,
el mismo año en que Milton Friedman recibiera el Premio Nobel de
Economía) constituyeron el correlato de las recetas neoliberales que,
al menos por entonces, solo lograban imponerse, en la región,
mediante la utilización del Terror de Estado. Por otra parte, las
recomendaciones del Consenso de Washington contaron con el
auxilio de la caída del muro de Berlín y, como consecuencia, del fin
de la alternativa comunista. Así, se fue conformando una coyuntura
inmejorable para la imposición de la ideología neoliberal y de sus
obsesivos caballitos de batalla: apertura comercial, desregulación
financiera, endeudamiento externo, privatizaciones, flexibilidad
laboral, etc.
El 21 de abril de 1975, tras su paso por Chile, Milton Friedman le
envió una carta a Augusto Pinochet agradeciéndole por la
hospitalidad durante su estadía. Allí, responsabilizaba al elevado
gasto público por la escalada inflacionaria, y recomendaba, como
solución, una estrategia de shock (así la designaba, por entonces)
que combinaba las siguientes medidas: fortalecimiento del sistema
de libre mercado, endeudamiento externo, achicamiento del déficit
fiscal, drástica reducción de la masa monetaria circulante, liberación
de todos los controles a los emprendimientos privados, liberalización
del comercio. Solo al cabo de este “período transicional”, vendría el
crecimiento tan esperado (he aquí la denominada “teoría del
derrame”). El mayor error de las épocas pasadas –decía Friedman–
consistió en creer y confiar en que el Estado podía “administrar bien
el dinero ajeno”, es decir –agregamos nosotros– “malgastarlo” en
asignaciones sociales, obra pública, generación de empleo y políticas
de cobertura y amparo para los trabajadores y los sectores menos
favorecidos. El Chile de Pinochet, de la mano de los economistas
neoliberales, se constituyó como una dolorosa experiencia (al menos
para las mayorías masacradas y/o excluidas) en que las sistemáticas
violencias del Terror se conjugaron perfectamente con las obsesivas
recetas del desamparo organizado.

*Artículos publicados en la Revista: Compromiso-APUTN, Bs. As.,


2018

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